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El inocente michael connelly

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El abogado defensor Michael Hallersiempre ha creído que podríaidentificar la inocencia en los ojos deun cliente. Hasta que asume ladefensa de Louis Roulet, un ricoheredero detenido por el intento deasesinato de una prostituta. Por unaparte, supone defender a alguienpresuntamente inocente; por otra,implica unos ingresosdesacostumbrados.

Poco a poco, con la ayuda delinvestigador Raúl Levin y siguiendosu propia intuición, Haller descubrecabos sueltos en el caso Roulet…

Puntos oscuros que le llevarán acreer que la culpabilidad tienemúltiples caras.

En El inocente, Michael Connelly,padre de Harry Bosch y referente enla novela negra de calidad, da vida aMichael Haller, un nuevo personajeque dejará huella en el género delthriller.

Michael Connelly

El inocenteMichael Haller - 1

ePub r1.1Crissmar 26.08.14

Título original: The Lincoln LawyerMichael Connelly, 2009Traducción: Javier GuerreroCorrección de erratas: dacordase

Editor digital: CrissmarePub base r1.1

Para Daniel F. Daly y RogerO. Mills

Ningún cliente asusta másque un hombre inocente.

J. Michael Haller, abogadopenal

Los Ángeles, 1962

PRIMERA PARTE

INTERVENCIÓNPREJUDICIAL

1

Lunes, 7 de marzo

El aire matinal procedente del Mojave afinales del invierno es el más limpio yvigorizante que se puede respirar en elcondado de Los Ángeles. Lleva consigoel gusto de la promesa. Cuando el vientoempieza a soplar desde el desierto megusta dejar una ventana abierta en midespacho. Hay gente que conoce esacostumbre mía, gente como FernandoValenzuela. El fiador carcelero, no elfamoso pitcher de béisbol. Me llamó

cuando estaba llegando a Lancaster paraasistir a una comparecencia decalendario a las nueve de la mañana.Debió de oír el silbido del viento através de mi teléfono móvil.

—Mick —dijo—, ¿estás en el norteesta mañana?

—Por ahora sí —dije, al tiempo quesubía la ventanilla para oírle mejor—.¿Tienes algo?

—Sí, tengo algo. Creo que es unfilón. Pero su primera comparecencia esa las once. ¿Podrás volver a tiempo?

Valenzuela tiene una oficina en VanNuys Boulevard, a una manzana deledificio municipal que alberga dos

juzgados y la prisión de Van Nuys.Llama a su negocio Liberty Bail Bonds.Su número de móvil, en neón rojo en eltejado de su establecimiento, puedeverse desde el pabellón de máximaseguridad de la tercera planta de laprisión. Y está grabado en la pintura dela pared, junto a los teléfonos de pagode cada pabellón de la cárcel.

Podría decirse que su nombretambién está grabado, y de manerapermanente, en mi lista de Navidad. Alfinal del año regalo una lata de frutossecos salados a todos los que figuran enella. Surtido navideño. Cada lata llevauna cinta y un lazo. Pero no contiene

frutos secos, sino dinero en efectivo.Tengo un montón de fiadores carcelerosen mi lista navideña. Como surtidonavideño directamente del tupper hastabien entrada la primavera. Desde miúltimo divorcio, a veces es lo único quetengo para cenar.

Antes de responder a la pregunta deValenzuela pensé en la comparecenciade calendario a la que me dirigía. Micliente se llamaba Harold Casey. Si lalista de causas seguía un ordenalfabético llegaría sin problema a unavista a las once en Van Nuys. Sinembargo, el juez Orton Powell estaba ensu último periodo en la judicatura. Iba a

retirarse. Eso significaba que ya no seenfrentaba a las presiones propias de lareelección como los que dependían decampañas privadas. Para demostrar sulibertad —y posiblemente también comoforma de vengarse de quienes lo habíanmantenido políticamente cautivo durantedoce años—, le gustaba complicar lascosas en su tribunal. A veces, el ordenera alfabético; otras, alfabético inverso;en ocasiones, por fecha de entrada.Nunca sabías cuál sería el orden hastaque llegabas allí. No era nada raro quelos abogados esperaran con impacienciadurante más de una hora en la sala dePowell. Al juez eso le complacía.

—Creo que podré llegar a las once—dije sin estar seguro—. ¿Cuál es elcaso?

—El tipo ha de estar forrado.Domicilio en Beverly Hills, el abogadode la familia presentándose deentrada… Cosa seria, Mick. Le pidieronmedio kilo y el abogado de su madre seha presentado aquí dispuesto a firmarcediendo propiedades en Malibú comogarantía. Ni siquiera pidió antes querebajaran la fianza. Parece que no estánmuy preocupados porque se fugue.

—¿De qué lo acusan? —pregunté.No alteré mi tono de voz. El olor de

dinero en el agua suele atraer a las

pirañas, pero me había ocupado deValenzuela las suficientes Navidadespara saber que lo tenía en exclusiva.Podía actuar con tranquilidad.

—Los polis lo acusan de agresióncon agravante, LCG e intento deviolación, para empezar —respondió elfiador—. La fiscalía todavía no hapresentado cargos que yo sepa.

La policía normalmente exagerabalos cargos. Lo que importaba era lo quelos fiscales, en última instancia,llevaban a juicio. Siempre digo que loscasos entran como un león y salen comoun cordero. Una acusación que seincoaba como intento de violación,

agresión con agravante y lesionescorporales graves podía terminar comoun simple caso de lesiones. No mehabría sorprendido, y no habría sidoningún filón. Aun así, si podía accederal cliente y establecer mis honorarios enfunción de los cargos anunciados,saldría bien parado cuando el fiscalfinalmente los rebajara.

—¿Conoces los detalles? —pregunté.

—Presentaron los cargos anoche.Suena como una cita en un bar que acabómal. El abogado de la familia dice quela mujer pretende sacar dinero. Loclásico, la demanda civil que seguirá al

caso penal. Pero no estoy seguro. Por loque he oído le han dado una buenapaliza.

—¿Cómo se llama el abogado de lafamilia?

—Espera un segundo. Tengo sutarjeta por aquí.

Miré por la ventanilla mientrasesperaba que Valenzuela encontrara latarjeta de visita. Estaba a dos minutosdel tribunal de Lancaster y a doce de micomparecencia: Necesitaba al menostres de esos minutos para hablar con micliente y darle la mala noticia.

—Vale, aquí está —dijo Valenzuela—. El nombre del tipo es Cecil C.

Dobbs, Esquire. De Century City. ¿Ves?Te lo he dicho. Pasta.

Valenzuela tenía razón, pero no erala dirección del abogado lo que mehablaba a gritos de dinero, sino sunombre.

Conocía la reputación de C. C.Dobbs y suponía que en toda su lista declientes no habría más de uno o dos cuyodomicilio no estuviera en Bel-Air o enHolmby Hills. Sus clientes eran de loslugares donde las estrellas parecen bajarpor las noches para tocar a los ungidos.

—Dame el nombre del cliente —dije.

—Louis Ross Roulet.

Lo deletreó y lo anoté en un bloc.—¿Llegarás a tiempo, Mick? —

preguntó Valenzuela.Antes de responder, anoté el nombre

d e C. C. Dobbs en el bloc. Luegorespondí a Valenzuela con otra pregunta.

—¿Por qué yo? —dije—.¿Preguntaron por mí? ¿O lo sugeriste tú?

Tenía que ir con cuidado con esacuestión. Daba por sentado que Dobbsera la clase de profesional que acudiríaal Colegio de Abogados de Californiaen un suspiro si se encontraba con unabogado defensor penal que pagaba afiadores por derivaciones de clientes.De hecho, empecé a preguntarme si todo

el asunto no podía ser una operación dela judicatura en la que Valenzuela nohabía reparado. Yo no era uno de loshijos predilectos de la judicatura.Habían venido a por mí antes. En más deuna ocasión.

—Le pregunté a Roulet si teníaabogado defensor penal, y dijo que no.Le hablé de ti. No lo forcé. Sólo le dijeque eras bueno. Promoción discreta, yaves.

—¿Eso fue antes o después de queapareciera Dobbs?

—No, antes. Roulet me llamó estamañana desde la prisión. Lo tenían enmáxima seguridad y supongo que vio mi

letrero. Dobbs apareció después. Le dijeque estabas en el caso, le expliqué quiéneras, y le pareció bien. Estará allí a lasonce. Verás cómo es.

No dije nada durante un buen rato.Me preguntaba hasta qué puntoValenzuela estaba siendo sinceroconmigo. Un tipo como Dobbs tenía quecontar con su propio abogado. Por másque no fuera su punto fuerte, tenía quedisponer de un especialista en derechopenal en el bufete, o al menos en larecámara. Sin embargo, lo que explicabaValenzuela parecía contradecirlo.Roulet acudió a él con las manos vacías.Eso me decía que en el caso había

muchas cosas que no conocía.—Eh, Mick, ¿estás ahí? —insistió

Valenzuela.Tomé una decisión, una decisión que

a la larga me conduciría otra vez a JesúsMenéndez y que en cierto modolamentaré durante muchos años. Pero enel momento en que la tomé era unadecisión producto de la necesidad y larutina.

—Allí estaré —dije al teléfono—.Te veo a las once.

Estaba a punto de colgar cuando oíotra vez la voz de Valenzuela.

—Y te acordarás de mí, ¿verdad,Mick? O sea, bueno, si de verdad es un

filón.Era la primera vez que Valenzuela

buscaba que le asegurara que iba aretribuirle. Su petición incidió en miparanoia y cuidadosamente construí unarespuesta que lo satisficiera a él y a lajudicatura, si estaban escuchando.

—No te preocupes, Val. Estás en milista de Navidad.

Cerré el teléfono antes de que élpudiera decir nada más y le pedí a michófer que me dejara en la entrada deempleados del tribunal. La cola ante eldetector de metales era más corta, y porlo general a los vigilantes de seguridadno les importaba que los abogados —los

habituales— se colaran para llegar atiempo a un juicio.

Al pensar en Louis Ross Roulet y enel caso y las posibles riquezas ypeligros que me esperaban, volví a bajarla ventanilla para poder disfrutar delúltimo minuto de aire fresco y limpio dela mañana. Todavía llevaba el gusto deuna promesa.

2

El tribunal del Departamento 2A estabaatestado de letrados, tanto de la defensacomo de la acusación, negociando ycharlando entre ellos cuando llegué allí.Supe que la sesión iba a empezar conpuntualidad porque vi al alguacilsentado ante su mesa. Eso significabaque el juez estaba a punto de ocupar sulugar.

En el condado de Los Ángeles losalguaciles son de hecho ayudantesjurados del sheriff que están asignados ala división de la cárcel. Me acerqué al

alguacil. Su mesa era la más próxima ala galería del público, de manera quelos ciudadanos podían acercarse a hacerpreguntas sin necesidad de profanar elrecinto asignado a los letrados,acusados y personal del tribunal. Vi laagenda en la tablilla que tenía delante.Leí el nombre en su uniforme —R.Rodríguez— antes de hablar.

—Roberto, ¿tienes a mi hombre ahí?¿Harold Casey?

El alguacil fue bajando el dedo porla lista, pero se detuvo enseguida. Esosignificaba que tenía suerte.

—Sí, Casey. Es el segundo.—Por orden alfabético hoy, bien.

¿Tengo tiempo de pasar a verlo?—No, ya están entrando al primer

grupo. Acabo de avisar. El juez estásaliendo. Dentro de dos minutos verá asu cliente en el corral.

—Gracias.Empecé a caminar hacia la

portezuela cuando el alguacil me llamó.—Y es Reynaldo, no Roberto.—Claro, es verdad. Lo siento,

Reynaldo.—Todos los alguaciles nos

parecemos, ¿no?No supe si pretendía hacer una

broma o se trataba simplemente de unapulla. No respondí. Me limité a sonreír

y abrí la portezuela. Saludé con lacabeza a un par de abogados que noconocía y a otros dos que sí. Uno medetuvo para preguntarme cuánto tiempocalculaba que iba a estar ante el juez,porque quería calibrar cuándo regresarpara la comparecencia de su propiocliente. Le dije que sería rápido.

En una comparecencia de calendariolos acusados son llevados a la sala deltribunal en grupos de cuatro y puestos enun recinto cerrado de madera y cristalconocido como corral. Éste permite quelos acusados hablen con sus abogadosen los momentos previos a que se inicieel proceso, cualquiera que sea.

Me coloqué al lado del corral justoen el momento en que, después de que unayudante del sheriff abriera la puerta delcalabozo interior, desfilaran los cuatroprimeros acusados de la lista de casos.El último en entrar en el corral eraHarold Casey, mi cliente. Ocupé unaposición cercana a la pared lateral paragozar de intimidad, al menos por unlado, y le hice una seña para que seacercara.

Casey era grande y alto, como solíanreclutarlos en los Road Saints, la bandade moteros, o club, como sus miembrospreferían que fuera conocido. Durante suestancia en la prisión de Lancaster se

había cortado el pelo y se habíaafeitado, siguiendo mis instrucciones, ytenía un aspecto razonablementepresentable, salvo por los tatuajes enambos brazos que también asomaban porencima del cuello de la camisa. Se hacelo que se puede. No sé demasiadoacerca del efecto de los tatuajes en unjurado, aunque sospecho que no esdemasiado positivo, especialmentecuando se trata de calaveras sonrientes.Sé que a los miembros del jurado engeneral no les gustan demasiado lascolas de caballo, ni en los acusados nien los abogados que los representan.

Casey estaba acusado de cultivo,

posesión y venta de marihuana, así comode otros cargos relacionados con drogasy armas. Los ayudantes del sheriff, alllevar a cabo un asalto antes delamanecer al rancho en el que vivía ytrabajaba, encontraron un granero y uncobertizo prefabricado que habían sidoconvertidos en un invernadero. Serequisaron más de dos mil plantasplenamente maduras junto conveintiocho kilos de marihuanacosechada y empaquetada en bolsas deplástico de pesos diversos. Además, serequisaron más de trescientos gramos demetanfetamina, que los empaquetadoresespolvoreaban en la cosecha para darle

un punto adicional, así como un pequeñoarsenal de armas, muchas de las cuales,según posteriormente se determinó, eranrobadas.

Todo indicaba que Casey lo teníacrudo. El estado lo había pillado bien.De hecho, lo encontraron dormido en unsofá en el granero, a metro y medio de lamesa de empaquetado. Por si eso fuerapoco, había sido condenado dos vecespor delitos de drogas y en ese momentocontinuaba en libertad condicional porel caso más reciente. En el estado deCalifornia, el tercer delito es la clave.Siendo realistas, Casey se enfrentaba almenos a una década en prisión, incluso

con buen comportamiento.Sin embargo, lo inusual en Casey era

que se trataba de un acusado ansioso porenfrentarse al juicio e incluso a laposibilidad de una condena. Habíadecidido no declinar su derecho a unjuicio rápido y ahora, menos de tresmeses después de su detención,esperaba con avidez que se celebrara lavista. Estaba ansioso porque sabía quesu única esperanza radicaba en suapelación de esa condena probable.Gracias a su abogado, Casey atisbó unrayo de esperanza, esa lucecita titilanteque sólo un buen abogado puede aportara un caso oscuro como ése. A partir de

ese rayo de esperanza nació unaestrategia que en última instancia podríafuncionar para liberar a Casey. Laestrategia era osada y le costaría aCasey pasar un tiempo en prisiónmientras esperaba la apelación, pero élsabía tan bien como yo que era la únicaoportunidad real con que contaba.

La fisura en el caso del estado noestaba en su suposición de que Caseyera cultivador, empaquetador yvendedor de marihuana. La fiscalíaestaba absolutamente en lo cierto enestas suposiciones y había pruebas másque suficientes de ello. Era en cómo elestado había obtenido esas pruebas

donde el caso se tambaleaba sobre unoscimientos poco firmes. Mi trabajoconsistía en sondear esa fisura en eljuicio, explotarla, ponerla en el acta yluego convencer a un jurado deapelación de que se desestimaran laspruebas del caso, algo de lo que nohabía logrado convencer al juez OrtonPowell durante la moción previa aljuicio.

La semilla de la acusación deHarold Casey se plantó un martes demediados de diciembre cuando Caseyentró en un Home Depot de Lancaster yllevó a cabo diversas comprascotidianas, entre ellas la de tres

bombillas de la variedad que se utilizaen el cultivo hidropónico. Resultó que elhombre que tenía detrás en la cola de lacaja era un ayudante del sheriff fuera deservicio que iba a comprar sus luces deNavidad. El agente reconoció algunosde los tatuajes en los brazos de Casey—sobre todo la calavera con un haloque es el sello emblemático de los RoadSaints— y sumó dos más dos. El agentefuera de servicio siguió la Harley deCasey hasta el rancho, que se hallaba enlas inmediaciones de Pearblossom. Estainformación fue transmitida a la brigadade narcóticos del sheriff, la cual preparóun helicóptero sin identificar para que

sobrevolara el rancho con una cámaratérmica. Las subsecuentes fotografías,que mostraban manchas de un color rojointenso procedentes del calor delgranero y el cobertizo prefabricado,junto con la declaración del ayudantedel sheriff que vio a Casey adquirirbombillas hidropónicas, fueronpresentadas al juez en un affidávit. A lamañana siguiente, los ayudantes delsheriff despertaron a Casey del sofá conuna orden judicial firmada.

En una vista previa argumenté quetodas las pruebas contra Casey deberíanser excluidas porque la causa probablepara el registro constituía una invasión

del derecho de Casey a la intimidad.Utilizar adquisiciones comunes de unindividuo en una ferretería comotrampolín para llevar a cabo unaposterior invasión de la intimidad através de una vigilancia en la superficiey desde el aire mediante imágenestérmicas seguramente sería visto comouna medida excesiva por los artífices dela Constitución.

El juez Powell rechazó miargumento y el caso pasó a juicio o auna sentencia pactada posterior alreconocimiento de culpabilidad porparte del acusado. Entretanto, apareciómás información que reforzaría la

apelación a la condena de Casey. Elanálisis de las fotografías tomadascuando se sobrevoló la granja de Caseyy las especificaciones focales de lacámara térmica utilizada por losayudantes del sheriff indicaban que elhelicóptero estaba volando a no más detreinta metros del suelo cuando setomaron las fotografías. El TribunalSupremo de Estados Unidos hasostenido que un vuelo de observaciónde las fuerzas policiales sobre lapropiedad de un sospechoso no viola elderecho individual a la intimidadsiempre y cuando el aparato se halle enespacio aéreo público. Pedí a mi

investigador, Raul Levin, quecomprobara este límite con laAdministración Federal de Aviación. Elrancho de Casey no estaba localizadodebajo de ninguna ruta al aeropuerto. Ellímite inferior del espacio aéreo públicoencima del rancho era de trescientosmetros. Los ayudantes del sheriff habíaninvadido claramente la intimidad deCasey al recopilar la causa probablepara asaltar el rancho.

Ahora mi labor consistía en llevar elcaso a juicio y obtener testimonio de losayudantes y el piloto acerca de la altituda la que sobrevolaron el rancho. Si medecían la verdad, los tenía. Si mentían,

los tenía. No me complace la idea deavergonzar a las fuerzas policiales en unjuicio público, pero mi esperanza eraque mintieran. Si un jurado ve que unpoli miente en el estrado de los testigos,el caso está terminado. No hace faltaapelar a un veredicto de inocencia. Elestado no puede recurrir un veredictosemejante.

En cualquier caso, confiabaplenamente en el as que tenía en lamanga. Sólo tenía que ir a juicio yúnicamente había una cosa que nosretenía. Eso era lo que necesitabadecirle a Casey antes de que el juezocupara su lugar para la vista del caso.

Mi cliente se acercó a la esquina delcorral y no me dijo ni hola. Yo tampoco.Él ya sabía lo que quería. Habíamosmantenido la misma conversación antes.

—Harold, ésta es la comparecenciade calendario —dije—. Aquí es cuandole digo al juez si estamos listos para ir ajuicio. Ya sé que la fiscalía está lista.Así que depende de nosotros.

—¿Y?—Y hay un problema. La última vez

que estuvimos aquí me dijiste que iba arecibir dinero. Pero aquí estamos,Harold, y sin dinero.

—No te preocupes, tengo tu dinero.—Por eso estoy preocupado. Tú

tienes mi dinero. Yo no tengo mi dinero.—Está en camino. Hablé con mis

chicos ayer. Está en camino.—La última vez también dijiste eso.

No trabajo gratis, Harold. El expertoque estudió las fotos tampoco trabajagratis. Tu depósito hace tiempo que seagotó. Quiero más dinero o vas a tenerque buscarte un nuevo abogado. Unabogado de oficio.

—Nada de abogado de oficio, tío.Te quiero a ti.

—Bueno, pues yo tengo gastos y hede comer. ¿Sabes cuánto he de pagarcada semana sólo por salir en laspáginas amarillas? Adivina.

Casey no dijo nada.—Uno de los grandes. Un promedio

de mil cada semana sólo para pagar elanuncio, y eso antes de que coma opague la hipoteca o la ayuda a los niñoso de que ponga gasolina en el Lincoln.No hago esto por una promesa, Harold.Trabajo por una inspiración verde.

Casey no pareció impresionado.—Lo comprobaré —dijo—. No

puedes dejarme colgado. El juez no tedejará.

Un siseo se extendió por la salacuando el juez entró por la puerta queconducía a su despacho y se acercó a losdos escalones que llevaban a su sillón.

El alguacil llamó al orden en la sala.Era la hora de la función. Miré a Caseyun largo momento y me alejé. Mi clientetenía un conocimiento aficionado ycarcelario de la ley y de cómofuncionaba. Sabía más que la mayoría.Pero todavía podía darle una sorpresa.

Me senté junto a la barandilla, detrásde la mesa de la defensa. El primer casoera una reconsideración de una fianza ylo solventaron rápidamente. Acontinuación el alguacil anunció el casode California contra Casey, y yo subí alestrado.

—Michael Haller por la defensa —dije.

El fiscal anunció asimismo supresencia. Era un hombre joven llamadoVíctor De Vries. No tenía ni idea de pordónde iba a salirle en el juicio. El juezOrton Powell hizo las preguntashabituales acerca de si había algunadisposición posible en el caso. Todoslos jueces tenían la agenda repleta y unmandato prioritario de solventar loscasos a través de una disposición. Laúltima cosa que quería un juez era queno hubiera esperanza de acuerdo y eljuicio fuera inevitable.

Aun así, Powell escuchó la malanoticia por boca de De Vries y por lamía, y nos preguntó si estábamos

preparados para programar el juiciopara esa misma semana. De Vries dijoque sí, yo dije que no.

—Señoría —dije—, me gustaríaesperar hasta la semana que viene si esposible.

—¿Cuál es la causa de su demora,señor Haller? —preguntó el juez conimpaciencia—. La fiscalía estápreparada y yo quiero solventar estecaso.

—Yo también quiero solventarlo,señoría. Pero la defensa está teniendodificultades para encontrar a un testigoque será necesario para nuestro caso. Untestigo indispensable, señoría. Creo que

con un aplazamiento de una semana serásuficiente. La semana que vieneestaremos listos para seguir adelante.

Como era de esperar, De Vries seopuso al aplazamiento.

—Señoría, ésta es la primera vezque la fiscalía oye hablar de un testigodesaparecido. Era él quien solicitó eljuicio rápido y ahora quiere esperar.Creo que es una simple maniobra dedilación porque se enfrenta a…

—Puede guardarse el resto para eljurado, señor De Vries —le interrumpióel juez—. Señor Haller, ¿cree que enuna semana solventará su problema?

—Sí, señoría.

—De acuerdo, les veré a usted y alseñor Casey el próximo lunes y estarálisto para empezar. ¿Entendido?

—Sí, señoría. Gracias.El alguacil anunció el siguiente caso

y yo me aparté de la mesa de la defensa.Observé que un ayudante del sheriffsacaba a mi cliente del corral. Casey memiró con una expresión que parecíaformada a partes iguales por rabia yconfusión. Me acerqué a ReynaldoRodríguez y le pregunté si me permitiríavolver a la zona de detenidos para podercontinuar departiendo con mi cliente.Era una cortesía profesional que sepermitía a la mayoría de los habituales.

Rodríguez se levantó, abrió una puertaque había detrás de su escritorio y mepermitió entrar. Me aseguré de darle lasgracias utilizando su nombre correcto.

Casey estaba en una celda deretención con otro acusado, el hombrecuyo caso había sido llamado antes en lasala. La celda era grande y tenía bancosen tres de los lados. Lo malo de que lavista de tu caso se celebre pronto es quedespués has de sentarte en esa jaulahasta que hay gente suficiente para llenarun autobús hasta la prisión del condado.Casey se acercó a los barrotes parahablar conmigo.

—¿De qué testigo estabas hablando

ahí? —me preguntó.—Del señor Verde —dije—. El

señor Verde es lo único que necesitamospara llevar este caso adelante.

El rostro de Casey se contorsionó derabia. Traté de salir le al cruce.

—Mira, Harold, sé que quieresacelerar esto y llegar al juicio y luego ala apelación. Pero has de pagar el peaje.Sé de larga experiencia que no me haceningún bien perseguir a la gente para queme pague cuando el pájaro ha volado. Siquieres que juguemos ahora, pagasahora.

Asentí con la cabeza y estaba apunto de volver a la puerta que conducía

a la libertad, pero le hablé otra vez.—Y no creas que el juez no sabe lo

que está pasando —dije—. Tienes a unfiscal joven que es un pardillo y que noha de preocuparse por saber de dóndevendrá su siguiente nómina. Pero OrtonPowell pasó muchos años en la defensaantes de ser juez. Sabe lo que es buscara testigos indispensables como el señorVerde y probablemente no mirará conbuenos ojos a un acusado que no paga asu abogado. Le hice la señal, Harold. Siquiero dejar el caso, lo dejaré. Pero loque prefiero hacer es venir aquí el lunesy decirle que hemos encontrado anuestro testigo y que estamos listos para

empezar. ¿Entiendes?Casey no dijo nada al principio.

Caminó hasta el lado más alejado de lacelda y se sentó en el banco. No memiró cuando por fin habló.

—En cuanto llegue a un teléfono —dijo.

—Bien, Harold. Le diré a uno de losayudantes que has de hacer una llamada.Llama y quédate tranquilo. Te veré lasemana que viene y pondremos esto enmarcha.

Volví a la puerta, caminando conrapidez. Odio estar dentro de unaprisión. No estoy seguro de por qué.Supongo que es porque a veces la línea

parece muy delgada: la frontera entre serun abogado criminalista y ser unabogado criminal. A veces no estoyseguro de a qué lado de los barrotesestoy. Para mí siempre es un milagroincomprensible que pueda salir por elmismo camino por el que he entrado.

3

En el vestíbulo del tribunal volví aencender el teléfono móvil y llamé a michófer para avisarle de que estabasaliendo. Comprobé mi buzón de voz yencontré mensajes de Lorna Taylor yFernando Valenzuela. Decidí esperarhasta que estuve en el coche paradevolver las llamadas.

Earl Briggs, mi chófer, tenía elLincoln justo delante. Earl no salió aabrirme la puerta ni nada por el estilo.Su labor consistía únicamente enllevarme mientras iba liquidando los

honorarios que me debía por conseguirlela condicional en una condena por ventade cocaína. Le pagaba veinte pavos lahora por conducir, pero luego mequedaba la mitad a cuenta de la deuda.No era lo que sacaba vendiendo cracken los barrios bajos, pero era másseguro, legal y algo que podía poner enun curriculum. Earl aseguraba quequería enderezar su vida y yo le creía.

Oí el sonido rítmico del hip-hopdetrás de las ventanillas cerradas delTown Car al acercarme, pero Earlapagó la música en cuanto me estiréhacia la maneta. Me metí en la partetrasera y le pedí que se dirigiera a Van

Nuys.—¿Qué estabas escuchando? —le

pregunté.—Hum, era Three Six Mafia.—¿Dirty Routh?—Exacto.A lo largo de los años, me había

hecho conocedor de las sutilesdiferencias, regionales y de otro tipo, enel rap y el hip-hop. La inmensa mayoríade mis clientes lo escuchaban, y muchosde ellos construían sus estrategiasvitales a partir de esa música.

Me estiré y cogí la caja de zapatosllena de cintas de casete del casoBoyleston y elegí una al azar. Apunté el

número de la cinta y el tiempo en lapequeña libretita de control que tenía enla caja. Le pasé la cinta a Earl a travésdel asiento y él la puso en el equipo demúsica del salpicadero. No tuve quedecirle que la reprodujera a un volumentan bajo que pareciera poco más que unrumor de fondo. Earl llevaba tres mesesconmigo y sabía lo que tenía que hacer.

Roger Boyleston era uno de mispocos clientes que me había enviado eltribunal. Se enfrentaba a diversos cargosfederales por tráfico de drogas. Lasescuchas de la DEA en los teléfonos deBoyleston habían conducido a sudetención y a la confiscación de seis

kilos de cocaína que pensaba distribuira través de una red de camellos. Habíanumerosas cintas, más de cincuentahoras de conversaciones grabadas.Boyleston habló con mucha gente acercade lo que venía y de cuándo esperarlo.El caso era pan comido para elgobierno. Boyleston iba a pasar unalarga temporada a la sombra y habíapoco que yo pudiera hacer salvonegociar un trato, cambiando lacooperación de Boyleston por unasentencia menor. Aunque eso noimportaba. Lo que me importaba eranlas cintas. Acepté el caso por las cintas.El gobierno federal me pagaría por

escuchar las cintas en preparación paradefender a mi cliente. Eso significabaque podría facturar un mínimo decincuenta horas del caso Boyleston algobierno antes de que se acordara todo.Así que me aseguré de que las cintas seiban reproduciendo mientras iba en elLincoln. Quería estar seguro de que sialguna vez tenía que poner la manosobre la Biblia y jurar decir la verdadpodría afirmar con la concienciatranquila que había reproducido todas ycada una de las cintas por las que habíafacturado al Tío Pasta.

Primero devolví la llamada de LornaTaylor. Lorna es mi directora de casos.

El número de teléfono que consta en mianuncio de media plana de las páginasamarillas y en treinta y seis paradas deautobús esparcidas por zonas de altacriminalidad del sur y el este delcondado van directamente a sudespacho/segundo dormitorio de su casade Kings Road, en West Hollywood. Midirección oficial para la judicatura deCalifornia y los alguaciles de lostribunales también está en su domicilio.

Lorna es la primera barrera. Parallegar a mí hay que pasar por ella. Sólole doy mi teléfono móvil a unos pocos yLorna es la guardiana de la verja. Esdura, lista, profesional y hermosa.

Aunque últimamente sólo puedoverificar este último atributoaproximadamente una vez al mes,cuando la llevo a cenar y a firmarcheques; ella también es mi contable.

—Oficina legal —dijo cuandollamé.

—Lo siento, todavía estaba en eltribunal —dije explicando por qué nohabía contestado su llamada—. ¿Quépasa?

—Has hablado con Val, ¿no?—Sí, ahora voy hacia Van Nuys. He

quedado a las once.—Ha llamado para asegurarse.

Parece nervioso.

—Cree que este tipo es la gallina delos huevos de oro y quiere asegurarse deque no lo pierde. Lo llamaré paratranquilizarlo.

—He hecho algunas averiguacionespreliminares del nombre de Louis RossRoulet. Su informe de crédito esexcelente. Su nombre salía en variosartículos del Times. Todo transaccionesinmobiliarias. Parece que trabaja parauna inmobiliaria de Beverly Hills. Sellama Windsor Residential Estates.Diría que manejan listas de clientes muyexclusivos, no venden la clase depropiedades de las que ponen un cartelen la puerta.

—Está bien. ¿Algo más?—En eso no. Y de momento sólo lo

habitual en el teléfono.Lo que significaba que había

sorteado el acostumbrado número dellamadas producto de las paradas deautobús y de las páginas amarillas, todasellas de gente que quería un abogado.Antes de que los que llamabanalcanzaran mi radar tenían queconvencer a Lorna de que podían pagarpor aquello que querían. Era una especiede enfermera detrás del mostrador de lasala de urgencias. Tenías queconvencerla de que tenías un seguroválido antes de que te mandara al

médico. Al lado del teléfono ella tieneuna lista de tarifas que empieza con unatarifa plana de 5000 dólares porocuparme de cargos por conducir bajolos efectos del alcohol y que va hasta lascuotas horarias que cobro en juicios pordelitos graves. Lorna se asegura de quecada cliente es un cliente que paga yconoce lo que va a costarle el delito delque se le acusa. Como dice el dicho, nocometas un crimen si no vas a poderpagarlo. Lorna y yo decimos: nocometas el crimen si no vas a poderpagarnos. Ella acepta Master Card yVisa y verifica que el pago estáaprobado antes de que me llegue el

cliente.—¿Nadie que conozcamos? —

pregunté.—Gloria Dayton llamó desde las

Torres Gemelas.Gruñí. Las Torres Gemelas, en el

centro de la ciudad, era la principalprisión del condado. Albergaba mujeresen una torre y hombres en la otra. GloriaDayton era una prostituta de lujo que devez en cuando requería mis serviciosprofesionales. La primera vez que larepresenté fue hace al menos diez años,cuando ella era joven y no estaba metidaen drogas y todavía tenía vida en lamirada. Ahora era una clienta pro bono.

Nunca le cobraba. Sólo intentabaconvencerla de que abandonara esavida.

—¿Cuándo la detuvieron?—Anoche. O mejor dicho, esta

mañana. Su primera comparecencia esdespués de comer.

—No sé si podré llegar a tiempo coneste asunto de Van Nuys.

—También hay una complicación.Posesión de cocaína aparte de lohabitual.

Sabía que Gloria trabajabaexclusivamente a partir de contactoshechos en Internet, donde ella sepublicitaba en diversos sitios web con

el nombre de Glory Days. No era unaprostituta callejera ni de barraamericana. Cuando la deteníannormalmente era porque un agente deantivicio había conseguido burlar susistema de control y establecer una cita.El hecho de que llevara cocaína en elmomento de su detención sonaba comoun lapsus inusual por su parte, o bien elpoli se la había colocado parainculparla.

—Muy bien, si vuelve a llamar dileque trataré de estar allí y que si no estoypediré que alguien se ocupe. ¿Llamarásal juzgado para confirmar la vista?

—Estoy en ello. Pero, Mickey,

¿cuándo vas a decirle que es la últimavez?

—No lo sé. Puede que hoy. ¿Quémás?

—¿No es suficiente para un día?—Supongo que bastará.Hablamos un poco más acerca de

mis citas para el resto de la semana yabrí mi portátil en la mesa plegable parapoder cotejar mi agenda con la deLorna. Tenía un par de vistas previstaspara cada mañana y un juicio de un díael jueves. Todo eran asuntos de drogasdel Southside. Mi pan de cada día. Alfinal de la conversación le dije que lallamaría después de la vista de Van

Nuys para decirle si el caso Roulet iba ainfluir en los planes y de qué manera.

—Una última cosa —dije—. Hasdicho que la empresa para la que trabajaRoulet se ocupa de inmueblesexclusivos, ¿verdad?

—Sí. Todas las ventas por las queaparece en los archivos son de sietecifras. Un par de ocho. Holmby Hills,Beverly Hills, sitios así.

Asentí con la cabeza, pensando queel estatus de Roulet podría convertirloen una persona de interés para losmedios.

—Entonces ¿por qué no le pasas elchivatazo a Patas? —dije.

—¿Estás seguro?—Sí, podremos arreglar algo.—Lo haré.—Luego te llamo.Cuando cerré el teléfono, Earl ya me

había llevado de vuelta a la AntelopeValley Freeway en dirección sur.Estábamos yendo deprisa y llegar a VanNuys para la primera comparecencia deRoulet no iba a ser un problema. Llaméa Fernando Valenzuela para decírselo.

—Perfecto —dijo el fiador—.Estaré esperando.

Mientras él hablaba vi que dosmotocicletas pasaban junto a mi ventana.Los dos moteros iban vestidos con un

chaleco de cuero negro con la calavera yel halo bordados en la espalda.

—¿Algo más? —pregunté.—Sí, otra cosa que probablemente

deberías saber —dijo Valenzuela—. Alcomprobar con el juzgado cuándo iba aser su primera comparecencia descubríque el caso está asignado a MaggieMcFiera. No sé si eso va a ser unproblema para ti o no.

Maggie McFiera era MaggieMcPherson, que resultaba ser una de lasmás duras y, sí, feroces ayudantes delfiscal del distrito asignados al tribunalde Van Nuys. También resultaba ser miprimera exesposa.

—No será problema para mí —dijesin dudarlo—. Será ella la que va atener problemas.

El acusado tiene derecho a elegir asu abogado. Si hay un conflicto deintereses entre el abogado defensor y elfiscal, entonces es el fiscal el que deberetirarse. Sabía que Maggie me culparíapersonalmente por perder las riendas delo que podía resultar un caso grande,pero no podía evitarlo. Había ocurridoantes. En mi portátil todavía guardabauna moción para obligarla a renunciar alúltimo caso en que nuestros caminos sehabían cruzado. Si era necesario, sólotendría que cambiar el nombre del

acusado e imprimirlo. Yo podría seguiradelante y ella no.

Las dos motocicletas se habíancolocado delante de nosotros. Me volvíy miré por la ventanilla trasera. Habíaotras tres Harley detrás de nosotros.

—Aunque ¿sabes lo que significa?—dije.

—No, ¿qué?—No admitirá fianzas. Siempre lo

hace en los delitos contra mujeres.—Mierda. Estaba esperando un buen

pellizco de esto, tío.—No lo sé. Dices que el tipo tiene

familia y a C. C. Dobbs. Podría utilizaralgo de eso. Ya veremos.

—Mierda.Valenzuela estaba viendo

desaparecer su paga extra.—Te veré allí, Val.Cerré el teléfono y miré a Earl por

encima del asiento.—¿Cuánto hace que llevamos

escolta? —pregunté.—Acaban de llegar —dijo Earl—.

¿Quiere que haga algo?—Veamos qué…No tuve que esperar hasta el final de

la frase. Uno de los motoristas de detrásse puso al lado del Lincoln y nos señalóla siguiente salida, la que conducía aVasquez Rocks. Reconocí a Teddy

Vogel, un antiguo cliente que era elmotero de más rango entre los RoadSaints que no estaban encarcelados.Probablemente era también el de máspeso. Pesaba al menos ciento cincuentakilos y daba la impresión de ser un niñogordo en la moto de su hermanopequeño.

—Para, Earl —dije—. A ver quéquiere.

Aparcamos en el estacionamientojunto a la escarpada formación rocosabautizada en honor de un forajido que sehabía refugiado allí un siglo antes. Vi ados personas sentadas y tomando unpicnic en el borde de uno de los

salientes más altos. Yo sería incapaz desentirme a gusto comiendo un sándwichen una posición tan peligrosa.

Bajé la ventanilla cuando TeddyVogel se acercó caminando. Sus cuatrocompañeros habían parado el motor,pero se quedaron en sus Harley. Vogelse inclinó junto a la ventana y puso unode sus gigantescos antebrazos en elmarco. Sentí que el coche se hundíaligeramente.

—Abogado, ¿cómo te va? —dijo.—Bien, Ted —dije, sin querer

llamarlo por su apodo obvio en labanda: Teddy Bear—. ¿Y tú?

—¿Qué ha pasado con tu cola de

caballo?—A alguna gente no le gustaba, así

que me la corté.—Un jurado, ¿eh? Debe de haber

sido una colección de acartonados delnorte.

—¿Qué pasa, Ted?—Me ha llamado Casey desde el

corral de Lancaster. Me dijo que a lomejor te alcanzaba en dirección sur.Dijo que estabas parando su caso hastaque tuvieras un poco de pasta. ¿Es así,abogado?

Lo dijo como conversación derutina. No había ninguna amenaza en suvoz ni en sus palabras. Y yo no me sentí

amenazado. Dos años antes habíaconseguido que a Vogel le redujeran unaacusación de secuestro agravado conagresión a una falta de desordenpúblico. Él dirigía un club de estriptispropiedad de los Saints en SepulvedaBoulevard, en Van Nuys. Su detenciónse produjo después de que éldescubriera que una de sus bailarinasmás productivas lo había dejado y habíacruzado la calle para trabajar en un clubde la competencia. Vogel cruzó tras ella,la agarró en el escenario y la arrastróotra vez a su club. La chica estabadesnuda. Un motorista que pasó llamó ala policía. Derrumbar el caso de la

acusación fue una de mis mejoresactuaciones, y Vogel lo sabía. Le caíabien.

—Tiene razón —dije—. Trabajopara vivir. Si quiere que trabaje para él,ha de pagarme.

—Te dimos cinco mil en diciembre—dijo Vogel.

—Eso se acabó hace mucho, Ted.Más de la mitad fue para el experto queva a hacer añicos la acusación. El restoera para mí, y ya he trabajado todas esashoras. Si he de llevarlo a juicio necesitorecargar el depósito.

—¿Quieres otros cinco?—No, necesito diez y se lo dije a

Casey la semana pasada. Es un juicio detres días y necesitaré traer a mi expertode Kodak desde Nueva York. He deabonar su tarifa y además quiere volaren primera clase y alojarse en elChateau Marmont. Cree que va atomarse las copas con estrellas de cine.Ese sitio cuesta cuatrocientos la noche, yeso las habitaciones baratas.

—Me haces polvo, abogado. ¿Quéha pasado con ese eslogan que tenías enlas páginas amarillas? Duda razonable aun precio razonable. ¿Diez mil te pareceun precio razonable?

—Me gustaba ese eslogan. Me trajoun montón de clientes. Pero a la

judicatura de California no le hizo tantagracia, y me obligó a retirar el anuncio.Diez es el precio y es razonable, Ted. Sino puedes o no quieres pagarlo,rellenaré los papeles hoy. Lo dejaré ypuede ir con uno de oficio. Le daré todoel material que tengo. Aunque no creoque el abogado de oficio tengapresupuesto para traer al experto enfotos.

Vogel cambió de posición en elmarco de la ventanilla y el coche seestremeció bajo su peso.

—No, no, te queremos a ti. Casey esimportante para nosotros, ¿me explico?Lo quiero fuera y de vuelta al trabajo.

Observé que buscaba en el interiordel chaleco con una mano tan carnosaque no se distinguían los nudillos. Sacóun sobre grueso que me pasó al coche.

—¿Es en efectivo? —pregunté.—Sí. ¿Qué hay de malo con el

efectivo?—Nada, pero tendré que hacerte un

recibo. Es un requisito fiscal. ¿Están losdiez?

—Está todo ahí.Levanté la tapa de una caja de cartón

que guardaba en el asiento de mi lado.El talonario de recibos estaba detrás delos archivos corrientes de casos.Empecé a extender el recibo. La

mayoría de los abogados a los queinhabilitan es por culpa de infraccionesfinancieras como el manejo o laapropiación indebida de tarifas declientes. Yo mantenía registros yextendía recibos meticulosamente.Nunca permitiría que la judicatura mepillara de esa manera.

—Veo que ya lo llevabas preparado—dije mientras escribía—. ¿Y si lohubiera rebajado a cinco? ¿Qué habríashecho entonces?

Vogel sonrió. Le faltaba uno de losincisivos inferiores, seguramente aconsecuencia de alguna pelea en el club.Se tocó el otro lado del chaleco.

—Tengo otro sobre con cinco milaquí, abogado —dijo—. Estabapreparado para ti.

—Joder, ahora me siento mal,dejándote con dinero en el bolsillo.

Arranqué su copia del recibo y se laentregué por la ventanilla.

—Lo he hecho a nombre de Casey.Él es el cliente.

—Por mí perfecto.Cogió el recibo y retiró el brazo de

la ventanilla al tiempo que seenderezaba. El coche volvió a suequilibrio normal. Quería preguntarle dedónde salía el dinero, cuál de lasempresas delictivas de los Saints lo

había ganado, si un centenar de chicashabían bailado un centenar de horas paraque él me pagara, pero ésa era unapregunta de la cual era preferible noconocer la respuesta. Observé queVogel se acercaba otra vez a su Harley ytenía dificultades para pasar por encimadel asiento una pierna gruesa como unapapelera. Por primera vez me fijé en ladoble amortiguación en la rueda trasera.Le pedí a Earl que volviera a la autovíay que se dirigiera a Van Nuys, donde ibaa tener que hacer una parada en el bancoantes de llegar al tribunal paraencontrarme con mi nuevo cliente.

Mientras circulábamos abrí el sobre

y conté el dinero: billetes de veinte, decincuenta y de cien. No faltaba nada. Eldepósito estaba lleno, y yo estaba listopara ponerme en marcha con HaroldCasey. Iría a juicio y le daría unalección al joven fiscal. Si no ganaba enel juicio, seguro que lo haría en laapelación. Casey volvería a la familia yal trabajo con los Road Saints. Su culpaen el delito del que le acusaban no eraalgo que yo considerara siquieramientras anotaba el pago en depósito enla cuenta correspondiente a mi cliente.

—¿Señor Haller? —dijo Earl alcabo de un rato.

—Dime, Earl.

—Ese experto que va a venir deNueva York… ¿He de ir a recogerlo alaeropuerto?

Negué con la cabeza.—No va a venir ningún experto de

Nueva York, Earl. Los mejores cámarasy expertos en fotografía del mundo estánaquí mismo, en Hollywood.

Earl asintió y me sostuvo la miradaun momento en el espejo retrovisor antesde volver a concentrarse en la carreteraque tenía delante.

—Ya veo —dijo, asintiendo otravez.

Y yo repetí el gesto. No mecuestioné lo que había hecho o dicho.

Ése era mi trabajo. Así era cómofuncionaba. Después de quince años depráctica legal había llegado a pensar enmi oficio en términos muy simples. Laley era una máquina grande y oxidadaque chupaba gente, vidas y dinero. Yosólo era un mecánico. Me habíaconvertido en un experto en revisar lamáquina y arreglar cosas y extraer loque necesitaba a cambio.

No había nada más en la ley que meimportara. Las nociones de la facultadde Derecho acerca de la virtud de lacontraposición, de los pesos ycontrapesos del sistema, de la búsquedade la verdad, se habían erosionado

desde entonces como los rostros deestatuas de otras civilizaciones. La leyno tenía que ver con la verdad. Setrataba de negociación, mejora ymanipulación. No me ocupaba de laculpa y la inocencia porque todo elmundo era culpable de algo. Pero noimportaba, porque todos los casos queaceptaba eran una casa asentada encimientos colocados por obreros conexceso de trabajo y mal pagados.Cortaban camino en las esquinas.Cometían errores. Y después pintabanencima de los errores con mentiras. Mitrabajo consistía en arrancar la pintura yencontrar las grietas. Meter los dedos y

mis herramientas en esas grietas yensancharlas. Hacerlas tan grandes queo bien la casa se caía o mi cliente seescapaba entre ellas.

Gran parte de la sociedad pensabaen mí como en el demonio, pero estabanequivocados. Yo era un ángel cubiertode grasa. Era un auténtico santo de lacarretera. Me necesitaban y me querían.Ambas partes. Era el aceite de lamáquina. Permitía que los engranajesarrancaran y giraran. Ayudaba amantener en funcionamiento el motor delsistema.

Pero todo eso cambiaría con el casoRoulet. Para mí. Para él. Y ciertamente

para Jesús Menéndez.

4

Louis Ross Roulet estaba en un calabozocon otros siete hombres que habíanrecorrido en autobús el trayecto demedia manzana desde la prisión hasta eltribunal de Van Nuys. Sólo había doshombres blancos en el calabozo, yestaban sentados uno junto al otro en unbanco mientras que los seis hombresnegros ocuparon el otro lado de lacelda. Era una forma de segregacióndarwiniana. Eran todos desconocidos,pero en el número estaba la fuerza.Puesto que Roulet supuestamente era el

rico de Beverly Hills, miré a los doshombres blancos y me resultó fácilelegir entre ellos. Uno era muy delgado,con los ojos vidriosos y desesperadosde un yonqui al que se le ha pasado hacemucho la hora del chute. El otro parecíael proverbial venado ante los faros deun automóvil. Lo elegí.

—¿Señor Roulet? —dije.El venado asintió con la cabeza. Le

hice una seña para que se acercara a losbarrotes para poder hablartranquilamente.

—Me llamo Michael Haller. Lagente me llama Mickey. Le representarédurante la primera comparecencia de

hoy.Estábamos en la zona de detención

de detrás del tribunal, donde a losabogados rutinariamente se les concedeacceso para departir con sus clientesantes de que se ponga en marcha eljuicio. Hay una línea azul pintada en elexterior de las celdas. La línea delmetro. Tenía que mantener esa distanciade un metro con mi cliente.

Roulet se agarró a los barrotesdelante de mí. Como sus compañeros dejaula, llevaba cadenas en tobillos,muñecas y abdomen. No se las quitaríanhasta que lo llevaran a la sala. Tendríapoco más de treinta años, y aunque

medía al menos metro ochenta y pesabamás de ochenta kilos parecía frágil. Esoes lo que te hace la prisión. Tenía ojosazul pálido y me resultó extraño ver laclase de pánico que estaba tanclaramente reflejada en ellos.

La mayor parte de las veces misclientes han estado antes en prisión ytienen la mirada gélida del depredador.Así sobreviven en la cárcel.

Pero Roulet era diferente. Parecíauna presa. Estaba asustado y no leimportaba quién lo viera o lo supiera.

—Esto es una trampa —dijo conurgencia y en voz alta—. Tiene quesacarme de aquí. Cometí un error con

esa mujer, nada más. Ella está tratandode tenderme una trampa y…

Levanté las manos para detenerlo.—Tenga cuidado con lo que dice

aquí —le aconsejé en voz baja—. Dehecho, tenga cuidado con lo que dicehasta que pueda sacarlo de aquí ypodamos hablar en privado.

Miró a su alrededor, aparentementesin comprender.

—Nunca se sabe quién puedeescuchar —dije—. Y nunca se sabequién puede decir que le oyó diciendoalgo, aunque no dijera nada. Lo mejor esno hablar del caso en absoluto.¿Entiende? Lo mejor es no hablar de

nada con nadie, punto.Asintió con la cabeza y yo le hice

una señal para que se sentara en elbanco que había junto a los barrotes.

—De hecho, estoy aquí parareunirme con usted y presentarme —dije—. Hablaremos del caso después de quele saquemos. Ya he hablado con elabogado de su familia, el señor Dobbs,ahí fuera y le diremos al juez queestamos preparados para depositar lafianza. ¿Me equivoco en algo de eso?

Abrí una carpeta de cueroMontblanc y me preparé para tomarnotas en un bloc. Roulet asintió. Estabaaprendiendo.

—Bien —dije—. Hábleme de usted.Dígame qué edad tiene, si está casado,qué vínculos tiene con la comunidad.

—Hum, tengo treinta y dos años. Hevivido aquí toda mi vida, incluso fui a launiversidad aquí, en la UCLA. No estoycasado. No tengo hijos. Trabajo…

—¿Divorciado?—No, nunca me he casado. Trabajo

en el negocio familiar. WindsorResidential Estates. Se llama así por elsegundo marido de mi madre. Sectorinmobiliario. Vendemos propiedadesinmobiliarias.

Estaba tomando notas. Sin levantarla vista para mirarlo, pregunté

tranquilamente:—¿Cuánto dinero ganó el año

pasado?Al ver que Roulet no contestaba

levanté la cabeza para mirarlo.—¿Por qué necesita saber eso? —

preguntó.—Porque voy a sacarle de aquí

antes de que se ponga el sol. Parahacerlo necesito saberlo todo sobre suposición en la comunidad. Y eso incluyela situación económica.

—No sé exactamente cuánto gané.Gran parte eran participaciones en lacompañía.

—¿No presenta declaración de

impuestos?Roulet miró por encima del hombro

a sus compañeros de celda y entoncessusurró su respuesta.

—Sí, lo hago. Declaré ingresos deun cuarto de millón.

—Pero lo que está diciendo es quecon las participaciones en la compañíaen realidad ganó más.

—Exacto.Uno de los compañeros de celda de

Roulet se acercó a los barrotes y secolocó al lado de mi cliente. Era el otrohombre blanco. Estaba nervioso, con lasmanos en constante movimiento de lascaderas a los bolsillos o entrelazándolas

con desesperación.—Eh, tío, yo también necesito un

abogado. ¿Tienes una tarjeta?—Para ti no, socio. Ya te pondrán un

abogado.Miré de nuevo a Roulet y esperé un

momento a que el yonqui se alejara. Nolo hizo. Volví a mirar al drogadicto.

—Mira, esto es privado. ¿Puedesdejarnos solos?

El yonqui hizo algún tipo demovimiento con las manos y se alejóarrastrando los pies hasta la esquina dela que había venido. Miré otra vez aRoulet.

—¿Y organizaciones caritativas? —

pregunté.—¿Qué quiere decir? —respondió

Roulet.—¿Participa en beneficencia? ¿Hace

donaciones?—Sí, la empresa las hace. Damos a

Make, a Wish y a un albergue de jóvenesde Hollywood. Creo que lo llaman My Friend’s Place o algo por el estilo.

—Vale, muy bien.—¿Va a sacarme de aquí?—Voy a intentarlo. Las acusaciones

son graves (lo he comprobado antes devenir aquí) y me da la sensación de quela fiscalía va a pedir que no seestablezca fianza, pero es buen material.

Puedo trabajar con esto. —Señalé misnotas.

—¿Sin fianza? —dijo en voz alta ypresa del pánico.

Los otros hombres que había en lacelda miraron en su dirección, porque loque había dicho Roulet era la pesadillacolectiva de todos ellos. Sin fianza.

—Cálmese —intervine—. Digo quees lo que va a buscar la acusación. Nodigo que se vayan a salir con la suya.¿Cuándo fue la última vez que lodetuvieron?

Siempre lo soltaba de repente,porque así podía ver los ojos del clientey saber si eso podía ser una sorpresa

que me lanzaran a mí en el tribunal.—Nunca. No me habían detenido

nunca. Todo este asunto es…—Lo sé, lo sé, pero no queremos

hablar de eso aquí, ¿recuerda?Asintió. Miré mi reloj. La vista

estaba a punto de empezar y todavíanecesitaba hablar con Maggie McFiera.

—Ahora voy a irme —dije—. Loveré allí dentro de unos minutos yveremos cómo sacarle de aquí. Cuandoestemos allí no diga nada hasta que locoteje conmigo. Si el juez le preguntacómo está, me lo pregunta a mí. ¿Deacuerdo?

—Bueno, ¿no puedo declararme

inocente?—No, ni siquiera se lo van a

preguntar. Hoy lo único que hacen esleerle los cargos, hablar de la fianza yestablecer una fecha para la lecturaformal de la acusación. Entonces escuando diremos «inocente». Así que hoyno dice nada. Ningún arrebato, nada.¿Entendido?

Asintió, pero puso expresión deenfado.

—¿Va a ir bien, Louis?Dijo que sí con la cabeza con

desánimo.—Sólo para que lo sepa —dije—.

Cobro dos mil quinientos dólares por

una primera comparecencia y vista defianza como ésta. ¿Algún problema?

Él negó con un gesto. Me gustó queno estuviera hablando. La mayoría demis clientes hablan demasiado.Normalmente hablan tanto que terminanen la cárcel.

—Bien. Podremos comentar el restocuando salga de aquí y podamosreunirnos en privado.

Cerré mi carpeta de cuero,esperando que se hubiera fijado en ellay estuviera impresionado, y me levanté.

—Una última cosa —dije—. ¿Porqué me eligió? Hay un montón deabogados, ¿por qué yo?

Era una pregunta que no afectaba anuestra relación, pero quería comprobarla sinceridad de Valenzuela.

Roulet se encogió de hombros.—No lo sé —dijo—. Recordé su

nombre de algo que leí en el periódico.—¿Qué leyó sobre mí?—Era un artículo sobre un caso en

que las pruebas contra el tipo fueronrechazadas. Creo que era un caso dedrogas o así. Ganó el caso porquedespués de su intervención ya no teníanpruebas.

—¿El caso Hendricks?Era el único en el que podía pensar

que hubiera salido en los periódicos en

los últimos meses. Hendricks era otrocliente de los Road Saints y eldepartamento del sheriff había puesto undispositivo GPS en su Harley paracontrolar sus entregas. Hacerlo encarreteras públicas era correcto, perocuando aparcaba la moto en la cocina desu casa por la noche, esa vigilanciaconstituía una ilegalidad de los polis. Elcaso fue rechazado por un juez durantela vista preliminar. Tuvo cierto eco enel Times.

—No recuerdo el nombre del cliente—dijo Roulet—. Sólo recordaba sunombre. Su apellido, de hecho. Cuandole pregunté al tipo de las fianzas hoy le

di el nombre de Haller y le pedí que lebuscara y también que llamara a mipropio abogado. ¿Por qué?

—Por nada. Simple curiosidad. Leagradezco la llamada. Lo veré en lasala.

Dejé de lado las discrepancias entrelo que Roulet me había dicho y laversión de Valenzuela para considerarlodespués y volví a la sala decomparecencia. Vi a Maggie McFierasentada en un extremo de la mesa de laacusación. Estaba allí acompañada deotros cinco fiscales. La mesa era larga yen forma de ele, de modo que podíaacomodar a una continua rotación de

letrados que se iban moviendo parasentarse de cara al juez. Un fiscalasignado a la sala manejaba la mayoríade las comparecencias de rutina y laslecturas de cargos que se llevaban acabo cada día. No obstante, los casosespeciales atraían a pesos pesados de laoficina del fiscal del distrito, situada enla segunda planta del edificio contiguo.Las cámaras de televisión tambiénconseguían ese objetivo.

Al recorrer el recinto reservado alos letrados vi a un hombre preparandouna cámara de vídeo en un trípode juntoa la mesa del alguacil. Ni en la cámarani en la ropa del operador había

logotipo de cadena de televisión alguna.El hombre era un freelance que se habíaenterado del caso y que iba a grabar lavista para luego tratar de vender la cintaa alguna de las cadenas locales cuyodirector de informativos necesitara unanoticia de treinta segundos. Cuandohabía hablado con el alguacilpreviamente acerca de la posición deRoulet en la lista, me dijo que el juez yahabía autorizado la grabación.

Me acerqué a mi exmujer desdeatrás y me incliné para susurrarle aloído. Estaba mirando fotografías de unacarpeta. Lucía un traje azul marino conrayas grises muy finas. Su cabello negro

azabache estaba atado atrás con otracinta gris a juego. Me encantaba quellevara el pelo recogido de esa manera.

—¿Tú eras la que llevaba el casoRoulet?

Ella levantó la mirada, porque nohabía reconocido el susurro. Su rostroestaba formando involuntariamente unasonrisa pero ésta se convirtió en ceñocuando vio que era yo. Ella sabíaexactamente lo que quería decir al usarel pasado y cerró la carpeta de golpe.

—No me digas eso —dijo.—Lo siento. Le gustó lo que hice en

el caso Hendricks y me llamó.—Cabrón. Quería este caso, Haller.

Es la segunda vez que me lo haces.—Parece que esta ciudad no es lo

bastante grande para los dos —dije enuna penosa imitación de James Cagney.

Ella refunfuñó.—Muy bien —dijo en una rápida

rendición—. Me iré pacíficamentedespués de esta vista. A no ser que teopongas también a eso.

—Podría. ¿Vas a pedir que no hayafianza?

—Exacto. Pero eso no cambiaráaunque cambie el fiscal. Es una directrizde la segunda planta.

Asentí con la cabeza. Esosignificaba que un supervisor del caso

había pedido que la acusación seopusiera a la fianza.

—Está conectado con la comunidad.Y nunca lo han detenido.

Estudié su reacción, porque no habíatenido más tiempo de asegurarme de laveracidad de la afirmación de Roulet deque nunca había sido detenido. Resultasorprendente cuántos clientes mientenacerca de sus relaciones previas con lamaquinaria judicial, teniendo en cuentaque es una mentira de patas muy cortas.

Sin embargo, Maggie no dio ningunamuestra de que fuera de otro modo.Quizás era cierto. Quizá tenía un clientehonrado acusado por primera vez.

—No me importa que no haya hechonada antes —dijo Maggie—. Lo queimporta es lo que hizo anoche.

Abrió una carpeta y rápidamenterevisó las fotos hasta que vio la que legustaba y la sacó.

—Esto es lo que hizo anoche tu pilarde la comunidad. Así que no me importamucho lo que hiciera antes. Simplementevoy a asegurarme de que no lo haga otravez.

La foto era un primer plano de 20 x25 cm del rostro de una mujer. Lahinchazón en torno al ojo derecho eratan amplia que éste permanecíafirmemente cerrado. La nariz estaba rota

y el tabique nasal desviado. De cadaventanilla asomaba gasa empapada ensangre. Se apreciaba una profundaincisión sobre la ceja derecha que habíasido cerrada con nueve puntos de sutura.El labio inferior estaba partido ypresentaba una hinchazón del tamaño deuna canica. Lo peor de la foto era el ojoque no estaba afectado. La mujer mirabaa la cámara con miedo, dolor yhumillación expresados en ese único ojolloroso.

—Si lo hizo él —dije, porque era loque se esperaba que dijera.

—Sí —dijo Maggie—. Claro, si lohizo. Sólo lo detuvieron en su casa

manchado con sangre de la chica, perotienes razón, es una cuestión válida.

—Me encanta que seas sarcástica.¿Tienes aquí el informe de la detención?Me gustaría tener una copia.

—Puedes pedírsela al que herede elcaso. No hay favores, Haller. Esta vezno.

Esperé, aguardando más pullas, másindignación, quizás otro disparo, perono dijo nada más. Decidí que intentarsacarle más información del caso erauna causa perdida. Cambié de asunto.

—Bueno —pregunté—. ¿Cómo está?—Está muerta de miedo y dolorida.

¿Cómo iba a estar?

Me miró y yo vi el inmediatoreconocimiento y luego la censura en susojos.

—Ni siquiera estabas preguntandopor la víctima, ¿no?

No respondí. No quería mentirle.—Tu hija está bien —dijo de

manera mecánica—. Le gustan las cosasque le mandas, pero preferiría queaparecieras un poco más a menudo.

Eso no era un disparo deadvertencia. Era un impacto directo ymerecido. Daba la sensación de que yosiempre estaba sumergido en los casos,incluso durante los fines de semana. Enmi interior sabía que necesitaba

perseguir a mi hija por el patio más amenudo. El tiempo de hacerlo se estabaescapando.

—Lo haré —dije—. Empezaré ahoramismo. ¿Qué te parece este fin desemana?

—Bien. ¿Quieres que se lo diga estanoche?

—Eh, quizás espera hasta mañanapara que lo sepa seguro.

Me dedicó uno de esos gestos deasentimiento de quien tiene poca fe. Yahabíamos pasado por eso antes.

—Genial. Dímelo mañana.Esta vez no me hizo gracia el

sarcasmo.

—¿Qué necesita? —pregunté,tratando torpemente de volver a sersimplemente ecuánime.

—Acabo de decirte lo que necesita.Que formes parte de su vida un pocomás.

—Vale, te prometo que lo haré.Mi exmujer no respondió.—Lo digo en serio, Maggie. Te

llamaré mañana.Ella levantó la mirada y estaba lista

para dispararme con dos cañones. Ya lohabía hecho antes. Decirme que yo eratodo cháchara y nada de acción en loque a la paternidad respectaba. Pero mesalvó el inicio de la sesión.

El juez salió de su despacho y subiólos escalones para ocupar su lugar. Elalguacil llamó al orden en la sala. Sindecir ni una palabra más a Maggie, dejéla mesa de la acusación y volví a uno delos asientos cercanos a la barandilla queseparaba el recinto reservado a losletrados de la galería del público.

El juez preguntó a su alguacil sihabía alguna cuestión a discutir antes deque entraran a los acusados. No habíaninguna, así que el magistrado ordenó laentrada del primer grupo. Igual que en eltribunal de Lancaster, había una granzona de detención para los acusadosbajo custodia. Me levanté y me acerqué

a la abertura en el cristal. Cuando vi queRoulet entraba, le hice una seña.

—Va a ser el primero —le dije—.Le he pedido al juez que empezara porusted como un favor. Voy a intentarsacarle de aquí.

No era verdad. No le había pedidonada al juez, y aunque lo hubiera hecho,el juez no me habría concedidosemejante favor. Roulet iba a ser elprimero por la presencia de los mediosen la sala. Era una práctica generalizadatratar primero los casos con repercusiónen los medios. No sólo era una cortesíaal cámara que supuestamente tenía queacudir a otros trabajos, sino que también

reducía la tensión en la sala al permitirque abogados, acusados e incluso el juezactuaran sin una cámara de televisiónencima.

—¿Por qué está aquí esa cámara? —preguntó Roulet en un susurro de pánico—. ¿Es por mí?

—Sí, es por usted. Alguien le dio unchivatazo del caso. Si no quiere que lograben, úseme como escudo.

Roulet cambió de posición, demanera que yo quedé bloqueando lavisión del cámara que estaba al otrolado de la sala. Eso disminuía lasposibilidades de que el hombre pudieravender el reportaje y la película a un

programa de noticias local. Eso erabueno. También significaba que silograba vender la historia, yo sería elpunto focal de las imágenes que laacompañaran. Eso también era bueno.

Anunciaron el caso Roulet, elalguacil pronunció mal el apellido, yMaggie anunció su presencia por laacusación y luego yo anuncié la mía.Maggie había aumentado los cargos, locual era el modus operandi habitual deMaggie McFiera. Roulet se enfrentabaahora a la acusación de intento dehomicidio, además del de intento deviolación, lo cual facilitaría elargumento de que no se estableciera

fianza.El juez informó a Roulet de sus

derechos constitucionales y estableció el21 de marzo como fecha para la lecturaformal de los cargos. En nombre deRoulet, pedí que se rechazara la peticiónde que no se fijara fianza. Esto puso enmarcha un animado toma y daca entreMaggie y yo, todo lo cual fue arbitradopor el juez, quien sabía que habíamosestado casados porque había asistido anuestra boda. Mientras que Maggieenumeró las atrocidades cometidas en lapersona de la víctima, yo a mi vez mereferí a los vínculos de Roulet con lacomunidad y los actos de caridad.

También señalé a C. C. Dobbs en lagalería y ofrecí subirlo al estrado paraseguir discutiendo acerca de la buenaposición de Roulet. Dobbs era mi as enla manga. Su talla en la comunidad legalinfluiría más que la posición de Roulet yciertamente sería tenida en cuenta por eljuez, que mantenía su posición en elestrado a instancias de sus votantes, y delos contribuyentes a su campaña.

—El resumen, señoría, es que lafiscalía no puede argumentar que existariesgo de que este hombre huya o sea unpeligro para la comunidad —dije en misconclusiones—. El señor Roulet estáanclado en esta comunidad y no pretende

hacer otra cosa que defendersevigorosamente de los falsos cargos quehan sido presentados contra él.

Usé la expresión «defendersevigorosamente» a propósito, por si ladeclaración salía en antena y resultabaque la veía la mujer que los habíapresentado.

—Su señoría —respondió Maggie—, grandilocuencias aparte, lo que nodebe olvidarse es que la víctima de estecaso fue brutalmente…

—Señora McPherson —interrumpióel juez—. Creo que ya hemos idobastante de un lado al otro. Soyconsciente de las heridas de la víctima y

de la posición del señor Roulet.También tengo una agenda completa hoy.Voy a establecer la fianza en un millónde dólares. Asimismo voy a exigir queel señor Roulet sea controlado por eltribunal mediante comparecenciassemanales. Si se salta una, pierde sulibertad.

Eché un rápido vistazo a la galería,donde Dobbs estaba sentado al lado deFernando Valenzuela. Dobbs era unhombre delgado que se había rapado alcero para disimular una calvicieincipiente. Su delgadez aparecíaexagerada por el voluminoso contornode Valenzuela. Esperé una señal para

saber si debía aceptar la fianzapropuesta por el juez o pedir querebajara la cantidad. A veces un juezsiente que te está haciendo un regalo ypuede explotarte en la cara si pides más,o en este caso menos.

Dobbs estaba sentado en el primerasiento de la primera fila. Simplementese levantó y se dirigió a la salida,dejando a Valenzuela atrás. Interpretéque eso significaba que podía plantarme,que la familia Roulet podía asumir elmillón. Me volví hacia el juez.

—Gracias, señoría —dije.El alguacil inmediatamente anunció

el siguiente caso. Miré a Maggie, que

estaba cerrando la carpeta relacionadacon el caso en el que ya no iba aparticipar. Se levantó, atravesó elrecinto de los letrados y continuó por elpasillo central de la sala. No habló connadie ni me miró.

—¿Señor Haller?Me volví hacia mi cliente. Detrás de

él vi a un ayudante del sheriff llegandopara volverlo a llevar al calabozo. Lotrasladarían en autobús la mediamanzana que lo separaba de la prisión y,en función de lo rápido que trabajaranDobbs y Valenzuela, sería liberadoantes de que finalizara el día.

—Trabajaré con el señor Dobbs

para sacarle —dije—. Luego nossentaremos y hablaremos del caso.

—Gracias —dijo Roulet cuando selo llevaban—. Gracias por estar aquí.

—Recuerde lo que le he dicho. Nohable con desconocidos. No hable connadie.

—Sí, señor.Después de que se hubo ido, yo me

acerqué a Valenzuela, que estabaesperándome en la puerta con una gransonrisa en el rostro. Probablemente lafianza de Roulet era la más grande quehabía garantizado nunca. Eso significabaque su comisión sería la más grande quejamás hubiera recibido. Me dio un

golpecito en el antebrazo al salir.—¿Qué te había dicho? —comentó

—. Aquí tenemos un filón, jefe.—Ya veremos, Val —dije—. Ya

veremos.

5

Todos los abogados que trabajan en lamaquinaria judicial tienen dos tarifas.Está la lista A, que enumera loshonorarios que el abogado quiere cobrarpor ciertos servicios prestados. Y estála lista B: los honorarios que estádispuesto a aceptar porque es todo loque el cliente puede pagar. Un filón decliente es un acusado que quiere ir ajuicio y dispone del dinero para pagar asu abogado los honorarios de la lista A.Desde la primera comparecencia a lalectura oficial de cargos, la vista

preliminar, el juicio y la apelación, elcliente filón requiere cientos o miles dehoras facturables. Puede mantener eldepósito lleno durante dos o tres años.En mi lugar de caza, son el animal másraro y más buscado de la selva.

Y todo parecía indicar queValenzuela había acertado. Louis Roulettenía cada vez más pinta de ser un filón.Yo había pasado un periodo de sequía.Hacía casi dos años que no meencontraba con algo parecido a un casoo un cliente filón. Me refiero a un casoque te reporta una cantidad de seiscifras. Había muchos que empezabandando la sensación de que podrían

alcanzar esa extraña cota, pero nuncallegaban al final.

C. C. Dobbs me esperaba en elpasillo exterior de la sala del tribunal.Estaba de pie junto al ventanal convistas a la plaza del complejomunicipal. Caminé deprisa hacia él.Contaba con unos pocos segundos deventaja sobre Valenzuela, que ya estabasaliendo, y quería disponer de unmomento a solas con Dobbs.

—Lo siento —dijo Dobbs antes deque yo tuviera ocasión de hablar—. Noquería quedarme ni un minuto más ahí.Era tan deprimente ver al chicoencerrado en ese corral de ganado…

—¿El chico?—Louis. He representado a la

familia durante veinticinco años.Supongo que todavía lo considero unchico.

—¿Va a poder sacarlo?—No habrá problema. He llamado a

la madre de Louis para ver cómo quieremanejarlo, si quiere avalar conpropiedades o pagar la fianza.

Avalar con propiedades para cubriruna fianza de un millón de dólaressignificaría que el valor de la propiedadno podía estar afectado por unahipoteca. Además, el tribunal podíarequerir una tasación actualizada de la

propiedad, lo cual tardaría varios días ymantendría a Roulet en prisión. Encambio, una fianza podía ser depositadaa través de Valenzuela, que cobraba unacomisión del diez por ciento. Ladiferencia era que el diez por ciento nose devolvía. Se lo quedaba Valenzuelapor sus riesgos y problemas, y era larazón de su amplia sonrisa en la sala.Después de pagar su cuota del segurosobre la fianza del millón de dólares,acabaría embolsándose casi noventamil. Y le preocupaba que yo meacordara de él.

—¿Puedo hacer una sugerencia? —pregunté.

—Sin duda.—Louis parecía un poco frágil

cuando lo he visto en el calabozo. Yo ensu caso trataría de sacarlo lo antesposible. Para eso necesita queValenzuela se encargue de la fianza. Lecostará cien mil, pero el chico estaráfuera y a salvo, ¿entiende?

Dobbs se volvió hacia la ventana yse apoyó en la barandilla que recorría elcristal. Bajé la mirada y vi que la plazase estaba llenando de gente de losedificios gubernamentales que salía acomer. Vi a muchas personas con lasetiquetas rojas y blancas del nombre quesabía que les daban a los miembros de

un jurado.—Le entiendo.—La otra cuestión es que este tipo

de casos tienden a atraer a los buitres.—¿Qué quiere decir?—Quiero decir que otros internos

pueden estar dispuestos a declarar quehan oído a alguien decir algo.Especialmente en un caso que sale en lasnoticias o en el periódico. Sacan esainformación de la tele y hacen queparezca que tu cliente está hablando.

—Eso es delito —dijo Dobbs conindignación—. No debería permitirse.

—Sí, ya lo sé, pero ocurre. Y cuantomás tiempo se quede allí, mayor es la

oportunidad para uno de esos tipos.Valenzuela se nos unió en la

barandilla. No dijo nada.—Propondré que optemos por la

fianza —dijo Dobbs—. Ya la hellamado y está en una reunión. En cuantome devuelva la llamada nos pondremoscon esto.

Sus palabras me indujeron apreguntar algo que me había inquietadodurante la vista.

—¿No puede salir de una reuniónpara hablar sobre su hijo que está enprisión? Me preguntaba por qué noestaba hoy en la sala si este chico, comousted lo llama, es tan formal e íntegro.

Dobbs me miró como si no mehubiera lavado los dientes en un mes.

—La señora Windsor es una mujermuy ocupada y poderosa. Estoy segurode que si le hubiera dicho que se trata deuna emergencia relacionada con su hijo,ella se habría puesto al teléfonoinmediatamente.

—¿La señora Windsor?—Se volvió a casar después de

divorciarse del padre de Louis. Eso fuehace mucho tiempo.

Asentí con la cabeza y me di cuentade que había más cosas que hablar conDobbs, pero nada que quisiera discutirdelante de Valenzuela.

—Val, ¿por qué no vas a ver cuándovolverá Louis a la prisión de Van Nuyspara que puedas sacarlo?

—Es fácil —dijo Valenzuela—.Volverá en el primer furgón, después decomer.

—Sí, bueno, ve a asegurartemientras yo termino de hablar con elseñor Dobbs.

Valenzuela estaba a punto deprotestar argumentando que nonecesitaba asegurarse cuando se diocuenta de lo que le estaba diciendo.

—Bueno —dijo—. Iré.Después de que se hubo ido estudié

a Dobbs un momento antes de hablar.

Tenía aspecto de estar a punto decumplir los sesenta y unas manerasdeferentes que a buen seguro respondíana treinta años de ocuparse de gente rica.Supuse que él también se había hechorico en ese proceso, pero eso no habíacambiado su porte en público.

—Si vamos a trabajar juntos,supongo que me gustaría saber cómo hede llamarle. ¿Cecil? ¿C. C? ¿SeñorDobbs?

—Cecil está bien.—Bueno, mi primera pregunta,

Cecil, es si vamos a trabajar juntos.¿Tengo el caso?

—El señor Roulet me ha dejado

claro que quería que lo defendiera usted.Para serle sincero, usted no habría sidomi primera opción. No habría sidoninguna opción porque, francamente,nunca había oído hablar de usted. Peroes la primera elección del señor Roulet,y eso para mí es aceptable. De hecho,creo que se ha desenvuelto muy bien enla sala, sobre todo considerando lohostil que era esa fiscal con el señorRoulet.

Me fijé en que el chico se habíaconvertido en el «señor Roulet». Mepregunté qué había ocurrido parahacerle subir ese peldaño en el punto devista de Dobbs.

—Sí, bueno, la llaman MaggieMcFiera. Es implacable.

—Diría que se ha pasado de la raya.¿Cree que hay alguna posibilidad de quela apartemos del caso, quizá conseguir aalguien un poco más… sosegado?

—No lo sé. Tratar de mercadear confiscales es un poco peligroso. Pero sicree que ha de quedar fuera, puedoconseguirlo.

—Me alegra oír eso. Quizá deberíahaberle conocido antes.

—Quizá. ¿Quiere que hablemosahora de mis honorarios y nosolvidemos de ese asunto?

—Como prefiera.

Miré en torno al vestíbulo paraasegurarme de que no había otrosabogados que pudieran oírme. Pensabair con la lista A hasta el final en esecaso.

—Cobraré dos mil quinientosdólares por hoy, y Louis ya lo haaprobado. Si quiere ir por horas a partirde ahora, cobraré trescientos la hora,que sube a quinientos en el juicio porqueno puedo hacer nada más. Si prefiereuna tarifa fija, serán sesenta mil a partirde aquí hasta la vista preliminar. Siterminamos con un acuerdo, cobrarédoce mil más. Si en cambio vamos ajuicio, necesitaré otros sesenta mil el

día que lo decidamos y veinticinco milmás cuando empecemos a elegir aljurado. Este caso no parece que puedaalargarse más de una semana, contandocon la selección del jurado, pero si pasade una semana, cobraré veinticinco milpor cada semana adicional. Podemoshablar de una apelación si es necesarioy en el momento en que sea necesario.

Dudé un momento para ver cómoestaba reaccionando Dobbs. No mostrónada, así que seguí presionando.

—Necesitaré un adelanto de treintamil y otros diez mil para un investigadoral final del día. No me gustaría perdertiempo con esto. Quiero un investigador

metido en este asunto antes de que lleguea los medios y quizás antes de que lapolicía pueda hablar con genteimplicada.

Dobbs asintió lentamente.—¿Son ésos sus honorarios

habituales?—Cuando puedo cobrarlos. Me los

merezco. ¿Cuánto le cobra a la familia,Cecil?

Estaba seguro de que Dobbs no iba asalir con hambre de ese pequeñoepisodio.

—Eso es entre mi cliente y yo. Perono se preocupe, incluiré sus honorariosen mi reunión con la señora Windsor.

—Se lo agradezco. Y recuerde quenecesito que ese investigador empiecehoy.

Le di una tarjeta de visita que saquédel bolsillo derecho de mi americana.Las tarjetas que llevaba en el bolsilloderecho tenían mi número de móvil. Lasde mi bolsillo izquierdo llevaban elnúmero que atendía Lorna Taylor.

—Tengo otra vista en el centro —dije—. Cuando saquen al señor Roulet,llámeme y nos reuniremos. Hagámoslolo antes posible. Estaré disponible mástarde y esta noche.

—Perfecto —dijo Dobbs,guardándose la tarjeta en el bolsillo sin

mirarla—. ¿Vamos a su bufete?—No, iré yo. Me gustaría ver cómo

vive la otra mitad en esos rascacielos deCentury City.

Dobbs sonrió con desenvoltura.—Es obvio por su traje que conoce

y practica el adagio de que un abogadonunca debe vestirse demasiado bien enun juicio. Quiere caerle bien al jurado,no que el jurado le tenga envidia. Bueno,Michael, un abogado de Century City nopuede tener un bufete más bonito que lasoficinas de sus clientes. Y por eso leaseguro que nuestras oficinas son muymodestas.

Asentí para expresar mi acuerdo.

Pero me había insultado de todosmodos. Llevaba mi mejor traje. Siempreme ponía mi mejor traje los lunes.

—Es bueno saberlo —dije.La puerta de la sala se abrió y salió

el cámara, cargado con su filmadora yun trípode plegable. Dobbs lo vio einmediatamente se puso tenso.

—Los medios —dijo—. ¿Cómopodemos controlar esto? La señoraWindsor no…

—Espere un segundo.Llamé al cámara y éste se acercó.

Inmediatamente le tendí la mano. Él tuvoque dejar su trípode para estrechármela.

—Soy Michael Haller. Lo he visto

ahí dentro grabando la comparecenciade mi cliente.

Usar mi nombre formal era uncódigo.

—Robert Gillen —dijo el cámara—.La gente me llama Patas.

Hizo un gesto hacia su trípode amodo de explicación. Usar su nombreformal era un código de respuesta. Meestaba haciendo saber que entendía queestaba en medio de una actuación.

—¿Va usted por libre o porencargo? —pregunté.

—Hoy, por libre.—¿Cómo se ha enterado de esto?Se encogió de hombros como si

fuera reacio a dar una respuesta.—Una fuente. Un poli.Asentí. Gillen estaba siguiendo el

juego.—¿Cuánto gana por esto si lo vende

a una cadena de noticias?—Depende. Setecientos cincuenta

por una exclusiva y quinientos sinexclusiva.

Sin exclusiva quería decir quecualquier director de noticias que lecomprara la cinta sabía que el cámarapodía venderle el metraje a otra cadenade la competencia. Gillen había dobladolas cantidades que en realidad cobraba.Era una buena jugada. Seguramente

había estado escuchando lo que se decíaen la sala mientras grababa.

—Mire —dije—, ¿qué le parece sile compramos nosotros la exclusivaahora mismo?

Gillen era un gran actor. Dudó comosi se planteara la ética implícita en lapropuesta.

—De hecho, pongamos mil —dije.—De acuerdo. Trato hecho.Mientras Gillen dejaba la cámara en

el suelo y sacaba la cinta, yo saqué unfajo de billetes del bolsillo. Me habíaguardado mil doscientos del dinero delos Road Saints que Teddy Vogel mehabía dado en el camino. Me volví hacia

Dobbs.—Puedo cargar este gasto, ¿verdad?—Sin duda —dijo. Estaba radiante.Intercambié el efectivo por la cinta y

le di las gracias a Gillen. Éste seembolsó el dinero y se dirigió a losascensores encantado de la vida.

—Ha sido brillante —dijo Dobbs—.Hemos de contener esto. Literalmentepodría destruir el negocio familiar; dehecho, creo que es una de las razonespor las que la señora Windsor no estáhoy aquí. No le gusta que la reconozcan.

—Bueno, tendremos que discutirlosi el caso va para largo. Entretanto, harélo posible para mantenerlo fuera del

radar.—Gracias.En un teléfono móvil empezó a sonar

música clásica de Bach o Beethoven oalgún otro tipo muerto sin derechos deautor, y Dobbs buscó en el interior de suchaqueta, sacó el aparato y comprobó lapantallita.

—Es ella —dijo.—Entonces le dejaré que atienda.Al alejarme, oí que Dobbs decía:—Mary, todo está bajo control.

Ahora hemos de concentrarnos ensacarle. Vamos a necesitar algo dedinero…

Mientras el ascensor subía hacia mi

planta sentí una certeza casi absoluta deestar tratando con un cliente y unafamilia para quienes «algo de dinero»significaba más de lo que yo había vistonunca. Mi mente recuperó el comentarioque Dobbs había hecho sobre miindumentaria. Todavía me escocía. Laverdad era que no tenía en mi armarioningún traje que costara menos deseiscientos dólares, y siempre me sentíabien y seguro con cualquiera de ellos.Me pregunté si había pretendidoinsultarme o había buscado algo más,quizá tratar en esa primera fase deljuego de imprimir su control sobre mí ysobre el caso. Decidí que tendría que

cubrirme las espaldas con Dobbs. Lomantendría cerca, pero no demasiado.

6

El tráfico en dirección al centro seembotelló en el paso de Cahuenga.Ocupé el tiempo al teléfono y tratandode no pensar en la conversación quehabía mantenido con Maggie McPhersonacerca de mis cualidades como padre.Mi exmujer tenía razón conmigo y esodolía. Durante mucho tiempo habíapuesto la práctica legal por encima de lapráctica paterna. Era algo que meprometí cambiar. Sólo necesitaba eltiempo y el dinero para frenar. Penséque tal vez Louis Roulet me

proporcionaría ambos.Desde la parte de atrás del Lincoln,

llamé en primer lugar a Raul Levin, miinvestigador, para avisarle de la posiblecita con Roulet.

Le pedí que llevara a cabo unainvestigación preliminar del caso paraver qué podía descubrir. Levin se habíajubilado anticipadamente delDepartamento de Policía de Los Ángelesy todavía conservaba contactos y amigosque le hacían favores de vez en cuando.Probablemente tenía su propia lista deNavidad. Le dije que no dedicara muchotiempo hasta que yo estuviera seguro deque tenía a Roulet atado como cliente de

pago. No importaba lo que C. C. Dobbsme había dicho cara a cara en el pasillodel tribunal. No creería que tenía el casohasta que recibiera el primer pago.

Después, comprobé la situación devarios casos y volví a llamar a LornaTaylor. Sabía que el correo se entregabaen su casa la mayoría de los días justoantes de mediodía. Ella había dicho queno había llegado nada importante. Nicheques ni correspondencia a la quetuviera que prestar atención inmediatade los tribunales.

—¿Has averiguado cuándo es lacomparecencia de Gloria Dayton? —lepregunté.

—Sí. Parece que se la van a quedarhasta mañana por razones médicas.

Gruñí. La fiscalía disponía decuarenta y ocho horas para acusar a unindividuo después de una detención yllevarlo ante el juez. Posponer lacomparecencia de Gloria Dayton hastael día siguiente por causas médicasprobablemente significaba que estabacon el mono. Eso ayudaría a explicarpor qué llevaba cocaína en el momentode su detención. No la había visto nihabía hablado con ella en al menos sietemeses. Su caída debía de haber sidovertiginosa. La estrecha línea entrecontrolar las drogas y que las drogas te

controlen a ti había sido cruzada.—¿Has descubierto quién presentó

los cargos? —pregunté.—Leslie Paire —dijo.Gruñí otra vez.—Genial. Bueno, vale, voy a

acercarme y veré qué puedo hacer. Notengo nada en marcha hasta que tenganoticias de Roulet.

Leslie Faire era una fiscal con famade dura, cuya idea de dar al acusado unasegunda oportunidad o el beneficio de laduda consistía en ofrecer un periodo delibertad vigilada, después de cumplircondena en prisión.

—Mick, ¿cuándo vas a aprender con

esta mujer? —dijo Lorna, refiriéndose aGloria Dayton.

—¿Aprender qué? —pregunté,aunque sabía exactamente lo que diríaLorna.

—Te arrastra cada vez que has detratar con ella. Nunca va a dejar esavida, y ahora puedes apostar que cadavez que te llame será un dos por uno.Eso estaría bien, si no fuera porquenunca le cobras.

Lo que Lorna quería decir con dospor uno era que los casos de GloriaDayton a partir de ahora serían máscomplicados y requerirían que lesdedicara más tiempo, porque era

probable que los cargos relacionadoscon las drogas acompañaran a los deprostitución. Lo que preocupaba a Lornaera que eso significaba más trabajo paramí, pero sin incrementar mis ingresos.

—Bueno, la judicatura exige quetodos los abogados hagan un poco detrabajo pro bono, Lorna. Sabes…

—No me escuchas, Mick —dijo demanera desdeñosa—. Por esoprecisamente no pudimos seguircasados.

Cerré los ojos. Menudo día. Habíaconseguido enfadar a mis dos exesposas.

—¿Qué tiene esa mujer contigo? —preguntó—. ¿Por qué no le cobras ni

siquiera una tarifa básica?—Mira, no tiene nada conmigo,

¿vale? —dije—. ¿Podemos cambiar detema?

No le dije que años antes, cuandohabía revisado los viejos y mohososlibros de registro de la práctica legal demi padre, había descubierto que tenía unpunto débil por las llamadas mujeres dela noche. Defendió a muchas y cobró apocas. Puede que yo simplementeestuviera prolongando una tradiciónfamiliar.

—Perfecto —dijo Lorna—. ¿Cómoha ido con Roulet?

—¿Te refieres a si conseguí el

trabajo? Creo que sí. Probablemente,Val lo estará sacando ahora mismo.Prepararemos una reunión después. Yale he pedido a Raul que eche un vistazo.

—¿Has conseguido un cheque?—Todavía no.—Consigue el cheque, Mick.—Estoy en ello.—¿Qué pinta tiene el caso?—Sólo he visto fotos, pero tiene mal

aspecto. Sabré más cuando vea qué lesurge a Raul.

—¿Y Roulet?Sabía lo que estaba preguntándome.

¿Qué tal era como cliente? ¿Un jurado,si es que Roulet llegaba a situarse ante

un jurado, lo vería bien o lodespreciaría? Los casos podían ganarseo perderse en función de la impresiónque los miembros del jurado tuvierandel acusado.

—Parece un niño perdido en elbosque.

—¿Es blanco?—Sí, nunca ha estado detenido.—Bueno, ¿lo hizo?Ella siempre planteaba la pregunta

irrelevante. No importaba en términosde la estrategia del caso si el acusado«lo hizo» o no. Lo que importaban eranlas pruebas acumuladas contra él y siéstas podían neutralizarse o no. Mi

trabajo consistía en sepultar las pruebas,en colorearlas de gris. El gris era elcolor de la duda razonable.

En cambio, a ella siempre parecíaimportarle si el cliente lo hizo o no.

—Quién sabe, Lorna. Ésa no es lacuestión. La cuestión es si es un clienteque paga o no. La respuesta es que creoque sí.

—Bueno, dime si necesitasalguna…, ah, hay otra cuestión.

—¿Qué?—Ha llamado Patas y dice que te

debe cuatrocientos dólares, que te lospagará cuando te vea.

—Sí, es cierto.

—Estás teniendo un buen día.—No me quejo.Nos despedimos de manera

amistosa, con la disputa sobre GloriaDayton aparentemente olvidada por elmomento. Quizá la seguridad de saberque iba a llegar dinero y que teníamos elanzuelo echado en un cliente de losbuenos hacía que Lorna se sintiera mejorrespecto a que trabajara gratis enalgunos casos. Me pregunté, no obstante,si se habría molestado tanto si estuvieradefendiendo gratis a un traficante dedrogas en lugar de a una prostituta.Lorna y yo habíamos compartido unbreve y dulce matrimonio, en el que

ambos no tardamos en descubrir que noshabíamos precipitado después de salirrebotados de nuestros respectivosdivorcios. Le pusimos fin y continuamossiendo amigos, y ella continuótrabajando conmigo, no para mí. Lasúnicas veces en que me sentía incómodocon la nueva situación era cuando ellaactuaba otra vez como una esposa ydiscutía mis elecciones de clientes o aquién y cuánto quería cobrar o dejar decobrar. Sintiéndome seguro de la formaen la que había manejado a Lorna, llaméa la oficina del fiscal del distrito en VanNuys. Pregunté por Margaret McPhersony la encontré comiendo en su mesa.

—Sólo quería disculparme por lo deesta mañana. Sé que querías el caso.

—Bueno, probablemente tú lonecesitas más que yo. Debe de ser uncliente de pago si tiene a C. C. Dobbsllevándoles el rollo.

Se refería al rollo de papelhigiénico. Los abogados de familia muybien remunerados eran vistosnormalmente por los fiscales comomeros limpiaculos de los ricos yfamosos.

—Sí, no me vendrá mal uno deesos… el cliente de pago, no ellimpiaculos. Hace mucho que no tengoun filón.

—Bueno, no has tenido tanta suertehace unos minutos —susurró ella alteléfono—. Han reasignado el caso aTed Minton.

—Nunca lo he oído nombrar.—Es uno de los pipiolos de

Smithson. Acaba de traérselo del centro,donde se ocupaba de casos simples deposesión. No había visto el interior deuna sala hasta que se presentó aquí.

John Smithson era el ambiciososubdirector de la oficina del fiscal yestaba a cargo de la División de VanNuys. Era mejor político que fiscal yhabía utilizado su habilidad paraconseguir una rápida escalada, pasando

por encima de otros ayudantes másexperimentados hasta alcanzar el puestode jefe de la división. MaggieMcPherson estaba entre aquellos a losque había pasado por delante. Una vezque ocupó el cargo, Smithson empezó aconstruir un equipo de jóvenes fiscalesque no se sentían desairados y que leeran leales porque él les había brindadouna oportunidad.

—¿Ese tipo nunca ha estado en untribunal? —pregunté, sin entender cómoenfrentarse a un novato podía entendersecomo mala suerte, tal y como habíaindicado Maggie.

—Ha tenido algunos juicios aquí,

pero siempre con una niñera. Rouletserá su primer vuelo en solitario.Smithson cree que le está dando un casoque es pan comido.

La imaginé sentada en su cubículo,probablemente no muy lejos de dondeestaría sentado mi nuevo oponente.

—No lo entiendo, Mags. Si este tipoestá verde, ¿cómo es que no he tenidosuerte?

—Porque todos los que elige esteSmithson están cortados por el mismopatrón. Son capullos arrogantes. Creenque no pueden equivocarse y lo que esmás… —Bajó la voz todavía más—. Nojuegan limpio. Y lo que se comenta de

Minton es que es un tramposo. Tencuidado, Haller. Ten cuidado con él.

—Bueno, gracias por la info.Pero ella no había terminado.—Muchos de esta nueva hornada no

lo entienden. No lo ven como unavocación. Para ellos no se trata dejusticia. Es sólo un juego, un promediode bateo. Les gusta hacer estadísticas yver lo lejos que llegarán en la fiscalía.De hecho, son todos como Smithsonjúnior.

Vocación. Era su sentido de lavocación lo que en última instancia noshabía costado el matrimonio. En unplano intelectual, ella podía aceptar

estar casada con alguien que trabajabadel otro lado del pasillo. Pero cuando setrataba de la realidad de lo quehacíamos, tuvimos suerte de haberdurado ocho años. «Cariño, ¿cómo te haido el día? Oh, conseguí un acuerdo desiete años para un tipo que mató a sucompañero de habitación con un piolet.¿Y a ti? Oh, he logrado una condena decinco años para un tipo que robó elequipo de música de un coche parapagarse una dosis…». Sencillamente nofunciona. A los cuatro años, nació unahija, pero aunque no fue culpa suya, sóloconsiguió mantenernos unidos cuatroaños más.

Aun así no me arrepentía de nada.Valoraba a mi hija. Era la única cosarealmente buena de mi vida, lo único delo que podía sentirme orgulloso. Piensoque la verdadera razón de que no laviera lo suficiente —de que meconsagrara a los casos en lugar de a mihija— era que me sentía indigno de ella.Su madre era una heroína. Ponía a losmalos entre rejas. ¿Qué podía contarleyo que fuera bueno y justo cuando hacíamucho que yo mismo había perdido elhilo?

—Eh, Haller, ¿sigues ahí?—Sí, Mags, estoy aquí. ¿Qué estás

comiendo hoy?

—Sólo la ensalada oriental de laplanta baja. Nada especial. ¿Dóndeestás tú?

—De camino al centro. Escucha,dile a Hayley que la veré este sábado.Haré un plan. Haremos algo especial.

—¿En serio? No quiero que seentusiasme.

Sentí que algo revivía en mi interiorpor saber que mi hija todavía seentusiasmara ante la idea de verme. Laúnica cosa que Maggie nunca me hizofue menospreciarme ante Hayley. No erade la clase de mujer que haría eso. Y yolo admiraba.

—Sí, estoy seguro —dije.

—Perfecto, se lo diré. Dime cuándovendrás o si quieres que te la deje.

—Vale.Dudé. Quería seguir hablando con

ella, pero no había nada más que hablar.Finalmente le dije adiós y cerré elmóvil. Al cabo de unos minutos salimosdel cuello de botella. Miré por laventana y no vi ningún accidente. No via nadie con la rueda pinchada ni ningunapatrulla de autopistas aparcada en elarcén. No vi ninguna razón que explicarala caravana. Ocurría eso con frecuencia.El tráfico de las autovías en LosÁngeles era tan misterioso como unmatrimonio. Avanzaba y fluía, y de

repente se atascaba y se detenía sinninguna razón que lo explicara.

Provengo de una familia deabogados: mi padre, mi hermanastro,una sobrina y un sobrino. Mi padre fueun famoso abogado en un tiempo en queno había televisión ni existía Court TV.Fue decano de los abogados penalistasen Los Ángeles durante casi tresdécadas. Desde Mickey Cohen a laschicas Manson, sus clientes siemprecoparon los titulares. Yo sólo fui unaocurrencia de última hora en su vida, unvisitante sorpresa de su segundomatrimonio con una actriz de segundafila, conocida por su exótico aspecto

latino pero no por sus cualidadesinterpretativas. La mezcla me dio eseaspecto de irlandés moreno. Mi padre yaera mayor cuando yo nací y fallecióantes de que llegara a conocerlorealmente o a hablar con él acerca de lavocación por el derecho. Sólo me dejósu nombre, Mickey Haller, la leyendalegal. Todavía me abría puertas.

Pero mi hermano mayor —elhermanastro del primer matrimonio demi padre— me dijo que mi padre solíahablar con él de la práctica legal y ladefensa criminal. Acostumbraba a decirque defendería al mismísimo diablosiempre y cuando pudiera cobrarle su

minuta. El único caso importante quedeclinó fue el de Sirhan Sirhan. Leexplicó a mi hermano que apreciabademasiado a Bobby Kennedy paradefender a su asesino, por más quecreyera en el ideal de que el acusadosiempre merecía la mejor y másvigorosa defensa posible.

Al crecer leí todos los libros acercade mi padre y sus casos. Admiraba suhabilidad y vigor, así como lasestrategias que llevó a la mesa de ladefensa. Era un profesional excelente, yme hizo sentir orgulloso de llevar sunombre. Pero ahora la ley es diferente.Es más gris. Los ideales hace tiempo

que han quedado degradados a nociones.Las nociones son opcionales.

Mi teléfono sonó y miré la pantallaantes de contestar.

—¿Qué pasa, Val?—Vamos a sacarlo. Ya han vuelto a

llevarlo a prisión y estamos procesandosu puesta en libertad.

—¿Dobbs ha pagado la fianza?—Tú lo has dicho.Percibí el regocijo en su voz.—No te marees. ¿Estás seguro de

que no se va a fugar?—Nunca estoy seguro. Voy a

obligarle a llevar un brazalete en eltobillo. Si lo pierdo a él, pierdo mi

casa.Me di cuenta de que lo que había

tomado por regocijo ante una fianza deun millón de dólares caída del cielo eraen realidad energía nerviosa. Valenzuelaestaría tenso como la cuerda de unviolín hasta que el caso terminara, de unmodo u otro. Aunque el juez no lo habíaordenado, Valenzuela iba a poner undispositivo electrónico de seguimientoen el tobillo de Roulet. No iba a correrriesgos.

—¿Dónde está Dobbs?—Se ha vuelto a esperar en mi

oficina. Le llevaré a Roulet en cuantosalga. No debería tardar mucho.

—¿Está allí Maisy?—Sí.—Bueno, voy a llamarla.Terminé la llamada y pulsé la tecla

de marcado rápido de Liberty BailBonds. Respondió la recepcionista yayudante de Valenzuela.

—Maisy, soy Mick. ¿Puedo hablarcon el señor Dobbs?

—Claro, Mick.Al cabo de unos segundos, Dobbs

estaba en la línea. Noté que estabaexasperado por algún motivo sólo por laforma en que dijo: «Soy Cecil Dobbs».

—Soy Mickey Haller. ¿Cómo va?—Bueno, si tiene en cuenta que he

abandonado mis obligaciones con otrosclientes para estar aquí sentado leyendorevistas de hace un año, no muy bien.

—¿No lleva un móvil para trabajar?—Sí, pero no se trata de eso. Mis

clientes no son gente de teléfono. Songente de cara a cara.

—Ya veo. En fin, la buena noticia esque he oído que están a punto de soltar anuestro chico.

—¿Nuestro chico?—Al señor Roulet. Valenzuela

podrá sacarlo antes de una hora. Voy air a una reunión con un cliente, pero,como le he dicho antes, estoy libre porla tarde. ¿Quiere que vaya para que

tratemos el caso con nuestro clientemutuo o prefiere que me encargue yodesde ahora?

—No, la señora Windsor hainsistido en que lo supervise de cerca.De hecho, es probable que ella tambiéndecida estar allí.

—No me importa conocer y saludara la señora Windsor, pero cuando setrate de hablar del caso, sólo va a estarel equipo de la defensa. Puede incluirlea usted, pero no a la madre. ¿Entendido?

—Entiendo. Quedemos a las cuatroen punto en mi despacho. Louis estaráallí.

—Allí estaré.

—Mi firma cuenta con un bueninvestigador. Le pediré que se una anosotros.

—No será necesario, Cecil. Tengomi propio investigador y ya estátrabajando. Nos vemos a las cuatro.

Colgué antes de que Dobbs tuvieraoportunidad de iniciar un debate acercade qué investigador usar. Tenía queprocurar que Dobbs no controlara ni lainvestigación ni la preparación ni laestrategia del caso. Supervisar era unacosa, pero ahora el abogado de LouisRoulet era yo, y no él.

Cuando llamé a Raul Levin acontinuación, me dijo que estaba en

camino hacia la División de Van Nuysdel Departamento de Policía de LosÁngeles para recoger una copia delatestado de la detención.

—¿Así de fácil? —pregunté.—No, no es así de fácil. En cierto

modo podrías decir que he tardadoveinte años en conseguir este informe.

Lo comprendí. Los contactos deLevin, conseguidos a través del tiempo yla experiencia, ganados con confianza yfavores, le estaban dando frutos. No erade extrañar que cobrara quinientosdólares al día cuando podíaconseguirlos. Le hablé de la reunión alas cuatro y dijo que vendría y que

estaría preparado para facilitarnos elpunto de vista policial sobre el caso.

El Lincoln se detuvo cuando yocerré el teléfono. Estábamos delante delcomplejo carcelario de las TorresGemelas. No tenía ni diez años deantigüedad, pero la contaminaciónestaba empezando a teñir de manerapermanente sus paredes color arena deun espantoso gris. Era un lugar triste yadusto en el que yo pasaba demasiadotiempo. Abrí la puerta del coche y bajépara entrar una vez más en el edificio.

7

Había una ventanilla de control para losabogados que me permitió saltarme lalarga cola de visitantes que esperabanpara entrar a ver a sus seres queridosencarcelados en una de las torres.Cuando le dije al agente de la ventanillaa quién quería ver, éste escribió elnombre en el teclado del ordenador y nome dijo nada de que Gloria estuviera enla enfermería o no disponible. Imprimióun pase de visitante que deslizó en lafunda de plástico de una placa con clip yme dijo que me la pusiera y que no me la

quitara mientras permaneciera en elrecinto penitenciario. Dicho esto, mepidió que me apartara de la ventanilla yesperara a un escolta para abogados.

—Tardará unos minutos —anunció.Sabía por experiencia previa que mi

móvil no tenía cobertura en el interiorde la prisión y que si salía parautilizarlo podía perderme a mi escolta,con lo cual tendría que repetir todo elprotocolo de entrada. Así que me quedéy observé las caras de la gente que veníaa visitar a los encarcelados. La mayoríaeran negros o hispanos. La mayoríatenían la expresión de rutina en susrostros. Probablemente la mayoría

conocía el terreno mucho mejor que yo.Al cabo de veinte minutos, una mujer

grande vestida con uniforme de sheriffllegó a la zona de espera y me recogió.Sabía que no había ingresado en eldepartamento del sheriff con esasdimensiones. Al menos tenía cuarentakilos de sobrepeso y daba la sensaciónde que el simple hecho de caminar lecostaba un gran esfuerzo. También sabíaque una vez que alguien entra en eldepartamento es difícil echarlo. Lomejor que ella podría hacer en caso deun intento de fuga sería apoyarse contrauna puerta para mantenerla cerrada.

—Lamento haber tardado tanto —me

dijo mientras esperábamos entre las dospuertas de acero de la torre de lasmujeres—. Tenía que ir a buscarla yasegurarme de que todavía estaba aquí.

Ella hizo una señal a la cámara quehabía encima de la segunda puerta paraindicar que todo iba bien y el cierre sedesbloqueó.

—La estaban curando en laenfermería.

—¿Curando?No sabía que en prisión hubiera un

programa de tratamiento de drogas queincluyera «curar» a adictos.

—Sí, está lesionada —dijo laayudante del sheriff—. Recibió un poco

en una refriega. Ella se lo contará.Decidí no hacer más preguntas. En

cierto modo, estaba aliviado de que elretraso médico no se debiera —almenos directamente— al consumo oadicción a las drogas.

La ayudante del sheriff me condujo ala sala de abogados, en la cual habíaestado muchas veces con anterioridadcon clientes diferentes. La inmensamayoría de mis clientes eran hombres yyo no discriminaba, aunque la verdad esque detestaba representar a mujeresencarceladas. Desde prostitutas aasesinas —y había defendido a todas—había algo que causaba pena en una

mujer en prisión. Había descubierto quecasi en la totalidad de las ocasiones enel origen de sus delitos se hallaba unhombre. Hombres que se aprovechabande ellas, que abusaban de ellas, que lasabandonaban, que las herían. No es quequiera decir que aquellas mujeres nofueran responsables de sus actos ni quealgunas de ellas no merecieran loscastigos que recibían. Habíadepredadoras entre las filas de lasmujeres que rivalizaban con facilidadcon sus homólogos masculinos, pero, apesar de todo, las mujeres que vi enprisión parecían muy diferentes de loshombres que ocupaban la otra torre. Los

hombres todavía sobrevivían mediantetretas y fuerza. A las mujeres no lesquedaba nada una vez que les cerrabanla puerta.

La zona de visita era una fila decabinas en las cuales un abogado podíasentarse en un lado y hablar con unaclienta sentada en el otro lado,separados por una lámina transparentede plexiglás de cuarenta y cincocentímetros. Un agente sentado en unacabina de cristal situada al final de lasala observaba la escena, aunquesupuestamente no escuchaba. Si habíaque pasar algún papel a la clienta, elabogado tenía que levantarlo para que el

agente lo viera y diera su aprobación.Mi escolta me condujo a una cabina

y me dejó allí. Esperé otros diez minutoshasta que la misma agente apareció conGloria Dayton en el otro lado delplexiglás. Inmediatamente vi que miclienta presentaba una hinchazón entorno al ojo izquierdo y un punto desutura sobre una pequeña laceraciónjusto debajo del pico entre las entradasdel pelo. Gloria Dayton tenía el cabellonegro azabache y piel aceitunada. Habíasido muy guapa. La primera vez que larepresenté, hacía siete u ocho años, erahermosa. Tenía la clase de belleza quete deja pasmado ante el hecho de que la

estuviera vendiendo, de que venderse adesconocidos fuera su mejor o únicaopción. Esta vez me miró con dureza.Los rasgos de su rostro estaban tensos.Había visitado a cirujanos que no eranlos mejores, y en cualquier caso, nada sepodía hacer con unos ojos que han vistodemasiado.

—Mickey Mantle —dijo—. ¿Vas abatear por mí otra vez?

Ella lo dijo en su voz de niñapequeña que supongo que a sus clienteshabituales les gustaba o les excitaba. Amí simplemente me sonó extraña,viniendo de aquella boca apretada yaquella cara con ojos que eran tan duros

y tenían en ellos tan poca vida como unpar de canicas.

Ella siempre me llamaba MickeyMantle, aunque había nacido después deque el gran bateador se hubiera retiradoy probablemente sabía poco de él o deljuego al que jugó. Para ella era sólo unnombre. Supongo que la alternativahabría sido llamarme Mickey Mouse yprobablemente no me habría gustadodemasiado.

—Lo voy a intentar, Gloria —le dije—. ¿Qué te ha pasado en la cara?¿Cómo te has hecho daño?

Ella hizo un gesto despreciativo conla mano.

—Hubo un pequeño desacuerdo conalgunas de las chicas de mi celda.

—¿Sobre qué?—Cosas de chicas.—¿Os colocáis ahí?Ella pareció indignada y trató de

hacer un mohín.—No.La estudié. Parecía sobria. Quizá no

se estaba colocando y quizá la pelea nose había producido por eso.

—No quiero quedarme aquí, Mickey—dijo con su voz real.

—No te culpo. Yo tampoco quieroestar aquí y he de irme.

Inmediatamente lamenté haber dicho

esta última parte y recordarle susituación. Ella pareció no advertirlo.

—¿Crees que podrías meterme enuno de esos como-se-llamenprejudiciales donde pueda ponermebien?

Pensé que era interesante cómo losadictos llamaban tanto a colocarse comoa desintoxicarse de la misma manera:ponerme bien.

—El problema, Gloria, es que laúltima vez ya te puse en un programa deintervención prejudicial, ¿recuerdas? Yobviamente no funcionó. Así que estavez, no sé. Tienen plazas limitadas y alos jueces y fiscales no les gusta enviar

a gente una segunda vez cuando no lohan aprovechado a la primera.

—¿Qué quieres decir? —protestóella—. Saqué provecho. Estuve todo eltiempo.

—Es verdad. Eso estuvo bien. Peroen cuanto terminó volviste a hacer loque haces, y aquí estamos otra vez. Ellosno lo calificarían de éxito. No creo quepueda meterte en un programa esta vez.Creo que has de estar preparada paraque esta vez sean más duros.

Bajó la mirada.—No puedo hacerlo —dijo con voz

débil.—Mira, tienen un programa en

prisión. Puedes recuperarte y salir conotra oportunidad de empezar de nuevolimpia.

Ella negó con la cabeza; parecíahundida.

—Has recorrido un largo camino,pero no puedes continuar —dije—. Yoen tu lugar pensaría en salir de aquí. Merefiero a Los Ángeles. Vete a algún sitioy empieza de nuevo.

Gloria me miró con rabia en losojos.

—¿Empezar de nuevo y hacer qué?Mírame. ¿Qué voy a hacer? ¿Casarme,tener hijos y plantar flores?

Yo no tenía respuesta y ella

tampoco.—Hablemos de eso cuando llegue el

momento. Por ahora, preocupémonos delcaso. Cuéntame lo que pasó.

—Lo que pasa siempre. Revisé altipo y todo cuadraba. Parecía legal. Peroera un poli y eso fue todo.

—¿Fuiste tú a verlo?Ella asintió.—Al Mondrian. Tenía una suite…

Ésa es otra, los polis normalmente notienen suites. No tienen tantopresupuesto.

—¿No te dije lo estúpido que esllevar coca cuando vas a trabajar? Y siun tipo te pide alguna vez que lleves

coca, sabrás que es un poli.—Sé todo eso, y no me pidió que

llevara. Lo olvidé, ¿vale? Me la dio untipo al que fui a ver justo antes que a él.¿Qué se supone que tenía que hacer,dejarla en el coche para que se lallevaran los aparcacoches delMondrian?

—¿Quién te la dio?—Un tipo en el Travelodge de Santa

Mónica. Me lo hice antes con él y me laofreció en lugar de dinero. Después deirme escuché los mensajes y tenía esallamada del tipo del Mondrian. Así quelo llamé, quedamos y fui directamente.Me olvidé de lo que llevaba en el bolso.

Asintiendo con la cabeza me inclinéhacia delante. Estaba viendo un brillo,una posibilidad.

—¿Quién es ese tipo delTravelodge?

—No lo sé, sólo un tipo que vio mianuncio en la web.

Ella concertaba sus citas a través deun sitio web en el que aparecíanfotografías, números de teléfono ydirecciones de correo electrónico de laschicas de compañía.

—¿Dijo de dónde era?—No. Era mexicano o cubano o

algo.—Cuando te dio la coca, ¿viste si

tenía más?—Sí, tenía más. Confiaba en que

volviera a llamarme…, pero no creo queyo fuera lo que él esperaba.

La última vez que miré el anuncio deGloria Dayton en LA-Darlings.com paracomprobar si seguía en el mundillo, lasfotos que había colgado tenían al menoscinco años y ella parecía diez años másjoven. Supuse que podían llevar a algúndesengaño cuando sus clientes abrieranlas puertas de sus habitaciones de hotel.

—¿Cuánta coca tenía?—No lo sé. Sólo sé que tenía que

quedarle más, porque si no, no me lahabría dado.

Era una buena reflexión. El brillo seestaba haciendo más intenso.

—¿Lo identificaste?—Claro.—¿Qué, su carnet de conducir?—No, su pasaporte. Dijo que no

tenía carnet.—¿Cómo se llamaba?—Héctor algo.—Vamos, Gloria. Héctor qué. Trata

de re…—Héctor algo Moya. Eran tres

nombres. Pero recuerdo el Moya.—Vale, está bien.—¿Crees que es algo que puedes

usar para ayudarme?

—Quizá, depende de quién sea eltipo, de si puedo cambiarlo por algo.

—Quiero salir.—Vale, escucha, Gloria. Voy a ver a

la fiscal y a ver qué piensa y qué puedohacer por ti. Te han pedido una fianza deveinticinco mil dólares.

—¿Qué?—Es más alta de lo habitual por las

drogas. No tienes veinticinco mil, ¿no?Ella negó con la cabeza. Vi que los

músculos de su rostro secontorsionaban. Supe lo que seavecinaba.

—¿Puedes responder por mí,Mickey? Te prometo que…

—No puedo hacerlo, Gloria. Es unaregla y puedo meterme en problemas sila rompo. Vas a tener que pasar aquí lanoche y te llevarán a la lectura de cargospor la mañana.

—No —dijo ella, casi como ungemido.

—Sé que va a ser duro, pero has desuperarlo. Y has de estar bien por lamañana en la comparecencia o no tendréninguna oportunidad de rebajar la fianzay sacarte de aquí. Así que olvídate deesa mierda que trafican ahí dentro.¿Entendido?

Ella levantó los brazos por encimade la cabeza, como si se estuviera

protegiendo de una caída de escombros.Apretó las manos en puños en un actoreflejo provocado por el miedo. Teníauna larga noche por delante.

—Has de sacarme mañana.—Haré todo lo posible.Hice una seña al ayudante del sheriff

que estaba en la cabina de observación.Estaba listo para irme.

—Una última cosa —dije—. ¿Teacuerdas de en qué habitación estaba eltipo del Travelodge?

Ella pensó un momento antes deresponder.

—Sí, era fácil. La tres treinta y tres.—Vale, gracias. Veré qué puedo

hacer.Gloria Dayton se quedó sentada

cuando yo me levanté. La agente deescolta volvió pronto y me dijo quetendría que esperar, porque primerotenía que llevar a Gloria a su celda.Miré mi reloj. Eran casi las dos. Nohabía comido y me dolía la cabeza.Además sólo disponía de dos horas parair a ver a Leslie Faire en la oficina delfiscal y hablar de Gloria y después irmea Century City para la reunión del casocon Roulet y Dobbs.

—¿No hay nadie más que puedasacarme de aquí? —dije conirritabilidad—. Necesito ir al tribunal.

—Lo siento, señor, así funciona.—Bueno, por favor, dese prisa.—Siempre lo hago.Al cabo de quince minutos me di

cuenta de que mis quejas a la ayudantedel sheriff sólo habían logrado que éstame dejara esperando todavía más que sihubiera mantenido la boca cerrada.Como un cliente de restaurante que sequeja porque la sopa está fría y cuandose la vuelven a traer está quemando ycon un pronunciado gusto a saliva.Debería haberlo imaginado.

En el rápido trayecto al edificio deltribunal penal llamé a Raul Levin. Habíavuelto a su oficina de Glendale y estaba

mirando los informes de la policíacorrespondientes a la investigación ydetención de Roulet. Le dije que lodejara de lado para hacer unas llamadas.Quería ver qué podía averiguar del tipode la habitación 333 del Travelodge deSanta Mónica. Le expliqué quenecesitaba la información ayer. Sabíaque tenía fuentes y formas de investigarel nombre de Héctor Moya.Simplemente no quería saber quién ocuál era esa fuente. Sólo me interesabanlos resultados.

Cuando Earl se detuvo en un stopdelante del edificio del tribunal penal, ledije que mientras yo estuviera dentro

podía irse a Philippe’s y comprar unossándwiches de rosbif. Me comería elmío de camino a Century City. Le paséun billete de veinte dólares por encimadel asiento y salí.

Mientras esperaba el ascensor en elsiempre repleto vestíbulo del edificiodel tribunal, saqué una pastilla deparacetamol de mi maletín con laesperanza de que frenara la migraña quese me venía encima por la falta decomida. Tardé diez minutos en llegar ala novena planta y pasé otros quinceesperando a que Leslie Faire merecibiera. Sin embargo, no me importóla espera porque Raul Levin me llamó

justo antes de que me dejaran pasar. SiFaire me hubiera recibido enseguida, yohabría entrado sin la munición adicional.

Levin me explicó que el hombre dela habitación 333 del Travelodge sehabía registrado con el nombre deGilberto García. El motel no le pidióidentificación porque pagó en efectivo ypor adelantado por una semana y dejó undepósito de cincuenta dólares para losgastos de teléfono. Levin también habíainvestigado el nombre que yo le habíadado y se encontró con un HéctorArrande Moya, un colombiano en buscay captura desde que huyó de San Diegocuando un jurado de acusación federal

lo había inculpado por tráfico de drogas.En conjunto era un material muy bueno yplaneaba utilizarlo con la fiscal.

Faire compartía despacho con otrostres fiscales. Dos se habían ido,probablemente al tribunal, pero había unhombre al que no conocía sentado anteel escritorio de la esquina opuesta a lade Faire. Tendría que hablar con ellacon su compañero como testigo.Aborrecía hacerlo porque sabía que elfiscal con quien tenía que tratar en estassituaciones muchas veces actuaba paralos presentes en la sala, tratando desonar duro y astuto, a veces a costa demi cliente.

Aparté una silla de uno de losescritorios libres y me la llevé parasentarme. Me salté las falsas galanteríasy fui al grano porque tenía hambre ypoco tiempo.

—Ha presentado cargos contraGloria Dayton esta mañana —dije—.Soy su abogado y quiero saber quépodemos hacer al respecto.

—Bueno, se puede declarar culpabley cumplir de uno a tres años en Frontera—dijo como si tal cosa y con unasonrisa que no era más que una mueca.

—Estaba pensando en unaintervención prejudicial.

—Estaba pensando que ella ya

probó un bocado de esa manzana y loescupió. Ni hablar.

—Mire, ¿cuánta coca llevabaencima, un par de gramos?

—Sigue siendo ilegal, no importacuánta llevara. Gloria Dayton ha tenidonumerosas oportunidades pararehabilitarse y evitar la prisión. Pero sele han terminado. —Se volvió hacia sumesa, abrió una carpeta y miró la hojasuperior—. Nueve arrestos sólo en losúltimos cinco años —dijo—. Es sutercera acusación por drogas y nunca hapasado más de tres días en prisión.Olvídese de intervencionesprejudiciales. Alguna vez tiene que

aprender y será ésta. No estoy dispuestaa discutir sobre eso. Si se declaraculpable, pediré de uno a tres. Si no, iréen busca del veredicto y ella correrá elriesgo con el juez y la sentencia. Pediréla máxima pena.

Asentí con la cabeza. La reunión ibacomo había previsto que iría con Faire.Una sentencia de uno a tres añosprobablemente resultaría en una estanciade nueve meses entre rejas. Sabía queGloria Dayton podía soportarlo yprobablemente debía hacerlo. Perotodavía tenía una carta que jugar.

—¿Y si tiene algo con lo quenegociar?

Faire resopló como si fuera unchiste.

—¿Como qué?—El número de una habitación de

hotel en la que un traficante importanteestá haciendo negocios.

—Suena un poco vago.Era vago, pero supe por el cambio

en su tono de voz que estaba interesada.A todos los fiscales les gusta negociar.

—Llame a los chicos de narcóticos.Pídales que comprueben el nombre deHéctor Arrande Moya en el sistema. Escolombiano. Puedo esperar.

Ella vaciló. Claramente no legustaba ser manipulada por un abogado

defensor, especialmente cuando otrofiscal podía oírlo. Pero el anzuelo yaestaba echado.

Faire se volvió otra vez en suescritorio e hizo una llamada. Escuchéun lado de la conversación. Ella le dijoa alguien que buscara el historial deMoya. Esperó un rato y escuchó larespuesta. Le dio las gracias a lapersona a la que había llamado y colgó.Se tomó su tiempo para volverse haciamí.

—Vale —dijo—. ¿Qué quiere? Yalo tenía preparado.

—Quiero una intervenciónprejudicial y que retiren todos los

cargos si termina con éxito el programa.Ella no declara contra el tipo y sunombre no aparece en ningúndocumento. Simplemente lesproporciona el nombre del hotel y elnúmero de la habitación en la que está ysu gente hace el resto.

—Han de presentar cargos. Tieneque declarar. Supongo que los dosgramos que tenía se los dio ese tipo. Hade hablarnos de eso.

—No. La persona con la que hahablado le habrá dicho que está en buscay captura. Pueden detenerlo por eso.

La fiscal reflexionó durante unossegundos, moviendo la mandíbula

adelante y atrás como si probara el gustodel trato y decidiera si quería comermás. Yo sabía cuál era el punto débil. Elacuerdo consistía en un intercambio,pero era un intercambio con un casofederal. Eso significaba que detendríanal tipo y los federales se harían cargo.No habría gloria fiscal para LeslieFaire, a no ser que aspirara a dar elsalto algún día a la Oficina del FiscalFederal.

—Los federales la van a adorar poresto —dije, tratando de meterme en suconciencia—. Es un tipo peligroso, yprobablemente pronto se irá del hotel yse perderá la oportunidad.

Ella me miró como si yo fuera uninsecto.

—No intente eso conmigo, Haller.—Perdón.Faire volvió a sus cavilaciones. Lo

intenté de nuevo.—Una vez que tienen su localización

siempre pueden preparar una compra.—Quiere hacer el favor de callarse.

No puedo pensar.Levanté las manos en ademán de

rendición y me callé.—Muy bien —dijo ella finalmente

—. Déjeme hablar con mi jefe. Déme sunúmero y le llamaré después. Pero ya ledigo ahora mismo que si aceptamos, ella

tendrá que ir a un programa cerrado.Algo en el County-USC. No vamos aperder un puesto residencial con ella.

Lo pensé y asentí. El County-USCera un hospital con un ala penitenciariaen la que se trataba a internos heridos,enfermos y adictos. Lo que Leslie Faireestaba ofreciendo era un programa en elque Gloria Dayton podría ser tratada desu adicción y puesta en libertad una vezcompletado el tratamiento. No seenfrentaría a ningún cargo ni a pasar mástiempo en prisión.

—Por mí está bien. —Miré mi reloj.Tenía que irme—. Nuestra oferta esválida hasta la comparecencia de

mañana —añadí—. Después de esollamaré a la DEA y veré si puedo tratarcon ellos directamente. Entonces laretirarán del caso.

Ella me miró con indignación. Sabíaque si llegaba a un acuerdo con losfederales, la aplastarían. Cara a cara,los federales siempre triunfaban sobre lafiscalía del Estado. Me levanté parairme y le dejé una tarjeta de visita en sumesa.

—No trate de jugármela, Haller —dijo—. Si me la juega, lo pagará sucliente.

No respondí. Empujé la silla quehabía tomado prestada a su sitio

original. Ella retiró la amenaza en susiguiente frase.

—De todos modos, creo quepodremos manejar esto en un nivel quenos contente a todos.

La miré al salir del despacho.—A todos menos a Héctor Moya.

8

Las oficinas legales de Dobbs yDelgado estaban en la planta veintinuevede una de las torres gemelas queconstituían el sello de identidad delskyline de Century City. Llegaba justo atiempo, pero todos se habían congregadoya en torno a una gran mesa de maderapulida de la sala de reuniones. Un granventanal enmarcaba una vista del oesteque se extendía por Santa Mónica hastael Pacífico y las islas de más atrás. Eraun día despejado y se divisaban Catalinay Anacapa, casi en el borde del mundo.

El sol empezaba a declinar y daba lasensación de estar a la altura de losojos, por eso habían bajado una cortinapor encima de la ventana. Era como si lasala llevara gafas de sol.

Igual que mi cliente. Louis Rouletestaba sentado a la cabecera de la mesacon unas Ray-Ban de montura negra.Había cambiado el mono gris de lacárcel por un traje marrón oscuro quelucía encima de una camiseta de seda decolor pálido. Proyectaba la imagen deun hombre joven y seguro de sí mismo,muy distinta del niño asustado que habíavisto en el corral antes de la primeracomparecencia.

A la izquierda de Roulet estabasentado Cecil Dobbs, y junto a éste unamujer bien conservada, bien peinada yenjoyada que supuse que sería la madrede Roulet. También supuse que Dobbsno le había dicho que la reunión no iba aincluirla a ella.

A la derecha de Roulet me esperabauna silla vacía. Al lado de ésta se habíasentado mi investigador, Raul Levin, conuna carpeta cerrada ante sí en la mesa.

Dobbs me presentó a Mary AliceWindsor, que me estrechó la mano confuerza. Me senté y Dobbs explicó queella costearía la defensa de su hijo y quehabía aceptado los términos que yo

había presentado con anterioridad.Deslizó un sobre por encima de la mesahacia mí. Miré en su interior y vi uncheque a mi nombre por valor de sesentamil dólares. Era la provisión de fondosque había solicitado, pero sólo esperabala mitad en el pago inicial. Habíaganado más dinero en otros casos, peroera el cheque por más importe que habíarecibido nunca.

El cheque estaba extendido porMary Alice Windsor. El banco erasólido como el oro, el First National deBeverly Hills. Sin embargo, cerré elsobre y lo devolví deslizándolo denuevo por encima de la mesa.

—Voy a necesitar que sea de Louis—dije, mirando a la señora Windsor—.No me importa que usted le dé el dineroy que luego él me lo entregue a mí. Peroquiero que el cheque sea de Louis.Trabajo para él y me gustaría quequedara claro desde el principio.

Esa misma mañana había aceptadodinero de una tercera parte, pero setrataba de una cuestión de control. Mebastaba con mirar al otro lado de lamesa a Mary Alice Windsor y C. C.Dobbs para saber que tenía queasegurarme de establecer con claridadque era mi caso y que yo lo dirigiría,para bien o para mal.

No pensé que eso pudiera ocurrir,pero el rostro de Mary Windsor seendureció. Por alguna razón, su cara,plana y cuadrada, me recordó un viejoreloj de pie.

—Madre —dijo Roulet, saliendo alpaso antes de que ésta interviniera—.Está bien. Yo le extenderé un cheque.Puedo cubrirlo hasta que tú me des eldinero.

La señora Windsor paseó la miradade mí a su hijo y luego de nuevo la fijóen mí.

—Muy bien —dijo.—Señora Windsor —dije—, es muy

importante que apoye a su hijo. Y no me

refiero únicamente a la parte económica.Si no tenemos éxito en que se rechacenlos cargos y elegimos la vía del juicio,será muy importante que usted aparezcapara mostrarle su apoyo en público.

—No diga tonterías —dijo ella—.Lo apoyaré contra viento y marea. Esasacusaciones ridículas han de serretiradas y esa mujer… no va a cobrarni un centavo de nosotros.

—Gracias, madre —dijo Roulet.—Sí, gracias —dije—. Me

aseguraré de informarle, probablementea través del señor Dobbs, de dónde ycuándo se la necesitará. Es bueno saberque estará ahí por su hijo.

No dije nada más y esperé. Ella notardó mucho en comprender que laestaba echando.

—Pero no quiere que esté aquíahora, ¿es eso?

—Así es. Hemos de discutir el casoy es mejor y más apropiado para Louishacerlo sólo con su equipo de defensa.El privilegio cliente-abogado no cubre anadie más. Podrían obligarla a declararcontra su hijo.

—Pero si me voy, ¿cómo volveráLouis a casa?

—Tengo un chófer. Yo lo llevaré.Windsor miró a Dobbs, con la

esperanza de que éste contara con una

regla que estuviera por encima de lamía. Dobbs sonrió y se levantó pararetirarle la silla. La madre de mi clientese lo permitió y se levantó.

—Muy bien —dijo—. Louis, te veréen la cena.

Dobbs acompañó a Windsor a lapuerta de la sala de reuniones y vi queconversaban en el pasillo. No pude oírlo que decían. Finalmente ella se alejó yDobbs volvió a entrar y cerró la puerta.

Revisé algunas cuestionespreliminares con Roulet, explicándoleque tendría que comparecer al cabo dedos semanas para presentar un alegato.Entonces tendría la oportunidad de

poner al estado sobre aviso de que noquería renunciar a su derecho a un juiciorápido.

—Es la primera elección que hemosde tomar —dije—. Si quiere que estacuestión se alargue o proceder conrapidez y meter presión a la fiscalía.

—¿Cuáles son las opciones? —preguntó Dobbs.

Lo miré y después miré de nuevo aRoulet.

—Seré muy sincero —dije—.Cuando tengo un cliente que no estáencarcelado me inclino a demorarlo. Esla libertad del cliente lo que está enjuego, ¿por qué no aprovecharla al

máximo hasta que caiga el mazo?—Está hablando de un cliente

culpable —dijo Roulet.—Por el contrario —dije—, si el

caso de la fiscalía es débil, retrasar lascosas les dará la oportunidad dereforzar su mano. Verá, el tiempo esnuestra única baza en este punto. Si norenunciamos a un juicio rápido,pondremos mucha presión en el fiscal.

—Yo no hice lo que dicen que hice—insistió Roulet—. No quiero perdermás tiempo. Quiero terminar con estamierda.

—Si nos negamos a renunciar,entonces teóricamente deben llevarlo a

juicio en un plazo de sesenta días desdela lectura oficial de cargos. La realidades que se retrasa por la vista preliminar.En una vista preliminar, el juez escuchalas pruebas y decide si hay suficientepara celebrar un juicio. Es un procesoburocrático. El juez le llamará a juicio,le citarán de nuevo, el reloj se pondrá acero y tendrá que esperar otros sesentadías.

—No puedo creerlo —dijo Roulet—. Esto va a ser eterno.

—Siempre podemos renunciartambién al preliminar. Eso forzaríamucho la mano. El caso ha sidoreasignado a un fiscal joven. Es bastante

nuevo en delitos graves. Podría ser lamejor forma de actuar.

—Espere un momento —dijo Dobbs—. ¿Una vista preliminar no es útil entérminos de ver cuáles son las pruebascon que cuenta la fiscalía?

—De hecho, no —dije—. Ya no. Laasamblea legislativa intentó racionalizarlas cosas hace un tiempo y convirtieronel preliminar en un trámite. Ahoranormalmente sólo se presenta la policía,que cuenta al juez las declaraciones detodo el mundo. La defensa normalmenteno ve ningún otro testigo que el policía.Si me pregunta mi opinión, la mejorestrategia es forzar a la acusación a

mostrar las cartas o retirarse. Que sellegue a juicio en sesenta días despuésde la primera vista.

—Me gusta esa idea —dijo Roulet—. Quiero acabar con esto lo antesposible.

Asentí con la cabeza. Lo había dichocomo si la conclusión cantada fuera unveredicto de inocencia.

—Bueno, tal vez ni siquiera llege ajuicio —comentó Dobbs—. Si estoscargos no se sostienen…

—La fiscalía no va a dejarlo —dije,cortándole—. Normalmente la policíapresenta un exceso de cargos y luego elfiscal los recorta. Esta vez no ha

ocurrido eso, sino que la fiscalía haaumentado las acusaciones. Lo cual medice dos cosas: primero, que creen queel caso es sólido y, segundo, que hansubido los cargos para empezar anegociar desde un terreno más alto.

—¿Está hablando de llegar a unacuerdo declarándome culpable? —preguntó Roulet.

—Sí, una disposición.—Olvídelo, nada de acuerdos. No

voy a ir a la cárcel por algo que no hehecho.

—Puede que no signifique ir a lacárcel. No tiene antecedentes y…

—No me importa que pueda quedar

en libertad. No voy a declararmeculpable de algo que no hice. Si esto vaa ser un problema para usted, entonceshemos de terminar nuestra relación eneste momento.

Lo miré a los ojos. Casi todos misclientes hacían alegatos de inocencia enalgún momento. Especialmente si era elprimer caso en el que los representaba.Sin embargo, Roulet se expresó con unfervor y una franqueza que no habíavisto en mucho tiempo. Los mentirosostitubean. Apartan la mirada. Los ojos deRoulet sostenían los míos como imanes.

—También hay que considerar laresponsabilidad civil —añadió Dobbs

—. Una declaración de culpabilidadpermitiría a esa mujer…

—Entiendo todo eso —dije,cortándole otra vez—. Creo que nosestamos adelantando. Sólo quiero dar aLouis una visión general de la forma enque va a funcionar el proceso. No hemosde hacer ningún movimiento ni tomardecisiones rápidas y drásticas durante almenos un par de semanas. Sólonecesitamos saber cómo vamos amanejarlo en la lectura de cargos.

—Louis cursó un año de derecho enla UCLA —señaló Dobbs—. Creo quetiene el conocimiento básico de lasituación.

Roulet asintió.—Mucho mejor —dije—. Entonces

vayamos al caso. Louis, empecemos porusted. ¿Su madre dice que espera verloen la cena? ¿Vive usted en la casa de sumadre?

—Vivo en la casa de huéspedes.Ella vive en la casa principal.

—¿Alguien más vive en lasinstalaciones?

—La doncella. En la casa principal.—¿Hermanos, amigos, novias?—No.—¿Y trabaja usted en la empresa de

su madre?—Más bien la dirijo. Ella ya no

viene mucho.—¿Dónde estuvo el sábado por la

noche?—El sába… ¿quiere decir anoche?—No, me refiero a la noche del

sábado. Empiece por ahí.—El sábado por la noche no hice

nada. Me quedé en casa viendo la tele.—¿Solo?—Eso es.—¿Qué vio?—Un DVD. Una película vieja

llamada La conversación. De Coppola.—Así que nadie estaba con usted ni

le vio. Sólo miró la película y se fue aacostar.

—Básicamente.—Básicamente. Vale. Eso nos lleva

al domingo por la mañana. ¿Qué hizoayer durante el día?

—Jugué al golf en el Riviera, migrupo de cuatro habitual. Empecé a lasdiez y terminé a las cuatro. Llegué acasa, me duché y me cambié de ropa,cené en casa de mi madre. ¿Quiere saberqué comimos?

—No será necesario. Pero más tardeprobablemente necesitaremos losnombres de los tipos con los que jugó algolf. ¿Qué ocurrió después de cenar?

—Le dije a mi madre que me iba ami casa, pero salí.

Me fijé en que Levin habíaempezado a tomar notas en una libretitaque había sacado de un bolsillo.

—¿Qué coche tiene?—Tengo dos, un Range Rover 4×4

que uso para llevar a los clientes y unPorsche Carrera para mí.

—¿Usó el Porsche anoche,entonces?

—Sí.—¿Adónde fue?—Fui al otro lado de la colina, al

valle de San Fernando.Lo dijo como si descender a los

barrios de clase trabajadora del valle deSan Fernando fuera un movimiento

arriesgado para un chico de BeverlyHills.

—¿Adónde fue? —pregunté.—A Ventura Boulevard. Tomé una

copa en Nat’s North y luego fui a Morgan’s y tomé una copa también allí.

—Esos sitios son bares para ligar,¿no le parece?

—Sí. A eso fui.Fue franco en eso y aprecié su

sinceridad.—Entonces estaba buscando a

alguien. A una mujer. ¿A alguna enconcreto, a alguna que conociera?

—Ninguna en particular. Estababuscando acostarme, pura y

simplemente.—¿Qué ocurrió en Nat’s North?—Lo que ocurrió fue que era una

noche de poco movimiento, así que mefui. Ni siquiera me acabé la copa.

—¿Va allí con frecuencia? ¿Lascamareras le conocen?

—Sí. Anoche trabajaba una chicallamada Paula.

—O sea que no le fue bien y semarchó. Fue a Morgan’s. ¿Por qué Morgan’s?

—Es sólo otro sitio al que voy.—¿Le conocen allí?—Deberían. Dejo buenas propinas.

La otra noche Denise y Janice estaban

detrás de la barra. Me conocen.Me volví hacia Levin.—Raul, ¿cuál es el nombre de la

víctima?Levin abrió su carpeta y sacó un

informe policial, pero respondió sinnecesidad de mirarlo.

—Regina Campo. Sus amigos lallaman Reggie. Veintiséis años. Dijo ala policía que es actriz y trabaja deteleoperadora.

—Y con ganas de jubilarse pronto—dijo Dobbs.

No le hice caso.—Louis, ¿conocía a Reggie Campo

antes de esta última noche? —pregunté.

Roulet se encogió de hombros.—Más o menos. La había visto por

el bar. Pero nunca había estado con ellaantes. Ni siquiera había hablado nuncacon ella.

—¿Lo había intentado alguna vez?—No, nunca había podido

acercarme a ella. Ella siempre estabacon alguien o con más de una persona.No me gusta penetrar entre la multitud,¿sabe? Mi estilo es buscar a las queestán solas.

—¿Qué fue diferente anoche?—Anoche ella se acercó a mí, eso

fue lo diferente.—Cuéntenoslo.

—No hay nada que contar. Yoestaba en la barra de Morgan’spensando en mis cosas, echando unvistazo a las posibilidades, y ella estabacon un tipo en el otro extremo de labarra. Así que ni siquiera estaba en miradar porque parecía que ya la habíanelegido, ¿entiende?

—Ajá, entonces ¿qué pasó?—Bueno, al cabo de un rato el tipo

con el que ella estaba se fue a mear osalió a fumar, y, en cuanto él se va, ellase levanta, se me acerca y me preguntasi estoy interesado. Yo le digo que sí,pero le pregunto qué pasa con el tipocon el que está. Ella dice que no me

preocupe por él, que se habrá ido a lasdiez y que el resto de la noche está libre.Me escribe la dirección y me pide quevaya después de las diez. Yo le digo queallí estaré.

—¿Dónde escribió la dirección?—En una servilleta, pero la

respuesta a su siguiente pregunta es no,ya no la tengo. Memoricé la dirección ytiré la servilleta. Trabajo en el sectorinmobiliario. Puedo recordardirecciones.

—¿Qué hora era?—No lo sé.—Bueno, ella dijo que pasara a las

diez. ¿Miró el reloj en algún momento

para saber cuánto tendría que esperar?—Creo que eran entre las ocho y las

nueve. En cuanto volvió a entrar el tipo,se fueron.

—¿Cuándo se marchó usted del bar?—Me quedé unos minutos y luego

me fui. Hice una parada más antes de ira su casa.

—¿Dónde?—Bueno, ella vivía en un

apartamento de Tarzana, así que fui alLamplighter. Me quedaba de camino.

—¿Por qué?—No sé, quería saber qué

posibilidades había. En fin, ver si habíaalgo mejor, algo por lo que no tuviera

que esperar o…—¿O qué?Él no terminó la idea.—¿Ser segundo plato?Asintió.—Bien, ¿con quién habló en el

Lamplighter? ¿Dónde está, por cierto?—Era el único sitio que habíamencionado que no conocía.

—Está en Ventura, cerca de WhiteOak. En realidad no hablé con nadie.Estaba repleto, pero no vi a nadie queme interesara.

—¿Las camareras le conocen allí?—No, no creo. No voy demasiado.—¿Normalmente tiene suerte antes

de la tercera opción?—No, normalmente me rindo

después de dos.Asentí para ganar un poco de tiempo

y pensar en qué más preguntar antes dellegar a lo que ocurrió en la casa de lavíctima.

—¿Cuánto tiempo estuvo en elLamplighter?

—Una hora, más o menos. Quizás unpoco menos.

—¿En la barra? ¿Cuántas copas?—Sí, dos copas en la barra.—¿Cuántas copas en total había

tomado anoche antes de llegar alapartamento de Reggie Campo?

—Eh, cuatro como mucho. En doshoras, o dos horas y media. Dejé una sintocar en Morgan’s.

—¿Qué bebía?—Martini. De Gray Goose.—¿En alguno de esos sitios pagó la

copa con tarjeta de crédito? —preguntóLevin, en la que fue su primera preguntade la entrevista.

—No. Cuando salgo pago enefectivo.

Miré a Levin y esperé para ver sitenía algo más que preguntar. En esemomento sabía más que yo del caso.Quería darle rienda suelta para quepreguntara lo que quisiera.

Me miró y le di mi autorización conun gesto. Estaba listo para empezar.

—Veamos —dijo—, ¿qué hora eracuando llegó al apartamento de Reggie?

—Eran las diez menos doce minutos.Miré el reloj. Quería asegurarme de queno llamaba a la puerta demasiadopronto.

—Y ¿qué hizo?—Esperé en el aparcamiento. Ella

dijo a las diez, así que esperé hasta lasdiez.

—¿Vio salir al hombre con el que lahabía dejado en Morgan’s?

—Sí, lo vi. Salió y se fue, entoncesyo subí.

—¿Qué coche llevaba? —preguntóLevin.

—Un Corvette amarillo —dijoRoulet—. Era un modelo de los noventa.No sé el año exacto.

Levin asintió con la cabeza. Habíaconcluido. Sabía que sólo queríaconseguir una pista del hombre quehabía estado en el apartamento deCampo antes que Roulet. Asumí elinterrogatorio.

—Así que se va y usted entra. ¿Quéocurre?

—Entré en el edificio. Suapartamento estaba en el segundo piso.Subí, llamé a la puerta y ella abrió y yo

entré.—Espere un segundo. No quiero el

resumen. ¿Subió? ¿Cómo? ¿Escalera,ascensor, qué? Denos los detalles.

—Ascensor.—¿Había alguien más en el

ascensor? ¿Alguien le vio?Roulet negó con la cabeza. Yo le

hice una señal para que continuara.—Ella entreabrió la puerta, vio que

era yo y me dijo que pasara. No había unrecibidor espacioso, sólo un pasillo.Pasé a su lado para que pudiera cerrarla puerta. Por eso se quedó detrás de mí.Y no lo vi venir. Tenía algo. Me golpeócon algo y yo caí. Todo se puso negro

enseguida.Me quedé en silencio mientras

reflexionaba, tratando de formarme unaimagen mental.

—¿Así que antes de que ocurrieranada, ella simplemente le noqueó? Nodijo nada, no gritó nada, sólo le saliópor detrás y ¡pam!

—Exacto.—Vale, y luego qué. ¿Recuerda qué

pasó a continuación?—Todavía está bastante neblinoso.

Recuerdo que me desperté y vi a esosdos tipos encima mío. Sujetándome.Entonces llegó la policía. Y laambulancia. Estaba sentado contra la

pared y tenía las manos esposadas. Elpersonal médico me puso amoniaco oalgo así debajo de la nariz y entoncesfue cuando de verdad me desperté. Unode los tipos que me habían retenidoestaba diciendo que había intentadoviolar y matar a esa mujer. Todas esasmentiras.

—¿Aún estaba en el apartamento?—Sí. Recuerdo que moví los brazos

para poder mirarme las manos que teníaa la espalda y vi que tenía la manoenvuelta en una especie de bolsa deplástico y entonces fue cuando supe quetodo era una trampa.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ella me puso sangre en la manopara que pareciera que lo había hechoyo. Pero era mi mano izquierda. Yo nosoy zurdo. Si iba a pegar a alguienhabría usado mi mano derecha.

Hizo un gesto de boxeo con la manoderecha para ejemplificarlo por si no loentendía. Yo me levanté de donde estabay paseé hasta la ventana. Me dio lasensación de estar por encima del sol.Estaba mirando la puesta de sol desdearriba. Me sentí inquieto con la historiade Roulet. Parecía tan rocambolesca quepodía ser cierta. Y eso me preocupaba.Siempre había temido no ser capaz dereconocer la inocencia. La posibilidad

de ella en mi trabajo era tan remota quefuncionaba con el temor de no poderreconocerla cuando la encontrara. Podíapasarla por alto.

—Vale, hablemos de esto unsegundo —dije, todavía con el sol decara—. Está diciendo que ReginaCampo puso sangre en su mano paratenderle una trampa. Y se la puso en laizquierda. Pero si iba a tenderle unatrampa, ¿no le habría puesto la sangre enla mano derecha, puesto que la inmensamayoría de la gente es diestra? ¿No sehabría basado en la estadística?

Me volví hacia la mesa y meencontré con las miradas impertérritas

de todos.—Dice que ella entreabrió la puerta

y le dejó pasar —declaré—. ¿Le vio lacara?

—No toda.—¿Qué es lo que vio?—Su ojo. Su ojo izquierdo.—¿En algún momento le vio el lado

derecho del rostro? Cuando entró.—No, ella estaba detrás de la

puerta.—¡Eso es! —dijo Levin,

excitadamente—. Ella ya tenía lasheridas cuando él entró. Se esconde deél, él entra y ella le noquea. Todas lasheridas estaban en el lado derecho de su

rostro y por eso puso la sangre en sumano izquierda.

Asentí al pensar en la lógica delrazonamiento. Parecía tener sentido.

—De acuerdo —dije, volviéndomehacia la ventana y reanudando mi paseo—. Creo que eso funcionará. Veamos,Louis, nos ha dicho que había visto a esamujer en el bar antes pero que nuncahabía hablado con ella. Entonces, erauna desconocida. ¿Por qué iba a hacereso, Louis? ¿Por qué iba a tenderle unatrampa como usted asegura?

—Dinero.Pero no fue Roulet quien respondió.

Había sido Dobbs. Me volví de la

ventana y lo miré. Él sabía que habíahablado fuera de su turno, pero nopareció importarle.

—Es obvio —dijo Dobbs—. Ellaquiere sacarle dinero, a él y a la familia.Probablemente está presentando lademanda civil mientras hablamos. Loscargos penales son sólo el preludio dela demanda monetaria. Eso es lo que deverdad está buscando.

Me senté otra vez y miré a Levin,estableciendo contacto visual.

—He visto una foto de esa mujer enel tribunal hoy —dije—. Tenía la mitadde la cara hecha papilla. ¿Está diciendoque ésta es nuestra defensa, que se lo

hizo a sí misma?Levin abrió la carpeta y sacó un

trozo de papel. Era una fotocopia enblanco y negro de la prueba fotográficaque Maggie McPherson me habíaenseñado en el tribunal. La carahinchada de Reggie Campo. La fuente deLevin era buena, pero no tanto comopara conseguirle la fotografía original.Deslizó la fotocopia por la mesa paraque Dobbs y Roulet la vieran.

—Tendremos las fotos de verdad enel proceso de presentación de hallazgos—dije—. Se ve peor, mucho peor, y sivamos con su historia entonces el jurado(esto es, si llega a un jurado) va a tener

que creerse que se hizo eso a sí misma.Observé cómo Roulet estudiaba la

fotocopia. Si había sido él quien habíaagredido a Reggie Campo, no mostrónada que lo revelara al examinar suobra. No mostró nada en absoluto.

—¿Sabe qué? —dije—. Me gustapensar que soy un buen abogado, quetengo grandes dotes de persuasión conlos jurados. Pero me cuesta creerme amí mismo con esta historia.

9

Llegó el turno de Raul Levin en la salade reuniones. Habíamos hablado cuandoyo iba de camino a Century City ymientras daba mordiscos al sándwich derosbif. Había conectado mi móvil alaltavoz del teléfono del coche y le pedía mi chófer que se pusiera losauriculares. Le había comprado un iPoden su primera semana en el trabajo.Levin me había explicado lofundamental del caso, justo lo suficientepara llevar a cabo el interrogatorioinicial de mi cliente. A partir de ese

momento, él llevaría la iniciativa en lasala y revisaría el caso, usando a lapolicía y los informes de pruebas parahacer añicos la versión de los hechosproporcionada por Roulet, paramostrarnos lo que la fiscalía tendría desu lado. Quería que se encargara Levin,al menos inicialmente, porque si iba ahaber un aspecto chico bueno, chicomalo en la defensa, yo quería ser aquelal que Roulet apreciara y en el queconfiara. Quería ser el chico bueno.

Levin tenía sus propias notas ademásde las copias de los informes policialesque había obtenido de su fuente. Todoera material al que sin duda la defensa

tenía derecho a acceder y que recibiríaen el proceso de hallazgos, peronormalmente requiere semanas debucear a través de los canales deltribunal en lugar de las horas que habíatardado Levin. Mientras hablaba, miinvestigador mantuvo la vista en estosdocumentos.

—Anoche a las diez y once minutos,por medio del número de emergenciasnovecientos once, el centro decomunicaciones del Departamento dePolicía de Los Ángeles recibió unallamada de Regina Campo, desde elsetenta y seis de White Oak Boulevard,apartamento doscientos once. Ella

declaró que un intruso había entrado ensu casa y la había atacado. Los agentesde patrulla respondieron y llegaron allugar de los hechos a las diez ydiecisiete. Era una noche tranquila,supongo, porque llegaron enseguida.Mucho más deprisa que el promedio derespuesta. En cualquier caso, los agentesde patrulla fueron recibidos en elaparcamiento por la señorita Campo,quien declaró que había huido delapartamento después del ataque. Ellainformó a los agentes que dos vecinosllamados Edward Turner y RonaldAtkins estaban en su apartamento,reteniendo al intruso. El agente Santos

se dirigió al apartamento, dondeencontró al sospechoso de agresión,después identificado como el señorRoulet, tumbado en el suelo y controladopor Turner y Atkins.

—Ésos eran los dos moñas queestaban sentados encima de mí —dijoRoulet.

Miré a Roulet y vi que el destello derabia remitió con rapidez.

—Los agentes pusieron alsospechoso bajo custodia —continuóLevin como si no le hubieraninterrumpido—. El señor Atkins…

—Espera un momento —dije—.¿Dónde lo encontraron en el suelo? ¿En

qué habitación?—No lo dice.Miré a Roulet.—Era en la sala de estar. No estaba

lejos de la puerta. Yo nunca llegué tanlejos.

Levin tomó una nota antes decontinuar.

—El señor Atkins sacó una navajaplegable con la hoja desplegada, quedijo que había sido encontrada en elsuelo junto al intruso. Los agentesesposaron al sospechoso y llamaron auna ambulancia para que el personalmédico tratara a Campo y Roulet, quetenía una laceración en la cabeza y una

ligera conmoción. Campo fuetransportada al Holy Cross MedicalCenter para ser atendida y fotografiadapor un técnico en pruebas. Roulet fuepuesto bajo custodia e ingresó en laprisión de Van Nuys. El apartamento dela señorita Campo fue precintado paraprocesar la escena del crimen y el casose asignó a Martin Booker, detective delValle de San Fernando.

Levin extendió sobre la mesa másfotocopias de fotos policiales de laslesiones de Regina Campo. Eranimágenes de frente y perfil de la cara ydos primeros planos de los hematomasen torno al cuello y un pequeño pinchazo

bajo la mandíbula. La calidad de lacopia era pobre y me di cuenta de quelas fotocopias no merecían un examenserio. No obstante, me fijé en que todaslas heridas faciales estaban en el ladoderecho del rostro de Campo. Roulettenía razón al respecto. O bien alguien lahabía golpeado repetidamente con lamano izquierda, o las heridas las habíacausado la propia mano derecha deCampo.

—Las tomaron en el hospital dondela señorita Campo presentó asimismouna declaración ante el detectiveBooker. En resumen, dijo que llegó acasa el domingo por la noche alrededor

de las ocho y media y que estaba sola ensu domicilio cuando llamaron a la puertaalrededor de las diez en punto. El señorRoulet se hizo pasar por alguien a quienCampo conocía y por eso ella abrió lapuerta. Después de abrir la puerta,recibió inmediatamente un puñetazo delintruso y fue empujada hacia el interiordel apartamento. El intruso entró y cerróla puerta. La señorita Campo intentódefenderse, pero fue golpeada al menosdos veces más y cayó al suelo.

—¡Eso es mentira! —gritó Roulet.Dio un puñetazo en la mesa y se

levantó, su silla rodó hacia atrás ygolpeó sonoramente en el cristal del

ventanal que había tras él.—Eh, calma —le advirtió Dobbs—.

Si rompes la ventana, esto es como unavión. Nos chuparía a todos y caeríamosal vacío.

Nadie sonrió a su intento defrivolidad.

—Louis, siéntese —dije con calma—. Esto son informes policiales, ni másni menos. No se supone que sean laverdad. Son el punto de vista de laverdad que tiene una persona. Lo únicoque estamos haciendo es echar un primervistazo al caso para saber con qué nosenfrentamos.

Roulet hizo rodar su silla otra vez

hasta la mesa y se sentó sin volver aprotestar. Hice una señal con la cabeza aLevin y éste continuó. Me fijé en queRoulet hacía mucho que había dejado deactuar como la presa dócil que habíavisto ese mismo día en el calabozo.

—La señorita Campo declaró que elhombre que la había atacado tenía elpuño envuelto en un trapo blanco cuandole golpeó.

Miré las manos de Roulet al otrolado de la mesa y no vi hinchazón nihematomas en los nudillos ni en losdedos. Envolverse el puño podríahaberle permitido evitar esas heridasreveladoras.

—¿Lo guardaron como prueba? —pregunté.

—Sí —dijo Levin—. En el informede pruebas se describe como unaservilleta manchada de sangre. Lasangre y el tejido se están analizando.

Asentí con la cabeza y miré aRoulet.

—¿La policía le miró o le fotografiólas manos?

Roulet asintió.—El detective me miró las manos,

pero nadie hizo ninguna foto.Repetí el gesto de asentimiento y le

pedí a Levin que continuara.—El intruso se sentó a horcajadas

sobre la señorita Campo en el suelo y laagarró por el cuello —dijo—. El intrusole dijo a la señorita Campo que iba aviolarla y que no le importaba queestuviera viva o muerta cuando lohiciera. Ella no pudo responder porqueel sospechoso la estaba estrangulando.Cuando él alivió la presión ella le dijoque cooperaría.

Levin colocó otra fotocopia en lamesa. Era una foto de una navaja demango negro muy afilada. Explicaba laherida en la parte inferior del cuello dela víctima en la primera foto.

Roulet se acercó la fotocopia paraexaminarla más de cerca. Lentamente

negó con la cabeza.—No es mi navaja —dijo.Yo no respondí y Levin continuó.—El sospechoso y la víctima se

levantaron y él le dijo que lo llevara aldormitorio. El sospechoso mantuvo suposición detrás de la víctima y apretó lapunta de la navaja contra el ladoizquierdo de la garganta. Cuandoentraron en un corto pasillo queconducía a las dos habitaciones delapartamento, la señorita Campo sevolvió en el espacio cerrado y empujó asu agresor contra un gran jarrón de pie.Mientras él trastabillaba sobre el jarrón,ella corrió hacia la puerta. Al darse

cuenta de que su agresor se recuperaríay la alcanzaría en la entrada, se metió enla cocina y cogió una botella de vodkade la encimera. Cuando el intruso pasójunto a la cocina de camino a la puertade la calle para atraparla, la señoritaCampo salió desde el punto ciego y legolpeó en la nuca, haciéndole caer alsuelo. Entonces la señorita Campo pasópor encima del hombre caído y abrió lapuerta de entrada. Ella echó a correr yllamó a la policía desde el apartamentodel primer piso, compartido por Turnery Atkins. Turner y Atkins volvieron alapartamento, donde encontraron alintruso inconsciente en el suelo.

Mantuvieron su control sobre élmientras empezaba a recuperar laconsciencia y permanecieron en elapartamento hasta que llegó la policía.

—Es increíble —dijo Roulet—.Tener que estar aquí sentado yescuchando esto. No puedo creer que meesté pasando a mí. Yo no lo hice. Escomo una pesadilla. ¡Está mintiendo!Es…

—Si son todo mentiras, entoncesserá el caso más sencillo que hayatenido nunca —dije—. La destrozaré yecharé sus entrañas al mar. Pero hemosde saber qué ha declarado antes deconstruir trampas e ir a por ella. Y si le

parece que es duro estar aquí sentadounos minutos, espere a que lleguemos ajuicio y se prolongue durante días. Hade controlarse, Louis. Ha de recordarque llegará su turno. La defensa siempretiene su turno.

Dobbs se estiró y dio unosgolpecitos en el antebrazo de Roulet enun bonito gesto paternal. Roulet leapartó el brazo.

—Y tanto que va a ir a por ella —dijo Roulet, señalándome el pecho conel dedo a través de la mesa—. Quieroque vaya a por ella con todo lo quetengamos.

—Para eso estoy aquí, y tiene mi

promesa de que lo haré. Ahora deje quele haga unas preguntas a mi colega antesde terminar con esto.

Esperé para ver si Roulet tenía algoque decir. No. Se reclinó en su silla yjuntó las manos.

—¿Has terminado, Raul? —pregunté.

—Por ahora. Todavía estoytrabajando en todos los informes.Debería tener una transcripción de lallamada al novecientos once mañana porla mañana y habrá más material encamino.

—Bien. ¿Y un kit de violación?—¿Qué es un kit de violación? —

preguntó Roulet.—Es un proceso hospitalario en el

que se recogen fluidos corporales, peloy fibras del cuerpo de una víctima deviolación —dijo Levin.

—¡No hubo violación! —exclamóRoulet—. Nunca la toqué…

—Lo sabemos —dije—. No lo hepreguntado por eso.

Estoy buscando fisuras en el caso dela fiscalía. La víctima dijo que no fueviolada, pero está denunciando lo que esa todas luces un delito sexual.Normalmente, la policía insiste en el kit,incluso cuando la víctima asegura queno hubo agresión. Lo hacen por si acaso

la víctima fue realmente violada y estádemasiado humillada para decirlo oquiere ocultar el alcance completo de laagresión a un marido o un familiar. Esun procedimiento estándar, y el hecho deque ella consiguiera convencerles paraque no se lo hicieran podría sersignificativo.

—No quería que le encontraranADN del primer tipo —dijo Dobbs.

—Quizá —dije—. Podría significarmuchas cosas. Pero podría ser unaoportunidad. Sigamos. Raul, ¿hay algunamención de este tipo con el cual la vioLouis?

—No, ninguna. No figura en el

expediente.—¿Y qué encontraron los técnicos

de la escena del crimen?—No tengo el informe, pero me han

dicho que no se encontraron pruebas denaturaleza significativa durante laevaluación de la escena del crimen delapartamento.

—Está bien. No hay sorpresas. ¿Y lanavaja?

—Sangre y huellas en la navaja.Pero todavía no hay nada en eso.Investigar al propietario será casiimposible. Puede comprarse una de esasnavajas en cualquier tienda de pesca ode camping.

—Repito que no es mi navaja —interrumpió Roulet.

—Hemos de suponer que las huellasson del hombre que lo empuñó —dije.

—Atkins —respondió Levin.—Exacto, Atkins —dije

volviéndome hacia Louis—. Pero no mesorprendería encontrar huellas suyastambién. No hay forma de saber lo queocurrió cuando estaba inconsciente. Sipuso sangre en su mano, entoncesprobablemente puso sus huellas en lanavaja.

Roulet asintió con la cabeza y estabaa punto de decir algo, pero yo no loesperé.

—¿Hay alguna declaración de ellaen la que diga que estuvo en Morgan’sesa noche? —pregunté a Levin.

Él negó con la cabeza.—No, la entrevista se realizó en la

sala de urgencias y no fue formal. Fuebásica y no se remontaron a la primeraparte de la tarde. Ella no mencionó altipo ni mencionó Morgan’s. Sólo dijoque había estado en casa desde las ochoy media. Le preguntaron lo que ocurrió alas diez. No se metieron en lo que habíaestado haciendo antes. Estoy seguro deque cubrirán todo eso en lainvestigación de seguimiento.

—Vale, si vuelven a ella para una

entrevista formal, quiero latranscripción.

—Estoy en ello. Será en comisaría ycon vídeo cuando lo hagan.

—Y si hay un vídeo de la escena delcrimen, también lo quiero. Quiero ver suapartamento.

Levin asintió. Sabía que yo estabahaciendo una representación para elcliente y Dobbs, dándoles la sensaciónde mando sobre el caso y dejando claroque toda la leña estaba en el fuego. Larealidad era que no necesitaba decirlenada de eso a Raul Levin. Ya sabía quéhacer y qué material tenía queconseguirme.

—Vale, ¿qué más? —pregunté—.¿Tiene alguna pregunta, Cecil?

Dobbs pareció sorprendido de quede repente el foco se moviera a él. Negórápidamente con la cabeza.

—No, no. Todo esto está bien.Estamos haciendo buenos progresos.

No tenía ni idea de qué quería decircon «progresos», pero lo dejé estar sinformular ninguna pregunta.

—Entonces, ¿qué le parece? —preguntó Roulet.

Lo miré y esperé un largo momentoantes de responder.

—Creo que el estado tiene un casosólido contra usted. Lo tienen en la casa

de la víctima, tienen una navaja y tienenlas heridas. También tienen lo quesupongo que es sangre de la víctima ensus manos. Además de eso, las fotos sonimpactantes. Y, por supuesto, tendrán sutestimonio. Sin haber visto ni habladocon la mujer, no sé lo impresionante queresultará ella.

Me detuve otra vez y exploté todavíamás el silencio antes de continuar.

—Pero hay muchas cosas que notienen: pruebas de una entrada forzada,ADN del sospechoso, un motivo oincluso un sospechoso con antecedentesde un crimen como éste o de cualquierotra índole. Hay muchas razones

(razones legítimas) para que ustedestuviera en ese apartamento. Además…

Miré más allá de Roulet y Dobbs,por la ventana. El sol estaba cayendodetrás de Anacapa y teñía el cielo derosa y púrpura. Superaba cualquier cosaque hubiera visto desde las ventanas demi despacho.

—¿Además qué? —preguntó Roulet,demasiado ansioso para esperarme.

—Además me tiene a mí. He sacadodel caso a Maggie McFiera. El nuevofiscal es bueno, pero es novato y nuncase ha enfrentado antes con alguien comoyo.

—Entonces, ¿cuál es nuestro

siguiente paso? —preguntó Roulet.—El siguiente paso es que Raul siga

con lo suyo, descubriendo lo que puedade la supuesta víctima y de por quémintió al decir que estaba sola.Necesitamos descubrir quién es ella yquién es el hombre misterioso y ver quépapel desempeña en nuestro caso.

—¿Y qué hará usted?—Trataré con el fiscal. Organizaré

algo con él, trataré de ver adónde va ytomaremos nuestra decisión de en quédirección seguir. No tengo ninguna dudade que podré ir a la oficina del fiscal ypodré llegar a un acuerdo. Perorequerirá una concesión. No…

—Le he dicho que no…—Ya sé lo que ha dicho, pero tiene

que escucharme. Podría conseguir unacuerdo nolo contendere, de manera queno tendrá que pronunciar la palabra«culpable», pero no me parece probableque el estado renuncie por completo eneste caso. Tendrá que admitir algún tipode responsabilidad. Es posible que evitela prisión, pero probablemente tendráque cumplir con algún tipo de servicio ala comunidad. Ya lo he dicho. Es laprimera recitación. Habrá más. Como suabogado, estoy obligado a decírselo y aasegurarme de que entiende susopciones. Sé que no es lo que quiere ni

lo que desea hacer, pero es miobligación educarle en las elecciones.¿De acuerdo?

—Bien, de acuerdo.—Por supuesto, como sabe,

cualquier concesión por su parte haríaque una demanda civil contra ustedpresentada por la señorita Campo fuerapan comido. Así que, como supondrá,terminar pronto con el caso penal podríaacabar costándole mucho más que miminuta.

Roulet negó con la cabeza. Elacuerdo con el fiscal ya no era unaopción.

—Entiendo mis opciones —dijo—.

Ha cumplido con su obligación, pero novoy a pagar ni un centavo por algo queno he hecho. No voy a declararmeculpable de algo que no he hecho. Sivamos a juicio, ¿puede ganar?

Sostuve su mirada por un momentoantes de responder.

—Bueno, comprenda que no sé loque puede surgir desde ahora hastaentonces y que no puedo garantizarlenada… pero, sí, basándome en lo queveo ahora, puedo ganar este caso. Estoyconfiado en ello.

Asentí con la cabeza y pensé que viuna expresión de esperanza en los ojosde Roulet. El vio el brillo de esperanza.

—Hay una tercera opción —dijoDobbs.

Miré de Roulet a Dobbs,preguntándome qué clase de palo iba aponer en las ruedas de la locomotora delcliente filón.

—¿Y cuál es? —pregunté.—La investigamos a fondo a ella y

al caso. Quizás ayudamos al señor Levincon alguna de nuestra gente. Lainvestigamos hasta las bragas yestablecemos nuestra propia teoríacreíble y pruebas para presentar a lafiscalía. Lo paramos antes de que lleguea juicio. Mostramos a ese fiscal pardillodónde va a perder definitivamente el

caso y le obligamos a que retire todoslos cargos antes de que sufra unbochorno profesional. Además de eso,estoy seguro de que ese hombre trabajapara un hombre que dirige la fiscalía yque es vulnerable a, digamos, presionespolíticas. Las aplicamos hasta que lascosas se giren de nuestro lado.

Sentí ganas de darle una patada aDobbs por debajo de la mesa. Su planno sólo implicaba reducir a menos de lamitad mis mejores honorarios desiempre, no sólo daba la parte del leóndel dinero del cliente a losinvestigadores, incluidos los suyos, sinoque sólo podía haber salido de un

abogado que nunca había defendido uncaso penal en toda su carrera.

—Es una idea, pero es muyarriesgada —dije con calma—. Si unopuede dinamitar su caso y acude a ellosantes del juicio para mostrarles cómo,también le está dando una pista de quéhacer y qué evitar en el juicio. Noquiero hacer eso.

Roulet asintió con la cabeza y Dobbspareció un poco desconcertado. Decidídejarlo así e insistir en ello con Dobbscuando pudiera hacerlo sin que estuvierapresente el cliente.

—¿Y los medios? —preguntó Levin,cambiando de tema, afortunadamente.

—Buena pregunta —dijo Dobbs,también ansioso por cambiar de tema—.Mi secretaria dice que tengo mensajesde dos periódicos y dos televisiones.

—Probablemente yo también —dije.Lo que no mencioné era que los

mensajes que había recibido Dobbs loshabía dejado Lorna Taylor siguiendomis instrucciones. El caso todavía nohabía atraído a los medios, salvo alc á ma r a freelance que se habíapresentado en la primeracomparecencia. Aun así, quería queDobbs, Roulet y su madre creyeran quepodían aparecer en los diarios encualquier momento.

—No queremos publicidad en esto—dijo Dobbs—. Ésta es la peorpublicidad que uno puede conseguir.

Parecía un maestro en afirmar loobvio.

—Todos los medios deberían serdirigidos a mí —dije—. Yo me ocuparéde los medios, y la mejor manera deocuparse es no hacerles caso.

—Pero hemos de decir algo paradefenderle —dijo Dobbs.

—No, no hemos de decir nada.Hablar del caso lo legitima. Si entras enun juego de hablar con los medios,mantienes la historia viva. Lainformación es oxígeno. Sin oxígeno se

apaga. Por lo que a mí respecta,dejemos que se apague. O al menosesperemos hasta que sea imposibleevitarlos. Si eso ocurre, sólo unapersona hablará por Louis. Yo.

Dobbs asintió a regañadientes. Yoseñalé a Roulet con el dedo.

—Bajo ninguna circunstancia hablecon un periodista, ni siquiera para negarlas acusaciones. Si contactan con usted,me los envía. ¿Entendido?

—Entendido.—Bien.Decidí que habíamos dicho

suficiente para una primera reunión. Melevanté.

—Louis, ahora le llevaré a casa.Pero Dobbs no iba a soltar a su

cliente tan fácilmente.—De hecho, la madre de Louis me

ha invitado a cenar —dijo—. Así que lollevaré yo, porque voy allí.

Di mi aprobación con unasentimiento. Al parecer al defensorpenal nunca lo invita nadie a cenar.

—Bien —dije—. Pero nosreuniremos allí. Quiero que Raul vea sucasa y Louis ha de darme ese cheque delque hablamos antes.

Si creían que me había olvidado deldinero, no me conocían en absoluto.Dobbs miró a Roulet y obtuvo un gesto

de asentimiento. El abogado de lafamilia me miró mí.

—Parece un plan —dijo—. Nosreuniremos allí.

Al cabo de quince minutos, estaba enla parte de atrás del Lincoln con Levin.Seguíamos a un Mercedes plateado quellevaba a Dobbs y Roulet. Yo estabahablando por teléfono con Lorna. Elúnico mensaje de importancia era de lafiscal de Gloria Dayton, Leslie Faire. Elmensaje era que trato hecho.

—Bien —dijo Levin cuando cerré elteléfono—. ¿Qué opinas?

—Opino que podemos ganar unmontón de dinero con este caso y que

vamos a cobrar el primer plazo.Lamento arrastrarte hasta ahí. No queríaque pareciera que sólo se trataba delcheque.

Levin asintió con la cabeza, pero nodijo nada. Al cabo de unos segundos,continué.

—Todavía no sé qué pensar —dije—. Lo que ocurriera en ese apartamentoocurrió deprisa. Eso es un alivio paranosotros. No hubo violación, no hayADN. Eso nos da un brillo de esperanza.

—Me recuerda a Jesús Menéndez,sólo que sin ADN. ¿Te acuerdas de él?

—Sí, pero no quiero hacerlo.Trataba de no pensar en clientes que

estaban en prisión sin esperanza deapelación ni ninguna otra cosa que añospor delante para volverse locos. Hagolo posible en todos los casos, pero aveces no hay nada que pueda hacer. Elcaso de Jesús Menéndez fue uno deellos.

—¿Vas bien de tiempo para esto? —pregunté, volviendo al camino.

—Tengo algunas cosas, pero puedomoverlas.

—Vas a tener que trabajar por lasnoches. Necesito que vayas a esosbares. Necesito saberlo todo sobre él, ytodo sobre ella. Este caso parece simpleen este punto. Si cae ella, el caso cae.

Levin asintió. Tenía el maletín en elregazo.

—¿Llevas la cámara?—Siempre.—Cuando lleguemos a la casa, saca

unas fotos de Roulet. No quiero queenseñes su foto policial en los bares.Distorsionaría las cosas. ¿Puedesconseguir una foto de la mujer sin lacara destrozada?

—Tengo la foto de su carnet deconducir. Es reciente.

—Bien. Hazla correr. Siencontramos algún testigo que la vieraen la barra de Morgan’s anoche, estamossalvados.

—Por ahí pensaba empezar. Dameuna semana o así. Nos veremos antes dela lectura de cargos.

Asentí. Circulamos en silenciodurante unos minutos, pensando en elcaso. Estábamos pasando por los llanosde Beverly Hills, dirigiéndonos hacialos barrios donde el dinero de verdad seoculta y espera.

—¿Y sabes qué más creo? —dije—.Dinero y todo lo demás aparte, creo quehay una posibilidad de que no estémintiendo. Su historia es lo bastanteestrafalaria para ser cierta.

Levin silbó suavemente entredientes.

—¿Crees que podrías haberencontrado al hombre inocente? —dijo.

—Sería la primera vez —dije—. Silo hubiera sabido esta mañana, le habríacargado el plus del hombre inocente. Sieres inocente pagas más, porque eresmucho más difícil de defender.

—No es verdad.Pensé en la idea de tener a un

inocente como cliente y en los peligrosque entrañaba.

—¿Sabes qué decía mi padre de losclientes inocentes?

—Pensé que tu padre había muertocuando tenías seis años.

—Cinco. Ni siquiera me llevaron al

funeral.—¿Y hablaba contigo de clientes

inocentes cuando tenías cinco años?—No, lo leí en un libro mucho

después de que él muriera. Dijo que elcliente más aterrador que un abogadopodía tener es un cliente inocente.Porque si la cagas y va a prisión, teatormenta toda la vida.

—¿Lo dijo así?—Más o menos. Dijo que no hay

término medio con un cliente inocente.Ni negociación, ni trato con el fiscal, nohay punto medio. Sólo hay un veredicto.Has de poner un veredicto de inocenteen el marcador. No hay ningún otro

veredicto que el de inocente.Levin asintió pensativamente.—La conclusión es que mi padre era

un abogado condenadamente bueno y nole gustaba tener clientes inocentes —dije—. Yo tampoco estoy seguro de queme guste.

10

Jueves, 17 de marzo

El primer anuncio que puse en laspáginas amarillas decía: «Cualquiercaso, en cualquier momento, donde sea»,pero lo cambié al cabo de unos años. Noporque la judicatura objetara, sinoporque objetaba yo. Me puse máspuntilloso. El condado de Los Ángeleses una manta arrugada que cubre diezmil kilómetros cuadrados, desde eldesierto hasta el océano Pacífico. Másde diez millones de personas luchan por

espacio en la manta y un considerablenúmero de ellos se involucra enactividades delictivas en su elección deestilo de vida. Las últimas estadísticasde delitos muestran que cada año sedenuncian casi cien mil delitos violentosen el condado. El año pasado hubo140.000 detenciones por delitos gravesy otras 50.000 por faltas gravesrelacionadas con las drogas y los delitossexuales. Si a eso se añaden lasdetenciones por conducir bajo losefectos del alcohol, podría llenarse dosveces el Rose Bowl con potencialesclientes. Lo que no debes olvidar es queno quieres clientes de las localidades

baratas. Quieres los que se sientan en lalínea de las cincuenta yardas, los quetienen dinero en el bolsillo.

Tras ser detenidos, los delincuentesson absorbidos por un sistema judicialque cuenta con más de cuarentatribunales esparcidos por el condadocomo Burger Kings, tribunalespreparados para servirlos, paraservirlos en un plato. Estas fortalezas depiedra son los abrevaderos donde losleones legales acuden a cazar yalimentarse. Y el cazador más listoaprende deprisa dónde están los lugaresmás munificentes, donde pastan losclientes de pago. Las apariencias a

veces engañan. La base de clientes decada tribunal no necesariamente reflejala estructura socioeconómica delentorno que le rodea. Los tribunales deCompton, Downey o East Los Ángelesme han reportado un chorroininterrumpido de clientes de pago.Estos clientes normalmente estánacusados de ser traficantes de droga,pero su dinero es tan verde como el delos estafadores bursátiles de BeverlyHills.

En la mañana del diecisiete estabaen el tribunal de Compton representandoa Darius McGinley el día de susentencia. Los delincuentes habituales

solían convertirse en clientes habituales,y McGinley confirmaba esa regla. Porsexta vez desde que lo conocía, lohabían detenido y lo habían acusado detraficar con crack. Esta vez fue enNickerson Gardens, una zona deviviendas baratas que la mayoría de susresidentes conocía como NixonGardens. Nadie respondió nunca mipregunta de si era una simpleabreviación o un nombre puesto enhonor del presidente que residía en laCasa Blanca cuando se construyó elvasto complejo de apartamentos ymercado de drogas. McGinley fuedetenido después de realizar una venta

en mano de una docena de piedras a unagente de narcóticos encubierto. En esemomento, estaba bajo fianza después dehaber sido detenido exactamente por elmismo delito dos meses antes. Tambiéntenía en su historial cuatro condenasanteriores por venta de drogas.

Las cosas no pintaban bien paraMcGinley, que sólo tenía veintitrésaños. Después de tantos choquesanteriores con el sistema, al sistema sele había acabado la paciencia. El mazoiba a caer. Aunque a McGinley le habíanmimado antes con penas de libertadcondicional y periodos en prisiones delcondado, esta vez el fiscal subió el

listón al nivel de la cárcel. Cualquiernegociación de acuerdo empezaría yterminaría con una sentencia de cárcel.De lo contrario, no habría acuerdo. Elfiscal estaría encantado de llevar losdos casos a juicio y pedir una condenade más de diez años.

La elección era dura, pero simple.La fiscalía contaba con todas las cartas.Lo tenían bien pillado en dos entregasde droga en mano. La realidad era queun juicio sería un ejercicio de futilidad.McGinley lo sabía. La realidad era quela venta de cocaína por valor detrescientos dólares a un policía iba acostarle al menos tres años de su vida.

Como ocurría con muchos de misclientes jóvenes del South Side de laciudad, la cárcel era una parte previstade la vida para McGinley. Creciósabiendo que iría. Las únicas cuestionesa determinar eran cuándo y por cuántotiempo y si viviría lo suficiente parasalir de allí. En mis muchas reuniones encalabozos con él a lo largo de los años,había aprendido que McGinley tenía unafilosofía personal inspirada por la vida,la muerte y la música rap de TupacShakur, el poeta matón cuyos versosreflejaban la esperanza y ladesesperanza de las desoladas callesque constituían el hogar de McGinley.

Tupac profetizó correctamente su propiamuerte violenta. El sur de Los Ángelesestaba repleto de jóvenes quecompartían exactamente esa mismavisión de la vida.

McGinley era uno de ellos. Podíarecitarme largos riffs de los cedes deTupac. Me traducía el significado de lasletras del gueto. Era una educación queyo valoraba, porque McGinley era sólouno de los muchos clientes quecompartían la creencia en un destinofinal que era esa «Mansión de losmatones», el lugar entre el cielo y latierra en el que terminaban todos losgánsteres. Para McGinley la cárcel era

sólo un rito de pasaje en la carretera aese lugar, y estaba listo para emprenderel viaje.

—Caeré, me haré más fuerte y máslisto, y luego volveré —me dijo.

Me dio el visto bueno paraconseguir un acuerdo. Me habíaentregado cinco mil dólares por mediode un giro —no le pregunté de dóndeprocedían— y yo volví al fiscal,conseguí que los dos casos se juntaranen uno, y McGinley accedió a declararseculpable. La única cosa que me pidiófue que intentara conseguirle que loencerraran en una cárcel cercana paraque su madre y sus tres hijos pequeños

no tuvieran que ir demasiado lejos paravisitarle.

Cuando el tribunal fue llamado asesión, el juez Daniel Flynn salió de sudespacho con una toga verde esmeraldaque provocó las sonrisas falsas demuchos de los abogados y funcionariosque había en la sala. Se lo conocía porlucir el verde en dos ocasiones cadaaño: el día de San Patricio y el viernesanterior a que los Notre Dame FightingIrish se enfrentaran a los Southern CalTrojans en el campo de fútbolamericano. También era conocido entrelos abogados que trabajaban en eltribunal de Compton como «Danny

Boy».El alguacil anunció el caso y yo me

levanté y me presenté. Entraron aMcGinley a través de una puerta lateraly el joven se quedó a mi lado vestidocon su mono naranja y con las muñecasunidas a una cadena de cintura. No teníaa nadie en la galería viendo cómo locondenaban. Estaba solo, yo era suúnica compañía.

—Buen día, señor McGinley —dijoFlynn en su acento irlandés—. ¿Sabequé día es hoy?

Yo bajé la mirada. McGinleyfarfulló su respuesta.

—El día de mi sentencia.

—Eso también. Pero estoy hablandodel día de San Patricio, señorMcGinley. Un día para sentirse honradopor la herencia irlandesa.

McGinley se volvió ligeramente yme miró. Era listo en la calle, pero no enla vida. No entendió lo que estabaocurriendo, si eso era parte de lasentencia o sólo algún tipo deirrespetuosidad de un hombre blanco.Quería decirle que el juez era insensibley probablemente racista, sin embargo,sólo me incliné y le susurré al oído.

—Tranquilo. Es un capullo.—¿Conoce el origen de su apellido,

señor McGinley? —preguntó el juez.

—No, señor.—¿Le importa?—La verdad es que no, señor. Es el

nombre de un traficante de esclavos,supongo. ¿Por qué iba a importarmequién era ese hijoputa?

—Disculpe, señoría —dije yorápidamente.

Me incliné otra vez hacia McGinley.—Darius, calma —susurré—. Y

cuida tu lenguaje.—Me está faltando —replicó, en

voz un poco más alta que un susurro.—Y todavía no te ha sentenciado.

¿Quieres joder el trato?McGinley se apartó de mí y miró al

juez.—Lamento mi lenguaje, señoría.

Vengo de la calle.—Ya lo veo —dijo Flynn—. Bueno,

es una pena que se sienta así respecto asu historia. Pero si no le importa suapellido, entonces a mí tampoco.Sigamos con la sentencia y mandémoslea la cárcel.

Dijo esto último con alegría, comosi sintiera placer en mandar a McGinleya Disneylandia, el lugar más feliz de laTierra.

La sentencia fue rápida después deeso. En el informe de investigación deantecedentes no había nada aparte de lo

que todo el mundo ya conocía.Darius McGinley sólo había

ejercido una profesión desde los onceaños: traficante de drogas. Sólo habíatenido una verdadera familia, una banda.Nunca se había sacado licencia deconducir pese a que conducía un BMW.Nunca se había casado, aunque erapadre de tres niños. Era la misma viejahistoria y el mismo círculo vicioso quese repetía una docena de veces al día entribunales de todo el país. McGinleyvivía en una sociedad que seentrecruzaba con la corriente dominantede los Estados Unidos de Américaúnicamente en los juzgados. Sólo era

pienso para la maquinaria.La maquinaria necesitaba comer, y

McGinley estaba en el plato. Flynn losentenció a lo acordado previamente, detres a cinco años de cárcel, y le leyótoda la jerga legal estándar queacompañaba ese tipo de acuerdos. Parahacer gracia —aunque sólo el personalde su propia sala rió— leyó toda lapalabrería judicial con su característicoacento irlandés. Y punto final.

Yo sabía que McGinley traficabacon muerte y destrucción en la forma deuna roca de cocaína, y probablementehabía cometido actos de violencia yotros delitos de los que nunca lo habían

acusado, pero aun así me sentí mal porél. Sentí que era otra persona que nohabía tenido en la vida otra oportunidadcon algo que no fuera la delincuencia.Nunca había conocido a su padre yhabía dejado la escuela en sexto gradopara aprender el negocio de las drogas.Podía contar dinero con precisión, peronunca había tenido una cuenta bancaria.Nunca había ido a una playa delcondado y mucho menos fuera de LosÁngeles. Y ahora su primer viaje seríaen un furgón con barrotes en lasventanillas.

Antes de que lo condujeran de nuevoal calabozo antes de transferirlo a la

prisión, le estreché la mano —él apenaspudo por la cadena de la cintura— y ledeseé buena suerte. Es algo que rara vezhago con mis clientes.

—No te preocupes —me dijo—.Volveré.

Y no lo dudaba. En cierto modo,Darius McGinley era un cliente filóntanto como Louis Roulet. Roulet eraprobablemente un negocio de una vez.Pero a lo largo de los años, tenía lasensación de que McGinley sería uno delos que llamaba «clientes vitalicios».Sería el regalo que continuaría llegando,siempre que desafiara a las estadísticasy continuara viviendo.

Puse el expediente de McGinley enmi maletín y pasé otra vez la portezuelamientras anunciaban el siguiente caso.Raul Levin me estaba esperando en elabarrotado pasillo de fuera de la sala.Teníamos una reunión para revisar sushallazgos en el caso Roulet. Habíatenido que venir a Compton porque yotenía la agenda repleta.

—Buen día —dijo Levin con unexagerado acento irlandés.

—Sí, ¿lo has visto?—He asomado la cabeza. El tipo es

un pelo racista, ¿no?—Y puede salirse con la suya

porque desde que unificaron los

tribunales en un distrito de condado, sunombre va en las papeletas de todaspartes. Aunque la gente de Compton selevante como una ola para echarlo, losdel West Side aún puedencontrarrestarlo. Es una putada.

—¿Cómo llegó la primera vez alpuesto?

—Eh, tienes una licenciatura enDerecho y haces las contribucionesadecuadas a la gente adecuada y tútambién podrías ser juez. Lo nombró elgobernador. Lo difícil es ganar laprimera reelección. Él lo hizo. ¿Nuncahas oído su historia?

—No.

—Te encantará. Hace unos seisaños, Flynn consiguió que el gobernadorlo nombrara. Eso es antes de launificación. Entonces los jueces eranelegidos por los votantes del distrito quepresidían. El juez supervisor delcondado de Los Ángeles comprueba suscredenciales y enseguida se da cuenta deque es un tipo con muchas conexionespolíticas pero sin ningún talento niexperiencia en tribunales. Flynn erabásicamente un abogado de oficina. Noes que no pudiera juzgar un caso, es queprobablemente no podía encontrar untribunal ni aunque le pagaran. Así que eljuez presidente lo entierra aquí en el

penal de Compton, porque la regla esque has de presentarte a la reelección elaño siguiente a ser nombrado para elcargo. Supone que Flynn la cagará,cabreará a los votantes y lo echarán. Unaño y fuera.

—Un dolor de cabeza menos.—Exacto. Sólo que no fue así. A

primera hora del primer día depresentación de candidaturas, FredricaBrown entra en la oficina del alguacil ypresenta los papeles para enfrentarse aFlynn. ¿Conoces a Freddie Brown, delcentro?

—No personalmente, pero he oídohablar de ella.

—Como todo el mundo por aquí.Además de ser una abogada defensoramuy buena, es negra, es una mujer y espopular en la comunidad. Habríaaplastado a Flynn por cinco a uno o más.

—Entonces, ¿cómo demoniosconservó el cargo Flynn?

—A eso voy. Con Freddy en la lista,nadie más se presentó al cargo. Por quémolestarse, para ella era coser y cantar,aunque resultaba curioso que quisieraser jueza y cobrar menos. Entoncesdebía de cobrar medio kilo con supráctica.

—¿Qué ocurrió?—Lo que ocurrió fue que un par de

meses después, en la última hora antesdel final del plazo de presentación decandidaturas, Freddie vuelve a entrar enel despacho del alguacil y retira sucandidatura.

Levin asintió.—Así que Flynn termina

presentándose sin oposición y mantieneel cargo —dijo.

—Exacto. Luego llegó la unificacióny nunca podrán sacarlo de aquí.

Levin parecía indignado.—Es un chanchullo. Tenían algún

tipo de acuerdo y fue una violación de laley electoral.

—Sólo si puedes demostrar que

hubo un acuerdo. Freddie siempre hamantenido que no le pagaron ni formóparte de un plan cocinado por Flynnpara mantenerse en el cargo. Ella diceque sólo cambió de opinión y se retiróporque se dio cuenta de que no podríamantener su estilo de vida con el sueldode un juez. Pero te diré una cosa, aFreddie siempre le va bien cuando tieneun caso ante Flynn.

—Y lo llaman sistema de justicia.—Sí.—Bueno, ¿qué opinas de Blake?Tenía que salir a relucir. Era lo

único de lo que se hablaba. RobertBlake, el actor de cine y televisión,

había sido absuelto del asesinato de suesposa el día anterior en el TribunalSuperior de Van Nuys. La fiscalía y elDepartamento de Policía de Los Ángeleshabían perdido otro gran caso mediáticoy no podías ir a ninguna parte donde ésteno fuera el tema de discusión númerouno. Los medios y la mayoría de la genteque vivía y trabajaba fuera de lamaquinaria no lo entendía. La cuestiónno era si Blake lo había hecho, sino sihabía pruebas suficientes presentadas enel juicio para condenarlo por haberlohecho. Eran dos cosas distintas yseparadas, pero el discurso público quehabía seguido al veredicto las había

entrelazado.—¿Qué opino? —dije—. Creo que

admiro al jurado por concentrarse en laspruebas. Si no estaba ahí, no estaba ahí.Detesto cuando el fiscal del distrito creeque puede arrancar un veredicto porsentido común: «¿Si no fue él, quién máspudo ser?». ¡Ya basta con esa monserga!Si quieres condenar a un hombre ymeterlo en la cárcel de por vida,entonces presenta las putas pruebas. Noesperes que un jurado te saque lascastañas del fuego.

—Hablas como un auténticoabogado defensor.

—Eh, tú te ganas la vida con los

abogados defensores, socio. Deberíasmemorizar el discurso. Así queolvidemos a Blake. Estoy celoso y yaestoy aburrido de oírlo. Has dicho porteléfono que tenías buenas noticias paramí.

—Las tengo. ¿Adónde quieres quevayamos a hablar y mirar lo que tengo?

Eché un vistazo al reloj. Tenía unacomparecencia de calendario sobre uncaso en el edificio del tribunal penal delcentro a las once, y no podía llegar tardeporque me la había perdido el díaanterior. Después de eso, se suponía quedebía ir a Van Nuys para encontrarmepor primera vez con Ted Minton, el

fiscal que había heredado el caso Rouletde Maggie McPherson.

—No tengo tiempo de ir a ningunaparte —dije—. Podemos sentarnos enmi coche y coger un café. ¿Llevasencima el material?

En respuesta, Levin levantó elmaletín y tamborileó el lateral con losdedos.

—Pero ¿y tu chófer?—No te preocupes por él.—Entonces vamos.

11

Una vez en el Lincoln le pedí a Earl quediera una vuelta y viera si podíaencontrar un Starbucks. Necesitaba café.

—No hay Starbucks por aquí —respondió Earl.

Sabía que Earl era de la zona, perono creía que fuera posible estar a más deun kilómetro de un Starbucks en ningúnpunto del condado, quizás incluso delmundo entero. De todos modos, nodiscutí. Sólo quería café.

—Bueno, demos una vuelta yencontremos un sitio que tenga café.

Pero no te alejes demasiado del tribunal.Hemos de volver luego para dejar aRaul.

—Vale.—¿Y Earl? Ponte los auriculares

mientras hablamos de un caso aquí atrásun rato, ¿quieres?

Earl encendió su iPod y se puso losauriculares. Dirigió el Lincoln porAcacia en busca de café. Prontopudimos oír el sonido ahogado del hip-hop que llegaba del asientodelantero, y Levin abrió el maletín en lamesa plegable que había en la parteposterior del asiento del conductor.

—Muy bien, ¿qué tienes para mí? —

dije—. Voy a ver al fiscal hoy y quierotener más ases en la manga que él.También tenemos la lectura de cargos ellunes.

—Creo que aquí te traigo unospocos ases —replicó Levin.

Rebuscó entre varias cosas que teníaen su maletín y empezó su presentación.

—Muy bien —dijo—, empecemoscon tu cliente y luego entraremos conReggie Campo. Tu chico es muy pulido.Aparte de recetas de aparcamiento o porexceso de velocidad (que parece quetiene problemas para evitar y después unproblema aún mayor para pagar) no hepodido encontrar nada sobre él. Es

bastante un ciudadano estándar.—¿Qué pasa con las multas?—Dos veces en los últimos cuatro

años ha dejado multas de aparcamiento—muchas— y luego un par de recetaspor exceso de velocidad impagadas.Ambas veces terminaron en un autojudicial y tu colega C. C. Dobbsapareció para pagar y suavizar lasituación.

—Me alegro de que C. C. sirva paraalgo. Supongo que con pagar te refieresa las multas, no a los jueces.

—Esperemos. Aparte de eso, sólouna señal en el radar con Roulet.

—¿Qué?

—En la primera reunión, cuando leestabas dando la charla acerca de quédebía esperar y tal, surgió que él habíapasado un año estudiando Derecho en laUCLA y que conocía el sistema. Bueno,lo comprobé. Mira, la mitad de lo quehago es tratar de descubrir quién estámintiendo y quién es el mayor mentirosodel grupo. Así que comprueboprácticamente todo. Y la mayoría de lasveces es fácil porque todo está enordenador.

—Entendido. Entonces, ¿qué pasacon la facultad de Derecho, era mentira?

—Eso parece. Lo comprobé con laoficina de matrículas y él nunca ingresó

en la facultad de Derecho de la UCLA.Pensé en eso. Había sido Dobbs

quien había sacado a relucir la facultadde la UCLA y Roulet simplemente habíaasentido. Era una mentira extraña encualquiera de los dos, porque no lesllevaba a nada. Me hizo pensar en lapsicología que había detrás. ¿Tenía algoque ver conmigo? ¿Querían que pensaraque Roulet estaba al mismo nivel queyo?

—Así que si miente en algo así… —dije pensando en voz alta.

—Exacto —dijo Levin—. Queríaque lo supieras. Pero he de decir queeso es todo en el lado negativo del señor

Roulet hasta ahora. Puede que mintieraacerca de la facultad de Derecho, peroparece que no mintió en su historia… almenos en las partes que yo he podidocomprobar.

—Cuéntame.—Bueno, su pista de esa noche

cuadra. Tengo testigos que lo colocan enNat’s North, en Morgan’s y luego en elLamplighter, bing, bing, bing. Hizo justolo que nos dijo que hizo. Hasta elnúmero de martinis. Cuatro en total, y almenos uno de ellos lo dejó en la barrasin tocarlo.

—¿Lo recordaban tan bien?¿Recordaban que ni siquiera se terminó

la copa?Siempre sospecho de la memoria

perfecta, porque no existe tal cosa. Y mitrabajo y mi habilidad consiste enencontrar los fallos en la memoria de lostestigos. Cuando alguien recuerdademasiado me pongo nervioso,especialmente si el testigo es de ladefensa.

—No, no sólo me fío de la memoriade la camarera. Tengo algo aquí que teva a encantar, Mick. Y será mejor que teencante porque me ha costado milpavos.

Del fondo del maletín sacó unestuche acolchado que contenía un

pequeño reproductor de DVD. Habíavisto a gente usándolo en aviones antes yhabía pensado en comprar uno para elcoche. El chófer podría usarlo mientrasme esperaba en el tribunal. Yprobablemente yo podría usarlo decuando en cuando en casos como el queme ocupaba.

Levin empezó a cargar el DVD, peroantes de que pudiera reproducirlo elcoche se detuvo y yo levanté la mirada.Estábamos delante de un local llamadoThe Central Bean.

—Tomemos un poco de café y luegolo vemos —dije.

Pregunté a Earl si quería algo, pero

él declinó la oferta. Levin y yo salimosdel coche. Había una pequeña colaesperando el café. Levin pasó el tiempode espera hablándome del DVD queestábamos a punto de ver en el Lincoln.

—Estoy en Morgan’s y quiero hablarcon esa camarera llamada Janice, peroella dice que primero he depreguntárselo al encargado. Así que voya la oficina a verlo y él me pregunta quéquiero preguntarle exactamente a Janice.Hay algo que no me encaja con ese tipo.Me estoy preguntando por qué quieresaber tanto, ¿sabes? Entonces resultaque quiere hacerme una oferta. Me diceque el año anterior tuvo un problema

detrás de la barra. Hurto de la cajaregistradora. Hay una docena decamareras trabajando en unadeterminada semana y él no podíaaveriguar quién tenía los dedos largos.

—Puso una cámara.—Exacto. Una cámara oculta. Pilló

al ladrón y lo echó de una patada en elculo. Pero funcionó tan bien que dejó lacámara. El sistema graba en una cinta dealta densidad todas las noches de ocho ados. Lleva un temporizador. Tienecuatro noches en una cinta. Si alguna vezhay algún problema o falta dinero, puedevolver y comprobarlo. Como cuadrancada semana, rota dos cintas para tener

siempre una semana grabada.—¿Tenía la noche en cuestión en

cinta?—Sí.—Y quería mil dólares por ella.—Aciertas otra vez.—¿Los polis no saben de ella?—Todavía no han ido al bar. De

momento parten de la historia de Reggie.Asentí con la cabeza. No era del

todo inusual. Los polis teníandemasiados casos que investigar aconciencia y por completo. Además, yatenían lo que necesitaban. Tenían unavíctima que era a su vez testigopresencial, un sospechoso detenido en

su apartamento, tenían sangre de lavíctima en el sospechoso e incluso elarma. Para ellos no había motivo para irmás lejos.

—Pero estamos interesados en labarra, no en la caja registradora —dije.

—Lo sé. Y la caja registradora estácontra la pared de detrás de la barra. Lacámara está encima en un detector dehumos del techo. Y la pared del fondo esun espejo. Miré lo que tenía y enseguidame di cuenta de que podía ver todo elbar en el espejo. Sólo que invertido. Hepasado la cinta a un disco porque asípodremos manipular mejor la imagen.Acercar y enfocar, y ese tipo de cosas.

Era nuestro turno en la cola. Pedí uncafé grande con leche y azúcar, y Levinpidió una botella de agua. Nos llevamosla bebida al coche. Le dije a Earl que nocondujera hasta que hubiéramosterminado de ver el DVD. Podía leermientras iba en coche, pero pensaba quemirar la pantallita del reproductor deLevin mientras dábamos botes por lascalles del sur del condado podríaprovocarme un buen mareo.

Levin puso en marcha el DVD ycomentó las imágenes sobre la marcha.

En la pantalla había una vista enpicado de la barra rectangular de Morgan’s. Había dos camareras

trabajando, ambas mujeres con tejanosnegros y blusas blancas atadas paramostrar vientres planos, ombligos conpiercing y tatuajes asomando porencima de la parte posterior delcinturón. Como Levin había explicado,la cámara estaba situada en ángulo haciala parte de atrás de la barra y la cajaregistradora, pero el espejo que cubríala pared de detrás de la registradoramostraba la línea de clientes sentadosante la barra. Vi a Louis Roulet sentadosolo en el mismo centro de la imagen.Había un contador de imágenes en laesquina inferior izquierda y un códigode hora y fecha en la esquina derecha.

Decía que eran las 20.11 del 6 demarzo.

—Ahí está Louis —dijo Levin—. Ypor aquí está Campo.

Manipuló los botones delreproductor para congelar la imagen.Luego la desplazó, colocando el margenderecho en el centro. En el lado corto dela barra, a la derecha, se veía a unamujer y un hombre sentados uno junto alotro. Levin activó el zoom.

—¿Estás seguro? —pregunté. Sólohabía visto fotos de la mujer con elrostro muy amoratado e hinchado.

—Sí, es ella. Y éste es nuestro señorX.

—Vale.—Ahora mira.La película empezó a avanzar otra

vez y Levin ensanchó la imagen para queocupara de nuevo toda la pantalla.Entonces empezó a pasarla a velocidadrápida.

—Louis se bebe su Martini, luegohabla con las camareras y no ocurreapenas nada más en casi una hora —diceLevin.

Comprobó la página de su cuadernocon notas referidas a números deencuadre específicos. Ralentizó laimagen hasta la velocidad normal en elmomento adecuado y cambió otra vez el

encuadre de manera que Reggie Campoy el señor X estuvieran en el centro dela pantalla. Me fijé en que habíamosavanzado hasta las 20.43.

En la pantalla, el señor X cogió dela barra un paquete de cigarrillos y unmechero y apartó su taburete. Luegocaminó fuera de cámara hasta laderecha.

—Va a la puerta de la calle —dijoLevin—. Tienen un porche parafumadores delante.

Reggie Campo pareció observarcómo salía el señor X y acto seguidobajó de su taburete y empezó a caminara lo largo de la barra, justo por detrás

de los clientes que estaban en taburetes.Al pasar al lado de Roulet, ella parecióarrastrar los dedos de su mano izquierdapor los hombros de mi cliente, casicomo si le hiciera cosquillas. Eso hizoque Roulet se volviera y la observaramientras ella seguía caminando.

—Sólo flirtea un poco —dijo Levin—. Va al cuarto de baño.

—No es como Roulet dice queocurrió —dije—. Él aseguró que ellahabía venido a él y le había dado su…

—Cálmate —dijo Levin—. Ha devolver del baño, ¿sabes?

Esperé y observé a Roulet en el bar.Miré mi reloj. De momento iba bien de

tiempo, pero no podía perderme lacomparecencia de calendario. Ya habíaabusado al máximo de la paciencia de lajueza al no presentarme el día anterior.

—Aquí viene —anunció Levin.Inclinándome hacia la pantalla

observé que Reggie Campo volvía porla línea de la barra. Esta vez cuandollegó a Roulet se apretó a la barra entreél y el hombre que estaba en el taburetede la derecha. Tuvo que moverse en elespacio lateralmente y sus pechos seapretaron claramente contra el brazoderecho de Roulet. Era algo más que unainsinuación. Ella dijo algo y Roulet seinclinó más cerca de sus labios para oír.

Después de unos momentos él asintió yentonces vio que ella ponía lo queparecía una servilleta de cóctel arrugadaen su mano. No tuvieron másintercambio verbal y entonces ReggieCampo besó a Louis Roulet en la mejillay se echó hacia atrás para separarse dela barra. Campo se dirigió a su taburete.

—Eres un cielo, Mish —dije,usando el nombre que le había dadocuando me habló de su mezcolanza dedescendencia judía y mexicana—. ¿Ydices que los polis no lo tienen?

—No sabían nada la semana pasadacuando estuve allí y todavía tengo lacinta. Así que no, no la tienen, y

probablemente todavía no conozcan suexistencia.

Según las reglas de hallazgos,debería entregarlo a la fiscalía despuésde que Roulet comparecieraformalmente. Pero disponía de un pocode margen. Técnicamente no tenía queentregar nada hasta que estuviera segurode que planeaba usarlo en el juicio. Esome daba mucha libertad de acción ytiempo.

Sabía que lo que había en el DVDera importante y sin lugar a dudas lousaría en el juicio. Por sí solo podía sercausa de duda razonable. Parecíamostrar una familiaridad entre la víctima

y el supuesto agresor que no estabaincluida en la acusación de la fiscalía.Lo que era más importante, tambiéncapturaba a la víctima en una posiciónen que su comportamiento podía serinterpretado como al menosparcialmente responsable de atraer laacción que siguió. Eso no significabasugerir que lo que siguió fuera aceptableo no criminal, pero los jurados siempreestán interesados en las relacionescausales de un crimen y de losindividuos involucrados. Lo que elvídeo hacía era mover un crimen quepodía ser visto a través de un prismablanco y negro a una zona gris. Como

abogado defensor, vivía en las zonasgrises.

La parte negativa era que el DVDera tan bueno que podía ser demasiadobueno. Contradecía directamente ladeclaración de la víctima ante la policíade que no conocía al hombre que lahabía agredido. La ponía en tela dejuicio, la pillaba en una mentira. Sólohace falta una mentira para echar abajoun caso. La cinta era una pruebadefinitiva. Terminaría con el caso antesincluso de que fuera a juicio. Mi clientesimplemente quedaría en libertad.

Y con él se iría la gran paga delfilón.

Levin estaba volviendo a pasar laimagen a velocidad rápida.

—Ahora mira esto —dijo—. Ella yel señor X se van a las nueve. Peroobserva cuando él se levanta.

Levin había cambiado el encuadrepara enfocar a Campo y al hombredesconocido. Cuando el reloj marcabalas 20.59 puso la reproducción encámara lenta.

—Vale, se están preparando paramarcharse —dijo—. Observa las manosdel tipo.

Observé. El hombre daba un últimotrago a su copa, echando la cabeza paraatrás y vaciando el vaso. Acto seguido

bajó del taburete, ayudó a Campo abajar del suyo y salieron del encuadrede la cámara por la derecha.

—¿Qué? —dije—. ¿Qué me heperdido?

Levin retrocedió la imagen hasta quellegó al momento en que el desconocidose acababa la copa. Entonces congeló laimagen y señaló la pantalla. El hombretenía la mano izquierda en la barra paraequilibrarse mientras se echaba atráspara beber.

—Bebe con su mano derecha —dijo—. Y en la izquierda ves un reloj en sumuñeca. Así que parece que el tipo esdiestro, ¿no?

—Sí, ¿y entonces? ¿Adónde noslleva eso? Las heridas de la víctima seprodujeron por golpes desde laizquierda.

—Piensa en lo que te he dicho.Lo hice. Y al cabo de un momento lo

entendí.—El espejo. Todo está al revés. Es

zurdo.Levin asintió con la cabeza e hizo

amago de dar un puñetazo con su puñoizquierdo.

—Aquí podría estar todo el caso —dije, inseguro de si era algo bueno.

—Feliz día de San Patricio, amigo—dijo Levin otra vez con acento

irlandés, sin darse cuenta de que notenía ninguna gracia.

Di un largo trago de café caliente ytraté de pensar en una estrategia para elvídeo. No veía forma alguna demantenerlo para el juicio. Los polisfinalmente se pondrían con lasinvestigaciones de seguimiento y lodescubrirían. Si me lo guardaba, podíaestallarme en la cara.

—No sé cómo voy a usarlo —dije—, pero lo que es seguro es que el señorRoulet y su madre y Cecil Dobbs van aestar contentos contigo.

—Diles que siempre puedenexpresar su agradecimiento

económicamente.—Muy bien, ¿algo más de la cinta?Levin empezó a reproducirla a

cámara rápida.—Casi no. Roulet lee la servilleta y

memoriza la dirección. Después sequeda otros veinte minutos y se va,dejando una copa entera en la barra.

Puso en cámara lenta la imagen en elpunto en que Roulet se iba. Roulet dioun trago del Martini recién servido y lodejó en la barra. Cogió la servilleta quele había dado Reggie Campo, la arrugóen su mano y después la tiró en el sueloal levantarse. Salió del bar dejando labebida en la barra.

Levin extrajo el DVD y volvió acolocarlo en su funda de plástico. Apagóel reproductor y empezó a apartarlo.

—Eso es todo en cuanto a lasimágenes que puedo enseñarte aquí.

Me estiré y le di un golpecito en elhombro a Earl. Tenía los auricularespuestos. Se sacó uno de los auriculares yme miró.

—Vamos al tribunal —dije—.Déjate los auriculares puestos.

Earl hizo lo que le pedí.—¿Qué más? —le dije a Levin.—Está Reggie Campo —dijo—. No

es Blancanieves.—¿Qué has encontrado?

—No es tanto lo que he encontradocomo lo que pienso. Ya has visto cómoera en la cinta. Un tipo se va y ella estádejando notas de amor a otro en labarra. Además, he comprobado algunascosas. Es actriz, pero actualmente noestá trabajando como actriz. Salvo enrepresentaciones privadas, podríamosdecir.

Me entregó un fotomontajeprofesional que mostraba a ReggieCampo en diferentes poses y personajes.Era el tipo de hojas de fotos que seenvían a directores de casting de toda laciudad. La foto más grande de la hojaera una imagen del rostro. Era la

primera vez que veía su cara de cercasin los desagradables moratones ehinchazones. Reggie Campo era unamujer muy atractiva y algo en su cara meresultaba familiar aunque no podíafijarlo. Me pregunté si la habría visto enalgún programa de televisión o algúnanuncio. Di la vuelta al retrato y leí lasreferencias. Eran de programas quenunca había visto y de anuncios que norecordaba.

—En los informes de la policía elladice que su último empleador fueTopsail Telemarketing. Están en elpuerto deportivo. Atienden llamadas deun montón de cosas que vendían en tele

nocturna. Máquinas de ejercicios ycosas así. El caso es que es trabajo dedía. Trabajas cuando quieres. Lacuestión es que Reggie no ha trabajadoallí desde hace cinco meses.

—Entonces ¿qué me estás diciendo,que ha estado haciendo trampas?

—La he vigilado las tres últimasnoches y…

—¿Que has hecho qué?Me volví y lo miré. Si un detective

privado que trabaja para un abogadodefensor era pillado siguiendo a lavíctima de un crimen violento, podíahaber mucho que pagar y sería yo quientendría que hacerlo. Lo único que

tendría que hacer la fiscalía sería ir aver a un juez y alegar acoso eintimidación, y me acusarían dedesacato en menos que canta un gallo.Como víctima de un crimen, ReggieCampo era sacrosanta hasta queestuviera en el estrado. Sólo entoncessería mía.

—No te preocupes, no te preocupes—dijo Levin—. Era una vigilancia muysuelta. Muy suelta. Y me alegro dehaberlo hecho. Los hematomas y lahinchazón y todo eso o bien hadesaparecido o ella está usando muchomaquillaje, porque esta señorita estáteniendo muchos visitantes. Todos

hombres, todos solos, todos a diferenteshoras de la noche. Parece que trata deencajar al menos dos cada noche en sucuaderno de baile.

—¿Los recoge en bares?—No, se queda en su casa. Esos

tipos deben de ser regulares o algo,porque saben el camino a su puerta.Tengo algunas placas de matrícula. Si esnecesario puedo visitarles y tratar deconseguir algunas respuestas. Tambiéngrabé un poco de vídeo con infrarrojos,pero todavía no lo he transferido aldisco.

—No, dejemos lo de visitar aalgunos de estos tipos por ahora. Podría

enterarse ella. Hemos de ser muycuidadosos a su alrededor. No meimporta que esté recibiendo clientes ono.

Tomé un poco más de café y traté dedecidir cómo moverme con esto.

—¿Comprobaste su historial? ¿Sinantecedentes?

—Exacto, está limpia. Misuposición es que ella es nueva en eljuego. Ya sabes, estas mujeres quequieren ser actrices… Es un trabajodifícil. Te agota. Ella probablementeempezó aceptando un poco de ayuda deestos tipos y se convirtió en un negocio.Pasó de amateur a profesional.

—¿Y nada de esto estaba en losinformes que conseguiste antes?

—No. Como te he dicho, los polisno han hecho mucho seguimiento. Almenos hasta ahora.

—Si ella se graduó de amateur aprofesional, puede haberse graduado enponer trampas a un tipo como Roulet. Élconduce un coche bonito, lleva ropabuena… ¿has visto su reloj?

—Sí, un Rolex. Si es auténtico, llevadiez de los grandes sólo en la muñeca.Ella podría haberlo visto desde el otrolado de la barra. Quizá por eso lo eligióentre todos.

Estábamos otra vez en el tribunal.

Tenía que poner rumbo hacia el centro.Pregunté a Levin dónde había aparcadoy dirigí a Earl al aparcamiento.

—Está todo muy bien —comenté—.Pero significa que Louis mintió en algomás que en la UCLA.

—Sí —coincidió Levin—. Sabíaque iba a una cita de pago. Deberíahabértelo dicho.

—Sí, y ahora voy a hablar de esocon él.

Aparcamos al lado de un bordillo enel exterior de un estacionamiento depago en Acacia. Levin sacó una carpetadel maletín. Tenía una banda de goma entorno a ella que sostenía un trozo de

papel a la cubierta exterior. Me loentregó y vi que se trataba de una facturapor casi seis mil dólares por ocho díasde servicios de investigación y gastos.Considerando lo que había oído en laúltima media hora, el precio era unaganga.

—Esta carpeta contiene todo lo queacabamos de hablar, más una copia delvídeo de Morgan’s en disco —dijoLevin.

Cogí la carpeta con vacilación. Alaceptarla estaba accediendo al reino deldescubrimiento. No aceptarla ymantenerlo todo con Levin me habríapuesto en apuros en una disputa con el

fiscal.Di unos golpecitos en la factura con

el dedo.—Se lo pasaré a Lorna y te

mandaremos un cheque —dije.—¿Cómo está Lorna? Echo de

menos verla.Cuando estábamos casados, Lorna

solía acompañarme al tribunal comoespectadora. A veces cuando no teníachófer ella se ponía al volante. Levin laveía con más frecuencia entonces.

—Le va muy bien. Sigue siendo laLorna de siempre.

Levin entreabrió su puerta, pero nosalió.

—¿Quieres que siga con Reggie?Ésa era la cuestión. Si lo aprobaba

perdería todo derecho de negarlo si algoiba mal. Porque ahora sabía lo queestaba haciendo. Vacilé pero asentí.

—Muy suelto. Y no lo derives. Sólome fío de ti en esto.

—No te preocupes. Lo haré yo. ¿Quémás?

—El hombre zurdo. Hemos dedescubrir quién es el señor X y si formaparte de este asunto o es sólo otrocliente.

Levin asintió con la cabeza y golpeóotra vez con su puño izquierdo.

—Estoy en ello.

Se puso las gafas de sol, abrió lapuerta y salió. Volvió a meter la manopara sacar su maletín y su botella deagua sin abrir, luego dijo adiós y cerróla puerta. Observé que él empezaba acaminar a través del aparcamiento enbusca de su coche. Yo tendría quehaberme sentido en éxtasis por todo loque acababa de conocer. La informaciónque había conseguido Levin inclinabaclaramente la balanza del lado de micliente, pero todavía me sentía inquietoacerca de algo que no alcanzaba adeterminar.

Earl había apagado la música yestaba esperando órdenes.

—Llévame al centro, Earl —dije.—Entendido —replicó—. ¿Al

tribunal central?—Sí, y eh, ¿qué estabas escuchando

en el iPod? Podría escucharlo.—Era Snoop. Ha de escucharlo alto.Asentí con la cabeza. También de

Los Ángeles. Y un antiguo acusado quese enfrentó a la maquinaria por unaacusación de homicidio y salió enlibertad. No había mejor historia deinspiración en la calle.

—¿Earl? —dije—. Coge la sietediez. Se está haciendo tarde.

12

Sam Scales era un timador deHollywood. Se había especializado enestafas diseñadas en Internet paraacumular números de tarjetas de créditoy datos de verificación que despuéspodía vender en el mundo de laeconomía fraudulenta. La primera vezque había trabajado para él fue tras sudetención por vender seiscientosnúmeros de tarjetas de crédito y lainformación de verificación que losacompañaba —fechas de vencimiento ylas direcciones, números de la seguridad

social y contraseñas de los auténticospropietarios de las tarjetas— a unagente del sheriff encubierto.

Scales había obtenido los números yla información enviando mensajes decorreo electrónico a cinco mil personasque estaban en la lista de clientes de unaempresa con sede en Delaware quevendía un producto para adelgazarllamado TrimSlim6 en Internet. La listahabía sido robada del ordenador de laempresa por un hacker que hacíatrabajos de freelance para Scales.Usando un ordenador alquilado porhoras en un Kinko’s y una dirección decorreo temporal, Scales se identificó a

sí mismo como abogado de la Food andDrug Administration y explicó a losreceptores de los mensajes que en sustarjetas de crédito se reintegraría elimporte total de sus compras deTrimSlim6 tras la retirada del productopor parte de la FDA. Aseguraba que laspruebas del producto realizadas por laFDA demostraban que era ineficaz enpromover la pérdida de peso yargumentaba que los fabricantes delproducto habían accedido a devolvertodo lo cobrado en un intento por evitardenuncias por fraude. Concluía elmensaje de correo con instruccionespara confirmar la devolución. Estas

instrucciones incluían proporcionar elnúmero de la tarjeta de crédito, la fechade vencimiento y el resto de los datospertinentes.

De los cinco mil receptores delmensaje, hubo seiscientos que picaron.Scales estableció entonces un contactoen los bajos fondos de Internet y preparóuna venta en mano: seiscientos númerosde tarjetas de crédito con su informacióncorrespondiente a cambio de diez mildólares en efectivo. Eso significaba queen cuestión de días los números seestamparían en tarjetas en blanco y sepondrían a funcionar. Era un fraude quepodía causar pérdidas por valor de

millones de dólares.Sin embargo, el plan se truncó en

una cafetería de West Hollywood dondeScales entregó una lista impresa a sucomprador y recibió a cambio un gruesosobre que contenía el efectivo. Cuandosalió con el sobre y un descafeinado conleche congelado lo recibieron losayudantes del sheriff. Había vendido susnúmeros a un agente encubierto.

Scales me contrató para hacer untrato. Contaba entonces treinta y tresaños y no tenía antecedentes, a pesar deque había indicaciones y pruebas de quenunca había desempeñado un trabajolegal. Al conseguir que el fiscal

asignado al caso se centrara en el robode números de tarjetas de crédito enlugar de en las potenciales pérdidas delfraude, logré conseguirle a Scales unadisposición a su gusto. Se declaróculpable de un delito grave de robo deidentidad y lo condenaron a un año desentencia suspendida, sesenta días detrabajo en CalTrans y cuatro años delibertad condicional.

Ésa fue la primera vez. Habíanpasado tres años. Sam Scales noaprovechó la oportunidad de no habersido condenado a una sentencia que nocontemplaba su ingreso en prisión yvolvía a estar detenido, y yo iba a

defenderlo en un caso de fraude tancensurable que desde el principio quedóclaro que estaría más allá de misposibilidades mantenerlo fuera de laprisión.

El 28 de diciembre del año anteriorScales se había servido de una empresatapadera para registrar un dominio conel nombre SunamiHelp.com en la WorldWide Web. En la página de inicio delsitio web puso fotografías de ladestrucción y muerte causados dos díasantes cuando un tsunami en el océanoIndico devastó partes de Indonesia, SriLanka, la India y Tailandia. El sitiopedía a quienes vieran las imágenes que

por favor hicieran donaciones aSunamiHelp, que a su vez lasdistribuiría entre las numerosas agenciasque respondían al desastre. En el sitiotambién figuraba la fotografía de unatractivo hombre blanco identificadocomo el reverendo Charles, que estabaconsagrado a llevar el cristianismo aIndonesia. Una nota personal delreverendo Charles colgada en el sitiopedía a quienes la leyeran que dierandesde el corazón.

Scales era timador, pero no tanto.No quería robar las donaciones hechasal sitio. Sólo quería robar lainformación de las tarjetas de crédito

utilizadas para realizarlas. Lainvestigación subsiguiente a sudetención reveló que todas lascontribuciones realizadas a través delsitio web fueron enviadas a la Cruz Rojade Estados Unidos y se utilizaron paraayudar a las víctimas del devastadortsunami.

No obstante, los números y lainformación de las tarjetas de créditousadas para realizar las donacionestambién fueron enviadas al mundofinanciero subterráneo. Scales fuedetenido cuando un detective de launidad de fraude del Departamento dePolicía de Los Ángeles llamado Roy

Wunderlich encontró el sitio. Sabiendoque los desastres siempre atraen aoleadas de artistas de la estafa,Wunderlich había empezado a buscarposibles nombres de sitios web en losque la palabra «tsunami» estuviera malescrita. Había diversos sitios legítimosde donaciones para las víctimas deltsunami y Wunderlich tecleó variacionesde esas direcciones. Su idea era que losartistas del fraude escribirían mal lapalabra en los sitios fraudulentos paraatraer potenciales víctimas queprobablemente tendrían un nivel deeducación más bajo. SunamiHelp.comestaba entre varios sitios cuestionables

que encontró el detective. La mayoría deellos fueron remitidos a la fuerzaoperativa del FBI que se encargaba delproblema a escala nacional. Perocuando Wunderlich comprobó elregistro de dominio de SunamiHelp.comdescubrió un apartado de correos de unaoficina postal de Los Ángeles. Eso ledaba jurisdicción y se quedóSunamiHelp.com para él.

El apartado de correos resultó seruna dirección falsa, pero Wunderlich nose desilusionó. Lanzó un globo sonda, esdecir, hizo una compra controlada, o eneste caso una donación controlada.

El número de tarjeta de crédito que

el detective proporcionó al hacer unadonación de veinte dólares seríamonitorizado veinticuatro horas al díapor la unidad de fraude de Visa, y élsería informado al instante si serealizaba alguna compra en la cuenta. Alcabo de tres días de la donación, latarjeta de crédito fue usada para pagarun almuerzo de once dólares en elrestaurante Gumbo Pot del FarmersMarket, en Fairfax y la Tercera.Wunderlich supo que sólo había sidouna compra de prueba. Algo pequeño yque fácilmente podía cubrirse conefectivo si el usuario de la tarjeta decrédito falsificada se topaba con un

problema en el punto de adquisición.La compra del restaurante fue

aceptada y Wunderlich y otros cuatrodetectives de la unidad de estafas fueronenviados al Farmers Market, un conjuntode restaurantes y tiendas viejas y nuevasque siempre estaban repletas, y que portanto eran el lugar idóneo para queactuaran los artistas de la estafa. Losinvestigadores se desplegaron en elcomplejo y esperaron mientrasWunderlich continuaba monitorizando eluso de la tarjeta de crédito por teléfono.

Dos horas después de la primeracompra, el número de control se utilizóotra vez para adquirir una cazadora de

cuero de seiscientos dólares en elmercado de Nordstrom. Los detectivesentraron y detuvieron a una mujer jovencuando estaba completando la comprade la cazadora. El caso se convirtióentonces en lo que se conoce como«cadena de chivatazos», con la policíasiguiendo a un sospechoso tras otro amedida que se iban delatando y lasdetenciones subían los peldaños de latrama.

Finalmente llegaron al hombresentado en el escalón más alto, SamScales. Cuando la historia saltó a laprensa, Wunderlich se refirió a él comoel «Mentor del Tsunami», porque

muchas de las víctimas resultaron sermujeres que habían querido ayudar alatractivo ministro cuya foto aparecía enel sitio web. El apodo irritó a Scales, yen mis discusiones con él empezó areferirse al detective que lo habíadetenido como Wunder Boy.

Llegué al Departamento 124 en laplanta trece del edificio de los juzgadosde lo penal a las 10.45, pero la salaestaba vacía a excepción de Marianne,la secretaria de la jueza. Pasé por laportezuela y me acerqué a su puesto.

—¿Aún no tienen el horario? —pregunté.

—Le estábamos esperando. Llamaré

a todo el mundo y se lo diré a la jueza.—¿Está furiosa conmigo?Marianne se encogió de hombros.

No iba a responder por la magistrada. Ymenos ante un abogado defensor. Peroen cierto modo me estaba diciendo quela jueza no estaba contenta.

—¿Sigue ahí Scales?—Debería. No sé adónde ha ido Joe.Me volví y me acerqué a la mesa de

la defensa. Me senté a esperar.Finalmente, la puerta del calabozo seabrió y salió Joe Frey, el alguacilasignado al 124.

—¿Aún tiene a mi chico ahí?—Por los pelos. Pensábamos que

otra vez no se iba a presentar. ¿Quierepasar?

Me sostuvo la puerta de acero y yoentré en una pequeña sala con unaescalera que subía al calabozo deltribunal en la planta catorce y dospuertas que conducían a las pequeñassalas de detención de la 124. Una de laspuertas tenía un panel de cristal parareuniones entre abogado y cliente y vi aSam Scales sentado solo a la mesa,detrás del cristal. Llevaba un mononaranja y tenía esposas de acero en lasmuñecas. Lo estaban reteniendo sinposibilidad de fianza porque su últimadetención violaba la libertad

condicional de su condena del casoTrimSlim6. El dulce trato que le habíaconseguido en aquel caso iba a irse porel retrete.

—Por fin —dijo Scales cuando yoentré.

—Como si fueras a ir a algún sitio.¿Estás preparado para esto?

—Si no tengo elección.Me senté enfrente de él.—Sam, siempre tienes opción. Pero

deja que te lo explique otra vez. Te hanpillado bien con esto, ¿vale? Te pillarondesplumando a la gente que queríaayudar a las víctimas de uno de lospeores desastres naturales de la historia.

Tienen a tres cómplices que aceptarontratos para declarar contra ti. Tienen lalista de números de tarjetas de créditoen tu posesión. Lo que estoy diciendo esque al final del día, el juez y el juradovan a tener tanta compasión de ti (si sela puede llamar así) como de unviolador de niños. Quizá todavía menos.

—Todo eso ya lo sé, pero soy unvalor útil para la sociedad. Podríaeducar a gente. Que me pongan en lasescuelas. En clubes de campo. Que mepongan en libertad condicional y le diréa la gente de qué tiene que tenercuidado.

—La gente ha de tener cuidado de ti.

Has estropeado tu oportunidad de la otravez y el fiscal dice que es su últimaoferta en esto. La única cosa que tegarantizo es que no tendrán compasión.

Muchos de mis clientes son comoSam Scales. Creen hasta la desesperanzaque hay una luz detrás de la puerta. Y yosoy el que ha de decirles que la puertaestá cerrada y que la bombilla hacemucho que se fundió.

—Entonces supongo que he dehacerlo —dijo Scales, mirándome conojos que me culpaban por no encontrarleuna vía de escape.

—Es tu elección. Si quieres unjuicio, vamos a juicio. Tu riesgo es a

diez años más el que te queda de lacondicional. Si les cabreas mucho,pueden enviarte el FBI para que losfederales te acusen de fraudeinterestatal, si quieren.

—Deja que te pregunte algo. Sivamos a juicio, ¿podemos ganar?

Casi me reí, pero todavía sentíacierta simpatía por él.

—No, Sam, no podemos ganar. ¿Nohas estado escuchando lo que te heestado diciendo estos dos meses? Tetienen. No puedes ganar. Pero estoy aquípara hacer lo que tú quieras. Como hedicho, si quieres un juicio, iremos ajuicio. Pero he de decirte que si vamos,

tendrás que pedirle a tu madre que mevuelva a pagar. Sólo me ha pagado hastahoy.

—¿Cuánto te ha pagado ya?—Ocho mil.—¡Ocho de los grandes! ¡Eso es el

dinero de su jubilación!—Me sorprende que aún le quede

algo en la cuenta con un hijo como tú.Me miró con agudeza.—Lo siento, Sam. No debería haber

dicho eso. Por lo que me ha dicho, eresun buen hijo.

—Joder, tendría que haber ido a lafacultad de Derecho. Tú eres unestafador como yo. ¿Lo sabes, Haller?

Sólo que ese papel que te dan te hacelegal en la calle, nada más.

Siempre culpan al abogado porganarse la vida. Como si fuera un crimencobrar por ganarse la vida. Lo queScales acababa de decirme habríaprovocado una reacción casi violentacuando hacía uno o dos años que habíasalido de la facultad de Derecho. Peroya había oído el mismo insulto muchasveces para hacer otra cosa quesoportarlo.

—¿Qué quieres que te diga, Sam?Ya hemos tenido esta conversación.

Él asintió y no dijo nada. Lointerpreté como una aceptación tácita de

la oferta de la fiscalía. Cuatro años en elsistema penal estatal y una multa de diezmil dólares, seguido por cinco años decondicional. Saldría en dos años ymedio, pero la condicional sería unapesada losa para que un timador nato lasuperara ileso. Al cabo de unos minutosme levanté para irme. Llamé a la puertaexterior y el ayudante Frey me dejóentrar de nuevo en la sala del tribunal.

—Está preparado —dije.Ocupé mi asiento en la mesa de la

defensa y Frey enseguida trajo a Scales,que se sentó a mi lado. Todavía llevabalas esposas. No me dijo nada. Al cabode unos pocos minutos más, Glenn

Bernasconi, el fiscal que trabajaba en el124, bajó desde su despacho en la plantaquince y yo le dije que estábamospreparados para aceptar la disposiciónsobre el caso.

A las once de la mañana, la juezaJudith Champagne salió de su despachoy ocupó su lugar, y Frey llamó al ordenen la sala. La jueza era una rubiamenuda y atractiva que había sido fiscaly que llevaba en el cargo al menosdesde que yo tenía licencia. Era de lavieja escuela en todo, justa pero dura, ygobernaba su sala como un feudo. Aveces incluso traía a su perro, un pastoralemán que se llamaba Justicia, al

trabajo. Si la jueza hubiera tenido algúntipo de intervención en la sentenciacuando Sam Scales se enfrentó a ella, nohabría sido misericordiosa. Eso es loque hice por Sam Scales, tanto si éste losabía como si no. Con el trato le habíasalvado de Champagne.

—Buenos días —dijo la jueza—.Me alegro de ver que ha podido llegarhoy, señor Haller.

—Pido disculpas, señoría. Estabaatrapado en el tribunal del juez Flynn enCompton.

Era cuanto tenía que decir. La juezaconocía a Flynn. Todos lo conocían.

—Y en el día de San Patricio, nada

menos —dijo ella.—Sí, señoría.—Entiendo que tenemos una

disposición en el asunto del Mentor delTsunami. —Inmediatamente miró a laestenógrafa—. Michelle, tache eso.

Miró de nuevo a los abogados.—Entiendo que tenemos una

disposición en el caso Scales. ¿Es así?—Así es —dije—. Estamos listos

para proceder.—Bien.Bernasconi medio leyó, medio

repitió de memoria la jerga legalnecesaria para aceptar un trato con elacusado. Scales renunció a sus derechos

y se declaró culpable de los cargos. Nodijo nada más que esa palabra. La juezaaceptó el acuerdo de disposición y losentenció en los términos establecidos.

—Es usted un hombre afortunado,señor Scales —dijo cuando huboterminado—. Creo que el señorBernasconi ha sido muy generoso conusted. Yo no lo habría sido.

—Yo no me siento tan afortunado,señoría —dijo Scales.

El ayudante Frey le dio un golpecitoen el hombro desde atrás. Scales selevantó y se volvió hacia mí.

—Supongo que ya está —dijo.—Buena suerte, Sam —dije.

Lo sacaron de la sala por la puertade acero y yo observé cómo ésta secerraba tras él. No le había estrechadola mano.

13

El complejo municipal de Van Nuys esuna gran explanada de hormigón rodeadapor edificios gubernamentales. Ancladaen un extremo, está la División de VanNuys del Departamento de Policía deLos Ángeles. En uno de los lados haydos tribunales dispuestos enfrente de unabiblioteca pública y el edificioadministrativo de la ciudad. En la otrapunta del paseo de hormigón y cristal sealzan un edificio de administraciónfederal y una oficina de correos.

Esperé a Louis Roulet en uno de los

bancos de hormigón cercanos a labiblioteca. La plaza estabaprácticamente desierta a pesar de quehacía un tiempo espléndido. No como eldía anterior, cuando el lugar estaba arebosar de cámaras, medios y criticones,todos acumulándose en torno a RobertBlake y sus abogados mientras éstostrataban de convertir en inocencia unveredicto de no culpable.

Era una tarde bonita, y a mínormalmente me gusta estar al aire libre.La mayor parte de mi trabajo sedesarrolla en tribunales sin ventanas oen el asiento de atrás de mi Town Car,así que me lo llevo fuera siempre que

tengo ocasión. Pero esta vez no estabasintiendo la brisa ni fijándome en el airefresco. Estaba molesto porque LouisRoulet llegaba tarde y porque lo que mehabía dicho Sam Scales respecto a queera un timador con permiso decirculación estaba creciendo como uncáncer en mi mente.

Cuando finalmente vi a Rouletcruzando la plaza hacia mí, me levantépara reunirme con él.

—¿Dónde ha estado? —dijeabruptamente.

—Le dije que llegaría lo antesposible. Estaba enseñando una casacuando ha llamado.

—Demos un paseo.Me dirigí al edificio federal porque

sería el trayecto más largo antes de quetuviéramos que dar media vuelta. Mireunión con Minton, el nuevo fiscalasignado al caso, iba a celebrarse alcabo de veinticinco minutos, en el másviejo de los dos tribunales. Me di cuentade que no parecíamos un abogado y sucliente discutiendo un caso. Quizás unabogado y su asesor inmobiliariodiscutiendo la adquisición de un terreno.Yo llevaba mi Hugo Boss y Roulet untraje color habano encima de un polo decuello alto. Llevaba mocasines conpequeñas hebillas plateadas.

—No va a enseñar ninguna casa enPelican Bay —le dije.

—¿Qué se supone que significa eso?¿Dónde está eso?

—Es un bonito nombre para unaprisión de máxima seguridad adondemandan a los violadores violentos. Va aencajar muy bien con su cuello alto y susmocasines.

—Oiga, ¿qué pasa? ¿De qué va esto?—Va de un abogado que no puede

tener a un cliente que le miente. Dentrode veinte minutos voy a ir a ver al tipoque quiere mandarle a Pelican Bay.Necesito toda la información posiblepara tratar de evitar que vaya, y no me

ayuda descubrir que ha estadomintiéndome.

Roulet se detuvo y se volvió haciamí. Levantó las manos, con las palmasabiertas.

—¡No le he mentido! Yo no hiceesto. No sé qué quiere esa mujer, peroyo…

—Deje que le pregunte algo, Louis.Usted y Dobbs dijeron que había pasadoun año en la facultad de Derecho de laUCLA, ¿no? ¿No le enseñaron nadaacerca del vínculo de confianzaabogado-cliente?

—No lo sé. No lo recuerdo. Noestuve lo suficiente.

Di un paso hacia él, invadiendo suespacio.

—¿Ve? Es un puto mentiroso. No fuea la UCLA un año. Ni siquiera fue unputo día.

Él bajó las manos y se golpeó en loscostados.

—¿De eso se trata, Mickey?—Sí, de eso se trata, y de ahora en

adelante no me llame Mickey. Misamigos me llaman así. No mis clientesmentirosos.

—¿Qué tiene que ver con este casosi fui o no fui a la facultad de Derechohace diez años? No…

—Porque si me miente en esto,

entonces puede mentirme en cualquiercosa, y si ocurre eso no voy a poderdefenderle.

Lo dije demasiado alto. Me fijé enque nos miraban un par de mujeressentadas en un banco cercano. Llevabaninsignias de jurados en las blusas.

—Vamos. Por aquí.Di media vuelta y empecé a andar

hacia la comisaría de policía.—Mire —dijo Roulet con voz débil

—, mentí por mi madre, ¿vale?—No, no vale. Explíquemelo.—Mi madre y Cecil creen que fui a

la facultad de Derecho un año. Quieroque continúen creyéndolo. Él sacó el

tema y yo no le llevé la contraria. ¡Perofue hace diez años! ¿Qué mal había?

—El mal es mentirme —dije—.Puede mentirle a su madre, a Dobbs, asu sacerdote y a la policía. Pero cuandole pregunte algo directamente, no memienta. He de trabajar con la ventaja detener datos fiables de usted. Datosincontrovertibles. Así que si le hago unapregunta, dígame la verdad. Todo elresto del tiempo puede decir lo quequiera y lo que le haga sentir bien.

—Vale, vale.—Si no estuvo en la facultad de

Derecho, ¿dónde estuvo?Roulet negó con la cabeza.

—En ningún sitio. Simplemente nohice nada durante un año. La mayorparte del tiempo estuve en miapartamento cercano al campus, leyendoy pensando en lo que realmente queríahacer con mi vida. La única cosa quesabía seguro era que no quería serabogado. Sin faltarle.

—No se preocupe. Así que se quedóallí un año y decidió que iba a venderpropiedades inmobiliarias a la genterica.

—No, eso vino después. —Se rió demanera autodespreciativa—. Enrealidad decidí ser escritor (habíaestudiado literatura inglesa) y traté de

escribir una novela. No tardé mucho endarme cuenta de que no podría. Al finalfui a trabajar con mi madre. Ella queríaque lo hiciera.

Me calmé. La mayor parte de mirabia había sido un número, de todosmodos. Estaba tratando de prepararlopara el interrogatorio más importante.Pensé que ahora ya estaba listo para eso.

—Bueno, ahora que está limpio yconfesándolo todo, Louis, hábleme deReggie Campo.

—¿Qué pasa con ella?—Iba a pagar por el sexo, ¿no?—¿Qué le hace decir…?Se calló cuando me detuve otra vez y

lo agarré por una de sus caras solapas.Era más alto y más grande que yo, peroyo contaba con la posición de poder enla conversación. Lo estaba presionando.

—Responda la pregunta, joder.—Muy bien, sí, iba a pagar. Pero

¿cómo lo sabe?—Porque soy un abogado de puta

madre. ¿Por qué no me dijo eso elprimer día? ¿No se da cuenta de cómocambia el caso?

—Mi madre. No quería que mimadre supiera… ya sabe.

—Louis, vamos a sentarnos.Lo llevé hasta uno de los bancos

largos que había junto a la comisaría de

policía. Había mucho espacio y nadiepodía oírnos. Me senté en medio delbanco y él se sentó a mi derecha.

—Su madre no estaba en la salacuando estábamos hablando del caso. Nisiquiera creo que estuviera allí cuandohablamos de la facultad de Derecho.

—Pero estaba Cecil, y él se locuenta todo.

Asentí y tomé mentalmente nota paraapartar por completo a Dobbs de lascuestiones relacionadas con el caso apartir de ese momento.

—Vale, creo que lo entiendo. Pero¿cuánto tiempo iba a dejar pasar sincontármelo? ¿No se da cuenta de cómo

eso lo cambia todo?—No soy abogado.—Louis, deje que le explique un

poco cómo funciona esto. ¿Sabe lo quesoy yo? Soy un neutralizador. Mi trabajoconsiste en neutralizar los argumentos dela fiscalía. Coger cada uno de losindicios o pruebas y encontrar una formade eliminarlos de la discusión. Piense enesos malabaristas del paseo de Venice.¿Ha ido allí alguna vez? ¿No ha visto altipo que va haciendo girar esos platos enesos palitos?

—Creo que sí. Hace mucho tiempoque no paso por ahí.

—No importa. El tipo tiene esos

palitos delgados y pone un plato encimade cada uno y lo hace girar de maneraque permanezca en equilibrio. Tienemuchos girando al mismo tiempo y semueve de plato a plato y de palito apalito para asegurarse de que todo estágirando y en equilibrio, de que todo sesostiene. ¿Me sigue?

—Sí, entiendo.—Bueno, eso son los argumentos de

la fiscalía, Louis. Un puñado de platosque giran. Y cada uno de esos platos esuna prueba contra usted. Mi trabajoconsiste en coger cada uno de los platosy detener su giro para que caiga al suelocon tanta fuerza que se haga añicos y no

se pueda volver a utilizar. Si el platoazul contiene la sangre de la víctima ensus manos, entonces necesito encontraruna forma de hacerlo caer. Si el platoamarillo tiene una navaja con sus huellasdactilares ensangrentadas en el mango,entonces una vez más he de derribarlo.Neutralizarlo. ¿Me sigue?

—Sí, le sigo. Le…—Ahora, en medio de este campo de

platos hay uno muy grande. Es una putafuente de ensalada, Louis, y si ése caeva a arrastrar a todos los demás en sucaída. Si cae, caen todos los platos.Todo el caso se derrumba. ¿Sabe cuál esesa fuente, Louis?

Negó con la cabeza.—Esa gran fuente es la víctima, el

principal testigo de la acusación. Sipodemos derribar ese plato, entonces elnúmero ha terminado y la multitud se va.

Esperé un momento para ver si iba areaccionar. No dijo nada.

—Louis, durante casi dos semanasme ha negado el método por el cualpuedo hacer caer la gran fuente. Planteala pregunta de por qué. ¿Por qué un tipocon dinero a su disposición, con unRolex en la muñeca, un Porsche en elaparcamiento y domicilio en HolmbyHills necesita usar una navaja paraconseguir sexo de una mujer que lo

vende? Cuando todo se reduce a esapregunta, el caso empieza aderrumbarse, Louis, porque la respuestaes simple. No lo haría. El sentido comúndice que no lo haría. Y cuando uno llegaa esa conclusión, todos los platos dejande girar. Se ve el montaje, se ve latrampa, y es el acusado el que empieza aaparecer como la víctima.

Lo miré y él asintió.—Lo siento —dijo.—Y tanto —dije—. El caso habría

empezado a derrumbarse hace dossemanas y probablemente no estaríamosaquí sentados ahora mismo si hubierasido franco conmigo desde el principio.

En ese momento me di cuenta decuál era el origen de mi rabia y no era elhecho de que Roulet hubiera llegadotarde o que me hubiera mentido o queSam Scales me hubiera tratado deestafador con permiso de circulación.Sentía rabia porque veía que el clientefilón se me escapaba. No habría juicioen ese caso, no habría minuta de seiscifras. Tendría suerte si podía quedarmeel depósito que había cobrado alprincipio. El caso iba a terminar ese díacuando entrara en la oficina del fiscal yle dijera a Ted Minton lo que sabía y loque tenía.

—Lo siento —dijo otra vez Roulet

con voz lastimera—. No queríacomplicar las cosas.

Yo estaba mirando el suelo quehabía entre nuestros pies. Sin mirarlo meacerqué y le puse la mano en el hombro.

—Siento haberle gritado antes,Louis.

—¿Qué hacemos ahora?—Tengo que hacerle unas pocas

preguntas más acerca de esa noche yluego voy a subir a ese edificio y mereuniré con el fiscal para derribar todossus platos. Creo que cuando salga de allíesto podría haber terminado y estarálibre para volver a enseñar mansiones alos ricos.

—¿Así de fácil?—Bueno, formalmente puede que él

quiera ir a un tribunal y pedirle al juezque desestime el caso.

Roulet abrió la boca, impresionado.—Señor Haller, no puedo expresarle

cómo…—Puede llamarme Mickey. Lamento

lo de antes.—No se preocupe. Gracias. ¿Qué

preguntas quiere que responda?Pensé un momento. En realidad no

necesitaba nada más para ir a mi reunióncon Minton. Iba bien cargado. Teníapruebas para que mi cliente saliera enlibertad.

—¿Qué ponía en la nota? —pregunté.

—¿Qué nota?—La que le dio ella en la barra de

Morgan’s.—Oh, ponía su dirección y luego

escribió «cuatrocientos dólares», ydebajo de eso escribió «después de lasdiez».

—Lástima que no la tengamos. Perocreo que no nos hará falta.

Miré mi reloj. Todavía tenía quinceminutos hasta la reunión, pero habíaterminado con Roulet.

—Ahora puede irse, Louis. Lellamaré cuando esto haya terminado.

—¿Está seguro? Puedo esperar aquísi quiere.

—No sé cuánto tardará. Voy a tenerque explicárselo todo. Probablementetendrá que llevárselo a su jefe. Puedetardar bastante.

—Muy bien, entonces supongo queme voy. Pero llámeme, ¿sí?

—Sí, lo haré. Probablemente iremosa ver al juez el lunes o el martes, y todohabrá terminado.

Me tendió la mano y yo se laestreché.

—Gracias, Mick. Es el mejor. Sabíaque tenía al mejor abogado cuando locontraté.

Observé que volvía caminando porla plaza y se metía entre dos tribunalesen dirección al garaje público.

—Sí, soy el mejor —me dije a mímismo.

Sentí la presencia de alguien y mevolví para ver a un hombre sentado a milado en el banco. Él se volvió y memiró. Nos reconocimos al mismotiempo. Era Howard Kurlen, undetective de homicidios de la Divisiónde Van Nuys. Nos habíamos encontradoen unos pocos casos a lo largo de losaños.

—Bueno, bueno, bueno —dijoKurlen—. El orgullo de la judicatura de

California. No habla solo, ¿no?—Quizá.—Eso puede ser malo para un

abogado si se corre la voz.—No me preocupa. ¿Cómo le va,

detective?Kurlen estaba desenvolviendo un

sándwich que había sacado de una bolsamarrón.

—Un día complicado. Almuerzotarde.

Sacó del envoltorio un sándwich demantequilla de cacahuete. Había unacapa de algo más además de lamantequilla de cacahuete, pero no erajalea. No supe identificarlo. Miré mi

reloj. Todavía tenía unos minutos antesde que tuviera que ponerme en la coladel detector de metales en la entrada deltribunal, pero no estaba seguro de quequisiera pasarlos con Kurlen y susándwich de aspecto horrible. Pensé ensacar a colación el veredicto del casoBlake, echárselo en cara un poco alDepartamento de Policía de LosÁngeles, pero Kurlen golpeó primero.

—¿Cómo le va a mi niño Jesús? —preguntó el detective.

Kurlen había sido el detective jefedel caso Menéndez. Lo había cerradotan bien que a Menéndez no le quedóotra alternativa que declararse culpable

y cruzar los dedos. Aun así le cayóperpetua.

—No lo sé —respondí—. Ya nohablo con Jesús.

—Sí, supongo que una vez que sedeclaran culpables y van a prisión ya noson de utilidad para usted. No hayapelación, no hay nada.

Asentí con la cabeza. Todos lospolis tenían cierta dosis de cinismo conlos abogados defensores. Era como sicreyeran que sus propias acciones einvestigaciones estaban más allá de todocuestionamiento o reproche. No creíanen un sistema judicial basado en losmecanismos de control y equilibrios de

poder.—Como usted, supongo —dije—.

Al siguiente caso. Espero que su díacomplicado suponga que está trabajandopara conseguirme otro cliente.

—No lo miro de ese modo. Pero meestaba preguntando si puede dormir bienpor la noche.

—¿Sabe lo que me estabapreguntando yo? ¿Qué demonios hay enese sándwich?

Me mostró lo que quedaba delsándwich.

—Mantequilla de cacahuete ysardinas. Mucha buena proteína para quepueda pasar otro día persiguiendo

cerdos. No ha contestado mi pregunta.—Duermo bien, detective. ¿Sabe por

qué? Porque desempeño un papelimportante en el sistema. Una partenecesaria, igual que la suya. Cuandoalguien es acusado de un crimen, tiene laoportunidad de poner a prueba elsistema. Si quieren hacerlo, acuden a mí.De eso se trata. Cuando uno entiendeeso, no tiene problemas para dormir.

—Buena historia. Espero que se lacrea cuando cierre los ojos.

—¿Y usted, detective? ¿Nunca hapuesto la cabeza en la almohada y se hapreguntado si no ha metido en la cárcel agente inocente?

—No —dijo con rapidez, con laboca llena de sándwich—. Nunca me hapasado, ni me pasará.

—Ha de ser bonito estar tan seguro.—Un tipo me dijo una vez que

cuando llegas al final de tu camino hasde mirar al montón de leña de lacomunidad y decidir si has añadido leñao sólo has quitado. Bueno, yo añadoleña al montón, Haller. Duermo bien porla noche. Pero me pregunto por usted ylos de su clase. Ustedes los abogadosson todos de los que retiran leña delmontón.

—Gracias por el sermón. Lorecordaré la próxima vez que esté

cortando leña.—Si no le gusta éste, tengo un chiste

para usted. ¿Cuál es la diferencia entreun bagre y un abogado defensor?

—Hum, no lo sé, detective.—Uno se alimenta de la porquería

del fondo y el otro es un pez.Se rió a carcajadas. Me levanté. Era

hora de irse.—Espero que se lave los dientes

después de comerse algo así —dije—.Si no, compadezco a su compañero.

Me alejé, pensando en lo que mehabía dicho del montón de leña y en elcomentario de Sam Scales de que yo eraun estafador con permiso de circulación.

Estaba recibiendo por todos lados.—Gracias por el consejo —gritó

Kurlen a mi espalda.

14

Ted Minton había dispuesto que nosreuniéramos para discutir el caso Rouleten privado, y por ese motivo habíaprogramado la cita en un horario en quesabía que el ayudante del fiscal deldistrito con el que compartía espacioestaría en el tribunal. Minton me recibióen la zona de espera y me acompañó. Noaparentaba más de treinta años, perohacía gala de un porte de seguridad.Probablemente yo contaba con diez añosy un centenar de juicios más que él, peroaun así no me mostró signo alguno de

deferencia o respeto. Actuó como si lareunión fuera una molestia que estabaobligado a soportar. Estaba bien. Era lohabitual. De hecho, puso más gasolinaen mi depósito.

Cuando llegamos a su pequeñodespacho sin ventanas, me ofreció lasilla de su compañero y cerró la puerta.Nos sentamos y nos miramos el uno alotro. Dejé que comenzara él.

—Bueno —dijo—. Para empezar,quería conocerle. Soy nuevo aquí en elvalle de San Fernando y no he conocidoa muchos miembros del sector de ladefensa. Sé que es uno de esos tipos quecubren todo el condado, pero no nos

hemos encontrado antes.—Puede que sea porque no ha

trabajado en muchos casos de delitosgraves antes.

Sonrió y asintió como si yo mehubiera apuntado algún tipo de tanto.

—Puede que tenga razón —dijo—.El caso es que he de decirle que cuandoestuve en la facultad de Derecho de laUniversidad del Sur de California leí unlibro de su padre y sus casos. Creo quese llamaba Haller por la defensa. Algoasí. Un hombre interesante y una épocainteresante.

Asentí con la cabeza.—Murió antes de que llegara a

conocerlo de verdad, pero se publicaronalgunos libros sobre él y los he leídotodos más de unas cuantas veces.Probablemente por eso terminé haciendolo que hago.

—Ha de ser duro, conocer a unpadre a través de los libros.

Me encogí de hombros. No creía queMinton y yo tuviéramos necesidad deconocernos tan bien el uno al otro,particularmente a la luz de lo que estabaa punto de hacerle.

—Son cosas que pasan —dije.—Sí.Minton juntó las manos en un gesto

de ponerse en faena.

—Muy bien, estamos aquí parahablar del caso Roulet, ¿no?

—Louis Ross Roulet, sí.—Veamos, tengo algunas cosas aquí.Hizo girar la silla para volverse

hacia su escritorio, cogió una finacarpeta y se volvió para dármela.

—Quiero jugar limpio. Éstos son loshallazgos que tenemos hasta estemomento. Sé que no he de dárselo hastael día de la lectura oficial de cargos,pero, qué demonios, seamos cordiales.

Sé por experiencia que cuando losfiscales te dicen que están jugandolimpio es mejor no darles la espalda.Hojeé el expediente de hallazgos, pero

no estaba leyendo nada realmente. Lacarpeta que Levin había recopilado paramí era al menos cuatro veces másgruesa. No estaba entusiasmado porqueMinton tuviera tan poco. Sospechabaque se guardaba cosas. La mayoría delos fiscales te hacen sudar paraconseguir las pruebas. Has de pedirlasreiteradamente hasta el punto de ir altribunal a quejarte ante el juez de ello.Pero Minton me había entregado almenos parte de ellas como si tal cosa. Obien tenía que aprender más de lo queimaginaba acerca de la acusación encasos de delitos graves o me la estabajugando de algún modo.

—¿Esto es todo? —pregunté.—Todo lo que yo tengo.Así era siempre. Si el fiscal no lo

tenía, entonces podía demorar su entregaa la defensa. Sabía a ciencia cierta —como si hubiera estado casado con unafiscal— que no era nada extraordinarioque un fiscal pidiera a losinvestigadores de la policía que setomaran su tiempo para entregar toda ladocumentación. De este modo podíandarse la vuelta y decir al abogadodefensor que querían jugar limpio y noentregar prácticamente nada. Losabogados profesionales normalmente sereferían a las reglas de hallazgos como

reglas de la deshonestidad. Esto, porsupuesto, era válido para ambas partes.En teoría, los hallazgos eran una callede doble sentido.

—¿Y va a ir a juicio con esto?Agité la carpeta en el aire como para

subrayar que el peso de las pruebas eratan escaso como el de la carpeta.

—No me preocupa. Pero si quierehablar de una disposición, le escucharé.

—No, ninguna disposición en esto.Vamos a por todas. Vamos a renunciaral preliminar e iremos directamente ajuicio. Sin retrasos.

—¿No va a renunciar al juiciorápido?

—No. Tiene sesenta días desde ellunes para dar la cara o callar.

Minton frunció los labios como si loque yo acababa de decirle fuera sólo uninconveniente menor y una sorpresa. Pormás que disimulara, sabía que le habíaasestado un golpe sólido.

—Bueno, entonces, supongo quedeberíamos hablar de hallazgounilateral. ¿Qué tiene para mí?

Había abandonado el tono amable.—Todavía lo estoy componiendo —

dije—, pero lo tendré para la vista dellunes. Aunque la mayor parte de lo quetengo probablemente ya está en estearchivo que me ha dado, ¿no cree?

—Seguramente.—Sabe que la supuesta víctima es

una prostituta que se había ofrecido a micliente allí mismo, ¿no? Y que hacontinuado en esa línea de trabajo desdeel incidente alegado, ¿no?

La boca de Minton se abrió quizásun centímetro y luego se cerró. Lareacción fue suficientemente reveladora.Le había asestado un mazazo. Sinembargo, se recuperó con rapidez.

—De hecho —dijo—, soyconsciente de su ocupación. Pero lo queme sorprende es que usted ya lo sepa.Espero que no haya estado siguiendo ami víctima, señor Haller.

—Llámeme Mickey. Y lo que estoyhaciendo es el menor de sus problemas.Será mejor que estudie a fondo estecaso, Ted. Sé que es nuevo en delitosgraves y no querrá estrenarse con uncaso perdedor como éste. Especialmentedespués del fiasco Blake. Pero no hatenido suerte esta vez.

—¿De verdad? ¿Y cómo es eso?Miré por encima de su hombro al

ordenador que había en la mesa.—¿Ese trasto tiene reproductor de

DVD?Minton miró el equipo. Parecía

viejo.—Supongo. ¿Qué tiene?

Me di cuenta de que mostrarle elvídeo de vigilancia de la barra de Morgan’s equivalía a mostrarle el mejoras que tenía, pero estaba confiado enque una vez que lo viera no habríalectura de cargos el lunes, no habríacaso. Mi trabajo era neutralizar el casoy liberar a mi cliente de la maquinariade la fiscalía. Ésa era la forma dehacerlo.

—No tengo el conjunto de mishallazgos, pero tengo esto —dije.

Le pasé a Minton el DVD que mehabía dado Levin. El fiscal lo introdujoen su ordenador.

—Es de la barra de Morgan’s —le

expliqué cuando él intentabareproducirlo—. Vuestros chicos nuncafueron allí, pero el mío sí. Es deldomingo por la noche del supuestoataque.

—Y podría haber sido manipulado.—Podría, pero no lo ha sido. Puede

comprobarlo. Mi investigador tiene eloriginal y le pediré que lo tengadisponible después de la lectura decargos.

Superadas algunas dificultades,Minton puso en funcionamiento el DVD.Lo observé en silencio mientras yoseñalaba el tiempo y los mismosdetalles que Levin me había hecho notar,

sin olvidar al señor X y el hecho de quefuera zurdo. Minton lo pasó deprisacomo yo le ordené y luego lo ralentizópara ver el momento en que ReggieCampo se acercaba a mi cliente en labarra. Tenía una mueca de concentraciónen el rostro. Cuando terminó, sacó eldisco y lo sostuvo.

—¿Puedo quedármelo hasta quetenga el original?

—Claro.Minton volvió a guardar el disco en

su estuche y lo colocó en lo alto de unapila de carpetas que tenía sobre la mesa.

—Vale, ¿qué más? —preguntó.En esta ocasión fue mi boca la que

dejó entrar un poco de luz.—¿Cómo que qué más? ¿No es

suficiente?—¿Suficiente para qué?—Mire, Ted, ¿por qué no nos

dejamos de chorradas?—Hágalo, por favor.—¿De qué estamos hablando aquí?

Ese disco hace añicos el caso.Olvidémonos de la lectura de cargos ydel juicio y hablemos de ir al tribunal lasemana que viene con una mociónconjunta para que se retiren los cargos.Quiero que retire esta mierda conperjuicio, Ted. Que no vuelvan sobre micliente si alguien aquí decide cambiar

de opinión.Minton sonrió y negó con la cabeza.—No puedo hacer eso, Mickey. Esta

mujer resultó mal herida. Fue agredidapor un animal y no voy a retirar nadacontra…

—¿Mal herida? Ha estadorecibiendo clientes otra vez toda lasemana. Usted…

—¿Cómo sabe eso?Negué con la cabeza.—Joder, estoy tratando de ayudarle,

de ahorrarle un bochorno, y lo único quele preocupa es si he cruzado algún tipode línea con la víctima. Bueno, tengonoticias para usted. Ella no es la

víctima. ¿No ve lo que tiene aquí? Sieste asunto llega a un jurado y ellos venel disco, todos los platos caen, Ted. Sucaso habrá terminado y tendrá quevolver aquí y explicarle a su jefeSmithson cómo es que no lo vio venir. ASmithson no le gusta perder. Y despuésde lo que ocurrió ayer, diría que sesiente un poco más apremiado alrespecto.

—Las prostitutas también pueden servíctimas. Incluso las aficionadas.

Negué con la cabeza. Decidí mostrartodas mis bazas.

—Ella le engañó —dije—. Sabíaque tenía dinero y le tendió una trampa.

Quiere demandarlo y cobrar. O bien segolpeó ella misma o le pidió a su amigodel bar, el zurdo, que lo hiciera. Ningúnjurado en el mundo se va a tragar lo queestá vendiendo. Sangre en la mano ohuellas en la navaja… lo prepararontodo después de que lo noquearan.

Minton asintió como si siguiera lalógica de mi discurso, pero de repentesalió con algo que no venía a cuento.

—Me preocupa que esté tratando deintimidar a mi víctima siguiéndola yacosándola.

—¿Qué?—Conoce las reglas. Deje en paz a

la víctima o iremos a hablar con un juez.

Negué con la cabeza y extendí lasmanos.

—¿Está escuchando algo de lo quele estoy diciendo aquí?

—Sí, he escuchado todo y no cambiami determinación. Aunque tengo unaoferta para usted, y será buena sólohasta la lectura de cargos del lunes.Después, se cierran las apuestas. Sucliente corre sus riesgos con un juez y unjurado. No me intimida usted ni lossesenta días. Estaré listo y esperando.

Me sentía como si estuviera bajo elagua, como si todo lo que había dichoestuviera atrapado en burbujas que seelevaban y eran arrastradas por la

corriente. Nadie podía oírmecorrectamente. En ese momento me dicuenta de que se me había escapadoalgo. Algo importante. No importaba lonovato que fuera Minton. No eraestúpido y por error yo había pensadoque estaba actuando como un estúpido.La oficina del fiscal del distrito delcondado de Los Ángeles reclutaba a losmejores de las mejores facultades deDerecho. Ya había mencionado laUniversidad del Sur de California ysabía que de su facultad de Derechosalían abogados de primer orden. Erasólo cuestión de experiencia. A Mintonpodía faltarle experiencia, pero eso no

significaba que anduviera corto deinteligencia legal. Entendí que tendríaque mirarme a mí mismo y no a Mintonpara comprender.

—¿Qué me he perdido? —pregunté.—No lo sé —dijo Minton—. Usted

es el que tiene la defensa de alto voltaje.¿Qué se le puede haber pasado?

Lo miré un segundo y lo comprendí.Había algo en esa fina carpeta que noestaba en la gruesa que había preparadoLevin. Algo que llevaba a la fiscalía asuperar el hecho de que Reggie Campovendía su cuerpo. Minton ya me lo habíadicho: «Las prostitutas también puedenser víctimas».

Quería detenerlo todo y mirar elarchivo de hallazgos de la fiscalía paracompararlo con todo lo que yo sabía delcaso. Pero no podía hacerlo delante deél.

—Muy bien —dije—. ¿Cuál es suoferta? No la aceptará, pero se lapresentaré.

—Bueno, tendrá que cumplir penade prisión. Eso no se discute. Estamosdispuestos a dejarlo todo en asalto conarma mortal e intento de agresión sexual.Iremos a la parte media de la horquilla,lo cual lo pondría en alrededor de sieteaños.

Hice un gesto de asentimiento.

Asalto con arma mortal e intento deagresión sexual. Una sentencia de sieteaños probablemente significaría cuatroaños reales. No era una mala oferta,pero sólo desde el punto de vista de queRoulet hubiera cometido el crimen. Siera inocente, no era aceptable.

Me encogí de hombros.—Se la trasladaré —dije.—Recuerde que es sólo hasta la

lectura de cargos. Así que, si quiereaceptarlo, será mejor que me llame ellunes a primera hora.

—Bien.Cerré el maletín y me levanté.

Estaba pensando en que Roulet

probablemente estaría esperando unallamada mía diciéndole que su pesadillahabía terminado y en cambio iba allamarle para hablarle de una oferta desiete años de cárcel.

Minton y yo nos estrechamos lasmanos. Le dije que le llamaría y medirigí a la salida. En el pasillo queconducía a la zona de recepción meencontré con Maggie McPherson.

—Hayley lo pasó bien el sábado —me contó hablando de nuestra hija—.Todavía está hablando de eso. Me dijoque también ibas a verla este fin desemana.

—Sí, si te parece bien.

—¿Estás bien? Pareces aturdido.—Está siendo una semana muy larga.

Me alegro de tener la agenda vacíamañana. ¿Qué le va mejor a Hayley, elsábado o el domingo?

—Cualquier día. ¿Acabas dereunirte con Ted por el caso Roulet?

—Sí, he recibido su oferta.Levanté el maletín para mostrar que

me llevaba la oferta de pacto de lafiscalía.

—Ahora voy a tener que intentarvenderlo —añadí—. Va a ser duro. Eltipo dice que no lo hizo.

—Pensaba que siempre decían eso.—No como este hombre.

—En fin, buena suerte.—Gracias.Nos dirigimos en sentidos opuestos

en el pasillo, pero recordé algo y lallamé.

—Eh, feliz San Patricio.—Ah.Maggie se volvió y se me acercó

otra vez.—Stacey va a quedarse un par de

horas más con Hayley y unos cuantosvamos a ir a Four Green Fields despuésde trabajar. ¿Te apetece una pinta decerveza verde?

Four Green Fields era un pubirlandés relativamente cercano al

complejo municipal. Lo frecuentabanabogados de ambos lados de lajudicatura. Las animosidades perdíanfuerza con el gusto de la Guinness atemperatura ambiente.

—No lo sé —dije—. Ahora he de iral otro lado de la colina para ver a micliente, pero nunca se sabe, podríavolver.

—Bueno, yo sólo tengo hasta lasocho y luego he de ir a relevar a Stacey.

—Vale.Nos separamos otra vez, y yo salí

del juzgado. El banco en el que me habíasentado con Roulet y luego con Kurlenestaba vacío. Me senté, abrí mi maletín

y saqué el archivo de hallazgos que mehabía dado Minton. Pasé los informes delos cuales ya había recibido copia através de Levin. No parecía haber nadanuevo hasta que llegué a un informe deanálisis comparativo de huellasdactilares que confirmaba lo quehabíamos pensado todo el tiempo; lashuellas dactilares de la navajapertenecían a mi cliente, Louis Roulet.

Aun así, no era suficiente parajustificar la actitud de Minton. Continuébuscando y me encontré con el informedel análisis del arma. El informe quehabía recibido de Levin eracompletamente diferente, como si

correspondiera a otro caso y a otraarma. Mientras lo leía rápidamente sentíel sudor en mi cuero cabelludo. Mehabían tendido una trampa. Me habíaabochornado en la reunión con Minton y,peor aún, le había advertido pronto detodo mi juego. El fiscal ya tenía el vídeod e Morgan’s y contaba con todo eltiempo que necesitaba a fin deprepararse para neutralizar su efecto enel juicio.

Finalmente, cerré de golpe lacarpeta y saqué el teléfono móvil. Levinrespondió después de dos tonos.

—¿Cómo ha ido? —preguntó—.¿Prima doble para todos?

—No. ¿Sabes dónde está la oficinade Roulet?

—Sí, en Canon, en Beverly Hills.Tengo la dirección exacta en la carpeta.

—Nos vemos allí.—¿Ahora?—Estaré allí dentro de media hora.Apreté el botón y puse fin a la

llamada sin más discusión. Acontinuación llamé a Earl. Debía dellevar puestos los auriculares de suiPod, porque no respondió hasta elséptimo tono.

—Ven a buscarme —dije—. Vamosal otro lado de la colina.

Cerré el teléfono y me levanté del

banco. Al caminar hacia el hueco entrelos dos tribunales y el sitio donde Earliba a recogerme, me sentí enfadado.Enfadado con Roulet, con Levin, y másque nada conmigo mismo. Pero tambiénera consciente del lado positivo de lasituación. La única cosa que estaba claraera que el cliente filón —y la gran pagaque lo acompañaba— no se habíaperdido. El caso iba a llegar a juicio ano ser que Roulet aceptara la oferta delestado. Y pensaba que las posibilidadesde que lo hiciera eran como lasposibilidades de que nieve en LosÁngeles. Puede ocurrir, pero no locreería hasta que lo viera.

15

Cuando los ricos de Beverly Hillsquieren dejarse pequeñas fortunas enropa y joyas van a Rodeo Drive. Cuandoquieren dejarse fortunas más grandes encasas y mansiones, caminan unas cuantasmanzanas hasta Canon Drive, donde seasientan las empresas inmobiliarias dea l t o standing, que exponen en susescaparates fotografías de sus ofertasmultimillonarias en caballetes dorados,como si fueran lienzos de Picasso o VanGogh. Allí es donde encontré WindsorResidential Estates y a Louis Roulet el

jueves por la tarde.Cuando llegué, Raul Levin ya estaba

esperando, y quiero decir esperando. Lohabían dejado en la sala de espera conuna botella de agua mientras Louishablaba por teléfono en su oficinaprivada. La recepcionista, una rubiaextremadamente bronceada con un cortede pelo que le colgaba por un lado de lacara como una guadaña, me dijo queaguardásemos sólo unos minutos más yque luego podíamos entrar los dos.Asentí con la cabeza y me alejé de suescritorio.

—¿Quieres decirme qué estápasando? —preguntó Levin.

—Sí, cuando entremos allí con él.El local estaba flanqueado a ambos

lados por cables de acero del suelo altecho que sostenían marcos de 20×25 cmcon fotos e información de laspropiedades en venta. Actuando como siestuviera examinando las filas de casasque no podría permitirme en un siglo,avancé hacia el fondo del pasillo, queconducía a las oficinas. Cuando lleguéallí reparé en una puerta abierta y oí lavoz de Louis Roulet. Sonaba como siestuviera concertando la visita de unamansión de Mulholland Drive con uncliente que quería que su nombre semantuviera confidencial. Miré de nuevo

a Levin, que todavía estaba cerca de lasfotos.

—Esto es una farsa —dije, y leseñalé a él.

Caminé por el pasillo hasta la lujosaoficina de Roulet. No faltaba elescritorio de rigor lleno de pilas depapeles y una gruesa lista de catálogosmúltiples. Roulet, sin embargo, noestaba sentado tras el escritorio, sino enuna zona de asientos situada a la derechade éste. Estaba recostado en un sofá conun cigarrillo en una mano y el teléfonoen la otra. Pareció sorprendido deverme y pensé que quizá larecepcionista no le había dicho que tenía

visitantes.Levin entró en la oficina detrás de

mí, seguido por la recepcionista, con suguadaña de cabello moviéndoseadelante y atrás mientras trataba deatrapar a mi investigador. Mepreocupaba que el filo le cortara lanariz.

—Señor Roulet, lo siento, acaban dellegar.

—Lisa, he de colgar —dijo Rouletal teléfono—. Volveré a llamarla.

Dejó el teléfono en su lugar sobre lamesa baja de cristal.

—Está bien, Robin —dijo—.Puedes retirarte.

Hizo un ademán con el dorso de lamano. Robin me miró como si yo fuerauna espiga de trigo que ella quisierasegar con ese filo dorado y salió. Yocerré la puerta y miré a Roulet.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo—. ¿Haterminado?

—Ni mucho menos —dije.Llevaba la carpeta de hallazgos de

la fiscalía. El informe del arma estabadelante y en el centro. Me acerqué y lodejé caer en la mesa de café.

—Sólo conseguí avergonzarme en laoficina del fiscal. El caso contra ustedse sostiene y probablemente iremos ajuicio.

Roulet se quedó abatido.—No lo entiendo —dijo—. Dijo que

iba a dejarlo en ridículo.—Resulta que el único que ha

quedado en ridículo he sido yo. Porqueme ha mentido otra vez. —Yvolviéndome a mirar a Levin, agregué—: Y porque dejaste que nos tendieranuna trampa.

Roulet abrió la carpeta. La página deencima era una fotografía en color deuna navaja con sangre en el mango negroy en el extremo del filo. No era la mismanavaja que aparecía fotocopiada en losregistros que Levin había conseguido desus fuentes policiales y que nos había

mostrado en la reunión celebrada en laoficina de Dobbs el primer día del caso.

—¿Qué demonios es eso? —dijoLevin, mirando la foto.

—Es una navaja. La buena, la queRoulet llevaba consigo cuando entró enel apartamento de Reggie Campo. Laque tiene la sangre de ella y las inicialesde él.

Levin se sentó en el sofá en el ladoopuesto al de Roulet. Yo me quedé depie y ambos me miraron. Empecé conLevin.

—Fui a ver al fiscal para pegarleuna patada en el culo y al final me la hapegado él a mí. ¿Quién es tu fuente,

Raul? Porque te dio una baraja marcada.—Espera un momento, espera un

momento. Ésa no…—No, tú espera un momento. El

informe que tenías de que el origen de lanavaja no se podía rastrear era falso. Lopusieron allí para jodernos. Paraengañarnos, y funcionó perfectamenteporque yo entré allí creyendo que hoy nopodía perder y simplemente le di elvídeo de la barra de Morgan’s. Lo saquécomo si fuera la mejor baza. Sólo que nolo era, maldita sea.

—Fue el corredor —dijo Levin.—¿Qué?—El corredor. El tipo que lleva los

informes entre la comisaría de policía yla oficina del fiscal. Le digo en quécasos estoy interesado y hace copiasextra para mí.

—Pues lo tienen fichado y lo hanusado perfectamente. Será mejor que lollames y le digas que si necesita un buenabogado defensor yo no estoydisponible.

Me di cuenta de que estabacaminando delante de ellos en el sofá,pero no me detuve.

—¿Y usted? —le dije a Roulet—.Ahora tengo el informe real del arma ydescubro que no sólo su navaja esartesanal, sino que puede relacionarse

directamente con usted porque tienen susputas iniciales. ¡Me ha mentido otra vez!

—No mentí —gritó Roulet a su vez—. Intenté decírselo. Dije que no era minavaja. Lo dije dos veces, pero nadieme escuchó.

—Entonces tendría que haberaclarado lo que quería decir. Sólo decirque la navaja no era suya era cómo decirque no lo hizo. Debería haber dicho:«Eh, Mick, podría haber un problemacon la navaja porque tengo una navaja,pero no es la de esta foto». ¿Qué creía,que simplemente iba a desaparecer?

—Por favor, ¿puede hablar bajo? —protestó Roulet—. Podría haber clientes

fuera.—¡Me da igual! A la mierda sus

clientes. No va a necesitar más clientesen el sitio al que lo van a mandar. ¿Nose da cuenta de que esa navaja superatodo lo que habíamos conseguido? Llevóun arma homicida a una cita con unaprostituta. La navaja no la colocaron.Era suya. Y eso quiere decir que ya nohay espacio para la trampa. ¿Cómovamos a argumentar que ella le tendióuna trampa cuando el fiscal puedeprobar que usted llevaba esa navajacuando entró por la puerta?

No respondió, pero yo tampoco le didemasiado tiempo para hacerlo.

—Lo hizo usted y ellos le tienen —dije, señalándolo—. No es de extrañarque no se molestaran en hacer ningunainvestigación de seguimiento en el bar.No se necesita ninguna investigación deseguimiento cuando tienen su navaja ysus huellas dactilares ensangrentadas enella.

—¡Yo no lo hice! Es una trampa. ¡Selo estoy diciendo! Era…

—¿Quién está gritando ahora? Mire,no me importa lo que me diga. No puedotratar con un cliente que miente, que nove la ventaja de decirle a su propioabogado lo que está pasando. Así que elfiscal del distrito le ha hecho una oferta

y creo que será mejor que la acepte.Roulet se sentó más erguido y cogió

el paquete de cigarrillos de la mesa.Sacó uno y lo encendió con el que ya seestaba fumando.

—No voy a declararme culpable dealgo que no hice —declaró, con la vozrepentinamente calmada después de unacalada del nuevo cigarrillo.

—Siete años. Saldrá en cuatro.Tiene hasta la vista del lunes y luego seacaba. Piénselo y luego dígame que lova a aceptar.

—No lo voy a aceptar. Yo no lo hicey si usted no va a llevarlo a juicio,encontraré a alguien que lo haga.

Levin sostenía la carpeta dehallazgos. Me agaché y se la quité conrudeza de las manos para poder leerpersonalmente el informe del arma.

—¿No lo hizo? —dije a Roulet—.Muy bien, si no lo hizo, entonces ¿leimportaría decirme por qué fue a ver aesa prostituta con su navaja Black Ninjahecha por encargo con un filo de docecentímetros, con sus iniciales grabadasen ambos lados de la hoja?

Una vez terminado de leer elinforme, se lo lancé a Levin. La carpetapasó entre sus manos y le golpeó en elpecho.

—¡Porque la llevo siempre!

La fuerza de la respuesta de Rouletacalló la sala. Caminé adelante y atrásotra vez, mirándolo.

—Siempre la lleva —afirmé.—Exacto. Soy agente inmobiliario.

Conduzco coches caros. Llevo joyascaras. Y con frecuencia me encuentrocon desconocidos en casas vacías.

Otra vez me dio que pensar. Porindignado que estuviera, todavíareconozco un brillo cuando lo veo.Levin se inclinó hacia delante y miró aRoulet y luego a mí. Él también lo vio.

—¿De qué está hablando? —dije—.Vende casas a gente rica.

—¿Cómo sabe que son ricos cuando

le llaman y le dicen que quieren ver unacasa?

Extendí las manos, confundido.—Tendrá algún tipo de sistema para

controlarlos.—Claro, podemos pedir un informe

de crédito y referencias. Pero aun así sereduce a lo que nos dan y a esa clase degente no le gusta esperar. Cuandoquieren ver una propiedad, quierenverla. Hay muchos agentesinmobiliarios. Si no actuamos conrapidez, algún otro lo hará.

Asentí con la cabeza. El brillocobraba fuerza. Quizás había algo con loque podría trabajar.

—Ha habido asesinatos, ¿sabe? —dijo Roulet—. A lo largo de los años.Todos los agentes inmobiliariosconocen el peligro que existe cuandovas solo a uno de esos sitios. Durante untiempo hubo un hombre llamado elViolador Inmobiliario. Atacaba yrobaba a mujeres en casas vacías. Mimadre…

No terminó. Yo esperé. Nada.—Su madre ¿qué?Roulet vaciló antes de responder.—Una vez estaba enseñando una

casa en Bel-Air. Estaba sola y creía queestaba segura porque era Bel-Air. Elhombre la violó. La dejó atada. Al ver

que no volvía a la oficina, fui a la casa yla encontré.

Los ojos de Roulet estaban perdidosen el recuerdo.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —pregunté.

—Unos cuatro años. Dejó de venderpropiedades después de que ocurrió eso.Se quedó en la oficina y nunca volvió amostrar una propiedad. Yo hacía lasventas. Fue entonces y por ese motivoque compré la navaja. La tengo desdehace cuatro años y la llevo a todaspartes, salvo en los aviones. Estaba enmi bolsillo cuando fui al apartamento.No pensé en eso.

Me dejé caer en la silla que estabaal otro lado de la mesa, enfrente delsofá. Mi mente estaba trabajando.Estaba viendo cómo podía funcionar.Todavía era una defensa que se basabaen la coincidencia. Campo le tendió unatrampa a Roulet y se aprovechó de lascircunstancias cuando encontró la navajadespués de dejarlo inconsciente. Podíafuncionar.

—¿Su madre presentó una denunciaa la policía? —preguntó Levin—. ¿Hubouna investigación?

Roulet negó con la cabeza al tiempoque aplastaba la colilla del cigarrillo enel cenicero.

—No, estaba demasiadoavergonzada. Temía que saliera en losperiódicos.

—¿Quién más lo sabe? —pregunté.—Eh, yo… y estoy seguro de que lo

sabe Cecil. Probablemente nadie más.No puede usar esto. Ella…

—No lo usaré sin su permiso —dije—, pero podría ser importante. Hablarécon ella.

—No, no quiero que…—Su vida y su sustento están en

juego, Louis. Si le envían a prisión, nolo superará. No se preocupe por sumadre. Una madre haría lo que hicierafalta para proteger a su pequeño.

Roulet bajó la mirada y negó con lacabeza.

—No lo sé… —dijo.Exhalé, tratando de liberar la tensión

con la respiración. Quizá podría evitarel desastre.

—Sé una cosa —dije—. Voy avolver a la fiscalía y a decirles quepasamos del trato. Iremos a juicio ycorreremos el riesgo.

16

Continué encajando golpes. El segundodirecto de la fiscalía no lo recibí hastadespués de que dejé a Earl en el granestacionamiento de las afueras dondeaparcaba su propio coche todas lasmañanas y yo mismo conduje el Lincolnhasta Van Nuys y el Four Green Fields.Era un bar de taburetes en VictoryBoulevard —quizá por eso les gustaba alos abogados—, con la barra en el ladoizquierdo y una fila de reservados demadera rallada a la derecha. Estaballeno como sólo puede estarlo un bar

irlandés en la noche de San Patricio.Supuse que la multitud era aún mayorque en años anteriores por el hecho deque esa fiesta de los bebedores caía enjueves, y muchos de los juerguistas ibana empezar un fin de semana largo. Yomismo me había asegurado de tener laagenda vacía el viernes. Siempre hagofiesta el día después de San Patricio.

Al empezar a abrirme paso a travésde la masa en busca de MaggieMcPherson, el Danny Boy de rigorempezó a sonar en una máquina dediscos situada en la parte de atrás. Enesta ocasión era una versión punk rockde principios de los ochenta y su ritmo

privaba de toda oportunidad de oír algocuando veía caras familiares y decíahola o preguntaba si habían visto a miexmujer. Los pequeños fragmentos deconversación que escuché al avanzarparecían monopolizados por RobertBlake y el asombroso veredicto del díaanterior.

Me encontré con Robert Gillen en lamultitud. El cámara buscó en su bolsillo,sacó cuatro billetes nuevos de ciendólares y me los dio. Los billetesprobablemente eran cuatro de los diezoriginales que le había pagado dossemanas antes en el tribunal de VanNuys cuando trataba de impresionar a

Cecil Dobbs con mis habilidades demanipulación de los medios. Ya le habíacobrado los mil a Roulet. Loscuatrocientos eran beneficio.

—Pensé que te encontraría aquí —me gritó en el oído.

—Gracias, Patas —le repliqué—.Me dará para unas copas.

Rió. Miré por encima de él a lamultitud en busca de mi exmujer.

—Cuando quieras, tío —dijo.Me dio un golpecito en el hombro

cuando yo me escurrí a su lado y seguíempujando para abrirme paso.Finalmente encontré a Maggie en elúltimo reservado del fondo. Estaba

ocupado por seis mujeres, todas ellasfiscales o secretarias de la oficina deVan Nuys. A la mayoría las conocía almenos de vista, pero la escena resultabaextraña porque tenía que quedarme depie y gritar por encima del bullicio de lamúsica y la multitud. Por no mencionarel hecho de que eran fiscales y me veíancomo un aliado del diablo. Tenían dosjarras de Guinness en la mesa y unaestaba llena. Mis oportunidades deabrirme paso entre la multitud hasta labarra para conseguir un vaso eranínfimas. Maggie se fijó en mi situacióndifícil y me ofreció compartir su vaso.

—No pasa nada —gritó—. Hemos

intercambiado saliva antes.Sonreí y supe que las dos jarras de

la mesa no habían sido las dos primeras.Eché un largo trago. Me cayó bien. LaGuinness siempre me da un centrosólido.

Maggie estaba en medio del ladoizquierdo del reservado, entre dosfiscales jóvenes que había tomado bajosu tutela. En la oficina de Van Nuys,muchas de las fiscales jóvenesgravitaban hacia mi exmujer porque elhombre al mando, Smithson, se rodeabade fiscales como Minton.

Aún de pie en el lado del reservado,levanté el vaso para brindar con ella.

Maggie no pudo responder porque yotenía su vaso, así que se estiró y levantóla jarra.

—¡Salud!No llegó tan lejos como para beber

de la jarra. La dejó en la mesa y lesusurró algo a la mujer que estaba en elextremo del reservado. Ésta se levantópara dejar pasar a Maggie. Mi exmujerse levantó, me besó en la mejilla y dijo:

—Siempre es más fácil para unadama conseguir vaso en este tipo desituaciones.

—Especialmente para una damahermosa —dije.

Maggie me dedicó una de sus

miradas y se volvió hacia la multitudcompuesta por cinco filas de personasentre nosotros y la barra. Silbóestridentemente y captó la atención deuno de los irlandeses de pura cepa queestaban sirviendo la cerveza y quepodían dibujar un arpa o un ángel o unaseñora desnuda en la espuma del vaso.

—Necesito una pinta —gritóMaggie.

El camarero tuvo que leerle loslabios. Y como un adolescentetransportado por encima de las cabezasde la multitud en un concierto de losPearl Jam, un vaso limpio llegó hastanosotros de mano en mano. Ella lo llenó

de la última jarra de la mesa delreservado y entrechocamos los vasos.

—Bueno —dijo ella—. ¿Te sientesun poco mejor que cuando te he vistoantes?

Asentí con la cabeza.—Un poco.—¿Minton te ha engañado?Asentí otra vez.—Él y los polis, sí.—¿Con ese tipo Corliss? Les dije

que era un mentiroso. Todos lo son.No respondí y traté de actuar como

si lo que acababa de decirme no fuerauna noticia para mí, y ese Corliss fueraun nombre que ya conociera. Di un trago

largo y lento de mi vaso.—Supongo que no debería decirlo

—dijo ella—. Pero mi opinión nocuenta. Si Minton es lo bastante tontopara usar a ese tipo, le cortarás lacabeza, estoy segura.

Supuse que estaba hablando de untestigo. Pero no había visto nada en micarpeta de hallazgos que mencionara aun testigo llamado Corliss. El hecho deque fuera un testigo del que ella no sefiaba me condujo a pensar que Corlissera un soplón. Más concretamente unsoplón de calabozo.

—¿Cómo es que lo conoces? —pregunté al fin—. ¿Minton te habló de

él?—No, fui yo quien se lo mandó a

Minton. No importa lo que pensara de loque el tipo decía, era mi deber dárseloal fiscal correspondiente y era cosa deMinton evaluarlo.

—¿O sea que acudió a ti?Frunció el entrecejo, porque la

respuesta era obvia.—Porque yo llevé la primera

comparecencia. Estaba allí en el corral.Creía que el caso todavía era mío.

Lo entendí. Corliss era una C. Rouletfue sacado del orden alfabético yllamado antes. Corliss debía de haberestado en el grupo de internos llevados

al tribunal con mi cliente. Nos habíavisto a Maggie y a mí discutir sobre lafianza de Roulet. Por consiguiente pensóque Maggie seguía en el caso. Debió dedarle el soplo a ella.

—¿Cuándo te llamó? —pregunté.—Te estoy diciendo demasiado,

Haller. No…—Sólo dime cuándo te llamo. Esa

vista fue un lunes, así que fue ese mismodía.

El caso no apareció en losperiódicos ni en la tele, así que teníacuriosidad por saber de dónde habíasacado Corliss la información quetrataba de intercambiar con los fiscales.

Tenía que suponer que no venía deRoulet. Estaba convencido de que lehabía asustado lo bastante para queguardara silencio. Sin información delos medios, Corliss habría estadolimitado a la información recogida en eltribunal cuando se leyeron los cargos yMaggie y yo pactamos la fianza.

Me di cuenta de que con esobastaba. Maggie había sido específica alseñalar las heridas de Regina Campocuando trataba de impresionar al juezpara que retuviera a Roulet sinposibilidad de fianza. Si Corliss habíaestado en el tribunal, había tenidoacceso a todos los detalles que

necesitaba para inventar una confesiónen el calabozo de mi cliente. Si a eso seañade la proximidad a Roulet nace unaconfidencia de calabozo.

—Sí, me llamó ese mismo lunes —respondió finalmente Maggie.

—¿Por qué pensaste que era unmentiroso? Lo ha hecho antes, ¿no? Eltipo es un soplón profesional, ¿verdad?

Estaba pescando información yMaggie se dio cuenta. Negó con lacabeza.

—Estoy segura de que averiguarástodo lo que necesitas saber en elproceso de hallazgos. ¿Podemostomarnos una Guinness en plan

amistoso? Tengo que irme dentro de unahora.

Asentí, pero quería saber más.—¿Sabes qué? —dije—.

Probablemente ya has tomado bastanteGuinness para un día de San Patricio.¿Qué te parece si nos vamos de aquí ycenamos algo?

—¿Para que puedas seguirhaciéndome preguntas del caso?

—No, para que podamos hablar denuestra hija.

Entrecerró los ojos.—¿Ocurre algo? —preguntó.—No que yo sepa. Pero quiero

hablar de ella.

—¿Adónde me vas a llevar a cenar?Mencioné un caro restaurante

italiano en Ventura y Sherman Oaks, ysus ojos brillaron. Era un sitio al quehabíamos ido a celebrar cumpleaños ytambién su embarazo. Nuestroapartamento, que ella conservaba,estaba en Dickens, a unas pocasmanzanas de allí.

—¿Crees que podemos cenar allí enuna hora? —preguntó.

—Si nos vamos ahora, y pedimos sinmirar…

—Acepto. Deja que me despida enplan rápido.

—Yo conduciré.

Y fue buena idea que condujera yo,porque ella no se aguantaba enequilibrio. Tuvimos que caminar caderacontra cadera hasta el Lincoln y hube deayudarla a subir.

Tomé por Van Nuys en dirección surhasta Ventura. Al cabo de unosmomentos, Maggie sintió que lemolestaba algo. Buscó debajo de laspiernas y sacó un estuche de cedes sobreel que se había sentado. Era de Earl.Uno de los cedes que escuchaba en elequipo del coche cuando yo estaba en eltribunal. Así ahorraba pila en el iPod. Elcede era de un intérprete de dirty southllamado Ludacris.

—No me extraña que estuvieraincómoda —dijo Maggie—. ¿Es esto loque escuchas cuando vas al tribunal?

—La verdad es que no. Es de Earl.Últimamente conduce él. Ludacris no megusta mucho. Soy más de la viejaescuela. Tupac, Dr. Dre y gente así.

Maggie se rió porque pensó queestaba bromeando. Al cabo de unosminutos nos metimos por el estrechocallejón que conducía a la puerta delrestaurante. Un aparcacoches se ocupódel Lincoln y nosotros entramos. Lacamarera nos reconoció y actuó como sisólo hubieran pasado un par de semanasdesde que habíamos estado allí. Lo

cierto era que probablemente amboshabíamos estado recientemente, aunquecada uno con parejas diferentes.

Pedí una botella de Singe Shiraz ylos dos nos decidimos por platos depasta sin mirar los menús. Nos saltamoslas ensaladas y los aperitivos y ledijimos al camarero que no tardara ensacar la comida. Después de que él sefue miré el reloj y vi que todavíateníamos cuarenta y cinco minutos.Mucho tiempo.

La Guinness estaba haciendo efectoen Maggie. Sonrió de esa manerafracturada que evidenciaba que estababorracha. Hermosamente borracha.

Maggie nunca se ponía desagradable conel alcohol. Siempre se ponía más dulce.Probablemente por eso terminamosteniendo un hijo juntos.

—Creo que deberías pasar del vino—le dije—. O te dolerá la cabezamañana.

—No te preocupes por mí. Tomarélo que quiera y dormiré lo que quiera.

Ella sonrió y yo le devolví lasonrisa.

—Bueno, ¿cómo estás, Haller? Lodigo en serio.

—Bien. ¿Tú? Y lo digo en serio.—Nunca he estado mejor. ¿Ya has

superado lo de Lorna?

—Sí, ahora hasta somos amigos.—¿Y nosotros qué somos?—No lo sé. A veces adversarios,

supongo.Ella negó con la cabeza.—No podemos ser adversarios si no

podemos estar en el mismo caso.Además, siempre te estoy cuidando.Como con esa basura de Corliss.

—Gracias por intentarlo, pero aunasí ha hecho daño.

—Simplemente no tengo respeto porun fiscal que usa a un soplón decalabozo. No importa que tu cliente seamás basura todavía.

—No me ha revelado exactamente lo

que dijo Corliss que le contó mi cliente.—¿De qué estás hablando?—Sólo dijo que tenía un soplo. No

reveló lo que había dicho.—Eso no es justo.—Es lo que dije. Es una cuestión de

hallazgos, pero no tendremos a un juezasignado hasta después de laconciliación del lunes. Así que no tengoa quién quejarme todavía. Minton losabe. Es como me advertiste. No juegalimpio.

Maggie se ruborizó. Había pulsadolos botones adecuados y ella estabaenfadada. Para Maggie, ganar de manerajusta era la única manera de ganar. Por

eso era tan buena fiscal.Nos habíamos sentado en un extremo

del banco que recorría la pared delfondo del restaurante. Estábamos aambos lados de una esquina. Maggie seinclinó hacia mí, pero bajó demasiado ynos golpeamos cabeza contra cabeza.Ella se rió, pero luego volvió aintentarlo. Habló en voz baja.

—Dijo que había preguntado a tucliente por qué estaba dentro y el tipodijo: «Por darle a una puta exactamentelo que se merece». Dijo que tu cliente lecontó que le dio un puñetazo en cuantoabrió la puerta.

Ella se inclinó y me di cuenta de que

se había movido demasiado deprisa yeso le había provocado vértigo.

—¿Estás bien?—Sí, pero ¿podemos cambiar de

tema? No quiero hablar más de trabajo.Hay demasiados capullos y es frustrante.

—Claro.Justo entonces el camarero nos trajo

el vino y los platos al mismo tiempo. Elvino era bueno y la comida te hacíasentir como en casa. Empezamos acomer en silencio. Entonces Maggie megolpeó de improviso.

—No sabías nada de Corliss,¿verdad? Hasta que yo he abierto mibocaza.

—Sabía que Minton ocultaba algo.Pensé que era un soplo…

—Mentira. Me has emborrachadopara averiguar lo que sabía.

—Eh, creo que ya estabas borrachacuando he ligado contigo esta noche.

Maggie estaba detenida con eltenedor encima del plato, con una largaristra de linguine con salsa de pestocolgando de él. Me señaló con eltenedor.

—Cierto. ¿Entonces qué hay denuestra hija?

No estaba esperando que seacordara de eso. Me encogí de hombros.

—Creo que lo que dijiste la semana

pasada es cierto. Necesita que su padreesté más presente en su vida.

—¿Y?—Y yo quiero desempeñar un papel

más importante. Me gusta estar con ella.Como cuando la llevé a ver esa peli elsábado. Estaba sentado de lado parapoder verla a ella viendo la peli.Mirando sus ojos, ¿sabes?

—Bienvenido al club.—Así que no sé. Estaba pensando

que tal vez podríamos establecer unhorario. Hacerlo una cosa regular. Ellaincluso podría quedarse a dormir aveces, bueno, si quiere.

—¿Estás seguro de todo eso? Es

nuevo en ti.—Es nuevo porque antes no lo

sabía. Cuando era más pequeña no podíacomunicarme de verdad con ella, nosabía qué hacer. Me sentía extraño.Ahora no. Me gusta hablar con ella.Estar con ella. Aprendo más de ella queella de mí, eso seguro.

De repente sentí la mano de Maggieen mi pierna, bajo la mesa.

—Es genial —dijo—. Me alegramucho oírte decir eso. Pero vamosdespacio. No has estado cerca en cuatroaños y no voy a dejar que Hayley seentusiasme sólo para que luego hagas unacto de desaparición.

—Entiendo. Podemos hacerlo comotú quieras. Sólo te estoy diciendo quevoy a estar ahí. Te lo prometo.

Mi exmujer sonrió, queriendo creer.Y yo me hice a mí mismo la mismapromesa que acababa de hacerle a ella.

—Bueno, perfecto —dijo Maggie—.Estoy encantada de que quieras haceresto. Preparemos un calendario yprobemos a ver cómo va.

Maggie apartó la mano ycontinuamos comiendo en silencio hastaque ambos casi hubimos terminado.Entonces me sorprendió otra vez.

—No creo que pueda conducir estanoche —dijo.

Asentí con la cabeza.—Estaba pensando lo mismo.—Tú estás bien. Sólo has tomado

medio vaso en…—No, digo que estaba pensando lo

mismo de ti. Pero no te preocupes, tellevaré a casa.

—Gracias.Se estiró por encima de la mesa y

puso una mano en mi muñeca.—¿Y me llevarás a buscar mi coche

por la mañana?Me sonrió con dulzura. La miré,

tratando de interpretar a esa mujer queme había puesto en la calle cuatro añosantes. La mujer a la que no había podido

dejar atrás o superar, cuyo rechazo meenvió trastabillando a una relación de lacual sabía desde el principio que no ibaa llegar muy lejos.

—Claro —dije—. Te llevaré.

17

Viernes, 18 de marzo

Me desperté por la mañana con mi hijade ocho años durmiendo entre miexmujer y yo. La luz se filtraba por laclaraboya situada en lo alto de la pared.Cuando vivía en aquel apartamentosiempre me molestaba porque dejabaentrar demasiada luz demasiadotemprano por la mañana. Al mirar elpatrón que dibujaba en el techoinclinado, revisé lo que había ocurridola noche anterior y recordé que había

terminado bebiéndome toda la botella devino menos una copa en el restaurante.Recordé haber llevado a Maggie alapartamento y haber entrado paradescubrir que nuestra hija ya estabadurmiendo… en su propia cama.

Después de que la niñera se fuera,Maggie abrió otra botella de vino.Cuando la terminamos me llevó de lamano hasta el dormitorio que habíamoscompartido durante cuatro años, peroque no habíamos vuelto a compartir enotros tantos. Lo que me molestaba en esemomento era que mi memoria habíaabsorbido tanto vino que no podíarecordar si mi regreso al dormitorio

había sido un triunfo o un fracaso.Tampoco podía recordar qué palabrasse habían dicho o qué promesaspodíamos habernos hecho.

—No es justo para ella.Giré el cuello en la almohada.

Maggie estaba despierta, mirando elrostro dormido y angelical de nuestrahija.

—¿Que es lo que no es justo?—Que se despierte y te encuentre

aquí. Podría hacerse ilusiones oconfundirse.

—¿Cómo es que está aquí?—La traje yo. Tenía una pesadilla.—¿Con qué frecuencia tiene

pesadillas?—Normalmente cuando duerme sola,

en su habitación.—¿O sea que duerme siempre aquí?Algo en mi tono la molestó.—No empieces. No tienes ni idea de

lo que es educar a una hija sola.—Ya lo sé. No estoy diciendo nada.

Entonces ¿qué quieres que haga? ¿Queme vaya antes de que se despierte?Podría vestirme y hacer ver que acabode llegar a recogerte y llevarte a tucoche.

—No sé. Por ahora, vístete. Trata deno despertarla.

Me escurrí de la cama, cogí mi ropa

y recorrí el pasillo hasta el cuarto debaño de invitados. Estaba perplejo porlo mucho que había cambiado la actitudde Maggie hacia mí desde la nocheanterior. Concluí que era por el alcohol.O quizá se debía a algo que había dichoo hecho después de que llegáramos alapartamento. Me vestí deprisa, volví porel pasillo y me asomé al dormitorio.

Hayley seguía dormida. Con losbrazos extendidos en dos almohadas,parecía un ángel. Maggie se estabaponiendo una camiseta de manga largaencima y unas zapatillas que tenía desdeque estábamos casados. Yo entré y meacerqué a ella.

—Me voy y vuelvo —susurré.—¿Qué? —dijo ella enfadada—.

Pensaba que íbamos a ir a buscar elcoche.

—Pero pensaba que no querías quese despertara y me viera. Así quedéjame que vaya y compre un poco decafé o algo y vuelva dentro de una hora.Luego podemos ir todos juntos a buscartu coche y puedo llevar a Hayley a laescuela. Incluso puedo recogerladespués si quieres. Hoy tengo el díalibre.

—¿Así de fácil? ¿Vas a empezar allevarla a la escuela?

—Es mi hija. ¿No recuerdas algo

que te dije anoche?Ella movió el mentón y yo sabía por

experiencia que ésa era la señal de quevenía la artillería pesada. Me estabaperdiendo algo. Maggie había cambiadode marcha.

—Bueno, sí, pero pensaba que lodecías por decir —dijo.

—¿Qué quieres decir?—Sólo pensaba que estabas tratando

de convencerme para que te hablara delcaso o simplemente para llevarme a lacama. No lo sé.

Me reí y negué con la cabeza. Todaslas fantasías respecto a nosotros dos quetenía la noche anterior se estaban

desvaneciendo rápidamente.—No fui yo quien condujo al otro

por la escalera al dormitorio —dije.—Ah, o sea que sólo se trataba del

caso. Querías saber lo que yo sabía delcaso.

Me limité a mirarla un buen rato.—No puedo ganar contigo, ¿no?—No cuando no juegas limpio,

cuando actúas como un abogadodefensor.

Maggie siempre me superaba cuandose trataba de lanzarse cuchillosverbales. Lo cierto era que estabaagradecido de que tuviéramos unconflicto de intereses intrínseco y que no

tuviera que enfrentarme a ella en unjuicio. A lo largo de los años algunagente —sobre todo profesionales de ladefensa que habían sufrido a manos deMaggie— había llegado a decir que ésaera la razón por la cual me había casadocon ella. Para evitarla profesionalmente.

—Mira —dije—, volveré dentro deuna hora. Si quieres que te lleve alcoche que ayer estabas demasiadoborracha para conducir, estatepreparada.

—No te preocupes. Cogeremos untaxi.

—Os llevaré.—No, cogeremos un taxi. Y no

levantes la voz.Miré a mi hija, todavía durmiendo a

pesar del enfrentamiento verbal de suspadres.

—¿Y ella? ¿Quieres que me la llevemañana o el domingo?

—No lo sé. Llámame mañana.—Como quieras. Adiós.La dejé en el dormitorio. En el

exterior del edificio de apartamentoscaminé una manzana y media porDickens antes de encontrar el Lincolnaparcado de manera poco ortodoxa juntoal bordillo. Tenía una multa en elparabrisas que me citaba por aparcar allado de una boca de incendios. Me metí

en el coche y la arrojé al asiento deatrás. Me ocuparía de ella la próximavez que fuera en el asiento trasero. Noharía como Louis Roulet que dejaba quesus multas terminaran en un autojudicial. El condado estaba lleno depolis a los que les encantaría detenermepor un auto judicial.

Batallar siempre me daba hambre yme di cuenta de que estaba famélico.Regresé a Ventura y me dirigí haciaStudio City. Era temprano,especialmente para ser el día siguientede San Patricio, y llegué a DuPar’s deLaurel Canyon Boulevard antes de quese llenara. Conseguí un reservado en la

parte de atrás y pedí una pila pequeñade creps y café. Traté de olvidarme deMaggie McFiera abriendo mi maletín ysacando un bloc de notas y el expedientede Roulet.

Antes de sumergirme en los archivoshice una llamada a Raul Levin y lodesperté en su casa de Glendale.

—Tengo trabajo para ti —dije.—¿No puede esperar hasta el lunes?

Acabo de llegar a casa hace un par dehoras. Iba a empezar el fin de semanahoy.

—No, no puede esperar y me debesuna después de lo de ayer. Además, nisiquiera eres irlandés. Necesito el

historial de alguien.—Vale, espera un minuto.Oí que dejaba el teléfono mientras

probablemente cogía un bolígrafo ypapel para tomar notas.

—Venga, adelante.—Hay un tipo llamado Corliss que

tenía que ir después de Roulet el díasiete. Estaba en el primer grupo quesalió y estuvieron juntos en el corral.Ahora está tratando de dar el soplosobre Roulet y quiero saber todo loposible sobre ese tipo para podercrucificarlo.

—¿Conoces el nombre?—No.

—¿Sabes por qué lo detuvieron?—No, y ni siquiera sé si sigue allí.—Gracias por la ayuda. ¿Qué va a

decir que le dijo Roulet?—Que apalizó a una puta que se lo

merecía. Algo así.—Vale, ¿qué más tienes?—Nada más, salvo que me han

contado que es un soplón habitual.Descubre a quién ha delatado en elpasado y si puede haber algo que puedausar. Remóntate todo lo que puedas coneste tipo. La gente de la fiscalíanormalmente no lo hace. Les da miedolo que podrían descubrir y prefieren serignorantes.

—Vale, me pondré con eso.—Infórmame en cuanto sepas algo.Cerré el teléfono cuando llegaron

mis creps. Las rocié abundantemente conjarabe de arce y empecé a comermientras revisaba el archivo quecontenía los hallazgos de la fiscalía.

El informe sobre el arma continuabasiendo la única sorpresa. El resto delcontenido de la carpeta, salvo las fotosen color, ya lo había visto en el archivode Levin.

Avancé en eso. Como era de esperarcon un investigador a sueldo, Levinhabía engrosado el archivo con todo loque había encontrado en la red que había

tejido. Incluso tenía copias de las multasde aparcamiento y exceso de velocidadque Roulet había acumulado y no habíapagado en años recientes. Al principiome molestó porque había mucho entre loque espigar para llegar a lo que iba a serrelevante para la defensa de Roulet.

Casi lo había revisado todo cuandola camarera pasó junto a mi reservadocon una jarra de café para llenarme lataza. Retrocedió al ver el rostroapaleado de Reggie Campo en una delas fotos en color que había puesto a unlado de las carpetas.

—Lo siento —dije.Tapé la foto con una de las carpetas

y volví a llamarla. La camarera retornóvacilantemente y me sirvió café.

—Es trabajo —dije a modo de débilexplicación—. No pensaba hacerle estoa usted.

—Lo único que puedo decir es queespero que coja al cabrón que le hizoeso.

Asentí. Me había tomado por unpoli. Probablemente porque no me habíaafeitado en veinticuatro horas.

—Estoy trabajando en ello —dije.La camarera se alejó y yo volví a

concentrarme en la carpeta. Al deslizarla foto de Reggie Campo de debajo vi enprimer lugar la parte no herida de su

rostro. La parte izquierda. Algo meimpactó y sostuve la carpeta en posiciónde manera que me quedé mirando sólo lamitad intacta de su rostro. La ola defamiliaridad me invadió de nuevo. Perode nuevo no pude situar su origen. Sabíaque esa mujer se parecía a otra mujer ala que conocía o al menos con la queestaba familiarizado. Pero ¿a quién?

También sabía que esa impresióniba a inquietarme hasta que lodescubriera. Pensé en ello muchotiempo, dando sorbos al café ytamborileando con los dedos en la mesahasta que decidí intentar algo. Cogí elretrato del rostro de Campo y lo doblé

en vertical por la mitad, de manera que aun lado del pliegue estaba el ladoderecho herido de su rostro y el otromostraba el izquierdo perfecto. Meguardé la foto doblada en el bolsillointerior de mi chaqueta y me levanté delreservado.

No había nadie en el cuarto de baño.Rápidamente fui al lavabo y saqué lafoto doblada. Me incliné sobre la pila yapoyé el pliegue de la foto contra elespejo, con el lado intacto del rostro deReggie Campo expuesto. El espejoreflejó la imagen, creando una caracompleta y sin heridas. La miré un buenrato hasta que finalmente me di cuenta

de por qué la cara me resultaba familiar.—Martha Rentería —dije.La puerta del lavabo se abrió de

repente y entraron dos adolescentes conlas manos ya en la cremallera.Rápidamente retiré la foto del espejo yme la guardé en la chaqueta. Me volví ycaminé hacia la puerta. Oí queestallaban en carcajadas en cuanto yosalí. No pude imaginar qué era lo quehabían pensado que estaba haciendo.

De nuevo en el reservado recogí misarchivos y fotos y lo metí todo en mimaletín. Dejé una más que adecuadacantidad de efectivo en la mesa para lacuenta y la propina y salí

apresuradamente del restaurante. Mesentía como si estuviera experimentandouna extraña reacción alérgica. Tenía lacara colorada y sentía calor debajo delcuello de la camisa. Podía oír loslatidos de mi corazón debajo de la ropa.

Quince minutos después habíaaparcado delante de mi almacén enOxnard Avenue, en North Hollywood.Tenía un espacio de ciento cincuentametros cuadrados detrás de unas puertasde garaje de doble ancho. El dueño eraun hombre a cuyo hijo defendí en uncaso de posesión, y al que le conseguíun programa de rehabilitación paraimpedir que entrara en prisión. Como

pago de mi minuta, el padre me cedió elalmacén por un año. Pero el hijo era undrogadicto que no paraba de meterse enproblemas y yo no paraba de conseguiraños de alquiler gratuito del almacén.

En el almacén guardaba lainformación de casos archivados juntocon dos Lincoln Town Car. El añoanterior, cuando iba bien de dinero,compré cuatro Lincoln de golpe paraobtener una tarifa de flota. El plan erausar cada Lincoln hasta los cien milkilómetros y luego dejarlo en unservicio de limusinas para que lo usaranpara trasladar pasajeros del aeropuerto.De momento estaba funcionando. Iba por

el segundo Lincoln y pronto llegaría elmomento para el tercero.

Una vez que levanté una de laspuertas del garaje fui a la zona dearchivos, donde las cajas estabanordenadas por años en una estanteríaindustrial. Encontré la sección de losestantes correspondiente a dos añosantes y pasé el dedo por la lista declientes escrita en el lado de cada cajahasta que encontré la de JesúsMenéndez.

Saqué la caja del estante, me agachéy la abrí en el suelo. El caso Menéndezhabía sido corto. Aceptó un acuerdopronto, antes de que el fiscal lo retirara.

Así que sólo había cuatro carpetas yéstas en su mayoría contenían copias dedocumentos relacionados con lainvestigación policial. Hojeé losarchivos buscando fotografías yfinalmente vi la que estaba buscando enla tercera carpeta.

Martha Rentería era la mujer decuyo homicidio se había declaradoculpable Jesús Menéndez. Era unabailarina de veinticuatro años con unabelleza oscura y una sonrisa de dientesgrandes y blancos. La habían apuñaladoen su apartamento de Panorama City. Lahabían golpeado antes de acuchillarla ysus heridas faciales estaban en el lado

izquierdo del rostro, el opuesto a ReggieCampo. Miré el primer plano de surostro que contenía el informe de laautopsia. Una vez más doblé la foto envertical, con un lado de la cara intacto yel otro herido.

En el suelo cogí las dos fotografíasdobladas, una de Reggie y una deMartha, y las encajé a lo largo de lalínea de pliegue. Dejando aparte elhecho de que una mujer estaba muerta yla otra no, los medios rostros encajabancasi a la perfección. Las dos mujeres separecían tanto que habrían pasado porhermanas.

18

Jesús Menéndez estaba cumpliendocadena perpetua en San Quintín porquese había limpiado el pene con la toalladel cuarto de baño. No importa cómouno lo mirara, el caso se reducía a eso.Esa toalla había sido su mayor error.

Sentado con las piernas abiertas enel suelo de hormigón de mi almacén, conel contenido de los archivos del casoMenéndez esparcidos delante de mí, meestaba familiarizando otra vez con loshechos del caso en el que habíatrabajado dos años antes. Menéndez fue

condenado por matar a Martha Renteríaen Panorama City, después de seguirla asu casa desde un club de estriptis deEast Hollywood llamado The CobraRoom. La violó y luego la acuchilló másde cincuenta veces. Salió tanta sangredel cadáver que ésta se filtró desde lacama y formó un charco en el suelo demadera que había debajo. Un día mástarde se había filtrado por las rendijasdel suelo y había empezado a goteardesde el techo del piso de abajo. Fueentonces cuando llamaron a la policía.

Las pruebas contra Menéndez eranformidables pero circunstanciales. Elacusado también se había causado daño

a sí mismo al admitir ante la policía —antes de que yo me hiciera cargo delcaso— que había estado en elapartamento la noche del asesinato. Perofue el ADN en la toallita rosa del cuartode baño de la víctima lo que en últimainstancia lo condenó. No se podíaneutralizar. Era un plato que giraba yque era imposible de detener. Losprofesionales de la defensa llaman«iceberg» a una prueba así, porque es laprueba que hunde el barco.

Había aceptado el caso de asesinatode Menéndez pensando que era una grancausa perdida. Menéndez no tenía dineropara pagar el tiempo y esfuerzo que

costaría montar una defensaconcienzuda, sin embargo, el caso habíaatraído no poca atención de los medios,y yo estaba dispuesto a cambiar mitiempo y mi trabajo por la publicidadgratuita. Menéndez había acudido a míporque unos meses antes de su detenciónyo había defendido con éxito a suhermano mayor, Fernando, en un caso dedrogas. Al menos en mi opinión habíatenido éxito. Había conseguido que unaacusación de posesión y venta deheroína se redujera a simple posesión.Lo condenaron a libertad vigilada enlugar de prisión.

Ese buen trabajo resultó en que

Fernando me llamara la noche en queJesús fue detenido por el asesinato deMartha Rentería. Jesús había ido a laDivisión de Van Nuys para hablarvoluntariamente con los detectives. Loscanales de televisión de la ciudadhabían mostrado su retrato robot y ésteaparecía con mucha frecuencia, enparticular en los canales hispanos.Menéndez le dijo a su familia que iría aver a los detectives para aclarar lascosas y volvería. Pero nunca volvió, asíque su hermano me llamó. Le dije alhermano que la lección que tenía queaprender es que uno nunca va a ver a losdetectives para aclarar las cosas antes

de consultar con un abogado.Antes de que el hermano me llamara,

yo ya había visto numerosas noticias entelevisión sobre el asesinato de labailarina exótica, como habíanbautizado a Rentería. En las noticias semostraba el retrato robot del varónlatino que se creía que había seguido ala víctima desde el club. Sabía que elinterés de los medios previo a ladetención significaba que el casoprobablemente seguiría siendo llevado ala conciencia pública por las noticias detelevisión y yo podría sacar provecho.Acepté hacerme cargo del caso gratis.Pro bono. Por el bien del sistema.

Además, los casos de asesinato sonpocos y espaciados. Los cojo cuandopuedo. Menéndez era el duodécimoacusado de asesinato al que habíadefendido. Los once primeroscontinuaban en prisión, pero ninguno deellos estaba en el corredor de la muerte.Consideraba que eso era un buenregistro.

Cuando vi por primera vez aMenéndez en el calabozo de la Divisiónde Van Nuys él ya había hecho unadeclaración ante la policía que loimplicaba. Había dicho a los detectivesHoward Kurlen y Don Crafton que nohabía seguido a Rentería a su casa como

sugerían las noticias, sino que ella lohabía invitado a su apartamento. Explicóque ese mismo día había ganado milcien dólares en la lotería de California yque quería gastar parte de ese dinero acambio de ciertas atenciones deRentería. Dijo que en el apartamento deésta hubo sexo consentido —aunque élno usó estas palabras— y que cuando sefue estaba viva y era quinientos dólaresen efectivo más rica.

Los agujeros que Kurlen y Craftonhicieron en la declaración de Menéndezeran numerosos. En primer lugar, nohabía habido sorteo de lotería del estadoel día del asesinato ni el día anterior, y

el minimercado del barrio donde elacusado declaró que había cobrado suboleto ganador no tenía registro dehaber pagado mil cien dólares aMenéndez ni a nadie. Además, en elapartamento de la víctima sólo seencontraron ochenta dólares en efectivo.Y por último, el informe de la autopsiaindicaba que hematomas y otras heridasen el interior de la vagina de la víctimadescartaban lo que podía considerarserelaciones sexuales consentidas. Elforense concluyó que había sidobrutalmente violada.

No había otras huellas dactilares quelas de la víctima en el apartamento. El

lugar había sido limpiado. No seencontró semen en el cuerpo de lavíctima, lo cual indicaba que el violadorhabía usado un condón o no habíaeyaculado durante la agresión. Sinembargo, en el cuarto de baño deldormitorio donde se había desarrolladola agresión y asesinato, un investigadorde la escena del crimen encontró,usando una luz negra, una pequeñacantidad de semen en una toallita rosacolgada junto al lavabo. La teoría eraque después de la violación y asesinato,el criminal había entrado en el cuarto debaño, se había quitado el condón y lohabía tirado al váter. Después se había

limpiado el pene en la toalla cercana y acontinuación había vuelto a colgar latoalla en su sitio. Cuando limpiódespués del crimen las superficies quepodría haber tocado se olvidó de latoalla.

Los investigadores se guardaron eldescubrimiento del ADN y la teoría quelo acompañaba en secreto. Nunca salióen los medios. Sería la carta tapada deKurlen y Crafton.

Basándose en las mentiras deMenéndez y en su reconocimiento de quehabía estado en el apartamento de lavíctima, éste fue detenido comosospechoso de asesinato y retenido sin

posibilidad de fianza. Los detectivesconsiguieron una orden de registro yraspados orales de Menéndez fueronenviados al laboratorio para realizar unacomparación entre su ADN y elrecogido en la toalla del cuarto de baño.

Así estaban las cosas cuando yoentré en el caso. Como dicen en miprofesión, para entonces el Titanic yahabía salido del muelle. El icebergestaba aguardando. Menéndez se habíacausado mucho daño al hablar —ymentir— a los detectives. Inconscientetodavía de la comparación de ADN queestaba en camino, vi un rayo deesperanza para Jesús Menéndez. Había

que preparar una estrategia queneutralizara su interrogatorio con losdetectives, el cual, por cierto, seconvirtió en una confesión total cuandolo anunciaron los medios. Menéndezhabía nacido en México y había venidoa Estados Unidos a los ocho años. Sufamilia hablaba únicamente español encasa y él había asistido a una escuelapara castellanohablantes hasta que ladejó a los catorce años. Hablaba uninglés sólo rudimentario, y su nivel decomprensión del lenguaje me parecióinferior incluso a su nivel al hablarlo.Kurlen y Crafton no hicieron ningúnesfuerzo para conseguirle un traductor y,

según la cinta del interrogatorio, nuncale preguntaron a Menéndez si deseabauno.

Ésa era la rendija por la que queríameterme. El interrogatorio era la basede la acusación contra Menéndez. Era elplato que giraba. Si podía hacerlo caer,la mayoría de los otros platos caeríancon él. Mi plan consistía en alegar queel interrogatorio era una violación delos derechos constitucionales deMenéndez, porque éste no habíaentendido los derechos que le habíaleído Kurlen ni el documento queenumeraba esos derechos en inglés y queel acusado había firmado a petición del

detective.Ahí era donde estaba el caso hasta

que dos semanas después de ladetención de Menéndez llegaron losresultados del laboratorio, según loscuales su ADN coincidía con elencontrado en la toalla del cuarto debaño de la víctima. Después de eso, elfiscal no necesitaba el interrogatorio nisus admisiones. El ADN ponía aMenéndez directamente en la escena deuna brutal violación y asesinato. Podíaintentar una defensa al estilo de la de O. J. Simpson, es decir, atacar lacredibilidad de una coincidencia deADN. Sin embargo, los fiscales y los

técnicos de laboratorio habíanaprendido demasiado en los añostranscurridos desde aquella debacle ysabía que era improbable imponerse aun jurado. El ADN era el iceberg y lainercia del barco impedía esquivarlo atiempo.

El mismo fiscal del distrito reveló elhallazgo del ADN en una conferencia deprensa y anunció que su oficina buscaríala pena de muerte para Menéndez.Añadió que los detectives tambiénhabían localizado a tres testigos quehabían visto a Menéndez arrojar unanavaja al río Los Ángeles. El fiscal dijoque se había buscado la navaja en el río,

pero que no se había encontrado. Aunasí, calificó los relatos de los testigosde sólidos, porque eran los trescompañeros de habitación de Menéndez.

Basándome en las pruebas con quecontaba la fiscalía y en la amenaza de lapena capital, decidí que la defensa alestilo de O. J. sería demasiadoarriesgada. Utilizando a FernandoMenéndez como traductor, fui a laprisión de Van Nuys y expliqué a Jesúsque su única esperanza era un acuerdoque el fiscal me había hecho llegar. SiMenéndez se declaraba culpable delasesinato le conseguiría una cadenaperpetua con la posibilidad de

condicional. Le dije que saldría enquince años. Le aseguré que era el únicocamino.

Fue una discusión entre lágrimas.Ambos hermanos lloraron y meimploraron que encontrara otro camino.Jesús insistió en que no había matado aMartha Rentería. Dijo que había mentidoa los detectives para proteger aFernando, que le había dado el dineroprocedente de un buen mes de venderheroína cortada. Jesús pensó que revelarla generosidad de su hermano habríaconducido a otra investigación deFernando y a su posible detención.

Los hermanos me instaron a

investigar el caso. Jesús me dijo queRentería había tenido otros interesadosesa noche en The Cobra Room. La razónde que le pagara tanto dinero era porquehabía rechazado otra oferta por susservicios.

Por último, Jesús me dijo que eracierto que había arrojado una navaja alrío, pero que lo había hecho porqueestaba asustado. No era el armahomicida. Era sólo una navaja que usabaen trabajos de un día que cogía enPacoima. Se parecía a la que estabandescribiendo en el canal hispano y sedeshizo de ella antes de acudir a lapolicía para aclarar las cosas.

Yo escuché y luego les dije queninguna de sus explicaciones importaba.Lo único que importaba era el ADN.Jesús tenía elección. Podía cumplirquince años, o bien ir a juicio yarriesgarse a la pena de muerte o a lacadena perpetua sin posibilidad decondicional. Le recordé a Jesús que eraun hombre joven. Podía salir a loscuarenta. Todavía podría disfrutar deuna nueva vida.

Cuando salí de la reunión en elcalabozo, contaba con el consentimientode Jesús Menéndez para cerrar el trato.Sólo lo vi una vez más después de eso.En su vista para el acuerdo y sentencia,

cuando me puse a su lado delante deljuez y lo preparé para la declaración deculpabilidad. Fue enviado a Pelican Bayinicialmente y después a San Quintín.Había oído a través de radio macuto quehabían vuelto a detener a su hermano,esta vez por consumir heroína. Pero nome llamó. Fue con un abogado diferentey a mí no me costó mucho imaginar elporqué.

En el suelo del almacén abrí elinforme de la autopsia de MarthaRentería. Estaba buscando dos cosasespecíficas que probablemente nadiehabía mirado de cerca antes. El casoestaba cerrado. Nadie se preocupaba

más por ese archivo.La primera parte del informe trataba

de las cincuenta y tres puñaladasasestadas a Rentería durante la agresiónsufrida en su cama. Debajo de lacabecera «perfil de las heridas», elarma desconocida era descrita como unahoja no más larga de doce centímetros yno más ancha de dos. Su grosor sesituaba alrededor de tres milímetros.También se hacía notar en el informeque la existencia de piel desgarrada enla parte superior de las heridas de lavíctima indicaba que la parte superiorde la hoja tenía una línea irregular, asaber, que estaba diseñada como un

arma que podría infligir daño tanto alentrar como al salir. La escasa longitudde la hoja apuntaba que el arma podíaser una navaja plegable.

Había un torpe dibujo en el informeque describía la silueta de la hoja sin elmango. Me parecía familiar. Puse elmaletín en el suelo de donde lo habíadejado y lo abrí. Saqué de la carpeta dehallazgos la foto de la navaja plegableen cuyo filo Louis Roulet había hechograbar sus iniciales. Comparé la hojacon la silueta dibujada en la página delinforme de la autopsia. No era unacoincidencia exacta, pero se parecíamucho.

Saqué a continuación el informe delanálisis del arma recuperada y leí elmismo párrafo que había leído durantela reunión en la oficina de Roulet el díaanterior. La navaja era descrita comouna Black Ninja plegable hecha porencargo con una hoja que medía docecentímetros, tenía una anchura de doscentímetros y tres milímetros de grosor:las mismas medidas que el armadesconocida utilizada para matar aMartha Rentería. La navaja que JesúsMenéndez supuestamente lanzó al ríoLos Ángeles.

Sabía que una navaja de docecentímetros no era única. Nada era

concluyente, pero mi instinto me decíaque me estaba moviendo hacia algo.Traté de no dejar que el ardor que mesubía por mi pecho y la garganta medistrajera. Traté de seguir enfocado.Seguí adelante. Necesitaba comprobaruna herida específica, pero no queríamirar las fotos contenidas en la parte deatrás de la carpeta, las fotos quefríamente documentaban elhorriblemente violado cuerpo de MarthaRentería. Busqué la página quedescribía los perfiles corporalesgenéricos, el anterior y el posterior. Unode los médicos forenses había marcadolas heridas y las había numerado. Sólo

se había usado el perfil frontal. Puntos ynúmeros del 1 al 53. Parecía un macabropasatiempo de conectar los puntos y notenía dudas de que Kurlen, o algún otrode los detectives que buscaban algo enlos días anteriores a la detención deMenéndez, los habría conectado,esperando que el asesino hubiera dejadosus iniciales o algún tipo deestrambótica pista.

Estudié el perfil del cuello y vi dospuntos en ambos lados. Llevaban losnúmeros 1 y 2. Volví la página y miré lalista de descripciones de las heridasindividuales.

La descripción de la herida número

1 decía: «Punción superficial en la parteinferior derecha del cuello con nivelesde histamina ante mórtem, indicativa deherida coercitiva».

La descripción de la herida número2 decía: «Punción superficial en la parteinferior izquierda del cuello con nivelesde histamina ante mórtem, indicativa deherida coercitiva. Esta punción mide 1cm, es más grande que la herida número1.»

Las descripciones significaban quelas heridas habían sido infligidas cuandoMartha Rentería continuaba con vida. Yprobablemente por eso habían sido lasprimeras heridas enumeradas y

descritas. El forense había sugerido queprobablemente esas heridas eranresultado de un cuchillo sostenido contrael cuello de la víctima a modo decoerción. Era el método de controlarladel asesino.

Me centré de nuevo en el archivo dehallazgos del caso Campo. Saqué lasfotografías de Reggie Campo y elinforme de su examen físico en el HolyCross Medical Center. Campopresentaba una pequeña herida depunción en la parte inferior izquierdadel cuello y ninguna herida en el ladoderecho. Después examiné sudeclaración ante la policía hasta que

encontré la parte en la que describíacómo la hirieron. Ella declaró que suagresor la levantó del suelo parallevarla a la sala de estar y le dijo quelo llevara al dormitorio. La controlódesde atrás agarrando el tirante de susujetador en su espalda con la manoderecha y sosteniendo la punta de lanavaja en el lado izquierdo de su cuellocon su mano izquierda. Al sentir que elagresor descansaba momentáneamente lamuñeca en su hombro, Campo pasó a laacción, pivotando de repente yempujándolo hacia atrás. Consiguióderribar a su agresor sobre un granjarrón que había en el suelo, y huyó a

continuación.Pensé que había entendido por qué

Reggie Campo sólo tenía una herida enel cuello, a diferencia de las dos quepresentaba Martha Rentería. Si elagresor de Campo hubiera llegado a sudormitorio y la hubiera tumbado en lacama, se habría encontrado de cara a lavíctima al colocarse encima de ella. Sihubiera mantenido la navaja en la mismamano —la izquierda— el filo habríaquedado al otro lado del cuello. Cuandola hubieran encontrado muerta en lacama, la víctima habría presentadopunciones coercitivas en ambos ladosdel cuello.

Dejé a un lado los archivos y mesenté con las piernas cruzadas sinmoverme durante un buen rato. Mispensamientos eran susurros en laoscuridad interior. En mi mente mantuvela imagen del rostro surcado por laslágrimas de Jesús Menéndez cuando mehabía dicho que era inocente, cuando mehabía rogado que le creyera y yo lehabía dicho que debía declararseculpable. Había dispensado algo másque consejo legal. Él no tenía dinero, nidefensa ni oportunidad —en ese orden— y yo le había dicho que no teníaelección. Y aunque en última instanciafue decisión suya y la palabra

«culpable» salió de su boca delante deljuez, sentía que había sido yo, su propioabogado, sosteniendo el cuchillo delsistema contra su cuello, quien le habíaobligado a decirlo.

19

Salí del enorme complejo nuevo dealquiler de vehículos del aeropuertointernacional de San Francisco a la unaen punto y me dirigí hacia el norte, haciala ciudad. El Lincoln que me dieron olíacomo si su último usuario hubiera sidoun fumador, quizás el que lo habíaalquilado o bien el tipo que lo habíalimpiado para entregármelo a mí.

No sé cómo llegar a ninguna parte enSan Francisco. Sólo sé atravesarlo. Treso cuatro veces al año he de ir a laprisión de la bahía, San Quintín, para

hablar con clientes o testigos. Podríadecirles cómo llegar allí sin ningúnproblema. Pero si me preguntan cómo ira la Coit Tower o al Muelle delPescador me pondrían en apuros.

Cuando había atravesado la ciudad ycruzado por el Golden Gate, eran casilas dos. Iba bien de tiempo. Sabía porexperiencia que el horario de visita deabogados terminaba a las cuatro.

San Quintín tiene más de un siglo yda la sensación de que las almas detodos los prisioneros que vivieron ymurieron allí están grabadas en susparedes oscuras. Era una prisión tandeprimente como cualquiera de las que

había visitado, y en un momento u otrohabía estado en todas las de California.

Registraron mi maletín y me hicieronpasar por un detector de metales.Después, me pasaron un detector demano por encima para asegurarsetodavía más. Ni siquiera entonces mepermitieron un contacto directo conMenéndez, porque no había programadola entrevista con los cinco días deantelación que se requerían. Así que mepusieron en una sala que impedía elcontacto, con una pared de plexiglásentre nosotros con agujeros del tamañode monedas para hablar. Le mostré alvigilante el conjunto de seis fotos que

quería darle a Menéndez y él me dijoque tendría que mostrárselas a través delplexiglás. Me senté, aparté las fotos y notuve que esperar demasiado hasta quellevaron a Menéndez al otro lado delcristal.

Dos años antes, cuando lo enviarona prisión, Jesús Menéndez era unhombre joven. Ahora ya aparentaba loscuarenta, la edad a la que le había dichoque saldría si se declaraba culpable. Memiró con ojos tan muertos como laspiedras de gravilla del aparcamiento.Me vio y se sentó a regañadientes. Yoya no le servía de nada.

No se molestó en saludar, y yo fui

directo al grano.—Mira, Jesús, no he de preguntarte

cómo has estado. Lo sé. Pero ha surgidoalgo que puede afectar a tu caso. He dehacerte unas pocas preguntas. ¿Meentiendes?

—¿Por qué pregunta ahora? Antes notenía preguntas.

Asentí.—Tienes razón. Debería haberte

hecho más preguntas entonces y no lohice. No sabía lo que sé ahora. O almenos lo que creo que sé ahora. Estoytratando de arreglar las cosas.

—¿Qué quiere?—Quiero que me hables de esa

noche en The Cobra Room.Él se encogió de hombros.—La chica estaba allí y le hablé. Me

dijo que la siguiera a casa. —Seencogió de hombros otra vez—. Fui a sucasa, pero yo no la maté así.

—Vuelve al club. Me dijiste quetuviste que impresionar a la chica, quetuviste que mostrarle el dinero y quegastaste más de lo que querías.¿Recuerdas?

—Es así.—Dijiste que había otro tipo que

quería llegar a ella. ¿Te acuerdas deeso?

—Sí, estaba allí hablando. Ella fue a

él, pero volvió a mí.—Tuviste que pagarle más,

¿verdad?—Eso.—Vale, ¿recuerdas a ese tipo? Si

vieras una foto de él ¿lo recordarías?—¿El tipo que habló? Creo que lo

recuerdo.—Vale.Abrí mi maletín y saqué las fotos de

ficha policial. Había seis fotos queincluían la foto de la detención de LouisRoulet y las de otros cinco hombrescuyos retratos había sacado de mis cajasde archivos. Me levanté y uno por unoempecé a colocarlas en el cristal.

Pensaba que si extendía los dedospodría aguantar las seis contra el cristal.Menéndez se levantó y miró de cerca lasfotos.

Casi inmediatamente una voz atronóa través del altavoz del techo.

—Apártese del cristal. Los dosapártense del cristal y permanezcansentados o la entrevista se acabará.

Negué con la cabeza y maldije.Recogí las fotos y me senté. Menéndeztambién volvió a sentarse.

—¡Guardia! —dije en voz alta.Miré a Menéndez y esperé. El

guardia no entró en la sala.—¡Guardia! —lo llamé otra vez, en

voz más alta. Finalmente, la puerta seabrió y el guardia entró a mi lado en lasala de entrevistas.

—¿Ha terminado?—No. Necesito que mire estas fotos.Levanté la pila.—Enséñeselas a través del cristal.

No está autorizado a recibir nada deusted.

—Pero voy a llevármelas otra vezenseguida.

—No importa. No puede darle nada.—Pero si no le deja acercarse al

cristal, ¿cómo va a verlas?—No es mi problema.Levanté las manos en ademán de

rendición.—Muy bien, de acuerdo. ¿Entonces

puede quedarse un minuto?—¿Para qué?—Quiero que vea esto. Le voy a

mostrar las fotos y si identifica a alguienquiero que sea testigo de ello.

—No me meta en sus gilipolleces.Caminó hacia la puerta y salió.—Maldita sea —dije.Miré a Menéndez.—Muy bien, Jesús, te las voy a

enseñar de todos modos. Mira sireconoces a alguien desde donde estássentado.

Una a una fui levantando las fotos a

unos treinta centímetros del cristal.Menéndez se inclinó hacia delante.Cuando le enseñé las cinco primerasmiró y reflexionó un momento, peroluego negó con la cabeza. En cambio enla sexta foto sus ojos se encendieron.

Parecía que aún quedaba algo devida en ellos.

—Ése —dijo—. Es él.Giré la foto hacia mí para

asegurarme. Era Roulet.—Lo recuerdo —dijo Menéndez—.

Es él.—¿Estás seguro?Menéndez asintió con la cabeza.—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque lo sé. Aquí dentro piensosiempre en esa noche.

Asentí con la cabeza.—¿Quién es? —preguntó.—No puedo decírtelo ahora mismo.

Sólo quiero que sepas que voy a intentarsacarte de aquí.

—¿Qué hago?—Lo que has estado haciendo.

Quédate en calma, ten cuidado ymantente a salvo.

—¿A salvo?—Lo sé. Pero en cuanto tenga algo,

te lo diré. Voy a intentar sacarte de aquí,Jesús, pero podría tardar un poco.

—Usted me dijo que viniera aquí.

—En aquel momento no pensé quehubiera elección.

—¿Cómo es que nunca me preguntósi maté a esa chica? Usted era miabogado, joder. No le importó. Noescuchó.

Me levanté y llamé al guardia en vozalta. Entonces respondí a su pregunta.

—Para defenderte legalmente nonecesitaba conocer la respuesta a esapregunta. Si le preguntara a mis clientessi son culpables de los delitos de quelos acusan, muy pocos me dirían laverdad. Y si lo hicieran, no podríadefenderlos con lo mejor de mihabilidad.

El guardia abrió la puerta y me miró.—Estoy listo para salir —dije.Miré el reloj y calculé que si tenía

suerte con el tráfico podría coger elpuente aéreo de las cinco en punto aBurbank. O el de las seis como muytarde. Dejé las fotos en mi maletín y locerré. Miré de nuevo a Menéndez, quecontinuaba en la silla, al otro lado delcristal.

—¿Puedo poner mi mano en elcristal? —le pregunté al guardia.

—Dese prisa.Me incliné por encima del mostrador

y puse mi mano en el cristal, con losdedos separados. Esperé que Menéndez

hiciera lo mismo, creando un apretón demanos carcelario.

Menéndez se levantó, se inclinóhacia delante y escupió en el cristal,donde estaba mi mano.

—Nunca me dio la mano —dijo—.No se la daré ahora.

Asentí. Pensé que lo entendía.El guardia esbozó una sonrisita y me

dijo que saliera. Al cabo de diezminutos estaba fuera de la prisión,caminando por el suelo de gravilla haciami coche de alquiler.

Había recorrido seiscientoskilómetros para cinco minutos, peroesos minutos habían sido devastadores.

Creo que el punto más bajo de mi vida yde mi carrera profesional llegó una horadespués, cuando estaba en el servicio detren del alquiler de coches, de camino ala terminal de United. Ya no meconcentraba en la conducción ni enllegar a tiempo y sólo tenía el caso enque pensar. Los casos, mejor dicho.

Me incliné, clavé los codos en lasrodillas y hundí la cara entre mis manos.Mi mayor temor se había hechorealidad, se había hecho realidad dosaños antes y no me había enterado.Hasta ese momento. Se me habíapresentado la inocencia, pero yo no lahabía podido asir, sino que la había

arrojado a las fauces de la maquinariadel sistema, como todo lo demás. Ahoraera una inocencia fría, gris, tan muertacomo la gravilla y encerrada en unafortaleza de piedra y acero. Y yo teníaque vivir con eso.

No había solaz en la alternativa, enla certeza de que si hubiera echado losdados e ido a juicio, probablementeJesús estaría en ese momento en elcorredor de la muerte. No podía haberconsuelo en saber que se había evitadoese destino, porque yo sabía tan biencomo podía saber cualquier otra cosa enel mundo que Jesús Menéndez erainocente. Algo tan raro como un

verdadero milagro —un hombreinocente— había acudido a mí y yo nolo había reconocido. Le había dado laespalda.

—¿Un mal día?Levanté la mirada. Un poco más

lejos en el vagón había un hombresentado de cara a mí. Éramos los únicosen ese enlace. Parecía diez años mayorque yo y su calvicie le hacía parecermás sabio. Quizás incluso era abogado,pero no me interesaba.

—Estoy bien —dije—. Sólocansado.

Y levanté una mano con la palmahacia fuera, una señal de que no quería

conversación. Normalmente viajo conunos auriculares como los de Earl. Melos pongo y el cable va a un bolsillo dela chaqueta. No están conectados connada, pero evitan que la gente me hable.Había tenido demasiada prisa esamañana para pensar en ellos. Demasiadaprisa para alcanzar ese punto dedesolación.

El hombre del tren captó el mensajey no dijo nada más. Yo volví a misoscuros pensamientos acerca de JesúsMenéndez. El resumen era que creía quetenía un cliente que era culpable delasesinato por el cual otro clientecumplía cadena perpetua. No podía

ayudar a uno sin perjudicar al otro.Necesitaba una respuesta. Necesitaba unplan. Necesitaba pruebas. Pero por elmomento, en el tren, sólo podía pensaren los ojos apagados de JesúsMenéndez, porque sabía que era yoquien les había robado la vida.

20

En cuanto bajé del puente aéreo enBurbank encendí el móvil. No habíatrazado un plan, pero sí había pensadoen mi siguiente paso y éste era llamar aRaul Levin. El teléfono vibró en mimano, lo que significaba que teníamensajes. Decidí que los escucharíadespués de poner en marcha a Levin.

Respondió a mi llamada y loprimero que me preguntó era si habíarecibido su mensaje.

—Acabo de bajar de un avión —dije—. Me lo he perdido.

—¿Un avión? ¿Adónde has ido?—Al norte. ¿Cuál era el mensaje?—Sólo una actualización sobre

Corliss. Si no llamabas por eso, ¿porqué llamabas?

—¿Qué haces esta noche?—Me quedo por aquí. No me gusta

salir los viernes y sábados. Demasiadagente, demasiados borrachos en lacarretera.

—Bueno, quiero que nos veamos.He de hablar con alguien. Estánocurriendo cosas malas.

Levin aparentemente percibió algoen mi voz, porque inmediatamentecambió su política de quedarse en casa

el viernes por la noche y quedamos en elSmoke House, al lado de los estudios dela Warner. No estaba lejos de donde yome encontraba ni tampoco de la casa deLevin.

En la ventanilla del aeropuerto le dimi tíquet a un hombre con chaqueta rojay comprobé los mensajes mientrasesperaba el Lincoln. Había recibido tresmensajes, todos durante el vuelo de unahora desde San Francisco. El primeroera de Maggie McPherson.

«Michael, sólo quería llamarte ydisculparme por cómo te he tratado estamañana. A decir verdad, estabaenfadada conmigo misma por algunas de

las cosas que dije anoche y por lasdecisiones que tomé. Te lo cargué a ti yno debería haberlo hecho. Hum, siquieres llevarte a Hayley mañana o eldomingo a ella le encantará y, quiénsabe, quizá pueda ir yo también. Bueno,dime algo».

Ella no me llamaba «Michael» conmucha frecuencia, ni siquiera cuandoestábamos casados. Era una de esasmujeres que podía llamarte por elapellido y hacer que sonara cariñoso.Cuando quería, claro. Siempre me habíallamado «Haller». Desde el día que nosconocimos en la cola para pasar undetector de metales en el tribunal

central. Ella iba a orientación en laoficina del fiscal y yo iba al tribunal defaltas por un caso de conducción bajolos efectos del alcohol.

Guardé el mensaje para oírlo otravez en algún momento y pasé alsiguiente. Estaba esperando que fuera deLevin, pero la voz automática dijo quela llamada era de un número con elcódigo de área 310. La siguiente voz queoí fue la de Louis Roulet.

«Soy yo, Louis. Sólo pasandorevista. Me estaba preguntando dóndeestaban las cosas después de lo de ayer.También hay algo que quiero contarle».

Pulsé el botón de borrado y pasé al

tercer y último mensaje. Era el de Levin.«Eh, jefe, llámame. Tengo material

de Corliss. Por cierto, el nombre esDwayne Jeffery Corliss. Es un yonqui yha dado un par de soplos más aquí enLos Ángeles. Nada nuevo, ¿eh? Lacuestión es que lo detuvieron por robaruna moto que probablemente pensabacambiar por un poco de alquitránmexicano. Ha cambiado el soplo deRoulet por un programa de internamientode noventa días en County-USC. Así queno podremos acceder a él ni hablar conél a no ser que lo disponga un juez. Unmovimiento muy hábil del fiscal. Bueno,lo sigo investigando. Ha salido algo en

Internet en Phoenix que tiene buena pintasi es el mismo tipo. Algo que leestallaría en la cara. Así que esto estodo por ahora. Llámame el fin desemana. Estaré por casa».

Borré el mensaje y cerré el teléfono.—Ya no —me dije a mí mismo.Una vez que oí que Corliss era

yonqui no necesitaba saber nada más.Entendí por qué Maggie no se habíafiado de ese tipo. Los adictos a laheroína eran la gente más desesperada ypoco fiable con la que uno puedecruzarse en la maquinaria del sistema. Situvieran la oportunidad delatarían a suspropias madres a cambio de la siguiente

dosis o del siguiente programa demetadona. Todos eran unos mentirosos ytodos ellos podían ser mostrados comotales en un tribunal.

No obstante, estaba desconcertadopor lo que pretendía el fiscal. El nombrede Dwayne Corliss no figuraba en elmaterial de hallazgos que Minton mehabía dado. Aun así, el fiscal estabatomando las precauciones que tomaríacon un testigo. Había puesto a Corliss enun programa de noventa días paramantenerlo a salvo. El juicio a Rouletempezaría y terminaría en ese tiempo.¿Estaba ocultando a Corliss? ¿Osimplemente estaba poniendo al soplón

en un armario para saber exactamentedónde estaba y dónde estaría en caso deque su testimonio se necesitara en eljuicio? Obviamente trabajaba desde lacreencia de que yo no sabía nada deCorliss. Y de no haber sido por unresbalón de Maggie McPherson asísería. Sin embargo, seguía siendo unmovimiento peligroso. A los jueces noles gustan nada los fiscales que rompentan abiertamente las reglas de loshallazgos.

Eso me llevó a pensar en unaposible estrategia para la defensa. SiMinton era lo bastante tonto parapresentar a Corliss en un juicio, yo

podría no objetar a las reglas dehallazgos. Podría dejar que pusiera aladicto a la heroína en el estrado paratener la ocasión de hacerlo trizas delantedel jurado como un recibo de tarjeta decrédito. Todo dependería de lo queencontrara Levin.

Planeaba decirle que continuarahurgando en Dwayne Jeffery Corliss.Que no se dejara nada.

También pensé en el hecho de queCorliss estuviera en un programacerrado en County-USC. Levin seequivocaba, lo mismo que Minton, alcreer que no podría acceder a esetestigo encerrado. Por coincidencia, mi

cliente Gloria Dayton había sido puestaen un programa cerrado en County-USCdespués de que delatara a su clientetraficante de drogas. Aunque habíavarios de esos programas en County, eraprobable que compartiera sesiones deterapia o incluso turnos de comida conCorliss. Quizá no pudiera accederdirectamente a Corliss, pero comoabogado de Dayton podía acceder a ella,y ella a su vez podía hacerle llegar unmensaje a Corliss.

Me trajeron el Lincoln y le di alhombre de la chaqueta roja un par dedólares. Salí del aeropuerto y me dirigípor Hollywood Way hacia el centro de

Burbank, donde estaban todos losestudios.

Llegué al Smoke House antes queLevin y pedí un Martini en la barra. Enla tele colgada pasaban las últimasnoticias del inicio del torneouniversitario de baloncesto. Floridahabía vencido a Ohio en primera ronda.El titular al pie de la pantalla decía«Locura de marzo» en referencia alnombre popular del torneo universitariode veinte días. Levanté mi vaso parabrindar. Yo había empezado aexperimentar mi propia locura de marzo.

Levin entró y pidió una cervezaantes de sentarse a cenar. Todavía era

verde, resto de la noche anterior. Debióde ser una noche tranquila. Quizá todo elmundo había ido al Four Green Fields.

—Al palo, palo, siempre que sea unpalo verde —dijo con ese acentoirlandés que ya empezaba a hacerseviejo.

Bebió hasta bajar el nivel del vasolo suficiente para poder caminar con él ynos acercamos a la señorita queasignaba las mesas. Ella nos condujo aun reservado con acolchado rojo enforma de U. Nos sentamos uno enfrentedel otro y puse el maletín a mi lado.Cuando la camarera llegó para quepidiéramos el cóctel, pedimos todo:

ensaladas, bistecs y patatas. Yo tambiénpedí una ración del pan de ajo y quesoespecialidad de la casa.

—Está muy bien que no te guste saliren fin de semana —le dije a Levindespués de que se alejara la camarera—. Si comes pan de ajo tu aliento puedematar a cualquiera que se te acerquedespués.

—Correré mis riesgos.Estuvimos un largo momento en

silencio después de eso. Sentía que elvodka se abría camino en mi sentimientode culpa. Me aseguraría de pedir otrocuando llegaran las ensaladas.

—Bueno —dijo finalmente Levin—.

Tú me has llamado.Asentí.—Quiero contarte una historia. No

conozco ni están establecidos todos losdetalles. Pero te la contaré de la formaen que creo que va y me cuentas quéopinas y qué crees que debería hacer.¿Vale?

—Me gustan las historias. Adelante.—No creo que te guste ésta.

Empieza hace dos años con…Me detuve y esperé mientras la

camarera dejaba nuestras ensaladas y elpan de queso y ajo. Pedí otro Martini devodka aunque sólo me había tomado lamitad del primero. Quería asegurarme

de que no hubiera huecos.—Decía —continué después de que

ella se hubo ido— que toda esta historiaempieza hace dos años con JesúsMenéndez. Lo recuerdas, ¿verdad?

—Sí, lo mencionamos el otro día. ElADN. Es el cliente del que dices queestá en prisión por limpiarse la polla enuna toalla rosa.

Levin sonrió porque era verdad queyo con frecuencia había reducido el casoMenéndez a semejante hecho absurdo yvulgar. Lo había usado con frecuenciapara echar unas risas al contar batallitasen el Four Green Fields con otrosabogados. Eso era antes de saber lo que

ahora sabía.No le devolví la sonrisa.—Sí, bueno, resulta que Jesús no lo

hizo.—¿Qué quieres decir? ¿Otra persona

le limpió la polla en la toalla?Esta vez Levin se rió en voz alta.—No, no lo entiendes. Te estoy

diciendo que Jesús Menéndez esinocente.

El rostro de Levin se puso serio.Asintió, comprendiendo algo.

—Está en San Quintín. Has ido allíhoy.

Le dije que sí con la cabeza.—Deja que retroceda y te cuente la

historia —dije—. No trabajaste muchopara mí en el caso Menéndez porque nohabía nada que hacer. Tenían su ADN,su propia declaración inculpatoria y trestestigos que lo vieron tirar una navaja alrío. Nunca encontraron la navaja, perotenían testigos, sus propios compañerosde habitación. Era un caso sinesperanza. La verdad es que lo aceptépor su valor publicitario. Así quebásicamente lo único que hice fueconseguirle un acuerdo. No le gustó,dijo que no lo había hecho, pero no teníaelección. El fiscal iba a buscar la penacapital. Le habría caído eso o perpetuasin condicional. Yo le conseguí perpetua

con condicional e hice que el cabrónaceptara. Yo lo hice.

Miré la ensalada que no habíatocado y me di cuenta de que no teníaganas de comer. Sólo las tenía de bebery de arrancar la parte de mi cortezacerebral que contenía las célulasculpables.

Levin me esperó. Él tampoco estabacomiendo.

—Por si no lo recuerdas, el caso erapor el asesinato de una mujer llamadaMartha Rentería. Era bailarina en TheCobra Room, en East Sunset. No fuisteal local por el caso, ¿verdad?

Levin negó con la cabeza.

—No tienen escenario —dije—.Hay una especie de pozo en el centro yen cada número esos tipos vestidoscomo de Aladino salen llevando unagran canasta con la cobra entre dospalos de bambú. La ponen en el suelo yempieza la música. Entonces la partesuperior de la canasta se levanta y lachica sale bailando. Luego ella tambiénse saca la parte superior. Es una especiede versión de la bailarina que sale delpastel.

—Es Hollywood, chico —dijoLevin—. Has de tener un show.

—Bueno, a Jesús Menéndez le gustóe l show. Tenía mil cien dólares que le

había dado su hermano el camello yquedó prendado de Martha Rentería.Quizá porque era la única bailarina queera más bajita que él. Quizá porque lehabló en español. La cuestión es quedespués del número se sentaron yhablaron. Luego ella circuló un poco yvolvió, y Jesús enseguida supo queestaba en competición con otro tipo delclub. Le ganó al otro tipo al ofrecerle ala chica quinientos dólares si se lollevaba a casa.

—Pero no la mató cuando llegó allí.—Ajá. Siguió el coche de ella con el

suyo. Llegó allí, tuvieron relaciones, tiróel condón al inodoro, se limpió la polla

en la toalla y se fue a casa. La historiaempieza después de que él se fuera.

—El verdadero asesino.—El verdadero asesino llama a la

puerta, quizás hace ver que es Jesús yque ha olvidado algo. Ella le abre lapuerta. O quizás era una cita. Ella estabaesperando la llamada y le abrió lapuerta.

—¿El tipo del club? El que competíacon Menéndez.

Asentí.—Exactamente. Él llega, la golpea

varias veces para asustarla y luego sacala navaja y se la pone en el cuellomientras la lleva a su habitación. ¿Te

suena familiar? Sólo que ella no tiene lasuerte que tendría Reggie Campo dosaños después. Él la tumba en la cama, sepone un condón y se sube encima. Ahorala navaja está en el otro lado del cuelloy la mantiene allí mientras la viola. Ycuando termina la mata. La apuñala conesa navaja una y otra vez. Es un caso deensañamiento como hay pocos. Estáelaborando algo en su puta menteenferma mientras lo hace.

Llegó mi segundo Martini y yo locogí directamente de la mano de lacamarera y me bebí la mitad de un trago.Ella preguntó si habíamos terminado conlas ensaladas y ambos las devolvimos

sin haberlas tocado.—Los bistecs ya salen —dijo—. ¿O

prefieren que los tire a la basuradirectamente y se ahorran tiempo?

La miré. Ella estaba sonriendo, peroyo estaba tan absorto en la historia queestaba contando que me había perdidosus palabras.

—No importa —dijo ella—. Yasalen.

Yo retomé la historia. Levin no dijonada.

—Después de que ella está muerta,el asesino limpia. Se toma su tiempoporque ¿qué prisa hay? Ella no va a ir aninguna parte ni va a llamar a nadie.

Limpia el apartamento para ocuparse decualquier huella dactilar que pudierahaber dejado. Y al hacerlo limpia las deMenéndez. Esto tendrá mal aspecto paraMenéndez cuando después acuda a lapolicía para explicar que él es el tipodel retrato robot, pero que no mató aMartha. Lo mirarán y dirán: «Entonces,¿por qué llevó guantes cuando estuvoallí?».

Levin negó con la cabeza.—Oh, tío, si esto es verdad…—Pierde cuidado, es verdad.

Menéndez consigue un abogado que unavez hizo un buen trabajo para suhermano, pero su abogado no iba a ver a

un hombre inocente aunque le diera unapatada en las pelotas. El abogado nisiquiera pregunta al chico si lo hizo.Supone que lo hizo, porque su puto ADNestá en la toalla y hay testigos que lovieron deshacerse de la navaja. Elabogado se pone a trabajar y consigue elmejor acuerdo que podía conseguir. Enrealidad se siente muy satisfecho alrespecto, porque sabe que mantendrá aMenéndez fuera del corredor de lamuerte y algún día tendrá la posibilidadde salir en libertad condicional. Así queacude a Menéndez y da el golpe demazo. Le hace que acepte el trato y quese presente ante el tribunal y diga

«culpable». Jesús va entonces a prisióny todo el mundo contento. La fiscalíaestá satisfecha porque ahorra el dinerodel juicio y la familia de MarthaRentería está contenta porque no ha deenfrentarse a un juicio con todas esasfotos de las autopsias e historias de suhija bailando desnuda y acostándose conhombres por dinero. Y el abogadocontento porque sale en la tele con elcaso al menos seis veces, y ademásmantiene a otro cliente fuera delcorredor de la muerte.

Me tragué el resto del Martini y miréa mi alrededor en busca de nuestracamarera. Quería otro.

—Jesús Menéndez fue a prisiónsiendo un hombre joven. Acabo de verloy tiene veintiséis con pinta de cuarenta.Es un tipo pequeño. Ya sabes lo que lespasa a los pequeños allí arriba.

Estaba mirando fijamente lasuperficie vacía de la mesa cuando mesirvieron un bistec chisporroteante y unapatata hervida. Levanté la mirada a lacamarera y le pedí que me trajera otroMartini. No dije por favor.

—Más vale que te calmes —dijoLevin después de que ella se hubo ido—. Probablemente no hay un solo polien este condado que no esté deseandodetenerte por conducir borracho,

llevarte al calabozo y meterte la linternapor el culo.

—Lo sé, lo sé. Será el último. Y sies demasiado no conduciré. Siempre haytaxis aquí delante.

Decidiendo que la comida podríaayudarme, corté el bistec y me comí unbocado. Después aparté la servilleta queenvolvía el pan de queso y ajo yarranqué un trozo, pero ya no estabacaliente. Lo dejé en el plato y puse eltenedor encima.

—Mira, sé que te estás machacandocon esto, pero estás olvidando algo —dijo Levin.

—¿Sí? ¿Qué?

—Su riesgo. Se enfrentaba a laaguja, tío, y el caso estaba perdido. Nolo trabajé para ti porque no había nadaque trabajar. Lo tenían y tú lo salvastede la aguja. Es tu trabajo y lo hicistebien. Así que ahora crees que sabes loque de verdad ocurrió. No puedesmachacarte por no haberlo sabidoentonces.

Levanté la mano para pedirle queparara.

—El tipo era inocente. Tendría quehaberlo visto. Tendría que haber hechoalgo al respecto. En cambio, sólo hice lohabitual y fui pasando fases con los ojoscerrados.

—Mentira.—No, no es mentira.—Vale, vuelve a la historia. ¿Quién

era el segundo tipo que llamó a supuerta?

Abrí el maletín que tenía al lado ybusqué en él.

—He ido hoy a San Quintín y le heenseñado a Menéndez seis fotos. Todofotos de fichas policiales de misclientes. Casi todo antiguos clientes.Menéndez eligió una en menos de diezsegundos.

Tiré la foto de ficha policial deLouis Roulet en la mesa. Aterrizó bocaabajo. Levin la levantó y la miró unos

segundos, luego volvió a ponerla bocaabajo en la mesa.

—Deja que te enseñe otra cosa —dije.

Volví a meter la mano en el maletíny saqué las dos fotografías plegadas deMartha Rentería y Reggie Campo. Miréa mi alrededor para asegurarme de quela camarera no iba a traerme mi Martinijusto entonces y se las pasé a Levin através de la mesa.

—Es como un puzzle —dije—.Júntalas y verás.

Levin formó una cara con las dosmitades y asintió como si comprendierael significado. El asesino —Roulet— se

concentraba en mujeres que encajabanen un modelo o perfil que él deseaba. Acontinuación le enseñé el esbozo delcuchillo dibujado por el forense de laautopsia de Rentería y le leí ladescripción de las dos heridascoercitivas halladas en su cuello.

—¿Sabes el vídeo que sacaste delbar? —pregunté—. Lo que muestra es aun asesino en acción. Igual que tú, él veque el señor X es zurdo. Cuando ataca aReggie Campo la golpea con laizquierda y luego empuña la navaja conla izquierda. Este tipo sabe lo que estáhaciendo. Ve una oportunidad y laaprovecha. Reggie Campo es la mujer

más afortunada del mundo.—¿Crees que hay más? Más

asesinatos, quiero decir.—Quizás. Eso es lo que quiero que

investigues. Comprueba todos losasesinatos de mujeres con arma blancade los últimos años. Después consiguefotos de las víctimas y mira si encajanen el perfil físico. Y no mires sólo casossin resolver. Martha Renteríasupuestamente estaba entre los casoscerrados.

Levin se inclinó hacia delante.—Mira, tío, no voy a echar una red

sobre esto tan bien como puede hacerlola policía. Has de meter a los polis en

esto. O acude al FBI. Ellos tienenespecialistas en asesinos en serie.

Negué con la cabeza.—No puedo. Es mi cliente.—Menéndez también es tu cliente, y

tienes que sacarlo.—Estoy trabajando en eso. Y por

eso quiero que hagas esto por mí, Mish.Ambos sabíamos que lo llamaba

Mish cuando necesitaba algo quecruzaba la frontera de nuestra relaciónprofesional y llegaba al terreno de laamistad subyacente.

—¿Y un francotirador? —dijo Levin—. Eso solucionaría tus problemas.

Asentí, sabiendo que hablaba en

broma.—Sí, eso funcionaría —dije—.

También haría del mundo un lugarmejor, pero probablemente no liberaríaa Menéndez.

Levin se inclinó de nuevo haciadelante. Se había puesto serio.

—Haré lo que pueda, Mick, pero nocreo que éste sea el camino a seguir.Puedes declarar conflicto de intereses ydejar a Roulet. Y luego puedes trabajaren sacar a Menéndez de San Quintín.

—¿Sacarlo con qué?—La identificación que ha hecho de

las seis fotos. Eso fue sólido. Noconocía a Roulet de nada y va y lo elige

entre el grupo.—¿Quién va a creer eso? ¡Soy su

abogado! Nadie ni entre los polis ni enla junta de clemencia va a creer que yono lo preparé. Es pura teoría, Raul. Tú yyo sabemos que es cierto, pero nopodemos probar nada.

—¿Y las heridas? Podrían hacercoincidir la navaja del caso Campo conlas heridas de Martha Rentería.

Negué con la cabeza.—La incineraron. Lo único que

tienen son las descripciones y las fotosde la autopsia, y eso no seríaconcluyente. No es suficiente. Además,no puedo ser el tipo que tire todo esto

contra mi propio cliente. Si me vuelvocontra un cliente, me vuelvo contratodos mis clientes. No puede verse así olos perderé a todos. He de imaginaralguna otra forma.

—Creo que te equivocas. Creo…—Por ahora, sigo adelante como si

no supiera nada de esto, ¿entiendes?Pero tú investiga. Todo. Mantenloseparado de Roulet para que no haya unproblema de hallazgos. Archívalo todoen Jesús Menéndez y factúrame eltiempo en ese caso. ¿Entendido?

Antes de que Levin pudieracontestar, la camarera trajo mi tercerMartini. Yo lo rechacé con un gesto.

—No lo quiero, sólo la cuenta.—Bueno, no puedo volver a echarlo

en la botella —dijo.—No se preocupe, lo pagaré.

Simplemente no quiero bebérmelo.Déselo al tipo que hace el pan de quesoy tráigame la cuenta.

Ella se volvió y se alejó,probablemente molesta porque no lehubiera ofrecido la bebida a ella. Miréde nuevo a Levin. Parecía dolorido portodo lo que le había revelado. Sabíaperfectamente cómo se sentía.

—Menudo filón, ¿eh? —dije.—Sí. ¿Cómo vas a poder actuar con

rectitud con este tipo cuando has de

tratar con él y al mismo tiempo estásdesenterrando esta mierda?

—¿Con Roulet? Planeo verlo lomenos posible. Sólo cuando seanecesario. Me ha dejado un mensajehoy, tiene algo que decirme. Pero no levoy a devolver la llamada.

—¿Por qué te eligió a ti? O sea, ¿porqué elegir al único abogado que podríaresolver esto?

Negué con la cabeza.—No lo sé. He pensado en eso

durante todo el vuelo de vuelta. Creoque quizás estaba preocupado de quepudiera oír del caso y descubrirlo detodos modos. Pero si era mi cliente,

entonces sabía que éticamente estabaatado para protegerle. Al menos alprincipio. Además está el dinero.

—¿Qué dinero?—El dinero de la madre. El filón.

Sabe que es una paga muy grande paramí. La más grande que he tenido. Quizápensaba que miraría para el otro ladocon tal de conservar el dinero.

Levin asintió.—Quizá debería, ¿eh? —dije.Fue un intento de humor alimentado

por el vodka, pero Levin no sonrió, yentonces recordé la cara de JesúsMenéndez detrás del plexiglás en laprisión y yo tampoco pude sonreír.

—Escucha, hay otra cosa quenecesito que hagas —dije—. Quiero quelo investigues también a él. A Roulet.Descubre todo lo que puedas sinacercarte demasiado. Y comprueba esahistoria de la madre, de que la violaronen una casa que ella estaba vendiendo enBel-Air.

Levin asintió con la cabeza.—Estoy en ello.—Y no lo derives.Era una broma recurrente entre

nosotros. Igual que yo, Levin trabajabasolo. No tenía a quien derivarlo.

—No lo haré. Me ocuparé yomismo.

Era su respuesta habitual, pero estavez carecía de la falsa sinceridad yhumor que normalmente le daba. Habíarespondido por hábito.

La camarera se acercó a la mesa ydejó la cuenta sin decir gracias. Yo pusemi tarjeta de crédito encima sin mirarsiquiera el gasto. Sólo quería irme.

—¿Quieres que te envuelvan elbistec? —pregunté.

—No importa —dijo Levin—. Demomento he perdido el apetito.

—¿Y ese perro de presa que tienesen casa?

—Buena idea. Me había olvidado deBruno.

Miró a la camarera para pedir unacaja.

—Llévate también el mío —dije—.Yo no tengo perro.

21

A pesar de la mirada vidriada delvodka, superé el eslalon de LaurelCanyon sin romper el Lincoln ni serparado por ningún poli. Mi casa está enFareholm Drive, que asciende desde laboca sur del cañón. Todas las casasestán construidas hasta la línea de lacalle, y el único problema que tuve enllegar a la mía fue que encontré quealgún imbécil había aparcado su grantodoterreno delante del garaje y nopodía entrar. Aparcar en la calleestrecha siempre es difícil y el vado de

mi garaje normalmente resultabademasiado goloso, especialmente en unanoche de fin de semana, cuandoinvariablemente algún vecinoorganizaba una fiesta.

Pasé de largo la casa y encontré unhueco lo bastante grande para el Lincolna aproximadamente una manzana ymedia. Cuanto más me alejaba de lacasa, más me cabreaba con eltodoterreno. La fantasía fue subiendo denivel, desde escupir en el parabrisashasta romperle el retrovisor, pincharlelas ruedas y darle una patada en lospaneles laterales. Sin embargo, melimité a escribir una nota sosegada en

una hoja amarilla: «Esto no es un sitiopara aparcar. La próxima vez llamaré ala grúa». Al fin y al cabo, uno nuncasabe quién puede conducir un SUV enLos Ángeles, y si amenazas a alguienpor aparcar delante de tu garaje,entonces ya sabe dónde vives.

Volví caminando y estaba poniendola nota debajo del limpiaparabrisas delinfractor cuando me fijé en que el SUVera un Range Rover. Puse la mano en elcapó y lo noté frío al tacto. Levanté lamirada a las ventanas de encima delgaraje, pero estaban a oscuras. Puse lanota doblada debajo dellimpiaparabrisas y empecé a subir la

escalera que conducía a la terrazadelantera y la puerta de la vivienda.Casi esperaba que Louis Rouletestuviera sentado en una de las sillasaltas de director de cine, asimilando lacentelleante vista de la ciudad, pero noestaba allí.

Caminé hasta la esquina del porche ycontemplé la ciudad. Era esa vista laque me había convencido de comprar lacasa. Todo lo que había en la viviendauna vez que entrabas por la puerta eraordinario y desfasado, pero el porchedelantero y la vista, justo encima deHollywood Boulevard, podía propulsarun millón de sueños. Había usado dinero

de mi último caso filón para hacer elpago inicial. Pero una vez que estuvedentro y no hubo otro filón, tuve quepedir una segunda hipoteca. Lo ciertoera que cada mes me costaba muchosólo pagar los gastos generales.Necesitaba sacarme de encimasemejante losa, pero la vista que seofrecía desde la terraza delantera meparalizaba. Probablemente estaríamirando la ciudad cuando vinieran allevarse la llave y ejecutar la hipoteca.

Conocía la pregunta que planteabami casa. Incluso con mis luchas para nohundirme con ella, no podía dejar depreguntarme qué había de justo en que

tras el divorcio entre una fiscal y unabogado defensor, el abogado defensorse trasladara a la casa en la colina conla vista del millón de dólares mientrasque la fiscal y la hija se quedaban en unapartamento de dos habitaciones en elvalle de San Fernando. La respuesta eraque Maggie McPherson podíacomprarse una casa de su elección y queyo la ayudaría en la medida máxima demis posibilidades. Pero ella habíarenunciado a trasladarse mientrasesperaba que le ofrecieran un ascenso ala oficina del centro. Comprarse unacasa en Sherman Oaks o en cualquierotro sitio supondría enviar el mensaje

equivocado, uno de satisfacciónsedentaria. Ella no estaba satisfecha conser Maggie McFiera de la División deVan Nuys. No estaba satisfecha con quele pasara por delante John Smithson oalguno de sus jóvenes acólitos. Eraambiciosa y quería llegar al centro,donde supuestamente los mejores y másbrillantes se encargaban de la acusaciónen los crímenes más importantes.Maggie rechazaba aceptar el sencillohecho de que cuanto mejor es uno,mayor amenaza supone para el que estáarriba, especialmente si se trata decargos electos. Sabía que a Maggienunca la invitarían al centro. Era

demasiado buena.De cuando en cuando esta

percepción se filtraba y ella respondíade maneras inesperadas. Hacía uncomentario agudo en una conferencia deprensa o se negaba a cooperar en unainvestigación de la fiscalía central. Oestando borracha revelaba a un abogadodefensor y exmarido algo que no deberíacontar acerca de un caso.

El teléfono empezó a sonar en elinterior de la casa. Fui a la puertadelantera y pugné con mis llaves paraabrir y llegar a tiempo. Mis números deteléfono y quién los conocía formabanparte de un esquema piramidal. En la

base de la pirámide estaba el númeroque figuraba en las páginas amarillas yque todo el mundo tenía o podía tener. Acontinuación estaba mi teléfono móvil,que había sido repartido entre miscolegas clave, investigadores, agentesde fianzas, clientes y otros engranajes dela maquinaría. El número de mi casa erael vértice de la pirámide. Muy pocostenían ese número. Ni clientes ni otrosabogados, excepto uno.

Entré y cogí el teléfono de la cocinaantes de que saltara el contestador. Lallamada era del único abogado que teníael número. Maggie McPherson.

—¿Has recibido mis mensajes?

—El del móvil. ¿Qué pasa?—No pasa nada. Te dejé un mensaje

en este número mucho antes.—Ah. He estado todo el día fuera.

Acabo de entrar.—¿Dónde has estado?—Bueno, he ido a San Francisco y

he vuelto, y ahora mismo llego de cenarcon Raul Levin. ¿Algo que objetar?

—Sólo curiosidad. ¿Qué había enSan Francisco?

—Un cliente.—O sea que has ido a San Quintín y

has vuelto.—Siempre has sido demasiado lista

para mí, Maggie. Nunca puedo

engañarte. ¿Hay alguna razón para estallamada?

—Sólo quería ver si habías recibidomi disculpa y también quería averiguarsi pensabas hacer algo con Hayleymañana.

—Sí y sí. Pero Maggie, no hace faltaque te disculpes y deberías saberlo.Lamento la forma en que me comportéantes de irme. Y si mi hija quiere estarconmigo mañana, entonces yo quieroestar con ella. Dile que podemos ir almuelle y a ver una peli si le apetece. Loque quiera.

—Bueno, de hecho quiere ir alcentro comercial.

Lo dijo como si estuviera pisandocristal.

—¿Al centro comercial? Está bien.La llevaré. ¿Qué hay de malo en elcentro comercial? ¿Quiere alguna cosaen particular?

De repente reconocí un olor extrañoen la casa. El olor a humo. De pie enmedio de la cocina comprobé el horno yla cocina. Estaban apagados. Estabaamarrado a la cocina porque el teléfonono era inalámbrico. Estiré el cable hastala puerta y encendí la luz del comedor.Estaba vacío y su luz se proyectaba en lasiguiente habitación, la sala de estar quehabía atravesado al entrar. También

parecía vacía.—Tienen un sitio allí donde haces tu

propio osito de peluche y eliges el estiloy la caja de voz y pones un corazoncitocon el relleno. Es todo muy mono.

Quería terminar con la llamada yexplorar la casa.

—Bueno. La llevaré. ¿A qué hora teva bien?

—Estaba pensando en el mediodía.Quizá podamos comer antes.

—¿Podamos?—¿Te molestaría?—No, Maggie, en absoluto. ¿Qué te

parece si me paso yo a mediodía?—Genial.

—Hasta mañana, pues.Colgué el teléfono antes de que ella

pudiera despedirse. Poseía un arma,pero era una pieza de coleccionista queno había sido disparada desde que estoyen este mundo y estaba guardada en unacaja en el armario de mi dormitorio, enla parte posterior de la casa. Así queabrí silenciosamente un cajón de lacocina y saqué un cuchillo de carne,corto pero afilado. A continuaciónatravesé la sala de estar hacia el pasilloque conducía a la parte posterior de lacasa. Había tres puertas en el pasillo.Daban a mi dormitorio, un cuarto debaño y otro dormitorio que había

convertido en mi despacho en casa: laúnica oficina verdadera que tenía.

La luz del escritorio de la oficinaestaba encendida. No se veía desde elángulo en el que me hallaba en elpasillo, pero sabía que estabaencendida. No había pasado por casa endos días, pero no recordaba haberladejado encendida. Me acerqué despacioa la puerta abierta de la habitación,consciente de que probablemente era loque se pretendía que hiciera:concentrarme en la luz de una de lashabitaciones mientras el intrusoesperaba en la oscuridad del dormitorioo el cuarto de baño.

—Venga aquí atrás, Mick. Soy yo.Reconocí la voz, aunque eso no me

tranquilizó. Louis Roulet me estabaesperando en la habitación. Yo medetuve en el umbral. Roulet estabasentado en el sillón de cuero negro. Logiró de manera que se quedó mirándomey cruzó las piernas. Al subírsele lapernera izquierda vi el brazalete deseguimiento que Fernando Valenzuela lehabía obligado a llevar. Sabía que siRoulet había venido a matarme, almenos dejaría una pista. Claro que esono era demasiado reconfortante. Meapoyé en el marco de la puerta demanera que podía sostener el cuchillo

detrás de mi cadera sin resultardemasiado obvio al respecto.

—¿Así que es aquí donde hace sugran trabajo legal? —preguntó Roulet.

—Parte de él. ¿Qué está haciendoaquí, Louis?

—He venido a verle. No contestó millamada y quería asegurarme de quetodavía éramos un equipo.

—He estado fuera de la ciudad.Acabo de volver.

—¿Y la cena con Raul? ¿No hadicho eso al teléfono?

—Es un amigo. He cenado decamino del aeropuerto de Burbank.¿Cómo ha descubierto dónde vivo,

Louis?Se aclaró la garganta y sonrió.—Trabajo en el sector inmobiliario,

Mick. Puedo descubrir dónde vivecualquiera. De hecho, antes era unafuente del National Enquirer. ¿Losabía? Podía decirles dónde vivíacualquier celebridad, no importa detrásde cuántos testaferros o corporacionesocultaran sus compras. Pero lo dejé alcabo de un tiempo. Era buen dinero,pero resultaba demasiado… de malgusto. ¿Sabe qué quiero decir, Mick? Lacuestión es que lo dejé. Pero todavíapuedo descubrir dónde vive alguien.También puedo descubrir si han

maximizado el valor de la hipoteca eincluso si están haciendo sus pagos atiempo.

Me miró con una sonrisa desuperioridad. Me estaba diciendo quesabía que la casa era una burbujafinanciera, que no tenía nada en ella yque normalmente llevaba un retraso deuno o dos meses en el pago de lahipoteca. Fernando Valenzuelaprobablemente no habría aceptado lacasa como garantía en una fianza decinco mil dólares.

—¿Cómo ha entrado? —pregunté.—Bueno, eso es lo más curioso.

Resulta que tenía una llave. De cuando

este sitio estaba en venta, ¿cuándo fueeso, hace dieciocho meses? La cuestiónes que quise verla porque pensé quetenía un cliente que podría estarinteresado por la vista. Así que vine ycogí la llave de la inmobiliaria. Entré,eché un vistazo y me di cuentainmediatamente de que no era adecuadapara mi cliente, porque él quería algomás bonito. Así que me fui. Y olvidédevolver la llave. Es un vicio que tengo.¿No es extraño que después de tantotiempo mi abogado viva en esta casa? Ypor cierto, he visto que no ha hecho nadacon ella. Tiene la vista, por supuesto,pero realmente necesita unas reformas.

Supe entonces que me había estadocontrolando desde el caso Menéndez. Yque probablemente sabía que acababade volver de visitarle en San Quintín.Pensé en el hombre del tren del alquilerde coches. «¿Un mal día?». Después lohabía visto en el puente aéreo aBurbank. ¿Me había estado siguiendo?¿Trabajaba para Roulet? ¿Era elinvestigador que Cecil Dobbs habíaintentado meter en el caso?

No conocía todas las respuestas,pero sabía que la única razón de queRoulet estuviera esperándome en micasa era que sabía lo que yo sabía.

—¿Qué quiere en realidad, Louis?

¿Está intentando asustarme?—No, no, soy yo el que debería

estar asustado. Supongo que tiene algúntipo de arma a su espalda. ¿Qué es, unapistola?

Agarré el cuchillo con más fuerza,pero no se lo mostré.

—¿Qué quiere? —repetí.—Quiero hacerle una oferta. No

sobre la casa. Sobre sus servicios.—Ya tiene mis servicios.Él se meció en la silla antes de

responder. Yo examiné el escritorio,comprobando si faltaba algo. Me fijé enque había usado como cenicero unplatito de arcilla que había hecho mi

hija. Se suponía que era para clips depapeles.

—Estaba pensando en sushonorarios y en las dificultades quepresenta el caso —dijo—. Francamente,Mick, creo que cobra poco. Así quequiero proponerle un nuevo plan depago. Le pagaré la suma ya acordadaantes y se la pagaré por completo antesde que empiece el juicio. Pero ahoravoy a añadir una prima por actuación.Cuando un jurado me declare inocentede este horrible crimen, su minutaautomáticamente se doblará. Leextenderé el cheque en su Lincolncuando salgamos del juzgado.

—Eso está muy bien, Louis, pero lajudicatura de California prohíbe que losabogados acepten primas en función delos resultados. No podría aceptarlo. Esmás que generoso, pero no puedo.

—Pero la judicatura de Californiano está aquí, Mick. Y no hemos detratarlo como una prima por actuación.Es sólo parte del programa de tarifas.Porque, después de todo, tendrá éxito enmi defensa, ¿no?

Me miró con intensidad y yointerpreté la amenaza.

—No hay garantías en un tribunal.Las cosas siempre pueden ir mal. Perotodavía pienso que pinta bien.

El rostro de Roulet lentamente serompió en una sonrisa.

—¿Qué puedo hacer para que pintetodavía mejor?

Pensé en Reggie Campo. Todavíacon vida y dispuesta para ir a juicio. Notenía ni idea de contra quién iba atestificar.

—Nada —respondí—. Sólo quédesetranquilo y espere. No tenga ideas. Nohaga nada. La defensa está cuajando ytodo saldrá bien.

No respondió. Quería separarlo delas ideas acerca de la amenaza querepresentaba Reggie Campo.

—Aunque ha surgido una cosa —

dije.—¿En serio? ¿Qué?—No dispongo de los detalles. Lo

que sé, lo sé sólo por una fuente que nopuede decirme nada más. Pero pareceque la oficina del fiscal tiene un soplode calabozo. No habló con nadie delcaso cuando estuvo allí, ¿no? Recuerdeque le dije que no hablara con nadie.

—Y no lo hice. Tengan a quientengan es un mentiroso.

—La mayoría lo son. Sólo queríaestar seguro. Me ocupare de él si sube alestrado.

—Bien.—Otra cosa. ¿Ha hablado con su

madre acerca de declarar sobre laagresión en la casa vacía? Necesitamosmontar una defensa para el hecho de quellevara la navaja.

Roulet frunció los labios, pero norespondió.

—Tiene que convencerla —dije—.Podría ser muy importante establecereso sólidamente ante el jurado. Además,podría atraer simpatía hacia usted.

Roulet asintió. Vio la luz.—¿Puede hacer el favor de

pedírselo? —pregunté.—Lo haré. Pero ella será dura.

Nunca lo denunció. Nunca se lo dijo anadie más que a Cecil.

—Necesitamos que testifique yluego puede que llamemos a Cecil paraque la respalde. No es tan bueno comouna denuncia ante la policía, peroservirá. La necesitamos, Louis. Creo quesi testifica puede convencerlos. A losjurados les encantan las señorasmayores.

—Vale.—¿Alguna vez le dijo qué aspecto

tenía el tipo o su edad o algún otro dato?Roulet negó con la cabeza.—No podía decirlo. Llevaba

pasamontañas y gafas. Saltó sobre mimadre en cuanto ella entró. Estabaescondido detrás. Fue muy rápido y muy

brutal.Su voz tembló al describirlo. Me

quedé desconcertado.—Pensé que había dicho que el

agresor era un posible comprador con elque ella debía encontrarse —dije—.¿Ya estaba en la casa?

Levantó la cabeza y me miró a losojos.

—Sí. De algún modo ya habíaentrado y la estaba esperando. Fueterrible.

Asentí. No quería seguir por elmomento. Quería que se fuera de micasa.

—Escuche, gracias por su oferta,

Louis. Ahora, si me disculpa, quiero ir aacostarme. Ha sido un día muy largo.

Hice un gesto con mi mano librehacia el pasillo que conducía a la puertade la casa. Roulet se levantó de la silladel escritorio y vino hacia mí. Yoretrocedí en el pasillo y me metí por lapuerta abierta de mi dormitorio.Mantuve el cuchillo a mi espalda ypreparado. Pero Roulet pasó a mi ladosin causar ningún incidente.

—Y mañana tiene que entretener asu hija —dijo.

Eso me dejó helado. Habíaescuchado la llamada de Maggie. Yo nodije nada. Él sí.

—No sabía que tenía una hija, Mick.Ha de ser bonito. —Me miró, sonriendomientras avanzaba por el pasillo—. Esmuy guapa.

Mi inercia se convirtió en impulso.Salí al pasillo y empecé a seguirle, conla rabia subiendo con cada paso.Empuñé el cuchillo con fuerza.

—¿Cómo sabe qué aspecto tiene? —pregunté.

Él se detuvo y yo me detuve. Él miróel cuchillo que tenía en la mano y luegome miró a la cara. Habló con calma.

—Tiene su foto en el escritorio.Había olvidado la foto. Un pequeño

retrato enmarcado en el que mi hija

aparecía en el interior de una taza de téen Disneylandia.

—Ah —dije.Roulet sonrió, sabiendo lo que había

estado pensando.—Buenas noches, Mick. Disfrute de

su hija mañana. Probablemente no la velo suficiente.

Se volvió, cruzó la sala de estar yabrió la puerta. Finalmente me volvió amirar antes de salir.

—Lo que necesita es un buenabogado —dijo—. Uno que le consigala custodia.

—No. Ella está mejor con su madre.—Buenas noches, Mick. Gracias por

la charla.—Buenas noches, Louis.Me adelanté y cerré la puerta.—Bonita vista —dijo desde el

porche delantero.—Sí —dije al cerrar la puerta con

llave.Me quedé allí, con la mano en el

pomo, esperando oír sus pasos por losescalones y hacia la calle, pero al cabode unos segundos llamó a la puerta.Cerré los ojos, mantuve el cuchillopreparado y abrí. Roulet estiró la mano.Yo retrocedí un paso.

—Su llave —dijo—. Creo quedebería tenerla.

Cogí la llave de su palma extendida.—Gracias.—No hay de qué.Cerré la puerta y pasé la llave otra

vez.

22

Martes, 12 de abril

El día empezó mejor de lo que unabogado defensor podía soñar. No teníaque ir a ningún tribunal ni reunirme conningún cliente. Dormí hasta tarde, paséla mañana leyendo el periódico de puntaa cabo y tenía una entrada para elpartido inaugural de la temporada debéisbol de los Dodgers de Los Ángeles.Era un partido diurno y entre losabogados defensores era una tradiciónacudir. Mi entrada me la había regalado

Raul Levin, que iba a llevar a cinco delos abogados defensores para los quetrabajaba al partido como forma deagradecimiento por su relación laboral.Estaba seguro de que los demás sequejarían y refunfuñarían antes delencuentro por la forma en que yo estabamonopolizando a Levin mientras mepreparaba para el juicio de Roulet. Perono iba a permitir que eso me molestara.

Estábamos en el periodo de aparentecalma antes del juicio, cuando lamáquina se mueve con un impulsoconstante y tranquilo. El proceso deLouis Roulet debía comenzar al cabo deun mes. A medida que se acercaba, yo

iba aceptando cada vez menos clientes.Necesitaba tiempo para preparar laestrategia. Aunque faltaban semanaspara el juicio, éste se ganaría o seperdería en función de la informaciónrecopilada ahora. Necesitaba mantenerla agenda limpia por ese motivo. Sóloaceptaba casos de clientes anteriores, ysólo si tenían el dinero listo y pagabanpor adelantado.

Un juicio era un tirachinas. La claveera la preparación. En la fase anterior ala vista de la causa es cuando se cargael tirachinas con la piedra adecuada ylentamente se va estirando la goma hastael límite. Finalmente, en el tribunal, se

suelta la goma y el proyectil saledisparado de modo certero hacia elobjetivo. El objetivo es el veredicto.Inocente. Sólo alcanzas ese objetivo sihas elegido adecuadamente la piedra yhas estirado cuidadosamente deltirachinas, tensando la goma lo másposible.

Levin era el que más estabaestirando. Había seguido hurgando enlas vidas de los implicados, tanto delcaso Menéndez como del caso Roulet.Habíamos tramado una estrategia y unplan que estábamos llamando del «dobletirachinas», porque tenía dos objetivos.No tenía duda de que cuando el juicio

empezara en mayo habríamos estirado lagoma al límite y estaríamos listos parasoltarla.

La fiscalía también había cumplidocon su parte para ayudarnos a cargar eltirachinas. En las semanas transcurridasdesde la lectura oficial de cargos, elarchivo de hallazgos del caso Roulet sehabía engrosado con la inclusión de losinformes científicos. Asimismo, sehabían desarrollado más investigacionespoliciales y habían ocurrido nuevossucesos.

Entre los nuevos sucesos dignos demención estaba la identificación delseñor X, el hombre zurdo que había

estado con Reggie Campo en Morgan’sla noche de la agresión. Los detectivesdel Departamento de Policía de LosÁngeles, usando el vídeo del que yohabía alertado a la fiscalía, lograronidentificarlo tras mostrar un fotogramadel vídeo a prostitutas conocidas cuandoéstas eran detenidas por la brigada deantivicio. El señor X fue identificadocomo Charles Talbot. Era conocido pormuchas de las proveedoras de sexocomo un habitual. Algunas decían queera propietario, o bien trabajaba, en unatienda de Reseda Boulevard abierta lasveinticuatro horas.

Los informes de la investigación que

me enviaron a través de las solicitudesde hallazgos revelaron que losdetectives interrogaron a Talbot ydescubrieron que en la noche del 6 demarzo salió del apartamento de ReggieCampo poco antes de las diez y sedirigió a la previamente mencionadatienda abierta las veinticuatro horas.Talbot era el dueño del establecimiento.Fue a la tienda para supervisar lasituación y abrir un armario dondeguardaba los cigarrillos y del cual sóloél poseía la llave. Las cámaras de lacinta de vigilancia de la tiendaconfirmaron que estuvo allí entre las22.09 y las 22.51, reponiendo cajetillas

de cigarrillos debajo del mostrador. Elinforme de la investigación descartabaque Talbot hubiera participado en losacontecimientos que ocurrieron despuésde abandonar el apartamento de Campo.Sólo era uno de sus clientes.

En ninguna parte de los hallazgos dela fiscalía se mencionaba a DwayneJeffery Corliss, el soplón carcelario quehabía contactado con la acusacióndispuesto a contar un cuento acerca deLouis Roulet. Minton o bien habíadecidido no usarlo como testigo o loestaba manteniendo en secreto para uncaso de emergencia. Me inclinaba apensar en esta última opción. Minton lo

había aislado en el programa cerrado.No se habría tomado la molestia a no serque quisiera mantener a Corliss fuera deescena, pero preparado. Por mí no habíaproblema. Lo que Minton no sabía eraque Corliss era la piedra que yo iba aponer en mi tirachinas.

Y mientras que los hallazgos de lafiscalía contenían escasa informaciónsobre la víctima del crimen, Raul Levinestaba investigando concienzudamente aReggie Campo. Había localizado unsitio web llamado PinkMink.com, en elcual anunciaba sus servicios. Lo que eramás importante del descubrimiento noera necesariamente que establecía

todavía más su implicación en laprostitución, sino el anuncio en el quedeclaraba que tenía «una mentalidadmuy abierta y le gustaba el lado salvaje»y que estaba «disponible para juegossadomaso: “azótame tú o te azotaréyo”». Era buena munición. Era la clasede material que podía ayudar a colorearuna víctima o un testigo ante los ojos deun jurado. Y ella era ambas cosas.

Levin también estaba hurgando mása fondo en la vida de Louis Roulet yhabía descubierto que había sido un malestudiante, que había asistido al menos acinco escuelas privadas diferentes deBeverly Hills y los alrededores en su

juventud. Era cierto que había asistido ala UCLA y que se había graduado enliteratura inglesa, pero Levin localizó acompañeros de clase que habíandeclarado que Roulet había compradotrabajos completos a otros estudiantes,respuestas de exámenes e incluso unatesis de noventa páginas sobre la vida yobra de John Fante.

Un perfil mucho más oscuro emergiódel Roulet adulto. Levin encontró anumerosas amistades femeninas delacusado que dijeron que Roulet lashabía maltratado física o mentalmente, oambas cosas. Dos mujeres que habíanconocido a Roulet cuando eran

estudiantes de la UCLA contaron aLevin que sospechaban que Roulet habíaechado droga en sus bebidas y que luegose había aprovechado sexualmente deellas. Ninguna denunció sus sospechas alas autoridades, pero una mujer sesometió a un análisis de sangre despuésde la fiesta. Dijo que se encontraronrastros de hidroclorato de ketamina, unsedante de uso veterinario. Por fortunapara la defensa, ninguna de las mujereshabía sido localizada hasta el momentopor investigadores de la fiscalía.

Levin echó un vistazo a los llamadoscasos del Violador Inmobiliario decinco años antes. Cuatro mujeres —

todas ellas agentes inmobiliarias—denunciaron haber sido reducidas yvioladas por un hombre que las estabaesperando cuando éstas entraron encasas que habían sido dejadas vacíaspor sus propietarios para que fueranmostradas. Las agresiones no se habíanresuelto, pero se detuvieron once mesesdespués de que se denunciara laprimera. Levin habló con el experto delDepartamento de Policía de Los Ángelesque había investigado los casos. Dijoque su instinto siempre había sido que elviolador no era un outsider. El asaltanteparecía saber cómo entrar en las casas ycómo atraer a las vendedoras femeninas

para que fueran solas. El detectiveestaba convencido de que el violadorformaba parte de la comunidadinmobiliaria, pero al no hacerse nuncaninguna detención, nunca pudo probar suteoría.

En esta rama de la investigación,Levin halló poco que confirmara queMary Alice Windsor había sido una delas víctimas no declaradas del violador.Ella nos había concedido una entrevistay había accedido a testificar sobre sutragedia secreta, pero sólo si sutestimonio se necesitaba de maneravital. La fecha del incidente que ellaproporcionó encajaba entre las fechas

de las agresiones documentadasatribuidas al Violador Inmobiliario, yWindsor facilitó un libro de citas y otradocumentación que mostraba que ellaera verdaderamente el agenteinmobiliario registrado en relación conla venta de la casa de Bel-Air dondedijo haber sido atacada. Pero en últimainstancia sólo contábamos con supalabra. No había registros médicos uhospitalarios que indicaran tratamientopor agresión sexual. Ni denuncia ante lapolicía.

Aun así, cuando Mary Windsorrecontó su historia, ésta coincidía con elrelato de Roulet en casi todos los

detalles. A posteriori, nos habíaresultado extraño tanto a Levin como amí que Louis hubiera sabido tanto de laagresión a su madre. Si ésta habíadecidido mantenerlo en secreto y nodenunciarlo, entonces ¿por qué habíacompartido con su hijo tantos detalles desu desgarradora experiencia? Lacuestión llevó a Levin a postular unateoría que era tan repulsiva comointrigante.

—Creo que conoce todos losdetalles porque estuvo allí —dijo Levin,después de la entrevista y cuandoestuvimos solos.

—¿Quieres decir que lo observó sin

hacer nada para impedirlo?—No, quiero decir que él era el

hombre con el pasamontañas y las gafas.Me quedé en silencio, pensando que

en un nivel subliminal podía haberestado pensando lo mismo, pero la ideaera demasiado repulsiva para aflorar ala superficie.

—Oh, tío… —dije.Levin, pensando que estaba en

desacuerdo, insistió en su hipótesis.—Es una mujer muy fuerte —dijo—.

Ella construyó la empresa de la nada yel negocio inmobiliario en esta ciudades feroz. Es una mujer dura, y no la veosin denunciar esto, sin querer que

detengan al tipo que le hizo algo así. Yoveo a la gente de dos maneras. O bienson gente de ojo por ojo o bien ponen laotra mejilla. Ella es sin duda unapersona de ojo por ojo, y no entiendoque lo mantuviera en silencio a no serque estuviera protegiendo a ese tipo. Ano ser que ese tipo fuera nuestro tipo. Telo estoy diciendo, tío, Roulet es laencarnación del mal. No sé de dónde leviene, pero cuanto más lo miro, más veoal diablo.

Todo este trasfondo eracompletamente confidencial.Obviamente no era el tipo de trasfondoque podía sacarse a relucir como medio

de defensa. Tenía que quedar oculto delos hallazgos, así que poco de lo queLevin o yo descubríamos era puesto porescrito. No obstante, todavía erainformación que tenía que conocer altomar mis decisiones y preparar eljuicio y mi maniobra oculta.

A las once y cinco, el teléfono decasa empezó a sonar mientras estaba depie delante de un espejo y probándomeuna gorra de los Dodgers. Comprobé elidentificador antes de responder y vi queera Lorna Taylor.

—¿Por qué tienes el móvil apagado?—preguntó.

—Porque estoy off. Te he dicho que

no quiero llamadas hoy. Voy al partidocon Mish y tendría que ir saliendoporque he quedado antes con él.

—¿Quién es Mish?—Me refiero a Raul. ¿Por qué me

molestas? —dije afablemente.—Porque creo que querrás que te

moleste con esto. Ha llegado el correotemprano hoy y tiene una noticia delSegundo.

El Tribunal de Apelación delDistrito Segundo revisaba todos loscasos emanados del condado de LosÁngeles. Era la primera instancia deapelación en el camino hacia el TribunalSupremo. Pero no creía que Lorna me

llamara para contarme que habíaperdido un recurso.

—¿Qué caso?En cualquier momento, normalmente

tengo cuatro o cinco casos en apelaciónen el Segundo.

—Uno de tus Road Saints. HaroldCasey. ¡Has ganado!

Estaba asombrado. No por ganar,sino por las fechas. Había tratado deactuar con rapidez en la apelación.Había redactado el recurso antes de quese dictara el veredicto y había pagadoextra para recibir las transcripcionesdiarias del proceso. Presenté laapelación al día siguiente del veredicto

y pedí una revisión acelerada. Aun así,no esperaba tener noticias sobre Caseyen otros dos meses.

Pedí a Lorna que leyera el veredictoy la sonrisa se ensanchó en mi rostro. Lasentencia era literalmente un refrito demi recurso. El tribunal de tres juecescoincidía conmigo en mi opinión de queel vuelo bajo del helicóptero devigilancia del sheriff por encima delrancho de Casey constituía una invasiónde su derecho a la intimidad. El tribunalanulaba la sentencia de Casey,argumentando que el registro quecondujo al hallazgo del cultivohidropónico de marihuana fue ilegal.

La fiscalía tendría que decidir sivolvía a juzgar a Casey y, de manerarealista, un nuevo juicio estabadescartado. La fiscalía no contaría conninguna prueba una vez que el jurado deapelación decretara que todo lorecopilado durante el registro del ranchoera inadmisible. La sentencia delSegundo era una clara victoria para ladefensa, y eso no pasa a menudo.

—Caray, ¡menudo día para eldesamparado!

—¿Dónde está, por cierto? —preguntó Lorna.

—Puede que aún esté en el condado,pero lo iban a trasladar a Corcoran.

Escucha, quiero que hagas diez copiasde la sentencia y se las mandes a Caseya Corcoran. Has de tener la dirección.

—Bueno, ¿no lo van a soltar?—Todavía no. Violó la condicional

después de su detención y la apelaciónno afecta a eso. No saldrá hasta quevaya al tribunal de la condicional yargumente que es fruto del árbolenvenenado, o sea que violó lacondicional a causa de un registroilegal. Probablemente pasarán seissemanas antes de que todo eso searregle.

—¿Seis semanas? Es increíble.—No cometas el crimen si no vas a

cumplir la condena.Se lo canté como hacía Sammy

Davis en ese viejo programa detelevisión.

—Por favor, no me cantes, Mick.—Perdón.—¿Por qué le enviamos diez copias?

¿No basta con una?—Porque se guardará una para él y

repartirá las otras nueve en prisión, y tuteléfono empezará a sonar. Un abogadoque puede ganar en apelación vale supeso en oro en prisión. Te llamarán ytendrás que elegirlos y encontrar a losque tienen familia y pueden pagar.

—Te las sabes todas, ¿eh?

—Lo intento. ¿Ocurrirá algo más?—Sólo lo habitual. Las llamadas que

dices que no quieres oír. ¿Conseguistever a Glory Days ayer en el condado?

—Es Gloria Dayton y, sí, la vi.Parece que ha pasado el bache. Aún lequeda más de un mes allí.

La verdad era que Gloria Daytontenía mejor aspecto que simplementehaber pasado el bache. No la había vistotan aguda y con ese brillo en los ojos enaños. Yo había ido al centro médicoCounty-USC para hablar con ella por unmotivo, pero verla en la recta final de larecuperación era un bonito plus.

Como esperaba, Lorna hizo de ave

de mal agüero.—¿Y cuánto durará esta vez antes de

que vuelva a llamar y diga: «Estoydetenida, necesito a Mickey»?

Ella recitó esta última parte con unaimitación de la voz nasal y gimoteantede Gloria Dayton. Lo hacía bien, perome molestó de todos modos. Entonces loremató con una versión de la cancioncitadel clásico de Disney.

—Mickey Mouth, Mickey Mouth, elabogado que todos…

—Por favor, no me cantes, Lorna.Mi segunda exmujer se rió al

teléfono.—Sólo quería recalcar algo.

Estaba sonriendo, pero traté de queno lo notara en mi voz.

—Bien. Lo entiendo. Ahora he deirme.

—Bueno, pásalo bien…, MickeyMouth.

—Puedes cantar esa canción todo eldía y los Dodgers pueden perder veintea cero con los Giants y todavía será unbuen día. Después de la noticia que mehas dado, ¿qué puede ir mal?

Una vez que hube colgado elteléfono, fui a mi oficina doméstica ybusqué el número de móvil de TeddyVogel, el líder de los Saints fuera deprisión. Le di la buena noticia y le

sugerí que probablemente podría hacerlellegar la noticia a Casey más deprisaque yo. Hay Road Saints en todas lascárceles y tienen un sistema decomunicación del que la CIA y el FBIpodrían aprender algo. Vogel dijo quese ocuparía. Después me dijo que losdiez mil que me había dado el mesanterior en el arcén de la carretera,cerca de Vasquez Rocks, habían sidouna inversión valiosa.

—Gracias, Ted —dije—. Tenme encuenta la próxima vez que necesites unabogado.

—Lo haré.Colgó y yo colgué. Cogí entonces mi

guante de béisbol del armario delpasillo y me dirigí a la puerta de lacalle.

Como le había dado el día libre conpaga a Earl, conduje yo mismo al centroy al Dodger Stadium. El tráfico erafluido hasta que me acerqué. Siempre seagotan las localidades para el partido deapertura, aunque es un encuentro diurnoque se disputa en día laborable. Elprincipio de la temporada de béisbol esun rito de la primavera que atrae alcentro a miles de trabajadores. Es elúnico evento deportivo en Los Ángelestranquilo y relajado donde se veinfinidad de hombres con camisas

blancas almidonadas y corbatas. Todosse han escaqueado del trabajo. No haynada como el inicio de la temporada,antes de todas las derrotas por una solacarrera y las oportunidades perdidas.Antes de que la realidad se asiente.

Yo fui el primero en llegar a laslocalidades. Estábamos a tres filas delcampo, en asientos añadidos al estadiodurante la pretemporada. Levin debía dehaberse dejado un ojo de la cara. Almenos probablemente podría deducirlocomo gastos de relaciones públicas.

El plan era que Levin tambiénllegara temprano. Había llamado lanoche anterior y me había dicho que

quería verme un rato en privado.Además de observar la práctica debateo y comprobar todas las mejorasque el nuevo propietario había hecho alestadio, discutiríamos mi visita a GloriaDayton y Raul me pondría al día de susdiversas investigaciones relativas aLouis Roulet.

Sin embargo, Levin no llegó a lapráctica de bateo. Los otros cuatroabogados aparecieron —tres de elloscon corbatas, recién salidos del tribunal— y nos perdimos la oportunidad dehablar en privado.

Conocía a los otros cuatro letradosde algunos de los «casos navales» que

habíamos llevado a juicio juntos. Dehecho, la tradición de los profesionalesde la defensa que eran llevados a lospartidos de los Dodgers empezó con loscasos navales. Bajo un mandato ampliopara detener la entrada de drogas enEstados Unidos, el servicio deguardacostas había empezado a detenerembarcaciones sospechosas en cualquierocéano. Cuando encontraban oro —o, eneste caso, cocaína— incautaban laembarcación y detenían a la tripulación.Muchos de los casos se veían en elTribunal Federal del Distrito de LosÁngeles. Esto resultaba en juicios condoce o más acusados simultáneamente.

Cada acusado tenía su propio abogado,la mayoría de ellos nombrados por eltribunal y pagados por el Tío Pasta. Loscasos eran lucrativos y se presentabande manera asidua, y lo pasábamos bien.Alguien tuvo la idea de hacer reunionesde casos en el Dodger Stadium. En unaocasión compramos entre todos un palcoprivado para un partido contra los Cubsde Chicago. Lo cierto es que hablamosdel caso unos minutos durante la séptimaentrada.

Empezaron las ceremonias previasal partido y aún no había señal de Levin.Sacaron al campo unas canastas de lasque salieron centenares de palomas que

volaron en círculo alrededor del estadioantes de alejarse en medio de losvítores. Poco después, un bombarderofurtivo B-2 sobrevoló el estadio entreaplausos aún más ruidosos. Eso era LosÁngeles. Algo para cada uno y un pocode ironía por si fuera poco.

El partido se inició y aún no sehabía presentado Levin. Encendí mimóvil e intenté llamarlo, aunque era casiimposible oír algo. La multitud estabaenfervorizada y bulliciosa, esperanzadaen que la temporada no terminara denuevo en decepción. La llamada fue albuzón de voz.

—Mish, ¿dónde estás, tío? Estamos

en el partido y los asientos sonfantásticos, pero tenemos uno vacío. Teestamos esperando.

Cerré el teléfono, miré a los demás yme encogí de hombros.

—No sé —dije—. No contesta alteléfono.

Dejé el teléfono encendido y me loguardé en el cinturón.

Antes de que terminara la primeraentrada ya estaba lamentando lo que lehabía dicho a Lorna acerca de que no meimportaba que los Giants nosmachacaran veinte a cero. Cobraron unaventaja de 5-0 antes de que los Dodgersbatearan por primera vez en la

temporada, y la multitud se frustróenseguida. Oí a gente quejándose de losprecios, la renovación y la excesivacomercialización del estadio. Uno de losabogados, Roger Mills, examinó lassuperficies del estadio y señaló queestaba más lleno de logos empresarialesque una carrera de la Nascar.

Los Dodgers consiguieron tomar ladelantera, pero en la cuarta entrada lascosas se torcieron y los Giants batearonpor encima del muro central el tercerlanzamiento de Jeff Weaver. Usé eltiempo muerto durante el cambio debateo para fanfarronear acerca de lorápido que había tenido noticias del

Segundo en el caso de Harold Casey.Los otros abogados estabanimpresionados, aunque uno de ellos,Dan Daly, insinuó que había recibido larápida sentencia en la apelación porquelos tres jueces estaban en mi lista deNavidad. Señalé a Daly queaparentemente se había perdido elmemorándum en relación con que losjurados desconfiaban de los abogadoscon cola de caballo. La suya le llegaba amedia espalda.

También fue durante ese tiempomuerto en el juego que oí sonar miteléfono. Lo cogí de la cadera y lo abrísin mirar la pantalla.

—¿Raul?—No, señor, soy el detective

Lankford, del Departamento de Policíade Glendale. ¿Es usted Michael Haller?

—Sí —dije.—¿Tiene un momento?—Tengo un momento, pero no sé si

voy a poder oírle bien. Estoy en elpartido de los Dodgers. ¿Puede esperara que le llame más tarde?

—No, señor, no puedo esperar.¿Conoce a un hombre llamado RaulAaron Levin? Es…

—Sí, lo conozco. ¿Qué ocurre?—Me temo que el señor Levin está

muerto, señor. Ha sido víctima de un

homicidio en su casa.Mi cabeza cayó de tal manera que

golpeé al hombre que tenía sentadodelante de mí. Me eché hacia atrás y metapé una oreja y apreté con fuerza elteléfono en la otra. Me aislé de todo loque tenía alrededor.

—¿Qué ha ocurrido?—No lo sabemos —dijo Lankford

—. Por eso estamos aquí. Parece que haestado trabajando para ustedrecientemente. ¿Hay alguna posibilidadde que venga aquí y conteste unaspreguntas para ayudarnos?

Dejé escapar el aliento y traté demantener la voz calmada y modulada.

—Voy en camino —dije.

23

El cadáver de Raul Levin estaba en lahabitación de atrás de su casa, a unaspocas manzanas de Brand Boulevard. Lahabitación había sido probablementediseñada como jardín de invierno oquizá como sala para ver la televisión,pero Raul la había convertido en suoficina privada. Igual que yo, no teníanecesidad de un espacio comercial. Elsuyo no era un trabajo con visitantes. Nisiquiera figuraba en las páginasamarillas. Trabajaba para abogados yconseguía los trabajos por el boca a

boca. Los cinco abogados que iban areunirse con él en el partido de béisboleran testigos de su talento y su éxito.

Los policías de uniforme a los quehabían ordenado que me esperaran mehicieron aguardar en la sala de estarhasta que los detectives pudieran salirde la parte de atrás y hablar conmigo.Un agente de uniforme se quedó de pieen el pasillo, por si acaso yo decidíasalir corriendo hacia la parte de atrás ola puerta de la calle. Estaba situado pararesponder a cualquiera de las dossituaciones. Yo me quedé allí sentado,esperando y pensando en mi amigo.

En el trayecto desde el estadio había

llegado a la conclusión de que sabíaquién había matado a Raul Levin. Nohacía falta que me llevaran a lahabitación de atrás ni que viera u oyeralas pruebas para saber quién era elasesino. En mi fuero interno sabía queRaul se había acercado demasiado aLouis Roulet. Y era yo quien lo habíaenviado. La única cuestión que mequedaba por resolver era qué iba ahacer yo al respecto.

Al cabo de veinte minutos salierondos detectives de la parte de atrás de lacasa y se dirigieron a la sala de estar.Yo me levanté y hablamos de pie. Elhombre se identificó como Lankford, el

detective que me había llamado. Era elmayor y el más veterano. Su compañerase llamaba Sobel y no tenía aspecto dellevar mucho tiempo investigandohomicidios.

No nos estrechamos las manos,porque ellos llevaban guantes de látex.También llevaban botines de papelencima de los zapatos. Lankford estabamascando chicle.

—Muy bien, esto es lo que tenemos—dijo con brusquedad—. Levin estabaen su oficina, sentado en la silla de suescritorio. La silla estaba girada demanera que la víctima estaba de cara alintruso. Le dispararon una vez en el

pecho. Algo pequeño, creo que unaveintidós, pero esperaremos las pruebasforenses.

Lankford se golpeó en el centro delpecho. Oí el ruido duro de un chalecoantibalas debajo de la camisa.

—La cuestión —continuó eldetective— es que después del disparotrató de levantarse o simplemente cayó.Expiró boca abajo en el suelo. El intrusoregistró la oficina y ahora mismoestamos perdidos para determinar quéestaba buscando o qué podría habersellevado.

—¿Quién lo encontró? —pregunté.—Una vecina que vio a su perro

suelto. El intruso debió de soltar alperro antes o después de matarlo. Lavecina lo encontró vagando, loreconoció y lo trajo aquí. Vio que lapuerta de la casa estaba abierta, entró yencontró el cadáver. No parecía un granperro guardián si quiere que le diga. Esuno de esos perros de peluche.

—Un shih tzu —dije.Había visto el perro antes y había

oído hablar de él a Levin, pero no podíarecordar su nombre. Algo así como Rexo Bronco, un nombre engañoso teniendoen cuenta el pequeño tamaño del animal.

Sobel consultó sus notas antes decontinuar el interrogatorio.

—No hemos encontrado nada quepueda llevarnos al familiar más próximo—dijo ella—. ¿Sabe si tenía familia?

—Creo que su madre vive en el este.Él nació en Detroit. Quizás ella vivaallí. Creo que no tenían mucha relación.

La detective asintió.—Hemos encontrado la agenda de la

víctima. Su nombre figura en casi todoslos días en el último mes. ¿Estabatrabajando en un caso específico parausted?

Asentí con la cabeza.—Un par de casos diferentes. Sobre

todo uno.—¿Le importaría hablarnos de él?

—Tengo un caso que irá a juicio. Elmes que viene. Es un intento deviolación y de homicidio. Estabainvestigando las pruebas y ayudándomea prepararme.

—Se refiere a que estabaayudándole a echar tierra sobre lainvestigación, ¿eh? —dijo Lankford.

Me di cuenta de que la cortesía deLankford al teléfono había sidosimplemente un gancho para que fuera ala casa. Ahora sería diferente. Inclusoparecía estar mascando el chicle conmás agresividad que cuando habíaentrado en la sala.

—Como quiera llamarlo, detective.

Todo el mundo tiene derecho a unadefensa.

—Sí, claro, y todos son inocentes,sólo es culpa de sus madres por sacarlesla teta demasiado pronto —dijoLankford—. Como quiera. Este tipo,Levin, fue policía, ¿no?

—Sí, trabajó en la policía de LosÁngeles. Era detective en la brigada decrímenes contra personas, pero se retiróhace doce años. Creo que fue hace doceaños. Tendrá que comprobarlo.

—Supongo que no podía sacartajada trabajando para los buenos, ¿eh?

—Supongo que depende de cómo lomire.

—¿Podemos volver a su caso? —preguntó Sobel—. ¿Cuál es el nombredel acusado?

—Louis Ross Roulet. El juicio es enel Superior de Van Nuys ante la juezaFullbright.

—¿Está detenido?—No, está en libertad bajo fianza.—¿Alguna animosidad entre él y el

señor Levin?—No que yo sepa.Había decidido que iba a

enfrentarme a Roulet de la forma en quesabía hacerlo. Iba a ceñirme al plan quehabía urdido, con la ayuda de RaulLevin: soltar una carga de profundidad

en el juicio y asegurarme de alejarme.Sentía que se lo debía a mi amigo Mish.Él lo habría querido de esta forma. Noiba a delegar. Iba a ocuparmepersonalmente.

—¿Podría haber sido una cuestióngay? —preguntó Lankford.

—¿Qué? ¿Por qué dice eso?—Un perro repipi y luego en toda la

casa sólo tiene fotos de tíos y el perro.En todas partes. En las paredes, junto ala cama, encima del piano.

—Mírelo de cerca, detective.Probablemente sólo hay un tipo. Sucompañero murió hace unos años. Nocreo que haya estado con nadie desde

entonces.—Apuesto a que murió de sida.No se lo confirmé. Me limité a

esperar. Por un lado, estaba enfadadocon los modales de Lankford. Por otrolado, supuse que su método deinvestigación de tierra quemada leimpediría vincular a Roulet con el caso.A mí me parecía bien. Sólo necesitabademorarlo cinco o seis semanas y luegoya no me importaría que lo resolviera ono. Para entonces ya habría terminadomi propia actuación.

—¿Este tipo frecuentaba los antrosgais? —preguntó Lankford.

Me encogí de hombros.

—No tengo ni idea. Pero si fue unasesinato relacionado con el hecho deque fuera gay, ¿por qué su oficina estabapatas arriba y no el resto de la casa?

Lankford asintió. Pareciómomentáneamente pillado a contrapiépor la lógica de mi pregunta. Peroentonces me golpeó con un puñetazo porsorpresa.

—Entonces, ¿dónde ha estado estamañana, abogado?

—¿Qué?—Es sólo rutina. La escena indica

que la víctima conocía a su asesino.Dejó que entrara hasta la habitación delfondo. Como he dicho antes,

probablemente estaba sentado en la silladel escritorio cuando le dispararon. Meda la sensación de que se sentía muy agusto con su asesino. Vamos a tener quedescartar a todos sus conocidos,profesionales y sociales.

—¿Está diciendo que soysospechoso?

—No, sólo estoy tratando de aclararcosas y centrar el foco de lainvestigación.

—He estado toda la mañana en casa.Me estaba preparando para reunirmecon Raul en el Dodger Stadium. Salíhacia el estadio alrededor de las doce yallí estaba cuando me llamó.

—¿Y antes de eso?—Como he dicho, estaba en casa.

Estuve solo. Pero recibí una llamada aeso de las once que me sitúa en mi casa,y estoy al menos a media hora de aquí.Si lo mataron después de las once,entonces tengo coartada.

Lankford no mordió el anzuelo. Nome dijo la hora de la muerte. Quizá sedesconocía por el momento.

—¿Cuándo fue la última vez quehabló con él? —preguntó en cambio.

—Anoche, por teléfono.—¿Quién llamó a quién y por qué?—Me llamó y me dijo que si podía

llegar pronto al partido. Yo le dije que

sí podía.—¿Por qué?—Le gusta… Le gustaba ver la

práctica de bateo. Dijo que podríamoscharlar un poco del caso Roulet. Nadaespecífico, pero no me había puesto aldía en aproximadamente una semana.

—Gracias por su cooperación —dijo Lankford, con voz cargada desarcasmo.

—¿Se da cuenta de que acabo dehacer lo que le digo a todos mis clientesy a todo aquel que me escuche que nohaga? He hablado con usted sin unabogado presente, le he dado micoartada. Debo de estar trastornado.

—He dicho gracias.Sobel tomó la palabra.—¿Hay algo más que pueda

contarnos, señor Haller? Acerca deLevin o de su trabajo.

—Sí, hay otra cosa. Algo quedeberían verificar. Pero quiero que lomantengan confidencial.

Miré más allá de ellos al agente deuniforme que todavía estaba en elpasillo. Sobel siguió mi mirada ycomprendió que quería intimidad.

—Agente, puede esperar fuera, porfavor.

El agente se fue, con gesto enfadado,probablemente porque lo había echado

una mujer.—De acuerdo —dijo Lankford—.

¿Qué tiene?—He de mirar las fechas exactas,

pero hace unas semanas, en marzo, Raultrabajó para mí en otro caso queimplicaba a uno de mis clientes quedelató a un traficante de drogas. Él hizoalgunas llamadas y ayudó a identificar altipo. Oí después que el tipo eracolombiano y que estaba muy bienconectado. Podrían haber sido susamigos quienes…

Dejé que ellos completaran loshuecos.

—No lo sé —dijo Lankford—. Esto

ha sido muy limpio. No parece un asuntode venganza. No le han cortado el cuelloni le han arrancado la lengua. Undisparo, y además desvalijaron laoficina. ¿Qué podría estar buscando lagente del camello?

Negué con la cabeza.—Quizás el nombre de mi cliente. El

trato que hice lo mantuvo fuera decirculación.

Lankford asintió pensativamente.—¿Cuál es el nombre del cliente?—No puedo decírselo todavía. Es un

privilegio abogado-cliente.—Vale, ya empezamos con las

chorradas. ¿Cómo vamos a investigar

esto si ni siquiera sabemos el nombre desu cliente? ¿No le importa que su amigoesté ahí en el suelo con un trozo deplomo en el corazón?

—Sí, me importa. Obviamente soyaquí el único a quien le importa. Perotambién estoy atado por las normas de laética legal.

—Su cliente podría estar en peligro.—Mi cliente está a salvo. Mi cliente

está en prisión.—Es una mujer ¿no? —dijo Sobel

—. No deja de decir cliente en lugar deél o ella.

—No voy a hablar con ustedes de micliente. Si quieren saber el nombre del

traficante es Héctor Arrande Moya. Estábajo custodia federal. Creo que laacusación original surgió de un caso dela DEA en San Diego. Es todo lo quepuedo decirles.

Sobel lo anotó todo. Pensaba que leshabía dado suficiente para que miraranmás allá de Roulet o el ángulo gay.

—Señor Haller, ¿ha estado antes enla oficina del señor Levin? —preguntóSobel.

—Algunas veces. Aunque no en losúltimos dos meses, al menos.

—¿Le importaría acompañarnos detodos modos? Quizás encuentre algofuera de lugar o se fije en que falta

alguna cosa.—¿Él sigue ahí?—¿La víctima? Sí, todavía está

como lo encontraron.Asentí con la cabeza. No estaba

seguro de querer ver el cadáver deLevin en el centro de una escena decrimen. Sin embargo, decidí de repenteque tenía que verlo y que no debíaolvidar esa imagen. La necesitaría paraalimentar mi resolución y mi plan.

—Muy bien, iré.—Entonces póngase esto y no toque

nada mientras esté allí —dijo Lankford—. Todavía estamos procesando laescena.

Sacó del bolsillo un par de botinesde papel doblados. Me senté en el sofáde Raul y me los puse. Después losseguí por el pasillo a la escena delcrimen.

El cuerpo de Levin estaba in situ,como lo habían encontrado. Se hallababoca abajo en el suelo, con la caraligeramente levantada hacia su derecha yla boca y los ojos abiertos. Su cuerpoestaba en una postura extraña, con unacadera más alta que la otra y los brazosy las manos debajo del torso. Parecíaclaro que había caído de la silla deescritorio que había tras él.

Inmediatamente lamenté mi decisión

de entrar en la sala. Comprendí que laexpresión final del rostro de Raul sesobrepondría a todos los demásrecuerdos visuales que tenía de él. Mevería obligado a tratar de olvidarle,para que no se me aparecieran otra vezesos ojos.

Me ocurría lo mismo con mi padre.Mi único recuerdo visual de él era el deun hombre en una cama. Pesaba cuarentay cinco kilos a lo sumo y el cáncer lohabía devorado desde dentro. El restode recuerdos visuales que tenía de éleran falsos. Procedían de fotos queaparecían en libros que había leído.

Había varias personas trabajando en

la sala: investigadores de la escena delcrimen y personal de la oficina delforense. Mi rostro debió de mostrar elhorror que estaba sintiendo.

—¿Sabe por qué no podemoscubrirlo? —me preguntó Lankford—.Por gente como usted. Por O. J. Es loque llaman transferencia de pruebas.Algo sobre lo que ustedes los abogadossaltarían como lobos. Ya no hay sábanasencima de nadie. Hasta que lo saquemosde aquí.

No dije nada, me limité a hacer ungesto de asentimiento. Tenía razón.

—¿Puede acercarse al escritorio ydecirnos si ve algo inusual? —preguntó

Sobel, que al parecer se habíacompadecido de mí.

Estuve agradecido de hacerloporque eso me permitió dar la espaldaal cadáver. Me acerqué al escritorio,que era un conjunto de tres mesas detrabajo que formaban una curva en laesquina de la habitación. Eran mueblesque reconocí como procedentes de unatienda IKEA cercana de Burbank. Noera elaborado. Sólo simple y útil. Lamesa de centro situada en la esquinatenía un ordenador encima y una bandejaextraíble para el teclado. Las mesas delos lados parecían espacios gemelos detrabajo y posiblemente Levin las usaba

para evitar que se mezclaraninvestigaciones separadas.

Mis ojos se entretuvieron en elordenador mientras me preguntaba quéhabría escrito Levin en archivoselectrónicos sobre Roulet. Sobel reparóen mi mirada.

—No tenemos a un expertoinformático —dijo—. Es undepartamento demasiado pequeño.Viene en camino un tipo de la oficinadel sheriff, pero se han llevado el discoduro.

Ella señaló con su boli debajo de lamesa, donde la unidad de PC seguía depie pero con un lateral de su carcasa de

plástico retirada hacia atrás.—Probablemente ahí no habrá nada

para nosotros —dijo—. ¿Y en lasmesas?

Mis ojos se movieron primero alescritorio que estaba a la izquierda delordenador. Los papeles y archivosestaban esparcidos por encima demanera azarosa. Miré algunas de lasetíquetas y reconocí los nombres.

—Algunos de éstos son clientesmíos, pero son casos cerrados.

—Probablemente estaban en losarchivadores del armario —dijo Sobel—. El asesino puede haberlos vaciadoaquí para confundirnos. Para ocultar lo

que verdaderamente estaba buscando ose llevó. ¿Y aquí?

Nos acercamos a la mesa que estabaa la derecha del ordenador. Ésta noestaba tan desordenada. Había uncartapacio calendario en el que quedabaclaro que Levin mantenía un recuento delas horas y de para qué abogado estabatrabajando en ese momento. Lo examinéy vi mi nombre numerosas veces en lasúltimas cinco semanas. Tal y como mehabían dicho los dos detectives, Levinhabía estado trabajando para míprácticamente a tiempo completo.

—No lo sé —dije—. No sé québuscar. No veo nada que pueda ayudar.

—Bueno, la mayoría de losabogados no son muy útiles —dijoLankford desde detrás de mí.

No me molesté en volverme paradefenderme. Él estaba al lado delcuerpo y no quería ver lo que estabahaciendo. Me estiré para girar elRolodex que había en la mesa sólo parapoder mirar los nombres de las tarjetas.

—No toque eso —dijo Sobel alinstante.

Yo retiré la mano de golpe.—Lo siento. Sólo iba a mirar los

nombres. No…No terminé. Estaba en terreno

resbaladizo. Sólo quería irme y beber

algo. Sentía que el perrito caliente delDodger Stadium que tan bien me habíasentado estaba a punto de subirme a lagarganta.

—Eh, mira esto —dijo Lankford.Me volví junto con Sobel y vi que el

forense estaba lentamente dando lavuelta al cuerpo de Levin. La sangrehabía teñido la parte delantera de lacamisa de los Dodgers que llevaba.Pero Lankford estaba señalando lasmanos del cadáver, que antes habíanestado cubiertas por el cuerpo. Losdedos anular y corazón de su manoizquierda estaban doblados hacia lapalma mientras que el meñique y el

índice estaban completamenteextendidos.

—¿Este tipo era fan de losLonghorns de Tejas o qué? —preguntóLankford.

Nadie rió.—¿Qué opina? —me dijo Sobel.Miré el último gesto de mi amigo y

negué con la cabeza.—Ah, ya lo pillo —dijo Lankford—.

Es una señal. Un código. Nos estádiciendo que lo ha hecho el diablo.

Pensé en Raul llamando diablo aRoulet o diciendo que tenía pruebas deque era la encarnación del mal. Y supelo que significaba el último mensaje de

mi amigo. Al morir en el suelo de suoficina, trató de decírmelo. Trató deadvertirme.

24

Fui al Four Green Fields y pedí unaGuinness, pero enseguida pasé al vodkacon hielo. No creía que tuviera ningúnsentido retrasar las cosas. En la tele deencima del bar se veía el partido de losDodgers, que estaba terminando. Loschicos de azul estaban recuperándose, ysólo perdían de dos con las bases llenasen la novena entrada. El camarero teníalos ojos enganchados en la pantalla,pero a mí ya no me preocupaban más losinicios de nuevas temporadas. No meimportaban las remontadas en la novena

entrada.Después del segundo asalto de

vodka, saqué el teléfono en la barra yempecé a hacer llamadas. Primero llaméa los otros cuatro abogados del partido.Todos nos habíamos marchado despuésde que yo recibiera la noticia. Ellos sehabían ido a sus casas sabiendo queLevin había muerto, pero sin conocerningún detalle.

A continuación llamé a Lorna y ellalloró al teléfono. Hablé con ella duranteun rato y mi segunda exmujer formuló lapregunta que estaba esperando evitar.

—¿Es por tu caso? ¿Es por Roulet?—No lo sé —mentí—. Les he

hablado de eso a los polis, pero ellosparecían más interesados en el hecho deque fuera gay que en ninguna otra cosa.

—¿Era gay?Sabía que funcionaría como forma

de desviar la atención.—No lo anunciaba.—¿Y tú lo sabías y no me lo dijiste?—No había nada que decir. Era su

vida. Supongo que si hubiera queridodecírselo a la gente lo habría hecho.

—¿Los detectives dicen que fue esolo que ocurrió?

—¿Qué?—Ya sabes, que el hecho de ser gay

le costó que lo mataran.

—No lo sé. No paraban depreguntarme sobre eso. No sé quépensaban. Lo mirarán todo y con suerteconducirá a algo.

Hubo silencio. Levanté la mirada ala tele justo cuando los Dodgersconseguían la carrera ganadora y elestadio prorrumpía en una explosión dealgarabía y felicidad. El camarerovitoreó y subió el volumen con elcontrol remoto. Aparté la mirada y metapé con la mano la oreja libre.

—¿Te hace pensar, verdad? —dijoLorna.

—¿En qué?—En lo que hacemos. Mickey,

cuando cojan al cabrón que hizo eso,podría llamarme a mí para contratarte.

Requerí la atención del camareroagitando el hielo en mi vaso vacío.Quería que me lo rellenara. Lo que noquería decirle a Lorna era que creía queya estaba trabajando para el cabrón quehabía matado a Raul.

—Lorna, cálmate. Te estás…—¡Podría pasar!—Mira, Raul era mi colega y

también era mi amigo. Pero no voy acambiar lo que hago ni aquello en lo quecreo porque…

—Quizá deberías. Quizá todosdeberíamos. Es lo único que estoy

diciendo.Lorna rompió a llorar otra vez. El

camarero me trajo mi nueva bebida y metomé un tercio de un solo trago.

—Lorna, ¿quieres que vaya?—No, no quiero nada. No sé lo que

quiero. Esto es espantoso.—¿Puedo decirte algo?—¿Qué? Por supuesto que puedes.—¿Recuerdas a Jesús Menéndez?

¿Mi cliente?—Sí, pero qué tiene que…—Era inocente. Y Raul estaba

trabajando en eso. Estábamos trabajandoen eso. Íbamos a sacarlo.

—¿Por qué me cuentas esto?

—Te lo cuento porque no podemoscoger lo que le ha pasado a Raul ylimitarnos a no hacer nada. Lo quehacemos es importante. Es necesario.

Las palabras me sonaron huecas aldecirlas. Lorna no respondió.Probablemente la había confundido,porque me había confundido a mímismo.

—¿Vale? —pregunté.—Vale.—Bien. He de hacer algunas

llamadas más, Lorna.—¿Me avisarás cuando averigües

cuándo será el funeral?—Lo haré.

Después de cerrar el teléfono decidítomarme un descanso antes de hacer otrallamada. Pensé en la última pregunta deLorna y me di cuenta de queprobablemente sería yo quien tendríaque organizar el funeral por el que ellahabía preguntado. A no ser que unaanciana de Detroit que había repudiadoa Raul Levin veinticinco años antessubiera a escena.

Empujé mi vaso hasta el borde de labarra.

—Ponme una Guinness y sírvete túotra —le dije al camarero.

Decidí que era hora de frenar y unaforma era beber Guinness, porque

tardaban mucho en llenar la jarra.Cuando el camarero me la trajo por finvi que había dibujado un arpa en laespuma con el grifo. Alcé la jarra antesde beber.

—Dios bendiga a los muertos —dije.

—Dios bendiga a los muertos —repitió el camarero.

Di un largo trago de la espesacerveza y fue como tragar hormigón paraque los ladrillos de mi interior no sederrumbaran. De repente sentí ganas dellorar. Pero entonces sonó mi teléfono.Lo cogí sin mirar la pantalla y dije hola.El alcohol había doblado mi voz en una

forma irreconocible.—¿Es Mick? —preguntó una voz.—Sí, ¿quién es?—Soy Louis. Acabo de enterarme de

la noticia de Raul. Lo siento mucho, tío.Aparté el teléfono de mi oreja como

si fuera una serpiente a punto demorderme. Retiré el brazo, preparadopara lanzar el móvil al espejo de detrásde la barra, donde vi mi propio reflejo.Me detuve.

—Sí, hijoputa, ¿cómo ha…?—Disculpe —dijo Roulet—. ¿Está

bebiendo?—Tiene razón, estoy bebiendo —

dije—. ¿Cómo coño sabe ya lo que le ha

pasado a Mish?—Si por Mish se refiere al señor

Levin, acabo de recibir una llamada dela policía de Glendale. Una detectivedijo que quería hablar conmigo de él.

La respuesta me sacó al menos dosvodkas del hígado. Me enderecé en eltaburete.

—¿Sobel? ¿Le ha llamado ella?—Sí, eso creo. Dijo que usted le

había dado mi nombre y que serían unaspreguntas de rutina. Va a venir aquí.

—¿Adónde?—A la oficina.Pensé en ello por un momento, pero

no sentí que Sobel estuviera en peligro,

ni siquiera si acudía sin Lankford.Roulet no intentaría nada con una agentede policía, y menos en su propia oficina.Mi mayor preocupación era que dealgún modo Sobel y Lankford ya estabanencima de Roulet y me arrebatarían mioportunidad de vengarme personalmentepor Raul Levin y Jesús Menéndez.¿Había dejado Roulet alguna huella?¿Un vecino lo había visto en la casa deLevin?

—¿Es lo único que dijo?—Sí. Dijo que iban a hablar con

todos sus clientes recientes. Y yo era elmás reciente.

—No hable con ellos.

—¿Está seguro?—No si no está presente su abogado.—¿No sospecharán si no hablo con

ellos, si no les doy una coartada o algo?—No importa. No hablarán con

usted si no doy yo mi permiso. Y no selo voy a dar.

Cerré mi mano libre en un puño. Nopodía soportar la idea de darleasesoramiento legal al hombre del queestaba seguro que había matado a miamigo esa misma mañana.

—De acuerdo —dijo Roulet—. Losenviaré a paseo.

—¿Dónde ha estado esta mañana?—¿Yo? Aquí en mi oficina. ¿Por

qué?—¿Alguien le vio?—Bueno, Robin vino a las diez.

Nadie antes de eso.Recordé a la mujer con el pelo

cortado como una guadaña. No sabíaqué decirle a Roulet, porque no sabíacuál había sido la hora de la muerte. Noquería mencionar nada acerca delbrazalete de seguimiento quesupuestamente llevaba en el tobillo.

—Llámeme después de que ladetective Sobel se vaya. Y recuerde, noimporta lo que ella o su compañero ledigan, no hable con ellos. Puedenmentirle todo lo que quieran. Y todos lo

hacen. Tome todo lo que le digan comouna mentira. Sólo intentan engañarlepara que hable con ellos. Si dicen queyo les he dicho que puede hablar, esmentira. Coja el teléfono y llámeme, yoles diré que se pierdan.

—Muy bien, Mick. Así lo haré.Gracias.

Roulet colgó. Yo cerré el teléfono ylo dejé en la barra como si fuera algosucio y descartable.

—Sí, de nada —dije.Me bebí de un trago una cuarta parte

de mi pinta y levanté otra vez elteléfono. Usando la tecla de marcadorápido llamé al móvil de Fernando

Valenzuela. Estaba en casa, puesacababa de volver del partido de losDodgers. Eso significaba que habíasalido antes de hora para evitar eltráfico. Típico aficionado de LosÁngeles.

—¿Roulet todavía lleva tu brazaletede seguimiento?

—Sí, lo lleva.—¿Cómo funciona? ¿Puedes rastrear

dónde ha estado, o sólo dónde estáahora?

—Es posicionamiento global. Envíauna señal. Puedes rastrearla hacia atráspara saber dónde ha estado alguien.

—¿Lo tienes ahí en tu oficina?

—Está en mi portátil, tío. ¿Quépasa?

—Quiero saber dónde ha estado hoy.—Bueno, deja que lo arranque.

Espera.Esperé, me terminé la Guinness y le

pedí al camarero que empezara aservirme otra antes de que Valenzuelahubiera arrancado su portátil.

—¿Dónde estás, Mick?—En el Four Green Fields.—¿Pasa algo?—Sí, pasa algo. ¿Lo tienes

encendido o qué?—Sí, lo estoy mirando ahora mismo.

¿Cuánto te quieres remontar?

—Empieza por esta mañana.—Vale. Roulet, eh…, no ha hecho

gran cosa hoy. Ha salido de su casa parair a la oficina a las ocho. Parece que hahecho un trayecto corto (un par demanzanas, probablemente para comer) yluego ha vuelto a su oficina. Sigue allí.

Pensé en eso unos momentos. Elcamarero me trajo la siguiente pinta.

—Val, ¿cómo te sacas ese trasto deltobillo?

—¿Si tú fueras él? No. No puedes.Se atornilla y la llave que usa es única.La tengo yo.

—¿Estás seguro?—Estoy seguro. La tengo aquí

mismo en mi llavero, tío.—¿No hay copias, del fabricante,

por ejemplo?—Se supone que no. Además, no

importa. Si la anilla se rompe, aunque loabra, tengo una alarma en el sistema.También tiene lo que se llama un«detector de masa». Una vez que lepongo ese chisme alrededor del tobillo,tengo una alarma en el ordenador en elmomento en que lee que no hay nadaallí. Eso no ha ocurrido, Mick. Así queestamos hablando de que la única formaes una sierra. Cortas la pierna y dejas elbrazalete en el tobillo. Es la únicaforma.

Me bebí la parte superior de minueva cerveza. Esta vez el camarero nose había molestado en hacer ningúndibujo.

—¿Y la batería? Y si se acaba labatería, ¿pierdes la señal?

—No, Mick. Eso también estáprevisto. Tiene un cargador y unabatería en el brazalete. Cada pocos díasha de conectarlo unas horas paraalimentarlo. Mientras está sentado en eldespacho o echando la siesta. Si labatería baja del veinte por ciento tengouna alarma en mi ordenador y yo lollamo y le digo que lo conecte. Si no lohace, tengo otra en el quince por ciento,

y luego en el diez por ciento empieza apitar y no hay manera de que se lo quiteo lo apague. Eso no le ayuda a fugarse.Y ese último diez por ciento todavía meproporciona cinco horas de seguimiento.Puedo encontrarlo en cinco horas,descuida.

—Vale, vale.Estaba convencido por la ciencia.—¿Qué está pasando?Le hablé de Levin y le dije que la

policía probablemente querría investigara Roulet, y el brazalete del tobillo y elsistema de seguimiento seguramenteserían la coartada de nuestro cliente.Valenzuela estaba aturdido por la

noticia. No tenía tanta relación conLevin como yo, pero lo conocía desdehacía mucho tiempo.

—¿Qué crees que ha pasado, Mick?—me preguntó.

Sabía que estaba preguntando sipensaba que Roulet era el asesino oalguien que estaba detrás del crimen.Valenzuela no sabía todo lo que yo sabíani lo que Levin había descubierto.

—No sé qué pensar —dije—. Perodeberías tener cuidado con este tío.

—Tú también ten cuidado.—Lo tendré.Cerré el teléfono, preguntándome si

había algo que Valenzuela no supiera. Si

Roulet había encontrado una forma dequitarse el brazalete del tobillo paraburlar el sistema de seguimiento. Estabaconvencido por la ciencia, pero no porel factor humano de ésta. Siempre hayerrores humanos.

El camarero se acercó al lugar en elque yo estaba en la barra.

—Eh, socio, ¿ha perdido las llavesdel coche? —dijo. Yo miré a mialrededor para asegurarme de queestaba hablando conmigo y negué con lacabeza.

—No —dije.—¿Está seguro? Alguien ha

encontrado unas llaves en el

aparcamiento. Mejor que lo compruebe.Busqué en el bolsillo de mi traje,

entonces saqué la mano y la extendí conla palma hacia fuera. Mi llavero estabaen mi mano.

—Ve, le di…En un rápido y experto movimiento,

el camarero me cogió las llaves ysonrió.

—Caer en esto debería ser un test desobriedad —dijo—. Bueno, socio, no vaa conducir… en un rato. Cuando quierairse, le pediré un taxi.

Se retiró de la barra por si iba apresentar una objeción violenta. Perosimplemente asentí con la cabeza.

—Tú ganas —dije.Arrojó mis llaves al mostrador de

atrás, donde estaban alineadas lasbotellas. Miré mi reloj. Ni siquiera eranlas cinco. La vergüenza me quemaba através del acolchado de alcohol. Habíatomado la salida fácil. La vía delcobarde, emborracharse a la vista de unterrible suceso.

—Puedes llevártela —dije,señalando mi jarra de Guinness.

Cogí el teléfono y pulsé una tecla demarcado rápido. Maggie McPhersoncontestó de inmediato. Los tribunalescerraban a las cuatro y media. Losfiscales normalmente estaban en su

escritorio durante la última hora o doshoras antes de irse a casa.

—¿Aún no es hora de irse?—¿Haller?—Sí.—¿Qué pasa? ¿Estás bebiendo?

Tienes la voz cambiada.—Creo que voy a necesitar que tú

me lleves a casa esta vez.—¿Dónde estás?—En Four Green Fields. Llevo un

rato aquí.—Michael, ¿qué…?—Raul Levin está muerto.—Oh, Dios mío, ¿qué…?—Asesinado. Así que esta vez ¿me

llevas tú a casa? He tenido demasiado.—Deja que llame a Stacey y le pida

que se quede con Hayley, luego voy encamino. ¿No trates de irte, vale? No tevayas.

—No te preocupes, el camarero nome va a dejar.

25

Después de cerrar el teléfono le dije alcamarero que había cambiado de idea yque me tomaría otra pinta mientrasesperaba a mi chófer.

Saqué la cartera y puse una tarjetade crédito en la barra. Primero mecobró, después me sirvió la Guinness.Tardó tanto en llenar la jarra vaciandola espuma por el costado que apenas lahabía probado cuando llegó Maggie.

—Has venido muy deprisa —dije—.¿Quieres tomar algo?

—No, es demasiado temprano.

Vamos, te llevaré a casa.—Vale.Bajé del taburete, me acordé de

recoger mi tarjeta de crédito y miteléfono, y salí del bar con mi brazo entorno a sus hombros y sintiéndome fatal.

—¿Cuánto has bebido, Haller? —preguntó Maggie.

—Entre demasiado y un montón.—No vomites en mi coche.—Te lo prometo.Llegamos al coche, uno de los

modelos de Jaguar baratos. Era elprimer vehículo que se había compradosin que yo le sostuviera la mano yestuviera implicado en la elección.

Había elegido el Jag porque tenía estilo,pero cualquiera que entendiera un pocode coches sabía que era un Forddisfrazado. No le estropeé la ilusión.

Lo que la hiciera feliz a ella, mehacía feliz a mí, salvo la vez quedecidió que divorciarse de mí haría quesu vida fuera más feliz. Eso no me gustómucho.

Maggie me ayudó a subir y se pusoen marcha.

—Tampoco te desmayes —dijo alsalir del aparcamiento—. No conozco elcamino.

—Coge Laurel Canyon hasta pasarla colina. Después sólo has de girar a la

izquierda al llegar abajo.Aunque supuestamente el tráfico iba

en sentido contrario, tardamos cuarentay cinco minutos en llegar a FareholmDrive. Por el camino le hablé de RaulLevin y de lo que le había ocurrido. Ellano reaccionó como Lorna porque nuncahabía visto a Levin. Aunque yo loconocía y lo usaba como investigadordesde hacía años, no se habíaconvertido en un amigo hasta después demi divorcio. De hecho, fue Raul quienme había llevado a casa más de unanoche desde el Four Green Fieldscuando yo estaba tratando de superar elfinal de mi matrimonio.

El mando de mi garaje estaba en elLincoln, en el bar, así que le pedí quesimplemente aparcara delante delgaraje. También me di cuenta de que millave de la calle estaba en el llavero quecontenía la llave del Lincoln y que habíasido confiscada por el camarero.Tuvimos que ir por el lateral de la casahasta la terraza de atrás y coger la llavede sobra —la que me había dado Roulet— de debajo de un cenicero que habíaen la mesa de picnic. Entramos por lapuerta trasera, que conducíadirectamente a mi oficina. Fue una suerteporque en mi estado de embriaguezprefería evitar subir por la escalera

hasta la puerta principal. No sólo mehabría agotado, sino que ella habríaadmirado la vista y eso le habríarecordado las desigualdades entre lavida de un fiscal y la de un cabrónavaricioso.

—¡Qué dulce! —dijo ella—.Nuestro pequeño tesoro.

Seguí su mirada y vi que estabamirando la foto de nuestra hija que teníaen el escritorio. Me entusiasmó la ideade haberme anotado inadvertidamentealgún tipo de punto con ella.

—Sí —dije, buscando a tientasalguna forma de capitalizarlo.

—¿Por dónde está el dormitorio? —

preguntó Maggie.—Bueno, ¿no vas muy deprisa? A la

derecha.—Lo siento, Haller. No voy a

quedarme mucho. Sólo tengo un par dehoras extra con Stacey, y con este tráficoserá mejor que salga pronto.

Maggie entró en el dormitorio y nossentamos uno al lado del otro en lacama.

—Gracias por hacer esto —dije.—Favor con favor se paga, supongo

—dijo ella.—Pensaba que me habías hecho un

favor esa noche que te llevé a casa.Ella me puso la mano en la mejilla y

me volvió la cara hacia la suya. Mebesó. Lo tomé como una confirmaciónde que efectivamente habíamos hecho elamor aquella noche. Me sentíavulnerable en extremo por norecordarlo.

—Guinness —dijo ella, saboreandosus labios al tiempo que se retiraba.

—Y algo de vodka.—Buena combinación. Por la

mañana te arrepentirás.—Es tan temprano que me

arrepentiré esta noche. Oye, ¿por qué nocenamos en Dan Tana’s?

—No, Mick. He de ir a casa conHayley. Y tú has de ir a dormir.

Hice un ademán de rendición.—Vale, vale.—Llámame por la mañana. Quiero

hablar contigo cuando estés sobrio.—Vale.—¿Quieres que te desnude y te meta

debajo de las sábanas?—No, estoy bien. Sólo…Me recosté en la cama y me quité los

zapatos de una patada. A continuaciónrodé hasta el borde y abrí un cajón de lamesilla de noche. Saqué un frasco deparacetamol y un cedé que me habíadado un cliente llamado DemetriusFolks. Era un bala perdida de Norwalkconocido en la calle como Lil’Demon.

Me había dicho una vez que una nochetuvo una visión de que estaba destinadoa morir joven y de manera violenta. Medio el cedé y me dijo que lo pusieracuando estuviera muerto. Y lo hice. Laprofecía de Demetrius se hizo realidad.Lo mataron en un tiroteo desde un cocheunos seis meses después de que mediera el disco. Con un rotuladorpermanente había escrito Wreckrium forLil’Demon. Era una selección debaladas que había copiado de distintoscedes de Tupac.

Puse el compacto en el reproductorBose de la mesilla de noche y enseguidael ritmo de God Bless the Dead empezó

a sonar. La canción era un homenaje asus compañeros caídos.

—¿Tú escuchas esto? —preguntóMaggie, entrecerrando los ojos deincredulidad.

Me encogí de hombros lo mejor quesupe mientras me apoyaba en un codo.

—A veces. Me ayuda a comprendermejor a muchos de mis clientes.

—Ésta es la gente que debería estaren prisión.

—Quizás algunos de ellos. Peromuchos otros tienen algo que decir.Algunos son auténticos poetas, y estetipo era el mejor de todos.

—¿Era? ¿Quién es, al que le

dispararon en la puerta del museo delautomóvil en Wilshire?

—No, ése era Biggie Smalls. Éste esel difunto gran Tupac Shakur.

—No puedo creer que escuches esto.—Ya te he dicho que me ayuda.—Hazme un favor. No lo escuches

delante de Hayley.—No te preocupes por eso. No lo

haré.—He de irme.—Quédate un poquito.Ella me hizo caso, pero se sentó

rígida en el borde de la cama. Sabía queestaba intentando entender las letras.Hace falta tener el oído educado para

eso, y requiere cierto tiempo. Lasiguiente canción era Life Goes On, y yoobservé que tensaba el cuello y loshombros al entender parte de la letra.

—¿Puedo irme, por favor? —preguntó.

—Maggie, sólo quédate unosminutos.

Estiré el brazo y bajé un poco elvolumen.

—Eh, lo apagaré si me cantas comosolías cantarme.

—Esta noche no, Haller.—Nadie conoce a Maggie McFiera

como yo.Ella sonrió un poco y yo me quedé

un momento en silencio mientrasrecordaba aquellos tiempos.

—Maggie, ¿por qué te quedasconmigo?

—Te he dicho que no puedoquedarme.

—No, no me refiero a esta noche.Estoy hablando de la forma en que estáspresente, de cómo no me traicionas conHayley y de cómo estás ahí cuando tenecesito. Como esta noche. No conozcoa mucha gente que tenga exesposas quetodavía le quieran.

Ella pensó un momento antes deresponder.

—No lo sé. Supongo que es porque

veo a un buen hombre y a un buen padreahí dentro esperando para aflorar algúndía.

Asentí, y deseé que tuviera razón.—Dime una cosa. ¿Qué harías si no

pudieras ser fiscal?—¿Hablas en serio?—Sí, ¿qué harías?—Nunca he pensado en eso

realmente. Ahora mismo puedo hacer loque siempre he querido hacer. Soyafortunada. ¿Por qué iba a querercambiar?

Abrí el frasco de paracetamol y metragué dos pastillas sin bebida. Lasiguiente canción era So Many Tears ,

otra balada dedicada a los caídos. Mepareció apropiada.

—Creo que sería maestra —dijoella finalmente—. De primaria. De niñaspequeñas como Hayley.

Sonreí.—Señorita McFiera, señorita

McFiera, mi perro se ha comido misdeberes.

Ella me dio un golpe en el brazo.—De hecho, es bonito —dije—.

Serías una buena maestra… salvocuando mandaras a los niños aldespacho del director sin fianza.

—Qué gracioso. ¿Y tú?Negué con la cabeza.

—Yo no sería un buen maestro.—Me refiero a qué te gustaría ser si

no fueras abogado.—No lo sé. Pero tengo tres Town

Car. Supongo que podría poner enmarcha un servicio de limusinas, llevara la gente al aeropuerto.

Ahora ella me sonrió a mí.—Yo te contrataría.—Bien. Ya tengo un cliente. Dame

un dólar y lo pegaré en la pared.Pero la charla no estaba

funcionando. Me eché hacia atrás, puselas palmas de las manos sobre los ojos ytraté de apartar los sucesos del día, deapartar la imagen de Raul Levin en el

suelo de su casa, con los ojos mirandoun cielo permanentemente negro.

—¿Sabes de qué he tenido miedosiempre? —pregunté.

—¿De qué?—De que no reconocería la

inocencia. De que estaría delante de míy no la vería. No estoy hablando de serculpable o no culpable. Me refiero a lainocencia. Simplemente inocencia.

Ella no dijo nada.—Pero ¿sabes de qué debería haber

tenido miedo?—¿De qué, Haller?—Del mal. Simplemente del mal.—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que la mayoría de lagente que defiendo no es mala, Mags.Son culpables, sí, pero no son malvados.¿Sabes qué quiero decir? Haydiferencia. Los escuchas a ellos yescuchas estas canciones y sabes porqué toman las decisiones que toman. Lagente sólo intenta pasar, sólo intentavivir con lo que tiene, y para empezaralgunos no tienen absolutamente nada.Pero el mal es otra cosa. Es diferente.Es como… No lo sé. Está ahí fuera ycuando se muestra… No lo sé. No puedoexplicarlo.

—Estás borracho, por eso.—Lo único que sé es que debería

haber temido una cosa, pero temíajustamente la contraria.

Ella se estiró y me frotó el hombro.La última canción era To Live & Die in L. A., y era mi favorita de la selecciónmusical casera. Empecé a tararearlasuavemente y luego canté el estribillocuando la pista llegó a esa parte.

Vivir y morir en L. Aes el lugar donde hay que

estarhas de estar allí para

saberlotodo el mundo lo verá

Enseguida paré de cantar y apartélas manos de la cara. Me quedé dormidocon la ropa puesta. No oí salir de micasa a la mujer a la que había amadomás que a nada en el mundo. Ella medijo después que la última cosa quemurmuré antes de quedarme dormido fue«no puedo seguir haciendo esto».

Y no estaba hablando de cantar.

26

Viernes, 13 de abril

Dormí casi diez horas, pero aun así medesperté a oscuras. En el Bose decía queeran las 5.18. Traté de volver al sueño,pero la puerta estaba cerrada. A las 5.30me levanté de la cama y traté mantenerel equilibrio. Me duché. Me quedédebajo del grifo hasta que se enfrió elagua del depósito. Salí de la ducha y mevestí para afrontar otro día de pelearmecon el sistema.

Todavía era demasiado temprano

para llamar a Lorna y verificar miagenda, pero tengo una agenda quenormalmente está actualizada. Fui a laoficina de casa a comprobarlo y laprimera cosa en la que me fijé fue en unbillete de un dólar pegado a la paredencima del escritorio.

Mi adrenalina subió un par depeldaños al tiempo que mi mente corríapensando en el intruso que me habíadejado el dinero en la pared como algúntipo de amenaza o mensaje. Entonces lorecordé.

—Maggie —dije en voz alta.Sonreí y decidí dejar el billete de un

dólar pegado a la pared.

Saqué la agenda del maletín para vercómo se presentaba el día. En principiotenía la mañana libre hasta las once, enque tenía una vista en el TribunalSuperior de San Fernando. El caso erade un cliente recurrente acusado deposesión de utensilios relacionados conlas drogas. Era una acusación de mierda,que apenas merecía el tiempo y eldinero, pero Melissa Menkoff ya estabaen libertad condicional por diversosdelitos de drogas. Si la condenaban,aunque fuera por algo tan menor comoposesión de utensilios relacionados conlas drogas, su sentencia suspendida seejecutaría y ella terminaría tras una

puerta de acero entre seis y nueve mesescomo mínimo.

Era todo lo que tenía en la agenda.Después de San Fernando mi jornadaestaba libre y me felicité en silencio porla previsión que había mostrado enmantener libre el día después del primerpartido de la temporada. Por supuesto,al preparar la agenda no sabía que lamuerte de Raul Levin me enviaría a FourGreen Fields tan temprano, pero era unabuena planificación de todos modos.

La vista del asunto Menkoffimplicaba mi moción de suprimir la pipade crack encontrada durante el registrode su vehículo después de haber sido

parada por conducir descontroladamenteen Northridge. La pipa se encontró en laconsola central cerrada de su coche.Ella me había dicho que no había dadosu permiso a la policía para registrar elvehículo, pero los agentes lo hicieron detodos modos. Mi argumento era que nohabía registro consentido ni causaprobable para realizarlo. Si habíanhecho parar a Menkoff por conducirerráticamente, entonces no había razónpara registrar los compartimentoscerrados de su coche.

Era un argumento perdedor y losabía, pero el padre de Menkoff mepagaba bien y yo hacía todo lo que

estaba en mi mano por su problemáticahija. Y eso era exactamente lo que iba ahacer a las once en punto en el Tribunalde San Fernando.

Para desayunar me tomé dosparacetamoles y los bajé con huevosfritos, tostadas y café. Sazoné enabundancia los huevos con pimienta ysalsa. Todo dio en los puntos adecuadosy me proporcionó el combustiblenecesario para afrontar la batalla. Fuipasando las páginas del Times mientrascomía, buscando un artículo sobre elasesinato de Raul Levin.Inexplicablemente, no había historia. Alprincipio no lo entendí. ¿Por qué

Glendale mantenía un velo sobre elcaso? Luego recordé que el Timespublicaba diversas ediciones regionalesdel periódico cada mañana. Yo vivía enel Westside, y Glendale se considerabaparte del valle de San Fernando. Unasesinato en el valle podía serconsiderado por los editores del Timescomo una noticia sin importancia paralos lectores del Westside, que tenían suspropios asesinatos regionales de los quepreocuparse. No encontré ningúnartículo sobre Levin.

Decidí que tendría que comprar unsegundo ejemplar del Times en otroquiosco de camino al tribunal de San

Fernando. Pensar en a qué nuevoquiosco dirigiría a Earl Briggs merecordó que no tenía coche. El Lincolnestaba en el aparcamiento del FourGreen Fields —a no ser que lo hubieranrobado durante la noche—, y no podíaconseguir mis llaves hasta que el barabriera a las once para servir comidas.Tenía un problema. Había visto el cochede Earl en el aparcamiento de lasafueras donde lo recogía cada mañana.Era un Toyota tuneado con tapacubos decromo. Supuse que tendría unpermanente olor de marihuana. Noquería circular en él. En el condado delnorte era una invitación a que la policía

te parara. En el condado del sur era unainvitación a que te tirotearan. Tampocoquería que Earl me recogiera en casa.Nunca dejo que mis chóferes sepandonde vivo.

El plan que se me ocurrió consistíaen coger un taxi hasta mi almacén deNorth Hollywood y usar uno de losTown Car nuevos. El Lincoln de FourGreen Fields tenía más de setenta milkilómetros, en cualquier caso. Quizásestrenar coche me ayudaría a superar ladepresión que sin duda sentiría por lamuerte de Raul Levin.

Después de haber limpiado la sartény el plato en el lavabo decidí que era lo

bastante tarde para arriesgarme adespertar a Lorna con una llamada paraconfirmar mi agenda del día. Volví a laoficina de casa y cuando cogí el teléfonopara hacer la llamada oí el tonointerrumpido que me informaba de quetenía un mensaje.

Llamé al número de recuperación demensajes y una voz informática meinformó de que me había perdido unallamada a las 11.07 el día anterior.Cuando la voz recitó el número del quehabía recibido el mensaje me quedéhelado. Era el del teléfono móvil deRaul Levin. Me había perdido su últimallamada.

«Eh, soy yo. Probablemente ya estásde camino al partido y supongo quetendrás el móvil apagado. Si noescuchas esto te veré allí. Pero tengootro as para ti. Creo que… —seinterrumpió un momento por el sonidode fondo de un perro que ladraba—,bueno, podría decirse que tengo lareceta para sacar a Jesús de San Quintín.He de colgar, socio».

Eso era todo. Colgó sin decir adiósy había usado ese estúpido acentoirlandés al final. El acento irlandés quesiempre me había molestado me sonóenternecedor. Ya lo echaba de menos.

Pulsé el botón de reproducir el

mensaje y volví a escucharlo, e hice lomismo otras tres veces antes deguardarlo y colgar finalmente. Me sentéen mi silla de escritorio y traté deaplicar el mensaje a lo que ya sabía. Elprimer dato desconcertante era la horade la llamada. Yo no salí para el partidohasta las 11.30, y aun así de algún modome había perdido la llamada de Levin,que se había recibido más de veinteminutos antes.

Eso carecía de sentido hasta querecordé la llamada de Lorna. A las11.07 estaba hablando por teléfono conLorna. El teléfono de mi casa se usabacon tan poca frecuencia que no me había

molestado en tener llamada en esperainstalada en la línea. Eso significaba quela última llamada de Levin había sidoenviada al sistema de buzón de voz y nome enteré de ella mientras hablaba conLorna.

Eso explicaba las circunstancias dela llamada, pero no su contenido.

Obviamente, Levin había encontradoalgo. No era abogado, pero ciertamenteconocía el peso de las pruebas y sabíacómo evaluarlas. Había encontrado algoque podía ayudarme a sacar a Menéndezde prisión. Había encontrado la recetapara sacar a Jesús.

La última cosa a considerar era la

interrupción del ladrido del perro, y esoera fácil. Había estado antes en casa deLevin y sabía que el perro tenía unladrido agudo. Siempre que había ido ala casa, había oído que el perroempezaba a ladrar antes de que llamaraa la puerta. Los ladridos en el fondo delmensaje y la forma precipitada en queLevin puso fin a la llamada me decíanque alguien estaba llamando a su puerta.Tenía un visitante, y muy bien podríahaber sido su asesino.

Pensé en ello un momento y concluíque la hora de la llamada era algo queen conciencia no podía ocultarle a lapolicía. El contenido del mensaje

plantearía preguntas que tendríadificultades en responder, pero eso seveía superado por el valor de la hora dela llamada. Fui al dormitorio y busquéen los tejanos que había llevado el díaanterior durante el partido. En uno delos bolsillos de atrás encontré elresguardo de la entrada y las tarjetas queLankford y Sobel me habían dado alfinal de mi visita a la casa de Levin.

Cogí la tarjeta de visita de Sobel yme fijé en que sólo decía en ella«Detective Sobel». Sin nombre. Mepregunté por el motivo al hacer lallamada. Quizás era como yo y tenía dostarjetas distintas en bolsillos alternos.

Una con su nombre completo y la otracon un nombre más formal.

Respondió a la llamada deinmediato y traté de ver qué podíasacarle antes de darle yo miinformación.

—¿Alguna novedad en lainvestigación? —pregunté.

—No mucho. No mucho que puedacompartir con usted. Estamosorganizando las pruebas aquí. Tenemosalgo de balística y…

—¿Ya han hecho la autopsia? —dije—. Qué rápido.

—No, la autopsia no la harán hastamañana.

—Entonces ¿cómo tienen balística?Sobel no respondió, pero lo adiviné.—Han encontrado un casquillo. Lo

mataron con una automática que escupeel casquillo.

—Es usted bueno, señor Haller. Sí,encontramos un casquillo.

—He trabajado en muchos juicios. Yllámeme Mickey. Es curioso, el asesinodesvalijó el sitio, pero no recogió elcasquillo.

—Quizá fue porque rodó por elsuelo y cayó en un conducto de laventilación. El asesino habríanecesitado un destornillador y un montónde tiempo.

Asentí. Era un golpe de fortuna. Nopodía contar las veces que clientes míoshabían sido condenados porque los polishabían tenido un golpe de fortuna. Ytambién un montón de clientes quesalieron en libertad porque tuvieronellos el golpe de suerte. Al final todo seequilibraba.

—Entonces, ¿su compañero teníarazón en que era una veintidós?

Sobel hizo una pausa antes deresponder, decidiendo si iba a traspasaralgún tipo de umbral al revelarinformación relativa al caso a mí, unaparte implicada en el caso pero tambiénel enemigo, nada menos que un abogado

defensor.—Tenía razón. Y gracias a las

marcas en el cartucho, sabemos lapistola exacta que estamos buscando.

Sabía, por interrogar a expertos enbalística y armas de fuego en juicioscelebrados a lo largo de los años, quelas marcas dejadas en los casquillos aldisparar podían identificar el armaincluso sin tener el arma en la mano.Con una automática, las piezas dechoque y eyección dejaban marcassingulares en el casquillo en la fracciónde segundo en que el arma se disparaba.Analizar el conjunto de las huellas derozadura podía conducir a una marca y

modelo específico e identificar el arma.—Resulta que el señor Levin poseía

una veintidós —dijo Sobel—. Pero laencontramos en un armario de seguridaden la casa y no es una Woodsman. Laúnica cosa que no hemos encontrado essu teléfono móvil. Sabemos que teníauno, pero…

—Estaba llamándome desde elmóvil justo antes de que lo mataran.

Hubo un momento de silencio.—Ayer nos dijo que la última vez

que le habló fue el viernes por la noche.—Exacto. Pero por eso la he

llamado. Raul me telefoneó ayer por lamañana a las once y siete minutos y me

dejó un mensaje. No lo he escuchadohasta hoy porque después de dejarlesayer me fui a emborrachar. Luego me fuia dormir y no me he dado cuenta de quetenía un mensaje hasta ahora mismo.Llamó para informarme de uno de loscasos en que estaba trabajando para míun poco en segundo plano. Es unaapelación de un cliente que está enprisión. Una cosa sin prisa. En cualquiercaso, el contenido del mensaje no esimportante, pero la llamada ayuda con eltiempo. Y escuche esto, cuando él estádejando el mensaje, se oye al perro queempieza a ladrar. Siempre lo hacíacuando alguien se acercaba a la puerta.

Lo sé porque había estado allí antes y elperro siempre ladraba.

Otra vez ella me golpeó con un pocode silencio antes de responder.

—Hay una cosa que no entiendo,señor Haller.

—¿Qué?—Ayer nos dijo que estuvo en casa

hasta alrededor del mediodía, antes deirse al partido. Y ahora dice que elseñor Levin le dejó un mensaje a lasonce y siete. ¿Por qué no contestó elteléfono?

—Porque estaba al teléfono cuandoél llamó. Puede comprobar misregistros, verá que tengo una llamada de

la directora de mi oficina, Lorna Taylor.Estaba hablando con ella cuando llamóRaul. No lo supe porque no tengollamada en espera. Y por supuesto élpensó que ya había salido hacia elestadio, así que simplemente dejó elmensaje.

—Muy bien, lo entiendo.Probablemente le pediremos su permisopor escrito para acceder a esosregistros.

—No hay problema.—¿Dónde está usted ahora?—En casa.Le di la dirección y ella dijo que iba

a venir con su compañero.

—Dense prisa. He de salir a untribunal en aproximadamente una hora.

—Vamos ahora mismo.Cerré el teléfono con intranquilidad.

Había defendido a una docena deasesinos a lo largo de los años, y eso mehabía puesto en contacto coninvestigadores de homicidios. Peronunca me habían cuestionado a míacerca de un asesinato. Lankford y Sobelparecían sospechar de todas lasrespuestas que les daba. Me hizopreguntarme qué sabían ellos que yo nosupiera.

Ordené las cosas en el escritorio ycerré mi maletín. No quería que vieran

nada que yo no quisiera que vieran.Luego caminé por mi casa y comprobétodas las habitaciones. Mi última paradafue en el dormitorio. Hice la cama yvolví a poner la caja del cedé deWreckrium for Lil’Demon en el cajónde la mesilla de noche. Y entonces loentendí. Me senté en la cama mientrasrecordaba algo que me había dichoSobel. Se le había escapado algo y alprincipio se me había pasado por alto.Había dicho que habían encontrado lapistola del calibre 22 de Raul Levinpero que no era el arma homicida. Elladijo que no era una Woodsman.

Inadvertidamente Sobel me había

revelado la marca y el modelo del armahomicida. Sabía que la Woodsman erauna pistola automática fabricada porColt. Lo sabía porque yo poseía unaColt Woodsman Sport Model. Me lahabía dejado en herencia mi padremuchos años antes. Al morir. Una vezque fui lo bastante mayor para manejarlano la había sacado nunca de su caja demadera.

Me levanté de la cama y fui alvestidor. Avancé como si estuviera entreuna niebla espesa. Mis pasos eranvacilantes. Estiré la mano a la pared yluego al marco de la puerta, como sinecesitara apoyarme. La caja pulida

estaba en el estante en el que se suponíaque debía estar. Estiré ambos brazospara bajarla y salí al dormitorio.

Puse la caja en la cama y abrí elpestillo de latón. Levanté la tapa y retiréel trapo aceitado.

La pistola no estaba.

SEGUNDA PARTE

UN MUNDO SINVERDAD

27

Lunes, 23 de mayo

El cheque de Roulet tenía fondos. Elprimer día del juicio yo tenía más dineroen mi cuenta bancaria que jamás en mivida. Si quería, podía olvidarme de lasparadas de autobús y alquilar vallaspublicitarias. También podíaanunciarme en la contracubierta de laspáginas amarillas en lugar de en lamedia página que tenía en su interior.Podía costeármelo. Finalmente tenía uncaso filón que había dado beneficios. En

términos pecuniarios, claro. La pérdidade Raul Levin siempre haría de ese filónuna propuesta perdedora.

Habíamos pasado por tres días deselección de jurado y ya estábamoslistos para empezar la función. Estabaprevisto que el juicio durara otros tresdías a lo sumo, dos días para laacusación y uno para la defensa. Lehabía dicho a la jueza que necesitaría undía para exponer mi caso ante el jurado,aunque lo cierto era que la mayor partede mi trabajo se llevaría a cabo durantela presentación de la acusación.

El inicio de un juicio siempre eselectrizante. Sientes un nerviosismo que

te afecta las entrañas. Hay mucho enjuego: reputación, libertad personal, laintegridad del sistema en sí. Algo en elhecho de tener a esos doce extrañosjuzgando tu vida y tu trabajo siempre teconmueve. Y me estoy refiriendo a mí,al abogado defensor, el juicio delacusado es algo completamentediferente. Nunca me había acostumbradoa esa sensación, y lo cierto es que nuncaquise hacerlo. Sólo puedo compararlocon la ansiedad y la tensión de estar anteel altar de una iglesia el día de tu boda.He tenido dos veces esa experiencia y larecordaba cada vez que un juez llamabaal orden en un juicio.

Aunque mi experiencia en procesospenales superaba con creces a la de mioponente, no cabía duda de cuál era miposición. Yo era un hombre solo ante lasgigantescas fauces del sistema. Sinninguna duda, el desamparado era yo.Sí, era cierto que me enfrentaba a unfiscal en su primer juicio por un delitograve. Pero esa ventaja se nivelaba eincluso quedaba empequeñecida por elpoder y la voluntad del estado. El fiscalmandaba sobre todas las fuerzas delsistema judicial. Y en contra de todo esome alzaba yo. Y un cliente culpable.

Estaba sentado junto a Louis Rouletante la mesa de la defensa. Estábamos

solos. No tenía segundo ni investigadordetrás de mí, porque por alguna extrañalealtad hacia Raul Levin no habíacontratado a ningún sustituto. Enrealidad, tampoco lo precisaba. Levinme había dado todo lo que necesitaba.El juicio y su desarrollo servirían detestamento de su capacidad comoinvestigador.

En la primera fila de la galeríaestaban sentados C. C. Dobbs y MaryAlice Windsor. En cumplimiento de unadisposición previa al juicio, la juezaúnicamente iba a permitir la presenciade la madre de Roulet durante laexposición inicial. Puesto que figuraba

en la lista de testigos de la defensa, nose le permitiría escuchar ninguno de lostestimonios que siguieran. Se quedaríaen el pasillo, con su leal perrito falderoDobbs, hasta que la llamaran al estrado.

También en primera fila, aunque nosentada junto a ellos, estaba mi propiasección de apoyo: mi exmujer LornaTaylor. Se había vestido con un trajeazul marino y una blusa blanca. Estabapreciosa y habría podido mezclarsefácilmente con el ejército de mujeresabogadas que acudían al tribunal cadadía. Pero ella estaba allí por mí, y yo laamaba por eso.

El resto de las filas de la galería

estarían ocupadas de maneraesporádica. Había unos pocosperiodistas allí para tomar citas de lasexposiciones iniciales y unos cuantosabogados y ciudadanos de público. Nohabía aparecido ninguna televisión. Eljuicio todavía no había atraído más queuna atención secundaria de la opiniónpública. Y eso era bueno. Significabaque nuestra estrategia de contención dela publicidad había funcionado bien.

Roulet y yo permanecimos ensilencio mientras esperábamos que lajueza ocupara su lugar e hiciera pasar aljurado para que pudiéramos empezar.Yo estaba tratando de calmarme,

repasando mentalmente lo que queríadecirle al jurado. Roulet tenía la miradafija en el escudo del estado deCalifornia fijado en la parte frontal delbanco de la jueza.

El alguacil de la sala recibió unallamada telefónica, pronunció unaspalabras y colgó.

—Dos minutos, señores —dijo envoz alta—. Dos minutos.

Cuando un juez llamaba a una salapor adelantado, eso significaba que todoel mundo debía ocupar su lugar y estarpreparado para empezar. Nosotros loestábamos. Miré por encima del hombroa Ted Minton y vi que él estaba

haciendo lo mismo que yo en la mesa dela acusación. Calmarse mediante elensayo. Me incliné hacia delante yestudié las notas de mi bloc. EntoncesRoulet, de manera inesperada, se inclinóhacia delante y casi se pegó a mí. Hablóen un susurro, pese a que todavía no eranecesario.

—Es la hora, Mick.—Lo sé.Desde la muerte de Raul Levin, mi

relación con Roulet había sido de fríaentereza. Lo soportaba porque tenía quehacerlo. No obstante, lo vi lo menosposible en los días y semanas previas aljuicio, y hablé con él lo imprescindible

desde que éste empezó. Sabía que laúnica debilidad de mi plan era mipropia debilidad. Temía que cualquierinteracción con Roulet pudieraconducirme a actuar movido por la rabiay el deseo de vengar a mi amigopersonal y físicamente. Los tres días deselección del jurado habían sido unatortura. Día tras día tenía que sentarmejusto al lado de él y escuchar suscomentarios condescendientes acerca delos posibles jurados. La única manerade superarlo era hacer como si noestuviera allí.

—¿Está preparado? —me preguntó.—Lo intento —dije—. ¿Y usted?

—Estoy preparado, pero queríadecirle algo antes de empezar.

Lo miré. Estaba demasiado cerca demí. Habría resultado invasivo incluso silo que sintiese por él fuera amor y noodio. Me recosté.

—¿Qué?Me siguió, recostándose a mi lado.—Es usted mi abogado, ¿no?Me incliné hacia delante, tratando de

escaparme.—Louis, ¿qué está diciendo?

Llevamos más de dos meses juntos enesto y ahora estamos aquí con un juradoelegido y listo para el juicio. ¿Me hapagado más de ciento cincuenta mil

dólares y ha de preguntarme si soy suabogado? Por supuesto que soy suabogado. ¿De qué se trata? ¿Qué pasa?

—No pasa nada. —Se inclinó haciadelante y continuó—. O sea, si es miabogado, puedo decirle cosas y ustedtendría que mantenerlas como unsecreto, aunque le contara un crimen.Más de un crimen. Está cubierto por larelación abogado-cliente, ¿no?

Sentí el estruendo de la inquietud enel estómago.

—Sí, Louis, tiene razón, a no ser quevaya a hablarme de un crimen a punto decometerse. En ese caso, yo estaríaliberado del código ético y podría

informar a la policía para que pudieraimpedirlo. De hecho, estaría en laobligación de informar. Un abogado esun agente de la judicatura. O sea, ¿quées lo que quiere decirme? Acaba de oírla advertencia de los dos minutos.Estamos a punto de empezar.

—He matado a gente, Mick.Lo miré un momento.—¿Qué?—Ya me ha oído.Tenía razón. Lo había oído. Y no

debería haberme sorprendido. Ya sabíaque había matado a gente. Raul Levinera uno de ellos, e incluso había usadomi pistola para hacerlo, aunque todavía

no había averiguado cómo lo habíahecho con el brazalete GPS del tobillo.Simplemente estaba sorprendido de quehubiera decidido confiármelo como sital cosa dos minutos antes de queempezara su juicio.

—¿Por qué me está diciendo esto?—pregunté—. Estoy a punto de intentardefenderle en esto y…

—Porque sé que ya lo sabe. Yporque sé cuál es su plan.

—¿Mi plan? ¿Qué plan?Sonrió con perfidia.—Vamos, Mick. Es sencillo. Usted

me defiende en este caso. Se esfuerza,cobra una buena pasta, gana y yo salgo

libre. Pero entonces, una vez que tienesu dinero en el banco, se vuelve contramí porque ya no soy su cliente. Mearroja a los polis para poder liberar aJesús Menéndez y redimirse.

No respondí.—Bueno, no puedo dejar que ocurra

—dijo con calma—. Ahora, soy suyopara siempre, Mick. Le estoy diciendoque he matado gente y, ¿sabe qué? Matéa Martha Rentería. Le di lo que merecía,y si usted acude a la poli o usa lo que lehe dicho contra mí, entonces no va aejercer la abogacía mucho tiempo más.Sí, puede que tenga éxito en resucitar aJesús de entre los muertos. Pero yo

nunca seré acusado de ello por su malaconducta. Creo que lo llaman «fruto delárbol envenenado», y usted es el árbol,Mick.

Todavía no pude responder. Melimité a asentir con la cabeza otra vez.Roulet ciertamente lo había pensadotodo. Me pregunté cuánta ayuda habríarecibido de Cecil Dobbs. Obviamentealguien le había asesorado en cuestioneslegales.

Me incliné hacia él y le susurré:—Sígame.Me levanté, crucé con rapidez la

portezuela y me dirigí a la puerta traserade la sala. Desde atrás oí la voz del

alguacil.—¿Señor Haller? Estamos a punto

de empezar. La jueza…—Un minuto —respondí sin

volverme.También levanté un dedo. Empujé

las puertas que daban paso a unvestíbulo escasamente iluminado,diseñado como una barrera para que elsonido del pasillo no se oyera en la sala.En el otro extremo del vestíbulo habíaunas puertas de doble batiente queconducían al pasillo. Me coloqué a unlado y esperé a que Roulet entrara en elreducido espacio.

En cuanto franqueó la puerta, lo

agarré y lo empujé contra la pared. Losujeté con las dos manos en su pechopara impedir que se moviera.

—¿Qué coño cree que estáhaciendo?

—Calma, Mick. Sólo creí quedeberíamos saber dónde estamos…

—Hijo de puta. Mató a Raul y loúnico que hacía era trabajar para usted.Estaba tratando de ayudarle.

Quería agarrarlo por el cuello yestrangularlo allí mismo.

—Tiene razón en una cosa. Soy unhijo de puta. Pero se equivoca en todo lodemás, Mick. Levin no estaba tratandode ayudarme. Estaba tratando de

enterrarme y se estaba acercando.Recibió lo que merecía por eso.

Pensé en el último mensaje de Levinen el teléfono de mi casa: «Tengo lareceta para sacar a Jesús de SanQuintín». Lo que fuera que hubieraencontrado, le había costado la vida.

Y lo habían matado antes de quepudiera comunicar la información.

—¿Cómo lo hizo? Si me lo estáconfesando todo aquí, quiero sabercómo lo hizo. ¿Cómo burló al GPS? Subrazalete muestra que no estuvo cerca deGlendale.

Me sonrió, como un niño con unjuguete que no estaba dispuesto a

compartir.—Digamos simplemente que es

información confidencial, y dejémosloahí. Nunca se sabe, a lo mejor he devolver a repetir el viejo truco deHoudini.

En sus palabras percibí la amenaza yen su sonrisa vi la maldad que habíavisto Raul Levin.

—No se le ocurra, Mick —dijo—.Como probablemente sabe, tengo unapóliza de seguros.

Le presioné con más fuerza y meincliné más cerca de él.

—Escuche, capullo. Quiero mipistola. ¿Cree que tiene esto atado? No

tiene una mierda. Yo lo tengo atado. Yno va a superar airoso esta semana si norecupero la pistola. ¿Entendido?

Roulet lentamente estiró el brazo, meagarró por las muñecas y apartó mismanos de su pecho. Empezó a arreglarsela camisa y la corbata.

—Podría proponer un acuerdo —dijo él con calma—. Al final de estejuicio salgo de este tribunal como unhombre libre. Continúo manteniendo milibertad y, a cambio de eso, la pistola nocae nunca, digamos, en las manosequivocadas.

Es decir, Lankford y Sobel.—Porque no me gustaría nada que

pasara eso, Mick. Un montón de gentedepende de usted. Un montón declientes. Y a usted, por supuesto, no legustaría ir a donde van ellos.

Retrocedí, usando toda mi voluntadpara no levantar los puños y agredirle.Me conformé con una voz que, aunquecalmada, hervía con toda mi rabia y miodio.

—Le prometo —dije— que si mejode nunca se librará de mí. ¿Está claro?

Roulet empezó a sonreír, pero antesde que pudiera responder se abrió lapuerta de la sala y se asomó el ayudantedel sheriff Meehan, el alguacil.

—La jueza está en el banco —dijo

con voz severa—. Quiere que entren.Ahora.

Volví a mirar a Roulet.—¡He dicho que si está claro!—Sí, Mick —dijo afablemente—.

Como el agua.Me alejé de él y entré en la sala,

caminando por el pasillo hasta laportezuela. La jueza ConstanceFullbright me fulminó con la miradadurante todo mi recorrido.

—Es muy amable por su parte que seuna a nosotros esta mañana, señorHaller.

¿Dónde había oído eso antes?—Lo lamento, señoría —dije al

tiempo que franqueaba la entrada—. Erauna situación de emergencia con micliente. Teníamos que hablar.

—Se puede hablar con el cliente enla mesa de la defensa —respondió lajueza.

—Sí, señoría.—Creo que no estamos empezando

con buen pie, señor Haller. Cuando mialguacil anuncia que la sesión empezaráen dos minutos, espero que todo elmundo (incluidos el abogado defensor ysu cliente) esté en su lugar y preparadopara empezar.

—Pido disculpas, señoría.—Eso no basta, señor Haller. Antes

del final de la jornada de sesionesquiero que haga una visita a mi alguacilcon su talonario de cheques. Le impongouna multa de quinientos dólares pordesacato al tribunal. Soy yo quien está acargo de esta sala, letrado, no usted.

—Señoría…—Ahora, podemos hacer entrar al

jurado —ordenó la jueza, cortando miprotesta.

El alguacil abrió la puerta a los docemiembros y dos suplentes y éstosempezaron a situarse en la tribuna deljurado. Me incliné hacia Roulet, queacababa de sentarse.

—Me debe quinientos dólares —le

susurré.

28

La exposición inicial de Ted Minton seciñó al modelo establecido de laexageración fiscal. Más que decirle aljurado qué pruebas iba a presentar y quése disponía a probar, el fiscal trató dedecirles lo que todo ello significaba.Buscaba un plano general, y eso casisiempre es un error. El plano generalimplica inferencias y teorías. Extrapolalos hechos a la categoría de sospechas.Cualquier fiscal con experiencia en unadocena de juicios por delitos gravessabe que es mejor quedarse corto.

Quieres que los miembros del juradocondenen, no necesariamente quecomprendan.

—De lo que trata este caso es de undepredador —les dijo—. Louis RossRoulet es un hombre que en la noche delseis de marzo estaba al acecho de unapresa. Y de no haber sido por la firmedeterminación de una mujer parasobrevivir, ahora estaríamos juzgandoun caso de asesinato.

Me había fijado antes en que Mintonhabía elegido a un «encargado delmarcador». Así es como llamo a unmiembro del jurado que toma notas demanera incesante durante el juicio. Una

exposición inicial no es una oferta depruebas y la jueza Fullbright habíaadvertido de ello al jurado, aun así, lamujer de la primera silla de la filadelantera había estado escribiendodesde el inicio de la intervención deMinton. Eso era bueno. Me gustan losencargados del marcador porquedocumentan lo que los abogados dicenque será presentado y probado en eljuicio, y al final vuelven a comprobarloy verifican el tanteo.

Miré el gráfico del jurado que habíarellenado la semana anterior y vi que laencargada del marcador era LindaTruluck, un ama de casa de Reseda. Era

una de las únicas tres mujeres deljurado. Minton se había esforzado enreducir a un mínimo la representaciónfemenina, porque temía que, una vez quese estableciera en el juicio que ReginaCampo había ofrecido serviciossexuales a cambio de dinero, podríaperder la simpatía de las mujeres y enúltima instancia sus votos en unveredicto. Creía que probablementetenía razón en la suposición y yo trabajécon la misma diligencia en ponermujeres en la tribuna del jurado. Amboshabíamos terminado agotando nuestrosveinte vetos y ésa era probablemente laprincipal razón de que el proceso de

selección se prolongara durante tresdías. Al final, tenía tres mujeres en eljurado y sólo necesitaba a una paraevitar una condena.

—Oirán el testimonio de la propiavíctima acerca de que su estilo de vidaera uno que no aprobaríamos —dijoMinton a los miembros del jurado—. Elresumen es que estaba vendiendo sexo ahombres a los que invitaba a su casa.Pero quiero que recuerden que estejuicio no trata de lo que la víctima deeste caso hacía para ganarse la vida.Cualquiera puede ser víctima de uncrimen violento. Cualquiera. No importalo que haga uno para ganarse la vida, la

ley no permite que se le golpee, que sele amenace a punta de cuchillo o que sele haga temer por su vida. No importa loque uno haga para ganar dinero. Disfrutade las mismas protecciones que todosnosotros.

Estaba muy claro que Minton noquería usar las palabras «prostitución» o«prostituta» por miedo a que eso dañarasu tesis. Anoté la palabra en un bloc queme llevaría al estrado cuando hiciera mideclaración. Planeaba corregir lasomisiones de la acusación.

Minton ofreció una visión general delas pruebas. Habló de la navaja con lasiniciales del acusado grabadas en el

filo. Habló de la sangre que se encontróen su mano izquierda. Y advirtió a losmiembros del jurado que no se dejaranengañar por los intentos de la defensa deconfundir las pruebas.

—Es un caso muy claro y sencillo—dijo para concluir—. Tienen a unhombre que agredió a una mujer en sucasa. Su plan era violarla y luegomatarla. Sólo por la gracia de Diosestará ella aquí para contarles lahistoria.

Dicho esto, Minton agradeció aljurado su atención y ocupó su lugar en lamesa de la acusación. La juezaFullbright miró su reloj y luego me miró

a mí. Eran las 11.40, y probablementeestaba sopesando si decretar un receso opermitirme proceder con mi exposiciónde apertura. Una de las principalestareas de un juez durante un proceso esel control del jurado. Esresponsabilidad del magistradoasegurarse de que el jurado se sientecómodo y atento. Normalmente lasolución consiste en hacer muchaspausas, cortas y largas.

Conocía a Connie Fullbright desdehacía al menos doce años, desde muchoantes de que fuera jueza. Había sidotanto fiscal como abogada defensora, demanera que conocía ambas caras de la

moneda. Aparte de su exageradadisposición a las multas por desacato,era una jueza buena y justa… hasta quellegaba la hora de la sentencia. Ibas altribunal de Fullbright sabiendo queestabas al mismo nivel que la fiscalía.Pero si un jurado condenaba a tu cliente,tenías que prepararte para lo peor.Fullbright era uno de los jueces queimponía sentencias más duras en elcondado. Era como si te estuvieracastigando a ti y a tu cliente por hacerleperder el tiempo con un juicio. Si habíamargen de maniobra en la sentencia, ellasiempre iba al máximo, tanto si setrataba de prisión como si se trataba de

condicional.—Señor Haller —dijo—. ¿Piensa

reservar su exposición?—No, señoría, pero creo que voy a

ser muy rápido.—Muy bien —dijo la jueza—.

Entonces le escucharemos y luegoiremos a comer.

La verdad era que no sabía cuántotiempo iba a extenderme. Minton habíautilizado cuarenta minutos, y sabía queyo estaría próximo a ese tiempo. Noobstante, le había dicho a la jueza quesería rápido sencillamente porque no megustaba la idea de que el jurado se fueraa almorzar sólo con la parte del fiscal

de la historia. Quería que tuvieran algomás en que pensar mientras se comíansus hamburguesas y sus ensaladas deatún.

Me levanté y me acerqué al estradosituado entre las mesas de la defensa yde la acusación. La sala era uno de losespacios recientemente rehabilitados enel viejo tribunal. Tenía dos tribunasidénticas para el jurado a ambos ladosdel banco del magistrado. La puerta quedaba al despacho del juez estaba casioculta en la pared, con sus líneascamufladas entre las líneas y los nudosde la madera. El pomo era lo único quela delataba.

Fullbright dirigía sus juicios comoun juez federal. Los abogados no estabanautorizados a acercarse a los testigos sinsu permiso y nunca les permitíaaproximarse a la tribuna del jurado.Sólo podían hablar desde el estrado.

De pie en el estrado, tenía la tribunadel jurado a mi derecha y estaba máscerca de la mesa de la fiscalía que de ladestinada al equipo de la defensa. Paramí estaba bien. No quería que vieran decerca a Roulet. Quería que mi cliente lesresultara un poco misterioso.

—Damas y caballeros del jurado —empecé—, me llamo Michael Haller yrepresento al señor Roulet en este

juicio. Me alegro de decirles que estejuicio será probablemente un juiciorápido. Sólo les robaremos unos pocosdías más de su tiempo. Al final,probablemente se darán cuenta de quehemos tardado más tiempo en elegirlesdel que se tardará en presentar ambascaras del caso. El fiscal, el señorMinton, ha empleado su tiempo estamañana hablándoles de lo que cree quesignifican todas las pruebas y quién esrealmente el señor Roulet. Yo lesaconsejaré que se sienten, escuchen laspruebas y dejen que su sentido comúnles diga lo que significa todo ello yquién es el señor Roulet.

Fui paseando mi mirada de unmiembro del jurado a otro. Apenas miréel bloc de notas que había puesto en elatril. Quería que pensaran que estabasimplemente charlando con ellos.

—Normalmente, lo que me gustahacer es reservar mi exposición inicial.En un caso penal, la defensa tiene laopción de realizar su exposición inicialal principio del juicio, como acaba dehacer el señor Minton, o justo antes depresentar la tesis de la defensa. Por logeneral, me inclino por la segundaopción. Espero y hago mi exposiciónantes de que desfilen todos los testigos ylas pruebas de la defensa. Sin embargo,

este juicio es diferente. Es diferenteporque el turno de la acusación tambiénva a ser el turno de la defensa. Sin dudaoirán a varios testimonios de la defensa,pero el corazón y el alma de este juicioserán las pruebas y testigos de laacusación y cómo decidan ustedesinterpretarlas. Les garantizo queemergerá una versión de los hechos y laspruebas muy diferente de la que el señorMinton acaba de exponer en esta sala. Ycuando llegue el momento de presentarla tesis de la defensa, probablemente noserá necesario.

Miré a la encargada del marcador yvi que su lápiz corría por la página del

cuaderno.—Creo que lo que van a descubrir

aquí esta semana es que todo este juiciose reducirá a las acciones ymotivaciones de una persona. Unaprostituta que vio a un hombre consignos externos de riqueza y lo eligiócomo objetivo. Las pruebas lo mostraráncon claridad e incluso quedará reveladopor los propios testimonios de laacusación.

Minton se levantó y protestó,argumentando que me estabaextralimitando al verter sobre laprincipal testigo de la defensaacusaciones infundadas. No había base

legal para la protesta. Sólo era unintento propio de un aficionado deenviar un mensaje al jurado. La juezarespondió llamándonos a un aparte.

Nos acercamos a un lado del bancoy Fullbright pulsó el botón de unneutralizador de sonido que enviabaruido blanco desde un altavoz situado enel banco hacia la tribuna del jurado,impidiendo de esta manera que los doceoyeran lo que se susurraba en el aparte.La jueza fue rápida con Minton, como unasesino.

—Señor Minton, sé que es ustednuevo en los juicios penales, así que yaveo que tendré que enseñarle sobre la

marcha. Pero no proteste nunca duranteuna exposición inicial en mi sala. Elabogado no está presentando pruebas.No me importa que diga que su propiamadre es la testigo de coartada delacusado, usted no protesta delante de mijurado.

—Seño…—Es todo. Retírense.La jueza Fullbright hizo rodar el

sillón hasta el centro de la mesa y apagóel ruido blanco. Minton y yo regresamosa nuestras posiciones sin decir unapalabra más.

—Protesta denegada —dijo la jueza—. Continúe, señor Haller, y permítame

recordarle que ha dicho que sería breve.—Gracias, señoría. Sigue siendo mi

plan.Consulté mis notas y volví a mirar al

jurado. Sabiendo que Minton había sidointimidado por la jueza para queguardara silencio, decidí elevar un puntola retórica, dejar las notas e irdirectamente a la conclusión.

—Damas y caballeros, en esencia,lo que decidirán aquí es quién es elauténtico depredador en este caso: elseñor Roulet, un hombre de negocios deéxito sin ningún tipo de antecedentes, ouna prostituta reconocida con un negocioboyante que consiste en cobrar dinero a

los hombres a cambio de sexo. Oirántestimonios de que la supuesta víctimade este caso estaba envuelta en un actode prostitución con otro hombremomentos antes de que se produjera lasupuesta agresión. Y oirán testimoniosde que al cabo de unos días de esteasalto, que supuestamente amenazó suvida, ella estaba de nuevo trabajando,cambiando sexo por dinero.

Miré a Minton y vi que estabamontando en cólera. Tenía la miradabaja en la mesa y lentamente negaba conla cabeza. Miré a la jueza.

—Señoría, ¿puede pedir al fiscalque se contenga de hacer

demostraciones al jurado? Yo no heprotestado ni he intentado en modoalguno distraer al jurado durante suexposición inicial.

—Señor Minton —entonó la jueza—, haga el favor de quedarse quieto yextender a la defensa la cortesía que sele ha extendido a usted.

—Sí, señoría —dijo Mintonmansamente.

El jurado había visto al fiscalamonestado en dos ocasiones y todavíaestábamos en las exposiciones iniciales.Lo tomé como una buena señal yalimentó mi inercia. Miré de nuevo aljurado y me fijé en que la encargada del

marcador continuaba escribiendo.—Finalmente, oirán el testimonio de

muchos de los propios testigos de lafiscalía que proporcionarán unaexplicación perfectamente plausible demuchas de las pruebas físicas de estecaso. Me refiero a la sangre y a lanavaja que ha mencionado el señorMinton. Tomados individualmente ocomo conjunto, los argumentos de lafiscalía les proporcionarán dudas másque razonables acerca de laculpabilidad de mi cliente. Puedenmarcarlo en sus libretas. Les garantizoque descubrirán que sólo tienen unaopción al final de este caso. Y ésa es

declarar al señor Roulet inocente deestas acusaciones. Gracias.

Al caminar de nuevo hacia miasiento le guiñé el ojo a Lorna Taylor.Ella asintió con la cabeza para darme aentender que lo había hecho bien. Miatención se vio atraída entonces por dosfiguras sentadas dos filas detrás de ella.Lankford y Sobel. Habían entradodespués de que examinara la galería porprimera vez.

Ocupé mi asiento y no hice caso delgesto de pulgares hacia arriba que medio mi cliente. Mi mente estabaconcentrada en los dos detectives deGlendale. Me pregunté qué estaban

haciendo en la sala. ¿Vigilándome?¿Esperándome?

La jueza hizo salir al jurado para lapausa del almuerzo y todos selevantaron mientras la encargada delmarcador y sus colegas desfilaban.Después de que todos se hubieran ido,Minton pidió a la jueza otro aparte.Quería intentar explicar su protesta yreparar el daño, pero no en juicioabierto. La jueza no se lo concedió.

—Tengo hambre, señor Minton. Yya hemos pasado eso. Váyase aalmorzar.

Fullbright abandonó la sala, y ésta,que tan silenciosa había estado salvo

por las voces de los abogados, entró enerupción con la charla de la galería delpúblico y los trabajadores del tribunal.Guardé el bloc en mi maletín.

—Ha estado muy bien —dijo Roulet—. Creo que ya vamos por delante en lapartida.

Lo miré con ojos muertos.—No es una partida.—Ya lo sé. Es sólo una expresión.

Oiga, voy a comer con Cecil y mimadre. Nos gustaría que se uniera anosotros.

Negué con la cabeza.—He de defenderle, Louis, pero no

he de comer con usted.

Cogí el talonario de mi maletín y lodejé allí. Rodeé la mesa hasta laposición del alguacil para poderextender un cheque por quinientosdólares. La multa no me dolía tantocomo lo haría el examen de la judicaturaque sigue a toda citación por desacato.

Cuando hube terminado, me volví yme encontré con Lorna, que me estabaesperando en la portezuela con unasonrisa. Pensábamos ir a comer juntos yluego ella volvería a ocuparse delteléfono en su casa. Al cabo de tres díasvolvería al trabajo habitual y necesitabaclientes. Dependía de que ella empezaraa llenar mi agenda.

—Parece que será mejor que hoy teinvite yo a comer —dijo ella.

Eché mi talonario de cheques en elmaletín y lo cerré.

—Eso estaría bien —dije.Empujé la portezuela y me fije en el

banco en el que había visto a Lankford ySobel unos momentos antes. Se habíanido.

29

La fiscalía empezó a exponer su tesis aljurado en la sesión de tarde y enseguidame quedó clara la estrategia de TedMinton. Los primeros cuatro testigosfueron una operadora del teléfono deemergencias 911, los dos agentes depatrulla que respondieron a la llamadade auxilio de Regina Campo y elauxiliar médico que la trató antes de quela transportaran al hospital. Estaba claroque Minton, previendo la estrategia dela defensa, quería establecer firmementeque Campo había sido brutalmente

agredida y que era de hecho la víctimaen este crimen. No era una malaestrategia. En la mayoría de los casos lehabría bastado con eso.

La operadora del 911 fuebásicamente utilizada como la personade carne y hueso que se necesitaba parapresentar una grabación de la llamadade auxilio de Campo. Se entregarontranscripciones de la llamada a losmiembros del jurado, de manera quepudieran leer al tiempo que sereproducía la grabación deficiente deaudio. Protesté argumentando que erainnecesario reproducir la grabación deaudio cuando la transcripción bastaría,

pero la jueza rápidamente denegó laprotesta antes de que Minton tuvieranecesidad de contraatacar. La grabaciónse reprodujo y no había duda de queMinton había empezado con fuerza,porque los miembros del jurado sequedaron absortos al escuchar a Campogritando y suplicando ayuda. Sonabagenuinamente angustiada y asustada. Eraprecisamente lo que Minton quería queoyera el jurado y ciertamente loconsiguió. No me atreví a cuestionar a laoperadora en el contrainterrogatorio,porque sabía que eso le habría dado aMinton la oportunidad de reproducirotra vez la grabación en su turno.

Los dos agentes de patrulla quesubieron al estrado a continuaciónofrecieron diferentes testimonios porquehicieron cosas distintas al llegar alcomplejo de apartamentos de Tarzana enrespuesta a la llamada al 911. Unabásicamente se quedó con la víctimamientras que el otro subió alapartamento y esposó al hombre sobre elque estaban sentados los vecinos deCampo: Louis Ross Roulet.

La agente Vivian Maxwell describióa Campo como despeinada, herida yatemorizada. Declaró que Campo noparaba de preguntar si estaba a salvo ysi habían detenido al intruso. Incluso

después de que la tranquilizaran enambas cuestiones, Campo continuóasustada e inquieta, y en un momento ledijo a la agente que desenfundara suarma y la tuviera preparada por si elagresor escapaba. Cuando Mintonterminó con su testigo, me levanté parallevar a cabo mi primercontrainterrogatorio del juicio.

—Agente Maxwell —empecé—, ¿enalgún momento le preguntó a la señoritaCampo qué le había ocurrido?

—Sí, lo hice.—¿Qué fue exactamente lo que le

preguntó?—Le pregunté qué le había ocurrido

y quién le había hecho eso. O sea, quiénle había herido.

—¿Qué le dijo ella?—Dijo que un hombre había llamado

a la puerta de su apartamento y que,cuando ella le abrió, la golpeó. Declaróque la golpeó varias veces y despuéssacó una navaja.

—¿Dijo que sacó un navaja despuésde golpearla?

—Eso es lo que dijo. Estabanerviosa y herida en ese momento.

—Entiendo. ¿Le dijo quién era elhombre?

—No, dijo que no lo conocía.—¿Le preguntó específicamente si

conocía al hombre?—Sí. Ella dijo que no.—O sea que simplemente abrió la

puerta a un extraño a las diez de lanoche.

—Ella no lo dijo así.—Pero ha declarado que le dijo que

no lo conocía, ¿es así?—Es correcto. Así es cómo lo dijo.

Dijo: «No sé quién es».—¿Y usted puso eso en su informe?—Sí, lo hice.Presenté el informe de la agente de

patrulla como prueba de la defensa ypedí a Maxwell que leyera fragmentosde éste al jurado. Estas partes se

referían a lo que Campo había dicho deque la agresión no había sido provocaday que la sufrió a manos de undesconocido.

—«La víctima no conoce al hombreque la agredió y no sabe por qué fueatacada» —leyó la agente de su propioinforme.

El compañero de Maxwell, JohnSantos, fue el siguiente en testificar.Explicó a los miembros del jurado queCampo lo dirigió a su apartamento,donde encontró a un hombre en el suelo,junto a la entrada. El hombre estabaaturdido y los dos vecinos de Campo,Edward Turner y Ronald Atkins, lo

retenían en el suelo. Un hombre estaba ahorcajadas sobre el pecho del acusado yel otro estaba sentado sobre sus piernas.

Santos identificó al hombre retenidoen el suelo como el acusado, Louis RossRoulet. Santos declaró que mi clientetenía sangre en la ropa y en la manoizquierda. Dijo que aparentementeRoulet sufría una conmoción o algúntipo de herida en la cabeza y queinicialmente no obedeció sus órdenes.Santos le dio la vuelta y le esposó lasmanos a la espalda. A continuación, elagente sacó de un compartimento de sucinturón una bolsa para pruebas yenvolvió con ésta la mano ensangrentada

de Roulet.Santos declaró que uno de los

hombres que habían retenido a Roulet leentregó una navaja plegable que estabaabierta y que tenía sangre en laempuñadura y en la hoja. El agente depatrulla dijo al jurado que también metióeste elemento en una bolsa y se loentregó al detective Martin Booker encuanto éste llegó al escenario.

En el contrainterrogatorio planteésólo dos preguntas a Santos.

—Agente, ¿había sangre en la manoderecha del acusado?

—No, no había sangre en su manoderecha o se la habría embolsado

también.—Entiendo. Así que tiene sangre

sólo en la mano izquierda y una navajacon sangre en su empuñadura. ¿Creeusted que si el acusado hubiesesostenido esa navaja la habría sostenidocon su mano izquierda?

Minton protestó, alegando queSantos era un agente de patrulla y que lapregunta iba más allá del ámbito de suexperiencia. Yo argumenté que lacuestión sólo requería una respuesta desentido común, no la de un experto. Lajueza denegó la protesta y la secretariadel tribunal leyó otra vez la pregunta altestigo.

—Eso me parecería —respondióSantos.

Arthur Metz era el auxiliar médicoque declaró a continuación. Habló aljurado de la conducta de Campo y de laextensión de sus heridas cuando la tratómenos de treinta minutos después de laagresión. Dijo que le pareció que habíasufrido al menos tres impactosimportantes en el rostro. Tambiéndescribió una pequeña herida depunción en el cuello. Describió todas lasheridas como superficiales perodolorosas. Exhibieron en un caballete,delante del jurado, una ampliación delmismo retrato en primer plano del rostro

de Campo que yo había visto el primerdía que participé en el caso. Protesté,argumentando que la foto era engañosaporque había sido ampliada a un tamañomás grande que el natural, pero la juezaFullbright denegó mi protesta.

En mi contrainterrogatorio de Metz,utilicé la foto acerca de la cual acababade protestar.

—Cuando nos ha dicho queaparentemente había sufrido tresimpactos en el rostro, ¿a qué se referíacon «impacto»? —pregunté.

—La golpearon con algo. O un puñoo un objeto desafilado.

—Así que básicamente alguien la

golpeó tres veces. ¿Puede hacer el favorde utilizar este puntero láser y mostrarleal jurado en la fotografía dóndeocurrieron esos impactos?

Saqué un puntero láser del bolsillode mi camisa y lo sostuve para que loviera la jueza. Ella dio su permiso paraque se lo entregara a Metz. Lo encendí yse lo entregué al testigo. Éste puso el hazde luz roja del láser en la foto del rostromagullado de Campo y trazó círculos enlas tres zonas donde creía que ella habíasido golpeada. Trazó círculos en tornoal ojo derecho, la mejilla derecha y unazona que abarcaba la parte derecha desu boca y nariz.

—Gracias —dije, cogiendo el lásery volviendo al estrado—. Así que, si ledieron tres veces en el lado derecho dela cara, los impactos habrían procedidodel lado izquierdo de su atacante,¿correcto?

Minton protestó, argumentando unavez más que la pregunta iba más allá delámbito de su experiencia. Una vez másyo argumenté sentido común y una vezmás la jueza denegó la protesta.

—Si el agresor estaba frente a ella,la habría golpeado desde la izquierda, ano ser que lo hiciera con el dorso de lamano —dijo Metz—. En ese caso podríahaber sido desde la derecha.

Asintió y pareció complacidoconsigo mismo. Obviamente pensó queestaba ayudando a la acusación, pero suesfuerzo fue tan falso que probablementehabía ayudado a la defensa.

—¿Está insinuando que el agresor dela señorita Campo la golpeó tres vecescon el dorso de la mano y causó estegrado de heridas?

Señalé la foto del caballete. Metz seencogió de hombros, dándose cuenta deque probablemente no había resultadotan útil a la acusación.

—Todo es posible —dijo.—Todo es posible —repetí—.

Bueno, ¿hay alguna otra posibilidad que

se le ocurra que pudiera explicar estasheridas que no provengan de puñetazoscon la izquierda?

Metz se encogió de hombros otravez. No era un testigo que causara granimpresión, especialmente viniendodespués de dos policías y una operadoraque habían sido muy precisos en sustestimonios.

—¿Y si la señorita Campo sehubiera golpeado el rostro con su propiopuño? ¿No habría usado su derecha…?

Minton saltó de inmediato yprotestó.

—Señoría, ¡esto es indignante!Insinuar que la víctima se hizo esto a sí

misma no sólo es una afrenta a esta sala,sino a todas las víctimas de delitosviolentos. El señor Haller se ha hundidoen…

—El testigo ha dicho que todo esposible —argumenté, tratando dederribar a Minton de la tarima de orador—. Estoy tratando de explorar…

—Aceptada —dijo Fullbright,zanjando la discusión—. Señor Haller,no vaya por ese camino a no ser que estéhaciendo algo más que un barrido deexploración de las posibilidades.

—Sí, señoría —dije—. No hay máspreguntas.

Me senté y miré al jurado, y supe

por sus caras que había cometido unerror. Había convertido uncontrainterrogatorio positivo en unonegativo. La cuestión que habíaestablecido acerca de un agresor zurdohabía quedado oscurecida por el puntoque había perdido al insinuar que lasheridas de la víctima eran autoinfligidas.Las tres mujeres del jurado parecíanparticularmente molestas conmigo.

Aun así, traté de concentrarme en unaspecto positivo. Era bueno conocer lossentimientos del jurado respecto a estepunto en ese momento, antes de queCampo estuviera en la tribuna y lepreguntara lo mismo.

Roulet se inclinó hacia mí y mesusurró:

—¿Qué coño ha sido eso?Sin responder, le di la espalda y

examiné la sala. Estaba casi vacía.Lankford y Sobel no habían vuelto a lasala y los periodistas también se habíanido. Sólo había unos pocos mirones.Parecía una dispar colección dejubilados, estudiantes de derecho yabogados descansando hasta queempezaran sus propias vistas en eltribunal. No obstante, contaba con queuno de esos mirones fuera un infiltradode la oficina del fiscal. Ted Mintonpodía estar volando solo, pero mi

apuesta era que su jefe tendría algúnmedio de estar al corriente de cómo lohacía y del desarrollo del caso. Yosabía que estaba actuando para eseinfiltrado tanto como para el jurado. Alfinal del caso necesitaba enviar una notade pánico a la segunda planta que luegorebotara a Minton. Tenía que empujar aljoven fiscal a adoptar una medidadesesperada.

La sesión de tarde fue perdiendointerés. Minton todavía tenía mucho queaprender acerca del ritmo y el controldel jurado, un conocimiento que sóloprocede de la experiencia en la sala.Mantuve la mirada en la tribuna del

jurado —donde se sentaban losverdaderos jueces— y vi que los docese estaban aburriendo a medida quetestigo tras testigo ofrecíandeclaraciones que llenaban pequeñosdetalles en la presentación lineal de lossucesos del 6 de marzo. Formulé pocaspreguntas en mi turno y traté de manteneruna expresión en el rostro que hacíaespejo de las que vi en la tribuna deljurado.

Minton obviamente quería guardarsesu material más valioso para el segundodía. Tendría al investigador jefe, eldetective Martin Booker, para queaportara los detalles y luego a la

víctima, Regina Campo, para querecapitulara el caso para el jurado.Terminar con fuerza y emoción era unafórmula ensayada y que funcionaba en elnoventa por ciento de las veces, perohacía que el primer día avanzara con lalentitud de un glaciar.

Las cosas finalmente empezaron aanimarse con el último testigo queMinton trajo a la sala: Charles Talbot, elhombre que Regina Campo habíaelegido en Morgan’s y que la habíaacompañado a su apartamento la nochedel día seis. Lo que Talbot tenía paraofrecer a la tesis de la acusación erainsignificante. Básicamente fue

convocado para testificar que Campoestaba en estado de buena salud y sinheridas cuando él se fue de la casa de lavíctima. Eso era todo. Pero lo que causóque su llegada rescatara el juicio delaburrimiento era que Talbot era unhombre firmemente convencido de suparticular estilo de vida, y a losmiembros del jurado siempre les gustavisitar el otro lado de las vías.

Talbot tenía cincuenta y cinco años,pelo rubio teñido que no engañaba anadie. Lucía tatuajes de la Armadadesdibujados en ambos antebrazos.Llevaba veinte años divorciado y poseíauna tienda abierta las veinticuatro horas

llamada Kwik Kwik. El negocio lepermitía disfrutar de un estilo de vidaacomodado, con un apartamento enWarner Center, un Corvette últimomodelo y una vida nocturna en la quetenía cabida un amplio muestrario de lasproveedoras de sexo de la ciudad.

Minton estableció todo ello en lasprimeras fases de su interrogatorio. Casipodía sentirse que el aire se detenía enla sala cuando los miembros del juradoconectaban con Talbot. El fiscal lo llevóentonces con rapidez a la noche del 6 demarzo, y el testigo describió que habíacontactado con Reggie Campo en Morgan’s, en Ventura Boulevard.

—¿Conocía a la señorita Campoantes de encontrarse con ella en el baresa noche?

—No, no la conocía.—¿Cómo fue que se encontraron

allí?—La llamé y dije que quería estar

con ella, y ella propuso que nosencontrásemos en Morgan’s. Yo conocíael sitio, así que me pareció bien.

—¿Y cómo la llamó?—Con el teléfono.Muchos miembros del jurado rieron.—Disculpe. Ya entiendo que utilizó

un teléfono para llamarla. Quería decirque cómo sabía la forma de contactar

con ella.—Vi su anuncio en su sitio web y me

gustó lo que vi, así que seguí adelante yla llamé y establecimos una cita. Es tansencillo como eso. Su número está en suanuncio de Internet.

—Y se encontraron en Morgan’s.—Sí, me dijo que es allí donde se

encuentra con sus citas. Así que fui albar, tomamos un par de copas yhablamos, y como nos gustamos, eso fuetodo. La seguí a su apartamento.

—¿Cuando llegaron a suapartamento mantuvieron relacionessexuales?

—Por supuesto. Para eso estaba allí.

—¿Y le pagó?—Cuatrocientos pavos. Valió la

pena.Vi que un miembro del jurado se

ponía colorado y supe que lo habíacalado a la perfección en la selección dela semana anterior. Me había gustadoporque llevaba consigo una Biblia paraleer mientras cuestionaban a los otroscandidatos al jurado. Minton, que estabaconcentrado en los candidatos a los queinterrogaba, lo había pasado por alto,pero yo había visto la Biblia e hicepocas preguntas al hombre cuando llegósu turno. Minton lo aceptó en el jurado yyo también. Supuse que sería fácil que

se volviera contra la víctima por suocupación. Su cara ruborizada me loconfirmó.

—¿A qué hora se fue delapartamento? —preguntó Minton.

—A eso de las diez menos cinco —respondió Talbot.

—¿Dijo que estaba esperando otracita en su apartamento?

—No, no me dijo nada de eso. Dehecho, ella actuaba como si hubieraterminado por esa noche.

Me levanté y protesté.—No creo que el señor Talbot esté

cualificado para interpretar lo que laseñorita Campo estaba pensando o

planeando a partir de sus acciones.—Aceptada —dijo la jueza antes de

que Minton pudiera argumentar nada.El fiscal siguió adelante.—Señor Talbot, ¿podría describir el

estado físico de la señorita Campocuando la dejó poco antes de las diez enpunto de la noche del seis de marzo?

—Completamente satisfecha.Hubo un estallido de carcajadas en

la sala y Talbot sonrió con orgullo. Mefijé en el hombre de la Biblia y vi quetenía la mandíbula fuertemente apretada.

—Señor Talbot —dijo Minton—,me refiero a su estado físico. ¿Estabaherida o sangrando cuando usted se fue?

—No, estaba bien. Estabaperfectamente. Cuando me fui estabafina como un violín y lo sé porque lohabía tocado.

Sonrió, orgulloso de su uso dellenguaje. Esta vez no hubo más risas y lajueza finalmente se cansó de los doblessentidos del testigo. Le ordenó que seabstuviera de hacer comentarios subidosde tono.

—Disculpe, jueza —dijo.—Señor Talbot —dijo Minton—,

¿la señorita Campo no estaba herida enninguna medida cuando usted se fue?

—No. En ninguna medida.—¿Estaba sangrando?

—No.—¿Y usted no la golpeó ni abusó

físicamente de ella en modo alguno?—Otra vez no. Lo que hicimos fue

consensuado y placentero. Sin dolor.—Gracias, señor Talbot.Consulté mis notas unos segundos

antes de levantarme. Quería un recesopara marcar con claridad la fronteraentre el interrogatorio directo y elcontrainterrogatorio.

—¿Señor Haller? —me instó lajueza—. ¿Quiere ejercer su turno con eltestigo?

Me levanté y me acerqué al estrado.—Sí, señoría, sí quiero.

Dejé mi bloc y miré directamente aTalbot. Estaba sonriendo complacido,pero sabía que no le caería bien durantemucho tiempo más.

—Señor Talbot, ¿es usted diestro ozurdo?

—Soy zurdo.—Zurdo —repetí pensativamente—.

¿Y no es cierto que la noche del seis demarzo antes de irse del apartamento deRegina Campo ella le pidió que lagolpeara repetidamente en el rostro?

Minton se levantó.—Señoría, no hay base para esta

clase de interrogatorio. El señor Hallersimplemente está tratando de enturbiar

el agua haciendo declaracionesindignantes y convirtiéndolas enpreguntas.

La jueza me miró y esperó unarespuesta.

—Señoría, forma parte de la teoríade la defensa, como describí en miexposición inicial.

—Voy a permitirlo. Vaya al grano,señor Haller.

Le leyeron la pregunta a Talbot yéste hizo una mueca y negó con lacabeza.

—No, no es verdad. Nunca he hechodaño a una mujer en mi vida.

—¿La golpeó con el puño tres veces,

no es cierto, señor Talbot?—No, no lo hice. Eso es mentira.—Ha dicho que nunca ha hecho daño

a una mujer en su vida.—Eso es. Nunca.—¿Conoce a una prostituta llamada

Shaquilla Barton?Talbot tuvo que pensar antes de

responder.—No me suena.—En la web en la que anuncia sus

servicios utiliza el nombre de ShaquillaShackles. ¿Le suena ahora, señorTalbot?

—Ah, sí, creo que sí.—¿Ha participado en actos de

prostitución con ella?—Una vez, sí.—¿Cuándo fue eso?—Debió de ser hace al menos un

año. Quizá más.—¿Y le hizo daño en esa ocasión?—No.—Y si ella viniera a esta sala y

declarara que usted le hizo daño algolpearla con su mano izquierda,¿estaría mintiendo?

—Y tanto que sí. Probé con ella y nome gustó ese estilo duro. Soyestrictamente un misionero. No la toqué.

—¿No la tocó?—Quiero decir que no la golpeé ni

la herí en modo alguno.—Gracias, señor Talbot.Me senté. Minton no se molestó con

una contrarréplica. Se despidió a Talboty Minton le dijo a la jueza que sólo teníados testigos más en el caso, pero que sutestimonio sería largo. La juezaFullbright miró el reloj y levantó lasesión hasta el día siguiente.

Quedaban dos testigos. Sabía quetenían que ser el detective Booker yReggie Campo. Parecía que Minton ibaa arriesgarse sin el testimonio delsoplón carcelario al que había metido enel programa de desintoxicación enCounty-USC. El nombre de Dwayne

Corliss nunca había aparecido enninguna lista de testigos ni en ningúnotro documento de hallazgosrelacionado con la tesis de la acusación.Pensé que tal vez Minton habíadescubierto lo mismo que Raul Levinhabía descubierto de Corliss antes demorir. En cualquier caso, parecíaevidente que la fiscalía habíarenunciado a Corliss. Y eso era lo quenecesitaba cambiar.

Mientras guardaba mis papeles ydocumentos en mi maletín, también mearmé de valor para hablar con Roulet.Lo miré. Continuaba sentado, esperandoa que me despidiera de él.

—¿Qué opina? —pregunté.—Creo que lo ha hecho muy bien.

Ha habido más que unos pocosmomentos de duda razonable.

Cerré las hebillas de mi maletín.—Hoy sólo he plantado las semillas.

Mañana brotarán y el miércolesflorecerán. Todavía no ha visto nada.

Me levanté y cogí el maletín de lamesa. Estaba pesado con losdocumentos del caso y mi ordenador.

—Hasta mañana.Abrí la portezuela y salí. Cecil

Dobbs y Mary Windsor estabanesperando a Roulet en el pasillo junto ala puerta de la sala del tribunal. Al salir

se volvieron para hablar conmigo, peroyo seguí caminando.

—Hasta mañana —dije.—Espere un momento, espere un

momento —me llamó Dobbs a miespalda.

Me volví.—Estamos atascados aquí —dijo al

tiempo que él y Windsor se meacercaban—. ¿Cómo está yendo ahídentro?

Me encogí de hombros.—Ahora mismo es el turno de la

acusación —respondí—. Lo único queestoy haciendo es amagar y agacharme,tratar de protegerme. Creo que mañana

será nuestro asalto. Y el miércolesiremos a por el K. O. He de ir aprepararme.

Al dirigirme al ascensor vi quevarios miembros del jurado del caso seme habían adelantado y estabanesperando para bajar. La encargada delmarcador estaba entre ellos. Fui allavabo que había junto a los ascensorespara no tener que bajar con el jurado.Puse el maletín entre los lavabos y melavé la cara y las manos. Al mirarme enel espejo busqué señales de tensión delcaso y de todo lo relacionado con éste.Tenía un aspecto razonablemente sano ycalmado para ser un abogado defensor

que estaba jugando al mismo tiempocontra su cliente y contra el fiscal.

El agua fría me sentó bien y me sentírefrescado cuando salí del lavabo con laesperanza de que los miembros deljurado ya se hubieran marchado.

Los miembros del jurado se habíanido, pero Lankford y Sobel estaban juntoal ascensor. Lankford llevaba un fajo dedocumentos doblados en una mano.

—Aquí está —dijo—. Hemos estadobuscándole.

30

El documento que me entregó Lankfordera una orden que autorizaba a la policíaa registrar mi casa, oficina y coche enbusca de una pistola Colt WoodsmanSport del calibre 22 y con el número deserie 656300081-52. La autorizaciónespecificaba que se creía que la pistolaera el arma homicida del asesinato deRaul A. Levin, cometido el 12 de abril.Lankford me había entregado la ordencon una sonrisita petulante. Yo hice loposible por actuar como si fuera unasunto de negocios, algo con lo que

trataba un día sí y otro no y dos veceslos viernes. Pero lo cierto es que casime fallaron las rodillas.

—¿Cómo ha conseguido esto? —pregunté.

Era una reacción sin sentido a unmomento sin sentido.

—Está firmado, sellado y entregado—dijo Lankford—. Así que, ¿por dóndequiere empezar? Tiene aquí su coche,¿verdad? Ese Lincoln en el que le paseael chófer como si fuera una puta de lujo.

Verifiqué la firma del juez en laúltima página y vi que se trataba de unmagistrado municipal de Glendale delque nunca había oído hablar. Habían

acudido a un juez local, queprobablemente sabía que necesitaría elapoyo de la policía cuando llegara elmomento de las elecciones. Empecé arecuperarme del shock. Quizás elregistro era un farol.

—Esto es una chorrada —dije—.No tienen causa probable para esto.Podría aplastar este asunto en diezminutos.

—A la jueza Fullbright le parecióbien —dijo Lankford.

—¿Fullbright? ¿Qué tiene que verella con esto?

—Bueno, sabíamos que estaba usteden juicio, así que supusimos que

debíamos preguntarle a ella si estababien entregarle la orden. No queremosque una mujer como ella se enfade. Lajueza dijo que una vez que terminara lasesión no tenía problema, y no habló decausas probables ni nada por el estilo.

Debían de haber acudido aFullbright en el receso del almuerzo,justo después de que los viera en la sala.Supuse que había sido idea de Sobelconsultar con la jueza antes. A un tipocomo Lankford le habría encantadosacarme de la sala e interrumpir eljuicio.

Tenía que pensar con rapidez. Miréa Sobel, la más simpática de los dos.

—Estoy en medio de un juicio detres días —dije—. ¿Hay algunaposibilidad de que demoremos estohasta el jueves?

—Ni hablar —respondió Lankfordantes de que pudiera hacerlo sucompañera—. No vamos a perderle devista hasta que ejecutemos la orden. Novamos a darle tiempo de deshacerse dela pistola. Y ahora, ¿dónde está sucoche, abogado del Lincoln?

Comprobé la autorización de laorden. Tenía que ser muy específica, yestaba de suerte. Autorizaba el registrode un Lincoln con una matrícula deCalifornia INCNT. Me di cuenta de que

alguien debía de haber anotado lamatrícula el día que me llamaron a casade Raul Levin desde el estadio de losDodgers. Porque ése era el Lincolnviejo, el que conducía aquel día.

—Está en casa. Como estoy en unjuicio no uso al chófer. Me ha llevadomi cliente esta mañana y pensaba volvercon él. Probablemente me estáesperando.

Mentí. El Lincoln en el que mehabían traído estaba en el aparcamientodel juzgado, pero no podía dejar que lospolis lo registraran porque había unapistola en el compartimento delreposabrazos del asiento de atrás. No

era la pistola que estaban buscando,pero era una de recambio. Después deque Raul Levin fuera asesinado yencontrara el estuche de mi pistolavacío, le pedí a Earl Briggs que meconsiguiera un arma para protección.Sabía que con Earl no habría un periodode espera de diez días; sin embargo, noconocía la historia del arma ni suregistro, y no quería averiguarlo a travésdel Departamento de Policía deGlendale.

Por fortuna la pistola no estaba en elLincoln que describía la orden. Éseestaba en el garaje de mi casa,esperando a que el comprador del

servicio de limusinas pasara a echarleun vistazo. Y ése sería el Lincoln queiban a registrar.

Lankford me quitó la orden de lamano y se la guardó en el bolsillointerior de la chaqueta.

—No se preocupe por su viaje —dijo Lankford—. Nosotros lellevaremos. Vamos.

En el camino de salida del tribunalno nos encontramos con Roulet ni conlas personas de su entorno. Y enseguidaestuve circulando en la parte de atrás deun Grand Marquis, pensando que habíaelegido bien al optar por el Lincoln. Enel Town Car había más espacio y se

circulaba con mayor suavidad.Lankford conducía y yo me senté tras

él. Las ventanillas estaban subidas ypodía oírle mascar chicle.

—Déjeme ver otra vez la orden —dije.

Lankford no hizo ningún movimiento.—No voy a dejarle entrar en mi casa

hasta que tenga ocasión de estudiarcompletamente la orden. Puedo hacerlopor el camino y ahorrarle tiempo. O…

Lankford metió la mano en suchaqueta y sacó la orden. Me la pasópor encima de su hombro. Sabía por quéestaba dudando. Normalmente los polishan de exponer la investigación

completa en la solicitud de la orden paraconvencer al juez de la existencia de unacausa probable. No les gusta que elobjetivo la lea, porque delata su mano.

Miré por la ventanilla mientrasestábamos pasando los aparcamientosde coches de Van Nuys Boulevard. Vi unnuevo modelo de Town Car encima deun pedestal enfrente del concesionarioLincoln. Volví a fijarme en la orden, laabrí por la sección de sumario y leí.

Lankford y Sobel habían empezadohaciendo un buen trabajo. Debíaconcederles eso. Uno de ellos —supuseque era Sobel— había probado a ponermi nombre en el Sistema de Armas

Automáticas y había tenido suerte. Elordenador reveló que yo era elpropietario registrado de una pistola dela misma marca y modelo que el armahomicida.

Era una maniobra hábil, perotodavía no era bastante para conseguircausa probable. Colt fabricaba esemodelo desde hacía más de sesentaaños. Eso significaba queprobablemente había un millón de ellasy un millón de sospechosos que lasposeían.

Tenían el humo. Después habíanfrotado otros palitos para provocar elfuego que se requería. En la solicitud se

afirmaba que yo había ocultado a lainvestigación el hecho de que poseía lapistola en cuestión. Decía que tambiénme había fabricado una coartada cuandome interrogaron inicialmente acerca dela muerte de Levin, y que luego habíaintentado confundir a los detectives aldarles una pista falsa acerca deltraficante de drogas Héctor ArrandeMoya.

Aunque no se requería un móvil paraobtener una orden de registro, laexposición de causa probable aludía aéste de todos modos, afirmando que lavíctima —Raul Levin— había estadoobteniendo de mí encargos de

investigación y que yo me había negadoa pagar por completo esos trabajos.

Dejando aparte la indignación queme provocó semejante aserto, lafabricación de la coartada era el puntoclave de la causa probable. Seaseguraba que les había dicho a losdetectives que estaba en casa en elmomento del crimen, pero un mensaje enel teléfono de mi domicilio dejado justoantes de la presunta hora de la muerteindicaba que no estaba allí derrumbandopor consiguiente mi coartada ydemostrando al mismo tiempo que era unmentiroso.

Leí lentamente la exposición de la

causa probable dos veces más, pero mirabia no remitió. Arrojé la orden alasiento contiguo.

—En cierto sentido es una pena queno sea el asesino —dije.

—Sí, ¿cómo es eso? —dijoLankford.

—Porque esta orden es una chorraday ambos lo saben. No se sostendría. Ledije que ese mensaje llegó cuando yo yaestaba al teléfono y eso puede sercomprobado y demostrado, sólo queustedes dos fueron perezosos o noquisieron comprobarlo porque leshabría dificultado conseguir la orden,incluso con su juez de bolsillo de

Glendale. Mintieron por omisión ycomisión. Es una orden de mala fe.

Como estaba sentado detrás deLankford tenía un mejor ángulo deSobel. La observé en busca de señalesde duda mientras hablaba.

—Y la insinuación de que Raulestaba obteniendo trabajo de mí y que yono iba a pagarle es un chiste. ¿Mecoaccionaba con qué? ¿Y qué es lo queno le pagué? Le pagué cada vez querecibí una factura. Miren, si es así comotrabajan todos sus casos, voy a abrir unaoficina en Glendale. Voy a meterle estaorden por el culo a su jefe de policía.

—Mintió acerca de la pistola —dijo

Lankford—. Y le debía dinero a Levin.Está ahí en los libros de cuentas. Cuatromil.

—No mentí en nada. Nunca mepreguntaron si poseía una pistola.

—Mentira por omisión. Se ladevuelvo.

—Chorradas.—Cuatro mil.—Ah, sí, los cuatro mil. Lo maté

porque no quería pagarle cuatro mildólares —dije con todo el sarcasmo quefui capaz de reunir—. En eso me hapillado, detective. Móvil. Aunquesupongo que ni siquiera se la haocurrido mirar si me había facturado

esos cuatro mil, o comprobar si noacababa de pagarle una factura de seismil dólares una semana antes de que loasesinaran.

Lankford se quedó impertérrito. Perovi que la duda empezaba a abrirse pasoen el rostro de Sobel.

—No importa cuánto le pagara nicuándo —dijo Lankford—. Unextorsionador nunca está satisfecho.Nunca dejas de pagar hasta que llegas aun punto de no retorno. De eso se trata.El punto de no retorno.

Negué con la cabeza.—¿Y qué es exactamente lo que

tenía Raul que me hacía darle trabajos y

pagarle hasta que alcancé el punto de noretorno?

Lankford y Sobel cruzaron unamirada y Lankford asintió con la cabeza.Sobel se agachó y sacó una carpeta deun maletín que tenía en el suelo. Me lopasó por encima del asiento.

—Eche un vistazo —dijo Lankford—. Se las dejó cuando estuvoregistrando su casa. Las había escondidoen un cajón del vestidor.

Abrí la carpeta y vi que conteníavarias fotos en color de 20×25 cm.Estaban tomadas de lejos y yo aparecíaen todas ellas. El fotógrafo habíaseguido mi Lincoln durante muchos días

y muchos kilómetros. Cada imagen eraun momento congelado en el tiempo. Lasfotos me mostraban con diversosindividuos que reconocí fácilmentecomo clientes. Eran prostitutas,camellos y Road Saints. Las imágenespodían interpretarse como sospechosas,porque mostraban una fracción desegundo. Una prostituta masculina conmini shorts apeándose desde el asientotrasero del Lincoln. Teddy Vogelentregándome un grueso rollo de billetesa través de la ventanilla trasera. Cerré lacarpeta y la devolví arrojándola porencima del asiento.

—Están de broma, ¿no? ¿Me están

diciendo que Raul vino a mí con esto?¿Que me extorsionó con esto? Son misclientes. ¿Es una broma o me estoyperdiendo algo?

—La judicatura de California podríapensar que no es una broma —dijoLankford—. Hemos oído que está enterreno quebradizo con la judicatura.Levin lo sabía. Y lo explotó.

Negué con la cabeza.—Es increíble —dije.Sabía que tenía que dejar de hablar.

Estaba haciéndolo todo mal con esagente. Sabía que debería callar y dejarque me llevaran. Pero sentía unanecesidad abrumadora de convencerlos.

Empecé a entender por qué se resolvíantantos casos en las salas deinterrogatorios de las comisarías depolicía. La gente no sabe callarse.

Traté de situar las fotografías quecontenía la carpeta. Vogel dándome unrollo de billetes en el aparcamientoexterior del club de estriptis de losSaints en Sepúlveda. Eso ocurriódespués del juicio de Harold Casey yVogel estaba pagándome por presentarla apelación. El travestí se llamabaTerry Jones y yo me había ocupado deuna acusación por prostitución contra élla primera semana de abril. Habíatenido que ir a buscarlo a Santa Monica

Boulevard el día anterior a la vista paraasegurarme de que iba a presentarse.

Estaba claro que todas las fotoshabían sido tomadas entre la mañana quehabía aceptado el caso de Roulet y eldía en que Raul Levin había sidoasesinado. Después el asesino las habíacolocado en la escena del crimen: todoformaba parte del plan de Roulet detenderme una trampa a fin de podercontrolarme. La policía tendría todo loque necesitaba para cargarme elasesinato de Levin, salvo el armahomicida. Mientras Roulet tuviera elarma, me tenía a mí.

No podía menos que admirar el

ingenio del plan, al mismo tiempo quesentía el pánico de la desesperación.Traté de bajar la ventanilla, pero elbotón no funcionaba. Le pedí a Sobelque bajará una ventanilla y lo hizo.Empezó a entrar aire fresco en el coche.

Al cabo de un rato, Lankford memiró por el espejo retrovisor y trató dereiniciar la conversación.

—Investigamos la historia de esaWoodsman —dijo—. ¿Sabe quién latuvo antes?

—Mickey Cohen —contesté como sital cosa, mirando por la ventanilla lasempinadas colinas de Laurel Canyon.

—¿Cómo terminó con la pistola de

Mickey Cohen?Respondí sin apartar la mirada de la

ventanilla.—Mi padre era abogado. Mickey

Cohen era su cliente.Lankford silbó. Cohen fue uno de los

gánsteres más famosos de Los Ángeles.Era de la época en que los gánsterescompetían con las estrellas de cine enlos titulares de los periódicossensacionalistas.

—¿Y qué? ¿Simplemente le dio lapistola a su viejo?

—Cohen fue acusado de un tiroteo ymi padre lo defendió. Alegó defensapropia. Hubo un juicio y mi padre

consiguió un veredicto de inocencia.Cuando le devolvieron la pistola,Mickey se la dio a mi padre. Se podríadecir que es un recuerdo.

—¿Su viejo se preguntó alguna vez acuánta gente mató Mick con el arma?

—No lo sé. En realidad no conocí ami padre.

—¿Y a Cohen? ¿Lo vio alguna vez?—Mi padre lo representó antes de

que yo naciera. La pistola la recibí en sutestamento. No sé por qué me eligió paraque la tuviera. Yo sólo tenía cinco añoscuando él murió.

—Y cuando creció se hizo abogadocomo su querido papá, y siendo un buen

abogado registró el arma.—Pensaba que me gustaría

recuperarla si alguna vez la robaban.Gire aquí, en Fareholm.

Lankford siguió mis instrucciones yempezamos a subir por la colina queconducía a mi casa. Entonces les di lamala noticia.

—Gracias por el viaje —dije—.Pueden registrar mi casa, mi oficina y micoche, pero están perdiendo el tiempo.No sólo no soy el asesino, sino que novan a encontrar la pistola.

Vi que Lankford levantaba la cabezay me miraba por el retrovisor.

—Y ¿cómo es eso, abogado? ¿Ya se

ha deshecho de ella?—Me la robaron y no sé dónde está.Lankford se echó a reír. Vi la alegría

en sus ojos.—Ajá. Robada. Qué adecuado.

¿Cuándo ocurrió eso?—Es difícil de decir. No me había

fijado en la pistola durante años.—¿Hizo una denuncia ante la policía

o para el seguro?—No.—Así que alguien entra y roba su

pistola de Mickey Cohen y no lodenuncia. Ni siquiera después de quenos haya dicho que la registróprecisamente por si ocurría esto. Siendo

abogado y tal, ¿no le suena un pocodisparatado?

—Sí, salvo que sé quién la robó. Esun cliente. Me dijo que la robó y si lodenunciara estaría violando laconfidencialidad entre abogado y clienteporque conduciría a su detención. Es unaespecie de pez que se muerde la cola,detective.

Sobel se volvió y me miró. Creo quequizá pensó que me lo estaba inventandoen ese momento, lo cual era cierto.

—Suena a jerga legal y chorradas —dijo Lankford.

—Pero es la verdad. Es aquí.Aparque en la puerta del garaje.

Lankford aparcó delante de la puertadel garaje y detuvo el motor. Se volviópara mirarme otra vez antes de salir.

—¿Qué cliente le robó la pistola?—Ya le he dicho que no puedo

decírselo.—Bueno, Roulet es actualmente su

único cliente, ¿no?—Tengo un montón de clientes, pero

ya le he dicho que no puedo decírselo.—¿Cree que quizá deberíamos

comprobar los informes de su brazaletede tobillo y ver si ha estado en su casaúltimamente?

—Haga lo que quiera. De hecho, haestado aquí. Tuvimos una reunión aquí.

En mi despacho.—Quizá fue entonces cuando se la

llevó.—No voy a decirle que se la llevó

él, detective.—Sí, bueno, en cualquier caso el

brazalete exime a Roulet del caso Levin.Comprobamos el GPS. Así que supongoque queda usted, abogado.

—Y queda usted perdiendo eltiempo.

De repente caí en la cuenta de algoreferente al brazalete de Roulet, perotraté de no revelarlo. Quizás era unapista sobre la trampilla que había usadoen su actuación de Houdini. Era algo que

tendría que comprobar después.—¿Vamos a quedarnos aquí

sentados?Lankford se volvió y salió. Abrió la

puerta de mi lado, porque la cerradurainterior estaba inhabilitada paratransportar detenidos y sospechosos.Miré a los dos detectives.

—¿Quieren que les muestre la cajade la pistola? Quizá cuando vean queestá vacía puedan irse y ahorraremostiempo todos.

—No creo, abogado —dijoLankford—. Vamos a registrar toda lacasa. Yo me ocuparé del coche y ladetective Sobel empezará con la casa.

Negué con la cabeza.—No creo, detective. No funciona

así. No me fío de ustedes. Su orden escorrupta, y por lo que a mí respectaustedes son corruptos. Permanecenjuntos para que pueda vigilarlos a losdos o esperamos hasta que pueda traeraquí a un segundo observador. Midirectora de casos estaría aquí en diezminutos. Puedo pedirle que venga avigilar y de paso pueden preguntarle sime llamó la mañana que mataron a RaulLevin.

El rostro de Lankford se oscureciópor el insulto y una rabia que parecíatener dificultades en controlar. Decidí

apretar. Saqué mi móvil y lo abrí.—Voy a llamar a su juez ahora

mismo para ver si él…—Bien —dijo Lankford—.

Empezaremos por el coche. Juntos.Después entraremos en la casa.

Cerré el teléfono y me lo guardé enel bolsillo.

—Bien.Me acerqué a un teclado que había

en la pared exterior del garaje. Marquéla combinación y la puerta del garajeempezó a levantarse, revelando elLincoln azul marino que esperaba lainspección. Su matrícula decía INCNT.Lankford la miró y negó con la cabeza.

—Sí, claro.Entró en el garaje con el rostro

todavía tenso por la ira. Decidí calmarun poco la situación.

—Eh, detective —dije—. ¿Quédiferencia hay entre un bagre y unabogado defensor?

No respondió, se quedó mirandocabreado la matrícula de mi Lincoln.

—Uno se alimenta de la mierda quehay en el fondo —dije—. Y el otro es unpez.

Por un momento se quedópetrificado, pero enseguida esbozó unasonrisa y prorrumpió en una carcajadalarga y estridente. Sobel entró en el

garaje sin haber oído el chiste.—¿Qué? —preguntó.—Te lo contaré luego —dijo

Lankford.

31

Tardaron media hora en registrar elLincoln y a continuación pasaron a lacasa, donde empezaron por mi oficina.Observé en todo momento y sólo hablépara ofrecer explicación cuando algo losdetenía en su registro. No hablarondemasiado entre ellos y cada vez me ibaquedando más claro que había unadiferencia entre ambos compañerosacerca del rumbo que Lankford habíaimpuesto en la investigación.

En un momento dado, Lankfordrecibió una llamada en el móvil y fue al

porche para hablar con intimidad. Teníalas cortinas subidas y si me quedaba enel pasillo podía mirar a un lado y verloa él, y mirar al otro y ver a Sobel en mioficina.

—No está muy contenta con esto,¿verdad? —le dije a Sobel cuandoestaba seguro de que su compañero nopodía oírlo.

—No importa cómo esté. Estamosinvestigando el caso y punto.

—¿Su compañero es siempre así, osólo con los abogados?

—El año pasado se gastó cincuentamil dólares en un abogado tratando deconseguir la custodia de sus hijos. Y no

la consiguió. Antes perdimos un casoimportante (un asesinato) por untecnicismo legal.

Asentí con la cabeza.—Y culpó al abogado. Pero ¿quién

quebró las reglas?Ella no respondió, lo cual confirmó

mis sospechas de que había sidoLankford quien cometió el desliztécnico.

—Entiendo —dije.Comprobé que Lankford seguía en el

porche. Estaba gesticulando conimpaciencia como si estuviera tratandode explicar algo a un imbécil. Debía deser el abogado de la custodia. Decidí

cambiar de tema con Sobel.—¿Creen que están siendo

manipulados en este caso?—¿De qué está hablando?—Las fotos escondidas en la

cómoda, el casquillo de bala en elrespiradero de la ventilación del suelo.Muy adecuado, ¿no le parece?

—¿Qué está diciendo?—No estoy diciendo nada. Estoy

formulando preguntas en las que sucompañero no parece interesado.

Miré a Lankford. Estaba marcandonúmeros en su móvil y haciendo unanueva llamada. Me volví y entré en laoficina. Sobel estaba mirando detrás de

las carpetas de un cajón. Al no encontrarninguna pistola, cerró el cajón y seacercó al escritorio. Hablé en voz baja.

—¿Y el mensaje que me dejó Raul?—dije—. Acerca de que habíaencontrado la receta para sacar aMenéndez, ¿a qué cree que se refería?

—Aún no lo hemos averiguado.—Lástima. Creo que es importante.—Todo es importante hasta que deja

de serlo.Asentí con la cabeza, aunque no

estaba seguro de qué había queridodecir Sobel.

—¿Sabe?, el caso que estoydefendiendo en el juicio es muy

interesante. Debería volver y observar.Podría aprender algo.

Me miró desde el escritorio. Nossostuvimos mutuamente la mirada unmomento. Ella entrecerró los ojos consospecha, como si estuviera tratando dejuzgar si un supuesto sospechoso deasesinato se le estaba insinuando.

—¿Habla en serio?—Sí, ¿por qué no?—Bueno, para empezar, usted

podría tener problemas en ir al tribunalsi está en el calabozo.

—Eh, no hay pistola, no hay caso.Por eso están aquí, ¿no?

Ella no respondió.

—Además es asunto de sucompañero. Ya veo que no va en elmismo barco en esto.

—Típico de abogado. Cree queconoce todos los ángulos.

—No, yo no. Estoy descubriendoque no los conozco todos.

Ella cambió de tema.—¿Es su hija?Señaló la fotografía enmarcada del

escritorio.—Sí, Hayley.—Bonita aliteración. Hayley Haller.

¿La llamó así por el cometa?—Más o menos. Se escribe distinto.

Se le ocurrió a mi exmujer.

Lankford entró en ese momento y lehabló a Sobel en voz alta acerca de lallamada que habían recibido. Era de unsupervisor que les decía que volvían aestar en la rueda y que se ocuparían delsiguiente homicidio de Glendale, tanto siel caso Levin estaba activo como si no.No dijo nada acerca de la llamada quehabía hecho él.

Sobel le dijo que había terminado deregistrar la oficina. No había pistola.

—Les estoy diciendo que no estáaquí —insistí—. Están perdiendo sutiempo. Y el mío. Tengo un juiciomañana y he de prepararme para lostestigos.

—Sigamos por el dormitorio —dijoLankford, sin hacer caso de mi protesta.

Yo retrocedí en el pasillo paradejarles sitio para salir de unahabitación y meterse en la siguiente.Caminaron por sendos lados de la camahasta las mesillas de noche idénticas.Lankford abrió el cajón superior de lamesilla que había elegido y levantó uncede.

—Wreckrium for Lil’Demon —leyó—. Tiene que estar de broma.

No respondí. Sobel abriórápidamente los dos cajones de sumesilla y los encontró vacíos, salvo poruna tira de preservativos. Aparté la

mirada.—Me ocuparé del armario —dijo

Lankford, después de que terminara consu mesilla de noche, dejando los cajonesabiertos al estilo habitual de un registropolicial.

Entró en el vestidor y enseguidahabló desde dentro.

—Vaya, vaya.Salió del vestidor con la caja de

madera de la pistola en la mano.—¡Premio! —dije—. Ha encontrado

un estuche de pistola vacío. Debería serdetective.

Lankford sacudió la caja en susmanos antes de dejarla encima de la

cama. O bien estaba tratando de jugarconmigo o la caja tenía un peso sólido.Sentí un escalofrío en la columna aldarme cuenta de que Roulet podíahaberse colado otra vez en mi casa conla misma facilidad para devolver lapistola. Habría sido el esconditeperfecto para ella. El último lugar en elque habría pensado en mirar una vezdeterminé que el arma habíadesaparecido.

Recordé la extraña sonrisa en elrostro de Roulet cuando le dije quequería que me devolviera la pistola.¿Estaba sonriendo porque ya me la habíadevuelto?

Lankford levantó el cierre de la cajay la tapa. Retiró el trapo aceitado con elque se cubría el arma. El troquelado quehabía contenido la pistola de MickeyCohen continuaba vacío. Exhalé de unmodo tan pesado que casi pareció unsuspiro.

—¿Qué le había dicho? —dijerápidamente, tratando de camuflarme.

—Sí, ¿qué nos había dicho? —dijoLankford—. Heidi, ¿tienes una bolsa?Vamos a llevarnos la caja.

Miré a Sobel. No me parecíaninguna Heidi. Me pregunté si seríaalgún apodo de la brigada. O quizás erael motivo por el cual no ponía su

nombre en las tarjetas de visita. Nosonaba a policía dura.

—En el coche —dijo ella.—Ve a buscarlas —dijo Lankford.—¿Va a llevarse una caja vacía? —

pregunté—. ¿Para qué la quiere?—Es parte de la cadena de pruebas,

abogado. Debería saberlo. Además, nosvendrá bien, porque tengo la impresiónde que nunca encontraremos la pistola.

Negué con la cabeza.—Quizá le vendrá bien en sueños.

La caja no es prueba de nada.—Es prueba de que poseía la pistola

de Mickey Cohen. Lo pone ahí en esaplaquita de latón que encargó su padre o

alguien.—¿Y qué coño importa?—Bueno, acabo de hacer una

llamada mientras estaba en el porche,Haller. Verá, tenemos a alguienverificando el caso de defensa propia deMickey Cohen. Resulta que en elarchivo de pruebas del Departamento dePolicía de Los Ángeles todavíaconservan las pruebas balísticas de esecaso. Es un golpe de suerte, teniendo encuenta que el caso tiene, ¿cuánto,cincuenta años?

Lo entendí deprisa. Cogerían lasbalas y los casquillos del caso Cohen ylos compararían con las mismas pruebas

del caso Levin. Relacionarían elasesinato de Levin con el arma deMickey Cohen, que a su vezrelacionarían conmigo gracias a la cajade la pistola y al ordenador queregistraba las armas de fuego delEstado. No creí que Roulet pudierahaberse dado cuenta de cómo la policíapodría acusarme sin necesidad de tenerla pistola cuando elaboró su plan paracontrolarme.

Me quedé allí de pie en silencio.Sobel salió de la habitación sin echarmeuna sola mirada y Lankford levantó lavista de la caja de la pistola y mefulminó con una sonrisa asesina.

—¿Qué pasa, abogado? —preguntó—. Las pruebas se le han comido lalengua.

Finalmente logré hablar.—¿Cuánto tardarán las pruebas de

balística? —conseguí preguntar.—Eh, por usted vamos a darnos

prisa. Así que váyase y disfrute mientraspueda. Pero no salga de la ciudad. —Serió, casi atolondrado consigo mismo—.Tiene gracia, creía que sólo lo decían enlas películas. Pero acabo de decirlo.Ojalá hubiera estado aquí micompañera.

Sobel volvió con una gran bolsamarrón y un rollo de cinta roja para

pruebas. Observé que ponía la caja de lapistola en la bolsa y a continuación laprecintaba con la cinta. Me pregunté decuánto tiempo disponía y si habíansaltado las ruedas del tren que yo habíapuesto en movimiento. Empecé asentirme tan vacío como la caja demadera que Sobel acababa de precintaren la bolsa de papel.

32

Fernando Valenzuela vivía en Valencia.Desde mi casa había fácilmente una horade camino en dirección norte en losúltimos coletazos de la hora punta.Valenzuela se había ido de Van Nuysunos años antes, porque sus tres hijasestaban a punto de entrar en el instituto ytemía por su seguridad y su educación.Se mudó a un barrio lleno de gente quehabía huido de la ciudad y su trayecto altrabajo pasó de cinco a cuarenta y cincominutos. Pero se sentía feliz. Su casa eramás bonita y sus hijas estaban más

seguras. Vivía en una casa de estilocolonial con un tejado de ladrillo rojo.Era más de lo que cualquier agente defianzas podía soñar, pero ibaacompañada de una implacable hipotecamensual.

Eran casi las nueve cuando llegué.Aparqué en el garaje, que habían dejadoabierto. Había un espacio ocupado poruna furgoneta pequeña y el otro por unacamioneta. En el suelo, entre lacamioneta y un banco de trabajoplenamente equipado, había una caja decartón con el nombre de Sony. Eragrande y delgada. Miré más de cerca yvi que era un televisor de plasma de

cincuenta pulgadas. Salí, me acerqué ala entrada de la casa y llamé a la puerta.Valenzuela respondió después de unalarga espera.

—Mick, ¿qué estás haciendo aquí?—¿Sabes que tienes la puerta del

garaje abierta?—Joder. Acaban de entregarme una

tele de plasma.Me apartó y cruzó el patio corriendo

para mirar en el garaje. Yo cerré lapuerta de la casa y lo seguí al garaje.Cuando llegué allí, estaba de pie junto asu televisor, sonriendo.

—Oh, tío, ya sabes lo que habríapasado en Van Nuys —dijo—. No

habría durado ni cinco minutos. Ven,entraremos por aquí.

Se dirigió a una puerta que nospermitiría acceder a la casa desde elgaraje. Accionó un interruptor y lapuerta del garaje empezó a bajar.

—Eh, Val, espera un momento —dije—. Hablemos aquí, es más íntimo.

—Pero María probablemente querrásaludarte.

—Quizá la próxima vez.Volvió hacia mí, con una mirada de

preocupación.—¿Qué ocurre, jefe?—Lo que ocurre es que hoy he

pasado un rato con los polis que

investigan el asesinato de Raul. Dicenque han descartado a Roulet por elbrazalete del tobillo.

Valenzuela asintió vigorosamente.—Sí, sí, vinieron a verme a los

pocos días de que ocurriera. Les mostréel sistema y cómo funcionaba y lesenseñé los movimientos de Roulet deese día. Vieron que estuvo en el trabajo.Y también les mostré el otro brazaleteque tengo y les expliqué que no se podíamanipular. Tiene un detector de masa. Elresumen es que no te lo puedes quitar.Lo habría notado el detector y entonceslo habría sabido yo.

Me recosté en la furgoneta y crucé

los brazos.—¿Entonces esos dos polis te

preguntaron dónde estuviste tú elsábado?

Valenzuela lo encajó como unpuñetazo.

—¿Qué has dicho, Mick?Mis ojos bajaron a la tele de plasma

y luego volvieron a mirarle.—De alguna manera él mató a Raul,

Val. Ahora yo me juego el cuello yquiero saber cómo lo hizo.

—Mick, escúchame, él no fue. Teestoy diciendo que ese brazalete nosalió de su tobillo. La máquina nomiente.

—Sí, sé que la máquina no miente…Al cabo de un momento, él lo captó.—¿Qué estás diciendo, Mick?Se colocó delante de mí, con una

postura corporal más tensa y agresiva.Dejé de apoyarme en la camioneta ydejé caer las manos a mis costados.

—Estoy preguntando, Val. ¿Dóndeestuviste el martes por la mañana?

—Eres un hijo de puta, ¿cómopuedes preguntarme eso?

Había adoptado una posición delucha. Yo estaba momentáneamente conla guardia baja después de que él mellamara lo que yo le había llamado aRoulet ese mismo día.

Valenzuela de repente se abalanzósobre mí y me empujó con fuerza contrasu camioneta. Yo le empujé aún másfuerte y él cayó de espaldas sobre lacaja de la tele. Ésta se volcó y golpeó elsuelo con un ruido sordo. Valenzuela seincorporó hasta quedar sentado. Se oyóun sonido seco en el interior de la caja.

—¡Oh, joder! —gritó él—. Joder.¡Has roto la tele!

—Me has empujado, Val. Yo te hedevuelto el empujón.

—¡Joder!Se puso de pie junto a un lado de la

caja y trató de volver a levantarla, peroera demasiado pesada y difícil de

manejar. Yo me acerqué al otro lado y leayudé a enderezarla. Cuando la cajaestuvo derecha, oí que caían trocitos dematerial en su interior. Sonó como elcristal.

—¡Hijoputa! —gritó Valenzuela.La puerta que conducía a la casa se

abrió y su mujer, María, se asomó amirar.

—Hola, Mickey. Val, ¿qué ha sidoese ruido?

—Entra —le ordenó su marido.—Bueno, ¿qué…?—¡Cierra la boca y entra!Ella se quedó un momento parada y

luego cerró la puerta. Oí cómo la

cerraba con llave. Al parecerValenzuela iba a tener que dormir con latele rota esa noche. Volví a mirarlo.Tenía la boca abierta por la impresión.

—Me ha costado ocho mil dólares—susurró.

—¿Hacen teles que cuestan ocho mildólares?

Estaba impresionado. ¿Adónde iría aparar el mundo?

—Eso era con descuento.—Val, ¿de dónde has sacado el

dinero para una tele de ocho mildólares?

Me miró y se enfureció de nuevo.—¿De dónde coño crees? Negocios,

tío. Gracias a Roulet estoy teniendo unaño fantástico. Pero maldita sea, Mick,yo no le liberé del brazalete para quepudiera matar a Raul. Conozco a Rauldesde hace tanto tiempo como tú. Yo nohice eso. Yo no me puse el brazalete ylo llevé mientras él iba a matar a Raul.Y yo no fui y maté a Raul por él por unaputa tele. Si no puedes creerlo, entonceslárgate de aquí y sal de mi vida.

Lo dijo con la intensidaddesesperada de un animal herido. En mimente vi un flash de Jesús Menéndez.No había logrado ver la inocencia en susruegos. No quería que volviera apasarme nunca más.

—De acuerdo, Val —dije.Caminé hasta la puerta de la casa y

pulsé el botón que levantaba la puertadel garaje. Cuando me volví, vi queValenzuela había cogido un cúter delbanco de herramientas y estaba cortandola cinta superior de la caja de la tele. Alparecer quería confirmar lo que yasabíamos del plasma. Pasé por su lado ysalí del garaje.

—Lo pagaremos a medias, Val —dije—. Le diré a Lorna que te mande uncheque por la mañana.

—No te molestes. Les diré que melo entregaron así.

Llegué a la puerta de mi coche y lo

miré.—Entonces llámame cuando te

detengan por fraude. Después de quepagues tu propia fianza.

Me metí en el Lincoln y salí marchaatrás por el sendero de entrada. Cuandovolví a mirar al garaje, vi queValenzuela había dejado de abrir la cajay estaba allí de pie, mirándome.

El tráfico de regreso a la ciudad eraescaso y volví en poco tiempo.

Estaba entrando en casa cuando elteléfono fijo empezó a sonar. Lo cogí enla cocina, pensando que seríaValenzuela para decirme que iba allevar su negocio a otro profesional de

la defensa. En ese momento no meimportaba.

Sin embargo, era MaggieMcPherson.

—¿Todo bien? —pregunté.Normalmente no llamaba tan tarde.

—Bien.—¿Dónde está Hayley?—Dormida. No quería llamar hasta

que se acostara.—¿Qué ocurre?—Había un extraño rumor sobre ti

hoy en la oficina.—¿Te refieres a uno que dice que

soy el asesino de Raul Levin?—Haller, ¿va en serio?

La cocina era demasiado pequeñapara una mesa y sillas. No podía ir muylejos con el cable del teléfono, así queme aupé en la encimera. Por la ventanaque había encima del lavadero veía lasluces del centro de la ciudadresplandeciendo en la distancia y unbrillo en el horizonte que sabía queprovenía del Dodger Stadium.

—Diría que sí, la situación escomplicada. Me han tendido una trampapara que cargue con el homicidio deRaul.

—Oh, Dios mío, Michael, ¿cómo esposible?

—Hay un montón de ingredientes

distintos: un cliente malvado, un policon rencillas, un abogado estúpido,añade sal y pimienta y todo está bien.

—¿Es Roulet? ¿Es él?—No puedo hablar de mis clientes

contigo, Mags.—Bueno, ¿qué piensas hacer?—No te preocupes. Lo tengo

pensado. No me pasará nada.—¿Y Hayley?Sabía lo que estaba diciendo. Me

estaba advirtiendo que mantuviera aHayley al margen. Que no permitieraque fuera a la escuela y oyera que losniños decían que su padre erasospechoso de homicidio y que su cara y

su nombre salían en las noticias.—A Hayley no le pasará nada.

Nunca lo sabrá. Nadie lo sabrá nunca siactúo bien.

Maggie no dijo nada y no había nadamás que yo pudiera decir paratranquilizarla. Cambié de asunto. Tratéde sonar seguro, incluso alegre.

—¿Qué pinta tenía vuestro chicoMinton después de la sesión de hoy?

Ella al principio no contestó,probablemente porque era reacia acambiar de tema.

—No lo sé. Parecía bien. PeroSmithson envió un observador porqueera su primer vuelo en solitario.

Asentí. Estaba contando con queSmithson, que dirigía la rama de VanNuys de la oficina del fiscal, hubieraenviado a alguien a vigilar a Minton.

—¿Alguna noticia?—No, todavía no. Nada que yo haya

oído. Oye, Haller, estoy preocupada enserio por esto. El rumor es que teentregaron una orden de registro en eltribunal. ¿Es cierto?

—Sí, pero no te preocupes por eso.Te digo que tengo la situacióncontrolada. Todo saldrá bien. Te loprometo.

Sabía que no había disipado sustemores. Ella estaba pensando en nuestra

hija y en un posible escándalo.Probablemente también estaba pensandoen sí misma y en cómo podía afectar asus posibilidades de ascenso el hechode tener a un exmarido inhabilitado oacusado de homicidio.

—Además, si todo fracasa, todavíaserás mi primera clienta, ¿no?

—¿De qué estás hablando?—Del servicio de limusinas El

Abogado del Lincoln. Estás conmigo,¿verdad?

—Haller, me parece que no esmomento de hacer bromas.

—No es ninguna broma, Maggie. Heestado pensando en dejarlo. Incluso

desde mucho antes de que surgiera todaesta basura. Es como te dije aquellanoche. No puedo seguir haciendo esto.

Hubo un largo silencio antes de queella respondiera.

—Lo que tú quieras hacer nosparecerá bien a Hayley y a mí.

—No sabes cuánto lo valoro.Ella suspiró al teléfono.—No sé cómo lo haces, Haller.—¿El qué?—Eres un sórdido abogado defensor

con dos exmujeres y una hija de ochoaños. Y todas te seguimos queriendo.

Esta vez fui yo el que se quedó ensilencio. A pesar de todo, sonreí.

—Gracias, Maggie McFiera —dijepor fin—. Buenas noches.

Y colgué el teléfono.

33

Martes, 24 de mayo

El segundo día del juicio empezó conuna llamada al despacho del juez paraMinton y para mí. La jueza Fullbrightsólo quería hablar conmigo, pero lasnormas de un proceso impedían que ellase reuniera conmigo en relación concualquier asunto y que excluyera alfiscal. Su despacho era espacioso, conun escritorio y una zona de asientosseparada rodeada por tres muros deestanterías que contenían libros de

leyes. Nos pidió que nos sentáramosdelante de su escritorio.

—Señor Minton —empezó ella—,no puedo decirle que no escuche, perovoy a tener una conversación con elseñor Haller a la que espero que no seuna ni interrumpa. No le implica a ustedy, por lo que yo sé, tampoco al casoRoulet.

Minton, pillado por sorpresa, nosupo cómo reaccionar salvo abriendo lamandíbula cinco centímetros y dejandoentrar luz en su boca. La jueza giró susilla de escritorio hacia mí y juntó lasmanos encima de la mesa.

—Señor Haller, ¿hay algo que

necesite comentar conmigo? Teniendoen cuenta que está sentado junto a unfiscal.

—No, señoría, no pasa nada.Lamento si la molestaron ayer.

Hice lo posible para poner unasonrisa compungida, como para mostrarque la orden de registro no había sidosino un inconveniente menor.

—No es precisamente una molestia,señor Haller. Hemos invertido muchotiempo en este caso. El jurado, lafiscalía, todos nosotros. Espero que nosea en balde. No quiero repetir esto. Miagenda está más que repleta.

—Disculpe, jueza Fullbright —dijo

Minton—. ¿Puedo preguntar qué…?—No, no puede —le cortó la jueza

—. El asunto del que estamos hablandono afecta al juicio, salvo a sucalendario. Si el señor Haller measegura que no va a haber problema,aceptaré su palabra. Usted no necesitaninguna otra explicación. —Fullbrightme miró fijamente—. ¿Tengo su palabraen esto, señor Haller?

Dudé antes de asentir con la cabeza.Lo que me estaba diciendo era que lopagaría muy caro si rompía mi palabra yla investigación de Glendale causabauna interrupción o un juicio nulo en elcaso Roulet.

—Tiene mi palabra —dije.La jueza inmediatamente se levantó y

se volvió hacia el sombrerero de laesquina. Su toga negra estaba en uno delos colgadores.

—En ese caso, caballeros, vamos.Tenemos un jurado esperando.

Minton y yo salimos del despacho dela magistrada y entramos en la sala através del puesto del alguacil. Rouletestaba sentado en la silla del acusado yesperando.

—¿De qué iba todo eso? —mesusurró Minton.

Estaba haciéndose el tonto. Porfuerza había tenido que oír los mismos

rumores que mi exmujer en la oficina delfiscal.

—Nada, Ted. Sólo una mentirarelacionada con otro de mis casos. Va aterminar hoy, ¿verdad?

—Depende de usted. Cuanto mástiempo tarde, más tiempo tardaré yo enlimpiar las mentiras que suelte.

—Mentiras, ¿eh? Se estádesangrando y ni siquiera lo sabe.

Él me sonrió con seguridad.—No lo creo.—Llámelo muerte por un millar de

cuchilladas, Ted. Con una no basta, perola suma lo consigue. Bienvenido alderecho penal.

Me aparté de él y me dirigí a lamesa de la defensa. En cuanto me senté,Roulet me habló al oído.

—¿Qué pasaba con la jueza? —susurró.

—Nada. Sólo me estaba advirtiendorespecto a cómo manejar a la víctima enel contrainterrogatorio.

—¿A quién, a la mujer? ¿Ella lallamó víctima?

—Louis, para empezar, no levantesla voz. Y segundo, ella es la víctima.Puede que posea la rara capacidad deconvencerse a usted mismo deprácticamente cualquier cosa, perotodavía necesitamos (digamos que yo

necesito) convencer al jurado.Él se tomó la réplica como si

estuviera haciendo pompas de jabón ensu cara y continuó.

—Bueno, ¿qué dijo?—Dijo que no va a concederme

mucha libertad en elcontrainterrogatorio. Me recordó queRegina Campo es una víctima.

—Cuento con que la haga pedazos,por usar una cita suya del día que nosconocimos.

—Sí, bueno, las cosas son muydistintas que el día en que nosconocimos. Y su truquito con mi pistolaestá a punto de estallarme en la cara. Y

le digo ahora mismo que no voy a pagarpor eso. Si he de llevar gente alaeropuerto durante el resto de mi vida,lo haré y lo haré a gusto si es mi únicaforma de salir de esto. ¿Lo ha entendido,Louis?

—Entendido, Mick —dijo—. Estoyseguro de que se le ocurrirá algo. Es untipo inteligente.

Me volví y lo miré. Por fortuna notuve que decir nada más. El alguacilllamó al orden y la jueza Fullbrightocupó su lugar.

El primer testigo del día de Mintonera el detective Martin Booker, delDepartamento de Policía de Los

Ángeles. Era un testimonio sólido parala acusación. Una roca. Sus respuestaseran claras y concisas y las ofrecía sinvacilar. Booker presentó la pruebaclave, la navaja con las iniciales de micliente, y a preguntas de Minton explicóal jurado toda la investigación de laagresión a Regina Campo.

Testificó que en la noche del 6 demarzo había estado trabajando en turnode noche en la oficina del valle de VanNuys. Fue llamado al apartamento deRegina Campo por el jefe de guardia dela División del West Valley, quiencreía, después de haber sido informadopor sus agentes de patrulla, que la

agresión sufrida por Campo merecía laatención inmediata de un investigador.Booker explicó que las seis oficinas dedetectives del valle de San Fernandosólo tenían personal en el horariodiurno. Manifestó que el detective delturno de noche ocupaba una posición derespuesta rápida y que con frecuencia sele asignaban casos con mucha presión.

—¿Qué hacía que este caso tuvierapresión, detective? —preguntó Minton.

—Las heridas a la víctima, ladetención de un sospechoso y laconvicción de que probablemente sehabía evitado un crimen mayor —respondió Booker.

—¿Qué crimen mayor?—Asesinato. Daba la impresión de

que el tipo iba a matarla.Podía haber protestado, pero

planeaba explotarlo en el turno deréplica, así que lo dejé estar.

Minton condujo a Booker a través delos pasos que siguió en la investigaciónen la escena del crimen y más tarde,mientras entrevistó a Campo cuando éstaestaba siendo tratada en un hospital.

—¿Antes de que llegara al hospitalhabía sido informado por los agentesMaxwell y Santos acerca de lasdeclaraciones de la víctima?

—Sí, me dieron una visión general.

—¿Le dijeron que la víctima vivíade vender sexo a hombres?

—No, no me lo dijeron.—¿Cuándo lo descubrió?—Bueno, tuve una impresión

bastante clara al respecto cuando estuveen su apartamento y vi algunas de suspertenencias.

—¿Qué pertenencias?—Cosas que describiría como

complementos sexuales y en uno de losdormitorios había un armario que sólocontenía negligés y ropa de naturalezasexualmente provocativa. También habíauna televisión en aquella estancia y unacolección de cintas pornográficas en los

cajones que había debajo de ésta. Mehabían dicho que no tenía compañera depiso, pero me pareció que las doshabitaciones se usaban de maneraactiva. Empecé a pensar que unahabitación era suya, en la que dormía yla que utilizaba cuando estaba sola, y laotra era para sus actividadesprofesionales.

—¿Un picadero?—Podría llamarlo así.—¿Cambió eso su opinión de que la

mujer había sido víctima de unaagresión?

—No.—¿Por qué no?

—Porque todo el mundo puede seruna víctima. No importa que sea unaprostituta o el Papa, una víctima es unavíctima.

Pensé que lo había dicho tal y comolo habían ensayado. Minton hizo unamarca en su libreta y continuó.

—Veamos, cuando llegó al hospital,¿preguntó a la víctima por su teoríarespecto a las habitaciones y sobrecómo se ganaba la vida?

—Sí, lo hice.—¿Qué le dijo ella?—Admitió abiertamente que era una

profesional. No trató de ocultarlo.—¿Algo de lo que ella dijo difería

de los relatos sobre la agresión que yahabía recogido en la escena del crimen?

—No, en absoluto. Me contó queabrió la puerta al acusado y que élinmediatamente la golpeó en la cara y laempujó hacia el interior delapartamento. Siguió agrediéndola y sacóuna navaja. Le dijo que iba a violarla ya matarla.

Minton continuó sondeando detallesde la investigación hasta el punto deaburrir al jurado. Cuando no estabaapuntando preguntas para hacerle aBooker en mi turno, observé a losmiembros del jurado y vi que suatención decaía por el peso de un exceso

de información.Finalmente, tras noventa minutos de

interrogatorio directo, era mi turno conel detective de la policía. Mi objetivoera entrar y salir. Mientras que Mintonhabía llevado a cabo una autopsiacompleta del caso, yo sólo quería entrary recoger cartílago de las rodillas.

—Detective Booker, ¿Regina Campole explicó por qué mintió a la policía?

—A mí no me mintió.—Quizá no le mintió a usted, pero

en la escena les dijo a los primerosagentes, Maxwell y Santos, que no sabíapor qué el sospechoso había ido a suapartamento, ¿no es así?

—Yo no estaba presente cuandohablaron con ella, de manera que nopuedo testificar al respecto. Sé queestaba asustada, que acababan degolpearla y de amenazarla con violarla ymatarla en el momento del primerinterrogatorio.

—Entonces está diciendo que enesas circunstancias es aceptable mentir ala policía.

—No, yo no he dicho eso.Comprobé mis notas y seguí

adelante. No iba a seguir un curso depreguntas lineal. Estaba disparando alazar, tratando de desequilibrarlo.

—¿Catalogó la ropa que encontró en

el dormitorio del que ha declarado quela señorita Campo usaba para sunegocio de prostitución?

—No, no lo hice. Fue sólo unaobservación. No era importante para elcaso.

—¿Parte de la indumentaria que vioen el armario habría sido apropiadapara las actividades sexualessadomasoquistas?

—No lo sé. No soy un experto enese campo.

—¿Y los vídeos pornográficos?¿Anotó los títulos?

—No, no lo hice. Repito que no creíque fuera pertinente para investigar

quién había agredido brutalmente a estamujer.

—¿Recuerda si el tema de alguno deesos vídeos implicaba sadomasoquismoo bondage o algo de esa naturaleza?

—No, no lo recuerdo.—Veamos, ¿instruyó a la señorita

Campo para que se deshiciera de esascintas y de la ropa del armario antes deque miembros del equipo de la defensadel señor Roulet tuvieran acceso alapartamento?

—Desde luego que no.Taché eso de mi lista y continué.—¿Alguna vez habló con el señor

Roulet acerca de lo que ocurrió esa

noche en el apartamento de la señoritaCampo?

—No, llamó a un abogado antes deque pudiera hablar con él.

—¿Quiere decir que ejerció suderecho constitucional de permanecer ensilencio?

—Sí, es exactamente lo que hizo.—Entonces, por lo que usted sabe,

él nunca habló con la policía de loocurrido.

—Eso es.—En su opinión, ¿la señorita Campo

fue golpeada con mucha fuerza?—Eso diría, sí. Su rostro tenía

cortes y estaba hinchado.

—Entonces haga el favor de hablaral jurado de las heridas de impacto queencontró en las manos del señor Roulet.

—Se había envuelto el puño con untrapo para protegérselo. No había en susmanos heridas que yo pudiera ver.

—¿Documentó esa ausencia deheridas?

Booker pareció desconcertado porla pregunta.

—No —dijo.—O sea que documentó mediante

fotografías las heridas de la señoritaCampo, pero no vio la necesidad dedocumentar la ausencia de heridas en elseñor Roulet, ¿es así?

—No me pareció necesariofotografiar algo que no estaba.

—¿Cómo sabe que se envolvió elpuño con un trapo para protegérselo?

—La señorita Campo me dijo quevio que tenía la mano envuelta justoantes de golpearla en la puerta.

—¿Encontró ese trapo con el quesupuestamente se envolvió la mano?

—Sí, estaba en el apartamento. Erauna servilleta, como de restaurante.Había sangre de la víctima en ella.

—¿Tenía sangre del señor Roulet?—No.—¿Había algo que la identificara

como perteneciente al acusado?

—No.—¿O sea que tenemos la palabra de

la señorita Campo al respecto?—Así es.Dejé que transcurrieran unos

segundos mientras garabateaba una notaen mi libreta antes de continuar con laspreguntas.

—Detective, ¿cuándo descubrió queLouis Roulet negó haber agredido oamenazado a la señorita Campo y queiba a defenderse vigorosamente de esasacusaciones?

—Eso sería cuando le contrató austed, supongo.

Hubo murmullos de risas en la sala.

—¿Buscó otras explicaciones a laslesiones de la señorita Campo?

—No, ella me dijo lo que habíaocurrido. Yo la creí. Él la golpeó e ibaa…

—Gracias, detective Booker. Intentelimitarse a contestar la pregunta que leformulo.

—Lo estaba haciendo.—Si no buscó otra explicación

porque creyó la palabra de la señoritaCampo, ¿es sensato decir que todo estecaso se basa en la palabra de ella y enlo que ella dijo que ocurrió en suapartamento la noche del seis de marzo?

Booker pensó un momento. Sabía

que iba a llevarlo a una trampaconstruida con sus propias palabras.Como suele decirse, no hay trampa peorque la que se tiende uno mismo.

—No era sólo su palabra —dijodespués de pensar que había atisbadouna salida—. Había pruebas físicas. Lanavaja. Las heridas. Había más que suspalabras. —Hizo un gesto de afirmacióncon la cabeza.

—Pero ¿acaso la explicación de lafiscalía de sus lesiones y las otraspruebas no empiezan con la declaraciónde ella de lo ocurrido?

—Podría decirse, sí —admitió aregañadientes.

—Ella es el árbol del que nacentodos estos frutos, ¿no?

—Probablemente yo no usaría esaspalabras.

—Entonces, ¿qué palabras usaría,detective?

Ahora lo tenía. Booker estabaliteralmente retorciéndose en el estrado.Minton se levantó y protestó,argumentando que estaba acosando altestigo. Debía de ser algo que habíavisto en la tele o en una película. Lajueza le ordenó que se sentara.

—Puede responder la pregunta —dijo Fullbright.

—¿Cuál era la pregunta? —dijo

Booker, tratando de ganar algo detiempo.

—No ha estado de acuerdo conmigocuando he caracterizado a la señoritaCampo como el árbol del cual crecíantodas las pruebas del caso —dije—. Sime equivoco, ¿cómo describiría suposición en este caso?

Booker levantó la mano en un gestorápido de rendición.

—¡Ella es la víctima! Por supuestoque es importante porque nos contó loque ocurrió. Tenemos que confiar enella para establecer el curso de lainvestigación.

—Confía mucho en ella en este caso,

¿no? Víctima y principal testigo contrael acusado, ¿no?

—Es correcto.—¿Quién más vio al acusado agredir

a la señorita Campo?—Nadie más.Asentí para subrayarle al jurado la

respuesta. Miré por encima del hombroe intercambié contacto visual con los dela primera fila.

—De acuerdo, detective —dije—.Ahora quiero hacerle unas preguntasacerca de Charles Talbot. ¿Cómodescubrió a ese hombre?

—Eh, el fiscal, el señor Minton, medijo que lo buscara.

—¿Y sabe cómo supo de suexistencia el señor Minton?

—Creo que fue usted quien leinformó. Usted tenía una cinta de vídeode un bar en el que aparecía con lavíctima un par de horas antes de laagresión.

Sabía que ése podía ser el momentopara presentar el vídeo, pero queríaesperar. Quería a la víctima en elestrado cuando mostrara la cinta aljurado.

—¿Y hasta ese punto no consideróque fuera importante encontrar a estehombre?

—No, simplemente desconocía su

existencia.—Entonces, cuando finalmente supo

de Talbot y lo localizó, ¿hizo que leexaminaran la mano izquierda paradeterminar si tenía alguna herida quepudiera haberse provocado al golpear aalguien repetidamente en el rostro?

—No, no lo hice.—¿Y eso porque estaba seguro de su

elección del señor Roulet como lapersona que golpeó a Regina Campo?

—No era una elección. Fue a dondecondujo la investigación. No localicé aCharles Talbot hasta más de dossemanas después de que ocurriera elcrimen.

—Así pues, ¿lo que está diciendo esque si hubiera tenido heridas, éstas ya sehabrían curado?

—No soy experto en la materia, perosí, eso fue lo que pensé.

—Entonces nunca le miró la mano,¿no?

—No específicamente, no.—¿Preguntó a compañeros de

trabajo del señor Talbot si habían vistohematomas u otras heridas en su manoalrededor de la fecha del crimen?

—No, no lo hice.—Entonces, nunca miró más allá del

señor Roulet, ¿es así?—Se equivoca. Yo abordo todos los

casos con la mente abierta. Pero Rouletestaba allí bajo custodia desde elprincipio. La víctima lo identificó comosu agresor. Obviamente era un foco.

—¿Era un foco o era el foco,detective Booker?

—Ambas cosas. Al principio era unfoco y después (cuando encontramos susiniciales en el arma que se había usadocontra la garganta de Reggie Campo) seconvirtió en el foco.

—¿Cómo sabe que esa navaja seempuñó contra la garganta de la señoritaCampo?

—Porque ella nos lo dijo y tenía unapunción que lo mostraba.

—¿Está diciendo que había algúntipo de análisis forense que relacionabala navaja con la herida del cuello?

—No, eso era imposible.—Entonces una vez más tenemos la

palabra de la señorita Campo de que elseñor Roulet sostuvo la navaja contra sugarganta.

—No tenía razón para dudar de ellaentonces, y no la tengo ahora.

—Por tanto, sin ninguna explicaciónpara ello, supongo que consideraría quela navaja con las iniciales del acusadoera una prueba de culpabilidad muyimportante, ¿no?

—Sí, diría que incluso con

explicación. Llevó la navaja con unpropósito en mente.

—¿Lee usted la mente, detective?—No, soy detective. Y sólo estoy

diciendo lo que pienso.—Énfasis en «pienso».—Es lo que sé de las pruebas del

caso.—Me alegro de que sienta tanta

seguridad, señor. No tengo máspreguntas en este momento. Me reservoel derecho de llamar al detective Bookercomo testigo de la defensa.

No tenía ninguna intención de volvera llamar a Booker al estrado, pero enese momento pensé que la amenaza

podía sonar bien al jurado.Regresé a mi silla mientras Minton

trataba de vendar a Booker en lacontrarréplica. El daño estaba en laspercepciones y no podía hacer gran cosacon eso. Booker había sido sólo unhombre trampa para la defensa. El dañoreal vendría después.

Una vez que Booker bajó delestrado, la jueza decretó el receso demedia mañana. Pidió a los miembros deljurado que regresaran en quince minutos,pero yo sabía que el receso duraría más.

La jueza Fullbright era fumadora yya se había enfrentado a acusacionesadministrativas altamente publicitadas

por fumar a hurtadillas en su despacho.Eso significaba que, a fin de satisfacersu hábito y evitar más escándalos, teníaque bajar en ascensor y salir del edificiopara quedarse en la entrada dondellegaban los autobuses de la cárcel.Supuse que disponía de al menos mediahora.

Salí al pasillo para hablar con MaryAlice Windsor y usar mi móvil. Parecíaque iba a tener que llamar testigos en lasesión de la tarde.

Primero me abordó Roulet, quequería hablar de mi contrainterrogatoriode Booker.

—Me ha parecido que nos ha ido

muy bien —dijo él.—¿Nos?—Ya sabe qué quiero decir.—No se puede saber si ha ido bien

hasta que obtengamos el veredicto.Ahora déjeme solo, Louis. He de hacerunas llamadas. Y ¿dónde está su madre?Probablemente voy a necesitarla estatarde. ¿Va a estar aquí?

—Tenía una reunión esta mañana,pero estará aquí. Sólo llame a Cecil yella la traerá.

Después de alejarse, el detectiveBooker ocupó su lugar, acercándoseme yseñalándome con un dedo.

—¿No va a volar, Haller? —dijo.

—¿Qué es lo que no va a volar? —pregunté.

—Toda su defensa mentirosa. Va aestallar y acabará en llamas.

—Ya veremos.—Sí, ya veremos. ¿Sabe?, tiene

pelotas para acusar a Talbot de esto.Pelotas. Necesitará un carrito parallevarlas.

—Sólo hago mi trabajo, detective.—Y menudo trabajo. Ganarse la

vida mintiendo. Impedir que la gentemire la verdad. Vivir en un mundo sinverdad. Deje que le pregunte algo.¿Conoce la diferencia entre un bagre yun abogado?

—No, ¿cuál es la diferencia?—Uno se alimenta de la mierda del

fondo y el otro es un pez.—Muy bueno, detective.Se fue y yo me quedé sonriendo. No

por el chiste ni por el hecho de queprobablemente había sido Lankford elque había elevado el insulto de losabogados defensores a toda la abogacíacuando le había recontado el chiste aBooker. Sonreí porque el chiste era unaconfirmación de que Lankford y Bookerse comunicaban. Estaban hablando, yeso significaba que las cosas estaban enmarcha. Mi plan todavía se sostenía.Aún tenía una oportunidad.

34

Cada juicio tiene un acontecimientoprincipal. Un testigo o una prueba que seconvierte en el fulcro sobre el cual labalanza se inclina hacia un lado o haciael otro. En este caso Regina Campo,víctima y acusadora, se presentaba comoel principal acontecimiento y el casoparecía depender de su actuación ytestimonio. Sin embargo, un buenabogado defensor siempre tiene unsuplente, y yo tenía el mío, un testigoque esperaba secretamente y sobre cuyasalas yo esperaba levantar el peso del

juicio.No obstante, en el momento en que

Minton llamó a Regina Campo alestrado después del receso, sin dudaalguna todos los ojos estaban puestos enella cuando fue conducida a la sala ycaminó hasta el estrado de los testigos.Era la primera vez que cualquiermiembro del jurado la veía en persona.También era la primera vez que la veíayo. Me sorprendió, pero no de formapositiva. Era menuda y su modo deandar vacilante y su pose levetraicionaban la imagen de la mercenariatraicionera que yo había estadoconstruyendo en la conciencia colectiva

del jurado.Minton decididamente estaba

aprendiendo de la experiencia. ConCampo parecía haber llegado a laconclusión de que menos era más. Lacondujo para que presentara sutestimonio de manera sobria. Empezócon una pequeña introducción biográficaantes de llegar a los acontecimientos del6 de marzo.

El relato de Regina Campo eratristemente poco original, y Mintoncontaba con eso. Campo narró lahistoria de una mujer joven y atractivaque había llegado a Hollywood desdeIndiana una década antes con esperanzas

de alcanzar la gloria del celuloide. Unacarrera con arranques y parones y algunaque otra aparición ocasional en seriesde televisión. Era un rostro nuevo ysiempre había hombres dispuestos adarle pequeños papeles de escasaimportancia. Cuando dejó de ser unacara nueva, encontró trabajo en una seriede películas que se estrenabandirectamente en los canales de cable yque con frecuencia requerían queapareciera desnuda. Complementaba susingresos con trabajos en los que posabadesnuda y fácilmente se deslizó a unmundo de intercambiar sexo por favores.En última instancia, abandonó la fachada

por completo y empezó a intercambiarsexo por dinero. Eso finalmente la llevóa la noche en que se encontró con LouisRoulet.

La versión que Regina Campoofreció en la sala del tribunal de loocurrido esa noche no difería de losrelatos brindados por todos losanteriores testigos del juicio. En lo queera abismalmente diferente era en lamanera de transmitirlo. Campo, con elrostro enmarcado por un pelo oscuro yrizado, parecía una niñita perdida. Semostró asustada y llorosa durante laúltima mitad de su testimonio. Letemblaron de miedo el dedo y el labio

inferior al señalar al hombre al queidentificó como su agresor. Roulet ledevolvió la mirada, con rostroinexpresivo.

—Fue él —dijo con voz fuerte—. Esun animal al que habría que encerrar.

Dejé pasar el comentario sinprotestar. Muy pronto tendría mioportunidad con ella. Minton continuócon el interrogatorio para que Camponarrara su huida, y luego le preguntó porqué no había dicho a los agentes querespondieron la llamada la verdad sobrequién era el hombre que la habíaagredido y por qué estaba allí.

—Estaba asustada —dijo ella—. No

estaba segura de que fueran a creerme siles decía por qué estaba allí. Queríaasegurarme de que lo detenían porquetenía miedo de él.

—¿Se arrepiente ahora de esadecisión?

—Sí, me arrepiento porque sé quepodría ayudarle a quedar libre y volvera hacer esto a alguien.

Protesté argumentando que larespuesta era prejuiciosa y la jueza laadmitió. Minton formuló unas pocaspreguntas más a su testigo, pero parecíaconsciente de que había superado lacúspide del testimonio y de que deberíaparar antes de oscurecer la imagen del

dedo tembloroso en la identificación delacusado.

Campo había declarado eninterrogatorio directo durante pocomenos de una hora. Eran las 11.30, perola jueza no hizo una pausa para almorzartal y como yo había esperado. Dijo a losmiembros del jurado que quería elmáximo posible de testimonios duranteese día y que tomarían un almuerzotardío y breve. Eso me hizo preguntarmesi sabía algo que yo desconocía. ¿Losdetectives de Glendale la habíanllamado durante la pausa de mediamañana para advertirla de mi inminentedetención?

—Señor Haller, su testigo —dijopara invitarme a empezar y no detener elritmo del juicio.

Me acerqué al estrado con mi bloc ymiré mis notas. Si me había metido enuna defensa de las mil cuchillas, teníaque usar al menos la mitad de ellas conesa testigo. Estaba preparado.

—Señorita Campo, ¿ha contratadolos servicios de un abogado parademandar al señor Roulet por lossupuestos hechos del seis de marzo?

Ella miró como si hubiera previstola pregunta, pero no como la primera dela tanda.

—No, no lo he hecho.

—¿Ha hablado con un abogadoacerca de este caso?

—No he contratado a nadie parademandarlo. Ahora mismo, sólo estoyinteresada en ver que la justicia…

—Señorita Campo —la interrumpí—, no le he preguntado si ha contratadoun abogado ni cuáles son sus intereses.Le he preguntado si ha hablado con unabogado (cualquier abogado) acerca deeste caso y de una posible demandajudicial contra el señor Roulet.

Me estaba mirando de cerca,tratando de interpretarme. Yo lo habíadicho con la autoridad de quien sabealgo, de quien tiene las balas para

respaldar el ataque. Mintonprobablemente la había aleccionadoacerca del aspecto más importante detestificar: no quedar atrapado en unamentira.

—Hablé con un abogado, sí. Pero noera más que una conversación. No locontraté.

—¿Es porque el fiscal le dijo que nocontratara a nadie hasta que concluyerael caso penal?

—No, no dijo nada de eso.—¿Por qué habló con un abogado

respecto a este caso?Campo había caído en una rutina de

dudar antes de cada respuesta. A mí me

parecía bien. La percepción de lamayoría de la gente es que cuesta deciruna mentira. Las respuestas sincerassurgen con facilidad.

—Hablé con él porque queríaconocer mis derechos y asegurarme deque estaba protegida.

—¿Le preguntó si podía demandar alseñor Roulet por daños?

—Pensaba que lo que se decía a unabogado era privado.

—Si lo desea, puede decir a losmiembros del jurado de qué habló consu abogado.

Ésa fue la primera cuchilladaprofunda. Estaba en una posición

insostenible. No importaba cómorespondiera, no iba a sonar bien.

—Creo que quiero mantenerlo enprivado —dijo finalmente.

—Muy bien, volvamos al seis demarzo, pero quiero remontarme un pocomás que lo que hizo el señor Minton.Volvamos a la barra de Morgan’s dondepor primera vez habló con el acusado, elseñor Roulet.

—De acuerdo.—¿Qué estaba haciendo esa noche

en Morgan’s?—Me estaba citando con alguien.—¿Charles Talbot?—Sí.

—Veamos, se estaba citando con élallí como una especie de prueba paraver si quería llevarlo a su casa paramantener relaciones sexuales por dinero,¿correcto?

Ella vaciló pero asintió con lacabeza.

—Por favor, responda verbalmente—le dijo la jueza.

—Sí.—¿Diría que esa práctica es una

medida de precaución?—Sí.—Una forma de sexo seguro, ¿sí?—Supongo que sí.—Porque en su profesión tratan

íntimamente con desconocidos, así quedebe protegerse, ¿correcto?

—Sí, correcto.—La gente de su profesión lo llama

el «test de los sonados», ¿no?—Yo nunca lo he llamado así.—Pero es cierto que se encuentra

con sus posibles clientes en un lugarpúblico como Morgan’s para ponerlos aprueba y asegurarse de que no sonsonados o peligrosos antes de llevarlosa su apartamento. ¿No es así?

—Podría decirse así. Pero la verdades que nunca puedes estar segura denadie.

—Eso es cierto. Así que, cuando

estuvo en Morgan’s, ¿se fijó en que elseñor Roulet estaba sentado en la mismabarra que usted y el señor Talbot?

—Sí, estaba allí.—¿Y lo había visto antes?—Sí, lo había visto allí y en algún

otro sitio antes.—¿Había hablado con él?—No, nunca habíamos hablado.—¿Se había fijado alguna vez en que

llevaba un reloj Rolex?—No.—¿Alguna vez lo había visto llegar

o irse de uno de esos sitios en unPorsche o un Range Rover?

—No, nunca lo vi conduciendo.

—Pero lo había visto antes en Morgan’s y en sitios semejantes.

—Sí.—Pero nunca habló con él.—Exacto.—Entonces, ¿por qué se acercó a él?—Sabía que estaba en el mundillo,

eso es todo.—¿A qué se refiere con el mundillo?—Quiero decir que las otras veces

que lo había visto me di cuenta de queera un cliente. Lo había visto irse conchicas que hacen lo que hago yo.

—¿Lo había visto marcharse conotras prostitutas?

—Sí.

—¿Marcharse adónde?—No lo sé, irse del local. Ir a un

hotel o al apartamento de la chica. No séesa parte.

—Bien, ¿cómo sabe que se iban dellocal? Tal vez sólo salían a fumar uncigarrillo.

—Los vi meterse en su coche yalejarse.

—Señorita Campo, hace un minutoha declarado que nunca había visto loscoches del señor Roulet. Ahora estádiciendo que lo vio entrar en su cochecon una mujer que es una prostitutacomo usted. ¿Cómo es eso?

Ella se dio cuenta de su desliz y se

quedó un momento paralizada hasta quese le ocurrió una respuesta.

—Lo vi meterse en un coche, perono sabía de qué marca era.

—No se fija en ese tipo de cosas,¿verdad?

—Normalmente no.—¿Conoce la diferencia entre un

Porsche y un Range Rover?—Uno es grande y el otro pequeño,

creo.—¿En qué clase de coche vio entrar

al señor Roulet?—No lo recuerdo.Hice un momento de pausa y decidí

que había exprimido su contradicción en

la medida en que lo merecía. Miré lalista de mis preguntas y seguí adelante.

—Esas mujeres con las que vio irsea Roulet, ¿fueron vistas en otra ocasión?

—No entiendo.—¿Desaparecieron? ¿Volvió a

verlas?—No, volví a verlas.—¿Estaban golpeadas o heridas?—No que yo sepa, pero no les

pregunté.—Pero todo eso se sumaba para que

creyera que estaba a salvo al acercarsea él y ofrecerle sexo, ¿correcto?

—No sé si a salvo. Sabía queprobablemente estaba buscando una

chica y el hombre con el que yo estabaya me había dicho que habría terminadoa las diez porque tenía que ir a trabajar.

—Bueno, ¿puede decirle al juradopor qué no tuvo que sentarse con elseñor Roulet como hizo con el señorTalbot para someterlo a un test desonados?

Sus ojos pasaron a Minton. Estabaesperando un rescate, pero no iba allegar.

—Sólo pensaba que no era uncompleto desconocido, nada más.

—Pensó que era seguro.—Supongo. No lo sé. Necesitaba el

dinero y cometí un error con él.

—¿Pensó que era rico y que podíaresolver su necesidad de dinero?

—No, nada de eso. Lo vi como uncliente potencial que no era nuevo en elmundillo. Alguien que sabía lo queestaba haciendo.

—¿Ha declarado que en anterioresocasiones había visto al señor Rouletcon otras mujeres que practican lamisma profesión que usted?

—Sí.—Son prostitutas.—Sí.—¿Las conoce?—Nos conocemos, sí.—¿Y con esas mujeres extiende la

cortesía profesional en términos dealertarlas de los clientes que podrían serpeligrosos o reacios a pagar?

—A veces.—¿Y ellas tienen la misma cortesía

profesional con usted?—Sí.—¿Cuántas de ellas le advirtieron

acerca de Roulet?—Bueno, nadie lo hizo, o no habría

ido con él.Asentí y consulté mis notas un largo

momento antes de proseguir. Después lepregunté más detalles de losacontecimientos de Morgan’s y presentéla cinta del vídeo de vigilancia grabada

por la cámara instalada sobre la barra.Minton protestó arguyendo que iba a sermostrado al jurado sin el debidofundamento, pero la protesta sedesestimó. Se colocó una televisión enun pedestal industrial con ruedas delantedel jurado y se reprodujo la cinta. Por laatención embelesada que prestaron supeque a los doce les cautivaba la idea deobservar a una prostituta trabajando, asícomo la oportunidad de ver a los dosprincipales protagonistas del caso enmomentos en que no se sabíanobservados.

—¿Qué decía la nota que le pasó?—pregunté cuando la televisión fue

apartada a un lado de la sala.—Creo que sólo ponía el nombre y

la dirección.—¿No anotó un precio por los

servicios que iba a ofrecerle?—Puede ser. No lo recuerdo.—¿Cuál es la tarifa que cobra?—Normalmente cuatrocientos

dólares.—¿Normalmente? ¿Qué la hace

poner otro precio?—Depende de lo que quiera el

cliente.Miré a la tribuna del jurado y vi que

el rostro del hombre de la Biblia seestaba poniendo colorado por la

incomodidad.—¿Alguna vez participa en bondage

o dominación con sus clientes?—A veces. Pero es sólo juego de

rol. Nadie sufre nunca ningún daño. Essólo una actuación.

—¿Está diciendo que antes de lanoche del seis de marzo, ningún clientele había hecho daño?

—Sí, eso es lo que estoy diciendo.Ese hombre me hizo daño y trató dematar…

—Por favor, responda a la pregunta,señorita Campo. Gracias. Ahoravolvamos a Morgan’s. ¿Sí o no, en elmomento en que le dio al señor Roulet

la servilleta con su dirección y un precioen ella, estaba segura de que norepresentaba peligro y de que llevabasuficiente dinero en efectivo para pagarlos cuatrocientos dólares que solicitabapor sus servicios?

—Sí.—Entonces, ¿por qué el señor

Roulet no llevaba dinero encima cuandola policía lo registró?

—No lo sé. Yo no lo cogí.—¿Sabe quién lo hizo?—No.Dudé un largo momento, prefiriendo

puntuar mis cambios en el flujo delinterrogatorio subrayándolo con

silencio.—Veamos, eh, sigue usted

trabajando de prostituta, ¿es así? —pregunté.

Campo vaciló antes de decir que sí.—¿Y está contenta trabajando de

prostituta? —pregunté.Minton se levantó.—Señoría, ¿qué tiene esto que ver

con…?—Aprobada —dijo la jueza.—Muy bien —dije—. Entonces, ¿no

es cierto, señorita Campo, que les hadicho a muchos de sus clientes que tienela esperanza de abandonar esteambiente?

—Sí, es cierto —respondió sinvacilar por primera vez en muchaspreguntas.

—¿No es igualmente cierto que veusted los aspectos financierospotenciales de este caso como medio desalir del negocio?

—No, eso no es cierto —dijo ella,convincentemente y sin dudarlo—. Esehombre me atacó. ¡Iba a matarme! ¡Deeso se trata!

Subrayé algo en mi libreta, otrapuntuación de silencio.

—¿Charles Talbot era un clientehabitual? —pregunté.

—No, lo conocí esa noche en

Morgan’s.—Y pasó su prueba de seguridad.—Sí.—¿Fue Charles Talbot el hombre

que la golpeó en el rostro el seis demarzo?

—No, no fue él —respondió ellacon rapidez.

—¿Propuso al señor Talbotrepartirse los beneficios que obtendríade una demanda contra el señor Roulet?

—No, no lo hice. ¡Eso es mentira!Levanté la mirada a la jueza.—Señoría, ¿puedo pedir a mi cliente

que se ponga en pie?—Adelante, señor Haller.

Pedí a Roulet que se pusiera de piejunto a la mesa de la defensa y él lohizo. Volví a mirar a Regina Campo.

—Veamos, señorita Campo, ¿estásegura de que éste es el hombre que lagolpeó la noche del seis de marzo?

—Sí, es él.—¿Cuánto pesa usted, señorita

Campo?Se alejó del micrófono como si

estuviera enojada por lo queconsideraba una intrusión, pese a que lapregunta viniera después de tantas otrasrelacionadas con su vida sexual. Me fijéen que Roulet empezaba a sentarse y lehice un gesto para que permaneciera de

pie.—No estoy segura —dijo Campo.—En su anuncio de Internet dice que

pesa cuarenta y ocho kilos —dije—. ¿Escorrecto?

—Creo que sí.—Entonces, si el jurado ha de creer

su historia del seis de marzo, debencreer que pudo desprenderse del señorRoulet.

Señalé a Roulet, que fácilmentemedía uno ochenta y pesaba al menostreinta y cinco kilos más que ella.

—Bueno, eso fue lo que hice.—Y eso fue cuando supuestamente

él sostenía una navaja en su garganta.

—Quería vivir. Puedes hacer cosasincreíbles cuando tu vida corre peligro.

Campo recurrió a su última defensa.Se echó a llorar, como si mi preguntahubiera despertado el horror de verlelas orejas a la muerte.

—Puede sentarse, señor Roulet. Notengo nada más para la señorita Campoen este momento, señoría.

Me senté junto a Roulet. Sentía queel contrainterrogatorio había ido bien.Mi cuchilla había abierto numerosasheridas. La tesis de la fiscalía estabasangrando. Roulet se inclinó hacia mí yme susurró una única palabra:«¡Brillante!».

Minton volvió para lacontrarréplica, pero sólo era unmosquito volando en torno a una heridaabierta. No había retorno a algunas delas respuestas que su testigo estrellahabía dado y no había forma de cambiaralgunas de las imágenes que yo habíaplantado en las mentes de los miembrosdel jurado.

En diez minutos había terminado yyo renuncié a intervenir de nuevo,porque sentía que Minton habíaconseguido poca cosa durante susegundo intento y que podía dejarlo así.La jueza preguntó al fiscal si tenía algúntestigo más y Minton dijo que quería

pensar en ello durante el almuerzo antesde decidir si concluir el turno de laacusación.

Normalmente habría protestadoporque querría saber si tendría queponer a un testigo en el estrado justodespués de comer. Pero no lo hice.Creía que Minton estaba sintiendo lapresión y estaba tambaleándose. Queríaempujarlo hacia una decisión y penséque otorgarle la hora del almuerzo quizápodría ayudar.

La jueza dispensó al jurado para elalmuerzo, concediéndoles una hora enlugar de los noventa minutos habituales.Iba a mantener el proceso en

movimiento. Dijo que la sesión sereanudaría a las 13.30 y se levantóabruptamente de su asiento. Supuse quenecesitaba un cigarrillo.

Le pregunté a Roulet si su madrepodía unirse a nosotros para elalmuerzo, de manera que pudiéramoshablar de su testimonio, el cual pensabaque sería por la tarde, si no justodespués de comer. Dijo que loarreglaría y propuso que nosencontráramos en un restaurante francésde Ventura Boulevard. Le expliqué queteníamos menos de una hora y que sumadre debería reunirse con nosotros enFour Green Fields. No me gustaba la

idea de llevarlos a mi santuario, perosabía que allí podríamos comertemprano y regresar al tribunal a tiempo.La comida probablemente no estaba a laaltura del bistró francés de Ventura,pero eso no me importaba.

Cuando me levanté y me alejé de lamesa de la defensa vi las filas de lagalería vacías. Todo el mundo se habíaapresurado a irse a comer. Sólo Mintonme esperaba junto a la barandilla.

—¿Puedo hablar con usted unmomento? —preguntó.

—Claro.Esperamos hasta que Roulet pasó

por la portezuela y abandonó la sala del

tribunal antes de que ninguno de los doshablara. Sabía lo que se avecinaba. Erahabitual que el fiscal lanzara una ofertaa la primera señal de problemas. Mintonsabía que tenía dificultades. La testigoprincipal había sido a lo sumo unempate.

—¿Qué pasa? —dije.—He estado pensando en lo que dijo

de las mil cuchillas.—¿Y?—Y, bueno, quiero hacer una oferta.—Es usted nuevo en esto, joven.

¿No necesita que alguien a cargoapruebe el acuerdo?

—Tengo cierta autoridad.

—Muy bien, dígame qué estáautorizado a ofrecer.

—Lo dejaré todo en asalto conagravante y lesiones corporales graves.

—¿Y?—Y bajaré a cuatro.La oferta era una reducción

sustanciosa; aun así, Roulet, si laaceptaba, sería condenado a cuatro añosde prisión. La principal concesión eraque eliminaba del caso el estatuto dedelito sexual. Roulet no tendría queregistrarse con autoridades localescomo delincuente sexual después desalir de prisión.

Lo miré como si acabara de insultar

el recuerdo de mi madre.—Creo que eso es un poco fuerte,

Ted, teniendo en cuenta cómo acaba desostenerse su as en el estrado. ¿Ha vistoal miembro del jurado que siempre llevauna Biblia? Parecía que iba a estrujar elLibro Sagrado cuando ella estabatestificando.

Minton no respondió. Sabía que nisiquiera se había fijado en que unmiembro del jurado llevaba una Biblia.

—No lo sé —dije—. Mi obligaciónes llevar su oferta a mi cliente y lo haré.Pero también voy a decirle que seríaidiota si aceptara.

—Muy bien, entonces ¿qué quiere?

—En este caso sólo hay unveredicto, Ted. Voy a decirle quedebería llegar al final. Creo que desdeaquí el camino es fácil. Que tenga unbuen almuerzo.

Lo dejé allí en la portezuela, medioesperando que gritara una nueva oferta ami espalda mientras recorría el pasillocentral de la galería. Pero Mintonmantuvo su baza.

—La oferta sólo es válida hasta launa y media, Haller —gritó a miespalda, con un extraño tono de voz.

Levanté la mano y saludé sin miraratrás. Al franquear la puerta de la salacomprendí que lo que había oído era el

sonido de la desesperación abriéndosepaso en su voz.

35

Al volver al tribunal desde el FourGreen Fields hice caso omiso deMinton. Quería mantenerlo en vilo lomás posible. Todo formaba parte delplan de empujarlo en la dirección quequería que tomaran él y el juicio.Cuando todos estuvimos sentados a lasmesas y preparados para la jueza,finalmente lo miré, esperé a queestableciera contacto visual ysimplemente negué con la cabeza. Nohabía trato. Él asintió, esforzándose almáximo para mostrar confianza en sus

posibilidades y perplejidad por ladecisión de mi cliente. Al cabo de unminuto, la jueza ocupó su lugar, hizoentrar al jurado y Minton de inmediatoplegó su tienda.

—Señor Minton, ¿tiene otro testigo?—le preguntó la jueza.

—Señoría, la fiscalía ha concluido.Hubo una levísima vacilación en la

respuesta de Fullbright. Miró a Mintonsólo un segundo más de lo que deberíahaberlo hecho. Creo que eso mandó unmensaje de sorpresa al jurado. Acontinuación me miró a mí.

—Señor Haller, ¿está listo paraempezar?

El procedimiento de rutina habríaconsistido en solicitar a la jueza unveredicto directo de absolución al finaldel turno de la fiscalía. Pero no lo hice,temiendo que ésa fuera la rara ocasiónen que la petición era atendida. Nopodía dejar que el caso terminaratodavía. Le dije a la jueza que estabalisto para proceder con la defensa.

Mi primera testigo era, por supuesto,Mary Alice Windsor. Cecil Dobbs laacompañó al interior de la sala y sesentó en la primera fila de la galería.Windsor llevaba un traje de color azulpastel con una blusa de chiffon. Tenía unporte majestuoso al pasar por delante

del banco y tomar asiento en el estradode los testigos. Nadie habría adivinadoque había comido pastel de carne pocoantes. Muy rápidamente llevé a cabo lasidentificaciones de rutina y establecí surelación tanto sanguínea comoprofesional con Louis Roulet. Acontinuación pedí a la jueza permisopara mostrar a la testigo la navaja que lafiscalía había presentado como pruebadel caso.

Concedido el permiso, me acerquéal alguacil para recuperar el arma, quetodavía permanecía en una bolsa deplástico transparente.

Estaba doblada de manera que las

iniciales de la hoja resultaban visibles.La llevé al estrado de los testigos y ladejé delante de Mary Windsor.

—Señora Windsor, ¿reconoce estanavaja?

Ella recogió la bolsa de pruebas ytrató de alisar el plástico sobre la hojapara poder leer las iniciales.

—Sí —dijo finalmente—, es lanavaja de mi hijo.

—¿Y cómo es que reconoce unanavaja que es propiedad de su hijo?

—Porque me la ha mostrado en másde una ocasión. Sabía que la llevabasiempre y a veces resultaba útil en laoficina cuando llegaban paquetes de

folletos para cortar las cintas deplástico. Era muy afilada.

—¿Desde cuándo tiene la navaja?—Desde hace cuatro años.—Parece muy precisa al respecto.—Lo soy.—¿Cómo puede estar tan segura?—Porque se la compró como

medida de protección hace cuatro años.Casi exactamente.

—¿Protección para qué, señoraWindsor?

—En nuestro negocio con frecuenciamostramos casas a completosdesconocidos. A veces nos quedamossolos en la casa con esos desconocidos.

Ha habido más de un incidente de unagente inmobiliario al que han robado,herido… o incluso asesinado o violado.

—Por lo que usted sabe, ¿fue Louisalguna vez víctima de un delitosemejante?

—No, personalmente no. Peroconocía a alguien que fue a una casa y loque le pasó…

—¿Qué le pasó?—Un hombre la violó y la robó a

punta de cuchillo. Louis fue quien laencontró después de que todo hubieraacabado. Lo primero que hizo fuecomprarse una navaja para protegerse.

—¿Por qué una navaja? ¿Por qué no

una pistola?—Me dijo que al principio iba a

comprarse una pistola, pero quería algoque pudiera llevar siempre y que no seadvirtiera. Así que se compró unanavaja y también me consiguió una. Poreso sé que la tiene desde hace casiexactamente cuatro años. —Levantó labolsa que contenía la navaja—. La míaes exactamente igual, sólo cambian lasiniciales. Ambos la hemos llevadodesde entonces.

—Entonces le parece que si su hijollevaba esa navaja en la noche del seisde marzo, eso era un comportamientonormal.

Minton protestó, argumentando queno había construido los cimientosadecuados para que Windsorrespondiera la pregunta y la jueza laaceptó. Mary Windsor, siendo inexpertaen derecho penal, supuso que la jueza laestaba autorizando a responder.

—La llevaba cada día —dijo—. Elseis de marzo no iba a ser dife…

—Señora Windsor —bramó la jueza—. He aceptado la protesta. Esosignifica que no ha de responder. Eljurado no tendrá en cuenta su respuesta.

—Lo siento —dijo Windsor con vozdébil.

—Siguiente pregunta, señor Haller

—ordenó la jueza.—Es todo, señoría. Gracias, señora

Windsor.Mary Windsor empezó a levantarse,

pero la jueza la amonestó de nuevo,diciéndole que se quedara sentada. Yoregresé a mi asiento al tiempo queMinton se levantaba del suyo. Examinéla galería y no vi caras conocidas, salvola de C. C. Dobbs. Me dio una sonrisade ánimo, de la cual hice caso omiso.

El testimonio directo de MaryWindsor había sido perfecto en términosde su adherencia a la coreografía quehabíamos preparado en el almuerzo.Había presentado al jurado de manera

sucinta la explicación de la navaja, perotambién había dejado en su testimonioun campo minado que Minton tendríaque atravesar. Su testimonio directo nohabía abarcado más de lo que le habíaofrecido a Minton en un resumen dehallazgos. Si Minton pisaba una mina ylevantaba el pie, rápidamente oiría elclic letal.

—Este incidente que impulsó a suhijo a empezar a llevar una navajaplegable de trece centímetros, ¿cuándofue exactamente?

—Ocurrió el nueve de junio de dosmil uno.

—¿Está segura?

—Completamente.Me giré en mi silla para ver con

mayor claridad el rostro de Minton. Loestaba leyendo. Pensaba que tenía algo.El recuerdo exacto de una fecha porparte de Windsor era una indicaciónobvia de un testimonio inventado.Estaba excitado y lo noté.

—¿Hubo un artículo de diario deesta supuesta agresión a una compañeraagente inmobiliario?

—No, no lo hubo.—¿Hubo una investigación policial?—No, no la hubo.—Y aun así conoce la fecha exacta.

¿Cómo es eso, señora Windsor? ¿Le han

dicho esa fecha antes de testificar aquí?—No, conozco la fecha porque

nunca olvidaré el día en que meagredieron.

Windsor hizo una pausa. Vi que almenos tres de los miembros del juradoabrieron la boca en silencio. Mintonhizo lo mismo. Casi pude oír el clic.

—Mi hijo tampoco lo olvidará —continuó Windsor—. Cuando llegóbuscándome y me encontró en esa casa,yo estaba atada, desnuda. Había sangre.Para él fue traumático verme así. Creoque ésa fue una de las razones que lellevaron a usar navaja. Creo que dealgún modo lamentaba no haber llegado

antes y haber podido impedirlo.—Entiendo —dijo Minton, mirando

sus notas.Se quedó de piedra, sin saber cómo

proceder. No quería levantar el pie pormiedo a que detonara la bomba y se loarrancara de cuajo.

—¿Algo más, señor Minton? —preguntó la jueza, con una nota desarcasmo no tan bien disimulada en suvoz.

—Un momento, señoría —dijoMinton.

Minton se recompuso, revisó susnotas y trató de rescatar algo.

—Señora Windsor, ¿usted o su hijo

llamaron a la policía después deencontrarla?

—No, no lo hicimos. Louis queríahacerlo, pero yo no. Pensé que sóloprofundizaría el trauma.

—De modo que no tenemosdocumentación policial al respecto,¿correcto?

—Es correcto.Sabía que Minton quería ir más allá

y preguntar a la testigo si había buscadotratamiento médico después del ataque.Pero al sentir otra trampa, no formuló lapregunta.

—¿Así que lo que está diciendo aquíes que tenemos sólo su palabra de que

ocurrió esa agresión? Su palabra y la desu hijo, si decide testificar.

—Ocurrió. Vivo con ello todos losdías.

—Pero sólo la tenemos a usted quelo dice.

Windsor miró al fiscal con miradainexpresiva.

—¿Es una pregunta?—Señora Windsor, está aquí para

ayudar a su hijo, ¿verdad?—Si puedo. Sé que es un buen

hombre y que no cometería este crimendespreciable.

—¿Haría cualquier cosa queestuviera en su mano para salvar a su

hijo de una condena y una posible penade prisión?

—Pero no mentiría en algo comoesto. Con juramento o sin él, nomentiría.

—Pero quiere salvar a su hijo ¿no?—Sí.—Y salvarle significa mentir por él,

¿no?—No.—Gracias, señora Windsor.Minton regresó rápidamente a su

asiento. Yo sólo tuve una pregunta encontrarréplica.

—Señora Windsor, ¿qué edad teníausted cuando ocurrió este ataque?

—Cincuenta y cuatro años.Volví a sentarme. Minton no tenía

nada más y Windsor fue excusada.Solicité a la jueza que le permitierasentarse en la galería del públicodurante lo que quedaba de juicio, unavez que su testimonio había concluido.Minton no protestó y mi petición fueaceptada.

Mi siguiente testigo era un detectivedel Departamento de Policía de LosÁngeles llamado David Lambkin, queera un experto nacional en crímenessexuales y había trabajado en lainvestigación del Violador Inmobiliario.En un breve interrogatorio establecí los

hechos del caso y las cinco denuncias deviolación que se investigaron.Rápidamente llegué a las cincopreguntas clave cuya respuestanecesitaba para cimentar el testimoniode Mary Windsor.

—Detective Lambkin, ¿cuál era elrango de edad de las víctimas conocidasdel violador?

—Eran todas mujeres profesionalescon mucho éxito. Tendían a ser mayoresque la víctima promedio de unaviolación. Creo que la más joven teníaveintinueve y la mayor cincuenta ynueve.

—Entonces una mujer de cincuenta y

cuatro años habría formado parte delperfil objetivo del violador, ¿correcto?

—Sí.—¿Puede decirle al jurado cuándo

se produjo la primera agresióndenunciada y cuándo se denunció laúltima?

—Sí. La primera fue el uno deoctubre de dos mil y la última el treintade julio de dos mil uno.

—¿O sea que el nueve de junio dedos mil uno estaba en el periodo en quese produjeron los ataques del violador alas mujeres del sector inmobiliario?

—Sí, es correcto.—En el curso de su investigación de

este caso, ¿llegó a la conclusión ocreencia de que este individuo habíacometido más de cinco violaciones?

Minton protestó, asegurando que lapregunta incitaba a la especulación. Lajueza aceptó la protesta, pero noimportaba. La pregunta era loverdaderamente importante y que eljurado viera que el fiscal quería evitarsu respuesta era recompensa suficiente.

Minton me sorprendió en su turno.Se recuperó lo suficiente de su fallo conWindsor para golpear a Lambkin contres preguntas sólidas cuyas respuestasfueron favorables a la acusación.

—Detective Lambkin, ¿el equipo de

investigación de estas violacionesemitió algún tipo de advertencia para lasmujeres que trabajaban en el negocioinmobiliario?

—Sí, lo hicimos. Enviamoscirculares en dos ocasiones. La primeravez a todas las agentes inmobiliarias conlicencia en la zona y la siguiente unmailing a todos los intermediariosinmobiliarios individualmente, hombresy mujeres.

— ¿ E s t o s mailings conteníaninformación acerca de la descripción ymétodos del violador?

—Sí.—Entonces si alguien quería

inventar una historia acerca de seratacado por el violador, los mailingshabrían proporcionado la informaciónnecesaria, ¿es correcto?

—Es una posibilidad, sí.—Nada más, señoría.Minton se sentó con orgullo y

Lambkin fue autorizado a retirarsecuando yo dije que no tenía máspreguntas. Pedí a la jueza unos minutospara departir con mi cliente y me inclinéhacia Roulet.

—Bueno, ya está —dije—. Usted eslo que nos queda. A no ser que haya algoque no me ha contado, está limpio y nohay mucho más con lo que pueda venirle

Minton. Debería estar a salvo allí arribaa no ser que deje que le afecte lo que ledigan. ¿Sigue preparado para esto?

Roulet había dicho en todo momentoque testificaría y negaría los cargos.Había reiterado ese deseo a la hora delalmuerzo. Lo exigió. Yo siempre veíalos riesgos y las ventajas de dejar queun cliente testificara como dos platosequilibrados de la balanza. Cualquiercosa que dijera el acusado podíavolverse en su contra si la fiscalía podíadoblarlo a favor del Estado. Perotambién sabía que por más que seexplicara a un jurado el derecho de unacusado a permanecer en silencio, el

jurado siempre quería oír al acusadodiciendo que no lo había hecho. Sieliminabas eso, el jurado podía vertecon malos ojos.

—Quiero hacerlo —susurró Roulet—. Puedo enfrentarme al fiscal.

Empujé hacia atrás mi silla y melevanté.

—La defensa llama a Louis RossRoulet, señoría.

36

Louis Roulet avanzó hacia el estrado delos testigos con rapidez, como unjugador de baloncesto que saledisparado del banquillo para entrar en lacancha. Parecía un hombre ansioso antela oportunidad de defenderse. Sabía queesa postura no pasaría desapercibida aljurado.

Después de los preliminares fuidirectamente a las cuestiones del caso.Al hilo de mis preguntas, Roulet admitiósin ambages que había ido a Morgan’s lanoche del 6 de marzo en busca de

compañía femenina. Declaró que nobuscaba específicamente contratar losservicios de una prostituta, pero que nodescartaba esa posibilidad.

—Había estado antes con mujeres alas que había tenido que pagar —dijo—.Así que no me iba a oponer a eso.

Declaró que, al menosconscientemente, no había establecidocontacto visual con Regina Campo antesde que ésta se le acercara en la barra.Dijo que fue ella quien dio el primerpaso, pero en ese momento no lemolestó. Explicó que la propuesta eraabierta, que ella le dijo que estaría librea partir de las diez y que podía pasarse

por su casa si no tenía otro compromiso.Roulet describió los intentos

realizados durante la siguiente hora en Morgan’s y después en el Lamplighterpara encontrar una mujer por la que notuviera que pagar, pero aseguró que notuvo éxito. Luego se dirigió en su cochehasta la dirección que Campo le habíadado y llamó a la puerta.

—¿Quién respondió?—Ella. Entreabrió la puerta y me

miró.—¿Regina Campo? ¿La mujer que ha

testificado esta mañana?—Sí, eso es.—¿Pudo verle toda la cara a través

de la rendija de la puerta?—No. Sólo abrió unos centímetros y

no pude verla. Sólo el ojo izquierdo y unpoco de ese lado de la cara.

—¿Cómo se abría la puerta? Esarendija a través de la cual pudo verla,¿estaba a la derecha o a la izquierda?

—Tal y como yo miraba a la puerta,estaba en la derecha.

—Bien, veamos que esto quedeclaro. La abertura estaba a la derecha,¿correcto?

—Correcto.—Entonces, si ella estuviera de pie

detrás de la puerta mirando a través dela abertura, le habría mirado con su ojo

izquierdo.—Así es.—¿Le vio el ojo derecho?—No.—Entonces si hubiera tenido un

moratón o un corte o cualquier otraherida en el lado derecho del rostro, ¿lohabría podido ver?

—No.—Muy bien. ¿Qué ocurrió a

continuación?—Bueno, era una especie de

recibidor, un vestíbulo, y ella me hizopasar a través de un arco hacia la salade estar. Yo fui en la dirección que ellame señaló.

—¿Significa eso que ella estabadetrás de usted?

—Sí, cuando giré hacia la sala deestar, ella estaba detrás de mí.

—¿Cerró la puerta?—Eso creo. Oí que se cerraba.—¿Y luego qué?—Algo me golpeó en la nuca y caí.

Perdí el conocimiento.—¿Sabe cuánto tiempo permaneció

inconsciente?—No. Creo que fue un buen rato,

pero ningún policía ni nadie me lo dijo.—¿Qué recuerda de cuando

recuperó el sentido?—Recuerdo que me costaba respirar

y cuando abrí los ojos había alguiensentado encima de mí. Yo estaba bocaarriba y él estaba encima. Traté demoverme y entonces fue cuando me dicuenta de que también había alguiensentado en mis piernas.

—¿Qué ocurrió luego?—Se turnaban en decirme que no me

moviera y uno de ellos me dijo que teníami navaja y que la usaría si intentabamoverme o escapar.

—¿Más tarde llegó la policía y lodetuvieron?

—Sí, al cabo de unos minutos llególa policía. Me esposaron y me obligarona ponerme de pie. Fue entonces cuando

vi que tenía sangre en mi chaqueta.—¿Y su mano?—No la veía porque estaba

esposada a mi espalda, pero oí que unode los hombres que había estado sentadoencima de mí le dijo al policía que teníasangre en la mano y entonces el policíame la tapó con una bolsa. Eso lo noté.

—¿Cómo fue a parar la sangre a sumano y a su chaqueta?

—Lo único que sé es que alguien lapuso allí, porque yo no lo hice.

—¿Es usted zurdo?—No.—¿No golpeó a la señorita Campo

con la mano izquierda?

—No.—¿Amenazó con violarla?—No.—¿Le dijo que iba a matarla si no

cooperaba con usted?—No.Esperaba algo de la rabia que había

visto aquel primer día en el despacho deC. C. Dobbs, pero Roulet estabacalmado y controlado. Decidí que antesde terminar con él en el interrogatoriodirecto necesitaba forzar las cosas unpoco para recuperar esa rabia.

Le había dicho en el almuerzo quequería verla y no estaba seguro de quéestaba haciendo Roulet o adónde había

ido a parar esa rabia.—¿Está enfadado por ser acusado de

atacar a la señorita Campo?—Por supuesto que sí.—¿Por qué?Abrió la boca, pero no habló.

Parecía ofendido porque le plantearasemejante pregunta. Finalmente,respondió:

—¿Qué quiere decir por qué?¿Alguna vez ha sido acusado de algo queno ha hecho y no hay nada que puedahacer sino esperar? Sólo esperarsemanas y meses hasta que finalmentetiene la oportunidad de ir a juicio ydecir que le han tendido una trampa.

Pero entonces ha de esperar todavía másmientras el fiscal trae a un puñado dementirosos y ha de escuchar sus mentirasy sólo esperar su oportunidad. Porsupuesto que enfada. ¡Soy inocente! ¡Yono lo hice!

Era perfecto. Certero y apuntando acualquiera que alguna vez hubiera sidofalsamente acusado de algo. Podíapreguntar más, pero me recordé a mímismo la regla: entrar y salir. Menossiempre es más. Me senté. Siconsideraba que había algo que se mehubiera pasado por alto, lo limpiaría enla contrarréplica.

Miré a la jueza.

—Nada más, señoría.Minton se había levantado y estaba

preparado antes de que yo hubieraregresado a mi asiento. Se colocó tras elatril sin apartar su mirada acerada deRoulet. Estaba mostrando al jurado loque pensaba de ese hombre. Sus ojoseran como rayos láser a través de lasala. Se agarró a los laterales del atrilcon tanta fuerza que los nudillos se lepusieron blancos. Todo era unarepresentación para el jurado.

—Niega haber tocado a la señoritaCampo —dijo.

—Así es —replicó Roulet.—Según usted, ella simplemente se

golpeó a sí misma o un hombre al quenunca había visto antes de aquella nochele dio una paliza como parte de unatrampa, ¿correcto?

—No sé quién lo hizo. Lo único quesé es que yo no lo hice.

—Pero lo que está diciendo es queesta mujer, Regina Campo, estámintiendo. Entró en esta sala hoy ymintió de plano a la jueza y al jurado y atodo el ancho mundo.

Minton puntuó su frase sacudiendo lacabeza con repugnancia.

—Lo único que sé es que yo no hicelas cosas que ella dice que hice. Laúnica explicación es que uno de los dos

está mintiendo. Yo no soy.—Será cuestión de que el jurado

decida, ¿no?—Sí.—Y esa navaja que supuestamente

llevaba como protección. ¿Está diciendoa este jurado que la víctima en este casode algún modo sabía que usted poseíauna navaja y la usó como parte de latrampa?

—No sé lo que ella sabía. Yo nuncale había mostrado la navaja ni la habíasacado en un bar en el que ella hubieraestado. Así que no sé cómo podría habersabido de ella. Creo que cuando metióla mano en mi bolsillo para coger el

dinero, encontró la navaja. Siemprellevo el dinero y la navaja en el mismobolsillo.

—Ah, así que ahora ella también lerobó el dinero del bolsillo. ¿Cuándo vaa terminar esto, señor Roulet?

—Yo llevaba cuatrocientos dólares.Cuando me detuvieron no estaban.Alguien los cogió.

En lugar de tratar de señalar aRoulet con el dinero, Minton era lobastante listo para saber que noimportaba cómo lo manejara, se estaríaenfrentando a lo sumo a una proposiciónen el punto de equilibrio.

Si trataba de establecer que Roulet

nunca había llevado el dinero y que suplan era agredir y violar a Campo enlugar de pagarle, sabía que yo podíasalir con las declaraciones de renta deRoulet, que plantearían serias dudassobre la idea de que no podía permitirsepagarse una prostituta. Era una vía detestimonios que no llevaba a ningunaparte, y se estaba apartando de ella.Pasó a la conclusión.

Haciendo gala de un estilo teatral,Minton sostuvo la foto del rostro deRegina Campo, golpeada y amoratada.

—Así que Regina Campo es unamentirosa —dijo.

—Sí.

—Pidió que le hicieran esto oincluso se lo hizo ella misma.

—No sé quien lo hizo.—Pero usted no.—No, no fui yo. No le haría eso a

una mujer. No le haría daño a una mujer.Roulet señaló la foto que Minton

continuaba sosteniendo en alto.—Ninguna mujer merece eso —dijo.Me incliné hacia delante y esperé.

Roulet acababa de decir la frase que lehabía dicho que de alguna manerabuscara la forma de poner en susrespuestas durante su testimonio.«Ninguna mujer merece eso». Ahora lecorrespondía a Minton morder el

anzuelo. Era listo. Tenía que entenderque Roulet acababa de abrir una puerta.

—¿Qué quiere decir con «merece»?¿Cree que los delitos de violencia sereducen a una cuestión de si una víctimaobtiene lo que merece?

—No. No quería decir eso. Quierodecir que no importa cómo se gane lavida, no deberían haberla golpeado así.Nadie merece que le ocurra eso.

Minton bajó el brazo con el quesostenía la foto. La miró él mismo porun momento y luego volvió a mirar aRoulet.

—Señor Roulet, no tengo máspreguntas.

37

Todavía sentía que estaba ganando labatalla de las cuchillas. Había hechotodo lo posible para conducir a Minton auna situación en la cual sólo dispusierade una opción. Ahora era el momento dever si bastaba con haber hecho todo loposible. Después de que el joven fiscalse sentó, elegí no preguntar nada más ami cliente. Había resistido bien alataque de Minton y sentía que teníamosel viento a favor. Me levanté y miré elreloj situado en lo alto de la paredposterior del tribunal. Sólo eran las tres

y media. Entonces volví a mirar a lajueza.

—Señoría, la defensa ha concluido.Ella hizo un gesto de asentimiento y

miró por encima de mi cabeza hacia elreloj. Anunció al jurado que se iniciabael descanso de media tarde. Una vez quelos componentes del jurado hubieronabandonado la sala, miró a la mesa de laacusación, donde Minton tenía la cabezabaja y estaba escribiendo.

—¿Señor Minton?El fiscal levantó la cabeza.—Continuamos en sesión. Preste

atención. ¿La fiscalía tiene refutaciones?Minton se levantó.

—Señoría, pediría que suspendamosel juicio hasta mañana para que elEstado tenga tiempo de considerartestigos de refutación.

—Señor Minton, todavíadisponemos de noventa minutos. Le hedicho que quería ser productiva hoy.¿Dónde están sus testigos?

—Francamente, señoría, noesperaba que la defensa concluyeradespués de sólo tres testigos y…

—El abogado defensor le dio unajusta advertencia de ello en laexposición inicial.

—Sí, pero aun así el caso haavanzado con más rapidez de la que

había previsto. Llevamos medio día deadelanto. Ruego indulgencia de estasala. Tendría problemas sólo para quelos testigos de refutación que estoyconsiderando llegaran al tribunal antesde las seis en punto.

Me volví y miré a Roulet, que habíavuelto a sentarse en la silla contigua a lamía. Asentí con la cabeza y le guiñé elojo izquierdo para que la jueza no vierael gesto.

Parecía que Minton había mordidoel anzuelo. Ahora sólo tenía queasegurarme de que la jueza no le hacíaescupirlo. Me levanté.

—Señoría, la defensa no tiene

objeciones al retraso. Quizá podamosaprovechar ese tiempo para preparar losalegatos finales y las instrucciones aljurado.

La jueza primero me miró con unceño de desconcierto, porque era unarareza que la defensa no protestara a unademora de la fiscalía. Sin embargo, lasemilla que había plantado empezó agerminar.

—Puede ser una buena idea, señorHaller. Si suspendemos temprano hoyespero que lleguemos a los alegatosfinales justo después de la refutación.No quiero más dilaciones salvo paraconsiderar las instrucciones al jurado.

¿Está claro, señor Minton?—Sí, señoría. Estaré preparado.—¿Señor Haller?—Fue idea mía, señoría. Estaré

preparado.—Muy bien, pues. Tenemos un plan.

En cuanto vuelvan los miembros deljurado les daré el resto del día libre.Saldrán antes de la hora punta y mañanalas cosas irán tan deprisa y sobre ruedasque no tengo duda de que estarándeliberando en la sesión de tarde.

Miró a Minton y después a mí, comosi nos retara a mostrarnos en desacuerdocon ella. Al no hacerlo, se levantó,probablemente en pos de un cigarrillo.

Veinte minutos más tarde el juradose dirigía a casa y yo estaba recogiendomis cosas en la mesa de la defensa.Minton se acercó y dijo:

—¿Puedo hablar con usted?Miré a Roulet y le dije que saliera

de la sala con su madre y Dobbs, y queyo lo llamaría si lo necesitaba para algo.

—Pero quiero hablar con usted —dijo.

—¿Sobre qué?—Sobre todo. ¿Cómo cree que lo he

hecho allí arriba?—Lo ha hecho bien y todo va bien.

Creo que estamos bien colocados.Señalé con la cabeza a la mesa de la

acusación a la que había regresadoMinton y bajé mi voz hasta convertirlaen un susurro.

—Él también lo sabe. Va a hacerotra oferta.

—¿Puedo quedarme a oírla?Negué con la cabeza.—No, no importa cuál sea. Sólo hay

un veredicto, ¿no?—Sí.Me dio un golpecito en el hombro

cuando se levantó, y yo tuve quecalmarme para no reaccionar al hechode que me tocara.

—No me toque, Louis —dije—. Siquiere hacer algo por mí, devuélvame

mi puta pistola.No replicó. Se limitó a sonreír y

avanzó hacia la portezuela. Después deque se hubo marchado, me volví a mirara Minton. Ahora tenía el brillo de ladesesperación en los ojos. Necesitabauna condena en el caso, cualquiercondena.

—¿Qué pasa?—Tengo otra oferta.—Estoy escuchando.—Bajaré todavía más. Lo reduciré a

simple agresión. Seis meses en elcondado. Teniendo en cuenta la forma enque lo vacían cada final de mes,probablemente no cumplirá ni sesenta

días.Asentí. Estaba refiriéndose al

mandato federal para reducir lasuperpoblación del sistemapenitenciario del condado. Noimportaba lo que se dispusiera en untribunal; obligados por la necesidad, confrecuencia las sentencias se reducían demanera drástica. Era una buena oferta,pero yo no mostré nada. Sabía que laoferta tenía que haber salido de lasegunda planta. Minton no podía tener laautoridad necesaria para bajar tanto.

—Si acepta eso, ella le sacará losojos en la demanda civil —dije—. Dudoque lo acepte.

—Es una oferta formidable —dijoMinton.

Había un atisbo de rabia en su voz.Suponía que el informe del observadorsobre Minton no era bueno y que estabaacatando órdenes para cerrar el casocon un acuerdo de culpabilidad. Alcuerno con el juicio, la jueza y el tiempodel jurado, lo único importante eraconseguir una declaración deculpabilidad. A la oficina de Van Nuysno le gustaba perder casos y estábamosa sólo dos meses del fiasco de RobertBlake. Buscaba acuerdos cuando lascosas se ponían mal. Minton podía bajartodo lo que necesitara, siempre y cuando

consiguiera algo. Roulet tenía que sercondenado, aunque sólo pasara sesentadías entre rejas.

—Quizá desde su punto de vista esuna oferta formidable. Pero todavía mesupone convencer a un cliente de que sedeclare culpable de algo que aseguraque no hizo. Además, la disposiciónabre la puerta a una responsabilidadcivil. Así que mientras él esté en elcondado tratando de protegerse el culodurante sesenta días, Reggie Campo y suabogado estarán aquí preparándose paradesplumarlo. ¿Lo ve? No es tan buenocuando se mira desde su ángulo. Sidependiera de mí, llegaría hasta el final.

Creo que estamos ganando. Sabemosque tenemos al tipo de la Biblia, así quecomo mínimo tenemos un apoyo. Peroquién sabe, quizá tenemos a los doce.

Minton dio una palmada en la mesa.—¿De qué coño está hablando?

Sabe que lo hizo, Haller. Y seis meses(por no hablar de sesenta días) por loque le hizo a esa mujer es un chiste. Esuna parodia que me hará perder elsueño, pero ellos han estado observandoy creen que usted se ha ganado al jurado,así que he de hacerlo.

Cerré el maletín con un chasquido deautoridad y me levanté.

—Entonces espero que tenga algo

bueno para la refutación, Ted. Porque vaa tener que jugársela con el veredicto deun jurado. Y he de decirle, colega, quecada vez se parece más a un tipo queviene desnudo a una pelea de cuchillos.Será mejor que se quite las manos de loshuevos y luche.

Me dirigí hacia la puerta. A mediocamino de las puertas de la parte deatrás de la sala me detuve y me volví amirarlo.

—Eh, ¿sabe una cosa? Si pierde elsueño por este caso o por cualquier otro,entonces deje el empleo y dedíquese aotra cosa, porque no va a resistirlo, Ted.

Minton se sentó a su mesa, mirando

al frente, más allá del banco vacío deljuez. No respondió a lo que le habíadicho. Se quedó sentado, pensando enello. Pensé que había jugado bien miscartas. Lo descubriría por la mañana.

Volví al Four Green Fields parapreparar mis conclusiones. Nonecesitaría las dos horas que la juezanos concedió. Pedí una Guinness en labarra y me la llevé a una de las mesaspara sentarme yo solo. El servicio demesas no empezaba hasta las seis.Garabateé unas notas, aunque de manerainstintiva sabía que lo que haría seríareaccionar a la presentación de lafiscalía. En las mociones previas al

juicio, Minton ya había solicitado yobtenido permiso de la jueza Fullbrightpara usar una presentación de PowerPoint para ilustrar el caso al jurado. Sehabía convertido en una moda entre losjóvenes fiscales preparar la pantalla congráficos de ordenador, como si no sepudiera confiar en la capacidad de losmiembros del jurado para pensar yestablecer conexiones por sí solos.Ahora había que darles de comer en laboca, como en la tele.

Mis clientes rara vez tienen dineropara pagar mis minutas, menos aún parapresentaciones de Power Point. Rouletera una excepción. Por medio de su

madre podía permitirme contratar aFrancis Ford Coppola para quepreparara una presentación de PowerPoint para él si quería. Pero ni siquierasaqué nunca el tema.

Yo era estrictamente de la viejaescuela. Me gustaba saltar alcuadrilátero solo. Minton podíapresentar lo que quisiera en la granpantalla azul. Cuando llegara mi turno,quería que el jurado me mirara sólo amí. Si yo no podía convencerlos,tampoco podría hacerlo nada de unordenador.

A las cinco y media llamé a MaggieMcPherson a su oficina.

—Es hora de irse —dije.—Puede que para los

superprofesionales de la defensa.Nosotros los servidores públicos hemosde trabajar hasta después de queanochece.

—¿Por qué no te tomas un descansoy vienes a reunirte conmigo a tomar unaGuinness y un poco de pastel de carne?Luego puedes volver y terminar.

—No, Haller. No puedo hacer eso.Además, ya sé lo que quieres.

Me reí. No había ni un momento enque ella no creyera que sabía lo que yoquería. La mayor parte de las vecesacertaba, pero en esta ocasión no.

—¿Sí? ¿Qué quiero?—Quieres corromperme otra vez y

descubrir qué pretende Minton.—No hace falta, Mags. Minton es un

libro abierto. El observador deSmithson le está poniendo malas notas.Así que Smithson le ha dicho que recojala tienda, que consiga algo y lo deje.Pero Minton está trabajando en esecierre de Power Point y quiere jugar,llegar hasta el final. Además de eso,tiene auténtica rabia en la sangre, asíque no le gusta la idea de retirarse.

—A mí tampoco. Smithson siempretiene miedo de perder, sobre tododespués de Blake. Siempre quiere

vender bajo. No se puede ser así.—Siempre dije que perdieron el

caso Blake el día que no te lo asignaron.Díselo, Maggie.

—Si tengo ocasión.—Algún día.A ella no le gustaba pensar

demasiado en su propia carreraestancada. Siguió adelante.

—Suenas contento —dijo—. Ayereras sospechoso de homicidio. Hoytienes a la oficina del fiscal pillada porlos pelos. ¿Qué ha cambiado?

—Nada, es sólo la calma queprecede a la tormenta. Supongo. Eh, dejaque te pregunte algo. ¿Alguna vez has

metido prisa a balística?—¿Qué clase de prueba balística?—Comparar casquillo con casquillo

y bala con bala.—Depende de quién lo haga, qué

departamento, me refiero. Pero si tienenmucha prisa pueden hacerlo enveinticuatro horas.

Sentí el peso del miedo cayendo enmi estómago. Sabía que podía estarjugando la prórroga.

—Pero la mayor parte de las veceseso no pasa —continuó ella—.Normalmente con prisa tarda dos o tresdías. Y si quieres el paquete completo(comparaciones de casquillos y balas)

puede tardar más porque la bala puedeestar dañada y ser difícil de leer. Han detrabajar con ella.

Asentí con la cabeza. No creía quenada de eso pudiera ayudarme. Sabíaque habían recogido un casquillo debala en la escena del crimen. SiLankford y Sobel obtenían unacoincidencia con el casquillo de unabala disparada cincuenta años atrás porla pistola de Mickey Cohen, vendrían apor mí y se ocuparían de lascomparaciones de bala más adelante.

—¿Sigues ahí? —preguntó Maggie.—Sí, sólo estaba pensando en algo.—Ya no suenas alegre. ¿Quieres

hablar de esto, Michael?—No, ahora no. Pero si al final

necesito un buen abogado, ya sabes aquién voy a llamar.

—Cuando las ranas críen pelo.—Podrías sorprenderte.Dejé que se deslizara más silencio

en la conversación. El mero hecho detenerla al otro lado de la línea resultabareconfortante. Me gustaba.

—Haller, he de volver al trabajo.—Vale, Maggie, encierra a esos

malos.—Lo haré.—Buenas noches.Cerré el teléfono y pensé en la

situación por un momento, luego lo abríy llamé al Sheraton Universal para versi tenían habitaciones disponibles.Decidí que como medida de precauciónno pasaría esa noche en casa. Podríahaber dos detectives de la policía deGlendale esperándome.

38

Miércoles, 25 de mayo

Después de pasar una noche sin apenasdormir en una mala cama de hotel lleguéal tribunal temprano el miércoles por lamañana y no encontré ningún grupo derecibimiento: no había detectives de lapolicía de Glendale esperándome conuna sonrisa y una orden de detención.Sentí un destello de alivio al pasar porel detector de metales. Llevaba elmismo traje del día anterior, aunqueesperaba que nadie lo notara. Sí llevaba

camisa y corbata limpias. Guardo ropade recambio en el maletero del Lincolnpara los días de verano en que estoytrabajando en el desierto y el aireacondicionado del coche no da paramás.

Cuando llegué a la sala de la juezaFullbright me sorprendió ver que no erael primero de los protagonistas en haceracto de presencia.

Minton estaba en la galería,preparando la pantalla para supresentación de Power Point. Puesto quela sala había sido diseñada antes de laera de las presentaciones potenciadaspor ordenador, no había sitio para

instalar una pantalla de seis metros demanera que la vieran con comodidadjueza, jurado y letrados. Un buen trozodel espacio de la galería del públicosería ocupado por la pantalla, ycualquier espectador que se sentaradetrás se quedaría sin ver elespectáculo.

—Trabajando de buena mañana —ledije a Minton.

Miró por encima del hombro ypareció sorprendido de verme llegar tanpronto.

—He de preparar la logística de esteasunto. Es un plomo.

—Siempre puede hacerlo a la

antigua, mirando al jurado y hablándolesa ellos.

—No, gracias. Prefiero esto. ¿Hahablado con su cliente respecto a laoferta?

—Sí, no hay trato. Parece que estavez llegaremos hasta el final.

Dejé mi maletín en la mesa de ladefensa y me pregunté si el hecho de queMinton estuviera preparando suargumento de cierre significaba quehabía decidido no llamar a ningúntestigo de refutación. Sentí una agudapunzada de pánico. Miré a la mesa de ladefensa y no vi nada que me diera unapista de lo que estaba planeando Minton.

Sabía que podía preguntarledirectamente, pero no quería renunciar ami apariencia de confianzadesinteresada.

Decidí que era mejor pasear hasta lamesa del alguacil para hablar con BillMeehan, el ayudante que se ocupaba dela sala de la jueza Fullbright. Vi quehabía varios papeles en su escritorio.Tendría el calendario de la sala, asícomo la lista de custodiados llevados enautobús al juzgado esa mañana.

—Bill, voy a por una taza de café,¿quiere algo?

—No, pero gracias. Estoy servidode cafeína. Al menos durante un rato.

Sonreí y asentí con la cabeza.—Eh, ¿ésa es la lista de

custodiados? ¿Puedo echar un vistazopara ver si hay alguno de mis clientes?

—Claro.Meehan me pasó varias hojas

grapadas. Era una lista ordenada por losnombres de todos los internos que en esemomento se hallaban alojados en loscalabozos del juzgado. Junto al nombrefiguraba el número del tribunal al que sedirigía cada uno de ellos. Actuando dela manera más despreocupada posibleexaminé la lista y enseguida encontré elnombre de Dwayne Jeffery Corliss. Elchivato de Minton estaba en el edificio y

se dirigía al tribunal de la juezaFullbright. Casi dejé escapar un suspirode alivio, pero lo contuve. Parecía queMinton iba a actuar de la forma que yoesperaba y que había planeado.

—¿Pasa algo? —preguntó Meehan.Lo miré y le devolví la lista.—No, ¿por qué?—No sé. Parecía que le había

pasado algo, nada más.—No ha pasado nada, pero pasará.Dejé la sala y bajé a la cafetería del

segundo piso. Cuando estaba en la colapara pagar mi café vi que entrabaMaggie McPherson y que ibadirectamente a la jarra del café. Después

de pagar me acerqué a ella, que estabaechando polvo de un sobre rosa en elcafé.

—Dulce y caliente —dije—. Miexmujer me decía que así era como legustaba.

Se volvió y me miró.—Basta, Haller.Pero Maggie sonrió.—Basta Haller o te va a doler —

dije—. También me decía eso. Muy amenudo.

—¿Qué estás haciendo? ¿Nodeberías estar alerta preparándote paradesconectar el Power Point de Minton?

—No me preocupa. De hecho,

deberías venir a verlo. La vieja escuelafrente a la nueva, una batalla de lasedades.

—No creo. Por cierto, ¿no es ése eltraje que llevabas ayer?

—Sí, es mi traje de la suerte. Pero¿cómo sabes qué llevaba ayer?

—Ah, asomé la cabeza en la sala deFullbright un par de minutos. Estabasdemasiado ocupado interrogando a tucliente para notarlo.

Me complació secretamente que sefijara en mis trajes. Sabía quesignificaba algo.

—Entonces, ¿por qué no te vuelves aasomar esta mañana?

—Hoy no puedo. Estoy demasiadoocupada.

—¿Qué tienes?—Me ocupo de un asesinato en

primer grado de Andy Seville. Lo dejapara irse al privado y ayer dividieronsus casos. A mí me ha tocado el bueno.

—Bien. ¿El acusado necesita unabogado?

—Ni hablar, Haller. No voy aperder otro por ti.

—Sólo era broma. Estoy a tope.Puso una tapa de plástico en su vaso

y lo cogió del mostrador, valiéndose deuna capa de servilletas para noquemarse.

—Yo igual. Así que te deseo suertehoy, pero no puedo.

—Sí, lo sé. Has de seguir la línea dela empresa. Anima a Minton cuando bajecon el rabo entre las piernas.

—Lo intentaré.Ella salió de la cafetería y se acercó

a una mesa vacía. Todavía tenía quinceminutos antes de la hora de reanudacióndel juicio. Saqué el móvil y llamé a misegunda exesposa.

—Lorna, soy yo. Estamos en juegocon Corliss. ¿Estás lista?

—Sí.—Vale, sólo quería asegurarme. Te

llamaré.

—Buena suerte hoy, Mickey.—Gracias, la necesitaré. Estate

preparada para la próxima llamada.Cerré el teléfono y estaba a punto de

levantarme cuando vi al detective delDepartamento de Policía de Los ÁngelesHoward Kurlen cortando camino entrelas mesas para dirigirse hacia mí. Elhombre que había puesto en prisión aJesús Menéndez no tenía pinta de estarhaciendo una pausa para comerse unsándwich de sardinas y mantequilla decacahuete. Llevaba un documentodoblado. Llegó a mi mesa y lo soltódelante de mi taza de café.

—¿Qué es esta mierda? —preguntó.

Empecé a desdoblar el documento,pese a que ya sabía lo que era.

—Parece una citación, detective.Pensaba que lo sabría.

—Ya sabe a qué me refiero, Haller.¿Cuál es el juego? No tengo nada quever con ese caso y no quiero formarparte de sus chorradas.

—No es un juego y tampoco es unachorrada. Ha sido citado como testigode refutación.

—¿Para refutar qué? Ya le he dicho,y ya lo sabe, que no tengo nada que vercon ese caso. Es de Marty Booker yacabo de hablar con él y me ha dichoque ha de ser un error.

Asentí como si quisiera sercomplaciente.

—¿Sabe qué le digo?, suba a esasala y tome asiento. Si es un error loarreglaré lo antes posible. No creo quetenga que quedarse más de una hora. Losacaré de aquí para que vaya a perseguira los tipos malos.

—¿Qué le parece esto? Yo me largoahora y usted lo soluciona cuando le déla puta gana.

—No puedo hacerlo, detective. Esuna citación legal válida y debeaparecer en esa sala hasta que seaeximido. Ya le digo que lo haré lo antesposible. La fiscalía tiene un testigo y

luego es mi turno y me ocuparé de eso.—Esto es una estupidez.Se volvió y se alejó por la cafetería

hacia la puerta. Afortunadamente sehabía dejado la citación, porque erafalsa. Nunca la había registrado con elalguacil y la firma garabateada al pieera mía.

Estupidez o no, no creía que Kurlenabandonara el tribunal. Era un hombreque entendía el significado del deber yla ley. Vivía con ella. Con eso contabayo. Estaría en la sala hasta que loeximieran de ello. O hasta queentendiera para qué lo había llamado.

39

A las nueve y media, la jueza hizo pasaral jurado e inmediatamente procedió conlos asuntos del día. Miré de reojo a lagalería y vi a Kurlen en la fila de atrás.Tenía una expresión meditabunda, si noenfadada, en el rostro. Estaba cerca dela puerta y yo no sabía cuánto aguantaríaallí. Suponía que necesitaría la horaentera que le había pedido.

Seguí mirando por la sala y vi queLankford y Sobel estaban sentados en unbanco junto al escritorio del alguacil, ellugar reservado al personal de las

fuerzas del orden. Sus rostros norevelaban nada, pero aun así meinquietaron. Me pregunté si dispondríade la hora que necesitaba.

—Señor Minton —entonó la jueza—, ¿el estado tiene alguna refutación?

Me volví hacia la magistrada.Minton se levantó, se arregló laamericana y pareció vacilar yprepararse antes de responder.

—Sí, señoría, la fiscalía llama aDwayne Jeffery Corliss como testigo derefutación.

Me levanté y me fijé en que a miderecha Meehan, el alguacil, también sehabía levantado. Iba a ir al calabozo del

tribunal para recoger a Corliss.—Señoría —dije—, ¿quién es

Dwayne Jeffery Corliss y por qué notenía noticia de él?

—Agente Meehan, espere unmomento —dijo Fullbright.

Meehan se quedó parado con lallave del calabozo en la mano. La juezapidió entonces disculpas al jurado, peroles dijo que tenían que regresar a la salade deliberaciones hasta que fueranllamados de nuevo. Después de quesalieran por la puerta que había detrásde la tribuna, la jueza se concentró enMinton.

—Señor Minton, ¿quiere hablarnos

de su testigo?—Dwayne Corliss es un testigo de

cooperación que habló con el señorRoulet cuando éste estuvo bajo custodiatras su detención.

—¡Mentira! —bramó Roulet—. Yono hablé con…

—Silencio, señor Roulet —atronó lajueza—. Señor Haller, aleccione a sucliente sobre el peligro de perder losestribos en mi sala.

—Gracias, señoría.Yo todavía permanecía de pie. Me

incliné para susurrar en el oído deRoulet.

—Eso ha sido perfecto —dije—.

Ahora tranquilo y yo me ocuparé desdeaquí.

Roulet asintió y se reclinó. Cruzó losbrazos ante el pecho con pose enfadada.Yo me enderecé.

—Lo lamento, señoría, perocomparto la rabia de mi cliente respectoa este intento desesperado de la fiscalía.Es la primera vez que oigo hablar delseñor Corliss. Me gustaría saber cuándodenunció esta supuesta conversación.

Minton se había quedado de pie.Pensé que era la primera vez en el juicioque ambos permanecíamos de pie ydiscutíamos con la magistrada.

—El señor Corliss contactó con la

oficina por medio de una fiscal quemanejó la primera comparecencia delacusado —dijo Minton—. Sin embargo,esa información no se me pasó hastaayer, cuando en una reunión de equipose me preguntó por qué no habíautilizado la información.

Eso era mentira, pero no una que yoquisiera poner en evidencia. Hacerlohabría revelado el desliz de MaggieMcPherson el día de San Patricio ypodría hacer descarrilar mi plan. Teníaque ser cuidadoso. Necesitabaargumentar vigorosamente contra elhecho de que Corliss subiera al estrado,pero también necesitaba perder la

disputa.Puse mi mejor expresión de rabia.—Esto es increíble, señoría. ¿Sólo

porque la fiscalía haya tenido unproblema de comunicación, mi clienteha de sufrir las consecuencias de nohaber sido informado de que el Estadotenía un testigo contra él? Claramente nodebería permitirse que este hombretestificara. Es demasiado tarde parasacarlo ahora.

—Señoría —dijo Minton, saltandocon rapidez—, ni yo mismo he tenidotiempo de interrogar a Corliss. Puestoque estaba preparando mi alegato final,simplemente hice las gestiones para que

lo trajeran hoy. Su testimonio es clavepara la fiscalía porque sirve comorefutación de las declaracionesinteresadas del señor Roulet. Nopermitirle testificar supondría un graveperjuicio al Estado.

Negué con la cabeza y sonreí confrustración. Con esa última frase Mintonestaba amenazando a la jueza con lapérdida del apoyo de la fiscalía si enalguna ocasión se enfrentaba a unaselecciones con un candidato opositor.

—¿Señor Haller? —preguntó lajueza—. ¿Algo más antes de quedictamine?

—Sólo quiero que conste en acta mi

protesta.—Así será. Si tuviera que darle

tiempo para investigar e interrogar alseñor Corliss, ¿cuánto necesitaría?

—Una semana.Ahora Minton puso la sonrisa falsa

en el rostro y negó con la cabeza.—Eso es ridículo, señoría.—¿Quiere ir al calabozo y hablar

con él? —me preguntó la jueza—. Loautorizaré.

—No, señoría. Por lo que a mírespecta todos los chivatos carcelariosson mentirosos. No ganaría nadainterrogándolo, porque todo lo que salgade su boca será mentira. Todo. Además,

no se trata de lo que él tenga que decir.Se trata de lo que otros tengan que decirde él. Para eso necesito el tiempo.

—Entonces dictaminaré que puedetestificar.

—Señoría —dije—, si va a permitirque entre en esta sala, ¿puedo pedir unaindulgencia para la defensa?

—¿Cuál es, señor Haller?—Me gustaría salir un momento al

pasillo y hacer una llamada a uninvestigador. Tardaré menos de unminuto.

La jueza lo pensó un momento yasintió con la cabeza.

—Adelante. Haré pasar al jurado

mientras telefonea.—Gracias.Me apresuré a cruzar la portezuela y

recorrí el pasillo central. Mis ojosestablecieron contacto con los deHoward Kurlen, que me dedicó una desus mejores sonrisas sarcásticas.

En el pasillo pulsé la tecla demarcado rápido correspondiente almóvil de Lorna Taylor y ella respondióenseguida.

—Bueno, ¿a qué distancia estás?—Unos quince minutos.—¿Te has acordado del listado y la

cinta?—Lo tengo todo aquí.

Miré mi reloj. Eran las diez menoscuarto.

—Muy bien, estamos en juego. No teretrases, pero cuando llegues quiero queesperes en el pasillo que hay fuera de lasala. A las diez y cuarto, entra y me lodas. Si estoy interrogando al testigo,siéntate en la primera fila y espera hastaque te vea.

—Entendido.Cerré el teléfono y volví a entrar en

la sala. Los miembros del jurado ya sehabían sentado y Meehan estabaconduciendo a un hombre con un monogris a través de la puerta del calabozo.Dwayne Corliss era un hombre delgado

con el pelo roñoso; no se lo lavaba losuficiente en el programa dedesintoxicación del County-USC.Llevaba una pulsera de plástico deidentificación en la muñeca, de las quete ponen en el hospital. Lo reconocí. Erael hombre que me había pedido unatarjeta de visita cuando entrevisté aRoulet en el calabozo en mi primer díaen el caso.

Corliss fue conducido por Meehan alestrado de los testigos y la secretaria deltribunal le tomó juramento. Minton sehizo cargo a partir de ahí.

—Señor Corliss, ¿fue usted detenidoel cinco de marzo de este año?

—Sí, la policía me detuvo por unrobo y posesión de drogas.

—¿Está encarcelado en estemomento?

Corliss miró a su alrededor.—Eh, no, no lo creo. Ahora estoy en

el tribunal.Oí la risa basta de Kurlen detrás de

mí, pero nadie se le unió.—No, me refiero a si está

actualmente en prisión. Cuando no estáaquí en el tribunal.

—Estoy en un programa cerrado dedesintoxicación, en el pabellóncarcelario del Los Ángeles County-USCMedical Center.

—¿Es adicto a las drogas?—Sí. Soy adicto a la heroína, pero

ahora estoy limpio. No he tomado nadadesde que me detuvieron.

—Hace más de sesenta días.—Exacto.—¿Reconoce al acusado en este

caso?Corliss miró a Roulet y asintió con

la cabeza.—Sí, lo reconozco.—¿Por qué?—Porque estuve con él en el

calabozo después de que me detuvieran.—¿Está diciendo que después de

que lo detuvieran estuvo en relación de

proximidad con el acusado, LouisRoulet?

—Sí, al día siguiente.—¿Cómo ocurrió eso?—Bueno, los dos estábamos en Van

Nuys, aunque en pabellones diferentes.Entonces, cuando nos llevaron enautobús a los juzgados estuvimos juntos,primero en el autobús y luego en elcalabozo, y más tarde cuando nostrajeron a la sala para la primeracomparecencia. Estuvimos todo eltiempo juntos.

—¿Cuando dice «juntos» qué quieredecir?

—Bueno, estábamos juntos porque

éramos los únicos blancos del grupo enel que estábamos.

—Veamos, ¿hablaron cuandoestuvieron todo ese tiempo juntos?

Corliss asintió con la cabeza y almismo tiempo Roulet negó con la suya.Yo toqué el brazo de mi cliente parapedirle que se abstuviera de hacerdemostraciones.

—Sí, hablamos —dijo Corliss.—¿Sobre qué?—En general de cigarrillos. Los dos

los necesitábamos, pero no dejan fumaren prisión.

Corliss hizo un gesto de qué se le vaa hacer con las manos y unos cuantos

miembros del jurado —probablementefumadores— sonrieron y asintieron conla cabeza.

—¿En algún momento le preguntó alseñor Roulet por qué estaba en lacárcel? —preguntó Minton.

—Sí.—¿Qué dijo?Rápidamente me levanté y protesté,

pero con la misma rapidez la protestafue denegada.

—¿Qué le dijo, señor Corliss? —repitió Minton.

—Bueno, primero me preguntó porqué me habían detenido y se lo dije. Asíque yo le pregunté por qué estaba allí y

él dijo: «Por darle a una puta justo loque merecía».

—¿Ésas fueron sus palabras?—Sí.—¿Se explicó más acerca de lo que

eso significaba?—No, lo cierto es que no. No sobre

eso.Me incliné hacia delante, esperando

que Minton formulara la siguientepregunta obvia. Pero no lo hizo. Siguióadelante.

—Veamos, señor Corliss, ¿yo o laoficina del fiscal le hemos prometidoalgo a cambio de su testimonio?

—No. Sólo pensaba que era lo que

tenía que hacer.—¿Cuál es la situación de su caso?—Todavía tengo cargos contra mí,

pero parece que si completo elprograma podré salir en condicional. Almenos por la acusación de drogas. Delrobo todavía no lo sé.

—Pero yo no le he prometidoninguna ayuda al respecto, ¿correcto?

—No, señor, no me lo ha prometido.—¿Alguien de la oficina del fiscal le

hizo alguna promesa?—No, señor.—No tengo más preguntas.Me quedé sentado sin moverme y

solamente mirando a Corliss. Mi pose

era la de un hombre que estabaenfadado, pero que no sabía qué hacerexactamente al respecto. Finalmente, lajueza me impelió a la acción.

—Señor Haller,¿contrainterrogatorio?

—Sí, señoría.Me levanté, mirando a la puerta

como si esperara que un milagro entrarapor ella. Entonces miré el gran reloj queestaba en la puerta de atrás y vi que eranlas diez y cinco. Me fijé al volvermehacia el testigo en que no había perdidoa Kurlen. Todavía estaba en la fila deatrás y continuaba con la misma mueca.Me di cuenta de que probablemente era

su expresión natural.Me volví hacia el testigo.—Señor Corliss, ¿qué edad tiene?—Cuarenta y tres.—¿Le llaman Dwayne?—Así es.—¿Algún otro nombre?—Cuando era joven la gente me

l l amaba D. J. Todo el mundo mellamaba así.

—¿Y dónde creció?—En Mesa, Arizona.—Señor Corliss, ¿cuántas veces ha

sido detenido antes?Minton protestó, pero la jueza

denegó la protesta. Sabía que iba a

darme mucha cuerda con ese testigoporque supuestamente yo era elengañado.

—¿Cuántas veces ha sido detenidoantes, señor Corliss? —pregunté denuevo.

—Creo que unas siete.—Así que ha estado en muchos

calabozos, ¿no?—Podría decirlo así.—¿Todos en el condado de Los

Ángeles?—La mayoría de ellos. Pero también

me detuvieron antes en Phoenix.—Entonces sabe cómo funciona el

sistema, ¿no?

—Sólo trato de sobrevivir.—Y a veces sobrevivir implica

delatar a sus compañeros internos, ¿no?—¿Señoría? —dijo Minton,

levantándose para protestar.—Siéntese, señor Minton —dijo la

jueza Fullbright—. Le he dado muchomargen trayendo a este testigo. El señorHaller tiene ahora su parte. El testigoresponderá la pregunta.

La estenógrafa leyó de nuevo lapregunta a Corliss.

—Supongo.—¿Cuántas veces ha delatado a un

compañero interno?—No lo sé. Unas cuantas.

—¿Cuántas veces ha declarado en unjuicio a favor de la acusación?

—¿Eso incluye mis propios casos?—No, señor Corliss. Para la

acusación. ¿Cuántas veces ha testificadocontra un compañero recluso para laacusación?

—Creo que ésta es mi cuarta vez.Puse expresión de estar sorprendido

y aterrorizado, aunque no estaba ni unacosa ni la otra.

—Entonces es usted un profesional,¿no? Casi podría decirse que suprofesión es la de chivato drogadictocarcelario.

—Sólo digo la verdad. Si la gente

me dice cosas que son malas, entoncesestoy obligado a informar de ellas.

—Pero ¿usted intenta sonsacarinformación?

—No, en realidad no. Sólo soy untipo amistoso.

—Un tipo amistoso. Entonces lo queespera que crea este jurado es que unhombre al que no conoce, de repente, lecontó a usted (un perfecto desconocido)que le dio a una puta su merecido. ¿Esasí?

—Es lo que dijo.—O sea que sólo le mencionó eso y

luego continuaron hablando decigarrillos.

—No exactamente.—¿No exactamente? ¿Qué quiere

decir «no exactamente»?—También me dijo que lo había

hecho antes. Dijo que se había salidocon la suya antes y que iba a volver ahacerlo. Estaba alardeando porque laotra vez dijo que había matado a la putay se había librado.

Me quedé un momento inmóvil. Miréentonces a Roulet, que estaba sentadocomo una estatua con expresión desorpresa. Luego miré de nuevo altestigo.

—Usted…Empecé y me detuve, actuando como

si yo fuera el hombre en el campominado que acababa de oír el clicdebajo de mi pie. En mi visiónperiférica me fijé en que Minton tensabasu postura.

—¿Señor Haller? —me urgió lajueza.

Aparté mi mirada de Corliss y miréa la jueza.

—Señoría, no tengo más preguntasen este momento.

40

Minton se levantó de su asiento como unboxeador que sale de su rincón hacia unrival que está sangrando.

—¿Contrarréplica, señor Minton? —preguntó Fullbright.

Pero él ya estaba en el estrado.—Por supuesto, señoría.Miró al jurado como para subrayar

la importancia de la siguienteintervención y luego a Corliss.

—Ha dicho que estaba alardeando,señor Corliss. ¿Cómo es eso?

—Bueno, me habló de esa vez en

que mató a una chica y quedó impune.Me levanté.

—Señoría, esto no tiene nada quever con el presente caso y no esrefutación de ninguna prueba que hayasido ofrecida antes a la defensa. Eltestigo no puede…

—Señoría —me interrumpió Minton—, esto es información que ha surgido ainstancias del abogado defensor. Laacusación tiene derecho a seguirla.

—Lo autorizaré —dijo Fullbright.Me senté y me mostré decepcionado.

Minton siguió adelante. Estaba yendojusto adonde yo quería que fuera.

—Señor Corliss, ¿el señor Roulet le

ofreció alguno de los detalles de suincidente previo en el cual dijo quequedó impune después de matar a unamujer?

—Dijo que la mujer era unabailarina de serpientes. Bailaba en algúnantro en el cual estaba como en un pozode serpientes.

Noté que Roulet colocaba los dedosen torno a mi bíceps y me apretaba.Sentí su aliento cálido en mi oreja.

—¿Qué coño es esto? —susurró.Me volví hacia él.—No lo sé. ¿Qué diablos le dijo a

este tipo?Me susurró a través de los dientes

apretados.—No le dije nada. Esto es una

trampa. ¡Usted me ha tendido unatrampa!

—¿Yo? ¿De qué está hablando? Ledije que no pude acceder a este tipo enel calabozo. Si usted no le dijo estamierda, alguien lo hizo. Empiece apensar. ¿Quién?

Me volví y vi a Minton en el estradoy continuando su interrogatorio aCorliss.

—¿El señor Roulet dijo algo másacerca de la bailarina que dijo haberasesinado? —preguntó.

—No, es lo único que dijo.

Minton comprobó sus notas para versi había algo más, luego asintió para sí.

—Nada más, señoría.La jueza me miró. Casi pude ver

compasión en su rostro.—¿Alguna nueva intervención de la

defensa con este testigo?Antes de que pudiera responder

hubo ruido desde el fondo de la sala yme volví para ver a Lorna Taylorentrando. Recorrió apresuradamente elpasillo hacia la portezuela.

—Señoría, ¿puedo disponer de unmomento para hablar con mi equipo?

—Dese prisa, señor Haller.Me reuní con Lorna en la portezuela

y cogí una cinta de vídeo con un trozo depapel fijado a su alrededor con unagoma elástica. Como le había explicadoantes, ella me susurró al oído.

—Aquí es donde hago ver que tesusurro algo muy importante al oído —dijo—. ¿Cómo va?

Asentí al tiempo que sacaba la gomaelástica de la cinta y miraba el trozo depapel.

—Sincronización perfecta —lesusurré—. Estoy listo para atacar.

—¿Puedo quedarme a mirar?—No, quiero que salgas de aquí. No

quiero que nadie hable contigo despuésde esto.

Asentí con la cabeza y ella repitió elgesto y se fue. Volví al estrado.

—No hay segundocontrainterrogatorio, señoría.

Me senté y esperé. Roulet me cogiódel brazo.

—¿Qué está haciendo?Lo aparté.—Deje de tocarme. Tenemos nueva

información que no podemos sacar en uncontrainterrogatorio. —Me concentré enla jueza.

—¿Algún otro testigo, señorMinton? —preguntó.

—No, señoría. No hay másrefutaciones.

La jueza asintió.—El testigo puede retirarse.Meehan empezó a cruzar la sala en

dirección a Corliss. La jueza me miró yyo empecé a levantarme.

—Señor Haller, ¿contrarrefutación?—Sí, señoría, la defensa quiere

llamar al estrado a D. J. Corliss comocontrarrefutación.

Meehan se quedó quieto y todas lasmiradas se centraron en mí. Levanté lacinta y el papel que Lorna acababa detraerme.

—Tengo nueva información sobre elseñor Corliss, señoría. No podía sacarlaen un contrainterrogatorio.

—Muy bien, proceda.—¿Puedo disponer de un momento,

señoría?—Un momento corto.Me agaché de nuevo al lado de

Roulet.—Mire, no sé qué está pasando,

pero no importa —susurré.—¿Cómo que no importa? Está…—Escúcheme. No importa porque

todavía puedo destruirlo. No importaque diga que ha matado a veintemujeres. Si es un mentiroso, es unmentiroso. Si lo destruyo, nada de esocuenta. ¿Entiende?

Roulet asintió y pareció calmarse al

reflexionar al respecto.—Entonces destrúyalo.—Lo haré. Pero he de estar

informado. ¿Sabe algo más que puedasurgir? ¿Hay algo más de lo que tengaque apartarme?

Roulet susurró lentamente, como siestuviera explicando algo a un niño.

—No lo sé, porque nunca he habladocon él. No soy tan estúpido como parahablar de cigarrillos y asesinatos con unputo desconocido.

—Señor Haller —me instó la jueza.Me levanté.—Sí, señoría.Me levanté con la cinta y el papel

que la acompañaba y me acerqué alestrado. Por el camino eché un vistazorápido a la galería y vi que Kurlen sehabía ido. No tenía forma de sabercuánto tiempo se había quedado y cuántohabía escuchado. Lankford también sehabía ido. Sólo quedaba Sobel y apartósu mirada de la mía. Centré mi atenciónen Corliss.

—Señor Corliss, ¿puede decirle aljurado dónde estaba exactamente cuandoel señor Roulet supuestamente le hizoestas revelaciones sobre agresiones yasesinatos?

—Cuando estuvimos juntos.—¿Juntos dónde, señor Corliss?

—Bueno, en el trayecto de autobúsno hablamos porque íbamos en asientosseparados. Pero cuando llegamos altribunal estuvimos en el mismo calabozocon otros seis tipos y nos sentamosjuntos y hablamos.

—¿Y esos seis tipos también fuerontestigos de cómo hablaba usted con elseñor Roulet?

—Puede ser. Estaban allí.—Entonces lo que me está diciendo

es que si los traigo aquí uno por uno yles pregunto si les vieron hablar a ustedy Roulet, lo confirmarían.

—Bueno, deberían. Pero…—Pero ¿qué?, señor Corliss.

—Es sólo que probablemente nohablarán, nada más.

—¿Y eso es porque a nadie le gustanlos soplones, señor Corliss?

Corliss se encogió de hombros.—Supongo.—Muy bien, vamos a asegurarnos de

que tenemos todo esto claro. Usted nohabló con el señor Roulet en el autobús,pero habló con él cuando estuvieronjuntos en el calabozo. ¿En algún sitiomás?

—Sí, hablamos cuando nos metieronen la sala. Te tienen en esa áreaacristalada y esperas a que te llamen.Hablamos un poco allí, también, hasta

que se inició la vista de su caso. A él letocó primero.

—¿Eso fue en la sala de lectura decargos, donde tuvo su primeracomparecencia ante el juez?

—Así es.—O sea que estaba allí hablando en

la sala y allí fue donde Roulet le revelósu participación en esos crímenes que hadescrito.

—Así es.—¿Recuerda específicamente qué le

dijo cuando estuvieron en la sala?—No, en realidad no. No

específicamente. Creo que podría serentonces cuando me habló de la chica

que era una bailarina.—Muy bien, señor Corliss.Levanté la cinta de vídeo, expliqué

que era de la primera comparecencia deLouis Roulet y solicité presentarla comoprueba de la defensa. Minton trató deimpedirlo como algo que no habíapresentado en los hallazgos, pero esofue fácilmente rebatido por la jueza sinque yo tuviera que discutir ese punto.Acto seguido él protestó otra vez,argumentando que no se había verificadola autenticidad de la cinta.

—Sólo pretendo ahorrar tiempo aeste tribunal —dije—. Si es precisopuedo hacer que el hombre que grabó la

cinta venga aquí en más o menos unahora para autentificarla. Pero creo quesu señoría será capaz de autentificarlapor sí misma con un solo vistazo.

—Voy a aceptarla —dijo la jueza—.Después de que la veamos, la acusaciónpodrá objetar otra vez si lo desea.

La televisión y la unidad de vídeoque ya había utilizado previamentefueron llevadas a la sala y situadas en unángulo en que fueran visibles paraCorliss, el jurado y la jueza. Mintontuvo que colocarse en una silla situadajunto a la tribuna del jurado para verlopor completo.

La cinta se reprodujo. Duraba veinte

minutos y mostraba a Roulet desde elmomento en que entraba en el área decustodia del tribunal hasta que fuesacado después de la vista de la fianza.Roulet en ningún momento habló connadie salvo conmigo.

Cuando la cinta finalizó, dejé latelevisión en su sitio por si eranecesaria de nuevo. Me dirigí a Corlisscon un tinte de indignación en la voz.

—Señor Corliss, ¿ha visto algúnmomento en esa cinta en que usted y elseñor Roulet estuvieran hablando?

—Eh, no, yo…—Aun así, ha testificado bajo

juramento y bajo pena de perjurio que el

acusado le confesó crímenes cuandoambos estuvieron en el tribunal, ¿no esasí?

—Sé que he dicho eso, pero debo dehaberme equivocado. Debió decontármelo todo cuando estuvimos en elcalabozo.

—¿Le ha mentido al jurado?—No era mi intención. Así era como

lo recordaba, pero supongo que meequivoco. Tenía el mono esa mañana.Las cosas se confunden.

—Eso parece. Deje que le preguntealgo, ¿las cosas se confundieron cuandotestificó contra Frederic Bentley en milnovecientos ochenta y nueve?

Corliss juntó las cejas en un ademánde concentración, pero no respondió.

—Recuerda a Frederic Bentley,¿verdad?

Minton se levantó.—Protesto. ¿Mil novecientos

ochenta y nueve? ¿Adónde quiere llegarcon esto?

—Señoría —dije—, quiero llegar ala veracidad del testigo. Es una cuestiónclave aquí.

—Conecte los puntos, señor Haller—ordenó la jueza—. Deprisa.

—Sí, señoría.Cogí el trozo de papel y lo usé como

atrezo durante mis preguntas finales a

Corliss.—En mil novecientos ochenta y

nueve Frederic Bentley fue condenado,con su colaboración, por violar a unachica de dieciséis años en su cama enPhoenix. ¿Lo recuerda?

—Apenas —dijo Corliss—. Hetomado muchas drogas desde entonces.

—Testificó en el juicio que leconfesó el crimen cuando estuvieronjuntos en una comisaría de policía. ¿Noes así?

—Ya le he dicho que me cuestamucho acordarme de entonces.

—La policía le puso en ese calabozoporque sabía que usted quería delatar,

aunque se lo tuviera que inventar, ¿no esasí?

Mi tono de voz iba aumentando concada pregunta.

—No lo recuerdo —respondióCorliss—. Pero no me invento las cosas.

—Luego, ocho años después, elhombre del que testificó que le habíacontado que lo hizo fue exoneradocuando un test de ADN determinó que elsemen del agresor de la chica procedíade otro hombre. ¿No es correcto, señor?

—Yo no…, o sea…, fue hace muchotiempo.

—¿Recuerda haber sido entrevistadopor un periodista del Arizona Star

después de la puesta en libertad deFrederic Bentley?

—Vagamente. Recuerdo que alguienllamó, pero no dije nada.

—El periodista le dijo que laspruebas de ADN exoneraban a Bentley yle preguntó si había inventado laconfesión de éste, ¿verdad?

—No lo sé.Sostuve el periódico que estaba

agarrando hacia la jueza.—Señoría, tengo un artículo de

archivo del Arizona Star aquí. Estáfechado el nueve de febrero de milnovecientos noventa y siete. Un miembrode mi equipo lo encontró al buscar el

nombre de D. J. Corliss en el ordenadorde mi oficina. Pido que se registre comoprueba de la defensa y se admita comodocumento histórico que detalla unaadmisión por silencio.

Mi solicitud desencadenó unenfrentamiento brutal con Minton acercade la autenticidad y la fundaciónadecuada. En última instancia, la juezadictaminó a mi favor. Fullbright estabamostrando parte de la mismaindignación que yo estaba fingiendo, yMinton no tenía mucha opción.

El alguacil entregó a Corliss elartículo impreso desde el ordenador y lajueza le pidió que lo leyera.

—No leo bien, jueza —dijo.—Inténtelo, señor Corliss.Corliss sostuvo el papel e inclinó la

cara hacia él al leerlo.—En voz alta, por favor —bramó

Fullbright.Corliss se aclaró la garganta y leyó

con voz entrecortada.—«Un hombre condenado

erróneamente de violación fue puesto enlibertad el sábado de la InstituciónCorreccional de Arizona y juró buscarjusticia para otros reclusos falsamenteacusados. Frederic Bentley, de treinta ycuatro años, pasó casi ocho años enprisión por asaltar a una joven de

dieciséis años de Tempe. La víctima delasalto identificó a Bentley, un vecino, ylas pruebas sanguíneas coincidían con elsemen recogido en la víctima después dela agresión.

»El caso quedó cimentado en eljuicio por el testimonio de uninformador que declaró que Bentley lehabía confesado el crimen cuandoestaban juntos en un calabozo. Bentleysiempre mantuvo su inocencia durante eljuicio e incluso después de su sentencia.Una vez que los tests de ADN fueronaceptados como prueba válida por lostribunales del Estado, Bentley contratóabogados para que se analizara el semen

recogido en la víctima de la agresión.Un juez ordenó que se realizaran laspruebas este mismo año, y los análisisdemostraron que Bentley no era elviolador.

»En una conferencia de prensacelebrada ayer en el Arizona Biltmore,el recién puesto en libertad Bentleyclamó contra los informantes de prisióny pidió una ley estatal que establezcapautas estrictas a la policía y losfiscales que los utilizan.

»El informante que declaró bajojuramento que Bentley admitió ser elviolador fue identificado como D. J.Corliss, un hombre de Mesa que había

sido acusado de cargos de drogas.Cuando le hablaron de la excarcelaciónde Bentley y le preguntaron si habíainventado su testimonio contra Bentley,Corliss declinó hacer comentarios elsábado. En su conferencia de prensa,Bentley denunció que Corliss era unsoplón bien conocido por la policía yque fue usado en varios casos paraacercarse a sospechosos. Bentleyaseguró que la práctica de Corlissconsistía en inventar confesiones si noconseguía sonsacárselas a lossospechosos. El caso contra Bentley…».

—Bien, señor Corliss —dije—.Creo que es suficiente.

Corliss dejó el papel y me mirócomo un niño que acaba de abrir lapuerta de un armario abarrotado y veque todo le va a caer encima.

—¿Fue acusado de perjurio en elcaso Bentley? —le pregunté.

—No —dijo con energía, como siese hecho implicara que no habíaactuado mal.

—¿Eso fue porque la policía era sucómplice en tender la trampa al señorBentley?

Minton protestó diciendo:—Estoy seguro de que el señor

Corliss no tiene ni idea de qué influyóen la decisión de acusarlo o no de

perjurio.Fullbright la aprobó, pero no me

importaba. Llevaba tanta ventaja con esetestigo que no había forma de que meatraparan. Me limité a pasar a lasiguiente pregunta.

—¿Algún fiscal o policía le ofrecióestar cerca del señor Roulet y conseguirque se confiara a usted?

—No, supongo que sólo fue la suertedel sorteo.

—¿No le dijeron que obtuviera unaconfesión del señor Roulet?

—No.Lo miré un buen rato con asco en la

mirada.

—No tengo nada más.Mantuve la pose de rabia hasta mi

asiento y dejé caer la caja de la cinta devídeo con enfado antes de sentarme.

—¿Señor Minton? —preguntó lajueza.

—No tengo más preguntas —respondió con voz débil.

—De acuerdo —dijo Fullbright conrapidez—. Voy a excusar al jurado paraque tome un almuerzo temprano. Megustaría que estuvieran todos de vuelta ala una en punto.

Dirigió una sonrisa tensa a losmiembros del jurado y la mantuvo hastaque éstos hubieron abandonado la sala.

La sonrisa desapareció en cuanto secerró la puerta.

—Quiero ver a los abogados en midespacho —dijo—. Inmediatamente.

No esperó respuesta. Se levantó tandeprisa que su túnica flotó tras ellacomo la capa negra de la Parca.

41

La jueza Fullbright ya había encendidoun cigarrillo cuando Minton y yoentramos en su despacho. Después dedar una larga calada lo apagó en unpisapapeles de cristal y guardó la colillaen una bolsa Ziploc que llevaba en sumonedero. Cerró la bolsa, la dobló y laguardó en el monedero. No iba a dejarpruebas de su trasgresión para laslimpiadoras de la noche ni para nadie.Exhaló el humo hacia la toma deventilación del techo y a continuaciónposó la mirada en Minton. A juzgar por

la expresión de Fullbright, me alegré deno estar en el pellejo del fiscal.

—Señor Minton, ¿qué coño le hahecho a mi juicio?

—Seño…—Cállese y siéntese. Los dos.Ambos obedecimos. La jueza se

recompuso y se inclinó hacia delante porencima del escritorio. Todavía estabamirando a Minton.

—¿Quién hizo las averiguacionesprevias de este testigo suyo? —preguntócon calma—. ¿Quién lo investigó?

—Eh, eso debería ser, de hecho,sólo lo investigamos en el condado deLos Ángeles. No había ninguna

advertencia, ninguna señal. Comprobésu nombre en el ordenador, pero no usélas iniciales.

—¿Cuántas veces lo han utilizado eneste condado antes de hoy?

—Sólo una vez antes en juicio. Peroha proporcionado información en otrostres casos que haya podido encontrar.No surgió nada de Arizona.

—¿A nadie se le ocurrió pensar queeste tipo había estado en algún otro sitioo que había usado variantes de sunombre?

—Supongo que no. Me lo pasó lafiscal original del caso. Supuse que ellalo había investigado.

—Mentira —dije.La jueza volvió su mirada hacia mí.

Podía haberme quedado sentado ycontemplar cómo Minton caía, pero noiba a permitirle que tratara de arrastrarcon él a Maggie McPherson.

—La fiscal original era MaggieMcPherson —dije—. Ella sólo tuvo elcaso tres horas. Es mi exmujer y encuanto me vio en la primeracomparecencia supo que tenía quedejarlo. Y usted obtuvo el caso esemismo día, Minton. ¿En qué momento sesupone que ella tenía que investigar elhistorial de sus testigos, especialmentede este tipo que no salió de debajo de

las piedras hasta después de la primeracomparecencia? Ella lo pasó y punto.

Minton abrió la boca para deciralgo, pero la jueza lo cortó.

—No importa quién debía hacerlo.No se hizo de manera adecuada y, encualquier caso, poner a ese hombre en elestrado en mi opinión ha sido unaconducta groseramente inadecuada.

—Señoría —espetó Minton—, yo…—Guárdeselo para su jefe. Será a él

a quien tenga que convencer. ¿Cuál es laúltima oferta que ha hecho el Estado alseñor Roulet?

Minton pareció paralizado e incapazde responder. Yo respondí por él.

—Agresión simple, seis meses en elcondado.

La jueza levantó las cejas y me miró.—¿Y usted no la aceptó?Negué con la cabeza.—Mi cliente no aceptaría una

condena. Le arruinaría. Se arriesgarácon el veredicto.

—¿Quiere un juicio nulo? —preguntó.

Me reí y negué con la cabeza.—No, no quiero un juicio nulo. Eso

sólo daría más tiempo a la fiscalía paraponer orden en su estropicio y volvercontra nosotros.

—Entonces ¿qué quiere? —

preguntó.—¿Qué quiero? Un veredicto directo

estaría bien. Algo que no pueda tenerrecursos del Estado. Al margen de esollegaremos hasta el final.

La jueza asintió y juntó las manossobre la mesa.

—Un veredicto directo seríaridículo, señoría —dijo Minton,encontrando finalmente la voz—. Encualquier caso estamos al final deljuicio. Podemos llevarlo hasta elveredicto. El jurado lo merece. Sóloporque la fiscalía haya cometido unerror no hay motivo para subvertir todoel proceso.

—No sea estúpido, señor Minton —dijo la jueza despreciativamente—. Nose trata de lo que merece el jurado. Ypor lo que a mí respecta, un error comoel que ustedes han cometido basta. Noquiero que el Segundo me lo rebote, yeso es lo que seguramente harán.Entonces cargaré con el muerto por sumala conducta…

—¡No conocía el historial deCorliss! —dijo Minton con energía—.Juro por Dios que no lo conocía.

La intensidad de sus palabrasimpuso un momentáneo silencio aldespacho. Pero yo enseguida me deslicéen ese vacío.

—¿Igual que no sabía lo de lanavaja, Ted?

Fullbright paseó la mirada deMinton a mí y luego volvió a mirar aMinton.

—¿Qué navaja? —preguntó ella.Minton no dijo nada.—Cuénteselo —dije.Minton negó con la cabeza.—No sé de qué está hablando —

dijo.—Entonces cuéntemelo usted —me

dijo la jueza.—Señoría, si uno espera los

hallazgos de la oficina del fiscal, yapuede retirarse —dije—. Los testigos

desaparecen, las historias cambian,puedes perder un caso si te sientas aesperar.

—Muy bien, ¿y qué ocurrió con lanavaja?

—Necesitaba avanzar en mi caso.Así que mi investigador consiguió losinformes por la puerta de atrás. Es juegolimpio. Pero estaban esperándole yfalsificaron un informe sobre la navajapara que yo no tuviera noticia de lasiniciales. No lo supe hasta que recibí elpaquete formal de hallazgos.

La jueza adoptó una expresiónsevera.

—Eso fue la policía, no la fiscalía

—dijo Minton con rapidez.—Hace treinta segundos ha dicho

que no sabía de qué estaba hablando —dijo Fullbright—. Ahora, de repente, losabe. No me importa quién lo hizo. ¿Meestá diciendo que de hecho ocurrió así?

Minton asintió a regañadientes.—Sí, señoría. Pero juro que yo…—¿Sabe lo que eso me dice? —le

interrumpió la jueza—. Me dice quedesde el principio hasta el final elEstado no ha jugado limpio en este caso.No importa quién hizo qué o que elinvestigador del señor Haller pudierahaber actuado de manera impropia. Lafiscalía ha de estar por encima de eso. Y

como se ha demostrado hoy en mi salano lo ha estado ni por asomo.

—Señoría, no es…—Basta, señor Minton. Creo que he

oído suficiente. Quiero que ahora sevayan los dos. Dentro de media hora iréa mi banco y anunciaré lo que haremosal respecto. Todavía no sé qué será,pero no importa lo que haga, no le va agustar lo que tengo que decir, señorMinton. Y le pido que su jefe, el señorSmithson, esté en la sala con usted paraoírlo.

Me levanté. Minton no se movió.Todavía estaba petrificado en el asiento.

—¡He dicho que pueden irse! —

bramó la jueza.

42

Seguí a Minton hasta la sala del tribunal.Estaba vacía salvo por Meehan, queestaba sentado ante el escritorio delalguacil. Cogí mi maletín de la mesa dela defensa y me dirigí a la portezuela.

—Eh, Haller, espere un segundo —dijo Minton, al tiempo que recogía unascarpetas de la mesa de la acusación.

Me detuve en la portezuela y lomiré.

—¿Qué?Minton se acercó a la portezuela y

señaló la puerta de atrás de la sala.

—Salgamos de aquí.—Mi cliente estará esperándome

fuera.—Venga aquí.Se dirigió a la puerta y yo lo seguí.

En el vestíbulo en el que dos días anteshabía confrontado a Roulet, Minton sedetuvo para confrontarme. Pero no dijonada. Estaba reuniendo las palabras.Decidí empujarlo más todavía.

—Mientras va a buscar a Smithsoncreo que pararé en la oficina del Timesen la segunda y me aseguraré de que elperiodista sepa que habrá fuegosartificiales aquí dentro de media hora.

—Mire —balbució Minton—,

hemos de arreglar esto.—¿Hemos?—Aparque lo del Times, ¿vale?

Déme su número de móvil y déme diezminutos.

—¿Para qué?—Déjeme bajar a mi oficina y ver

qué puedo hacer.—No me fío de usted, Minton.—Bueno, si quiere lo mejor para su

cliente en lugar de un titular barato,tendrá que confiar en mí diez minutos.

Aparté la mirada del rostro delfiscal y simulé que estaba considerandola oferta. Finalmente volví a mirarlo.Nuestros rostros estaban a sólo medio

metro de distancia.—Sabe, Minton, podría haberme

tragado todas las mentiras. La navaja, laarrogancia y todo lo demás. Soyprofesional y he de vivir con esa mierdade los fiscales todos los días de mi vida,pero cuando trató de cargarle Corliss aMaggie McPherson, es cuando decidí nomostrar piedad.

—Mire, no hice nadaintencionadamente…

—Minton, mire a su alrededor. Nohay nadie más que nosotros. No haycámaras, no hay cintas, no hay testigos.¿Va a quedarse ahí y va a decirme quenunca había oído hablar de Corliss antes

de la reunión de equipo de ayer?Respondió señalándome con un dedo

airado.—¿Y usted va a quedarse ahí y va a

decirme que no había oído hablar de élhasta esta mañana?

Nos miramos el uno al otro un largomomento.

—Puedo ser novato, pero no soyestúpido —dijo—. Toda su estrategiaconsistía en empujarme a usar a Corliss.Todo el tiempo supo lo que podía hacercon él. Y probablemente lo supo por suex.

—Si puede demostrarlo,demuéstrelo —dije.

—Oh, no se preocupe, podría… situviera tiempo. Pero sólo tengo mediahora.

Lentamente levanté la muñeca y mirémi reloj.

—Más bien veintiséis minutos.—Déme su número de móvil.Lo hice y Minton se fue. Esperé

quince segundos en el vestíbulo antes defranquear la puerta.

Roulet estaba de pie junto a lacristalera que daba a la plaza. Su madrey C. C. Dobbs estaban sentados en unbanco contra la pared opuesta. Más allávi a la detective Sobel entreteniéndoseen el pasillo.

Roulet me vio y empezó a avanzarhacia mí. Enseguida lo siguieron sumadre y Dobbs.

—¿Qué pasa? —preguntó Dobbs enprimer lugar.

Esperé hasta que todos se reunieroncerca de mí antes de responder.

—Creo que todo está a punto deexplotar —dije.

—¿Qué quiere decir? —preguntóDobbs.

—La jueza está considerando unveredicto directo. Lo sabremos muypronto.

—¿Qué es un veredicto directo? —preguntó Mary Windsor.

—Significa que el juez retira ladecisión de manos del jurado y emite unveredicto de absolución. La jueza estáenfadada porque Minton ha actuado malcon Corliss y algunas cosas más.

—¿Puede hacerlo? Simplementeabsolverlo.

—Ella es la jueza. Puede hacer loque quiera.

—¡Oh, Dios mío!Windsor se llevó una mano a la boca

y puso cara de estar a punto de romper allorar.

—He dicho que lo está considerando—la previne—. No significa que vaya aocurrir. Pero ya me ha ofrecido un juicio

nulo y lo he rechazado de pleno.—¿Lo ha rechazado? —exclamó

Dobbs—. ¿Por qué diablos ha hechoeso?

—Porque no significa nada. ElEstado podría volver y juzgar otra vez aLouis, esta vez con mejores armasporque ya conocen nuestrosmovimientos. Olvídese del juicio nulo.No vamos a educar al fiscal. Queremosalgo sin retorno o nos arriesgaremos conun veredicto del jurado hoy. Incluso sidictaminan contra nosotros, tenemosfundamentos sólidos para apelar.

—¿No es una decisión que lecorresponde a Louis? —preguntó Dobbs

—. Al fin y al cabo, él es…—Cecil, calla —soltó Windsor—.

Cállate y deja de cuestionar todo lo queeste hombre hace por Louis. Tienerazón. ¡No vamos a volver a pasar poresto!

Dobbs reaccionó como si hubierasido abofeteado por la madre de Roulet.Pareció encogerse y separarse delcorrillo. Miré a Mary Windsor y vi unrostro diferente. Vi el rostro de la mujerque había empezado un negocio de lanada y lo había llevado a la cima.También miré a Dobbs de un mododiferente, dándome cuenta de queprobablemente había estado susurrando

dulcemente en el oído de Windsordesaprobaciones de mi trabajo en todomomento.

Lo dejé estar y me concentré en loque nos ocupaba.

—Sólo hay una cosa que le gustamenos a la oficina del fiscal que perderun veredicto —dije—. Y eso es seravergonzada por un juez con unveredicto directo, especialmentedespués de un hallazgo de mala conductapor parte de la fiscalía. Minton habajado a hablar con su jefe y es unhombre muy político y siempre sabe pordónde sopla el viento. Podríamos saberalgo dentro de unos pocos minutos.

Roulet estaba directamente delantede mí. Miré por encima de su hombro yvi que Sobel continuaba de pie en elpasillo. Estaba hablando por un teléfonomóvil.

—Escuchen —dije—. Quédensesentados tranquilos. Si no tengo noticiasde la oficina del fiscal, volveremos a lasala dentro de veinte minutos para verqué quiere hacer la jueza. Así quequédense cerca. Si me disculpan, voy allavabo.

Me alejé de ellos y recorrí el pasilloen dirección a Sobel, pero Roulet sealejó de su madre y su abogado y me dioalcance. Me cogió por el brazo para

detenerme.—Todavía quiero saber cómo

consiguió Corliss esa mierda que estádiciendo —preguntó.

—¿Qué importa? Nos beneficia. Eslo que importa.

Roulet acercó su rostro al mío.—El tipo me ha llamado asesino

desde el estrado. ¿Cómo me beneficiaeso?

—Porque nadie le creyó. Y por esoestá cabreada la jueza, porque han usadoa un mentiroso profesional para subir alestrado y decir las peores cosas deusted. Ponerlo delante de un jurado ydespués tener que revelar al tipo como

un mentiroso es conducta indebida. ¿Nolo ve? He tenido que subir las apuestas.Era la única forma de presionar a lajueza para amonestar a la fiscalía. Estoyhaciendo exactamente lo que quería quehiciera, Louis. Voy a sacarlo en libertad.

Lo examiné mientras él calibraba lainformación.

—Así que déjelo estar —dije—.Vuelva con su madre y con Dobbs ydéjeme mear.

Negó con la cabeza.—No, no voy a dejarlo, Mick.Apretó un dedo en mi pecho.—Está ocurriendo algo más, Mick, y

no me gusta. Ha de recordar algo. Tengo

su pistola. Y tiene una hija. Ha de…Cerré mi mano sobre la suya y la

aparté de mi pecho.—No amenace nunca a mi familia —

dije con voz controlada pero airada—.Si quiere venir a por mí, bien, venga apor mí. Pero nunca vuelva a amenazar ami hija. Le enterraré tan hondo que no loencontrarán jamás. ¿Lo ha entendido,Louis?

Lentamente asintió y una sonrisa learrugó el rostro.

—Claro, Mick. Sólo quería que nosentendiéramos mutuamente.

Le solté la mano y lo dejé allí.Empecé a caminar hacia el final del

pasillo donde estaban los lavabos ydonde Sobel parecía estar esperandomientras hablaba por el móvil. Estabacaminando a ciegas, con lospensamientos de la amenaza a mi hijanublándome la visión, pero al acercarmea Sobel me espabilé. Ella terminó lallamada cuando yo llegué allí.

—Detective Sobel —dije.—Señor Haller —dijo ella.—¿Puedo preguntarle por qué está

aquí? ¿Van a detenerme?—Estoy aquí porque me invitó,

¿recuerda?—Ah, no, no lo recordaba.Ella entrecerró los ojos.

—Me dijo que debería ver su juicio.De repente me di cuenta de que ella

se estaba refiriendo a la extrañaconversación en la oficina de mi casadurante el registro del lunes por lanoche.

—Ah, sí, lo había olvidado. Bueno,me alegro de que aceptara mi oferta. Hevisto a su compañero antes. ¿Qué le hapasado?

—Ah, está por aquí.Traté de interpretar algo en sus

palabras. No había respondido a mipregunta de si iban a detenerme. Señalécon la cabeza en dirección a la sala deltribunal.

—Entonces, ¿qué opina?—Interesante. Me habría gustado ser

una mosca en la pared de la oficina de lajueza.

—Bueno, quédese. Todavía no haterminado.

—Quizá lo haga.Mi teléfono móvil empezó a vibrar.

Busqué bajo la chaqueta y lo saqué demi cadera. La pantalla de identificaciónde llamada decía que era de la oficinadel fiscal del distrito.

—He de atender esta llamada —dije.

—Por supuesto —dijo Sobel.Abrí el teléfono y empecé a caminar

por el pasillo hacia donde Roulet estabapaseando.

—¿Hola?—Mickey Haller, soy Jack

Smithson, de la oficina del fiscal.¿Cómo le va el día?

—He tenido mejores.—No después de lo que voy a

ofrecerle.—Le escucho.

43

La jueza no salió de su despacho hastapasados quince minutos más de lostreinta que había prometido. Estábamostodos esperando: Roulet y yo en la mesade la defensa; su madre y Dobbs justodetrás, en primera fila. En la mesa de laacusación, Minton ya no volaba ensolitario. Junto a él se había sentadoJack Smithson. Yo estaba pensando queprobablemente era la primera vez quepisaba un tribunal en un año.

Minton se mostraba abatido yderrotado. Sentado junto a Smithson, uno

podría haberlo tomado por un acusadojunto a su abogado. Parecía culpablecomo un acusado.

El detective Booker no estaba en lasala y me pregunté si estaría trabajandoen algo o si simplemente nadie se habíamolestado en llamarle para darle lamala noticia.

Me volví para mirar el gran reloj dela pared de atrás y examinar la galería.La pantalla de la presentación de PowerPoint de Minton ya no estaba, una pistade lo que se avecinaba. Vi a Sobelsentada en la fila de atrás, pero no así nia su compañero ni a Kurlen. No habíanadie más salvo Dobbs y Windsor, y

ellos no contaban. La fila reservada alos medios estaba vacía. Los medios nohabían sido alertados. Yo estabacumpliendo mi parte del trato conSmithson.

El ayudante Meehan llamó al ordenen la sala y la jueza Fullbright ocupó elbanco con un floreo y el aroma de lilasflotó hacia las mesas. Supuse que sehabría fumado uno o dos cigarrillos enel despacho y se había excedido con elperfume para tapar el olor.

—En la cuestión del Estado contraLouis Roulet, entiendo por mi alguacilque tenemos una moción.

Minton se levantó.

—Sí, señoría.No dijo nada más, como si no fuera

capaz de hablar.—Bien, señor Minton, ¿me la va a

enviar por telepatía?—No, señoría.Minton miró a Smithson, que le dio

su permiso con la cabeza.—El Estado ha decidido retirar

todos los cargos contra Louis RossRoulet.

La jueza asintió con la cabeza comosi hubiera esperado ese movimiento. Oíque alguien tomaba aire detrás de mí ysupe que era Mary Windsor. Ella sabíalo que iba a ocurrir, pero había

contenido sus emociones hasta oírlo enla sala.

—¿Con o sin perjuicio? —preguntóla jueza.

—Retirado con perjuicio.—¿Está seguro de eso, señor

Minton? Eso significa que no puedehaber recurso del Estado.

—Sí, señoría, lo sé —dijo Mintoncon una nota de molestia por el hecho deque la jueza necesitara explicarle la ley.

La jueza anotó algo y luego volvió amirar a Minton.

—Creo que para que conste en actael Estado ha de ofrecer algún tipo deexplicación de esta moción. Hemos

elegido un jurado y hemos escuchadomás de dos días de testimonios. ¿Porqué el Estado toma esta medida en estafase, señor Minton?

Smithson se levantó. Era un hombrealto y delgado, de tez pálida. Era unespécimen de fiscal. Nadie quería a unhombre obeso como fiscal del distrito yeso era precisamente lo que esperabaser algún día. Llevaba una americanacolor gris marengo junto con lo que sehabía convertido en su sello personal:una pajarita granate y un pañuelo a juegoque asomaba del bolsillo del pecho deltraje.

Entre los profesionales de la defensa

se había corrido la voz de que unconsejero político le había dicho queempezara a construirse una imagenreconocible por los medios con objetode que cuando llegara el momento de lacarrera electoral los votantes pensaranque ya lo conocían. La presente era unasituación en la que no quería que losmedios llevaran su imagen a losvotantes.

—Si se me permite, señoría —dijo.—Que conste en acta la presencia

del ayudante del fiscal del distrito JohnSmithson, director de la División de VanNuys. Bienvenido, Jack. Adelante, porfavor.

—Jueza Fullbright, ha llegado a miatención que en el interés de la justicialos cargos contra el señor Rouletdeberían ser retirados.

Pronunció mal el apellido Roulet.—¿Es la única explicación que

puede ofrecer, Jack? —preguntó lajueza.

Smithson reflexionó antes deresponder. A pesar de que no habíaperiodistas presentes, el registro de lavista sería público y sus palabrasvisibles más tarde.

—Señoría, ha llegado a mi atenciónque se produjeron irregularidades en lainvestigación y la posterior acusación.

Esta oficina se basa en la creencia en lasantidad de nuestro sistema de justicia.Yo lo salvaguardo personalmente en laDivisión de Van Nuys y me lo tomo,muy, muy en serio. Y por tanto es mejorque rechacemos un caso a que veamos lajusticia posiblemente comprometida enalgún modo.

—Gracias, señor Smithson. Esrefrescante oírlo.

La jueza tomó otra nota y luego nosvolvió a mirar.

—Se aprueba la moción del Estado—dijo—. Todos los cargos contra elseñor Roulet se retiran con perjuicio.Señor Roulet, queda usted absuelto.

—Gracias, señoría —dije.—Todavía tenemos un jurado que ha

de volver a la una —dijo Fullbright—.Lo reuniré y explicaré que el caso haquedado resuelto. Si alguno de losletrados desea volver entonces, estoysegura de que los miembros del juradotendrán preguntas para hacerles. Noobstante, no se requiere que vuelvan.

Asentí con la cabeza, pero no dijeque no iba a volver. Las doce personasque habían sido tan importantes durantela última semana acababan de caer delradar. Ahora significaban tan poco paramí como los conductores que circulan ensentido contrario por la autopista.

Habían pasado a mi lado y para mí ya noexistían.

La jueza se levantó y Smithson fue elprimero en abandonar la sala. No teníanada que decir ni a Minton ni a mí. Suprioridad era distanciarse de esacatástrofe para la fiscalía. Miré y vi queel rostro de Minton había perdido todoel color. Supuse que pronto vería sunombre en las páginas amarillas. Noconservaría el puesto en la oficina delfiscal y se uniría a las filas de losprofesionales de la defensa, con una muycostosa primera lección sobre casos dedelitos graves.

Roulet estaba en la barandilla,

inclinándose para abrazar a su madre.Dobbs tenía una mano en su hombro enun gesto de felicitación, pero el abogadode la familia no se había recuperado dela dura reprimenda de Windsor en elpasillo.

Cuando acabaron los abrazos,Roulet se volvió hacia mí y me estrechóla mano con vacilación.

—No me equivocaba con usted —dijo—. Sabía que era el indicado.

—Quiero la pistola —dije,inexpresivo, sin que mi rostro mostraraninguna alegría por la victoria reciénobtenida.

—Por supuesto que la quiere.

Se volvió de nuevo hacia su madre.Vacilé un momento y luego me volví a lamesa de la defensa. Abrí mi maletínpara guardar todos los archivos.

—¿Michael?Al volverme vi que era Dobbs quien

extendía una mano por la barandilla. Sela estreché y asentí con la cabeza.

—Lo ha hecho bien —dijo Dobbs,como si necesitara oírselo decir a él—.Todos lo apreciamos mucho.

—Gracias. Sé que no confiabamucho en mí al principio.

Fui lo bastante cortés para nomencionar el arrebato de Windsor y loque había dicho acerca de acuchillarme

por la espalda.—Sólo porque no le conocía —dijo

Dobbs—. Ahora le conozco. Ya séquién recomendar a mis clientes.

—Gracias. Aunque espero que susclientes nunca me necesiten.

Se rió.—¡Yo también!Entonces llegó el turno de Mary

Windsor. Me extendió la mano porencima de la portezuela.

—Señor Haller, gracias por lo queha hecho por mi hijo.

—De nada —dije cansinamente—.Cuide de él.

—Siempre lo hago.

Asentí.—¿Por qué no salen todos al

pasillo? Yo iré dentro de un minuto. Hede acabar unas cuestiones aquí con elalguacil y el señor Minton.

Me volví hacia la mesa y actoseguido la rodeé y me acerqué a lasecretaria del tribunal.

—¿Cuánto tardaré en tener una copiafirmada de la orden de la jueza?

—La registraremos esta tarde.Podemos enviarle una copia si no quierevolver.

—Eso sería fantástico. ¿Tambiénpueden enviármela por fax?

Ella dijo que lo haría y yo le di el

número de fax de Lorna Taylor.Todavía no estaba seguro de cómo

podría usarla, pero sin lugar a dudas unaorden de retirar los cargos podríaayudarme de algún modo a conseguiralgún que otro cliente.

Cuando me volví de nuevo paracoger mi maletín e irme me fijé en que ladetective Sobel había abandonado lasala. Sólo quedaba Minton. Estaba depie recogiendo sus cosas.

—Perdón, no tuve ocasión de ver supresentación de Power Point —dije.

—Sí, era muy buena. Creo que loshabría convencido.

Asentí.

—¿Qué va a hacer ahora?—No lo sé. Ver si puedo superar

esto y de algún modo no perder elempleo.

Se puso las carpetas bajo el brazo.No tenía maletín. Sólo tenía que bajar ala segunda planta. Se volvió y mededicó una mirada dura.

—Lo único que sé es que no quierocruzar el pasillo. No quiero convertirmeen alguien como usted, Haller. Creo queme gusta demasiado dormir para eso.

Dicho esto franqueó la portezuela ysalió a grandes zancadas de la sala.Miré a la secretaria para ver si habíaoído lo que Minton había dicho. Actuó

como si no lo hubiera oído.Me tomé mi tiempo para seguir al

fiscal. Cogí mi maletín y me volví deespaldas para empujar la puerta. Miré elbanco vacío de la jueza y el escudo delestado de California en el panel frontal.Asentí con la cabeza por nada enparticular y salí.

44

Roulet y su cohorte estabanesperándome en el pasillo. Miré aambos lados y vi a Sobel junto a losascensores. Estaba hablando por elmóvil y aparentaba estar esperando unascensor, pero no vi que el botón debajar estuviera encendido.

—Michael, ¿puede unirse a nosotrosen el almuerzo? —dijo Dobbs despuésde verme—. ¡Vamos a celebrarlo!

Me fijé en que ahora me llamaba porel nombre de pila. La victoria hace quetodo el mundo sea amistoso.

—Eh… —dije, todavía mirando aSobel—. Creo que no tengo tiempo.

—¿Por qué no? Obviamente no tieneun juicio por la tarde.

Finalmente miré a Dobbs. Teníaganas de decirle que no podía comer conellos porque no quería volver a verlos,ni a él ni a Mary Windsor ni a LouisRoulet.

—Creo que voy a quedarme por aquíy a hablar con los miembros del juradocuando vuelvan a la una.

—¿Por qué? —preguntó Roulet.—Porque me ayudará a pensar qué

estaban pensando y en qué posiciónestábamos.

Dobbs me dio una palmadita en laparte superior del brazo.

—Siempre aprendiendo, siempremejorando para el siguiente. No se loreprocho.

Parecía encantado de que no fuera aacompañarlos. Y por una buena razón.Probablemente me quería lejos paraempezar a reparar su relación con MaryWindsor. Quería esa cuenta filón sólopara él otra vez.

Oí el golpe ahogado del ascensor yvolví a mirar al pasillo. Sobel estabadelante del ascensor abierto. No iba asubir.

En ese momento, Lankford, Kurlen y

Booker salieron del ascensor y seunieron a Sobel. Empezaron a caminarhacia nosotros.

—Entonces le dejaremos con eso —dijo Dobbs, que estaba de espaldas a losdetectives que se acercaban—. Tenemosuna reserva en Orso y me temo que yavamos a llegar tarde.

—Muy bien —dije, todavía mirandohacia el pasillo.

Dobbs, Windsor y Roulet sevolvieron para alejarse justo al tiempoque los cuatro detectives nosalcanzaban.

—Louis Roulet —anunció Kurlen—,está detenido. Vuélvase, por favor, y

ponga las manos a la espalda.—¡No! —gritó Mary Windsor—. No

puede…—¿Qué es esto? —gritó Dobbs.Kurlen no respondió ni esperó que

Roulet obedeciera. Dio un paso adelantey de manera brusca obligó a Roulet adarse la vuelta. Al hacer el giro forzado,los ojos de Roulet buscaron los míos.

—¿Qué está pasando, Mick? —dijocon voz calmada—. Esto no deberíaocurrir.

Mary Windsor avanzó hacia su hijo.—¡Quítele las manos de encima!Cogió a Kurlen desde atrás, pero

Booker y Lankford intervinieron con

presteza y la separaron, manejándolacon suavidad pero con fuerza.

—Señora, retroceda —ordenóBooker—. O la meteré en el calabozo.

Kurlen empezó a leerle sus derechosa Roulet. Windsor se quedó atrás, perono en silencio.

—¿Cómo se atreven? ¡No puedenhacer esto!

Cambiaba constantemente el pesodel cuerpo de un pie al otro y daba lasensación de que unas manos invisiblesestuvieran impidiendo que cargara otravez contra Kurlen.

—Madre —dijo Roulet en un tonode voz que llevaba más peso y control

que el de ninguno de los detectives.El cuerpo de Windsor transigió. Se

rindió. Pero Dobbs no lo hizo.—¿Por qué lo está deteniendo? —

preguntó.—Sospechoso de asesinato —dijo

Kurlen—. Del asesinato de MarthaRentería.

—¡Eso es imposible! —gritó Dobbs—. Se ha demostrado que todo lo queese testigo Corliss dijo allí dentro eramentira. ¿Está loco? La jueza hadesestimado el caso por sus mentiras.

Kurlen interrumpió su lectura de losderechos de Roulet y miró a Dobbs.

—Si era mentira, ¿cómo sabe que

estaba hablando de Martha Rentería?Dobbs se dio cuenta de su error y

dio un paso atrás para apartarse. Kurlensonrió.

—Sí, eso creía —dijo.Cogió a Roulet por el codo y le dio

la vuelta.—Vamos —dijo.—¿Mick? —dijo Roulet.—Detective Kurlen —dije—,

¿puedo hablar un momento con micliente?

Kurlen me miró, pareció sopesarmede algún modo y asintió.

—Un minuto. Dígale que secomporte y todo será mucho más fácil

para él.Empujó a Roulet hacia mí. Yo lo

cogí de un brazo y lo alejé unos pasosde los demás para poder tener intimidadsi manteníamos la voz baja. Me acerquémás a él y empecé en un susurro.

—Ya está, Louis. Esto es un adiós.Lo suelto. Ahora va solo. Búsquese otroabogado.

Sus ojos revelaron la sorpresa.Luego su expresión se nubló con una iramuy concentrada. Era pura rabia y me dicuenta de que era la misma rabia quehabrían visto Regina Campo y MarthaRentería.

—No necesitaré un abogado —me

dijo—. ¿Cree que pueden presentarcargos con lo que usted de alguna formale dijo a ese soplón mentiroso? Mejorque se lo vuelva a pensar.

—No necesitarán al soplón, Louis.Créame, descubrirán más.Probablemente ya tienen más.

—¿Y usted, Mick? ¿No se estáolvidando de algo? Tengo…

—Lo sé. Pero ya no importa. Nonecesitan mi pistola. Ya tienen todo loque necesitan. Pero me ocurra lo que meocurra, sabré que yo le derribé. Al final,después del juicio y de todas lasapelaciones, cuando finalmente leclaven la aguja en el brazo, será por mí,

Louis. Recuérdelo. —Sonreí sin unápice de humor y me acerqué todavíamás—. Esto es por Raul Levin. Puedeque no lo condenen por su muerte, pero,no se equivoque, le van a condenar.

Dejé que lo pensara un momentoantes de retirarme y hacerle una seña aKurlen. Él y Booker se colocaron aambos lados de Roulet y lo agarraronpor la parte superior de ambos brazos.

—Me ha tendido una trampa —dijoRoulet, manteniendo la calma de algúnmodo—. No es un abogado. Trabajapara ellos.

—Vamos —dijo Kurlen.Empezaron a llevárselo, pero él se

los sacudió momentáneamente y volvió aclavarme su mirada de furia.

—No es el final, Mick —dijo—.Mañana por la mañana estaré fuera.¿Qué hará entonces? Piénselo. ¿Qué va ahacer entonces? No puede proteger atodo el mundo.

Lo agarraron con más fuerza y sincontemplaciones lo obligaron a volversehacia los ascensores. Esta vez Roulet nopresentó resistencia. A medio caminodel pasillo hacia los ascensores, con sumadre y Dobbs siguiéndole, volvió lacabeza para mirarme por encima de suhombro. Sonrió y me hizo sentir unescalofrío.

«No puede proteger a todo elmundo».

Una sensación de miedo me perforóel pecho.

Alguien estaba esperando en elascensor y la puerta se abrió en cuantola comitiva llegó hasta allí. Lankford lehizo una señal a la persona y cogió elascensor. Roulet fue empujado alinterior. Dobbs y Windsor estaban apunto de seguirlos cuando fuerondetenidos por la mano extendida deLankford en señal de stop. La puerta delascensor empezó a cerrarse y Dobbs,enfadado e impotente, pulsó el botón quetenía al lado.

Tenía la esperanza de que fuera laúltima vez que viera a Louis Roulet,pero el miedo permanecía alojado en mipecho, revoloteando como una polillaatrapada en la luz del porche. Me volvíy casi choqué con Sobel. No me habíafijado en que se había quedado atrás.

—Tienen suficiente, ¿no? —dije—.Dígame que no habrían actuado tandeprisa si no tuvieran lo suficiente paraque no salga.

Ella me miró un largo momento antesde responder.

—Nosotros no decidimos eso. Lohace la fiscalía. Probablemente dependede lo que saquen en el interrogatorio.

Pero hasta ahora ha tenido un abogadomuy listo. Probablemente sabe que no leconviene decirnos ni una palabra.

—¿Entonces por qué no hanesperado?

—No era mi decisión.Negué con la cabeza. Quería decirle

que habían actuado con precipitación.Eso no formaba parte del plan. Yo sóloquería plantar la semilla. Quería que semovieran con lentitud y sin cometererrores.

La polilla revoloteaba en mi interiory yo miré al suelo. No podíadesembarazarme de la idea de que todasmis maquinaciones habían fallado,

dejándome a mí y a mi familia expuestosen el punto de mira de un asesino. «Nopuede proteger a todo el mundo».

Fue como si Sobel hubiera leído mistemores.

—Pero vamos a quedárnoslo —dijo—. Tenemos lo que el soplón dijo en eljuicio y la receta. Estamos trabajando enlos testigos y las pruebas forenses.

Mis ojos buscaron los suyos.—¿Qué receta?Su rostro adoptó una expresión de

sospecha.—Pensaba que lo había adivinado.

Lo entendimos en cuanto el soplónmencionó a la bailarina de serpientes.

—Sí. Martha Rentería. Eso ya lo sé.Pero ¿qué receta? ¿De qué estáhablando?

Me había acercado demasiado a ellay Sobel dio un paso atrás. No era mialiento. Era mi desesperación.

—No sé si debería decírselo,Haller. Usted es abogado defensor. Essu abogado.

—Ya no. Acabo de dejarlo.—No importa. Él…—Mire, acaban de detener al tipo

por mí. Podrían inhabilitarme por eso.Incluso podría ir a la cárcel por unasesinato que no cometí. ¿De qué recetaestá hablando?

Dudó un momento y yo esperé, peroentonces ella habló por fin.

—Las últimas palabras de RaulLevin. Dijo que encontró la receta parasacar a Jesús.

—¿Qué significa eso?—¿De verdad no lo sabe?—¿Va a hacer el favor de

decírmelo?Ella transigió.—Rastreamos los últimos

movimientos de Levin. Antes de quefuera asesinado hizo averiguacionesacerca de las multas de aparcamiento.Incluso sacó copias en papel.Inventariamos lo que tenía en la oficina

y finalmente lo comparamos con lo quehabía en el ordenador. Faltaba una multaen papel. Una receta. No sabíamos si suasesino se la llevó ese día o si habíaolvidado sacarla. Así que fuimos ysacamos una copia nosotros mismos.Fue emitida hace dos años, la noche delocho de abril. Era una denuncia poraparcar delante de una boca de riego enla manzana de Blythe Street alseiscientos y pico, en Panorama City.

Todo encajó, como el último granode arena que cae por el hueco del relojde cristal. Raul Levin verdaderamentehabía encontrado la salvación de JesúsMenéndez.

—Martha Rentería fue asesinada elocho de abril de hace dos años —dije—. Vivía en Blythe, en Panorama City.

—Sí, pero eso no lo sabíamos. Novimos la conexión. Nos contó que Levinestaba trabajando para usted en casosseparados. Jesús Menéndez y LouisRoulet eran investigaciones separadas.Levin también los tenía archivados porseparado.

—Era un problema de hallazgos.Mantenía los casos separados para notener que entregar a la fiscalía lo quedescubriera sobre Roulet que surgieraen la investigación del caso Menéndez.

—Uno de los ángulos de abogado.

Bueno, nos impidió entenderlo hasta queese soplón mencionó a la bailarina deserpientes. Eso lo conectó todo.

Asentí.—O sea que quien mató a Levin se

llevó el papel.—Creemos.—¿Comprobaron los teléfonos de

Levin por si había escuchas? De algunamanera alguien supo que habíaencontrado la receta.

—Lo hicimos. No había nada. Losmicrófonos podían haber sido sacadosen el momento del asesinato. O quizás elteléfono que estaba pinchado era otro.

Es decir, el mío. Eso explicaría

cómo Roulet conocía tantos de mismovimientos e incluso estabaesperándome convenientemente en micasa la noche que había vuelto de ver aJesús Menéndez.

—Haré que los comprueben —dije—. ¿Todo esto significa que estoy libredel asesinato de Raul?

—No necesariamente —dijo Sobel—. Todavía queremos saber lo quesurge de balística. Esperamos algo hoy.

Asentí. No sabía cómo responder.Sobel se entretuvo, aparentando quequería contarme o preguntarme algo.

—¿Qué? —dije.—No lo sé. ¿Hay algo que quiera

contarme?—No lo sé. No hay nada que contar.—¿De verdad? En el tribunal

parecía que estaba tratando de decirnosmucho.

Me quedé un momento en silencio,tratando de leer entre líneas.

—¿Qué quiere de mí, detectiveSobel?

—Sabe lo que quiero. Quiero alasesino de Raul Levin.

—Bueno, yo también. Pero nopodría darle a Roulet para el caso Levinpor más que quisiera. No sé cómo lohizo. Y esto es off the record.

—O sea que eso todavía le deja en

el punto de mira.Miró por el pasillo hacia los

ascensores en una clara insinuación. Silos resultados de balística coincidían,todavía podía tener problemas por lamuerte de Levin. O decía cómo lo hizoRoulet o cargaría yo con la culpa.Cambié de asunto.

—¿Cuánto tiempo cree que pasaráhasta que Jesús Menéndez salga? —pregunté.

Ella se encogió de hombros.—Es difícil de decir. Depende de la

acusación que construyan contra Roulet,si es que hay acusación. Pero sé unacosa. No pueden juzgar a Roulet

mientras haya otro hombre en prisiónpor el mismo crimen.

Me volví y caminé hasta la paredacristalada. Puse mi mano libre en labarandilla que recorría el cristal. Sentíuna mezcla de euforia y pánico y esapolilla que seguía batiendo las alas enmi pecho.

—Es lo único que me importa —dijecon calma—. Sacarlo. Eso y Raul.

Ella se acercó y se quedó a mi lado.—No sé lo que está haciendo —dijo

—, pero déjenos el resto a nosotros.—Si lo hago, probablemente su

compañero me meterá en prisión por unasesinato que no cometí.

—Está jugando a un juego peligroso—dijo ella—. Déjelo.

La miré y luego miré de nuevo a laplaza.

—Claro —dije—. Ahora lo dejaré.Habiendo oído lo que necesitaba oír,

Sobel hizo un movimiento para irse.—Buena suerte —dijo.La miré otra vez.—Lo mismo digo.Ella se fue y yo me quedé. Me volví

hacia la ventana y miré hacia abajo. Vi aDobbs y Windsor cruzando la plaza dehormigón y dirigiéndose alaparcamiento. Mary Windsor seapoyaba en su abogado. Dudaba que

todavía se dirigieran a comer a Orso.

45

Esa noche, había empezado a correr lavoz. No los detalles secretos, pero sí lahistoria pública. La historia de quehabía ganado el caso, que habíaconseguido que la fiscalía retirara loscargos sin posibilidad de recurso, y todosólo para que mi cliente fuera detenidopor asesinato en el pasillo del mismotribunal. Recibí llamadas de todos losprofesionales de la defensa que conocía.Recibí llamada tras llamada en miteléfono móvil hasta que finalmente seagotó la batería. Todos mis colegas me

felicitaban. Desde su punto de vista nohabía lado malo. Roulet era el clientefilón por excelencia. Había cobradotarifas A por un juicio y cobraría tarifasA por el siguiente. Era como untar dosveces el mismo trozo de pan en la salsa,algo con lo que la mayoría de losprofesionales de la defensa no podían nisiquiera soñar. Y, por supuesto, cuandoles dije que no iba a ocuparme de ladefensa del nuevo caso, cada uno deellos me preguntó si podíarecomendarles a Roulet.

Fue la única llamada que recibí en elteléfono fijo la que más esperaba. Erade Maggie McPherson.

—He estado toda la nocheesperando tu llamada —dije.

Estaba paseando en la cocina,amarrado por el cable del teléfono.Había examinado mis teléfonos al llegara casa y no había encontrado pruebas dedispositivos de escucha.

—Lo siento, he estado en la sala deconferencias —dijo ella.

—Oí que te han metido en el casoRoulet.

—Sí, por eso llamaba. Van asoltarlo.

—¿De qué estás hablando? ¿Van asoltarlo?

—Sí. Lo han tenido nueve horas en

una sala y no se ha quebrado. Quizá leenseñaste demasiado bien a no hablar,porque es una roca y no le han sacadonada, y eso significa que no tienensuficiente.

—Te equivocas. Hay suficiente.Tienen la multa de aparcamiento, y haytestigos que pueden situarlo en TheCobra Room. Incluso Menéndez puedeidentificarlo allí.

—Sabes tan bien como yo queMenéndez no sirve. Identificaría acualquiera con tal de salir. Y si hay mástestigos de The Cobra Room, entoncesvamos a tardar un tiempo eninvestigarlos. La multa de aparcamiento

lo sitúa en el barrio, pero no lo sitúa enel interior del apartamento.

—¿Y la navaja?—Están trabajando en eso, pero

también llevará tiempo. Mira, queremoshacerlo bien. Era responsabilidad deSmithson y, créeme, él también queríaquedárselo. Eso haría que el fiasco quehas creado hoy fuera un poco másaceptable. Pero no hay con qué. Todavíano. Van a soltarlo y estudiarán laspruebas forenses y buscarán testigos. Sifue Roulet, entonces lo encontraremos, ytu otro cliente saldrá. No has depreocuparte. Pero hemos de hacerlobien.

Lancé un puñetazo de impotencia enel aire.

—Han hecho saltar la liebre.Maldita sea, no tendrían que haberactuado hoy.

—Supongo que creyeron que lesbastaría con un interrogatorio de nuevehoras.

—Han sido estúpidos.—Nadie es perfecto.Estaba enfadado por su actitud, pero

me mordí la lengua. Necesitaba que memantuviera informado.

—¿Cuándo van a soltarloexactamente? —pregunté.

—No lo sé. Todo acaba de saberse.

Kurlen y Booker han venido aquí apresentar el material, y Smithson los haenviado otra vez a comisaría. Cuandovuelvan, supongo que lo soltarán.

—Escúchame, Maggie. Roulet sabede Hayley.

Hubo un horrible y largo momentode silencio antes de que ellarespondiera.

—¿Qué estás diciendo, Haller? ¿Hasdejado que nuestra hija…?

—Yo no he dejado que pase nada.Se coló en mi casa y vio su foto. Nosignifica que sepa dónde vive nisiquiera que conozca su nombre. Perosabe que existe y quiere vengarse de mí.

Así que has de volver a casa ahoramismo. Quiero que estés con Hayley.Cógela y sal del apartamento. No corrasriesgos.

Algo me retuvo de contarle todo, quesentía que Roulet había amenazadoespecíficamente a mi familia en eltribunal. «No puede proteger a todo elmundo». Sólo utilizaría esa informaciónsi Maggie se negaba a hacer lo quequería que hiciera con Hayley.

—Me voy ahora —dijo—. Iremos atu casa.

Sabía que diría eso.—No, no vengáis aquí.—¿Por qué no?

—Porque él podría venir aquí.—Es una locura. ¿Qué vas a hacer?—Todavía no estoy seguro. Sólo

coge a Hayley y ponte a salvo. Luegollámame desde el móvil, pero no medigas dónde estás. Será mejor que yo nisiquiera lo sepa.

—Haller, llama a la policía.Pueden…

—¿Y decirles qué?—No lo sé. Diles que has sido

amenazado.—Un abogado defensor diciéndole a

la policía que se siente amenazado…, sí,vendrán corriendo. Probablementemanden a un equipo del SWAT.

—Bueno, has de hacer algo.—Pensaba que lo había hecho.

Pensaba que iba a quedarse en prisión elresto de su vida. Pero habéis actuadodemasiado deprisa y ahora tenéis quesoltarlo.

—Te he dicho que no bastaba.Incluso sabiendo ahora de la posibleamenaza a Hayley, todavía no haysuficiente.

—Entonces ve a buscar a nuestrahija y ocúpate de ella. Déjame a mí elresto.

—Ya voy.Pero no colgó. Era como si me

estuviera dando la oportunidad de decir

más.—Te quiero, Mags —dije—. Os

quiero a las dos. Ten cuidado.Colgué el teléfono antes de que

pudiera responder. Casi inmediatamentelo descolgué y llamé al móvil deFernando Valenzuela. Contestó despuésde cinco tonos.

—Val, soy yo, Mick.—Mierda. Si hubiera sabido que

eras tú no habría contestado.—Mira, necesito tu ayuda.—¿Mi ayuda? ¿Me estás pidiendo

ayuda después de lo que me preguntastela otra noche? ¿Después de acusarme?

—Mira, Val, es una emergencia. Lo

que dije la otra noche no venía a cuentoy me disculpo. Te pagaré la tele, haré loque quieras, pero necesito que meayudes ahora mismo.

Esperé. Después de una pausarespondió.

—¿Qué quieres que haga?—Roulet todavía lleva el brazalete

en el tobillo, ¿no?—Sí. Ya sé lo que ha pasado en el

tribunal, pero no he tenido noticias deltipo. Uno de mis contactos del tribunalme dijo que los polis lo volvieron adetener, así que no sé qué está pasando.

—Lo detuvieron, pero están a puntode soltarlo. Probablemente te llamará

para poder quitarse el brazalete.—Yo ya estoy en casa, tío. Puede

encontrarme por la mañana.—Eso es lo que quiero. Hazlo

esperar.—Eso no es ningún favor, tío.—El favor viene ahora. Quiero que

abras el portátil y lo controles. Cuandosalga de comisaría quiero saber adóndeva. ¿Puedes hacer eso por mí?

—¿Te refieres a ahora mismo?—Sí, ahora mismo. ¿Hay algún

problema con eso?—Más o menos.Me preparé para otra discusión.

Pero me sorprendió.

—Te hablé de la alarma de labatería en el brazalete, ¿no? —dijoValenzuela.

—Sí, lo recuerdo.—Bueno, hace una hora he recibido

la alarma del veinte por ciento.—Entonces ¿cuánto tiempo puedes

seguirlo hasta que se agote la batería?—Probablemente entre seis y ocho

horas de búsqueda activa hasta que seponga en pulso bajo. Luego aparecerácada quince minutos durante otras cincohoras.

Pensé en todo ello. Sólo necesitabauna noche y saber que Maggie y Hayleyestaban a salvo.

—La cuestión es que cuando está enpulso bajo pita —dijo Valenzuela—. Looirás venir. O se cansará del ruido ycargará la batería.

O quizás hará otra vez su número deHoudini, pensé.

—Vale —dije—. Me dijiste quehabía otras alarmas que podías poner enel programa de seguimiento.

—Sí.—¿Puedes ponerlo para tener una

alarma si se acerca a un objetivo fijado?—Sí, si la lleva un pedófilo puedes

poner una alarma si se acerca a unaescuela. Cosas así. Ha de ser unobjetivo fijo.

—Entendido.Le di la dirección del apartamento

de Dickens, en Sherman Oaks, dondevivían Maggie y mi hija.

—Si se acerca a diez manzanas delsitio, llámame. No importa a qué hora,llámame. Ése es el favor.

—¿Qué sitio es éste?—Es donde vive mi hija.Hubo un largo silencio antes de que

respondiera Valenzuela.—¿Con Maggie? ¿Crees que este

tipo va a ir allí?—No lo sé. Espero que mientras

tenga el brazalete en el tobillo no seaestúpido.

—Vale, Mick. Entendido.—Gracias, Val. Y llámame al

número de casa. El móvil está muerto.Le di el número y luego me quedé un

momento en silencio, preguntándomequé más podía decir por mi traición dedos noches antes. Finalmente, lo dejéestar. Tenía que concentrarme en laamenaza inmediata.

Salí de la cocina y recorrí el pasillohasta mi despacho. Revisé el Rolodexde mi escritorio hasta que encontré unnúmero y cogí el teléfono del despacho.

Marqué y esperé. Miré por laventana de la izquierda del despacho ypor primera vez me fijé en que estaba

lloviendo. Parecía que iba a llover confuerza y me pregunté si el tiempoafectaría al satélite que seguía a Roulet.Abandoné la idea cuando mi llamada fuerespondida por Teddy Vogel, el líder delos Road Saints.

—Dime.—Ted, Mickey Haller.—Abogado, ¿cómo estás?—No muy bien esta noche.—Entonces me alegro de que llames.

¿Qué puedo hacer por ti?Miré la lluvia que caía al otro lado

de la ventana antes de responder. Sabíaque si continuaba estaría en deuda conuna gente con la que nunca había querido

estar atado. Pero no había elección.—¿Tienes a alguien por aquí esta

noche? —pregunté.Hubo vacilación antes de que Vogel

respondiera. Sabía que tenía que sentircuriosidad por el hecho de que suabogado le llamara para pedirle ayuda.

Obviamente estaba pidiéndole eltipo de ayuda que proporcionan losmúsculos y las pistolas.

—Tengo a unos cuantos tiposcontrolando las cosas en el club. ¿Quépasa?

El club era el bar de estriptis deSepulveda, no demasiado lejos deSherman Oaks. Contaba con esa

proximidad.—Han amenazado a mi familia, Ted.

Necesito unos tipos para hacer debarrera, quizá coger a un tipo si hacefalta.

—¿Armado y peligroso?Dudé, pero no demasiado.—Sí, armado y peligroso.—Suena a nuestro trabajo. ¿Dónde

los quieres?Estaba inmediatamente preparado

para actuar. Conocía bien el valor deque le debiera una. Le di la direccióndel apartamento de Dickens. También ledi una descripción de Roulet y de laropa que llevaba ese día en el tribunal.

—Si aparece en el apartamento,quiero que lo detengan —dije—. Ynecesito que tu gente vaya ahora.

—Hecho —dijo Vogel.—Gracias, Ted.—No, gracias a ti. Estamos

encantados de ayudarte, teniendo encuenta lo mucho que nos has ayudado.

Sí, claro, pensé. Colgué el teléfono,sabiendo que acababa de cruzar una deesas fronteras que esperas no tener quever nunca y mucho menos tener quecruzar. Miré otra vez por la ventana.

La lluvia caía ahora con fuerza en eltejado. No tenía canaleta en la parte deatrás y caía como una cortina traslúcida

que desdibujaban las luces.Salí de la oficina y volví a la parte

delantera de la casa. En la mesa delcomedor estaba la pistola que me habíadado Earl Briggs. Contemplé el arma ysopesé todas mis acciones. El resumenera que había estado volando a ciegas yal hacerlo había puesto en riesgo aalguien más que a mí mismo.

El pánico empezó a asentarse. Cogíel teléfono de la pared de la cocina yllamé al móvil de Maggie. Ellarespondió enseguida. Supe que estaba enel coche.

—¿Dónde estás?—Estoy llegando a casa. Recogeré

unas cosas y saldré.—Bien.—¿Qué le digo a Hayley, que su

padre ha puesto en peligro su vida?—No es eso, Maggie. Es él. Es

Roulet. No puedo controlarlo. Unanoche llegué y estaba sentado en micasa. Trabaja en inmobiliarias. Sabecómo encontrar sitios. Vio su foto en miescritorio. ¿Qué iba…?

—¿Podemos hablar después? He deentrar y sacar a mi hija.

No «nuestra» hija, «mi» hija.—Claro. Llámame cuando estéis en

otro sitio.Ella desconectó sin decir una

palabra más y lentamente colgué elteléfono de la pared. Mi mano estabatodavía en el teléfono. Me incliné haciadelante hasta que mi frente tocó lapared. No me quedaban másmovimientos. Sólo podía esperar a queRoulet diera el siguiente paso.

El timbrazo del teléfono mesorprendió y salté hacia atrás. Elteléfono cayó al suelo y yo lo levantétirando del cable. Era Valenzuela.

—¿Has recibido mi mensaje? Teacabo de llamar.

—No. Estaba al teléfono. ¿Qué?—Entonces me alegro de haber

vuelto a llamar. Se está moviendo.

—¿Dónde está?Grité demasiado alto al teléfono.

Estaba perdiendo los nervios.—Se dirige al sur por Van Nuys. Me

ha llamado y ha dicho que quería que lequitara el brazalete. Le dije que yaestaba en casa y que lo llamaría al díasiguiente. Le dije que sería mejor quecargara la batería para que no empezaraa sonar en plena noche.

—Bien pensado. ¿Dónde está ahora?—Todavía en Van Nuys.Traté de construir una imagen de

Roulet conduciendo. Si iba hacia el surpor Van Nuys significaba que se dirigíadirectamente a Sherman Oaks y al barrio

en el que vivían Maggie y Hayley.Aunque también podía dirigirse hacia sucasa por el lado sur de la colina a travésde Sherman Oaks. Tenía que esperarpara estar seguro.

—¿Cuánto retraso lleva el GPS? —pregunté.

—Es en tiempo real, tío. Es dondeestá ahora. Acaba de cruzar por debajode la ciento uno. Puede que vaya a sucasa, Mick.

—Lo sé, lo sé. Sólo espera hasta quecruce Ventura. La siguiente calle esDickens. Si gira allí, entonces no va a sucasa.

Me levanté y no sabía qué hacer.

Empecé a pasear, con el teléfonofuertemente apretado contra la oreja.Sabía que aunque Teddy Vogel hubierapuesto a sus hombres en movimiento deinmediato, aún estaban a minutos dedistancia. No me servían.

—¿Y la lluvia? ¿Afecta al GPS?—Se supone que no.—Es un alivio.—Se ha parado.—¿Dónde?—Debe de ser un semáforo. Creo

que es Moorpark Avenue.Eso estaba a una manzana de Ventura

y a dos antes de Dickens. Oí un pitido enel teléfono.

—¿Qué es eso?—La alarma de diez manzanas que

me has pedido que pusiera.El pitido se detuvo.—Lo he apagado.—Te llamo ahora mismo.No esperé su respuesta. Colgué y

llamé al móvil de Maggie. Respondió deinmediato.

—¿Dónde estás?—Me has pedido que no te lo dijera.—¿Has salido del apartamento?—No, todavía no. Hayley está

eligiendo unos lápices y unos librospara colorear que quiere llevarse.

—Maldita sea. ¡Sal de ahí! ¡Ahora!

—Vamos lo más deprisa quepodemos…

—¡Salid! Te volveré a llamar.Asegúrate de que respondes.

Colgué y volví a llamar aValenzuela.

—¿Dónde está?—Ahora está en Ventura. Debe de

haber pillado otro semáforo en rojo,porque no se mueve.

—¿Estás seguro de que está en lacalle y no aparcado?

—No, no estoy seguro. Podría… Noimporta, se está moviendo. Mierda, hagirado en Ventura.

—¿En qué dirección?

Empecé a caminar, con el teléfonoapretado contra mi oreja con tanta fuerzaque me dolía.

—A la derecha, eh…, al oeste. Vaen dirección oeste.

Estaba circulando en paralelo aDickens, a una manzana de distancia, enla dirección del apartamento de mi hija.

—Acaba de pararse otra vez —anunció Valenzuela—. No es un cruce.Parece en medio de la manzana. Creoque ha aparcado.

Me pasé la mano libre por el pelocomo un hombre desesperado.

—Mierda, he de irme. Mi móvil estámuerto. Llama a Maggie y dile que va

hacia ella. Dile que se meta en el cochey que se largue de allí.

Grité el número de Maggie y dejécaer el teléfono al salir de la cocina.Sabía que tardaría un mínimo de veinteminutos en llegar a Dickens —y esotomando las curvas de Mulholland acien por hora en el Lincoln—, pero noquería quedarme gritando órdenes alteléfono mientras mi familia estaba enpeligro. Cogí la pistola de la mesa y mepuse en marcha. Me la estaba guardandoen el bolsillo lateral de la americanacuando abrí la puerta.

Mary Windsor estaba allí de pie,con el pelo mojado por la lluvia.

—Mary, ¿qué…?Ella levantó la mano. Yo bajé la

mirada y vi el brillo metálico de lapistola justo en el momento en quedisparó.

46

El sonido fue ensordecedor y el destellotan brillante como el de una cámara. Elimpacto de la bala fue como imaginoque será la coz de un caballo. En unafracción de segundo pasé de estar de piea ser empujado hacia atrás. Golpeé confuerza el suelo de madera y fuiimpulsado a la pared, junto a lachimenea del salón. Traté de llevarmeambas manos al agujero en mis tripas,pero mi mano derecha continuaba en elbolsillo de la chaqueta. Me sostuve conla izquierda y traté de sentarme.

Mary Windsor entró en la casa. Tuveque mirarla. A través de la puertaabierta vi que la lluvia caía detrás deella. Levantó el arma y me apuntó a lafrente. En un momento de destello vi elrostro de mi hija y supe que iba aabandonarla.

—¡Ha tratado de arrebatarme a mihijo! —gritó Windsor—. ¿Creía que ibaa permitir que lo hiciera como si talcosa?

Y entonces lo supe. Todo cristalizó.Supe que le había dicho palabrassimilares a Levin antes de matarlo. Ysupe que no había habido ningunaviolación en una mansión vacía de

Bel-Air. Ella era una madre haciendo loque tenía que hacer. Recordé entonceslas palabras de Roulet. «Tiene razón enuna cosa. Soy un hijo de puta».

Y supe también que el último gestode Levin no había sido para hacer laseñal del demonio, sino para hacer laletra M o W, según como se mirara.

Windsor dio otro paso hacia mí.—Váyase al infierno —dijo.Ajustó la mano para disparar. Yo

levanté mi mano derecha, todavíaenredada en mi chaqueta. Debió depensar que era un gesto de defensa,porque no se dio prisa. Estabasaboreando el momento. Lo sé. Hasta

que yo disparé.El cuerpo de Mary Windsor

trastabilló hacia atrás con el impacto yaterrizó sobre su espalda en el umbral.Su pistola repiqueteó en el suelo y oí unlamento agudo. En ese mismo momentooí el ruido de pies que corrían en losescalones de la terraza delantera.

—¡Policía! —gritó una mujer—.¡Tiren las armas!

Miré a través de la puerta y no vi anadie.

—¡Tiren las armas y salgan con lasmanos en alto!

Esta vez fue un hombre el que habíagritado y reconocí la voz.

Saqué la pistola del bolsillo de michaqueta y la dejé en el suelo. La apartéde mí.

—El arma está en el suelo —grité lomás alto que pude hacerlo con unboquete en el estómago—. Pero me hanherido. No puedo levantarme. Los dosestamos heridos.

Primero vi el cañón de un armaapareciendo en el umbral. Luego unamano y por último un impermeablenegro mojado. Era el detectiveLankford. Entró en la casa y rápidamentelo siguió su compañera, la detectiveSobel. Al entrar, Lankford apartó lapistola de Windsor de una patada.

Continuó apuntándome con su propiaarma.

—¿Hay alguien más en la casa? —preguntó en voz alta.

—No —dije—. Escúcheme.Traté de sentarme, pero el dolor se

transmitió por mi cuerpo, y Lankfordgritó.

—¡No se mueva! ¡Quédese ahí!—Escúcheme. Mi fami…Sobel gritó una orden en una radio

de mano, pidiendo ambulancias para dospersonas heridas de bala.

—Un transporte —la corrigióLankford—. Ella ha muerto.

Señaló con la pistola a Windsor.

Sobel se metió la radio en elbolsillo del impermeable y se meacercó. Se arrodilló y apartó mi manode la herida. Me sacó la camisa porfuera de los pantalones para poderlevantarla y ver la herida antes devolver a colocar mi mano sobre elagujero de bala.

—Apriete lo más fuerte que pueda.Sangra mucho. Hágame caso, apriete confuerza.

—Escúcheme —repetí—, mi familiaestá en peligro. Han de…

—Espere.Ella buscó en su impermeable y sacó

un teléfono móvil de su cinturón. Lo

abrió y pulsó una tecla de marcadorápido. El receptor de la llamadacontestó de inmediato.

—Soy Sobel. Será mejor que lodetengáis otra vez. Su madre acaba dedispararle al abogado. Él llegó antes.

Sobel escuchó un momento ypreguntó.

—Entonces, ¿dónde está?La detective escuchó un poco más y

se despidió. Yo la miré en cuanto ellacerró el teléfono.

—Lo detendrán. Su hija está a salvo.—¿Lo estaban vigilando?Sobel asintió con la cabeza.—Nos hemos aprovechado de su

plan, Haller. Tenemos mucho sobre él,pero esperábamos tener más. Le dije quequeríamos solucionar el caso Levin.Esperábamos que si lo dejábamos sueltonos mostraría su truco, nos mostraríacómo llegó a Levin. Pero creo que lamadre acaba de resolvernos el misterio.

Entendí. Incluso con la sangre y lavida yéndose por la herida de miestómago logré entenderlo. Soltar aRoulet había sido una trampa. Esperabanque viniera a por mí, revelando elmétodo que había usado para burlar elsistema GPS del brazalete del tobillocuando había matado a Raul Levin. Sóloque él no había matado a Raul. Su madre

lo había hecho por él.—¿Maggie? —pregunté débilmente.Sobel negó con la cabeza.—Está bien. Tuvo que seguir la

corriente, porque no sabíamos si Rouletle había pinchado la línea o no. Nopodía decirle que ella y Hayley estabana salvo.

Cerré los ojos. No sabía sisimplemente estar agradecido de queestuvieran bien o enfadado porqueMaggie hubiera usado al padre de suhija como cebo para un asesino.

Traté de sentarme.—Quiero llamarla. Ella…—No se mueva. Quédese quieto.

Volví a apoyar la cabeza en el suelo.Tenía frío y estaba a punto de temblar,aun así también sentía que estabasudando. Sentía que me debilitaba y mirespiración era más tenue.

Sobel sacó la radio del bolsillo otravez y preguntó el tiempo estimado dellegada de la ambulancia. Le contestaronque la ayuda médica estaba todavía aseis minutos.

—Aguante —me dijo Sobel—. Sepondrá bien. Depende de lo que esa balale haya hecho por dentro, se pondrábien.

—Genial…Quise decir genial con todo el

sarcasmo. Pero me estabadesvaneciendo.

Lankford se acercó a Sobel y memiró. En una mano enguantada tenía lapistola con la que me había disparadoMary Windsor. Reconocí el mango denácar. La pistola de Mickey Cohen. Mipistola. La pistola con la que ella habíamatado a Raul.

Asintió y yo lo tomé como unaespecie de señal. Quizá que a sus ojoshabía subido un peldaño, que sabía quehabía hecho el trabajo que lescorrespondía a ellos al hacer salir alasesino. Quizás incluso me estabaofreciendo una tregua y quizá no odiaría

tanto a los abogados después de eso.Probablemente no. Pero asentí y el

leve movimiento me hizo toser. Sentíalgo en mi boca y supe que era sangre.

—No se nos muera ahora —ordenóLankford—. Si terminamos haciendo elboca a boca a un abogado defensor,nunca lo superaremos.

Sonrió y yo le devolví la sonrisa. Olo intenté. Entonces la oscuridad empezóa llenar mi campo visual. Pronto estuveflotando en ella.

EPÍLOGO

47

Martes, 4 de octubre

Han pasado cinco meses desde la últimavez que estuve en un tribunal. En esetiempo me han sometido a tresoperaciones para reparar mi cuerpo, hesido demandado dos veces en tribunalesciviles y he sido investigado por elDepartamento de Policía de Los Ángelesy la Asociación de la Judicatura deCalifornia. Mis cuentas bancarias se handesangrado por los gastos médicos, elcoste de la vida, la pensión infantil y, sí,

incluso por los de mi misma especie, losabogados.

Pero he sobrevivido a todo y hoyserá el primer día desde que me disparóMary Alice Windsor que caminaré sinbastón y sin estar aturdido porcalmantes. Para mí ése es el primer pasoverdadero para volver. El bastón es unsigno de debilidad. Nadie quiere unabogado defensor que parece débil.Debo mantenerme firme, estirar losmúsculos que la cirugía cortó paraextraer la bala y caminar por mi propiopie antes de sentir que puedo volver aentrar en un tribunal.

Que no haya estado en un tribunal no

quiere decir que no sea objeto deprocedimientos legales. Jesús Menéndezy Louis Roulet me han demandado, y loscasos probablemente se prolongarándurante años. Se trata de demandasseparadas, pero mis dos anterioresclientes me acusan de mala práctica yviolación de la ética legal. A pesar detodas las acusaciones específicas de sudemanda, Roulet no ha sido capaz deaveriguar cómo supuestamente llegué aDwayne Jeffery Corliss en County-USCy le proporcioné informaciónprivilegiada. Y es poco probable quellegue a saberlo. Gloria Dayton se fuehace mucho. Terminó su programa,

cogió los 25.000 dólares que le di y setrasladó a Hawai para empezar unanueva vida. Y Corliss, queprobablemente sabe mejor que nadie elvalor de mantener la boca cerrada, no hadivulgado nada salvo lo que testificó enel juicio, manteniendo que cuandoestaban detenidos Roulet le habló delasesinato de la bailarina de serpientes.Se ha librado de las acusaciones deperjurio porque ello minaría laacusación contra Roulet y sería un actode autoflagelación por parte de laoficina del fiscal del distrito. Miabogado me dice que la demanda deRoulet contra mí es un esfuerzo de

cubrir las apariencias sin fundamento yque al final se desestimará.Probablemente cuando yo ya no tengamás dinero para pagar las minutas de miabogado.

Pero lo de Menéndez no terminará.Es él quien se me aparece por la nochecuando me siento en la terraza acontemplar la vista del millón dedólares desde mi casa con la hipotecadel millón de dólares. Fue indultado porel gobernador y liberado de San Quintíndos días después de que Roulet fueraacusado del asesinato de MarthaRentería. Pero sólo cambió una cadenaperpetua por otra. Se desveló que había

contraído el VIH en prisión y elgobernador no tiene indulto para eso.Nadie lo tiene. Soy responsable de loque le ocurra a Menéndez. Lo sé. Vivocon eso todos los días. Mi padre teníarazón. No hay ningún cliente que dé másmiedo que un hombre inocente. Niningún cliente que deje tantas cicatrices.

Menéndez quiere escupirme en lacara y llevarse mi dinero como castigopor lo que hice y por lo que no hice. Porlo que a mí respecta, tiene derecho. Perono importa cuáles fueran mis errores dejuicio y lapsus éticos, sé que al finalhice lo correcto. Cambié el mal porinocencia. Roulet está entre rejas por

mí. Menéndez está fuera por mí. A pesarde los esfuerzos de su nuevo abogado —ahora ha elegido al bufete de Dan Daly yRoger Mills para sustituirme—, Rouletno volverá a ver la libertad. Por lo quehe oído de Maggie McPherson, losfiscales han construido un casoimpenetrable contra él por el homicidiode Rentería. También han seguido lospasos de Raul Levin y han conectado aRoulet con otro homicidio: siguió acasa, violó y acuchilló a una mujer queatendía el bar en un club de Hollywood.El perfil forense de su navaja coincidíacon las heridas fatales de esa otra mujer.Para Roulet, la ciencia será el iceberg

avistado demasiado tarde. Su barcocolisionará y se hundirá sin remedio.Para él, la batalla consiste en conservarla vida. Sus abogados están enzarzadosen negociaciones para conseguir unacuerdo que le evite la inyección letal.Están lanzando indirectas sobre otroscrímenes y violaciones que Rouletpodría ayudar a resolver a cambio de suvida. Sea cual sea el resultado, vivo omuerto, a buen seguro ha desaparecidode este mundo y ésa es mi salvación.Eso me ha curado más que cualquiercirugía.

Maggie McPherson y yo tambiénestamos tratando de sanar nuestras

heridas. Ella me trae a mi hija avisitarme cada fin de semana y a menudose queda a pasar el día. Nos sentamos enla terraza y hablamos. Ambos sabemosque nuestra hija será lo que nos salvará.Yo ya no siento rabia porque me usaracomo cebo para un asesino. Y creo queMaggie ya no siente rabia por laselecciones que yo hice.

La judicatura de Californiacontempló todas mis acciones y mesuspendió por conducta impropia de unabogado. Me apartaron por noventadías. Fue por una chorrada. No pudierondemostrar ninguna violación éticaespecífica en relación con Corliss, así

que me acusaron por usar una pistola demi cliente Earl Briggs. Tuve suerte coneso. No era una pistola robada o sinregistrar. Pertenecía al padre de Earl,así que mi infracción ética era menor.

No me molesté en protestar contra lareprimenda de la judicatura ni en apelarla suspensión. Después de recibir unabala en el estómago, noventa días en eldique seco no me parecía tan mal.Cumplí la suspensión durante miconvalecencia, sobre todo en batamirando Court TV.

Ni la judicatura ni la policíadescubrieron violaciones éticas ocriminales por mi parte en la muerte de

Mary Alice Windsor. Ella entró en micasa con un arma robada. Ella disparóprimero y yo después. Desde unamanzana de distancia, Lankford y Sobelvieron cómo Windsor efectuaba elprimer disparo desde la puerta de lacalle. Defensa propia, punto y final.Pero lo que no está tan claro son missentimientos por lo que hice. Queríavengar a mi amigo Raul Levin, pero noquería hacerlo con sangre. Ahora soy unhomicida. Haber sido sancionado por elEstado sólo atempera ligeramente lossentimientos que me provoca.

Dejando de lado todas lasinvestigaciones y hallazgos oficiales,

ahora creo que en todo el asunto deMenéndez y Roulet fui culpable deconducta indecorosa conmigo mismo. Yla pena por eso es más dura quecualquier cosa que la fiscalía o lajudicatura puedan arrojarme nunca. Noimporta. Lo llevaré todo conmigocuando vuelva al trabajo. Mi trabajo.Conozco mi lugar en este mundo y elprimer día del próximo año judicialsacaré el Lincoln del garaje, volveré ala carretera e iré a buscar aldesamparado. No sé adónde iré ni quécasos me tocarán. Sólo sé que estarécurado y preparado para alzarme otravez en el mundo sin verdad.

Agradecimientos

Esta novela está inspirada en unencuentro casual y una conversación quemantuve hace muchos años con elabogado David Ogden en un partido debéisbol de los Dodgers de Los Ángeles.Por eso, el autor le estará siempreagradecido.

Aunque el personaje y las hazañasde Mickey Haller son ficticios ycorresponden completamente a laimaginación del autor, esta historia nopodría haber sido escrita sin la tremendaayuda y orientación de los abogados

Daniel F. Daly y Roger O. Mills. Ambosme permitieron verlos trabajar ypreparar la estrategia de los casos y semostraron incansables en sus esfuerzospara asegurarse de que el mundo de ladefensa criminal era descritocuidadosamente en estas páginas.Cualquier error o exageración en la leyo la práctica son meramente falta delautor.

La jueza del Tribunal SuperiorJudith Champagne y su equipo en elDepartamento 124 del edificio de lostribunales penales, en el centro de LosÁngeles, autorizó al autor un accesocompleto a su sala, despacho y

calabozos y respondió las preguntas quele planteé. Tengo una gran deuda degratitud con la jueza y con Joe, Marianney Michelle.

Por último, pero no por eso menosimportante, el autor quiere dar lasgracias a Shannon Byrne, MaryElizabeth Capps, Jane Davis, JoelGotler, Philip Spitzer, Lukas Ortiz yLinda Connelly por su ayuda y apoyodurante la redacción de esta novela.

MICHAEL CONNELLY. Decidió serescritor tras descubrir la obra deRaymond Chandler. Con ese objetivo,estudió, periodismo y narración literariaen la Universidad de Florida. Duranteaños ejerció como periodista desucesos, para dedicarse después a laescritura. El detective Harry Bosch, a

quien presentó en su primera obra, Eleco negro, protagoniza la mayoría desus novela posteriores, de las que cabedestacar: El poeta, Deuda de sangre,Ciudad de huesos o Cauces de maldad.La obra de Connelly ha sido traducida a35 idiomas y ha recibido premios comoel Edgar, Grand Prix, Bancarella oMaltese Falcon.