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Un regalo para el Sultán

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Traducción de dos fragmentos de la novela A Gift for the Sultan (New York, Oct 2010), que trata de la resistencia de una gran ciudad, los choques entre culturas, y la insistencia de algunas mujeres de controlar sus destinos en Constantinopla, AD 1402, bajo el sitio del temible sultán "Yildirim" — "Relámpago" — Bayezid. El libro (en inglés) se consigue en Amazon.com: A Gift for the Sultan.

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Page 1: Un regalo para el Sultán

Dos fragmentos de la novela de Geoffrey Fox,

A Gift for the Sultan

© Geoffrey Fox 2010. Traducción por Susana Torre y Geoffrey Fox

Sinopsis: Una novela sobre la resistencia de una gran ciudad, los choques entre culturas, y la insistencia de algunas mujeres de controlar sus destinos.

Constantinopla, capital del imperio romano oriental y de la ortodoxia cristiana, en AD 1402 está asediada por el temible sultán Yildirim — "Relámpago" — Bayezid. Aprovechando la ausencia del emperador Manuel II, su sobrino y rival Ioannes pretende rendir la ciudad al sultán, mediante un tributo que incluye a una princesa, Teodota, hija natural de Manuel, que aún no ha cumplido 15 años. Pero Bayezid se ha marchado con su ejército para enfrentar al invasor Timur (Tamerlano), y se encarga toda la caravana al guerrero turco Arslanshahín, jefe de una banda de jinetes arqueros, para llevarla al sultán. Así empieza un periplo insólito de la joven princesa, cristiana y urbana y casi niña, a través de las montañas de Anatolia en el cuidado de guerreros turcos musulmanes, más acostumbrados a asaltar ricas caravanas que a defenderlas. El viaje no es fácil, con tanta carga y terreno difícil, y cuando están a punto de alcanzar al sultán, descubren que éste ha sido derrotado y apresado por Timur y casi toda su horda destruida en la gran batalla de Ankara (20 de julio de 1402). Anatolia está en caos, con los sobrevivientes de la horda de Bayezid huyendo al oeste y pillando todo lo que pueden. Y el feroz guerrero Arslanshahín no tiene a quién entregar a la princesa cristiana, pero sus tradiciones y su juramento al desaparecido sultán no le permiten abandonarla.

A Gift for the Sultan http://www.amazon.com/Gift-Sultan-Geoffrey-Fox/dp/1451582021/ref=sr_1_1?ie=UTF8&s=books&qid=1287993722&sr=1-1

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Capítulo 1.

La simurgh

uando el sol golpea su nido en el Árbol de la Vida en el Qaf del Monte Elburz, la simurgh estira el pescuezo y las alas, echando su sombra sobre todo el valle, y cuando alza el vuelo, el viento de sus

alas dispersa las semillas de todas las plantas del mundo a los lugares donde mejor puedan crecer.

CDicen algunos que la simurgh es una enorme ave con cuatro alas, dientes, y rostro humano, capaz de levantar un elefante en sus garras. Otros dicen que es en realidad una bandada de aves muy diversas que vuelan todas juntas, y de ahí viene su nombre “si murgh”, que en farsi, la lengua de Persia, quiere decir “treinta pájaros” — “treinta” siendo una manera de decir “muchos”. En todo caso, el roce de una sola de sus plumas cura la herida más grave, y la simurgh puede rescatar y hasta amamantar a los niños extraviados.

Avistada y cantada primero por los videntes y los vates de Irán, al cabo de pocas generaciones fue vista y cantada también hasta en las montañas de Bactria. Y poco después, la fama de su benevolencia y poder había llegado a los pastores nómadas turcos en las anchas estepas más al este del río Oxus. Y cuando las tribus de los turcos llamados “oguz” cabalgaron en sus pequeños y veloces caballos al occidente, disparando con sus arcos recurvados y blandiendo sus filosos yataganes, pillando o destruyendo todo que encontrasen, la simurgh también les siguió. Cruzó sin dificultad el espacio aéreo mágico de la víbora voladora Zilant de Kazajstán y del Roc y el dragón Dahag de Persia, se detuvo un tiempo entre los ángeles mensajeros y el caballo alado Buraq sobre Al-Yazira y Siria, hasta llegar a los cielos de los arcángeles guerreros Miguel y Gabriel, defensores de la ciudad más grande del mundo cristiano.

Para los turcos oguz que habían abandonado las antiguas tradiciones de las estepas y ahora observaban el calendario islámico, era el mes zilkade del año 804 de la hégira. Para los grecoparlantes cristianos ortodoxos dentro de la gruesas murallas de la ciudad, era junio del año 6909 desde que Dios creó el mundo. Para los cristianos latinos venidos a defender la ciudad o aprovecharse de su turbulencia, era junio del año del Señor 1402, y la ciudad fundada por Constantino más de mil cien años atrás estaba al borde del colapso ante la horda oriental.

Para la simurgh, era siempre Ahora.

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Capítulo 3.

La Princesa23 de junio Anno Domini 1402

(21 Zilkade, 804 Hégira)

a princesa Teodota Palaiologina subió corriendo los escalones, se precipitó sobre el rellano y, deteniéndose en el haz de luz que lo inundaba, giró la cabeza hacia el sol de la mañana. L“Vuestra alteza, me dejáis muerta de cansancio”, dijo Olga,

resoplando en la escalera detrás de ella. “Tened lastima de vuestra pobre esclava, que os ha cuidado más que una madre.”

Como hacía cada mañana cuando Olga decía casi exactamente lo mismo en exactamente el mismo lugar, la princesa sacudió la cabeza con vehemencia y cerró los ojos frente a los rayos del sol que le calentaban la cara. Pero esta mañana no subió los pocos escalones que quedaban para llegar a la terraza del palacio.

“¡Quieto!” dijo, antes de que Olga pudiera cuestionar este cambio de rutina.

Buscaba algo en los diseños rojos y naranjas al interior de los párpados. Algún signo, algo que le dijese qué debería hacer. Pero lo único que veía eran las manchas púrpuras y amarillas que hacía aparecer apretujando aún más los ojos, empujando las mejillas casi hasta las cejas. Giró la cabeza un poco hacia la izquierda. Muy despacio, la giró nuevamente a la derecha. Un pequeño ser amarillo brillante, quizás un ángel diminuto, un punto de luz, se burlaba de ella, bailoteando por delante dondequiera que miraba. El espíritu de luz permaneció por un momento aún cuando abrió los ojos para mirar a las sombras que hacía la escalera de mármol. Si el ángel quería decirle algo, lo hacía de manera esquiva.

“Pues bien,” dijo con un vigoroso suspiro, “veremos qué dicen los pájaros,” y brincó de escalón a escalón hasta llegar al techo.

Ahí estaba su Edén privado. El portal de mármol estaba tallado como una frondosa espesura y al atravesarlo, la joven princesa entraba en un jardín con plantas de verdad. Las minúsculas palmeras de dátiles y las diversas variedades de árboles en flor estaban hábilmente dispuestas para que el todo apareciese mucho más grande que los cincuenta por setenta pasos que Teodota había contado en el perímetro, cuyos mosaicos contaban la historia del Jardín del Edén original y la expulsión de Adán y Eva. Incluso el Adán y la Eva de mármol tenían el tamaño de un niño – aunque la enorme erección del Adán que divertía tanto a Dota y sus esclavas no tenía nada de infantil. Aparte del Adán de mármol, el único hombre permitido allí era el viejo eunuco jardinero, que se rió descontroladamente el día que Teodota le preguntó si no sentía envidia de la pequeña estatua.

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El jardín de Teodota estaba a sesenta escalones arriba de los otros techos del área de las mujeres y era casi tan alto como la terraza del mismo emperador, donde como ella sabía había un jardín mucho más suntuoso. El de ella había sido diseñado para una niña, pero ya lo había superado — la pared que lo circundaba ahora le llegaba sólo al hombro. Aun así, le permitía tanta privacidad como le era necesaria. Bloqueaba la vista de los soldados apostados sobre los muros de la Ciudad, así que ella podía subir hasta aquí sin tocado, como había hecho hoy, y, como hacia calor, sin molestarse en poner una bata de seda sobre su camisón.

“El sol os hará bien, podéis creerme en esto”, dijo Olga. Pero Teodota no prestó atención a la extraña sintaxis de su

esclava. Estaba escudriñando el cielo.“Me dijo en un sueño que estaría aquí,” dijo. “Para la fiesta de San Juan Bautista, lo sé. Pero quizás fue un falso

sueño, que apareció porque queríais tanto que fuese verdad.”“Pero lo vi, Olga. Me sonrió, y estiró dos dedos para bendecirme.” “Pues algo lo ha demorado, entonces. Es la voluntad de Dios.” Aquí arriba, donde nadie podía verlas, la esclava se tomaba

algunas libertades. Sin esperar orden alguna, se sentó en un banco marmóreo bajo la cadera de Eva.

Todavía era temprano, apenas después de los maitines, y el cielo de levante era más dorado que azul. Teodota se sentó junto a Olga y continuó mirando hacia el cielo.

El complejo palacial de Blaquernas ocupaba una cuña en la esquina noroeste de la gran Ciudad, donde la muralla occidental se empalmaba con la que bordeaba el Cuerno de Oro. Desde allí se oían las voces de las mujeres y del chapoteo de la ropa en los lavaderos de las terrazas cercanas más bajos. Una tropilla de caballos llenaba de estrépito el patio de abajo. De lejos, en la dirección de los muelles, llegaban llamadas y gritos de algunos hombres, posiblemente estibadores, cuyas palabras no se podían distinguir. Teodota suprimió estas distracciones para enfocarse en su búsqueda de pájaros en el cielo. Esperaba ver alciones, o quizás una alondra. Mirando cómo volaban y las vueltas que daban, se podría discernir el futuro. Los pájaros más grandes, como las águilas marinas o los pelícanos, eran aún mejores, signos más enfáticos de la voluntad de Dios, pero eran más raros. Sin embargo ahora veía un pájaro enorme, el más grande que había visto nunca, ¿o era quizás una bandada grande y densa que proyectaba su sombra sobre todo el jardín? Para la princesa, sólo podía ser el Arcángel Miguel con sus enormes alas, convocado por la pureza de su fe virginal, para confortarla. Entonces, como un signo aún más seguro, vio una forma grisácea separarse de esa masa etérea, como si fuese un mensajero del sagrado arcángel.

“Olga, mira!” dijo, repentinamente emocionada, más de lo que había estado por mucho tiempo. Dios le había hecho un guiño. O por lo menos, le había enviado una señal.

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“Ahí esta otra vez. Mira!”“¿Qué?”“¡Allí!” Teodota señaló.“Es el ángel. Ha tomado la forma de un pájaro. Mira, es el mismo,

estoy segura. ¿Te acuerdas? ¿El día de la fiesta de San Juan Bautista? El halcón blanco y gris. Mira cómo se acerca.”

“Si, lo es. Un halcón. ¿De quien podría ser? Su primo el Regente no es cetrero. Y los turcos saben que ya no queda nada para cazar aquí en la ciudad.”

“¡No! No es de los turcos, y menos de mi primo. Es un ángel, mi madre, o un ángel de mi madre, con un mensaje sobre mi padre. Ella quiere que yo sepa que el ya está regresando.”

“O, así lo espero, niña,” dijo Olga. “Necesitamos que vuestro padre el emperador esté ahora con nosotros.”

Teodota saltó sobre el banco y extendió su brazo, como había visto hacer a su padre, pero sin el guante protector contra las garras. Pero como eran garras de ángel, no podían hacerle daño. Cerró los ojos, mantuvo la espalda recta, dejó su brazo estirado para que el ave lo cogiera, su mano derecha apretando el dorado crucifijo que colgaba de su dorado cinturón, sus cabellos dorados hacia atrás brillando en el sol del Señor, y esperó el milagro.

Pero el halcón no bajó para agarrarle el brazo. Perpleja, Teodota abrió los ojos y parpadeó. El ave continuó su amplio círculo sobre las colinas al oeste de las murallas de la ciudad.

“Madre, ¿no vienes? Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga?”El halcón dirigió su mirada, o mejor dicho, la obligó a mirar algo

que ella había estado evitando. La alta torre del emperador siempre le había bloqueado la vista hacía el suroeste. Pero así, alzada en este banco, podía ver arriba del borde, y tenía una vista sin obstáculos hacia el oeste y noroeste. Ahora veía unas cosas raras, negras y puntiagudas que no deberían estar allí.

“Olga!” gritó y saltó del banco, corriendo entre Adán y Eva y las plantas hasta llegar al parapeto occidental. De allí podía ver las cosas negras en las lejanas cumbres, pero la gran muralla de la ciudad le tapaba lo que yacía debajo.

“Olga, álzame,” ordenó.“Alteza. No estáis vestida.”“¡Puf! ¿Quién me va a ver?”“Pues, la tropa. Uno de los soldados puede darse vuelta. No

tenéis nada sobre la cabeza.”Dota temblaba de emoción, y sin pensar en lo que hacía, cogió el

pequeño turbante de Olga y se lo puso para tapar su tocado imperial. “Ya está. Ahora si me ven, creerán que soy otra esclava.”“¡Princesa!”“Búscame ese taburete.”

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Lo que vio casi la hizo desmayarse. Era el mal que siempre había sabido que estaba allí, pero nunca antes se había atrevido encarar. En las colinas frente a las murallas de la ciudad había un montón de tiendas de campaña altas, algunas de colores brillantes pero la mayoría del mismo color de la tierra en derredor. Pabellones rojos y amarillos ondeaban sobre algunas de ellas. Tales pabellones, le habían dicho, eran símbolos de los “gazis”, palabra de los turcos que denominaban los servidores más feroces del diablo que ellos llamaban “Mahomet”. También habían otras tiendas, más bajas y anchas, negras, que tenían que ser de los caballeros serbios que, aunque cristianos como Teodota, se habían aliado a los turcos. Se veían varios hombres en su ropaje bárbaro, algunos sentados, otros caminando, algunos cuidando los animales.

Así era el campamento del asedio, donde posaba por el momento lo que los turcos llamaban el ordu, la horda. Un organismo infernal y pululante, sin raíces en ninguna parte y sin murallas para circunscribirlo, un enjambre informe que ya se había tragado casi todas las demás ciudades del imperio y ahora se disponía a roer la misma Ciudad Madre. La horda era la Anti-Ciudad, el hogar movible del Anti-Cristo que se hacía llamar “sultán”, que era como los turcos decían Satanás.

La Anti-Ciudad tenía senderos de barro en lugar de bulevares de adoquines, precarias tiendas de fieltro en lugar de palacios e iglesias de piedra y mármol, y grotescos andamios cubiertos de pieles que imitaban y se mofaban de las nobles torres de las murallas de la ciudad. Ahora entendió qué eran esos andamios cubiertos de pieles. Recordaba ver otros parecidos hacía años. Se habían acercado a las murallas, lloviendo fuego y flechas sobre los defensores cristianos y, cuando llegaron a las murallas, arrojaron sobre ellas guerreros endemoniados que gritaban mientras blandían sus hachas .

Eso lo había visto Teodota cuando era pequeña, hace ocho o nueve años, antes de que su padre hubiese partido de la ciudad. Ocurrió tan súbitamente que el soldado que tenía que protegerla había caído de un dardo de ballesta. Dota recordaba gritar por su madre, pero su madre ya estaba en el Paraíso y la pequeña Dota se encontraba en las murallas temblorosas entre un caos de llamas, peñones cayéndose y el corre corre de hombres en todas direcciones. Repentinamente unos brazos firmes la habían levantado, y una joven que no conocía corrió con ella en brazos, bajando a saltos la escalera de la muralla y llevándola a la seguridad del interior del palacio. Esa joven había sido Olga, que desde entonces, por orden del Basileo su padre, era esclava personal de Teodota.

Ahora las torcidas torres de madera y pieles estaban quietas y retiradas fuera del alcance de los arqueros de la ciudad, en una de esas calmas extrañas que habían ocurrido a veces durante el largo sitio. Y entre ellas había unas grandes máquinas como aves gigantes, pero con cabezas muy gordas al final de sus cortos cuellos. Los destructores de

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ciudades. Cuando esas cabezas gordas caían a tierra, las colas subirían arrojando misiles a las murallas. Trébuchets era lo que los francos los llamaban, pero “destructores de ciudades”—helepoleis en la lengua de Teodota– mejor describía sus efectos. Sólo mirarlos le tensaba el estómago.

Levantó la mirada para ver el halcón, apenas un punto negro ahora, que volaba sobre Galata un poco al norte, al otro lado del Cuerno de Oro. Allá vio otros destructores de ciudades posados en la cumbre. ¿Cuál entonces era el mensaje del pájaro? ¿De desesperación? Teodota agarró más fuerte la cruz suspendida de su cintura, y para controlar el temblor de su boca empezó a recitar una oración.

El punto negro que era el halcón desapareció en el resplandor del enorme sol divino. Teodota dio la media vuelta en el taburete, con una mano sobre el parapeto detrás, para mirar hacia la muralla occidental. Desvió la cabeza un poco para no mirar directamente al Este, el Este contradictorio, donde el Sol nacía cada mañana pero también de donde habían llegado las hordas bárbaras que amenazaba con tragarse la Ciudad. Entonces vio, saliendo del borde derecho del círculo enceguecedor del sol, un puntito oscuro que tenía que ser el mismo halcón. Le había mostrado primero el peligro y ahora apuntaba a la solución; le dirigía la mirada al domo de la Sagrada Sabiduría, la Hagia Sofía, el espacio más preciado por Dios en esta, su Ciudad más sagrada.

“Allí está las respuesta entonces,” dijo para sí misma.Cuando volvió para saltar del taburete, vio a un hombre alto y

corpulento en la terraza vecina del emperador. Su barba negra era espesa y larga, y el turbante que vestía era anchísimo como usaba solamente los turcos de mayor categoría.

Teodota quedó paralizada. Por un lado estaba Dios, cuya criatura alada le apuntaba a su

gran iglesia. Del otro lado, este representante de Satanás. Aquí mismo, en Blaquernas, en la misma terraza del emperador. Esta presencia enemiga nunca pudiera haberse dado si el padre de Teodota, el verdadero emperador, estuviera aquí todavía. Era otra señal. Lo divino, cuando miraba hacia el este, y ahora esta corrupción de la más sagrada de las ciudades cuando miraba al oeste. Quedó mirando al alto demonio gordo en el turbante impío. El hombre le sonrió. ¡Qué horror!

Todavía parada en el taburete, cerró los ojos y giró la cara hacia el cielo, rogando a Dios que le mandase la fuerza para hacer su voluntad divina. Sintió una brisa en el pelo, como si el ala de un ángel se hubiese movido—y entonces se dio cuenta de que el humilde y pequeño turbante de Olga se le había caído de la cabeza, y estaba descubierta. Descubierta y con nada más que su blanca bata interior de lino. Ahora sí sabía cómo se sentía una mártir, casi desnuda delante del mal pero arropada por la luz de Dios. Absorbiendo en sí la fuerza de Dios, abrió los ojos de nuevo.

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El lacayo de Satanás ya no estaba. Pero su apariencia había sido una advertencia. Teodota tendría que darse prisa para llegar a la gran iglesia. Para ver a su madre, que en su mente se había fundido con Santa Sofía, protectora de la ciudad.

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