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El druida del cesar claude cueni

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58 a.C. sin el consentimiento delsenado, Julio César, acosado por lasdeudas, inicia una brutal guerracontra la Galia para salvar susambiciones políticas. Elprotagonista esta novela es Corisio,un joven celta que aspira aconvertirse en druida, que debe huircuando su pueblo es atacado porlos germanos. En su escapada leacompaña Wanda, una bella ycaprichosa esclava de origengermano, y juntos huyen de tierrashelvéticas hacia el océanoAtlántico.

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Tras salir indemne de la espantosamatanza, los caminos de Corisio yCésar acabarán cruzándose yacabará ejerciendo de escriba a lasórdenes del César. A partir de estemomento, el destino de estos dospersonajes tan diferentes se unepara siempre.A través de la mirada astuta deCorisio, y con una prosa ágil eimpregnada de humor, ClaudeCueni presenta un vivo retrato delenfrentamiento entre romanos yceltas, dos filosofías y modelos decivilización opuestos, en una tramaen la se unen aventura, amor,

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traición, lealtad y el resto deingredientes de los que, al fin y alcabo, se compone la vida humana.

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Claude Cueni

El druida delCésarePUB v1.0tagus 19.05.12

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Título original: Cäsars DruideClaude Cueni, 2005.Traducción: Laura ManeroDiseño/retoque portada: Redna Azaug

Editor original: tagus (v1.0)ePub base v2.0

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Marzo del año 695 del calendarioromano.

Por un fugaz instante había creídodivisar a tres jinetes al otro extremo delvalle: jinetes germanos. Pero debí deconfundirme, y ahora ya no se veía nada.

Estaba tumbado de bruces sobre elliso saliente de roca, muy por encimadel valle, y bizqueaba a la luz del sol deprimavera. Di gracias a los dioses porhaberme hecho renacer como celtarauraco. Cerré los ojos satisfecho eintenté aspirar el aroma a menta que

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provenía de una crujiente espalda decerdo asado con comino y piñonestostados, almendras maceradas en miel ytomillo, pimienta recién molida ysemillas de apio. Imaginé también queuna esclava nubia me servía pescadoasado y vino griego de resina. En micomercio de Massilia no faltaba denada, puesto que sólo existía en miimaginación.

A menudo me pasaba el díasoñando. Según el druida Santónix, paraque un deseo se cumpla basta con queuno lo imagine al detalle lo bastante amenudo. Todos los sentidos se preparanpara ello y, con el tiempo, de forma

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instintiva se procede del modo adecuadopara que el deseo se cumpla.

Sin embargo, ese día nada queríasalirme bien; mi esclava nubia seconvirtió en teselas de mosaico romanoy se desmoronó igual que una viejadentadura. A mi alrededor flotaba unapestoso hedor a pescado podrido, y laculpa era de Lucía. Estaba echada cualesfinge negra junto a mí, con las blancaspatas delanteras estiradas hacia delante,y mantenía la noble y esbelta cabezamuy erguida, como si hubiese visto uolfateado algo. Tenía el pelo corto, finoy blanco, con grandes manchas de unnegro profundo, y sobre los ojos y en las

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mejillas mostraba unas pintas rojascomo el fuego. Los romanos creían quelos perros de tres colores como Lucíaeran defectuosos. Por eso Creto, unmercader griego de vinos de Massiliamás romano que los propios romanos,había abandonado a Lucía en nuestragranja, evitándose así las molestias deahogarla. Creto venía al norte una vez alaño. En sesenta días transportaba susánforas de vino río arriba por elRódano, el Arar y el Dubis, y hacía unalto en Vesontio, capital de los celtassecuanos. Allí vendía la mayor parte delvino y con las ganancias compraba telade lana roja, herramientas de hierro y

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joyas de oro, para después seguir sumarcha por tierra a lo largo del Rin.Mientras la mayoría de sus sirvientes yesclavos regresaban en barco al sur conla mercancía, él llenaba toneles celtascon el vino sobrante y lo vendía a lolargo del río. Sí, incluso en la salvaje ylegendaria Germania, como la llamanlos romanos. A Creto nada de eso leimportaba, para él sólo existían clientesy no clientes, y Ariovisto, el reygermano de los suevos que se habíaestablecido al oeste del Rin hacía poco,era un buen cliente, pues disponía de unagran cantidad de oro robado. El viajecomercial de Creto terminaba siempre

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en el oppidum de los celtas rauracos, enel recodo del Rin, y desde allí se dirigíade nuevo al oeste, hacia el Arar, dondele esperaban sus esclavos con losbarcos cargados hasta los topes. En esetrayecto pasaba también por nuestragranja, obligado por el crónico dolor demuelas que padecía. El mercader estabaconvencido de que lo único que podíaprocurarle alivio era la decocción dehierbas muy perecedera que elaborabael druida Santónix. El tío Celtilosiempre tenía un odre preparado y lecambiaba la decocción por una cuba devino sin aguar, casi siempre un sabinode cuatro años. A todos nos gustaba

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Creto, porque su presencia significabanoticias frescas que no tenían más demedio año. Dos veranos atrás, habíapartido a primera hora de la mañana,pues tenía intención de dar un rodeo porGenava. Durante la noche su perra habíadado a luz un cachorro de tres colores, yel griego lo abandonó en nuestra aldea.No obstante, quien deja allí un cachorroen manos del destino lo deja en mismanos, puesto que donde yo estoy, comoya se ha divulgado entre la numerosapoblación canina, casi siempre hay algoque llevarse a la boca. Al cachorro lepuse de nombre Lucía y lo devolví a lavida con leche de cabra. Desde entonces

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no se ha separado de mí, y los demásperros han llegado a aceptar que elprimer bocado sea siempre para ella. Séque ningún cachorro sobrevive sin sumadre, a no ser que los dioses cambiende opinión.

En ese momento Lucía abría porsegunda vez sus poderosas y afiladasfauces en un bostezo, y el hedor apescado que emanaba de su hocicoresultaba bastante romano. Escondí lacabeza entre los brazos e intenté volvera dormirme. Quería regresar a Massiliaen sueños, pero el animal no me dejabaen paz. Metía el morro mojado bajo mismanos, me daba lametazos en la frente y

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me roía la nuca. Yo olía como si mehubiese bañado en un ánfora llena desalsa de pescado hispaniense, con eso seesfumaron también las últimas esclavasnubias, como volutas de humo en elviento.

—¡Llegan los druidas!Me levanté de golpe y miré desde mi

peña hacia el valle, a nuestro caserío,que se extendía a la orilla de unriachuelo. Había bajado la temperatura yla niebla se había disipado. Entonces via los tres jinetes que bajaban hacia elarroyo a galope tendido. Lucía estiró lacabeza con orgullo y el pelo del lomo sele erizó; casi parecía un celta con la

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melena encrespada con agua de cal.Pero no estaba inquieta por los druidas;había olfateado algo y por Epona que noera pescado. A lo lejos, donde el Rinsepara la tierra de los celtas de la de losgermanos, se cernía una enorme nube decolor gris negruzco. Al entornar los ojosvi que era humo. Provenía deArialbinno, el oppidum de los rauracos.

Con cierta dificultad, me dejéresbalar por la roca y bajé cojeandohasta nuestra granja. Lucía caminabajunto a mí majestuosa, con el lomoestirado, y no dejaba de dirigirmeatentas miradas. Hacía mucho que sehabía acostumbrado a mi paso lento y

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también a que un simple carraspeo míotuviera un significado.

Nuestro caserío se componía deocho naves con la techumbre de paja.Una estructura de postes sencilla, si bienestable, sostenía los edificios. Lasparedes estaban hechas de mimbresentretejidos y recubiertos de barro, lostejados eran de paja. Aunque el graneroy el almacén de provisiones estabanllenos a rebosar, no los protegíanterraplenes, ni fosos ni empalizadas.Desde que llegáramos allí, dosgeneraciones atrás, vivíamos en paz connuestros vecinos. Ante los grandespeligros nos dirigíamos al oppidum de

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los rauracos, en el recodo del Rin. Elrefugio se encontraba tan sólo a mediodía a caballo, y ahora ardía en llamas.

Los tres druidas fueron recibidoscon agua fresca frente a la primera nave.Eran hombres majestuosos, que vestíantúnicas blancas de manga larga, yencima llevaban una capa de lana negracon capucha. Se les recibió como adioses. Los druidas celtas no eran sólosacerdotes, ni mucho menos, tambiéneran profesores, jueces, consejerospolíticos, astrónomos, narradores,matemáticos y médicos en una solapersona. En verdad constituían la puertaal universo de la sabiduría y los libros

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vivientes de los celtas. La escritura erapara nosotros algo impuro, y estabaprohibido poner por escrito la sabiduríasagrada. Sólo los mercaderes escribían,y lo hacían en griego, puesto que lacolonia comercial griega de Massiliarepresentaba el centro de nuestro mundomercantil; allí compraba la nobleza, olos que aspiraban a pertenecer a ella.Seguramente huelga decir que yo nocompraba en Massilia.

Por aquel entonces yo teníadiecisiete años y vivía desde hacía unoscuantos bajo la protección del druidaSantónix, que me enseñaba la historia denuestro pueblo. Tenía que aprendérmela

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en verso y de memoria. Sin embargo,eso no garantizaba que en el futurollegara a convertirme en druida, nisiquiera aunque un día lograsedeclamarlo todo al dedillo. Eso sedecidiría mucho más adelante. Desdeluego, el hecho de no ser de noble cunacomplicaba más el asunto. De acuerdo,no era ningún obstáculo fundamental, oal menos eso afirmaba la aristocracia.De todos modos, no conozco a ningúndruida que no sea de ascendencia noble.No obstante, en el peor de los casossiempre podía hacerme bardo. Tambiénlos bardos eran eruditos y grandesnarradores de la historia, aunque

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nuestros druidas, por supuesto, fueransuperiores. Ellos eran mediadores entreel cielo y la tierra, entre la vida y lamuerte, entre los dioses y los mortales.

Ese día venían a darnos las últimasinstrucciones para nuestra larga marchahacia la costa atlántica. Eran tresdruidas, puesto que el número tres essagrado para los celtas. Sin embargo, yosólo conocía a mi viejo maestro, eldruida Santónix; a sus dos acompañantesno los había visto nunca. Santónix, unhombre bondadoso y sabio que teníacasi cuarenta años, era un hábilprofesor. A pesar de que yo jamás habíasalido de los límites de nuestro caserío,

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creía haber recorrido el universo enteroen su compañía. Él siempre encontrabalas palabras adecuadas para indicarmecon discreción el camino hacia nuevosconocimientos, y siempre me dejaba conla impresión de haber llegado yo solohasta ellos, lo cual me enorgullecía yreconfortaba. Por eso esperaba conansiedad que aquel día me comunicaseque en el próximo año me llevaría a laisla de Mona. Allí se encontraba el grancentro de druidas celtas, la únicaescuela druídica existente, oculta en elcorazón del bosque. Sólo los aprendiceselegidos iban allí.

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* * *

Santónix alzó la mano en silencio yescudriñó el cielo en busca de señales.Sus dos acompañantes inclinaron lacabeza y murmuraron versos sagrados.Llevaban los pesados ropajes ceñidoscon cordeles de colores, lo cualindicaba que todavía eran aprendices. Elmodo en que alzaron la cabeza y mirarona los presentes a los ojos, coninsolencia, delataba que eran hijos de lanobleza y por tanto debían la posición asu nacimiento y no al trabajo ni a sucapacidad. Ese día posiblemente medeparaba un sólido revés: aquellos dos

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orgullosos pavos reales y sus ropajespasarían siempre por delante de mí. Mehubiese gustado comentárselo aSantónix, pero habría sido muy pococortés. Hablar sin rodeos no es propiode celtas. Nosotros no empleamos ellenguaje para entendernos, sino sólopara discutir. Además, aquel día mehabría costado mucho hablar conSantónix, porque todo el mundoempujaba hacia delante y lo asediaba apreguntas. Por todos los costadosrecibía yo empujones, golpes, tirones,empellones y, de no haber logradosujetarme a la joven esclava Wanda, sinduda me habrían tirado al suelo, ya que

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tenía un problema con mis piernas.—Druida, ¿avanza Ariovisto hacia

el sur?Ese día nadie quería que el druida

juzgara disputas vecinales ni que lediera una mezcla de hierbas contra losesputos sanguinolentos, no, ese día todaslas preguntas eran sobre Ariovisto, elcabecilla germano de los suevos al queunos llamaban príncipe o duque y otros,rey. La respuesta la recibirían todos a lavez.

—Druida, ¿qué significa el humo deArialbinno?

La gente de nuestro caserío estaba atodas luces nerviosa. Ya habíamos

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decidido dejar el territorio a losgermanos que venían hacia el sur yunirnos a la caravana de los celtashelvecios que avanzaba hacia la costaatlántica, de modo que no queríamosvernos envueltos en ninguna luchaabsurda. Estábamos dispuestos aabandonar esa tierra.

Santónix devolvió el cuenco deleche a Postulo, el anciano de la aldea, ylevantó el brazo. Silencio. Todosinclinamos la cabeza, sumisos, como siquisiéramos evitar la mirada del druida.Cuando daban un discurso, los dioseshablaban a través de ellos, de algúnmodo, nuestro impetuoso recibimiento

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había sido indigno de un druida.Santónix ocupó el piso elevado delgranero, que siempre se situaba a cuatropies del suelo para protegerlo de lasratas, y empezó a hablar enérgicamente,con una voz fuerte y sonora:

—¡Rauracos! Los celtas helvecioshan decidido abandonar su territorio enel año del consulado de Marco Mesala yMarco Pisón y trasladarse a la fértiltierra de los santonos, en la costaatlántica. Vosotros, el pueblo de losrauracos, habéis tomado la decisión deseguir su ejemplo y uniros a loshelvecios, igual que se han unido a elloslas tribus celtas de los tigurinos, los

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latobicos y los boyos, puesto que todossomos celtas y veneramos a los mismosdioses. Nuestros almacenes y despensasestán llenos. Todo celta dispuesto amarchar tiene suficiente harina para tresmeses. Por eso los dioses nos hanenviado una señal para que a finales demarzo nos reunamos en la orilla delRódano con las demás tribus celtasdispuestas a marchar. Desde allí, elgrande e insigne príncipe Divicón nosguiará a la costa atlántica.Atravesaremos la tierra de los celtasalóbroges sin ocasionar devastaciónalguna y, aunque el territorio de la tribualóbroge es hoy provincia romana, los

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romanos no nos impedirán cruzar suprovincia puesto que saben quellevamos suficiente alimento y que elAtlántico es nuestra meta. Entregaremosoro y rehenes para confirmar nuestrasintenciones pacíficas. —Santónix sedetuvo un instante y luego prosiguió—:Esta mañana, temprano, Ariovisto y susjinetes prendieron fuego a la fortaleza delos valerosos rauracos. Por tanto noesperéis a que lleguen a vuestra granja.Incendiad mañana mismo todo aquelloque no podáis llevar con vosotros,marchad hacia el sur y aguardad aorillas del Ródano la llegada de lasotras tribus. Cuando el sol salga mañana

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por la mañana, debéis haber abandonadola granja. Aquí ni siquiera los diosespueden ampararos ya. Los refuerzos deAriovisto se acercan desde el norte:diez mil jinetes germanos hambrientos.Desde el este llegan los dacioscapitaneados por su rey Barebista, yRoma se expande desde el sur como unpernicioso foco purulento. Si nuestrastribus desean sobrevivir, deben llegar alAtlántico este mismo verano. Lossantonos nos recibirán como hermanos,puesto que la fértil tierra que nos hancedido ya está pagada, con oro. —Eldruida Santónix miró a su alrededorcomo si quisiera comprobar el efecto de

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sus palabras, y después continuó—:Rauracos, esta noche cortaremos aquípor última vez el muérdago eimploraremos protección a los dioses.Que Lug nos proteja.

—Que Lug nos proteja —repetimostodos a una.

En realidad yo esperaba que nospusiéramos de nuevo a hablar todos a lavez. Sin embargo, nadie se movió de susitio ni levantó la voz. Tan sólo se oía elcacareo de las gallinas y el gruñido delos cerdos que buscaban desperdicios; aellos les daba lo mismo quién losabriera en canal. Los habitantes denuestro caserío guardaban un incómodo

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silencio mientras intercambiabanmiradas llenas de significado. Unoscuantos observaban el cielo con ojosescépticos, pero no había ni un solomirlo cuyo vuelo se pudiera interpretaren sentido alguno. Casi en completosilencio nos hicimos a un lado y abrimospaso a los druidas para que éstosalcanzaran la nave donde vivía el tíoCeltilo junto con las familias de sushermanos e hijos y conmigo. Cuando losdruidas llegaron a la nave, los hombresunieron las cabezas para intercambiarinsinuaciones vagas, asentir o sonreír ensilencio, como si acabaran de recibiruna inspiración divina. Resulta difícil

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comprender a los celtas cuando sehallan sobrios.

Las primeras carretas de bueyespasaron por delante de las despensas degrano. Unos cuantos jóvenes jinetessalieron a caballo para recoger elganado. Hacía tiempo que todo estabadispuesto hasta el menor detalle. Todossabían lo que debían hacer, en quécarreta iba cada herramienta, qué debíatransportar cada bestia de carga, quiénera responsable de qué y en qué ordenabandonarían la granja las carretas debueyes. Me senté meditabundo junto algran roble bajo el cual habíatranscurrido casi toda mi infancia y

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reposé el brazo sobre Lucía, que yacía ami lado y entre suspiros dejaba caer elhocico sobre las patas delanteras.

* * *

El tío Celtilo salió de la cabaña yordenó que llevaran fruta fresca y lecheal druida. Los druidas no comían carneni tampoco bebían vino. Lo primero eradel todo aceptable, pero lo segundo eramás bien un argumento que hablaba encontra de la profesión druídica e iba aconsolarme un poquito en caso de que, acausa de mi humilde ascendencia, se mecerraran las puertas de la escuela de laisla de Mona. Siempre andaba dividido

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entre el deseo de convertirme en un granmercader en Massilia y el de irmepavoneando por ahí convertido en unlibro viviente entre el cielo y la tierra.Para griegos y romanos eso no habríasupuesto ningún problema, ya que susabiduría no es secreta. Pero entrenosotros, los celtas, los druidas atesoranhasta el calendario como si fuera la niñade sus ojos.

El tío Celtilo ordenó a dos jinetesexpertos que salieran a explorar loscaminos. Dos días antes había llovido acántaros y era muy probable que los ríosse hubiesen desbordado, convirtiendotodos los caminos en barrizales donde

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nuestras carretas de bueyes, cargadashasta arriba, quedarían atascadas. Mi tíoparecía estar preocupado.

—¿Celtilo? —llamé hacia donde élestaba.

El hombre ya había perdido lacostumbre de verme sentado bajo elviejo roble, cuyas ramas se extendían entodas direcciones de forma protectora yuniforme, como un cenador. Sí, desdeque aprendiera a andar hasta ciertomomento de mi existencia, ya no metumbaba bajo el roble más que rara vez.

Celtilo vino presuroso hacia mí conexpresión agria:

—Corisio, ya tienes el carro

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preparado —dijo en tono seco.Si bien sus ojos parecían decir: «No

te preocupes por nada, te llevaremos ala costa», lo único que dijo fue que elcarro estaba listo, algo que yo mismoalcanzaba a ver sin dificultad puesto quetenía una vista extraordinaria. Sinembargo, el tío Celtilo puso una manosobre el tablón trasero de la carreta conun movimiento casi teatral y repitió unavez más que el carro estaba preparado.Lo cierto es que yo no me sentía nadapreocupado. En realidad estabaconvencido de que toda la manada dedioses, de forma semejante a lossenadores de Roma, había acordado

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salvarme la vida a mí, a Corisio. No sépor qué lo pensaba. Es más: no sólo lopensaba, sino que estaba firmementeconvencido de ello. Las preocupacionesno eran mi especialidad, si bien meinquietaba un poco tener ya sólo dosagujeros libres en mi cinto de armasporque, cuando un celta engordaba tantoque el cinto se le quedaba corto, debíahacer frente a una sanción pecuniaria. Ya mí ya no me quedaba ni una sola piezade oro celta en la bolsa.

El tío Celtilo, no obstante, sí estabainquieto. Se había arrodillado frente a larueda de madera guarnecida de hierro dela carreta y comprobaba satisfecho que

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giraba bien. ¡Menuda conclusión másimpresionante! Preocuparse no esprecisamente una de las virtudes celtas.Cuando Alejandro Magno le preguntó aun emisario celta durante la campaña delDanubio qué era lo que más temía, éstecontestó para gran enfado del procer,que no a él, al gran Alejandro, sino aque el cielo pudiera desplomarse. Desdeentonces circula el rumor de que somosunos fanfarrones y unos borrachines,pero también unos temerarios. El tíoCeltilo, claro está, no se preocupaba porsí mismo sino por mí, por Corisio.

Lo hacía porque yo era diferente atodos los demás. Mi pierna izquierda

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era un tanto rígida y pesada, el pieizquierdo se me torcía hacia dentro conbrusquedad, y de ahí mis problemaspara mantener el equilibrio al andar.Además, también tenía siempre losmúsculos o bien demasiado relajados obien demasiado tensos, de manera queme costaba gran esfuerzo coordinar elpaso. Ese impedimento no memolestaba, puesto que había nacido ycrecido con él y, en consecuencia, nohabía conocido nada distinto. Santónixme había enseñado a cambiar lo que erasusceptible de cambio y a aceptar lo queno lo era. Ésa era la clave de lafelicidad: cuando se ha aceptado algo

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desagradable, uno queda libre paraprestar atención a las cosas bellas de lavida. Esta conclusión me parece todavíamás notable que el arte de la fraguacelta, el cual imitan incluso los romanos,si bien no lo dominan todavía y por esovan por ahí con cascos de bronce.

Por aquel entonces era yo unmuchacho muy feliz, curioso yemprendedor, y todavía no me habíaencontrado con nadie por quien mehubiera gustado cambiarme.

—Corisio —comenzó de nuevo mitío Celtilo, y me explicó otra vez cómoquería llevarme hasta la costa. Me contóque los intensos chaparrones podían

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hacer intransitables los caminos y quehabía comprado un caballo de más enprevisión de tal eventualidad. Wandacabalgaría conmigo.

—¡Wanda! —exclamé—. ¿Pero quéles he hecho yo a los dioses para que mehagan cargar con esa esclava germana?¡A veces me pregunto quién es enrealidad esclavo de quién!

—Corisio —Celtilo sacudió lacabeza, enojado—, los dioses me hanmantenido con vida para que te lleve alAtlántico.

—Pero, tío Celtilo —dije, riendocon ganas—, últimamente me preguntocada vez más a menudo si de veras eres

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el mismo que sirvió durante veinte añoscomo mercenario en el ejército romano.Has luchado en Hispania, en el norte deÁfrica, en Egipto y en Délos. Podríashaberte intoxicado en cualquier partecon una seta venenosa, haber encalladocon un trirreme o haber sido decapitadopor un jinete parto, ¡pero hassobrevivido a todas las adversidades!¿Y tienes miedo?

—Corisio, por desgracia noconociste a tu padre. Pero hoy puedodecirte algo: él no sabía lo que era elmiedo y, sin embargo, jamás llegó alMediterráneo.

Yo conocía la historia con todo

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detalle porque en nuestra comunidadsiempre la explicaban. Mi padre, elherrero Corisio, había marchado endirección a Roma con el tío Celtilocruzando el Penino para luchar comomercenario en el ejército romano. Losherreros celtas eran muy solicitadoscomo mercenarios. Sin embargo, a lospocos días mi padre se rompió unamuela al morder un molusco y, a pesarde que el médico de la legión le extrajola pieza, la mejilla se le inflamó comouna vejiga de cerdo; dicen que unmédico griego comentó después que elpus le había intoxicado la sangre. A mimadre tampoco la conocí, puesto que

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murió en el parto. Ese destino no nosdolía mucho a los celtas, ya que paranosotros la muerte no es más que el pasoa la siguiente vida. Por eso tambiénsoportamos las bromas de los diosesmucho mejor que otros pueblos:sabemos de la migración de las almas y,por lo tanto, una vida difícil no es algopeor que un día difícil. De ahí que notengamos motivo alguno para ahogar alos inválidos y que los mismos inválidosno tengan motivo alguno para ahogarse así mismos. En mi caso, de cualquiermanera habría sido inútil ya que soy unnadador excelente, razón por la cualhabría resultado muy difícil que me

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ahogara. De todas formas yo teníaentonces diecisiete años y rebosabaenergía y alegría de vivir por todos losporos. Nunca he considerado injustohaber crecido sin padres, ya que eso eramuy frecuente y ningún celta debíasentirse solo por ello; tras la muerte y laenfermedad, las familias diezmadasconstruían nuevas familias numerosas, yasí vivía yo con el tío Celtilo y otrosveintinueve parientes en una sola nave.¿No era acaso maravillosa la vida?

—Sí, sí —murmuraba el tío Celtilo—. Tú eres joven, Corisio, ¿pero quéharías si tuvieras que enfrentarte aAriovisto?

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—Le haría reír —respondí condescaro.

Celtilo sacudió la cabeza conincredulidad y se pasó la mano,desconcertado, por el tupido bigote. Elmío también era imponente, aunque pordesgracia aún no tenía la consistencia nila espesura del de Celtilo. Con todo, porlo visto los druidas también habíandesarrollado una tintura de olorrepugnante para solucionar eso. A mí nome parecía mal, siempre que noestuviera mezclada con garum.

—Corisio, siento que la fuerza demis brazos disminuye. El camino quetengo por delante es corto. Ya no veré la

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costa del Atlántico. Y mi últimopensamiento te concierne a ti, Corisio.¿Qué va a ser de ti?

—Tío —dije con fingidaindignación—, tu desaliento raya en lablasfemia. Un día seré nombrado druidaen el bosque de los carnutos, o bienhabré levantado mi comercio deMassilia, volviendo a fabricar con éxitotodo lo que producen en Roma paravenderlo por toda la Galia. Arruinaré alos romanos.

Por exagerado que pudiera parecer,yo me tomaba muy en serio eso delcomercio. Cada vez eran más los días enque prefería la profesión de mercader a

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la de druida. Estaba realmente indeciso.Yo deseaba fama y gloria; que lasconsiguiera como druida o comomercader, no lo tenía aún demasiadoclaro.

Celtilo asintió con la cabeza. Habíaenvejecido y ya era el más anciano denuestra comunidad; hacía mucho quehabía pasado de los cincuenta. Desdeque regresara a nuestro lado, hacía diezaños, se sentía responsable de mí. Al finy al cabo pertenecíamos al mismo clan.Por mí había comprado el año anterior aWanda, la joven esclava germana. Algúndía ella lo remplazaría cuando semarchara hacia su próxima vida. Sin

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embargo, yo no necesitaba ningunamuleta de carne y hueso. No necesitabauna esclava, y menos aún a Wanda. Lamuchacha se había convertido en unahermana para mí, pero en una hermanaauténtica, de esas a las que uno querríahundir en un pantano.

—Corisio —murmuró Celtilo—,cuando estoy despierto en la cama, denoche, y empiezo a darle vueltas a esto yaquello, a veces pienso que tal veztengas razón, que los dioses te deparanalgo especial. Todo esto debe de teneralgún motivo.

—Al menos tres —dije al tiempoque esbozaba una sonrisa.

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El tío Celtilo se echó a reír contantas ganas que casi se le vieron loscuatro dientes desgastados por el granoduro que los dioses le habían permitidoconservar.

—Quién sabe, Corisio. Tienes unconvencimiento tan firme en tu éxito quepoco a poco empiezo a preguntarme…

—¿Qué es lo peor que puedesucederme? —interrumpí, riendo.

El tío Celtilo me miró sorprendido.—¿Qué es peor, tío? ¿Que Ariovisto

me arranque el corazón o que mecrucifiquen los romanos? En cualquiercaso, pasará deprisa y luego el barquerome llevará a mi nueva vida.

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Parecía más tranquilo. Lo habíaanimado, aunque en aquel momento yono estuviera precisamente de humor,porque me inquietaba bastante quealguien como Celtilo mostrarapreocupación. Por otra parte, la verdades que mi tío bebía demasiado desdehacía años. Es cierto que la bebidainfunde valor, pero cuando el efecto delvino desaparece uno se vuelveasustadizo y miedoso como un corzoespantado. Me agarré al tirador dehierro que Celtilo había instalado en eltronco del roble para permitirincorporarme con más facilidad y mepuse de pie.

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—¡Wanda! —exclamé enojado,como si de continuo debiera estar juntoa mí.

—¡Sí, amo!Se hallaba sentada detrás de mí y era

evidente que no me había perdido devista en todo aquel rato. Su «sí, amo»,dicho sea de paso, no sonó en absolutosumiso ni servil. Bien al contrario, decía«sí, amo» con tanta seguridad que casisonaba irónico. En el fondo era unacriatura impertinente, y además, unalapa. Por supuesto, eso se lo habíaordenado el tío Celtilo. A menudo laamenazaba con el látigo, aunque yo creoque en realidad la quería como a una

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hija. Desde luego, ninguna parte de sucuerpo indicaba que la estuvieraeducando.

—Quiero volver al peñasco.Wanda asintió, me agarró con

decisión del brazo izquierdo y meacompañó en un lento ascenso por lacolina. Hacía mucho que se habíaacostumbrado a mi paso; era la sustitutade mi pierna izquierda. A pesar de queya había llegado a dominar nuestralengua, nunca era ella quien buscabaconversación. Por mi parte, la habíaobligado a no hablar conmigo más queen germano; yo tenía tanta sed de nuevosconocimientos como el tío de vino

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romano sin diluir. Celtilo también mehabía enseñado latín; en un abrir ycerrar de ojos. Y Creto, el mercader deMassilia al que siempre le atormentabael dolor de muelas, me había certificadoel año anterior que por fin dominaba lalengua griega hablada y escrita. Esoslogros hicieron aumentar enormementemi fama en la granja, estimulándome aaprender más aún. Me hubieseencantado grabar una tabla de mármol enMassilia donde se leyera todo lo quesabía y dominaba, si bien aquí no lahabría podido leer nadie…

Cuando llegamos al peñasco, Wandame soltó el brazo apartando la mano muy

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despacio, como si siempre diese porhecho que yo iba a perder el equilibrio yque tendría que recogerme. Esos eranlos momentos en que pensaba en elpantano que mencioné antes. ¡Porsupuesto que no iba a perder elequilibrio! Me apoyé con las dos manossobre la elevada explanada de roca y meenderecé. Aunque Wanda sabía muybien que detestaba aquello, me asió delas caderas con suavidad y me echó unamano. Lo detestaba de veras. Lucíatambién había subido de un gran salto ala superficie de roca, bajó la miradahacia la esclava y se puso a gimotear.Por motivos inconcebibles, el animal

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quería a Wanda como a ninguna otracosa en el mundo y, como yo quería aLucía, le grité a Wanda:

—Sube, aquí arriba brilla el sol.—Sí, amo.La muchacha se encaramó con

agilidad hasta donde estaba yo. Teníauna larga melena de un rubio pajizo quellevaba trenzada a un lado. Esa trenzavalía una fortuna. Sabía por Creto queen Egipto pagaban mucho dinero poralgo así; al parecer, los mejores cabosde torsión para catapulta se fabricabancon pelo germano rubio. No sé si el pelode Wanda era en realidad tan rubio,pues yo había visto cómo se aplicaba

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sebo y ceniza en la orilla del arroyo. Lesonreí y me acaricié el bigote conpicardía. Ella tenía la cabezaligeramente inclinada, con un deje triste,como si se rindiera ante su destino, y noobstante sus preciosos ojos irradiabandignidad. Wanda tenía un rostro bello ydelicado, con unos labios carnosos quesiempre olían a agua fresca. Llevaba unvestido sin mangas de lana roja bajo elque se dibujaban dos pechos firmescomo medias esferas, y fruncía la telacon ayuda de dos fíbulas que lucíaprendidas sobre los hombros; la cinturala ceñía con un cinturón. Desde quellevaba esa prenda roja ya no parecía

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una esclava, y si uno le regalaba dosfíbulas a una esclava, bien podíaotorgarle también la libertad. Pero el tíoCeltilo era así. Me refiero a que eso eslo que sucede cuando no se diluye elvino romano: se pasa uno todo el añocelebrando las saturnales. Era ésa unafestividad romana en que los amostrataban a sus esclavos como a señores,pero sólo durante la fiesta.

Wanda no parecía adivinarme elpensamiento. Estaba allí sentada yesperaba pacientemente. Me di cuentade que en la muñeca lucía un brazaletede cristal nuevo.

—¿Celtilo? —pregunté.

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Ella asintió. A buen seguro no habíacelta que la ganase en parquedad depalabra. Ni siquiera los mudos.

—Dime, Wanda, suponiendo que yofuese druida, ¿qué querrías que tedijera?

Wanda cruzó las piernas mientrasjugueteaba con una hoja de haya.

—Los germanos no necesitamosdruidas.

—Sí, claro, ya lo sé, no tenéissacerdotes que cuiden de los jefes devuestra tribu… —repliqué de mal humor—. Pero suponiendo que…

—Para nosotros —me interrumpió—, sólo las mujeres tienen poderes

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adivinatorios. A nadie se le ocurriríaconsultar a un hombre.

¡Así era Wanda!—Entonces —volví a intentar—,

suponiendo que fuera druidesa, ¿quéquerrías que te dijera?

—Pero es que no lo eres —replicósin más.

—Eso ya lo sé —contesté cada vezmás enojado—. ¡Pero quiero saber quéquerrías tú saber si fuese druidesa!

Alzó la cabeza y me miródirectamente a los ojos.

—¿Cómo es que no puedes andar,amo?

Por un instante me quedé perplejo,

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como si hubiera ingerido un trago degarum. Habría preferido hablar delenigmático curso de los astros o de laslegendarias profundidades de losocéanos, y ella quería saber más acercade mi pierna izquierda. ¿Qué iba adecirle? ¡Había nacido así! Para mí, lacosa más natural del mundo era ircojeando por el bosque, tropezar de vezen cuando con una raíz y caer cuan largoera, perder siempre el equilibrio enterraplenes muy inclinados y aterrizar enel suelo raspándome las rodillas. ¿Yqué? Cada cual tiene su particularentrada en escena.

—Quiero saber por qué no puedes

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caminar —repitió Wanda.¡Por Epona! ¡No podía decirlo en

serio! Así son las germanas: cavilan yexcavan como los topos, y después sesumergen como una piedra en un pantanohasta que ya no ven el sol en la profundaoscuridad.

—¡Claro que puedo caminar! ¿Quées lo que hago si no todo el rato? —respondí con una carcajada y luegocontinué en lengua germana—: Perocuando estaba creciendo dentro delcuerpo de mi madre, el agua en que sedesarrollan los niños por nacer comopececillos vivarachos desapareció depronto. En esa agua se aprenden todos

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los movimientos, y al faltarme el líquidono pude moverme más durante mucho,mucho tiempo. Por eso no aprendí naday, cuando por fin llegué al mundo, eracomo una estatua griega: bello y bienconstruido —levanté el dedo índice—,pero inmóvil.

Para gran sorpresa mía, Wanda meescuchaba con atención. Aquello parecíainteresarle de veras. En realidad yo nola entendía.

—Vosotros, los germanos, mehabríais abandonado, y también losromanos y los griegos. Sólo los celtas ylos egipcios educan a los niñosimpedidos, porque piensan que los

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dioses habitan en ellos.Sonreí de oreja a oreja de forma

burlona. Esa interpretación me gustabamuchísimo. Podría haberla inventado yomismo.

—¿Por qué creen vuestrossacerdotes que los dioses habitan en ti,amo?

—¿Que por qué? —preguntésorprendido—. ¡Por qué va a ser! Muysencillo: a ti los dioses te han dado dospiernas para que puedas usarlas ycaminar, pero sin duda a mí los diosesme deparan otra cosa. No quieren quecamine para otros. ¿Lo entiendes?Necesitan mi cuerpo como morada.

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Alcé la cabeza como hacen esoshijos de nobles a los que no podíasoportar. Así Wanda me vería de perfilal menos una vez.

—Amo, ¿quieres decir que losdioses desean que te conviertas endruida?

—Quiero saber tanto como undruida, aunque no por fuerzaconvertirme en uno de ellos. Un druidatiene prohibido beber vino. ¿Cómo sesupone que va a inventar nuevosbrebajes? Prefiero mil veces ser elmercader más notable del Mediterráneo,pero con los conocimientos de undruida. Verás, para mí debería

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inventarse una nueva clase de druida. Eldruida comerciante.

Wanda me corrigió la construcciónde la frase, que siempre me ocasionabaproblemas, y miró sonriente sobre elvalle. Al cabo de un rato dijo:

—Si los germanos te hacen esclavo,dominarás nuestra lengua a laperfección, amo.

—¿Tú crees? ¿Qué harán conmigolos germanos?

—Te llevarán a las minas de sal.Allí de todos modos hay que trabajar acuatro patas. Y algún día te matarán —respondió con la mayor naturalidad delmundo.

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—¿Estás segura de que no necesitana ningún intérprete? ¿O a nadie que leshaga reír? Yo hago reír a todo el mundo.

Wanda me miró con el semblanteimpasible.

—Bien, a casi todo el mundo —rectifiqué.

De repente me sentía algo inquieto.Concentrado, miré a lo lejos y vi que lanube de humo que se elevaba sobre elrecodo del Rin se hacía cada vez másnegra y grande. También me pareció veralgo que se acercaba hacia nosotros.Con todo, aún estaba muy lejos y no eraposible distinguirlo con claridad,aunque mi vista era excelente. No todo

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el mundo tenía esa suerte; seguro que enMassilia había más médicos de la vistaque parteras.

—Wanda, ¿son eso jinetes? —pregunté en celta, ya algo harto de losejercicios en lengua germana.

—No, amo. Pero has dicho que alnacer eras de piedra. Explícame por quéya no eres de piedra.

Examiné a Wanda con desconfianza.Estaba seguro de que había visto jinetesy quería distraerme. Como si me leyerael pensamiento, dijo:

—No he visto a ningún jinete, amo.Sigue hablando.

—Como tenía mucha prisa por abrir

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mi comercio en Massilia, vine al mundodos meses antes de lo normal. Mi madremurió en el parto; mi padre, el herreroCorisio, quería alistarse con el tíoCeltilo como mercenario en el ejércitode Roma y murió en el trayecto a causade una muela infectada. Me quedé solocon todos mis familiares, pasando misdías sobre unas pieles; apenas podíamoverme. Si brillaba el sol me sacabanal aire libre, y si llovía me dejabandentro. Al cabo de un tiempo, cuandosorprendí a todos con mis primeraspalabras, la vida se volvió más variada.Tenía personas con quienes conversar, yempecé a aprender por puro

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aburrimiento. Mientras los demás chicosde mi edad trepaban a los árboles oechaban carreras, yo pedía que meexplicaran cómo se extraen losminerales y la sal, cómo se fragua unaespada o dónde están las columnas deHércules. El aprendizaje se convirtió enmi actividad predilecta. Más adelante,cuando mis amigos se instruían en lasartes de la caza y la guerra, expresé mideseo de convertirme en druida. Noobstante, el entonces druida Fumix mehizo creer que yo estaba enfermo; decontinuo intentaba convencerme de ello.El caso es que yo me sentía lleno desalud, pero aquel tipo no se cansaba de

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asegurar que yo estaba enfermo, y degravedad, y que debía de estar expiandoalguna grave equivocación cometida enuna vida anterior. A pesar de que no soydruida, estoy casi seguro de que Fumixpadecía ya entonces una intoxicaciónproducida por el muérdago. Así queimploré a nuestra diosa Ellen, que seocupa de las enfermedades, no que yorecuperara la salud, puesto que estabasano, sino que el tal Fumix perecieracomo una caballa expuesta al sol. Parami sorpresa murió unos días después, ypor primera vez bebí vino romano,falerno para ser concreto; en cualquiercaso elegantemente romano, es decir,

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diluido con agua. ¿Comprendes por quéafirmo siempre que los dioses se aliarona mi favor?

Wanda me miraba con escepticismo.—Pero cuando naciste eras de

piedra —dijo—. ¿Te han ayudado tusdioses?

La obstinación de Wanda medesconcertaba. Jamás habría esperadoesa actitud de ella: siempre me habíaparecido poco participativa, sincuriosidad, dispuesta a someterse a sudestino. Le sonreí, pero creo que no sedio ni cuenta, de modo que continué:

—Me ayudó el tío Celtilo. Regresóde la legión y me puso en pie. El pobre

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hombre se figuraba que me había pasadosiete años tirado en el suelo, a pesar deque, en realidad, podía caminar. Setrataba de una idea tan fija como sólopuede tenerse bebiendo vino romano sindiluir; mi tío la había adoptado enAlejandría. Después de cobrar lasoldada y pasarse la noche entera dejuerga, un médico de la legión deascendencia egipcia le relató cuanespantosas repercusiones puede teneruna herida en la cabeza sobre elmovimiento de brazos y piernas. Leexplicó que el cerebro se componía demillones de tablas jeroglíficas y que,cuando una de esas tablas escritas se

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rompía, había que volver a aprenderdesde cero el saber perdido. También lehabló de niños a los que les faltaban denacimiento algunas de esas tablasescritas: por ejemplo, las que le dicen ala cabeza cómo se mueven las piernas.En Egipto esos niños también eranmorada de los dioses. No podía hacersenada; estaba bien así. Sin embargo, síque podían grabarse más adelante todosesos jeroglíficos que habían faltado alnacer: por ejemplo, el del secreto delcaminar. Según él, el cerebro podíaaprenderlo. Lo mismo que una personaaprendía una lengua, el cerebro eracapaz de aprender nuevas habilidades…

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Todo dependía únicamente de laduración, la intensidad y la frecuenciade los movimientos: si uno caminabacada día durante horas, con el tiempoese movimiento quedaría grabado,cincelado en piedra, y a partir deentonces se reproduciría de formacorrecta.

¡Wanda, no puedes ni imaginar loque el tío Celtilo emprendió conmigo asu regreso! ¡Fue horrible! Meencontraba echado en paz bajo mi roble,comiendo las bayas que mis numerososamigos y amigas me traían del bosque,cuando llegó ese Celtilo al que noconocía lo más mínimo. Afirmando ser

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mi tío, se arrodilló ante mí, me estiró laspiernas y empezó a movérmelas alcompás, como un galeote que se hubieravuelto loco. Eso provocó gran hilaridaden nuestra granja. ¿De qué iba a servirtodo aquello si yo no podía mover lapierna izquierda? ¿Acaso tenía Celtilola intención de seguirme a gatas en elfuturo e irme moviendo la pierna? ¿O esque iba a colocarme una rueda demadera bajo la cadera izquierda? Noobstante, para perplejidad general, en unaño conseguí doblar la pierna izquierdasin ayuda de nadie. Magnífico, ¿verdad?Pero Celtilo no se contentó con eso.

¡Imagínate! ¡Podía encoger la pierna

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izquierda yo solo, lo cual cambiabaextraordinariamente mi vida diaria, yese centurión frustrado y verdugo degentes no estaba contento! De modo queme puso en pie y me dejó ir. Me caícomo cae del árbol una manzana depiedra; mientras que los demás caensobre sí mismos con suavidad y levantanla cabeza antes de llegar al suelo, yo mederrumbé rígido como una columna demármol. No me quejé al ver que teníatoda la cara empapada de sangre, puesestaba convencido de que el tío Celtilodesistiría entonces. Pero no, en lugar deeso me enseñó cómo hay que caer… yprosiguió, igual que en una escuela de

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gladiadores de Capua. Anhelé condesespero conocer la mixtura que habíaenviado al barquero a nuestro difuntodruida Fumix para echarla en el vino demi tío; odiaba a Celtilo y le deseaba lamuerte inmediata. ¿Dónde quedaba lajusticia? ¿Para qué tenemos tantosdioses si ninguno se compadecía de mí?¿Por qué mi padre y mi madre tuvieronque morir y en cambio ese malditoverdugo seguía con vida?

Fue una época bastante mala y penséseriamente en cambiar mis dioses porotros. Celtilo me envolvió la rodilla convendas de piel, me colocó un casco decuero y volvió a ponerme de pie. Yo me

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tambaleaba como si hubiese mezcladouna caldera de bronce de vino sin diluirc o n cervisia y me lo hubiera bebidotodo de un trago. Cuando pasaba junto alfuego, la gente tenía que apartar loscacharros de arcilla; cualquiera habríadicho que la alfarería que quedaba al surdel recodo del Rin me pagaba por misrecorridos. Allí donde me presentabaocasionaba destrozos, y cada vez que mecaía aquel negrero frustrado exclamaba:«¡Corisio, uno puede caerse, pero nodebe quedarse en el suelo!». De modoque volvía a levantarme y, poco a poco,me fui convirtiendo en el terror de lagranja. Tenía la impresión de ser una

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especie de monstruo marino dellegendario mar del Norte. Losencuentros con las chicas de nuestracomunidad resultaban bastantebochornosos, puesto que al caer siempreintentaba sujetarme de forma instintiva acualquier cosa; de modo que no era rarala ocasión en que me agarraba a una telay la rasgaba hasta el suelo. Por eso losotros chicos me tenían envidia: ningunoestaba rodeado de chicas guapas ydesnudas tan a menudo como yo.

Wanda rió por lo bajo.—¡Lo ves, Wanda, hago reír a todo

el mundo! —exclamé triunfante.Nunca la había visto reír. Tenía una

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risa fresca y una bonita dentadura condientes blancos, fuertes y regulares; alechar la cabeza hacia atrás mientrasreía, la boca se le abría como una flor,como a la espera de un beso apasionado.Pero me controlé. A fin de cuentas erauna esclava, a pesar de las dos fíbulasque llevaba.

—Ya conoces el resto de la historia.Después llegaste tú, y luego Lucía.

Lucía ronroneó casi como una gata.Estoy seguro de que sabía cuándohablábamos de ella; a menudosubestimamos a los perros. Wanda lepasó la mano por la cabeza con cariño yle acarició las suaves y largas orejas

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negras.—¿Sabes, Wanda?, creo que lo de

Lucía seguramente también lo tramó mitío Celtilo. Intenta planificarme la vidacomo si se tratara de una campañamilitar. Por eso ahora está tanpreocupado; siente que va a dejar de serel estratega de mi vida. Pero seguro queen su próxima vida será uno de misclientes.

No obstante, Wanda no habíaprestado atención a mis últimaspalabras. Volvió a asumir la expresiónde la silenciosa esclava sufrida y siguióimportunando:

—¿Quién crees que te ha ayudado,

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amo, Celtilo o tus dioses? ¿O tal vez seaque los dioses han hecho que Celtilo teayude?

—Wanda, ¿por qué te interesan tantonuestros dioses? ¿Ya no estás contentacon los tuyos?

Era evidente que una esclavagermana no podía estar muy contenta consus dioses protectores. Se inclinó haciadelante y miró a lo lejos. Había vistoalgo. Escudriñé con la mirada todo elvalle y las colinas de alrededor. No semovía nada, y aun así estaba seguro deque allí había algo. Volví a sentir eseextraño crepitar en el aire. Sabía quealgo iba a suceder; estaba tan seguro

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como aquella vez que le deseé la muertea Fumix y supe con certeza que moriría.Tenía algo así como presentimientos. Aveces ocurría algo, alguna cosairrelevante, y sabía que más tarde iba aresultar de gran importancia.

—Volvamos —dije de repente.Wanda asintió con la cabeza como

queriendo decir: «Sí, yo también lo hevisto.» Por desgracia, no obstante, yo nohabía visto nada. Ella me notóintranquilo, pero hizo como si loignorara y se deslizó desde la roca paraluego tirar de mis piernas hacia abajo.No me gusta lo más mínimo que tiren demí como si fuera una rama, ¿pero cómo

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iba a quitarle esa costumbre? Me dejéresbalar con cuidado. Ella alargó losbrazos hacia arriba y me asió de lascaderas. Cuando sentí el suelo bajo lospies, me di la vuelta; tenía su rostro tancerca que sentía su respiración.

—No tienes por qué sujetarmesiempre —dije en tono de reproche.

No lo decía en serio, pero es que auna esclava hay que recordarle siempresu lugar; si no, se le va a uno de lasmanos. Incluso conocía historias deesclavas germanas que le decían a suamo lo que les tenía que ordenar, ¡deveras! Y también hay esclavas germanasque pasan días enteros enfurruñadas,

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hasta que su amo hace esto o aquello.Por eso en ocasiones yo era algo estrictocon la mía.

—Celtilo lo quiere así, amo —dijola muchacha, tomándome del brazo.

En realidad debería haber vuelto allamarle la atención porque, al fin y alcabo, acababa de reñirle y ella hacíaprecisamente lo que yo no quería. Sinembargo, un buen amo a veces tiene quepermitir que reine la concordia. Aunqueno muy a menudo.

Bajamos caminando juntos hasta laorilla.

Los dos estábamos callados. Lahistoria que le había narrado me había

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aturdido. Al cabo de un rato, noobstante, me alegré de haberlaexplicado, mejor dicho, de habérselaexplicado a Wanda y provocar así surisa. Una vez más cobré conciencia delo largo y fatigoso que había sido elcamino recorrido. Cierto es que, igualque antes, no podía trepar a un árbol,forjar una espada ni dar en un blancocon una lanza, pero en cambio conocíatodos los árboles y las propiedades delas hierbas, sabía cómo se fabricabanlas armas, joyas y vasijas de arcilla,cómo dar con metales para luegoextraerlos y trabajarlos, dominaba lalengua latina y la escritura mercantil

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griega, conocía los mitos, dioses yleyendas de los diferentes pueblos, y elcurso de los astros. Además, cuando nohabía ningún druida en la aldea, yo erauno de los hombres más importantes dela comunidad. Los mercaderesextranjeros siempre solicitaban mipresencia. Desde hacía poco, y de ellome sentía especialmente orgulloso,podía incluso llevar arco y flechas.Montar nunca había supuesto problemaalguno para mí, puesto que disponía deuna silla con cuatro protuberancias entrelas que encontraba un excelente apoyo, ysobre el caballo no tenía una piernaizquierda rígida, sino cuatro veloces

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pezuñas. En el agua me movía como unpez; me encantaba el líquido elemento.Sin embargo, hubiese preferido un besode Wanda. No sé por qué, pero la formaen que me había sostenido por lascaderas para bajarme de la explanada deroca me había turbado de una maneraextraña; incluso me había excitado. Nopodía evitar mirarla siempre de reojo yno me cansaba de contemplar su boca.Quería verla reír de nuevo. En realidad,casi siempre estaba callada y quieta,pero en sus ojos ardía una llama y podíavislumbrarse lo que sucedería cuando,un día, rompiera sus cadenas. Decualquier modo, está claro que yo ya era

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lo bastante mayor para saber quealbergar tales sentimientoscontradictorios no era insólito a miedad. Santónix me lo había explicado:de pronto rebosaba uno vitalidad, uninstante después rompía a llorar y luegopodía morir de autocompasión, parapoco después lanzarse a perseguir a unaesclava germana como un potrillo. Porlo tanto, también el conocimientoconstituía un elemento tranquilizador.Tampoco había ningún motivo paraperder los estribos a causa de dosfíbulas: Wanda era y seguía siendo unaesclava germana. Me controlé y afirméen tono cortante:

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—La vida es fantástica.Wanda me miró como se mira a un

loco que roe la corteza de un haya.Sonrió para sí satisfecha, sin mostrar losdientes. Yo estaba deseoso de ver suerótica risa. Lo intenté otra vez, ahora engermano:

—Dime, Wanda, ¿es cierto que entrelos germanos, los jóvenes y lasmuchachas se bañan juntos pero no seles permite divertirse hasta el vigésimoaño de vida?

Me dirigió una mirada breve que,como siempre, no entendí.

—¿Por qué me lo preguntas si ya losabes?

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—¿Por qué no? —respondí, colérico—. Si quiero aprender germano, de algotendré que hablar. Por mí, puedesinterpretarlo como una clase.

—Entonces prosigue con la clase,amo.

Ante esa respuesta sobrabacualquier comentario.

—¿Quieres ser libre, Wanda?—Soy la esclava de tu tío, amo.—¡Por Epona! ¿Pero qué os hará el

clima a los germanos? ¿Os fluye aguahelada por las venas? ¿Acaso no erescapaz de soñar ni por un instante?

Wanda se quedó quieta y me miródirectamente a los ojos con tanto

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atrevimiento e insolencia que el tíoCeltilo sin duda habría sacado el látigopara azotarla; el de remaches de hierro,además.

—No te habías confundido, amo.Eran jinetes germanos. Exploradores.

Ya lo había vuelto a conseguir. Sentíque se me tensaban los músculos y lostendones. Era como si alguien meapretara contra las articulaciones elbroquel de hierro de un escudo. El pieizquierdo se me torció aún más haciadentro y, al pisar, bloqueó el paso delotro; me quedé paralizado y di untraspiés. Wanda me agarró del brazo yme sostuvo. Intenté seguir andando, pero

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la espalda me dolía como si me hubiesetragado una lanza. Tenía miedo, miedode verdad. Ya no estaba de humor paragastar bromas. Si aparecía Ariovistocon sus jinetes, seguro que no conseguíahacerlo reír.

* * *

En la granja, las carretas de bueyesya estaban dispuestas para la marcha enuna larga columna. Las mujeres reuníancaballos, bueyes, cerdos, reses, ovejas,gallinas, gansos y perros; los conejos ylas aves de corral los llevaríamos en lascarretas, junto con cestos de mimbrerepletos, las semillas, los toneles y todo

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el mobiliario. Sin embargo, no había niagitación ni parloteos. Los celtas, comoya he dicho, no eran hombres de muchaspalabras. Yo era la excepción: era capazde hablar sin parar y de escribir tantocomo para acabar con las tablas de cera,los papiros y los pergaminos de todo elMediterráneo.

El tío Celtilo se me acercó y señalóla carreta en la que yo haría el trayectohasta Genava; encontraría mi sitio entrecarne de cerdo salada y lingotes deplomo semicilíndricos. Incluso habíametido a presión un par de horcas depaja para que no me bambolearademasiado durante el trayecto, pues

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sabía que las sacudidas me endurecíanlos músculos. Paseamos en silenciohasta la parte de atrás de la última nave.Desde allí habríamos podido ver a losjinetes aproximarse antes que desdeningún otro sitio, pero no se veía aningún jinete. El viento había virado. Elolor a fuego estaba en el aire, el olor amuerte. Arialbinno seguía ardiendo.Ambos sabíamos que aquélla sería laúltima vez que pisábamos ese suelo; aldía siguiente, a primera hora de lamañana, también nuestra granja arderíaen llamas. Nosotros mismos nosencargaríamos de que así fuera.

Nos sentamos en la hierba. Lucía

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jugaba con las correas de mis zapatos decuero. Quería decirle a Celtilo queWanda era cada vez más descarada yque debería quitarle las dos fíbulas,pero me callé. El tío me puso en la manouna bolsa de cuero.

—Corisio —empezó a decir,titubeante—, si habéis vistoexploradores germanos…

Se interrumpió. No sé qué lo abatíamás, si el futuro o el vino, queclaramente había vuelto a tomar enabundancia durante aquel rato. Apestabaa restos de vino viejo y pringoso, y atorta de pan condimentada con ajo ycebolla.

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—Sí —asentí, incómodo—. Hemosvisto exploradores germanos.

—Si los exploradores ya están aquí,los jinetes no andarán lejos.

El tío Celtilo se interrumpió. Yo ledaba vueltas entre los dedos a la bolsade cuero y supe que contenía una buenacantidad de oro celta, porque pesababastante.

Celtilo miraba a lo lejos.—En cuanto los dioses hayan

hablado en el pantano sagrado,podremos partir. Antes de que salga elsol. En esta bolsa de cuero hay oro celtay denarios de plata romanos. No esmucho, pero te permitirá establecerte en

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Massilia. El año pasado hablé de ellocon Creto. Él te acogerá y te formará.Me lo ha prometido. ¡Recuérdaselo!

—¿Y el Atlántico? ¿Es que ya nocrees que logremos llegar al océano?

—Tuve un sueño, Corisio, te vinadando entre las olas…

—¡Entonces llegaré al Atlántico, tío!—No —susurró Celtilo—. Era

sangre, sólo sangre. No comprendía dedónde salía toda esa sangre, debía deser la sangre de cientos de miles depersonas…

—¿Pero yo sobrevivía? —preguntévacilante.

El tío Celtilo asintió.

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—¿Y? ¿Me convertía en druida?—No lo sé —contestó.—¿Entonces no crees que algún día

seré druida? —pregunté sorprendido.—Te gusta demasiado el vino —

respondió sonriendo, y a continuaciónme dio un amuleto de oro querepresentaba una rueda; la rueda es elsímbolo del dios celta del sol, Taranis.

—Taranis siempre me protegiócuando era mercenario. Ahora teprotegerá a ti. Quién sabe, quizás un díavivas entre romanos.

No era necesario preguntar quésignificaba ese comentario.

—Algún día volveremos a vernos,

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Corisio. Aunque no será en esta vida.Vi que le caían grandes lágrimas por

las mejillas enjutas. Casi avergonzadobajé la mirada hacia Lucía, que melamía la mano. Pensé en todo lo que eltío Celtilo había hecho por mí, y cuandode pronto me agarró y me abrazó confuerza, también yo di rienda suelta a mislágrimas. Era la mejor persona que losdioses me habían enviado jamás.

Me dirigí al arroyo y me senté ahorcajadas sobre un tronco seco quehacía muchos años había quedadoarrancado de raíz durante una tormenta.Intenté escuchar con atención las vocesde los dioses del agua, pero tan sólo oí

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el gorjeo de los pájaros y el crujir de lashojas en el viento. Estaba solo.

—¿Corisio?No había oído acercarse a Basilo.

Se sentó también a horcajadas sobre eltronco, igual que hacíamos siempredesde nuestra infancia. Mi amigo teníadiecisiete años, como yo, pero era algomás corpulento. Se le consideraba undiestro cazador y un guerrero intrépido.Una vez se había encontrado con unosceltas secuanos mientras estaba cazando,y cuando regresó a la granja, de su bridacolgaban dos cabezas. Por algún motivoincomprensible, desde pequeño siemprehabía buscado mi compañía. Éramos

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amigos hasta la muerte.—Corisio, en realidad no sé si es

buena idea emigrar a la tierra de lossantonos. ¡No querremos convertirnos encampesinos y ganaderos!

—Los dioses sabrán lo que hacencontigo —bromeé.

—Los dioses… Corisio, no sé enqué andarán ocupados en este momento,pero seguro que en cualquier cosamenos en mí. En caso de que hables conalguno de ellos, dile que tu amigo Basiloquiere ir contigo a Massilia o alistarsecomo mercenario en el ejército romano.

—Si las alternativas son ésas, mejorserá que vayamos juntos a Massilia.

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Pero si te haces mercenario romano, yome hago druida. Así no nos cruzaremosnunca —dije entre risas.

—¡Nunca entenderé qué tienes encontra de los romanos, Corisio! Hasta unliberto puede hacerse rico en Roma. Tutío logró cosechar gloria y honor comomercenario. ¡Y hoy incluso si te alistascomo jinete en las tropas auxiliares altérmino de los años de servicio recibesla ciudadanía romana! ¡Corisio,imagínate que mis hijos viniesen almundo como ciudadanos romanos ypudieran convertirse en centuriones! Ytú podrías leer libros de verdad en lasbibliotecas de Roma. ¡Ningún druida iba

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a impedírtelo!Dije que no con un gesto cansado.

Ya me conocía las fantasías de miamigo.

—¡Corisio! ¡Soy un guerrero! A míme da lo mismo si lucho contra loshelvecios, los romanos o los griegos. Miclan y tú sois los únicos contra los quejamás alzaría la espada. Pero soyguerrero, Corisio, y no tengo intenciónalguna de pasarme la vida dando decomer a los gorrinos.

Basilo rebosaba energía y espírituemprendedor. Su gran modelo era elcelta Breno, que había invadido Romaunos siglos atrás. Para Basilo, la gloria

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y el honor lo eran todo; habría dado lavida por ellos. Me tendió la mano y meayudó a bajar del tronco. Ya era hora.Creo que Basilo era, junto con el tíoCeltilo, la segunda persona que mehabían enviado los dioses. Aun así, paralos celtas es el tres el número que tieneun significado especial, así que debía dehaber otra persona. ¿Wanda? No, másbien sería Lucía.

El lugar consagrado de nuestragranja se hallaba tan sólo a una cortacabalgada desde el pueblo, en un bosqueverdaderamente impenetrable que seextendía sobre dos cadenas de colinas.Ya era de noche cuando seguimos al

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druida hacia las aguas negras. Nosabrimos paso en silencio entre la malezade los abedules y las matas espinosas,cruzamos suelos pantanosos que estabancubiertos de musgo verde oscuro ypenetramos cada vez más adentro, haciael corazón de nuestro santuario,siguiendo al druida que nos dirigía conlos sentidos alerta. Mientras que otrospueblos construyen pirámides o templospara sus dioses, los nuestros viven en lanaturaleza: en los árboles, las aguas ylas piedras, de modo que siempre nosdivierte escuchar que otros pueblosreproducen a sus dioses en forma deestatua. Por eso creo que para un celta,

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un paseo por el forum romanumsupondría un peligro mortal; a buenseguro moriría de risa al ver todas esasestatuas de dioses. Claro está quetambién nosotros tenemos estatuas. Perono representan a dioses, sino a difuntosa quienes veneramos.

De pronto, los que iban delante demí se detuvieron y formaron un círculo.En el medio de un claro, una losa deroca descansaba sobre dos piedrasredondas. Detrás había dos menhiresque estaban cubiertos de musgo ymaleza; uno se hallaba caído, el otro sealzaba todavía erecto sobre el suelo delbosque. En la oscuridad daban la

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impresión de ser siluetas mudas dedioses todopoderosos. No eran nuestrosmenhires. Mucho antes de nuestrostiempos, un pueblo extranjero los habíaerigido en ese lugar. Se trataba de unlugar sagrado. Santónix se subió a lalosa de piedra y alzó la vista hacia uncielo nocturno sin estrellas. Pese a queen el suelo no había ningún tipo deseñales que marcasen el comienzo delcírculo sagrado, todos sabíamos que nodebíamos dar un paso más. Era un lugarsanto que ejercía un poder mágico, yreinaba tal oscuridad que ni siquiera seveía la sangre reseca sobre la cortezadel fresno.

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El druida Santónix se volvió hacia eleste y alzó su hoz de oro en la negranoche; después se volvió hacia el oestey se quedó de pie bajo el gran fresnobajo el cual estaba dispuesta la losa depiedra. Para los celtas, el fresno essagrado; igual que el muérdago, quevive en el árbol como el alma en elcuerpo. Es más importante que una vidahumana.

Los druidas volvieron a alzar losbrazos hacia la noche y empezaron arecitar los versos que ya nuestrosancestros recitaban. Eran los cánticosdeclamados por los astros cuando losdioses crearon la tierra. Los druidas

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estaban cantando los versos sagrados denuestro pueblo, explicaban las historiasde nuestros ancestros. Ya entoncesdudaba yo de la exactitud de aquellasexageradas alabanzas entonadas enverso que, como buen aprendiz dedruida, hacía tiempo que sabía dememoria. Un pueblo que no pone suhistoria por escrito no tiene historia,sino mitos y leyendas.

No obstante, recité con ellos losversos en voz baja, pues los sabía dememoria desde hacía años y hasta elpresente no he olvidado una solapalabra. Cuando los druidasmencionaron el nombre de Orgetórix por

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primera vez, se percibió un levemurmullo. En realidad era Orgetórix,uno de los helvecios más acaudalados,quien debería habernos conducido alAtlántico. Sin embargo, cuandocomenzamos con los preparativos tresaños atrás, se difundió de repente queambicionaba ser rey de los helvecios.También había persuadido en secreto aun príncipe de los celtas secuanos y aotro de los eduos para hacerse con lacorona real; querían dominar la Galiaentre los tres. No obstante, los pactossecretos celtas tienen un inconveniente:son más o menos tan secretos como laépoca de la cosecha. Por eso Orgetórix

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no subió al trono, sino a la barca que lollevó al otro mundo. El anciano Divicónfue escogido como nuevo jefe. Hacíaunos cincuenta años, éste se había unidoa la marcha de los germanos cinabrios,que avanzaban entonces de norte a surcomo una avalancha. En el Garumna, eljoven Divicón derrotó de maneraaplastante al cónsul romano L. CasioLongino e hizo pasar a sus soldadosbajo el yugo, igual que ganado. Como decostumbre, no supimos sacar provechode esa victoria. Para nosotros apresaresclavos era más bien un deporte, yaquella excursión al sur había sido unabonita forma de pasar el verano. De

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aquella época provenían las cordialesrelaciones con los santonos delAtlántico, así como las relacionesescasamente cordiales con los romanos.Entretanto, Divicón ya debía de tener losochenta años. Muchos creían que losdioses le habían permitido alcanzar esaedad con el fin de que condujera a loshelvecios y a las demás tribus hasta lacosta atlántica.

El druida Santónix elevó su vozimplorante y nos exhortó a obedecer lasórdenes de Divicón. Un heladoescalofrío me hizo tiritar. Doce oppidaceltas, cuatrocientas aldeas einnumerables granjas apartadas, entre

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ellas la nuestra, serían dentro de pocosdías pasto de las llamas. Algunas ardíanya. Con voz ronca Santónix nos instó apartir mientras fuera aún de noche. Nosoy ningún sentimental y no es miintención serlo, pero para mí significabamucho el estar allí y saber que veíamospor última vez esos menhires y lasestatuas de madera ocultas en laoscuridad; la sola idea de que la gentede Ariovisto se mease en ellas mesacaba de mis casillas. Cada vez meimpacientaba más. Respiré hondo y recécon fervor a la diosa del agua,Conventina, para que contuviese lalluvia y así nuestros caminos se secaran,

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quedando transitables para las pesadascarretas de bueyes. Imploré a nuestradiosa de los caballos, Epona, queprotegiese mi galope, puesto que meparecía improbable pasar todo elcamino sentado en un carro de bueyescomo si fuera carne de cerdo salada.Imploré a Sucelo, el dios de la muertecon mazo de madera, que lo intentara enotra ocasión, y también supliquéimplorante la ayuda de Cernunno,Rudianno y Segomón. Era una suertecontar con tantos dioses, pues de estaforma seguro que alguno encontraríatiempo para mis ruegos; además, si en elpasado molesté a alguno, todavía

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contaba con otros que me querían bien.Y aquella noche estaban allí, entre

nosotros. De repente, como si uno de losdioses a quienes imploraba hubieseescuchado mi súplica, experimenté unagradable ardor dentro de mí. Sentífuerza y confianza. Anhelé luz y loscálidos rayos del sol, ansié agua y vinoromano. Volví a pensar en los jinetesgermanos que habíamos visto Wanda yyo. No obstante, ahora ya no teníamiedo. Pensé muy en serio si deberíahacerme druida en lugar de ir con Basiloa Massilia. ¡Massilia!

—¡Corisio!En ese momento me di cuenta de que

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Celtilo me examinaba con severidad.Parecía adivinarme el pensamiento, locual no era demasiado difícil ya queestaba sintiéndome como un rey en micomercio imaginario de Massilia.

Le di un empujoncito a Basilo y lecuchicheé:

—Massilia.—Silencio —siseó Celtilo.Mis reflexiones y la claridad de mis

pensamientos me sorprendieron. Debióde ser inspiración de los dioses.Deseaba ser un gran mercader enMassilia y no quedarme en cualquierbosque sagrado dejando que me cubrierael musgo. Cierto es que seguiría

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aprendiendo de ellos, y no obstante, a lalarga seguro que me divertiría másanotando cuentas que cortandomuérdago. Pero ¿para qué pensar encosas que los dioses ya han decididohace tiempo?

Resulta bien extraño, pero aquellanoche yo debía de ser uno de los pocosde nuestra comunidad que no estabapreocupado, a pesar de que misprobabilidades de sobrevivir a lospróximos días eran relativamente malas.En realidad, a lo largo del día habíaestado afligido durante un rato, llorandoincluso, y me había sentido indefenso ypetrificado mientras Wanda me

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acompañaba de vuelta a la aldea. Sinembargo, en aquel momento sentía unenorme poder en mi interior. Con laayuda de Teutates, mis propiospensamientos habían llegado aextasiarme. Sabía que sobreviviría a lospróximos días. Los dioses estabanconmigo. Los romanos hablan en esecaso del genius, el espíritu guía yprotector de una persona; yo debía detener toda una manada en mi interior.Sentía que Epona, diosa de los caballos,era la fuerza motriz, y Taranis, padre deDis, debía de ser también mi padre.

Los dos druidas que acompañaban aSantónix llevaron entonces dos bueyes

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al claro. Se sentía, por así decirlo, quetodos estaban tensos; el bosque enteroparecía crepitar. Cada vez que unaráfaga de viento movía las hojas, a losdemás debía de correrles un escalofríopor la espalda. Con mis reservas degrasa, no obstante, a mí el frío no mesuponía ningún problema. De pronto mesentí alegre y feliz, como si hubiesecomido bayas fermentadas.

Celtilo miraba a uno de los bueyesfijamente y con miedo; no sé si teníamiedo de que el buey defecara sobre lospuntiagudos zapatos de cuero del druidao de que montara al otro buey en unrapto de enajenación mental. Sin

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embargo, Celtilo se preocupaba y sufría.A mí me dolía que aquel al que yo tantorespeto profesaba estuviera encorvadojunto a mí, tiritando como un esqueletoroído que colgase de la copa de un roblesagrado. Debía de ser efecto del vinoromano. Entonces soltó la fíbula debronce de su capa a cuadros marrones yrojos, se ciñó más la tela alrededor delos hombros y volvió a prender lafíbula. Sí, le temblaban las manos.

Con todo, Celtilo también era viejo.Los viejos tiemblan a veces comocarretas de bueyes que se desmoronanpoco a poco; y también lloran con másfrecuencia, puesto que han visto y han

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padecido más, y por ello comparten másel sufrimiento de los otros. En especialcuando han bebido. El bigote de Celtilo,que otrora fuera imponente, aparecíaahora cano y amarillento. En su frenteoscura y curtida por los elementos sehabían formado profundos surcos depreocupación. A oscuras daba laimpresión de llevar ya un par de añosyaciendo en el pantano. Respiró muyhondo. Igual que los perros marcan suterritorio con señales olfativas, tambiénCeltilo tenía sus propias marcas: vino,ajo y cebolla. De buen grado le habríadicho que no tenía que preocuparse pormí. ¡Por Teutates, Eso y Taranis!

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¿Quiénes eran, si no, las personas másapreciadas entre Asia Menor y las islasBritánicas, entre Petra y Cartago, entreDélos y Sardinia, entre Massilia yRoma? ¿Quiénes los hombres con elgolpe de espada más poderoso, los queposeían más lingotes de oro, los quetenían un miembro de caballo o los quereunían mayor sabiduría? Como celta, eltío Celtilo debía saber que nuestramayor posesión era la cabeza. Para losceltas la cabeza es sin duda la parte másimportante del cuerpo, por eso nosdivierte tanto cortársela al enemigo. Losromanos no lo han entendido nunca: unromano herido puede regresar junto a su

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centurión, pero un romano sin cabeza enla vida encontrará el camino hacia sucohorte. ¡Además nosotros heredamos sufuerza física!

Me dolía mucho ver sufrir así al tíoCeltilo. Aunque quizás estuviesejuzgando aquella situacióncompletamente al revés, ya que ese díano celebrábamos el Samhain ni ningunaotra festividad estacional, sino queimplorábamos la ayuda de nuestrosdioses. La supervivencia de nuestracomunidad se hallaba en juego. SóloSantónix podía explicarnos qué lehabían comunicado los dioses, y cuandoél y los demás druidas hubiesen

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fallecido, desaparecería de golpe unasabiduría centenaria. Los romanos, losgriegos y los egipcios dejarían tablas decera, rollos de papiro, de pergamino,tablas de piedra, inscripciones grabadasen hueso, metal o madera para que otrospudieran estudiarlas y descifrarlas. Ennuestro caso, todo se desvanecería parasiempre jamás.

Un pensamiento dejaba paso al otro.Wanda, el tío Celtilo, Basilo, losexploradores germanos, tablas de ceragriegas, Massilia, jeroglíficos, ánforas,los pechos de Wanda, sus labios, elamuleto, denarios de plata, Ariovisto,Roma…

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De pronto se hizo un silenciosepulcral; todos enmudecieron. Santónixse irguió sobre la losa de piedra yvolvió a elevar los brazos al cielo. Losdos ayudantes del druida encendieronantorchas. El bosque pareció cobrarvida de pronto y el susurro de las hojasse hizo más fuerte, más insistente, comosi nuevos dioses anunciasen suproximidad. Todos los habitantes denuestro caserío estaban al borde de lazona sagrada y contemplaban a los dosbueyes blancos, que lucían coronas enlos cuernos; uno de ellos se liberó deladerezo a sacudidas. Al inclinarse elayudante del druida hacia la corona, el

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viento la arrastró más allá. Vi que losojos de Celtilo brillaban y sehumedecían poco a poco. Yo sabía loque eso significaba. Nuestra comunidadsería barrida, como una hoja a merceddel viento. Pero ¿no lo había profetizadoya Creto, el mercader de vinos? Para él,el mal residía en el modo de vida delpueblo celta. Los celtas no conocíamosun poder central como los romanos;éramos un hatajo salvaje de tribusenfrentadas entre sí. Al águila romana leresultaría fácil someternos. No obstante,si conseguíamos reunimos bajo un sololiderazgo en el sur, junto a la orilla delRódano, en el oppidum de los celtas

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alóbroges, el voraz pico del águilaromana se haría pedazos contra nuestrascotas de malla, en caso de que seatreviera a lanzarse sobre nosotros.

Estaba claro que los dioses, que seexpresaban a través de Santónix, nocompartían mis audaces fantasías. Dehecho, había tres motivos que hablabanen nuestra contra: los germanos al norte,los dacios al este y los romanos al sur.Entre estos tres pueblos quedaríamospulverizados como el grano bajo lamuela del molino. Eso era lo que nosacababan de profetizar los dioses.

Santónix elevó su voz en la noche:—Celtas, el hombre de la perdición

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que nos ha sido profetizado llegará.Cabalga bajo el águila y en los escudosde sus hombres están representados losserpenteantes rayos bañados en sangrede sus dioses. Numerosos son susenemigos, también entre los dioses.Ellos han escogido a una persona paradestruirlo. Vive entre nosotros, puestoque si hubiese nacido bajo el águila lossuyos lo habrían ahogado, igual que aldios de tres colores que lo acompaña.

¡Todo menos eso! Santónix medirigió una mirada penetrante. Sentícómo me subía la temperatura de lacabeza; seguro que ya resplandecíacomo una hoguera. Todos se volvieron y

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me miraron con reverencia. El hombreque cabalgaba bajo el águila no podíaser otro que Cayo Julio César, el cónsulromano cargado de deudas que ostentabael puesto de procónsul en la reciénfundada provincia de la GaliaNarbonense y se pasaba las horasmuertas en la cama de esposas desenadores. Por otra parte, que un dioshabitara en Lucía —la cual volvía ainteresarse por las correas de miszapatos de cuero delante de todos— eramás bien inverosímil. En cambio, lo queresultaba por completo desacertado eraque precisamente yo fuese a acabarcerca de aquel hombre. ¿Cómo iba a

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matar a un procónsul romano unaprendiz de druida celta al que losdioses le habían otorgado músculos dehierro duro? ¿Con el humor, quizá? Paraque hasta el más tonto de la aldeacomprendiese a quién se refería, unayudante de druida me hizo entrega deun cuchillo ceremonial de bronce quellevaba una cabeza recubierta de oro enel extremo del mango, y dijo:

—Cuando la media luna ebúrneapenda de tu sandalia, matarás al águila.

En este punto debo hacer especialhincapié en que esas historias de unapersona buena a quien los dioses envíana la tierra para liberar a su tribu de un

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hombre vil son, con toda probabilidad,tan antiguas como el lenguaje humano.Surgen siempre de la esperanza derecibir ayuda sobrenatural y continuaránexplicándose dentro de dos mil años.Otorgan fuerza e infunden esperanza, ynadie se enfada si las profecías no secumplen, ya que los dioses cambian deopinión tan a menudo como los mortales.

El ayudante de druida regresó juntoal buey, recogió la corona y se la volvióa poner sobre los cuernos mientrasmusitaba un suplicante verso sagrado.Santónix lo observó sin inmutarse yluego levantó la hoz de oro hacia elcielo nocturno negro azabache; con un

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movimiento ceremonial de las manoscortó una rama de muérdago del árbol.Los dos ayudantes de druida sostenían ellienzo blanco extendido debajo de él.Una fuerte ráfaga de viento recorrió elbosque como un murmullo colérico. Eldescenso de la rama de muérdago quedóalgo frenado, pero al fin cayó consuavidad sobre la tela blanca.

«Cuando la media luna ebúrneapenda de tu sandalia, matarás al águila.»Yo no hacía más que darle vueltas a lafrase en mi cabeza: lo del águila locomprendía, pero el significado de lamedia luna ebúrnea en mi sandalia eratotalmente ininteligible. Yo llevaba unos

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zapatos de cuero conocidos comocáligas, que mi tío había hechoconfeccionar en Massilia. Estabanreforzadas en los talones para darlemayor apoyo al pie, y la suela se alzabaun poco por el centro y en el bordeexterior, de modo que el pie no seapoyaba plano; no eran sandalias, y nocabía pensar en una media luna ebúrnea.Ese símbolo tampoco me era conocido,y lo más probable es que lo hubieserelacionado con Cartago. Sin embargohacía cien años que de Cartago sóloquedaban las cenizas, sus murallasestaban derribadas y los surcos delcampo se habían tapado con sal para que

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jamás volviera a crecer nada. Cartagohabía sido pacificada al modo romano.

A los dos bueyes ya les habíancortado la cabeza sobre el lienzo blancocubierto de muérdago y después de unascuantas convulsiones salvajes, loscuerpos se relajaron; la cálida sangremanaba a borbotones. Un vaporhediondo se cernió sobre el clarosagrado. El sacrificio no bastaba.Santónix quería más, aseguraba que losdioses exigían más. Por desgracia nopodíamos ofrecerles a ningún criminal,porque ya hacía tiempo que loshabíamos sacrificado a todos. «Que nosea una virgen», rogué en silencio.

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Desde que viera la risa de Wanda, todami ambición consistía en hacerla reírotra vez. No sabía si los diosesaceptaban también a esclavas, tenía unalaguna de conocimientos al respecto,pero podía imaginar que el virgo eramás importante que la condición socialde las elegidas. Tan sólo tenía que seralgo puro, algo que significase unabarbaridad para alguno de nosotros. Esatarde debería haber besado a Wandahasta hacerle perder la virtud. Wanda…Sería como si me cortasen la piernaizquierda. Ése no podía ser el deseo delos dioses si es que tenían en la cabezaalgo más que un montón de tierna bosta

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de caballo. Si yo fuera druida, ningúndios diría semejantes estupideces por miboca. Quizás en este punto deba advertirque nuestros dioses no son de naturalezainfalible, y que también hay una grancantidad de marrulleros, usureros ygentuza terrible entre sus filas.

Basilo me cogía con suavidad delbrazo derecho. Mis pensamientos eranlos suyos. Otra persona me tomó delbrazo izquierdo; era Celtilo. Con ungesto descortés intenté deshacerme deambos. ¿Para qué me sostenían? Yo nohabría podido salvar a Wanda, pues sihubiese renqueado hacia delante mehabrían atravesado con flechas a los

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pocos pasos. ¿Por qué iba a hacer algosemejante? ¿Por una esclava? ¿Por unagermana? ¡No, por mi pierna izquierda!

Miré a Wanda, que estaba algoapartada y jugueteaba con su brazaletede cristal. Debo confesar que si algunamala cualidad tengo, es la de imaginar aveces cosas que temo y obsesionarme detal forma con los detalles que luego soyincapaz de recordar que sólo esinvención mía. Nuestros druidas dicenque de este modo no sólo se puedeprovocar lo bueno, sino también lomalo. Así que hice lo imposible porcontrolarme y me metí en la cabeza queWanda estaba bien y que jugaba con un

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brazalete que no le correspondía llevaren absoluto, aunque por otra parte lesentaban muy bien esas dos fíbulas quetodavía le correspondían menos.

El druida volvió a alzar los brazoshacia un cielo nocturno sin estrellas. Lasombra de su hoz de oro se estremecíaintranquila en las copas de los árboles.Yo me helaba; de pronto hacía muchofrío. Sentí que me latía un nudo en lagarganta y que crecía por instantes,quemaba como una llama. Noté que losmúsculos de la espalda se me cerrabancomo garras sobre las articulaciones.Tuve la sensación de convertirme enpiedra. Al principio fue sólo la pierna

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izquierda. Volvía a estar como antes, yano podía moverla. Y poco a poco se mefue agarrotando todo el cuerpo. Eracomo si me pusieran una cota de mallatras otra. Sentía que iba a suceder algo,igual que aquella vez con el druidaFumix, pero no sabía el qué. El druidaanunció que era preciso un sacrificio alos dioses. Por cada uno de nosotros quequisiera sobrevivir, el dios de la guerra,Catúrix, exigía el sacrificio de otro. Esopodía ser divertido. Observamosfascinados el claro sagrado. El druidaparecía estar a la espera de algo; seguíaallí de pie con los brazos alzados y, sinembargo, el cuerpo se le había retorcido

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de un modo extraño y del torso lesobresalía algo plano y alargado.Entonces fue girando poco a poco ytodos vimos que se trataba de una lanza.¡Lo había atravesado! ¿La habríandirigido los dioses? El druida lanzó lacabeza hacia atrás y giró en redondo.Una lanza de madera lo había herido,pero los dioses no luchan con lanzas así.¡Eran los germanos!

De súbito todo el bosque tembló yescuchamos un griterío salvaje. De todaspartes nos llegaban proyectiles.Escuchamos el fuerte golpear de lasespadas sobre escudos de madera.¡Ariovisto! Y de pronto estaban entre

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nosotros. Nos rodearon como a unrebaño de ovejas, montados en hirsutosy pequeños caballos desde los quearrojaban sus lanzas a nuestras filas. Delas crines de los caballos colgabanmuchachos jóvenes con el torso pintadode un negro brillante; se soltaron prestosde las crines y saltaron ágiles comocrías de gato sobre los que huían devuelta al caserío, presos de un pánicoinfernal. Aquella actitud era muy pococelta, pero sin armas la lucha no resultademasiado divertida. Puesto que soy unapersona de lo más sociable, quiseunirme a los míos pero tropecé con laprimera raíz, caí cuan largo era y sentí

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que algo pesado se desplomaba sobremí, algo que apestaba un horror a ajo.Era el tío Celtilo. No me atreví aincorporarme; tenía la mitad de lacabeza hundida en la tierra húmeda,pero con el ojo que me quedaba libre vique todos corrían en dirección al bosquecomo venados asustados mientras losgermanos iban tras ellos cual cazadoresávidos de dar alcance a su presa, sinreparar en los muchachos valientes quepermanecían con media cabeza bajotierra. El hecho de que me pasaran poralto con tanta facilidad fue, porsupuesto, una humillación indecible paraun celta joven y orgulloso. Con todo, no

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hice caso. Por doquier la gente gritaba,berreaba y gemía de rabia y dolor. Sinembargo, poco a poco las voces sefueron alejando y sólo se oía el débilgimoteo de los moribundos. Fue comoun aguacero que llega por sorpresa ycesa con la misma rapidez que havenido. Arrastré con dificultad el brazoderecho hacia fuera por debajo de mí eintenté alzarme sobre las manos, peroresbalé en el suelo húmedo y lodoso. Eltío Celtilo rodó por encima de miespalda. Estaba tumbado junto a mí y meobservaba con los ojos desorbitados. Unmandoble de espada le había abierto eltorso desde el cuello hasta el ombligo, y

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en la mano apretaba la cabellera pajizade la cabeza germana que había sesgado.

En el claro sagrado distinguí lastogas empapadas en sangre de losdruidas. Todos habían sido asesinados.En algún lugar oí el grito ahogado deuna mujer. ¿Wanda? Me erguí más y vique un germano sacaba a una muchachade la maleza y la subía a su caballotirándole del pelo. Era Wanda.

—¡Wanda! —chillé.No sé por qué lo hice. En realidad

fue una absoluta estupidez. El germanodejó caer a Wanda y volvió grupas: yame había visto. Desenvainó y tiró másde las riendas. Su bayo piafaba

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nervioso. Enseguida le clavaría lostalones en las ijadas y se abalanzaríasobre mí. Sabía que no descansaríahasta que hubiese acabado conmigo.También él llevaba la cara y el torsopintados de negro, y la larga cabellerarubia que le llegaba hasta los hombrosmusculosos le confería un aire salvaje eintrépido. Blandió su espada de hierro yla agitó en el aire vociferando. Si elmuchacho podía permitirse llevar unarma de hierro, es que no era ungermano cualquiera. De inmediatoagarré mi puñal. Lo cierto es que elgesto me pareció un poco tonto, porquehasta entonces sólo lo había usado para

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trinchar crujientes espaldas de cerdoasadas. El germano lanzó una risaatronadora y ronca, y de mala ganaconfieso que el miedo me vació lavejiga. Mientras la calidez meimpregnaba los muslos, con la manolibre intenté alcanzar el cuchilloceremonial que me había dado elayudante del druida, sin lograrlo. Elmaldito germano me había hecho subirde tal manera la tensión muscular que yasólo conseguía ejecutar movimientosbruscos y toscos. El guerrero meobservaba con sorna e incitaba a subayo reteniéndolo por un lado y, almismo tiempo, dándole a entender con

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un preciso golpe de talones que iba aabalanzarse sobre mí. Por fin logrésostener los dos cuchillos en las manosy tambalearme como un borracho apunto de perder el equilibrio. El peligrode herirme a mí mismo en una nuevacaída era mayor que el de acabar enmanos del germano. Éste bramó algohacia las copas de los árboles y alzó laespada para atacar; a buen seguroacababa de ofrecerme a algún dios. Yohubiese preferido conversar con él entono amistoso y educado acerca delelevado arte de la pesca, pero aquelcoloso se abalanzaba sobre mí montadoen un caballo demasiado pequeño.

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Deseé que el bayo se derrumbara bajosu peso, pero, en lugar de eso el rocínestiró las patas delanteras hacia delantemientras relinchaba con fuerza. Lucía sepuso de repente delante de mí,comportándose como si descendiera deun auténtico perro de pelea de Molosia;fue de lo más atípico puesto que losperros siempre atacan a los caballosdesde atrás, mordiéndoles los espoloneso en la tripa. Lucía ladraba, aullaba, ylos belfos le temblaban de agresividad yexcitación mientras el pelo del lomo sele erizaba por completo, igual que lacabellera encrespada con agua de cal deun auténtico celta. Las patas delanteras

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del caballo espantado, estiradas porcompleto hacia delante, se hundieron enel blando suelo y el germano saliódisparado por encima del cuello de sumontura en dirección a mí; su cráneochocó contra mi pecho como unproyectil de catapulta. Aquello era elfin. Di con el cogote en un charco y, porun instante, celebré no haber topadocontra una piedra. Jadeé con desespero,pues el tipo que me había enterrado bajosí pesaba sin duda tanto como dos celtasjuntos. Intenté sacar los dos puñales quetenía bajo su cuerpo, pero fue inútil.Bregue y braceé, pero nada se movía.¿Nada?

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En efecto, el germano ya no semovía. Su cabeza yacía de lado sobre mipecho y, para cualquiera que nos viese,debía de parecer que me tenía muchoapego. Oí que Lucía se inquietaba y suladrido se hacía aún más fuerte yagresivo. Aquello sólo podía significarque el peligro había pasado. La cabezadel germano se movió entonces y memiró con los ojos fuera de las órbitas;las hebras rígidas de su barba rubia ygrasienta me rascaban la barbilla. Elhombre tenía las mejillas huesudas ymuy hundidas. También los germanoseran un pueblo castigado por el destino,al que el hambre había empujado hacia

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el sur. Se le abrió la torturada boca y unaluvión de papilla cálida se derramósobre mi cuello. Después la respiraciónse le fue debilitando hasta casidesaparecer, y rodó por encima de mísin hacer ruido para quedar tendidoboca arriba sobre el fango, con lamirada vacía dirigida a las copas deaquellos árboles en los que no habíaencontrado a ningún dios. De su pechosobresalían mis dos puñales.

Me arrodillé ante el germano y locontemplé. Jamás en la vida había vistoa un ser tan enorme. Tenía unas caderasespectacularmente delgadas y un tóraxque habría desmerecido la coraza

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musculada de cualquier oficial romano.Vestía unos pantalones de cuero deciervo que le llegaban hasta las rodillas,hechos de varios pedazos cosidos; elancho cinto no tenía hebilla, sino ungancho de bronce del que salía uncuchillo con el mango de cuerno.Llevaba los pies descalzos. Le tomé lamano y le busqué el pulso como meenseñara a hacer Santónix. El germanohabía muerto, ya estaba en el otromundo. Le aparté la pelambrera rubia dela cara con gesto condescendiente. Allíyacía, cual animal salvaje amante de lalibertad, la boca tan abierta como si sehubiese maravillado por algo; le

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faltaban los dientes delanteros. Lerecogí el cabello en una trenza, se lacorté y luego até el pelo a mi cinto.

—¿Por qué no le cortas la cabeza?Mi amigo Basilo salió de entre los

árboles montado en un caballo germanode color marrón claro. En la manosostenía las riendas de una yegua negra.No sé cómo se las arreglaba, de veras,pero desde la infancia él siempre estabacerca cuando yo me encontraba enapuros.

—Se lo he ofrecido en sacrificio alos dioses —respondí.

Basilo vio el cuchillo ceremonialque salía del pecho del gran germano y

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asintió. Para un celta resultaba muydifícil dejar la cabeza sobre loshombros a un enemigo muerto, ya que enella residen el espíritu y la fuerza, y nohay nada más preciado que llevarse acasa el espíritu y la fuerza de unenemigo. Un celta enseñaba las cabezascortadas a todas las visitas y presumíade las ofertas que ya había recibido porcada una de ellas; si se le quería hacerun cumplido, se le ofrecían armas dehierro, bellas esclavas o ganado por unacabeza cortada, a ser posible encantidad abundante. De ese modo elpropietario rehusaría agradecido ydespués podría alardear de su entereza.

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Cuanto mayor fuera la oferta, máshonrosa era la entereza.

—Toma el caballo, Corisio, ycabalga hacia el sur. Nos encontraremosjunto al lago. Aún quiero recolectar unpar de cabezas más.

—Es más sensato que vayas aloppidum de los tigurinos, Basilo, yavises a Divicón.

—¿A mí qué me importa el viejoDivicón? Yo quiero luchar.

De pronto oímos voces. Basilo mehizo una señal para que me escondiera ysin hacer ruido ató las riendas delsegundo caballo a una horcadura. Nodaba crédito a mi buena suerte. En cierto

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modo, todo encajaba igual que en unmosaico romano: los druidas quemencionan a un celta poseedor de unperro de tres colores, el cuchilloceremonial del que me hacen entrega amí, el elegido. A punto estaba decreerme toda esa absurda historia. Encuanto a supersticiones ypresentimientos, como es sabido, losceltas no tenemos nada que envidiar alos romanos; de continuo estamos a laespera de alguna señal del cielo, de algofuera de lo común, y somos capaces deinterpretar como la predicción para lapróxima cosecha el acto de que un perromee mientras canta el gallo.

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Basilo dio media vuelta al caballo yavanzó despacio por el claro. Justoentonces vi que tenía el rostrodesfigurado por el dolor y descubrí queentre las costillas le salía el asta demadera astillada de una lanza germana.

—No te saques la lanza hasta llegaral oppidum más cercano —susurré—. Sino, irás por ahí como un tonelagujereado. Para curarte aquí necesitaríauna hoguera y agua caliente, y deberíaspasar al menos tres días en reposo…

—No te preocupes por mí, Corisio—murmuró Basilo—. He soñado quetomaría como botín un estandarteromano, así que viviré.

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—Vivirás —dije, riendo por lo bajo—. Y yo he soñado con Massilia. Perotú no estabas. También faltaban lasesclavas nubias.

—En tu sueño tendrías que habermebuscado en los grandes baños. Allí mehabrías encontrado, rodeado de esclavasnubias que me ofrecían pescado y vinoblanco de resina. —Basilo esbozó unasonrisa—. Pero dime la verdad, Corisio,¿volveremos a vernos?

Basilo tenía mucha fe en misfacultades adivinatorias. Con todo, no sési las poseía. Es cierto que casi siempreacertaba con mis predicciones, pero¿acaso no bastaban la experiencia, el

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conocimiento de la naturaleza humana yla capacidad de observación parahacerse una idea del futuro?

—Sí —le grité con alegría—.Volveremos a vernos, Basilo.

Basilo hincó con suavidad lostalones en los flancos del caballo. Yohubiera querido decirle que seguramentevolveríamos a vernos, aunque no en lacosta atlántica. El murmullo del océanohabía enmudecido; los dioses lo habíanextinguido y me habían dejado unainquietud que todavía no sabíainterpretar. Pero Basilo ya habíadesaparecido en la oscuridad.

Me quedé solo con todos los

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muertos que yacían en el claro:germanos y celtas. En el fondocompartíamos el mismo destino. Muchosgermanos tenían incluso nombres celtas.Nosotros hacemos distinción entreclanes y tribus, pero no entre celtas ygermanos. Es Roma la que introdujo esadiferencia. Roma era nuestro enemigocomún pero, al contrario que losromanos, nosotros éramos una cuadrillavariopinta de aventureros combativos alos que importaba más la lucha que eladversario. A los romanos les cuestamucho entender eso y siguen sincomprender cómo es que germanos yceltas se alistan en la caballería romana

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para luchar junto a ellos contragermanos y celtas.

Me hice con el cinto de armas y laespada de hierro del germano, así comocon la vaina de madera forrada de piel,y me acerqué al tío Celtilo. Su muerte notenía nada de horrible; el hombre se veíabastante satisfecho con la cabezacortada del germano en el puño. Nosentí pesar porque sabía quevolveríamos a encontrarnos y le puseuna dracma griega de plata bajo lalengua, para el barquero. Detrás de élyacía el cuerpo decapitado de ungermano joven. Era uno de los quehabían ido colgados de las crines de los

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caballos durante el ataque y llevaba unasimple túnica de pieles, un vellón, comolos germanos pobres. Junto a él había unescudo de madera pintado de negro,alargado y estrecho. Le quité el carcaj yel arco que todavía aferraba y despuésregresé junto a mi germano muerto,como si quisiera convencerme de que lohabía matado de verdad. Estaba allítumbado, como un árbol caído al quehubieran podado la copa.

Un ruido hizo que me volvieradeprisa. Perdí el equilibrio y caí de culosobre el cadáver del germano.

En la linde del bosque, algo conapariencia humana salió de la oscuridad.

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Era Wanda. Al parecer habíapermanecido todo el tiempo tumbada debruces mientras contemplaba micombate heroico. Tenía el rostro blancocomo la cal y me miraba de hito en hito,con la boca entreabierta.

—¡Amo! —balbució al fin conincredulidad.

Estaba claro que no me había creídocapaz de una proeza tal que en Roma sinduda habría puesto en pie a toda unaarena. La muchacha observaba algermano que yacía muerto a mis pies altiempo que musitaba mi nombre.

—No iba a dejar que me quitaran tanfácilmente a mi esclava —dije con

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terquedad, pues no estaba dispuesto aque pensara tonterías: cuando unaesclava tenía la impresión de que suamo sentía algo por ella, era el momentode venderla.

Entonces Wanda soltó una carcajadade alivio y por fin volví a verle esosdientes preciosos. Se irguió y me tendióla mano, una prestación de ayuda que dealgún modo resultaba ridícula, sobretodo porque acababa de vencer encombate a un noble germano.Caminamos juntos entre los cadáveresen busca de heridos, pero todo el queestaba herido había escapado. Los quequedaban allí se encontraban muertos.

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Por doquier yacían cuerpos sin vida ysanguinolentos de celtas y germanos, demujeres y hombres, con los cráneosdestrozados y enormes heridas en lacarne, cadáveres atravesados por lanzasy flechas, extremidades cortadas.Algunos parecían haber sidodesgarrados por animales carnívoros.Wanda le quitó el yelmo de hierro celtaa un germano y fue reuniendo en él lasbolsas de dinero que cortaba de loscintos de los muertos con un hábilademán. Unas pesadas gotas chocaroncontra el suelo, y la lluvia limpió lasangre de los rostros de los cadáveres.

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* * *

Al cabo de una hora, cuandollegamos a la linde norte del bosque,escuchamos voces y cascos de caballos.Eran germanos que se habíanemborrachado en nuestro caserío e ibanen busca de supervivientes. Casi sinhacer ruido nos arrastramos hasta losdensos matorrales. Todavía era denoche y las probabilidades depermanecer ocultos en la oscuridadhabrían sido muy grandes de no serporque Lucía estaba allí y empezó agruñir en tono amenazante; después deconseguir espantar a un caballo, parecía

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querer medirse con toda la caballeríagermana. La arrastré hacia mí consuavidad y le cerré el hocico, pero sedeshizo como un rayo de mi abrazo ycomenzó a gruñir de nuevo. Los jinetesse acercaban mientras farfullaban algo acoro y, como sonaba hasta cierto puntomelodioso, presumo que se trataba de uncanto.

En Roma dicen que a los celtas nadales gusta más que empinar el codo yluchar, que siempre pelean hasta el finaly que se enfurecen si se le escapa elenemigo. Yo debo de ser una excepción,porque agarré a Lucía del cuello confuerza y la empujé contra el suelo.

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Wanda le mantenía el hocico cerradomientras los jinetes se aproximaban. Yalos veíamos; venían directos hacianosotros. Eran unas figuras grandes ydelgadas, con musculosos pechospintados de negro. Estaban borrachos.Lucía se mostraba cada vez más inquietay los germanos ya estaban muy cerca.Podíamos oler los sudorosos caballos,que piafaban y bufaban. Habían olido aLucía. Los germanos detuvieron a losanimales y uno gritó algo a lo que losdemás respondieron con unas risotadashuracanadas y roncas. Lucía se resistíacada vez con más fuerza y de pronto dioun grito que sonó como el chillido de un

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ratón. Los germanos echaron un pocoatrás el brazo que sostenía la lanza y sesonrieron, dispuestos a lanzar. En esemomento Lucía se me escapó como unpez escurridizo y salió disparada de losmatorrales como si le hubieran arrojadoun proyectil sorteando las patas de loscaballos germanos, hacia el campo quese extendía más allá. Los germanosmaldijeron, decepcionados, peroentonces uno de ellos descubrió nuestrocaballo; se lo llevaron y prosiguieroncamino. Después de haber deseado contoda el alma que Lucía se quedara juntoa nosotros, de pronto deseaba que noapareciera por allí.

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Wanda susurró algo que no entendí.Nos acercamos más el uno al otro hastaque tuvimos las cabezas muy juntas.

—¿Vuelve? —preguntó Wanda.—No —respondí—. En los últimos

días ha llovido tanto que hay unabarbaridad de ratones ahogados en susagujeros. Para Lucía eso es un banquetecelestial.

—¿Quieres esperarla?—Sí —contesté—. Pero ¿por qué no

has huido?Wanda dio un chasquido despectivo.—Son germanos suevos —observó

con desdén.Por lo visto, también para los

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germanos contaba sólo el clan, laparentela más cercana. Por lo demás,estaban tan enemistados con sus vecinosgermanos como lo estaban los celtasentre sí.

—¿Qué piensas hacer ahora, amo?Una pregunta complicada. Wanda

era mi esclava y, sin embargo, ¿podíaseguir dándomelas de amo en esasituación? ¿Podía exigirle que llevarahasta Genava a un celta al que sólo lequedaban dos agujeros libres en el cintode armas? ¿Cómo reaccionaría si leordenaba algo? ¿Existe humillaciónmayor que una esclava se niegue aobedecer a un amo que no puede

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castigarla? Sencillamente decidí ignorarestas cuestiones. Cerré los ojos y agucéel oído. Nada. En el aire flotaba elhedor de la madera y el cabello humanocarbonizados. Permanecimos callados yalerta.

Pasaron las horas. De vez en cuandoechábamos una cabezada, y en unaocasión me desperté de golpe y noté queme había abrazado a Wanda mientrasdormía. Casi estaba sorprendido de quela chica siguiera allí. Se estaba haciendode día y algún olor me despertó de unsueño intranquilo: el olor penetrante deuna salsa de pescado hispanensemezclado con el de carroña. ¿Lucía? El

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animal frotaba el morro húmedo contrami frente y me lamía la cara con sulengua cálida. Debía de haber devoradouna buena cantidad de ratonesputrefactos. ¡Qué horror! Jamás habríapensado que las diosas pudieran apestarde tal manera. Escuchamos yobservamos los alrededores un rato más,para luego ponernos en marcha.

Cuando llegamos al valle, el solacababa de salir por el este. Delante denosotros se extendía un campo de batallacomo jamás había visto y los cadáveresse sucedían uno tras otro hasta dondealcanzaba la vista. Al parecer aquél erael escenario de la carnicería; allí habían

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rodeado, abatido, desnudado ydesvalijado a los que huían.

—Quizá tú seas el únicosuperviviente.

—No —respondí—. Basilo hasobrevivido también. Está herido, peroespero que haya llegado al oppidum delos tigurinos. Y tú también hassobrevivido.

—Yo soy una esclava —replicóWanda con una mirada tan descaradaque fui incapaz de creer una sola de suspalabras.

—Eres libre, Wanda —murmuré sinmirarla.

—¿Acaso soy un estorbo para ti,

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amo? —Su voz sonó como una burla—.¿O es que tienes miedo, amo, miedo deque desaparezca de pronto y de que esote enfurezca?

—Los celtas no conocemos elmiedo, Wanda. Como mucho tememosque el cielo se nos caiga sobre lacabeza.

—Amo, ya sé que eres muy valiente.Esta noche has matado a un príncipegermano y has ofrecido su alma a losdioses.

En fin, podría haberle explicado queno había logrado huir por culpa de lapierna izquierda, claro, y que sin laintervención de Lucía el caballo del

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germano no se habría negado de pronto aobedecer y aquel mastodonte no habríasalido catapultado contra mis dospuñales. Tampoco iba a explicarle quele había dejado la cabeza sobre loshombros porque semejante peso en elcinto no habría hecho más queimpedirme andar. Pero los celtas no sonhombres de grandes explicaciones.

—Prefiero ser la esclava de un celtarauraco que de un germano suevo o deun druida helvecio —dijo Wandamientras miraba desconcertada el yelmolleno de bolsas de dinero que guardabaen su regazo—. Amo, espérame aquí,volveré pronto.

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La muchacha se levantó y se fue,llevando el yelmo consigo. No sabía sicreerla o no. Cuando uno se encuentra enun auténtico apuro, todo está en juego yla mera supervivencia depende de unasola persona, uno se vuelve algo másreceloso. Y yo tuve tiempo suficientepara meditar al respecto y tornarmecompletamente desconfiado.

Transcurrieron las horas y Wanda noregresaba. De vez en cuando veía aalgún jinete germano a lo lejos; a lomejor seguían buscando supervivientespara el mercado de esclavos. Lucíaestaba cada vez más intranquila y a mícualquier ruido me sobresaltaba; no sé

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cómo me quedé allí sentado, en mediode los cadáveres. Y Wanda noregresaba. Poco a poco se fueapoderando de mí una sensaciónbastante desagradable. Tal vez con esecomentario de que prefería ser esclavade un celta que de un germano suevohabía querido hacerme creer a salvo.Desde luego, había cosas mejores queser esclava. ¡La libertad! Y con todaslas bolsas de monedas que les habíaquitado a los muertos era una mujer rica.¡Sencillamente me había dejado en laestacada!

Ese pensamiento me cayó encimacomo una losa. De pronto tuve la

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sensación de que alguien me observabay creí sentir cómo se preparaba unaflecha en algún lugar. De puro miedoempecé a distinguir a lo lejos figurasvacilantes que se desvanecían derepente en el aire; todas las ramasparecían transformarse en espadas degermanos y en todos los matorrales sedibujaba el pecho pintado de negro deun guerrero suevo. Tenía que salir deallí, hacia el sur. Me puse a errar comosi estuviera borracho por el campo debatalla; tropezaba, me levantaba yseguía renqueando. Por doquier yacíanpersonas a las que había conocido, conel cuerpo desgarrado por completo;

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gente que me había ayudado ahoraflotaba en oscuros charcos de sangre,despojada de cualquier prenda; vipersonas a las que yo había queridoencorvadas en posturas imposibles, enel barro. Estaban todos unidos de unaextraña guisa por una misma expresiónde dolor. Sin embargo, me esforcé ensubir la colina. No sé si lloraba a causade la emoción de los recuerdos que meunían a esas personas o conmovidoporque estuvieran ya de camino al reinode los muertos. Me sentía furiosoconmigo mismo. ¿Por qué habíaesperado a Wanda tanto rato si sólo erauna esclava? Pronto oscurecería y

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entonces estaría atrapado sin remedio.Volvía a llover. Llegué a la últimaelevación justo a tiempo. Poco después,el camino que había recorrido era unafosa de lodo que cubría hasta lostobillos. Era como si el cielo hubieseabierto sus esclusas para ahogar a loshombres como si fueran ratas. Desde allíse divisaban los dos valles húmedos ygrises: uno llevaba al oeste, a la regiónde los celtas secuanos, el otro al norte,al Rin. Lo que fuera nuestra granja ahoraaparecía como una mancha negra dehumo en el paisaje. El caserío se habíaconsumido por completo. La lluviahabía llegado demasiado tarde. Nuestro

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caserío ya no existía y la tierra quehabíamos cultivado era territoriogermano. Sobre el bosque se alzaba unahumareda uniforme. A buen seguro, losgermanos estarían sentados alrededor deuna gran hoguera, devorando la carne decerdo en salazón que habíamosalmacenado para el viaje yprobablemente bebiéndose el falerno deltío Celtilo y orinándose en las estatuassagradas de los árboles.

Exhausto, me senté sobre una peña yestiré las piernas. No cesaba de llover.No sé en qué estarían pensando losdioses, pero algunos de los nuestros sonmalvados y no tienen más que

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excrementos de rata en el cerebro. Lospantalones de lana a cuadros y la túnicasin mangas se me adherían al cuerpocomo una segunda piel. Al parecernuestros dioses no tenían bastante converter todo el mar del Norte sobrenuestra tierra, y enviaron además unabrisa helada que me dejó rígido einmóvil como un lingote de plomo deCartago Nova.

—¿Tú qué dices, Lucía? ¿Se teocurre algún dios que pudieseayudarnos?

Lucía se acercó como un caballo altrote y me olisqueó el cuello, que elgermano me había cubierto de vómito.

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Sentí una rabia infinita.Aunque siguiera caminando como un

loco cuatro días, cosa que de todosmodos no podía hacer, cualquier jineteme habría alcanzado en una solamañana. Yo tardaba en recorrer unamilla cinco veces más que alguien queno estuviese impedido, así que no teníaningún sentido seguir caminando.Necesitaba un caballo. Quería apoyarmesobre la espada que le había arrebatadoal germano pero la punta se hundíaenseguida en la tierra blanda, de maneraque no me quedaba más remedio quearrastrarme a gatas por el lodo mientrasme golpeaba la lluvia torrencial. Para

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quien tiene los músculos rígidos, lalluvia es una tortura, un auténticotormento que duele como los latigazos.Sin embargo no estaba dispuesto adarme por vencido, aunque los diosesarrojaran un granizo tan grande comohuevos. Quería ir al sur y seguiravanzando hasta llegar a una casa seguradonde comprar un caballo o morir. Misposibilidades ya no eran demasiadobuenas, y lo sabía. Los germanos aúnestaban cerca, pero, al contrario que losromanos, no sabían aprovechar unavictoria. También en ese aspecto separecían mucho a los celtas: deseamosdiversión, no un imperio. Esa era mi

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única posibilidad, y cobré nuevasesperanzas. Tropecé con una rama entreel barro, me puse en pie e intentérecorrer la cresta lo más deprisaposible. Los pies cada vez me pesabanmás y cada paso me exigía un nuevoesfuerzo para no hundirme en el cieno;de las suelas me colgaban enormesgrumos de lodo. Entonces se me atascóel famoso pie izquierdo y volví a perderel equilibrio; rodé como un barril por unterraplén que no se acababa nunca, cadavez más deprisa y me golpeé las rodillascontra una roca para, al fin, aterrizar decabeza en un arroyo. ¡Como si nohubiese tenido ya suficiente agua! El

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agua estaba turbia pero no olía apodredumbre, cosa que interpreté comouna reconfortante señal de los dioses.Me sumergí un instante y me lavé elcuello, y al emerger vi algo que veníahacia mí por la superficie. Era elanciano de la aldea, Postulo, que flotababoca abajo sobre el agua; de la espaldale salían cuatro flechas. Debieron dealcanzarlo mientras huía. Lo arrastré a laorilla y le quité la insignia de su nobleascendencia, la torques, un collar hechode oro macizo, y le puse una dracmagriega de plata bajo la lengua. Esperabaque el tío Celtilo lo acompañase y queel barquero les ofreciera a ambos un

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vaso de falerno. Por un total de dosdracmas griegas debía de estar incluido.

En la otra orilla descubrí el cadáverde un germano; de la axila le sobresalíala espada de Postulo. Para congraciarmecon los dioses germanos, también a él lepuse un óbolo bajo la lengua, aunquesólo fue un as de cobre romano. Esobastaría para una plaza de pie en labarca.

* * *

Todo mi cuerpo estaba señalado conrasguños sangrientos. Había perdido laespada germana por el camino, pero aúnconservaba el arco y las flechas, así

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como mis dos puñales, la bolsa de orodel tío Celtilo y la trenza rubia quecolgaba de mi cinturón. De formainstintiva palpé el amuleto que llevabaal cuello, la rueda de Taranis, y lo asícon fuerza mientras invocaba la ayudade mi tío. Sentí que todavía no habíallegado al otro mundo, que aún estaba decamino, con el barquero. Miré al cielolleno de ira mientras a lo lejosretumbaba un trueno; el agua me llegabaal pecho y seguía lloviendo a cántaros,como si los dioses quisieran ahogarmeallí mismo.

—¡Taranis! —bramé con todas misfuerzas—. ¡Acaba de una vez con toda

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esta mierda!Unos rayos impetuosos fueron la

respuesta; Taranis arrojaba a la tierra suazote de truenos tortuosos. ¿Estaríadisgustado porque no le había ofrecidola cabeza del germano?

—¡Taranis! —exclamé a voz engrito—. ¡Si necesitas sacrificarme,tómame, pero guárdate de Epona porquegozo de su protección!

Taranis prendió fuego al cielo. Susrayos impetuosos desgarraban la oscurabóveda celeste y hacían temblar apersonas, animales y árboles. Con granesfuerzo, desaté las correas de piel quesujetaban a mi cinto la bolsa de monedas

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del tío Celtilo, la abrí y saqué un par demonedas de oro. Luego extendí la manohacia Taranis.

—¡Taranis, dios del fuego celestial!Tus rayos nos traen la lluvia que fecundala tierra para que todo pueda brotar ycrecer. Pero tus rayos también traen lamuerte y la perdición a personas yanimales. Dios del fuego celestial, tenen cuenta que también el sol quemacuando tú dejas que brille. ¡Taranis,señor del sol, haz que vuelva a brillar elastro!

En ese momento el rayo alcanzó unárbol que había en lo alto del terraplén ylo partió como si fuera un hacha. Caí

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sobresaltado hacia atrás, al agua, y lasmonedas de oro volaron por el aire. Losdioses se sirvieron a voluntad. Cuandoemergí, el árbol tocado por el rayoestaba en llamas. Parecía que los diosesestuvieran en plena riña. Un vientogélido e iracundo barrió la tierra y losríos se convirtieron en fuertes corrientesque arrastraban los árboles próximos ala orilla. En ese infierno escuché depronto algo familiar que sonaba bajo,intenso y desgarrador. ¡Lucía!Temblorosa y tiritando, la perra ladrabalastimeramente en la orilla.

Volví a atarme la bolsa de monedasal cinto y nadé hacia la orilla. Lucía no

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me dio tiempo ni a ponerme de pie y mesaltó a la cabeza mientras lloriqueaba ylamía mi melena. Por fin pude volver aestrecharla entre mis brazos. ¡Cómo megustaba el olor de su pelo mojado! Sesoltó de mi abrazo entre aullidos y saltóa un par de pasos de mí; después sequedó otra vez quieta, se sacudió y meladró. Intentaba decirme algo.

De improviso escuché muy cerca elrelinchar de un caballo. Levanté la vistahacia el terraplén y observé conatención. Permanecí de rodillas y saquéuna flecha del carcaj, la puse en el arcoy lo tensé; de rodillas no podía errar eltiro. Por encima de la orilla había un

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sendero hollado, y de ahí provenían losrelinchos. Volví a escucharlos. Vigilabael terraplén con desespero. El cieloestaba casi negro. Los dioses habíanconvertido el día en noche.

—¡Amo! Soy yo, Wanda.Me sobresalté. Divisé a Wanda a un

tiro de piedra. La muchacha estaba en loalto del terraplén y llevaba de lasriendas dos caballos celtas.

—Date prisa, amo, los germanosdespojan a los muertos. Pronto estaránaquí.

—Me lanzó una cuerda y ató confuerza el otro extremo a una de lascuatro protuberancias de la silla. Me di

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un par de vueltas de cuerda al brazoderecho, sujeté a Lucía con el izquierdoy me dejé izar por el terraplén. Como lapendiente estaba muy resbaladiza acausa de la lluvia, subimos la cuestaprácticamente a rastras. Mi esclava meagarró y me ayudó a ponerme de pie.

—Amo, estás rígido como la piedra.—Así es como me siento, Wanda. Si

no entro enseguida en calor, podrásvenderme en Massilia cual estatua deApolo.

Juntó las manos formando un estriboy me ayudó a subir al caballo.

—Sujétate bien, amo —susurródesoyendo mis quejas, y me pasó a

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Lucía, a la que puse sobre la silla detravés.

Los caminos de herradura se habíanconvertido en barrizales tales que losperros del tamaño de Lucía no teníanposibilidad alguna de avanzar. Miré concierta incredulidad a Wanda, que semontaba sobre el segundo caballo.Había regresado de veras.

Cabalgamos uno junto al otro endirección al sur, hacia el pico de lavoraz águila romana.

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2

Nuestro objetivo era la orilla delRódano, algo antes de sudesembocadura en el lago Lemanno. Allíhay un puente que cruza el río hasta eloppidum de Genava, el principalasentamiento de los celtas alóbroges.Por desgracia, la región de losalóbroges se ha convertido en provinciaromana.

A finales de marzo se reunirían en laorilla del Ródano todas esas tribusceltas que tres años antes decidieronunirse a la gran caravana de los

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helvecios. Yo todavía no había visto elAtlántico, pero los mercaderes mehabían explicado tantísimas cosas que,en sueños, ya había estado muchasveces. Allí se podía nadar y los peceseran gigantescos. Los santonos tienen lacostumbre de rellenarles las tripas conhierbas para ponerlos a asar al fuego y,según decían, se podía comer una grancantidad de estos pescados sin tener queir a comprar después un cinto nuevo.Después de todo lo que había vivido enlos últimos días, pensé si no sería mássensato dirigirme al Atlántico bajo laprotección de las tribus helvecias. ¿Oacaso debía poner a prueba el favor de

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los dioses e ir a Massilia? TambiénMassilia tenía mar, el Tusco, o Interior,como asimismo lo llamaban, y tambiénallí se podía nadar y habría peces. Sí,por entonces mi comercio imaginario enMassilia ya había arraigado en mí confuerza. Sin embargo, después depasarme diecisiete años bajo un árbol,antes tenía que aprender a tomardecisiones por mí mismo. Estabaindeciso y la rana aplastada por cascosque encontré al borde del camino no meayudaba a decidir, si bien las entrañasse le habían salido de la tripaprestándose a varias interpretaciones.Desde luego, es para partirse de risa las

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vueltas que damos a cosas que losdioses ya han decidido hace tiempo.¿Pero acaso no eran también los diosesmuy caprichosos? ¿Y no era asimismoposible que a veces me perdieran devista y en esos momentos pudieradecidir mi propio destino?

Wanda y yo cabalgamos en silenciouno junto al otro a lo largo del senderohollado. Tan sólo hicimos un breve altoen una cueva, y a primera hora de lamañana reemprendimos el camino.Parecía que Taranis hubiese vuelto acaer en la cuenta de que no sólo eraresponsable del rayo y del trueno, sinotambién del sol. Resulta asombroso que

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un par de laminitas de oro celta y unosdenarios de plata massiliense logrenrefrescarle la memoria a un dios. Sinembargo, ¿no resulta por otra partelamentable que hasta a los dioses se lespueda sobornar con un par de monedas?Lo digo totalmente en serio; ya no estabade humor para bromas. Estábamoscansados, exhaustos, con las posaderasescocidas sobre las sillas húmedas, peroel miedo a los germanos nos empujaba acontinuar. Sabíamos que ellos no teníanprisa, y poco les importaba que todosl o s oppida celtas se enteraran de lainvasión y sus ocupantes huyeran. Losgermanos querían cazar y saquear, para

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luego hacer ir algún día a sus familias yconcederles el territorio poblado porrauracos y helvecios.

* * *

Alrededor del mediodía llegamos ala fortaleza de los helvecios tigurinos,que se encontraba sobre una colina,entre un lago pequeño y otro grande. Unpuente de madera cruzaba un foso anchoque estaba lleno de desechos y agua delluvia, y detrás había un terraplén conmucha pendiente sobre el cual habíanerigido un sólido parapeto. Por doquierse veían guerreros armados, arqueros yhonderos, todos alerta; sin duda, los

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tigurinos ya habían sido informados delos últimos acontecimientos. Nosrecibieron con cordialidad, y cuando losguardias supieron que éramos losúltimos supervivientes de una granjarauraca, su entusiasmo no tuvo límites.

—¡Ése debe de ser Corisio! —exclamó alguien.

—¡Lleva un arco germano! —gritóotro lleno de júbilo, y se puso a hacerruidos estridentes.

—¡Del cinto le cuelga la trenza deun germano! —espetó entre risas unarquero.

Todos gritaron entusiasmados.Montones de manos querían tocarme,

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como si fuese una de las numerosasestatuas de madera que los celtashundimos a veces en los pantanos. Locierto es que me sentía bastanteenvarado y no habría podido bajar solode la montura.

—¿Dónde está Basilo? —preguntéalzando la voz.

—¡Nos ha explicado cómo distemuerte al príncipe germano! —exclamóun viejo al tiempo que alzaba sutembloroso bastón y con la otra mano seagarraba el sexo, lo cual debía de seruna costumbre muy antigua.

De nuevo se pusieron todos a gritarmi nombre y a dar vivas a mí y a mi

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descendencia. De todas formas en aquelinstante yo no tenía el menor deseo deprocrear y lo único que deseaba erabajar del rocín y calentarme lasextremidades entumecidas, así que meincliné cuanto pude sobre el cuello demi caballo y le pedí a un guerrero queme sostuviera. Con todo, me soltóapenas toqué el suelo sin contar con queme desplomaría igual que un hayaarrancada de cuajo. Sentí arcadas, lo vitodo negro y las voces se perdieron derepente en la lejanía.

Cuando recuperé el conocimientoestaba otra vez de pie y dos guerrerosque apestaban a cebolla y cerveza me

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sostenían a izquierda y derecha.—¡Wanda! —Comprobé con alivio

que la muchacha me seguía a caballo yque sostenía las riendas del mío. Laexpresión de su rostro era en ciertomodo ofensiva: no denotaba emoción nientusiasmo, ni nada de nada. Los doshombres que me sujetaban, y que depaso casi me retuercen los brazos, meabrieron paso entre la multitud. Pordoquier había carros cargados, ovejasque balaban, gallinas espantadas quebuscaban una escapatoria cacareando yaleteando con fuerza, cerdos que gruñíany rebuscaban en el lodo y montones deperros esqueléticos que corrían ligeros

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en busca de desperdicios, pero Lucía nose alejaba ni un paso de mi lado.

—¿Dónde está Basilo? —volví apreguntar.

Alguien gritó que me llevaran junto aBasilo, y eso me tranquilizó. Al parecerseguía con vida. Agradecido, dejé que lamultitud me acompañara y me guiara. Eloppidum era mucho mayor que el de losrauracos en el recodo del Rin; anchascalles separaban la zona de viviendas,con sus numerosas naves, de la zonas deartesanos y mercaderes.

Mi único deseo era ver a Basilo ymeterme después en un tonel lleno deagua caliente para relajar al fin los

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músculos, que ya estaban tan tensoscomo las sogas de una catapulta detorsión siracusana. Pero al parecer éseera el precio de la gloria, y yo me debíaal público. Me agasajaron como a ungran guerrero que regresa triunfante delcampo de batalla. Les pedí a misayudantes que me soltaran los brazos deuna vez, porque aquello no iba con laimagen del héroe. No estaba dispuesto apresentarme así delante de Basilo. Condébiles braceos luché por seguiravanzando entre la muchedumbre, quehabía dejado un estrecho paso y memostraba de ese modo el camino. No esque las continuas palmaditas en los

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hombros me molestaran, pero no servíanmás que para hacerme tropezar.

Por descontado, un celta marcadopor la batalla que apareciera con unarco germano y una esclava germana deensueño, antes que nada debía brindar elmejor relato posible de sus peripecias.Entonces hice un interesantedescubrimiento: cuanto más se explicauna historia, mejor se vuelve ésta. Por lopronto, al germano al que había vencidoen justo combate ya le había salido unhermano gemelo y, si Wanda no mehubiese dado una discreta patada,seguramente se hubiera añadido algomás; juro por los dioses que mi historia

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habría acabado siendo mejor aún quetodas las obras de las literaturas griegay romana juntas.

¡Extraño mundo este donde uno seenfrenta a los hombres de Ariovisto porculpa de una discapacidad y, además,asesina sin quererlo a un príncipegermano por no saltar a tiempo hacia unlado! Los dioses celtas tienen sentidodel humor, de veras. Le dirigí unamirada a Lucía, que aullaba otra vezporque alguien le había pisado la pata;me sentía orgulloso y conmovido a untiempo por haber permanecido de modotan fiel junto a mí. Sólo hay unas pocaspersonas en las que se pueda confiar

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tanto; la mayoría desaparece en cuantohay problemas.

Las voces cesaron de repente y lamultitud formó un ancho pasillo por elque podrían haber pasado dos carretasde bueyes una junto a la otra. Delante demí se alzaba un hombre majestuoso,mayor y con barba, que vestía una bellacota de malla celta y en el cuello lucíauna torques de oro macizomagníficamente ornamentada. Tenía unafrente muy alta y ancha, curtida por elsol, y unos grandes ojos atentos querefulgían bajo las cejas pobladas. Elviento jugaba con su cabello y uno casitenía la sensación de encontrarse ante un

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dios. ¡Por entonces ya debía de tenermás de ochenta años! En ese momentoquedé también convencido de que losdioses le habían otorgado una vida tanlarga para que nos llevara al Atlántico.Experimenté una honda emoción.Delante de mí tenía a Divicón, príncipede los tigurinos, de la comarca máspoderosa de los helvecios; Divicón, unhéroe que se había convertido enleyenda aún en vida porque, hacía unoscincuenta años, había aniquilado a unalegión romana. Sin embargo, igual quelos germanos, no había sabidoaprovechar esa victoria.

—¡Salve, gran Divicón, vencedor

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del cónsul Lucio Casio, héroe delGarumna, príncipe de los tigurinos yjefe de los helvecios! —intenté decircon voz hasta cierto punto poderosa yfuerte, aunque mi enumeración fue másbien escasa para la usanza celta. Nada lees más preciado a un celta que lasalabanzas expresadas en público, deigual modo que somos rencorosos almenor indicio de ofensa pública. Luegole hice entrega a Divicón de la torquesde oro de nuestro Postulo—: Pertenecíaa Postulo, el anciano de nuestra granja.

Divicón tomó la torques y meexaminó con curiosidad.

—¡Muéstrame tu puñal, Corisio!

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Me sorprendió que supiera minombre y quisiera ver mi puñal. Se lo diy lo miró un momento; todavía habíasangre seca en la hoja. Cuando levantóla vista le ofrecí asimismo el cuchilloceremonial, que también mostrabarastros de sangre pegada. Entonces otrohombre se puso junto a Divicón, undruida al que yo no había visto nunca.Era alto y flaco, con las mejillas muyhundidas, y el pelo rizado de su largabarba era negro y sólo tenía alguna queotra cana. Examinó el cuchilloceremonial, lo olió y pasó el dedo sobrela sangre reseca de la hoja. Despuéshizo una señal con la cabeza a Divicón.

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—Corisio, guerrero de la triburauraca, en este cuchillo hay sangre debuey y sangre de suevo. Eres el hombreque Santónix dice que quiere convertirseen druida. Pero los dioses te han elegidopara aniquilar al águila. Yo guiaré anuestro pueblo al Atlántico y túaniquilarás al águila.

Miró un instante a Lucía. Lo admito,sin duda Basilo había querido hacermeun favor al explicar a los tigurinos lasprofecías de Santónix y mis proezas,pero poco a poco iba teniendo laimpresión de que mi amigo habíaembellecido demasiado su relato.

Divicón examinó a Wanda y me

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preguntó:—¿Quién es esa mujer?—Es mi esposa —respondí.En ese mismo instante me habría

arrancado el bigote: si tenía mujer, ya nopodía ser druida. Wanda ni se inmutó.

—Traedle agua caliente y ropalimpia —ordenó Divicón a lospresentes. Luego me miró coninsistencia, como si quisiera comprobarsi lo había engañado. No me atreví apreguntar por Basilo. Si Divicónordenaba un baño, había que tomar unbaño.

* * *

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Me metí de rodillas en un tonel yapoyé los brazos sobre el borde, queestaba cubierto con una piel de zorro. Lamujer del tonelero llegó con otro cubode agua caliente. Reposé la cabezasobre los brazos cruzados y cerré losojos mientras el agua me corría por lacabeza y los hombros. El lacerante dolorde músculos iba calmándose despacio;poco a poco pude volver a estirar lasextremidades sin miedo a que se medesgarrase la musculatura. Cogí elamuleto circular y lo besé; creo queTaranis me había protegido igual quehiciera con el tío Celtilo. A lo mejor lalluvia, los rayos y los truenos habían

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sido sólo para los germanos. Ni siquierapara un dios es sencillo dirigirsemejante orquesta de poderes de lanaturaleza sin pasar por alto a este oaquel protegido. ¡También con losdioses hay que ser comprensivo!

Me encontraba en la nave abiertaque ocupaba la familia de Turión, eltonelero. La nave estaba abierta pordetrás y daba directamente al taller.Hacía un calor agradable, porque lostrabajadores del taller doblaban lasduelas cortadas sobre el vapor. En elcentro de la estancia había unosimponentes pilares muy hundidos en elsuelo entre los que ardía un gran fuego

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sobre el que habían colgado otra calderade agua; el vapor caliente se repartíabajo la alta techumbre de paja. De lasparedes de mimbres recubiertos debarro colgaban telas de colores. Debajohabía pequeñas tarimas cubiertas conpieles de perro que servían como lechoso asientos.

Una horda de niños bañó y frotó aLucía. Aun así, todo cuanto le interesabaa ella era el hueso y los restos de carneque le habían traído.

De pronto tuve delante de mí aBasilo. Sus ojos brillaban como doslunas benefactoras en la noche y llevabael torso desnudo envuelto con lienzos

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estrechos a la altura del ombligo. Bajoel vendaje empapado en sangresobresalía algún tipo de emplasto dehojas y hierbas. Nos contemplamos conojos radiantes, boquiabiertos, como sino nos cansáramos de vernos. Nuestrasmiradas denotaban cierta picardía: leshabíamos hecho una jugarreta a lossuevos. De repente mi amigo esbozómedia sonrisa y dijo:

—Venga, Corisio, cuéntame lahistoria del combate.

—La sabes mejor que yo, puesto queya se la has explicado a todo el mundo—dije con una sonrisa complacida.

Basilo sonrió de oreja a oreja y de

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pronto estalló en emocionadascarcajadas. Yo volví a explicarlo tododesde el principio y a punto estaba derelatar otra vez mi intrépido combatecuando el druida Diviciaco entró en lasala. De inmediato se hizo el silencio ylos niños se esfumaron. Dio laimpresión de que una fuerza divinahubiera entrado en la sala; se palpaba enel ambiente. Ese Diviciaco no era unapersona común, sino un mediador entreel cielo y la tierra. Cuando se estabacerca de él, se estaba cerca de losdioses. No obstante, tenía algo que nome gustaba. Sentía su poder divino, perotambién sentí que podía usarlo para el

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mal, no sé bien por qué. ¿Sería acasoese rictus de amargura que dibujaba lacomisura de su boca, o la discordia desu mirada? Bien mirado, más bien dabala impresión de ser un dátil alargado ymuy peludo al que el destino habíaabrasado. Incómodo, evité su mirada.¿Me habría leído el pensamiento? En lamano llevaba una fuente de barro debonitos contornos con dibujos abstractosde animales. Ni siquiera en el artesomos los celtas muy fieles a larealidad.

—Soy Diviciaco, druida y príncipede los eduos.

Dio un par de pasos hacia delante y

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con la mano comprobó la temperaturadel agua de mi baño. Después vertió elcontenido de la fuente y lo mezclóbraceando unas cuantas veces. Pareciómolestarle que, al hacerlo, se le mojaranlas largas mangas de la túnica decoradacon bordados de oro; era, pues, másnoble que druida.

—El fuego que estás a punto desentir hará que se funda el hierro quellevas dentro.

Después musitó unos versos que, pordesgracia, no entendí. ¡Espero que losdioses tengan mejor oído! Diviciacopuso la mano derecha sobre mi hombroy miró al vacío. Me estremecí, ya que mi

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piel es muchísimo más sensible que lade otras personas. Pero había algo más:Diviciaco tenía unas manos muygrandes, con dedos largos y delgados, locual revelaba que jamás había realizadotrabajos costosos, y su piel era suavecomo el cuero engrasado. Algomaravilloso parecía fluir en mi interiora través de ellas y me juré no volver apensar mal ni a burlarme de él, ya queera la fuerza de los dioses lo que fluía através de sus manos.

—Te lo agradezco, Diviciaco, grandruida de los eduos —susurré conreverencia, y mantuve la cabeza gachaen señal de humildad.

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Tras Diviciaco había entrado en lanave Divicón. Por ley era más poderosoque un druida, pero no habría podidotomar ninguna decisión sin laaprobación de uno de ellos. En caso deordenar algo crucial, todos miraríamosal druida: los druidas son los monarcassecretos de los celtas, mientras que a losreyes los asesinamos.

Diviciaco murmuró algo que nocomprendí y retiró la mano de mihombro. Luego sonrió, y dándome aentender que el acto sagrado habíaconcluido y que ya podíamos hablarnos.Su sonrisa guardaba cierto dejecondescendiente, quizá también había

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moldeado mis pensamientos. Seguro queun hombre sabio como Diviciaco esconsciente del efecto que causa en losdemás.

—Gracias, Diviciaco, gran príncipey druida de los eduos. He oído hablarmucho de ti. Dicen que hace tres añosllegaste a hablar ante el Senado deRoma y fuiste huésped del oradorCicerón.

El druida Diviciaco pertenecía, alcontrario que su impulsivo hermanoDumnórix, al bando eduo partidario delos romanos. A pesar de que nomostraba ninguna emoción, siguiendo laprobada costumbre druídica, tuve la

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certeza de que se alegraba de que lanoticia de su aparición en el Senado deRoma hubiera trascendido hasta nuestrocaserío del recodo del Rin.

—Durante mi discurso ante elSenado romano me apoyé sobre miescudo y rechacé el ofrecimiento desentarme —respondió Diviciaco.

Semejante declaración resultaríabastante trivial y aburrida para unromano, tal vez incluso ridícula, peropara los celtas significaba mucho.Diviciaco quería decir con eso que nohabía viajado a Roma como druida, sinocomo emisario y príncipe de los eduos.

—¿Son de veras los romanos como

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explican siempre los mercaderes? —preguntó Basilo, nervioso.

Cada vez más personas se agolpabandetrás de Diviciaco y Divicón. Noobstante, se mantenían a distancia delhombre sagrado, como si estuvieseprotegido por un cordón invisible.

—Roma es amiga de las tribus celtas—contestó Diviciaco—. Los eduossomos el primer pueblo celta que hafirmado una alianza con Roma. Portanto, todo el que se haga cliente delpueblo eduo goza de la protección deRoma. Y sólo Roma puede ayudarnoscontra los germanos que avanzan haciael sur.

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En el semblante de los presentespodía leerse sin dificultad que no todoseran de su opinión. Hice de tripascorazón e intenté tímidamente sacar untema algo delicado:

—Diviciaco, druida y príncipe delos eduos, hace algunos años los celtassecuanos llamaron al príncipe germanode los suevos, Ariovisto, del otro ladodel Rin, para luchar contra vosotros. EnAdmagetóbriga sostuvisteis una heroicabatalla contra los secuanos y Ariovisto.—Puesto que todos los presentes sabíanque Ariovisto había vencido con unaderrota abrumadora de los eduos, no eranecesario mencionar aquello—. ¿Por

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qué entonces no acudió Roma en ayudade los eduos? —pregunté con fingidainocencia. Me había tomado verdaderasmolestias para formular la pregunta conhumildad y cortesía, pero noté en losrostros de la gente que había cometidouna insolencia.

Diviciaco guardaba silencio, yBasilo sonreía de oreja a oreja.

—Roma tenía un pacto de amistadcon los eduos —vociferó Divicón, y seacercó a mi tonel.

Yo me sorprendí, pues no habríacreído al anciano capaz de mostrarsemejante temperamento.

—¡Roma tendría que haberos

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apoyado contra Ariovisto! —exclamóDivicón—. Incluso estuviste en Romapara exigir personalmente elcumplimento de los deberes de laalianza. ¿Y qué te respondieron?

—Que debía dirigirme al procónsulMetelo Celer —contestó Diviciaco conorgullo.

—¡Y él os ha dejado en la estacada!—¡El procónsul sí, pero no Roma!

—insistió el druida.A pesar de su agitación, Divicón

había dado un elegante rodeo para quedependiera de mí meter la pata hasta elfondo.

—En lugar de apoyaros contra

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Ariovisto, Roma le ha concedido alagresor germano el título de Rex at queamicus.

—¡Corisio tiene razón, eso ha sidocosa de Roma y no del procónsul MeteloCeler! —exclamó Divicón al tiempo quesoltaba una risotada.

Diviciaco procuró disimular que lehabría encantado ahogarme en el tonel.

—Sabes mucho, Corisio, ¿peroacaso habla de noche sobre fraguas elpescador? —Así daba a entender que yohablaba de cosas de las que no tenía niidea. Me miró con desprecio y prosiguió—: Los eduos han aprendido adoblegarse como los sauces en el viento.

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Gracias a Roma hemos podido afianzarnuestra posición en la Galia. Losarvernos han perdido la hegemonía en elsur y los secuanos, en el noreste, estánsiendo destruidos por su amigoAriovisto. Quien desee dominar la Galianecesita el apoyo de fuertes aliados. Poreso me dirijo a ver al procónsul MeteloCeler.

—¡Pues va a ser un largo camino,druida! —graznó en latín una vozbastante desagradable—. Metelo Celerha muerto.

Todos los presentes se volvieron.Frente a la nave había un hombre deunos treinta años de edad.

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—¿Quién eres? —preguntó Divicónen lengua griega.

—Soy Quinto Elio Pisón, ciudadanoromano y cliente del muy honorableLuceyo —respondió Pisón, también engriego.

—¿Y qué te trae a la tierra de loshelvecios?

—Sigo a los deudores de mi patrón—dijo el romano riendo.

Sus acompañantes, que quizá fueranesclavos griegos, se unieron a aquellarisita más bien estúpida.

—¿Y quiénes son los deudores de tupatrón? —preguntó el príncipe al tiempoque miraba de arriba abajo y con desdén

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al tal Pisón y a sus acompañantes.—Quien tiene mucho dinero, tiene

muchos deudores. Pero nuestro mayordeudor se encuentra en la Galia. Es elsucesor de Metelo Celer —respondióPisón, y de inmediato sus acompañantesvolvieron a reírse tontamente.

—¿Y cómo se llama?—Cayo julio César.Diviciaco pareció entonces

apesadumbrado. No en vano había sidoese tal Cayo Julio César quien les habíanegado a los eduos, pese al pacto deamistad, cualquier tipo de ayuda contrael agresor germano y quien pocodespués le concedió precisamente a

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Ariovisto el título de «Rey y amigo delpueblo romano». Todas las miradas sedirigieron hacia el druida. Tenía queresponder por ello. Diviciacopermaneció un rato en silencio, luego, sevolvió hacia Divicón y habló con toda lamajestuosidad y arrogancia de un druidacelta:

—Divicón, la Roma a la quederrotaste ya no existe. Vivimos en pazcon Roma. Roma se toma en serio suspactos.

—¿A qué pactos te refieres? —volvió a graznar Pisón—. ¿Hablas delpacto de amistad con los celtas eduos odel pacto de amistad con los germanos

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suevos?Su comitiva volvió a reír de forma

estúpida. Al parecer, para ellos esoconstituía el mayor de los placeres.

—Gran Divicón —apeló el romanoal anciano príncipe de los tigurinos—,también vosotros deberíais firmar unpacto de amistad con Roma. Así seréislos señores del Atlántico y muchastribus galas constituirán vuestraclientela. Para un pacto así sólonecesitáis un intercesor en Roma.

Divicón callaba.—Gran Divicón —siguió graznando

Pisón—, se acabaron los tiempos en losque uno podía ir de paseo por ahí con

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dos mil personas y partirles la cara a unpar de legionarios. Ahora el mundoconsta de fronteras y los pactos aseguranesas fronteras, ofreciendo protección yseguridad. Los pactos son valiosos, ypor eso también son muy caros. El reyegipcio Ptolomeo XII ha donado cientocuarenta y cuatro millones de sesterciosa César y a Pompeyo por uno de esospactos. Los celtas sois el pueblo deloro. Vosotros tenéis oro más quesuficiente para cerrar los mejores pactosde todos, así que seguid el ejemplo delegipcio, que ha recibido un préstamo demi patrón, Luceyo.

A pesar de que Divicón habría

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preferido cortarle la cabeza a eseengendro de la vileza y la depravaciónmoral personificadas, de inmediatocomprendió que Pisón podía ofrecerleinformación muy valiosa y grandesoportunidades. Resultaba evidente quetuvo que controlarse y hacer un granesfuerzo.

—En tal caso, sé mi huésped,romano, y permite que te agasajen en micasa.

A los celtas se nos puedenrecriminar muchas cosas, pero lahospitalidad es una de nuestras mejoresvirtudes. Habría sido descortés dejar alromano de pie al aire libre, sin ofrecerle

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comida ni bebida bajo el propio techo,mientras se embarcaban en una largaconversación. De acuerdo, la invitacióntambién presentaba la ventaja degarantizar la discreción de la charla.

Divicón me miró un instante y luegonos hizo una seña a Basilo y a mí, unainvitación al estilo celta. De ese modopresentaba sus respetos a los dos únicossupervivientes de nuestra aldea. Lamultitud se dispersó mientras unoscuchicheaban sobre el druida eduoamigo de los romanos, Diviciaco, otrosalababan a su hermano Dumnórix, unacérrimo enemigo de Roma que se habíacasado con la hija del difunto Orgetórix,

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y otros intercambiaban observacionessobre el vuelo de los pájaros que, alparecer, no prometía nada bueno. Yoestaba entusiasmado y Basilo también.Siempre habíamos soñado con Massilia,pero de pronto olfateábamos el aromade togas senatoriales romanas, desestercios e intrigas.

* * *

La nave que ocupaba Divicón erapropia de un príncipe celta, másostentosa que todo cuanto yo había vistojamás. De las paredes colgaban telascon dibujos desconocidos para mí y lastarimas bajas estaban forradas en parte

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con pieles de oso. Nos sentamos en unamplio círculo sobre el suelo reciéncubierto de paja limpia y el propioDivicón tomó asiento sobre una piel deleón que debía de haberle costado unapequeña fortuna. Detrás de él se hallabasu escudero personal. En las paredescolgaban valiosas espadas, insignias yáguilas romanas, botín de guerra de lalegendaria victoria en el Garumna. Unesclavo romano le tendió una copa deplata maciza revestida de oro, llena devino, y Divicón dio un sorbo para acontinuación pasar la copa al príncipetigurino Nameyo. Así fue dando ésta lavuelta hasta que el esclavo la volvió a

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llenar. Entretanto se nos habían unidootros tigurinos, druidas y nobles delestado mayor de Divicón.

—¿Siempre bebéis el vino sindiluir? —Pisón alzó la copa y miró alcírculo en actitud interrogante.

El druida Diviciaco bebía agua ycallaba. Si a ese romano no le gustaba elvino, más le valía cerrar la boca;cualquier otra cosa sería una ofensa.

Divicón hizo una seña al esclavopara que sirviera vino diluido alinvitado. ¡Ese Quinto Elio Pisón nosabía que con aquel gesto se revocabasu condición de huésped! ¡Aquellopodía costarle la cabeza! El esclavo

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romano de Divicón vertió el vino coladode la delgada ánfora en una caldera decobre y le añadió agua, para tomar acontinuación un cazo de madera yremover la mezcla. Pisón sumergió suvaso en el jarro y bebió vino diluido.Divicón cuchicheó que los celtas noéramos mujeres y no diluíamos el vino,haciendo saber de ese modo a lospresentes que ya no consideraba a Pisónhuésped suyo. El romano tenía ahora supropio vino en su propia caldera y se lotragaba como si fuese una mixturadruídica enmohecida.

—Explica, romano, ¿qué se comentaen Roma?

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Pisón adoptó una sonrisa hipócrita yexplicó con talante servicial los últimoschismes que corrían en Roma y susalrededores:

—Lucio Pisón, con el que por ciertoestoy emparentado, y Aulo Gabinio hancomenzado su año de consulado, yMetelo Celer, el gobernador de laprovincia romana de la GaliaNarbonense, ha fallecido de formainesperada. En Roma se dice que hamuerto de pena porque no lo atacóningún pueblo galo; a él le habríaencantado tener un pretexto paradeclararle la guerra a la rica Galia. Lasmalas lenguas afirman incluso que lo

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asesinó su ramera, Clodia, que es lahermana de Clodio, el jefe de la mayorbanda armada de Roma. Clodio y sustropas de gladiadores aterrorizan por lasnoches a los senadores poco populares,y además Clodio es íntimo amigo deCésar y hace todo lo que éste le dice.¡Ay, sí, pobre Metelo Celer! Ahora elnuevo procónsul Julio César puedeincluso montar a Clodia, la ramera, ¡ensu propia cama! Ya sabréis que en Romase dice que Craso tiene el dinero yPompeyo el poder, pero que César tieneel rabo más grande.

Nadie pareció encontrar aquellogracioso.

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—¿Y ese Cayo Julio César sequedará ahora con la provincia del talMetelo Celer? —preguntó Divicón conimpaciencia.

El tono cada vez más severo deltigurino había desconcertado a Pisón,que me miró. Yo le devolví la miradapétrea de un viejo druida.

—Así es, Divicón. El nuevogobernador se llama Cayo Julio César—contestó.

Divicón rió con ganas y, satisfecho,hizo que le volvieran a llenar el vaso:

—¿Ese seductor de pacotilla que hadado más que hablar en las camas ajenasde senadores que en el campo de

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batalla? Seguro que los esposos deRoma se alegrarán cuando abandone lacapital.

—Sin duda, Divicón —observóPisón, sonriente—. Pero Cayo JulioCésar no sólo es el mayor seductor deRoma, sino también el mayor deudor.Los deudores producen intereses, peroson peligrosos. Siempre necesitandinero. Y todos los acreedores cuidande que sus deudores vuelvan aconseguirlo…

Uno de los distinguidos príncipesque hasta ahora habían atendido conmajestuosidad y en silencio pidió lapalabra. Nameyo era considerado,

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después de Divicón, el hombre másimportante de los helvecios.

—¿Y qué le ha ofrecido Cayo JulioCésar a Roma además de espectáculoscircenses, carreras de cuadrigas ycacerías?

—¡Espectáculos circenses, carrerasde cuadrigas y cacerías! —exclamóPisón riendo, y añadió—: Una grancantidad de esposos engañados e hijasdesvirgadas.

Divicón, con objeto de que le oyerantambién algunos de los que quizásescuchasen fuera, bramó:

—¿Basta eso para llegar a cónsul enRoma?

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—Ha bastado —respondió Pisón—.Sin embargo el gran Divicón no deberíasubestimar a César. Antes de ser cónsulen Roma fue propretor en la Hispaniaulterior, aunque como después de suelección seguía teniendo una deuda deveinte millones de sestercios, no leestaba permitido salir de Roma y nopodía incorporarse siquiera al cargo degobernador en Hispania. Sin el aval deCraso, César no habría logrado escaparde sus acreedores. Se marchó aHispania con una deuda de veintemillones. ¿Y cómo regresó a Roma?¡Hecho un ricachón! Bien, después se lovolvió a gastar todo y se endeudó otra

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vez hasta las cejas… Con eso quierodecir que si César abandona algún día laGalia y regresa a Roma, será más ricode lo que ha llegado a ser Craso. ¿Y laGalia…?

Se hizo un silencio embarazoso.Pisón saboreó con fruición la atenciónque se le dispensaba antes de concluir:

—Por eso, gran Divicón, son tanimportantes los pactos con Roma.

—Si ese seductor quiere atacarnos,que lo haga. Nosotros no tenemos porcostumbre pagar la paz con oro.Deseamos la paz, pero no lacompramos.

El romano torció el gesto y forzó una

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sonrisa.—Gran Divicón, toda Roma conoce

vuestra valentía, puesto que losgermanos son vuestros vecinos y cadaaño le suministráis a Roma miles deesclavos germanos, pero no subestimesa César. En Hispania no sólo seenriqueció; también cosechó tantosméritos militares que el Senado leconcedió una marcha triunfal.

Divicón hizo un gesto despectivocon la mano, espantando a una gallinaque se acercó demasiado al asado decerdo que sus esclavos traían enbandejas de bronce y que depositaronsobre unas mesitas bajas de madera.

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—He oído decir a los mercaderesque César exterminó a los puebloshispanenses de las montañas. Pero, si seatreve a aventurarse en lo que él llamala Galia, encontrará la muerte. ¡La Galiaes la tierra de los celtas!

Diviciaco estaba a todas lucesafligido por el desarrollo de laconversación. Deseaba la paz con Romaa casi cualquier precio, ya que sóloRoma podía volver a convertirlo enpríncipe de los eduos, ayudarlo aconseguir esa posición que habíaperdido poco a poco en favor de suhermano Dumnórix, enemigo de losromanos, a causa de la traición de la

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República. Pisón pidió que le diluyeranel vino con más agua. Ya se le trababala lengua.

—César saqueó Hispania parapagarle sus deudas a Craso, y en laGalia hará lo mismo.

Diviciaco defendió a César y reiteróque los tiempos habían cambiado. Nadiele escuchaba y tampoco yo le creí unapalabra más. Un esclavo trajo el platoestelar del ágape: una espalda de cerdoque se había asado sobre las brasas.Según la antigua costumbre, a Divicón lecorrespondía el mejor pedazo de lomo.Su voluntad de liderazgo eraindiscutible; en banquetes con guerreros

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de igual nobleza podía darse el caso deque dos se pelearan por el solomillo yse mataran por él. Por supuesto, no setrataba de la carne, sino de laconstatación pública del papel de líder.El romano vio con extrañeza cómodesgarrábamos con las manos grandespedazos de carne y los devorábamos conavidez. Como romano distinguido,estaba acostumbrado a que un esclavo lecortara la carne en bocados, ya que enun triclinio no estaba permitido utilizarningún cubierto. Basilo y yo nosservimos una buena cantidad. La cortezadorada desprendía un aroma a levística,pimienta machacada y semillas de

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hinojo. Basilo y yo intercambiamosmiradas de satisfacción y devoramos lacarne como lobos hambrientos. ¡A sabercuándo sería la próxima ocasión en quenos encontraríamos con semejantebanquete! Lucía estaba sentada a mispies y volvía a estar tan sucia como unashoras antes. Dejé caer un trozo de carnea propósito, aunque con bastantediscreción, y me enjuagué la boca con untrago de vino. Lucía devoró la raciónhaciendo un ruido enorme y volvió amirarme con esos ojos mansos yconmovedores a los que nadie que estécomiendo es inmune. Entiendo por quéalgunas personas odian a los perros: con

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su mirada suplicante nos arruinan elapetito y consiguen que les dejemos losmejores bocados. Discretamente dejécaer un hueso en el que todavía había unbuen pedazo de carne; después de todosaquellos ratones fríos, mojados y mediopodridos, la espalda de cerdo tuvo queser para Lucía un festín. Mientras bebíay pasaba el vaso hacia la derecha, se mecayó al suelo casi con descuido un trozode carne bastante grande, lo cual alparecer fue más que demasiado: unagallina descarada dio a conocer suspretensiones cacareando con hostilidadmientras un gato saltaba desde unpedestal para aterrizar bufando frente a

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ella, que huyó despavorida mientrasdelante de la nave se reunían perrosescuálidos de cuyas fauces segregabanlargos hilos de baba.

El discurso exculpatorio del druidaDiviciaco fue contestado con el silencioy al cabo de un rato Divicón volvió atomar la palabra:

—Sólo se oye que César tienemuchos enemigos. ¿Cómo es que unhombre con tantos enemigos en Roma seconvierte de pronto en gobernador detres provincias, y además con mandomilitar?

Aquélla era una pregunta muyacertada, según mi parecer.

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Pisón rió.—César no sólo tiene enemigos,

también hay hombres a quienes debedinero. —Estalló en carcajadas ycontinuó—: El que sirve a Roma lo hacede forma honorífica. Ni siquiera comocónsul se gana un solo sestercio y, sinembargo, todo el mundo se pelea por elcargo. Y cuando todo el mundo quiereuna cosa, el precio decide. En Roma loscargos se compran. Cuando se adquiereuno, se contraen grandes deudas; y lanueva posición debe aprovecharse parasaldarlas y acumular una fortuna para lacompra del cargo siguiente. Julio Césarha conseguido las insignificantes

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provincias de la Galia cisalpina e Iliriasólo porque pudo sobornar al tribuno dela plebe Vatinio. Y la tercera provincia,la Narbonense de Metelo Celer, sólopuede agradecérsela a su repentinamuerte, o a la meretriz Clodia.

Con extrañeza vimos cómo seatragantaba entre grandes risotadas y, noobstante, se echaba las manos a la tripa,divertido. Un esclavo le ofreció aDiviciaco una bandeja griega decoradacon figuras negras que estaba llena defruta. Éste tomó la palabra:

—César está interesado en Roma, noen la Galia. Ha vencido a los arvernos,pero no los ha privado de la libertad. Le

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resultaría sencillo tomar Massilia y encambio no lo hace. Respeta Massilia. Ylos clientes de Massilia la respetanporque Massilia es amiga de Roma. Ylos arvernos respetan a los eduos porquetambién nosotros somos amigos de losromanos y tenemos un pacto. ¿Somospor ello un pueblo oprimido? ¿Pagamospor ello tributos o impuestos? ¡No!Dominamos toda la Galia central y lastribus de nuestra clientela estánorgullosas de disfrutar de nuestraprotección. Por eso, Divicón, teaconsejo que busques el diálogo conCésar. César es un hombre de honor.

Pisón sumergió su vaso en la caldera

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de bronce:—Si César no hubiera llegado a

gobernador de la Galia, se le habríaacusado por su actuación ilegítima comocónsul. Sólo la inmediata incorporacióna su cargo en la Galia le ha otorgado lainmunidad necesaria para escapar de lospleitos judiciales. En realidad hallegado a la Galia huyendo. Pero quenadie suponga que va a pasarse loscinco años montando a putas alóbroges.El mando bélico en Hispania lecomportó demasiada diversión, ademásde sanearle las finanzas.

El romano examinó sin disimulo laestatua de oro que se erguía en el

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pedestal de madera en el quedescansaba un poste.

—Pisón, ¿quieres decir con eso queCésar busca la guerra? —preguntésorprendido.

Nameyo me fulminó con la mirada,como si no tuviese ningún derecho ahablar a causa de mi humildeprocedencia.

Pisón sonrió.—En la Narbonense se encuentra

estacionada la legión décima. Hay tresmás en el norte de Italia, la séptima, laoctava y la novena.

—¿Y en Iliria? —inquirió Divicón.—Nada. Y el Senado tampoco le

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concederá a César ninguna legión,porque desconfía de él. Al fin y al caboes un notorio infractor de la ley. —Pisónadoptó una amplia sonrisa y mirócomplacido al círculo—: Si César seviera envuelto en una guerra en la Galia,nadie mandaría legiones para apoyarlo.

Diviciaco estaba enojado.—¿Qué es lo que pretendes,

romano? ¿Acaso deseas instar a lospueblos celtas a que invadan laprovincia romana?

—¡No! —exclamó Pisón con gestoteatral—. Sólo quiero dejar claro queCésar no tiene amigos. Todos desean suruina. Imaginaos que, aun siendo cónsul,

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fue injuriado en público, calumniado yridiculizado con obscenos rumores. Sianiquiláis a César, en Romaorganizaremos veinte días de festejos.

Diviciaco y Divicón cruzaron unabreve mirada. Era evidente que elromano había sido enviado por losenemigos de César; tenía que instarnos aaniquilarlo.

—Pisón —dijo el anciano, midiendocon cuidado cada una de sus palabras—.Yo, Divicón, príncipe de los celtastigurinos, partiré dentro de pocos días yme dirigiré a la tierra de los santonosjunto con las tribus de los helvecios, losrauracos, los latobicos y los boyos. Di a

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tus amigos de Roma que atravesaré laregión de los celtas alóbroges sin causardevastación…

—¡Eso es ahora provincia romana!—interrumpió Pisón.

—Con mi nombre garantizo que nohabrá ningún tipo de saqueos —replicóel príncipe. Díselo también a ese Césartuyo,. Queremos la paz. Somos unpueblo que está emigrando. ¡No somosningún ejército y esto no es unaexpedición militar! Nuestra tribu emigraal Atlántico, hacia tierras de los celtassantonos. Ya se las hemos pagado.

Pisón pidió una servilleta a unesclavo pero, al ver que éste sonreía con

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malicia, se limpió con paja las manosgrasientas de mala gana y volvió a cogersu copa de vino, que estaba sobre lamesa baja de madera que había frente aél. Disfrutaba siendo el blanco de todaslas miradas. Todos esperaban surespuesta. Tomó otro trozo de carne, lehincó el diente y con la boca aún llenaempezó su exposición:

—Si atravesáis la provincia romana,César se alegrará. Ansía éxito, gloria,poder. Para ello necesita legiones, ypara conseguir más legiones necesitauna guerra justificada. Y una guerrajustificada necesita un pretexto. Sivosotros realmente tenéis la intención de

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atravesar la provincia romana… ya tienesu pretexto. Para un romano no haymayor espectro que unos celtasemigrando. No en vano el único quejamás ha invadido Roma fue el celtaBreno.

Divicón estaba a todas lucesofendido porque el romano habíamencionado a Breno.

—Soy el druida Veruclecio —dijode pronto una voz desde la oscuridad.Un hombre delgado y muy alto quevestía la toga blanca de druida se acercóy permaneció de pie junto a Pisón—.Hablas mucho, romano, pero nunca conclaridad. Antes dijiste que el Senado

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romano no enviaría legiones para ayudara César si se viera envuelto en unaguerra, y ahora dices que César recibiríamás legiones si encontrara un pretextopara iniciarla.

—¡Es que César no es Roma! SiCésar se ve amenazado, Roma noenviará a un solo legionario. Si, por elcontrario, es Roma la que se veamenazada, enviará una legión tras otra.Lo que César necesita es un pretexto.

—¿Son las deudas pretextosuficiente para un romano? —intervinoDivicón.

Pisón esbozó una sonrisa y evitó lamirada de Veruclecio, que seguía de pie

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ante él, fijando su atención en el ganchode oro del cinto del druida.

—Las deudas son pretexto suficientepara César, pero no para el Senadoromano. No, gran Divicón, Césarrecuerda que en el Garumna hicistepasar bajo el yugo a soldados romanos.

Divicón asintió orgulloso y paladeólas siguientes frases del romano conevidente satisfacción.

—En aquella contienda cayó ellegado Lucio Pisón, abuelo del suegrode César, Lucio Pisón. Ése podría ser elmotivo por el cual César ha hechocorrer en Roma el rumor de que loshelvecios planean una incursión bélica

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en la provincia romana. ¡En tal casoRoma se vería amenazada!

Todos quedamos consternados. Elpríncipe Nameyo se levantó y alzó lavoz:

—¿Es cierto eso de que César hadifundido ese rumor?

—¿Pero quién es ese Julio César?—También Divicón se había levantadode golpe y tenía la voz trémula de ira—.¿Acaso habéis olvidado todos lagloriosa victoria de nuestrosantepasados? Hace trescientos añosnuestro jefe militar, Breno, conquistóRoma y saqueamos el templo de Apoloen Delfos. Junto con Aníbal

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exterminamos una legión tras otra, yhace cuarenta y nueve años yo, Divicón,príncipe y jefe militar de los tigurinos,derroté al ejército del cónsul CasioLongino, envié a sus soldados bajo elyugo y los esclavicé. ¿Quién se hacreído ese Julio César que es?¡Enumérame sus victorias, romano!

Pisón se enderezó un poco y volvióa llenar su vaso de vino.

—Las victorias de los celtas songloriosas, Divicón, pero desde queenviaste a los romanos bajo el yugo enRoma nació Mario. Mario, tío de César,realizó enormes cambios en el ejércitoromano y Roma lucha ahora con

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soldados profesionales, no con esoscampesinos que querían regresar a sushuertos cuanto antes. Los nuevoslegionarios de Roma cobran una soldaday podrían luchar incluso en invierno. Yano luchan para Roma, sino para susgenerales. César trata bien a sussoldados y les promete ricos botines, asíque ahora quieren ser legionarios de porvida. Con hombres así se puedeconquistar todo un imperio.

—Romano —observó Diviciaco—,siembras la discordia y pones a pruebala hospitalidad del príncipe Divicón.

Pisón esbozó una amplia sonrisa,como sólo saben hacerlo los seres más

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depravados e infames. Parecía estar muysatisfecho con el desarrollo de laconversación. En cualquier caso, habíalogrado enfurecer a Divicón.

—César tendrá una sola legión en laGalia Narbonense —intervino Divicón—. Eso son seis mil hombres. Porcontra, yo dirigiré hacia el Atlántico amás hombres de los que Roma vierajamás: ciento treinta mil helvecios,dieciocho mil tigurinos, siete millatobicos, once mil rauracos y dieciséismil boyos, de todos los cuales cuarentay seis mil son guerreros celtas. AunqueCésar nos ataque con sus cuatrolegiones, su nombre quedará relegado al

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olvido puesto que yo, Divicón, loaniquilaré.

Pisón se puso de súbito muy serio y,levantándose, se situó frente a Divicón.

—Las victorias no se ganan sólo enel campo de batalla, gran Divicón. Dejaque represente tus asuntos en Roma. Lesaseguraré a los hombres influyentes queno es la intención del glorioso Divicónasolar la provincia. Tienes suficienteoro para pagar mis servicios.

—Abandona mi casa —gruñóDivicón—, ya no eres mi huésped. —Ofendido, le volvió la espalda alromano.

Divicón era un anciano, pero poseía

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la fortaleza de un fresno moldeado enhierro. Poco a poco yo ibacomprendiendo por qué contaban lostigurinos que la mera presencia deDivicón era capaz de provocar el pánicode toda una legión romana. Era una rocade hombre, una fuerza de la naturaleza,siempre intrépido y dispuesto asacrificar su vida. Roma temía a loshombres así.

Pisón sonrió con suficiencia yfrunció los labios. Sin duda todavía lefaltaba algo por decir, y yo le hice ahurtadillas una seña para quedesapareciera en el acto: torcí los ojosen dirección a la salida y recurrí

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discretamente al dedo índice. Sinembargo aquel tipo no podía dejarloestar; a toda costa quería tener la últimapalabra.

—Divicón… —comenzó de nuevo.El puño de Divicón se estrelló

contra su cara, partiéndole el tabiquenasal, y Pisón cayó cuan largo era. Lasgallinas revolotearon entre cacareos aun lado. El romano se limpió la sangrede los labios y contempló a Divicón sinsalir de su asombro. Aún iba a añadiralgo, pero con tanta insistencia leindiqué con la cabeza que no lo hiciera,que me dirigió un gesto deagradecimiento y abandonó la nave con

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una sonrisa forzada.Todos supimos entonces con certeza

que el individuo se había presentado allícon un solo objetivo: describirle aDivicón la situación en Roma de talmodo que éste contratara sus servicios acambio de oro celta.

Permanecimos un buen rato allísentados sin mediar palabra, hasta queal fin Diviciaco rompió el silencio:

—Divicón, deberías mandaremisarios a Roma, a los senadoresCicerón y Catón. Se les respeta ycomprenden la cuestión celta, pero loshelvecios deben entender que sólopodrán sobrevivir en la Galia con la

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amistad de Roma.Nadie respondió. Ésa era la señal de

que Diviciaco debía marcharse. Sedespidió formalmente y salió de la nave.Fuera, lo oímos llamar colérico a susacompañantes y esclavos.

Divicón se dirigió entonces aVeruclecio:

—Druida, cabalga hacia Genava eintenta arrojar claridad sobre estamaraña de rumores y embustes. Ocúpatede que ningún celta transgreda lasnuevas fronteras del Imperio romano.No quiero ninguna guerra. Deseo llegaral Atlántico.

Veruclecio asintió con la cabeza.

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Divicón tomó la torques de oro delanciano de nuestra aldea, Postulo, y mela dio con estas palabras:

—Esta torques de oro tecorresponde a ti, Corisio. Muchas vecesme han hablado nuestros druidas decierto joven celta que solía sentarse alpie de un roble en una aldea rauraca.Considero una señal de los dioses quellegaras hasta mí. —Entonces se volvióde nuevo hacia el druida Veruclecio—:Toma a Corisio bajo tu protección yllévalo el año que viene, según el deseode los dioses, a la sagrada escueladruídica de la isla de Mona. —Se irguiópara añadir por último—: Quiero

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ofrecer un sacrificio a los dioses, pueshe incumplido el precepto sagrado de lahospitalidad.

Veruclecio me acompañó afuera yme sonrió con simpatía.

—Te llevaré conmigo, Corisio, peroel vino y la carne te gustan demasiadopara convertirte en druida. Por otrolado, también hay dioses que le tienengran simpatía al vino y a las mujeres, yal parecer les gusta habitar en tu cuerpo.Ellos decidirán si quieren hablar anuestro pueblo a través de ti. Cuandosea el momento lo sabremos, pero aúnno ha llegado.

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* * *

Pasé la tarde con Basilo. Jugamoscon los perros abandonados y volvimosa relatarnos todos los detalles del ataquede los germanos que, a nuestro parecer,habíamos adornado demasiado poco.Consideramos todos los posiblesdesarrollos: qué hubiese sucedido si…Era un juego fascinante. Desde luego,pusimos de vuelta y media al hurañodruida Diviciaco, urdimos planes,hablamos de Massilia y Roma, y Basilome preguntó si me acostaba con Wanda.Le respondí que Wanda era tan sólo miesclava.

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Pasamos la noche en la nave deCurtix, el fundidor de bronce. Las hijasde Divicón habían vestido a Wanda contanta elegancia que casi me resultódifícil seguir tratándola como a unaesclava. Pero ¿acaso no le había dicho aDivicón que era mi mujer? Yprecisamente por eso, le habíanpreparado el lecho junto al mío, demodo que al dormirme tenía sus pies ami cabeza. Basilo, por su parte, a sucabeza tenía mis pies. Los celtas noduermen unos junto a otros, sinodispuestos a lo largo de las tarimascubiertas con pieles que penden de lasparedes. De madrugada Wanda se dio al

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fin la vuelta, de modo que dormimoscabeza con cabeza. Me preguntó si yaestaba despierto, y lo hizo con tantainsistencia que al final le respondí conun no molesto.

—Amo, ¿estás furioso porque ahorasoy tu mujer? —musitó al tiempo queesbozaba una leve sonrisa. Por lo vistohabía pasado un día muy divertido conlas hijas de Divicón—. Amo, si túpuedes vencer a un príncipe germano enun heroico combate, también yo podríaser tu mujer —volvió a sonreír.

—¿Acaso quieres decir con eso queambas cosas son solemnes mentiras? —gruñí.

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—No, amo —mintió—. Sientohaberte molestado. Perdóname.

—Por esta vez, vale, pero lapróxima te haré azotar y te venderé.

Se quedó callada. Supongo queestaría muy satisfecha. ¿Cómo iba avender alguien ducho en negocios a unaesclava a la que acababa de azotar?También Basilo rió. Estoy seguro de queno iba a cerrar ni un ojo mientrasalguien siguiera explicando algo porque,al igual que a mí, le encantaban lashistorias.

* * *

La mañana siguiente nos sentamos

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con Divicón y su familia a desayunartortas de pan y leche de cabra reciénordeñada. Como entre celtas que setienen mucho aprecio, además, Divicónquiso darme una alegría especial aldespedirnos.

—Corisio, deberías conceder lalibertad a tu esclava Wanda. Comonoble está mucho más guapa.

Las hijas y los nietos de Divicónrieron divertidos y yo me ruboricé,aunque entre los celtas esas mentirijillasno están mal vistas. Es nuestra forma debromear. Sin embargo para losextranjeros como Wanda resultabadifícil de entender.

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—Creo —comencé vacilante, sinsaber en realidad adonde quería llegar— que ayer convertí a Wanda en mimujer porque, si no, todo el mundohabría querido comprármela.

De nuevo todos reímos divertidos.Sólo Basilo parecía estar preocupado.También él tenía la costumbre deimaginar el peor final posible de lascosas; si no le hubiese gustado tantoluchar, seguro que habría sido bardo.

—Muy listo, Corisio —contestóDivicón sonriente—. Sin duda, yo tehabría hecho una oferta. Ahora que losé, te propongo un trueque por Wanda.—Señaló al esclavo romano que nos

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había servido el vino la noche anterior—. Es Severo. Hace cincuenta añosobligué a su padre a pasar bajo el yugoen el Garumna. Lo cierto es que Severoya tiene treinta años, pero es fuerte,resistente, goza de buena salud y, apesar de ser romano, no es demasiadotonto.

Otra vez rieron todos, hasta Basilo.Poco a poco empecé a notar unasensación de náuseas en el estómago,puesto que aunque Divicón no podíareprenderme por mis mentiras, sí teníael derecho de llevar el juego hasta susúltimas consecuencias. Se trataba de unritual que, una vez iniciado, debía

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concluirse con decencia y dignidad.Wanda ya sentía que nuestras horascomo matrimonio estaban contadas.Como era mi deber, agradecí la ofertade Divicón.

—Tu oferta es muy generosa,Divicón. Pero sólo al heroico vencedorde la legión romana del Garumna lecorresponde engalanar su hogar con unesclavo romano vivo. Yo me lo heganado tan poco como las insigniasromanas que cuelgan sobre tu cabeza.

Señalé los estandartes del águilaromana, el emblema más importante dela legión. Divicón se volvió y contemplósu botín de emblemas.

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Luego adoptó una expresión muyseria, mientras sus mujeres volvían areír con disimulo y Basilo exhibía unasonrisa de oreja a oreja.

—Tienes razón —replicó Divicón,compungido—. Un esclavo romano lecorresponde a un general que hasubyugado a una legión romana. Por esopuedes elegir con plena libertad lo quedebo darte a cambio de tu esclava.

De ese modo me había vuelto aatrapar. No habría sido correcto afirmarque no había nada en la casa de Divicónpor lo que pudiera cambiar a unaesclava germana. Podía exigirle oro ycaballos, o incluso el matrimonio con

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una noble. ¿Qué debía hacer? Divicónreprimió una risa y se sonrió satisfechomientras todas las miradas recaían sobremí, en especial la de Wanda. Basilotenía los labios apretados y sacudía elpie con inquietud. Creo que a él tambiénle gustaba un poco Wanda, aunque sobretodo le preocupaba que perdiera a mipierna izquierda.

—Gracias, gran Divicón —repliqué—. La elección me resulta sumamentedifícil pues todo cuanto posee el granDivicón es digno de ser cambiado poruna esclava germana.

El anciano asintió satisfecho y miróa Wanda, que parecía hallarse fuera de

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sí. Sin embargo, yo no había terminadode dar mi respuesta.

—Divicón, incluso la piel sobre laque te tumbas a dormir es digna de sercambiada por mi esclava germana. Sinembargo, mi admiración por tus hazañases tan grande que los dioses jamás meperdonarían que te ofreciera una esclavaque casi siempre está de mal humor,nunca ríe, es un horror cocinando y porla noche emite unos sonidos querecuerdan a una bisagra mal engrasada.Verla de continuo te turbaría lossentidos, te enturbiaría el ánimo y tereportaría muchos disgustos. Los diosesme han enviado a esta esclava como

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castigo, y sería indecoroso querercargártelo a ti. —Intenté parecer muyabatido mientras la mímica muda deWanda reforzaba mis advertencias deforma obvia.

Nadie rió. Todos miraron a Divicóny, sin gran entusiasmo, se dispuso aresponder:

—Corisio, te agradezco que leahorres a un anciano semejantedesgracia. Haciéndolo demuestrasauténtica grandeza.

Wanda agachó la cabeza y su rostroquedó oculto por la melena rubia, queesa mañana todavía llevaba suelta.Divicón y yo nos hicimos un breve gesto

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con la cabeza. Habíamos concluido elritual. Tal vez a un extraño le habríaparecido un frívolo pasatiempo desociedad, pero se trata de un juego conconsecuencias despiadadas. Aunquetodas esas lisonjerías sean soberanosembustes, no le puede faltar a uno unarespuesta plausible si no quiere perder asu esclava.

* * *

Al día siguiente me despedí deBasilo. El quería cabalgar con losguerreros, convencido de que lucharíancontra legionarios romanos. La cabezade un centurión romano colgada de su

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brida era para él una visión aún másgrandiosa que Massilia y Roma juntas.Basilo era un guerrero.

—Corisio —me llamó cuando salíapor la puerta con Wanda y el druidaVeruclecio en dirección al sur—.Amigo, ¿volveremos a vernos?

—¡Sí, Basilo! —respondí a voces—. ¡Volveremos a vernos!

Basilo lanzó un grito de júbilo ylevantó el puño hacia el cielo.

Hacía buen tiempo, y se veíanincluso algunos rayos de sol. Loscaminos volvían a estar secos y firmes.Veruclecio y yo cabalgábamos uno allado del otro, y me contó muchas cosas

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sobre las propiedades curativas deciertas plantas. Tenía la habilidad deexplicar cosas complicadas con laspalabras más sencillas; me gustaba suforma de hablar. Desde luego, no teníael trato cálido y paternal de Santónix,quien a fin de cuentas, me conocía denacimiento y me había acompañadotodos esos años como a un hijo.Veruclecio, por el contrario, me tratabacomo a un adulto. Cuando tenía laimpresión de que yo ya había escuchadosuficiente, adelantaba su caballo parasumirse en sus propios pensamientos sinque lo molestaran. Yo me quedabaentonces algo atrás y me ponía junto a

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Wanda. Por su parte, ella me explicabamás cosas en lengua germana sobre losdioses y las costumbres de su pueblo.Tenía razón el viejo Santónix: cuantomás se sabe, más interesante resultaadquirir nuevos conocimientos, puestoque cada elemento se puede introduciren contextos cada vez más complejos.Yo tenía sed de conocimientos y estabaorgulloso de poder traducirlos. No envano me había mencionado el tío Celtilola biblioteca viva de Alejandría, dondese encontraba reunido todo elconocimiento de la humanidad. Yo teníauna memoria excelente y podía recordarpara siempre cosas que había visto, oído

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o leído una sola vez. Todos los druidasla tienen. Es esa estúpida memorizaciónde miles de versos lo que nos convierteen auténticos artistas de la memoria;alguien que es capaz de retener seis milversos puede retener también sesentamil. La memoria es como un músculoque se somete a entrenamiento. Contodo, también Wanda me enseñabamucho. Por desgracia nunca hablábamosde ella, ni tampoco de nosotros. Medaba la impresión de que ella se cuidabamucho de no mostrar ningún sentimiento.Sólo lo hizo esa vez, cuando deimproviso me dio las gracias por nohaberla cambiado por nada con Divicón.

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Creo que jamás olvidaré la mirada queme lanzó en ese momento; mi rostropalideció de pronto como si hubiesebebido vino caliente con especias. Porsupuesto, la reprendí con severidad: unamujer puede darle las gracias a sumarido, pero nunca una esclava a suamo. ¡Semejante cosa es una absolutaimpertinencia! Iba a recriminarla,cuando le vi esos ojos risueños en surostro radiante; habría jurado que lamiraba muy serio y enojado, pero notuve más remedio que hundir los talonesen los flancos del caballo y salirhuyendo. Volví al lado de Veruclecio yél sonrió al verme la cara.

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A nuestro paso encontramos algunastropas de zapadores que Divicón habíaenviado para dejar en condicionescaminos y puentes. Las aldeas apartadasya habían sido incendiadas yabandonadas. En los caminos se reuníancada vez más personas, carros yanimales que se dirigían al sur. Reinabaun humor excelente. Para los celtas, laemigración de un pueblo es tan naturalcomo la transmigración de las almas; noconsideramos una pérdida abandonarnuestro hogar, igual que tampococonsideramos una pérdida la muerte,sino que la vemos sólo como un nuevocomienzo. Por eso nunca construimos

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una casa para toda la vida.La planificación de la marcha era

una obra maestra. Divicón no habíadejado nada al azar. A intervalosregulares veíamos tropas armadas queacompañaban a carretas de bueyescargadas con tiendas y material bélico.A pesar de que cada cual llevaba todossus bienes, Divicón se había encargadode transportar también todo tipo deexcedentes, ya que cualquiera podíaperder todas sus posesiones por elcamino y el príncipe no quería que a unsolo celta le pasara por la cabeza laidea del saqueo. Por eso hizo quellevaran alimentos de sobra. Cuanto más

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cerca estábamos del final de la etapa,más grandes eran las columnas que sehabían formado ya. Se trataba de unacantidad en verdad inmensa de carros,personas y animales. Juntos formaban yauna fila de unas treinta millas romanas.La gente estaba tranquila y alegre, comosi sólo fuera de visita a la aldea máspróxima.

* * *

Por el camino hablé un buen rato conWanda sobre las artes curativas de losgermanos, sobre sus dioses y los astros.No obstante, la propia Wandacontinuaba siendo un enigma para mí.

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¿De dónde era? Yo no lo sabía, y aveces me daba la impresión de que suidentidad era el último pedazo deintimidad que deseaba guardarse paraella. Era una cuestión de dignidad, y séque eso debe respetarse incluso en unaesclava. Sin embargo, una vez que acausa de una mala pronunciación hiceuna afirmación bastante obscena, Wandame regaló de nuevo con esa risamaravillosa que nunca dejaba dehechizarme. No dejé escapar la ocasión:

—Mi tío te compró en el mercadodel oppidum rauraco del recodo del Rin.¿Pero de dónde eres en realidad? ¿A quétribu perteneces?

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Wanda apretó los labios. Me mirabade una forma algo despectiva, casi condesdén, y eché en falta esa calidez de sumirada que tantas veces me encendía lacabeza.

—Soy tu esclava, amo —dijofríamente.

Estaba claro que esperaba que lediera la libertad antes de revelarme sussecretos. No sé, estaba furioso yenfadado conmigo mismo.

—¿Es que ya te has olvidado de quete salvé la vida?

Wanda miraba al frente.—¿En la nave de Divicón? No sabía

que los príncipes celtas comieran

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jóvenes germanas para desayunar.—Entonces, ¿habrías preferido ser

la esclava de Divicón?Ahora también estaba furioso con

Wanda. No podía expresar mi enfado avoz en grito porque el druidaVeruclecio, que iba dos cuerpos decaballo por delante, tenía un oído másfino que toda una jauría de perros.

—Las hijas y las nietas de Divicónhan sido muy simpáticas conmigo, hecomido por todo lo alto y he dormido demaravilla.

—Sí, claro —comenté con ánimo deprovocar—. Eso es porque te tomabanpor mi esposa. Pero como esclava…

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—No nací siendo esclava, amo. Elpríncipe Divicón ha reconocido deinmediato que no soy de ascendenciacorriente. Por eso me quería.

—Oh —me burlé—, a lo mejor eresla hija de un príncipe.

—Soy tu esclava, y por ello enadelante soportaré el balido lastimerode un carnero herido de muerte.

—Te haré azotar por eso en Genava—siseé al tiempo que clavaba lostalones en los flancos al caballo.

Sin duda, Veruclecio habíaescuchado cada palabra, y sonreía.

—Algunos regalos resultan unacarga, mientras que algunas desgracias

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se descubren al cabo como una suerte.La observación era típica de druidas

y podía significar cualquier cosa: que elregalo del tío Celtilo se descubriríacomo una carga, pero también que ladesgracia «Wanda» se resolvería mástarde en un feliz desenlace.

—Veruclecio —pregunté,impaciente—, ¿cómo se las arreglan losgermanos con sus mujeres?

—Sus mujeres tienen la condiciónde esclavas. —Veruclecio se sonriósatisfecho—. Mientras que un hombrepuede divertirse con numerosas mujeres,a una germana le está prohibido hacer lomismo, bajo amenaza de pena de muerte.

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Cuando un germano necesita dineropuede vender a sus mujeres en elmercado de esclavos.

Aquello me sorprendió bastante.¿Quién sabe si Wanda fue vendida poresa razón? Eso aclararía algunas cosas.Aminoré de nuevo la marcha hastaencontrarme junto a ella y le pregunté silos germanos se casaban por amor.

Wanda callaba; había adoptado lagracia de un lingote de platacartaginense. Al cabo de un rato dijocon sequedad:

—Por supuesto que los germanos secasan por amor, amo. Los padres buscanal cónyuge, después regatean el precio y

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no es raro que los novios se vean porprimera vez el día de la boda. Es amor aprimera vista.

—¿Y lo toleráis?—Sí, amo. Igual que tú no

consideras discapacidad tudiscapacidad porque no conoces otracosa desde que naciste, una mujergermana no considera mala esacostumbre porque no conoce nada más.

—Pero, Wanda, tú ahora sabes queexiste algo más.

—Sí, amo, pero ahora soy unaesclava. Seguramente no tengo másderechos que antes, sólo que ahora séque existen otras costumbres mejores.

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Tal vez ése sea un castigo mayor.—¿Quieres decir que también

vuestros dioses tienen sentido delhumor?

Wanda no respondió. Mirabaaburrida al frente e hizo retroceder unpoco su caballo.

Por delante de nosotros se atascabanlas carretas porque a un carro se lehabía roto el eje. Abandonamos lacaravana y cabalgamos hacia el bosque.Allí había una estrecha vereda quediscurría paralela al sendero hollado endirección al sur. Estando los tres alborde del camino, contemplamos lagigantesca caravana de carros que

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serpenteaba entre los campos enbarbecho.

Veruclecio me dirigió una brevemirada y di a entender a Wanda queesperara allí. El druida se puso lacapucha y se internó despacio en elbosque. Ramas y arbustos altos legolpeaban el rostro; al cabo de un ratobajó del caballo y lo ató a una rama.Seguí su ejemplo. Delante de nosotroshabía un pequeño claro que estabalimitado a la derecha por una roca. Casicon reverencia, seguí a Veruclecio através del claro y de pronto me sentíalegre. No pude evitar pensar en el tíoCeltilo y tuve la impresión de que me

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acompañaba en ese momento. Percibícon claridad que le iba bien. Creo quese reía de Wanda y de mí.

Veruclecio paró de pronto y vi quedetrás de unos matojos salvajes seescondía la entrada a una cueva. Miacompañante separó con precaución lasramas que protegían el acceso a la grutay me abrió paso sin soltarlasbruscamente. Incluso en las ramas viveel espíritu de los dioses. De súbito mepareció oír un zumbido y un murmullo, ypensé en alguna voz, pero era elborboteo de un manantial que nacía en laentrada de la cueva y desembocaba enun arroyo. Del agua sobresalían

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deformes estatuas de madera tallada queestaban metidas en un tocón carcomido;la madera estaba podrida y blanquecina.Aquel lugar pertenecía a los dioses.

Saqué de mi gran bolsa de cuero latorques de oro del anciano de nuestraaldea, Postulo, y la ofrendé allí donde elagua murmurante del manantial se uníaal arroyo. Volví a notar la cálidapresencia del tío Celtilo, e inclusoadvertí ese olor penetrante de ajo y vinoromano sin diluir. Habíamos entrado enel otro mundo. Al contrario que otrospueblos, nosotros no separamos elmundo de los vivos del de los muertos.Son mundos paralelos que se encuentran

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y fluyen juntos en lugares sagrados.Cuevas, lagos y negros manantialessirven de entrada, pero a menudo bastauna brisa, una niebla o el grito nocturnode la lechuza para ver lo que permaneceoculto a las personas corrientes durantetoda una vida.

Descansamos en un caseríoincendiado y abandonado ya por sushabitantes. Algunos perros salvajesvagabundeaban alrededor de unahoguera en la que, al parecer, todavía secocía algo comestible. Me senté conLucía en un poste caído que las llamasno habían devorado y me entretuve conla honda. A pesar de mi incapacidad

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para realizar movimientos suaves yrítmicos, había llegado a conseguir unabuena puntería y le di a una rama aciento cincuenta pes de distancia. Nadaextraordinario. De algún modo estaba enracha, y me sentí bastante orgulloso aldarle a un perro en el trasero; el chuchosalió corriendo entre aullidos y arrastrócon él a toda la manada. Con el arco ylas flechas, de hecho, me las arreglabamejor, pero rara vez se me presentaba laocasión de probar suerte con blancos enmovimiento.

Desde que había entrado conVeruclecio en el bosque del manantialsagrado no habíamos vuelto a hablar.

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Con todo, sentía su proximidad con másfuerza y creía leer sus pensamientos aquíy allá. Seguramente había queridoprobarme, saber si los dioses meaceptaban y hablaban conmigo y sobremí. Con la ofrenda de la torques de oroyo había demostrado percibir las vocesdivinas. Para ser druida, sin embargo,no bastaba con saberse los versossagrados. Eran los dioses los que debíandecidirse por mí, puesto que de ellosdependía comunicar a través de mi vozel destino de mi tribu, curar a través demis manos y abrir mis ojos a lossecretos del universo. De formainstintiva así el amuleto que me había

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regalado el tío Celtilo y volví aexperimentar la misma sensación defelicidad que en el manantial sagrado.

Regresamos cabalgando en silencio.Wanda nos esperaba y me dio unascuantas pieles para pasar la noche sinmirarme. Le tomé una mano mientras conla otra tocaba el amuleto de Celtilo ysupe que también ella percibía a mi tío.Pareció sorprenderse, se alegró y mesonrió.

—Eres un druida —dijosorprendida, con una mezcla dereverencia y miedo.

* * *

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Al día siguiente, Veruclecio mellevó otra vez a un bosque sagrado quelimitaba con una zona pantanosa y memostró unas plantas acerca de cuyaspropiedades ya me había hablado.

—Esta de aquí es la pamplina deagua. Quien la coge no debe mirar atrás.Debe conservar la planta donde sealmacenan las bebidas y, sobre todo,realizar el acto divino con la manoizquierda.

Depositó la planta con cuidadosobre un paño blanco y me hizo seguiradelante. En un pequeño arroyo se sentóy se lavó los pies; después esparciómigas de pan por el lecho del arroyo y

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vertió en el agua vino de un pequeñoodre de cuero. Era una ofrenda para losdioses del agua. A continuación tomó lassandalias con las manos y dijo que, trasesa ofrenda de consagración, yapodíamos cortar el licopodio. Ladeterminación con que encontraba cadauna de las plantas resultaba bastanteasombrosa, y halló el licopodio enmedio de un arbusto de frambuesascubierto de maleza.

—Para recoger licopodio jamás seutilizará una cuchilla de hierro. Debetomarse pasando la mano derecha bajola manga izquierda, como si se quisierarobar algo. Además, hay que ir vestido

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de blanco, descalzo y con los pieslavados, y haber realizado antes unaofrenda de pan y vino. —Con su hoz deoro, símbolo del sol dorado y la lunafalciforme, cortó un licopodio, que entreotros pueblos recibe el nombre de «piede lobo» en el habla popular—. Ellicopodio —su voz tenía cierta notamelódica, entusiasta— es la planta delas fuerzas oscuras y misteriosas. Paraque esas fuerzas queden contenidas alrecogerlo, el druida debe tener los piesdescalzos sobre la tierra. Mientras queel lado derecho es siempre el lado de laluz, el izquierdo representa siempre ellado del misterio y el mundo de las

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sombras. El licopodio se cuece en aguacaliente, pero recuerda: el agua debeestar fría y limpia cuando eches laplanta. ¡Jamás debe meterse en aguahirviendo!

Asentí y pregunté qué propiedadestenía. Veruclecio se sonrió en silencio ydespués dijo:

—El licopodio puede curar y matar.Si los dioses te han escogido parahablar a través de tus manos, ladecocción que prepares curará o matará.—Puso la planta sobre un lienzo blancoy después se ató las sandalias—. Ahorate enseñaré dónde se encuentra laverbena, que mitiga los dolores y

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también hace olvidar todo lo quesucede. Por eso la utilizamos para laspredicciones. ¡Pero ve con cuidado,Corisio! Si utilizas verbena demasiado amenudo, cada vez necesitarás más enfuturas profecías. La verbena espoderosa, muy poderosa, tanto que ya haesclavizado a algunos druidas.

Seguimos caminando por el bosquemientras el druida recogía verbena queasimismo envolvía en un paño blanco.Me hizo ver los árboles como yo jamáslos viera hasta entonces; me enseñabalas raíces, las cortezas, las ramas y lashojas, explicándome en qué época delaño y a qué hora del día o de la noche

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estaba permitido realizar cadaceremonia. Y también me indicó lo quedebía respetarse en especial con lunallena. Después tarareó los versossagrados sobre la batalla de los árbolesy los arbustos, un día orgullososguerreros a los que se convirtió enárboles y arbustos para su protección.Entonces comprendí también por qué aveces, cuando estaba solo en el bosque,experimentaba la vaga sensación deencontrarme entre miles de personas queme contemplaban en silencio. Tuve laimpresión de haber sido iniciado en otrosecreto. También comprendí mejor porqué la palabra «druida», en nuestra

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lengua se componía de los términos«bosque» y «sabiduría»: Toda nuestrasabiduría se encontraba en los bosques.

A Wanda la habíamos dejado en elcaserío incendiado. A nuestro regreso,Veruclecio seguramente vio cómo mimirada acariciaba el cuerpo de lamuchacha en el reencuentro; entoncescerró los ojos un instante,comunicándome así que todavía erademasiado pronto para que yo entrase enel centro sagrado de druidas de la islade Mona. Mi sed de experienciasterrenales era aún demasiado fuerte, ysería mucho mejor druida si antesconocía un poco de mundo. Era

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demasiado pronto para volver laespalda a todo lo terrenal, que tanto mefascinaba.

—Veo que los dioses habitan en ti,Corisio, y también estoy convencido deque te deparan algo especial, peroperdóname si hoy no puedo decirte elqué. En tus ojos veo muchísimas cosas.Veo al vidente y al curandero, perotambién al amante impetuoso y al buenvividor. Los dioses todavía no se hanpuesto de acuerdo. —Me puso la manosobre la cabeza y cerró los ojos.Entonces me dio los tres pequeñospaños blancos que guardaban las hierbasy me advirtió que fuera muy precavido

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con mi sabiduría, por muy pequeña ymodesta que ésta fuese aún—. Piensasiempre, Corisio, que uno no se libra tanfácilmente de los espíritus a los que hainvocado. —Vaciló un momento, pero alfinal me entregó una pequeña bolsa decuero—. Esto es cebadilla, Corisio,para que prepares la veratrina. Si untasuna flecha con veratrina, el más grandede los animales se derrumbará, aunquesólo le hayas dado en la pata. Laveratrina es un tósigo que mata cualquierenfermedad, pero en noventa y nueve decada cien casos también acaba con lapersona. —Veruclecio me sostenía lasmanos sonriente—. Todavía tienes por

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delante las grandes pruebas, Corisio.¡Aún no eres el druida de nadie! Ve concuidado con tus conocimientos. Losdioses te han reconocido y a partir deahora disfrutas de su especial atención.

* * *

Cuando vimos relucir el sol a lolejos sobre el lago Lemanno, Verucleciose despidió de nosotros. Quería avisar alos príncipes de todas las tribus celtasde que no le dieran a Roma pretextoalguno para un conflicto militar, unatarea difícil puesto que ningún príncipeaceptaba la intromisión de otro celta.Con todo, Veruclecio era druida y debía

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intentarlo.Wanda y yo pasamos los siguientes

días solos en los bosques. Yo buscabaplantas y hierbas, ofrendaba a los diosese intentaba escuchar lo que tenían quedecirme. ¿Debía convertirme en druidao en hombre de comercio? ¿Debíamarchar al Atlántico con los helvecios oa Massilia? Necesitaba con urgencia laayuda de los dioses. El tío Celtilo mehabía enseñado mucho, pero nunca adecidir por mí mismo.

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3

Los celtas alóbroges viven entre dosríos, el Ródano y el Isara, y fueronsometidos por Roma junto con losarvernos hace unos cincuenta años. Suterritorio es en la actualidad laprovincia romana que los romanosllaman Galia Narbonense. Su ciudadmás fronteriza es Genava, la cual limitadirectamente con la región de loshelvecios. Un puente sobre el Ródanoune la tierra de los celtas libres con laprovincia romana. A finales de marzo,Wanda, Lucía y yo llegamos a ese

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puente. Desde muy lejos ya podía versela diosa protectora de los alóbroges, unafigura de madera de roble de tres metrosde altura que llevaba una torques de orogigantesca. Ya había miles de helveciosreunidos en la orilla norte del Ródano,esperando sobre suelo celta la asambleade los príncipes que se celebraría esatarde. En la asamblea, a la que nadie mehabía invitado, iban a discutirse yconfirmarse de nuevo todos los detalles.Querían atravesar la región de losalóbroges sometidos por Roma y llegaren pocos meses a la tierra de lossantonos, en la costa del Atlántico.Volveríamos a cruzar el territorio que el

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insigne Divicón convirtiera en deshonrade legiones romanas unos cincuenta añosatrás.

Tres años antes, cuando elacaudalado Orgetórix aún era nuestrocabecilla y decidimos emigrar, losalóbroges habían vuelto a alzarse contraRoma y nos concedieron permiso paraatravesar sus tierras. Sin embargo larebelión fue aplacada una vez más, demodo que su palabra ya no tenía ningúnvalor. Ahora contaba la palabra delnuevo procónsul, Cayo Julio César, aquien quisimos pedirle permisooficialmente. En caso de quedesestimara nuestra petición,

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aceptaríamos rodear la provinciaromana y escoger el fatigoso camino através de las quebradas entre el Ródanoy el Jura, atravesando después la regiónde los celtas secuanos y eduos, tambiénamigos nuestros, en dirección al oeste.Ese rodeo sin duda resultaría muyfatigoso, pero lo asumiríamos en nombrede la paz.

De modo que crucé con Wanda yLucía el puente de madera y al otro ladoentré en el oppidum de los celtasalóbroges, es decir, entré en laprovincia romana de la GaliaNarbonense. Al otro extremo del puente,seis legionarios romanos me cerraron el

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paso. Eran aduaneros, y llevaban unaversión en bronce de nuestro yelmo celtacon orejeras, una coraza de malla celtaque consistía en treinta mil anillas demetal, una espada hispaniense y unpilum. Gracias al tío Celtilo yo estabafamiliarizado con las armas máscorrientes del Mediterráneo, si bienquedé algo decepcionado. ¿Cómo podíadominar todo el Mediterráneo un puebloque ni siquiera era capaz de inventar suspropias armas y armaduras? Algunoslegionarios se apoyaban sobre altosescudos ovalados que estaban pintadosde colores.

—Atticen quaerat assibus sedecim

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—bromeó un legionario, lo cualsignificaba: «Áttica te lo hace pordieciséis ases.»

Al parecer, intercambiaban informesdel frente erótico. Entonces un hombresalió de la caseta de madera que habíajunto al puente y todos se pusieronfirmes de inmediato, como si sehubiesen tragado un pilum. Aquel tipoparecía un oficial; llevaba una coraza deinspiración griega, espinillerasplateadas y un yelmo etruscocorintioadornado con plumas. Me recordómuchísimo a una gallina acorazada;curiosamente, desprendía un intenso olora polen dulce. Me preguntó en latín qué

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estaba haciendo allí, y le respondí conamabilidad y en un latín fluido quebuscaba contactar con mercaderesromanos. Quedó a todas lucessorprendido de que yo supiera hablar sulengua, y también los otros legionariosme miraron perplejos. Por lo visto enRoma pensaban que los bárbaros sóloemitíamos gruñidos tales como«barbar». El oficial me dio a entender,haciendo un gesto con la mano quedesapareciera de nuevo por la otraorilla del río. Entonces saqué unoscuantos sestercios que estaba dispuestoa sacrificar por una visita a la provinciaromana y pregunté:

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—¿Puede decirme alguien dóndeestá el barrio de los mercaderes?

El oficial me quitó de la mano lasgrandes monedas de latón y señaló a laizquierda, río abajo.

—Allí encontrarás las hienas y losbuitres del Imperio romano.

¡El tipo de pronto hablaba celta! Abuen seguro llevaba un largo tiempoestacionado allí. Los legionarios seecharon a reír y nos dejaron pasar. Yoestaba de veras decepcionado, pueshabía imaginado soldados romanos másgrandes e imponentes; además eran deestatura más bien corta y, aunque no eranenanos, tal como aseguraban los

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germanos, sí eran considerablementemás bajos que los celtas. ¡Y encima esasarmas y armaduras que parecían deprestado! ¡Qué impropio! Aún medecepcionó más que fuera posiblesobornar a un oficial con unos cuantossestercios, algo que entre los celtasconstituía una afrenta que habríaacabado en un duelo a muerte. Ahorabien, ¿acaso no me había dicho Creto, elmercader de vinos, que en Roma eraposible comprar cualquier cosa?

* * *

El campamento de los mercaderesromanos se encontraba apartado de los

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barrios de viviendas y artesanos.Apenas daba crédito a mis ojos. Habíaesperado un pequeño mercado, y ante míse extendía una ciudad de tiendas eldoble de grande que el propio oppidum.¡Medio Mediterráneo se hallaba reunidoante las puertas de esa ciudad más bieninsignificante! Era increíble. Losmercaderes habían montado sus tiendaspor doquier, extendido sus productos ala vista de los posibles compradores:telas de colores, algodón en rama ohilado, cueros refinados, pieles yvellones, vestidos, túnicas, togas, paños,sudaderas para cabalgaduras, ribetes ycintos con herrajes, innumerables piezas

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de loza, ánforas de todos los tamaños ypara todos los usos, vajillas deCampania y, por supuesto, joyas de oro,plata, marfil y piedras preciosas comocornalinas, jaspes, crisopacios, ónices ysardónices. Yo no conocía todos losnombres, pero un mercader sirio que sellamaba Titiano y que llevaba el nombrede pila iraní de Mahes, me explicó conamabilidad los nombres y el uso de lasdiferentes piedras.

—Son rubíes, zafiros, turmalinas yesmeraldas, y estas de aquí son perlasde la India; aquello es marfil. Estecolmillo de marfil pesa más detrescientas librae y pertenece al

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Loxodonta africana, un animalgigantesco y gris que pesa tanto comoocho sementales juntos.

Miré a Mahes Titiano con ciertoescepticismo y palpé el colmillo.

—Conozco todas las historias deAníbal y sus elefantes, pero de eso yahace doscientos años. Por eso mepregunto si existen de veras esosanimales. Me refiero a si tú has vistoalguno.

—¡Desde luego! —exclamó el sirio—. ¡Son algo más que historias! Loselefantes no son sólo caballos gigantescon colmillos descomunales. Loselefantes son eso, elefantes, y es cierto

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que Aníbal atravesó los Alpes con esasbestias.

Wanda y yo no pudimos evitar larisa.

—¿Estabas tú allí? —preguntóWanda.

La miré con extrañeza. No lecorrespondía expresarse sinautorización previa para ello. Noobstante, desde que entráramos en laprovincia, de algún modo ya no secomportaba como una esclava.

—Creedme, todo lo que os explicoes cierto. El Loxodonta africana puedevivir hasta setenta años y se doma conmucha facilidad, igual que un caballo.

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—¿Crees —pregunté entre titubeos— que podría encargarte uno de esoselefantes?

—Si tienes suficiente oro, porsupuesto. Te lo podría entregar dentrode dos años nada más.

¿No era aquello maravilloso?¿Acaso no llevaba años soñando con laoportunidad de hablar con mercaderesde todo el mundo? Y estaba claro quecon el latín y el griego se llegaba acualquier parte.

—No sé —intenté zanjar la cuestión—. Si me comprara una bestia tangigantesca con colmillos de marfil,siempre andaría preocupado en que de

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noche no me robaran el marfil.—También puedo proporcionarte

papagayos, monos, jirafas orinocerontes. Los rinocerontes tambiénestán bien; son algo testarudos eirascibles, pero vuelven locos a losediles romanos. En las listas que meentregan con sus deseos para los juegossiempre hay algún rinoceronte.

Rechacé con la mano, le di lasgracias con educación y me fui conWanda al siguiente puesto. La verdad esque no tenía intención alguna de montarun circo ambulante. Los olores meempujaban hacia delante. Había unaroma en especial que me atraía de

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forma mágica, un aroma que yodesconocía: unos vapores blanquecinosascendían desde las estrechas aberturascirculares que se apreciaban en unrecipiente de bronce cerrado.

—Es incienso —informó un hombreque chapurreaba el griego.

El individuo gordo y bajito, de unoscuarenta y cinco años, salió de la tienday me miró a los ojos con franqueza ysimpatía. Llevaba un pañuelo blancoliado a la cabeza y apenas se le veía lacara, ya que la frondosa barba negracomo la pez le nacía casi en unos ojosgrandes y risueños que recordaban lasesmeraldas de la buena suerte.

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—¿Incienso? —repetí.—Sí —contestó riendo el oriental

—. Todos los hombres, ricos y pobrespor igual, necesitan estos granosmaravillosos. Te vendo un puñado porun as.

—Los celtas no necesitamosincienso.

—Oh —se le escapó al mercader, yde pronto pareció sentirse muyapesadumbrado—. ¿Y cómo veneráis avuestros dioses?

—No tenemos templos —dije riendo—. Nuestros dioses están por todaspartes: en las piedras, las aguas y losárboles.

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—Por favor, celta, dime tu nombre ysé mi huésped. Yo soy Niger Fabio, hijode liberto. Sé mi invitado y háblame detu pueblo.

Le dije mi nombre y le pedí permisopara amarrar los caballos en algún sitio.Después de eso me abrazó como a unviejo amigo. Al parecer se alegraba deque hubiera aceptado su invitación y,aunque en un primer momento mesorprendió un poco, su afabilidad eracontagiosa. Creo que cuando alguien sedirige a ti con afabilidad, no es posiblereaccionar más que del mismo modo.Niger Fabio dio dos palmadas y unesclavo salió de la tienda e hizo una

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profunda reverencia. El oriental señalóa nuestros caballos, y el esclavo seinclinó de nuevo y llevó a los animalesdetrás de la tienda. Lo seguí paracerciorarme de que los caballosestuvieran bien acomodados, y me quedéde piedra. También Wanda quedóperpleja. Nos encontramos ante algobastante extraño, más grande que micaballo y con un chichón bamboleantesobre el lomo.

—Es un dromedario —dijo NigerFabio entre risas—. Se trata de unanimal modesto y no les hará nada a tuscaballos.

Me explicó que en su hogar los

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dromedarios servían como bestias decarga, igual que nosotros empleábamosburros y mulas. Al parecer tenían allíuna curiosa tierra que el sol habíaabrasado por completo y, cuandoatraviesan esa tierra, a la que llamandesierto, van montados en esosdromedarios porque éstos puedenalmacenar tanta agua que no precisanbeber en algunas semanas.

—Eso es del todo imposible —observé, sonriente—, aunque se trata deuna historia bastante curiosa.

—No —exclamó Niger Fabio—. Escierto que los dromedarios puedenacumular agua, en la giba. Y cuando

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tienen sed, el agua fluye por su cuerpodesde ésta.

—Entonces deben de ser animalesdivinos —reflexioné—. ¿Se puedencomprar también estas ánforas de cuatropatas?

—¿Y qué vas a hacer tú con undromedario?

Me condujo un poco más allá, hastados caballos árabes de una belleza, unafuerza y una elegancia como yo jamássoñara: una yegua blanca y un sementalnegro como el cuervo. Me acerquédespacio a ellos y sólo un instantelevantaron las orejas y resoplaron porlos ollares. Les alargué la mano

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extendida y les di tiempo a que meolfatearan. La yegua se acercó y melamió la frente mientras me tiraba delpelo con el labio superior. Entones lehablé bajito y despacio mientras leacariciaba los ollares con suavidad.

—A Luna le gustas, Corisio. Hablasla lengua de los caballos.

A Wanda parecía gustarle elsemental, que frotaba la cabeza consuavidad sobre su hombro.

—Cuando quiero hacer negocios conalguien, le enseño mis caballos. Lunaenseguida me dice si una persona esbuena o mala —comentó riendo NigerFabio, y volvió a estrecharme de forma

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afectuosa.Al soltarme perdí el equilibrio, pero

Wanda saltó detrás de mí y me sostuvo.Niger Fabio pareció afligido.

—Dime, ¿cómo es que tienes unaspiernas tan débiles y tu equilibrio es tanprecario? A lo mejor tengo algunahierba que sirva para curarte.

—No —respondí con una sonrisa—.Las hierbas curan enfermedades, pero yono estoy enfermo. Nuestros dioses hanelegido mi cuerpo como morada y poreso necesito las piernas tan poco comonecesita el fresno una rueda.

—¿No serás druida? —Niger Fabiose estremeció un poco.

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—Sí —repliqué de formaespontánea a pesar de que no era cierto;aquello hubiera requerido demasiadasexplicaciones con exactitud.

Pero Wanda parecía ser de otraopinión y su mirada me hizo saber queme tenía por un pequeño embustero y unestafador miserable.

—Esta es mi esclava Wanda —dijeen tono seco, y la miré a la cara conimpertinencia. Sabía que a lo largo deldía me haría pagar por ello, aunque medaba lo mismo.

Niger Fabio nos llevó a una tiendade cuero custodiada por esclavos que sehallaba repleta de cajas de madera,

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toneles, sacos de tela y cestos trenzados.Me enseñó los más diversos granos deincienso, dándome a oler mirra ybálsamo, y me ofreció maderas dearomas peculiares: figuritas de sándalocon ojos de lapislázuli de un brillohiriente.

Después abrió fragantes bolsas decuero que contenían exóticas plantasaromáticas y destapó grandes cestos enlos que había retoños de diferentesarbustos.

—A los romanos les gusta usar lacanela para cocinar. La canela seobtiene de la corteza de un árbol. Estode aquí es azafrán, jengibre y cúrcuma

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fuerte; sirven para teñir la lana.Me puso en la mano una estatuilla de

bronce que representaba a un esclavoafricano desnudo y en cuclillas.

—Agítalo —me instó— y pon lamano debajo.

Al hacerlo, unos pequeños granosnegros cayeron en mi mano y alinclinarme a olerlos empecé aestornudar con fuerza.

—Es un pimentero. Ya he provisto atoda Roma de ellos.

Le di el pimentero a Wanda, que loexaminó con curiosidad. El esclavo encuclillas tenía pequeños agujeros en lasnalgas por los que caían los granos de

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pimienta. Jamás habría pensado que sele pudiera ocurrir a alguien fabricarnada semejante; por el contrario,nuestras calaveras vacías y recubiertasde pan de oro más bien eran objetos quecarecían de toda gracia. Apreciamos concuriosidad los aromas de la nuezmoscada, el comino, el clavo y otrasespecias. ¡Qué rica en impresionesdebía de ser la cocina de un romanoadinerado! En caso de que algún día mehospedara en Roma, pediría sin dudauna habitación situada sobre una cocinaromana.

Niger Fabio rompió el precinto deun recipiente de barro y nos dio a oler

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perfumes y aceites; uno de aquellosolores me recordó al oficial romano. Mesorprendió saber que se los aplicabanlas mujeres romanas porque, enrealidad, a mí me gustaba muchísimomás el olor de Wanda, que era unamezcla de sudor de caballo, pelo deperro mojado y hierba recién cortada.Como es evidente, eso me lo guardépara mí. Niger Fabio le aplicó a Wandaun poco de perfume con un tapón;resultaba asombroso que una sola gotadespidiera un aroma tan fuerte. Eloriental parecía querer dar alas anuestro asombro, que no tenía fin.

Igual que un mago, sacó un colorido

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pañuelo bordado de una gastada bolsade cuero marrón y me lo dio. El pañuelono era de lana ni de lino; era muy suave,y los dos relucientes caballos doradosno estaban pintados ni tampoco eran deoro. Yo estaba entusiasmado; jamáshabía tenido entre las manos un tejidoasí. Se lo di a Wanda, que se echó areír, admirada.

—Es seda, el tejido más valioso queexiste bajo el cielo. Los persas la usanincluso para sus insignias. Pero la sedaes cara, carísima. En la frontera delImperio romano pago por ella unosaranceles de un veinticinco por ciento.Sólo el incienso está libre de aranceles.

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—¿Estás ofendiendo al puebloromano y a su Senado, Niger Fabio?

Frente a nosotros apareció el oficialal que había sobornado en el puente.

Niger Fabio rió y abrazó al soldadoromano.

—Éste es Silvano —aclaró eloriental, sonriendo—. Sin él, losaranceles romanos me habrían arruinadohace tiempo.

Silvano rió a carcajadas. Le eraindiferente que todas las personas dealrededor se enterasen de su naturalezacorrupta y ésa era la mejor publicidadde todas. Los romanos no lo consideransoborno, sino tan sólo un impuesto que

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no se encuentra establecido en ningúnlugar.

—Y éste es mi amigo Corisio, undruida celta.

Silvano me miró de arriba abajocomo si yo fuese un dios de tres cabezasal tiempo que retrocedía un paso condesconfianza.

—Guárdate de este druida, Silvano.Dicen que pueden hechizar a losanimales y matar con versos sagrados.Por tu bien espero que no le hayassacado demasiados sestercios.

Silvano abrió enseguida su bolsa yme lanzó los sestercios casi conrepugnancia. ¿Acaso tenía miedo de un

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druida celta? Después estalló encarcajadas y bromeó con que, porsupuesto, a un amigo de Niger Fabio nole exigiría ni un solo as. No obstante,sus ojos, de un tono verde grisáceo,latían con miedo y le daban laapariencia de una rana enferma delcorazón. Para mí ése fue undescubrimiento interesante: lasuperstición de un romano, por lo visto,era tan fuerte que incluso un bárbarotullido podía imponer su voluntad a unoficial romano entrenado y armado.¡Siempre que fuera druida, por supuesto!

—Silvano —dijo Niger Fabioriendo—, apestas como una tienda

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repleta de concubinas. ¡Si una sola gotade perfume basta!

—Dame un poco más. A losoficiales les vuelve locos.

—Y yo que siempre pensé que loslegionarios romanos apestarían acebolla y ajo.

—¡Los legionarios, pero no losoficiales!

Niger Fabio nos invitó a comer en lagran tienda principal. Allí esperabantumbados sobre sofás tapizados unadocena de mercaderes, a los que no eradifícil identificar como ciudadanosromanos por sus togas que ordenaban aesclavas nubias que les trajeran vino,

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huevos cocidos y tortas de pansalpicadas de sésamo. Sólo uno de loshuéspedes estaba sentado en una silla, yno era romano. Vestía una túnica conrayas de colores bastante gruesa y demanga larga que le llegaba a los tobillosy lucía una barba desgreñada y unapelambrera que le otorgaba cierto airede soñador y filósofo. Hasta que no mesonrió afablemente, no lo reconocí: eraMahes Titiano, el mercader sirio connombre de pila iraní. Le sonreí uninstante y luego contemplé otra vez a losdos esclavos que asaban un cerdo en unahoguera frente a la tienda abierta. Unode los esclavos trabajaba con un gran

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pincel de crines blancas de caballo, queintroducía de forma ceremoniosa en unavasija de barro llena de salsa para luegountar la espalda de cerdo mientras elotro esclavo, también un nubio de pieloscura, daba vueltas a la carnevisiblemente satisfecho.

—¡Corisio! —oí que alguienllamaba.

Uno de los romanos se levantó de unsalto y de inmediato supe que ya habíaoído en algún sitio ese graznidodetestable. Pisón, espía de Luceyo,recaudador de deudas, provocador ycobista, se me acercó y a voz en gritohizo saber a la concurrencia que yo era

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un druida helvecio que dominaba todaslas lenguas del Mediterráneo. Está claroque era una exageración, pero porcortesía no quise contradecirlo en esepunto; en cuanto a mi procedencia, esoera otro tema.

—Soy de la tribu de los celtasrauracos —corregí—. Vivimos alládonde el Rin forma un recodo y separala región de los celtas de la de otrospueblos a los que llamáis germanos.

Un mercader que tenía la narizamorfa como un bulbo dijo que todo esodaba lo mismo, que los bárbarossiempre eran bárbaros. Los mercaderesque se agrupaban a su alrededor

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aplaudieron y Mahes Titiano replicósonriendo que resultaba sorprendentellamar bárbaro a un joven con semejantesabiduría. Se lo agradecí con un gesto yMahes Titiano me entregó entonces unamuleto de bronce con un ojo grabado.

—Esto te traerá suerte, mantieneapartado el mal.

—Pero no es un ojo celta —dije porlo bajo—, así que poca suerte me traerá.

Los mercaderes estallaron en risashuracanadas.

—Los amuletos de Judea no traenmás que mala suerte. Lo has adivinado,druida —dijo uno de ellos.

Los mercaderes ya habían bebido

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bastante del vino tinto generosamentedispensado y prorrumpían en una salvade risas ante cualquier tontería.

Mahes callaba. Parecía estarofendido.

—Barba non facit philosophum—«La barba no hace al filósofo», seburló Pisón.

Un esclavo me ofreció un vaso devino.

—Cécubo de Campania —señalóSilvano, sonriendo con aprobaciónmientras me guiñaba el ojo.

Yo nunca había bebido cécubo, unvino fuerte pero muy afrutado yagradable al paladar. El esclavo que

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estaba detrás de mí abrió otra ánfora yvertió el vino a través de un filtro dehilo en una caldera de bronce quesostenía un segundo esclavo. Después leañadieron agua. Niger Fabio era unanfitrión generoso. Entonces hizo quetrincharan el cerdo y lo cortaran enpequeños trozos, pues conocía los usosromanos. Para acompañar la carnetrajeron un grano amarillo y pocococido.

—Es oryza —dijo nuestro anfitrión—. En realidad es blanco, pero lococemos con azafrán. De ahí su coloramarillo.

—¿Quieres envenenarnos? —

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refunfuñó Silvano, al tiempo queolfateaba con escepticismo su plato dearroz.

Pisón lanzó una sonora risotada,demostrando así que era hombre demundo.

—En Oriente lo comen ya losoficiales romanos. Y afirman que losenfermos se curan más rápido con él.

—Pues en César encontrarás a uncomprador bien dispuesto —observóSilvano con una sonrisa irónica.

Los mercaderes rieron.—Si el precio es bueno —clamó el

hombre de la nariz con forma de bulbo—. ¡Pero los árabes sois todos unas

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sanguijuelas!—Entonces aciertas con César —

graznó Pisón con el índice levantado—.¡Duplica el precio y César es tucomprador! Para él sólo es bastantebueno lo que ningún otro se puedepermitir.

De nuevo rieron todos mientras losesclavos servían la salsa, que debía deser algo extraordinario porque a NigerFabio se le iluminaron los ojos mientrasexaminaba con atención a un huéspedtras otro. Aquello era lo máximo: unasalsa de vino con cebolla, ajo, canela,pimienta y laurel triturados en elmortero. Le dirigí una sonrisa

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aprobatoria al anfitrión mientras losdemás gemían de placer como toros encelo y ponían los ojos en blanco.Cualquiera habría dicho que se habíaabierto la época de apareamiento.

No obstante, Niger Fabio no era sóloun anfitrión excepcional, sino también unexperto hombre de negocios. Les hizo alos esclavos una señal para quesirvieran más vino y enarboló entoncesu n vexillum romano de seda roja. Elvexillum era la insignia del manípulo,unidad del ejército romano; consistía enuna lanza con hojas de laurel en elextremo y un travesaño de madera bajoel laurel del que colgaba una tela

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rectangular de seda roja dondeaparecían bordados un toro dorado y ellema LEG X. Por lo visto, la legióndécima había sido fundada bajo el signozodiacal de Tauro y gozaba de laprotección de Júpiter, a quien losromanos sacrifican toros. En el bordeinferior de la seda había cosido unribete de flecos, y de los extremos deltravesaño colgaban tiras de cuero conherrajes de bronce. Los huéspedesenmudecieron mientras contemplabancon reverencia el vexillum de la legióndécima que un mercader orientalsostenía en sus manos. Silvano selevantó y comprobó la suspensión del

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travesaño con ojos expertos; despuésacarició la seda y miró desconcertado aNiger Fabio.

—Seda —susurró éste—. Cuandobrilla el sol se ve a gran distancia einfunde temor, pues en la lejanía pareceun sol que se acerca rodando.

Silvano callaba, turbado, como siestuviera delante del representante deuna civilización superior.

—César te pagará una fortuna porella —dijo un mercader que hastaentonces se había mantenido en unsegundo plano. Se llamaba C. Fufio Citay era un empresario particular queseguía a las legiones romanas y les

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suministraba cereales. Su aspecto eratranquilo, casi majestuoso; ya me habíafijado en que apenas sonreía cuando losdemás se desternillaban.

—César está arruinado —Pisónesbozó una sonrisa—. Necesita nuevoscréditos sólo para hacer frente a losplazos de los intereses.

—¿Acaso le ha impedido esoregalarle a su querida Servilla una perlavalorada en seis millones de sestercios?—intervino el mercader de la nariz—.¡Seis millones por un par de noches! Esinaudito. En mi opinión, ese hombre estáloco. Se lo juega todo a una sola baza:todo o nada.

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—¿Qué creéis vosotros? —preguntóMahes Titiano—. ¿A los legionarios deCésar les interesan también losamuletos?

Los mercaderes romanos se rieron ypidieron más vino.

—Si César cruza hasta Britania parasaquear las minas de estaño —prosiguióTitiano—, sus legionarios necesitaránalgo que los proteja de la tormenta. —Le dio un amuleto a Pisón—: Apenascuesta nada y te protege de algunospeligros.

—¡No quiero saber nada de tusdemonios! —exclamó Pisón al tiempoque le lanzaba a Mahes la plaquita de

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bronce con el estilizado ojo grabado.—¡Mi Dios es bondadoso! —replicó

Mahes—. Si lo compras, te salvaráscuando el mundo se haga pedazos.

—Pero está claro que no ha podidocontra Pompeyo. ¡Judea está en manosde Roma y Jerusalén ha caído!

Pisón y los demás rieron con ganas ybrindaron.

—Verás, Corisio —comenzó Pisón—, en Judea sólo pululan profetas,curanderos milagrosos, exorcistas,redentores, hijos de Dios y demásmesías, y fanáticos religiosos a los quese venera como salvadores ylibertadores. Hace cien años que

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predican el fin del mundo. Pompeyo yaha hecho crucificar en Judea a uncentenar de esos locos, ¡pero crecencomo la mala hierba! Te los encuentraspor todas las esquinas. Sus preceptos depureza y alimentación son un tormento, yse toman la libertad de perdonarles laculpa a los delincuentes sin tribunales,templos, sacerdotes ni sacrificiosexpiatorios. ¡Es la blasfemia divinacentuplicada! Pero lo más desquiciadode todo es que sólo tienen un Dios.

Pisón y los otros romanos sedesternillaban de risa. Una religión quesólo conocía un dios era sin duda lamayor estupidez que se le podía ocurrir

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a nadie; si uno estaba a malas con undios, siempre le quedaba el recurso dedirigirse a otro.

—¿Cómo pretendéis opinar sobre undios si ni siquiera conocéis la diferenciaentre celtas y germanos? No sois másque un hatajo de romanos borrachos —protestó Malíes.

Los romanos ya no aguantaban más yordenaron a los callados esclavosnubios que tenían detrás que volvieran allenarles los vasos de vino. Silvano seenjugó las lágrimas de los ojos mientrasahogaba sus risas.

—Dinos, Mahes Titiano, ¿cuál denuestros dioses se corresponde más con

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tu único dios? Júpiter o…—¡Nuestro Dios es el más grande y

el único Dios verdadero! —exclamó elsirio, furioso.

—¿Y cómo es que no te ayuda avender tus amuletos? —inquirió Pisónsin dejar de reír mientras se dabapalmadas en los muslos—. Tendrías quehacerle un sacrificio a Mercurio. ¡Él síque te ayudaría!

—Dejad que termine de hablar —dijo C. Fufio Cita en un tono mástranquilo, y se volvió con interés haciaMahes Titiano—: El Mercurio romanose corresponde con el Hermes griego, elThus celta y el Wotan germano; quizá

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sea siempre el mismo dios que sólorecibe otro nombre en cada uno de lospueblos, pero tu dios…

—Su dios del apocalipsis… —bramó uno y todos rieron, haciendoimposible una conversación sensata.

—Mahes Titiano —mascullóSilvano—, si tu palabrería no fuese tandivertida, ya hace tiempo que tehabríamos sazonado para venderte a losbárbaros como un cerdo romano.

—¡Tiene razón! —exclamó unmercader que se llamaba Ventidio Basoy que hacía negocio con molinillos demano y carretas—. Los romanostoleramos a cientos de dioses y no

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hacemos distinción entre los propios ylos ajenos, pero cuando llega uno yafirma que existe un solo dios, ¡estáofendiendo a todos los nuestros! ¡Y poreso algún día acabarás en la cruz comoun delincuente cualquiera!

Ventidio Baso recibió una sonoraovación. La mayoría de los presentesestaban ya tan borrachos queprorrumpían en estruendosas carcajadaspor cualquier tontería, y sus discursoseran igualmente groseros. En la miradade Niger Fabio leí que aunque soportabala compañía de los romanos,despreciaba la vida disoluta quellevaban.

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Otro romano entró en la tienda.Apenas pude creerlo. ¡Era Creto, elmercader de vinos, con su perra Atenea!¡Vaya sorpresa! Vociferó mi nombrecomo si tuvieran que oírlo hasta enMassilia y me abrazó con cariño, sinduda pensando que abrazaba unapequeña parte del tío Celtilo. Yo mesentí de veras feliz de tener a Cretoentre mis brazos. ¡Massilia seencontraba ya a sólo dos pasos y estabaen verdad orgulloso de que me hubieseencontrado en medio de todos esosmercaderes. ¡Ya no era el pequeñorauraco que esperaba sentado bajo elroble!

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—Me parece que te tienes en pie conmás seguridad, Corisio.

Eso me lo decía siempre que nosencontrábamos, no sé si sólo con laintención de darme ánimos. Creto seagachó hacia Lucía y le acarició lacabeza; Atenea la olfateó y gimió unpoco. Era la madre de Lucía y, aunqueel morro se le había vuelto gris,enseguida reconoció a Lucía como supequeña. Miró a su dueño enfadada yempezó a emitir unos sonidos extraños.Creo que las personas nunca llegaremosa entender lo que les hacemos a losanimales.

—Has crecido, Corisio. ¿Está tu tío

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aquí también?Vacilé, y a Creto eso le bastó para

comprenderlo todo. Volvió aestrecharme entre sus brazos y murmuróalgo que a buen seguro iba dirigido a susdioses. Después saludó a losmercaderes romanos. Sabía el nombrede la mayoría, y tampoco Pisón le eradesconocido.

—Creto, he descubierto algo nuevopara ti. En la fonda del sirio Éfesotrabaja una tal Julia que tiene el culitomás firme…

Algunos vocearon: «¡Julia!», yalzaron sus vasos. Cuando los romanoslograron ponerse al fin de acuerdo sobre

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el trasero presuntamente maravilloso deJulia, pregunté a la concurrencia por quése habían reunido allí tantos mercaderes.¿Acaso se celebraba mercado conregularidad? Las risas atronadoras sedesataron a modo de respuesta. Silvanovomitó en el suelo a causa de lascarcajadas, lo cual animó aún más alresto.

—Aquí no se celebra ningúnmercado, sino una guerra —rió Pisón altiempo que se enjugaba las lágrimas.

—¿Se han alzado los alóbrogescontra Roma? —pregunté, confuso.

Prorrumpieron en nuevas risas,aunque pronto volvieron a sosegarse.

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Parecían tenerme lástima. Mahes Titianome dirigió una mirada seria.

—En Roma corre el rumor de quelos helvecios quieren atacar la provinciaromana.

—¡Eso es mentira! —exclamé—.Somos un pueblo que emigra y no unejército en campaña militar. Noqueremos invadir la provincia romana,sólo cruzarla para ir hacia el oeste, alAtlántico. Los santonos nos han cedidotierras fértiles.

Pisón me miró con indulgencia. Locierto es que me tenía lástima; alparecer había algo que yo nocomprendía.

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—Corisio, los celtas sois el pueblodel oro. Mientras que los demás pueblosse ven obligados a matarse trabajandoen las minas por meras motas de polvo,vosotros encontráis sacos de polvo deoro en los ríos.

—No veo la conexión —mentí.El mercader de nariz bulbosa rió con

ganas y vociferó:—¿Estáis emigrando? ¿El pueblo del

oro emigra? ¡Lleváis encima todasvuestras posesiones, todo vuestro oro!,¿y no entiendes la conexión?

—Es como si Julia se paseara anteCésar contoneándose —agregó Silvano.

Pisón esbozó una sonrisa.

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—Para Cayo Julio César no haymejor oportunidad de conseguir oro. Notiene que sitiar ninguna ciudad ni formarningún ejército: se limita a atacar a unpueblo que emigra con mujeres y niños ycarretas de bueyes y todo su oro.

—Así es, celta —intervino C. FufioCita—. Dicen que la caravana llega yadesde la frontera germana hasta aquí.Más de cincuenta millas. Es como unpaseo; un fin de semana en Capri.

Pisón se hizo servir más cécubodiluido y se reclinó, cansado. De tantovino tenía los ojos vidriosos ypequeños. Yo estaba algo molesto, puesno había pensado en esa posibilidad.

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¿Entonces Roma no era amiga delpueblo celta? ¿No se lo había aseguradoa Divicón repetidas veces el druida ypríncipe eduo Diviciaco?

—No se lo tomes a mal a César —murmuró Pisón—. No es nada personal.No tiene nada en vuestra contra, peroestá endeudado.

De nuevo rieron todos, inclusoWanda, Mahes Titiano y Niger Fabio, elcual parecía sentir lástima de mí. Cretoadoptó una postura intermedia: reía conreserva las bromas, pero paraba encuanto nuestras miradas se cruzaban.

—César vuelve a deber ya más detreinta millones. Por eso habrá guerra.

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—Pues entonces no atravesaremos laprovincia romana —repliqué, obstinado.

—Lo siento, druida —contestó Pisón—. Pero César seguiría a un puebloindefenso hasta el fin del mundo parahacerse con ese oro. Como ya he dicho,no lucha contra vosotros. Lucha contrasus deudas.

El mercader de la nariz imposible,que me era tan antipático que pordespecho ni tenía intención de recordarsu nombre, preguntó si era verdad quelos celtas hundiríamos en nuestros ríos ylagos toneladas de oro. Guardé silencio,furioso como estaba.

—Recogéis el polvo de oro del

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arroyo, lo fundís y hacéis lingotes, lotrabajáis para realizar joyas y luegovolvéis a tirarlo al arroyo. —Elmercader se interrumpió un instante paradejar que los demás romanos rieran aplacer y luego prosiguió—: He oído queincluso sacrificáis el botín de guerra alos dioses del agua: cada caballo, cadaespada, cada sestercio.

En efecto, así era. Al fin y al cabo,luchamos por el honor y no por unimperio. Seguí callado mientras todospermanecían sentados a mi alrededorcomo auténticos buitres y hienas.

—¿Es cierto que sólo los druidassaben qué ríos son sagrados?

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Pensé febrilmente cómo iba a salirde ésa.

Pisón se raspó los restos de comidade entre los dientes.

—Pero, todo ese oro y esa plata, lasjoyas y las armas, se quedan allí, en elfondo de los lagos. Y si habéis utilizadoesos lagos como lugares de culto desdetiempos inmemoriales, ahí tiene quehaber riquezas inimaginables.

El tipo de la nariz con forma debulbo se me quedó mirando y comentóque, sobre esa base, podíamos hacerverdaderos negocios. ¿Se me podíacontratar como guía? Él era empresarioprivado, chatarrero y trapero, y tenía

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licencia del ejército romano paralimpiar los campos de batalla; pero esode pescar en los ríos celtas aún ledivertiría más.

Todos me observaron llenos deexpectación mientras los miraba uno auno antes de decidir mi respuesta.

—¡Romanos! En nuestros lagos noencontraréis sólo oro, sino tambiénestandartes e insignias romanos, espadasy cotas de malla y alguna que otra águilaromana.

Al oír la palabra «águila» todos seestremecieron, pues perderla seconsideraba la mayor deshonra enRoma. Incluso Pisón parecía haber

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recobrado la sobriedad por un momento;me sentí orgulloso del efecto de mispalabras y proseguí de inmediato:

—Los celtas no luchamos paraenriquecernos…

—Eso es cierto —me interrumpióSilvano—. A los celtas de nuestrastropas auxiliares es casi imposiblehacerles aprender disciplina. Se dedicana la lucha como los griegos allanzamiento de disco, pensando sólo enuna cosa: recoger cabezas. Victoria oderrota, eso les da absolutamente igual.

También lo que decía Silvano ledaba igual a la mayoría. Ellos queríansaber más sobre el oro.

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—Si los dioses nos regalan lavictoria —continué—, el botín lescorresponde a ellos. Se lo debemos alos dioses. Pero para que a ningúngusano infame se le ocurra saquearnuestros lugares sagrados, destruimoslos objetos antes de tirarlos al agua.

El tipo de la nariz bulbosa sacudióenojado la cabeza.

—Sé un poco sensato, celta, ¿a quiénle sirve todo ese oro en el fondo de loslagos y los ríos?

—¡Pertenece a los dioses! Lotrabajamos y luego les devolvemos lamayor parte.

—¡Basta ya! A mí me gustaría

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rescatarlo y volver a fundirlo, pero porsupuesto, habría que saber dónde estánesos ríos y estanques sagrados.

El discurso encontró una ampliaaprobación entre los presentes, y denuevo todas las miradas se dirigieron amí. También Wanda me observaba comosi quisiera decirme: «¡Mira lo queocurre cuando se hace pasar uno pordruida!»

—El que intenta hacerse con lo quees de los dioses encuentra la muerte. Yno una muerte fácil, sino la másdolorosa que pueda imaginarse —sentencié con una voz tenue, profética.

Los mercaderes callaron. Enfadado,

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el chatarrero agarró un trozo de carne yordenó que le llenaran el vaso. Pisón sepuso a conversar en privado con C.Fufio Cita, el proveedor de cerealespersonal de César, mientras Silvano sevolvía hacia Ventidio Basointeresándose por el precio de losmolinillos. Me alegré de que ladiscusión sobre el oro hubieseterminado por el momento, aunque nome hice ilusiones. El tema del oro nuncase zanja. El oro que se ha robado unavez, volverá a ser robado.

Me senté junto a Creto.—¿Vas de camino al norte o de

regreso a Massilia? —Al pronunciar

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«Massilia» me tembló la voz, ya quejamás había estado tan cerca de mi meta.

Creto sonrió, pues conocía missueños.

—Lo siento, Corisio, me dirijo alnorte. Voy a hacer negocios conAriovisto. Después regresaré a Massiliacruzando la Galia.

—Es su último viaje por la Galia —se burló el tipo de la nariz abultada—,porque cuando César la conquiste ya nonecesitaremos a los griegos de Massilia.Roma se hará entonces con las rutascomerciales que van al norte y a la islabritana del estaño.

—¿Alguna vez has visto a un

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germano? —interpeló Creto—. ¡Osprofetizo que daréis saltos comomujercitas chillonas! ¿Cierto, Corisio?

La tertulia se había vuelto algo mástranquila. Todas las miradas recayeronsobre Wanda; la escrutaban como a unares en el mercado. La muchacha resistiósus miradas, orgullosa y burlona, y alpoco dijo:

—Así hablan las gallinas cuandoconversan sobre el lobo.

Mahes Titiano estalló en carcajadasmientras Pisón sonreía, sardónico, y eltipo de la nariz abultada secongestionaba.

De improviso, un centurión romano

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irrumpió en la tienda:—¡La vanguardia de César está

aquí! —exclamó.Silvano saltó al instante y salió

corriendo. También el chatarrero cuyonombre yo no quería recordar seapresuró a marchar, por suerte,llevándose consigo a los mercaderesque no habían cesado de aclamar susdiscursos a voz en grito. Sólo C. FufioCita dio las gracias amablemente alanfitrión por su hospitalidad antes dedejarnos.

Pisón se hizo servir más vino yluego se sentó junto a mí con un gestocondescendiente.

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—Ya ves, Corisio, éstos son lashienas de Roma —sentenció así algoque yo había oído ya en alguna parte—.Estos mercaderes siguen a loslegionarios romanos como los coyotes alos nómadas, proporcionándoles todocuanto necesitan. Luego les compran elbotín que saquean con permiso de César;y si éste vence a los helvecios y losesclaviza, sus soldados podrán quedarsecon unos cien mil esclavos. ¿Y quéharán con ellos? Los mercaderes se loscomprarán y los llevarán a Roma consus ejércitos privados. —Le sonrió aWanda—. Con las mujeres el asunto esalgo más complicado. En cualquier

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caso, para un mercader no hay mejornegocio que seguir a un ejército romano.Los mercaderes son tan importantescomo las rameras que encontrarás en laperiferia del campamento. Por cierto,Alexia es la mejor, aún mejor que Julia.Dile que te envío yo y te lo hará gratis.

Pisón intentó levantarse. Despuésdel segundo intento, incluso lo logró.Buscó la salida tambaleándose como unguerrero aturdido y mientras les dabauna ruidosa salida a sus ventosidades, seabrió camino por el suelo de la tienda,que estaba repleto de huesos, raspas depescado, tallos de vid, hojas de lechugay otras sobras. ¡Un auténtico festín para

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Lucía!Creto se hizo servir vino otra vez y

tomó un trozo de carne.—No lo interpretes como algo

personal, Corisio, los negocios son losnegocios. Si quieres, te llevo a Massiliaa la vuelta. Sabes escribir y leer ydominas muchas lenguas, eres inteligentey sabes contar; me vendría bien alguiencomo tú. Ni siquiera los cultos esclavosgriegos podrían igualarte.

Volvió a mirar a Lucía y sacudió unpoco la cabeza, como si no lograracomprender que alguien pudieseencontrar bonito un perro con manchasde tres colores. Ahora que Massilia

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estaba a mi alcance, volvía a estarindeciso. Miré a Wanda algodesamparado, y ella sonrió y mostró susbellos dientes. Creto interpretó misdudas como falta de interés.

—Corisio, si demuestras tu valía, delo cual no dudo un instante, meencargaría incluso de que te hicieranciudadano de Massilia.

—¿Ciudadano de Massilia? —Lelancé una escéptica mirada de reojo.

—Sí —dijo Creto—, comociudadano de Massilia puedes ir a verlos juegos de Roma y sentarte en lospalcos que tienen reservados lossenadores romanos. ¿Comprendes lo que

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significa llegar a ser ciudadano deMassilia? Cierto es que carecemos degrandes ejércitos, pero comocomerciantes, en Roma nos respetan,además de temernos.

—¿Cuánto tiempo te retendrán tusnegocios con Ariovisto?

—Medio año. Quédate ese tiempoen Genava con tu esclava. ¿Tienessuficiente dinero?

—Sí —respondí, orgulloso—. Conlo que tengo podría vivir incluso dosaños en Roma.

Me puso la mano en el hombro ybuscó palabras. Al fin dijo:

—Si te aburres en Genava, también

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puedes pedir un empleo en el ejército deCésar. Si estás al servicio de César,siempre sabré dónde te encuentras y terecogeré cuando vuelva del norte.

Era obvio que Creto lo veía tododesde la perspectiva del mercader. Nodividía el mundo en celtas y romanos,sino en mercados interesantes y menosinteresantes.

—Venga, Corisio, no deberíasperderte la llegada de César. Asíentenderás mejor muchas cosas. Losceltas no podéis detener a César, estáisdemasiado reñidos. Pero Massilia sípodría.

Alzó las cejas de modo significativo

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y sus ojos lanzaron una miradamisteriosa mientras sonreía como undios omnisciente. Le devolví la sonrisa,a pesar de que no comprendía enabsoluto sus insinuaciones. Ordenamos alos esclavos que nos trajeran palanganasde agua para lavarnos las manos y porfin salimos de la tienda.

Cabalgamos juntos hasta la puertasur del oppidum alóbroge, en la quecientos de personas flanqueaban ya lacalle principal. Los legionarios romanosy las tropas auxiliares empujaban haciaatrás a los curiosos con sus lanzas yescudos, y mantenían la calle despejada.

Primero atravesaron la puerta sur los

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emisarios alóbroges, una tropa auxiliarmontada que estaba compuesta en sumayoría por autóctonos. Poco despuésentraron cohortes de la legión décima;no llevaban los escudos como erahabitual durante la marcha, resguardadosen cuero y amarrados a la espalda, sinoalzados. Era una legión preparada parala lucha. Al parecer César quería estarbien armado para cualquiereventualidad, y los alóbroges teníanfama de volubles y sediciosos. Lascoligas con suela de clavos de loslegionarios y el roce de cientos departes metálicas producían un sonidoextraño, más bien amenazador. Los

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legionarios debían de haber llegado amarchas forzadas y, sin embargo, noparecían sentirse afectados por el granesfuerzo. Estaban acostumbrados a lasfatigas y la disciplina; les pagaban porello. Marchaban a un paso regular, decuatro en fondo. Los escudos ovaladosestaban un poco abombados hacia dentroy les cubrían desde la barbilla hasta lostobillos, pero a diferencia de los quellevaban los aduaneros éstos se hallabanpintados de rojo. Para los celtas el rojoes el color del otro mundo, del ocaso, dela perdición, de la sangre, del podertotalitario. Los hombres de la legióndécima no podían compararse con las

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figuras apáticas que me habíaencontrado en el puente del Ródano.Ellos eran hombres acostumbrados aaceptar enormes esfuerzos físicos sinuna sola queja, a obedecer sincondiciones a su general. Eran loshombres de César, no legionarios deRoma. César les había prometido ricosbotines, guardando silencio sobre laprocedencia de éstos.

—¡Ave, César! —De súbitoestallaron gritos entusiastas fuera deloppidum—: ¡Ave, César!

Vi a un hombre que entraba por lapuerta sur montando con orgullo uncaballo blanco. Llevaba una coraza

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ornamentada con bellos motivos y sobrelos hombros le caía una capa roja.Estaba flanqueado a izquierda y derechapor tropas auxiliares a caballo y leseguían los oficiales, legados, tribunos yprefectos. No obstante, yo sólo teníaojos para el hombre del caballo blanco.Me habría gustado decir que parecía unarata atiborrada, pero no habría sidocierto. Cayo Julio César era unaaparición que, en cierto sentido, podíamedirse con nuestro glorioso Divicón.También éste personificaba la intrepidezy la temeridad de los celtas, también sepresentaba como un poder de lanaturaleza al que nada podía contener.

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Sin embargo, a diferencia de Divicón,César no llevaba la ferocidad, la sed delibertad y la temeridad en la mirada; ensus rasgos adiviné la falta de escrúpulosde un cínico frío y calculador. Era flacoy blanquecino, y observaba a laspersonas con desprecio y frialdad, perotambién mostraba esa sonrisa tranquila,el rictus burlón propio de los vividoresy los hombres viscerales carentes deescrúpulos. Mientras que el tácticoinsidioso gana, el valiente muere por suvalor. César no era celta, sino romanode los pies a la cabeza y ambiciosohasta la muerte: antes morir que quedarsegundo.

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—¡Ave, César! —exclamaron denuevo sus legionarios alzando el brazoderecho hacia el cielo.

César contestó con una sonrisa,como si acabara de maquinar un planespecialmente pérfido.

Ya había visto bastante. Tenía queregresar con mi gente, a la otra orilla delRódano. No obstante, antes queríacomprarle a Niger Fabio el maravillosopañuelo de seda con los dos caballosbordados. Quién sabe si volvería a pisarjamás una provincia romana. Cierto esque me había pasado todos esos añossoñando con ir a Massilia y ver Romaalgún día, pero se me habían quitado las

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ganas. Los sueños son extraños a veces:te confieren un poder inmenso y muevesmontañas para acercarte a ellos un pocomás, y cuando están al alcance de lamano, entonces les vuelves la espaldadecepcionado. Me sentía confuso. ¿Aqué jugaban los dioses conmigo?

Me despedí de Creto y le dije quedeseaba meditar su oferta un par denoches más. Creto se mostrócomprensivo.

—Tómate tu tiempo, Corisio. Aúnestaré diez días más aquí. Tengo quedescubrir qué tiene previsto César.

* * *

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Niger Fabio se alegró mucho devolver a verme. Quería agasajarme deinmediato, pero le dije que tenía muchaprisa. Me ofreció el pañuelo por dosdenarios de plata y al final me lo vendiópor uno; de ello aprendí que, porprincipio, nunca hay que pagar más de lamitad. Niger Fabio me abrazó concariño e insistió en que siempre seríabienvenido.

Cabalgué hasta el puente con Wandamientras pensaba en mi llegada aGenava con cierta melancolía. Me habíasentido tan alegre y, de repente, con lallegada de César unos nubarrones negroscubrieron el cielo. Todo lo que había

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oído de él hasta el momento se volvíaahora de pronto real y palpable y, sobretodo, amenazador.

El camino hacia el puente estababloqueado por cientos de legionarios. Ala orden de sus centuriones, lossoldados se quitaron la cota de malla yasieron la herramienta que al parecertodos llevaban. Eran tan numerosos queyo no alcanzaba a ver el río. Sólo seescuchaba el martilleo de loscarpinteros, las pesadas sierras de loszapadores y el crujido de los tablonesde madera bajo los impetuosos hachazosque propinaban los legionarios. Bajé acaballo hasta la orilla, lejos de la zona

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de aduana. Apenas podía dar crédito alo que vieron mis ojos: estabanderribando el puente. ¡César había dadola orden! ¿Quería con ello sólo impedirque entrásemos en su provincia, opretendía provocarnos? Al otro lado delrío había bastante jaleo. El estado deánimo en el campamento celta debía deser lamentable; hacía días que andaríansentados por ahí, aburridos, seguramenteacabándose ya los últimos toneles devino romano, que en realidad deberíanhaber alcanzado hasta la costa. Algunosalborotadores vociferaban que iban acruzar a nado y recolectarían cabezas delegionario; sin duda alguna se requeriría

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el poder y la autoridad de todos lospríncipes y druidas celtas para disuadira esos impetuosos de sus propósitos,puesto que aunque los príncipesacordaran la paz, solía tolerarse que losjóvenes se divirtieran con la cazanocturna de cabezas. En esta ocasión, noobstante, nadie quería servirle a Césarel menor pretexto.

Wanda y yo, empero, abandonamosGenava con el propósito de ver si habíaalguna posibilidad de cruzar el Ródanomás adelante.

No obstante, lo que nos esperabafuera del oppidum sobrepasó de nuevotoda mi capacidad imaginativa: la legión

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décima de César levantaba en campoabierto y con una rapidez pasmosa uncampamento militar de más o menosmedia milla por media milla.

—¡Corisio!Vi a Creto sobre una pequeña colina

junto con algunos de sus libertos, todosellos antiguos esclavos griegos,contemplando el trabajo de loslegionarios. Nos sentamos con él.

—Presta mucha atención —dijo—.Un campamento de legionarios romanoses como un juguete que los dioses dejancaer en el campo. Todos se erigen segúnel mismo esquema. No importa cuántashoras hayan marchado, al final del día se

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sacan un campamento de la manga de latúnica.

Creto me explicó con buenadisposición las particularidades de uncampamento militar mientras yoreflexionaba acerca de cómo un hatajode celtas indisciplinados podría vencera un ejército capaz de realizar semejanteobra.

Al cabo de pocas horas, elcampamento militar romano superaba acualquier oppidum celta en inteligenciade planificación y capacidad defensiva.Apenas podía creerlo. Esa legióndécima llevaba días marchando y enpocas horas había levantado como por

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ensalmo una auténtica ciudad en mitadde la nada. Mejor no pensar quésucedería cuando esos hombrescambiaran la zapa por el gladius. Jamásme había sentido tan pequeño, taninsignificante e impotente.

Creto parecía afligido, con la miradataciturna y melancólica.

—Corisio, todo lo que explican escierto. César no habla más que de laGalia aurífera. A los legionarios el oroles interesa casi más que las muchachas.—Al cabo de un rato añadió deimproviso—: Debería abrir una filial enla Galia para abastecer a los legionariosde los productos de su tierra. ¿Pero

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dónde, Corisio, en qué lugar levantaráCésar en otoño el campamento deinvierno?

Por lo visto no era la guerra lo queafligía a Creto; sólo tenía miedo de queun negocio se le escapara de las manos.Sonrió con astucia.

—Necesito a alguien al servicio deCésar que me tenga informado de todoslos movimientos de las tropas. Alguienque entable contacto con los artesanoslocales y que me envíe listas de susproductos. También debería saber québienes escasean y tienen mucha demandaen cada región. Debería conocer losprecios que se pagan por los bienes

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autóctonos y los precios que se pagaríanpor mercancías de importación.

Yo no lograba entender a Creto:César estaba organizando una guerraprivada en la región celta que llamabaGalia y él sólo pensaba en cómo iba aganar dinero con ello. ¿Qué me sucedía?Creto pareció adivinarme elpensamiento. Me tocó la rodilla eintentó convencerme con apremio:

—Corisio, yo no soy general, soyCreto, el mercader de vinos de Massilia.No tengo ejércitos. No puedo evitar queCésar haga nada que su ambición o susdeudas le obliguen a hacer. Tan sólopuedo intentar sacar provecho de ello.

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No es posible contener una tormenta quearrasa la tierra, Corisio, sólo cabeintentar sobrevivir a ella.

Bien, a lo largo de los años cadacual se busca un modo de justificar susactos, así que sonreí al mercader engesto condescendiente. Por lo menoshabía tenido suficiente tacto para darsecuenta de mi dilema y comprenderlo.Acordamos volver a hablar al respectoen los días siguientes. Lucía no le teníaespecial aprecio; sólo tenía ojos paraAtenea, su vieja madre.

Wanda y yo cabalgamos un rato másRódano abajo, pero como ya oscurecíadecidimos volver a intentarlo el día

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siguiente. De todos modos empezaba adudar que en algún punto quedara unpaso libre de la presencia delegionarios.

De regreso al campamento de losmercaderes pasamos por delante delpuente derrumbado del Ródano; allíhabía arqueros alóbroges y cretenses,honderos baleares y legionariosromanos por doquier. Saltaba a la vistaque los alóbroges cumplían con sudeber, pero que los romanos no lesgustaban demasiado, y que los romanosdesconfiaban con razón de los alóbrogessometidos. A ningún general sensato sele habría ocurrido pasar la noche en un

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oppidum alóbroge, pues eran famosospor sus alzamientos improvisados.

En el centro del río aún sobresalíanlos postes que se hallaban fijadosverticalmente en el cauce; todos lostablones y jabalcones ya se habíanretirado. Tablón a tablón, las últimastropas romanas de zapadoresretrocedían hacia su propia orilla, dondeuna considerable cantidad delegionarios dispuestos en fila, muyjuntos, se alzaban como una empalizadade carne y hueso.

* * *

Pasamos la noche en la tienda de

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Niger Fabio, que explicó más acerca deJudea, del país y de sus gentes, así comodel dios de Mahes Titiano. Para celtas,germanos, romanos y griegos un solodios era más o menos tan atractivo comola idea de pasarse la vida alimentándosede mijo sin condimentar y mulsumespesado.

—Verás, Niger Fabio, nuestrosdioses viven en la naturaleza, en lagos,ríos, sotos, ciénagas, en los árboles ylos bosques, en los negros manantiales yen las piedras. Tenemos montones dedioses. Cada cual elige aquel con el quemejor se lleva, pues cada deidad esdistinta y tiene sus ventajas e

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inconvenientes. A un dios le gusta beber,al otro montar a caballo, uno nos protegeen la guerra mientras que el otro nosjuega malas pasadas. Pero esa idea deMahes de un solo dios… —Sacudí lacabeza.

—De hecho es una religión muycuriosa. —Niger Fabio sonrió—.Mientras que los demás pueblos queconozco permiten conservar sus dioses alas tribus sometidas, los adeptos de estaextraña religión se empeñan en que nohay más que un dios. Imagina que ésafuese la religión de los romanos: ¡Elmundo entero estaría ya reducido acenizas!

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—Sí —lo secundé—. ¡Se puedederrotar a un pueblo, pero no se ledeben arrebatar sus dioses!

Niger Fabio le hizo una señal a suesclavo. Ahora que no había ningúnromano bajo el techo de su tienda,bebíamos un vino aún mejor: falerno.Me importan poco las marcas y etiquetasde papiro, pero quien ha probadofalerno sabe lo malos que son los vinosaguados que ha bebido hasta entonces ya los que ha sobrevivido. Incluso meatrevo a decir que probablemente elfalerno sea el culpable de que no mehiciera druida. Lo digo con totalseriedad: saberse de memoria dos mil

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versos sagrados está muy bien… pero elfalerno es mejor.

En el transcurso de la velada se nosunió Creto. Para su protección habíatraído consigo a un mercenario, al cualhizo esperar fuera de la tienda.

—Deberías hacerte traficante deesclavos, Corisio —refunfuñó Cretomientras se sentaba y agradecía el vasoque le daba el esclavo—. Al menosellos pueden ir solos hasta Roma. Lasánforas no tienen piernas.

—Sin embargo las ánforas no tienenrostros tristes —repliqué al tiempo quepedía otro vaso de falerno—. En la vidame haría traficante de esclavos. Lo juro

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por Taranis, Eso y Teutates. Que metrague la tierra, que el sol me abrase y elviento abandone mis pulmones si lo quedigo no es cierto —pregonégesticulando de forma patética.

Wanda ni se inmutó, aunque por elmodo en que miraba al esclavo mientraséste me servía supe a ciencia cierta loque pensaba: yo estaba haciendo elridículo. ¡Qué importaba eso! ¿Qué diosme ordenaba quedarme allí como unaestatua de sal? Sin duda, Sucelo no.

Creto parecía estar de mal humor. Esposible que no hubiera alcanzado aún minivel de alcoholemia, o quizás habíabebido demasiado en otra parte y se

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hallaba en esa fase melancólica previa ala modorra. Engullía sin pausa unbocado tras otro, tragaba falerno comosi fuera agua de manantial y daba laimpresión de que ese mercader de vinosde Massilia estuviera decidido adevorar hasta caer muerto.

—¿Por qué tendría que hacerseCorisio traficante de esclavos? —preguntó Niger Fabio—. No puederivalizar con los mercaderes de Roma yMassilia. ¿Cómo iba a llevar a ningúnsitio a unos cuantos miles de esclavos?Los traficantes tienen auténticosejércitos de mercenarios a sueldo quelos acompañan, tratan con César en

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persona y le compran veinte, treinta ohasta cincuenta mil esclavos de golpe.

—Yo lo contrataría —dijo Creto, yme escrutó con la mirada—. Tengosuficiente dinero y bastantes hombrespara meterme en el comercio deesclavos.

—Si se llevan cincuenta milesclavos de golpe a Roma, se vieneabajo todo el mercado —dije riendo—.Preferiría inventar algo, una máquina,por ejemplo, que aniquilara a legionesenteras.

Creto me miró de reojo, algocontrariado. Creo que había pensado enserio meterse en el comercio de

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esclavos, y al parecer yo le habíadecepcionado. Comimos y bebimosmientras proyectábamos carros deguerra que escupían fuego y cuyasruedas estaban equipadas de afiladascuchillas. Wanda se hallaba sentada enun rincón, igual que una esposamortificada, y me observaba con abiertacensura. Cuando por fin quiselevantarme y ya no pude lograrlo solo,su mudo desprecio apenas conocíalímites. No sé cómo me llevó a la tiendade invitados de Niger Fabio. Segúncuentan, ya avanzada la noche les recitéversos sagrados a sus caballos; tambiéncuentan que le expliqué a su yegua el

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curso de los astros y que en esemomento el animal me tiró al suelo deun pequeño empujón. Tampoco sé si escierto que besé a mi esclava cuando meayudó a ponerme de pie.

* * *

En las primeras horas del albaalguien descorrió la lona de la tienda ygritó mi nombre. Era Silvano, el oficialde aduanas.

—¡Corisio, César busca unintérprete! Una delegación de helvecioscruza el río.

Me lavé la cara en una palangana deagua que me dio uno de los esclavos de

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Niger Fabio y me desperté de golpe.—Ven conmigo, Wanda. Tenemos

que irnos.No es que yo tuviera demasiadas

ganas de convertirme en el intérprete deCésar, pero aquélla era una buenaoportunidad para cruzar por fin a la otraorilla.

Silvano nos acompañó alcampamento militar, donde ya reinabauna intensa actividad. Delante de cadatienda ardían fuegos para cocinar y losmozos de los legionarios se ocupaban delos mulos, limpiaban las armas, molíancereales o cocían ya tortas de pan en lasascuas. Algunos legionarios tenían el día

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libre, mientras que en el barrio de losartesanos se trabajaba con ahínco. Loslegionarios que no habían logradosobornar con éxito a sus centurioneslimpiaban las letrinas. Aquí y alláveíamos tropas auxiliares de alóbrogesa caballo, que al parecer podíanmoverse con libertad.

Bajamos la vía Pretoria a caballo yparamos frente al pretorio, la gigantescatienda del general César, que consistíaen numerosas salas privadas y detrabajo separadas entre sí. Delante de latienda había varios jóvenes reunidos; enla cadera llevaban la banda que losidentificaba como tribunos. A cada

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legión le correspondían seis de esosmocosos, de los cuales uno procedíasiempre de una familia senatorial y losotros cinco eran de familias de rangoecuestre; la mayoría pasaba allí su añode servicio obligatorio antes de pagar enRoma los primeros sobornos de sucarrera política. Nos contemplaron condesprecio porque para ellos no éramosmás que salvajes insignificantes. Dospretorianos, soldados de la guardia decorps de César, se llevaron los caballos.Después se abrió la lona de la tienda,franqueando el paso a un oficial quellevaba coraza de cinc.

—Soy Tito Labieno, legado de la

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legión décima.En ausencia del general, los legados

eran los auténticos comandantes de unalegión. Labieno me contemplómeditabundo. Parecía decepcionado y sedirigió a Silvano:

—¿Es éste el hombre del que mehablaste?

—En efecto, legado Labieno —respondió Silvano con firmeza militar.

Labieno tenía unos cuarenta años,una mirada agradable, y en el fondocausaba una impresión sincera y franca.

—¿Cómo te llamas, celta? —mepreguntó.

—Soy Corisio, de la tribu de los

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celtas rauracos. Entiendo y hablo losdialectos celtas, y también entiendo elgermano y hablo latín y griego sindificultad.

Labieno asintió con la cabeza enseñal de aprobación. Después sonrió.

—¿Y dónde aprendiste todo eso?—Es druida —dijo Silvano por lo

bajo.La risa de Labieno se desvaneció.—¿Es eso cierto? ¿Eres druida?De modo que se trataba de eso: les

tenían un miedo inmenso a los druidasceltas y se adentraban en parajessalvajes, tropezando con usos ycostumbres que les eran ajenos y

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misteriosos. Intenté esbozar una sabiasonrisa.

Labieno ya se había recompuesto ysonrió satisfecho.

—Todavía eres muy joven. Siemprepensé que los druidas celtas llevabantogas blancas y barbas canas, y quevagaban en silencio por los bosquesportando hoces de oro.

—Buscas un intérprete —repliqué—, aquí estoy. Si quieres hacer uso demis servicios, dilo.

Hablé alto y claro, sin dejar demirarle a los ojos, pensando queobtendría un efecto mayor si norespondía a la pregunta que me había

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formulado. Además, la delegación celtano tardaría en presentarse y yo no queríaverme comprometido. Labieno, de algúnmodo, intentó obtener un juicio algo másaproximado de mí; parecía estarsopesando pros y contras. Al fin, dijo engriego:

—En la orilla del río, unadelegación de helvecios espera nuestraautorización para pisar el suelo denuestra provincia. ¿Estás dispuesto atraducir para nosotros? Te pagaremospor ello un denario de plata.

—Estoy bien dispuesto a servir deintérprete en esa reunión —repliqué concautela, también en griego—. Pero mis

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servicios cuestan dos denarios, legadoLabieno.

Labieno esbozó una breve sonrisa.Al final asintió y le hizo una señal aSilvano, que todavía montaba su corcel.Éste hincó entonces los talones en losflancos de su bayo y se fue al galope porla vía Pretoria.

—¿Quién es la mujer? —preguntóLabieno con amabilidad, y la examinócon más insistencia de lo que me habíaobservado a mí; paseó una miradasatisfecha por sus pechos y sus bienformadas caderas, que se destacabanbajo la túnica de cuadros rojos—. Nopuede entrar aquí —dijo con calma

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mientras le sonreía sin disimulo.—Es mi esclava —contesté como un

gallo orgulloso—, es mi piernaizquierda.

Introduje los dos pulgares dentro delcinto y entonces vio Labieno lacabellera rubia que pendía de micinturón. Alzó por un instante la mirada,directo a mis ojos.

—¿Pelo germano? ¿Comprado?—No, legado Labieno. El pelo

pertenecía a un príncipe germano al quematé en combate. Ahora su espíritu mepertenece y su melena también.

Labieno pareció sorprendido.¿Acaso no me creía capaz del victorioso

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combate contra un germano, o es que leasombraba la lógica celta?

—Está bien —replicó—. Elintérprete de César debería tener dospiernas. Espera aquí —dijo, y volvió aentrar en la tienda.

Delante de nosotros había un muroque nos llegaba a la altura de lasrodillas y rodeaba la tienda del general.Esperamos allí. Los jóvenes tribunoscuchicheaban; al parecer nunca habíanvisto a una germana. Otro oficial deCésar salió de la tienda y se presentócomo el primipilus, el centurión de másalto rango de la legión décima. Alcontrario que los legionarios no llevaba

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cota de malla, sino una coraza deescamas de cinc que brillaba como plataal sol, y en la mano sostenía una cepanudosa, la mal afamada vitis, que lepermitía decidir sobre la vida o lamuerte de un legionario. Rebosabaenergía y dinamismo y era el prototipode individuo raro que sólo se siente agusto en círculos exclusivamentemasculinos, donde muestra de improvisomuchos sentimientos y atenciones. Memiró con ojos radiantes, como un padreorgulloso.

—Deberías trabajar en la secretaríade César. Piensa que como intérprete yescriba al servicio de Roma recibirías

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la paga de un suboficial. Al firmarrecibes un anticipo de trescientossestercios y luego otros trescientosanuales. Eso es la mitad más de lo quegana un romano como soldado deinfantería.

—¿A cuánto asciende la paga de unjinete? La verdad es que también sémontar —bromeé.

El centurión rió al tiempo quemiraba con desprecio a los jóvenestribunos que perseveraban con el gestotorcido frente a la tienda de César. Unprimipilus es un hombre que haascendido desde lo más bajo, enrealidad desde el mismo campo de

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batalla y, al no provenir ni de la clasepatricia ni de la senatorial, la únicasalida profesional que le queda es lamilitar. Por ello resulta comprensibleque el individuo no quisiera tener nadaque ver con esos jóvenes tarugospresuntuosos que exhibían los cuellosestirados y fajas de colores.

E l primipilus se llamaba LucioEsperato Úrsulo y era más pequeño delo que ya de por sí son los romanos. Sinembargo contaba con hombros anchos ypoderosos, y también su pelvis eramucho más ancha que la de los nórdicos,lo cual le confería un aspecto de cuboacorazado.

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—Piénsatelo bien, celta. En ningúnlugar bajo el sol encontrarás tan buenoscamaradas como en la legión. ¡Y lacomida es exquisita!

Por lo visto ese Lucio EsperatoÚrsulo me había tomado cariño. Ya dijeantes que a mi lado los hombretonesdesarrollan extraños instintosprotectores. Vaya adonde vaya, siempreaparece un tipo fuerte como un oso queestá dispuesto a cuidar de mí.

E l primipilus se despidióamablemente y se fue por la calle delcampamento. Poco después le oímosgolpear con furia a un legionario, segúnparece porque no había limpiado bien la

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tuba. Cuando se le rompió el bastón, unesclavo se apresuró a traerle otra vitis yél, que acababa de exhibir unosconmovedores instintos protectores, asióla nueva vara para hacerle un sangrientoarañazo en la frente al pobre diablo quegemía echado a sus pies. Luego me miróun momento, sonriendo al modo de unpadre tierno, solícito y orgulloso, comosi con ello me hubiese queridodemostrar de lo que sería capaz si en elfuturo alguien me tocaba un solo pelo.Al fin siguió calle abajo con pasoenérgico e inspeccionó la guardia dehonor que custodiaba los estandartes, laságuilas y los vexilla.

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Conversé un rato con Wanda engermano; es decir, que nos estuvimosriendo de los jóvenes tribunos que noentendían nuestra lengua.

De pronto se oyó una corneta quesonaba como los gemidos inconteniblesde un toro en plena cópula. Toda la víaPretoria se llenó de legionarios que,encabezados por portaestandartescubiertos de pieles de león, marchabanhacia el pretorio hasta detenerse frenteal bajo muro que rodeaba la gran tiendadel general, formando allí un pasillo.Después llegaron diferentes oficiales yfuncionarios de la administración,encabezados por el prefecto del

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campamento, y se quedaron firmes anteel pretorio, distribuyéndose luego aambos lados del pasillo. De igual modose repartieron los legionarios aizquierda y derecha hasta el final de laavenida, y por fin vimos a la delegacióncelta.

Ésta se hallaba encabezada por elpríncipe Nameyo y el distinguido druidaVeruclecio. Todos lucían ostentosascotas de malla plateadas, yelmos dehierro con artísticas decoraciones yorejeras plateadas, y un halcón debronce remataba el conjunto. Esoshalcones tenían alas plateadas que,extendidas, se balanceaban arriba y

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abajo con cada movimiento y conferíanal portador del yelmo un aspecto aúnmás imponente y amenazador. Eran losyelmos de nuestros antepasados,antiquísimos, que sólo se sacaban enocasiones especiales. Los dos hombresllevaban joyas de oro ostentosas ypesadas. En su recorrido a caballo porla avenida de legionarios, erguidos yorgullosos, la mano derecha descansabasobre la empuñadura de oro de la largaespada de hierro mientras la izquierdasostenía un escudo de oro de la altura deun hombre en el que aparecían grabadasfiguras de animales y ornamentos enrelieve de una destreza extraordinaria.

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En la comitiva había otros nobles que noiban acicalados con menor ostentación.Incluso los druidas se habían prestado aese curioso pavoneo y llevaban lujosastogas blancas bordadas e ibanacompañados por esclavos germanosmedio desnudos, ataviados sólo contúnicas cortas de pieles. Sin duda habíanescogido a los germanos más grandes,fornidos y fuertes, pues ni siquiera yohabía visto nunca a hombres desemejante envergadura. Bien puededecirse que nuestra delegación causabagran sensación, en especial esosesclavos gigantescos que les sacabandos cabezas a los legionarios romanos y

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tenían una expresión tan fiera eindomable como si fueran a saltar encualquier momento para aplastarlos congarras que semejaban palas. Me divertíal percibir el espanto que se extendíapor los pálidos rostros de los tribunos;jamás habían visto nada igual. Lospríncipes celtas disfrutaron delestremecimiento mudo que causaban enlos empequeñecidos romanos. En esemomento me sentí de veras orgulloso deser celta. Sin embargo, respecto alabundante oro que exhibía la delegaciónhelvecia, me alegré y me enojé porigual. ¿No se confirmaba así el rumor deque éramos el pueblo del oro? ¿Acaso

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no había prometido César a suslegionarios ricos botines en la Galiaaurífera?

La delegación se detuvo frente a latienda de César. Unos pretorianostomaron las riendas de los caballos y losllevaron a la parte de atrás. César setomaba su tiempo. Sin embargo, aladvertir la silueta que proyectaba susombra, comprendí que ya estaba tras lalona de la tienda. Entonces salió encompañía de su legado Labieno y susdoce lictores proconsulares, que vestíantogas de un color rojo sanguíneo. Comoflechas se dispararon al cielo los brazosde los legionarios: «¡Ave, César!»,

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resonó por todas partes mientraslevantaban el águila hacia el cielo una yotra vez. Los legionarios golpearon cons us gladii el escudo pintado de rojosangriento. El espectáculo de los seismil legionarios era impresionante ysonaba igual que el rugido de unamáquina de guerra gigantesca. Césardisfrutó del recibimiento y miró a ladelegación celta sin ningún respeto. Apie, su aspecto resultaba más biendecepcionante: fino y flacucho, casiquebradizo. No era un guerrero queimpusiera; lo único inquietante en él erala sonrisa que blandían sus labios, lasonrisa de un hombre que conocía bien

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sus capacidades y se entregaba a laconsecución de sus ambiciososobjetivos de forma despiadada. Susvivos ojos negros irradiaban unaimplacabilidad y una desconsideraciónque eran sencillamente alarmantes.Aquél no era hombre que buscara eldiálogo o el consenso, sino sólo eltriunfo a cualquier precio. Buscaba lavictoria absoluta.

—Soy Cayo Julio César, procónsulde la provincia de la Galia Narbonense.Mi tía Julia desciende de reyes por partematerna, y está emparentada por lapaterna con los dioses inmortales. DeAnco Marcio, el cuarto rey de Roma,

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descienden los Marcio con elsobrenombre de Rex, y así se llamabami madre. Los Julio, por el contrario,descienden de Venus, y a ese clanpertenece mi familia. Por tanto, en miestirpe anidan la majestad de los reyes,que son los más poderosos de entre loshumanos, y la santidad de los dioses,que tienen incluso a los reyes a sumerced. —Con gestos grandilocuentes yteatrales había informado César de suascendencia.

El romano miró un instante aLabieno. El legado me hizo una seña;empezaba a ganarme mis dos denarios.La delegación celta escuchó mi

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traducción sin dejarse impresionar.Cuando hube terminado le hice una señaa Labieno, y César prosiguió:

—¡Celtas! ¡Hablad! Roma osescucha.

Traduje de inmediato, sin mirarantes a Labieno.

Nameyo tomó la palabra. Alcontrario que César, me miraba de vezen cuando, cuando quería queprosiguiera con la traducción.Evidentemente, tampoco él podía dejarde poner de relieve su nobleascendencia, al igual que las hazañasheroicas de todos nuestros antepasados.A pesar de que no sentía ningún tipo de

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simpatía por el procónsul romano, elhecho de impresionarlo en cierta medidacorría de mi cuenta. Quizá no fuera másque mi sangre celta la que ansiabagloria, honor y reconocimiento público.El caso es que, para mi sorpresa,comprobé que a quien yo deseabaimpresionar no era a la delegación celta,sino a Cayo Julio César.

Nameyo entró por fin en materia:—Soy Nameyo, príncipe de los

helvecios y elegido para hablar porellos. Hace tres años nuestro pueblodecidió emigrar a la región de nuestrosamigos santonos, en el Atlántico. Losalóbroges nos dieron entonces permiso

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para atravesar su región. Esa región eshoy provincia romana. Procónsul, esnuestro deseo atravesar tu provincia sinhostilidades. No nos queda másposibilidad que llegar a la región de lossantonos y por ello solicitamos tupermiso para marchar a través de tuprovincia. Contamos con víveressuficientes, no seremos una carga paranadie, y ofrecemos una gran cantidad deoro como garantía.

César asintió con sequedad y adoptóuna expresión de aburrimiento. Me miróbrevemente, me examinó impasible yluego empezó a hablar:

—Príncipe Nameyo, la petición de

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tu pueblo ha sido escuchada. Ahoradebo reflexionar sobre vuestrasintenciones. Vuelve a presentar tupetición en el idus. Entonces te daré mirespuesta. Es la respuesta del Senadoromano y del pueblo de Roma.

Tras esas palabras, Césardesapareció en el interior de su tienda yel quejido de buey agonizante que losromanos consideraban señal musical desus tubas resonó por todo elcampamento.

—Nameyo —pregunté al príncipe—,¿puedo regresar con vosotros?

Hablé en dialecto helvecio para queningún romano me entendiera. En lugar

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de Nameyo respondió el druidaVeruclecio:

—Corisio, en esa tienda le harás ungran servicio a tu pueblo. Quédate hastaque regresemos. Sé paciente, Corisio, yaque las acciones de los dioses son amenudo insondables y el plan divino quelas origina no se revela hasta másadelante.

Asentí con la cabeza al druida.Estaba dispuesto a soportar allí ochodías.

Los pretorianos volvieron a traer loscaballos y la delegación celta salió delcampamento.

Labieno se me acercó y me dio dos

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denarios de plata.—Vuelve mañana, al empezar la

hora séptima, alrededor del mediodía.—¿Necesitaréis entonces un

intérprete? —pregunté sorprendido,sospechando ya de una conjura.

—Aulo Hircio desea verte.—¿Aulo Hircio?—Se ocupa de la correspondencia

del procónsul en su secretaría.Labieno me dio un rollo de

pergamino lacrado y sonrió satisfecho.—Para un celta esto es la única

posibilidad de entrar vivo en uncampamento romano, así que llévalocontigo mañana cuando te presentes ante

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la porta praetoria.

* * *

Regresé con Wanda a ver a NigerFabio y le narré lo que acababa de ver yoír. Estaba a punto de mencionar a esetal Aulo Hircio cuando el centuriónSilvano entró en la tienda. Fueraaguardaban unos cuantos legionarios.

—Niger Fabio, ¿les compras a mishombres cereal en grano? Cada unotiene dos librae…

—¿Y cuántos sois? —dijo NigerFabio al tiempo que sonría.

—Somos quince.—¿Para qué necesitan dinero tus

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hombres? —preguntó riendo el oriental.—No te lo vas a creer, Niger Fabio,

pero con él compran pan cocido. Sondemasiado holgazanes para moler suración de cereal. En lugar de moler,quieren ir al campo a joder conbárbaras.

Debo admitir que nunca me hagustado el lenguaje grosero que empleanlos legionarios. Y ese aduaneroperfumado, Silvano, no despertaba en mísimpatía. Aquel día me habíaconseguido trabajo, cierto, pero no lohizo por ayudarme, sino paracongraciarse con el prefecto delcampamento.

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—Silvano —dije—, ¿cómo es quelos legionarios se prestan a un truequetan malo? ¡Un pan cuesta lo mismo quedos raciones diarias de trigo!

Silvano sacudió la cabeza en señalde negación.

—En el campamento ha estallado lafiebre del oro. Todos hablan de laguerra y del botín que les espera. Hanperdido por completo la razón yempiezan a endeudarse. Todos cuentancon dos o tres esclavos y un buenpuñado de oro. ¡Ya se imaginan comoCraso en cota de malla!

Los soldados que esperaban frente ala tienda entraron el trigo en sacos y

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Niger Fabio pagó. Con una parte de losbeneficios, Silvano compró arroz yazafrán; al parecer le había gustado elplato de arroz.

—¿Pero dónde se han metido loslegionarios de la legión décima? —preguntó Niger Fabio—. En una hora mecomprarían todas mis existencias.

—Construyen un muro con un fosoen la orilla del río —respondió Silvanocon una amplia sonrisa—. Dediecinueve millas de largo y dieciséispies de alto. Desde Genava hasta elJura.

—Eso puede llevarles toda unaeternidad —bromeé, luchando por

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mantener la serenidad.—César ya ha ordenado reclutar a

más hombres. Talan árboles yconstruyen firmes torres a distanciasregulares.

—Entonces, ¿piensa César deverdad que cruzaremos el río sin suconsentimiento?

Yo estaba furioso. Aquel enanoflacucho del procónsul hacíaincansables preparativos para la guerraa pesar de que nadie quería lucharcontra él.

—Si intentarais cruzar el río leharíais un gran favor a César —observócon cinismo un legionario que no cesaba

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de masticar una hoja de laurel—. Si nolo hacéis, al final tendremos quedisfrazarnos de celtas para que haya unpoco de alboroto y en Roma nosconcedan más legiones.

* * *

A la mañana siguiente estabasentado en la orilla con Wanda ycontemplaba cómo unos dos millegionarios excavaban un foso con rutinay disciplina bajo la precisa dirección desus centuriones. La tierra que extraían laempleaban directamente para levantar labarrera de detrás. Una vez más, aquellorayaba en la magia. Comprendo por qué

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los mercaderes explican a veces queRoma conquista el mundo con la zapa.Una legión romana no se compone deindividuos; es una construcción de metalinmensa y sin rostro que avanza como unalud por la naturaleza, arrasando todo loque encuentra a su paso.

E l primipilus, entretanto, se noshabía unido y juntos comentábamos lamarcha de los trabajos.

Lucio Esperato me dio una amistosapalmada en el hombro y después señalóa lo lejos:

—Observa, Corisio, la torre ya estáterminada.

Era del todo inconcebible. En la

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orilla habían erigido una torre demadera de tres plantas y ahora unosarqueros que vestían de forma peculiartrepaban raudos por la escalera,tomando posiciones en la plantasuperior.

—Son arqueros cretenses. Dentro depocos días, la orilla izquierda delRódano estará atrincherada en unalongitud de diecinueve millas y habráuna docena de torres fortificadas.

—¿Diecinueve millas? —Quedéconmocionado.

—Sí, diecinueve millas. Aunque enalgunos puntos la orilla es tan escarpadaque la naturaleza nos ha ahorrado el

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trabajo.La facilidad con que habían

levantado esas torres de defensaresultaba asombrosa.

—¡El mérito es del caballeroMamurra! Es el ingeniero más brillanteque hay bajo el sol, pero no te cruces ensu camino. ¡Es un putero terrible!

Úrsulo abarcó orgulloso con lamirada la orilla izquierda del Ródano.Después me miró y comentó que teníasuerte de encontrarme en la margenizquierda.

—Úrsulo, vuestros dioses tendránque idear algo más si pretenden detenera un ejército celta de noventa mil

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hombres con seis mil legionarios. —Aumenté el número de guerrerosarmados, al uso romano.

—Hay tiempo aún —mascullóÚrsulo—. César ya ha mandado reclutarnuevas tropas en los alrededores. Sólotenemos que ganar tiempo. No hemos deluchar, ya que con frecuencia la escasezde alimentos aniquila a un ejército; elhambre es más terrible que el hierro.¿Cómo vais a alimentar a todo un puebloque lleva semanas atascado en unaorilla? Sacrificaréis a los caballos. Osvenceremos sin haber disparado unasola flecha.

—Si César nos impide marchar por

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sus tierras, buscaremos otro camino.Pero respetaremos las fronteras de laprovincia romana. Queremos ir alAtlántico, no al otro mundo.

—Entra al servicio de César,Corisio. ¡Ahí serás el celta más fuerte!—exclamó Úrsulo mientras acariciabacon suavidad el lomo de Lucía.

—¿Tú crees? —pregunté, arrugandola nariz de modo teatral.

Úrsulo se levantó mientras esbozabauna sonrisa muy significativa y bajó a laorilla con la cabeza alta y orgullosa.Aquí y allá le gritaba algo a un optio o aun legionario, o echaba una mano élmismo. Era el primipilus, idolatrado por

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sus hombres, y ese día se había olvidadoincluso de la temida cepa.

* * *

Recorrí a caballo la orilla conWanda y me tumbé sobre la hierbadonde todavía no había pisado ningunasandalia claveteada romana. A fin decuentas, no podía pasarme el díacontemplando cómo erigían una torretras otra. Allí nos tumbamos en silencioWanda y yo. Lucía estaba echada a mispies, creo que al acecho de una simpleratonera. Mis pensamientos vagaban sindirección: Massilia, Creto, la secretaríade César, Basilo, la isla de Mona, el

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vino, Wanda. Transcurrieron las horas.—¿Qué piensas hacer, amo?Miré sorprendido a Wanda. Jugaba

con Lucía, que había regresado sin éxitode la cacería de ratones.

—Sí, ya —dijo en tono burlón—.No le corresponde a una esclavainterrogar a su amo acerca de susplanes. Por mí, puedes imaginarte que teacaba de hablar tu cinto de cuero.

No conocía a Wanda en absoluto. Depronto demostraba un peculiar sentidodel humor. ¡Y esa mirada! Me habíadejado completamente ruborizado y yano sabía qué hacer con los ojos y lasmanos. Saqué el pañuelo de seda que

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guardaba los cabellos dorados de dentrode mi cinto y acaricié el delicado tejido.Lucía lo husmeaba y quería jugar con él,pero era demasiado valioso parapermitírselo.

—¿Quieres regalármelo? —preguntóWanda con gran descaro, pues nadieregala un pañuelo de seda a una esclava.

—¿Te gusta?—Oh, sí —respondió riendo.—No es apropiado regalárselo a una

esclava germana, pero en tu cuello estámejor guardado que en mi cinto.

Wanda no creyó una sola palabra y,divertida, estiró el cuello para que lepusiera el pañuelo. Al hacerlo tuve su

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boca tan cerca que percibí su aliento, yde pronto me oí decir:

—¿Sabes que en realidad huelesmucho mejor que todos los perfumes ylos aceites de ese mercader árabe? —Me tomé mi tiempo para ponerle elpañuelo.

—Pues tus ojos son más bonitos quetodos esos preciosos rubíes, esmeraldasy lapislázulis que vi ayer, Corisio. —Cerró los ojos y buscó mis labios. Laabracé con ternura y la estreché confuerza. Salvaje e impetuosa,estremeciéndose como una serpiente, sulengua se abría paso en mi bocamientras con hábiles movimientos de la

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mano liberaba mi miembro y se sentabaa horcajadas sobre mí. Echó la cabezahacia atrás y cruzó las manos tras lanuca. Con movimientos rítmicos ymudos empujaba la pelvis hacia delantecada vez más deprisa mientras mimiembro penetraba en ella cada vez máshondo y duro. La apreté contra mí, conlos labios le acaricié los pechos, queeran puntiagudos y turgentes, y sentícómo sus uñas cavaban en misomóplatos mientras su respiración sehacía más fuerte y ansiosa. Yo gritaba sunombre en la noche como el aullido deun lobo: ¡Wanda!

Hasta bien entrada la madrugada no

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concibamos, agotados y satisfechos, unmerecido sueño. Me sentía hueco yvacío. Era un vacío tranquilo, ese vacíode los amantes donde no existe el día nila noche, aquel donde ya no se cuentanlas horas y pasado y presente sedesvanecen como si el mundo contuvierala respiración.

Cuando el sol salió por el estetodavía estábamos tumbados juntos yagotados; de cada uno de nuestros porosemanaba una fragancia a sudor y amor.Me ardía el sexo, aún algo hinchado enun punto. Lucía me observaba; alzó unmomento la cabeza y luego la dejó caerde nuevo sobre las patas delanteras

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estiradas al tiempo que lanzaba unsuspiro. Era como si quisieracomunicarme que en una larga noche noes posible recuperar todo lo que se hadesaprovechado en los últimos años.

* * *

Nos lavamos en un arroyo cercano ynos palpamos con ternura y delicadezalos rasguños que nos causáramos ennuestra pasión salvaje la noche anterior.

—¿Son todas las mujeres germanastan impetuosas? —le susurré.

—¿Y los hombres celtas? —respondió con una sonrisa.

—En fin —reflexioné mientras nos

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sentábamos en las grandes piedras delcauce—. El tío Celtilo me explicó quelas mujeres son muy diferentes entre sí.Decía que hay algunas con las que tequedas dormido, pero también que hayotras que lo transforman a uno en unvolcán. Con los hombres debe de ocurriralgo parecido.

Lucía esperaba impaciente en laorilla y nos ladraba. La salpiqué, perosólo retrocedió un instante; se sacudió yvolvió a acercarse al agua para seguirladrando. Me senté sobre la piedraplana a horcajadas detrás de Wanda y lequité el pañuelo del cuello. Luego toméun pequeño guijarro que la corriente

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había redondeado como una bola y loenvolví con la tela, atando las cuatroesquinas con fuerza para impedir que sesaliera. Por último tiré la piedra alarroyo, envuelta en el valioso pañuelode seda.

—Todo un denario de plata, no esposible —murmuró Wanda en tono dereproche.

La acerqué a mí para acariciarle lanuca.

—Los dioses me han regalado tuamor. No estaría bien que no se loagradeciera.

—Era yo quien estaba entre tusbrazos, amo, no tus dioses.

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Le mordisqueé la oreja izquierda yle susurré que el tío Celtilo estaba allí,que era cierto que vivía en el mundo delas sombras, pero que el mundo de losmuertos y el nuestro eran uno. Yopercibía con claridad que el tío Celtiloestaba sentado en la orilla. EntoncesLucía gimió débilmente; parecía agitadae intranquila, pero no atemorizada. Nose movió del sitio. El tío Celtilo no sólome había regalado una esclava, sino alparecer también el amor de esa esclava.

El sexo me ardía al penetrar aWanda desde atrás pero, como sabía queel tío Celtilo estaba en la orilla, nopodía ocurrirme nada malo. Sentía que

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se alegraba.—Druida —susurró Wanda mientras

los pezones de los pechos, que yo asíacon firmeza desde atrás, se leendurecían como una punta de flecha—.Druida, ¿no deberíamos esperar a que senos calmen las escoceduras?

—El vino sin diluir nos limpiará lasheridas, y la miel nos las cerrará —jadeé mientras le explicaba cómo lavaleriana y la mirra impedían lagangrena, y le hablaba de laspreparaciones de hierbas másimportantes, que se elaboran a partir demezclas de resina y sebo. Al poconinguno sabía ya si era mayor el dolor o

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el deseo, y llegamos al clímax con granalboroto, poseídos, desenfrenados. Nome habría extrañado en absoluto queatrajéramos a la legión décima alcompleto.

* * *

Alrededor del mediodía cabalgamosde vuelta al campamento romano. Nodejábamos de buscar la amorosa miradadel otro y no acabábamos decomprender lo que nos había sucedido.Cuando estuvimos a unos cien pasos del a porta praetoria, divisamos a unaunidad de arqueros sirios que lucíancascos puntiagudos. Su vestimenta era

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oriental: túnicas largas de color verdeoscuro que llegaban hasta los talones yuna cota de malla muy larga con uncierre en punta por encima. Tensaron suscortos arcos y prepararon una flecha. Leofrecí al primer centinela el rollo depapiro que Labieno me había dado eldía anterior y el guardia consultó con unoficial, el cual me examinó con atenciónpara luego ordenar a un jinete celta quenos llevara al despacho. El celta sellamaba Cuningunulo y era eduo. Apesar de estar en el servicio romano,seguía vistiendo los pantalones celtas delana a cuadros que iban atados a lostobillos con correas de cuero; espada y

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venablo eran asimismo celtas. Incluso enel servicio romano se enorgullecía deser celta, y cuando luchara contra losceltas bajo estandarte romanoseguramente lo haría como celtaorgulloso, igual que en su día habríahecho mi padre de no haber sido por esaatroz historia del molusco con que sesacó una muela.

—He oído que eres druida —dijoCuningunulo.

Asentí. Ese silencio majestuoso sehabía convertido en mí en unacostumbre.

—¿Hay alguna hierba que ayude alojo a ver las colinas claras otra vez?

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—No —repliqué con sequedad.—Pero los romanos conocen cientos

de ungüentos… —me contradijo conimpaciencia.

—Los romanos conocen cientos deungüentos porque ninguno de ellos sirvede nada.

Cuningunulo esbozó una ampliasonrisa. Al parecer, mi respuesta lehabía convencido.

—¿Ves las colinas como detrás deun velo o las ves dobles? —le pregunté.

—Doblemente veladas —gruñó eleduo, dubitativo.

—En tus ojos brilla el coloramarillo. No es el amarillo del sol, sino

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el amarillo de un huevo podrido.Deberías empinar menos el codo,Cuningunulo.

El eduo me miró desconcertado. Alparecer, no había creído que nadie fueraa desenmascararlo como borrachínnotorio a primera vista. Sonrió.

—Lo intentaré, druida. Enagradecimiento quisiera darte unconsejo. He oído que has traducido lasconversaciones entre la delegaciónhelvecia y el procónsul, y que a AuloHircio, el encargado de la secretaría deCésar, le gustaría contratarte. Teaconsejo que aceptes esa oferta.Nuestros padres sólo tenían la opción de

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enrolarse como mercenarios, peronosotros podemos entrar al servicio deCésar como tropa auxiliar. Ahí siemprehay bastante para comer, nos pagan unsueldo generoso y al término de nuestroservicio incluso recibimos la ciudadaníaromana. ¡Tus descendientes seránciudadanos romanos! Piensa en tus hijosy acepta la oferta, druida.

—Sé —repliqué con cierto tedio, yaque era impensable que un celtacorriente le enseñara algo a un druida—que a algunos mercenarios incluso lesdan moluscos para comer.

Cuningunulo sacudió la cabeza condescortesía. Le molestaba no

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comprender el significado de mispalabras.

—Bueno —refunfuñó—, si entras alservicio de César, ningún otro celtapodrá cagarse más en ti. Desde que loseduos nos hemos aliado con Roma, nosrespetan en toda la Galia.

—No creo que César se quede aquímucho tiempo. Así que mi empleo seríade muy corta duración —repliqué conuna sonrisa.

—César ha mandado emisarios aAquileya. Allí pasan el invierno laslegiones séptima, octava y novena, untotal de dieciocho mil hombres. Les hamandado cruzar los Alpes a marchas

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forzadas.Hice lo imposible por mantener la

sonrisa, pero se me congeló y sedeformó hasta convertir mi boca en unmorro ácido como un limón. En pocassemanas César dispondría de cuatrolegiones, o sea, unos veinticuatro millegionarios.

Cuningunulo se detuvo frente a unagran tienda de oficiales y me anunció alcentinela. Me estaban esperando. Elcentinela retiró la lona izquierda y mehizo pasar. La tienda era grande ydescansaba sobre un podio de maderade un solo escalón, de modo que aunquelloviera, siempre se tenían los pies

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secos. Junto a las paredes había firmesestantes de madera en los que seguardaban rollos de pergamino. En elcentro vi cuatro grandes mesas detrabajo dispuestas en un cuadrado y alfondo había triclinios y una mesaredonda con fruta, cuencos de agua,jarras de vino y vasos. Un hombremayor, de unos cincuenta años, se meacercó en actitud amistosa. Llevaba unasencilla túnica sin mangas de un gruesotejido de lana de espiguilla roja, y seceñía el talle con un cinto de cuero en elque destacaban artísticos rosetonesesmaltados y una hebilla de oro. A pesarde que se había subido un poco la túnica

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por encima del cinturón, ésta le seguíallegando hasta las pantorrillas. Sólo losoficiales vestían túnicas tan largas; a unlegionario raso esa medida le habríasupuesto un inconveniente a la hora demarchar.

—Soy Cayo Oppio, caballeroromano y oficial de la plana mayor deCésar. Me ocupo de las comunicaciones.

—¡Qué modesto! —exclamó entrerisas un hombre con barba que estabamuy inclinado sobre un rollo depergamino y escribía una copia conmano tranquila—. Cayo Oppio es el jefedel servicio secreto de César. Tiene másojos y oídos…

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Cayo Oppio le hizo una señal deimpaciencia al escribiente con barba ylo interrumpió:

—Éste es Aulo Hircio, oficial yresponsable de la correspondenciapersonal de César.

Aulo Hircio hacía todos los honoresa su nombre, pues «hirtius» significa«hirsuto» o «peludo»; de modo queparecía que se hubiera dejado crecer ladebida barba. Era sin duda sorprendenteencontrar allí a un romano con barba,puesto que las barbas y el vello púbicose consideraban en general atributosanimales de los inferiores y salvajesbárbaros. Aulo Hircio me gustó al

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instante. Me acerqué un par de pasos aél y miré por encima de su hombro:trasladaba en bellos caracteres griegosun texto grabado sobre una tabla de ceraen papel de pergamino.

—Aulo Hircio necesita con urgenciamás escribientes para administrar lacreciente correspondencia —dijo CayoOppio al tiempo que me examinaba depies a cabeza. Al cabo de unos instantes,dijo—: Las guerras no se ganan sólo enel campo de batalla. ¿De qué sirve unavictoria que no se puede hacer pública?Yo determino cuántas copias se hacen ya qué agentes de noticias y aliados deRoma se envían.

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—Y también decide si nieva ollueve en la Galia. —Aulo Hircioesbozó una sonrisa.

Yo no supe muy bien qué significabaeso, pero supongo que se refería a queCayo Oppio analizaba las noticias y lascomunicaba según la utilidad deseada.Asentí con la cabeza sin mostraraprobación ni censura. Cayo Oppiopercibió el gesto con benevolencia.

—Afirman que eres druida —dijo entono amistoso.

Yo volví a asentir igual que vierahacer a nuestros druidas aristocráticos.

Cayo Oppio dio tres palmadas y deinmediato apareció un muchacho de

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rizos negros, griego quizá, que se inclinóante él.

—Olo, tráenos vino caliente concanela y nuez moscada.

El muchacho volvió a inclinarse ydesapareció. Por lo visto el pobre chicotenía que esperar horas y horas en latrastienda a que Cayo Oppio dierapalmadas.

Poco después regresó con un calderode bronce lleno de agua caliente y vertióun poco en una jarra. A continuaciónañadió vino romano sin diluir, nuezmoscada y canela, y luego lo removiótodo con un cucharón de madera.Después de darnos un vaso de plata a

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cada uno, salvo por supuesto a Wanda,la esclava, Cayo Oppio lo mandóretirarse haciendo un gesto con la mano.Alzamos nuestros vasos, y mientrasCayo Oppio y Aulo Hircio entonaban su«¡Ave, César!» yo me contenté con unsencillo «Carpe diem», lo cual hizo queCayo Oppio me preguntara:

—¿Es cierto que los druidas sois loslibros vivientes de los celtas?

—Factus est —respondí en perfectolatín, lo cual significa: «En efecto»,volviendo así a dar muestra de estarfamiliarizado con las expresionescoloquiales romanas.

Desde luego, aquello fue una

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presunción por mi parte y también ahoraCayo Oppio sonrió. Al parecer, losbárbaros que querían demostrar sucultura romana causaban una curiosaimpresión. Sin embargo Cayo Oppio setomó mi intento de adaptación más biencomo un cumplido. Por mi parte, yoestaba sobre todo asombrado por laatmósfera que reinaba en aquella tienda.Me había acostumbrado al encuentro conromanos presuntuosos y arrogantes, perosólo experimenté cierta perplejidad anteel hecho de sentir simpatía hacía unerudito como Aulo Hircio, que no dabagran valor a los signos exteriores de surango y mostraba el hábito propio de un

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erudito curioso: casi parecía no dividirel mundo entre romanos y no romanos,sino entre sabios y no sabios.

—Siéntate, Corisio —ofreció AuloHircio, como si quisiera verme más decerca.

Le di mi vaso a Wanda y me senté ala mesa, frente a él. Cayo Oppio sequedó de pie a nuestro lado como unmaestro de ceremonias y advirtió, conevidente extrañeza, que Wanda bebía unsorbo de mi vaso a mis espaldas. En fin,aquello para mí fue bastanteembarazoso.

—Es mi catadora personal —expliqué medio en broma.

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—Entonces debes enseñarle a quecate antes y no después de que tú bebas—dijo Cayo Oppio al tiempo queesbozaba una sonrisa.

—A lo mejor quieren morir juntosen caso de eventualidad —señaló AuloHircio con una sonrisa satisfecha.

Por lo visto, ya habían notado queWanda era mi amante.

—Haré que la azoten después porello —repliqué en tono severo.

Cayo Oppio rió.—¿Acaso no tienes compasión? Está

temblando como una hoja.No me volví, pues bien podía

imaginar cómo estaba Wanda, de pie

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con mi vaso en la mano mientras leiluminaba el rostro una expresiónorgullosa e irónica.

—Las mujeres no pueden entrar enlas tiendas de los oficiales —observóCayo Oppio con un leve pesar en la voz.

—Ella es mi pierna izquierda —dije—. La necesito a cada paso.

Cayo Oppio asintió con la cabeza.—Quizá debiéramos hacer una

excepción. No creo que César quiera aun escribiente con una sola pierna.

Aulo Hircio dio otro trago y dejó suvaso en la mesa, dispuesto a entrar enmateria.

—Corisio, nuestro procónsul Cayo

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Julio César ha decidido rendir cuentasde sus actividades en la Galia al Senadoy al pueblo de Roma mediante informesperiódicos. Cada otoño debe elaborarseun informe, que se enviará a Roma. Altérmino de su proconsulado, la totalidadde esos boletines se publicará en formade libro con el fin de conservarlos parala posteridad. En esos librospretendemos informar acerca de la tierrade todas las tribus que nosotrosllamamos galas y vosotros celtas. Debenfigurar en ellas vuestros montes y ríos,vuestros usos y costumbres, vuestrosdioses… Queremos recopilarinformación sobre cómo trabajáis la

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tierra, domesticáis a vuestros animales,educáis y enseñáis a vuestros hijos…

Cayo Oppio, de quien Aulo Hircioera subordinado, lo interrumpió conobjeto de precisar:

—No produciremos una obracientífica para la biblioteca deAlejandría, sino un informe para elSenado romano. Con ese fin te hemoshecho llamar, celta. Deberás poner tusconocimientos a disposición del legadoAulo Hircio, que ha sido eximido parahacer este trabajo, así como prestarleayuda en la redacción de los informes.

—¿Habrá guerra en la Galia? —pregunté.

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—Sin duda la habrá —respondióCayo Oppio, realista—, como siempreocurre cuando los pueblos extranjerostropiezan con las nuevas fronteras de lasprovincias romanas.

—Si para asegurar las fronteras delas provincias siempre hay que sometera los pueblos vecinos, deberéis someteral mundo entero hasta que Roma limitecon Roma —repliqué en tono seco.

—Un mundo romano regido según elderecho romano no sería el peor detodos los mundos —replicó Aulo Hircio—. No aniquilamos pueblos y culturas,sino que traemos un nuevo orden. Dondeestá la legión, reina la paz; donde se

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cumple la lex romana, el comercioprospera. Como escribiente de lasecretaría de César tienes derecho a unatienda propia y a tu propio mozo. Nodeberás prepararte tú mismo la comida yen los campamentos de inviernodispondrás de alojamiento de maderacaldeado.

—¿Y puedo conservar a mi esclavay tenerla siempre a mi lado?

—Sí —contestó Cayo Oppio—.Pero deberá comportarse como unaesclava. De otro modo sería injusto paralos legionarios. Sus concubinas y sushijos ilegítimos viven fuera delcampamento.

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Miré un instante a Wanda, quevolvía a dar sorbos de mi vaso. CayoOppio y Aulo Hircio sonrieron. Alparecer tuvieron la impresión de que yome volvía para recibir su conformidad.

—Bien, druida, ¿estás dispuesto atrabajar en la secretaría de César? —mepreguntó Cayo Oppio.

Vacilé por un instante.—Me alegraría incorporarte a mi

secretaría —añadió con franqueza AuloHircio, y me sonrió de forma amistosa.

Yo me disponía a responder cuandooímos a alguien que vociferaba fuera.

—¿Dónde se puede encontrar vinocaliente? —gritaba alguien delante de la

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tienda.Apenas nos habíamos vuelto cuando

aquel tipo ya había entrado. Vestía latípica túnica blanca de oficial con flecosdorados y faja lila.

—¡Mamurra! Estamos en mitad deuna reunión —espetó Cayo Oppio. PeroMamurra sólo tenía ojos para el vinocaliente con especias. Se acercó a lamesa, agarró la jarra y bebió.

—Éste es Mamurra, el praefectusfabrum de César, el tesorero —dijoAulo Hircio.

—Aunque no sólo entiende decomplejas estructuras económicas,también es responsable de la

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construcción de las torres de madera —agregó Cayo Oppio con reconocimiento.

—¡Ya basta, ya basta! —exclamóMamurra riendo, y enseguida se quitólas botas de cuero salpicadas desuciedad—. ¿Dónde está mi mujercita?¡Tiene que prepararme un baño!

Cayo Oppio dio tres palmadas y Oloentró en la tienda, resplandeciente comofuegos de artificio. Mamurra le guiñó elojo.

—Tienes que prepararme un baño. Ysi está demasiado caliente, te arrancolos huevos y te envío a la casa deeunucos de Alejandría.

Olo esbozó una sonrisa y

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desapareció.Cayo Oppio tomó un vaso y lo llenó

de vino, ofreciéndoselo después aMamurra. Este lo volcó y en ese instantereparó en la presencia de Wanda.

—¿Dónde la has comprado?—Es la esclava del celta —explicó

Cayo Oppio.—¿Celta? —preguntó con burla—.

¿Se trata de alguna nueva mezcla deespecias?

—A alguien de poca educacióncomo tú, Mamurra, le basta con saberque es un galo.

Mamurra asintió con gesto teatral.—¿Y va a venderte la germana?

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—¡No, Mamurra! El celta se llamaCorisio y es druida. Trabajará en lasecretaría de César a las órdenes deAulo Hircio.

Entonces Mamurra clavó la vista enmí y, por el modo en que me escrutaba,no me costó entender que le atraíanhombres y mujeres por igual. ¿No mehabía advertido Úrsulo, el primipilus,acerca de un tal Mamurra?

—¡Druida! —exclamó, radiante—.Hace tiempo que deseaba encontrarmecon todo un druida galo. Conozcovuestra cerveza y a vuestras mujerespeludas, pero a un auténtico druida…Dime, ¿existe de hecho alguna hierba

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que te confiera la fuerza de un volcán yte ponga el sexo tan tieso como un pilumromano?

Cayo Oppio y Aulo Hircio rieron alunísono. Era obvio que estabanacostumbrados a esas fantasías eróticas.

—Sí —respondí—, he oído hablarde ello. Creo que se puede hacer.Déjame pensarlo.

—¡Si encuentras el remedio, druida,te haré gobernador de Gades! —Mamurra se tragó el vino. Al parecertenía necesidad atrasada—. ¡Si mislegionarios fueran tan rápidos como yocon el estilo, ya habríamos cercado todala Galia con fortificaciones!

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—Todavía son los legionarios deCésar, Mamurra —señaló Cayo Oppioen tono de burla.

—Bah, César —se lamentó Mamurramientras tragaba otro vaso—.Imaginaos, nuestro procónsul ha hechoreclutar otras dos legiones en Italia, laundécima y la duodécima. Quierereunirías en Aquileya con las treslegiones del campamento de invierno ycruzar los Alpes con las cinco. ¡Ese tipose ha vuelto loco! Y digo yo que…

—El Senado no le ha permitidoreclutar nuevas legiones —interrumpióCayo Oppio—. Con eso ya ha vuelto aviolar las leyes romanas. ¿A qué cargo

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tendrá que acogerse de nuevo tras suproconsulado en la Galia para conservarla inmunidad?

Mamurra se encogió de hombros yseñaló a Aulo Hircio con un movimientode cabeza.

—Ése es tu trabajo, Cayo Oppio. Esasunto vuestro explicarle a Roma que lafrontera de la provincia romanaNarbonense está amenazada. Y como teconozco, Cayo Oppio, inclusoconseguirás que al final César tenga unamarcha triunfal de diez días comosalvador de Roma.

Mamurra se levantó de un salto yvolvió a servirse más vino. Era un tipo

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vivaracho, con una energía casiinagotable.

Y una gran resistencia a la bebida.—Cinco legiones… —murmuró

Aulo Hircio en tono aprobatorio.—Junto con la décima, que ya ha

estacionado, tiene seis legiones a sudisposición —replicó Mamurra—.¡Pero dos de ellas las debe financiarpersonalmente! Os digo que es más fáciltender un puente de madera hastaBritania que administrar las finanzas deCésar. ¿Cómo voy a financiar doslegiones cuando apenas hay dinero parasaldar los intereses de sus deudas?

¡Seis legiones! Eso sumaba más de

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treinta mil soldados.Y aún había que añadir las tropas

auxiliares de diez mil celtas y unosmiles de jinetes celtas. ¡Para impedirque los helvecios cruzaran el Ródano nose necesitaban cincuenta mil soldados!O sea que, mientras las tribus celtasesperaban la respuesta de César en laotra orilla del río, el procónsul yaestaba haciendo preparativos para laguerra. ¡Y sin el consentimiento delSenado romano!

Yo sólo podía pensar en salir de allílo antes posible. Tenía que llegar hastala otra orilla a cualquier precio yadvertir a mi pueblo. César planeaba

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una guerra privada y sólo esperaba unpretexto para declararla al fin. Sólo asípodría justificar más adelante laslegiones reclutadas sin el consentimientodel Senado.

César tenía cuatro motivos paradeclarar la guerra a los galos: ansiaba lagloria inmortal como cualquier patricioque se precie, necesitaba poder militarpara reforzar su posición en Roma, teníaque saldar sus deudas con urgencia y,además, debía justificar las legionesreclutadas de manera ilegal.

El esclavo Olo asomó la cabeza y lehizo una seña a Mamurra. Éste selevantó de un salto golpeándose en el

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pecho con el puño al tiempo que gritaba:«¡Ave, César!» Luego agarró al efebotoscamente por el trasero y desapareciócon él.

—Sus modales no son demasiadorefinados… —se excusó Aulo Hircio,avergonzado.

—Y por eso tampoco lo hemosempleado en la secretaría de César —bromeó Cayo Oppio—. Pero es de totalconfianza y muy leal. Sólo necesita unefebo griego todas las tardes, y al díasiguiente construye las cosas másinsólitas… Quién sabe, quizás algún díallegue a sanear la fortuna de César.Aunque, si sigue hablando así de él —

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vaticinó Cayo Oppio—, acabaráahogado en la tina del baño del propioCésar.

—Peor aún —contradijo AuloHircio—, seducirá a su efebo Olo…

Ésa era una de las siemprerecurrentes alusiones a la relaciónhomosexual que, según dicen, Césarmantuvo con Nicomedes, el rey deBitinia, cuando era oficial de Termo. Apesar de que el asunto se remontaba amucho tiempo atrás, siempre era objetode los versos de escarnio que se lespermitía entonar a los soldados en lasmarchas triunfales sin castigo alguno.Me asombró bastante que los oficiales

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hablasen abiertamente de su general ensemejantes términos. ¿Pero qué meimportaban a mí todos esos chismes? Enmi cabeza bullían los pensamientos, y eldeseo de desaparecer de allí y avisar alos celtas del otro lado del río se hacíamás apremiante. Ya no escuché cuántosdenarios de plata, ventajas y privilegiosadicionales me prometía Cayo Oppio;estaba como paralizado pensando en eseplan hipócrita que ni el mismísimoMarte habría podido idear con másperversidad, esa infame argucia queCésar había tendido como un lazo que seestrechaba sin tregua porque los celtasemigrantes no sabían aún que habían

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caído en la trampa. En la otra orillaesperaban sin sospechar nada cientos demiles de hombres, mujeres y niños contodas sus posesiones, y no sabían que yaeran morituri, condenados a muerte enel matadero.

—Bien —iba diciendo Cayo Oppio—, no tienes que tomar una decisiónhoy, druida. Puedes pensarlo contranquilidad.

—Me decidiré dentro de siete días.—Ése era el tiempo que la delegacióncelta tardaría en presentarse para lasegunda entrevista concertada—. Noobstante, en caso de que entretantonecesitéis mis servicios, estoy bien

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dispuesto a seros de ayuda.Cayo Oppio y Aulo Hircio

recibieron mi respuesta con satisfacción.En ese momento se retiró la lona de laentrada y apareció un hombre mugrientoque llevaba una capa en forma deembudo sin mangas, hecha de un gruesotejido de lana negra, y botas de cueroaltas. Tenía una voz fuerte y hablaba conun marcado acento íbero:

—¡Balbo saluda a los poetas deCésar!

—¡Balbo! —exclamaron CayoOppio y Aulo Hircio casi a la vez.

Con los brazos abiertos fueron haciaél y se fundieron en un afectuoso abrazo.

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Agotado, Balbo se dejó caer sobre eltriclinio al tiempo que respirabaaliviado.

—¡Al fin! Los mercaderes nos daránlas gracias cuando construyamos víasdecentes en la Galia.

Cayo Oppio hizo venir de inmediatoa un esclavo. Éste le quitó las botas aBalbo y le ofreció agua fresca para quese lavara las manos y la cara. AuloHircio me dirigió una breve mirada.

—Éste es Balbo, Lucio CornelioBalbo, gaditano. Fue praefectus fabrumde César en Hispania y ahora es…

—El agente secreto de César enRoma —pregonó orgulloso Balbo, tras

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lo cual bebió con fruición el vinocaliente que le sirviera Cayo Oppio.

—Éste es Corisio, un druida celta dela tribu de los rauracos. Es posible quenos ayude a registrar los anales —dijoCayo Oppio.

—Eso cabe esperar, ¿verdad,Corisio? —preguntó Aulo Hircio.

Afirmé con la cabeza.—¿Ha sido cansado el viaje? —se

interesó Oppio.—Viene directamente de Roma —

me explicó Hircio.Balbo tomó un racimo de uva y

arrancó una que se llevó a la boca congran placer.

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—¿Qué se entiende aquí porcansado? Desde que no soy el tesoreroprivado de César, hasta la más locacabalgata por territorios bárbaros meparece un paseo. ¿Cómo le va a misucesor? ¿Ya se ha colgado?

—Mamurra se está divirtiendo conOlo en la tina —respondió Aulo Hircioentre risas.

Busqué un momento oportuno paradespedirme, pero Cayo Oppio y AuloHircio aún no querían dejarme marchar.

—Balbo es el contacto entre nuestrocampamento militar y Roma —explicóCayo Oppio.

El íbero asintió.

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—A través de mí, mi amigo CayoJulio César sabe en todo momento siPompeyo prefiere mandar que loapuñalen o que lo envenenen, o si Crasoya le ha prometido la libertad a ungladiador tracio con tal de que le llevela cabeza de César. De todos modos, losesposos de Roma preferirían que fuesesu rabo. —Balbo rió con ganas—. ¿Osacordáis de Serena, la de melenaoscura? Ésa que tenía un marido tanpequeño y moreno, cliente de César. Hadado a luz a una niña… ¡rubia! Y esoque sólo fue a consultarle a César por lacuestión de unas tierras.

También Cayo Oppio y Aulo Hircio

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se echaron a reír.—Ya veis —reflexionó Balbo—,

resulta trágico que Pompeyo conquistaraun imperio en Oriente, Craso acaparasemedia República y en cambio nuestroCésar sólo cause furor por su rabo. Peroeso lo vamos a cambiar, pues César estáhecho de otra madera. —Entoncesañadió algo en un tono más serio—: Sí,con el oro de los helvecios tendríadinero suficiente para igualar a Craso ycomprar sus propias legiones. Podríaconquistar un imperio en el oeste queensombreciera las hazañas de Pompeyoy lo convirtiera en soberano absoluto deRoma. Lo único que cuenta son las

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legiones, y quien puede financiar diezlegiones de su propio bolsillo es, enverdad el hombre más poderoso deRoma.

Oppio e Hircio asentían con lacabeza, y yo aproveché ese breveinstante de silencio para despedirme.

—Si me buscáis, me encontraréis enla tienda de Niger Fabio.

* * *

Fui a ver a Creto de inmediato.Estaba sentado en su tienda con otrosmercaderes de Massilia y maldecía alImperio romano. Si Roma se extendíapor la Galia, perderían sus lucrativas

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rutas comerciales hacia los germanos yla isla britana del estaño. Por eso Cretoapremiaba a sus colegas, aconsejándolesavivar el miedo que los romanos teníana los bárbaros. No obstante, la mayoríade los mercaderes ya no le escuchabapues el rumor de que César dispondríapronto de seis legiones se habíaextendido como el fuego y los precioshabían subido. Por doquier habíalibertos que iban a comprar mercancíaspor encargo de sus amos. Creto inclusotuvo que enviar a algunos de sus mozosde vuelta a Massilia para conseguirsuministros. Y es que seis legionesrepresentaba la suma de cincuenta mil

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compradores. En las granjas de losalrededores ya lo habían vendido todo,incluso la cosecha que todavía no sehabía sembrado. C. Fufio Cita, elproveedor de cereales privado deCésar, se había anticipado. Quien teníaun poco de conocimiento de la situaciónhacía un gran negocio mientras que elresto se quedaba con las ganas. A loscampesinos alóbroges les dabacompletamente igual quién les comprarala cosecha.

Cuando me vio, Creto se levantó yme llevó aparte.

—¡Corisio, debes entrar deinmediato en la secretaría de César!

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¡Necesito un informador en el ejércitode César!

—¡Y yo necesito un tonel de vino ycuatro mozos que me acompañen a laotra orilla!

Creto hizo un gesto de negación.—Eso es como tirar tu dinero al río.—No —protesté—. ¡Sobornaré al

aduanero Silvano!—Corisio —susurró Creto con voz

ronca—, llévate entonces diez toneles.—No —repliqué—. Todavía no se

lo he planteado a Silvano, y sólonecesito el vino como encubrimiento.Así nadie sospechará nada si voy a laotra orilla. Sólo necesito un tonel; si es

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el vino lo que te da pena, llénalo conagua. Pero proporcióname tambiéncuatro hombres.

—¿Por qué iba a sentir pena por elvino, Corisio? Espero, por supuesto, quelo pagarás. Estoy aquí para hacernegocios y si todavía no has sobornadoa ese tal Silvano, el transporte meresulta demasiado arriesgado. No puedodarte ni un tonel vacío. Si entraras alservicio de César y trabajaras comoinformador para mí, vería el asunto deotra forma.

Coincidimos al fin en que bastaríacon un pequeño tonel de vino barato dela tierra, que Creto me vendió a un

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precio abusivo, y a regañadientes meprestó dos esclavos, no sin antes insistiren que si sufrían daño alguno, tendríaque pagárselos. Incluso tuve que firmarun contrato al respecto. Creto exigía encaso de pérdida novecientos sesterciospor esclavo, lo cual era más o menos lasoldada anual de un legionario romano;cuando se trata de dinero, uno acabaconociendo bien a sus supuestos amigos.Protesté, puesto que en el mercado seencontraban hasta mulos por quinientosveinte sestercios. Sin embargo, Cretorespondió lacónico que yo era libre depedir esclavos prestados dondequisiera, pero que había disturbios y

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cada esclavo, cada sestercio, eranecesario. Debí de mirarle con granextrañeza, porque de pronto setranquilizó y me puso amistosamente elbrazo sobre el hombro.

—Corisio, le prometí a tu tío Celtiloque te vigilaría. Así que, amigo mío,quítate esa idea de la cabeza. Te loruego, ¿para qué quieres avisar a loshelvecios? ¿De verdad crees quetodavía no saben nada? Si deseasconvertirte en un gran mercader, debesaprender a sopesar los riesgos. Lo quete has propuesto esta noche no sirve denada; sólo puedes perder. Entra en lasecretaría de César y sé mi informador.

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Nuestro comercio de Massilia debeconocer el entorno de César para asívalorar el mercado con acierto. El saberlo es todo. No te pido que desvelesningún secreto militar, sólo que medigas lo que falta en los mercados galosy las intenciones de César. De ese modopodré estar allí antes que el resto demercaderes. A lo mejor abrimos unasucursal en Vesontio o en la costa, y tepondría al frente de ella.

Con el ceño fruncido eché un vistazoal contrato.

—¡No tienes por qué firmar esecontrato si entras en la secretaría deCésar y eres mi informador, Corisio! Te

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dejo encantado los dos esclavos, gratis.Se lo debo a Celtilo. Además, a ti tequiero como si fueras hijo mío.

Le dejé hablar y gesticular y lesrecordé sus obligaciones a los diosesque se habían unido a mi favor. Y firméel contrato.

Encontré a Silvano en la barraca demadera junto al puente derruido, y miidea de ir a vender un tonel de vino a laotra orilla no le gustó lo más mínimo.Sin embargo cuando le ofrecí un denariode plata le pareció que valía la penaconsiderar la idea, aunque hasta que nole di otro no me propuso hacerlepartícipe del negocio. Quería las

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ganancias, con todo, por adelantado. Asíque le di uno más. El cuarto denario deplata se lo entregué para que sobornaracon él al centurión que vigilaba elestrecho vado por el cual pasaríamos. Elquinto denario lo cobró por levantar eltrasero y acompañarme junto con los dosesclavos hasta el vado.

No obstante, en el río no hacíaguardia ningún centurión con suslegionarios, sino una unidad auxiliar deceltas alóbroges. Silvano les dio ordende que me dejaran cruzar a la otra orilla,lo cual al jefe alóbroge le pareció unaidea fantástica; acto seguido propusoque les dejáramos a él y a sus hombres

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el tonel de vino como regalo.Por el contrario, a Silvano aquélla

no le pareció una idea especialmentebuena. ¿Para qué iba yo a cruzarentonces a la otra orilla, si se suponíaque iba al otro lado para hacer dinerocon un tonel de vino?

El jefe alóbroge sonrió de oreja aoreja.

—Pues que vaya al otro lado arecoger pedidos. Nosotros losentregaremos la próxima noche. ¡Si esono es un buen negocio!

Así perdí cinco denarios de plata yun tonel de vino de cien litros. Les hiceuna señal a los esclavos de Creto, que al

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cobijo de la noche me acompañaron porel estrecho vado hasta la otra orilla.

Apenas habíamos alcanzado la otraorilla, cuando unas figuras oscurassalieron de la maleza y se nos acercaronsin hacer ruido.

—Tengo que ver a Divicón —susurré.

El zumbido de una hoja de espadarasgó el aire y de un golpe limpio lesepararon a un esclavo la cabeza deltronco.

—¡Soy Corisio, el rauraco! —grité.—¿Qué haces aquí? ¡Te hemos

tomado por un alóbroge!Dos jóvenes guerreros helvecios me

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rodearon. Por mi dialecto habían sabidoque yo no era alóbroge.

—He estado en la secretaría deCésar. Soy druida y traigo nuevas paraDivicón.

Uno de los helvecios se acordaba demí.

—Fuiste huésped de Divicón,¿verdad?

—Sí —respondí apartando la vistade la cabeza cortada del esclavo.

—¡Entonces eres el hombre de laperra de tres colores, el que acabó conel príncipe germano!

—¡Sí, pero llevadme ante Divicón!—¡Entonces eres el amigo de

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Basilo! —exclamó otro.—¡Así es, pero llevadme de una vez

ante Divicón!No querían más que beber, invitarme

a comer y volver a escuchar mifantástica historia. Estoy seguro de queel relato de Basilo superaba con crecesla realidad, y yo los habríadecepcionado.

Ordené al esclavo que me esperaseen la orilla e hice que los otros mellevaran ante Divicón. A lo largo de laorilla había miles de celtas acampados.Ocupaban una extensa superficie. Pordoquier había personas reunidas entorno a hogueras, que bebían, comían y

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conversaban en tono enérgico, y en laoscuridad se oían los aislados lamentosy los gemidos de enfermos y viejos. Unpenetrante olor a heces y orín flotaba enel aire. En algún lugar unos hombres seentregaban a una lucha encarnizada conlos puños. La tienda de Divicón seencontraba más o menos a una milla dela margen; el anciano estaba sentado,exhausto, en una banqueta de madera.Los esfuerzos del largo viaje lo habíandesmejorado a todas luces y a la titilanteluz de las lámparas de aceite vi el sudorfebril que perlaba su frente. Le costabarespirar y, una vez me hubo dadopermiso para hablar, le expliqué lo que

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había oído en la secretaría de César. Sinembargo, para mi sorpresa, Divicón yaconocía todos los detalles.

—¿A qué estáis esperando entonces?¿Por qué no tomáis el camino de lasquebradas?

Nameyo salió de entre la oscuridad.Quería reprenderme porque no eraasunto de un rauraco de diecisiete añosdar consejos al gran Divicón. PeroDivicón le hizo una seña para quecallara.

—Corisio —comenzó Divicón,arrastrando la voz—, comprendo a laperfección que César teme a loshelvecios. Por eso ha reclutado más

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legiones. Pero si nos prohíbe atravesarsu provincia, aceptaremos su decisión ytomaremos el otro camino. Es suprovincia.

—También os seguirá fuera de laprovincia.

—Lo sé, Corisio. También losesclavos que escapan por la nochecruzando el río lo explican. En caso deque César llegue a atacarnos, otro ríollevará el nombre de una humillaciónromana. No rehuiremos la lucha;estamos acostumbrados a presentarbatalla al enemigo en campo abierto.Preferimos luchar contra seis legionesromanas que contra dos, pues ésa es una

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victoria mayor y más honorable.Quedé perplejo. Había malgastado

cinco denarios de plata y un tonel decien litros de vino para nada. Rechacéagradecido la comida y la bebida queme ofrecieron. Nadie me dio las graciaspor haberme jugado la vida. ¿Y por quéiban a hacerlo, si había sido totalmenteinnecesario? Intenté ocultar midecepción como pude y salí de la tiendade Divicón enojado.

Fuera me esperaba Basilo.Intercambiamos una mirada radiante,como dos cometas celestes, y meacompañó de vuelta al río. Por elcamino le expliqué todas las historias de

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Mamurra, Balbo, Cayo Oppio y AuloHircio, así como la impresión que mehabía causado César.

Mientras vadeaba el gélido río conel esclavo, Basilo me gritó:

—Corisio, ¿volveremos a vernos?—Sí —susurré—, volveremos a

vernos. ¡En este mundo!De nuevo cruzamos el estrecho vado

amparados por la oscuridad. En la otraorilla había un gran jolgorio; aquelloparecía un recital de versos épicosalóbroges regado con cincuenta litros devino de la tierra. A mi esclavo de prontole entraron las prisas. Iba aincorporarme para informar a los

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alóbroges de nuestra vuelta cuando unalluvia de flechas abatió al esclavo deCreto.

—¡Malditos hijos de perra! —vociferé todo lo alto que pude—. ¡Soyyo, Corisio!…

Sin embargo, para mi sorpresa,montones de flechas volvieron a caer enel agua a mi alrededor.

—¡Soy el druida de César!Me tumbé de bruces y busqué a

rastras refugio tras el esclavo muerto.—¡Taranis! —grité—. ¡Confina al

siguiente que me dispare una flecha a lasprofundidades del mar y maldice hastatres generaciones de su descendencia!

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¡Prohíbeles la entrada al otro mundo portoda la eternidad!

—¡Basta ya, druida! —escuché queexclamaba alguien.

—Traed al druida a la orilla —gritóotro, el cabecilla del turno de guardiaalóbroge—: ¡Serénate, druida, ha sidoun descuido!

—¿Dónde está Silvano? —pregunté.El alóbroge se me quedó mirando,

angustiado.—¿De verdad eres druida?—¡Sí! —grité—. ¿Dónde está

Silvano?—Se ha marchado.—Ayúdame a pasar por la maleza

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—le ordené al alóbroge.Me tomó con cuidado del brazo y me

ayudó sin dejar de hablarme:—Retira tu encantamiento, druida,

no ha sido adrede, te lo juro…—¡Déjalo ya! —le increpé—. ¡Por

todos tus descendientes!—Pero, druida, perdónanos, por

favor.—Yo te puedo perdonar —siseé—.

Pero ¿podrá perdonarte Taranis, bajocuya protección me encuentro?

—¿Deberíamos ofrecerle unsacrificio? —sugirió dubitativo elalóbroge.

—Llévame al campamento de los

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mercaderes. ¡Pero a caballo!Hubiese preferido pedir que me

devolvieran el dinero, pero sabía queTaranis no lo habría aprobado. Undruida no debe amenazar jamás con losdioses para enriquecerse. De modo quehice que me condujera de vuelta alcampamento de los mercaderes y meencargué de que ofreciera el resto delvino a los dioses del río, así como lacabeza de tres soldados.

Reconfortado, el alóbroge cayó derodillas ante mí y me dio las gracias. Lomandé marchar de mala manera, pues seagarró a mi rodilla de tal forma que casime hizo caer.

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En la tienda de Niger Fabio metumbé, agotado. Wanda y el árabe mehabían estado esperando con ansia.Apenas entré en la tienda, Niger Fabiole hizo una señal a un esclavo para quetrajera la comida. Mandó servir pescadoa la brasa con las tripas rellenas decilantro y pasas. Como acompañamientohabía una salsa picante, una mezcla demiel, vinagre y aceite, aliñada conpimienta, levística, comino tostado,cebolla y ciruelas damascenas sin hueso.Relaté mi espeluznante historia y devoréla comida con obstinación. Estabadeprimido, me había jugado la vida paraayudar a mi pueblo, ¿y qué hacían ellos?

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¡Nada!Niger Fabio ya se había dado cuenta

de que entre Wanda y yo algo habíacambiado. Sin decir palabra, en losucesivo le prodigó las mismasatenciones que a mí e hizo que fuese laprimera en catar un amarillento vinoblanco de Corfú al que habían añadidoresina para su conservación. Hasta queno terminé de explicar la historia, noaparté la mirada de la comida. Vi queNiger Fabio y Wanda sonreían de orejaa oreja.

—Ya ves —dijo Niger Fabio— quepara protegerte no basta con un solodios.

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Sin duda tenía razón. Tomé a Wandaentre mis brazos y la beséapasionadamente. Me sentía muy feliz devolver a estar a su lado. A ella miscaricias le resultaban casi un pocoembarazosas en presencia de NigerFabio; a pesar de que también me habíaañorado, estaba preocupada por nomalograr mi reputación. Un druida celtano podía besar en público a una esclava.Sin embargo Niger Fabio era nuestroamigo protector e incluso Lucía se habíaacostumbrado a tumbarse a sus pies.

—¿Hoy no tienes huéspedes, NigerFabio?

—No, amigo mío, ahora todos tienen

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muchos quehaceres. Cincuenta millegionarios marchan hacia aquí. Eso yano es un ejército, sino una ciudadbulliciosa. Si acampan más de un mes enalgún sitio, en cien leguas a la redondano se encuentran ni ciervos ni liebres, nicereales ni pescado. Y si se quedan allíotro mes, en el suelo que rodea elcampamento brotan como la mala hierbacasas, mercados y almacenes de víveres.Cuando el ejército se pone en marcha,deja atrás una ciudad en plenofuncionamiento que vuelve a decrecerpaulatinamente. Por eso, mi jovenamigo, no tengo huéspedes hoy.

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* * *

A la mañana siguiente le di dinero aWanda para que comprara víveres y doscaballos de refresco. También le pedíque se recogiera el pelo con una vitta,una cinta de lana roja.

—¿Para qué, amo?—Así los romanos te dejarán en paz.—¿Por una cinta de lana roja?—Bueno —repliqué con

impaciencia—, llévate también a Lucía.Eso también servirá de algo.

No quería decirle que las romanascasadas lucían cintas de lana roja.

Cuando Wanda se marchó, le pedí a

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Niger Fabio agua limpia y permiso paracocinar yo mismo. Accedió aregañadientes, puesto que no es buenoque los esclavos vean que los amosrealizan tales trabajos. No obstante,Niger Fabio me dio plena libertad yahuyentó a los esclavos curiosos paraque pudiese trabajar con tranquilidad.

—Por cierto —dijo también—,Creto ha preguntado por ti, busca a susdos esclavos. Estaba bastanteenfadado…

No tenía tiempo para pensar enCreto. Le compré a un mercader romanouna mano de almirez, un mortero conpico y un odre sin usar, y después volví

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a la tienda de Fabio Niger. Concuidadosos ademanes de principianteempecé a trabajar en el tosco morterouna hierba tras otra con la mano dealmirez mientras el agua cocía delantede mí. Sólo dejé sin machacar el beleño.Mis amigos y familiares se habríansentido orgullosos de mí, y deseé contodas mis fuerzas que estuvieran allí,viéndome. Me concentré en mi cuerpo,como me había enseñado Santónix, ysentí poco a poco el calor de mismúsculos sin prestarle por ello menosatención a la preparación de la mixtura.

Cuando acabaron de cocer lashierbas, dejé enfriar el líquido y

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después lo vertí en un odre nuevo. A lamañana siguiente quería salir a caballoen dirección a Massilia y ponerme encontacto con los dioses en un lugarsagrado. Ellos me mostrarían el camino.Como me estaba preparando para unrito, no podía pasar la noche conWanda. Quería decírselo en la pequeñatienda que Niger Fabio había puesto anuestra disposición, pero cuando mearrodillé ante ella y le expliqué por quéno se podía estar con ninguna mujer enel intervalo entre la preparación de unamixtura secreta y la invocación a losdioses, me acarició comprensivamentelos muslos hasta que me excité tanto que

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consiguió llevarme sin esfuerzo a sulecho de pieles. Debo admitir que no meatormentó la mala conciencia. CuandoWanda me miraba, mordía el anzuelocomo un pez, agitándome excitado yposeído sólo por el deseo de penetrarla.Cada uno de sus gestos me cautivaba ysu voz me ponía feliz y contento, igualque un falerno bien conservado. Si a losdioses no les gustaba eso, tendrían quehabernos hecho de alguna otra forma. Alalba nos quedamos dormidos, agotadosy enredados uno con el otro.

* * *

Cabalgué solo hacia el sur y dejé a

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Lucía al cuidado de Wanda. Los celtastenemos numerosos santuarios. Algunosconstituyen auténticos centros deperegrinación que son conocidos,apreciados y visitados por poblacionesenteras, mientras que otros sólo losconocen los druidas. Sin embargo, en elfondo los dioses viven en todas partes;se los puede sentir al entrar en losbosques. Intenté concentrarme en el ritoinminente, pero no dejaba de oír la vozde Wanda, oler el aroma de su cabello ysentir aún la humedad de sus muslos enmis manos. No sé si mis pensamientospusieron demasiado a prueba lapaciencia de los dioses, pero Wanda era

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como un espíritu que había anidado enmí y crecía como un hijo que se hadeseado con fervor. Ella era el espíritudel amor.

No pude evitar reírme de mí mismoal pensar en el inocente jovencitosentado bajo el roble de la granjarauraca, el que soñaba con llegar a serel libro más grueso y apreciado de losceltas. ¡Dormir con Wanda eramuchísimo más divertido! Por supuesto,estudiar los astros con la ayuda decálculos astronómicos era sin dudainteresante, pero ¿no era más fascinanteestudiar con caricias el cuerpo de unamujer? Intentaba sinceramente librarme

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de esos traviesos pensamientos para queningún dios malhumorado y aburrido seenfadase, pero no acababa deconseguirlo.

Al cabo de algunas horas de caminollegué a un pequeño lago de montaña. Elsol estaba justo encima de mí y el aguaresplandecía como pequeños espejos debronce al sol, cristalina y limpia. En elfondo del lago relucían objetosmetálicos. Sin duda, en el pasado sehabían realizado allí numerosasofrendas. Me quité los zapatos de cueroy me lavé los pies; después me limpiélas manos. Me enojé por un instante alcreer que había olvidado el verso

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adecuado. ¿No me había advertidoSantónix acerca de los peligros delvino? ¿No era cierto que el vinoafectaba a la memoria como un fuegoque agujerea el pergamino?

Me arrodillé y levanté los dosbrazos hacia el cielo.

—¡Oh, dioses! ¡Oh, Taranis, Eso yTeutates! Cuando fui engendrado, micreador me dio forma de la fruta de lasfrutas, de las malvas y las flores de lascolinas, de las floraciones de losárboles y los arbustos, de lasfloraciones de la ortiga. Fui hechizadopor la sabiduría de los dioses y de sushijos.

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Abrí el odre con reverencia, bebí…y me quedé sin respiración. No sé sihabía pronunciado el verso equivocadoo si había preparado mal la bebida. Encualquier caso, de inmediato sentí cómolos dioses penetraban en mí, mearrancaban el corazón de su sitio y lolanzaban muy lejos. Fui arrastrado, flotéen un arco elevado sobre los campos,que se sucedían cada vez con mayorrapidez y más colorido a mis pies, yescuché reír al tío Celtilo con tantafuerza que los venados huyeron delbosque y los pájaros salierondespavoridos.

Había querido consultar a los

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dioses. Quería que me revelaran unatisbo del destino de mi pueblo. Sinembargo, en lugar de eso las colinas seconvirtieron en pechos turgentes, losárboles parecían penes erectos y ellejano retazo de bosque hacia el quevolaba era el palpitante pubis de unabárbara que se abría despacio, como uncapullo. Advertí demasiado tarde que lacorteza terrestre se partía debajo de mí,y que caía por una estrecha gargantacuyas paredes de granito estaban tanjuntas que al paso me iba pelando comouna cebolla.

* * *

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Cuando volví en mí estaba tumbadoy desorientado, con la cabeza hundida enmi propio vómito. Lo primero que mevino al pensamiento fueron las cebollasy el rostro colérico de Creto. Meencontraba tan mal que imploré a losdioses que me dejasen morir. Me sentíamiserable y no podía dejar de vomitar.Tenía el estómago vacío desde hacíarato y ya arrojaba hiel, pero aun así losdioses no estaban satisfechos. PorEpona, ¿qué es lo que había hecho mal?

—No lo sé, druida —respondió unavoz extraña.

Abrí los ojos y vi unas carasborrosas que flotaban como nubes a mi

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alrededor. ¿Estaba ya en el otro mundo?¿Era el otro mundo tan parecido alnuestro?

—¿Celtilo? —pregunté,desconfiado.

—¿Qué le pasa a Celtilo? —dijo elextraño con tranquilidad.

—Celtilo ha muerto —murmuré.Por un breve instante vi al extraño

con gran claridad. Llevaba bigote, igualque los celtas, y tenía el pelo rizado,pero corto. Del cuello le colgaba latorques de oro de un noble. También lafíbula que le sostenía la capa de jineteera muy valiosa.

—¿Han matado a Celtilo los

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romanos? —preguntó el extraño.No acababa de comprender a qué se

debía el interés que mostraba por mi tío.—No —dije con gran esfuerzo—,

sabes muy bien que ningún romano haacabado con Celtilo. Los bárbaros nosmatamos entre nosotros.

Intenté mantener los ojos abiertos yver con claridad, pero sólo lo conseguíadurante breves instantes. El dolor queme atravesaba las sienes era demasiadointenso. En mi interior arreciaba unatormenta. Me sentía como si estuviese apunto de estallar en pedazos.

El extraño de pelo rizado merecordaba a un noble celta de las filas

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romanas. Allí se alzaba, orgulloso,rodeado de otros celtas que sin dudaeran sus súbditos. No llegaba a losveinticinco años de edad ni muchomenos, pero ya poseía la autoridad de unjefe. Grande era el prestigio del quedisfrutaba entre sus acompañantes,ganado seguramente en el campo debatalla. Se inclinó sobre mí.

—Dime, druida, ¿tuvo que morir mipadre Celtilo por querer convertirse enrey de los arvernos o porque mi tíoGobanición así lo quería?

Ya no entendía nada en absoluto. Elextraño, al parecer, pertenecía a la tribucelta de los arvernos y su padre se

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llamaba igual que mi tío. Por Taranis, deveras que no estaba de humor paraexplicárselo. Y mucho menos en aquellasituación.

—En la tierra que los romanosllaman Galia, todo celta que desee serrey de su pueblo debe morir —respondíen un último esfuerzo.

—¿Qué pasa con mi tío Gobanición?¡Por favor, druida, dímelo! Él me odia.Me ha desterrado de Gergovia. De noser por él, jamás en la vida me habríaalistado en la legión romana. ¿Volveré aver Gergovia algún día?

—Sí —gemí, atormentado por eldolor.

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Luego volvieron a empezar losespasmos y me retorcí como un gusanoherido hasta casi tocarme la frente conlas rodillas, vomitando de nuevo hielamarillenta. Sentí que perdía laconciencia otra vez. Fue como si mehubiera golpeado la cabeza, igual que unhuevo en el borde de una caldera debronce. Caí sobre algo amarillo queborboteaba como un manantial caliente ypedí auxilio. Sentí que aquello amarillose volvía cada vez más sólido y duro, yentonces vi sobre mí la boca de Creto,gigantesca, preguntándome por elparadero de sus dos esclavos. Estabafurioso. Agarró aquel curioso pimentero

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que representaba a un esclavo encuclillas y lo agitó con ira sobre elcaldero de bronce. Los granos negrosgolpeaban mi cabeza igual que rocas delava endurecida.

—¡Corisio! —oí que llamaba unavoz desesperada, que sin duda no era lade Creto.

Abrí los ojos.—Lucía te ha encontrado —oí decir

a alguien.Intenté ver a la persona, pero la

cabeza me seguía doliendo como sicincuenta herreros golpetearan missienes sobre un yunque candente. Volvía cerrar los ojos.

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—¿Me reconoces, amo?¡Por Catúrix y todo el gremio divino

que en ese momento se reía de mí! EraWanda la que estaba arrodillada ante míy me limpiaba el vómito de la cara conhojas y manojos de hierba.

—Cuando oscureció nospreocupamos. Lucía te ha encontrado,amo. Estabas acompañado de jinetes.

—¿Jinetes? —pregunté,desconcertado. Me acordaba muy biende la conversación que mantuve conaquel joven arverno, pero también delos pechos turgentes del paisaje y layema de huevo friéndose—. ¿Jinetes?¿Arvernos?

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—Sí —respondió Wanda conimpaciencia—. Pero vamos, debemosregresar.

—No puedo —gemí como unguerrero agonizante en el campo debatalla—. Por favor, déjame aquí. Nome toques.

—Pero hará frío, amo. Debemosregresar antes de que oscurezca deltodo. Pronto aparecerán las primeraspatrullas romanas y te tomarán por uncelta enemigo.

Tenía razón. Me volví hacia un lado,doblé las piernas y seguí girando hastaquedar de bruces. Respiré hondo eincorporé el tronco mientras Lucía me

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lamía la cara con fruición. Por lo menosya me había puesto a gatas. Sentí algo enel puño; lo abrí y contemplé unapequeña estatuilla de oro querepresentaba a un hombre sin brazos nipiernas. Llevaba una torques y en subarriga distinguí un jabalí.

—¿Qué es esto, Wanda?Wanda tomó la estatuilla de oro y se

la guardó.—No sé. ¡Date prisa!Volví a verlo todo negro.—Wanda, en mi bolsa de cuero hay

muérdago. En caso de que… Una solahoja… ¿Me oyes? Sobre la lengua.

Volví a recostar despacio el tronco

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y, de repente, sentí una mano que merevolvía las tripas como una garraabrasadora. Perdí el conocimiento y dicon la cara sobre la hierba.

* * *

—Has dormido tres días —dijoWanda mientras yo abría un poco el ojoizquierdo y lo cerraba de inmediato,agotado. Oía su voz, pero no teníafuerzas para responder ni para abrir losojos. Inerte, dejé que me alzara lacabeza. Me costaba respirar, con laboca medio abierta. Entonces sentí algomojado sobre los labios: agua fría,dulce, limpia, y al abrir los ojos algo

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después Wanda bebía agua de un cuencode madera. Volvió a inclinarse sobre míy buscó mis labios; el agua fluyó de suslabios a mi boca como un pequeñoriachuelo.

—¿Qué hace nuestro aprendiz demago? —preguntó Niger Fabio riendo.

Estaba frente a mí con sus ojosamistosos y radiantes. Sin turbante, conaquella melena negro azabache y la granbarba, parecía aún más salvaje yexótico. Dio unas palmadas. El dolor medemudó el rostro; cada sonido era unatortura.

—Mi queridísimo amigo, hayalbaricoques asados con pimienta

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machacada, menta, miel y vinagre devino.

A la mención del vino me estremecíligeramente.

—Después tienes huevos asados,muslos de pollo e hígado de cerdo concaldo de cebolla, pescado hervido condátiles de Jericó y, como guinda, unasado de jabalí salpicado de cominotostado en una salsa de vinosalpimentada, con piñones, mostaza yliquamen. ¡Tu cuerpo necesita sal!

Asentí.—Para nosotros, los de Oriente, el

arte de la curación y el de la cocina soncasi uno. Eres lo que comes.

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Asentí de nuevo, cansado.—Y vomitas lo que has comido.Los dos esclavos me levantaron a

una señal de Niger Fabio, pero debí deponerme de pronto pálido como la cal,porque al instante me volvieron a dejar.

—Traedle la comida a la tienda —dispuso Niger Fabio.

Así lo hicieron. Los esclavostrajeron cuencos de agua y paños paralavarme las manos y después mesirvieron una comida digna de un rey.

Vacilante y tembloroso, fui tomandopequeños bocados que alternaba consorbos de agua. Disfruté de la fríahumedad al contacto con mi cuerpo

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reseco mientras éste, bajo la mirada deNiger Fabio y Wanda, iba despertandopoco a poco a una nueva vida. De prontoreparé en una pequeña estatuilla de oroque había sobre la mesa. La recordabavagamente.

—La tenías en la mano cuando teencontré —dijo Wanda.

—¿Quieres decir que me la hanregalado los dioses? —pregunté,incrédulo.

Eso me habría sorprendidomuchísimo. Los dioses eran insaciablescomo los ríos y los lagos en los que leshacíamos ofrendas, y todavía no habíaoído nunca que un dios hubiese devuelto

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nada. Cogí la pequeña estatuilla y laexaminé: tenía un orificio en el cuellopara deslizar una correa de cuero yllevarla colgada a modo de collar.

—Creo que es una deidad de losarvernos. No estoy muy seguro, pero sellama Euffigneix o algo así. Es un diossalvaje.

—A lo mejor te la puso en la manoese joven arverno. Recuerdo que aldespedirse te cerró el puño.

—¿Tú también viste al jovenarverno? —pregunté sorprendido.

—Sí —respondió Wanda—. Seencontraba junto a ti con sus guerrerosc ua nd o Lucía te encontró. Estaba

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entusiasmado porque habías profetizadola muerte de su padre, Celtilo, y suvuelta a Gergovia.

Me pasé lentamente la mano por elpelo y me di un masaje en la tensa nuca.Ya volvía a recordar. De modo que mehabía encontrado de veras con esearverno. Le había hablado del tío Celtiloy, como el padre del arverno también sellamaba así, me había malinterpretadopor completo.

—¿Y cuando llegaste tú los arvernossiguieron camino?

—Sí, amo. Iban a reunirse con suunidad. Su cabecilla es oficial decaballería en la legión romana.

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—¿Dijo algo más?—No. Yo le grité: «Dime cuál es tu

nombre, arverno…»—¿Y? —pregunté con curiosidad.—Vercingetórix. El joven se

llamaba Vercingetórix.Jamás había oído ese nombre. De

pronto Creto me vino al pensamiento.—¿Ha preguntado por mí un

mercader de vinos de Massilia? —pregunté, vacilante.

Niger Fabio asintió gravemente conla cabeza.

—Sí, druida. Me pareció como si deveras se preocupara por tu salud.

—¿Eso es todo?

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—No. También estaba… buscandodos esclavos nuevos. Dijo que habíaperdido a sus dos mejores esclavos.

—Sí, claro —murmuré—. Losmuertos siempre resultan ser losmejores. Seguro que hablaban treslenguas, eran los mejores aurigas deRoma y podían convertir la arena enoro.

—¿Cómo lo sabes? —bromeó NigerFabio.

Hice un gesto impaciente.—Firmé un contrato. ¡En caso de

pérdida le corresponden novecientossestercios por cada esclavo!

—¡Cuatrocientos cincuenta denarios

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de plata! —exclamó Niger Fabio.—En fin —mascullé entre clientes

—, la verdad es que he malgastado unbuen montón de dinero. Me pregunto siese hatajo de dioses no se habrádormido allá arriba.

Wanda puso una cara larga. Ella erami única posesión, aunque dudo queCreto me la hubiese comprado pornovecientos sestercios. Si no conseguíaun crédito en alguna parte, ya podíaofrecerme yo mismo como esclavo.Estaba en manos de Creto. Me enfadémuchísimo con mis dioses.

—Dime, ¿cuántos días he dormidoen total? ¿Ha estado ya otra vez aquí la

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delegación celta?—Has dormido seis días, amo —

respondió Wanda con voz triste.—Eso significa que los helvecios

vendrán mañana de nuevo. En caso deque César mantenga su palabra.

—Sí —replicó Niger Fabio—.Mañana César tendrá que quitarse lamáscara. Tengo curiosidad por sabercómo llevará el asunto.

—Con unos cincuenta mil soldadosno tendría que ser ningún problema.

—Están de camino, a marchasforzadas —gruñó Niger Fabio mientrasroía un hueso de pollo.

Lucía ya estaba a su lado y apoyaba

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el hocico chorreante sobre su rodilla ala espera de que se apiadase de ella. Porlo visto la había acostumbrado a ello enlos últimos días.

—No se ha movido de tu lado,Corisio —informó Niger Fabio—. Hastaque no bebiste por primera vez despuésde tres días no nos prestó atención. Asísupimos que te recuperabas.

Wanda esbozó una sonrisa forzada.Comprendí que había sufrido muchotodo ese tiempo, y seguro que ahoraluchaba contra su destino porque temíaque la vendiera como esclava. Sonreípara tranquilizarla.

—Lucía es una perra divina —dijo

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Wanda llena de orgullo—. Por eso sabíaque los dioses habían decidido queCorisio viviera.

Niger Fabio esbozó una sonrisacortés. No quería contradecirla. Para élsólo contaba que yo hubiesesobrevivido. Al parecer era más fácilhacerse pasar por druida que serlo.

Silvano entró en la tienda.—Salve, bárbaros —bromeó, y se

alegró al verme allí—. Ya veo que elmundo de los muertos te ha escupido devuelta.

—Sí, Silvano, me han pedido quevolviera a pasarme por allí másadelante. Por cierto, te eché en falta

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aquella noche en la orilla del río. Merecibieron con una lluvia de flechas.

—Bah, estos alóbroges —criticó enun tono frívolo—, no se les puede quitarel ojo de encima ni un momento.Imagínate, hace un par de díasencontramos en la orilla tres cabezascortadas de la cuarta cohorte. Estabanensartadas en unos postes que alguienclavó en la orilla del río.

—Parece una ofrenda a los dioses—dije con fingimiento.

—¡Si quieres saber mi opinión,fueron los alóbroges!

Me encogí de hombros mientrassaboreaba en secreto el placer de haber

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amedrentado de tal forma a aquelcabecilla alóbroge para que siguiera misórdenes. Si César quería conquistar laGalia, a buen seguro tendría que colgarantes a todos los druidas.

—Pero no estoy aquí por esahistoria. Aulo Hircio y Cayo Oppio sehan interesado por ti. Parece que lescaes bien. Tengo que preguntarte simañana harás de intérprete para ladelegación helvecia.

—Sí, Silvano, allí estaré.De pronto tuve un pensamiento fugaz

como una inspiración. ¿No me habríandejado los dioses fuera de combate porun motivo muy concreto? Bueno, no se

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me ocurría ninguno, pero así son losdioses a veces. Se les ocurre algo ynosotros nos devanamos los sesospensando lo que habrán querido decircon ello. La respuesta más sencilla,claro está, era que yo no servía paradruida. No obstante, no me convencíaesa interpretación.

—Y en cuanto a ti, Niger Fabio…—dijo Silvano.

—Siéntate, Silvano, sé mi huésped.—Gracias. Imagínate, cuando Úrsulo

ascienda a prefecto del campamento, yotendré posibilidades de ser ascendido aprimer centurión.

—Oh, eso te habrá costado una

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fortuna —bromeó Niger Fabio.—¿Acaso cuestionas mi valor,

árabe? —gruñó el romano condesacostumbrada vehemencia.

—No, valerosísimo Silvano —dijoNiger Fabio entre risas—, sólo tupoderío económico. Seguro que loscinco denarios de plata que le sacaste ami joven amigo no te bastarán.

—¿Me concedes un crédito? —rogóSilvano, ahora de repente serio.

—No —respondió Niger Fabio conseveridad—. Ningún romano recibirá uncrédito mío en la Galia. Este territoriome parece demasiado agitado.

—Escúchame bien, árabe: el

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praefectus castrorum que se jubilaquiere regalarle un caballo a César,porque le ha proporcionado unarrendamiento lucrativo en Roma.

—Pensaba que a César leinteresaban más las mujeres que loscaballos —dijo Niger Fabio.

—Las mujeres las toma confacilidad, pero los caballos tiene quecomprarlos.

—Lo siento, Silvano, no tengocaballos en venta —replicó Niger Fabioen tono amistoso.

—¿Y esos dos de ahí afuera? Teofrezco ochocientos denarios de platapor los dos animales. —Silvano estaba

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un poco exaltado porque intuía queNiger Fabio no iba a vender.

—Comprendo muy bien que elprefecto del campamento que se jubilaambicione impresionar a Cayo JulioCésar con su eficiencia. Pero, en casode que te haya encomendado comprar uncaballo por ochocientos denarios,seguramente se referiría a una mula o aun burro.

—Nueve mil denarios por los dos—replicó Silvano desoyendo la ironíade Niger Fabio, que para otros romanoshabría sido una afrenta de consecuenciasgraves. Nueve mil denarios, eso era porlo menos la paga de dos años de un

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primipilus.—Silvano, ¿sabes cuál es la tarifa

por fanega de carga de Roma aAlejandría? Dieciséis denarios. Uncaballo representa alrededor de milochocientas fanegas. Eso haríaveintiocho mil ochocientos denarios porun jamelgo desnutrido, mareado y cojo.Pero mis caballos son los más velocesde todo el Mediterráneo. En Roma, losganadores están recibiendo doce milquinientos denarios de plata por unasola carrera.

—¡No me irás a pedir cuarenta mildenarios de plata por un caballo! —exclamó el romano indignado. Niger

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Fabio sonreía.—¡Luuuuna! —llamó de pronto con

una voz clara y melodiosa.Al poco, la yegua blanca metía en la

tienda esa musculosa cabeza quedescansaba majestuosamente sobre unancho cuello de caballo árabe de puraraza.

—¿Te vendo, Luna? —preguntóNiger Fabio.

El animal relinchó y sacudió lacabeza, y al hacerlo le dio en la cara aSilvano con las crines limpias ypeinadas.

—Ven aquí, Luna.La yegua entró en la tienda y se

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colocó detrás de Niger Fabio. Lucía seme acercó y se sentó a mi izquierda; alparecer recelaba un poco del nuevohuésped.

—¿Tienes hambre, Luna?La yegua alzó los ollares y le tiró

con los labios de la oreja izquierda,oculta por el pelo negro. Niger Fabiocogió un dátil, se lo puso en la boca y selo ofreció. Luna lo tomó agradecida. Selo comió haciendo mucho ruido ymostrando sus enormes dientes como siestuviera riendo.

—Vete ya, Luna.Obediente y elegante, la yegua árabe

salió de la tienda con paso orgulloso.

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—¿Veis? —dijo Niger Fabio conorgullo en la voz—. Cada animal secomporta tal como se le trata. —Entonces se volvió hacia Silvano—:Para los romanos todos los animales sonbestias útiles, en la arena matáis inclusoa los ejemplares más bellos. He oídoque César organizó siendo edil unacacería en honor a Júpiter que duróquince días y quince noches.

Silvano negó aquello con la mano.—Los rumores vuelan, pero a

menudo son falsos. César enfrentó atrescientas veinte parejas de gladiadorescon armaduras plateadas. Tuvimosmiedo de que planeara un golpe de

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Estado; por eso los juegos de Césaranduvieron en boca de los patricios.Pero el pueblo romano valorómuchísimo que como edil se endeudarahasta el punto de ofrecerles unespectáculo que eclipsaba a todos losanteriores.

—Sí, claro —murmuró Niger Fabio—. César y sus eternas deudas… Dicenque hace cuatro años era el hombre másendeudado de Roma…

—¡Qué te importan las deudas deCésar! —exclamó Silvano, perdiendo lapaciencia.

—Cuando una personaenfermizamente ambiciosa tiene enormes

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deudas, puede ser un peligro para todala humanidad.

—¡Niger Fabio, una palabra más encontra del procónsul y haré que teahoguen en las letrinas del campamento!Te ofrezco cincuenta mil denarios deplata por los dos caballos. Puedes estarorgulloso de que César monte en tusrocines.

—¿Quieres decir que un día lespodré explicar a mis hijos que el mayorarruinado de Roma me compró loscaballos? No, si no César afirmará quetuvo que saquear toda la Galia parapoder pagar mis dos caballos. Sé que lalengua de César es más temible que su

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espada.El semblante de Silvano se

oscureció.—No tengo mucho tiempo, Niger

Fabio. Si no se los quieres vender alprefecto del campamento, al menosvéndemelos a mí. ¡O aclárame losmotivos de tu conducta!

—Con mucho gusto —dijo NigerFabio con seriedad—. Aprecio a Lunamás que a algunas jóvenes de mi harén.La quiero como a mi propia hija. Poreso jamás se la vendería a alguien condos piernas; las personas creen que losanimales son tontos porque noconstruyen templos ni vías. ¿Acaso

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necesitan tales cosas?—Pero los romanos queremos a los

animales. ¿Les haríamos esculpirlápidas, de lo contrario? ¿Lesencargaríamos versos elegiacos? —Irritado, agarró el vaso que le ofrecía unesclavo y tiró el vino—. ¿Pero tú eresmercader o filósofo? —bufó Silvano.

Niger Fabio se levantó, y elresplandor de su mirada habíadesaparecido.

—Silvano, el druida celta Corisio esmi amigo. Tu general Cayo Julio Césarse dispone a aniquilar a su pueblo y yono podré impedirlo. Pero no lo hará alomos de uno de mis caballos.

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—Ochenta mil denarios de plata, esmi última palabra.

Niger Fabio sonrió.—Ya sé que en Roma todo tiene un

precio. Pero ya te he dado mi respuesta,y es definitiva e irrevocable.

—La respuesta de un árabe nunca esirrevocable. ¡Con cada hora cambiáis deparecer y de alianzas! Vuestro carácteres tan firme como una bandera a merceddel viento.

—Ofendes a mi pueblo, romano —replicó Niger Fabio con serenidad.

—Tienes unos principios extraños—se acaloró Silvano—. No quieresvender los caballos, pero arroz, perlas,

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hierbas, todo eso lo vendes sin ningúnescrúpulo.

—No tengo la misma relación con ungrano de arroz que con Luna. No sé sihabías pensado en eso, romano.

Silvano se tragó el siguiente vaso devino y mientras asía rápidamente elmango de su puñal con la mano derechaamenazó:

—¡Si no me vendes los caballos, meencargaré de que ningún legionarioromano te compre nada más!

—Las prohibiciones siempre hanavivado el negocio. Por semejante gestote estaría muy agradecido. Lo que Romaprohíbe, Silvano, se extiende por todo el

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Mediterráneo con toda seguridad.Además, no conozco a ningún legionarioromano que rechazase una porción dearroz con azafrán. ¿Puedo sugerirte quete lleves un poco?

Silvano estaba allí plantado, como silo hubiesen dejado inconsciente de pie.

—Por mí, está bien —siseó—. Yponme también un par de dátiles deJericó.

Niger Fabio encomendó al esclavoque llenaba las copas la tarea decumplir el deseo de Silvano. Con un«valete semper» farfullado, Silvano sedespidió de Niger Fabio y me aconsejóque me presentara puntual a la hora

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cuarta del día siguiente delante delpretorio. Se sacó una pequeña tabla decera sellada del cinto y me la lanzó.

—Tu salvoconducto, druida. —Acontinuación salió de la tienda.

—Le habría encantado matarte. Enlugar de eso, acepta tus regalos. ¿Cómopuede alguien humillarse de esa forma?—observé al cabo de unos instantes.

—Es un trato muy habitual —respondió Niger Fabio con una sonrisa—. No se mata a quien te hace regalos;de modo que si nadie me compra nadamás, sigo camino. No creo que eso leinteresara a Silvano.

Nos reímos, puesto que Wanda y yo

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jamás habíamos contemplado la cuestióndesde esa perspectiva.

—¿Tenéis alguna escuela en la queos enseñen el arte de esa dialéctica? —pregunté.

—No —contestó Niger Fabio riendo—. Es la vida la que te enseña quépalabras son más rentables. Ya de jovenacompañaba a mi padre en sus viajes. Élera esclavo, pero su amo confiaba en él.Él me enseñó cómo evitar avivar unfuego ardiente, y cómo se puede sacarprovecho económico de cada situación.

—El regalo que le has ofrecido aSilvano al despedirte te habría costadola cabeza con un celta. Cualquier celta

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lo habría considerado una ofensa.—Un celta quizá, pero no un

mercader celta. La mayoría de la gentetiene un precio y no consideravergonzoso aceptar un regalo comosoborno. La alegría por el regalo esmayor que la vergüenza.

Yo estaba impresionado. Hastaahora sólo había conocido a NigerFabio como oriental de buen corazón.Sin embargo, el contacto con las culturasde todo el Mediterráneo habíaensanchado sus horizontes y aguzado suinteligencia.

—Dime, Niger Fabio, ¿por qué osconsideran a los árabes peces

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escurridizos?Niger Fabio sonrió de forma

generosa.—Si quieres comprender la

mentalidad de nuestro pueblo, ¿no bastacon comparar el dromedario con elcaballo? —Esperó con paciencia algúnindicio de que yo entendía lacomparación para proseguir—: Lospueblos nómadas de los desiertos árabestienen fama de cambiar a diario deopinión y alianzas. Para un griego o unromano eso será tal vez un indicio deinconsistencia, pero olvidan que para unnómada una opinión expresada no esdefinitiva, ni una alianza está pensada

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para la eternidad. Por eso no lesatribuimos a las opiniones ni a lasalianzas un significado especial, puestoque ambas partes saben que puedenvariar en cualquier momento. Por lotanto, para nosotros un cambio deopinión o la anulación de una alianza noes asunto grave. Los pueblos que dan alas alianzas un significado casi sacro,como es natural, tienen problemas paracerrar pactos con nosotros. Pero, comoya he dicho, comparan dromedarios concaballos.

Niger Fabio pidió a los esclavos quetrajeran agua fresca para lavarnos lasmanos antes del último plato. Aún nos

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explicó mucho más sobre las salvajestribus de jinetes de Oriente y sobre lastribus errantes de los príncipes de losdesiertos árabes, y Wanda y yo fuimoscomprendiendo poco a poco que losnómadas, al pasar toda la vidarecorriendo los desiertos, tienen unarelación con lo definitivo muy diferentea la de un pueblo que vive en casas depiedra y apenas está sujeto a cambios.Niger Fabio era un narrador excelente, yme fascinaba establecer comparacionesentre diferentes culturas y mentalidades,descubrir cómo nacen las distintascostumbres y por qué a veces son tanopuestas que la gente cree que sólo es

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posible vencerlas mediante la fuerza.Poco después visité a Creto para

zanjar el asunto de los dos esclavos. Notenía sentido prolongar más esa historia.Así no se resuelven los problemas. PeroCreto no estaba. Me dijeron que habíapartido y que no volvería hasta al cabode un par de días. Cuando le pregunté auno de sus libertos si el mercader estabamuy enfadado, sonrió con acritud y medeseó mucha diversión en mis últimosdías de libertad…

* * *

Cuando la delegación celta llegó dela otra orilla, constató que en los

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últimos ocho días habían cambiadomuchísimas cosas. La orilla romanaestaba fortificada con una muralla yprotegida con fosos por la vertientenorte. El camino hacia el campamentomilitar estaba flanqueado porlegionarios prestos para la lucha,equipados con armas relucientes. No fueun recibimiento triunfal. En ningún lugarse oyó un cornu ni una tuba; hasta losperros mostrencos a los que siempre seles oye gruñir o ladrar en losalrededores de un asentamiento humanoparecían haber enmudecido. Aquelsilencio transmitía algo peligroso,amenazador. Sólo se escuchaban los

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amortiguados golpes de los cascoscontra la blanda tierra.

A lomos de mi corcel esperé delantedel campamento militar la llegada de ladelegación celta, junto con los jóvenestribunos, los prefectos, la guardiapretoriana de César y Silvano. Césarhabía prohibido a la delegación laentrada al campamento. Yo debíasaludar a los enviados y rogarlespaciencia. César llegaría en cualquiermomento.

Nameyo y Veruclecio recibieron laofensa de César sin alterarse, erguidoscon orgullo y temeridad sobre suscaballos ricamente enjaezados. Cuando

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unas espesas nubes grises ocultaron elsol y un frío viento de nieve nos hizotiritar, el gris escenario se hizo aún másdesesperanzador. Sentí la mirada deldruida Veruclecio y le miréabiertamente a los ojos. Después dije:

—Druida, hace unos días…—¿Te he dado permiso para hablar,

druida? —me interrumpió Silvano.—No, Silvano, pero quiero que el

druida me diga por qué estuve a puntode morir hace unos días.

—Seguro que tragaste demasiado deese vino de resina griego con tu amigoárabe —dijo Silvano con una sonrisasombría—, pero pregúntale sin reparos

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si el orín de rata es mortal.Pregunté al druida qué había hecho

mal en la preparación de la mixtura. Ledescribí las hierbas, cómo las habíapreparado y en qué proporción las echéal agua una detrás de otra.

—La preparación era tal comonuestros antepasados enseñan desdehace milenios. Pero algo debiste dehacer mal, Corisio. ¿No tenías elespíritu limpio?

—Oh, sí —mentí—, estaba del todolimpio.

—Es asombroso —replicó el druida—. No tengo conocimiento de ningunaexperiencia comparable.

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—Tal vez bebí en exceso —dijealgo desorientado.

—¿Bebiste? —gritó Veruclecio,colérico—. ¡La mixtura se inhala! ¡Nohay que bebérsela!

Nameyo, que había escuchado cadauna de las palabras, se echó a reír por lobajo. Bueno, al principio por lo bajo,pero cuando el resto de la delegacióncelta estalló en carcajadas todosolvidaron la discreción y descargaron latensión de su alma.

—¿De qué se ríen? —preguntóSilvano, mirándome de mal humor.

—Si no entiendes ni a los árabes,¿cómo quieres entender a los celtas? —

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respondí.La ocasión me pareció propicia, e

informé a Veruclecio de lo que ya habíaintentado explicarle a Divicón, es decir,que César necesitaba una guerra acualquier precio.

Silvano me observaba cada vez conmayor recelo e intuí que pronto me iba aprohibir la palabra, de modo que lepregunté enseguida a Veruclecio si mepodía aconsejar. ¿Qué debía hacer? Irmecon los demás al oeste o con Wanda aMassilia. La respuesta fue que debíaesperar hasta que los dioses decidieran.¿Esperar? ¿Allí, en la provincia romana,o tal vez como mascota de los romanos?

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Grandes toques de tuba rompieron elsilencio y, bajo salvajes redobles detambor, los dos enormes batientes deImporta praetoria se abrieron mientrascalmábamos a los caballos con suavespalabras.

Se acercaba a caballo el procónsulCayo Julio César. Por doquier sealzaron gritos de «¡Ave, César!», comocorrespondía al recibimiento de un dios.Iba flanqueado por sus doce lictoresproconsulares vestidos con togas de unrojo sanguíneo, y a su lado montaban ellegado Tito Labieno y Úrsulo, elprimipilus de la legión décima. El«Ave, César» que voceaban los

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legionarios sonaba como el gritoenardecido del cómitre en una galera deremos. Estandartes, vexilla y águilas deoro romanos se alzaban rítmicamente.«¡Ave, César! ¡Ave, César!» De prontoretumbó la voz del trueno: «Gladiosstringite», a lo cual todos loslegionarios empuñaron las espadas.Después estalló la orden: «Scutapulsate», y los legionarios golpearonsobre los escudos rojos de sangre consus rayos afilados todos a una, conobstinación y monotonía, sin dejar debramar «Ave, César».

Cuando estuvo sólo a un carro dedistancia de Nameyo y Veruclecio,

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César detuvo su caballo. Tres cortostoques de tuba hicieron callar a todoslos hombres, que se apresuraron aenvainar los gladii mientras se poníanotra vez firmes.

—Roma ha decidido —comenzóCésar.

De nuevo tenía esa sonrisadesafiante en los labios, esa ironía ensus ojos. Su porte firme delatabaintrepidez e inflexibilidad. En el fondono era más que un jugador que siempreapostaba a todo o nada.

—Nameyo y Veruclecio, príncipesde los helvecios y los tigurinos, habéissolicitado de Roma que os permita

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atravesar la provincia Narbonense.Habéis prometido hacerlo sinhostilidades. ¡Escuchad ahora larespuesta de Roma! Todavía no hemosolvidado que hace cuarenta y nueve añoslos helvecios mataron al cónsul romanoLucio Casio, a cuyo ejército vencieron,e hicieron pasar a los supervivientesbajo el yugo. Por tanto, no podemoscreer que un pueblo con un carácter tanhostil y brutal atravesara nuestraprovincia sin causar daños. Por todosestos motivos y también por costumbre ytradición del pueblo romano, a Roma nole es posible acceder a que crucéisnuestra provincia. Si, no obstante,

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intentarais penetrar por la fuerza en laprovincia romana, os rechazaríamos coneficacia. ¡Cuidaos, por tanto, del águilaromana! Si la provocáis, no habrádescanso hasta que haya infligido elcastigo correspondiente. Roma hahablado.

César esperó hasta que traduje laúltima frase. Entonces levantó condescaro su barbilla blanquecina ypuntiaguda y miró a Nameyodirectamente a la cara. Toda su puestaen escena era una provocación.¡Necesitaba una guerra con urgencia!Sólo mencionaba aquella antiguahistoria para hacer hincapié en lo

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peligrosos que eran los helvecios,aunque supiera muy bien que losacontecimientos de aquel entonces noeran ni mucho menos comparables a lasituación actual. Pero eso no teníaimportancia. A él sólo le interesabavender los planes de sus propiosintereses como defensa de Roma.

—Respetaremos las fronteras de laprovincia romana y tomaremos otrocamino —respondió Nameyo.

Aquello pareció decepcionar aCésar, y durante un momento quedódesamparado como un luchador queestuviera solo en la arena. Con todo, serecuperó al instante. Una sonrisa se

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deslizó sobre su rostro, pero no dijonada.

Coléricos, los príncipes celtasdieron media vuelta a sus caballos yvolvieron a recorrer el camino por elque habían venido. A mí me dejaronsolo en medio de todas aquellas águilasy escudos rojos.

* * *

Esa noche no pude dormir. No hacíamás que pensar en cosas que quizápodría haberle dicho a la delegacióncelta. Ciertamente había comunicado lomás importante y, sin embargo, deberíahaberles hablado más de César para que

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comprendieran qué tipo de adversarioles esperaba en la otra orilla. Desdeluego, la política interior romana no eraun libro cerrado con siete sellos, peropodría haberles dicho más. Había vistosus ojos.

Wanda, que se había percatado demi intranquilidad, propuso que fuéramosal río.

—No creo que tengas nada quereprocharte, amo —me tranquilizómientras nos sentábamos en la orilla—.Los príncipes celtas saben muy bien queCésar sólo los ha retenido paraconseguir más legiones.

Asentí y acaricié pensativo el lomo

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de Lucía, que se había hecho sitio entrenosotros. Al parecer había descubiertolos celos.

Tampoco en el campamento de loshelvecios quería reinar la tranquilidad.Algunos guerreros jóvenes estabandesnudos en la orilla e insultaban a losromanos. De vez en cuando uno saltabaal agua y nadaba hacia allí, pero comomucho a mitad del río, una lluvia deflechas silbaba hacia él y lo acribillaba.En el agua flotaban cada vez máscadáveres. Los centinelas romanos deldique no lograban comprender por quéesos jóvenes celtas desperdiciaban suvida sin sentido alguno.

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—Corisio —susurró Wanda; cadavez que pronunciaba mi nombre, sinrecurrir a formalidades, yo sabía quequería entregarse al amor. Y ya casisiempre sólo me llamaba «Corisio».

A primera hora, en la otra orillalanzaron al agua unas balsas que algunosceltas habían construido por la noche.Intentaban atravesar el río protegidospor una barrera de escudos y tuvieronmás éxito que los nadadores desnudos,aunque en cuanto estuvieron a un tiro depiedra de la otra orilla los proyectilesromanos llovieron sobre las balsas.Algunos celtas, apenas llegaban a lamitad del río, lanzaban al agua la

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barrera de escudos y se presentabandesnudos ante los legionarios romanos,jactándose de su sexo mientras seaporreaban el pecho con los puños yalababan las valerosas hazañas de susantepasados. La mayoría de ellosperecían atravesados por flechascretenses, y el que alcanzaba la orillaera derribado con los pila. Los romanos,que apenas entendían una palabra detodos aquellos insultos, debían de tenerla impresión de enfrentarse a animalessalvajes.

—¿Por qué van desnudos? —preguntó una voz. No oí llegar a AuloHircio.

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—Creen que así se recibemultiplicada la ayuda de los dioses —respondí. Por alguna razón aquello meresultaba embarazoso, ya que todapersona sensata sabía a la perfecciónque una cota de malla era más seguraque la piel desnuda. Y que un pene noera un pilum.

Aulo Hircio se sentó junto a mí ycontempló la extraña actividad que sedesarrollaba en la otra orilla.

—¿Por qué no avanzáis por el río engrupo y con disciplina?

—No sé si puedes entenderlo, AuloHircio, pero lo que ves ahí no es unaacción militar. Son jóvenes celtas que

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quieren impresionar a sus chicas; es undeporte y no la guerra.

—Pero de esa forma ya habéisperdido esta noche a mucho más de cienguerreros —replicó, al tiempo quesacudía la cabeza sin comprender nada.

—Perdido… No, Aulo Hircio, enrealidad no los hemos perdido. Hanentrado en el mundo de las sombras,¿comprendes? Mañana mismo puedenvolver a nacer como liebre, caballo,jabalí o águila. O como persona.

Aulo Hircio me miró conescepticismo y luego volvió a dirigir lavista hacia la otra orilla.

—¿Pero a qué estáis esperando? ¿A

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las legiones de César?—Eso podría parecer —dije—. Yo

daría marcha atrás a lo largo de la orilladerecha y tomaría el rodeo de lasquebradas entre el Ródano y el Jura. Asítambién llegaríamos a la costa oeste.

—Pero el camino es fatigoso yatraviesa la región de los secuanos y loseduos —replicó el romano.

No tenía ningún sentido debatir conél las posibles estrategias. De cualquiermodo eran sabidas de todos y pocoimportaba la opción que prefiriese yo,puesto que no podía prever ni adivinarqué decidirían Divicón y sus príncipesceltas.

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Pasamos gran parte de los díassiguientes en la orilla, Aulo Hircio,Wanda, Lucía y yo. De vez en cuandopensaba en Creto. ¿Cuándo regresaría?¿Cómo iba a reaccionar? La compañíade Aulo Hircio supuso un grato cambio.Le expliqué gran cantidad de cosassobre nuestro pueblo. A él le gustabaescucharme y me hacía muchaspreguntas que lo intrigaban desde hacíaaños.

—¿Es verdad que en el norte sealzan unas espantosas colinas y que losinviernos son tan fríos que la gentemuere congelada de noche y lossupervivientes pueden marchar sobre los

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lagos porque están helados durantemeses enteros, y que los vientos son tanfuertes que hasta los caballos salenvolando? ¿Es cierto que a veces lasnevadas duran días y sepultan a pueblosenteros bajo su manto blanco?

En efecto, en el mundo romanoreinaban unas ideas de lo más extrañassobre la tierra de los celtas. Gran partede su conocimiento provenía demercaderes charlatanes a quienes lesgustaba adornar las historias. Respondía todas las preguntas con tantacorrección y objetividad como me fueposible, aunque le sigo debiendo unarespuesta. ¿Dónde terminaba el mundo?

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La tierra de los celtas y los germanoslimita de un lado con el océano y delotro con bosques de los que todavía nohabía regresado nadie. Explicaban queen esos bosques vivían animalesfantásticos, pero yo estoy convencido deque es el bosque de los dioses y quedespués de ese bosque no hay nada más.Allí termina la civilización. Y supongoque es parecido por todas partes.Presumo que en el oeste está el agua, enel sur los desiertos y en el este lascolinas que llegan hasta el cielo. Allítermina el mundo.

Aulo Hircio, por el contrario,defendía la opinión de un sabio de

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Massilia, según el cual maresgigantescos rodean por los cuatro puntoscardinales el mundo habitado, aguasfantásticas en cuyo fondo, de una formamisteriosa, las tierras estaban ancladascomo barcos. Aulo Hircio también mehabía hablado de unos griegos quesostenían que la tierra era redonda comouna bola porque cuando un barco sehacía a la mar y se quedaba unocontemplándolo lo suficiente,desaparecía primero el casco y luego elvelamen. De esta forma esos griegoscreen demostrar que los océanos sedoblan por todas partes hacia abajo.¡Una idea fascinante! Aunque, si la tierra

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fuera una bola, lo cual no me quedó muyclaro, ¿cómo es que los barcos regresanen lugar de caerse?

Las conversaciones con Aulo Hircioresultaban muy estimulantes y sucompañía me proporcionaba lasensación de no estar por completoperdido en esa provincia romana.Hablábamos de asuntos profesionales yconversábamos días enteros sinsospechar que en aquellos momentos yahabían salido jinetes celtas para pedir alpríncipe eduo Dumnórix queinterviniera. Este debía convencer a lossecuanos para que accedieran a lamarcha de los helvecios por su región.

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Dumnórix era un enemigo declarado deRoma y, al contrario que su hermano proromanos, el druida Diviciaco, gozaba deun aprecio extraordinario tanto entre supropio pueblo como entre secuanos yhelvecios. Los lazos con los helvecioseran especialmente estrechos desde queDumnórix tomara como esposa a la hijadel príncipe helvecio asesinado,Orgetórix, aquel que planeó laemigración de los helvecios pero fueobligado a suicidarse a causa de suambición por convertirse en rey. Esosclanes celtas enemistados unos conotros, siempre enzarzados en guerras ypeleas, constituían el talón de Aquiles

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de la Galia. No éramos un imperioobediente y con organización central,sino pequeños bocados que podíandevorarse de uno en uno sin problema.No obstante, en ese momento Divicóntodavía llevaba las riendas.

Pocos días después, celtas eduosque deseaban congraciarse con la legiónromana informaron de que los secuanosy los helvecios intercambiaban rehenescomo garantía de una marcha pacífica.

* * *

Una mañana, Wanda me dijo queCreto volvía a estar en el campamentode los mercaderes. Quería zanjar el

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asunto y lo fui a buscar de inmediato.Wanda me acompañó. Creto nos recibióamistosamente, como siempre. Esperabaque me perdonase todas las deudas porpura amistad. El mercader cogió unrollo de papiro de la mesa y lo sostuvoen alto.

—¡Corisio —bromeó—, me alegrode que no te me hayas escapado al otromundo! Te he ido a ver varias veces,¿sabes?

—Sí, ya lo sé. Siento mucho eso detus esclavos…

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Creto mientras se golpeaba lamano izquierda extendida con el rollo de

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papiro.Sabía bien que había tramado algo.

Me senté en un triclinio y acaricié aLucía, que había subido de un salto.Wanda estaba en un rincón, como unaestatua, y esperaba nerviosa lapropuesta de Creto. Sabía muy bien queen esa hora se decidiría su destino.

—El vino ya lo pagaste, Corisio,pero no me has devuelto los dosesclavos. —Creto sonrió con sorna,como si eso no le importara y más bienconsiderase un negocio la desventura desus dos esclavos. De ningún modo meiba a dejar salir impune de ésa. Vaciésobre la mesa la bolsa llena de monedas

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cóncavas de oro celta que todavía nohabía cambiado a sestercios.

—Esto es todo cuanto me queda,Creto. Sabes que siento mucho lo de tusesclavos, pero no fue mi intención. No telos pedí para hacer negocios. Queríaavisar a mi pueblo. Y si los dioses nome hubiesen dado esta pierna izquierda,seguro que no habría necesitadoacompañamiento.

—Tienes toda la razón —contestóCreto—. Eso lo comprendo. Mereces mirespeto y mi compasión. No obstante,tenemos un contrato, jovencito. ¿De quéservirían los contratos si no secumplieran?

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De veras que no comprendía laconducta de Creto. ¿No me habíaabrazado como a un buen amigo alverme de nuevo? ¿No había sido amigode mi tío Celtilo? ¿No había llegado aafirmar que me quería como a su propiohijo? Poco a poco, pero de formaimplacable, iba adquiriendo concienciade que mi olfato para las personas noestaba muy desarrollado.

—¿Qué propones, Creto? Lo sientomucho…

—Yo lo siento por ti, Corisio, puessegún nuestro contrato ahora me debesmil ochocientos sestercios.

—¡Mil ochocientos sestercios! ¿De

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dónde voy a sacar el dinero?—Nunca debes firmar contratos que

no puedas cumplir en el peor de loscasos. Son las leyes y también el riesgodel comercio. Si todas las transaccionescomerciales reportaran dinero, todos loslibertos se dedicarían a ello.

—Pero ¿qué hacemos ahora, Creto?¡No tengo mil ochocientos sestercios!Estas monedas de oro son todo lo queme queda. La mayor parte la perdí decamino a Genava, en un temporal.

Creto se hizo el afligido. Despuésmiró con inocencia a Wanda y levantólas cejas.

—¡De ninguna manera! —grité.

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—Entonces no te queda más remedioque venderte como esclavo —replicó enun tono bastante acre.

—¿Has perdido el juicio, Creto?¿Que me venda yo como esclavo?

Creto se había calmado de nuevo.—Aquí nos encontramos en suelo

romano e imperan las leyes romanas. Alo mejor encuentras a un cambista deplata que te preste dinero. Pero a éltambién tendrás que darle garantías. —Volvió a mirar a Wanda.

—¿Y cómo estás tan seguro de quetus dos esclavos no se han esfumadosimplemente? ¿A lo mejor los tratabasmal? Y también tengo que decirte, Creto,

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que esos dos no daban la impresión deser demasiado listos. Tal vez noencontraron el camino de vuelta. ¿Cómohas calculado esos mil ochocientossestercios tuyos?

—Lo que señala nuestro contrato esirrevocable, Corisio. Aunque esos doscabezas huecas sólo valiesen ciensestercios, nuestro contrato establecedos veces novecientos sestercios. Y notiene ninguna importancia si se hanesfumado o si los dos se han ahogado enel río. Nuestro contrato sólo dice quepagas en caso de que no regresen. Siquieres puedes salir a buscarlos…

—Lo haré —respondí con

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obstinación.Necesitaba tiempo para pensar.

Creto tiró nuestro contrato a la mesa y sesentó en el triclinio junto a mí,pasándome el brazo sobre los hombros.

—Joven amigo, no vamos apelearnos por mil ochocientossestercios, ¿verdad?

—Eso digo yo —contesté—. Pero sisomos amigos tampoco deberíamoshablar de venderme como esclavo parasaldar mis deudas.

—Corisio, siempre quisiste ser ungran mercader en Massilia. ¿Teacuerdas aún de cómo te expliqué losréditos de un carguero? ¿Lo recuerdas?

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Pides dinero prestado, compras seis milánforas con vino concentrado, alquilasun barco con tripulación…

—Ya sé, ya sé —repliqué, a ladefensiva—. Los barcos tienen tresmalas costumbres: o zozobran, o bienson abordados por piratas, o caenvíctimas de las tormentas.

Le seguí el juego. A lo mejor asílograba que fuera algo más indulgente.

—¿Y qué pasa con las seis milánforas, Corisio?

—Se rompen por el camino, y lasque no se rompen se las bebe latripulación. Y las mil ánforas quebastarían para dar beneficios se pierden

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con el barco.—Así es, Corisio, y siempre has

dicho que esos riesgos te seducían. Si deveras quieres ser mercader, lo primeroque debes aprender es a sopesar losriesgos y responder de las pérdidas. Yaentonces le prometí a tu tío Celtilo queharía de ti un mercader en caso de quevinieras a Massilia. Lo que aprendesahora, Corisio, es la primera lección.Por eso insisto en que me pagues los milochocientos sestercios.

¡Y encima ese Creto pretendíacamuflar su codicia como medidapedagógica! Siempre tengo tendencia avalorar a las personas demasiado al

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alza.—Tienes tres opciones, Corisio:

consigues el dinero de un cambista deplata, me vendes a tu esclava o entras enla secretaría de César y cobras lostrescientos sestercios de cuota decontratación. —Hablaba completamenteen serio.

—¿Qué voy a hacer con trescientossestercios? —exclamé, desesperado.

—Con eso pagas los intereses —replicó Creto con objetividad.

¡Intereses! De veras que la codiciade ese hombre no tenía límites.

—En la secretaría de César ganaríatrescientos treinta denarios de plata…

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mil trescientos veinte sestercios anuales,de los cuales necesito al menos entresiete y ochocientos para vivir. Mequedarían entonces aún seiscientossestercios.

—En tres años me lo habrías pagadotodo. —Creto era la calmapersonificada.

—¡Tres años por los dos esclavosmás bobos de la República Romana!

—Sí —dijo Creto—, tienes razón.En un principio ambos quisieron sermercaderes, se endeudaron y por esotuvieron que venderse como esclavos;de hecho eran los dos esclavos másbobos de la tierra. Y si no llevas

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cuidado, Corisio, mañana tú serás elesclavo más bobo de Massilia.

Ya entendía la situación.—¿Me dejas tres días para

pensarlo?Creto puso una cara teatralmente

larga.—Ya hace un buen rato que espero a

mis dos esclavos. Pero en consideracióna nuestra amistad te daré tres días deplazo.

Me deshice del abrazo de Creto yme levanté. Al primer paso, la piernaizquierda se me disparó sin controlhacia delante y se torció hacia laderecha. Una vez más tropezaba con mi

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propia pierna. Wanda acudió deinmediato y me ayudó a levantarme. Mehubiese gustado apartar de un golpe losbrazos que me tendía Creto.

—Algo más, Corisio. Ya hemoshablado alguna vez de que necesito a unhombre de confianza que acompañe alejército de César. En la secretaría deCésar me harías un gran servicio, claroestá.

Entonces se me encendió una luz:¿Me había dado ese viejo zorrosemejante susto para que me agarrara,agradecido, a cualquier cosa?

—Lo pensaré —dije.Creto asintió con la cabeza.

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—No es tan horrible. En el peor delos casos me daré por satisfecho con tuesclava.

—Conseguiré un préstamo —dije.—¿De Niger Fabio? —preguntó

Creto con una sonrisa.No dije nada.—Puedes intentarlo —murmuró.

* * *

Por la tarde, cuando regresamos acasa de Niger Fabio su tienda estabarodeada por numerosos legionarios.Silvano salió enseguida y al vernos nosllamó con una seña.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté

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sobresaltado.Me temí lo peor, ya que los esclavos

de Niger Fabio estaban arrodilladosdetrás de la tienda con las manos atadasa la espalda. Silvano nos contemplabacon escepticismo y después apartó lalona de la entrada para que entráramos.Niger Fabio se hallaba tumbado en elsuelo, desnudo y boca arriba. Bajo sucabeza se había formado un enormecharco de sangre y donde la piel tocabael suelo se apreciaban claras manchasrojizas y violáceas. De pronto sentímiedo. Me arrodillé desesperado junto ami amigo. Aquello era inconcebible: loque antes era había desaparecido para

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siempre. Niger Fabio estaba muerto.Sentí que todas las miradas recaíansobre mí e intenté controlarme.

—Las manchas del cadáveraparecen por lo general al cabo demedia hora —dije en voz baja ytemblorosa. Presioné con los pulgaressobre los puntos rojos violáceos de lanalga y la piel se aclaró de inmediato; lapresión contenía la sangre—. La sangretodavía no se ha espesado —le dije aSilvano—; tarda entre seis y doce horasen estabilizarse por completo.

Otros romanos habían entrado en latienda. No eran soldados rasos, sinooficiales, médicos militares de rango

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ecuestre. El primero se arrodilló al otrolado del cadáver y palpó también lasmanchas.

—Soy Calicho Severo, el primermedicus de la legión décima. ¿Tú quiéneres?

—El difunto es Niger Fabio. Yo erasu huésped. Niger Fabio era el hijo deun liberto —respondí.

—Te he preguntado que quién erestú —repitió Calidio Severo.

—Es druida, un druida celta —dijoSilvano, y sus palabras sonaron casi adenuncia.

El galeno levantó la vista y meexaminó. Después tomó la mano del

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muerto en la suya y palpó con cuidadolas articulaciones de cada dedo. Irguióla cabeza y me miró, comoexhortándome a que hiciera lo mismo.Con cuidado palpé las pequeñasarticulaciones de la mano izquierda.Después me deslicé sobre las rodillasun poco más allá y agarré la piernaizquierda. Doblé la rodilla con cuidado;el rigor mortis era evidente, y su estadocorroboraba las suposiciones a las queyo había llegado gracias a las manchasque presentaba el cadáver.

—Ha sido asesinado hace de tres acinco horas —dije.

Silvano interrogó a Severo con la

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mirada. Éste asintió y me hizo una señapara que volviéramos el cadáver bocaabajo. Tenía la nuca rota. Lo habíanestrangulado con una soga de tendónanimal con tres nudos.

—Un garrote —murmuró Severo—.La muerte se ha producido de formarápida y limpia.

La muerte por garrote era una suertede eutanasia. Se rodea el cuello con untendón animal y entre el cuello y eltendón se mete una tarabilla. En cuantoésta gira, se estrangula la tráquea y serompen las cervicales.

—Primero le han golpeado el cráneoy luego, seguramente cuando ya estaba

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aturdido, le han roto las cervicales —dijo el medicus, y sacudió la cabeza.

—Y eso no es todo —dije al tiempoque volvía la cabeza del muerto hacia unlado. Estaba torcida de una formaextraña y reposaba de lado sobre laarticulación del hombro. Tenía lamandíbula rota—. Alguien le ha cortadola carótida para que se desangrara.

—¡Es un sacrificio! —exclamóSilvano indignado—. ¡Este árabe hasido sacrificado a algún dios celta!

De repente todas las miradas sedirigieron a mí. ¿Qué podía decir?

—¿Le han robado? —pregunté.—No —respondió Silvano—, eso es

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lo asombroso del asunto. Alguna vez heoído que los celtas matáis tres veces avuestras víctimas. ¡Así que es unsacrificio celta! ¡Por eso no le hanrobado!

Entonces también Úrsulo, elprimipilus, apareció en la tienda.

—¿Dónde están los esclavos? —preguntó.

—Detrás de la tienda —dijoSilvano.

—Trae a su capataz —ordenóÚrsulo.

Un optio desató al griego.—¿Cómo te llamas y cuáles son tus

deberes? —preguntó Úrsulo en tono

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militar.—Mi amo me llamaba Pecunio

porque le proporcioné mucho dinerocomo luchador. Hace cinco años comprémi libertad, pero me quedé a suservicio. Desde entonces superviso a losesclavos, los carreteros y los mozos.Niger Fabio siempre nos ha tratado bien.Pero te juro, amo…

—Calla la boca hasta que te hayapreguntado —le increpó Úrsulo.

—¿No sería asunto para el prefectodel campamento? —preguntó Silvano.

Úrsulo se volvió al instante haciaSilvano y lo miró sorprendido.

—¿No te parece bien que dirija yo

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la investigación? El prefecto delcampamento me lo ha pedido de formaexplícita. —Después se dirigió de nuevoal esclavo—: ¿Han robado a tu amo?

—Sólo ha desaparecido el dinero yel vexillum de seda.

—Los esclavos son inocentes —dijoSilvano—. Si no, ya habrían huido.

—Es cierto —secundé—. Además,Niger Fabio siempre los ha tratado bien.

Entonces el galeno tomó la palabra:—Druida, eras huésped de Niger

Fabio. ¿Qué parecido hay con la muertetriple de un sacrificio humano celta?

Uno de los otros médicos mepreguntó dónde había pasado las últimas

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horas. De nuevo todas las miradasrecayeron sobre mí.

—Los celtas tenemos dioses queexigen sacrificios humanos: Taranis,dios del sol, Eso, nuestro amo y señor, yTeutates, dios de todos los hombres.Para Taranis quemamos a las víctimas,para Eso las colgamos de árbolessagrados y para Teutates las arrojamos aestanques sacros con el fin de que lasacoja en sus húmedos brazos. Mi amigoy anfitrión Niger Fabio, por el contrario,no ha sufrido tres muertes. Elestrangulamiento con el garrote y elcorte de la carótida forman parte de lomismo.

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—¡Eso no son más que sutilezas! —vociferó Silvano.

—No, Silvano —repliqué—.Cuando hacemos sacrificios a los diosesseguimos reglas muy estrictas. El quemalogra el ritual atrae hacia sí la cólerade los dioses. Ningún druida mataríajamás a una persona de esta manera parasacrificarla a los dioses. Esto no es unsacrificio, sino un asesinato. No es obrade un druida celta, sino de un romanoque no está familiarizado con lascostumbres celtas y quiere que lassospechas recaigan sobre un druida.

Un fuerte murmullo se elevó entrelos presentes.

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—¿Dónde estabas durante la cuartaguardia diurna? —preguntó Silvano.

—Con Creto, un mercader de vinosde Massilia —contesté.

—¡Tráenos a ese Creto! —ordenóÚrsulo.

—Yo soy Creto —dijo una voz alfondo, abriéndose paso entre losoficiales—. Yo soy Creto —repitió—, ypuedo atestiguar que el joven druida hapasado la tarde conmigo.

Silvano abandonó la tienda. No supeimaginar adonde iba. Creto prosiguió:

—No existe motivo alguno por elque el druida quisiera matar a suanfitrión. Le quería bien. Además, este

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joven sabio celta se halla al comienzode una próspera carrera. Quiere entraren la secretaría de César, ¿verdad,Corisio?

Asentí con diligencia. En esemomento Creto decidía sobre mi futuro.

—¡Este hombre está por encima detoda sospecha! ¡Es el druida de César!—concluyó Creto su discurso.

Úrsulo asintió satisfecho,agradecido por las palabras de Creto.También los demás oficiales parecíanestar de acuerdo.

De pronto reapareció Silvano ygritó:

—¡Mirad lo que he encontrado junto

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a los esclavos!Tenía en la mano unos cuantos

denarios de plata y trozos de electrum.Úrsulo se dirigió a Pecunio:

—Mira esto, Pecunio.Los ojos del liberto estaban abiertos

de par en par a causa del miedo. Fue condiligencia hacia Silvano y observó sumano abierta.

—No lo entiendo —balbucióPecunio—. Lleva el sello delhipopótamo, ¡el sello de mi amo!

Úrsulo reflexionó mientrasexaminaba a los oficiales de la fila y alfin, dijo:

—Por tanto, dispongo que todos los

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esclavos de Niger Fabio seanajusticiados. Todos sus bienes ypropiedades quedan confiscados por lalegión décima; también sus caballos. Sien tres meses no se presenta ningúnheredero legítimo, todas las posesionesde Niger Fabio pasarán a ser propiedadde la legión décima.

Úrsulo señaló al griego y dijo:—Tú, Pecunio, perderás de nuevo la

libertad por haber desatendido tusobligaciones. Volverás a ser esclavo yservirás a la legión décima.

Creo que lo justo y la justicia sondos cosas bien diferentes. ¿Cui bono?¿Quién se beneficiaba? ¿Silvano?

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¿Había matado él a Niger Fabio porquele había negado los caballos? ¿Le habíadado muerte porque necesitaba dinerocon urgencia para comprar el puesto deprimipilus? ¿O acaso se escondía Cretodetrás de todo el asunto? ¿Había matadoél a Fabio para eliminar a mi únicoprestamista? ¿Tan importante era para élun informador en la secretaría de César?¿Acaso me había tendido una trampa conese dudoso contrato después de recibiruna rotunda negativa? ¿Le habíaencargado a Silvano abatir a sus propiosesclavos a la vuelta para que yo quedaseen deuda financiera con él? Y menudolance divino, la repentina aparición de

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los pedazos de electrum que, al parecer,Silvano había encontrado en poder deuno de los esclavos de Niger Fabio.¡Silvano precisamente! Se habíamolestado mucho en encontrar a unculpable. ¡Menudo engendro decorrupción y falsedad! Él tenía losmejores motivos para matar a NigerFabio, mucho mejores que los esclavosy también mejores que Creto, quienasimismo salía beneficiado con lamuerte del árabe. ¿Y dónde andabametido Mahes Titiano? ¿No era extrañoque de repente hubiese desaparecido?

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Me inscribí en el campamento de ladécima legión. Prefería ser el druida deCésar a vivir sin Wanda. A mi entender,no tenía opción. Los dioses no mehabían dejado otra salida. Ya habíandecidido, tal como profetizara el druidaVeruclecio.

—Estoy sorprendido —dijo CayoOppio, que estaba sentado frente a AuloHircio y a mí en la secretaría de César.Reflexionaba en voz alta acerca decómo debían formularse ciertas noticiaspara que provocaran el efecto deseado

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en Roma—. Desde la guerra de loscimbros, en Roma las noticias deemigraciones de pueblos producenpánico. Sin embargo, el mayor pánico seorigina cuando se trata de unaemigración germana o celta. Desde laguerra de los cimbros tenemos el miedometido en el cuerpo. ¿Y qué pasa ahora?¡Que vienen los helvecios! ¿Y quéhacen? No atacan ni una sola veznuestras líneas fortificadas. ¿Cómovamos a explicar al Senado de formaplausible el reclutamiento de dos nuevaslegiones sin su consentimiento?

—Los helvecios se guardarán deatacar una provincia romana. Van al

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Atlántico y no a la guerra —contesté dela forma más neutral y objetiva posible.

Cayo Oppio sonrió comprensivo.Entendía mis motivos. Con todo, suproblema era muy distinto.

—Corisio, éste no es un despacho deinformación de utilidad pública.Tenemos el deber, el ánimo y laposibilidad de influir y manipular conacierto en Roma. Recopilamos noticiasy novedades, y comprobamos suutilidad. Para nosotros una noticiaperjudicial no es una noticia. Debemosfundamentar por qué y para qué necesitaCésar seis legiones. En caso necesario,hay que inventar las noticias

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convenientes. Pero tienen que sernoticias que no puedan refutar losmercaderes que regresan a Roma. —Cayo Oppio sonrió con malicia mientrasAulo Hircio lo secundaba con un brevemovimiento de cabeza.

—Tiene razón, Corisio, al principiotambién a mí me costaba, pero luego seacostumbra uno. La verdad es para losque carecen de imaginación.

—Entonces necesitáis más a unbardo que a un druida celta.

—No lo malinterpretes, Corisio.Nuestra única ambición es la deinformar sobre la verdad de la Galia.No escribiremos que en la Galia se

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emplean elefantes para el trabajo delcampo. Nos atenemos a la realidad,siempre que no perjudique a César. PeroCésar ha reclutado esas dos legiones sinel consentimiento del Senado y ha vueltoa actuar así en contra del derechoromano. ¡Imagínate cómo caerán sobreél en Roma si entra en la Galia contreinta y seis mil legionarios y no se veninguna amenaza por ninguna parte!César preferiría morir a quedar enridículo. Por eso desafía a los dioses. Ola gloria o la muerte.

Cayo Oppio y Aulo Hircio meobservaban con atención. ¿Cómoreaccionaría? Guardé silencio.

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—Transformamos la política enpalabras —continuó Cayo Oppio—. Noproyectamos ninguna enciclopedia sobrela economía pesquera gala. Hacemospolítica con las noticias. Para eso nospaga César.

—Verás, Corisio —empezó a decirAulo Hircio en un tono casi paternal—,lo que hacemos aquí puede decidirsobre la vida o la muerte de César.Cuando expire su proconsulado, enRoma lo juzgarán. Roma teme a César.Cuando hizo desfilar a trescientas veinteparejas de gladiadores para los juegos,todos pensaron que planeaba un golpede Estado. ¡Imagina lo que pensaría la

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gente de Roma si oyera que ha reclutadoa otros doce mil legionarios sin elconsentimiento del Senado! En caso detener que mentir, lo hacemos por César,y César lo hace por Roma.

—Entonces, queréis decir que estelío en el que me he metido es, en elfondo, un empleo vitalicio —bromeé.

La franqueza con la que se hablabade la mentira me ponía mordaz.

—Por supuesto —replicó AuloHircio—. Después de su proconsuladoen la Galia, César habrá incumplidotantas leyes que sólo podrá evitar unproceso judicial mediante un cargosuperior que le asegure la inmunidad.

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—¿Y qué cargo podría ser ése? —pregunté, sagaz.

Aulo Hircio y Cayo Oppio rieron.—¿Pensáis en algún cargo en

concreto?Enmudecimos y, muy despacio, nos

dimos la vuelta: Cayo Julio César habíaentrado en la tienda. Se tumbó en eltriclinio mientras se raspaba los pelosdel dorso de la mano con una cáscara denuez chamuscada.

—¡Responded! ¿Cómo salvará elcuello César?

—Sólo como dictador podríassalvar la cabeza —contestó CayoOppio.

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—¿Y qué hacen los romanos con losdictadores? —planteó César con unasonrisa irónica.

—Lo mismo que los celtas con susreyes. —Aulo Hircio sonreía satisfecho.

César me interrogó con la mirada,tumbado con desenfado en el triclinio.

—Hum. ¿Es verdad que matasteis avuestro príncipe Orgetórix porque quisoser rey?

—Tuvo una muerte violenta,procónsul, eso es cierto. Pero no sé sifue por propia mano o si fueenvenenado.

—Eso parece ser una peste entrevosotros, galo. Conozco a un noble de la

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tribu de los arvernos. Se llamaVercingetórix. También su padre fueasesinado por querer ser rey.

—¿Conoces a Vercingetórix? —pregunté sorprendido.

—Sí —respondió César, sonriendosatisfecho—. El arverno es uno de mismejores oficiales montados. Espera queun día le pueda otorgar la corona real detoda la Galia. Pero es muy impaciente.

César dejó de mirarme, aburrido,rascándose el ala derecha de su huesudanariz con la uña del meñique. Yo estabasorprendido de que su exhibición depresunción, estrechez de miras yarrogancia no le resultara vergonzosa.

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Sin embargo, para él no éramos másimportantes que un grano de arena en eldesierto. Echó una ojeada a lacorrespondencia que Cayo Oppio letendía sin decir palabra y de pronto serió un instante.

—El joven Trebacio Testa solicitaun puesto en mi estado mayor. ¿Quién lohabría pensado?

—¿Ves —comentó Cayo Oppioriendo— como nuestros esfuerzos nohan caído en el olvido? Si el ambiciosoTrebacio Testa prefiere un puesto en tuestado mayor a una carrera en Roma, deello sólo puede deducirse que confíanbastante en tu capacidad en la Galia.

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—Trebacio Testa es un patricio muycapaz, joven y ambicioso además deinteligente. Pero si es el único que mesolicita un puesto, es que mi secretaríaha desempeñado un trabajo insuficiente.Sólo cuando todos los senadores mesoliciten un puesto para sus hijos sabréque en Roma no se habla más que deCésar.

La alegría de Cayo desapareció.—¿Es verdad que también los eduos

y los secuanos querían un rey y queestablecieron una alianza secreta convuestro Orgetórix? —me preguntóCésar.

—Sí, el eduo Dumnórix y el secuano

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Castico querían hacerse con lasoberanía de toda la Galia junto anuestro príncipe Orgetórix. Pero laalianza secreta se echó a perder. Eramás o menos tan secreta como tu alianzacon Pompeyo y Craso.

César esbozó una sonrisa opaca.Probablemente apreciaba mi ironía,pero era demasiado orgulloso parademostrarlo en público.

—¿Te resulta conocido un eduo denombre Diviciaco, galo?

Sentí que César quería probarme yque sólo me hacía preguntas de las queya conocía la respuesta.

—Sí, me he encontrado con él,

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incluso. Pero no soy galo, César, soycelta, de la tribu de los rauracos. Vivoallí donde el Rin forma un recodo haciael norte.

—¿Y quiénes son los galos?—No hay galos. Puedes ir al norte o

al oeste, hasta que te encuentres ante elocéano, y por el camino no habrás vistomás que a celtas. Los romanos, noobstante, hacéis una diferenciación que anosotros nos resulta ajena. A los celtasdel norte los llamáis belgas, a los celtasdel Atlántico, aquitanos, y a los demás,galos.

—Sin embargo, podría decirse quela totalidad de la Galia se divide en tres

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partes… —expuso César, impaciente.—Vuestra Galia, César.—Y todos vosotros tenéis lenguas,

organización social y leyes diferentes —murmuró.

Asentí. Se diría que César acababade sacar conclusiones que le llenaban deoptimismo. Burlón, se pasó la lenguapor los labios y disfrutó de queestuviésemos allí, contemplando atentosese pueril espectáculo. De pronto selevantó de un salto, dio tres palmadas ynos pidió que comiéramos juntos en lagran tienda de oficiales.

—¡Pero sin el celta! —dijo César—.Si el galo sabe tanto, debe de ser druida.

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* * *

Rusticano era el prefecto delcampamento. Por lo tanto, había llegadoa lo más alto que puede soñar unlegionario del ejército romano. Habíaluchado por ascender de legionario aprimipilus y, al cabo de su servicioregular, varias veces prolongado, fuenombrado prefecto del campamento.Como praefectus castrorum, por reglageneral, podía servir otros tres años.Ése sería el término definitivo de sutrayectoria militar, de modo que tambiénera la última oportunidad de todas paraenriquecerse de verdad.

Rusticano, que tenía unos cincuenta

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años, en su cargo de prefecto delcampamento se encargaba del conjuntodel servicio interno. Era responsable dela construcción y el mantenimiento delcampamento, de las guardias, laformación, la fabricación y lainspección de armas y utensilios. Elcampamento de la legión décima era, encierto sentido, la ciudad de Rusticano.Allí imperaba su ley. Por rango ocupabaun tercer lugar, por debajo del legadoLabieno y del tribuno senatorial. Detrásde él estaba Úrsulo, el primipilus. Deese modo, por ejemplo, quien queríalibrarse del servicio en las letrinas lepagaba unos cuantos sestercios al optio.

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Este suboficial sobornaba a su superiorinmediato, el centurión, para que éste asu vez sobornara al primipilus, el cualtras aceptar el soborno le pagaba unacantidad establecida al prefecto delcampamento para que alguien de supropia secretaría diera la orden decambiar el plan de letrinas segúnconviniera. Estos sobornos eran muynormales y ningún legionario podíamantenerse al margen, pues en tal casoponían todas las trabas que hiciera faltahasta que pagaba el obligado soborno.Bien mirado, al final aquello resultabaen que al cabo de cierto tiempo todoslos legionarios entregaban sus untos y el

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servicio de letrinas quedaba hasta ciertopunto regulado. Creo que ése es uno delos motivos por los que un legionarioapenas tenía ahorros al término de suservicio. Cierto es que recibía susdoscientos veinticinco denarios anualespero, de ésos, sesenta se iban enalimentos y otros sesenta más en pajapara dormir, ropa, calzado y productosde cuero, fiestas del campamento y launión de sepelios. De modo que lequedaban unos cien denarios parasobornos. Los setenta y cinco denariosque cobraba como prima de entrada alprincipio del servicio, de todos modos,tenía que entregarlos de inmediato por la

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armadura y las armas. ¿Y qué? Elejército era como una gran madre queabrazaba a todos sus hijosamorosamente. Y Rusticano era unhombre apacible. Nada le perturbaba;sólo la idea de retirarse del ejército. Sinembargo, contra esos tristespensamientos se recetaba cada tarde unajarra de falerno acompañada desalchichas galas y ese pan ligero y claro.Me asignó una tienda de oficial cerca delos alojamientos de Aulo Hircio y CayoOppio.

El campamento militar romano atraíacada vez a más mercaderes, y la cuartacohorte, encargada del mantenimiento de

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las calles, tenía todas las manosocupadas para hacerles entender a esashienas que las vías de acceso alcampamento debían permanecer librespara el suministro militar. A izquierda yderecha de las vías de acceso crecieronlas primeras cabañas de madera:puestos de comida, cantinas y burdeles.También las concubinas y los hijosbastardos de los legionarios habíanllegado al campamento. Especialatención despertaban los vendedores deesclavos con sus ejércitos privados, sinduda equipados con las armadurasexóticas y las extravagantes armas quecompraran en los campos de batalla de

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Hispania, el norte de África y Oriente.Viajaban acompañados de innumerablescarros que transportaban pesadascadenas para el cuello y las piernas.

* * *

Durante el día libre o por las tardes,a menudo bajaba al río con Wanda yLucía. Contemplábamos cómo loshelvecios cargaban las carretas debueyes y cómo se iba vaciando poco apoco la tan poblada orilla. Loshelvecios habían decidido tomar elpeligroso y agotador camino a través delas gargantas entre el Ródano y el Jura.En modo alguno querían atentar contra

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las fronteras romanas, y deseabanimpedir una confrontación militar conRoma a cualquier precio.

* * *

Mi prima de entrada de setenta ycinco denarios, es decir, trescientossestercios, se la llevé a Creto, que sealegró mucho de nuestra visita. Contodo, tan sólo quiso aceptar noventasestercios.

—No hay que sacrificar a la cabraque da leche —dijo riendo, y mepresentó un nuevo contrato.

Rechacé de forma cortés el vino queme servía. El contrato disponía que le

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presentara informes cuatro veces al año.No tenían que ser informes de espionaje,sino de mercado: ¿Qué se vende, dóndey a qué precio? ¿Qué mercaderías sonmás escasas o solicitadas endeterminada época del año? Por esetrabajo, que debía realizarexclusivamente para él, mi deudadisminuiría en trescientos sestercioscada año. Eso significaba que, en elmejor de los casos, le habría compradomi libertad a Creto al cabo de seis años.Me esperaba algo aún peor. Al parecer,Creto no quería más que un hombre deconfianza en el ejército de César.Acordamos que le enviaría todas las

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cartas a su comercio de Massilia.También era importante que en todas lascartas estableciera con claridad el lugary la fecha. Una vez que hube firmado elcontrato, rompió el antiguo delante demis ojos y me ofreció vino de nuevo. Noobstante, volví a rechazarlo. Queríaestar a solas con Wanda y Lucía.

Fuimos a un bosque cercano y nospusimos cómodos en un claro tapizadode musgo seco. Sobre nuestras cabezascrecían bayas salvajes. Tonteamos y nosdimos a comer bayas ácidas.

—Habrías hecho mejorvendiéndome —dijo Wanda entre risas—. De hecho, no te traeré más que

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disgustos. Tú mismo se lo explicaste alviejo Divicón.

—Creto merece un castigo mayor —dije, riendo.

—Tal vez sea hora de que cambiesde dioses —se burló—. Has perdido enel río la mayor parte del dinero que tedio Celtilo.

—¿Qué quieres decir con«perdido»? Los dioses se han servidode mí. Y ningún celta osaría recoger unsolo sestercio de un río. Te lo juro,Wanda, toda esa horda divina te pisaríalos talones.

—Sin embargo —insistió Wanda—,contigo los dioses practican un juego

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perverso.—No —refuté—. A veces es difícil

comprender las señales de los dioses.Creto es una rata miserable, pero ¿acasono se puede aprender algo también deuna rata? ¿Crees, Wanda, que volveré afirmar alguna vez un contrato tan a laligera o que volveré a comprar un tonelde vino a un precio del todo absurdo?No pago por mi estupidez, pago por miformación. —Entonces me arrodillé ypregoné en el bosque con solemnidad—:Hoy como ayer tengo el firme propósito,y hoy más que nunca, de ver Massiliaalgún día y convertirme allí en uno delos mayores mercaderes del

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Mediterráneo.Wanda me soltó el gancho del cinto

y me atrajo hacia sí con cariño.—Calla, Corisio —susurró.

* * *

Por la tarde se celebró una pequeñafiesta en el campamento. Rusticano noshabía invitado a mí y a una docena deoficiales, entre los que también secontaban Mamurra, el tesorero privadode César y genial constructor, FufioCita, el proveedor de cereales de Césarque vivía fuera del campamento,Antonio, el primer medicus, Úrsulo, elprimipilus, Labieno, legado de la

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décima, Aulo Hircio, Cayo Oppio, yalgunos proveedores importantes delejército a quienes, por cierto, noconocía por su nombre, a excepción deVentidio Baso, el de la nariz con formade bulbo.

Rusticano dispuso que sirvieranhuevos, pan de trigo, salchichas lucanasy galas, y vino siciliano del país.Después de su negativa a los helvecios,César había abandonado el campamentoy había partido a caballo al encuentro delas legiones que se aproximaban.

—Tendremos problemas —reflexionó Rusticano cuando durante lacomida un recadero le trajo la tabla de

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cera con el último estado de lasprovisiones del campamento—. Dentrode unos días tendremos aquí a treinta yseis mil legionarios romanos. ¿Quién losalimentará?

—La guerra se alimenta sola —seburló el primipilus.

—¿Por qué treinta y seis millegionarios? No creo que César lostraiga a Genava si los helvecios se vande aquí —señaló Antonio.

Los hombres se rieron. Sabían loque significaba aquello.

—Con César nunca se sabe —dijoÚrsulo—, sus ideas van siempre pordelante de nosotros.

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—¿Cómo es que no suministras máscereales, Fufio Cita? —preguntóRusticiano.

—Mi presupuesto es limitado y pordoquier se disparan los precios.

Cita le dirigió entonces una cortamirada a Mamurra.

—No me mires así. Yo noadministro la fortuna de César, sino susdeudas. ¡Y ahora tengo a otras doslegiones que mantener!

—Tenía órdenes de conseguircereales para la décima —se justificóCita—, no para seis legiones. ¿Por quéno les aumentáis el tributo a losalóbroges?

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Rusticano hizo un gesto de negación.—Todo menos eso. A cada instante

doy por sentada una revuelta. Haríamosmejor enviando mensajeros a los eduospara que nos faciliten cereales a tiempo.

Rusticano mojó dos dedos en suvaso de vino y luego sacudió la cabezamientras imploraba entre murmullos laayuda de los dioses.

—Creo que sólo una guerra puedesalvarnos —filosofó el tribunosenatorial, y golpeó con displicencia elhombro de Labieno—. ¿Por qué noenvías a la primera cohorte a cruzar elrío en cueros? Así podrían untarse conmierda de perro en la otra orilla y

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lanzarse contra nosotros como galosdesquiciados. De ese modo tendríamossuficientes testigos oculares que despuésinformarían en Roma de que los galoshan atacado la provincia. Y el asuntoempezaría por fin a funcionar.

—Mis hombres son soldadosromanos y no actores —replicó Labieno,a quien le resultaban desagradables esosgolpes de camaradería en los hombros—. No puedo prescindir de un solohombre más. Cuando enviamos a ungrupo a buscar agua fresca o forraje,necesitamos una escolta cada vez mayor.Cada día es peor. Ayer envié a algunosa recoger leña en los bosques y dos

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fueron encontrados en el pantano con lacabeza cortada.

—¿Pero por qué hacen eso? —preguntó Fufio Cita, y se volvió haciamí.

—Para nosotros —contesté—, es unpasatiempo habitual.

De la risa, Mamurra escupió el vinosobre la mesa y se dio golpetazos en larodilla.

—Los romanos les lleváis a vuestraschicas amuletos o salchichas ahumadas—proseguí—, mientras que los celtasles llevamos cabezas romanas.

—Nunca entenderé a esos galos —reflexionó Rusticano mirando al vacío

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—. Serví en Oriente a las órdenes dePompeyo, estuve en Hispania con César,pero aquí, en la Galia, en estos parajes,cada día se me hace más tenebroso: esososcuros bosques y pantanos sagrados…

—Basta ya —exclamó VentidioBaso—. ¡Eso raya en la blasfemia!¿Acaso son los dioses romanos peoresque los galos? ¿No desciende el propioCésar de los dioses inmortales? ¿No hademostrado bastante que está tocado porla suerte? ¡Les traemos la civilización, alos salvajes!

—Perdona, druida, ¿cuál es tuopinión? —me preguntó entoncesMamurra.

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—Si por civilización Ventidio Basoentiende vino y enfermedades venéreas,lleva toda la razón.

Mamurra estalló en estruendosascarcajadas.

—Ventidio Baso, me parece que eldruida tiene más juicio que tú. ¡Sinduda, en el mercado de esclavos pagaríacien veces más por él!

Todos rieron. Al parecer Mamurraaludía a sus inclinaciones homosexuales.

En ese momento, L. Cornelio Balbo,el agente secreto de César, irrumpió ennuestra tienda. Al instante todoslevantaron los vasos de vino y gritaronsu nombre. Sin embargo, Balbo no

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desperdició vanas palabras:—El campamento militar de la

legión décima, como campamento basede la frontera de la provincia romana, selevanta. César se ha reunido con suslegiones y marcha en dirección aLugduno.

—¿Ha salido de la provinciaromana? —exclamó Rusticano,incrédulo.

—Sí, Rusticano. César ha salido dela provincia romana y ya no volverá aGenava. Marcha directamente hacia loshelvecios. Quiere bloquearles elcamino. Acudiré a su encuentro con ladécima. César desea que conviertas este

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campamento en centro fortificado devíveres y avituallamiento. El siguientealmacén de víveres deberás levantarlo atreinta millas al noroeste. Necesitamosuna cadena de avituallamiento general yestable que llegue hasta el ejército deCésar.

—¿Por qué no me cede a la legióndécima? —preguntó Rusticano,nervioso.

—La décima es la mejor legión quesirviera a Roma jamás —contestóLabieno—. Ahora sirve a César. Es sulegión.

—¿No querréis dejarme solo con loshombres recién reclutados de la

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undécima o la duodécima?Los hombres rieron y brindaron por

la guerra inminente.

* * *

A la mañana siguiente, nuestramaquinaria se puso a trabajar a todamarcha en la divulgación de noticias yopiniones manipuladas. Cayo Oppiohabía leído atentamente las cartas queCésar le diera a su agente Balbo ydictaba una misiva tras otra en nombredel general. Aulo Hircio estaba sentadoa su escritorio pluma en mano, dispuestoa escribir. Yo estaba sentado frente a él,muy inclinado sobre un papiro, y seguía

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redactando: «… no sólo fue asesinado elcónsul Lucio Casio, sino también elbisabuelo de mi esposa Calpurnia…»Por lo visto, de entre la amplia ofertaque Cayo Oppio le mostrara, Césarhabía escogido un motivo aceptable parasu ataque contra el pueblo del oro: elhonor. En Roma eso siempre era bienacogido. Aunque no se trataba sólo delhonor. ¡Cuando César mencionaba a subisabuelo, mencionaba también latemible guerra de los cimbros! Si volvíaa existir el peligro de que los bárbarosbajaran al sur y alcanzaran Roma, Césartendría al pueblo de su lado. ¡Se erigiríaentonces en el precavido protector de

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Roma! Debo admitir que la carta deCésar estaba construida y formulada contodo refinamiento. Quedé sorprendido eimpresionado.

Por último, Cayo Oppio dictó unacarta en nombre de César para Cicerón:«César saluda a Cicerón…estimadísimo amigo…» Aulo Hirciotomaba nota. Cayo Oppio dictó conayuda de las notas de César una cartaespeluznante en la que le pedía consejoa Cicerón acerca de un asunto sobre elque ya se había decidido hacía tiempo.Cayo Oppio andaba de un lado a otrodelante de nosotros, como si quisieraestudiar la mímica y la gesticulación de

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César frente al público. A pesar de quefísicamente impresionaba más queCésar, su apariencia no era más que lade un oficial. Lo que imponía en Césarprocedía de su interior, de lasprofundidades, y eso no se podía copiarcon simples gestos. Cayo Oppio dictabaconcentrado, sin mirar a nada. Lasiguiente carta me correspondía denuevo a mí. Tenía que escribirla encaligrafía griega, puesto que eldestinatario no sabía latín, ¡a pesar deser druida!

César saluda a Diviciaco,noble príncipe y sabio druida

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de los eduos. Con gran pesar hallegado a mi conocimiento quelos belicosos helvecioscruzarán la región de lossecuanos y los eduos parallegar a la tierra de lossantonos. Roma se toma enserio la fidelidad a susalianzas. Por eso es muyimportante para mí asegurartemi ayuda en caso de que losagresivos helvecios devastenvuestros campos, conquistenvuestras ciudades y vendan avuestros hijos como esclavos.

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Cayo Oppio se volvió hacia AuloHircio y prosiguió con su carta aCicerón, en la que apelaba a la amistadcomún de tal forma que casi se tenía quesuponer que Cicerón iba a volverle laespalda a la primera ocasión. Entreotras cosas, le ofrecía al hermano deCicerón un puesto como legado, ya quesólo hombres de la más nobleascendencia eran lo bastante buenospara convertirse en sus nuevoscomandantes de legionarios. Eso, porsupuesto, resultaba algo inaudito puestoque Cicerón era un homo novus, no unpatricio antiguo sino uno «nuevo», yademás no era de Roma. No obstante,

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aún más innoble y astuto era elofrecimiento de ayuda a los eduos.Cuando en su día éstos le pidieron ayudacontra Ariovisto, César había hechooídos sordos. Sólo me quedaba esperarque los eduos, que de todos modos sehabían dividido en un campamento proromanos y otro enemigo de Roma, no lohubiesen olvidado. El dedo índiceextendido de Cayo Oppio me señalaba.Tenía la boca muy fruncida y mecontemplaba radiante, como si yo fuerauno de sus cómplices:

Yo, César, procónsul de laprovincia romana Narbonense,

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os comunico lo siguiente: encaso de que vosotros, los eduos,que habéis logrado grandesméritos y el beneplácito delpueblo romano, os veáis enapuros, hacédmelo saber paraque así pueda cumplir con lasobligaciones de la alianza deRoma, y hacedle entrega devuestra demanda de socorro almensajero que os lleva estecomunicado.

Cayo Oppio sonrió de oreja a oreja.Esa astucia era en realidad el colmo dela hipocresía y la perfidia. Infatigable,

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el romano dictaba a partir de las notasde César un buen número de cartas decontenido diverso a amigos, familiares,senadores, acreedores y distinguidasdamas. En cada misiva se ponía derelieve algo diferente. Para algunossenadores, César tenía que ser unpatriota sacrificado; para susacreedores, el taimado hombre denegocios que había descubierto un filónde oro y pronto se hallaría endisposición de saldar sus deudas. ParaCatón, César había adoptado en suborrador los atributos de un romanoaustero. De manera irónica, la carta deCatón debía entregarla una dama

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emparentada con él que no gozabaprecisamente de la mejor reputaciónmoral. También a ella la habíaconvertido en aliada suya en la cama. Elamor era para César un negocio comocualquier otro. Mientras que a loshombres solía acorralarlos mediantetodo tipo de intrigas, jugadas, sobornosy promesas, con las mujeres siempreescogía la cama, el halago y ladiscreción. Cayo Oppio sabía muy bien,en su calidad de íntimo confidente deCésar, lo que podía dictar y lo que no. Aexcepción del escrito para Diviciaco, lamayoría de las cartas se enviarían detodos modos después de que César las

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leyera y aprobase con su sello. Pordesgracia debo confesar que esehombre, por mucho asco que me diera,estaba empezando a fascinarme.Mediante su forma de dictar las cartas,de formular los contenidos, podíaobtener una imagen muy precisa deldestinatario e imaginaba muy bien porqué César escogía un punto en concretocon el que intentaba ganárselo. Poco apoco fui comprendiendo también que, enRoma, la discusión política abierta seproducía a un nivel que se había alejadode la realidad hacía tiempo. En el fondo,todos sin excepción eran inventores dehistorias que habían acordado unas

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determinadas reglas del juego. Alcontrario que yo, que no tenía demasiadabuena mano con las mixturas, Césardominaba de forma magistral cómohacer llegar a cada cual su dosispersonal de elogios, información ypromesas, lo cual le permitía contribuira la conformación de la vida pública deRoma incluso desde la lejana Galia.Entre los destinatarios de sus cartas, élera siempre el tema del día. Nadiedejaría de decir en el foro que César lehabía hecho llegar un escrito personal;era como si hubiese docenas depequeños cesares en el foro queparloteaban sin parar, aprovechando las

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rivalidades hasta originar pareceres yopiniones que le fueran útiles al granCésar. También era un virtuoso estrategamás allá del campo de batalla, que sabíaganar un combate sin lucha aparente. Elfondo del mensaje era siempre elmismo:

¡Roma está en gran peligro! Laprovincia Narbonense se hallaamenazada por los imprevisibleshelvecios sedientos de sangre. En estosmomentos están devastando la tierra delos secuanos y los eduos para conquistardespués la costa atlántica. No obstante,incluso allí, en la región patria de lossantonos, seguirán siendo peligrosos, ya

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que en el oeste no estarán muy lejos dela región patria de los tolosanos, que yapertenecen a la provincia romana. ¿Quédebemos hacer? ¿Vamos a permitir queunos bárbaros hasta tal punto belicososse conviertan en vecinos de la provinciaromana? Para hacer plausible laamenaza, César había convertido a lossantonos y tolosanos en vecinosdirectos. Había mentido a conciencia.Nadie en Roma tenía conocimientosexactos de las fronteras de las tribusgalas, y nadie podía contradecirlo. Todocuanto se sabía en Roma de la Galia sesabía por César. No se trataba de laverdad, sino de hacer plausible una

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amenaza. Desde tiempos inmemoriales,los sedentarios se han sentidoamenazados por los que no son comoellos. Y hay que reconocerlo: no pocasveces con razón.

—¡Corisio! —Cayo Oppio me sacóde mis pensamientos—. Ve de inmediatoa ver a Dumnórix y llévale los escritosde César. Pero dáselos en persona yespera hasta que te haya respondido.¡Llévate caballos de repuesto!Cuningunulo te acompañará con un parde hombres. También irá un joventribuno. —Cayo Oppio sonrió conmalicia—. No le corresponde darteórdenes, pero César lo ha querido así

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para darle una lección.Después se volvió sonriente hacia

Labieno, que acababa de entrar en latienda con una expresión preocupada.

—Tito Labieno, hemos encontradolo que buscábamos. Existe unaresolución del Senado que aprueba lasacciones bélicas fuera de la provinciaromana siempre y cuando se deban a lapetición de ayuda de un aliado.

—Entonces, ¿ya has encontrado aalguien en la Galia que necesite tuayuda?

—Prométele la corona real a unpríncipe celta y comerá de tu mano —sentenció Cayo Oppio con una sonrisa.

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* * *

Mientras estaba en mi tiendarecogiendo mis cosas, me sentí muydesdichado, algo así como el ratón en latrampa. ¡Yo y mi comercio imaginariode Massilia! Había querido ser grande,estimado e importante, un Craso celtaque recibía a peticionarios deascendencia real. También habíaquerido ser druida, intermediario entreel cielo y la tierra, pero mis mixturaseran literalmente vomitivas. Lo habíaquerido todo, igual que César. Y meavergüenza reconocerlo, pero admirabala rapidez con la que él relacionabaunos hechos con otros, desarrollaba

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estrategias y las llevaba a la prácticamientras a su alrededor aún todosreflexionaban y consideraban lacuestión. Creo que la mayoría estabaorgullosa de servirle, incluidos losceltas. De algún modo, todas laspersonas tienen la comprensiblenecesidad de estar una vez en la vida enel bando de los vencedores, así comorecibir los elogios y el reconocimientode éstos.

Me despedí de Wanda y le expliquéque en unos pocos días deberíamarcharse con la legión décima endirección noroeste. Había acordado conAulo Hircio que la muchacha cabalgara

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a su lado. Él iba con los fardos pesados.Aquélla era la mejor protección. Nosdespedimos cariñosamente en unaescena larga y penosa. Cuando meseparé de Wanda y volví a vestirme, mepreguntó si no podía venir conmigo; afin de cuentas, yo iba a necesitar mipierna izquierda.

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5

En la puerta ya esperabaCuningunulo. A su lado había unguerrero alóbroge y, algo apartado,aguardaba el joven caballero tribuno alque César quería aleccionar. Éste sehallaba a todas luces enfadado eincordiaba al esclavo que nosacompañaría con los caballos derefresco. La dirección la llevaba unoficial romano que tenía órdenes deconducirme hasta el oppidum de loseduos.

Pocas horas después, cuando

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avanzábamos por las quebradas delJura, Wanda iba a mi lado. La nocheanterior había tenido malos sueños y unavoz interior le dijo que no debíaquedarse sola en Genava. Eran tiempostan inseguros que nunca se sabía si seregresaría algún día o si el viaje iba aterminar en un destino por completodiferente. Frente a los dioses éramos tanimpotentes como un trozo de madera a laderiva en el océano. Lucía estaba algocansada; después de haber devoradodurante semanas los restos de comidafuertemente condimentada que se servíaen la tienda de Niger Fabio, tenía elestómago bastante alterado. Por eso la

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coloqué boca abajo en mi silla, una vezhubo comido hierba en abundancia paravomitar por fin los últimos restos delarte culinario árabe.

Cabalgábamos casi siempre ensilencio, Cuningunulo al frente con unode sus hombres, que se llamaba Dicón,Wanda y yo en el medio, y detrás denosotros los dos romanos. El primeroficial romano era un hombre conexperiencia que pertenecía al estadomayor de César. Era responsable delprocedimiento sistemático deexplotación de la supuesta naturalezabárbara. Su registro cuidadoso y exactode los recursos permitía a los pelotones

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de aprovisionamiento la recolección decereales, forraje, agua, leña y otrosproductos. Éramos una comitivavariopinta. Mientras que en primeralínea se hablaba celta, yo conversabacon Wanda en lengua germana y losparcos romanos de detrás hablaban latín.Al esclavo que se encargaba de loscaballos de refresco nadie le prestabaatención; no era más que un fardointeligente y obediente.

Cruzamos el Ródano por un vado ydespués seguimos por la orilla derecha,recorriendo a caballo las quebradasfantasmales cuyas escarpadas paredesde roca parecían cada vez más

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amenazadoras en el incipientecrepúsculo. En la abundante y excesivaraigambre que salía de la roca comobrazos inacabables, creíamos reconocera veces ojos que nos seguían. Era comosi hubiésemos entrado en el otro mundo.Nuestras voces eran arrastradas comocopos de nieve, resonando en lasparedes para luego regresar y caer porla quebrada hasta que parecían distantesgritos de socorro a los que ya nadiequería atender.

A nuestros dos romanos eseespectáculo les resultaba cada vez máslúgubre, pero intentaban mostrardignidad y valor. Nos regocijaba mucho,

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claro está, que el joven tribuno tuvieraque pararse a mear a cada rato.

Por la noche nos sentábamosalrededor de una hoguera mientras elesclavo molía cereales, preparaba masade pan y cocía pequeños pedazos sobreel carbón. A ese pan lo llamaban panismilitaris y con él se comía queso, tocinoy posea (una mezcla refrescante devinagre y agua). A los dos oficialesaquel pan no les gustaba en absoluto, ysin duda habrían preferido beber vinodiluido y no ese brebaje amargo.

—¡Fuscino —increpó el joventribuno al esclavo—, tu pan es vomitivo!

—Panis militaris siempre negro,

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amo —contestó Fuscino—. Asíaprendido, amo.

Fuscino era un muchacho mayor, quedebió de convertirse en esclavo a unaedad muy temprana; tenía por completoasumida la obediencia del esclavo. Sunombre, Fuscino, era diminutivo de «elde piel oscura». Si alguien vociferaba«Fuscino» en el forum romanum, seguroque acudían cientos de esclavos. Eljoven mostraba la mirada serena de unapersona que ha vivido mucho y que hallegado a aceptar su destino. A pesar detener una estatura extraordinaria, eraobediente y sumiso como un perroadiestrado con suma dureza; de hecho,

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hay personas, como también perros, queobedecen por puro miedo. No sé siFuscino habría luchado alguna vez en unejército, pero no quería preguntárseloporque sentía, no sé por qué motivo, queesa persona había padecido mucho.

A la menor ocasión, el joven tribunose las daba de patricio apestosamenterico y de la más noble ascendencia, quesólo estaba acostumbrado a exquisitosalimentos. Y eso a pesar de que era unsimple caballero. En Roma, cualquierciudadano podía convertirse encaballero si lograba demostrar unafortuna de al menos cuatrocientos milsestercios.

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—De un Fuscino no se puedeesperar pan blanco —se burló el joventribuno.

El oficial rió con gesto cansino. Yarondaba los cuarenta y estabaacostumbrado a las bobadas de lostribunos jóvenes. ¿Qué sabrían ellos dela vida?

—Pan blanco no bueno, amo, pannegro bueno para digestión…

—Oíd, oíd lo que nos explica estecabrón íbero. ¿Quieres decir con esoque toda Roma se alimenta mal?

—¿Desde cuándo consiste Romasólo en caballeros y patricios? —preguntó sin ganas el oficial.

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Los dos eduos se echaron a reír; alparecer habían entendido la broma.Cuningunulo sacó un trozo de pan de subolsa de cuero y se lo lanzó al tribuno.

—Es pan galo, pan blanco. Lalevadura que se utiliza la sacamos de laespuma de la fermentación de lacerveza. Por eso el pan es tan ligero yclaro.

El joven tribuno lo tomó al tiempoque arrugaba la nariz con escepticismo,y luego mordió un trozo con cierto asco,como si le estuviera arrancando lacabeza a una rata podrida. Todos lomiraban. Al cabo de un rato le pasó elpan al oficial.

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—Tendríamos que comprar estopara nuestros soldados. Les gustaríamás.

—Muy bueno —dijo el oficial conreconocimiento al probar el pan, y lehizo una seña amistosa a Cuningunulo—,pero nuestros legionarios necesitanpanis militaris, pues de lo contrario nodigieren bien.

El oficial organizó las guardias y seechó después a dormir sobre una gruesamanta de lana. El joven tribuno seacomodó cerca de él, parloteando acontinuación sobre un montón detonterías que no le interesaban a nadie.Yo permanecí un buen rato más sentado

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junto al fuego con los eduos, Wanda y elesclavo.

—¿Estás por fin al servicio deCésar? —me preguntó Cuningunulodespués de pasar el odre de vino.

—Sí, seguiré a César y no iré alAtlántico.

Cuningunulo hizo un gesto denegación con la mano.

—Los helvecios nunca llegarán alAtlántico. Piénsalo bien, druida. Césarha hecho lo imposible para reunir seislegiones y, si no las moviliza pronto, enRoma se partirán de la risa o loacusarán de querer derrocar laRepública. Ese hombre siempre se

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obliga a actuar, nunca se deja otrasalida. Es un jugador: o todo o nada.

Me encogí de hombros.—¿Qué tienes en contra de César,

druida? —replicó el otro eduo—. Nohay que luchar contra él, sino tenerlocomo aliado. Mira, druida, Cuningunuloy yo éramos hijos de príncipes sinrecursos, nadie nos tomaba en serio ydurante unos años estuvimos tanendeudados que deberíamos habernosvendido como esclavos.

—Eso es cierto —lo secundóCuningunulo—. Con César tengo mipropio destacamento, una soldadadecente, participamos de todos los

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saqueos y, cuando terminemos nuestroservicio, recibiremos la ciudadaníaromana y César nos colocará a la cabezade nuestras tribus. Te pregunto, druida,¿somos acaso esclavos o peones deCésar? No, lo utilizamos para recuperarel respeto de nuestro pueblo, el cualmerecemos.

—¿Qué sacaríamos con ponernos ensu contra? —preguntó Dicón, el otroeduo—. ¿Qué ha sucedido con losalóbroges? Están ahogados por la cargafiscal romana. Tienen que formar tropasauxiliares y pagarles la soldada,entregar una gran parte de sus cereales ymantener en buenas condiciones las vías

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romanas de su región, y el que no pagase convierte en esclavo. Los eduos noconocemos todas esas obligaciones. Silos alóbroges hubiesen tenido un solocelta amigo de los romanos, César ya lohabría hecho rey. Pero los alóbroges sontestarudos y obtusos.

* * *

Durante los días siguientescabalgamos en dirección al noroeste yatravesamos la región de los secuanos,que ofrecía el aspecto que tiene siempreuna tierra cuando un par de días antes hapasado por allí un cuarto de millón depersonas con ganado y carretas: bastante

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apisonado. Desde una elevacióndivisamos la retaguardia armada de lacaravana helvecia. Ya habían llegado ala región de los eduos y se estabanacercando al Arar. Probablemente, elrío los detendría una buena temporada.No tenían a ningún Mamurra en sus filas.

Acampamos sobre la elevación ycontemplamos los lejanos trabajos delos helvecios mientras Fuscinopreparaba la comida. Coció granos decereal con agua y les añadió un poco desal, cebolla, ajo, hierbas y verduras.Poco después había puré conhabichuelas y tocino. Los huevos sehabían roto en el trayecto, y Lucía se

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entretuvo en limpiar el saco de piellleno de paja que contenía los huevos.

En el crepúsculo se repitieron lasconversaciones de las últimas noches.El joven tribuno rezongaba y el oficiallo escuchaba aburrido mientras los doseduos no paraban de hablar de su felizcotidianidad en el servicio romano. Noobstante, a menudo miraban a Wanda dereojo. A mí sus miradas me parecíancada vez más francas y ansiosas; eracomo si quisieran desnudarla. Le ordenéque no se apartara de mi lado. Yo meentretenía tirando con arco sin perder devista a los demás. Es probable que ensecreto quisiera impresionar un poco a

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los hombres e impedirles accionesirreflexivas. Y en parte lo conseguí, almenos aquella noche. También los dosromanos y los dos eduos quisieronprobar suerte con el arco. Cuningunuloera asombrosamente bueno, pero yo erael mejor. Mi única desventaja era que nopodía disparar mientras caminaba.Necesitaba un sólido apoyo.

A la mañana siguiente, el joventribuno dijo de improviso que estabamás que harto de esa monótona vidamilitar y que si no había por allí cercauna ciudad que ofreciera un poco dediversión. Añoraba las termas, lasmujeres y el vino.

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—En el campo has de acostumbrartea soñar con ello, tribuno —dijo eloficial.

—¿Me vendes a tu esclava, druida?—preguntó el tribuno, bastante resuelto.

Sacudí la cabeza, sonriente.—¿Y si te lo ordeno?Volví a sacudir la cabeza.—No me lo puedes ordenar, tribuno.—¿Que no puedo? —gritó el

mocoso al tiempo que se erguía frente amí.

Me quedé tranquilamente sentado.—¡Ven aquí, esclava! ¡Nos vamos al

bosque!Wanda estaba perturbada.

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El joven tribuno no me dejóelección. Lo miré con calma a los ojos.

—¡Tribuno, hay algo aún mejor queuna esclava germana!

—¿El qué, druida?—Puedo prepararte algo que te

satisfará más que todas las mujeres de laGalia juntas. Es el éxtasis de los dioses.

—Cierto —soltó el oficial—,Mamurra me ha hablado de ello. Eldruida conoce una mezclilla que tecalentará tanto que el rabo se te pondrácomo el de un burro.

—¿Es eso cierto, druida?—Sí, así es.—¡Pues empieza ya! —gritó el joven

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tribuno.No me moví de mi sitio.—¿Que pasa, druida? ¿Por qué no

empiezas?—Necesito agua caliente.El joven tribuno le hizo una señal al

esclavo.—Y necesito ciertas… hierbas.—¿Qué quieres decir con eso?—Volveré dentro de una hora.

Entonces tendré lo que necesito.—¡Sabes cuál es el precio de la

deserción, druida! —exclamó el joventribuno sonriendo con malicia.

—Soy el druida de César —contesté—. ¿De veras crees que me escaparía

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sólo porque alguien como tú solicita ami esclava? —Hice una breve pausa yluego añadí—: ¡Si quisiera, hace tiempoque estarías muerto! Pero tengo órdenesque cumplir. ¡Y las cumpliré!

Le hice una señal a Wanda para queme siguiera. Los hombres, confundidos,contemplaron cómo abandonaba elcampamento. De camino había vistomuchos avellanos, y yo iba a necesitaruna buena cantidad de sus frutos; laavellana aumenta la presión sanguínea.Pero aún necesitaba más: pequeñasbayas rojas. Su jugo es peligroso;cuando se cogen hay que cerrar un ojo yarrancarlas con la mano izquierda.

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—¿Estás seguro de que funcionará?—preguntó Wanda.

Estaba sentada en un tocón y meobservaba con el ceño fruncido.

—Claro —respondí en tono seguro—, ya lo he probado antes; es decir algosimilar, aunque no comparable, pero porel estilo…

Wanda me miraba con escepticismo.—¡Corisio! ¿Cuándo lo has

probado? ¿Y con quién?—Calla, tengo que concentrarme.Wanda acariciaba a Lucía, que

estaba arrimada a sus piernas.—¿Ves esa roca de allí?Wanda asintió.

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—Luego regresaré solo alcampamento. Una hora después volveréaquí. Espérame en esa roca.

—Como quieras, amo —murmuróWanda, que tenía la duda claramenteescrita en la cara.

Cuando regresé solo al campamento,los hombres quedaron visiblementedecepcionados. Los consolé diciéndolesque la decocción era mejor que todo loque habían experimentado en la vida ylos mandé alejarse para así preparar lamixtura sobre la hoguera con todatranquilidad.

Cuando el agua hirvió, añadí losingredientes mientras decidía si aquella

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cantidad de agua era la correcta. Paralos druidas es fácil: siempre tienen sucaldera de bronce sagrada y saben conexactitud hasta qué marca deben llenarlade agua para hacer una u otrapreparación. Sin embargo, yo utilizabauna caldera romana bastante maltrechadonde no hacía mucho se habían cocidojudías.

Llamé a los hombres y me hice cone l pugio del joven tribuno. Sumergí elpuñal en el centro de la caldera y dije:

—Cuando se haya evaporado tantaagua que la línea de la superficie lleguea la cuchilla, apartad la caldera delfuego y dejad que se enfríe. Pero no

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antes. Bebed entonces tanto comoqueráis. Al comienzo del ocaso pasaránlos efectos, y también la decocción quequede en la caldera habrá perdido sumagia.

—¿Y tú adonde vas? —preguntó eljoven tribuno en tono pendenciero.

—No te debo ninguna explicación,tribuno.

—Druida —dijo el oficial en untono más estricto—, estamos aquíporque tenemos órdenes que cumplir.Espero que al ocaso volvamos a estartodos en condiciones. De nada me sirvenunos guardias que se quedan dormidos.

Asentí con la cabeza.

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—No te preocupes. Si os atenéis amis instrucciones, no quedaréisdecepcionados. Ahora me retiraré paraimplorar a los dioses que os cuiden.Poco antes del ocaso regresaré aquí.

—¿Y estás del todo seguro de queno desearemos a una mujer? —preguntóDicón.

—Así es —respondí.A Dicón aquello le resultaba difícil

de imaginar. Señaló en dirección a unanube de humo que venía de un caseríomuy pequeño.

—En caso de urgencia cabalgaremoshasta allí —rió Cuningunulo—. Noimporta lo que hagamos, de todos modos

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culparán a los helvecios.Hice que el esclavo me ayudara a

subir al caballo y me alejé sin miraratrás. Cuando estuve a una milla delcampamento, hinqué los talones en losflancos del caballo y salí a galopetendido.

* * *

Ya hacía tiempo que habían apartadola caldera del fuego. Una vez más, eljoven tribuno metía el dedo en ladecocción. Después esbozó una gransonrisa y se sirvió con su vaso de campoaquel líquido de extraño olor. El oficialhizo lo mismo, y después les tocó el

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turno a los dos eduos. ¡Seguro que todosse sorprendieron de que les brotara depronto fuego entre las caderas! Cuandoya todos se frotaban el sexo entregemidos, sin saber muy bien si podríandar el par de pasos que los separaba delos caballos, el esclavo Fuscino ahuecólas manos, las hundió en la caldera ysorbió ruidosamente el líquido mientrasobservaba temeroso la actividad a laque se entregaban los demás: el oficialcorrió gimiendo al bosque, donde seasió con la mano izquierda a una hayamientras con la otra mano se masturbabaa toda velocidad. Los dos eduoscorrieron sin aliento a subirse a los

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caballos, y Cuningunulo ya salía algalope mientras Dicón saltaba sobre sucaballo con la cabeza roja de excitacióny caía por el lado contrario al tiempoque se sujetaba el vientre entre gritos dedolor. En ese momento, el esclavoFuscino agarró por la nuca al joventribuno desde atrás; su garra loaprisionaba como un collar de hierro.Fuscino empujó al suelo al joventribuno, que cayó de rodillas, y leintrodujo el miembro por el ano. Eljoven tribuno pedía ayuda a gritos comoun loco, se agitaba salvajemente ysuplicaba el apoyo de todos los dioses.Sin embargo, Fuscino le agarró los

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brazos y se los sujetó con fuerza a laespalda. El romano no tenía ningunaposibilidad de escapar de su torturador.Tenía la cabeza echada hacia delante,hundida en la tierra, sin posibilidad demoverse. Indefenso, se encontraba amerced de las impetuosas embestidasdel fuerte esclavo y lloraba sin parar.No obstante, Fuscino no mostró emociónalguna: no estaba abusando de ese joventribuno, sino de la República Romana ala que quería humillar. La decocción lohabía transformado en un animal salvaje.El oficial regresó jadeando del bosque ysacó el gladius con la intención deabalanzarse sobre el esclavo, pero de

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nuevo cayó forzado de rodillas y sefrotó el sexo como un loco para librarsede aquella excitación torturadora ydolorosa. Dicón estaba tumbado bocaarriba, inmóvil, echando espumarajospor la boca. Tenía los pantalonesbajados hasta las rodillas y entre lascaderas se levantaba su pene erectocomo la vara de un centurión. Dicónestaba muerto.

* * *

Sí, yo estaba muy nervioso. Meencontraba con Wanda tras la roca delborde del camino y esperaba. La nubede polvo que venía hacia nosotros no

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podía significar nada bueno. Le pedí aWanda que me ayudara a subir a la rocay que me pasara luego el arco y lasflechas. Le pedí que atara los caballos.

—¡Druuuiiiiida!Debía de ser Cuningunulo.

Cabalgaba como llevado por alas y seacercaba a un galope asfixiante.¡Menuda escena! Cuningunulo estabadesnudo y tenía el cuerpo rojo como sipadeciera una erupción cutánea exótica.Hizo una maniobra tosca y brusca, ysaltó del caballo. Se me acercótambaleante mientras se frotaba el sexosin parar.

—Druida, ¿dónde está tu esclava?

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Separé apenas el pulgar y el índicede la mano derecha. La cuerda sedestensó y la flecha salió disparada porel aire, atravesando el pecho deCuningunulo sólo un par de dedos pordebajo de la torques. Ni siquiera gritó.Sorprendido, agarró con las dos manosla flecha que le salía del cuerpo y luegoalzó la vista. Vio mi escondite. Me mirófijamente a los ojos y tuvo tiempo de vercómo se disparaba una segunda flecha yle atravesaba la mano izquierda, con laque sujetaba la primera flecha, paraclavarse hondo en el pecho del eduo. Yoapenas me había movido. Con calma yuna gran concentración, me dispuse a

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tirar una tercera flecha.—¿No crees que ya es suficiente? —

preguntó Wanda con una voz demasiadofuerte, como si quisiera quitarse latensión de encima.

Solté la cuerda. La tercera flechaatravesó la mano derecha del celta y seclavó en el tórax. Cuningunulo cayósobre una rodilla, la cabeza le dabavueltas en lentos movimientos, despuésse inclinó hacia delante y dio contra elsuelo.

—¿Por qué estaba el hombre tanrojo?

—No soporta este clima…—¡Corisio!

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—Qué sé yo —respondí de malamanera—. Algún acaloramiento le habrátransformado el corazón en un volcán. Eldruida me dijo que esa mixturaprovocaría una tormenta en las venas.Pero ¿a qué viene este interrogatorio?

Esperamos con impaciencia unashoras más detrás de nuestra roca.Después decidí regresar al campamento,pero primero le arrancamos las flechasdel pecho al eduo muerto y lasenterramos cerca de allí. También lequité la torques; quería ofrecérsela mástarde a los dioses del agua.

—¿Tú qué crees? —le pregunté aWanda—. ¿Estarán todavía corriendo

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por ahí con la cabeza colorada?—Si sólo fuera la cabeza —

murmuró Wanda—. ¿Pero aquí quién esel druida, tú o yo?

—Deberíamos averiguar lo que hasucedido en el campamento.

—No pretenderás volver allí,¿verdad?

—¡Tengo que saber lo que hapasado!

—¡Eso te lo puedo decir yo! —gritóWanda—. Se han abalanzado unos sobreotros como lobos, y al menos hasobrevivido uno que les explicará a losromanos que eres un asesino y untraidor. ¿Qué te parece? ¡Habrías hecho

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mejor en venderme y ya estarías decamino a Massilia! Ahora ya no podráspagarle tu deuda a Creto. Te buscará, ytambién lo harán los romanos.

Wanda tenía toda la razón. ¡Mehabía hundido más aún! ¿Pero qué teníaque hacer? Estoy seguro de que esamisma noche habrían asaltado a Wanda,y yo no habría podido evitarlo. ¡Nadieme habría ayudado!

—Más abajo de donde está elcampamento hay una quebrada. Sicabalgamos hasta el otro lado,podríamos verlo todo desde allí sincorrer riesgos. Sólo quiero saber quéambiente se respira. A lo mejor…

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—¿Quieres decir que a lo mejor seles podría cargar el muerto a loshelvecios?

—¿A qué te refieres con cargarles elmuerto? Es muy probable que losromanos piensen eso.

Así que fuimos a caballo al otrolado de la quebrada, siemprepreparados a que nos cayera de la copade un árbol alguien medio desnudo, conel rostro encendido y el pene erecto.

—Corisio, ¿qué es lo que les haspreparado a los hombres? —mepreguntó Wanda al cabo de un rato.

—Todavía estoy aprendiendo,Wanda —intenté justificarme.

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—¿Pero habías probado antes esamixtura?

—Sí, claro. Con un burro.—¿Con un burro? —increpó.—Sí, a veces utilizamos animales. Y

como a las gallinas, los perros y loscaballos les tenemos mucho aprecio,entre los cuadrúpedos sólo nos quedanlos burros.

—¿Y qué le pasó al burro?—Pues la tintura le gustó, porque se

bebió todo el abrevadero. El miembrose le hinchó una enormidad y el pobreanimal estaba cada vez más salvaje yexcitado. Lleno de furor se apareó conlas mulas hasta que éstas se defendieron

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a coces y mordiscos. Al final tuvimosque derribar con flechas a la pobrebestia. Un campesino al que llamamospara que nos ayudara lo mató con uncertero golpe de hacha en la carótida; lasangre salió disparada hacia arriba.Nada que ver con los bueyes blancosque sacrificamos a veces; en su caso hayun corto aluvión y el animal sedesploma. Pero en las venas de eseburro arreciaba una horrible tormenta, ydel hocico le brotaba espuma blanca.

Wanda permaneció un rato callada.—¿Y ése es el brebaje que les has

preparado a los hombres? —preguntó alfin.

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—No hay nada más aburrido para unflautista que tocar melodías que hancompuesto otros. Algo parecido me pasaa mí, Wanda. He intentado dosificar deotra forma las hierbas que despiertan elanimal viril que lleva dentro el hombre.

—¿Qué significa eso?—Probablemente sólo los dioses lo

saben. ¡Ellos gobiernan la mano deldruida!

Wanda me dirigió una mirada dedesconcierto.

—No sé si prefiero que aún esténtodos vivos o que hayan muerto.

—¿Qué tenía que hacer yo? ¡Lo hicepor ti, Wanda!

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—¡Quieres decir que más me habríavalido quedarme en Genava!

—¡Sí, Wanda! ¡Ahora necesito laayuda de un montón de dioses! Sisobreviven y regresan junto a César, elprocónsul me perseguirá como un tigreblanco y me lanzará al circo para queme devoren los osos.

—De todas formas, ¿no querías ir aRoma?

—Sí, pero no como alimento de lasfieras.

* * *

Cuando llegamos a la elevación delotro lado de la quebrada todavía había

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luz. En nuestro campamento reinaba unsilencio asombroso. Para mi gusto habíademasiada calma. El joven tribunoestaba tumbado boca abajo; quizádurmiera. El oficial estaba apoyado enun árbol; también él parecía estardormido. De pronto vi que algo semovía en el bosque.

Era el esclavo Fuscino, y arrastrabaalgo tras de sí: era Dicón, el eduo. Lollevaba a rastras de una pierna por elcampamento. Luego dejó caer la piernadel celta al suelo delante del joventribuno, lo agarró por debajo de losbrazos y lo subió sobre la espalda delromano; acto seguido, borró con una

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manta de montar las huellas que habíadejado al arrastrarlo. Entonces sedetuvo y se puso a escuchar. Estaba muynervioso. Cogió la espada del celtamuerto, regresó despacio al bosque ycuando estuvo a la misma altura que eloficial que se encontraba apoyadocontra el árbol, le cortó la cabeza en unsuspiro. Hasta entonces no vi loscaballos en las lindes del bosque. Yaestaban cargados.

Wanda y yo habíamos visto bastante.El esclavo Fuscino era el únicosuperviviente. Teníamos que discurrirrápidamente una historia.

—Ésa es tu especialidad —siseó

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Wanda, separándose de mí en actituddesafiante.

—Estábamos en el bosque cogiendobayas. A nuestro regreso, todos habíanmuerto y el esclavo había desaparecido.Eso suena creíble.

—¿Y luego? —preguntó, escéptica.—Bueno, luego hemos seguido

camino hacia Bibracte. A fin de cuentas,tenemos una orden que cumplir.

—Todo eso suena convincente deverdad —dijo Wanda, mesurada—.Pero contigo, Corisio, seguro que salemal. Poco a poco empiezo a pensar… nosé si los dioses viven en ti. A veces creoque no eres más que su pasatiempo.

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De modo que seguimos camino endirección al noroeste. Nuestra meta eraBibracte, la capital fortificada de losceltas eduos. Por el camino ofrendé lasjoyas y las armas del difuntoCuningunulo a los dioses del río, y paraque no pareciera que sólo me deshacíade los objetos comprometedores, tirétambién unos cuantos sestercios. Adesgana, lo admito, pero lo hice. Es unalástima que no se puedan ofrendartambién las deudas.

El oppidum de los eduos era de untamaño impresionante. De forma similaral de los tigurinos, también aquí estabanseparados el barrio de los talleres

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artesanales y el de viviendas. En elbarrio de los artesanos, los talleres conpeligro de incendio se habían dispuestoen el borde exterior. El centinela de lapuerta hizo que nos llevaran deinmediato ante Diviciaco. Su nave seencontraba en los límites del barrio deviviendas. Enfrente ya estaban lostalleres de los esmaltadores y losgrabadores de metales. Llamaba laatención la gran cantidad de mercaderesromanos que se encontraban en eloppidum. A uno de ellos ya lo habíaconocido en Genava. Era el caballeroromano Ventidio Baso, especializado enla venta de carretas y molinos harineros.

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En ese momento discutía la venta de unacarreta con un grupo de eduos mientrasapartaba las numerosas manos infantilesque querían agarrar cualquier cosa quecontuvieran las bolsas de cuero de suscargadas acémilas. Perros y cochinillosvagabundeaban por allí, aunque Lucíano mostraba ningún tipo de interés porellos.

Diviciaco no estaba en casa. Suesclavo nos dijo que había ido a ver a suhermano Dumnórix; era un esclavo celta,seguramente algún pobre bobo que sehabía endeudado sin remedio. Con lasdeudas a casi todo el mundo se le acabael buen humor, no sólo a Creto.

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Regresamos a caballo por la zona deviviendas y tomamos el amplio caminoque llevaba a la colina. Allí arribaestaban las residencias más ostentosas, yallí vivía Dumnórix, el enemigo deRoma. Delante de la nave de Dumnórixse había reunido una gran multitud y,como siempre que se juntan más de dosceltas había una gran pelea. Entre losespectadores reconocí al caballeroromano Fufio Cita, el proveedor decereales de César. Al parecer habíaexpuesto la petición de César de que lesuministraran cereales y quería discutirel precio, pero los eduos no estaban deacuerdo acerca de si nadie debería

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venderle a César cereal alguno. Enmitad de la discusión, irrumpimosnosotros.

—¡Príncipe Diviciaco! ¡César teenvía un mensajero! —exclamó el jineteque nos había acompañado desde lapuerta.

La muchedumbre se hizo a un ladopara que accediéramos al círculointerior. Allí descabalgamos. Delante deaquella nave se erguía un celtaorgulloso, desgarbado y fanfarrón, conun bigote arrogante y una pesadatorques, pero que tenía un agradablerostro de granuja. Frente a él se hallabaDiviciaco, alto y delgado, cuyos

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profundos surcos alrededor de la bocadelataban amargura y deshonra. Supeque me había reconocido, pero un druidade ascendencia principesca no debíareconocer a un celta corriente. Por muydivinos que pretendan ser nuestrosdruidas, en ese aspecto resultan bastanteterrenales. Pero ¿qué se entiende porterrenal? ¿Acaso existe algún dios queesté libre de soberbia, envidia o celos?

—¡Ahora César le escribe cartas! —se burló el celta orgulloso, irguiéndosemás por encima del hombro deDiviciaco mientras el druidadesenrollaba el rollo de papiro—. A míme daría vergüenza lamerle el culo a un

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romano…Los presentes celebraron la

ocurrencia con risas y aplausos.—¡Eduos! —exclamó Diviciaco a

los allí reunidos—. ¿Quién le haarrebatado a los arvernos la hegemoníade la Galia? ¿Mi hermano Dumnórix oRoma? Eduos, ¿quién ha triplicado enpocos años la cantidad de tribus que sonnuestros clientes? ¿Mi hermanoDumnórix o Roma? ¿Pagamos por ellotributos como los alóbroges? ¿Tenemosque aguantar por ello a un gobernadorromano que decida sobre nuestros usos ycostumbres? Somos el pueblo celta másapreciado y por ello busca César nuestra

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amistad. Es la amistad de nuestro igual.Mi hermano Dumnórix, por el contrario,buscó siempre la amistad de loshelvecios. Pero ¿qué hacen loshelvecios? Huyen como gallinasacobardadas de las hordas del príncipesuevo Ariovisto. Dinos, Dumnórix, ¿sonésos tus amigos?

Dumnórix estaba furioso porquesentía que el discurso de su hermano nohabía errado el blanco.

—Los helvecios son celtas y adorana los mismos dioses.

—También los arvernos sonceltas… y atentan contra nuestra vida.¡También los secuanos son celtas y nos

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incendian las aldeas!—¿Te ha prometido César la

corona? —exclamó Dumnórixtemblando de ira.

—Eras tú quien quería ser rey,Dumnórix, no yo. Tú y tus amigoshelvecios y secuanos. ¿Y qué nos hantraído los helvecios y los secuanos?Escuchad, eduos, con Roma podemosaliarnos al pueblo más poderoso con laslegiones más poderosas. Con Roma denuestra parte, ningún vecino nosdisputará aranceles ni servidumbres.¿Por qué deberíamos entonces convertira Roma en un enemigo?

Diviciaco alzó triunfante el rollo de

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papiro que sostenía en las manos yexclamó:

—César me pregunta a mí,Diviciaco, si los helvecios devastannuestra tierra. Si protesto, castigará yaniquilará a los helvecios. No le lamo elculo a Roma, Dumnórix… ¡César meofrece sus servicios, porque César setoma en serio las obligaciones denuestra amistad!

—Los helvecios son nuestrosamigos, Diviciaco —contestó Dumnórixcon expresión sombría—. Nos hanentregado como rehenes a sus másvaliosos niños, mujeres y hombres parademostrar la bondad de sus intenciones.

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Por eso ningún helvecio devastaránuestra tierra. Diviciaco, si tú tambiéncrees que los helvecios saquearán latierra, envíales entonces las cabezascortadas de sus rehenes. Pero antes dehacerlo, hermano, muéstranos loscampos destrozados, las granjas yaldeas saqueadas, y haz que las mujeresdeshonradas clamen sus penas. De locontrario, calla para siempre.

Diviciaco guardaba silenciomientras la gente miraba fascinada alhombre flaco que se hallaba en mediodel círculo.

—A los eduos —empezó Diviciaco,vacilante— les corresponde el

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predominio sobre los celtas. Cada tribuque se debilita aumenta nuestro poder.Cuando los helvecios lleguen alAtlántico, tarde o temprano someterán alos pueblos del mar y se harán con elcomercio de la isla britana. No, eduos,el cachorro al que protegéis hoy es ellobo que desgarrará mañana vuestrasovejas.

Los dos hermanos siguieronpeleando hasta altas horas de lamadrugada. Los esclavos repartieronjabalí en espetones; los príncipesordenaron sacar cerveza y vino. Losargumentos se presentaban en un tonocada vez más subido y, cuando era

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necesario, se fundamentaban con algúnpuñetazo. Y cuando al final Dumnórixtuvo la insensata ocurrencia de quehabían ofendido a su mujer helvecia, ladiscusión degeneró en pelea general:¡Toda una fiesta popular celta!

* * *

La hospitalidad del druida Diviciacono era precisamente legendaria, demodo que pasamos la noche en elalojamiento para invitados de unconsorcio de mercaderes. Horas mástarde llegaron también Fufio Cita yVentidio Baso. Estaban tan cansados deesos eduos testarudos que se acabaron

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bebiendo el vino sin diluir. Sus esclavosy porteadores dormían fuera, en loscarros; así encontraban descanso yprotegían las mercancías también denoche. Para Fufio Cita, la orden deCésar de proveer de cereales a suslegiones de la Galia era, por supuesto,el negocio de su vida. Todo mercaderque pudiera hacer negocios con laslegiones se habría hecho de oro alregresar a Roma. Los dos romanosbebían vino y hablaban de márgenes demercado, aranceles, contactoscomerciales y rutas fluviales, y cada unohabría tenido ideas suficientes paraconvertir la Galia entera en una

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gigantesca plaza de mercado de la nochea la mañana. Fufio Cita no hacía másque entusiasmarse con Cenabo; esoquedaba más arriba, al norte, en elcorazón de la Galia.

—Entonces, ¿crees que César selanzará a una aventura de tal magnitud enla Galia? —preguntó Baso aguzando eloído.

—Tal como César lo tiene planeadono será una aventura corta. César tieneintención de conquistar la Galia, sóloque nadie lo ha advertido aún. CuandoCésar me dice en qué lugar va anecesitar cereales dentro de dos meses,sé dónde lucharán las legiones a

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continuación. Cenabo está en elnoroeste, a mitad de camino hacia la islabritana. El que funde allí un puestocomercial será un segundo Craso.

—¡Pero cuídate de los mercaderesde Massilia! —le advirtió VentidioBaso—. Allá donde hay negocio teencuentras a un mercader massiliense.¡Esos malditos griegos! ¡Jamás habríantenido que dejarles Massilia!

—Si César se consolida en la Galia,todo el mercado galo pertenecerá a losmercaderes romanos. Massilia lo sabe.Se rumorea que incluso sobornarían aAriovisto para que expulse a César de laGalia.

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Wanda se había dormido entre misbrazos. Yo cerré los ojos y sentí que elcuerpo me pesaba cada vez más. Enalgún momento me quedé dormido, entanto que los dos mercaderes a buenseguro seguirían contándose historiashorripilantes sobre Ariovisto y Massiliahasta altas horas de la madrugada. Oí auno decir que los ciudadanos deMassilia, tras la victoria de Mario,habían abonado los campos con loscadáveres de germanos y celtas, y quepor eso el vino de Massilia era hastaesos días tan rojo como la sangre de susenemigos.

Bibracte no era un lugar agradable.

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La amarga enemistad entre los poderespro y antirromanos parecía trascenderincluso los muros de mimbres y lospostes de roble. El eduo pro romanos,como es natural, compraba productos debarro sólo a alfareros pro romanos,mientras que el eduo anti romanos sóloles compraba toneles a toneleros de susmismas convicciones. Si una mañanaaparecía un cerdo con el cuellorebanado en un charco de su propiasangre, podía darse por sentado que enlas noches siguientes una nave de lascercanías iba a arder en llamas. Lajusticia era parcial en igual medida.Algunos clanes prefirieron, con el

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tiempo, abandonar Bibracte. TambiénWanda y yo. Diviciaco me dictó surespuesta a César en lengua celta sobreun rollo de papiro y firmó el texto conun sello cilíndrico. El papiro se enrollóy cerró con lacre rojo. En el mercadocompramos pan blanco ligero,salchichas de cerdo ahumadas y un odrede vino. En un vidriero vimos un bonitoy tentador brazalete de cristal azul quedespedía unos destellos en formacircular; me gustó mucho, pero seguroque no habría traído buena suerte. Elartesano nos explicó que conseguía esoscolores brillantes con la inclusión demetales oxidados; el cobalto producía

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azul; el cobre, verde; el plomo,amarillo; y el hierro, caoba. Cuandopregunté por el precio, el artesano quisosaber si había dormido en casa deDumnórix o de Diviciaco. Por lo vistoeso determinaba el coste. A partir de eseinstante se me quitaron las ganas decomprar nada en ese oppidum. ¿Podíatraer suerte algo que se hubiesefabricado sobre ese suelo?

Regresamos cabalgando endirección sur, e hicimos numerosos altoscuando teníamos hambre o cuandodescubríamos un lugar bonito que estabacaldeado por el sol primaveral einvitaba a los amantes a tumbarse allí y

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entregarse uno a los brazos del otro.Dos días más tarde divisamos a lo

lejos una nube de polvo que hacíapensar en una docena de jinetes más omenos. Abandonamos la vía deinmediato y nos escondimos lejos delcamino, pues una docena de jinetes casisiempre era anuncio de problemas. Poresas comarcas uno se encontraba sobretodo con guerreros que habían sidoexpulsados por su tribu y asaltaban apequeños grupos de viajeros y caseríosapartados. Aquel príncipe de losarvernos, Vercingetórix, también debióde ser uno de ellos. En esa ocasión,empero, se trataba de helvecios que

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cruzaban la llanura a toda velocidaddando gritos, perseguidos por emisariosromanos. Poco antes del punto dondehabíamos dejado la vía, los jineteshelvecios se dividieron en tres grupos;mientras que uno seguía cabalgando algomás despacio, los otros dos serepartieron en una cerrada curva haciaizquierda y derecha, apareciendo depronto por los flancos de sus confiadosseguidores. Entonces regresó también elprimer grupo y cabalgó de frente endirección a los desconcertados jinetesromanos, que de repente se vieronatacados por tres lados y fueronabatidos. En la lucha jinete contra jinete,

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los romanos no tenían la menorposibilidad. Las cabezas salierondespedidas de los hombros como tiernascalabazas. Los jóvenes jinetes celtassaltaron de los caballos, quitaron loscascos de montar a las cabezas cortadase intentaron atarlas a sus caballos. Noobstante, la mayoría de los legionariosllevaba el pelo demasiado corto.Encolerizados, los jóvenes celtaslanzaron las cabezas a un saco de tela,expoliaron los cadáveres ydesaparecieron igual que habíanllegado, entre gritos y alaridos, con loscaballos apresados.

Que César enviase ya tan al norte a

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sus mensajeros montados sólo podíasignificar que planeaba avanzar hastaallí. Entretanto, yo ya creía imposibleque los helvecios llegaran al Atlántico.Después de la visita a Bibracte ya no mecabía la menor duda, puesto que todoslos oppida celtas, en el fondo, estabanen la misma situación que Bibracte: seprodigaban los grupúsculos reñidos denobles rivales e intrigantes para quienesera más importante la derrota de losadversarios de sus propias filas que lavictoria de todo el pueblo celta. Todosluchaban contra todos. Contra esamáquina militar organizada a laperfección de soldados profesionales y

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entrenados que podían luchar duranteaños gracias a la excelente planificacióny el abastecimiento, los temporerosceltas no teníamos la menor posibilidad.Mientras que los helvecios habíannecesitado tres años para preparar lamarcha al Atlántico, a César le habíanbastado una cuantas semanas paragarantizar el abastecimiento de susraudos legionarios. Y en cada tribu celtaCésar encontraría a un noble biendispuesto que lo protegería de buengrado sólo con que le prestara suslegiones para aniquilar así de una vez asu hermano, su rival o su vecino.

—Entonces, ¿qué quieres hacer,

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amo? —preguntó Wanda después deescuchar mis extensas consideraciones.

—Mejor pregúntaselo a los dioses—respondí con desconcierto.

—Por eso te lo pregunto. Los diosesviven en ti, ¿no?

Wanda tenía una forma muy cortantede llevar ad absurdum lo que oía. Casinunca se reía de nada. No, ella se lotomaba todo muy en serio.

—Sí, claro —dije—, los diosesviven en mí pero ahora se están tomandoun descanso.

—No creo que las patrullas deexploradores romanos se den ningúndescanso. Estoy convencida de que por

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aquí no pululan más que romanos.—Vamos a ver a César —dije—.

Tengo en mis manos la respuesta deDiviciaco y con ella voy a ver a César.

—¡Te crucificarán!—¿Por qué? —repliqué con fingida

inocencia—. ¿De veras crees queregresaría a ver a César si tuviera quever lo más mínimo con ese lamentableincidente del campamento? El hecho deque le lleve la respuesta de Diviciacono hace más que probar mi lealtad.

—Salta a la vista —dijo Wandasatisfecha—. Me parece que los diosesde tu interior se han vuelto a despertar.

De modo que seguimos camino, en

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dirección al sur.Al cabo de unos días, cuando

alcanzamos el Arar, vimos que tambiénlos helvecios habían llegado entretanto aesa región. Avanzaban despacio contodas sus carretas y sus bueyes. Elfatigoso rodeo les había ocasionadograndes bajas; muchos carrosdestrozados y animales de tirodespedazados se habían quedado en lasquebradas, las cuales al fin habíandejado atrás. Como caía el crepúsculo,los nobles ordenaron suspender el crucedel río y levantar allí campamento. Trescuartos de los helvecios ya estaban en laotra orilla del Arar. A este lado del río

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quedaban aún los tigurinos, unosdieciocho mil hombres, mujeres, niños yancianos; iban a cruzar al día siguiente,temprano, con balsas y botes atadosentre sí. A pesar del retraso en Genava ydel agotador rodeo, los tigurinos estabande buen humor. Como se habíanresignado a la prohibición de César decruzar la provincia romana, ya no teníanque pensar en más dificultades. Y muchomenos en una guerra. Como nosenteramos en el campamento, loshelvecios habían intercambiado rehenescon los secuanos y los eduos mientrasdurase la marcha. De ello se desprendíaque ningún helvecio pondría en peligro

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la vida de ningún rehén de su tribusaqueando o devastando bienes, nicomportándose de cualquier otra formaindebida. Sin embargo, seguramentetodo el mundo comprenderá que lamigración de un pueblo va dejando otrorastro, igual que una banda de jabalíes.Pregunté por Divicón, Nameyo yVeruclecio, pero los tres se encontrabanya en la otra orilla. Los tigurinos sedispusieron a pasar la noche y casi nocolocaron ningún guardia. Por ningunaparte se veía legión romana alguna yquerían cruzar al otro lado del río aprimera hora de la mañana. No obstantedurante la cuarta guardia nocturna,

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cuando ya clareaba, oí de pronto unosfuertes gritos. Me incorporé y agucé eloído. Estaba pensando si unos cuantosborrachos no habrían llegado a lasmanos cuando de repente percibí el rocemetálico de cotas de malla aquí y allá,pero de pronto aquellos ruidos aisladosse unieron para formar una sola barrerade sonido poderosa que marchaba hacianosotros imparable.

—¡Wanda! —exclamé—. ¡Lleganlas legiones! ¡Ve a por los caballos!

Wanda se levantó de un salto ycorrió hacia los caballos. Elcampamento ya estaba en plenaactividad: las balsas caían al agua con

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chapoteos, niños exhaustos se quejabana voz en grito y se enfrentaban a susmadres que, muertas del espanto,cargaban enseres y mantas a toda prisaen las carretas de bueyes. Wanda meayudó a subir al caballo, que empezabaa piafar nervioso. A la luz del solsaliente reconocimos poco a poco lasinterminables filas de legionariosromanos que se acercaban a nuestrocampamento por las colinas; era como siun dios hubiese cubierto de pronto lapelada colina con una piel plateada. Sinembargo, cada uno de los pelos era unpilum que sostenía un legionarioromano. Se nos aproximaban a paso

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ligero y en filas ordenadas. «¡Piladeorsum!», oímos vociferar a ásperasvoces masculinas, y los legionarios delas primeras filas nos lanzaron los pilamientras las líneas romanas que seavecinaban formaban rectángulos ycuñas al compás de poderosos toques detuba. Las puntas flexibles de los pila seclavaron en la tierra, atravesaroncuerpos de mujeres que huían, niños quegritaban, ancianos aplastadosobstinadamente contra el suelo yguerreros que se enfrentaban al enemigocon el cuerpo medio desnudo. De nadaservía huir. Ya nos habían rodeado. Loslegionarios romanos nos aplastaron en

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formaciones rectangulares. Allá dondelos guerreros celtas se erguían con losescudos unidos, las formacionesromanas se trasformaban con picaraelegancia en una cuña puntiaguda que deinmediato partía nuestro muro deescudos como si fuera un martinete. Elque lograba escapar del cerco, eraseguido de inmediato por la caballeríaromana para caer abatido por laespalda. Eran pequeñas tropas a caballode celtas alóbroges, arvernos y eduos ensu mayoría, a las que se habíaencomendado esa función en particular.Luchaban para César. No bacía faltainterpretar el vuelo de la urraca para

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saber que este había ordenado unaaniquilación total. No se trataba dedetener o derrotar a alguien, no, Césarquería masacrar a esos dieciocho miltigurinos. «Accelerate! Accelerate!» Pordoquier resonaba el grito acuciante delos centuriones en el campo de batalla.

De pronto agarré la rueda de oro denuestro dios del sol, Taranis, que mecolgaba del cuello, y grité todo lo altoque pude: «¡Tío Celtilo!» Wanda mehizo una seña impaciente. Hincamos lostalones a los caballos y nos lanzamos enuna loca carrera hacia la orilla mientraslos pila y los proyectiles de piedra casinos rozaban las orejas. Paralela a

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nosotros cabalgaba una docena dejinetes de las tropas auxiliares; seguíana unos cuantos tigurinos que se queríansalvar en el bosque. Ésa fue nuestrasuerte, mejor dicho, habría podido sernuestra suerte. De improviso, cuatrojinetes se separaron de la escuadrilla yvinieron directos hacia nosotros. Dos serezagaron, seguramente celtas alóbroges,y cabalgaron muy cerca de nosotros pordetrás mientras los otros dos intentabancortarnos el paso para obligarnos a irhacia el río. No sé qué me pasó, pero depronto saqué el rollo de papiro selladoque llevaba bajo la túnica y lo agitécomo un loco.

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—¡Ave, César! —vociferé con todasmis fuerzas. Sé que es vergonzoso, y aúnmás humillante cuando se explica, perolo cierto es que vociferé «¡Ave,César!».

Uno de los jinetes que estaba casi ami misma altura gritó:

—¿Quién eres?Se trataba del joven arverno

Vercingetórix. Cabalgaba para Césarcon los miembros de su tribu quetambién habían sido expulsados. Lemostré el amuleto de oro con la deidadporcina que se balanceaba en mi cinto.

—Soy Corisio, el druida de César.Soy amigo de Labieno y amigo del

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primipilus de la legión décima yamigo…

—¡Pues cierra la bocaza, druida! —rió Vercingetórix.

Al fin me había reconocido.Vacilante, reduje un poco la marcha delcaballo y dejé que los jinetes de atrásme adelantaran. Por un lado seaproximaba la caballería ligera númida.

—Llevadme de inmediato ante César—increpé con ira a los arvernos. Teníacomprobado por experiencia que lamayoría de la gente obedece sinrechistar cuando se les increpa como esdebido.

—¿No eres el druida que partió con

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Cuningunulo y Dicón? —preguntó unode los hombres de Vercingetórix.

Asentí. El arverno permaneció ensilencio, pero a todas luces se veía quesabía algo del paradero de los eduos. Elmiedo me provocó arcadas; volví asentir esa cota de malla invisible que meponía los músculos rígidos y tensos. Yano cabía pensar en la huida. Los jinetesnos escoltaron a Wanda y a mí.Describiendo un enorme arco, rodeamosa caballo el campamento de los tigurinosmientras abajo, en el río, todo quedabadestrozado. Al menos yo estaba vivo.¿Pero había sobrevivido para acabar enla cruz?

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Le dirigí una breve mirada aVercingetórix. Parecía acostumbrado aloficio de la guerra y contemplabadivertido el proceder de las legionesromanas. De vez en cuando me echabaun vistazo.

—¿Por qué luchas para César,Vercingetórix? —le pregunté al arvernocon el fin de romper ese silencioincómodo.

Vercingetórix esbozó una sonrisa.—A mis hombres y a mí no nos va

mal en la caballería de César. Anteséramos salteadores de caminos,proscritos… Ahora nos pagan por ello.

El y sus hombres se echaron a reír.

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—Pero yo quería preguntarte unacosa, druida. En cierta ocasión meprofetizaste que algún día volvería aGergovia, pero no me dijiste cuándo. —Se rió—. Verás, mis hombres y yoapenas podemos esperar a regresar aGergovia y preguntarle a mi tíoGobanición por qué mi padre tuvo queirse tan pronto al otro mundo.

Recordaba con vaguedad elencuentro con ese enorme arverno. Enaquella ocasión había tenido unproblema algo mayor.

—¿Qué te ha prometido César? ¿Lacorona real de los arvernos?

—¿Qué le importa a un rey quién lo

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haya convertido en tal? —exclamó unode los arvernos. Eran jóvenes ydespreocupados, les encantaba elpeligro y la lucha.

—Druida —insistió Vercingetórix—, ¿no respondes a mi pregunta?

—No escuchas la respuesta,Vercingetórix, eso es todo.

Vercingetórix me entregó a un grupode romanos y alóbroges, y acontinuación regresó con sus hombres alrío.

La tienda de César estaba montadasobre una elevación desde la cual sedivisaba todo el campo de batalla.Continuamente iban y venían emisarios

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que comunicaban las posiciones de cadaunidad. Nosotros estábamos a un tiro depiedra, esperando que uno de nuestrosescoltas pudiera hablar con César.

De pronto oí una voz débil que decíami nombre.

—Druida…Mi escolta alóbroge y romana miró

fascinada hacia el campo de batalla.—Druida…La voz sonaba atormentada, casi

suplicante. No podía ser la voz de losdioses. Wanda se había vuelto y memiraba boquiabierta. Tenía el espantoescrito en la cara. También yo me volví.Detrás de mí había una enorme cruz

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hundida en el suelo, y en esa cruz estabaclavado un hombre desnudo y de pieloscura: Fuscino.

Era lo que me faltaba.—¿Qué hace Fuscino ahí arriba? —

pregunté con cierta torpeza. De verasque no era mi intención decir ningunainconveniencia. Con todo, el alóbrogeno debió de entenderme bien.

—Fuscino contempla el cieloestrellado —respondió.

Los siguientes instantestranscurrieron viscosos como gotas deresina. ¿Qué iba yo a explicar? Eldesarrollo cronológico de los hechos seme había olvidado; ése es el problema

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de toda construcción de embustes.Fuscino volvió a resollar su fervoroso«¡Druida!»…

De todas las formas de muerte, lacrucifixión es con toda probabilidad unade las más horribles. Por eso estáreservada a esclavos huidos y ladrones.Yo sólo podía esperar que medecapitaran. ¿Y Wanda y Lucía? AWanda la crucificarían, sin duda; aLucía a lo mejor la ahogaban.Profundamente conmovido volví a asirla rueda de oro que llevaba al cuello yjuré a los dioses no volver a hacer usode mis modestos conocimientosdruídicos en la vida. Tampoco ansiaba

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ya la entrada en la selecta comunidad delos druidas. Prometí no volver amancillar jamás lo divino con misexperimentos.

—Taranis, dios del sol, dame fuerzae iluminación —imploré con los labiosapretados—. Beleno, dios y sanador,señor de la luz, muéstrame el camino.Artio, diosa de los bosques… —Por mí,podía aparecerse en forma de osa yllevarme con ella—. Camulo, dios de laguerra, haz que los tigurinos resuciten yarrasen este campamento militarromano. Cernunno, señor de losanimales, provee de alas a mi caballo.Epona… —No, otra vez a la diosa

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Epona no—. Sucelo, arroja tu mazosobre las legiones romanas. ¡PorTeutates, moveos de una vez y hacedvuestro trabajo!

En mi desesperación, llegué aagarrar la figura del cerdo que colgabade mi cinto. Necesitaba cualquier ayudaimaginable, y la necesitaba ya.

—¡Corisio! —Aulo Hircio salió dela tienda y me invitó solícito a entrar.Wanda y yo nos apeamos de loscaballos y lo seguimos. En la tienda yaestaban Cayo Oppio y Julio César,inclinados sobre un mapa. Amboslevantaron la vista y me examinaron confrialdad. Hubiese preferido que me

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tragase la tierra. Enseguida le di a Césarel rollo de papiro que Diviciaco mehabía dictado.

—Toma, procónsul, la respuesta deldruida Diviciaco. Hemos venido tandeprisa como nos ha sido posible. Perola región es peligrosa y he tenido queevitar a muchas bandas demerodeadores.

Todos parecían sorprenderse de laspalabras que yo había expuesto con tantaprisa. Sólo Aulo Hircio mostró unaamplia sonrisa. Parecía alegrarse.

—¿No os había dicho que podíamosconfiar en Corisio? —Aulo Hircio sevolvió hacia mí—: Hemos atrapado al

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esclavo Fuscino mientras huía. Nos haexplicado que os atacaron unosmerodeadores helvecios a caballo.Pensábamos que estabais todos muertos.

—Es cierto —mentí—. Nos atacó unpuñado de jóvenes jinetes. ¿Pero porqué habéis crucificado a Fuscino?

—Cabalgaba en la direcciónequivocada —respondió Cayo Oppiocon una sonrisa de oreja a oreja.

—Con el pugio del joven tribuno —añadió Aulo Hircio.

—Seguramente Fuscino huyó duranteel ataque, igual que yo —intentésocorrer al esclavo.

—¿Y cómo se hace un esclavo con

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el puñal de un oficial?—No lo sé. ¿Es que no ha

sobrevivido nadie? —pregunté con lamayor serenidad de que fui capaz.

César y los otros dos intercambiaronuna breve mirada. Cayo Oppio tomó lapalabra:

—Estaban todos desnudos en unaquebrada. El médico de la legión diceque poco antes habían abusado del joventribuno con brutalidad.

—Una muerte pronta les ahorragrandes vergüenzas a algunas familias—apuntó César, impávido—. No creoque el joven tribuno hubiese llegado anada. Iba perfumado como una puta y

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sólo pensaba en atiborrarse. De todosmodos, sí que lo siento por el oficial dela tropa de aprovisionamiento. Tampocoél pensaba más que en la comida, peroése era su deber. —César, sonriente,sostenía en la mano el rollo de papiro deDiviciaco y le echó un vistazo al texto.Después le dio el rollo a Aulo Hircio—:Quiero cincuenta copias. Mañana por lamañana los mensajeros las llevarán aRoma. ¡Toda la República debeenterarse de que nuestros aliados hanpedido la ayuda de Roma!

Se volvió hacia mí y señaló con eldedo una silla. Era evidente que debíaponerme a escribir a pesar de que la

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batalla todavía no había terminado. Ensu pensamiento, empero, él ya la habíaganado y planeaba la siguiente jugada.César dictó:

—«Capítulo 12. Al enterarse Césarpor medio de sus exploradores de quetres cuartas partes del grupo helvecio yahabían traspasado el río, pero queaproximadamente una cuarta parte seencontraba todavía a este lado de laorilla, irrumpió con tres legiones en sucampamento durante la tercera guardianocturna (a medianoche) y alcanzó algrupo que aún no había cruzado el río. Aésos los atacó, ya que estabandesprevenidos y no prestos para la

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lucha, aniquilando a gran parte deellos.»

César se detuvo un instante y luegose volvió hacia Aulo Hircio:

—Antes añadiremos un capítulo 11,que recogerá la petición de ayuda de loseduos.

Aulo Hircio asintió brevemente ydispuso la pluma. César se quedó de piea sus espaldas y dictó:

—«Capítulo 11. Los helvecios yahabían llevado a sus tropas a través delpaso estrecho, y la región de lossecuanos, habían llegado a la tierra delos eduos y devastaban sus campos.»

Aulo Hircio se detuvo un instante:

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—César, pero si en los campostodavía no crece el cereal…

—¿Y qué? —replicó César de malhumor—. ¿Te he pedido acaso que citesun dato exacto o que hagas hincapiésobre ese aspecto? ¿A quién le importaeso en Roma? Escribe lo que te dicto,Aulo Hircio.

César prosiguió su dictado:—«… habían llegado a la tierra de

los eduos y devastaban sus campos. Loseduos, que no estaban en posición dedefender contra ellos a sus gentes ni suspropiedades, mandaron emisarios aCésar y pidieron socorro. Puesto quesiempre han contraído grandes méritos

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para con el pueblo romano, ciertamenteno deberíamos contemplar impasiblescómo, casi ante los ojos de nuestroejército, devastaban sus campos,vendían a sus hijos como esclavos yconquistaban sus ciudades.»

Oímos que se acercaban unos jinetesa galope tendido. Se detuvieron frente ala tienda y saltaron de los caballos. Unemisario entró y alzó en lo alto la manoextendida:

—¡Ave, César! Nuestros victoriosossoldados han aniquilado a los tigurinos.Unos pocos consiguieron huir hacia losbosques cercanos. Los soldadospreguntan a sus centuriones si les

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permites el saqueo.—Registrad los bosques a fondo. Ni

un solo tigurino debe sobrevivir a estedía. Después, los centuriones podránpermitirles a sus hombres el saqueo.

—Así sea, César. —El emisariohizo una breve reverencia ante César.

Salió raudo de la tienda y oímoscómo partía al galope. César me señalóun momento y prosiguió con el dictado:

—«Continuación del capítulo 12. Elresto buscó su salvación en la huida y seocultó en los bosques cercanos. Eranéstos los habitantes de la comarcatigurina, ya que todo el pueblohelvecio…» —César se interrumpió y

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me habló directamente—: ¿Cuántascomarcas tienen los helvecios?

—Cuatro —respondí.—Bien —continuó César—, «ya que

todo el pueblo helvecio se divide encuatro comarcas. Esta tribu en concretoabandonó su tierra en los tiempos denuestros padres, mató al cónsul LucioCasio y mandó pasar a su ejército bajoel yugo. De esta forma, por tanto, ya seapor azar o por voluntad de los diosesinmortales, precisamente la parte delpueblo helvecio que en su día infligióuna dolorosa derrota a los romanosrecibió su castigo por vez primera. Deeste modo vengó César una injusticia

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que no sólo concernía al Estado, sinotambién a su persona, puesto que lostigurinos asesinaron al legado LucioPisón, abuelo de su suegro Lucio Pisón,en la misma batalla en la que cayóCasio.»

César miró en círculo, serio ypensativo. Nosotros correspondimosrespetuosos a su mirada. De pronto se leiluminó el semblante y dibujó una gransonrisa distendida.

—Dime, druida, ¿por qué has vueltoa mí en realidad?

—¿Por qué no habría de hacerlo? —respondí con fingida inocencia—. ¿Hashecho ya recuento de los celtas que

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cabalgan cada día para ti y regresanluego?

César sonrió.—Tú eres diferente, druida, y lo

sabes. ¿Por qué te iba a comparar conotros celtas?

Me miraba de hito en hito, coninsistencia, sin enfado pero tampoco conespecial simpatía, sólo como si quisieraleerme el pensamiento o comprobar sipodía sostenerle la mirada. Porsupuesto, aquello era ridículo. Imaginéque el tío Celtilo estaba en la tienda yque observaba la prueba. Y la pasé.César reaccionó con una sonrisaamistosa.

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—¿También sabes interpretar lossueños, druida? —preguntó con calma.

—A veces.—¿Sabes predecir el futuro?—Sé que ningún helvecio llegará

jamás a ver el Atlántico.César pareció sorprendido. Debía

de ser muy supersticioso. Sin embargo,su origen y su cargo le impedíanatribuirle significado alguno a ladeclaración de un joven celta que nisiguiera era de noble ascendencia o, almenos, demostrarlo. Por otro lado, lehabía profetizado algo que él deseabacon toda su alma. Incluso a las personasque no creen en profecías les gusta

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escucharlas cuando les predicen algobueno para ellas. Siempre regresan yquieren oír más, a pesar de seguirreiterando que no creen en esas cosas.César se encontraba con un ejércitoromano en una región despoblada y notenía idea de lo que le esperaba enrealidad, de lo fuertes que eran de hecholas tropas celtas, por lo que le llenabade confianza que un celta que conocíabien la tierra y a sus gentes le hicieraesa profecía. Aunque careciera deinspiración divina alguna, como mínimoera la valoración de un druida. César sevolvió hacia Aulo Hircio:

—Confecciona una lista de todas las

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tribus de los alrededores y retoma conella el capítulo 11. También ellos tienenque haber pedido ayuda a César. Son lastribus galas las que han llamado a Césary lo han erigido en juez. —Después sedirigió a mí—: Druida, ahoratenderemos un puente sobre el Arar yatraparemos a los helvecios. ¿Cómoreaccionarán?

—Te mandarán emisarios, César.Asintió.—Deberías traducir las

conversaciones con los emisarios yescribir después el decimotercercapítulo. Ahora, descansa.

Cuando me iba a marchar con

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Wanda, me preguntó si tenía algún deseomás.

—Sí —contesté—, regálame la vidadel esclavo Fuscino.

—¿Fuscino?Asentí.—¿Por qué quieres salvar

justamente la cabeza de Fuscino?—Si Fuscino me debe la vida, me

será leal para siempre.César reflexionó un instante y

después dio la orden de matar al esclavoFuscino de inmediato.

—Recuerda, druida, que jamásdebes interceder a favor de alguien quese haya vuelto contra César.

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Cuando salí de la tienda, Fuscinoseguía colgado de la cruz. Pero callaba.Tres pila le habían atravesado el pecho.

* * *

Uno de los mozos de César noscondujo a nuestra tienda, que losesclavos de la secretaría ya habíanmontado y dispuesto. El suelo estabarecubierto de paja limpia y pieles. Nostumbamos, exhaustos, mientras Lucíaolfateaba el inventario.

—Volvemos a estar en casa —sonreí con timidez al tiempo querodeaba con el brazo la cintura deWanda.

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—Sí, amo —dijo ella con unasonrisa satisfecha.

Delante de nuestra tienda aparecióde repente la silueta de un gran hombre.Mientras que el techo de cuero eraopaco, las paredes de las tiendas deoficiales estaban hechas de una telaclara que dejaba pasar la luz. ¿Peroquién era el tipo que merodeaba pornuestra tienda y que tenía el aspecto deun gladiador germano?

—Druida Corisio, tengo que hablarcontigo.

—¡Pasa! —exclamé al tiempo queme separaba de Wanda y meincorporaba.

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Una torre de hombre entró en latienda. Llevaba la sencilla túnica de unesclavo y su estatura lo obligaba aencorvarse para no dar con la cabeza enel techo.

—Soy Crixo, esclavo de la legióndécima y propiedad personal delprocónsul. Soy un regalo para ti. Elprocónsul quiere agradecerte así tusservicios.

Casi estallaba de orgullo. Wanda yyo intercambiamos una mirada deasombro.

«¿Dónde vamos a hospedarte?», fuemi primer pensamiento, pues no pasabani una noche en la que Wanda y yo no

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nos amáramos con pasión.—No te preocupes —dijo Crixo con

una sonrisa amistosa—, buscaré paranosotros una tienda mayor. El prefectodel campamento nos ha prometido una.Hasta entonces dormiré a la intemperie.

—¡Dinos lo que sabes hacer, Crixo!—Limpio la tienda y las ropas con

regularidad, procuro la comida y lapreparo. Además, cocino de maravilla,amo, y si alguien te importuna, le rompotodos los huesos.

—¿Sabes hacer algo más? —pregunté en tono escéptico.

—Claro que sí, amo. Sé estrangularcentinelas sin hacer ruido, declamar

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versos griegos y, de hecho, procurartodo lo que se pueda pagar con dinero.

Asentí con reconocimiento.—De modo que te llamas Crixo,

como el famoso compañero deEspartaco.

Craso, el hombre más rico de Roma,había infligido una derrota aplastante aEspartaco unos trece años atrás. Mi tíoCeltilo servía entonces comomercenario en el ejército de Craso. Sinembargo, el Senado no le habíaconcedido a éste la codiciada marchatriunfal, sino a Pompeyo, que en su viajede regreso había masacrado a unoscuantos esclavos, propagando el rumor

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de que él, Pompeyo, era quien habíaterminado en realidad con la revueltaservil. Sí, César tenía toda la razón. ¿Dequé sirve una victoria en el campo debatalla si no puede hacerse pública?Creo que no se valora lo suficiente laimportancia de los informes de guerrade César. Y yo era uno de susescribientes. Y dormía en una tienda deoficiales, tenía una amante, un esclavoculto y fuerte como un oso, y unasoldada que me permitía saldar misdeudas. De algún modo, los dioseshabían escuchado mi llamada de auxilio.

—¿Deseas algo, druida?—Sí, Crixo, tráenos vino caliente

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aromatizado con especias.Crixo hizo una respetuosa

inclinación y salió de la tienda.—¿Tú qué dices? —le pregunté a

Wanda.Ella asintió con gratitud.—¡Tus dioses te defienden contra

viento y marea! ¿No los habrásamenazado?

—Es que les viene bien, ya queutilizan mi cuerpo como morada —dijesonriendo.

Fuera reinaba una frenéticaactividad, y las numerosas siluetas quese deslizaban raudas alrededor denuestra tienda nos quitaron las ganas de

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quedarnos allí dentro. Volvimos a saliry nos sentamos junto a una hoguera quehabía encendido la guardia montadapretoriana de César delante de sustiendas. Los hombres escarbaban conramas en silencio; habían llenado masade pan con semillas de adormidera y lahabían sepultado entre las cenizas. Losesclavos traían vino muy diluido y aguafresca a voluntad. Era de lo másasombroso: no importaba dónde sedetuviera César ni cuánto tiempohubiesen marchado los soldados lanoche anterior, que siempre habíaalimento suficiente y agua fresca. Lastropas de aprovisionamiento de César

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eran de enorme importancia. Los celtasno comprendíamos que sólo con laaniquilación de estas tropas deaprovisionamiento se podría detener aejércitos gigantescos. Poco después,apareció Crixo con el vino aromatizadoy le pedí que les sirviera también a losdemás soldados de la fogata.

Abajo, junto al río, ardían algunoscarros mientras los legionariosexpoliaban los cadáveres. El oro era lomás codiciado: pequeño y manejable, entodas partes tenía un considerablecontravalor. También la plata, las joyasy las armas estaban solicitadas. Losproductos alimenticios fueron

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confiscados por el frumentator propiode la legión; también los caballospasaron a ser propiedad de ésta. Sólolos bueyes, las ovejas, las cabras y loscerdos se dejaron para los saqueadores.Esos animales eran demasiado lentospara la marcha y necesitaban un forrajeque también había que acarrear, demodo que les dejaban la carne viva a lossaqueadores, que de inmediato lavendían a los mercaderes. Las hienas dela República Romana, que habíanseguido a las tres legiones a unadistancia segura, ya habían montado suspuestos y lanzaban sus ofertas a voz engrito. Siempre pagaban en efectivo a los

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legionarios, motivo por el que cadahiena negociante necesitaba un ejércitoprivado para su propia seguridad.

Poco después, los exploradoresinformaron de que los helveciosproseguían con su caravana sinintenciones de cruzar de nuevo el Arar.Rehuían la lucha y se concentrabanúnicamente en su emigración. Césarordenó a Mamurra empezar deinmediato con la construcción de unpuente sobre el río y, a pesar de que nohabía dado orden alguna de suspenderlos saqueos, se presentaron suficientesvoluntarios para la tarea. Unos queríanimpresionar así a sus centuriones, otros

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esperaban conseguir con ello una mejorposición de salida en la próxima batallacontra los helvecios. Y es que todosoldado romano sabía bien que a estelado del río habían encontrado oro, perono el legendario tesoro del oro helvecio.Poco después llegaron otras treslegiones con los fardos más pesados. Deeste modo, César volvía a reunir susseis legiones.

Ya había visto a Mamurra erigir enGenava las torres de madera de variospisos, pero el modo en que ese crápuladegenerado hacía tender el puente sobreel Arar sobrepasaba con crecescualquier hazaña. Los celtas habíamos

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necesitado muchos días para cruzar elrío, y Mamurra lo consiguió en uno solo.Cuando al anochecer el puente estuvoterminado, en la orilla contrariaaparecieron mediadores helvecios y lepidieron permiso a César para enviaruna delegación a la otra orilla. Estabanatónitos y hablaban de magia. Noobstante, ya he dicho en alguna otraocasión que Roma no ha conquistado elmundo con la espada, sino con la zapa.Mamurra, ese constructor de puentes,era hasta tal punto genial que Césarapenas lo mencionaba en sus informes.A buen seguro, le habría hechodemasiada sombra.

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César dispuso que les comunicaran alos mediadores que al día siguienteestaría dispuesto a recibirlos. Ordenóexcavar grandes fosas para enterrartodos los cadáveres, y ya habíaprohibido los saqueos. Tampocoquedaba mucho más que llevarse. Losmercaderes autorizados por contrato,entre ellos el tipo de la nariz bulbosa,recorrieron entonces el campo de batallacon sus ejércitos privados en busca derestos útiles de tela y metal y, comosiempre, se enfurecían cuando loslegionarios los ahuyentaban.

A la mañana siguiente, César hizomontar su tienda en la orilla y dictó más

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cartas para Roma. Ese día había unacara nueva en la tienda de César:Valerio Procilo, un noble de la tribu delos helvios.

Esa tribu reside entre la región delos alóbroges, al norte, y la región delos voconcios, al sur. El padre del noblehabía conseguido la ciudadanía romanade manos del entonces gobernador,Valerio Flaco, recibiendo en adelante elnombre de Valerio Caburo, en virtud dela elección tradicional de nombres.Como títere de Roma, también habíatenido que darles rehenes, entre ellos, asu propio hijo. Este había sidoconducido a Roma en calidad de rehén,

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y allí pasó su infancia y recibió unaeducación. Por eso Valerio Procilo erauna de esas insólitas quimerasintelectuales, medio romano mediocelta, y numerosos eruditos queríandemostrar a través de su ejemplo que laeducación era más importante que laascendencia. En esos días, en cualquiercaso, la región de los helvios eraterritorio massiliense. Procilo debía decontar diez años más que yo y César lotenía en gran estima. Le servía comointérprete, y quién sabe si lo había hechollamar porque todavía no confiaba enmí. O quizás había tramado un plan paraabrir en la Galia diferentes escenarios

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bélicos. En tal caso, sin duda, iba anecesitar más intérpretes.

* * *

Alrededor del mediodía, Divicónapareció con una delegación de nobles yhelvecios armados al otro extremo delpuente. César envió a Valerio Procilo alotro lado para comunicarles que estabadispuesto a recibirlos. De forma lenta ymajestuosa, Divicón avanzó por loscrujientes travesaños del puente demadera. Los delegados lo seguían acuatro pasos de distancia. Césaraguardaba flanqueado por sus lictores alotro extremo. También él iba a pie.

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Divicón se quedó a un caballo dedistancia de César. Malcarado, seapartó de la cara los mechones blancoscon un movimiento de la mano yexclamó con furia:

—¡Siguiendo tus instrucciones,hemos rodeado la provincia romana yhemos tomado otro camino! ¿Por québuscas la guerra fuera de la provincia?¿No has violado tú mismo, César, comoprocónsul de Roma, la ley según la cualun procónsul no debe hacer la guerrafuera de las fronteras de su provincia?Sabes muy bien por qué hemosabandonado nuestro hogar. Loshelvecios desean la paz. Si el pueblo

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romano firma la paz con los helvecios,estamos dispuestos a trasladarnos a latierra que nos asignes y a establecernosallí. Dinos dónde debemos asentarnos,pero deja de perseguirnos fuera de laprovincia romana. No obstante, en casode que te obstines en continuar la guerra,rememora la anterior derrota del puebloromano y la valentía de los helvecios. Siayer atacaste por la espalda a una denuestras tribus porque las demás, que yahabían cruzado el río, no podían acudiren su ayuda, no deberías jactartedemasiado de tu valentía. Los helvecioshemos aprendido de nuestros padres yantepasados a vencer en la batalla. No

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buscamos la gloria en las argucias. ¡Portanto, cuídate, César! —vociferóDivicón, y alzó el puño cerrado al cielo—. ¡Cuídate! Es muy fácil que tu actualcampamento hable de la derrota delpueblo romano y la aniquilación de suejército.

No sé por qué había venido aentrevistarse precisamente Divicón.Tenía un aspecto enfermizo, y el fuegode su mirada estaba por completoextinguido. Los dioses lo habíandesencantado, y no era más que unanciano al que se le escapaba la vida. Eldiscurso lo había dejado exhausto. Allíestaba, respirando con dificultad, a la

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espera.Cuando Procilo hubo traducido las

últimas frases y Divicón no dio muestrasde seguir hablando, César tomó lapalabra con un semblante imperturbable:

—De ningún modo he olvidado loque les hicisteis a nuestros antepasados.—Volvió a relatar minuciosamente laantiquísima historia, aunque evitómencionar a Lucio Pisón, el abuelo desu suegro. Hablaba y hablaba, y casiparecía no tener un solo motivo con elque explicar a Divicón su alevosoataque fuera de los límites de laprovincia romana—. Pongamos por casoque quisiera olvidar aquella antigua

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humillación, ¿cómo podría olvidaralguna vez vuestro intento de conseguiratravesar mi provincia por la fuerza?

—¡Aquí estamos en la Galia libre,César! —interrumpió Divicón—. Sihubiésemos tenido intención deatravesar la provincia romana, ya lohabríamos hecho. Pero queremos la pazcon el pueblo romano y por eso hemosdado este fatigoso rodeo. ¿Por qué nonos dijiste en Genava que nosperseguirías de todas formas? ¿Quéquieres de nosotros, César? ¿Qué se teha perdido aquí? ¿Por qué estáspenetrando en la Galia?

—Nuestros leales amigos, los eduos,

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han pedido ayuda al pueblo romano.También los alóbroges y los ambarroshan protestado contra vosotros.

—¿Quién te ha dado derecho adártelas de juez aquí? ¡Los celtas nonecesitamos juez extranjero alguno! ¡Ynuestra sed de libertad ya le ha supuestola muerte y la perdición, a más de unejército!

A pesar de su legendaria locuacidad,César estaba en apuros. En presencia detodos sus lictores, tribunos, legados,centuriones y miles de legionarios, teníaque alegar públicamente motivosplausibles que explicaran su ataque y leotorgaran el derecho de continuar

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persiguiendo a los helvecios fuera de laprovincia. Por lo tanto, se apresuró aelevar el tono de la conversación:

—Os vanagloriáis de vuestrasvictorias y al mismo tiempo osmaravilláis de que, a pesar de lasinjusticias de aquel entonces, escapaseissin castigo alguno. Eso da una clara ideade vuestras convicciones. Sin embargo,considera, Divicón, que los diosesinmortales a veces conceden a quienesquieren castigar por su ruindad una gransuerte y una larga impunidad, para hacerque sufran con más crudeza el repentinocambio de su destino.

Igual que un vendedor ambulante,

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César insistía en esa ancestral historiacon montones de argumentos. Incapaz decallar, tenía que contestar, que seguirhablando. En el fondo, ambos sehablaban sin escucharse, porque el unobuscaba la paz y el otro quería pasarenseguida a la siguiente ofensiva. Césarme miró brevemente y luego examinó asus hombres. Sabía que no estaba dandouna buena imagen y que en Roma loinculparían por esa incitación ilegal a laguerra. La llamada de auxilio recibidade los eduos era demasiado evidente.De modo que César tenía que ofrecer lapaz y a la vez poner condiciones quefueran inaceptables para Divicón.

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—A pesar de todo, estoy dispuesto afirmar la paz con vosotros —dijo paragran sorpresa de todos— si garantizáiscon rehenes el cumplimiento de misexigencias y pagáis una indemnización alos eduos.

—Hemos intercambiado rehenes conlos eduos por el tiempo que dure lamarcha. Si hubiésemos causado algúntipo de daño, ya hace tiempo que noshabrían devuelto a nuestros rehenes sincabeza. Pero eso no ha sucedido, nitampoco sucederá.

—Ofrécele entonces rehenestambién al pueblo romano —insistióCésar.

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—Los helvecios, desde tiemposinmemoriales, hemos tomado rehenes delos extranjeros, pero nunca se los hemosofrecido.

Divicón se alejó sin esperar larespuesta de César. Sabía que todaaquella conversación era purahipocresía. Había tenido que celebrarsepara luego poder informar en Roma deque César se había molestado enconseguir la paz. Este se hallaba a todasluces satisfecho cuando el ancianoDivicón le volvió por fin la espalda.

César convocó de inmediato a sustribunos, legados y centuriones en sutienda.

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—¿Cuál es el estado de ánimo entrelos soldados? —interrogó en primerlugar.

Todos miraron a Lucio EsperatoÚrsulo. Él conocía de primera mano laspreocupaciones de sus hombres.

—Después de haberles descrito contanto detalle la valentía de loshelvecios, están sorprendidos por lafacilidad de la victoria. La masacre dehombres, mujeres y niños soñolientos noles ha exigido nada especial.

—¿Están al menos satisfechos con elbotín? —preguntó César.

E l primipilus titubeó un instante yluego dijo con la cabeza gacha:

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—No, César, dicen que habríandesvalijado también a los campesinos.

César arrugó la frente y reflexionó.—¿Puedo hablar, César? —pregunté

alzando la voz.César se volvió como si hubiese

chillado un ratón y me examinó condesconfianza.

—Habla, druida, pero sé breve.—César —empecé—, si dices a los

soldados que han aniquilado a toda latribu de los tigurinos, entonces con razónbuscarán a sus príncipes y su oro. ¿Noes Divicón acaso también un tigurino?¿Por qué no se encuentran tambiénentonces sus príncipes y él entre los

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muertos?César comprendió enseguida que se

había puesto la zancadilla con suspropias mentiras. Sin embargo, noparecía estar enfadado por que se lohubiese explicado abiertamente, sinoque esbozaba una sonrisa, como si legustase que un druida celta intentaraseguir tejiendo su múltiple red detácticas, mentiras e intrigas.

—Tienes razón, druida —replicó—.Donde hay campesinos no hay oro, ydonde hay oro no hay campesinos,puesto que el oro está con los nobles dela tribu. Y si entre los muertos no hayningún príncipe, es porque ya estaban al

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otro lado del río. Y en tal caso, tambiénel oro estaba ya al otro lado del río.

—¿Y qué debo decirles ahora a loshombres? —preguntó el primipilus.

—Diles que son estúpidos si deveras pensaron que los celtas dejaríanun ejército para proteger a las ovejas ylas cabras. Los guerreros celtas están alotro lado del río. Allí se encuentratambién el oro de los helvecios. Y,Lucio Esperato Úrsulo, recuérdales alos hombres al general romano Caepio,el cual hace cincuenta años encontró enTolosa más de cincuenta toneladas deoro y plata en los templos y lagossagrados de los celtas. ¡Explícales eso a

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los legionarios! Y permíteles escribircartas a su casa. —Luego se dirigió alos legados—: Mandad toda nuestracaballería al otro lado del río. Que lespisen los talones a los helvecios y noscomuniquen su nueva posición en cadaguardia diurna y nocturna. Peroprohibidles cualquier acción militar.

Cuando los hombres se hubieron ido,me dictó la conversación con Divicóncon la ayuda memorística de Procilo. Engeneral éste la reprodujo de una formamuy fiel, aunque suprimió la réplica deDivicón acerca de que los helvecios nohabían irrumpido en la provinciaromana. Tampoco mencionó que los

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helvecios habían intercambiado rehenescon los eduos, puesto que cualquierpersona sensata se habría preguntadodónde estaban entonces esos furiososeduos que mataban a los reheneshelvecios por venganza. De modo que,sin más, omitió ese detalle en lareproducción de la respuesta deDivicón. Sin embargo, olvidó que yahabía mencionado el intercambio derehenes entre helvecios y eduos en uninforme anterior. Me abstuve dehacérselo notar. La posteridad tenía queenterarse de que los informes de Césarno eran especialmente fieles a larealidad. Durante largos fragmentos todo

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era correcto, puesto que César no podíaafirmar nada falso a la vista de losnumerosos testigos oculares. Sinembargo, ¿qué mercader o qué soldadopodría corroborar si los eduos habíanrogado de verdad la ayuda de Roma? ¿Ycuántos ojos habían visto la posteriordemanda de auxilio de Diviciaco? AhíCésar iba a dictar lo que le conviniese.No podía afirmar que los eduos habíandecapitado a rehenes helvecios porvenganza si no era cierto, puesto que esehecho no podría haberse producido apuerta cerrada. Sin rehenes decapitados,no obstante, la afirmación de César deque los eduos se quejaban de los

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helvecios resultaba bastante inverosímil.César se decidió por la solución mássencilla: no mencionar una sola palabraque pudiera desenmascararlo y confiaren la ayuda de los diosestodopoderosos.

—César —preguntó Aulo Hircio—,¿no deberíamos aportar más datos sobrelas fuerzas militares?

César reflexionó. La propuesta nopodía desestimarse, y Procilo hizo elcálculo:

—Teníamos tres legiones de seis milhombres y cuatro mil jinetes. Eso sumadieciocho mil legionarios y cuatro miljinetes.

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Entonces todos me miraron.—¿Cuántos hombres tiene la tribu de

los tigurinos? —preguntó Aulo Hircio.—Dieciocho mil hombres, mujeres y

niños, de los cuales más o menos unacuarta parte pueden luchar. Esosignificaría que dieciocho millegionarios y cuatro mil jinetes hanluchado contra cuatro mil quinientostigurinos. Con todo, puesto que Divicónno es el único tigurino que ya estaba alotro lado del río, es lícito suponer…

—Nos has convencido, druida —dijo César—, no hablaremos denúmeros hasta que yo no lo creaoportuno. Que cien personas se coman

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un jabalí no tiene nada de particular. Porel contrario, que cien personas se comandiez mil jabalíes deja al mundo sinaliento. El secreto es que tenemossuficiente tiempo para ello: igual quenos hacemos servir la comida enpequeños bocados, nos propondremosacometer la Galia en pequeñas unidades.Por eso no hablaremos de números hastaque no estemos en condiciones deinformar de que cien romanos handevorado diez mil jabalíes.

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6

Durante los días siguientesmarchamos tras los helvecios con lastres legiones de César. La distanciaentre nuestra vanguardia y su retaguardiaera entonces de entre cinco y seis millas.Entre los legionarios había estallado lafiebre del oro. La batalla contra lostigurinos, campesinos casi todos, habíacausado en ellos una posterior euforia.El despacho de César habíadesempeñado un buen trabajo: no sehabían alterado los hechos, sólo supresentación y el modo en que se los

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vendían a los legionarios. Laperspectiva de futuros saqueos y grandescantidades de oro devolvía la fuerza alas piernas de los soldados. Todosseguían en formación a la caravana delos helvecios, que avanzaba despaciopor tierra edua. La caballería de Césarestaba compuesta casi en exclusiva pornobles eduos y alóbroges y sus másacaudalados clientes. También habíarepresentación de nobles expulsados deoppida celtas, como la gente del arvernoVercingetórix. Todos habían sidoreclutados por mucho dinero y con lapromesa del oro celta.

Si bien era sorprendente, entre ellos

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estaba también Dumnórix, el declaradoenemigo de Roma. Día a día, él y sushombres provocaban a la caravana delos helvecios contra las órdenes deCésar, persiguiendo a toda tropa quesalía en busca de alimentos hacia lasaldeas cercanas; provocaban,desafiaban, pero eludían la luchadirecta. Incluso la falta de forraje paralos animales podía paralizar a toda lacomitiva. Un par de horas de lluviabastaban ya para que el cerdo veleidoso,como llamaban los legionarios a lacaravana helvética, quedase atrapada enel lodo. El rodeo por las quebradas leshabía supuesto mucha energía, y la casi

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completa exterminación de los tigurinoshabía deprimido a muchos. Loshelvecios estaban cada vez másnerviosos. De pronto, la retaguardiamontada perdió los nervios y quinientosjinetes helvecios se lanzaron al galopecontra los cuatro mil eduos a caballo. Elastuto Dumnórix fue el primero en darsea la fuga con su gente y provocó elpánico entre los cuatro mil eduos.Quinientos jinetes helvecios vencieron acuatro mil jinetes eduos que se daban ala fuga. La noticia no dejó de tenerresonancia en ambas partes. Ésa habíasido la intención de Dumnórix, extenderentre los romanos el pánico y el

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malestar general. Sólo si César seretiraba de nuevo a la provincia podríaaniquilar en sentido político a suhermano pro romanos, Diviciaco.

* * *

Al cabo de dos semanas Fufio Cita,el proveedor de cereales de César,regresó del oppidum de Bibracte y lecomunicó a César que el cereal estabacargado en barcos y ya subía por elArar. Los ríos de la Galia eran las víasmás rápidas, baratas y seguras de todas.

—¡De qué me sirven tus barcos,Fufio Cita! —gritó César, furibundo—.¡Los helvecios se han separado del Arar

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y ahora se dirigen hacia Matiscón! Si lessigo pisando los talones, también yo mesepararé del Arar y, con ello, delsuministro. ¡Esos cereales ya no mesirven de nada! Necesito nuevo cereal.¡Diviciaco en persona me ha prometidola entrega!

—César, el invierno ha sido esteaño insólitamente largo en la Galia, elcereal de los campos todavía no estámaduro. Ni siquiera tenemos suficienteforraje. Pero los eduos…

—¿Con quién se han creído esoseduos que se las están viendo? ¿Les heconcedido acaso la libertad para que mevuelvan loco? ¡Cada día nuevas

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promesas!: «El cereal llega.» «Ya loestá reuniendo.» «Ya está de camino.»¡Se me ha acabado la paciencia! Dentrode pocos días nuestros soldadosrecibirán la ración de alimentos para lospróximos dos meses, ¡dos modios porcabeza, y no nos queda ni un saco decereales en todo el ejército. Fufio Cita—César estaba fuera de sí—, el hambrees más temible que el hierro. ¡Se puedeganar una batalla contra los hombres,pero no una batalla contra el hambre!

—Lo sé, César —admitió FufioCita, apocado—, por eso he traídoconmigo a Diviciaco y a Lisco. Esperanfuera, frente a la tienda, para hablarte.

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El semblante de César se iluminó.—¡Hazlos pasar! ¡Y llama a los

legados!Unos soldados de la guardia

pretoriana de César hicieron pasar a losdos nobles eduos. Al mismo tiempoentraron también en la tienda los legadosde César. Diviciaco parecía aún másdesmoralizado que pocas semanas antes,igual que una uva seca. Lisco era uneduo robusto que siempre se frotaba lasmanos; tenía unos cuarenta años de edady lucía una barba que se dejaba crecerdesde muy arriba, como si quisieraesconderse en ella. Sus ojillos decarnero y sus modos sumisos e

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hipócritas resultaban más bienrepelentes.

—Galos —César entró directamenteen materia—: ¿Cómo podéis atreverossiquiera a no apoyarme en semejantesituación? ¿Dónde está el cerealprometido? Me dejáis en la estacada apesar de que estoy aquí por vosotros.¡Por vuestros ruegos me he decidido allevar a cabo esta guerra!

Lisco miró a Diviciaco, confuso.¿No había escrito éste la petición deauxilio por hacerle un favor a César? Elromano lo argumentaba como si no fueseél quien estuviese en deuda conDiviciaco, sino al contrario. ¡Aquello

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era el mundo al revés! Diviciaco, porasí decirlo, se había quedado sin habla.Lisco levantó la mano con timidez yempezó entonces a expresar la enredadacuestión con más detalle:

—Gran César, entre nosotros hay…—Lisco se hurgaba con nerviosismo laoreja izquierda y luchaba por encontrarpalabras—… entre nosotros hay ciertaspersonas que disfrutan de una muy altaconsideración entre el pueblo llano yque, a pesar de no ocupar ningún cargopúblico, en el fondo tienen más poderque nuestras autoridades. Estas personasllevan semanas intentando disuadir alpueblo de que suministre el cereal

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prometido con discursosmalintencionados y sediciosos. Dicenque si los eduos ya no están en situaciónde reafirmar su supremacía en la Galia,entonces sería mucho mejor someterse aun poder galo que a un poder romanoextranjero. Estas personas afirman queconquistarías toda la Galia en cuantohubieras acabado con los helvecios.También aseguran que arrebatarías lalibertad a toda la Galia.

Lisco se tomaba muchas molestiaspor parecer que aquello le afligía. Si subarba no le hubiera cubierto el rostroentero tal vez incluso habríamosdescubierto alguna lágrima que había

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logrado exprimir de modo artificial ycon gran esfuerzo.

—César —imploró después con voztemblorosa—, no tenemos posibilidadalguna de pararles los pies a estaspersonas, y no te imaginas el peligro quecorro al informarte de todo ello. Todo loque hablemos y decidamos hoy les serácomunicado mañana mismo a loshelvecios, puesto que entre helvecios yeduos hay muchos lazos deconsanguinidad.

Traduje con la mayor rapidez queme era posible. Lisco no sabía unapalabra de latín ni tampoco tenía idea delas necesidades de un intérprete.

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Hablaba a borbotones, como unacatarata. Resignado, Diviciaco mirabael suelo de la tienda; una lamentablecriatura con la mandíbula colgando, unhombre que ya sólo irradiaba amarguray resignación. César lo miró, peroDiviciaco ya no se atrevió a alzar lacabeza otra vez. César dio así porconcluida la reunión.

—¿Lisco? —Lisco ya iba aescabullirse como una comadrejacuando César lo llamó—. Quieropreguntarte algo más.

El eduo volvió a entrar en la tienda.En su frente se formaron perlas desudor.

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—Siempre hablas de ciertaspersonas. ¿Te refieres a Dumnórix, elhermano de Diviciaco?

—¡Sí! —profirió Lisco con granalivio—. Sí, César, Dumnórix es elinstigador y el culpable de todo. Elpueblo adora su audaz espírituemprendedor, sus ansias de libertad, ynadie se atreve a ir en su contra, y eso apesar de que todos saben que aspira adar un golpe. Hace años que tienearrendados los aranceles y demásnegocios nacionales por un precioirrisorio.

—¿No subastáis vosotros losarrendamientos? —preguntó César.

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Eso ya lo había mencionado yo depaso alguna vez. Me sorprendió queCésar recordara siempre cualquierdetalle y lo tuviera listo en caso denecesidad, siempre que le fuera deprovecho.

—Sí, César, pero si Dumnórixofrece una cantidad, nadie se atreve asobrepujarla. Eso significaría la muerte.Dumnórix es muy rico, tiene unacaballería propia, y también es muyquerido en las tribus colindantes. Sumujer es helvecia y a su madre laentregó como esposa de un poderosopríncipe de la tierra de los bitúriges; atodas las mujeres de su familia las

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ofrece como esposas a príncipes deotras tribus celtas. Pero a ti, César, teodia infinitamente, ya que le hasdevuelto a su hermano Diviciaco laposición de influencia y honor que teníaantes. Has limitado así su poder.Dumnórix ultraja en público a suhermano porque ha llamado en su ayudaa las legiones de Roma para podermantenerse firme en su propia casa; locondena por traición a las tradicionesceltas. Y si te aconteciera algunadesgracia, César, él no dudaría enhacerse nombrar rey de todas las tribuscon la ayuda de los helvecios.

La voz de Lisco era cada vez más

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pesarosa. Se había ido animando amedida que hablaba y no faltaba muchopara que cayera al suelo como una viejaplañidera y se retorciera cual gusano enel polvo. Si yo me hubiese podidomantener en pie sobre una sola piernasin perder el equilibrio, quién sabe si talvez no le habría dado un buen puntapiéen el trasero a ese tal Lisco. ¡Cómo eraposible que un hombre humillase de talmanera!

Durante todo el día César se dedicóa recibir a más nobles partidarios deDiviciaco y Lisco. Resultaba de verassorprendente la naturalidad con queCésar se las daba de señor y juez en

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esos parajes. Sin embargo, la mayoríade los celtas se lo ponía fácil al nocuestionar su autoridad. Por la tarde,César volvió a recibir a Diviciaco paraconversar con él. Pidió a todos losintérpretes y escribientes que salieran dela tienda, salvo a mí. Después dehaberme dejado de lado en públicodurante la conversación con Divicón, meconcedía en esta ocasión un nuevo honorespecial. Estoy seguro de que esainteracción de benevolencia y severidadque se daba en César estaba pensadacon una finalidad, igual que se usan elpan y el látigo en el adiestramiento deciertos animales. Sin embargo yo no era

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la mascota de César, sino su druida.César inició su parlamento

halagando a Diviciaco con exageración,un recurso muy hábil. Cuando se quierecriticar a alguien, siempre hay queempezar con halagos. De modo queCésar ensalzó la amistad de Diviciaco,su lealtad, habló de conmovedoresmomentos humanos que había vivido ensu presencia. Debilitó de veras al viejocon todos sus elogios, como un luchadorque golpea sin tregua al adversario hastaque éste pierde la conciencia aun de pie.Diviciaco se sentó en una silla. Teníalos nervios completamente destrozadosy, al igual que a muchas personas que

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han luchado largo tiempo contra eldestino, las lágrimas le caían a raudalescuando alguien le profesaba unasmigajas de comprensión y amor.

—Debería hacer que ajusticiaran atu hermano Dumnórix. Eso me ordenanla ley y la costumbre. Sin embargo micorazón me dice que no puedo herir a unamigo leal como lo eres tú, Diviciaco.

Traduje la frase de César e intentéreproducir en voz baja y conmovida laemoción que éste deseaba transmitir.Casi sentí cómo las frases del romanoatravesaban el cuerpo de Diviciaco.También César lo notó, y por unmomento creí ver reconocimiento en los

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ojos del general. Durante un breveinstante fuimos aliados. Disfruté alexperimentar un soplo de admiración.Claro que era presuntuoso y detestableconsiderarse medida de todas las cosascomo hacía César, pero quién sabe, a lomejor era cierto que disfrutaba de laprotección especial de los diosesinmortales, a los que apelaba una y otravez en cualquier ocasión. Proseguí conmi traducción, en voz baja y nítida,mientras Diviciaco agachaba la cabezaavergonzado y se sacudía con un mudollanto convulsivo.

Cuando César le tocó el hombro conafecto, el druida cayó de rodillas y lloró

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con desconsuelo mientras se aferraba ala rodilla del romano igual que un niñoque se estuviera ahogando. Diviciaco lecontó sus penas a César y confesó quetodo cuanto le habían explicado eracierto.

—Sólo a través de mí alcanzó mihermano honor y autoridad. Pero él hasabido mejor que yo cómo ganarse elaprecio de todo el mundo. Y ahora mecausa perjuicio siempre que puede.

¡Era simplemente inaudito cómoDiviciaco se estaba humillando anteCésar! Necesité el máximo deconcentración para lograr traducir sintrabas ese tartamudeo. Diviciaco

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colgaba estremecido de la rodilla deCésar e imploraba clemencia para suhermano. Un momento humillante paraun celta. No sé si ese comportamiento nocontribuyó a que César perdiera porcompleto el respeto por los celtas.

—Todos los eduos saben quedisfruto de tu amistad, César. De modoque si castigas a mi hermano, todospensarán que yo lo he provocado y sevolverán en mi contra.

César se sentía cada vez másincómodo. Tomó la mano de Diviciaco yle pidió que se levantara. Entonces sevolvió y, mientras se limpiaba laslágrimas del eduo en la rodilla desnuda

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con un paño de lino, le aseguró quehabía escuchado su petición.

—Ahora vete, Diviciaco, y envíamea tu hermano.

Diviciaco asintió y salió de la tiendahumillado. César volvió a sentarse enuna silla y fijó la mirada en la entradade la tienda al tiempo que meneaba lacabeza con desaprobación y asco.Después me miró un momento.

—¿Es esto la Galia?—No —contesté—, ése era

Diviciaco.César esbozó una gran sonrisa.—Eres un buen traductor, druida.—¿Cómo puedes juzgar eso, César?

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¿Acaso hablas la lengua de los celtas?El procónsul se rió.—Pero aún mejor es tu raciocinio.

Te mereces un reino en la Galia. —Diounas palmadas y ordenó al esclavo queacudió presuroso que trajera vinodiluido.

Uno de los guardias personales delprocónsul anunció a Dumnórix. César lohizo pasar. Resulta de veras asombrosolo diferentes que pueden llegar a ser loshermanos. Ese debió de ser también elprimer pensamiento de César. Dumnórixera la encarnación del celta orgullosoque prefiere la muerte antes que caer enla servidumbre.

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César le ofreció a Dumnórix unasilla y un vaso de vino. Dumnórix losrehusó con gestos orgullosos. Elprocónsul no se inmutó e hizo uncompendio de todas las recriminacionesque había escuchado a lo largo del día.Sin embargo, mientras le recriminabaque hubiese facilitado la marcha de loshelvecios por la región de los secuanossin pedirle permiso a él, a César,Dumnórix lo interrumpió con aspereza.Habló alto y claro para que losseguidores que le esperaban ante latienda entendieran bien cada una de suspalabras:

—¿Desde cuándo tenemos que pedir

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permiso los celtas libres al procónsul dela provincia romana para ocuparnos denuestros asuntos fuera de su provincia?¿Nos piden acaso a nosotros permiso losromanos cuando echan cal viva en lasletrinas de Ostia o cuando pavimentan lavía Apia? ¿Qué se te ha perdido aquí,César? ¿Por qué no te quedas en tuprovincia? ¿Por qué sigues a loshelvecios por una región libre? ¿Qué tehan hecho ellos? ¿Quién te ha dadopermiso alguno para entrar en la tierrade los secuanos?

—Calla, Dumnórix —le increpóCésar, colérico—. Interpretas mal lasituación si crees que vas a someterme a

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un interrogatorio. Soy yo el que ha dejuzgarte a ti. Estoy aquí porque loseduos han llamado a Roma.

—¡No —exclamó Dumnórix—, yono te he llamado!

César desoyó lo que no leinteresaba, según su acreditadacostumbre, y prosiguió:

—Si los eduos no acaban con losinsurrectos de sus propias filas, Romales ayudará a hacerlo. Y ahora,Dumnórix, te aconsejo que evites todomotivo de queja y toda nueva sospecha.Por amor a tu hermano Diviciaco voy asalvarte la vida, pero a partir de ahorate acompañarán a cada paso cincuenta

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hombres que gozan de mi confianza.Estás bajo vigilancia, Dumnórix.

—Tal vez puedas quitarme la vida,César, pero jamás podrás quitarle lalibertad a mi tierra.

César, furibundo, se había levantadode la silla de un salto. Los dos enemigosse hallaban frente a frente. La mano deDumnórix ya estaba cerrada sobre laempuñadura de su afilada espada yentonces César se echó de pronto a reír.

—Dumnórix, me gusta tu valor. Poreso no te quitaré la vida, sino que ¡teconvertiré en rey de los eduos!

El celta quedó desconcertado. Luegose mesó el hirsuto bigote y le asintió a

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César con reconocimiento.—Dumnórix, deberías tomar

posesión del influyente cargo devergobretus y decidir sobre la vida y lamuerte como juez supremo de vuestratribu. Déjale de momento a tu hermanoel liderazgo político de los eduos. Encuanto haya pacificado la Galia, tú serássu rey.

—Ninguna mujer me había seducidonunca con tanto poder de convicción —rió Dumnórix—. ¿Pero qué intencióntienes con los secuanos? Han reclutadomercenarios germanos al otro lado delRin y han hostigado de formadespiadada a nuestro pueblo. Entretanto

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ya han llegado más de cien mil germanosdel otro lado del río y manejan a lossecuanos a su antojo.

—Convoca una reunión de lospríncipes de la tribu —propuso César—, e intentad uniros con los secuanos.Después ven a verme y discutiremos elasunto.

Dumnórix dio las gracias a César ysalió de la tienda con la cabeza alta. Locierto es que no había que escarbar enningunas entrañas para predecir que aDumnórix no se lo atrapaba ni conindulgencia ni por la fuerza, sino sólocon la perspectiva de la corona real.

César me miró.

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—¿Es esto la Galia, druida?—La Galia tiene muchas caras —

respondí—, pero Roma sólo tiene una.César sonrió y me ofreció un vaso

de vino. Me senté junto a él. Lucíaestiró las patas delanteras y bostezó deforma sonora. Luego vino hacia mí conpasitos cortos y se volvió a sentar a mispies.

—Me recuerdas a mi grammaticus,druida.

—¿A tu qué?—A mi grammaticus. Era mi

profesor, Antonio Gripho. Mealeccionaba en mi casa. Era galo. En unprincipio había llegado a Roma como

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rehén, pero se adaptó tan bien a nuestrascostumbres que al término de su estanciaobligada se quedó. Por desgracia no meexplicó muchas cosas sobre la Galia.¿Cuál crees tú, druida, que es la mayordiferencia entre la Galia y Roma?

—Los caballos —respondí con unasonrisa de satisfacción.

—¿Los caballos? ¿Te refieres a quelos caballos de la Galia son más grandesy fuertes que los caballos de Roma?

Callé y bebí un sorbo de mi vaso.Estaba bebiendo el vino de la casa deCésar, un tinto massiliense rojo sangre.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Quemanejáis mejor a los caballos? ¿Que

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sois mejores jinetes? —insistió elgeneral.

—No, César. Los caballos de laGalia no sólo tienen cuatro patas comolos caballos de Roma, sino tambiéncuatro cabezas. Y cada cabeza defiendeuna opinión diferente, y cada pataobedece a una cabeza diferente.

César me contempló pensativo, sellevó el vaso a los labios y lo vació atragos regulares. En ese momento mesentí orgulloso de estar sentado frente aél. El aspecto deplorable de Diviciaco yLisco había quebrantado algo en miinterior, quizás el orgullo de ser celta.De ese día en adelante ya no me

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presenté a los extranjeros como celta,sino como rauraco. Yo era rauraco ysiempre sería un rauraco orgulloso.Aunque había otra cosa que me gustabamás ser: ¡El druida de César!

Los exploradores comunicaron quelos helvecios descansaban a los pies deuna montaña. César envió de inmediatojinetes para explorar la naturaleza deesa elevación. Poco despuéscomunicaron que la montaña se podíacoronar fácilmente desde todos loslados, de modo que César envió durantela tercera guardia nocturna a su primerlegado, Tito Labieno, a lo alto de lamontaña con dos legiones. Más o menos

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en la cuarta guardia nocturna, el propioCésar siguió el rastro de los helvecios.La caballería conformaba la vanguardia.Publio Considio fue destacado con unosexploradores. Yo me quedé con Wandaen el campamento, copiando en elsecretariado de César cartas ydocumentos que habían llegado deRoma. Entretanto, Labieno habíaocupado la cima de la montaña con susdos legiones. César estaba sólo a unamilla y media de distancia cuandoPublio Considio le dio la erróneainformación de que la cima de lamontaña se encontraba ocupada por loshelvecios; dijo haberlos reconocido con

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claridad por sus armaduras y susemblemas. César se retiró a la colinamás próxima y dispuso su ejército enposición de combate. Puesto queLabieno no tenía permiso para atacarhasta que César estuviera muy próximoal campamento enemigo, esperópacientemente en la cima su montañamientras César aguantaba sobre sucolina. Cuando los exploradoresaclararon por fin el malentendido, loshelvecios ya habían seguido la marcha.

Publio Considio fue degradado porla tarde delante de toda la legión reuniday, para su deshonra, tuvo que dormir tressemanas fuera del campamento nocturno

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fortificado con su cuadrilla de jinetes.Cuando despertamos al día siguiente,vimos cadáveres de los jinetes dePublio Considio desperdigados aquí yallá. Todos estaban desnudos ydecapitados. Las cabezas lasencontramos más adelante, ensartadas enunos postes que habían clavado en elsuelo de las lindes del bosque.

Seguimos a los helvecios. En ningúnmomento habían tenido la menorposibilidad. Eran demasiado lentos y, afin de cuentas, el vencedor sería el quehubiese organizado mejor el suministrode alimentos. En ese aspecto, César seencontró de pronto con un gran

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problema. Al cabo de dos días tenía querepartir entre sus soldados los víverespara los próximos dos meses, dosmodios por cabeza.

César convocó al consejo de guerray solicitó los últimos comunicados detodos los oficiales. La moral estababaja; la mayoría responsabilizaba deaquel alboroto a los eduos, que no erande fiar. Por un lado, tomar la Galiamediante un ataque por sorpresa era unjuego de niños pero, por otro, parecíaque todo se hubiera confabulado encontra del plan de César. Este volvió adespedir a los oficiales y se quedó solocon Aulo Hircio y conmigo. Nervioso,

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le echó un vistazo a la correspondenciade Roma. Después dio un puñetazo en lamesa.

—Ese jabalí grasiento lleva semanascorriendo delante de mí y no consigoatraparlo. ¿Por qué, druida?

—Tú crees que Publio Considiotuvo alucinaciones ayer, cuando anuncióque los helvecios ya habían ocupado lamontaña —dije.

—Ha bebido demasiado y sufrealucinaciones. Eso es lo que dicentambién sus hombres. Confundió lasarmaduras…

—No, César, son los bosques losque le han hecho perder el juicio. En los

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bosques habitan nuestros dioses; moranen cada árbol y pueden transformar suaspecto a voluntad. Cuando PublioConsidio creyó ver a los helveciossobre la montaña, en realidad vio anuestros ancestros. Ellos le arrebataronel raciocinio.

—¡Bah, basta ya, druida, no puedoseguir escuchando tus historias! Ya teenseñaré yo qué dioses se han decididopor César. Pero antes, mis hombresnecesitan comida. Mañana marchamoshacia Bibracte. Si los eduos no nos dancereal, lo conseguiremos por la fuerza.

* * *

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A la mañana siguiente, hacia el finalde la cuarta guardia nocturna, partimoshacia Bibracte. Había llovido toda lanoche. Los caminos estabanreblandecidos y lodosos, y ese día loslegionarios tenían aún más que echarseal hombro puesto que, como decostumbre, por la noche habíandesaparecido más esclavos. Algunosescaparon con los helvecios,revelándoles los planes de César. Poreso en la columna de marcha de loshelvecios se extendió el entusiasmo.¡César había abandonado lapersecución! ¡No, el temeroso Césarhuía de los valientes helvecios!

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Mientras los helvecios seguían sucamino hacia el oeste, los romanos sealejaban en dirección al norte. ¿Nohabían ocupado César y Labieno lacolina y la montaña el día anterior,eludiendo la batalla a pesar de contarcon una posición favorable? Loshelvecios estaban cada vez máseufóricos, ya que es cualidad intrínsecade la naturaleza humana tomar porverdadera la versión que más agrada.Los perseguidos se convirtieron enperseguidores. Los jinetes helveciosmás impacientes dieron media vuelta yprovocaron a la retaguardia de César.Éste reaccionó en el acto haciendo que

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las dos legiones que había reclutado enla Galia citerior se colocaran sobre unacolina, flanqueadas por mercenarios dela infantería ligera que portaban escudosredondos, cascos de cuero, espadas yvarias lanzas arrojadizas; también habíaentre ellos algunos arqueros. Su deberera proteger la impedimenta. En mediode estas legiones inexpertas, más omenos a mitad de la colina César colocóa las cuatro legiones que lo servíandesde hacía largo tiempo.

Yo estaba con Wanda en lo alto dela colina, en medio de carretas,catapultas y tiendas de cuero enrolladas,y veía cómo el cuerpo helvecio de

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caballería se abalanzaba con ímpetuhacia nosotros sin esperar siquiera a quela columna de marcha helvecia, que ensu mayor parte estaba todavía de caminoal campo de batalla designado, sehallara en el lugar. César dio a sucaballería la orden de ataque. Loscornua transmitieron los mandatos enuna serie de tonos acústicos cuyosignificado era conocido por todos lossoldados. A esa señal, la caballeríaedua al servicio de César se precipitósobre los helvecios. No obstante, losjinetes helvecios avanzaron en unaformación tan compacta que los eduostuvieron que detenerse con brusquedad y

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fueron derribados, dándose a la fuga ytropezando unos con otros en todasdirecciones. El miedo y el espanto sereflejaba en los rostros de los reclutas.Ellos sólo conocían la guerra de oídas.Pero allí estaban, en algún extrañoparaje, sobre una colina, hostigados pormiles de bárbaros. Y cada vez llegabanmás. En pocas horas los últimos celtasde la columna de marcha helveciahabrían alcanzado el escenario bélico.Eran como un río que desembocaba alpie de la colina en un océano cada vezmás inmenso. César actuó con rapidez yse apresuró a ordenar que se llevaran sucaballo y los caballos de los oficiales.

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Como tantas otras veces en su vida, lopuso todo en juego. Su fanática ambiciónno le permitía ni una sola derrota. Cadaconflicto se convertía de inmediato encuestión de supervivencia. Victoria omuerte, ésa era la postura que intentabatransmitirles a sus legionarios. Nadiedebía pensar ni por un instante en lahuida. El peligro debía ser el mismopara todos. Me recorrió todo el cuerpoun escalofrío. Me senté con Wanda yCrixo sobre un montón de fardos decuero y miré cautivado colina abajo. Anuestra izquierda, cientos de arrieros sereunían y hacían apuestas como en unespectáculo de cualquier arena romana.

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Entre ellos había también unos cuantosesclavos que debatían sobre la huida encaso de una derrota romana.

—¡Romanos! —gritó César colinaabajo—. ¡Soldados! Ante vosotros seencuentran los descendientes deaquellos bárbaros que ya derrotamosante Massilia. Son ladrones que sólotraen la guerra y la destrucción y quenunca se cansan de vanagloriarse de sushazañas. Si hoy nos enfrentamos a elloses porque los dioses inmortales deseanque castiguemos de una vez a estosbárbaros. ¡Romanos, legionarios, losdioses nos han elegido para cumplir eldestino de los helvecios! ¡A vosotros os

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corresponde! ¡Luchad, legionarios!Ganaos el respeto de vuestroscenturiones. Ganaos el respeto de César.Roma os contempla. ¡Que empiece lalucha!

Los legionarios expulsaron a gritostodo el miedo de sus entrañas, conrítmicos versos le daban vivas a Roma ya César, y se infundían coraje unos aotros mientras los celtas ofrecían unextraño espectáculo al pie de la colina.Un noble celta desnudo estaba entre lasfilas helvecias y romanas, y a gritosretaba a un duelo al primipilus. Sihubiese anotado todas sus palabras, queeran coreadas por escandalosas risas

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guasonas de los guerreros celtas, sehabría podido publicar una pequeñaenciclopedia del lenguaje escatológicocelta. No obstante, ni un solo centuriónse dejó provocar. Cuatro legiones seerguían frente al celta desnudo; cuatrolegiones que en aquel momentoconformaban tres filas, una detrás deotra. La caballería edua había sidoretirada. César ya no confiaba en ellos.El celta desnudo se golpeteaba el pechoy vociferaba más maldiciones a laslegiones. Al final se meó con desdén endirección a ellos. Luego, cuando lesmostró el trasero desnudo y se puso encuclillas, una flecha certera le dio entre

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los hombros. Furiosos, algunos noblesceltas se quitaron de encima armadurasy vestimentas, y avanzaron desnudoshaciendo salvajes aspavientos. Lacobardía de los romanos les eracompletamente inconcebible. ¿De quéservía una victoria conseguida atraición? ¡Los romanos rehuían la luchahonorable! ¡Lo único que deseaban erala victoria! Los príncipes desnudos sehallaban fuera de sí debido a la rabia.Al cabo, un centurión de la segunda filaperdió los nervios y salió corriendohacia delante. Su valor fue jaleado porlos celtas con un huracanado griterío deaprobación. Los celtas desnudos iban a

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pelearse por quién debía luchar con elromano cuando otro celta desnudo entróen el amplio pasillo que separaba laslíneas de batalla celtas de las filasromanas. El centurión se puso deinmediato en posición de defensa y sacóe l gladius. El celta desnudo era muygrande y sólo iba armado con una largaespada y un hacha. Mientras el centuriónmovía sin cesar la posición del escudo yel brazo que empuñaba la espada, elgigante desnudo se tiró sin temor sobreel romano, que más bien era menudo.Éste brincaba sobre uno y otro pie conagilidad y agudeza táctica para evadirserápidamente en caso necesario. No

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obstante, el hacha del celta desnudosalió silbando por el aire, golpeó elscutum pintado de rojo del centurión, lepartió la cota de malla y se le quedóclavada en el esternón. El gigantedesnudo llegó en dos pasos frente alcenturión jadeante y le rebanó la cabezacon un corte limpio. Las filas de batallaceltas lanzaron las espadas al aire entreun griterío. El gigante se agachó hacia lacabeza cortada y la sostuvo en alto; conmovimientos circulares la agitó por losaires mientras chorreaba sangre. Unalluvia de flechas abatió al celta. ¡Unacontecimiento escandaloso! ¡Costabacreer la poca nobleza que demostraban

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esos romanos! Allí estaban, comocobardes. A eso le llamaban disciplina.Esperaban intranquilos la señal deataque del cornu. Abajo, junto a lacolina, cada vez más celtas se abríanpaso entre las primeras filas, como sitodos quisieran ser el primero en morir.Se habían apiñado de tal forma que losescudos se solapaban. De prontosonaron desde todas direcciones losensordecedores toques de los cornua.Los legionarios lanzaron sus pila y seabalanzaron colina abajo. Igual que unared de hierro, miles de proyectilessilbaron por el aire y ocultaron un breveinstante la visión de las filas de batalla

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celtas. Como los helvecios se manteníantan apretados, los pila atravesaban amenudo dos escudos y los dejabanclavados entre sí. En vano intentaban losceltas deshacerse de los pila, cuyasdébiles puntas de hierro se encorvabandespués del impacto. Crispados, muchosdejaron caer los escudos y fueronatravesados por las siguientes lanzasarrojadizas que tiraban los legionariosde la segunda fila y la tercera. Cuandolos legionarios que bajaban corriendocon el gladius empuñado alcanzaron lasfilas de combate helvecias, ya se habíanabierto enormes huecos y a los romanoscurtidos en la batalla les resultó fácil

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golpear con el escudo la cara de losceltas aturdidos mientras hincaban elgladius y atravesaban certeramenteaxilas o abdómenes. Puesto que losromanos luchaban en una formaciónestrecha pero no apretada, y utilizabanuna espada corta diseñada sobre todopara hundirla, eran muy superiores a losaturdidos celtas, que usaban unasespadas demasiado largas y, por tanto,poco prácticas. De improviso, loshelvecios se retiraron con rapidez a unamontaña que estaba apenas a unos milpasos de distancia. Los legionarios,seguros de su triunfo, avanzabaninexorables. No obstante, de pronto

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aparecieron unos quince mil boyos ytigurinos sobre el campo de batalla.Éstos habían constituido la retaguardiade la caravana helvecia. Intervinieron deinmediato en la lucha y se precipitaronhacia el flanco derecho de loslegionarios, que estaba desprotegido.Cuando los helvecios que se habíanretirado a lo alto de la montaña vieronque llegaban enérgicos refuerzos, selanzaron de nuevo al ataque y corrieronuna vez más montaña abajo. Con todassus fuerzas cayeron sobre susperseguidores, que ya se veían acosadoscon dureza por dos flancos. Césarordenó de inmediato que las dos

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primeras filas de las cuatro legioneshicieran frente a los helvecios en lamontaña, mientras que las filas tercera yúltima debían detener la avalancha deboyos y tigurinos. En ambas partes seluchó con crudeza. Los helvecios sabíanque una derrota sería el final de susueño atlántico, y todos los legionarioseran conscientes de que la derrota enesos parajes significaba una muertesegura. En ninguno de los dos bandos sevio huir a nadie. Sólo los esclavosromanos que seguían el espectáculodesde la colina, cautivados, escudadostras la impedimenta, creyeron de prontover a los romanos bajo gran presión. En

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un principio se limitaron a sonreír condescaro. Poco a poco ibadesapareciendo alguno que otro por laparte de atrás de la colina y, de repente,salieron corriendo a centenares, entregritos y burlas. Los centurionesprohibieron a los reclutas que fuerantras ellos, pues necesitaban toda lareserva de hombres. La lucha a los piesde la colina estaba degenerando en unaauténtica masacre que duró desde elmediodía hasta bien entrada la noche. Enambas partes las bajas que seprodujeron eran enormes, el número deheridos imponderable. No obstante,incluso aquellos que se habían retirado

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de forma momentánea de la lucha contremendas heridas se volvían a levantaral cabo de un rato para seguir luchando.Cada bando intentaba precipitar eldesenlace con una última acometida. Loshombres caían y morían, yaciendo amillares sobre la tierra empapada desangre. Un centurión corría como unloco con los brazos cortados por elinabarcable campo de cadáveres, hastaque resbaló en un amasijo de tripashúmedas y cayó cuan largo era; un celtase tambaleaba entre las líneas enemigasmientras intentaba sacarse del cuello unpilum torcido, y un mandoble de espadale partió la cabeza; un gran ojo rodaba

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sobre la coraza de bronce de un joventribuno, que escudriñaba el cieloinmóvil pero con los ojos desorbitados;un celta se derrumbó muerto sobre él,con el gladius todavía sobresaliéndolede la axila. Y poco a poco los gritos delos celtas se hicieron más débiles. Losboyos y los tigurinos fueron retirándosede forma tan ordenada y tranquila quebien podía dar la impresión de que sehabían hartado de la batalla. Lasmujeres y los ancianos, que esperabandonde la larga caravana se disolviera almediodía, habían construido entretantouna barrera circular de carros. Losboyos y los tigurinos que regresaban se

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subían a las superficies de carga,atrincherándose tras sacos de cereales ytoneles para, desde allí, arrojar suslanzas sobre los romanos queretrocedían con disciplina. Loshelvecios se habían retirado a sumontaña e intentaban detener el avancede los romanos hasta que hubieranpuesto a salvo sus fardos. Entonces gritóun centurión que César recompensaríapersonalmente al primero que penetraseen el campamento helvecio. Al oírlo loslegionarios corrieron hacia lasposiciones celtas con sumo arrojo,consiguiendo penetrar al fin hasta elcentro del campamento y apoderarse de

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la caravana. Los hijos de los insignespríncipes fueron capturados y laslegendarias reservas de oro acabaron enmanos de los soldados romanos. Loshelvecios, rauracos, boyos y tigurinosque sobrevivieron abandonaban elescenario bélico mudos y sin prisa,como si le tributaran los últimos honoresal gemebundo campo de batalla.

Los romanos cayeron agotados alsuelo y agradecieron a los dioses que lapesadilla hubiera terminado. Muchoslloraban en silencio; a algunos lestemblaba todo el cuerpo y murmurabandisparates, como si hubiesen perdido eljuicio. Yo me había quedado paralizado.

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Durante toda la noche escuchamos lassúplicas, los lamentos y los gemidos delos moribundos. Hasta altas horas de lamadrugada, exhaustos legionariostuvieron que socorrer a jóvenes reclutasque, sacudidos por llantos convulsivos,se retorcían por el suelo o vagabanperturbados. Les habían hablado milveces de las gloriosas batallas de susancestros, de las expediciones militaresen las que habían participado susparientes, pero nadie les habíaexplicado la realidad de la guerra.

César estaba sentado en su tienda,rígido. Un mensajero comunicó que loshelvecios habían proseguido la marcha.

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Cifraba el número de los sobrevivientesentre sesenta y setenta mil. César ordenóemprender la persecución.

—No estamos en situación dehacerlo —murmuró Labieno.

César sabía que la batalla habíaterminado con un empate. Lo mismo lehabría valido ser el primero enabandonar el campo de batalla. Contodo, tal como había llegado a conocer aCésar, estoy seguro de que valoraba elresultado de la batalla como una señalde los dioses.

—¿Cuánto tiempo necesitaremospara dar sepultura a los muertos? —preguntó César a los allí reunidos.

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—Al menos tres días, César.Casi avergonzado se miraba las

botas de cuero cubiertas de barro. Tresdías, eso significaba que habían sufridoinnumerables bajas.

—Labieno, manda emisarios a latribu de los lingones. Dentro de uno odos días, los helvecios habrán llegado asu región. Les prohíbo que ayuden a loshelvecios. En caso de contravenir laorden, trataré a los lingones igual que hetratado a los helvecios. Díselo.

—César —intervino uno de losjóvenes tribunos—, en el campamentode los helvecios hemos encontradograndes cantidades de oro.

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¿Podemos…?—¿Puede el oro devolver la vida a

mis hombres muertos o curar a losmoribundos? —gruñó el centurión LucioEsperato Úrsulo. Tenía el ojo izquierdomorado y bajo la desgastada mangaderecha de su túnica se había formadouna costra de sangre.

—En cierto sentido, sí —respondióCésar con calma—. El oro significalegiones, las legiones significan poder yel poder significa Roma. ¡Traedme eloro de los helvecios!

En una enorme tienda que estabavigilada por la guardia personal deCésar, los reclutas habían amontonado

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el oro de los helvecios. Oro robado;carros enteros de toscos lingotes de oro,incontables toneles con monedas de oroy de plata celtas, massilienses, romanasy griegas. César había insistido en queyo lo acompañase. Como el suelo eraresbaladizo en algunas partes, me llevéconmigo a Wanda. César le cogió laantorcha a un soldado de su guardiapersonal y lo mandó salir. Estaba soloen medio de su oro, que tenía un valoraproximado de unos cuantos cientos demillones. Y era el oro de César.

—¿Por esto has invadido la Galialibre? —pregunté.

César agarró un tonel de monedas de

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oro massilienses, tomó un puñado y lasdejó caer de nuevo en el tonel.

—Druida —respondió sumido ensus pensamientos mientras por lasparedes de la tienda patrullaban lassombras de los soldados de la guardia—, ¿le preguntaste a Alejandro por quéhabía conquistado un imperio?

César estaba poseído. No era el orolo que lo fascinaba, sino lasposibilidades que ese oro le ofrecía. Noera capaz de disfrutar lo que habíaconseguido hasta entonces; en suspensamientos ya llevaba a la práctica unplan aún más osado. Visto así, César eraesclavo de su ambición.

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De pronto reparó en una caja demadera con bisagras doradas. Searrodilló y quiso abrirla.

—No lo hagas —advertí.Se volvió y me dio la antorcha para

tener libres las dos manos.—¿Por qué no debo abrirla, druida?

La caja ni siquiera tiene candado.—No lo tiene porque a ningún celta

se le ocurriría abrirla.César se volvió. Sonreía de oreja a

oreja. Eso de que un celta le prohibieraabrir una caja le divertía.

—Es la caja de un druida. Deberíasdevolverla antes de que los dioses tecastiguen.

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Entonces César supo con todacerteza lo que tenía que hacer. Yo lohabía amenazado con el castigo de losdioses. Si abría la caja, se pondría encontra de los dioses celtas. Lecomplacía en gran medida eso depelearse con los dioses, vencerlos operecer. Cuando César abrió la caja, meaparté, avergonzado. Coloqué laantorcha en un soporte de hierro que sehallaba sujeto a un poste en el centro dela tienda. Preferí no ver cómo el romanoimpío mancillaba las hoces sagradas denuestros druidas.

* * *

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Durante las horas siguientes,Mamurra empezó a catalogar el botíncon la ayuda de cultos esclavos griegos.El trabajo era urgente, puesto que elimporte del botín decidía laparticipación de cada uno de lossoldados. Durante el recuento, Úrsulo,e l primipilus, irrumpió en la tienda deloro acompañado de otros centurionesenojados y le pidió a César que sedirigiera de una vez a los hombres.César cedió a la presión y se presentóante las legiones, que ya estabandispuestas en formación. Elogió suvalentía y les prometió a cada uno deellos una prima por el importe de la

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soldada de un año. Trebacio Testa, unjoven especialista en derechoadministrativo que acababa de llegar deRoma, escuchaba el discurso moviendola cabeza de lado a lado. ¿Cómo eraposible que César prometiera la soldadade un año cuando todavía no sabía sisería capaz de mantener su promesa? Sinembargo, también eso era un rasgocaracterístico del procónsul. Sepresionaba constantemente conpromesas y acciones precipitadas. Encaso de no contar con suficiente oropara cumplir su promesa, se veríaobligado a conseguir más.

Me retiré con Wanda a nuestra

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tienda y le pedí a Crixo una jarra devino. Me apetecía emborracharme. Yaera medianoche.

—¿Tú qué crees, Wanda? ¿Estásujeto el destino de cada persona a unplan divino?

—No lo sé —respondió ellasonriendo mientras su brazo me rodeabacon más fuerza la cintura.

Lucía jugaba con los cordones decuero de mis zapatos; estaba contento detenerla a mi lado. Hablo de Lucíaexpresamente porque no suele hablarsede los perros hasta que mueren. Lucíasiempre fue muy importante para mí. Encierto sentido era como una esponja que

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absorbía todas mis penas. Al cabo deunos cuantos sorbos de vino me sentínostálgico y melancólico. Estabaintranquilo y de pronto tuve miedo deperder a Wanda. No sé si se debía alhecho de que, en los últimos días, tantaspersonas hubieran perdido tanto. No losé. ¿O era un presentimiento? ¿Unmensaje de los dioses? Abracé a Wanday la estreché con fuerza.

César seguía fuera, ante suslegionarios. Su voz llegaba hasta nuestratienda. Una vez más apeló a los diosesinmortales, que habían ayudado a Romaen la victoria.

¿Victoria? Los hombres de César

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estaban acabados. Pasaron tres díascuidando de los heridos y enterrando alos muertos. No cabía pensar en lapersecución de los helvecios, quehabían dejado atrás carretas y ganado.

Mientras tanto, los helveciosmarchaban día y noche en dirección alnorte. Querían sobreponerse junto a loslingones y prepararse para la próximabatalla. Sin embargo, éstos habíanrecibido ya a los mensajeros de César,tomando buena nota de su amenaza.Cerraron las puertas de sus oppida y lesnegaron cualquier tipo de ayuda a loshelvecios, los cuales mandaronemisarios a César e imploraron la paz.

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Los famélicos helvecios no podíanpermitirse una guerra en dos frentes.César, que había retomado supersecución tres días después, recibió alos emisarios y les comunicóbrevemente que no se movieran dedonde estaban y que esperaran surespuesta.

La tercera guardia nocturna ya habíaempezado cuando César recibió ladelegación celta en su tienda de general.Iba encabezada por Nameyo yVeruclecio. César estaba sentado en unasilla elevada, cubierta con cuero rojo,cuyos amplios brazos se hallabanguarnecidos de bronce. El suelo de la

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tienda estaba cubierto de tablones,aunque donde se sentaba César era unescalón más alto. De ese modo elprocónsul reinaba un poco elevado entresus tribunos, prefectos y legados A.Cota, Craso, D. Bruto, S. Galba, C.Fabio y el leal T. Labieno. A amboslados se habían dispuesto mesas paralos escribientes e intérpretes. César noshabía encomendado las tareas dedespacho a mí, a Aulo Hircio, a CayoOppio, a Valerio Procilo y a TrebacioTesta.

César tomó de inmediato la palabra:—Helvecios, en nombre de Roma,

César exige vuestra capitulación

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inmediata.Procilo tradujo. César le hizo una

señal al joven Trebacio Testa, un jovenrespetable, delgado y con unos rasgosfaciales que recordaban a los griegos.Su voz era agradablemente suave, suspalabras precisas y comprensibles:

—La capitulación incluye la entregainmediata de todas las armas, larestitución de todos los esclavos huidosy la entrega de rehenes. Con laaceptación de la capitulación accedéis auna situación jurídica provisoria queconsiste en la reivindicación de lasoberanía por parte de Roma. Siaceptáis la capitulación, a continuación

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os leeré los pormenores de lasdisposiciones.

Testa miró un instante a César.Cuando Procilo hubo terminado latraducción, César volvió a tomar lapalabra.

—Helvecios, aceptad o rechazad lacapitulación.

—César —comenzó Nameyo—, losdioses te han sonreído. Han frustradonuestros planes, pero no nos hananiquilado. Nuestra combatividad estáintacta. Por eso dinos dónde quieresasentarnos si capitulamos.

—Os ordeno que regreséis a vuestrohogar. Volved a construir vuestras casas

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y fortalezas.—¿Acaso ha olvidado César el

motivo por el que decidimos hace tresaños abandonar nuestro hogar? ¿Quieredejarnos César indefensos ante el ataquede los germanos? Si César nos envía devuelta para que Ariovisto no avance porla región abandonada y se convierta envecino de la provincia romana, entoncesal menos debería dejarnos las armas.

César sacudió la cabeza de malagana.

—No tenéis condiciones queimponer, helvecios. Mañana alanochecer, antes de la primera guardianocturna, tenéis que haber entregado

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todas vuestras armas. Todo celta que lasconserve será desarmado por la fuerza yreducido a la condición de esclavo. Elque acepte la capitulación podráregresar a su hogar; allí recuperará susarmas.

La delegación helvecia discutió lostérminos un instante. Era evidente que yahabían hablado con antelación de todoslos escenarios posibles. Nameyo fue elprimero en soltar el gancho dorado de sucinto de armas y arrojarlo al suelo juntocon la espada, manteniendo la cabezabien alta. Después, dos esclavos ledesataron los cierres de cuero de lacoraza y dejaron la armadura en el

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suelo. Los demás príncipes siguieron suejemplo. Para mí aquél fue un momentomuy conmovedor y triste. Todossabíamos que César había provocadouna guerra injusta. No entendía por quénuestros dioses lo habían permitido. ¿Osería acaso, como afirmaba César, quelos dioses cuidan durante más tiempoprecisamente de aquellos a quienesquieren castigar en especial, para que larepentina caída en la desgracia lesparezca aún más horrible? Yo no teníala respuesta. El druida Veruclecio se meacercó y me tomó la mano.

—Divicón ha muerto, Corisio. Siguetu camino y piensa en la profecía.

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Un helado escalofrío me recorrió laespalda. De modo que yo solo tenía quematar un hombre con el que todo unejército celta no había podido acabar;asentí, aunque no lo pensaba en serio.Para un druida como Veruclecio, claroestá, César era el mayor de losproblemas. Sus ejércitos traían laescritura latina, traían conocimientos,conocimientos y vino. Traían nuevosdioses y dinero fresco de Roma. Y allídonde antaño se libraran sangrientasbatallas, florecería después el comercio.¡Los druidas perderían todo su poderpara siempre! ¡Tantos conocimientosguardados con tantísimo cuidado! Y los

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nobles temían por sus privilegios. Poreso se había puesto el eduo Diviciacodel lado de César; por eso cabalgaba elarverno Vercingetórix en la caballeríaromana. De pronto me pareció como siningún noble celta le tuviese verdaderocariño a su tierra. Lo único que queríantodos era proteger su riqueza, si erapreciso con ayuda de César.

—¿Ya no debo convertirme endruida, verdad?

—Los dioses ya te han hablado —Veruclecio sonrió—. No serás ningúnlibro cerrado de los celtas, Corisio,serás un libro parlante.

A los druidas nunca les faltaban

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bellas palabras. En ese momentocomprendí que jamás había tenidoposibilidad de convertirme en druidaalgún día. En mi interior yo ya lo teníadecidido. Prefería ser el amante deWanda a un druida de la isla de Mona.Sin embargo sentí rabia de que esojamás hubiese podido ser decisión mía.Aunque un día yo hubiese decididoseguir la senda druídica, ya me habríadesviado. Ese día a más tardar, losdruidas me habrían excluido de sucomunidad. Pero si ni siquiera era denoble ascendencia. Si quería progresaren la sociedad, sólo podía hacerlo desdelas filas del ejército de César.

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Precisamente el ejército de César. Creoque el día de la capitulación fue para mícasi tan decisivo como el momento enque contemplé a aquellos patéticoseduos llorosos: Diviciaco y Lisco.

Me despedí de Veruclecio, ytambién en cierto modo de mi tribu.Sabía que jamás volvería a ver aldruida. Sólo entonces advertí que Césarme había estado observando todo esetiempo. Sonreía, y parecía sentirsecomplacido ante mi despedida deVeruclecio. Sus ojos volvían a buscarmi amistad.

* * *

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El campamento de los helvecios,entretanto, se había convertido en unajaula abierta, rodeada de interminablesempalizadas. Cuando la delegación huboregresado al campamento, se oyeronvoces agitadas; discutían e inclusopeleaban aquí y allá. Alrededor de lamedianoche, más de seis mil guerrerostodavía consiguieron huir delcampamento.

* * *

A la mañana siguiente, los legados ylos tribunos de César escenificaron elacto oficial de la capitulación. Seislegiones formaron una calle, al extremo

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de la cual se había erigido un pedestalde madera. César estaba sentado comoun rey en su trono de cuero rojo,rodeado de sus oficiales. Un celta trasotro recorría el trayecto entre las filasde legionarios y arrojaba sus armas anteCésar. Cuando le tocó el turno a la tribude los rauracos, contuve el aliento.¿Quién habría sobrevivido? Sinembargo, Basilo era uno de losprimeros.

—¡Basilo! —vociferé a todopulmón.

Los oficiales romanos me miraronperplejos. Wanda apartó a un lado a losjóvenes tribunos y me empujó hacia

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delante. Por fin vi a Basilo: su torsoestaba desnudo y marcado por lasheridas, pero no se apreciaba en élninguna lesión duradera. Se movíaerguido y orgulloso, y se acercó a mí apaso ligero. Con el rostro radiante, alzósu espada en alto.

—¡Corisio!De inmediato algunos pretorianos de

la guardia personal de César saltaronante su general y lo protegieron con susescudos. A izquierda y derecha,arqueros cretenses apuntaron a Basilo.Él se quedó quieto y disfrutó delsobresalto que mostraban los romanos.Con una sonrisa arrojó su larga espada

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al montón de hierro que yacía a los piesde César.

—¿Volveremos a vernos, Corisio?—preguntó Basilo, y lo hizo con alegría.

—Sí —respondí de formaespontánea—, volveremos a vernos,Basilo, pero pasarán algunos inviernos.

Los pretorianos se dirigieron haciaBasilo empuñando los gladii. Algunoslegionarios habían inclinado ya los pilay lo empujaban hacia delante. Irritado,se volvió y miró con desdén a loslegionarios que sostenían las puntas del o s pila a sólo un palmo de su torsodesnudo. No tenía miedo. Por misprofecías, yo sabía que ése no era el día

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de su muerte. Basilo sonrió conintrepidez y luego prosiguió. Tuve laimpresión de que había envejecido;tenía el rostro macilento y marcado porlas fatigas.

La entrega de las armas duró toda lamañana. Por la tarde se presentaron losrehenes exigidos. Se produjeron escenashorribles. Los niños lloraban de formalastimera; había que tener estómago paracontemplar cómo los legionarios lesponían las manillas en las tiernasarticulaciones. A Procilo se le saltabanlas lágrimas ante aquella visión. A pesarde que ya era un hombre hecho yderecho, esas imágenes le traían a la

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memoria su propia deportación. Mehabría gustado darles a los niños eseconsejo de sabiduría celta según el cualuna desgracia que se acepta sin mayordilación pesa mucho menos. Pero esedía no lo habrían entendido. Al cabo depocos días, a niños y mujeres lesquitarían las manillas y los trataríancomo a huéspedes. Los niños no estaríansolos; también había nobles de todas lasedades que fueron entregados comorehenes. Por norma general se intentabatener en cuenta a todos los clanes ysiempre se escogía a los más queridos,puesto que sólo éstos ofrecían garantíasde que el vencido se iba a comportar

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según los deseos de Roma.Por la tarde, los esclavos huidos

fueron recuperados. Aquellos que sehabían opuesto a su vuelta por la fuerza,hiriendo a algún legionario, fueroncrucificados. Esta costumbre, por cierto,procede de los cartagineses. En suorigen había sido un rito de sacrificio,que los romanos adoptaron con objetode ridiculizar a sus víctimas.

* * *

Durante los días siguientes Césarautorizó diversas fiestas en elcampamento. Vació los mercados de losalrededores e hizo que trataran a sus

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legionarios a cuerpo de rey. En undiscurso festivo halagó su valentía y sucoraje y volvió a anunciar que le habíaindicado a su cuestor que otorgara acada legionario una prima por elimporte de la soldada de un año. Apesar de que sólo los ciudadanosromanos solían recibir estas primas,César se había apartado de la costumbreen este punto. Ordenó que también lastropas auxiliares, los celtas montados desus filas, disfrutaran de ella. Recibiópersonalmente en su tienda a loscabecillas de los jinetes celtas quehabían ingresado con todos susseguidores en la caballería de la auxilia

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de César, y les hizo entrega del dinero.Los convirtió en personas ricas,clavando así más hondo la cuña queseparaba a las tribus celtas rivales. Parapoder pagar las elevadas primas, Césartuvo que cargarlas una vez más a su cajaprivada de general. A Mamurra eso lopuso fuera de sí.

—Repartes el dinero antes de que lohaya contado. ¿Por qué no saldamos tusdeudas de una vez por todas, César?

Era uno de los pocos que podíahablarle así.

—¿Qué saco yo de librarme de lasdeudas y perder la Galia? —preguntóCésar, lacónico—. Los eduos me son de

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más valor que cualquier almacén devíveres fortificado en mitad de estosparajes.

—Prometes demasiadas coronas —dijo Mamurra con una sonrisacondescendiente, y acató las órdenes deCésar.

César ocupaba la mayor parte de lastardes en el dictado de cartas. Romadebía enterarse de que había encontradouna veta de oro en la Galia. Roma debíaenterarse de que había vencido a loshelvecios, a los que se considerabaespecialmente valiosos por su vecindadcon los germanos.

A los helvecios, latobicos, tigurinos

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y rauracos los envió de vuelta a su hogary aseguró a los alóbroges que pondríasuficientes alimentos a disposición delos que regresaban, hasta la primeracosecha. Los alóbroges no tenían nadade envidiable: estaban bajo las órdenesde la administración romana de laprovincia de la Galia Narbonense ytenían que hacer lo que les ordenaraCésar. Por el contrario, al regresar a suhogar, los helvecios seguían siendo unpueblo libre.

* * *

César mandó construir uncampamento fortificado cerca de

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Bibracte y les concedió a sus hombresdescanso y abundantes alimentos. Trasel sometimiento de los helvecios, loseduos habían abandonado su táctica deaplazamientos y abastecían al ejércitoromano de todas las vituallas ymateriales deseados. Los numerososheridos recibieron atentos cuidados yagasajos en forma de ración doble dealimento; el resto de legionarios recibiópermiso para, una vez concluidas sustareas, dirigirse a los mercaderes y lasprostitutas que habían vuelto a disponersus tiendas alrededor del campamento ycompraban de buena gana las joyasceltas que los legionarios robaran a los

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muertos. Las numerosas armaduras yarmas de los celtas caídos fueronconfiscadas por la legión y se guardaronpara el futuro armamento de tropasauxiliares, o bien se vendieron amercaderes al por mayor. Un poderosomecanismo monetario se había puesto enmarcha. Cada día aparecían másburdeles fuera del campamento, máspuestos de comida y más tabernas. Cadalegionario, por muy pequeño y belicosoque fuera, era recibido por putas ycampesinos celtas como si de un nobleseñor se tratara. Ya podía apestar a ajoy soltarse pedos igual que un perroviejo, que para la gente de los

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alrededores era un príncipe enviado porEso. Les daba dinero, mucho dinero, ytreinta mil legionarios daban más dinerotodavía. César no les había traído a esosceltas la muerte y la ruina, sino laprosperidad económica. Incluso loshelvecios que poco antes luchabanencarnizadamente contra César sepresentaban ahora ante los prefectospara solicitar un puesto en la legión. YCésar no era rencoroso; para él sólocontaba el rendimiento. Por eso dio laorden de que también los nobleshelvecios, con todo su séquito a caballo,pudiesen entrar en la caballería de laauxilia. A César sólo le interesaban los

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jinetes.También respecto a mí se mostró

generoso. Recibí una prima por elimporte de dos soldadas anuales. Erauna sensación extraña recibir de Césaralgo que éste, en parte, le había robadoa mi propio pueblo. Sin embargo, ¿acasome había regalado nunca un solosestercio cualquier noble helvecio orauraco? ¿No me habían cerrado ellosincluso las puertas de la profesióndruídica? Ya sé que hasta el momentoprefería el cuerpo de Wanda a los astroscelestiales pero, de hecho, nunca habíatenido posibilidad alguna deconvertirme en druida. Ni aunque lo

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hubiese querido. Eso me enfurecía, ynecesitaba esa furia para poder aceptarel regalo de César. Su brazo descansabasobre mis hombros mientras meotorgaba en persona los denarios deplata. Sus ojos eran amables y suaves, yme ofrecían de nuevo su amistad. No meresistí más. ¡César me ofrecía más de loque jamás me ofreciera cualquierdesconocido celta! Ese día me sentí porprimera vez de veras orgulloso de ser sudruida.

Poco después me dictó lacontinuación de su informe exculpatorio:

—«A los eduos les concedió Césarsu ruego de instalar en su territorio a los

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boyos, que eran conocidos como gentede insólita valentía. De manera que loseduos les dieron terrenos y lesconcedieron (más adelante) la mismaposición legal y civil que la que gozabanellos mismos.»

No pude evitar sonreír por dentro alescribir estas líneas. Cualquier personade Roma más o menos inteligente seasombraría de que los eduos, quienessupuestamente habían pedido ayuda aCésar, le rogaran ahora permiso paraadmitir en sus tierras a los boyos, loscuales supuestamente habían devastadosus campos junto con los demásemigrantes. Durante el dictado, Úrsulo

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trajo unas tablas que habían encontradoen el campamento helvecio. En ellasfiguraba en escritura griega cuántoshombres en disposición de luchar, niños,ancianos y mujeres habían formado partede la migración. Las cifras resultaronmás bien decepcionantes para César.Podía sentirse afortunado de que Úrsulono supiera leer griego. Las tablashablaban de un total de ciento ochenta ycuatro mil individuos, de los cualescuarenta y seis mil estaban endisposición de luchar. Cincuenta y cincomil habían sobrevivido. Porconsiguiente, las legiones de Césarhabían masacrado y expoliado a lo largo

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de pocas semanas a muchas más de cienmil personas. César mandó servir vinodiluido. Ansiosos, esperábamos AuloHircio y yo la continuación del dictado.César siguió dictando:

—«La suma ascendía a 263.000helvecios, 36.000 tulingos, 14.000latobicos, 23.000 rauracos y 32.000boyos; entre éstos, 92.000 endisposición de luchar. El total fue dealrededor de 368.000 cabezas. Elnúmero de éstos que regresó a su hogar,después del recuento ordenado porCésar, se cifraba en 110.000.»

César había doblado todas lascifras. Así de fácil se escribía la

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historia. Siempre la historia de losvencedores.

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7

Mientras César informaba acerca desu victoria sobre los helvecios, cada díamorían decenas de legionarios en lastiendas sanitarias. Cada mañana,Antonio, el primer medicus, comunicabael número de bajas que se habíanproducido durante la noche. El queestaba gravemente herido moría deprisa.Mientras que las heridas musculares yóseas se podían tratar con relativo éxito,no se podía hacer nada frente a losdaños internos. También las heridasmusculares abiertas eran delicadas, ya

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que se inflamaban y desarrollaban focospurulentos. El primer medicus, Antonio,tenía numerosos especialistas a sudisposición. Algunos eran carniceroscon estudios que habían reajustado susconocimientos a las condiciones de lalegión. Para extraer proyectiles eran losmejoren cirujanos: bien se tiraba delproyectil hacia atrás por el canal de laherida, bien se sacaba haciendo presiónhacia el otro extremo. En la operacióncortaban la carne con el escalpelo hastala punta del proyectil. Muy rara vezcortaban venas o tendones. Máscomplicadas y exigentes eran, noobstante, las numerosas amputaciones

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que se debían realizar después de labatalla. Para ello se ataba al paciente yse le sujetaba a una mesa; antes de queel medicus comenzase con la operación,le colocaba al desdichado un trozo demadera entre los dientes. Si, porejemplo, una pierna estaba desgarradapor debajo de la rodilla, se cortaba lacarne hasta el hueso por encima de laarticulación y se retiraba el músculodejando el hueso desnudo, que luego seserraba. El lugar donde se había raspadocon la sierra se limaba con sumocuidado y luego volvía a cubrirse con lapiel que se había retirado. Si ellegionario sobrevivía a la curación de la

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herida, recibía de manos del carpinterounas muletas nuevas y era licenciado dela legión con honores. Por la noche,junto a la hoguera, se debatía a menudosi una vida con un solo brazo seguíavaliendo la pena o si era preferiblemorir a vivir con dos piernasamputadas. La mayoría defendía laopinión de que siempre merece la penavivir mientras uno pueda arrastrarsehasta una prostituta y beber vino.

Como siempre ocurría después deuna batalla con bajas numerosas, lamoral del campamento erainevitablemente una cuestión muydelicada. En cualquier momento podía

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derrumbarse. Así fue también tras labatalla de Bibracte. Primero seescucharon sólo críticas aisladas que setransmitían con la mano tapando la boca.Sin embargo, esas críticas cayeron ensuelo fértil. Algunos oficiales queesperaban lucrativos ascensos o un botínaún mayor le recriminaron a César elhaber lanzado contra los helvecios unaguerra innecesaria e ilícita que sóloperseguía su enriquecimiento personal yla satisfacción de su ambiciónenfermiza. César, de hecho, no sólotenía enemigos en Roma; también entresus oficiales había unos cuantoshombres que espiaban, intrigaban y se

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sentían comprometidos con susadversarios de la capital. A pesar deque César, por lo general, tenía buenolfato, esa naciente oposición le pasócasi inadvertida. Yo no considero quefuera mi deber informarlo al respecto.Tal vez él mismo lo sabía y hacía casoomiso, pues en esos días estaba másconvencido que nunca de que era unprotegido de los dioses.

Durante las siguientes semanas,César recibió a numerosos príncipesceltas que deseaban presentarse ante él.Éstos le solicitaron permiso paraorganizar en la Galia una reunión depríncipes tribales. César accedió,

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aunque estaba desconcertado: nadie lereprochaba que hubiera invadido suterritorio, sino que le daban labienvenida y lo nombraban juez. Todosdeseaban tenerlo como aliado. TambiénVercingetórix habló ante César; se moríapor regresar a Gergovia y vengarse delclan de su tío. No obstante, César selimitó a garantizarle su amistad y pedirlede nuevo un poco de paciencia. Teníaotros planes. A mí me pareció quetambién aquel ambicioso Vercingetórixtramaba otros planes…

* * *

Una mañana, cuando aún no había

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acabado la cuarta guardia nocturna, medespertaron los gruñidos de Lucía. Echéun vistazo a Wanda, que dormía dulce yplácidamente a mi lado, y me alegré deque los dioses me hubiesen tratado tanbien hasta entonces. Si miraba atrás, lahistoria que me habían deparado no eratan terrible. Yo siempre digo que loscaminos de los dioses suelen serinsondables y que no es posiblecomprender el plan divino que seesconde tras ellos hasta mucho después.

—¡Corisio! —Esta vez sí oí el grito.La voz venía de fuera. Era Crixo. Un

pretoriano estaba a su lado.—¡César quiere hablar contigo!

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Me levanté enseguida y seguí alpretoriano a la tienda del procónsul.Wanda me acompañó. En el campamentoaún reinaba la calma. Los centinelas delas murallas estaban tapados con gruesascapas de lana y se calentaban las manossobre pequeños fuegos. A primera horade la mañana todavía hacía fresco.Desde lejos vi el cálido vapor queascendía de la tienda de César. Losesclavos salían ya de su tienda concalderas de bronce vacías y en el aireflotaba el aroma de huevos revueltoscalientes. El pretoriano retiró hacia unlado la lona de entrada y me dejó pasar.En el interior de la tienda se había

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estancado el vapor caliente, impidiendoque uno apenas viera la propia manodelante de la cara. Sin Wanda seguroque me habría tropezado con el primerobstáculo.

—Siéntate, Corisio —oí decir a lavoz de César.

Palpé con cuidado una silla y mesenté. No sé por qué, estaba incómodo.Había algo a mi espalda. Me volví:sobre el respaldo de la silla colgaba untalabarte de cuero con un gladius y unpugio. Me desperté de golpe. ¿Era éseel día en que iba a cumplirse la profecíadel druida Santónix? Agarré laempuñadura del gladius. Estaba hecha

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de hueso de res trabajado con primor ycada dedo se ajustaba a la perfección enlas hendiduras redondeadas. Unacorriente de aire frío entró en la tienda ydispersó el vapor. Sentí pánico. Césarestaba tumbado delante de mí, a menosde tres pasos, en una tina de maderallena hasta el borde de agua caliente.Tenía la cabeza echada hacia atrás, losojos cerrados; cansado, apoyaba lacabeza empapada de sudor y su exiguocabello sobre el borde de la tina. Perono era el calor lo que lo abatía. Césarparecía estar sufriendo. Tenía dolores.Un sirviente entró en la tienda y colocóunas bandejas sobre la pequeña mesa

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que había delante de la tina. Igual desilencioso que había llegado, volvió adesaparecer. Entonces irrumpió denuevo el aire frío en la tienda,permitiendo una visión más clara.

—¿Puedes sanar, druida? —preguntó César con voz mate.

—Puedo sanar a quien los diosesquieren sanar —respondí.

César pareció reflexionar, y al cabode un rato dijo:

—Druida, cuando los celtasentregaron sus armas, saludaste a unguerrero. Basilo, lo llamaste.

—Sí, ¿por qué me lo preguntas?—Te preguntó si os volveríais a ver.

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—Sí, es cierto.—¿Por qué te lo preguntó? ¿Lees el

futuro? ¿Acaso hablas con los dioses?—¿De qué tienes miedo, César? ¿No

estás tú mismo bajo la protección de losdioses inmortales?

César se incorporó bruscamente, y alhacerlo el agua se derramó por el bordede la tina. Llevaba el torso bienrasurado; no se apreciaba ni un pequeñopelo.

—César no tiene miedo, druida. ¿Nocreerás que he tenido pesadillasnocturnas sólo por haber mandado fundirlas hoces de oro de tus druidas?

—No has mandado fundir las hoces

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de oro, César —dije con absolutaconvicción.

Corrí un alto riesgo, pero lasorpresa que mostró César me loconfirmó.

—¿Cómo lo sabes, druida?—De haberlo hecho, no tendrías

pesadillas. No creo que nuestros diosesfueran tan indulgentes contigo.

—Roma me otorga el título de«pontifex maximus». Por consiguiente,soy el sacerdote supremo del mundocivilizado. ¿Por qué no habría decorresponderme a mí destruir vuestrosobjetos de culto? ¿A quién habría decorresponderle si no a mí, al pontifex

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maximus de la República Romana?—Las leyes humanas nunca dejan de

divertir a los dioses, César. El oro te hanublado la razón. Ya ansias más ypiensas que ahora podrías asaltartambién los santuarios de los celtas.¿Acaso no dijiste tú mismo que losdioses conceden a veces una larga fasede suerte sólo para que la posteriorcaída se reciba con mayor crueldad?

César volvió a recostarse en la tinay apoyó la cabeza sobre el bordecubierto de paños. Cerró los ojos. Teníala mandíbula tensa. Parecía tenerdolores.

—No os entiendo a los celtas —

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murmuró—. ¿Qué habré hecho yo paraque de pronto toda la Galia esté a mispies?

—El primer paso en el pantanosiempre es sencillo, pero cuando elcuerpo empieza a hundirse lentamente ybraceas impotente y aceleras elhundimiento contra tu voluntad, te dascuenta por vez primera, César, de que elprimer paso fue el más funesto.

—¿Quieres decir con ello que todosesos príncipes galos que se arrastran porel polvo ante mí quieren tenderme unatrampa?

—No, César, su rendición sinresistencia es honrada. Son los dioses

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los que están jugando contigo.César calló. Al cabo de un rato me

ofreció algo para comer. Él no teníahambre.

—Son gachas púnicas —murmuró—, había pedido gachas púnicas… —Suvoz sonaba pesada, melancólica.

Le di a Wanda el cuenco con el puré.Era un queso fresco galo de buen aroma,cocinado con escanda tamizada, miel,huevos y leche fresca. ¡Una delicia! Paraacompañarlo había bolas de ajo: quesofresco machacado con hierbas frescas ymuchos dientes de ajo, todo ellomezclado con aceite y vinagre. La pastase amasaba en bolitas y se servía con

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pan salado.—Estas gachas púnicas están

exquisitas. ¿Os llevó Aníbal la receta aRoma?

—Sólo hasta las puertas de Roma —dijo César con una sonrisa mate—. ¿Aque no sabes cómo traducen los púnicosla palabra «elefante» a su lengua?

Moví la cabeza de lado a lado yseguí comiendo.

—«César.» «César» significa«elefante» en la lengua de loscartagineses. Y nosotros recibimos esesobrenombre porque uno de nuestrosantepasados mató un elefante en unabatalla contra Aníbal. —Al cabo de un

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rato añadió—: Algunos afirman quesucedió en la primera guerra púnica.Pero yo prefiero la segunda guerrapúnica. Siempre es más honorable habermatado un elefante de Aníbal. —En elcampamento resonó el toque de diana yCésar masculló—: ¿Existen unas hierbasque aclaran los sentidos y otras que losnublan?

—Sí —respondí, vacilante—. Igualque el vino puede hacerte sentir másfeliz y alegre, ciertas hierbas puedenvolverte temeroso y desalentado.Nuestro interior es como una marmita.De nosotros depende que resulte amargao dulce. Los frutos secos reavivan las

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energías.—Pues haz que me traigan frutos

secos, druida —murmuró César, y buscómi mano—. Te agradezco, druida, tufranqueza. A un romano lo habría hechocrucificar por ello. Pero aún no decoratu tobillo ninguna media luna.

—¿Qué significa la media luna? —pregunté con gran agitación.

—¿La media luna? Sólo losciudadanos romanos llevan la medialuna. Y en Roma se destina sólo a loshijos de los senadores.

Quizá César advirtiera mi agitación.No obstante, estaba demasiado cansadopara reaccionar. Los ojos se le cerraron

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solos y entonces murmuró que lo dejaradescansar.

Nos quedamos fuera un rato más, depie bajo el toldo de la entrada, yconversamos con los guardiaspretorianos. A pesar de que yo nodejaba de pensar en las palabras deCésar, hablábamos de huevos. Elsegundo tema más importante de unlegionario siempre es la comida y, si sehabla de comida, se habla de huevos.Cuando por fin estaban en uncampamento fijo, y no de marcha, todosquerían saber dónde se vendían loshuevos más baratos. Treinta millegionarios no tenían en la cabeza más

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que huevos: crudos, cocidos, revueltos;tortilla, salsa de huevo, natillas dehuevo.

Cuando volvimos a nuestra tienda,por doquier reinaba una intensaactividad. Delante de las tiendas de loslegionarios ya ardían pequeñas hoguerasy sobre los fuegos colgaban esas ollasde bronce con bonitas asas. En lascacerolas de bronce, los esclavospreparaban las gachas del desayuno.

Aún pasé un buen rato pensando enla asombrosa conversación que habíamantenido con César. Comprendí queseguramente desconfiaba de todos losromanos. Todo romano que tenía trato

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con él era un posible competidor enRoma. Tal vez por eso apreciaba micompañía. Yo no era un rival. Tal vez lerecordaba también un poco a sugrammaticus, Antonio Gripho. Lo quese ha amado de niño suele amarse todala vida.

* * *

Entretanto, todos los príncipes detribus galas que felicitaron a César porsu victoria sobre los helvecios habíanconvocado una reunión de las tribusgalas. Poco después volvían a hacercola frente a la puerta del campamentoromano y solicitaban permiso para

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hablar ante César. Encabezaba ladelegación el druida Diviciaco, que porel momento había recuperado elliderazgo político de los eduos. No sóloiba acompañado por emisarios secuanosy príncipes de otras tribus, sino tambiénpor los representantes de incontablesestados clientes. Diviciaco solicitópermiso para hablar en confidencia conCésar al tribuno senatorial que lorecibió ante la puerta. Sin embargo,cuando le presentaron la solicitud, aCésar sólo le interesó si los galos sehabían unido por fin o no. El tribunosenatorial fue enviado de nuevo a losgalos y, cuando César supo que los

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eduos y los secuanos se habían unido deveras y acudían a pedirle abiertamenteun ataque contra Ariovisto, hizo que losagasajaran y los trataran a cuerpo derey. Entretanto mandó convocar aprisa asu estado mayor y le expuso a Diviciacoen su tienda el sentido y la finalidad deldiscurso que el eduo debía pronunciarante los oficiales romanos. Intentétraducirlo con la mayor neutralidadposible; César no debía ver aprobaciónni reproche en la expresión de mi rostro.

Poco después, el estado mayor sehabía reunido con todos los tribunos,oficiales, legados y escribientes en lagran tienda que hacía las veces de

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cuartel general.En primer lugar tomó la palabra

Diviciaco, que a esas alturas habíaadoptado el encanto de un murciélagomuerto de hambre, y solicitó la absolutaconfidencialidad del encuentro. Podíaestar seguro de que Ariovisto seenteraría de ello antes de que acabara depronunciar la última frase. Con vozarrastrada, expuso sus lamentaciones enlengua celta mientras yo traducía.

—César, toda la Galia está divididaen dos bandos. En la cima de uno seencuentran los eduos, en la cima del otrolos arvernos. Desde hace generaciones,ambos sostienen una lucha encarnizada

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por la hegemonía de la Galia. Paraconseguir la victoria definitiva, losarvernos y los secuanos solicitaron laayuda de mercenarios germanos haceunos años. Al principio llegaron sóloquince mil guerreros del otro lado delRin. No obstante, pronto se encontrarona gusto en nuestra tierra y ahora ya hayciento veinte mil germanos armados enla Galia. Junto con nuestros aliados yahemos luchado en incontables batallas.Sin embargo, siempre hemos sufridoabrumadoras derrotas. Hasta ahorahemos perdido a toda nuestraaristocracia, nuestro consejo superior yla totalidad de la caballería.

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Mientras traducía, los otrosescribientes tomaban nota del discursode Diviciaco. No pude evitar sonreírcuando éste mencionó la pérdida de sucaballería. ¿No habían luchado cuatromil jinetes eduos en el bando de Césarhacía menos de dos semanas?

—César, el pueblo eduo estádestrozado —se lamentó Diviciaco.César debía de estar deseando ensecreto que Diviciaco no volviera aaferrársele como una lapa—. César,gracias a nuestra hospitalidad y anuestro buen entendimiento con elpueblo romano los eduos hemos sidohasta el momento el mayor poder de la

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Galia. No obstante, ahora nos vemosobligados a ofrecerles rehenes a lossecuanos. Hemos tenido que jurar nopedirle ayuda a Roma y cumplir siemprelos deseos de los germanos suevos. Yo,Diviciaco, soy el único eduo que eludióentonces ese juramento mediante lahuida. Por eso te hablo hoy, porque noestoy atado por rehenes ni por ningúnjuramento. —Diviciaco intercaló unabreve pausa para comprobar el efecto desus palabras; todos miraban a losculpables secuanos, que estaban allí depie, con la cabeza gacha—. Pero en eltiempo transcurrido, a los victoriosossecuanos les ha ido peor que a los eduos

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vencidos. Después de que Ariovisto lesarrebatara un tercio de su región, lesexigió un segundo tercio. ¿Y sabes paraquién, César? Para veinticuatro milharudes que se le han unido hace pocassemanas.

César le había pedido coninsistencia que expusiera en detalle elpeligro de los harudes y que justificaseampliamente sus raíces históricas. Y esohizo Diviciaco:

—Los harudes vivían en unprincipio en el alto Norte. En aquellaépoca se unieron a los belicososcimbros y se establecieron en Germaniade manera temporal. No obstante,

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avanzan hacia la Galia y Ariovisto lesha abierto las puertas. Si no tomamosmedidas, cada vez más germanoscruzarán el Rin y nos expulsarán denuestra tierra. Por eso hemos vuelto areconciliarnos con los secuanos.Piénsalo, César: Ariovisto encabeza unrégimen orgulloso y cruel. Es salvaje eirascible. Los eduos y los secuanos nopodemos soportar su soberanía por mástiempo. ¡César, si no nos concedesayuda, tendremos que hacer lo mismoque los helvecios y emigrar! Ese será eldestino de todas las tribus celtas. Sólotú, César, puedes impedir que aún másgermanos crucen el Rin. Sólo tú, César,

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puedes proteger a la Galia de Ariovisto.Si nos proteges de Ariovisto, tambiénproteges tu provincia, puesto que sihuimos de Ariovisto, el rey de lossuevos estará en las fronteras de tuprovincia, aunque no por mucho tiempo.Después estará ante las puertas deRoma. Por eso te imploramos que hagasalgo cuanto antes. Sólo tú puedesderrotar a Ariovisto. Gracias a tureputación y al respeto que se ha ganadotu victorioso ejército, gracias a tu gloria,que se ha expandido por toda la Galia, yal orgulloso nombre del pueblo romano.

Diviciaco calló mientras Césarevitaba tomar la palabra. Las frases

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debían seguir causando su efecto;primero quería ver en qué direcciónsoplaba el viento. Debo decir queDiviciaco, que no entendía una palabrade latín ni de griego, era un actorespléndido, y César, que había escritoese impresionante papel pensado sólopara él, era un dramaturgo genial. Estoyseguro de que igualmente habríacosechado gloria y honor en Roma comoescritor de comedias. El discurso deDiviciaco, sea como fuere, habíalevantado sentimientos contradictorios.

—César —Labieno tomó la palabra—, tenemos que cortar el mal de raíz yponer fin a las actividades de Ariovisto.

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Nuestras seis legiones son aguerridas yestán preparadas.

—Labieno —intervino el jovenCraso, hijo del hombre más rico deRoma, para contradecirlo—, ¿cómopiensas explicar esta política en Roma?Estoy de acuerdo en que hay que cortarel mal de raíz. Pero en Roma sepreguntarán cómo es que no lo hemoshecho ya, por qué no hemos detenido deinmediato a Ariovisto junto con loshelvecios.

—Los helvecios no nos han pedidoayuda —dijo César con calma.

Algunos de los jóvenes tribunos sesonrieron. Conocían a César. Uno

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comentó con agudeza que no sería tansencillo avanzar contra Ariovisto:

—¿No ostenta el título de «Rey yamigo del pueblo romano»? ¿Y no leconcedió ese título el año pasadoprecisamente un tal Cayo Julio Césarcuando todavía era cónsul, el mismoCésar que ha quebrantado una ley segúnla cual un procónsul no puede maquinaruna guerra fuera de su provincia?

Algunos legados y tribunos rieron.Se lo podían permitir porque, entretanto,la oposición entre los oficiales habíaadquirido fuerza.

—Justamente porque le concedí esetítulo a Ariovisto —declaró César—

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pesa tanto su conducta. Pero aún pesamás el hecho de que los eduos, a los queel Senado romano ha reconocido comoamigos y consanguíneos, seanhumillados y maltratados por unbárbaro. Esa, para un pueblo quedomina el mundo, es la mayor vergüenzade todas. —César se dirigió a loslegados y los tribunos que aquellamisma tarde informarían de loescuchado a Roma mediante cartas, yprosiguió—: Los bárbaros jamás secontentarán con la Galia. Seguirán elejemplo de los cimbros y los teutones ycontinuarán avanzando para atacar Italiapoco después. ¡Labieno, manda

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emisarios a Ariovisto! ¡César desea unencuentro!

El general volvió a llevarnos apartea Diviciaco y a mí, y prometió a loseduos la hegemonía en toda la Galia. Leaseguró a Diviciaco que tambiénrespetaría a los estados que habían sidohasta entonces clientes de los eduos ylos secuanos. Por el contrario, el restode la Galia le correspondería a él,César, tras la derrota de Ariovisto.Diviciaco enseguida estuvo de acuerdo.Contento y orgulloso se reunió con losdemás galos, que ya hacían correr elvino entre grandes voces.

Me quedé a solas con César.

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—¿Es esto la Galia? —preguntósonriendo.

Me encogí ligeramente de hombros.En realidad, la Galia era unadesconcertante mezcla de intereseseconómicos, alianzas confusas yquerellas ancestrales entre tribus.

—La Galia es una tierra rica, tenéishombres valerosos. La Galia podríadominar el mundo. En lugar de eso, caecomo una manzana madura. ¿Y sabesquiénes son los culpables, druida?

—Sí —dije en voz baja. Lo sabía.—¡Vuestros druidas son los

culpables! No son mediadores entre elcielo y la tierra; son los guardianes del

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conocimiento, los guardianes del poder.No impulsan nada, reprimen. Reprimencualquier clase de apertura espiritual,cualquier forma de progreso. ¿Cómo vana gobernar un imperio unos analfabetos?¿Cómo van a gobernar un Estado unosanalfabetos? ¿Cómo reclutarán,formarán y mantendrán un ejército unosanalfabetos?

—Sí —repetí en voz baja.—Si la Galia es pacificada, el

comercio florecerá hasta el mar delNorte, y bajo el águila romana a todoslos galos les irá mejor que antes. Sólolos druidas continuarán siendo enemigosnuestros, porque le abrimos a la Galia

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las puertas al universo del saber.—Así es —musite, y en ese

momento ya perdí todo interés porrealizar ninguna cruda profecía.

Cuando regresé por la tarde a casacon Wanda nos percatamos,sorprendidos, de que Crixo habíamontado una nueva tienda. Nos recibiócomo un orgulloso propietario.

—Un regalo de César, amo.Asentí con agradecimiento. La nueva

tienda era el doble de espaciosa que laantigua y estaba dividida en dos salas.Nos encorvamos con curiosidad bajo eltoldo y entramos en la antesala.Disponía de una buena mesa y cuatro

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triclinios; en la mesa había una fuentecon fruta fresca y frutos secos, y unajarra de agua. Detrás se encontraba eldormitorio, con dos tumbonasacolchadas, pieles y capas de lana, unpequeño soporte con un espejo y todotipo de implementos para el cuidadocorporal. ¡También había una tina demadera! De inmediato le ordené a Crixoque nos preparara el baño y que luegonos dejara tranquilos. El esclavoencendió un pequeño fuego delante de latienda y consiguió en un periquete quetambién esclavos de otros amosvertieran una caldera de agua caliente ennuestra tina de madera. La tina pronto

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estuvo llena. Satisfechos, Wanda y yonos quitamos la ropa y nos metimosdentro; Crixo había añadido aceitesaromáticos. Probablemente se halleimplícito en la naturaleza de una tina quedos personas se entreguen en ella aldeseo. El agua se derramaba por elborde, de modo que la tierra bajo laspatas de madera reforzadas con broncecada vez estaba más blanda. Al final sehundió una pata, y la tina se volcó…

* * *

A primera hora llegó a nuestrocampamento Balbo, el agente secreto deCésar. Galopaba descontrolado y no

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detuvo al caballo con brusquedad paraapearse hasta que se encontró a pocospasos de la tienda de César. Susacompañantes eran speculatores, jinetesde élite con misiones especiales decorreo y del servicio secreto. Llevabanalgunos caballos de refresco que estabancargados con vituallas y documentos.Servir a Balbo se consideraba unprivilegio, puesto que éste disfrutaba depoderes especiales como primer agentesecreto de César. Su llegada fueanunciada de inmediato. A esa hora deldía, César solía encontrarse en lasecretaría, donde nos dictaba a AuloHircio y a mí cartas e informes sobre su

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guerra de la Galia o desarrollaba nuevasestrategias de comunicación conTrebacio Testa. El noble celta ValerioProcilo, por contra, estaba suspendidodel trabajo diario. Pertenecía a losacompañantes de viaje personales deCésar, hombres que, en virtud de susabiduría o de sus singulares dotes,amenizaban la triste cotidianidad delgeneral; concubinas intelectuales, porasí decirlo. Durante la comida de losoficiales siempre estaban echados a sualrededor. Balbo entró en la antecámarade la secretaría, desgarbado y triunfalcomo de costumbre. Había vuelto a batirsu mejor tiempo. Luego avanzó unos

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cuantos pasos lanzándoles cartas a AuloHircio, Cayo Oppio y Trebacio Testa,que las atraparon con un resplandor enla mirada. Balbo sólo servía a César,pero algunas familias pudientes deRoma se enteraban a veces de su regresoy le pedían en persona que les llevaracartas a los hijos que tenían en la Galia.Balbo caminaba con pesadez por lostoscos tablones con los que ya habíancubierto la tierra del suelo de la tienda.

—¿De modo que es cierto, César,eso que dicen en Roma de que quieresestablecerte aquí? —Balbo se dejó caeren el triclinio que había junto a la puertade acceso a la sala interior y ordenó al

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esclavo que había acudido que le sacaralas botas y las limpiara con esmero—.¡Y no olvides engrasarlas después!

El esclavo desapareció con unasonrisa en los labios. Mamurra entró enla tienda y saludó a Balbo con un abrazocordial.

—¡Balbo! Dime, ¿se habla en Romade mis puentes y mis torres de asedio?

—¡Sólo se habla de tu efebo griego!—espetó Balbo riendo.

Todos se unieron a la risa yMamurra protestó:

—La señora de la casa me haabandonado, imagínate. Se dio a la fugadurante la batalla de Bibracte. ¡Y eso

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que quería regalarle la libertad!Todos miraron a Mamurra

maravillados.—Veréis —dijo con malicia—,

nuestro prefecto del campamento haacabado por permitir que abran unburdel en mitad del recinto. ¿Y a que nosabéis quien trabaja allí? Antes servíaen Genava… En la posada del sirioÉfeso…

—¡Julia! —acertó Cayo Oppio—.Me parece que esa dama ha llegado aser casi tan conocida como nuestroprocónsul.

—¿Y a que no sabéis quién merecomendó estas guindillas eróticas? —

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preguntó Mamurra.Todos reían ya para sus adentros.—¿La señora de la casa? —apuntó

Oppio.—En efecto —dijo Mamurra con una

escandalosa carcajada—, éste fue elúltimo servicio que me hizo antes deBibracte.

—A lo mejor podríamos entrar enmateria, cuando os parezca oportuno —dijo César con impaciencia.

Fue junto a Balbo, se hizo servir unvaso de vino y dio unos sorbos. Mirabaa su agente con insistencia. Ya estabacansado de aquellos chismorreos.Quería nuevas, hechos. Balbo asintió

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con la cabeza mientras vaciabarápidamente un vaso más de vino ypedía salchichas galas ahumadas.

—César, tu despacho desempeña untrabajo miserable. Harías mejor enenviar a Julia al Senado y repartir por elforo salchichas galas ahumadas y esteextraordinario pan blanco y ligero.¡Sería más convincente! ¿De qué sirventodas las victorias del campo de batallasi pierdes la guerra de las opiniones ylas simpatías?

De pronto se nos esfumaron lasganas de reír. Aceptamos agradecidos elvino diluido que trajeron los esclavos.

—¡Habla de una vez! ¿Qué se dice

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en Roma?La voz de César sonaba mordaz e

iracunda. Balbo soltó un sonoro eructo ydespués transmitió por fin las novedadesque todos aguardaban con tanta ansia.

—Desde que tu perro guardián,Clodio, es tribuno de la plebe, lascostumbres han cambiado. Por fin handesterrado realmente a Cicerón, aunqueyo hubiese preferido que por las nochesClodio siguiera apaleando a adversariospolíticos en las callejuelas con susbandas de matones.

—¿Es que trabaja en nuestra contra?—preguntó César, sorprendido.

—No —exclamó Balbo—, en

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nuestra contra no, pero el necio arremetecontra Pompeyo. ¡Contra nuestro granAlejandro de los tiempos modernos, quese ha asentado en Roma, ocioso, sincometido ni ejército! Su únicaocupación es agasajar al príncipearmenio Tigranes, al que tiene cautivocomo rehén. ¿Y qué hace Clodio? Liberaal príncipe y lo ayuda a huir. Y eso quesabe muy bien que no le está permitidohacer nada que pueda perjudicar altriunvirato de César, Pompeyo y Craso.De modo que está metiendo cuña entrePompeyo y tú. Debes decidirte bien porClodio y contra Pompeyo, bien contraClodio y por Pompeyo. ¡Siempre te

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advertí acerca de Clodio! Es tanprevisible como un galo borracho.

César reaccionó con ira.—¿Y qué dice Craso de eso?—Nada —soltó Balbo riendo—,

cada día está más gordo y más rico. Esfeliz mientras sigas empleando a su hijocomo legado en tu ejército. De hecho,considera que la Galia es una mina deoro.

—Vaya, vaya —murmuró CayoOppio—, me parece que Craso haabandonado la lucha por el honor y lagloria.

—¿Abandonado? —se burló César—. Lo que ocurre es que el gordo sabe

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que no hay que esforzarse mucho en elcampo de batalla ni hablar a voces en elSenado para dominar a Roma. Bastasólo con dinero. Esparce su dinero comolos dioses la lluvia; se absorbe todo elque se necesita y el resto puede secarse.

—¿Será entonces Pompeyo unproblema? —le preguntó Cayo Oppio.

—¡Le he entregado a mi propia hija,Julia, como esposa! —respondió Césaren lugar de Balbo, como si así sesolucionaran todos los problemas.

—Dicen que el matrimonio va muybien, que incluso hay amor. ¡Imagina, enRoma hablando de amor! —exclamóBalbo con la boca llena.

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César asintió satisfecho y luegoprosiguió:

—Sin ejército ni cometido, Pompeyono puede cambiar de bando. Y mientrasyo prosiga aquí con la guerra, tambiéndispongo de las legiones que necesito.

—Sí —lo secundó Cayo Oppio—,necesitamos esas legiones parasobrevivir en Roma. Aunquequisiéramos, no podríamos regresar tanfácilmente a la provincia Narbonense,renunciar a la mitad de nuestras legionesy jugar a ser gobernadores. Necesitamosla guerra de la Galia para conservar laslegiones.

—Hum —refunfuñó Balbo—, la

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guerra de César tropieza en Roma condiferentes reacciones. La mayoría de lossenadores dice que no se puede lanzaruna guerra sin previo aviso y posteriordeclaración. Y una declaración deguerra sin previa decisión del Senadoles resulta del todo inaudita. ¡En Romase habla de escándalo, César! Sabes quela ley te prohibía pasar las fronteras detu provincia sin autorización del Senado.¿Para qué promulgamos esas leyes?, sepreguntan los senadores. ¡Para impedirempresas despóticas semejantes porparte de generales sedientos de gloria ybotines!

César daba pesados pasos por la

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tienda contrariado. A los escribientesnos miraba con reproche, como sifuéramos los únicos responsables detodo el embrollo.

—¡Siempre me he atenido a lasleyes! —exclamó César—. ¡Pero todasesas leyes se utilizaron durante miconsulado para obstaculizar mi políticay hacerla fracasar! ¡La destructivapolítica de deportaciones de lossenadores patricios me ha obligado aquebrantar las leyes! ¿Qué clase deleyes son esas que le permiten a Catónalargar un discurso para que no me détiempo de exponer mis solicitudesdentro del plazo? ¿Qué clase de leyes

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son esas que le permiten a un edilproclamar festivos la mitad de los díasdel año para que el Senado no se reúnay yo no pueda, una vez más, presentarmis propuestas? ¡Sí, he quebrantadoleyes! ¡Por Roma y por el puebloromano!

—César, los senadores temen que losigas haciendo. Son de la opinión de quea alguien como tú hay que detenerlo,antes de que destruyas la República y teconviertas en dictador. Incluso hayvoces que afirman que asesinarte es unsupremo deber cívico. En Roma serumorea que has arruinado tu carreracon el ataque a los helvecios.

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—Balbo —intervino Trebacio Testade improviso—, lo que dicen lossenadores es aplicable a una guerraofensiva, pero lo que desarrolla Césaren la Galia es una guerra defensiva.Defendemos las fronteras de laprovincia romana.

Balbo enarcó las cejas, burlón.—¿Tienes idea de cuántos días he

cabalgado desde que crucé la fronterade la provincia?

Trebacio Testa no se dejó confundir.—Tenemos la obligación de

abandonar la provincia si un aliado nospide ayuda.

Balbo esbozó una irónica sonrisa.

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—Espero poder llevarme a Romauna copia de tal petición de ayuda.

—Sí —dijo César con seriedad—,te la daré.

—No bastará. No necesitamos laverdad, César, necesitamos motivosconvincentes.

Esta vez fue César el que sonrió.—Los recibirás. Pero no serán

palabras lo que te daré, sino regalos:torques de oro, vasijas de broncedecoradas con esmaltes y corales, joyasy monedas de oro por barriles… Lorepartirás todo entre los senadores.Además te daré esclavos cultos y bellasesclavas que también regalarás a los

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senadores. Entonces me escribiráncartas y me pedirán que acepte a sushijos en el ejército, y yo lo haré y losenviaré de vuelta a Roma con sacosllenos de oro. ¡Ya me gustará verentonces a un solo senador que esté encontra de mi guerra!

—Catón —dijo Cayo Oppio con unasonrisa.

—¿Acaso puede llamarse hombre auno que se pasea con sandalias eninvierno, sólo se lava con agua helada,desprecia a las mujeres y los cánticos ysólo usa el miembro para mear? —bufóCésar.

Todos rieron. El escepticismo, la

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duda y la preocupación sedesvanecieron mientras bebían vino enabundancia y bromeaban. Todos sereafirmaron en su opinión de estar en elbando correcto, el del vencedor.

—Roma no tiene por qué temer ungolpe —bromeó César—. ¿Para qué ibaa marchar con seis legiones cuando dosmanos bastan para conquistar alSenado?

Todas las miradas se dirigieroncautivadas a César, que bebía de suvaso de vino con fruición.

—Con una mano les agarras el rabomientras con la otra les llenas la bolsade oro celta. Así se conquista al Senado

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romano.

* * *

Algunos días después regresó elmensajero que César acababa de enviara Ariovisto. Éste hacía saber que Césartendría que molestarse en ir a verlo enpersona si quería algo de él. Y tambiénque no se aventuraría sin su ejército enla región gala que César había ocupadopor la fuerza, así como que nocomprendía lo más mínimo qué se leshabía perdido a los romanos en la Galia.La Galia le pertenecía a él, no a César.

César montó en cólera y dictó deinmediato la respuesta a Ariovisto:

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—«Bajo el consulado de César tefue concedido el título de "Rey y amigodel pueblo romano". ¿Así agradeces eldesacostumbrado favor que te otorgaronCésar y el pueblo de Roma? Si no estásdispuesto a aceptar mi invitación aldiálogo y te niegas también a deliberarsobre asuntos comunes, entonces soy yo,César, el que pone exigencias. Enprimer lugar, no traerás a ningún grupomás del otro lado del Rin a la Galia. Ensegundo lugar, permitirás a los secuanosque devuelvan los rehenes a los eduos.En tercer lugar, no lucharás más contraeduos ni secuanos. Si cumples con estasexigencias, César y el pueblo romano

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vivirán por siempre en paz contigo. Sino cumples con las exigencias, seaplicará…»

César le pidió a Trebacio con unamirada que dictara él mismo el textojurídico relevante.

—«… se aplicará la resoluciónsenatorial del año del consulado deMarco Mesala y Marco Pisón según lacual el gobernador de la provincia gala,siempre que pueda hacerlo sin perjuiciopara el Estado, debe proteger a loseduos y demás aliados del puebloromano.»

César asintió hacia Trebacio enseñal de aprobación. Ordenó marchar al

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mensajero y dictó una carta para elSenado en la que solicitaba de maneraurgente que se les concediera a loshelvecios, de vuelta a sus tierras, eltítulo de «Amigos del pueblo romano»para hacerlos así aliados suyos.Necesitaba su caballería para lucharcontra Ariovisto.

Labieno entró en la tienda.—Los soldados se inquietan, César.

Se rumorea que atacarás a Ariovisto.—Si los helvecios han resistido la

lucha diaria con los germanos, tambiénnosotros lo conseguiremos. Y ahora mislegiones se han aguerrido. ¿Qué másquieres, Labieno?

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—¡Un motivo plausible, César!—No puedo ordenar a los helvecios

que regresen a su hogar y dejarlos luegoen la estacada. No puedo desoír el gritode auxilio de nuestros aliados eduos. Ysi no soluciono los problemas del norte,pronto los tendré en la provinciaNarbonense. ¡Entonces los tendrá Roma!

—Se lo comunicaré a los oficiales—respondió Labieno—. Pero dimecómo piensas derrotar a Ariovisto. Susjinetes son comparables a los helvecios.¿Alguna vez hemos atacado a lacaballería helvecia? ¡No! ¿Y quién tedice que los helvecios y los secuanos nonos darán también la espalda cuando

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ataquemos a Ariovisto?—Porque atacaremos a Ariovisto

con la caballería secuana y helvecia. Esen su propio interés.

—Entonces date prisa para que elSenado convierta en aliados a loshelvecios. Si no, los tendrás en contra.

* * *

La disputa entre César y Ariovistoparecía degenerar en una amistad porcorrespondencia en toda regla.Ariovisto volvió a responder,comunicándole a César que era derechodel vencedor disponer del vencido avoluntad. También los romanos

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procedían así con el vencido. Ariovistohizo hincapié en que él no daba órdenesal pueblo romano y que, por tanto, elpueblo romano tampoco tenía derecho adárselas a él. Los eduos le debían untributo puesto que habían probado suerteen la guerra y perdieron en la batallaabierta. César cometía una graninjusticia si pretendía mermar las rentasde Ariovisto. Por eso no les entregaríasus rehenes a los eduos, pero tampocoles declararía una guerra si cumplíancon sus obligaciones anuales de pago.No obstante, en caso de que se negaran apagar, de poco les serviría el título de«Amigos del pueblo romano». Y, ya que

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César le prevenía, él sólo queríarecordarle que, por su parte, hasta elmomento siempre había salidovictorioso de la lucha. Ariovisto semofaba diciendo que César podíaprobar suerte si le apetecía; entoncesvería de lo que eran capaces con suvalentía los invencibles germanos, losmás diestros con las armas, los que novivían bajo techo firme desde hacía yacatorce años.

La ira tenía a César fuera de sí. Aúnno se había encontrado con hombrealguno que le hiciera frente con tamañodescaro. Leyó dos veces el escrito queyo le había traducido al latín con Wanda

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y me pidió que copiara literalmente granparte del contenido en su escritoexculpatorio de aparición regular sobrela guerra de la Galia.

Añadió también unas cuantas quejasy peticiones nuevas de los eduos y lascompletó con protestas de los germanostréveros. No sé si algún emisariotrévero había hablado de veras anteCésar. En cualquier caso, yo no tradujeesa conversación. Sé que Procilo haconversado numerosas veces conmercaderes germanos que también hanhablado ante César. Tal vez ellos leinformaron de que en la orilla orientaldel Rin se habían reunido numerosas

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tribus germanas dispuestas a cruzar elrío en cualquier momento. Es posible.Sea como fuere, a la cabeza de éstos sehallaban dos hermanos: Nasua yCimberio. Al parecer, tenían laintención de unirse a Ariovisto despuésde cruzar el Rin. No sé si era cierto. Encualquier caso, la noticia provocó unagran inquietud en el ejército de César. Afin de cuentas, los legionarios seencontraban en unos parajes salvajes yextraños, sin cartas geográficas ni basesde apoyo. Nunca se podía saber lo queesperaba tras la siguiente montaña: unpuñado de salvajes en cuevas o unacaballería moderna con armas

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desconocidas. César, como siempre,reaccionó al momento y ordenó lapartida inmediata. A marchas forzadasnos dirigimos hacia Ariovisto. Mientrasque los legionarios marchaban por logeneral cinco horas al día, César ordenóde repente nueve horas. Incluso para mí,que sólo iba sentado a lomos de uncaballo, esa marcha forzada era bastanteagotadora. Mi esclavo, Crixo, que dealgún modo parecía invisible perosiempre estaba ahí cuando se lonecesitaba, parecía haber llegado aleerme el pensamiento, y en un carro devituallas que acompañaba a la caravanamontó un cómodo asiento que consistía

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en cuatro triclinios puestos unos junto aotros. Fue un cambio bien recibido, yaque al tumbarme se me descontracturó lamusculatura de las posaderas… Y nohace falta apuntar que en esas víasllenas de baches uno sólo puedetumbarse en un carro con el estómagova c í o . Lucía me acompañaba. Allíestaba, temblando, mientras la baba lechorreaba en grandes hilos, entoncesabrió mucho el hocico, se agazapó yvomitó un horror. A pesar de eso,prefirió seguir haciéndome compañía.Con nosotros avanzaba un sinfín deeduos, Diviciaco entre ellos. Queríademostrarles a sus hombres que las

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legiones romanas estaban a su servicio.Él, el eduo Diviciaco, liberaría del yugoa los celtas secuanos. Había regresado,con legiones romanas. En realidad,César le había ordenado acompañarlopara convencer también a los últimos desus oficiales de que sólo realizaba esaguerra a petición del eduo. César estabafirmemente decidido a ganar la guerra entoda la línea.

* * *

Sólo tres días después, los agentesde César comunicaron que Ariovistohabía partido con todas las tropas aocupar Vesontio, la capital secuana. Por

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la tarde, César dictó un informe que leentregó a Balbo junto con los demásinformes bélicos, y le pidió queregresara con ellos a Roma. Tenía quedejar bien claro por qué no podíadejarle Vesontio a Ariovisto de ningunamanera. A pesar de que se encontrabamucho más lejos de la provincia romanaque antes, en Bibracte. Vesontiodisponía de material de guerra yalimentos, y la rodeaba casi porcompleto un río, el Dubis. Allí donde nohabía río, unas escarpadas rocas seelevaban hacia lo alto, y habían sidoconvertidas en una maciza murallafortificada. Por eso César avanzaba

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hacia Vesontio en largas jornadas. Unavez más había sorprendido tanto a susoficiales como a sus adversarios.

Agotados, los hombres acamparonen el interior de los muros de Vesontio.César había reaccionado como el rayo,llevando a su ejército a la posiciónadecuada con una rapidez increíble. Loque aún no había conseguido, sinembargo, era hacerles entender a susextenuados soldados que aquella guerraera de ellos, que no era la guerraprivada de César.

Los hombres estaban del todoexhaustos y agitados. Muchos sequejaban de ampollas en los pies,

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dolorosas rozaduras en la cara internade los muslos y desolladuras sangrantesen los hombros. Eran pequeñas heridas,pero dolían sobremanera al marchar.Muchos daban rienda suelta a sus penasa la menor ocasión. A pesar de quenadie quería admitirlo, a muchos lesdisgustaba acampar dentro de unoppidum celta. ¿Dónde quedaba elreposo si había que dormir con un ojoabierto? Los galos eran por completoimprevisibles. Sin embargo, paraanticiparse a Ariovisto, César tenía queocupar el oppidum. Para loscenturiones, mantener la disciplinaresultaba cada vez más difícil. Era

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imposible mantener apartados a loslegionarios de la población y lo mismodaba si los soldados iban a comprarhuevos, a callejear por los mercados o adivertirse con jóvenes secuanas en lasposadas, que todos volvían blancoscomo una sábana. Por doquier no sehablaba más que de los germanos, queeran fuertes como osos y, segúncontaban, pernoctaban desnudos entenebrosos bosques, alimentándose decarne cruda. Aún no los había vencidonadie; decían que eran como bestiasgigantescas creadas por los dioses paracastigar a la humanidad y, aunque se losatravesara con los pila, seguían

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luchando hasta aplastarle las costillas aladversario. Sí, por mucho que lescortaran la cabeza, seguían riendo deforma tan estruendosa, ronca y hondaque uno se despertaba por la noche acausa de las pesadillas y no podíacomer nada durante días. En lascantinas, algunos viejos galos que yahabían luchado contra los germanos seveían asediados como los aurigasvictoriosos en Roma. Todos escuchabancautivados sus relatos, prestabanatención a sus palabras comomurciélagos hambrientos, contemplabancon la carne de gallina cuando sedisponían a hablar mirando al vacío

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como si estuvieran petrificados.—Sí —explicaban—, me encontré

con ellos varias veces, es cierto, perono podíamos soportar siquiera lapenetrante mirada de sus ojos… —Unmurmullo llenaba entonces la sala yalguien mandaba al dueño que trajeraotra jarra de tinto.

Wanda y yo no teníamos auténticomiedo. Las noches eran nuestras. Apenasacababa yo con el trabajo del despacho,me apresuraba a nuestra tienda, dondeella me esperaba. Casi siempre estabaya desnuda bajo las pieles. Yo mequitaba la ropa de encima y me hundíaen los brazos de mi amante. A veces nos

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amábamos con cariño y suavidad, aveces con fogosidad y desenfreno; enocasiones Wanda se sentaba encima demí y me sostenía por las muñecas, y enotras abría las piernas y me rodeaba laespalda, se sentaba en la mesa o meofrecía las nalgas. En esos momentos amí me daba lo mismo que Césarestuviera en la Galia o Ariovisto enRoma. En los brazos de Wanda todo lodemás perdía sentido. Estábamosabsolutamente locos el uno por el otro.Cuando notaba su lengua en mis labios,me olvidaba de todo cuando había entreMassilia y Roma. Por suerte nos habíanalojado en el sector de los oficiales.

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Ellos tenían a sus esclavas consigo, o sehacían traer secuanas al campamento, demodo que no había ni celos ni envidias.Crixo se hizo el desentendido. Creo que,con lo astuto que era ese muchacho, sinduda tuvo numerosas oportunidades dedivertirse con otras esclavas. Noobstante, una noche gritó mi nombre.

—¡Amo! ¡Tienes visita, esimportante!

Incordiado, me separé de Wanda yvolví a besarle el pubis.

—¿Quién es? —pregunté conimpaciencia.

—¡El caballero Publio Considio!Era el tipo nervioso que aquella vez,

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frente a Bibracte, confundiera a loshombres de Labieno sobre la colina conlos helvecios, por lo que no fue del todoinocente del asombroso desarrollo quetuvo la batalla. Al contrario que algunosde sus camaradas, sobrevivió a sucastigo: vivir tres semanas fuera delcampamento fortificado. Pero a fin decuentas ese hombre había sido jefe dejinetes, de modo que me eché el mantode lana por encima y entré en laantesala.

Crixo esperaba con recato bajo elcolgadizo y alzó la lona que cubría laentrada.

—¡Dice que es urgente, amo!

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¡Y vaya si era urgente! PublioConsidio apartó de en medio a Crixo yentró en la antesala.

—Escribiente, quiero hacer mitestamento ahora mismo. ¡Te pagaré dosdenarios de plata!

Tenía los párpados oscuros ypesados, y el sudor a causa del miedohabía creado una película sobre lasarrugas de la frente. Me dejó algosorprendido.

—¡Tres denarios! —siseó PublioConsidio.

—Después me toca a mí —cuchicheó un legionario que ya asomabadescaradamente la cabeza entre la lona

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de cuero que protegía la entrada. Vi quefrente a mi tienda había una multitud defiguras oscuras. A juzgar por losmurmullos, cada vez eran más. Hice queCrixo me trajera una antorcha ysuficientes rollos de papiro, y lesadvertí a cada uno de ellos que al díasiguiente tenían que certificar eltestamento con el jurista delcampamento, Trebacio Testa. Hastaaltas horas de la madrugada estuveponiendo por escrito la última voluntadde docenas de legionarios. Cada cualquería hacer algo bueno, tener presente auna persona a quien le había infligido unpesar o a quien había dedicado muy

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poco respeto y atención; ¡cómo no! En laposteridad debían recordarlo siemprecomo la mejor persona que jamásexistiera entre el cielo y la tierra. A lavista de la muerte, se mostrabanmeditabundos, melancólicos ysentimentales por igual. Tal vez debaexpresarme con mayor precisión en estepunto; los legionarios no padecíanninguna enfermedad incurable, no, teníanmiedo de Ariovisto. El valor los habíaabandonado, y se estaban despidiendode sus familiares.

César se enfureció al enterarse, a lamañana siguiente, de lo que habíasucedido aquella noche. Todo el que

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sabía escribir había visto interrumpidosu sueño, y en todo el campamento ya noquedaba prácticamente un solo rollo depapiro sin escribir. En algunas tiendasse habían desarrollado auténticosdramas: jóvenes legionarios atacadospor llantos convulsivos habían sidogolpeados hasta quedar inconscientespor sus colegas, mientras que otros ya sehabían precipitado a cortarse las venas.

Mientras César escuchaba losinformes del prefecto del campamento,sacudía la cabeza cada vez con mayordesaprobación. Al final exclamó:

—¡Vaya mierda de ejército quetengo!

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—Ocho legionarios han sobrevividoal suicidio…

—Véndales las heridas, haz que losazoten en público y que pasen dos díasdesnudos en la picota. ¡Y que sostenganuna liebre en brazos! Después déjalosuna semana a régimen de cebada.

La cebada era el habitual forrajeconcentrado que se empleaba paracaballos y mulas; el que recibía cebadaera públicamente humillado por habermancillado el honor de la legión con sucomportamiento. Estar desnudo en lapicota con algún tipo de objeto ridículoera algo usual en la legión. Mientras elprefecto del campamento informaba del

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resto de sucesos de la noche anterior, unjoven tribuno de guerra pidió audienciaante César. El joven era uno de esostribunos que descendían de familiaecuestre y tenían que servir uno o dosaños en el ejército, por las buenas o porlas malas, para así hacer carrera enRoma. Mientras que unos, con el tiempo,se convertían en acérrimos defensoresde la vida militar y preferían el olor aajo y coligas al delicado perfume de lossenadores, la mayoría seguía siendo unapanda de señoritingos que evitabancualquier esfuerzo y que se daban airesaristocráticos incluso cuando defecabanen medio del campo. El joven que

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acababa de entrar pertenecía a estosúltimos, y había sido íntimo amigo deaquel tribuno violado y asesinado por elesclavo Fuscino. Se llamaba Cayo Tuloy apestaba a perfume, tenía las manossuaves y delicadas por los ungüentos yla ociosidad, y la delgada banda púrpuraque adornaba su limpia túnica estabainmaculadamente lisa. Orgulloso, lepidió a César que le concediera unpermiso; su padre estaba en el lecho demuerte.

—¿Tu padre está en el lecho demuerte? —preguntó César.

—Sí —respondió el joven tribunocon expresión de político—. Debo

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regresar a Roma lo antes posible.¿Cuándo puedo partir?

—¿Y cómo sabes que tu padre estáen su lecho de muerte? —preguntóCésar.

—Mi madre me ha escrito.—Muéstrame la carta.El tribuno se sonrojó, aunque

enseguida se recompuso y alargómolesto el cuello.

—Por desgracia, César, ese escritolo he… perdido. En el fuego. ¿Nopondrás de veras en duda la palabra deCayo Tulo?

—En el fuego… —repitió César—.Eso no importa, tribuno, lo cierto es que

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yo también he recibido carta de tumadre.

El joven tribuno no pareciósorprenderse en modo alguno. Con unademán de la mano se limpió una motaimaginaria de la túnica, como queriendoexpresar así que era intocable.

—Tu madre me ha comunicado en sucarta que, por desgracia, tu padre ya hafallecido. Debes quedarte aquí paradefender el honor de la familia… ¡ycomportarte como un hombre! —Césargritó estas últimas palabras.

—¿Puedo ver la carta de mi…? Esdecir, la carta que mi madre te ha escritoa ti, César.

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—¡Esa carta también se ha perdido,tribuno! En el fuego. No lo creerás, perose ha perdido en el fuego. ¡Y no querrásponer en duda la palabra de un Julio!

El tribuno se quedó allí plantadocomo un zascandil.

—Puedes marcharte, Cayo Tulo,pero nadie de tu familia le pedirá jamásun favor a un Julio. Y toda Roma losabrá. ¡Vete!

El joven tribuno estaba a todas lucesturbado; ya no sabía bien cómo debíacomportarse. Al final abandonó latienda. En ese preciso momento unoslegados entraron en la antesala,encabezados por Lucio Esperato Úrsulo,

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quien de inmediato tomó la palabra.—César, en el campamento cunde el

pánico. No sólo se lamentan losreclutas, sino también los legionariosexperimentados. Y desde estamadrugada también los centurionestiemblan de miedo.

—Tiene razón —lo secundó ellegado Labieno—, la mayoría de lostribunos pide permisos. De repente,todas las madres y los padres de Romaestán enfermos de gravedad, unaauténtica epidemia. Incluso los oficialesde la caballería tienen el miedoclaramente grabado en el rostro.

—¿Y cómo valoráis la situación? —

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preguntó César al tiempo que los mirabauno tras otro.

Al final, el tribuno senatorialLaticlavio dio un paso al frente.

—Me pregunto si tenemos…bastantes alimentos. Nos encontramosaquí, en medio del campo. Nadie conocela zona ni dónde están los oppida máspróximos, dónde podemos procurarnosprovisiones… No se puede confiar enlos galos, César, muchos hombres sepreocupan por la intendencia.

Labieno rió con amargas carcajadas.—¡César, lo que sucede es que

muchos hombres te niegan laobediencia! Si das orden de partir,

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muchos legionarios se rebelarán. Será elfin definitivo de esta aventura gala.

—Haz que ajusticien a loscabecillas, César —sugirió el jovenjurista Trebacio Testa.

—No —dijo Labieno riendo conburla—, habrá una rebelión. Loshombres saben que en Roma no loscastigarán por ello.

—Sí —murmuró César—, yoconfiaba en poder rehuir la políticaromana durante cinco años, pero veoque he arrastrado conmigo a todas lassabandijas y los intrigantes hasta laGalia. Están entre nosotros y, de igualforma que en su día obstaculizaron el

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ejercicio de mi consulado con supolítica de demoras, ahora meobstaculizan con la reticencia de loshombres a seguir la marcha.

Todos callaron, incómodos. Sinembargo, de pronto el joven Craso tomóla palabra por sorpresa. Era el hijo delgordo millonario que nunca habíarecibido honores militares, a pesar dehaber sido él (y no Pompeyo) quienvenciera en su día a Espartaco. En elejemplo de su hijo se veía a las clarasque para un ciudadano romano contabanmás el honor y el reconocimiento quemiles de millones de sestercios. Y esque el hijo de Craso era, al contrario

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que su padre, un legado y un estrategabrillante que luchaba con una valentíainaudita, con un arrojo tan puro queincluso recordaba al celta.

—César —dijo el joven Craso—,los oficiales recibieron correo de Romahace pocos días. Sus padres y amigosles han escrito que sólo tu ambición loslleva a esta guerra. Dicen que estaguerra no ha sido declarada de formalegal ni oficial. Dicen que toda Roma seha vuelto en tu contra. Ése es elverdadero motivo de la rebelión. Poreso no se han tranquilizado los jóvenesreclutas que han vuelto asustados de lascantinas galas, sino que han avivado ese

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miedo para convertirlo en auténticopánico. Roma te ha abandonado, dicen.Estás aquí a título de particular y ya nohay ningún motivo para seguirte. Ésosson los verdaderos motivos, César.

El joven Craso había demostrado sutemperamento una vez más con estehonorable discurso. César apreciaba eltemperamento en un hombre, a pesar deque debía de desagradarle que todossupiesen ya lo que hasta entonces sólounos cuantos habían murmurado entredientes. César parecía estarconsiderando si el joven Craso habíaactuado por orden de su padre o no.¿Estaba aquel joven a su favor o en su

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contra? Reaccionó como siempre,jugándoselo todo a una carta.

—Convocad a todos los legados,tribunos, prefectos y centuriones frente ami tienda. ¡Dentro de media hora medirigiré a vosotros!

* * *

—Soldados —exclamó César desdeel elevado pedestal de madera quehabían erigido ante la entrada de sutienda—, ¿quién os da derecho a indagaren nuestras intenciones o a reflexionarsobre el objeto de nuestra campaña?¿Acaso os ha nombrado generales elSenado? Estoy aquí para hacerle una

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propuesta a Ariovisto. Y Ariovisto, deeso estoy seguro, aceptará esapropuesta, ya que aprecia el título que leotorgó el Senado. Es rey y amigo delpueblo romano. No obstante, en caso deque Ariovisto nos declarase la guerrapor ira o por ofuscación, ¿quédeberíamos temer? ¿No confiáis envuestro general? ¿Acaso no se midieronya nuestros ancestros con ese enemigocuando derrotaron a cimbros y teutones?¿No se midió hace poco el gran Crasocon ese enemigo cuando sofocó larebelión de Espartaco? ¿No erangermanos y galos todos los esclavos alos que crucificó Craso? ¿Y no han

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vencido siempre los helvecios a eseenemigo en frecuentes luchas? ¡Losmismos helvecios que no han estado a laaltura de nuestro ejército! Quizás elmiedo de los galos os impresione, perolos galos están desmoralizados tras lalarga guerra y no tienen generales deprestigio. —De forma irónica, Césarhizo hincapié en que Ariovisto era uncobarde que vencía más por artimañasque por valentía. También criticó aaquellos que escondían su miedo trasuna aparente preocupación por laintendencia. A pesar de que les dioclaramente a entender a los hombres queno les correspondía reflexionar acerca

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de nada, explicó de buen grado susplanes de abastecimiento y enumeró lastribus que le proporcionarían cereales.Por último, alzó aún más la voz y criticólo que más lo había indignado—:¡Legionarios! ¡Ésta no es mi guerra!¿Acaso deberíamos retirarnos y esperara que cientos de miles de germanoslleguen a la frontera de la provinciaromana? No tenemos que combatir lasllamas, sino el foco del incendio. Y poreso libramos aquí arriba, en el norte,una guerra defensiva. Por Roma y por elpueblo romano. ¡Legionarios! Esashabladurías de que al parecer queréisnegarme la obediencia me dejan del

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todo indiferente. Sé perfectamente quetodo general al que su ejército le niegala obediencia ha hecho algo mal, no hatenido suerte o se ha dejado llevar porla codicia. ¡Pero mi desinterés haquedado probado a lo largo de toda mivida! ¡Mi suerte ha sido demostrada enla guerra con los helvecios!

Advertí un leve tono de burla en suvoz. Con soberbia apretó los delgadoslabios y miró lleno de menosprecio porencima de las cabezas de suslegionarios. Parecía estar más allá de loterrenal. Aquel hombre era diferente.

—En realidad pretendía quedarmeaquí unos días más —prosiguió—, pero

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en tal caso levantaremos el campamentola noche próxima, después de la cuartaguardia nocturna, para comprobar cuantoantes si en vosotros prevalecen lavergüenza, el sentido del deber o elmiedo. Y, si a la hora de la verdad nadieme sigue, entonces partiré solo con lalegión décima, puesto que de la décimano he dudado nunca y por eso en elfuturo me proporcionará a los hombresde mi guardia personal.

César bajó los cuatro escalones desu podio. Un pretoriano apartó la lonade la tienda y el procónsul desaparecióen su interior. Me hizo llamar y me pidióque le hiciera compañía. Estaba

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enojado. La diosa Fortuna parecíahaberlo abandonado; estaba descontentocon los dioses. ¿Había sobrestimado lamovilidad de sus oficiales? ¿Era éldemasiado rápido, demasiadoautoritario para ellos? Siempre habíadetestado que cualquier persona ocircunstancia lo demoraran. Labraba supoderoso surco en el campo de lahistoria a una velocidad asombrosa, y loseguiría labrando mientras pudiera.

—¿A qué se debe, druida? Si losabes, dímelo.

—Remas demasiado rápido, César,y te sorprendes de que los demás nosigan tu ritmo. ¿Para qué van a

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esforzarse si en tierra sólo uno serávencedor?

—Sí —murmuró César—, un Brutomató al último tirano hace cuatrocientoscincuenta años. ¿Pero qué nos han traídoel consulado y la República? ¡Unatiranía renovada! La tiranía de lalegislación republicana. No en vano«Bruto» significa «necio».

César guardó silencio. Le hubiesegustado provocar de inmediato la batallacontra Ariovisto. Crear situacionesextremas para él y para los demás, éseera uno de sus puntos fuertes.

—¿Tú qué opinas, druida? ¿Quéharán?

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—Te seguirán, César, arrastrándosecomo caracoles y dejando a su paso elrastro de baba de la hipocresía.Afirmarán que nunca tuvieron miedo yque jamás cuestionaron tus facultades.Te dirán que arden en deseos de ir a lalucha por Roma y por el pueblo romano.

—¿Lo dices por darme gusto?—Eso sería estúpido, César, puesto

que en breves instantes lo sabrás.De hecho, un pretoriano anunció

poco después al primipilus LucioEsperato Úrsulo, que hizo unareverencia ante César y le dio lasgracias en nombre de la legión décimapor el juicio favorable que emitiera

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públicamente sobre ellos. Era típico deun centurión romano hablar de «juiciofavorable» en vez de halagos. Haberhablado de halagos, exultante, se habríaconsiderado una petulancia deshonrosa.El centurión era el corazón de cadalegión. Al fin y al cabo se trataba dehombres que se habían afanado paraascender desde muy abajo con valentía,coraje y resistencia, y a causa de su bajaprocedencia no tenían ningún tipo deperspectiva de hacer carrera civil. Lalegión era su vida, su única oportunidad.Estaban orgullosos de esa viril forma devida. Lo que contaba era elreconocimiento de los legionarios, la

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ambición de los oficiales de más altorango por satisfacer a sus generales.

—César, apenas vemos el momentode empezar a luchar por ti. Por ti, ladécima caminaría sobre fuego.

César se acercó al primipilus y lotomó del brazo.

—Te lo agradezco, Lucio EsperatoÚrsulo. Desde ahora gozas del favor deCésar. Si alguna vez tú, o alguno de lostuyos, tenéis un deseo que un Julio puedacumplir, dirígete a mí.

Para el viejo centurión aquello erademasiado. Estaba a todas lucesemocionado, carraspeaba y tragabasaliva, nervioso. Después se inclinó

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brevemente y le pidió a César que no leotorgara ningún favor, puesto queactuaba llevado por los sentimientos deldeber y el honor. Ésa era la tarea de unprimipilus y por ello no había querecompensarlo. Una recompensasignificaría que César no habría creídonatural su comportamiento y eso loofendería, mermando además sureputación entre los legionarios.

—Que tu deseo te sea concedido —dijo César con un tono en aparienciaconmovido.

El primipilus elevó hacia lo alto elbrazo estirado y exclamó desahogandosu alma:

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—¡Ave, César! Ave, imperator!Con el «Ave, imperator», claro está,

había dejado caer otra, ya que cuandolos soldados saludaban a sus generalescon esa fórmula significaba que pedíanpara ellos una marcha triunfal en Roma.

Poco después llegaron los tribunos ylos legados, y todos juraron eternalealtad a César. César no había tenidomiedo de enfrentarse a Ariovisto conuna sola legión, no, sino que las otrascinco habían tenido miedo de que Césarlas hubiera dispersado. Cuando elúltimo oficial se hubo marchado, Césaresbozó una amplia sonrisa y me mirócon reconocimiento.

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—Ven, druida, la guerra de la Galiacontinúa. Te dictaré otro breve párrafo,pues mañana partimos.

César mencionó todos losacontecimientos en su dictado y enumerótambién las causas. Sin embargo, evitóindicar que el desencadenante no habíasido sólo el miedo a los germanos, sinola opinión de los oficiales de que en lainvasión de César en la Galia no veíanuna guerra lícita, una guerra romana, unaguerra oficial. Tampoco mencionó quenumerosos oficiales le habíanreprochado que desencadenara esaguerra innecesaria debido a unaambición desmesurada, un ansia

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enfermiza de gloria y una codicia sinlímites. No obstante, César no habríasido César si se hubiera ocupado uninstante más de lo necesario con laresistencia aplastada. Mandó aDiviciaco, uno de los pocos galos en losque confiaba, a explorar un caminoseguro y después partió durante la cuartaguardia nocturna. Antes redacté uninforme comercial para Creto y se lomandé con un explorador romano quesalía para Genava.

* * *

Tras siete días de marcha, Césarrecibió de sus exploradores la noticia de

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que Ariovisto se encontraba con sustropas a tan sólo veinticuatro millas dedistancia.

A duras penas habíamos montado elcampamento itinerante cuando llegarongalopando hasta nosotros negociadoresgermanos. Ariovisto había escogidoauténticos gigantes. Calzaban botasromanas de oficial y se ataban lososcuros pantalones de lana a los tobilloscon tiras de cuero; sobre la azuladatúnica de montar llevaban otra túnicaoscura, muy corta y de manga larga, y laespalda iba cubierta con un manto delana largo y tupido que se sujetaba alcuello con gruesos broches de oro. No

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obstante, la característica que másllamaba la atención era la larga melenade color rubio rojizo que llevabananudada a un lado y que se sostenían conuna banda en la frente. No lucían bigotestan abundantes y crecidos como losceltas. También las perillas estabanrecortadas por los lados y les alargabanla cara, haciéndoles parecer aún másdelgados. En sus rasgos faciales seapreciaba un sosiego y una calma queirradiaban cierta serenidad. Había sieteemisarios, que fueron recibidoscortésmente y conducidos ante César.Les hicieron esperar frente a la tiendadel general. Los pretorianos querían

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llevarse los caballos, pero los gigantesse negaron a apearse. Al insistir uno delos pretorianos con demasiada energía,uno de los germanos le propinó unapatada en la cara. En ese momento Césarsalió de la tienda. Nos había elegido amí, a Wanda y a Procilo comointérpretes y explicó que con todaprobabilidad mantendría numerosasentrevistas con Ariovisto, no sólo en elcampamento romano, sino también en elsuyo. Por lo visto, César no queríaponer en peligro a sus legados y menosaún a los jóvenes tribunos, pues eso lehabría comportado la ira de sus padresen Roma. Además, ya había perdido a

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uno.—¿Eres César?—Sí —respondió Wanda—, es

César.Habló sin que se lo hubiesen pedido.

Los emisarios germanos la miraronsorprendidos; no se habían esperado queuna mujer de vestimenta galorromanahablara germano sin acento.

—Escucha lo que Ariovisto tieneque decirte. Puesto que has accedido asu deseo y te has acercado más,Ariovisto puede aceptar un encuentro sinponerse en peligro. El encuentro secelebrará dentro de cinco días.

César les hizo una señal a los

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emisarios y dijo en latín que estaba deacuerdo. No se dignó mirar a Wanda.Como Procilo advirtió que a César lemolestaba que lo tradujera una mujer,me hizo una seña para que yoprosiguiera con la traducción.

Los enviados pusieron la condiciónde que César no llevara infantería alencuentro. Ambas partes debíanpresentarse con un séquito a caballo. Encaso de que César no estuviera deacuerdo, no debía acudir en modoalguno.

César dijo que aceptaba lacondición.

Poco después, convocó a sus

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oficiales. Sólo se hallaban presentes loslegados y los tribunos superiores. Césarestaba inquieto. ¿Se trataba de unatrampa la condición de Ariovisto depresentarse sin infantería? TambiénAriovisto sabía que César casi nodisponía de caballería romana. ¿Queríaobligarlo el germano a encomendarse alos jinetes eduos? César deseabaescuchar la opinión de los altosoficiales. En realidad, seguramente sóloquería descubrir quién quería exponerloa un peligro y quién no, quién estaba asu favor y quién en su contra. Algunostribunos elogiaron con hipocresía laeficacia de los eduos; no obstante, al

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final tomó la palabra el legado Bruto yrecomendó a César que les arrebataratodos los caballos a los eduos yequipara con ellos a la legión décima.

—Ya que has designado a la décimacomo tu guardia personal, tambiénpuedes convertirla ahora en tu caballería—bromeó Labieno—. La propuesta dellegado Bruto me parece sensata.

Un tribuno señaló que con ese gestopodían ofender a los eduos, pero no seatrevió a insistir, ya que sentía quecualquier obstinación se interpretaríacomo signo de enemistad hacia César.

* * *

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Cinco días más tarde, César salió acaballo del campamento poco despuésdel mediodía. Lo escoltaban algunoslegados, oficiales e intérpretesescogidos. La legión décima se habíaconvertido en una legión montada.Cabalgamos una hora larga por unaextensa llanura hasta que por finllegamos a una alta colina quesobresalía del plano terreno como unabombado caparazón de tierra. La colinaestaba más o menos a la misma distanciade los dos campamentos. César ordenó alos soldados detenerse a unosdoscientos pies del montículo. Desdeesa posición no sólo era posible abarcar

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con la mirada la cresta de la colina, sinotambién lo que se desarrollaba en lallanura del otro lado. Hasta allí habíallegado ya Ariovisto con su caballería.También él les dio a sus hombres laorden de detenerse a una distancia dedoscientos pes. Como si se hubieranpuesto de acuerdo, tanto César comoAriovisto tomaron diez jinetes cada unoy cabalgaron hasta la cresta de la colina.Por expreso deseo de Ariovisto, lareunión se celebraría a caballo. Ambaspartes llegaron casi al mismo tiempo ala cresta. Mientras los generalesdetenían a sus caballos, los intérpretes ylos oficiales se agruparon a izquierda y

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derecha de ellos. Reconocí a losemisarios que unos días antes habíanvisitado nuestro campamento, y nossaludamos con respetuosos ademanes decabeza. Ariovisto, por el contrario, lesonrió a César de forma tan irrespetuosay descarada como jamás lo hicieraningún romano hasta entonces. Elgermano era un fenómeno imponente, deespaldas cuadradas y delgado, y cuandoreía mostraba una dentadura fuerte ysana. Debía disfrutar de una saludextraordinaria, ya que a su edad lamayoría de la gente que no ha asentadosu hogar ya ha perdido gran parte de losdientes. Sí, Ariovisto rebosaba salud y

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seguridad en sí mismo por todos losporos. Llevaba un casco ceremonialcelta cubierto de oro con cuernosplateados, como si con ello quisieradejar claro que era el señor de la Galia.Durante toda la conversación, su manoderecha descansó sobre la empuñadurade su espada.

César fue el primero en tomar lapalabra. Yo tuve el honor de traducirlo,y a veces Wanda me corregía en vozbaja.

—Ariovisto, recibiste de manos delSenado el título de «Rey y amigo delpueblo romano». Has recibido denosotros más regalos que ningún otro

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amigo.Ariovisto sonrió. Saltaba a la vista

que estaba decepcionado por la endebletalla de César. Vi la burla en su mirada;y toda esa sensiblería de la amistad y eltítulo la tomaba por hipócrita yembustera, ya que sabía muy bien queRoma no era amiga de nadie.

—Ariovisto, acostumbramos otorgartítulos y riquezas sólo a quienes se hanganado de forma especial elagradecimiento del pueblo romano. Sinembargo, tú, Ariovisto, todavía no hasjustificado ese favor de ningún modo.Ese favor me lo debes sobre todo a mí,César.

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César aludía a la antigua amistadcon los eduos para legitimar supresencia fuera de la provincia romana.Citó diferentes resoluciones del Senadoque legitimaban en determinados casosla actividad fuera de la provincia. Demodo que, sin dejar de dirigirse aAriovisto, al mismo tiempo intentabaconvencer a sus acompañantes romanos.

—No es infrecuente —prosiguióCésar— que nuestros aliados y amigosno sólo no pierdan sus posesiones, sinoque además ganen influencia, respeto yhonor.

Por último, César entró en materia yle exigió a Ariovisto, que seguía frente a

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él tranquilo y sonriente, la suspensióninmediata de las acciones bélicas contraeduos y secuanos. Exigió la entrega detodos los rehenes y la garantía de queningún germano más cruzaría el Rin.

César había concluido su discurso.Era el turno de Ariovisto. Para sorpresade todos, el germano habló en perfectolatín. Nos quedamos mudos, anonadadospor completo. Ariovisto disfrutó de lasorpresa que se dibujó en los rostros dela delegación romana. Lo habíansubestimado. ¿No lo habrían hechotambién en otros aspectos? ¿Habíamoscaído ya en la trampa? Los romanosestaban perplejos. Se habían encontrado

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en unos parajes misteriosos con unbárbaro primitivo, ¡y el bárbaro hablabalatín! Es más, dominaba la retórica entodas sus facetas.

—César, yo no he cruzado el Rinpor voluntad propia. Me lo han rogado.No les he arrebatado sus tierras a lossecuanos; me han regalado las tierras enmuestra de su agradecimiento. No heexigido rehenes de ninguna tribu gala;me los presentaron de forma voluntaria,como es costumbre en la Galia entretribus amigas. No soy yo el que habuscado la guerra en la Galia, sino lastribus galas que me han atacado. Aquelque prueba suerte en batalla y pierde

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debe pagar tributos al vencedor, segúnestipula el derecho de guerra vigente.Queda a voluntad del vencido volver aprobar suerte en batalla otra vez. Sinembargo, prefieren pagar el tributo.¿Qué hay de malo en ello? Es cierto queme he esforzado por ganarme la amistaddel pueblo romano. Pero esa amistaddebería beneficiarme y no perjudicarme.¿No has dicho tú mismo que es el deseode Roma aumentar el prestigio de susamigos? Si ahora el pueblo romano mequiere disputar tributo y súbditos, congusto renunciaré a su amistad. Con todo,seguiré trayendo a más germanos delotro lado del Rin, para mi protección.

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Tengo derecho sobre la Galia. Yoestaba en la Galia antes que el puebloromano, cuando ningún procónsulromano había osado aún salir de suprovincia. ¿Qué busca tu ejército en laGalia? ¿Qué haces aquí, César? ¿Porqué te internas en mi región? La Galia esprovincia mía, igual que la Narbonensees tu provincia. No tienes ningúnderecho a estar aquí, César. No tienesderecho a darme órdenes. Sé quellamáis bárbaros a las personas de másallá de vuestras fronteras. Pero nossubestimáis. No sólo domino vuestralengua y la de los galos, también estoydel todo familiarizado con las conductas

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romanas. Y sé que todas las amistadesque has citado no son más sólidas queuna gota de agua al sol. ¿Acaso osayudaron los eduos cuando atacasteis alos alóbroges? ¿Ayudasteis vosotros alos eduos, por otra parte, cuando fueronarrasados por los secuanos? Por esodebo suponer que sólo utilizas esasamistades para traer tu ejército hasta laGalia. Tu ejército no sirve a la libertad,sino al sometimiento de la Galia. Si note retiras con ese ejército, ya no teconsideraré amigo, sino enemigo. —Ariovisto dibujó una amplia sonrisa yvolvió a mostrar su poderosa dentadura.La astucia refulgía en su mirada al

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proseguir—: Te consideraré enemigo ati, pero no al pueblo romano ni alSenado de Roma. ¡Tengo muchos amigosentre los nobles y los grandes del puebloromano! Les haría un gran favor a todosellos si aquí encontraras la muerte.Numerosos son los mensajeros de Romay Massilia que llegan a mí a diario paratraerme regalos y cartas. Si te mato,César, me aseguraré el favor de todosesos hombres influyentes de Roma yMassilia.

César bullía de rabia. Lo queAriovisto estaba declarando era aguapara el molino de aquellos oficiales queafirmaban que él libraba una guerra

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privada. César había subestimado aAriovisto por completo. Ese bárbaro, alparecer, mantenía unas extraordinariasrelaciones con Roma y Massilia.

A pesar de que las afirmacionesfalsas no se vuelven más ciertas por elhecho de repetirlas una y otra vez, Césarvolvió a insistir en que debía apoyar asus queridos aliados de la Galia. Demodo sorprendente se sacó de la mangaa un tal Quinto Fabio Máximo que, hacíaya sesenta y tres años, había luchadocontra los arvernos y los había vencido.Roma, sin embargo, había cuidado biena los arvernos, les había concedido lalibertad y no les había exigido tributo.

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Por eso, pues, los romanos teníanderechos y reivindicaciones mucho másantiguas.

Los caballos se ponían cada vez másnerviosos. Todos sentían de manerainstintiva que la conversación se estabacomplicando. Abajo, en la llanura, algono marchaba bien. Germanos y romanosno dejaban de insultarse; algunoscabalgaban hasta encontrarse a pocospasos de los otros y les tiraban piedras.Casi a la vez, detrás de Ariovisto y deCésar aparecieron jinetes y comunicaronlos sucesos. Colérico y crispado, Césarinterrumpió la reunión, dio media vueltaa su caballo sin despedirse de Ariovisto

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y se precipitó colina abajo acompañadode sus oficiales e intérpretes. Allí leaguardaba la legión décima a caballo,que lo acompañó a galope tendido hastael campamento, donde los eduosrecuperaron sus caballos.

Por la tarde César convocó a loslegados y oficiales y les informó endetalle sobre su conversación conAriovisto. A causa de los numerosostestigos, apenas era posible tergiversarnada importante. No obstante, daba laimpresión de que no estaba realmenteenfadado por el desarrollo de loshechos. Deseaba con ansia la guerracontra Ariovisto. Cada día podía volver

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a encenderse la oposición entre losoficiales. Sólo una guerra pondría fin alas habladurías y aportaría hechosconsumados. Por lo demás, hastaentonces los acontecimientos se habíandesarrollado con demasiada lentitudpara el gusto del procónsul, pues en supensamiento él ya había llegado al nortey mandaba reunir con diligenciaunidades militares entre las tribusbelgas.

* * *

Dos días después volvieron apresentarse en el campamento emisariosgermanos: Ariovisto deseaba otro

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encuentro y le pedía a César quepropusiera una fecha o que enviara apersonas de confianza. César aceptó,para guardar las apariencias. Mientrasque él ya estaba preparando la batalla,Ariovisto debía seguir pensando quehabría más negociaciones. El hecho deque César nos mandara como emisariosprecisamente al noble Valerio Procilo ya mí lo consideramos una distinción, almenos al principio.

Los jinetes germanos nos condujeronal campamento de Ariovisto. Ambosestuvimos orgullosos de ser presentadoscomo internuncios de Roma al cabecillagermano de los suevos.

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El campamento de Ariovisto no teníaninguna clase de fortificación. Alcontrario que en los campamentositinerantes o fijos romanos, no sediscernía ningún tipo de orden. Toda lallanura parecía haber sido transformadaen pocas horas en una gigantesca ciudadde tiendas. En algunos lugares habíacarros dispuestos en círculos; por lovisto, los germanos también acampabanordenados según clanes y familias.Nuestra aparición apenas causó revueloen el campamento. De vez en cuando nosrozaba las orejas algún hueso roído, yaque por doquier había gente sentadaalrededor de hogueras, asando y

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comiendo carne. Una vez más nosimpactó la estatura en verdadextraordinaria de los germanos, sucomplexión ancha y huesuda, esa pielclara que se frotaban con sebo y cenizaspara aclararla más aún, y las melenas deaquel rubio rojizo que apenas seconocían en el sur. A su manera, estosgermanos eran mucho más exóticos quelos nubios o los egipcios de piel oscura.Pero, sobre todo, eran aterradores.

La tienda de Ariovisto estaba abiertade par en par. En el interior se apilabanpieles, paños y mantas de lana como enun comercio de Massilia. Numerosasjóvenes, tal vez rehenes eduas, estaban

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sentadas entre alegres guerreros ante unaopulenta comida. De pronto un guerrerose levantó de entre cajas y toneles y seacercó a nosotros. Hasta entonces no nosdimos cuenta de que era Ariovisto, puessu vestimenta era más modesta que la dealgunos de sus huéspedes.

—¡César nos envía celtas! —vociferó—. ¡Teme por sus oficialesromanos!

—Ariovisto, yo soy Procilo,príncipe de los helvios y…

—¡Encadenad a estos espías!No tuvimos tiempo de ofrecer

resistencia. Mientras Ariovisto nos dabala espalda y regresaba con sus

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huéspedes, tiraron de nosotros de malamanera de la montura y nosencadenaron. Unos cuantos guerrerosnos arrastraron a una plaza en la quecuatro carros habían sido dispuestosformando un rectángulo, en cuyo interiorhabía un árbol al que estabanencadenados más prisioneros. Algunosestaban heridos y moribundos. Tambiénen los cuatro carros que servían debarrera yacían heridos que gemían envoz baja e imploraban a sus dioses.Procilo también estaba estupefacto. Noshabíamos sentido orgullosos de ir ahablar ante Ariovisto como internunciosde Roma, y ahora él nos convertía en sus

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prisioneros. Celebré que Wanda no mehubiera acompañado.

—Druida —susurró Procilo—, túconoces los usos y costumbres de losgermanos mejor que yo. ¿Qué piensanhacer con nosotros?

—Eso aún no lo saben ni ellosmismos, Procilo, pero acabo decomprender algo muy diferente…

Procilo me miraba con impaciencia.—Poco a poco voy entendiendo por

qué César no ha enviado a un legado ni aun tribuno, sino a nosotros dos. Nos hasacrificado. Sabía que sus negociadoresno regresarían.

Procilo parecía sentirse ofendido; su

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próxima muerte no le preocupaba tantocomo el que César hubiese herido suhonor. Busqué a Lucía con la mirada,como si eso fuera de algún modoimportante.

Entre cada uno de los carros habíacentinelas germanos. Sobre elcampamento flotaba el aroma de carnede cerdo emparrillada con hierbas. Mesenté, mientras que Procilo se quedó depie, orgulloso. El germano que teníamosmás cerca roía un hueso y a veces nosmiraba, sin ningún interés. De pronto semovió algo detrás de él, en uno de loscarros, y reconocí la melena blanqueaday encrespada con agua de cal de un

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celta. En efecto, poco a poco se alzó unjoven celta que, al parecer, habíapermanecido tumbado boca abajo en lacarreta. Arrodillado detrás del germano,que se hurgaba con la uña entre losdientes, el joven celta lanzó raudo lascadenas que le ataban las manos porencima de la cabeza de su vigilante y leoprimió la garganta. Sin producir unsolo sonido, el germano se desplomó,dejando caer el pemil al suelo. El jovencelta llevaba una torques de oro; debíade ser un noble eduo al que habíantomado como rehén. Saltó ágilmente dela carreta, con las manos aúnencadenadas, y cuando iba a rodear el

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carro a hurtadillas una lanza le atravesóel pecho. Detrás del carro apareció ungigante rubio. Mientras el joven celtaluchaba todavía contra la muerte, con elrostro desfigurado por el dolor, elgermano le dio un puñetazo en la cabeza.El celta cayó al suelo y quedó tumbadoboca arriba; entonces el germano learrancó la lanza de las costillas, limpióla punta manchada de sangre en lospantalones a cuadros de su víctima ydesapareció como si nada hubierapasado. Ningún prisionero se habíamovido. No se escuchó ni una palabra.Entre los carros divisé a Lucía, quemordisqueaba con ansia el pernil que se

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le había caído de las manos al centinelamuerto.

Pocas horas después nos cargaron enlos carros y nos apretujaron junto a otrosrehenes. Ariovisto marchaba contraCésar. Por el camino murieron algunosde los últimos rehenes; nuestrosguardianes se limitaban a quitarles losgrilletes de los pies o de las manos y atirarlos de las carretas. Lucía seguía anuestro carro y se mostraba algonerviosa, como si tuviera miedo deperderme entre todas esas piernas,rastros y olores. A pesar de que meencontraba en una posición bastantedesesperada, no dejaba de preocuparme

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cada vez que Lucía desaparecía de mivista, y me alegraba como un niñocuando la veía de nuevo al cabo de unashoras.

A la vista de la muerte, Procilo sehabía distanciado de mí. No sé por qué.Cada vez buscaba menos conversación.El apuro común no parecía habernosunido. Al parecer había tomadoconciencia de que su gran amigo Césarlo había sacrificado. En definitiva noera más que un celta, un galo, aunquehubiese recibido educación y enseñanzaen Roma.

* * *

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Por la tarde apareció entre losrehenes una anciana desdentada,encorvada y nudosa como una vieja raíz,que apestaba a manteca de cerdo. Noobstante, los nobles que iban con ella latrataban con extraordinario respeto. Sepuso delante de un joven celta queestaba encadenado a nuestro lado y leesparció de repente por el pecho unascenizas que llevaba guardadas en elpuño cerrado, para luego arrodillarse ymezclar las cenizas con tierra. Trasemitir unos cuantos sonidos guturales, semarchó otra vez. Justo a continuaciónaparecieron portadores de antorchas quedesataron al joven celta y se lo llevaron

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a rastras. Escuchamos sus chillidosmientras lo sacrificaban al dios delfuego.

Al día siguiente, Ariovisto dejóatrás el campamento de César con sustropas y acampó al otro lado. Así lecortaba al procónsul las rutas deavituallamiento. La línea de conexiónBibracte-Genava-Massilia quedabainterrumpida. Ariovisto había aprendidomuchas cosas de los romanos: porejemplo, que el hambre vence al hierro.De ese modo no pasaría mucho tiempoantes de que César tuviera que marcharal encuentro del campamento deavituallamiento más próximo.

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Ariovisto jugaba con el tiempo.Evitaba todo combate.

Durante ocho días, ambos intentaronmejorar su posición de salida para lainminente batalla, y por eso no cesabande cambiar de emplazamiento. Esecontinuo avance y retroceso siempre ibaacompañado de refriegas de lacaballería. De hecho, también loshelvecios que regresaban a su hogar lehabían cedido a César un contingentemontado, aunque los jinetes germanoseran muy superiores. Ariovisto retenía asus tropas de infantería en elcampamento. Todavía no quería ningunabatalla a campo abierto; le bastaban

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esas escaramuzas diarias de las quesiempre salía vencedor, pues reforzabanla moral de sus tropas y aplastaban la delos romanos. César se vio obligado aactuar. No podía esperar hasta que sushombres escaparan a causa de la derrotadiaria en las refriegas de jinetes y laagravada situación del abastecimiento.Necesitaba una decisión rápida.Además, ya estábamos a finales deseptiembre. Las lluvias y las tormentasno tardarían en convertir campamentos,campos de combate y caminos enbarrizales. César escogió un lugarapropiado para acampar; allí debíaconstruirse un segundo pequeño

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campamento que sólo facilitaría lo másnecesario para la batalla inminente. Acontinuación dispuso el ejército en trescolumnas; mientras la última fortificabael campamento, las dos primerasmarcharon contra Ariovisto. Éste envióa su encuentro a dieciséis mil hombres ytoda la caballería, pero César resistió elataque, prosiguió con la fortificación delpequeño campamento y lo proveyó contodo lo que necesitaba para la próximabatalla. Dejó a dos legiones en esecampamento junto con el grueso de lastropas auxiliares eduas. Las cuatrolegiones restantes las condujo de vueltaal campamento principal. Seguramente

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allí Wanda aguardaba mi regreso;también su vida dependía entonces delas artes bélicas de César y de la suerte.

Esa noche, mi supervivenciadependía de una anciana. Esta vez lavieja me lanzó a mí las cenizas al pecho,se arrodilló y hurgó con una horcaduraen la mugre. De pronto retrocedióhorrorizada al tiempo que se protegíalos ojos con las manos, y se fue.Decepcionados, los nobles abandonaronla plaza con sus portadores deantorchas. Al amanecer escuché a dosguardias germanos conversar acerca delas predicciones de sus videntes. Esanoche habían profetizado que Ariovisto

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sólo podría triunfar después de la lunanueva. Al parecer, en el campamento deCésar las cosas no eran diferentes. Lamayoría de los romanos tenía con ellos asus gallinas blancas e interpretaban laforma en que éstas picoteaban el grano.

* * *

Al día siguiente, César avanzó contodas las legiones a la vez y dispuso asus soldados en posición de combate.Con todo, Ariovisto no se movió. Césarestaba sorprendido de que el bárbarovalorase la táctica y los cambiosestratégicos de posición tanto como lavalentía y el coraje en el campo de

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batalla. ¿Pero no habría tenido quecontar con ello, tratándose de un bárbaroque hablaba latín y celta con facilidad?Más o menos al mediodía, las legionesde César volvieron a replegarse haciaambos campamentos. Poco despuésAriovisto tomó por sorpresa elcampamento menor, que sólo estabadefendido por dos legiones. Ambaspartes lucharon encarnizadamente, conímpetu y sin piedad. Romanos ygermanos caían unos sobre los otroscomo perros molosos de pelea a los quehubiesen tenido demasiado tiempoencadenados. La batalla acabó porconvertirse en una auténtica carnicería:

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no bastaba con matar al enemigo, no,había que rajarlo y mutilarlo. Losgermanos se retiraron con la puesta delsol. En ambas partes las bajas eranconsiderables.

Los centuriones se enteraron por losprisioneros de las profecías de lasvidentes. Los dioses otorgarían a losgermanos la victoria después de la lunanueva.

En consecuencia, César salió denuevo con todas sus legiones a lamañana siguiente. En amboscampamentos dejó sólo a unos pocos.Delante del campamento menordesplegó a las tropas auxiliares para

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aparentar, avanzando después hacia laposición de Ariovisto con tres líneas decombate. Ariovisto no tenía elección;debía luchar. A izquierda y derecha delas filas germanas, y también detrás,mandó colocar carros y carretas muyjuntos entre sí para que ningún guerrerolograra darse a la fuga. También paraAriovisto sólo había una divisa: victoriao muerte. Nuestra carreta de prisionerosse situó en el lado izquierdo, atrapadaentre cientos de carros que seobstaculizaban entre sí. Las mujeres ylos niños se hallaban de pie en lascarretas, excitados, a la espera delinicio de la batalla. Lucía me había

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vuelto a encontrar, saltó basta mí y sehizo un ovillo bajo mi brazo,temblorosa.

César inauguró la batalla por elflanco derecho. Fuertes toques de tubadieron la señal de ataque. Loslegionarios romanos avanzaban enimpecables formaciones de combate.Por encima de sus resplandecientescascos de bronce ondeaba la banderadel general y, poco después, la señal deataque sonó en todos sus cuernos ytrompetas. Los legionarios marchaban apaso ligero mientras voceaban su gritode guerra. Los germanos se opusieroncon decisión a los romanos en la

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acostumbrada formación de falange, unadisposición que adolecía de falta deimaginación puesto que un muro dehombres apretados en columnas de adiez era inamovible y no permitíamaniobrar. Los legionarios romanos, porel contrario, marchaban en una líneacerrada que se podía dividirrápidamente en ágiles y pequeñosmanípulos, para dirigirlos luego segúnlas necesidades. La batalla fue igual debrutal que el día anterior. Con un odioinimaginable y una crueldad extrema semasacraron unos a otros. Los dioses,empero, no decidían a quién otorgarle lavictoria. Mientras que a los germanos

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del flanco izquierdo se los hizoretroceder con facilidad, los del derechopenetraban cada vez más en las líneasromanas. De ello se percató el jovenlegado Publio Craso, el eficiente hijodel triunviro millonario. Era jefe de lacaballería y tenía órdenes estrictas de noentrar en batalla por el momento. Noobstante, Publio Craso obró por cuentapropia; envió a luchar a la tercera filade combate, que César había guardadocomo reserva, y al mismo tiempo atacócon su caballería el flanco derecho. Losgermanos quedaron tan sorprendidos porese inesperado ataque que retrocedieronen el ala derecha hasta que al final le

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volvieron la espalda al adversario,dándose a la fuga de modo incontrolado.Las mujeres de las carretas sedescubrían los pechos y les gritaban asus hombres que siguieran luchando paraque no las humillaran los enanosromanos. Aquello no dio resultado y elpánico se propagó como el fuego. Cadavez apartaban más carros de la barrera yse los llevaban a toda prisa. Mientrasque algunas unidades se lanzaban contanta temeridad como falta de juiciocontra el avance de las disciplinadaslegiones, otras se habían dado ya a lafuga. Supliqué a los dioses que nuestrocarro de prisioneros permaneciera más

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tiempo frenado allí, pero al parecer misgritos de auxilio daban el resultadoopuesto; aunque otros carros no semovían de su sitio o se quedabanparados por la rotura de un eje, nuestracarreta traqueteaba poco después enmedio de los germanos que huían endirección al Rin. La huida iba a durarentre dos y tres días. El río todavíaquedaba muy lejos. No obstante, lacaballería romana perseguiría a losgermanos. No se trataba de ganar labatalla. César había exigido laaniquilación de los suevos. No debíanvolver a estar en situación de cruzar elrío. El Rin constituiría a partir de

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entonces la frontera del mundocivilizado. La caballería al completoparticipó en la persecución de losgermanos. Les abrían la espalda a losque huían por detrás, sin hacerdistinción entre guerreros, mujeres oniños.

En nuestro carro, entretanto, algunosintentaban arrancar las cadenas de lostablones de madera, pero los jinetesgermanos que nos adelantaron losabatieron a golpes de espada. Yo metendí sobre la superficie del carro yapreté la cara contra la madera como siquisiera analizar la calidad de losclavos de hierro que unían las tablas a

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los travesaños. Sólo cabía esperar queel carro se rompiera pronto o quevolcara a causa de los numerososbaches del camino. Sin embargo, derepente escuchamos muy cerca la señalde ataque de la caballería romana. Meincorporé un poco y vi que los jinetesgermanos que estaban a nuestra mismaaltura caían uno tras otro de loscaballos. Al instante nos adelantaronjinetes romanos y eduos, entre los quedistinguí también a César con suondeante manto rojo de general.Entonces vio a Procilo y se precipitóhacia nuestro carro. El carretero intentósaltar para salvarse, siendo aplastado

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por los jinetes que venían detrás. Césarasió las riendas de los caballos e hizoparar el carro. Se volvió hacia nosotrosy observamos que para él representabauna gran satisfacción habernos liberadopersonalmente. Ordenó a un jefe decaballería que nos quitara las cadenas ynos llevara al campamento mayor. Unjinete eduo nos trajo unos caballosmostrencos; sin decir palabra, trotamospor los márgenes del campo de batallade vuelta al campamento entrecadáveres y gemidos de los moribundos.Aun así, lo que había sucedido allí noera comparable a Bibracte; esta vez leshabían rajado las tripas incluso a

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animales y niños, e incluso había perrostirados a los que les habían cortado laspatas.

* * *

Me sentí feliz al volver a estrechar aWanda entre mis brazos y sentívergüenza de haber dudado de losdioses.

Al día siguiente, Wanda y yosalimos a caballo y nos lavamos en unriachuelo. Junto a un manantial ofrendé alos dioses los denarios de plata querecibiera por la copia de los testamentose intenté escuchar con atención las vocessagradas. ¿Dónde estaba Creto?

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¿Llegaría yo a ver Massilia? ¿Llegaría avivir en un comercio massiliensedejándome mimar por esclavas nubias,tal como soñara siempre de joven ennuestra granja rauraca? ¿O acaso teníaaquí una misión más elevada, divina,que cumplir? ¿Dependía de mí firmar lasentencia de César? No obstante, ya nosentía odio alguno por aquel hombre alque todas las tribus celtas deseabanganar como amigo para hostigar a suvecino. ¿No me había ayudado él aalcanzar una posición social quesiempre se me habría negado en unacomunidad celta? ¿Acaso no me habíasalvado la vida ese día, poniendo la

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suya en peligro? Mis sentimientos haciaél eran veleidosos y contradictorios. Encierto sentido quizá me había convertidoincluso en su cómplice. Cada atenciónque me procuraba me llenaba de orgullo,y cada vez con mayor frecuencia mesorprendía a mí mismo intentandoayudarlo, apoyarlo, mostrándole milealtad, sólo para recibir sureconocimiento. Otros días, por elcontrario, me resultaba inquietante, y ensilencio yo celebraba las incongruenciasde sus informes exculpatorios, porqueesperaba que algún día la posteridad lodesenmascarase. Sin embargo, esos díascada vez eran menos. El destino nos unía

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cada vez más. Si César hubiese perdidocontra Ariovisto, con toda probabilidadyo no habría vuelto a ver a Wanda. Demodo que guardaba en mi interior unasombroso dilema, que tal vez fueraasimismo el dilema de los dioses. Losdioses me favorecían, pero a Césartambién.

* * *

Al día siguiente me interné en laoscuridad de los bosques. El ramajeagostado cubría el seco suelo. A cadapaso se quebraban ramas secas bajo mispies. Ni un solo rayo de luz penetrabaentre las espesas copas de los árboles.

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Sentí una corriente de aire seco; eranvientos del otro mundo. Sabía que ya noestaba solo, a pesar de que todo lo queme rodeaba parecía estar muerto desdehacía siglos. Iba en busca de hierbas yraíces cuando, de improviso, oí unasvoces que no pertenecían al otro mundo.No eran voces sagradas, puesto quesonaban fuertes, irrespetuosas y roncas.Avancé despacio en dirección a ellas;me apoyaba en ramas y arbustos eintentaba levantar los pies lo máximoposible para no tropezar de continuo conraíces y maleza. Por fin llegué a unaelevación rocosa desde donde sedivisaba una estrecha quebrada por la

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que discurría un arroyo. En ese arroyohabía legionarios romanos; todosrecogían las espadas torcidas y torquesde oro que nuestros ancestrosofrendaron en su momento a los diosesen aquel lugar. Me estremecí ante elespectáculo: ¿Cómo podía alguienatreverse a desafiar a los dioses deaquella forma?

* * *

Al día siguiente, César me hizo ir asu tienda. Tenía dolores de cabeza.

—¿Qué hacéis vosotros, druida,cuando os duele la cabeza?

César estaba tumbado sobre el

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triclinio y tenía un brazo apoyado sobreel rostro.

—Si el dolor procede del vino,aconsejamos cambiar de mercader. Si eldolor procede de los vientos cálidos,aconsejamos un vaso de tinto diluido.No obstante, si el dolor procede dehaber saqueado objetos sagradosceltas…

César quiso incorporarse perointerrumpió su acción torciendo el gestolleno de dolor.

—¿Qué quieres decir con eso,druida?

—¡Desafías a los dioses, César!—¡Gozo de la protección de los

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dioses inmortales! Con suerte vencí alos helvecios, con suerte he vencido aAriovisto, y con la misma suertesometeré toda la Galia. ¡No necesito laprotección de tus dioses, druida! ¡Paraconquistar la Galia necesito legionarios!¡Y los legionarios necesitan dinero,muchísimo dinero! ¡A todos misenemigos de Roma les cerraré la bocacon oro celta y cada año les enviaré másesclavos de los que han visto en losúltimos diez! ¡Siéntate, druida!

Me senté en una silla frente a César.Él se había sentado en su triclinio y seaguantaba la cabeza con ambas manos.Tenía los ojos cerrados.

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—¿Qué me pasa, druida? —selamentó César—. ¿Es que no hay ningúnremedio para esto?

—Puedo intentarlo —dije al fin y,todo el cuerpo me tembló, disminuyendoasí la tensión que me había endurecidolos músculos todo ese rato.

—Inténtalo, druida —murmuróCésar, y se volvió a estirar en eltriclinio.

Salí de la tienda y ordené a lospretorianos que aguardaban allí quehirvieran agua. Yo fui a buscar lashierbas necesarias a mi tienda mientrasreflexionaba: ¿Habían dejado los diosesen mis manos la decisión sobre la vida

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de César?Intenté recordar la mezcla de hierbas

que le preparé a Fumix en su día. ¿AFumix? Sí, al mismo. No era en modoalguno tan fácil, ya que no sólo eradecisiva la cantidad de cada hierba, sinotambién el tiempo que precisaba decocción. También era de vitalimportancia si una hierba se metía enagua fría, caliente o hirviendo. Según ladosis y la preparación, una hierbacurativa podía matar; y una mortal,curar. Para ser sincero, debo admitir queya no recordaba la fórmula exacta. Talvez sorprenda que, después de todos misfracasos druídicos de los últimos meses,

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volviera a dármelas de aprendiz demago. Reconozco que resulta difícil deentender. Sin embargo había algo en míque me empujaba a hacerlo y, en mifuero interno tenía la certeza de que eranlos dioses quienes me empujaban, y queellos guiarían mis manos. Los diosesdecidirían si César debía vivir o morir.

Eché las hierbas en el aguahirviendo y les pedí a los pretorianosque esperasen mi regreso. Persuadí aWanda para que vigilara el caldero conlas hierbas; no quería que nadie seentrometiera en mi trabajo.

Cabalgué en solitario hasta losancestrales bosques que se extendían

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sobre las colinas al oeste de nuestrocampamento. En un río me lavé lasmanos y los pies, y avancé luegodespacio y con devoción sobre elcaballo hacia el corazón del bosque,pasando por delante de rocas deextrañas formas y viejos árbolesnudosos. Oí la llamada de la urraca, elaleteo del halcón negro y el grito de lalechuza. Entre los matorralesaguardaban tres ciervos; no sé si fue unaalucinación, ya que cuando volví a mirarhabían desaparecido. Este bosque eradistinto de aquel otro adormecido y conramas muertas en el suelo. Éste era unbosque lleno de vida, que me recibía

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como a un triunfador, alegre y feliz.Cuando volví a ver a los tres ciervos, oíel murmullo de un manantial. Desmontéy me acerqué con la cabeza gacha enseñal de humildad al lugar sagrado.Sentí que un poder cálido me recorría elcuerpo y me arrodillé sobre el musgoverde claro, alargando las manos hastatocar el agua de manantial, fresca ytransparente, que brotaba del suelo pararecibir la luz del sol. Entonces hice algoque sólo unos pocos habían hecho antes.Yo, Corisio, aprendiz de druida de latribu de los rauracos, imploré la ayudade la diosa madre Naturaleza.

—Tú, madre Naturaleza, señora de

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los elementos, primogénita del tiempo,divinidad suprema, reina de losespíritus, primera de entre loscelestiales; tú, reunión de las imágenesde todos los dioses y diosas, toma mismanos para que sellen el destino denuestro pueblo.

Y mientras imploraba su ayuda, máscon el pensamiento que con las palabras,cerré los ojos y abrí la boca para beberde la sagrada agua de manantial quebrotaba de su pubis. ¡Le ofrecí mi vida acambio de la muerte de César! Entre losceltas, el principio de reciprocidad seaplica también en la religión: quiendesea hacer un trueque con los dioses

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debe ser justo; quien desea salvar a unmoribundo debe ofrendar a alguienrebosante de salud. No obstante, eseintercambio no iba a producirse entre unhombre y un dios, sino entre los diosesque protegían a César y los que sehabían unido a mi favor. Por eso ofrecíami vida, para que ambas partes tuvieranel mismo compromiso. No pude evitaruna leve sonrisa al ver las pequeñassetas que crecían sobre el húmedomusgo del borde del manantial; Santónixme había hablado de ellas. Si los diosesentablan el diálogo, de pronto todo tienerazón de ser. Con la mano izquierdaarranqué una seta y me la comí; después

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bebí otro sorbo del agua sagrada yagradecí su amor. Sentí cómo la diosame estrechaba entre sus brazos y oí surisa mientras me sumergía en el estanqueque se había formado bajo el manantial.

Cuando regresé al campamento mesentía como si hubiese bebidodemasiado vino tinto, sólo que la boca yel paladar no estaban ni secos niásperos, ni tampoco tenía sed. En lamano llevaba hierbas frescas. No sé dedónde las habría sacado. Los druidasafirman que los dioses nublan por mediode las setas los sentidos de los elegidosantes de mostrarles los lugares dondecrecen las hierbas sagradas. Los

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centinelas de la puerta del campamentoestaban extrañamente cambiados, y meparecieron ranas rechonchas dehinchados mofletes cuyas palabrassonaban como el arrullo de una paloma.No pude evitar reír. También Wanda sehabía transformado: tenía los pechos tangrandes como las colinas que vieraaquel día que me encontró el príncipearverno Vercingetórix y su cabeza eratan pequeña que sólo se le veía melena.Por un instante me pregunté si no estaríaquizá patas arriba, pero debajo de lospechos vi luego la gran tripa, tan gorda yredonda como si esa misma noche fueraa parir seis legiones celtas. Me oí

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preguntar si en mi ausencia todo habíatranscurrido según mis deseos; ellaasintió mientras las ranas acorazadasconversaban con suaves arrullos delantede la tienda. Vi cómo mi manodesmenuzaba el muérdago seco entre elpulgar y el índice y lo echaba al aguacaliente. En cuanto a las otras hierbasque los dioses me habían dado delbosque, no estaba seguro de si sóloservirían a la mejora del sabor otambién a la salud. ¡A pesar de que mipercepción estaba muy enturbiada, mispensamientos gozaban de una claridadasombrosa! Sentía que los diosesguiaban mis manos. No era yo quien

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preparaba la bebida; yo sólo era laherramienta de los dioses. Casiadmirado, me di cuenta de que tambiénañadía hierbas que ya había echado alagua hirviente antes de mi paseo por elbosque; por lo visto me habíaequivocado y los dioses corregían misfallos. Había una hierba muy especial,que ahora volvía a añadir en grandescantidades. De ella decían que dilatabalos vasos sanguíneos; la contracción delos vasos sanguíneos era, segúnSantónix, uno de los motivosdesencadenantes de la presión que seproduce a veces en las sienes. Llamé almozo de la cocina y le ordené que me

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trajera diferentes vinos tintos yrecipientes para beber. Vertí ladecocción divina en una fuente llana quese utilizaba sobre todo para fines deculto; ahí era donde se enfriaría másdeprisa. Mandé que me trajeran agua enuna copa fina y plateada, de pie alto, queiba a necesitar para diluir los vinos.

Entretanto, los esclavos habíandepositado las diferentes ánforas devino frente a la tienda de César; allíestaban, delante de mí, como una fila decombate romana que esperara entre laniebla matutina. Comencé con unalbanés de veinte años. Con el cuidado yla majestuosidad de un sacerdote, el jefe

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de cocina partió el tapón de pez y le dioinstrucciones al esclavo para queempezara a servir. Mientras él mismosostenía un filtro de lino sobre elrecipiente, el esclavo vertía lentamenteel vino casi negro, de un olorrepugnante. Tomé un pequeño sorbo y loescupí de inmediato. Añadí agua frescay lo probé con suprema concentración;el vino ya se había transformado en unamiel fuerte. Me erguí y contemplé lasinscripciones que figuraban en lasdiferentes ánforas con más precisión:los mejores vinos exhibían una etiquetade papiro con la cosecha y el productor,en tanto que los más sencillos mostraban

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los datos marcados con tiza. Sinembargo, en ese momento caí en lacuenta de algo inverosímil: miequilibrio era excelente, incluso podríaafirmar que mis músculos nunca sehabían movido con tanta suavidad yelasticidad como después de consumiresa seta divina. Me arrodillé ante lasánforas y leí las etiquetas, decidiéndomeal fin por un sabino de cuatro años queera algo amargo y seco, y queseguramente se había mezclado conpolvo de mármol y lejía de ceniza; sinembargo demostró aptitud en la cata.Mucho mejores resultaron un cécubooscuro del Lacio y un mamertinus de la

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siciliana Messina. Creo que se podíasobrevivir por completo a esos vinos,incluso tras un consumo desmesurado.También esa vez intenté descubrir laproporción óptima de la mezcla con laescrupulosidad de un druida celta.Mientras que unos preferían tres partesde agua y una de vino, otros sedecantaban por dos partes de agua y unaparte de vino; algunos querían el vinofrío o incluso mezclado con nieve, yotros por el contrario hervido yestropeado con menta, anís o violetas.Yo, en cambio, necesitaba una mezclaque dilatara los vasos sanguíneos antesde ser vomitada. Cada vez resultaba más

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difícil tomar una decisión ya que concada vaso de vino que vaciaba a modode prueba, mi poder y mi sabiduríadivinos parecían disminuir. Creo que ladiosa madre Naturaleza no habíacontado con que, después del consumode la seta, me entregara al vino de formatan abnegada. De modo que el efecto delvino pronto superó al efecto de la seta yme tambaleé balbuciendo entre losesclavos y las ánforas, y ya no supe quévino había probado y en quéconcentración. Al final exigí un coladorde bronce y me hice servir un auténticofalerno. ¡Gran regalo de los dioses! ¡Eracomo si Baco en persona hubiese

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supervisado el proceso de prensado! Nirastro de trementina, greda, resina,azufre, sal, polvo de mármol ni lejía deceniza. Ése era un vino de verdad, concuerpo y de color rojo oscuro peroaterciopelado, con un lisonjero ydelicado sabor a vieja madera de tonel ya nueces. El falerno me lo bebí sindiluir. Luego me tumbé en el triclinio ydisfruté de la embriaguez que meliberaba de todas las preocupaciones ylos temores, proporcionándome elsentimiento eufórico de un imperator.Me sentí capaz de levantarme, cabalgarhasta Roma y hacer que me nombrarancónsul, aunque al tender la copa para

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que la volvieran a llenar perdí elequilibrio y me caí del diván.

—Druida, la decocción ya está fría—comunicó en voz baja el jefe decocina mientras me sosteníadiscretamente por debajo del brazo.

Casi me había olvidado de ella. Diunos tambaleantes pasos hacia delante yme apoyé entonces en el tablero de lamesa, que se inclinó, haciendo que lascopas y los vasos de bronce salierandespedidas con estrépito por la antesala.Caí cuan largo era y me llevé conmigounas cuantas ánforas que estabancolocadas en soportes metálicos y serompieron como huevos crudos al

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chocar unas contra otras. ¡Menudatragedia para un amante del vino! Lalana de mi túnica se empapó del zumode uva rojo sangriento. Era como sialguien estuviera agitando la tienda;todo me daba vueltas. Ya sin energías,me quedé tumbado sobre un charco devino. A mi lado estaba la copa; el vinoque salía de las ánforas quebradas lahabía vuelto a llenar. Eso tenía que seruna señal de los dioses. Le hice un guiñoal jefe de cocina, que contemplabairritado aquel caos.

—Vierte la decocción en una jarrade barro. ¡Pero no derrames nada!Después añádele agua y falerno, y

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procura que las tres partes sean iguales.El maestro cocinero pareció

aliviado de que no mostrara intención deverterlo todo yo mismo. Marcó con supuñal el nivel de líquido de la copa yvertió por fin la decocción en una jarrade barro. Después llenó la copa conagua y falerno hasta la muesca grabada.Por último, ordenó a unos esclavos quese llevaran las ánforas, a buen seguropor mi bien. Entonces llegó el momentoque yo no había esperado en absoluto:apoyado en el jefe de cocina, mecondujeron a la parte posterior, la zonaprivada, de la tienda que ocupaba César.Éste seguía tumbado en el triclinio,

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como si lo hubieran apaleado, un brazosobre la sien. Me habría gustadoecharme junto a él y quedarme dormido,pero el jefe de cocina me sentó concuidado en una silla y llenó una copacon mi creación. Sólo de pensar en ellome ponía enfermo; me dieron ganas devomitar.

—César —susurró el jefe de cocina.César estaba despierto. Se

incorporó, tomó la copa y la vació enpocos sorbos, sin mirarme. Luego tendióla copa al jefe de cocina para quevolviera a llenarla, y éste me miróinterrogante. Asentí, a pesar de que notenía idea de la cantidad que podía

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beberse del brebaje. En mi cabezabullían los pensamientos. Con granesfuerzo, intenté recordar lo que habíamezclado en realidad. Por un lado mesentía de excelente humor, como un diosque coquetea con sus amiguitas en loscampos de las nubes; por otro, lapalabra clave «Fumix» no dejaba derondarme la cabeza.

—Tráele un falerno al druida —masculló César mientras respiraba condificultad.

El jefe de cocina me miróestupefacto y desapareció en la antesala.César volvió a tumbarse y cerró losojos.

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—Eres un druida extraño, Corisio—murmuró—. Mi grammaticus,Antonio Gripho, me explicó en su díaque los druidas sólo beben agua y leche.

—Sí —intenté responder con vozclara—, eso es cierto, el vino paranosotros no es un placer sino un mediode curación. Lo utilizamos con fines deculto. Es evidente que también losdruidas… eh… —Había perdido el hilo.Las últimas palabras, de todos modos,las había balbucido.

—¿También os bañáis en él? —preguntó César con una expresión desufrimiento mientras arrugaba la nariz,asqueado.

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Me alisé con desconcierto la túnicaempapada de vino sobre las rodillas. Eljefe de cocina trajo una jarra de falernoy me ofreció un vaso. El muyembaucador lo había diluido muchísimo,pero ya se había escabullido, para suertesuya. César rió para sus adentros ydespués dijo:

—Si lo he entendido bien, druida, noos hartáis de vino, os hartáis deremedio.

César rió entre dientes, con cuidado,como si temiera que a la menor sacudidase le agudizara el dolor de cabeza. Mebebí mi vaso en pocos tragos ycontemplé con atención cada

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movimiento de su rostro; es decir, queme quedé sentado allí, como petrificado,cuidando de no caerme de la sillamientras observaba a César con la bocaabierta. Él seguía estirado en eltriclinio, con el brazo derecho sobre losojos cerrados. ¿Se le pondrían loslabios de color azul oscuro o se leretorcería antes la musculatura delcuello como una cepa reseca? ¿Letemblarían las manos y mostraríamovimientos nerviosos o simplementese orinaría, haciendo el tránsito al otromundo sin ninguna alharaca? Tal vezincluso bramaría y llamaría a voz engrito a la guarda pretoriana, o perdería

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la razón y ordenaría la marcha haciaBritania. Yo ya tenía la lengua áspera yseca. Ansiaba frutas dulces y miel yagua fresca… Y aire fresco y unpequeño prado donde vomitar. Teníacalor y mi corazón latía como un tambor;sudaba por todos los poros, un sudortibio y pringoso que apestaba a vinodesabrido.

—Druida —dijo de pronto Césarcon una desconcertante facilidad de voz.Se sentó en el borde del triclinio y memiró casi con alegría, sus ojos buscandode nuevo mi complicidad mientras sumano me tocaba la rodilla—: Druida,los dolores han abandonado mi cuerpo.

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Medité si Fumix habíaexperimentado también un sentimientode felicidad y alivio poco antes de suhorrible muerte, pero no lograbarecordar nada semejante. Fumix habíaterminado como una rata, entreespumarajos y contracciones. PeroCésar estaba bien. Poco a pocoempezaba a preguntarme muy en serio sila elección de las hierbas y lapreparación desempeñaban papelalguno. ¿No decidían los dioses de todasformas según su discreción y juicio? ¿Ono era yo más que un deplorablediletante que quería serlo y saberlotodo, y por eso no dominaba nada de

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verdad? ¿O acaso me amaban tanto losdioses que no aceptaban mi sacrificio ypor eso dejaban vivir también a César?Esta variante, por supuesto, no estabanada mal y daba mucho juego, podíatorcerla pero de nada servía. En lo másprofundo de mi ser me sentíaavergonzado y humillado por los dioses.En ese momento lo que me apetecía deveras era llorar, y vomitar.

—Creo —bromeó César— que hastatus dioses están de mi lado.

Me había tomado de la manoderecha y la apretaba casi con cariño.César me acariciaba con afecto el dorsode la mano y me sonreía agradecido; mis

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sentimientos y sensaciones medesconcertaron. Era como si en esemomento César me perdonase todo loque antes le había recriminado. ¿Mehabían humillado mis dioses para queles diera la espalda en un arrebato defuria? ¿Me habían menospreciado con elfin de que le abriera solícitamente micorazón a César? No lo sé. Sin embargo,recuerdo que me incliné un poco haciadelante y le tomé la mano entre las mías.Por fin me había convertido en el druidade César.

Estaba orgulloso de haberencontrado el reconocimiento delgeneral; en Roma, algunos habrían dado

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millones de sestercios por ello. Césarme soltó la mano y se levantó. Parecíaque una lluvia invisible se hubierallevado todos los dolores. La granconfianza que acababa de reinar entreambos volvió a convertirse en lasobriedad del general ambicioso quesólo tenía ojos para su egoísta objetivo.Sin embargo, me pareció que algo habíaquedado en mí. ¿Un sentimiento delealtad? No lo sé. Estaba bastanteconfuso y a lo mejor también algoborracho, eso seguro.

—El primer año en la Galia haconcluido. Ése será el primer libro.Quiero terminarlo esta noche y enviarlo

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mañana.Sobresaltado, enarqué las cejas

intentando encontrar pluma y rollos depapiro a la desesperada. La tiendaparecía moverse como una balsa en altamar. Los contornos y los colores sedesdibujaban en un espectáculo grotescoy la luz titilante hacía aparecer sobre miescritorio bailarinas extáticas queproyectaban sus trepidantes sombrassalvajes sobre los rollos de papiro;ansiaba de veras un pequeño prado.César desenrolló un rollo de papiroescrito delante de mí y me puso unestilete en la mano. A pesar de que hacíadías que no habíamos trabajado en ello,

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el procónsul lo seguía teniendo todopresente y continuó sencillamente con eldictado:

—«Cayo Valerio Procilo, a quienlos guardias arrastraban en su huida conuna cadena triple, cayó en manos delpropio César cuando éste los perseguíacon la caballería. Y esa circunstancia nole causó a César alegría menor que lavictoria misma.»

Me sorprendió que Césarmencionara nuestra liberación. ¿Queríaexpresar con ello que tenía en estima elbienestar de cada persona? Porsupuesto, para mí ésa no era la cuestióncentral. Me maravillaba que César

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mencionase a Procilo pero no a mí, yque en cambio me escogiera a mí paraescribirlo y no a Procilo. Creo quetambién para un romano sólo el rescatede un noble merece ser mencionado. Talvez deseaba asimismo terminar con laintimidad que había reinado entrenosotros.

—«Así, en un solo verano habíaconcluido César dos guerras de granimportancia y mandó, por tanto, que suejército estableciera junto a lossecuanos el campamento de inviernoantes de la estación, y otorgó su mandosupremo a Labieno. Él mismo setrasladó a la Galia citerior a celebrar

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audiencias.»Alrededor de la medianoche

encontré al fin el tan anhelado pedazo dehierba al aire libre. Crixo me trajo agualimpia y fría, y una túnica nueva. Cuandoregresé a mi tienda a altas horas de lamadrugada, César ya había abandonadoel campamento en dirección al sur.Wanda se tomó a mal mis aventuras.Intenté explicarle las obligaciones de undruida, pero ella me trató de borracho yafirmó que no serían las legiones deCésar las que someterían a la Galia,sino el vino romano. Guardé silencio.Creo que ya comenté hace bastante quealgunas esclavas sermonean a sus amos.

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—Haré que te azoten por ello —murmuré mientras perdía la conciencia,o bien me quedé dormido por elexcesivo esfuerzo culinario.

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El campamento de invierno seconstruyó a continuación del oppidumde Vesontio. Para los legionarios,apenas se diferenciaba de los habitualescampamentos itinerantes. Seguíandurmiendo en grupos de ocho enhumildes tiendas de cuero de cabra yternero con el techo cubierto con paja.Alrededor de la tienda se cavabanpequeñas fosas para que el agua de lalluvia no se estancara. Los oficialesrecibían barracones de madera, loslegados incluso con calefacción de

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hipocausto. Por mandato especial deCayo Oppio y Aulo Hircio, el prefectodel campamento me había hechoconstruir también a mí una barraca concalefacción. En la secretaría hacíatiempo que se habían dado cuenta de quelos músculos se me endurecían tanto conel frío y la lluvia que mi caligrafía ya noera suave y fluida, sino renqueante eininteligible.

Los barracones ofrecían otra ventajamás: la luz. Mientras que las humildes yopacas tiendas de cuero eran oscurascomo la noche, en las barracas demadera disponíamos de lámparas deaceite.

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* * *

Casi cada mes le escribía una carta aCreto y lo mantenía informado. Yoesperaba con ansia saber algo de él enprimavera, pero Creto guardabasilencio.

—Wanda, ¿dónde crees que estará?—¿Creto? No lo sé, amo. A lo mejor

estaba en el campamento de Ariovisto yfalleció en la batalla.

—A lo mejor, aunque a lo mejor no.Siempre es igual. Me atendré alcontrato, saldaré mis deudas y despuésviajaré a Massilia.

—¿Aún haces planes, amo? Eso lesdivertirá a tus dioses. ¡A lo mejor los

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dioses de César te convierten enciudadano romano y quién sabe si luegoen senador! —Wanda me miró, radiante.

—De joven siempre soñaba condirigir un gran comercio en Massilia ydejarme mimar por esclavas nubias…

—¿Quieres esclavas nubias? —preguntó con evidente disgusto.

—Sí —bromeé—, pero antes teregalaré la libertad, Wanda.

—¿Es eso cierto, Corisio?Otra vez me llamaba Corisio. La

estreché entre mis brazos.—En el fondo, tú también eres un

esclavo. Eres esclavo de tus deudas, deCreto y a veces también de tu esclava —

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soltó Wanda mientras se quitaba latúnica por la cabeza y se le iluminaba elrostro como sólo les sucede a losenamorados—, pero nos va bien.

Ella llevaba razón. Teníamos unalojamiento cálido, suficiente comida,yo ganaba un sueldo bastanteconsiderable y a veces tenía semanasenteras a mi libre disposición, que mepermitían ocuparme de los asuntos deCreto. Investigué los mercados deVesontio, las cantinas y las tascas, y laslargas noches invernales las pasabaentre los brazos de Wanda. Anotaba conesmero todo cuanto se producía y vendíaallí, anotaba el mayor y el menor precio

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exigido, confeccionaba listas deproductos demandados pero que apenasse ofrecían, escribía los nombres de losmercaderes y de sus productos, losnombres de las pequeñas fábricas, y nofue una sorpresa desagradable volver aconstatar que en la Galia prácticamentetodo se podía cambiar por vino romano.Sí, también en Vesontio los druidasbebedores de leche decían que losromanos no conquistarían la Galia nicon la espada ni con la zapa, sino con suvino. ¡Como si algunos de los nuestrosno hubieran perdido la cabeza antes dela invasión de los romanos bebiendo esamelosa cerveza de trigo! Para un amante

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del vino como yo, los reproches de losdruidas eran, por decirlo con buenaspalabras, algo subjetivos. Como celtadebo admitir que el vino romano estápor encima de nuestra cerveza de trigo.Aulo Hircio era incluso de la opinión deque los colonizadores, desde tiemposinmemoriales, deleitan a los indígenascon sus bebidas embriagadoras. Encualquier caso, yo jamás he equiparadola importación del vino romano conurentes enfermedades venéreas, sino quela he considerado un regalo deMercurio, el dios del comercio. Locierto es que en los mercados nopodíamos comprar falerno, pero sí los

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ingredientes para obtener un buen vinocondimentado: caldo blanco de resinagriego, miel, pimienta negra, hojas delaurel, azafrán y dátiles. Allí donde loslegionarios acampaban más de unospocos meses, en los mercadosautóctonos se intercambiaban productosy alimentos romanos, siempre que lasvías fueran transitables. En diciembre yenero, el hielo, la nieve y el barroimpedían el transporte, de modo quequien no se hubiera abastecido aúncomo es debido de vino de resina, afinales de año ya no tenía más vinocondimentado que ofrecerles a sushuéspedes. Y Wanda y yo teníamos

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huéspedes a menudo: los oficiales de lasecretaría de César, legionarios quequerían escribir cartas a su casa, oÚrsulo, el primipilus, que por lo vistoestaba loco por mí. Así que aprendí,bajo la dirección de Crixo, a prepararun perfecto vino caliente con especias;ese brebaje poco tiene que ver con unfalerno de seis años, desde luego, perobasta para soportar la compañía deoficiales romanos durante toda unavelada.

—Trebacio Testa —bromeó unanoche Cayo Oppio mientras estábamosen la barraca con algunos oficiales—, siCésar ya ha terminado aquí, en la Galia,

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necesitará legiones de juristas que lesalven el pescuezo en Roma.

—Quien tiene dinero —replicó eljoven jurista— puede ahorrarse hasta elasesor jurídico.

—Cierto —lo secundó Aulo Hircio—. ¡Mi cuñado me ha escrito que, enRoma, los aspirantes a un cargo hanllegado a disponer mesas a la vista detodos en las que pagan indecorosossobornos a la población votante!¡Imaginad! ¡En Roma un aspirante a uncargo puede sobornar sin decoro a losvotantes a la vista de todos!

—¡Con Sila —gritó Úrsulo— eso nohabría sido posible!

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—Seguro —bromeó Aulo Hircio—,él no habría sobornado a susadversarios. Los habría acuchillado.

Todos rieron y ordenaron a losesclavos que les llenaran los vasos.

—La ley del mercado —filosofóLabieno— se aplica también en lapolítica. César, tras un año de guerra enla Galia, ya tiene suficiente oro paracomprar a los próximos tribunos. Dentrode cuatro años ellos le salvarán elcuello al prorrogar una vez más suproconsulado a cinco años. Entoncestendrá la inmunidad que necesita.

—Eso sólo significa que habráaplazado el problema otros cinco años.

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Luego estará otra vez al borde delabismo. ¿Y que sucederá entonces?

—Entonces licenciará a suslegionarios y cada uno de ellos será unpequeño Craso. ¡Para entonces noprocesarán a César, sino que lo elevarána la condición de un dios!

—Sí —caviló Labieno—, César yase ha convertido en víctima de lascircunstancias que él mismo ha creado.Sólo podrá acallar a Roma con el pagode tributos, botines, nuevos esclavos ycada vez más victorias. Pero sólo puedeconseguir más victorias con másviolaciones de derechos. A veces creoque César, en su pensamiento, ya ha

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pasado el Rubicón.El Rubicón era el río fronterizo entre

Italia y la provincia romana de la Galiacisalpina, en los Poebene. A un generalle estaba prohibido pasar esa fronteracon sus legiones; una infracción seconsideraría una amenaza para Roma,así como el inicio de una tiranía.

—Sí —murmuraron algunos,meditabundos—, Labieno tiene razón.Para César el Rubicón no es más que unrío.

También Aulo Hircio lo secundó:—Verás, Labieno, Sila ya tenía

razón cuando advirtió a los senadores deaquel jovencito de cinturón suelto. ¡En

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César se esconde mucho más que unMario!

—¿Pero de qué pretendemosquejarnos? —soltó Marco Mamurra—.César goza del favor de los dioses y a sulado conseguiremos gloria y riqueza.¿Qué nos importan sus infracciones de laley? ¿Por qué no vamos a tener derechoa ponernos de su parte cuando hasta losdioses lo hacen?

—Tienes razón, Mamurra —asintióCayo Oppio—. No olvidéis que Césartenía deudas por más de veinte millonesde sestercios cuando tomó posesión dela gobernación como propretor en laHispania ulterior. ¡Sin el aval de Craso

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no habría escapado de sus acreedores!¿Y cómo volvió de Hispania? ¡Hecho unricachón! Con esto quiero decir que, siCésar abandona la Galia y regresa aRoma, será más rico que Craso.

—Así será —dijo Labieno—. Y,después de que hayamos derrotado a loshelvecios y a los germanos, el resto dela Galia no nos llevará mayor esfuerzoque un agradable paseo por el forumromanum.

El ánimo entre los jóvenes tribunos ylos oficiales se había transformado.Todos estaban convencidos de que laGalia se conquistaría y saquearía en unabrir y cerrar de ojos.

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—¿Cómo estás tan seguro de queaquí va a continuar la guerra? —preguntó un joven tribuno que ya hacíarato que quería hablar—. ¿Conoces losplanes de César?

—Si os interesa saber mi opinión —especuló Lucio Esperato Úrsulo—, laguerra de la Galia durará cuatro añosmás. ¿Por qué entonces no ordena Césarque sus legiones regresen a laprovincia? ¿Qué se nos ha perdido aquíarriba, sin enemigo alguno por ningunaparte? ¿Qué hacemos en estos parajes,fuera de la provincia romana? —Y elprimipilus de la décima apretó aún máslos delgados labios y se respondió él

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mismo—: Estamos aquí porque elinvierno nos obliga a interrumpir laguerra. Pero en primavera volveremos aavanzar exactamente donde lo dejamosen otoño. Y ya no habrá más motines,puesto que no hay en todo el ejército unsolo hombre capaz de afirmar que habríaganado sólo un sestercio más antes deesta guerra de la Galia. ¡Con César,hasta un legionario se convierte en unCraso! Sólo en el primer año, todosganaron ya lo mismo que en cuatro añosjunto a Pompeyo.

El primipilus tenía toda la razón. Aesas alturas ya no había nadie quecuestionase la legitimidad de la guerra

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privada de César. Todos los legionariostenían claro que César seguiría con esaguerra sin la autorización del Senado.¿Había algún otro motivo si no parapermanecer en Vesontio?

* * *

La comida en el campamento deinvierno era variada, ciertamenteexcelente. Durante las marchas se comíasobre todo puls, unas papillas de trigoparecidas a las gachas que se convertíanen algo comestible al añadirles sal,especias y panceta ahumada; eran depreparación muy rápida. Pero tambiéndisponíamos de carne fresca, queso,

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huevos, leche y las verduras autóctonasque se encontraban en los mercados.César se ocupaba con esmero delbienestar físico de sus soldados. Unsoldado en servicio debía sentirse másprivilegiado que un auriga de Roma; esoera lo que tenía que decirse por ahí. Delmiso modo, debía correr la voz de queen ningún otro lugar se hacía uno ricotan deprisa como al servicio de César.A pesar de que César, a causa de susactos ilegales, había sido blanco degraves críticas políticas, cada semanallegaban cartas de senadores que lepedían que admitiera a sus hijos comotribunos en su plana mayor. Y todos

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ellos le ofrecían nuevos créditos alincorregible y endeudado César.

Igual que había sucedido en Genava,no obstante, el general volvía a tener unpequeño problema: él deseaba la guerra,mientras que ni una sola tribu gala semostraba dispuesta a ello.

En enero llegó hasta nosotros, acaballo, uno de los estafetas de César.Sólo traía correspondencia paraLabieno. El legado afirmó que habíarecibido noticia de que los belgas sepreparaban para la guerra contra Roma.En cuanto nos lo comunicó en eldespacho, supimos que no era cierto.Labieno tan sólo nos daba así la orden

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de comenzar una ofensiva informativa,puesto que César quería reclutar otrasdos legiones en la Galia citerior y paraello volvía a necesitar la conformidaddel Senado romano. Si todavía no teníasiquiera consentimiento para su privadaguerra gala, menos aún lo tendría parareclutar de forma ilegal las legionesundécima y duodécima. Por eso losescribientes recibíamos la orden demencionar el peligro belga en laredacción de las cartas de los soldados.Sin lugar a dudas escribíamos conexactitud lo que los legionarios nosdictaban, pero no dejábamos de darlesconsejos e indicarles que sus amigos de

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Roma los tendrían aún por más valientesy audaces si mencionaban el inminentepeligro belga. La mención del peligro delos belgas era casi tan obligada como el«valete semper» del final de una carta.Y yo sabía algo por propia experiencia:cuanto más a menudo se narra unahistoria, mejor se vuelve. No se hacemás real, pero sí mejor.

Entretanto, también los belgasempezaban a inquietarse. Se habíanpercatado de que a las puertas de casatenían pasando el invierno un ejército decuarenta mil soldados que no mostrabaintención alguna de seguir su camino.Sus agentes informaban de que ese

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ejército no estaba precisamente en elnorte de la Galia para investigar la faunaautóctona, y los belgas tenían claro queembestiría en cuanto las últimas nievesse hubiesen fundido y los caminosestuvieran secos.

Y así sucedió. La cuestión delavituallamiento estaba solucionada,César regresó con su ejército y, en dossemanas, llevó a ocho legiones romanashasta la frontera belga. En el este, el Rinsería la frontera natural con Germania.Para César, por tanto, era lógicomarchar hacia el norte, hasta ladesembocadura del río, con ánimo deasegurarse la Galia.

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También allí se encontró elprocónsul con esa típica constelacióncelta de tribus enemistadas entre sí quetenían diferentes intereses económicos yde poder, y cuyos ambiciosos cabecillasestaban peleados incluso dentro de sustribus, y sus clanes no cesaban deenfrentarse a intrigantes rivales.

De manera semejante a los eduos enla Galia media, los remos sedistanciaron sin beligerancia de lacoalición antirromanos y le ofrecieron aCésar rehenes, cereales, hospedaje ensus ciudades y soldados. De ese modo,el general dispuso en un abrir y cerrarde ojos de la infraestructura necesaria

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para avanzar por tierra enemiga contralos belgas, cuyas numerosas tribus sehabían aunado bajo Galba, rey de lossuessiones. Las legiones de César, unoscincuenta mil hombres con las tropasauxiliares, eran tres veces másnumerosas.

—Debemos socavar el frentecontrario —dijo César cuando convocóel primer consejo de guerra en la tierrade los belgas. Sorprendentemente,también había invitado a laconversación a Diviciaco, el cabecillade las fuerzas combativas eduas—. Elpoder más fuerte de la alianza belga sonlos belovacos. Por eso tú, Diviciaco,

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devastarás sus campos con tus hombres.La alianza belga tendrá entonces sólodos posibilidades: o correrán a auxiliara los belovacos, o bien los belovacos sedispersarán para correr en auxilio de susclanes.

Con todo, apenas habían partido loseduos a caballo cuando la alianza belgatomó Bíbrax, la ciudad de los remos.Querían castigar a esos traidores que sehabían sometido a César sin presentarbatalla. Como también es habitual entrelos celtas, para los belgas era másimportante castigar a los vecinostraidores que oponerse en conjunto alatacante extranjero del sur.

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Cuando César supo del asedio deBíbrax, envió tropas auxiliares númidas,arqueros cretenses y honderos balearespara respaldar a sus nuevos aliados. Laalianza belga, al ver que susposibilidades disminuían, se retiró, loincendió todo y marchó entonces haciaCésar tras ese insensato ejercicio. A dosmillas del campamento romanomontaron sus tiendas y esperaron.

César dejó en el campamento a lasdos legiones recién reclutadas y dispusoa las demás para una batalla que no seprodujo. Lo cierto es que entre las líneasromanas y las belgas había un pantano ynadie quería ser el primero en

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atravesarlo. De modo que César hizoregresar a sus legiones al campamento.No obstante, los belgas no tenían muchotiempo; sus alimentos ya escaseaban apesar de que estaban en su propia tierra.La planificación y el abastecimiento,simplemente, no eran su punto fuerte.Además, los belovacos se habíanenterado de que los eduos habíandevastado sus campos y, por tanto, aldía siguiente quisieron dejar la alianzabelga para correr en ayuda de susclanes. Por ese motivo la alianza belgase decidió, a pesar de su desfavorableposición de partida, por una batallainmediata y corrió hacia su perdición.

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Esa misma noche, después de la derrota,se desperdigaron hacia todos los puntoscardinales y huyeron cada uno a laregión de su tribu. César salió en supersecución; no había nada más fácil ymenos peligroso que aplastar a losfugitivos.

No fue en la batalla donde cayó lamayor parte de los soldados, sinodurante la huida. Ese mismo día Césarllevó a su ejército en una marchaforzada de catorce horas hacia la tierrade los suessiones y sitió la ciudad deNovioduno. Cuando los cercados vieronla rapidez con que los romanosexcavaban terraplenes y construían

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estructuras para las torres delante de laciudad, el valor los abandonó. Al finCésar mandó trasladar torres y máquinasde asedio junto a las murallas, yentonces los suessiones capitularon sinresistencia. Una vez más, había vencidocon la zapa, y la guerra gala de César seestaba convirtiendo en un paseo. Yoestaba enojado con los celtas y sentíauna creciente admiración por lostrabajos de zapa y las estrategias bélicasque desarrollaban los romanos.

Las legiones de César reanudaron lamarcha. La máquina de guerra sedeslizaba por las quebradas y los vallesdel paisaje belga igual que una serpiente

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acorazada. Al verlos, los belovacos serindieron y ofrecieron seiscientosrehenes. Todos los santuarios que seencontraban por el camino eranprofanados y saqueados. El frente belgase desmoronaba poco a poco. En susegundo año, César había vencido a lastribus belgas, menos a los nervios. Ellosrepresentarían el trofeo del segundo añode guerra de César, aunque en este casono se trataría de ningún paseo.

Íbamos de camino a la tierra de loslegendarios nervios. En un alto, Césarconvocó a los oficiales de su tropa deagentes.

—No sabemos prácticamente nada

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de los nervios —se lamentó uno de losexploradores con grado de oficial—.Dicen que ni siquiera toleran a losmercaderes extranjeros en su región.Incluso la importación de vino y otrosestimulantes está prohibida. Es unpueblo impenetrable.

César me miró un instante conescepticismo y desconfianza.

—Pero ofrendan a los mismosdioses, ¿verdad, druida?

—Sí —respondí.—¡Mandad a los exploradores a

encontrar un lugar adecuado para elcampamento!

El ejército se internó más en la

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región de los nervios. Por ningún ladose veía a persona alguna, sólo bosquesespesos, suelos pantanosos, espinososarbustos, abedules susurrantes y charcosde agua negra. A veces oíamos el gritode un animal, pero la comarca parecíamuerta y, con todo, sabíamos que noshallábamos en el territorio de la tribunervia. Los mercaderes nos habíanmostrado el camino, pero susinquietantes descripciones no eranválidas ni para cartógrafos ni paragenerales. De súbito, los agentescomunicaron un descubrimiento algoextraño. César quiso verlo con suspropios ojos y lo acompañamos hasta un

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claro del bosque. El olor a carne y peloquemado era repugnante. En el mediodel claro había una pila de cadáverescarbonizados. César me miró en actitudinterrogante; echaba en falta la pira.

—Cuando un pueblo celta se veamenazado con la extinción, los druidaspueden ordenar un gran sacrificio paraTaranis. Encerramos a los prisionerosde guerra en una gigantesca jaula desauce, la elevamos y le prendemosfuego.

—¡Entonces todos esos cadáveresson legionarios romanos!

—Sí —contesté sin vacilar—. ¡Asílo quiere Taranis, nuestro dios del

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trueno!—Estos nervios son peores que

animales salvajes… —comentó César,asqueado.

—¿Cuántos miles de animales ypersonas matáis cada año en las arenasde Roma? Vosotros lo hacéis pordiversión y los celtas lo hacemos paravenerar a Taranis. A tu parecer, ¿qué esmás honorable, procónsul?

César no respondió nada. Queríasalir de aquel maldito bosque. Sinembargo, los agentes le comunicaban yael siguiente descubrimiento: arriba, enlo alto de los árboles sagrados,colgaban tres druidas. César ordenó que

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bajaran los cadáveres. Todospresentaban las mismas marcasmortales; habían sido apaleados,acuchillados y ahorcados. De ese modo,los druidas de los nervios dejaban unmensaje muy claro: iban a luchar hastala muerte. Habían convertido el próximoconflicto con los romanos en una luchapor la supervivencia de todos lospueblos celtas.

—Si los nervios sacrifican tresdruidas a Eso, nuestro amo y señor, encierto sentido está en juego lasupervivencia de los dioses celtas.Aléjate de esta tierra, César. ¡Te traerámala suerte!

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En ese momento unos oficialescomunicaron que habían encontradoarmas de oro en un estanque. Losromanos se lanzaron como locos alestanque, metieron los brazos en el aguaoscura y rescataron de ella espadas yescudos de oro, así como algunas joyas.

—Con eso podríais pagaros losmejores mercenarios del mundo —murmuró César sacudiendo la cabeza—,y lo que hacéis es tirarlo.

—César —sonreí—, nunca loentenderás. Los romanos tiráis unsestercio a un pozo; los celtas, por elcontrario, tiramos todas nuestrasposesiones a un estanque puesto que

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todo cuanto poseemos les pertenece alos dioses. No hay victoria sin la ayudade los dioses, por eso el botín es paraellos. No hay enemigo muerto sin laayuda, de los dioses; por eso su cabeza,su caballo y todas sus posesiones sonpara ellos. Y todo ese oro que tiramoslo hemos obtenido de los ríos, quepertenecen a los dioses. De modo quesiempre les devolvemos lo que nos hanprestado. Es el ciclo eterno de la vida yla muerte.

César contemplaba el trajín que sedesarrollaba en el agua. Al cabo de unrato dio orden de recoger todo el botín.Cuanto menos supieran sus hombres del

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hallazgo, mejor, pues de lo contrarioacabarían buscando oro en estanques yríos por cuenta propia.

—A aquel que pone sus manos enlas riquezas de los dioses, Teutates loestrechará entre sus húmedos brazos —puntualicé con serenidad.

César me sonrió. Lo habíadesafiado. Se apeó del caballo y tomóunas cuantas monedas de oro de las quetiraban a la orilla los legionarios que lasrescataban del agua. Las alzó con gestobien visible y luego se las guardó.

—También yo gozo de la protecciónde los dioses inmortales, druida. Yc o m o pontifex maximus, como

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sacerdote supremo de Roma, todo tesorode los templos en territorio romano mepertenece.

—Pero la Galia no es romanatodavía.

—En la Galia estoy ejecutando loque los dioses han decidido para laGalia. Poca importancia tiene el que loconsiga este verano o el siguiente.Puesto que los dioses ya han decididoregalar la Galia al pueblo romano, yasoy pontifex maximus de la Galia. Losoy ya, druida, y no cuando losburócratas de Roma hayan sellado elacta judicial.

¿Qué debía responder yo a eso?

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¿Cómo iba a saber César lo que habíandecidido los dioses? En fin, lo cierto esque era pontifex maximus de Roma, elsacerdote supremo de la RepúblicaRomana.

Regresamos junto a la tropa y, decamino, César cambió de opinión. Noquería ocultar el oro encontrado en elestanque sagrado, sino mostrárselo aalgunos centuriones. Deseaba extenderel rumor de que los nervios ya se habíandado a la fuga, abandonando todas susriquezas y propiedades, y de queasimismo estaban hasta tal puntodesesperados que incluso sus druidas sehabían colgado ya de las copas de los

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árboles.La información surtió efecto. Los

legionarios marchaban como si,entretanto, hubiesen descansado horasenteras y comido en abundancia. Todosse morían por abatir a los nervios quehuían y saquear los santuarios.

Al cabo de pocas horas llegamos alSabis. A la izquierda del río había unacolina muy poblada de árboles, a suderecha una elevación pelada quenuestros exploradores habíandeterminado como plaza para elcampamento. César envió a la caballeríacon los honderos y los arqueros ainspeccionar mejor la zona. No obstante,

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también esa región ofrecía la visión deun vacío irreal, como si perteneciera alotro mundo. Sólo el temperado vientoque soplaba hacia el valle entre laselevaciones y que agitaba los abedules ylos arbustos simulaba cierta vida. Sinembargo, de repente salieron del bosquejinetes celtas al galope, que seprecipitaron sobre la caballería romanacon un griterío inimaginable. Noobstante, en cuanto los hombres sedispusieron en formación, los nerviosemprendieron la retirada ydesaparecieron en la oscuridad delbosque tan deprisa como habían llegado.Pero pocos instantes después volvieron

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a abalanzarse en otro punto; atacaron,abatieron a los perplejos jinetesromanos y eduos, y volvieron adesaparecer en los bosques protectores.Nadie se atrevió a perseguirlos. Césardio de inmediato orden de cambiar laformación de la marcha. Las seislegiones aguerridas, más de treinta milhombres, dejaron los fardos y marcharona la cabeza de la columna en formaciónde ataque.

Yo cabalgaba junto a César. Habíaexpresado su deseo de que loacompañara. Para él yo era como unlibro que se toma de vez en cuando paradejarlo de lado cuando ya se tiene

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bastante. Asimismo creo que en esesegundo verano de guerra César ya metenía una gran confianza: valoraba misconocimientos, se divertía con misfrecuentes comentarios burlones ytoleraba mis críticas, puesto que habíallegado a convencerse profundamente demi lealtad. Y no sin razón. Ya nisiquiera me enojaba el hecho de quemontase a Luna, la yegua blanca ymaravillosa del asesinado Niger Fabio.César no era culpable de su muerte, y siel responsable de ese infame asesinatohabía sido Creto, Silvano o el talMahes, a buen seguro nunca llegaría asaberlo.

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—Druida, si le ordenaras a alguienque se metiera en la boca una puercagala entera, no lo conseguirías en lavida. En cambio, si descuartizas elanimal en pequeños bocados y se lo dasa lo largo de un par de semanas, loconseguirá con facilidad —deliberóCésar—. Tal vez los celtas seáis másnumerosos, quizá también más valientesy audaces, a lo mejor incluso másfuertes; como puerca gala quizá seáis dehecho invencibles, pero vosotrosmismos sois vuestro mayor enemigo.

—No, César —lo contradije—,somos un pueblo que ama la libertad. Notenemos una Roma que nos ordene lo

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que debemos hacer o dejar de hacer. Ungobierno central a imagen del de Romano se concibe en la Galia. ¿O creesacaso que podrías conseguir que unamanada de jabalíes galos se dispusieraen formación de cuña?

—Quizás tengas razón, druida, y sinembargo te equivocas. No queréissometeros a un gobierno central, por esotampoco tenéis un ejército permanente.Y precisamente por eso, porque notoleráis una Roma en la Galia, Roma ossometerá. El gobierno central que nuncaquisisteis en la Galia os será impuestopor Roma. Y será romano. Al finaltendréis un gobierno central romano por

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haberos negado a aceptar un gobiernocentral galo.

César tenía toda la razón. Noobstante, se lo rebatí con el único objetode molestarlo.

—¿Qué te da la certeza de que tusenemigos no aprenderán de ti, César? —pregunté después de haber cabalgado unbuen rato en silencio, uno junto al otro.

César sonrió con aire de suficienciay apoyó ambas manos detrás de la silla.Así era como más le gustaba montar: losbrazos hacia atrás, las palmas apoyadassobre el borde de la silla de cuero,erguido y orgulloso, con la miradadirigida al frente sin dejar por ello de

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observar los bosques y las colinas quediscurrían a la izquierda del camino.Los nervios del bosque ya no le dabanmiedo. Hacía tiempo que sospechabaque temían la batalla a campo abierto yque la evitaban.

—Desde luego, un pueblo sometidopor César puede aprender de él, pero loúnico que aprenderá siempre es lo queCésar ya sabía ayer. Y eso es demasiadopoco para ganar la batalla mañana.

¿Qué podía yo replicar a eso?¿Acaso hay algo más convincente que eléxito?

Mientras, algunas cohortes ya habíanllegado a la plaza del campamento y

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demarcaban la superficie bajo ladirección de un tribuno y algunoscenturiones para que las siguientescohortes pudieran comenzar deinmediato las obras de fortificación. Noobstante, en cuanto los nervios ocultosen el bosque divisaron la caravana defardos que aparecía entre las doscolinas, abajo, junto al río, se lanzaroncomo fieras pendiente abajo mientras lacaballería nervia volvía a salir delbosque en desbandada y la caballería delos romanos se dispersaba en todasdirecciones, ahuyentada como unabandada de pájaros. Con la mismarapidez, otras unidades nervias se

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lanzaron pendiente abajo, cruzaron el ríocomo el rayo y subieron por el otro ladoa la colina pelada para impedir lostrabajos de zapa de los legionarios en sucima. César mandó enarbolar deinmediato el vexillum, la banderaencarnada del general. La batalla habíacomenzado.

Intensos toques de trompetadirigieron a la columna de marcha querevoloteaba de forma caótica y latransformaron en pequeñas célulaspreparadas para la lucha, que seintegraron con agilidad y prestezaformando una colosal obra de ingenieríaestratégica. Los legionarios que ya

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habían comenzado con los trabajos defortificación tiraron la pala y asieron elgladius, y los que ya se habían alejadoun buen trecho con el fin de recoger lamadera necesaria para la construcciónde terraplenes dejaron todo en el suelo yregresaron corriendo con el armaempuñada, a pesar de que no llevabanlas cotas de malla. Igual que un ejércitode hormigas, los nervios carcomieronlas líneas de combate que iban formandolos romanos y con flechas certerastiraron del caballo a los portadores delas tubas. César espoleó su cabalgaduray galopó hacia la legión décima, que sehallaba en graves apuros. Vi cómo

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arengaba a sus soldados a voz en gritomientras una lanza casi le rozaba. Volvígrupas, deshaciendo el trayecto algalope entre acémilas muertas y fardosincendiados, y sólo con los gritos, loschillidos y los bramidos de los hombrescasi llego a enloquecer. Alcancé ileso laparte de atrás de la caravana, que aún nointervenía en el combate. Los arquerosabatieron a algunos rehenes que sehabían dado a la fuga, presas del pánico.Divisé a Crixo, que se alejaba conWanda del tumulto, y les di alcance.Juntos cabalgamos hasta una pequeñaelevación y esperamos el término delconflicto.

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A pesar de que algunas legiones yano podían recibir más órdenes, seentregaron a la lucha por su cuenta. Esaera la ventaja incalculable de un ejércitoprofesional experimentado en la batalla.Todos sabían lo que tenían que haceraun sin la orden expresa del general. Porel ala izquierda, las legiones novena ydécima se impusieron de una formaasombrosa; después de arrojar los pila alos enemigos que se les echaban encima,se lanzaron al ataque, haciendoretroceder a los que huían cruzando elrío para luego perseguirlos. De esemodo, el flanco derecho quedócompletamente al descubierto. Los

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nervios aprovecharon ese punto débil yavanzaron en formación más compactabajo el mando supremo de su cabecilla,Boduognato. De esta forma le cortaronel camino a la caballería romanadispersa, que pretendía huir hacia elcampamento inacabado, y volvieron adarse a la fuga. Los celtas entonaron uncanto conmovedor que se propagó comoel fuego. Cientos de mozos y muchachosperdieron con eso el control de símismos y salieron corriendo a ladesbandada. Los nervios cayeron sobreel campamento y la caravana de fardos,ensañándose con todo el que aún sedefendía. La caballería ligera númida al

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servicio de César emprendió la huida.Tras ellos corrieron también loshonderos baleares y los arqueroscretenses al servicio del procónsul. Loslegionarios eran reunidos como reses dematadero. La mayoría de los tubas yportaestandartes romanos yacíanmuertos sobre su propia sangre. Sintubas ni portaestandartes, las legionesestaban ciegas. César había perdidocontrol. Cada cual tenía quecomponérselas solo. El ensordecedorgriterío de la batalla era comparable algrito de un herido dragón marino delotro mundo. César estaba acabado.Como un lienzo hecho jirones, sus filas

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de combate revoloteaban unas contraotras. Era el fin de la guerra de la Galia,ésa que habría tenido que ser un paseo.Toda la caballería celta de Césarabandonó el escenario. ¡El generalestaba vencido! Los caballos notardarían en arrastrar por el suelo sucuerpo mutilado.

No obstante, la batalla aúnarreciaba.

Casi sin poder dar crédito a misojos, yo contemplaba la horrible escenaa una distancia prudencial. Supliqué alos dioses que estuvieran junto a Césaruna última vez, pues si caía en esajornada, los nervios esclavizarían a

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todos los supervivientes. Mi destino sehallaba inseparablemente ligado a lasuerte que corriera César. ¡A los nerviosles daba lo mismo que yo fuera un celtarauraco o un romano!

De pronto divisé al procónsul en eltumulto de la batalla; lo reconocí por sumanto de general rojo púrpura. Learrebató el escudo a un legionario y seprecipitó hacia la primera líneagesticulando como un loco. Al parecerarengaba a sus hombres; de hecho, eracomo si César les confiriese nuevasfuerzas a sus legionarios. Allá dondeaparecía el ondeante manto rojo delgeneral se estabilizaban las filas,

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volvían a formarse unidades de combatey empezaban a hacer retroceder alenemigo, aunque todo ello muydespacio. Mientras, numerosos rehenesde los que iban en la caravana mataron apalos a los pocos centinelas que todavíaquedaban, se hicieron con los caballosde refresco y se dieron a la fuga. Allídonde el campo de batalla estaba llenode cadáveres pero había cesado lalucha, aparecían cada vez más mozos decaravana y esclavos que se abalanzabancomo buitres sobre los cadáveres. Sinembargo, alguno que otro de los quearrebataban torques de oro del cuello delos muertos acababa abatido por una

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flecha o seccionado a golpes de hacha.De repente aparecieron a paso ligero

las dos legiones que habían conformadola retaguardia de la caravana. Alparecer habían visto a los numerososdesertores, sacando las pertinentesconclusiones. Su aparición infundiónuevos ánimos a aquellos legionariosdesmoronados y, de súbito, los nerviostenían encima a doce mil soldados querebosaban energía. De inmediatocomprendieron que ya no teníanposibilidad alguna, aunque siguieronluchando y, cuando un hombre deprimera línea caía herido de muerte, elcelta de atrás avanzaba para seguir la

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lucha. Entretanto, miles de cadáveres seconstituyeron en auténticos terraplenessobre los que los celtas seguíanluchando. Ninguno abandonó el campode batalla. Los romanos habían logradovolver a formar siguiendo un orden. Elhecho de que incluso los mozos decaravana y los esclavos se apresuraranen regresar y unirse al combate indicabaque de pronto todos volvían a creer enuna victoria romana.

Y Roma venció. Una vez más, losdioses habían favorecido a César.

* * *

César deambulaba por la tienda que

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hacía las veces de secretaría y meobservaba meditabundo. Las cuentassobre el campo de batalla y losinterrogatorios a los pocossupervivientes nervios habían dadocomo resultado que, de seiscientosnobles, sólo tres habían sobrevivido; desesenta mil guerreros, sólo cinco milpodían venderse todavía como esclavos.Las cifras no le gustaron a César.

—No —dijo—, escribe que desesenta mil nervios sólo hansobrevivido quinientos. Creo que Romaquiere la cifra de quinientossupervivientes.

—¿Roma? —apunté al tiempo que

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esbozaba una sonrisa—. Más bienpresumo que quieres ocultar la gananciade cuatro mil quinientos esclavos.

—¿Qué te importan mis deudas,druida? Cuando en la posteridad sehable algún día de mis hazañas, no mejuzgará por mis deudas sino por misvictorias.

Mientras seguía dictándome elsegundo libro de la guerra de la Galia,César recibió la notificación de que unejército celta había tenido intención deacudir en socorro de los nervios. Eranatuatucos, que se habían atrincherado ensu plaza fuerte al enterarse de laexterminación de los nervios. César

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mandó que Mamurra hiciera avanzarpabellones de asalto y torres, y losatuatucos, que el día anterior aún serieran de los legionarios de Roma porser unos enanos, se entregaron sinresistencia. Más de cincuenta mil fueronvendidos como esclavos. César yaplaneaba la campaña militar para eltercer año de guerra.

* * *

—¡Soldados! —exclamó el generalal comparecer ante sus legiones conmotivo de una gran fiesta en elcampamento—. Gallia est pacata!

¿Que la Galia está pacificada?

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Bueno, no del todo. Pero los soldadosvociferaron su «Ave Caesar» al cielocomo si quisieran que los dioses sefijaran en su general.

—¡Soldados! Me habéis seguidohasta estos parajes, hasta esta tierrabárbara que ningún cartógrafo romanoregistró jamás. Nos hemos encontradocon tribus salvajes que nos han recibidocomo extraños y enemigos. Cualquierotro ejército habría retrocedido anteellos, pero vosotros os habéis mantenidofirmes. Habéis derrotado a loshelvecios, enviándolos de vuelta a suhogar, habéis derrotado a los germanos,obligándolos a retirarse al otro lado del

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Rin, habéis derrotado a los belgas,convirtiéndolos en aliados, y en estosmomentos los mensajeros urgentes dellegado Publio Craso informan de que halogrado una derrota aplastante sobre lastribus salvajes de la costa con la legiónséptima. ¡También los vénetos y losotros pueblos salvajes del mar han sidoderrotados! ¡Se han sometido a Roma!Gallia est pacata!

Los legionarios jaleaban ygolpeteaban los escudos con los gladii.

—Soldados, en la Galia hemosconseguido ricos botines: toneladas deoro y plata, armas y joyas, decenas demiles de esclavos. No obstante, no he

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luchado por conseguir todos estostesoros y riquezas para mí, sino paraRoma. Nada de ello lo reclamo para mí.El favor de los dioses me es suficienteagradecimiento. Por eso les he indicadoa los centuriones que repartan la mitadentre vosotros. Puesto que sois vosotroslos que habéis sometido a los salvajesbárbaros con vuestro valor, vuestrocoraje y vuestra sangre, por el bien deRoma. ¡No ha sido el Senado el que hapacificado la Galia, sino vosotros, lossoldados de César!

La exaltación de los legionarios yano tenía límites. No sólo seguíanvociferando «Ave, Caesar», sino

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también «Ave, imperator», lo cualsignificaba que pedían una marchatriunfal en Roma para su victoriosogeneral. ¡Una marcha triunfal, ésa era lacoronación de una campaña militarvictoriosa! Cualquier hazaña, por muygrande que fuera, se desvanecía si noera públicamente declarada, reconociday festejada.

* * *

Cuando me llevaron a la tienda deCésar en mitad de la noche, lo encontrétumbado sobre la tierra húmeda; sufríafuertes contracciones y se retorcía comoun gusano en agua de vinagre mientras le

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salía espuma blanca de la boca. Entrelos dientes tenía un trozo de madera, lavitis de un centurión. Sus ojos oscurosestaban abiertos como platos,implorantes, gritándoles su sufrimiento alos dioses. Sin embargo, de sus labiosno salía ni una sola palabra; ni un solosonido quería escapar de ese cuerpocontraído. Era como si los dioses lohubiesen convertido en su juguete.

Yo llevaba conmigo la bolsa decuero en la que guardaba las hierbassecas, porque me habían dicho queCésar yacía en su lecho de muerte. Perono era así. Envié de inmediato a poragua y vino, y comencé la rápida

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preparación de una tintura. Empleé unahoja de muérdago desmenuzada, conmesura, ya que el muérdago puede matarcomo lo había hecho con el druidaFumix. Sin embargo, también puedecurar. Por otro lado, apenas tiene efectoalguno cuando en el cuerpo de unapersona se generan olas espumosas,aunque ayuda a las demás hierbas queapartan el viento de las velas del barcoque lleva al otro mundo.

A continuación le administré laespesa decocción. Por supuesto, podríahaberlo matado. Habría sido fácil. Nocreo que me hubiesen crucificadosiquiera. El medicus no conocía los

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poderes del bosque, y sabía que laspersonas que escupen espumarajos sonllamadas al lado de los dioses. No, nocreo que hubiesen sospechado siquierade mí. Pero yo no quería matar a César,sino curarlo y salvarlo, igual que él mehabía salvado en la batalla contraAriovisto. Los celtas tenemos comoobligación compensar una cosa con otra.Pero no sólo por eso salvé a César. Loayudé porque era su druida.

Poco a poco se le fue relajando lamusculatura; los párpados cayeron,abatidos por el cansancio.

—Dejadme con el druida —murmuró César.

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Todos suspiraron, contentos yagradecidos, y me dejaron a solas conél.

—¿De qué se trata, druida?Callé.—¿Me pasará cada vez más a

menudo?Callé.—Habla, druida, ¿qué sucede si me

pasa más a menudo?—Le pondrán tu nombre a ese mal,

César.César abrió los ojos y sonrió. Con

cuidado me tomó del brazo y lo agarrócon fuerza.

—Son los dioses, ¿verdad?

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—Sí —repliqué—. Gozas de sufavor, pero crees que tienes derecho,como pontifex maximus, a saquear sustemplos y objetos sagrados. Así como enRoma tienes amigos y enemigos, tambiénentre los dioses tienes amigos yenemigos. Por tanto, guárdate, César.Ningún celta osaría hacer lo que hashecho tú. Los estanques sagrados en losque hemos hundido nuestro oro no sonsecretos para nosotros, puesto queningún celta se atrevería a tocar lapropiedad de los dioses.

—¿Y si alguien lo hace de todosmodos?

—Recibe un horrible castigo.

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—Le arrancáis la piel y lo ponéis ensalmuera…

—No, César, la muerte no escastigo. El que se apodera de lapropiedad de los dioses queda excluidode por vida de los servicios divinos.Eso es mucho peor que cien muertes.

—Yo disfruto de la protección delos dioses, druida. Por eso puedopermitirme lo que a ningún celta leestaría autorizado.

—También yo disfruto de laprotección de los dioses —le advertí.

No obstante, César no lo interpretócomo una amenaza. Se incorporó y meagarró la mano.

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—Druida, ¿es cierto que tenéisdioses que nacieron como personascorrientes?

Asentí con la cabeza.César parecía meditabundo. A

continuación enarcó las cejas,desconcertado, y dijo:

—Quién sabe por qué nos habránreunido los dioses.

Abrió un arca guarnecida conherrajes de hierro y aplicaciones debronce, tan grande que una persona sehubiera podido esconder allí dentro sindificultad. Sacó dos pesadas bolsas decuero y las puso sobre la mesa.

—¡Ábrelas, druida!

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Abrí una de las bolsas. Estaba llenade pesadas monedas de oro. Eranacuñaciones recientes de la capital.

—No es oro robado —dijo Césarsonriendo—, es oro romano. Es tuyo,druida.

Lo miré con escepticismo. Meestaba ofreciendo una auténtica fortuna.

—Te lo agradezco, César —dije.—He oído que todavía tienes deudas

con un mercader de Massilia…No pude evitar reír; a fin de cuentas,

César había sido uno de los hombresmás endeudados de Roma hasta hacíapoco. ¿Acaso le había deparado esonoches de insomnio? ¿Cómo es que se

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preocupaba por mis deudas?—Sí —admití—, pero según el

contrato no puedo saldar mis deudas deuna vez, sino cada año una pequeñasuma. Así lo quiere Creto. De ese modosigo en deuda con él y me veo obligadoa estar a su servicio.

—Dentro de unos años —rió César— te será muy fácil comprar elcomercio de Creto en Massilia. Tendrásesclavas nubias a tus pies, y tu tobilloizquierdo lucirá una media luna.

Me sorprendió escuchar eso de bocade César. Era la profecía que ya le habíaoído al druida. En ese momento,mientras sostenía en las manos el pesado

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oro, llegué a creer de veras que Césarno sólo ostentaba el título de pontifexmaximus, sino que a lo mejor descendíade los dioses. Le agradecí mucho que nome ofreciera oro celta profanado. Césarme había convertido también a mí en unhombre rico. A través de él habíaencontrado respeto y reconocimiento nosólo en la sociedad celta, sino tambiénen la romana. No creo que jamás hubierallegado tan lejos dentro de la comunidadcelta. Sin duda Santónix había sido unhombre sabio y bienintencionadoconmigo, pero ¿qué otro noble celtahabría apoyado mi nombramiento comodruida? Ni siquiera Veruclecio, y de

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Fumix mejor no hablar. Tampoco haypor qué mencionar a todos esos noblespríncipes que nos arrebatan de lasmanos la última hogaza de pan ni a susarrogantes y autocomplacientes hijos.Quiero ser justo. En un principio lehabía deseado con todas mis fuerzas lamuerte a César, pero lo que me ofrecíaél no me lo había ofrecido ningún celtaantes. Hablo de respeto, estima, poder yconocimientos. También de dinero.

Por fin tenía la posibilidad decomenzar mi tan ansiada carreracomercial con un pequeño capitalinicial. Estaba al servicio de César y deCreto, y por eso podía dedicar sin

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problemas el oro que me regalaba elprocónsul a la compra de mis propiasmercancías.

* * *

Junto con Wanda y Crixo visité losmercados del norte, llegando a laconclusión de que no debía compraralimentos perecederos, como morcillasy salchichas galas, sino productosduraderos de valor fijo y que noabundasen en el sur, para asegurarme asígrandes beneficios. Mi elección recayóen la sal y el ámbar. El primipilus, dehecho, había mencionado en ciertaocasión que existía una ruta del ámbar,

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la cual discurría de norte a sur por algúnpunto más al este, pero no lo sabía concerteza. En cualquier caso, estabadecidido a comenzar mi carreracomercial con sal y resina conífera.

Nos informamos de dónde sehallaban los puestos de los mercaderesde ámbar; solían ubicarse al borde delmercado. Extraños mercaderes traían elámbar de Oriente, desde el otro lado delRin hasta la tierra de los belgas, y mesentí francamente orgulloso alacomodarme por primera vez frente auno de esos legendarios mercaderes deOriente. Estábamos sentados delante desu tienda, sobre alfombras, con las

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piernas cruzadas. El mercader, igual quetodos sus hombres, era mucho máspequeño que los celtas, y su rostro eramás tosco, más salvaje, la piel comocuero oscuro, marcada por el sol y elviento, y untada con grasa de cerdo. Dellabio superior le colgaba un fino bigotenegro en largos mechones, y se cubría elpelo de la cabeza con un pañuelo llenode manchas dispuesto a modo deturbante. Desprendía un fuerte olor asudor rancio y pescado ahumado. Losbelgas afirman que estos mercaderes deámbar descienden de los jinetesorientales y que pasan la noche a lomosde su caballo. No sé si es verdad, puesto

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que no tuve ocasión de conversar con él.Señalé un trozo de ámbar marrónamarillento. El mercader asintió, se sacóun cuchillo del cinto y sostuvo la hojasobre el fuego. Después presionó uninstante la piedra con la hoja plana, a loque los puntos recalentados cambiaronde color y desprendieron un humoblanco que olía como el incienso. Cogíla piedra marrón amarillento con lamano; pesaba al menos veinte librae. Yoestaba entusiasmado.

El ámbar es un mineralabsolutamente fascinante. En principiono es más que resina de pinoendurecida, pero es al menos tan antigua

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como los mismos dioses y ha llegado ahacerse tan dura como una piedra. Poreso en las gotas y en los pedazos deámbar grandes como un puño no es raroencontrar aún insectos que ya no existenni en el recuerdo de nuestrosantepasados porque los dioses sehartaron de ellos. Deposité el trozo deámbar delante de mis pies y saqué unamoneda de oro de mi bolsa de cuero.Puse la moneda al lado del mercader yéste la tomó, la mordió dos veces yluego se la pasó a un ayudante queestaba detrás de él con una balanza demano. Pesó la moneda y se la devolvióal mercader, que la tiró junto al trozo de

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ámbar al tiempo que sacudía la cabeza.Lancé una segunda moneda de oro, a laque siguieron otras más. Si queríahacerme con esa piedra de ámbar teníaque seguir tirando monedas al centrohasta que el mercader aceptara elcontravalor en oro. Me sentítremendamente orgulloso cuando al finme tendió el pedazo con una sonrisa deagradecimiento. Sin embargo, eso no eramás que el principio. Con mudos gestosde las manos me invitó a quedarme y meofreció una infusión caliente. Sushombres trajeron a rastras cajas deámbar, que yo rechacé agradecido. Sinembargo el mercader sonrió con

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afabilidad al tiempo que señalaba mibolsa de cuero. Dije que no. Elmercader sonrió comprensivo y cogió supropia bolsa de cuero para sacar de elladiez monedas, ponerlas a continuacióndelante de mis pies y señalar la caja.Entonces comprendí que me queríavender la caja de ámbar por diezmonedas de oro. Desde luego, aquél erael negocio de mi vida. ¡ Dónde iba acomprar yo una caja de ámbar por diezmonedas de oro! Me introduje en elcomercio con alegría. No obstante,mientras bebíamos la infusión enarmonía, aunque más bien conparquedad de palabras, sus hombres

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aparecieron cargados con otra caja deámbar. Por ésa, el hombre sólo queríacinco monedas de oro. Por supuesto, memolestó haber pagado tantísimo por laprimera piedra de ámbar; sólo podíacorregir ese error comprando también lasegunda caja. Por suerte llevábamossuficientes bestias de carga, y despuésde comprar la segunda caja el mercaderincluso me invitó a comer. No pudenegarme, a pesar de que Wanda ya mecastigaba con la correspondientemirada; observó con agudeza quetodavía queríamos comprar sal, y queera aconsejable hacerlo a la luz del día.Sin duda huelga decir que, después de la

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comida, compré una tercera caja deámbar. El mercader debió de darsecuenta de que después de todas esascompras yo aún no estaba en la ruina,por lo que me ofreció pieles de osonegras y pardas. El precio era de lo másconveniente, así que no iba a decir queno. A pesar de que ya era tarde, aúnconseguimos comprar unos cuantossacos de sal procedente de salinasgermanas; la sal también tenía un preciomuy conveniente, como todo lo quehabía comprado ese día. Estabaentusiasmado con mi estreno comomercader. Sólo Wanda mostraba unaexpresión cada vez más preocupada.

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Crixo, responsable de las bestias decarga, no torcía un solo músculo, aunqueyo estaba seguro de que tenía su propiaopinión al respecto. Al fin, incapaz decallar más, le increpé:

—Dime, Crixo, ¿alguna vez hasencontrado ámbar en la Galia?

—No, amo —respondió—. Es decir,al norte de Roma hay… como decimos aveces, pequeños yacimientos y… eh…al parecer también en Sicilia. —Crixomedía sus palabras con la exactitudpropia de un esclavo experimentado.

Wanda asintió, llena de reproche.¡Cualquiera habría dicho que yaestábamos casados!

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—¡Pero en la Galia no hayyacimientos de ámbar! Y por esovenderemos nuestro ámbar por el dobley pondremos la primera piedra de unfloreciente imperio comercial… —proclamé a los cuatro vientos en elcrepúsculo mientras cabalgaba encabeza.

Pasé por alto la tenue risa de Wandatodo el tiempo que me fue posible. Suactitud burlona era más perjudicial parala confianza en uno mismo que diez añosen una galera de prisioneros.

* * *

Cuando abandoné el campamento de

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la tierra de los belgas con César,Labieno y dos legiones, la temporada deguerra ya había pasado pero teníamoslas manos bien ocupadas con laadministración de las nuevas regionesgalas. La guerra del papiro serecrudecía cada vez más. De cada rollotenían que hacerse copias, y cada copiadebía acompañarse de sus escritosadjuntos y ser enviada. Y como pordoquier y en cualquier momento podíadeclararse un incendio, los documentosdestinados al archivo tenían quecopiarse varias veces. A eso se sumabala trabajosa correspondencia entre cadauno de los campamentos de invierno,

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que se hallaban muy alejados entre sí ytenían que mantenerse en estrechacomunicación por razones de seguridad.Ningún punto de la Galia podíaalimentar de la noche a la mañana acincuenta mil personas más, así que lalegión del victorioso Publio Craso fuetrasladada; Labieno y sus dos legioneslevantaron campamento junto a loscarnutos y turones; cuatro legionespasaron el invierno en la tierra de losbelgas y una lo hizo a los pies de losAlpes. La repartición de las legionespor toda la Galia no sólo solucionaba elproblema de abastecimiento, sino quefundamentaba del modo más

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impresionante el que César reclamara lahegemonía sobre toda la Galia. Habíainstaurado un imperio independiente quele pertenecía a él y a sus legiones. Paralos galos, Roma era César.

Wanda y yo fuimos destinados conLabieno, el legado más fiel yexperimentado de César. Sucampamento de invierno en Áutricoconstituía la nueva capital itinerante deCésar en la Galia. El propio César pasóel segundo invierno de la guerra en suprovincia de Iliria.

Los días se hicieron más cortos yfríos mientras yo disfrutaba de losprivilegios de los oficiales romanos y

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pasaba el invierno en una barraca concalefacción. En cuanto a mi ámbar, yosiempre estaba encima de él,literalmente. Las cajas se hallabanapiladas en mi dormitorio, cubiertas conuna capa de paja, un par de mantas ycoronando el conjunto, aquellas pielesde oso de una suavidad increíble sobrelas que pasaba las noches junto aWanda. Ya podía explicarle una y otravez que el ámbar era el oro de Oriente,las lágrimas de los dioses… quemientras las tres cajas permanecieranguardadas bajo nosotros, toda incursiónamorosa era en vano. Le expliqué quelos mercados de Cenabo, la capital de

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los carnutos, estaban muy cerca. Losartesanos celtas ya se habían provisto aprincipios del otoño de materias primasy todo lo necesario para poder trabajaren invierno. Eso había pensado yo en unprincipio. Como en invierno los caminosestaban lodosos y cubiertos de hielo, apartir de noviembre el comerciodescansaba. Mi idea había sido muycorrecta, incluso muy buena. Tanto quehasta a los legionarios más simplones seles había ocurrido y se proveyerontambién de ámbar antes de partir haciael sur. Bien es cierto que cadalegionario no había podido comprarmucho, pero si quince mil legionarios

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compraban un pedacito de ámbar cadauno y llegaban con él a los mercados delsur, la cuestión estaba resuelta hasta laprimavera siguiente, y a preciosirrisorios. Eso es precisamente lo quesucedió. Los quince mil legionarioshabían llegado a los mercados de loscarnutos un par de días antes que yo,fastidiándome la operación. Yo mehabía imaginado la vida como mercaderalgo más sencilla: comprar por un parde monedas de oro, cabalgar encualquier dirección y vender de nuevopor el doble. Estaba bastantedescontento conmigo mismo. César mehabía regalado una pequeña fortuna y, ya

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en noviembre tenía que pensarlo dosveces antes de gastar cada sestercio,puesto que toda mi fortuna se ocultabaen las cajas de ámbar que cubrían laspieles de oso. Si había algo queabundaba aquel invierno en la tierra delos carnutos era el ámbar. Ámbar ysal… Si se quería almacenar carne parael invierno, se necesitaba sal atoneladas. También esa idea había sidocorrecta. Sin embargo, cuando llegué lacarne ya estaba salada y bajo tierra. Meparece que Teutates había adelantado susueño invernal; por otra parte, creo queaunque le hubiese hecho una ofrendaantes de partir hacia el sur, cosa que

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tampoco estaba en condiciones de hacera causa de mi situación financiera,habría servido de muy poco. Una legiónromana es comparable a una plaga delangostas, pues altera por completo laoferta y la demanda. Lo altera todo enrealidad: costumbres, tradiciones, díasfestivos, el día a día de la poblaciónautóctona al completo. A buen seguro noquedaba casi ninguna muchachaalrededor del pudiente campamento deinvierno que no estuviera embarazada enprimavera. De este modo se fusionabanlas costumbres romanas y celtas en unacultura galorromana. El concepto delromano enemigo se desvanecía y los

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niños de los concubinatos romanoceltas,más adelante, no tendrían deseo másardiente que el de llegar a servir un díaen la legión romana. Y, si Roma era lobastante lista como para dejarlesmantener sus privilegios a los príncipesceltas, éstos serían administradorescapaces y títeres de Roma biendispuestos. Siempre que pudiesen vivira sus anchas en el entorno social que lesera propio, les daba lo mismo a quiénservían.

Yo ya estaba considerando si, paravariar, no debería hacerle una ofrenda aMercurio, el dios romano del comercio.No obstante, en caso de que Mercurio y

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Teutates fueran el mismo dios, esteúltimo se daría sin duda cuenta de quesu ayuda me había decepcionado. ¿Peroacaso había sido culpa mía? No meparecía nada gracioso tener que dormirdurante todo un invierno sobre tres cajasde ámbar.

* * *

Fue un duro invierno. El tercer añode guerra había empezado. Los lagos ylos ríos se helaban de noche y por lamañana no era extraño encontrar figurascongeladas como esculturas de piedra enaquellos caminos rurales, imposibles detransitar, que conducían a nuestro

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campamento. Cuando la tierra se secó yse endureció un poco, me arriesgué acabalgar con Wanda y Crixo hastaCenabo, la capital de los carnutos. Lasecretaría me había dado tres díaslibres, y yo aún no había abandonado laesperanza de deshacerme de mi ámbarese mismo invierno. La oferta de losmercados de Cenabo era mísera: habíapescado, tejido de lana roja y vino tintoen barriles, metales y cachivaches de loscampos de batalla germanos y belgas,pero en general el mercado estabainactivo. No obstante, ordené a Crixoque se apostara junto al mercado delpescado con unos cuantos trozos de

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ámbar y que exigiera por ellos el doblede lo que había pagado yo.

—¡Me moriré de frío, amo!—Eso es muy probable —dije con

gravedad en el rostro—. Pero antes deque te mueras de frío, tráeme el ámbar ala Posada del Gallo.

Señalé calle abajo; allá donde lacalle comercial torcía hacia el sur habíaun edificio de dos plantas con establos ycarros. Crixo asintió y me miró con unsemblante que partía el alma, pero hicecaso omiso de su mirada y me fui arecorrer con Wanda y Lucía los pobrespuestos hasta que al fin estuvimos frentea la Posada del Gallo. Allí flotaba un

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maravilloso aroma a asados grasientos,pescado a la parrilla y cerveza de trigo.Me volví otra vez hacia Crixo. El chicoseguía de pie donde lo habíamos dejadoy hacía señas exageradas. Después cruzólos brazos sobre el pecho conteatralidad y se frotó con fuerza losbrazos mientras la cálida respiración desu mula se elevaba en nubes de vaporblanco.

—¿Qué dices, nos lo traemos?—¿A Crixo? —se indignó Wanda—.

¿No te das cuenta de que poco a poco sete está ganando? ¡Eso te pasa porquesiempre lo tratas como a uno más de lafamilia! ¡Se está aprovechando de ti!

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Me sorprendió la indignación deWanda. Ella tenía que saber bien en quéconsistían esos jueguecitos, pues a fin decuentas era mi esclava.

Atamos los caballos y entramos enla posada; se nos echó encima un calorpegajoso. En mitad de la sala ardía ungran fuego sobre el que se asaba unjabalí; la cabeza, algo ennegrecida, teníauna curiosa expresión, como si el animaltodavía se asombrara de estar muerto.La grasa caía en siseantes gotas sobrelas llamas y despedía un aromadelicioso. A las mesas estaban sentadosjuntos mercaderes itinerantes yautóctonos, que intercambiaban noticias

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y rumores con diligencia. En algunasmesas se jugaba a los dados; en otras losclientes colgaban sobre sus vasos,mascullando estrofas épicas queacompañaban con monótonos tarareosunos muchachos que, balanceándose,luchaban contra el sueño.

Nos sentamos cerca del fuego ypedimos pescado, pan y corma, la mejorcerveza que debe de existir bajo elcielo. Una joven salió de una salacontigua e hizo saber mediante unaseductora música de flauta, que estabalibre para el siguiente amante. Pero nose presentó nadie. De modo que nostrajo la cerveza de trigo y me preguntó si

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queríamos pasar la noche allí.—Sí, al menos una noche.—Tenemos habitaciones para ocho

personas. La cama cuesta cuatro ases; eldesayuno con un sextario de vino y pan,un as; la muchacha, ocho ases…

Una fuerte patada por debajo de lamesa me dio en la espinilla. ¡Era miesclava, que pataleaba como una mulaterca!

—… y el heno para los animales,dos ases…

—Está bien —dije—, pero sinmuchacha.

La joven puso dulces morritos,dándome a entender sin lugar a dudas

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que a ella también le habría gustado.—Cuatro ases, aún puedes pensarlo

mejor y hacer dormir a tu esclava en elcobertizo.

Se alejó con un elegante movimientode caderas. Llevaba tan ajustada la telade lana hasta las rodillas que a cadapaso el culo se le marcaba bajo elvestido como una manzana madura.Estaba pensando si Wanda no deberíaayudar a Crixo con la venta del ámbarcuando volví a recibir una fuerte patada.Wanda estaba furiosa.

—¡Eres peor que Crixo! ¡Tratas a tupropio amo a puntapiés!

—¡Si piensas quedarte dormido en

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los brazos de esa puta, prefiero que mevendas hoy mismo en el mercado!

—¡Para qué iba a pagar dinero poruna muchacha cuando tengo una esclava!—repliqué, molesto a pesar de estardisfrutando de la reacción de Wanda.

Ella apretó los labiosobstinadamente y sus ojos refulgieroncomo ascuas en una noche sin luna. Nodiría ni una palabra más por lo menos enuna semana.

Sin terciar palabra comimos elpescado que nos trajo una gala entradaen carnes. Habría podido ser mi abuela,pero de pronto se puso a bailaralrededor del fuego, inclinándose sobre

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una mesa para que los borrachuzos y losjugadores le pudieran sobar los grandespechos. Sin embargo, nadie quería ir ala habitación con ella. Al final selevantó la amplia falda de lana, dejandover un pubis semejante a la espalda deuna gallina desplumada. Por lo visto, lacultura romana también había hechoincursiones allí; las señoras romanassiempre iban depiladas hasta las cejas.Los hombres gritaban y se reían.

Me estaba limpiando con la lenguala espuma del labio superior cuandoCrixo entró en la taberna. Le temblabatodo el cuerpo. Lo acompañaban doshombres que llevaban pesados mantos

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con capucha y se habían enrolladolargas tiras de tela en las manos. Noobstante, por las botas de cuero se sabíaque eran ciudadanos romanos.

—¡Crixo! —Le hice señas.La joven vertió un espeso vino con

especias sobre el jabalí. La salsaresbaló por la espalda crujiente ydorada del animal y goteó siseandosobre el fuego. Una extraordinaria nubede vapor aromático se elevó y se mehizo la boca agua. El estómago ya megruñía. Crixo hizo una breve reverenciaante mí y dejó pasar a los dos hombres,que casi al unísono se quitaron lacapucha: ¡Creto y Fufio Cita, el

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proveedor de cereales personal deCésar! Creto me abrazó como a un hijo.En un primer instante me emocioné, peroluego comprendí que su alegría tal vezse debiera al hecho de ver con vida a sudeudor. ¿Acaso Creto me había regaladonunca nada?

—¿Has recibido mis cartas? —pregunté con curiosidad, quizá sólo paraque supiera que me había tomado muy enserio mis obligaciones.

—He recibido cuatro cartas de latierra de los belgas. ¿Y tú? ¿Recibistelas mías?

—No —contesté—. ¿Qué me decíasen ellas?

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Creto le hizo una seña a la joven ypidió también pescado, pan y corma,también quería un pedazo del jugosoasado de jabalí que se estaba cocinandoa fuego lento. Cada vez con másfrecuencia, los hombres se volvían haciael fuego y metían la nariz en losaromáticos vapores. Le hice una seña aCrixo para que se sentara y pedí para élpan y cerveza. Me llenó sin duda deorgullo y satisfacción que la muchachale pidiera a Creto dieciséis ases pornoche. Creto asintió de forma discreta.La idea de ver al griego en sus brazosme molestó.

—Dos ases por las mulas —protestó

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Creto—. ¡Estos carnutos me van aarruinar!

—Y dieciséis ases por unamuchacha —bromeó Fufio Cita. ¡EnRoma, por ese precio te dan también unbaño caliente!

—A mí me lo habría hecho por un as—mentí, e intenté observar la reacciónde Creto con el mayor disimulo.

—¿Un as? —preguntó Creto,asombrado.

Me encogí de hombros, haciéndomeel inocente.

—A ti te pide indemnización pordaños personales, Creto. ¡Por eso para ticuesta dieciséis ases! —Fufio Cita reía

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a carcajadas.Creto estaba muy molesto.—En fin, dieciséis ases… ¡En el

fondo lo que necesito es un dentista y nouna muchacha!

Cuando la joven esclava de lacocina regresó a nuestra mesa con suelegante bamboleo de caderas y lesirvió a Creto el pescado, el pan y lacerveza con una seductora sonrisa, éstemasculló que quería la habitación sinmuchacha, que tenía dolor de muelas.

—¿Hay por aquí cerca algúndentista?

—Prueba con el herrero, tienetenazas —sonrió la muchacha con

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descaro, al tiempo que giraba sobre sustalones para alejarse con su coquetoculo bamboleante.

Wanda dio una patada al vacío pordebajo de la mesa. «¡Aprendo deprisa!»

—En estos parajes sólo seencuentran dentistas de verdad en lalegión —dijo Fufio Cita.

Creto asintió, frotándose nervioso elcarrillo izquierdo. Después se dirigió amí:

—Estás haciendo un valerosotrabajo, Corisio, pero dime, ¿de dóndesale el ámbar que vende tu esclavo? Heestado mucho más al norte y he perdidotodo lo que llevaba conmigo. Ariovisto

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ha escapado al otro lado del Rin; novolverá en mucho tiempo. ¿Y qué es loque ha dejado? Bandas demerodeadores, legionarios romanoshuidos y tropas auxiliares celtas. Me lohan quitado todo, incluso losporteadores y los esclavos. ¡Uno sabíaincluso contar!

—¿Necesitas ámbar? —le preguntéa Creto.

—Sí —respondió—, en grandescantidades. La gente de Roma está locapor el ámbar.

—Vaya, vaya —murmuré—, lo delámbar es difícil, muy difícil…

—Tu esclavo afirma que a lo mejor

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podría hacerse algo —insistió el griego.Me rasqué la cabeza para ganar algo

de tiempo y después miré despaciohacia Crixo. Ese hombre tendría quehaber sido actor: roía una espina depescado perfectamente limpia, absortoen sus pensamientos, y evitaba cualquierencuentro visual.

—Tengo un contacto… A lo mejorse puede hacer algo… —mentí.

Creto asintió distraído y volvió apalparse la muela con la lengua.

—Claro que… el ámbar es muycaro… —¿Y dónde puedo conseguirlo?

—¿Pero tienes dinero? —preguntécon el fin de ganar un poco de tiempo.

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—Fufio Cita me prestará el dinero—dijo Creto, y miró al proveedor decereales de César con insistencia.

Fufio Cita asintió.—Lo que falta no es dinero, sino

cereales. Tendrías que saldar tu deudaen cereales.

Creto aceptó haciendo un gesto conla cabeza.

—Cuando regreses a Massilia,consígueme cereales para elcampamento de provisiones de laNarbonense.

—En la Narbonense —suspiró Creto—, César nos lo devora todo, y lo queno consigue devorar se lo lleva a sus

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campamentos de provisiones del norte.—Todavía no te has acostumbrado a

César —apuntó Fufio Cita riendo.—¿Cómo voy a acostumbrarme a

que César abra a los mercaderesromanos las rutas comerciales haciaBritania y el mar del Norte?

—Es que los massilienses tenéis quedejar de frustrar los planes de César.Ahora que Ariovisto ha huido al otrolado del Rin con todo el dinero devuestros sobornos, no os queda másremedio que acomodaros a las nuevascircunstancias. —Fufio Cita rió—. Loque César ha movilizado y conseguidoen la Galia escapa a toda comprensión.

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El Senado lo honró con quince días defestejos en agradecimiento por ello.Resulta sencillamente increíble. ¡Laplusmarca, bis dato, la tenía el granPompeyo, nuestro gran Alejandro! ¡Diezdías le otorgaron por su victoria sobreMitrídates, y César ha recibido quince!

Fufio Cita desplazó el torso a unlado para que le sirvieran la espalda dejabalí jugosa y rojiza que ya habíanpartido en trozos.

—En César se hace patente lavoluntad de los dioses. Incluso susmaldades son dignas de admiración. Suscómplices de Roma maquinaron elasunto de tal forma que fue justo su

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aliado y eterno rival, Pompeyo, quienhubo de presentar en el Senado lasolicitud para la celebración. ¿Existeforma más bella de mortificar enpúblico a un rival? Por no hablar deCicerón, que ha pasado dieciséis mesesen el exilio suplicando permiso pararegresar de una manera lamentable.Ahora vuelve a estar en Roma y le lamea César el sudor de los pies. El hombreya no es más que una sombra de lo quefue. ¿Y los enemigos de César? Le pidencréditos y le imploran que traiga a sushijos a la Galia para que también ellospuedan enriquecerse aquí. Creto, notiene ningún sentido intentar frustrar los

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planes de César. Con la victoria en laGalia, César es más poderoso quenunca; tiene a Roma a sus pies. Con laGalia, que es el doble de grande queItalia, el poder de Roma ha crecidotremendamente en dos cortos veranos.Gloria, oro y más esclavos, nuevas rutascomerciales y aranceles, tributos eimpuestos suplementarios llegan cadadía a la capital. Por eso hemos honradodurante quince días a nuestro famosoinfractor de la ley, Cayo Julio César.

Fufio Cita levantó el vaso.—¡Ave, Caesar, Ave, imperator!—Déficit omne, quod nascitur —

repliqué con sequedad, lo cual

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significaba: «Todo lo que nace seextingue otra vez.»

Creto sonrió, cansado, y levantó suvaso:

—Por el ámbar, el oro de Oriente.Aún estuvimos charlando un rato

más, hasta que tuvimos el estómagolleno a reventar. Por la noche se nosunieron otros mercaderes, queintercambiaban con avidez las noticiasacerca del estado de los caminos y losmercados cercanos. El conjunto delcomercio en la Galia estaba cambiando.Nadie deseaba otra cosa que hacernegocios con César, con su ciudaditinerante de cincuenta mil hombres.

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Donde habían descansado los hombresde César, los campamentos deprovisiones quedaban vacíos en veinteleguas a la redonda.

Al principio de la tercera guardianocturna, Fufio Cita enmudeció depronto. Simplemente se cayó de la silla,y sus esclavos se lo llevaron aldormitorio. El vino ofrecido por Creto,que debería haberlo puesto parlanchín,lo había dejado del todo silencioso.

* * *

La esclava de la cocina nosacompañó al primer piso portando unalámpara de aceite. La habitación

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desprendía un horrible olor a sudorrancio y orines. Las paredes estabancubiertas de garabatos y unos profundosarmazones de madera, forrados de pajaya putrefacta, servían de lecho. Encimahabía pieles grasientas. Sobre el mío seleía aún la inscripción: «Nos hemosmeado en la cama. Lo admito, posadero,no ha estado bien. ¿Preguntas por qué?¡No había orinal!»

El texto no era tan sorprendentecomo el hecho de que allí hubiesedormido alguien que supiera escribir.Me dormí acompañado de todo tipo deparásitos que me picaban mientras algúncliente se divertía en la oscuridad con

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una de las mujeres que trabajaban en laposada; jadeaba con tanta fuerza quehabía que temer por su vida. Me tapé lacabeza con la capucha de mi tupida capade invierno y me tumbé de lado. Asíveía por la pequeña ventana el bosque yla luna, que descansaba mágica ycelestial entre los astros. Lucía se habíametido bajo mi brazo doblado, hecha unovillo; me encantaba su olor y el calorque despedía su cuerpo. También ellatardó en dormirse. Lo que nos impedíaconciliar el sueño no eran tanto losmolestos e irregulares ronquidos de losborrachos que estaban tumbados en suslechos de madera, derrotados, como los

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inquietantes chillidos y ruidosprovenientes de los innumerablesratones y ratas. En algún momentoWanda me preguntó si ya dormía. Cadavez hacía más frío, y se vino a mi ladocon sus pieles. Lucía saltó de la cama yse entregó con determinación a la cazade ratones.

—Amo, ¿no habías pedido unamuchacha? —bromeó Wanda mientrasse me arrimaba con cariño.

—Sí —cuchicheé—, pero a miesclava no le parece bien y ya no tengodinero.

—No importa —me susurró Wandaal oído mientras buscaba mis labios con

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la punta de la lengua.

* * *

Al día siguiente regresamos alcampamento. Fufio Cita estaba pocohablador; de vez en cuando paraba yarrojaba al borde del camino. Sentímucha lástima. Más o menos almediodía encendimos un fuego acubierto del viento bajo un saliente depiedra y hervimos agua. Preparé unadecocción y le añadí, poco antes de queel agua hirviera, unas cuantas hierbassecas. Cuando se hubo enfriado, vertí unpoco en un vaso y se lo di a beber aFufio Cita.

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—Tranquiliza el estómago —dije.—¿Tienes también algo para el

dolor de muelas? —preguntó Creto.Estaba de bastante mal humor y no hacíamás que quejarse y criticarlo todo. Ledije que la decocción adormecía elcuerpo sin que la cabeza se quedasedormida. Creto no entendió ni unapalabra. El dolor de muelas era tanfuerte, no obstante, que metió el vaso enla decocción y bebió.

Crixo volvió a hervir agua y preparóun puré de cereales molidos y tocinoahumado. Creto se quejó de que lacomida estaba muy salada. Wanda yCrixo sonrieron; de alguna forma tenía

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yo que deshacerme de la sal.—El cuerpo necesita sal —murmuré.—Si lo dice un druida, será verdad

—dijo Fufio Cita con voz débil.Cabalgamos de nuevo por el paisaje

nevado. Los cansados árboles dejabancolgar las ramas bajo la pesada carga dela nieve. Los caminos estaban cubiertospor una profunda y espesa capa de nievesuelta. Adoraba el ruido crujiente que seproduce cuando los cascos pisan sobrecapas de nieve muy compactas. Wanda yyo cabalgábamos uno junto al otro comodos enamorados y nos acariciábamoscon la mirada. Ella era un auténticoregalo de los dioses.

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Fufio Cita iba en cabeza con algunosde sus esclavos. A veces volvía la vistahacia mí, escéptico, casi condesconfianza. Seguro que nunca habíadejado que lo tratara un druida.

—Druida —dijo al cabo de una horalarga—, en Roma podrías ganar muchodinero. ¡De pronto me encuentro demaravilla!

—¡Es porque ya has vomitadobastante! —soltó Creto detrás denosotros, con ánimo pendenciero—. Siel estómago está vacío, ¿qué másquieres vomitar?

—¡Bilis! —dije riendo—. Nunca esdemasiado tarde para vomitar un poco

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de bilis. Pero dime, Creto, ¿qué tal vantus muelas?

—El dolor ha pasado, aunqueseguramente es por el frío.

Cita rió para sus adentros y luegogritó en dirección a nosotros:

—Druida, ¿conoces algún remedioque haga comestibles a los viejosavinagrados como Creto?

—Sí —bromeé—, la espada.Cabalgamos hasta lo alto de una

colina que había junto a un espesobosque. A lo lejos vimos humo. FufioCita le ordenó a uno de susacompañantes que se adelantara. Alcabo de un rato, el hombre regresó para

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informar de que unos celtas estabanasando un cerdo y nos invitaban acomer.

Consideramos un breve instante lospros y los contras y decidimosacompañarlos. Lo cierto es que noposeíamos nada que justificara unasalto. Los celtas nos recibieronamistosamente, ofreciéndonos vino ycarne. Fufio Cita ordenó a sus esclavosrepartir pan y nueces. Eran celtasjóvenes, ninguno tenía más deveinticinco años; parecían estaresperando a alguien y no tenían prisapor marchar. Conversaron conmigoacerca del tiempo y del vuelo de los

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pájaros. Los celtas, igual que el resto depueblos alrededor del Mediterráneo,siempre estamos a la espera de algunaseñal de los dioses. Fufio Cita y Cretoguardaban silencio. Al parecer noquerían darse a conocer como romanos,aunque no era difícil identificarlos porsu vestimenta. No obstante, me pareceque no querían provocar sin necesidad.De modo que se limitaron a esbozar unasonrisa cortés cuando un celta lesdedicaba su atención. Al cabo de unrato, una buena docena de celtas se alejópara clavar dos lanzas en el suelo a unoscincuenta pasos de nosotros. Ambaslanzas estaban más o menos separadas

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por la longitud de otra lanza y porencima atravesaron una tercera lanzasujeta con cintas de cuero. ¡Un yugo! Nome cabe duda de que el remedio que lehabía dado a Fufio Cita para calmarle elestómago perdió de repente su efecto yque Creto volvía a sufrir un palpitantedolor de muelas. Ambos intercambiaronmiradas nerviosas. También losesclavos y porteadores de Fufio Citaempalidecieron y se pusieron a examinarla zona en busca de una posibleescapatoria. Los celtas de la hoguerasonreían satisfechos y contemplabandivertidos cómo sus camaradaslevantaban otro yugo a más o menos cien

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pasos del primero.—¿Quién se anima? —exclamó uno

que llevaba una túnica de pieles ceñidasobre la vestimenta de lana.

Delante de sendos yugos se habíareunido un pequeño grupo de fuertesceltas. En uno de los yugos había seis,en el otro siete.

—Nos hace falta otro hombre —exclamó alguien.

Un tipo algo gordezuelo y con lacara enrojecida por la bebida se levantóde la hoguera tambaleándose y avanzópor la nieve espesa. Ya había sieteceltas ante cada yugo.

—¿Dónde está el romano? —

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gritaron algunos.Fufio Cita hizo una mueca, como si

se hubiese intoxicado con pescado. Elde la túnica de pieles hurgó en la nievecon el pie y al final encontró algo quedesde la hoguera apenas podíamosdistinguir. Se trataba de algo redondo ypeludo. Entonces empezaron.

Los dos grupos se abalanzaron sobreaquello e intentaron hacerlo avanzar apatadas. Se empujaban, se daban tironesde los mantos y las túnicas, y le dabanpatadas a aquella cosa como locos. Untipo joven y larguirucho corrió deprisahacia delante, consiguiendo colocar elpie debajo de la cosa para a

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continuación lanzarla con elegancia porencima de los demás jugadores hastajusto delante de los pies del tipogordezuelo, que se mantenía algoapartado. Éste empujó la cosa haciadelante con la parte interior del pie y seprecipitó hacia el yugo contrario. Elcelta de la túnica de pieles saliódisparado hacia él desde un lado ydeslizó los pies entre las piernas delotro. El gordo cayó en la nieve dandoalaridos mientras aquella cosa rodabaen dirección a nosotros.

La cosa era una cabeza; una cabezacortada.

Rodó en línea recta hasta nuestra

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hoguera y se quedó atascada en la hondanieve. Un celta que estaba echando másleña agarró la cabeza por el pelo, labalanceó en el aire y la devolvió alcampo de juego. El celta delgaducho seseparó de su grupo de jugadores y, conuna excelente recepción directa, lanzó lacabeza mientras estaba aún en vuelodirectamente a través del yugo contrario;cayó de rodillas al tiempo que daba unalarido y alzaba los puños cerradoshacia el cielo. Sus compañeros deequipo corrieron hacia él, cayerontambién de rodillas y abrazaron altirador victorioso mientras los jugadoresdel otro grupo daban fuertes puntapiés a

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la cabeza y se precipitaban hacia elvacío yugo contrario. Uno había asido lacabeza bajo el brazo mientras los demáslo protegían por todos los costados.Como no había nadie allí delante, les fuefácil pasar la cabeza entre las doslanzas. Pero, eso no gustó nada al otrogrupo, que de la enorme alegría habíahundido en la nieve al goleadorflacucho. Consideraron eseprocedimiento poco noble, y sedesencadenó una fuerte discusión. Alfinal la disputa desembocó en unahorrible pelea. En ese momento llegaronunos jinetes; jinetes celtas, encabezadospor un hombre joven a quien yo ya había

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visto en algún lugar. Cuando desmontójunto a la hoguera, un joven celta vinocorriendo y se llevó su caballo. Losgallos de pelea del campo de juegodetuvieron la riña de inmediato.

—¿Tenemos invitados? —observóel joven noble con un ligero tono deburla.

Nos examinó un momento pero coninsistencia y al final se me quedómirando. En sus labios apareció unasonrisa. Entonces lo reconocí: era elarverno que un día me recogiera en ellago de montaña cerca de Genava,cuando vomitaba mi mixtura divinasacudido por los espasmos.

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—¡Vercingetórix!—¡Druida! ¿Qué te trae por este

territorio?Fufio Cita y Creto recobraron la

esperanza. Vercingetórix me tendió sumano para que pudiera levantarme conmás facilidad y me condujo unos pasosmás allá, donde los jinetes que lo habíanacompañado preparaban una segundahoguera. Nos sentamos contra un troncoy nos contemplamos el uno al otro.

—¿No te dije que un díavolveríamos a vernos?

Vercingetórix asintió. Los jugadores,mientras tanto, habían decidido queambas partes debían volver a colocarse

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en su sitio después de cada tirovictorioso bajo el yugo. Ambos grupostomaron posiciones y fueron reforzadosde manera equitativa por algunos jinetesque habían acompañado a Vercingetórix.Y de nuevo comenzaron las patadas, lostirones y los golpes.

—Druida —dijo Vercingetórix—,¿goza realmente César de la protecciónde los dioses?

—Lo que era ayer, mañana puedeser distinto. También los dioses cambiande opinión. César los desafía. No tienelímites, no tiene moderación. Para ganar,en toda ocasión asume su muerte. Comojinete de la auxilia al servicio de César

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ya lo habrás vivido bastantes veces.—Ya no estoy en el ejército de

César —se apresuró a interrumpirmeVercingetórix—. Les promete el títulode rey a todos los nobles celtas paraasegurarse su buen comportamiento.Pero no nos convierte en reyes, sino enbufones. Se aprovecha de nuestrarivalidad; unidos podríamos aplastar aCésar como a un piojo entre los dedos.Las legiones de César están en graninferioridad numérica; lucha en terrenodesconocido, no conoce nuestrasquebradas y bosques, es un jugador y unimpostor.

—Pero sus éxitos dicen otra cosa —

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repliqué con prudencia.—Lucha con celtas contra celtas.

Derrotó a los helvecios gracias a lasuerte, y ahora los jinetes helveciospelean en su bando. Derrotó a losgermanos suevos gracias a la suerte, yahora los germanos luchan en su bando.

—Y también los jinetes eduos y losbelgas…

—Sin caballería, aquí César estaríaperdido. Los celtas deben reagruparse.Unidos somos fuertes e invencibles.Haremos que ese gusano engreído seretire a su provincia. Conozco sustácticas y sus argucias, sé cómo piensa ycómo cuenta.

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—Llevas razón, Vercingetórix, perola enemistad entre las tribus celtas esmás antigua que la relación con Roma.¡Los celtas no quieren liberarse del yugoromano, sino convertir a sus vecinos enclientes gracias a Roma!

—Eso debe acabar —reivindicóVercingetórix—. Debemos aprender delos romanos y unir a todos nuestrosguerreros bajo un solo mando.

—¡Imposible! ¿Quién dirigiría esasfuerzas armadas? ¿Un eduo? Losarvernos y los secuanos no lo querrían.¿Un secuano? Los eduos no lo toleraríanjamás. Si se lo propones, todos losceltas se pondrán a cortar cabezas hasta

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que sólo quede uno. ¡Un general sinejército!

—¡Druida —evocó Vercingetórix—,tú mismo has dicho que lo que ayer fuepuede ser distinto mañana! Tenemos queintercambiar rehenes y pagar tributos.Debemos alimentar año tras año al loboromano. ¡Quién sabe si los dioses no noshan enviado esta úlcera para que nosunamos al fin en un solo pueblo deceltas!

—Me temo —dije despacio,sopesando con cuidado el discurso deVercingetórix— que el problema no sonlos guerreros, sino los nobles. Para ellosse trata del poder, de las tribus clientes,

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de la supremacía sobre aranceles eimpuestos. Si César les garantiza esosprivilegios, no tienen motivo paraponerse en su contra. Mira a Diviciaco.Su hermano Dumnórix se lo habíaarrebatado todo y Diviciaco era másinsignificante que un grano de arena enel desierto. Con la ayuda de César, ysólo así, Diviciaco ha vuelto a sergrande, poderoso y rico. ¿De verascrees que alguien como Diviciacovolvería a renunciar a todo eso? ¿Paraqué? ¿Qué sacaría con ello?

—Una Galia libre y orgullosa —susurró Vercingetórix como para susadentros.

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No sé qué conclusión debía sacar deesa conversación. ¿Estaba Vercingetórixdecepcionado con César porque aún noera rey de los arvernos? Yo no queríaimputarle nada en falso. Quizá tuvierade veras una visión: la de una Galialibre y orgullosa. La de una gran nacióncelta. Tal vez sí, y tal vez no.

—¿Qué dicen de eso los arvernos?—Me han expulsado del territorio

de nuestra tribu. ¡Pero juro por losdioses que algún día regresaré con losque me son fieles! Mataré a mi tío y meharé proclamar rey de los arvernos.Entonces, druida, conquistaré la Galiacon palabras o con armas, y lo haré para

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aniquilar a César.Bien, hablando todos somos sin duda

invencibles. Sin embargo, ¿qué podíaobjetar yo? ¿No soñaba también con migran comercio en Massilia? ¿No eranlos cimientos de semejante logro unavisión, un sueño? ¿Acaso no había sidotambién la travesía de los Alpes deAníbal nada más que una fantasía en unprincipio? ¿Y no decían nuestrospropios druidas que primero hay quehacer realidad en sueños las visionespara luego llevarlas a la práctica?Vercingetórix era un hombre joven eimpetuoso que ambicionaba la gloria.Creo que no era diferente del Divicón

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que en su día hiciera pasar bajo el yugoa los romanos. Se notaba que él podíaconseguir más que otras personas.Irradiaba una fuerza irresistible; tenía elcarisma mágico que los dioses sólootorgan a aquéllos elegidos para dirigira un pueblo. Cuando hablaba, todosenmudecían y escuchaban. Entrenosotros, cuando alguien toma la palabrapor lo general las conversacionescontinúan con vivacidad y nadie prestala menor atención.

Ese día Vercingetórix parecía estaralgo ausente. Llevaba el espeso pelonegro mucho más largo que los noblesarvernos y le caía en cascada sobre los

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hombros. Sus ojos negros eran grandes yoscuros, pero no fríos; despiadados talvez, o más bien con cierto destelloobsesivo. Desde la última vez que nosviéramos, tenía el rostro más enjutotodavía; la nariz delgada y larga y labarbilla huesuda y ancha sobresalíancon más fuerza. Estando allí frente a élpensé que podía conseguir lo imposible.Ya había escuchado hablar así a muchosceltas, pero el orgullo y la voluntad nobastaban para derrotar a César: senecesitaban los conocimientos precisosde la táctica militar romana, lainteligencia para desarrollar unaestrategia y la sabiduría para proceder

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con paciencia a veces. Y también creeren la propia visión. El mayor enemigode cada persona se encuentra en supropia cabeza: es la eterna vacilaciónde los acobardados, el eterno pesimismode los perdedores y la apatía de losfracasados, a quienes atormentan celos yenvidia de los triunfadores.

—¡Vercingetórix! Los romanosrevuelven nuestros pantanos sagrados ysaquean nuestras aguas sagradas.Desvalijan a nuestros dioses. Si hayalgo que pueda unirnos a los celtas es laobligación de castigar a esos blasfemos.Los mayores enemigos de César no sonlos guerreros, sino los druidas. Sólo

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entre éstos no tiene valor alguno lapertenencia a una tribu. Los druidasceltas escogen una vez al año a su jefeespiritual en el bosque de los carnutos, ysi ese jefe ordenara la guerra sagradacontra Roma, todos transmitirían esaorden a sus tribus y se ocuparían de quese cumpliera. Vercingetórix, visitaré elbosque de los carnutos.

El arverno me miraba perplejo,como si ese instante tuviese para él unsignificado muy especial. Me tomó delbrazo, igual que lo hiciera César cuandohabía buscado mi complicidad, y dijo entono reflexivo:

—Sólo los druidas pueden ordenar a

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los príncipes de las tribus que renunciena su soberanía en favor de un jefe militarreconocido por todos los celtas. —Emocionado, Vercingetórix me agarróde los hombros y me miró coninsistencia—. Dime, druida, ¿puedelograrse?

—Sí —contesté con la más profundaconvicción—, puede lograrse,Vercingetórix. Pero eso no significa queuno de nosotros vaya a lograrlo. Sólosignifica que uno de nosotros podríalograrlo.

—Si puede lograrse, lo lograré —dijo el arverno, y se levantó.

Con la mirada vacía contemplaba a

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los dos equipos que daban patadas a lacabeza entre los dos yugos, de aquí paraallá. Un celta le hizo una seña aVercingetórix y éste le contestó con unademán de cabeza. Con ello, los celtasque lo habían acompañado volvieron amontar en los caballos. El arverno metendió la mano y me llevó junto a misacompañantes. El suelo nevado eratraicionero, ya que bajo la capa depolvo blanco había muchas placasheladas que te robaban el equilibrio confacilidad. Vercingetórix comentósonriente que mis acompañantes habíansido afortunados al cabalgar por la zonadesprovistos de mercancías. Por norma,

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sus hombres desplumaban a losmercaderes romanos como a gansos.

Después de dejarme sentado otra vezen un tronco entre Fufio Cita y Creto, sedirigió a su caballo y montó de un saltodesde la grupa. Luego se despidió con lamano y se marchó cabalgando con sushombres. Al parecer, por el otroextremo del bosque se aproximabanunos mercaderes no tan desprovistos demercancías.

Fufio Cita y Creto me miraban conimpaciencia, como si tuviera queexplicarles algo enseguida. Apenas lessonreí y señalé al campo de juego,donde ambos equipos se empleaban a

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fondo. Habían dejado de darle con elpie a la cabeza cortada; eso erademasiado difícil, así que ahora se lalanzaban e intentaban abalanzarse hastadelante del yugo contrario.

—El juego no está mal —comenté—, pero habría que sustituir la cabezapor algo más ligero. Se podría rellenarcon musgo o paja un trozo de piel yluego coserlo de modo que fuese más omenos redondo.

Fufio Cita desestimó la idea con lamano, divertido.

—Nunca has estado en Roma,druida. Todos los jóvenes juegan allíc o n pilae, que son bolas de tela,

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pequeñas y grandes, o vejigas de cerdoinfladas. No, druida, el problema no sonlas bolas, sino las reglas del juego. Loque falta es una especie de pax romanadel juego de la bola, así como alguienque supervise el cumplimiento de lasreglas del juego y que imponga castigosa los infractores.

Creto hizo gesto de disentir.—Los romanos sólo sabéis jugar a

los dados. Con vuestras reglasestropeáis cualquier juego —criticó, yvolvió a frotarse atormentado suhinchado carrillo.

—¡Y los massilienses no entendéisnada de deportes! ¡Aún no he visto a

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ninguno encima del podio de losvencedores en Roma! Ese juego depelota celta no está mal, pero como biendice el druida, habría que sustituir lacabeza por una pelota de cuero. Deberíaestar prohibido dar puñetazos alcontrario o agarrarle de los testículos. Ypara que también sea entretenido paralos espectadores, ambas partes deberíanllevar colores diferentes, como losaurigas de Roma.

Asentí, dándole la razón a FufioCita. Ahí se apreciaba de nuevo la típicacualidad romana de examinar todo loextranjero en busca de algo útil parapresentarlo después en Roma como

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invención romana con un envoltorionuevo y distinto.

—Y de algún modo —añadí—también hay demasiados jugadores en elcampo.

—No, no —exclamó Fufio Cita,entusiasmado por que yo también hicierareflexiones constructivas—. No es quehaya demasiados jugadores en el campo,sino que el campo es demasiadopequeño. Lo adecuado sería una arenaromana; así cada equipo podríacomponerse de veinte jugadores. Esofuncionaría.

—¡Pero el yugo es demasiadopequeño!

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Cita meditó la objeción un instante.—Tienes toda la razón, druida.

Necesitamos un yugo tan grande como lapuerta de un campamento de inviernoromano. Y para que la pelota no rebotecontra la pared de la arena, esa puertadebe tener una red de pescador.

—¡Entonces cada tiro será un tanto!—protesté.

—¡Exacto, druida! Tenemos quecambiar las reglas del juego. En cadaequipo sólo un hombre tiene derecho atocar la pelota con las manos; el restosólo pueden tocarla con los pies.

Fufio Cita estaba entusiasmado connuestras nuevas reglas de juego. Creto,

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por el contrario, perdió todo entusiasmocuando la cabeza cortada le cayó entrelas piernas. Gritó, asqueado; la cabezaapestaba un horror y los ojos ya se lehabían caído de las órbitas.

—Casi se me había olvidado —dije,como si nada—, pero es muy posibleque pronto necesiten remplazar lapelota. Deberíamos despedirnosmientras todavía nos aprecian.

Todos dieron un salto, apretaron lascinchas de las acémilas y montaron enlos caballos. Era terriblemente graciosover cómo les sonreían Cita y Creto a losceltas. A punto estuvieron de provocarseuna distensión de la musculatura facial.

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Se despidieron con la mano mientrasincitaban a los caballos para alejarsepor fin de esos salteadores arvernos.

* * *

Por la tarde llegamos al campamentoromano. Creto le tenía tanto pánico almédico de la legión que ya no sentíaningún tipo de dolor. No obstante, pocodespués de haber decidido no visitar aldentista, el dolor regresó y Creto entrócon la cabeza gacha en la tienda delmedicus Antonio.

A la mañana siguiente, Crixo sacónuestras cajas de ámbar frente a latienda. Creto no se hizo esperar mucho;

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estaba de muy mal humor y tenía resaca,ya que el medicus le había dado vino sindiluir antes de sacarle la muela. Le dijeal griego cuánto valían las cajas deámbar, más o menos tanto como lo queyo había pagado por ellas.

—¿Y dónde está el loco que exigesemejante precio?

—Se ha marchado temprano estamañana —mentí.

—Aja, ¿y te ha dejado a ti lamercancía sin más? —se burló Creto altiempo que guiñaba el ojo izquierdo.

—No —dije—, le he dado unadelanto en tu nombre…

En ese mismo instante advertí que

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había incurrido en un grave error.Hubiera dado lo mismo explicar a Cretoque yo había comprado la mercancía entierras belgas.

—¿Y con qué has pagado? —dijoCreto riendo, para luego añadir—: Tencuidado, Corisio, te sacudes como unpez en la red. Si de veras lo has pagadocon tu dinero, supongo que ahoraquerrás sacarme el doble. Pero conmigono puedes hacer negocios, Corisio. Eresmi empleado, mío en exclusiva. Según elcontrato te está expresamente prohibidohacer negocios para otras personas. Nisiquiera tienes derecho a hacer negociospara ti mismo.

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Sentí que acababan de aplastarmecomo a una garrapata henchida a puntode explotar. Creto vio mi turbación. Yase sentía del todo recuperado.

—Y bien, Corisio, ¿dónde está tumercader?

—Bueno —respondí de mala gana—, al término del segundo verano deguerra César recompensó mis servicioscon generosidad. Con ese dinero lecompré las cajas a un mercader del este.Pensé que si nos dirigíamos hacia elsur…

Creto hizo un gesto negativo con lamano.

—Pero las legiones fueron más

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rápidas. Nos han fastidiado todo elnegocio. Verás, Corisio, jamás en lavida deberías haber comprado nada a unmercader del este. Le pagastedemasiado; con la mitad habría sidosuficiente. Y a mí me has pedido cuatroveces más. Por otra parte, como ya hedicho, tienes prohibido hacer negociospor tu cuenta; de modo que hascomprado este ámbar para mí. Sinembargo has pagado demasiado, y poreso sólo te daré la mitad de lo quepagaste en realidad.

Crixo y Wanda estaban muymolestos. Hasta Lucía gruñía. ¡PorMercurio, cómo había cambiado ese

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usurero massiliense!—Ahora no digas nada, Corisio, y

alégrate de que no me querelle porincumplimiento de contrato. Imagina quete impusieran una amonestacióneconómica. Tendrías que venderte comoesclavo para pagar la multa. Así quedéjame ese ámbar y date por satisfechocon haber perdido sólo la mitad.

Guardé silencio. Me había quedadosin habla. No era demasiado experto enasuntos jurídicos, pero lo poco quesabía por Trebacio Testa hablaba másen favor de las afirmaciones de Cretoque de mí. Creto dijo que pediría dineroprestado, compraría esclavos y animales

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de tiro y luego me compraría el ámbar.Y, en efecto, lo hizo por la mitad delprecio que yo había pagado por él.

—Enfádate conmigo si te apetece —dijo Creto riendo—, ¡así al menosaprenderás algo! Algún día llegarás aser un buen mercader, Corisio, pero aúnte falta mucho que aprender. Espero quejamás en la vida vuelvas a comprarámbar, pues es la mayor de lasestupideces que se pueden cometer. ¿Deveras que nunca habías oído hablar de laRuta del Ámbar? Contra eso no hay nadaque hacer.

Todo palabras, nada más que neciaspalabras. Yo estaba hecho una furia.

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—Espero que el ámbar te traigasuerte, Creto —dije, serio.

Creto quedó desconcertado por uninstante.

—¿Qué quieres decir?—¿Te acuerdas del tío Celtilo?—Por supuesto —dijo Creto,

confundido.—¿Qué crees tú que diría Celtilo de

nuestro trato?—Bueno —dijo Creto, vacilante—,

se alegraría de que me preocupe por ti.—Sí —murmuré, e intenté cargar mi

voz de ambigüedad—, se alegraría y seocuparía de que este ámbar te traigamucha suerte.

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—¡Malditos celtas y vuestrassentencias ambiguas que lo dicen todo yno significan nada! ¿Qué es estedisparate? ¿Acaso pretendesatemorizarme? ¡Para mí no eres ningúndruida, Corisio! ¡Date por satisfechocon que alguien se preocupe por ti!¡Para mí eres un soñador! Sólo eso. ¡Yesas hierbas que llevas en la bolsa no tehacen más druida!

—¡Me has insultado, Creto! ¡Teacordarás de mí la próxima vez que tetorture el dolor de muelas!

Me alejé furioso con pesadostrancos mientras gritaba:

—¡Wanda, llévame el contrato que

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firmé con esta sabandija a la tienda deTrebacio Testa! Y tú, Crixo, quédateencima de las cajas de ámbar hasta quevuelva.

* * *

Poco después estaba sentado conWanda en la tienda de Trebacio Testa yle pedía consejo. Tras leer el contrato,mandó llamar a Creto. Dos oficiales lotrajeron a la tienda. Estaba bastantealterado; a buen seguro no había creídoposible que yo recurriera a la ayudaromana.

—Creto —comenzó el jovenTrebacio Testa mientras se limpiaba

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desenfadadamente las uñas con unaaguja de cuerno—, según el contrato,Corisio es tu empleado y sólo puedetrabajar para ti.

—Así es —exclamó Cretoentusiasmado, suponiendo ya cercana lavictoria.

—Muy bien, Creto. Corisio hacomprado ámbar. Eso no le estáprohibido por contrato…

—No puede comerciar por cuentapropia… —protestó Creto.

—La transacción comercial sóloculmina cuando los productoscomprados vuelven a venderse. Sinembargo Corisio aún no ha vendido el

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ámbar, de modo que aún no ha realizadoningún negocio. Las cajas son aún de supropiedad personal.

Creto estaba enfadadísimo y agitabala mano en señal de negación.

—Pero ¿qué es esto?, ¡si ya me havendido las cajas!

—No, Creto, el negocio no es válidoporque se fundamenta en falsedades. Lehas explicado a Corisio que estáobligado a cederte la mercancía, y esono es cierto. De ese modo, tú, Creto, hasintentado obtener un beneficio medianteuna falsedad y de ese modo, tú, Creto,has incurrido en una estafa. ¡Además, deeste contrato deduzco que exigiste un

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precio abusivo por el tonel que leentregaste a Corisio en Genava!

—¡Estoy en todo mi derecho!—Sí, si vendes el vino, pero no

cuando tienes que establecer uncontravalor por una mercancía perdida.¡Eso es diferente!

—¿A qué vienen todas estassutilezas? Corisio estuvo de acuerdo.¡Donde no hay demandante, no hay juez!

Trebacio Testa se levantó de golpe yme señaló con el dedo.

—Aquí está el demandante, tú eresel demandado y yo, Trebacio Testa, soytu juez.

Creto se abalanzó sobre Trebacio

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Testa cegado de ira y lo agarró delpescuezo.

—Rata miserable y engreída…Casi en el mismo instante los

guardias le hundieron en las costillas elasta de madera de los pila. Creto cayógritando al suelo y allí se quedó,gimiendo. Los guardias lo arrastraronafuera.

—Enviadlo a prisión. El prefectodel campamento decidirá sobre él.

A mí aquello no me parecía bien; noera ésa mi intención. Como si mehubiese leído el pensamiento, TrebacioTesta dijo:

—Que no te importe, druida. De

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haber tenido ocasión, él te habríapisoteado como a un trapo sucio.

Al día siguiente, Creto fuecondenado por el prefecto delcampamento, Rusticano, en presencia dealgunos oficiales. Mi contrato con Cretofue declarado nulo y sin efecto. Elprefecto del campamento estableció lacantidad que tenía que abonarle a Cretopor el vino perdido en Genava. AuloHircio me adelantó el dinero. Lasentencia fue puesta por escrito y seenviaron copias a Roma, Massilia yGenava. Disfrutaba de la protección delas leyes romanas, disfrutaba de laprotección de la República Romana.

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Me encontraba de pie sobre elterraplén occidental, apoyado contra laempalizada de madera, mientras lasilueta de Creto desaparecía poco apoco en el horizonte a lomos de uncansado burro. Luego se perdió comouna línea en el blanco paisaje. Sentí granalivio pese a saber que me había ganadoun enemigo acérrimo. Era poco probableque nuestros caminos volvieran acruzarse, y aun así… Con Roma de milado no tendría que temer a alguiencomo Creto. Estaba impresionado por elapoyo que me habían brindado losromanos. No era un celta el que mehabía sacado de la ciénaga, ni

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Vercingetórix ni Dumnórix, sino losjuristas de César, los prefectos de Césary los oficiales de César.

A pesar de que el día anterior aúnbarajaba la idea de asistir a la reuniónanual de los druidas galos en el bosquede los carnutos para propugnar lacuestión celta, ya no veía motivo parahacerlo. ¿Qué me importaba a mí lacuestión de las tribus celtas si sólocontaban los intereses personales de losnobles? No tenía ganas de luchar porningún noble celta. ¿Acaso se habíaesforzado alguno nunca por mí? ¿Habíaintentado jamás un noble celtaconvertirme en druida? Santónix, tal vez.

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Pero un noble celta sólo se ama a símismo. En ese sentido apenas sediferencia de un patricio o un caballeroromano. El hecho de que no tuvieraintención de proseguir con mi formacióndruídica, por supuesto, no dependía sólode la resistencia de la nobleza celta.Seré justo: probablemente el vino megustaba demasiado, y siempre preferiríala compañía de Wanda a los versossagrados. Ella, además, estaba junto amí mientras yo emborrachaba losdilemas y disgustos con un tinto deCampania sin diluir. Crixo meescuchaba con avidez, tal vez dispuestoa aprender algo de cada palabra.

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—Sí —dije con un suspiro—, ¿quéhabría sido de mí en la comunidadcelta? ¿Acaso debo estar eternamenteagradecido por que no me ahogaran alnacer? Eso no fue caridad. Seguro queles dio miedo arrojar al agua la moradade algún dios. Roma me ha abierto losojos. Roma me ha abierto las puertas aluniverso del saber. Roma, no nuestrosdruidas. ¡Aquí, en este campamento, soyel druida de César! ¡Aquí gozo deprestigio y respeto!

Vi que Wanda y Crixointercambiaban miradas depreocupación.

—¿Y a vosotros qué os pasa? —le

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grité a Crixo.—Amo, creo que ya es suficiente —

susurró.Sí, tenía el convencimiento de que

todos mis amigos estaban en esecampamento romano: Wanda, Lucía,Crixo y todos los romanos. Romanos.Me alegraba por ello y a la vez meentristecía, puesto que en lo más hondode mi corazón seguía siendo… un celtarauraco. Sin embargo, aquella noche meadherí al mundo romano, ya más queharto de los celtas.

Al día siguiente firmé un contratoque me obligaba a permanecer alservicio de César hasta el término de su

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proconsulado en la Galia.Definitivamente me había decidido porRoma. Igual que millares de galos más.

* * *

El invierno transcurrió tranquilo. Almenos para nosotros, ya que en la Galiano hay inviernos tranquilos. En lasregiones pacificadas vivían unasdoscientas tribus celtas; y en inviernoocho legiones no pueden hacer nadacontra ellas. A los romanos les costabacomprender por qué un pueblo que sehabía sometido a Roma volvía arevelarse de improviso. Tal vez se debaa que amamos sobremanera la libertad y

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odiamos la servidumbre. Para provocaruna guerra basta con que un celta deprestigio se lamente en público duranteuna borrachera colectiva de que la ideade que sus propios hijos sean rehenes delos romanos le hace perder el juicio.Entonces todos se echarán a llorar comosi quisieran inundar la tierra con suslágrimas y a eso le sigue la cólera, elagarrar las armas y la partida inmediata,siempre que aún puedan caminar. Asíempiezan muchas guerras en la Galia.Cambiamos de opinión igual que losdioses con el tiempo en primavera.Mientras César aplacaba el alzamientode los vénetos, que controlaban el

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comercio marino con Britania, metrasladé con Fufio Cita al oppidum delos carnutos, a Cenabo, donde Fufio Citahabía instalado una oficina central decomercio que debía regular la comprade cereales en la Galia. Fufio Citaseguía abasteciendo a los ejércitos deCésar. A pesar de que jurídicamente era,igual que antes, un empresarioparticular, hacía tiempo que pertenecía ala plantilla de proveedores del ejércitodel procónsul. Por consiguiente, eracomprensible que la secretaría de Césarme encargara crear de forma temporaluna oficina externa encargada de lacorrespondencia del despacho de Fufio

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Cita, puesto que Cenabo se encontrabafuera de la zona de operacionesestablecida.

Más adelante me reuniría con Césaro con Labieno. De modo que todanoticia de los escenarios bélicos mellegó a partir de entonces siempre congran retraso. César sofocó loslevantamientos y, tras ese tercer veranode guerra, parecía tener la Galiadominada por completo. Volvió a pasarel invierno en sus otras dos provincias,Iliria y la Italia superior.

Permanecí en el oppidum de loscarnutos e intenté sobrevivir a los mesesde frío en mi escritorio romano. Allí

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luchaba con mis cálamos contramontañas cada vez mayores de rollos depapiro. Estafetas romanos a caballollegaban y se iban, sus alforjas estabanllenas a reventar con noticias de Roma ylas otras regiones de la Galia. CornelioBalbo dirigía el servicio secreto deCésar en Roma. ¿De qué servíaconquistar la Galia si luego se perdíaRoma? Uno de los personajes más útilesera el cobista Cicerón. César admitía ensu estado mayor a todo joven jurista queéste le recomendaba.

César, uno de los hombres másendeudados de Roma al comienzo de laguerra, se había convertido en un

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potentado gracias al oro celta sustraídoy concedía créditos gigantescos inclusoal mismo Cicerón, quien de todas formasya poseía una gran fortuna. Cicerón noera el mismo desde su regreso delexilio. El antiguo republicano defendíaen Roma los intereses del anárquicoCayo Julio César; tal vez pensara ganaruna gran influencia gracias a éste, ya queen el pasado la nobleza senatorialsiempre había hecho caso omiso de él,pese a sus grandes méritos iniciales. Eray sería siempre un homo novus, unrecién llegado que no pertenecía a lossuyos. Ya podía cavar en la tierra dondequisiera, que jamás desenterraría a un

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buen antepasado que permitierarelacionarlo con los antiguos reyes deRoma. Cuando Cicerón no estabaocupado con las peticiones de César ocon la administración de sus numerosasy ostentosas propiedades, se dedicaba aarrastrarse tras el culo de los grandeshistoriadores contemporáneos y asuplicarles que no sólo le concedieranun lugar adecuado en la historiografíaromana, sino que presentaran su papelde una forma más favorecedora de loque había sido en esos tiemposturbulentos. Puesto que por doquieracechaban espías y agentes para hacerpúblico de inmediato todo paso en falso

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del adversario político, hasta un escritoconfidencial era tan secreto como losjuegos de Roma… El mundo romano porentero se reía de las mendicantes cartasde Cicerón. Algunas copias llegabanincluso a la lejana Galia. Ahora nospartíamos de risa con la copia de uno deesos escritos, dirigido al historiadorLuceyo:

Bastante a menudo he hechopreparativos para exponerteverbalmente lo que ahora voy adecirte, pero me daba reparo, locual sin duda mal nocorresponde a un hombre de

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mundo. Ahora deseo decirlo condescaro desde la lejanía, puestoque la carta no se sonrojará.

Del mismo modo que le gustabaescucharse, a Cicerón también legustaba escribir cartas larguísimas.Tardó un par de rollos en entrar enmateria y exponerle sus peticiones alhistoriador Luceyo:

Presenta mis méritos con unafecto algo mayor incluso delque corresponda quizás a tuconvencimiento, y deja que aese respecto duerman un poco

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las leyes de la historiografía.En un proemio dijiste de formamuy bella que la amistad puedeapartarte del buen camino tanpoco como a Hércules el vicio,según cuenta Jenofonte. Ahorayo le hago entrega a tu corazónde la cálida amistad de mipersona, de modo que no larechaces y concédele a mi amoraunque sólo sea una pequeñapizca más de lo que la verdadconsiente.

En fin, después de haberle pedidoprestadas enormes cantidades a César,

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al acaudalado Cicerón no le debió deresultar muy penoso conferir esainsistencia a sus peticiones. En realidadno es sólo el vencedor quien escribe lahistoria; en Roma también la escribe elque más puede pagar. De manera que nome sorprendería que Cicerón figurase enella dentro de dos mil años comoencarnación del genial orador retórico yel político sabio. Con todo, es y era unafigura lamentable, un gusano miserable ycobarde sin temperamento ni grandezahumana.

* * *

En la primavera del año 699 recibí

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la orden de reunirme con las legiones deCésar, que se dirigían al norte. Dospueblos germanos, los usipetes y lostencteros, habían cruzado el Rin,penetrando en la Galia de César.

Cuando la interminable columna demarcha romana de César pasó frente aloppidum de los carnutos, nos unimos alejército Wanda, Lucía, Crixo y yo,integrándonos en el campamentoitinerante que Fufio Cita ya había hecholevantar cerca del oppidum. Aún nollevaba ni una hora allí cuando Césarrequirió mi presencia. Me abrazó comoa un hijo y luego mandó traer agua, pan ynueces. Había cambiado: estaba aún más

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delgado y fibroso, y parecía más serio ycalmado, casi taciturno.

—He sabido con alegría que te hasdecidido por mí y que has firmado uncontrato con la legión. No tearrepentirás, druida. El que se decidepor los Julios, se decide por el favor delos dioses.

El discurso no duró mucho ya queCésar estaba como poseído por la ideade poner en orden su imperio galo yconsolidarlo con la máxima celeridadposible; incluso supervisaba en personael puntual pago de los tributos.

En el campamento todos hacíanconjeturas acerca de dónde sacaba

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César su fuerza, esa voluntadinquebrantable. Seguía permitiéndosepocas horas de sueño, y durante lamarcha en dirección al norte, hacia latierra de los eburones, no había dejadoni un instante a sus soldados,compartiendo con ellos una alimentaciónfrugal. Ningún esfuerzo físico erademasiado para él. Desoía lasadvertencias de sus oficiales para quetuviera más consideración con su salud,más bien frágil. Con el tiempo, inclusolos legionarios se preocuparon por él.César no tenía ni la constitución ni elentrenamiento necesarios para aguantaresa fatigosa marcha. Sin embargo la

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aguantaba, y durante el caminoestableció con sus legionarios unarelación casi de camaradería. Loidolatraban; era uno de ellos y, noobstante, él era el gran Julio quedescendía de los dioses, un hombre quehabía bajado hasta ellos para llevarlosde victoria en victoria. César se habíaconvertido en otra persona. Cierto quehabía sometido la Galia, pero la Galialo había cambiado.

Cuando nuestras legiones se hallarona sólo unos días de marcha de las dostribus germanas, éstas mandaronemisarios a César. Transcribí laconversación ese mismo día:

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Cuando estaba a tan sólounos días de marcha de allíllegaron emisarios suyos,quienes presentaron lassiguientes explicaciones: losgermanos no querían en modoalguno emprender la guerracontra el pueblo romano; noobstante, en caso de seratacados, iban a luchar, puestoque habían adoptado lacostumbre de sus antepasadosde oponer resistencia a aquelque los invadiera por la fuerza,así como a no recurrir nunca ala súplica. Sólo querían

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exponer que habían llegado allíen contra de su voluntad, alhaberlos expulsado de suhogar; si los romanos queríanllegar a un buen acuerdo conellos, ellos podrían ser amigosbeneficiosos. En tal caso,querían que se les asignaranunas tierras o que las dejaranen propiedad de aquel que lasconquistase por la fuerza de lasarmas. Sólo les iban a la zaga alos suevos, con quienes nisiquiera los dioses inmortalespodían medirse. Aparte deéstos, no había en la tierra

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nadie capaz de vencerlos.

César respondió con frialdad que nopodía hablarse de amistad entre ellosmientras permanecieran en la Galia. Yano hablaba de Roma; hablaba de símismo. César dijo que no podíanreclamar regiones extranjerassencillamente porque no hubiesenpodido defender su propia región.Además, en la superpoblada Galia hacíatiempo que no quedaba ya más tierraapta para destinarse a alguien sinperjudicar los derechos de otros. Sinembargo, les prometió dejar que seasentaran en la región de los ubios, los

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cuales vivían en el lado opuesto del Rin.Como en aquel momento había noblesubios en el campamento, durante losdías siguientes tratarían el asunto. Lapetición de una tregua, no obstante, fuerechazada por César.

—¿Por qué no les concedes latregua? —preguntó Labieno cuando losemisarios se fueron y se convocó elconsejo de guerra.

—No quieren la paz, sino unaprórroga. La mayor parte de sucaballería ha partido para saquear.Esperan su llegada dentro de tres días.Los usipetes quieren una tregua paraganar tiempo.

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A buen seguro todos recordamos losdías de Genava, cuando César hizoesperar más tiempo a los helvecios conel fin de lograr más tropas.

—¿Por qué no emprendemos laguerra contra los suevos? Vuelven a serellos los que provocan estasmigraciones de pueblos —dijo Craso,que gracias a sus éxitos en el campo debatalla ahora gozaba de gran prestigio.

—El Rin debería ser la fronteranatural que separe en el este el Imperioromano de los territorios salvajes de losbárbaros. Si cruzo el Rin —dijo Césaral tiempo que me miraba sonriéndose —tendré que llegar, como un druida celta

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me profetizó en cierta ocasión, hasta elfin del mundo: hasta que Roma limitecon Roma.

—¿Qué te has propuesto, César? —porfió Labieno—. ¿De veras quieresasentar a los usipetes en la región de losubios? Tarde o temprano volverán apasar el Rin y provocarán lainsurrección de las tribus galas.

—Vamos a seguir la marcha y aesperar los informes de losexploradores —contestó César, y sobresus labios se deslizó rápidamente esamisteriosa sonrisa que ya me habíallamado la atención en su entrada enGenava.

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* * *

Wanda no dormía y en los últimosdías apenas había comido nada. Algo laperturbaba. También se había negado aacompañarme al encuentro con losusipetes y los tencteros. Se quejaba denáuseas y dolor de cabeza. Sin embargo,tiró a escondidas la decocción que lepreparé.

—¿Qué te atormenta, Wanda? —pregunté en la oscuridad.

Se hizo la dormida, tumbada deespaldas a mí.

—Sé que no duermes. El corazón sete ha acelerado.

Me arrimé a ella, la abracé por la

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cintura y puse la mano en la tripa.—Por lo visto los suevos son muy

temidos —dije en un intento deconversación.

—¡Los suevos! —se acaloró Wanda—. No son ni valientes ni bravos, sólonumerosos.

Me sorprendió que por finreaccionara.

—Cada año envían a la guerra amiles de hombres sólo para saquear.Tienen a demasiada gente. Y un año mástarde, cuando regresan, amontonan losbotines hasta que los mercaderes se loscompran. Eso es lo único que venden lossuevos: botines. Y el siguiente año van a

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la guerra todos aquellos que el anteriorse habían quedado a cultivar la tierra.

—¿Fueron los suevos los que tesecuestraron y te hicieron esclava? —pregunté en voz baja.

Wanda guardó silencio.Me separé de ella y me volví hacia

el otro lado. Pensé en nuestra granjarauraca y en la noche en que los suevosnos atacaron. Wanda se había quedadoconmigo, y yo había imaginado muchascosas. Pero si ella sentía tanto odio porlos suevos, no habría tenido ningúnmotivo para unirse a ellos. Eranpensamientos inútiles. Yo amaba aWanda y ella me amaba a mí. Para qué

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pensar entonces en si aquel día se habíaquedado junto a mí por propia voluntad,por un sentimiento de obligación o porla falta de otras posibilidades.

* * *

La caballería de César había crecidohasta contar con cinco mil hombres.Según la información de nuestrosexploradores, los ubios apenasdisponían de ochocientos jinetes, puestoque la mayoría había partido en buscade alimentos. No los esperaban hastadentro de tres días. Como César seguíasu marcha sin descanso, era obligadoque su vanguardia montada, antes o

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después, se topara con jinetes germanos.Y puesto que tanto los germanosusipetes y tencteros como los galos alservicio de Roma tenían una ideasemejante de la gloria y el honor, laspequeñas escaramuzas se convirtieronrápidamente en auténticos combates.Algunos germanos pusieron en prácticauna táctica muy característica: derepente saltaban de sus pequeños y feosanimales e hincaban las lanzas en elabdomen de los caballos galos,derribando así a los jinetes, que moríanaplastados. La superioridad de fuerzasgala huyó presa del pánico hacia elcampamento de César. Los muertos

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fueron numerosos, pero aún peor que lasbajas fue el temor que provocó esanoticia en el campamento.

A la mañana siguiente, todos lospríncipes y los ancianos de los usipetesy los tencteros se presentaron en elcampamento. César estaba furioso, peroaun así los recibió de inmediato en sutienda.

—¿Por qué atacasteis ayer a micaballería? —preguntó sin máspreámbulos.

Había llegado a conocer losuficiente a César para saber que queríaconvertirlos en cabezas de turco para,más adelante, calificar de represalia

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aquello que ya tenía planeado. Losnobles germanos se miraron condesconcierto y cuchichearon un par defrases. Por lo visto no entendían losreproches de César. Uno de ellos tomóla palabra.

—¿Acaso no es corriente entre losromanos que los jóvenes incurran enpeleas?

—¡Habéis roto la tregua! —espetóCésar en tono severo.

—¿Cómo es posible romper unatregua que no nos has concedido? Lasolicitamos en la primera reunión, perotú la denegaste. De modo que no existeninguna tregua entre nosotros y, en

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consecuencia, no podemos haberla roto—replicó sonriendo el usipete—.¿Estaríamos hoy aquí, en tu tienda, sifuésemos conscientes de haber cometidoinjusticia alguna?

—¡Prended a estos hombres! —exclamó César, y salió de la tiendamontado en cólera mientras decenas depretorianos rodeaban a sus huéspedes.

Vi el asombro en los rostros de losoficiales romanos. Algunos, como eljoven Craso, expresaron abiertamente sudesaprobación. A fin de cuentas, sugeneral acababa de pisotear lajurisprudencia vigente. ¿Acaso no habíaaniquilado el mismo César a los pueblos

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de la costa por haber prendido a unadelegación romana? La oposición nomolestó a César lo más mínimo. ¿Porqué iba un dios a respetar las leyes delos mortales?

Mientras los príncipes y ancianosgermanos se dejaban llevar prisionerossin oponer resistencia, por todo elcampamento resonaron las señales delas trompetas. Arqueros y honderosarmados acudieron a la porta praetoriay se colocaron en formación de marcha.En la vía Quintana se reunieron loslegionarios bajo sus insignias mientraslos esclavos ensillaban los caballos atoda prisa.

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En el campamento reinaba ciertaconfusión. Algunos pensaban que losgermanos preparaban una ofensivainmediata y que César intentaba unataque. Pero César quería aprovechar elmomento.

En una breve marcha forzada llegóal campamento acéfalo de usipetes ytencteros. No estaban en modo algunopreparados para un ataque; a fin decuentas, todos creían que sus cabecillasse hallaban reunidos en el campamentode César. La sorpresa y la confusiónfueron grandes cuando los legionariosromanos irrumpieron de improviso en elcampamento, acabando con todo lo que

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se movía. Las mujeres, los niños y losancianos se dieron a la fuga mientras loscenturiones bramaban que no había quehacer ningún prisionero: no bastaba convencer y expulsar a los germanos; habíaque exterminarlos.

El campamento fue embestido desdetodos los flancos. Ni un solo usipete niun solo tenctero tuvo la más remotaposibilidad: Todos perecieronacuchillados y degollados. En undesconcierto infernal corrían por entrelos legionarios hasta que un tajo lesabría la cabeza o un pilum lesatravesaba el tórax. Ni un solo germanodel campamento sobrevivió a la

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pesadilla. Si bien algunos lograron huir,sobre todo entre las mujeres y los niños,tampoco a ellos les perdonarían la vida:los centuriones dieron orden deperseguir a los huidos y abatirlos. Fueuna carnicería espantosa. ¡Un genocidio!Trescientos mil germanos fueronasesinados con certera brutalidad.

Creo que ése debía de ser el plandel procónsul cuando respondió con unasonrisa a la pregunta de Labieno decómo pensaba solucionar el problemade los germanos que siempre volvían acruzar el Rin.

El ánimo de los legionarios era másbien contradictorio. Algunos se

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alegraban de que la batalla contra lostemidos germanos hubiese terminado, dehaber vencido tan fácilmente y casi sinbajas de su parte; otros se avergonzabande aquella acción infame y hablaban degenocidio. Yo estaba conmocionado yera incapaz de decir nada.

* * *

Cuando Wanda se enteró de ladespiadada matanza, perdió elconocimiento. Pasé la noche en velajunto a ella y le administré una infusióncaliente para que recuperara las fuerzas.Creo que sólo estaba agotada; tenía lamente exhausta. Le pedía que me hablase

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pero no me contestaba.Cuando César me llamó para

continuar con el funesto cuarto informeexculpatorio, le ordené a Crixo que nose moviera del lado de Wanda. Tambiénen la secretaría de César el ánimo eracontradictorio y apagado. Nadie seopuso cuando el general cifró el númerode germanos asesinados en cuatrocientostreinta mil y el número de sus caídos encero. A mí me daba igual que empezarana dudar en Roma, y en la posteridad, dela credibilidad de César a raíz de esosnúmeros.

César, por supuesto, tenía queexagerar el número de víctimas para

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justificar ante Roma que lasupervivencia del Imperio romano habíaestado en juego. Pero ¿cómo seexplicaba el arresto arbitrario deemisarios, el desprecio por el derechode gentes tan respetado en la mismísimaRoma?

A César no le preocupaba eso.Estaba obsesionado con su Galia.Además era un romano, y como tal teníaa su alcance la hegemonía mundial, oeso creía él. Consideraba natural gozarde más derechos que las demáspersonas. Y para un Julio, que descendíade los dioses inmortales y contaba consu favor, estaba claro que podía dictar

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sus propias reglas de juego. No habíaninguna contradicción en el hecho decastigar a unos pueblos con laexterminación por no respetar a losemisarios ni el derecho de gentes, y almismo tiempo pisotear el derecho degentes y a emisarios para así exterminara un pueblo más. Lo que era aplicable alos bárbaros, no lo era para losromanos; y lo que era aplicable a losromanos, no lo era para un Julio. Para unCésar.

Debo reconocer que sucomportamiento me dolía y meentristecía. ¿Acaso no había quemado yotodas las naves celtas para ser su

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druida? Y en ese momento comprobabaque me había decidido por una personaque estaba más allá de lo terrenal. Sentírepugnancia por lo que había hecho y noobstante, y me apena decirlo, a vecessentía casi un poco de admiración porese Julio que osaba desafiar a los diosesgermanos. ¿Cómo iba a hacer frente aluniverso entero una sola persona?

* * *

Una tarde se presentó ante mi tienda.Fue una de esas tardes que no se olvidanen toda la vida. Wanda estaba en lacama; hacía días que no hablaba y lafiebre que se le declarara de pronto

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había vuelto a remitir. Crixo me informóen voz baja de la visita del procónsul; sehabía acostumbrado a cuchichear parano despertar a Wanda. No sé por quéquerría César visitar a Wanda, si erauna esclava. Su visita tampoco durómucho. Se puso junto a su cama y lacontempló. Después le tocó el brazo.Wanda abrió los ojos y se espantó. Creoque César también debió de verle eltemor en la mirada, pues le deseó en vozbaja una pronta recuperación y volvió ala antesala. Me echó el brazoamistosamente sobre los hombros y meofreció su ayuda.

—Aunque me parece —dijo

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sonriendo— que el druida de César seráel mejor medicus para Wanda.

No sé cómo lo experimentan otraspersonas, pero siempre hay instantes enlos que uno siente que ha vivido unmomento histórico. No tienen por quéser grandes momentos. A veces no esmás que una mirada; por ejemplo, la deWanda cuando César estaba delante deella.

Aquella noche me quedé largo ratodespierto. Con aquel genocidio César nosólo había encolerizado a numerosossenadores romanos, también habíaahuyentado a muchos amigos. Conmigose siguió comportando como si nada

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hubiera ocurrido, como si quisieraprobar que nada iba a perjudicar jamásnuestra relación. Con todo, yo albergabasentimientos contradictorios, cambiosabruptos y tempestuosos que mellevaban de la repugnancia a laadmiración. De noche podía irme a lacama de mal humor y arrepentirme dehaber ingresado en la legión, para, a lamañana siguiente, dar las gracias a losdioses por ser el druida de César. Desdeluego, algo tenía que agradecerle a lalegión décima: haberme liberado de lasgarras de Creto. Lo cierto es que teníauna gran deuda con ella. ¡Pero la legiónno era César! Y el vergonzoso genocidio

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de César atentaba contra todos losvalores que son importantes para losceltas: honor, gloria y valentía. Para lasargucias y los embustes no guardábamosmás que el mayor de los desprecios.Esas victorias no cuentan. ¡Ni tampocopara los dioses! ¿Y acaso todo nuestroafán no se centra en el intento de agradara los dioses? Resultaba incomprensibleque los dioses siguieran favoreciendo aalguien como Cayo Julio César, y es quelos dioses nunca son justos.

* * *

Los dioses no me asistieron cuandointentaba sanar a Wanda con nuevas

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infusiones. Una de las mayores tragediasde algunos druidas es no poder curarprecisamente a los que más aman. Locierto es que no creo que Wandaestuviera enferma de verdad, ya que lafiebre había remitido deprisa. Con todo,algo la corroía. Como en la terceraguardia nocturna seguía sin dormirme,pedí a Crixo que me trajera vinodiluido. En algún momento me quedédormido y soñé con imágenes confusasque no dejaban de repetirse. Algo medespertó. ¿Era un sueño, un grito, unamano? Agucé el oído. Afuera oí queunos hombres hablaban agitados. Porinstinto deslicé la mano hacia Wanda, y

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me encontré con el vacío. Me estiré perono hallé su cuerpo. Entonces Crixo entrócon una lámpara de aceite en la partetrasera de la tienda, y a la luz titilantecomprobé que la cama de mi lado estabavacía.

—Amo —balbució Crixo—, creoque ha sucedido algo horrible.

Me levanté de un salto y salícojeando de la tienda. Ya conocía todaslas irregularidades del terreno. Sinembargo, me topé con una docena depretorianos que me detuvieron con losgladii empuñados.

—No te muevas, druida —amenazóun oficial.

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Entonces oí de pronto el grito de unamujer. ¡Era Wanda! De forma instintivadi un paso hacia delante, y en ese mismoinstante los pretorianos cayeron sobremí y me agarraron de los dos hombros.Uno me puso una soga al cuello,introdujo un pedazo de madera entre lanuca y la cuerda y le dio vueltas hastacasi dejarme sin respiración. Crixo seapresuró a correr en mi auxilio, pero unadocena de pila le rozaban ya la pieldesnuda. Me miró indefenso.

Los pretorianos me llevaron a latienda de César. La cortina deldormitorio estaba del todo descorrida.Allí vi a Wanda, arrodillada; le habían

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atado los brazos a la espalda congruesas sogas. Junto a ella había uncuchillo embadurnado de sangre, micuchillo ceremonial, el cuchillo sagradode druida con empuñadura de bronceque representaba a un celta sin brazos nipiernas.

César estaba erguido delante deWanda. La expresión de su rostro eraamarga y dura. A su alrededor había unejército de oficiales que empuñaban losgladii. Los ahuyentó haciendo unmovimiento con el brazo.

—¡Soltad al druida!Los pretorianos obedecieron y caí al

suelo. Me puse de nuevo en pie con

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cierta dificultad.—¿Qué ha sucedido, Wanda?—Ha intentado matar al procónsul

—respondió Rusticano, que dio un pasoal frente entre los oficiales—. Mañanamorirá en la cruz.

—Según la ley también puedessacrificar a tu esclavo Crixo —informóTrebacio Testa.

Agité la cabeza sin acabar de darcrédito a todo aquello.

—¡No, Wanda! ¿Por qué lo hashecho?

Wanda levantó la vista hacia mí;tenía el rostro cubierto de lágrimas ysangre.

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—Él ha exterminado a mi pueblo —sollozó—. No había más remedio.

Quería arrodillarme y estrecharlaentre mis brazos, pero los pretorianos seinterpusieron. Indefenso, contemplé aCésar y supliqué:

—César, no es mi esclava, sino miesposa.

Rusticano sacudió la cabeza.—No, druida. Si lo fuera no estaría

en el campamento. He oído que es tupierna izquierda y, por tanto, tu esclava.Y las esclavas deben morir cuando…

—¡No, César! Has exterminado a supueblo. ¡Déjala con vida al menos aella!

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César me dio la espalda. Parecíadecepcionado, y de pronto gritó:

—¿Acaso es la vida de tu esclavamás importante que la integridad delprocónsul?

Vi que estaba ileso.—Sé —repliqué sopesando con

cuidado cada palabra— que estás bajola protección de los diosestodopoderosos. Aquí, en la Galia,permanecerás incólume, César.

De pronto reinó un silenciofantasmal y todas las miradas seclavaron en mí. Busqué con desesperouna salida. César parecía hallarseextrañamente conmovido; me miraba de

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hito en hito con sus grandes ojos negrosy me obligaba a seguir hablando. Paraser reconocido como profeta, enprincipio basta con profetizarle aalguien algo bueno; no obstante, esanoche yo hablaba en serio, convencidode no equivocarme. Se trataba de lamisma sensación que experimentara lanoche en que murió Fumix.

—Morirás a manos de un romano,César, no aquí y no ahora, sino en Roma.Morirás siendo dios, César.

César sonrió con vaguedad,satisfecho de que yo profetizara suincolumidad en la Galia. Lo quesucediera un día en Roma no le

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preocupaba.—¡César! ¡Concédele la vida igual

que los dioses inmortales te la hanconcedido a ti esta noche!

—Debemos matarla, César. ¡Ten encuenta a los legionarios! ¿Qué pensaránsi oyen que una esclava germana hapenetrado en tu tienda y no recibe…

—No oirán nada —lo interrumpióCésar, calmo—. No oirán nada enabsoluto. —Entonces señaló a Wanda,sin mirarla—. Lleváosla de aquí,vendedla al primer traficante deesclavos y arrojad el dinero al río. —Luego César se volvió con brusquedadhacia mí y bramó—: ¡Ya me imploraste

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en una ocasión que le salvara la vida aun esclavo! Esta vez hago concesionesporque ha sido mi propia vida la queestaba en peligro, pero si tu esclavahubiese atacado a alguno de mislegionarios, sería crucificada estamisma noche. Ve, druida, y no vuelvashasta que no te llame.

—¡Wanda! —vociferé condesespero mientras intentaba zafarme delas fuertes manos que me obligaban apermanecer de rodillas.

—¡Corisio! —gimoteó apenasWanda mientras se la llevaban.

Le mordí la mano al pretoriano queme tapaba la boca y grité:

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—¡Wanda! ¡Volveremos a vernos!Sólo llegué a escuchar cómo

ahogaban su débil «¡Corisio!».Poco después, tras sacar a Wanda

del campamento, los pretorianos mellevaron de vuelta a mi tienda. Doscentinelas se quedaron montandoguardia. Crixo había desaparecido.¿Habría huido o yacía muerto de unapaliza en la oscuridad? Me desplomésobre mis cajas de ámbar y reñí con losdioses. Me vinieron a la memoria todasesas cosas que hacía tiempo que queríadecirle a Wanda. Pero ella no estaba ymaldije a los dioses por haberme dadouna pierna izquierda agarrotada. Le

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había gritado a Wanda que volveríamosa vernos, pero ya no estaba seguro deello. Yo no era más que un pequeño einsignificante celta rauraco al quegustaba dárselas de druida y quetambién había sufrido un rotundo fracasocomo mercader. ¿Para qué me habíanenviado los dioses a Wanda? ¿Parapoder arrebatármela después? ¿Podíaser la suerte transitoria también uncastigo de los dioses? ¿Pero por quéquerrían castigarme?

Al alba, más o menos al final de lacuarta guardia nocturna, Crixo regresó ala tienda. Entró de inmediato en eldormitorio y se arrodilló frente a las

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cajas de ámbar.—¡Amo! —cuchicheó—. ¡Han

vendido a Wanda a un traficante deesclavos de Massilia!

Me desperté al instante.—¿Lo conoces? ¿Lo reconocerías?—No —dijo Crixo—. Pero he

hablado con él. Le he dicho que cuidarabien de ella porque mi amo queríacomprarla; que un día iría a Massilia,dentro de un par de años.

—Coge las tres cajas de ámbar,Crixo, y síguelo a caballo. Cómprale aWanda. Debe ser libre. ¿Me oyes?

Crixo me miraba lleno de dudas.—Pero, amo, sabes que no puedes

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abandonar el ejército romano antes de laexpiración de tu contrato. ¡A losdesertores les espera la muerte!

Asentí con impaciencia. De hecho nohacía más que pensar cómo podía seguira Wanda para salvarla. Maldije mipierna izquierda como jamás hicieraantes.

Crixo me agarró del brazo y me mirócon insistencia.

—¡Amo! No puedes hacerle eso aWanda. ¡Imagínate que ella es libre y túmueres en la cruz! ¡Tendrás que esperar,amo!

Asentí; eso era justo lo que noquería escuchar. Pero Crixo no me

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soltaba.—Amo, hay esclavos que huyen en

la Galia y los vuelven a capturar enEgipto. A veces Roma quiere darejemplo. ¡Y a ti, amo, a ti teperseguirían hasta en el otro mundo!

—Sí —murmuré—. Seguramentetienes razón, Crixo. Tendré que aprendera esperar. Pero ahora vete. ¡Toma lascajas de ámbar y parte a caballo!

Poco después, Crixo cargó dosburros con las tres cajas y salió delcampamento. Les dijo a los centinelasde la puerta que tenía que hacer unosnegocios en el mercado para su amo.Eso no era nada raro ni estaba

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prohibido.

* * *

Pasaron las semanas y Crixo noregresaba. Yo intenté arreglármelascomo podía sin esclavos. Había vuelto aretomar el trabajo en el secretariado,pero no me había encontrado otra vezcara a cara con César desde el incidentenocturno. Aulo Hircio estaba casisiempre callado; ya sólo hablaba muypoco conmigo. Pero no me recriminabanada. Creo que lo sucedido aquellanoche le había impresionado. Selimitaba a compartir mi destino ensilencio. A veces, tras copiar

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instrucciones y cartas durante horas,levantaba un momento la vista, sonreíacon afabilidad y volvía a meter elcálamo en el tintero. Cayo Oppio raravez estaba en la secretaría, y actuabacomo si nada hubiera sucedido.

De vez en cuando nos visitabaMamurra, el tesorero privado de César ymagnífico constructor. Necesitaba unabarbaridad de papiro y tinta. Se le habíametido en la cabeza construir un puentesobre el Rin; cruzarlo con barcos podíaacabar fácilmente en un desastre. Sinembargo, su intención no era alcanzar laorilla derecha, sino pasar a la historiacon su puente sobre el Rin como el más

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genial constructor de todos los tiempos.César, por supuesto, estaba a favor detodo lo que sentara nuevas bases: unpuente sobre el Rin acrecentaría sugloria e impresionaría a los suevosmucho más que cien batallas ganadas, yaque si lograba construir ese puente enpoco tiempo todos los germanos sabríanque a partir de entonces se hallaríansiempre a merced del águila romana.

Mamurra, no obstante, se interesabapoco por la política. Su vida giraba entorno a la arquitectura, lasconstrucciones mecánicas, lasconstrucciones ofensivas móviles. Cadanuevo problema parecía constituir para

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él una diversión, y lo afrontaba con unvaso de cécubo en la mano. Y bebíamucho, a ser posible en nuestracompañía. Allí se sentía a gusto, inclusocuando se sentaba aparte a meditarsobre sus planos, en su propia mesa, ymandaba que le sirvieran toda clase deexquisiteces culinarias.

—Vended vuestro oro e invertid enfábricas —decía a veces.

Analizaba los mercados financieroscomo bocetos arquitectónicos y estabaconvencido de que durante los próximosaños el precio del oro en Roma sevendría abajo. Su convencimiento sebasaba en la suposición de que César

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saquearía toda la Galia en los añossiguientes. Él mismo invirtió su dineroen astilleros, viñedos y tierras. Noobstante, aquellos días su mente estabaen el Rin, ancho y profundo, y con ungran desnivel.

—Absolutamente inapropiado parala construcción de un puente —celebraba con júbilo Mamurra.

Le encantaban semejantes retos y sedevanaba el cerebro largo tiempo antesde ponerse manos a la obra. Haríaclavar en el cauce del río dos vigaspuntiagudas apuntando a contracorrientepara luego unirlas con travesaños.Enfrente, río arriba, clavaría otro

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caballete del puente en el cauce del río.Éste, no obstante, apuntando en elsentido de la corriente. Sobre esoscaballetes se construiría después lapasarela, hecha de tablones de maderatendidos en forma de cruz. Mientras losrompeolas antepuestos en el cauce delrío impedirían que los objetos flotantesdañaran los caballetes, la presión de lacorriente lograría mantener la estructuraen pie. ¡Genial! Debo reconocer queincluso yo estaba entusiasmado con laobra. Sin embargo, ¿funcionaría tambiénen la práctica?

Sólo diez días después de que setalara el primer árbol, César marchó a

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través del primer puente firme sobre elRin. Tenía unos treinta pies de ancho ymás de dos estadios de largo. Losgermanos de la otra orilla del ríopensaron que era cosa de hechicería y sedispersaron, despavoridos.

César marchó sobre la región de lossugambros porque se habían negado aentregar a los pocos usipetes y tencterosque habían escapado del genocidio.Dieciocho días permanecimos en la otraorilla; a los legionarios se lespermitieron saqueos y pillajes. De todaspartes llegaban emisarios germanos quele ofrecían a César su más sumisaamistad. Sólo los suevos se mantuvieron

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alejados. Preparaban ya un gran ejércitopara la última y decisiva batalla, puestoque temieron que César pretendíaconquistar toda la Germania libre. Noobstante, tras dieciocho días Césarordenó retroceder de improviso y echarabajo el puente. Algunos rumoreabanque se había acobardado ante losgermanos suevos, otros que ya habíaconseguido lo que quería, o sea, exhibirante los germanos la técnica superior delImperio romano. Roma prorrumpió enauténticos estallidos de entusiasmo. Sehablaba de una obra maravillosa quesuperaba todas las expectativas, de unaproeza que nadie antes que César había

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conseguido. Se hablaba de César, no deMamurra. Por primera vez en la historiade la República, una legión romanahabía pisado el suelo de la salvaje ylibre Germania a la derecha del Rin. Apartir de ese momento el Rin pasó a serla frontera definitiva del Imperioromano, una frontera segura.

* * *

Con todo, la sed de gloria yreconocimiento de César seguía lejos deestar saciada. A pesar de que el veranoya había tocado a su fin y el inviernollegaba muy pronto en el norte,marchamos a través de la Galia hacia la

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costa oeste. Apenas podíamos creerlo,pero César planeaba de veras unatravesía hacia Britania. La mayoría delos oficiales coincidía en que habíaperdido el juicio, o al menos el contactocon la realidad. Algunos rumoreabanque en Britania quería recolectar unasperlas extrañamente grandes; otroscomentaban que quería someter laexportación de estaño y metales britanosal dominio romano; sin embargo algunosotros se reían y afirmaban que Britaniano existía más que en la imaginación delos mercaderes. A los pueblos delMediterráneo aquella isla les era casidesconocida. Pero César se mantuvo

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firme en su audaz plan, dispuesto aconseguir de nuevo lo que ningún otrohabía logrado antes que él: la travesíahacia la legendaria isla de Britania.Oficialmente basaba sus propósitos enque los pueblos galos de la costa habíanrecibido apoyo desde la isla en surebelión.

Yo me quedé en la Galia. En secretodeseaba la muerte y la perdición deCésar. Me había arrebatado a Wanda, ytambién Crixo había desaparecido desdeese momento. César tampoco habíavuelto a hablar conmigo desde aquellanoche. Yo había quemado todas lasnaves celtas tras de mí para convertirme

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en su druida, y él me había dejado delado.

César nombró al galo Comio rey delos atrébates porque éste se habíamostrado dispuesto a enrolarse en laexpedición a Britania como explorador.No obstante, al desembarcar en la isla,Comio fue apresado. Después de eso,los oficiales de reconocimiento romanosno osaron desembarcar. En la orilla sehabían reunido tropas britanas. César nose rindió, y con ochenta barcos detransporte y dos legiones se hizo a lamar desde el puerto Icio,desembarcando tras salvar numerosasdificultades en la isla britana. Sometió a

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pequeñas unidades, pero no osóinternarse tierra adentro porque losexploradores habían informado de queallí se reunían enormes unidadesmilitares. César quería regresar.

Había puesto pie sobre suelobritano, y en Roma eso fue la sensacióndel siglo, como si alguien hubieraalcanzado la luna a lomos de un águila,dejando allí su huella. En la secretaría,Cayo Oppio decía que César ya habíaalcanzado la inmortalidad sólo con laconstrucción del puente que cruzaba elRin y la travesía a Britania. Sinembargo, el ambicioso Julio permanecíaen la isla. Las mareas vivas habían

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destruido gran parte de los barcos detransporte que sin falta debían estarprestos a la navegación antes de lallegada de las tormentas otoñales. Alenterarme de esa noticia, me retiré a mitienda con Lucía y una jarra de falernopara celebrar a escondidas el naufragiode César. Estaba convencido de que nosobreviviría al invierno en Britania y seiría miserablemente a pique en esalegendaria isla.

No obstante, sus legionariosrepararon los barcos y los diosesapaciguaron las tormentas. Como decostumbre, los dioses se ponían de sulado y le permitían regresar ileso a la

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Galia.Apenas hubo desembarcado en la

costa gala, César dio orden de iniciar laconstrucción de nuevos y mejoresbarcos. Planeaba para el próximo año lainvasión total de Britania. Ya no habíaquien lo detuviera. Yo estabaconvencido de que tras la conquista deBritania se dirigiría otra vez hacia laGermania libre. Sin embargo, todavía nohabía conquistado la isla, y en la mismaGalia volvía a reavivarse el fuego de larebelión. Pero César por fin sabía quenada podría detenerlo, que los diosessiempre lo protegerían. También losabían sus enemigos.

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Me trasladé con las legiones al fríonorte, a la tierra de los belgas. Lastardes de invierno eran largas y frías y amenudo pasaba horas con Lucía echadosobre la piel de oso mientras pensaba enWanda. Creo que también Lucía laañoraba, porque siempre ocupaba laparte de la piel donde había descansadola cabeza de Wanda. Sin Lucía, la vidaquizá se habría vuelto insoportable. Laspersonas que me hacían compañía porlas tardes eran cada vez menos y, si bienno me recriminaban nada, me rehuían.Aulo Hircio y Cayo Oppio eran muyamables conmigo, igual que antes, peroaquélla se había convertido en una

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amistad superficial, casi en hipocresía.En mis sueños se aparecían comoárboles con el ramaje cubierto de hieloque clavaban sus ojos en mí. Estabanallí y, no obstante, yo estaba solo. Creoque la soledad que uno siente estandoacompañado es peor que la solitud en unparaje donde no hay ni un alma. Lapresencia de personas siempre nos hacerecordar que las cosas podrían ser deotro modo.

Tal vez también yo me habíaapartado de ellos. A veces pensaba enCrixo. En la secretaría expliqué que lehabía hecho partir con la orden devender mi ámbar. Por supuesto, todos

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creían que Crixo había huido. Yo no. Yoseguía convencido de que me devolveríaa Wanda, puesto que en la Galia todo elmundo sabía dónde estaban las legionesromanas y yo estaba condenado a servirunos años más en ellas.

Las noticias de Roma me llenaron alprincipio de alegría por el mal ajeno.Catón exigía en el Senado la entrega deCésar a los bárbaros, acusándolo deviolación del derecho de gentes. Césarhabía mancillado el honor del puebloromano, y ningún romano podía pisotearel derecho de gentes sin ser castigado,como había hecho César. Elapresamiento ilícito de emisarios era un

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acto condenable y debía ser castigado, ycon ese fin Catón estaba apelando atodos los medios. Otros senadores lereprochaban a César que hubieseexterminado a usipetes y tencteros condeliberación y sin motivo aparente. ¡Lereprochaban nada menos que el másbrutal de los genocidios! También ellosexigían la entrega de César a losbárbaros, preguntándose por qué noaniquilaba César a los suevos, que eranlos culpables de todo, y se ensañabasiempre con pueblos pequeños que huíande los suevos. ¿Por qué no cortaba elmal de raíz?

Sin embargo, en Roma la mayoría

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hacía oídos sordos a estas acusaciones yexigencias. César había atravesado elsalvaje mar del Norte, llevando eláguila romana hasta la legendaria islabritana. Roma tenía muy presente queningún otro había logrado algocomparable. Ningún otro superaba lagloria del gran Julio. Su admiración eratan grande que se lo perdonaban todo.No sería entregado a los bárbaros, niencausado en los tribunales, ni privadode su proconsulado, sino que Roma y elSenado le concedían lo que nunca antesconcedieran a nadie: ¡Veinte días defestejos!

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* * *

A la primavera siguiente, corría elaño 700, César partió de nuevo aBritania con veintiocho barcos deguerra, seiscientos de transporte, cincolegiones y dos mil jinetes. Las hienas ylos buitres del Imperio romano losiguieron con doscientos barcos demercaderías. César había descubiertopor fin una nueva Galia.

No obstante, los dioses britanos eranmás fuertes de lo previsto. César llegó asometer a algunas tribus, exigió tributosy rehenes, pero regresó a la Galia sólodos meses después, sin dejar ninguna

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huella. Lo que había conseguido en laisla no era más que un castillo de arenaa la orilla del mar que se desvaneceríacon la siguiente marea. Y en la Galiavolvía a haber revuelo. Los carnutosmataron a su rey, coronado por César.Ambiórix, príncipe de los eburones,aniquiló con sus hombres a quincecohortes romanas. ¡Más que toda unalegión!

César contaba ya cuarenta y seisaños de edad cuando volvimos aencontrarnos en Lutecia, después demucho tiempo. Sorprendentemente, mehabía invitado a una pequeña cena.Llevaba la barba y el cabello largos

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porque se había jurado no cortarse elpelo de la cabeza hasta que las quincecohortes perdidas fueran vengadas.

Parecía solitario, encerrado en símismo, y aun así me había hecho llamar.

Un par de semanas antes yo habíaleído unas cartas de Roma en las que secomunicaba que la madre de Césarhabía muerto; poco después falleciótambién su hija, su querida Julia. Sinembargo no creo que fuera ése elmotivo. Me inclino a pensar que unhombre que se ha convertido en dios seencuentra muy solo entre los mortales.

—¿Cómo te ha ido todo, druida? —me preguntó.

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Permanecí callado. César sonrió yme invitó haciendo un gesto con la manoa servirme a placer. No había más quepan y vino diluido.

—¿Has olvidado a tu esclava? —preguntó.

—Sabes que nunca la olvidaré,César.

—Eso es lo que siempre piensa uno,druida. Mi primera mujer se llamabaCornelia; por desgracia la perdídemasiado pronto. Incluso cuando meamenazaron con la muerte y meobligaron a separarme de ella, le fuifiel. Ella es quizá, junto a mi hija Julia,la única mujer a la que he amado. Y, no

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obstante, cuando la recuerdo hoy, se meantoja lejana e irreal. No siento dolor nipesadumbre. Como mejor se olvida auna mujer es con otra mujer —dijoCésar con una breve risa.

—He oído decir que volviste acasarte. ¿No fue por amor?

—¿Amor? —preguntó, sorprendido—. No, amé a Cornelia…

César hablaba como si sólo hubieseamado a una mujer en toda su vida,como si en toda una vida sólo fueraposible amar de verdad a una solamujer.

—Con Cornelia me unía el amor,con Pompeya la pasión. Pero también

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me dejé separar de Pompeya. Y con mitercera esposa no fue amor ni pasión.Fue política —dijo César con unasonrisa de satisfacción—. Un acto deestadista, por así decirlo.

César me contemplaba meditabundo.A lo mejor esperaba un comentario alrespecto. Luego, mientras me observabaexpectante, como si pudiera leer algúnindicio profético en mi actitud, dijo:

—Le he pedido a Pompeyo que medé a su hija en calidad de esposa igualque en su día yo le concedí a Julia, miquerida y única hija, como esposa. Lahija de Pompeyo es joven, guapa y lista,y su cuerpo despierta pasión y deseo en

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todo hombre. Pero Pompeyo se hanegado. No quiere renovar el vínculoentre nosotros. En lugar de eso, se hacasado con Cornelia, la hija de QuintoMetelo Escipión. Metelo Escipión meodia; haría cualquier cosa por acabarconmigo. Cornelia estuvo antes casadacon el joven Publio Craso. ¿Sabías quecayó en Carras? También su padre hacaído. Sabía muchísimo de finanzas,pero nada de la guerra. Ahora sóloquedamos Pompeyo y yo. Y se casaprecisamente con la hija de mi peorenemigo.

Yo masticaba despacio el pan ybebía de vez en cuando un pequeño

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trago de mi vaso de madera. Eraincreíble lo mucho que había cambiadoCésar; ni rastro de pompa ni despilfarro.Se había convertido en un auténticosoldado. Daba la imagen de un hombreque se sentía obligado a conseguir másque cualquier otro, sin duda aunsabiendo que nadie se lo iba a agradecery, por el contrario, todos esperaban sufracaso para clavarle el puñal entre lascostillas. César se había quedado solo.Yo también. Sin embargo, no teníamosnada más que decirnos.

—Dime, druida, ¿sabes cómoresultará la competición entre Pompeyoy yo?

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—Tú mismo lo sabes, César. ¿Paraqué necesitas a un vidente celta? ¿Acasono tratas de obtener por las armas lo quete está prohibido?

—Eso no es una profecía, druida.Una vez dijiste que moriría a manos deun romano. Así que dime, ¿seráPompeyo?

—No —dije, riendo—. Pompeyo esun soldado. Y no debes temer a lossoldados, César. Aunque pierdas labatalla, ganas la guerra.

Vi la satisfacción en su rostro. ¿Mehabía llamado sólo para escucharnuevas profecías? Le había dicho aCésar toda la verdad. Sabía que había

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cosas que iban a suceder algún día. Nosé por qué, pero era así. Sólo las cosasque me concernían a mí permanecían aoscuras. No di muestra alguna deacercarme a César. Él habría estadodispuesto a darme la mano, comoantaño, pero yo no lo iba a permitir. Notoqué el vino que hizo que me sirvieran.A esas alturas prefería beber el vino asolas con Lucía y los recuerdos de miquerida Wanda.

—¿Deseas algo, druida? —preguntóCésar cuando me levantaba para irme.

—No —respondí—. Me quitaste aWanda y no me la devolverás nunca.¿Para qué iba a pedirte nada?

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—¿Qué harías tú si una esclavaatentara contra tu vida?

—Yo nunca exterminaría un pueblosólo porque ha huido de los suevos —respondí, y me marché de la tienda.

* * *

El año siguiente, César ya teníaestacionadas en la Galia diez legionescon más de cincuenta mil soldados.Infatigable, marchaba de un lugar a otrosometiendo a tribus a las que ya habíareducido años atrás. Sus legionariossaqueaban y merodeaban por losterritorios de las tribus e incendiabantodo lo que no se podían llevar. Todos

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los ríos, todos los santuarios fueronprofanados y desvalijados. Hacia elfinal del verano parecía que Césarhubiese pacificado la Galia por segundavez. Mientras el general regresaba a laprovincia cisalpina para celebraraudiencias como de costumbre, yopasaba el invierno en el comercio que sehabía construido Fufio Cita, dondecopiaba correspondencia romana másbien de poca importancia. A vecespasaba las noches con una carnuto quedurante el día nos servía comida ybebida en una fonda cercana. Pero sóloconseguía aumentar la añoranza quesentía por Wanda.

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A pesar de que la imagen de Wandase había desvanecido un poco a lo largode los años, mi añoranza era más fuerteque nunca. Me habían arrebatado unaparte de mí, la mejor parte. Algunasnoches, despierto sobre mis pielespensaba en Wanda, intentando imaginarsu rostro; estaba tan lejana que loscontornos se me desdibujaban, como unguijarro que el agua ha redondeado conlos años. A veces me parecía verla enalgún mercado; entonces me abría pasoentre la gente como un loco, levantaba elbrazo, gritaba su nombre y, una vez queme encontraba tras ella y le daba lavuelta, veía que era una vieja sin dientes

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y arrugada. ¿Me querrían decir con esoalgo los dioses?

Es mucho más fácil dar consejos alos demás que seguirlos uno mismo. Amenudo pensaba en los consejos denuestros druidas. En especial de noche,cuando no podía dormir y envidiaba aLucía, que estaba hecha un ovilloroncando a mi lado. Los druidas dicenque la pérdida de un ser querido sesupera antes si ésta se acepta. Pero yono quería y no podía conformarme conla ausencia de Wanda; mi únicaesperanza era ir un día a Massilia ybuscarla allí. La había comprado untraficante de esclavos de Massilia, ésa

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era mi única referencia, el cual podíahaberla vendido en cualquier lugar delcamino. No obstante, yo creía que eldestino obligado de una esclavagermana tan bella era Massilia; enGenava había bastantes germanas que atodos les parecían guapas. Massilia erami motor, y por ello acepté también laoferta de Fufio Cita de copiar cartasgeográficas. Resultaba extrañoconfeccionar mapas de mi propia tierrapara un romano. A pesar de que FufioCita los necesitaba para elestablecimiento de los nuevoscampamentos de aprovisionamiento,eran de un gran valor militar. Me

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gustaba esbozar mapas, me encantadibujar ríos, bosques y ciudades; eraameno y me proporcionaba un dineroextra, así como el silenciosoreconocimiento de Fufio Cita. Era unbuen romano, siempre afable y correcto,que jamás pronunciaba palabrasmalsonantes. Sin embargo, nuncaestablecimos una estrecha relación.

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9

El término «Samhain» significa «elfinal del verano», y es la mayor fiesta detoda la Galia. Siempre se celebra elprimero de noviembre y la nocheanterior. Ese día, el ganado ha de haberregresado de los pastos veraniegos. Losanimales sobrantes deben sersacrificados y salados, y vencen todoslos impuestos y tributos. Esas docehoras nocturnas que separan el veranodel invierno pertenecen a los dioses y alos muertos. Es un período indefinido,porque ya no es verano y aún no es

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invierno. Durante esas doce horasnocturnas, pasado, presente y futuro sefunden. El otro mundo se mezcla connuestro mundo. El que tiene preguntaspara los dioses, las formula la noche deSamhain. Y yo tenía serias preguntas.

Le pedí a la chica de la posada, a laque la mayoría llamaban Boa, que metrajera un jugoso pedazo de jabalí yalgunos odres de vino. Después hice quelos esclavos de Fufio Cita meacompañaran al cercano bosque. Allí meencendieron un fuego, buscaron piedraspara utilizar como asientos y lasdispusieron en círculo. Delante de cadaasiento de piedra pusieron una roca

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bastante plana. No era necesarioapremiar a los esclavos. Ellosobedecían y se daban prisa; llevaban elmiedo escrito en la cara. Cuanto máscerca estaba el crepúsculo, más rápidotrabajaban. Cada ruido los aterrorizabay de continuo se volvían como el rayopara escudriñar el bosque. Cuando elfuego ardió y la comida y la bebida paraocho personas estuvo dispuesta, los dejémarchar. Tenían que volver a recogermea primera hora de la mañana.

Casi todo el mundo siente miedo enSamhain. Por eso todos permanecen ensus casas y se sientan junto al fuego paracomer, beber y contar historias con

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objeto de que el tiempo transcurra másrápido. Si oyen un ruido, se hacen lossordos; no se levantan a mirar, porquesaben que son los muertos que van enbusca de su casa. Si alguien sorprende aun muerto, ya tiene un pie en el otromundo. Tampoco en el campo hay quevolverse si se escuchan pasos. Enrealidad uno debe quedarse en casa, ypreparar comida y bebida suficientepara los difuntos.

No obstante, esa noche yo quería vera los muertos, a todos esos que habíansignificado mucho para mí y que vivíanen el otro mundo. Deseaba hablar con eltío Celtilo, y también quería volver a

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ver a todos los difuntos de mi granjarauraca, a mi madre y a mi padre, aquienes apenas había conocido, a mishermanos, a quienes jamás había visto.Para todos ellos hice preparar la comiday la bebida. Por mí, como si Teutates,Eso, Taranis y Epona querían sentarseconmigo. No tenía miedo. Y si se mellevaban al otro mundo por miarrogancia, a mí me daba lo mismo.Estaba preparado. En el otro mundo mehallaría más cerca de Wanda. Siempresería inalcanzable, pero la tendríasiempre cerca. No lograbasobreponerme a nuestra separación.

Casi con devoción me llevé un trozo

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de carne a la boca y lo mastiquédespacio, muy despacio. Ningunapersona podría tragar algo sin respeto lanoche de Samhain, pues todo tiene unsignificado. Cada gesto se convierte enceremonia. Los muertos están cerca; sesiente su llegada, sus miradas, el alientoque le acaricia a uno el cogote como unasuave ráfaga de aire. Y, ciertamente, depronto estaban allí, reunidos a mialrededor. Se sentaron sobre las piedrasque había hecho disponer para ellos,pero permanecieron callados einvisibles. También me pareció queestaban tristes, no sé por qué. Le di untrozo de carne a Lucía, que descansaba

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contenta a mis pies, y cerré los ojos.Sólo se oía el crepitar del fuego. Mishuéspedes continuaban mudos.

Cuando volví a abrir los ojos tuve laimpresión de estar otra vez solo. Laspiedras no eran más que piedras y losvasos llenos sobre las mesas de repentese me antojaron una visión muyestúpida. ¿Eso había sido todo? ¿Quésignificado tenía? ¿Habían perdido elinterés por mí? Añadí más leña y mecubrí la cabeza con la capucha. Habíaoscurecido y hacía frío. Miré al cieloestrellado y, de pronto, no sé por qué,me pregunté si existía algún dios, si noserían sólo una invención de los druidas

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para hacernos sus súbditos. ¿Eraentonces posible que nuestra vida fueseigual de absurda que la de un gusano oque la de un arbusto? En el fondoesperaba una señal divina o incluso uncastigo de los dioses. Esperaba queTaranis arrojara un rayo sobre la tierra.Pero no sucedió nada; ni viento, niaullidos de lobos, ni lluvia. Mispensamientos prosiguieron en esadirección. Sólo si no había dioses seexplicaba el porqué de que todo lo quese desarrolla entre el cielo y la tierrasea tan confuso y casual, tan injusto yabsurdo. Intenté no seguir pensando yesperar. No sucedía nada. Agucé el oído

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y oí sólo el grito de una lechuza, unalechuza nada más. Quizá no existieraningún dios; o sí, pero no hacían nada denada. Tal vez no tenían ningún tipo deinterés en los mortales, mientras quenosotros nos figurábamos que ellos eranresponsables de esto o de aquello. A lomejor estaban en algún lugar deluniverso y no sabían ni siquiera queexistiéramos nosotros, miserablescriaturas. ¿No seríamos más que ungrano de arena en un mundo cualquiera?Quizá debíamos tomar las riendas denuestro propio destino y jugar a serdioses, como hacía César.

Poco antes de quedarme dormido,

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me disculpé ante los dioses. Les dijeque lo sentía mucho y prometí hacer unaofrenda por la mañana. También lesconfesé, con toda franqueza, que mehabía sentado bien reñir un poco conellos, y les aconsejé que meditaranacerca de mis recriminaciones, o mejordicho, de mis reflexiones. Mientras meadormecía poco a poco me arrepentí dehaber pasado el Samhain al aire libre,pues hacía frío, y tuve que aceptar sinreparos que todos los dioses, ya fuerangriegos, romanos o celtas, eran parcialese injustos. Creo que si uno espera quehaya un auténtico dios, pierde la fe; porel contrario, si comprende que allí

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arriba la purria divina también cometesus excesos, todo va bien. Sólo entoncespuede entenderse por qué los diosespermiten que un romano ataque nuestratierra, aniquile a tribus enteras, saqueenuestros santuarios y siempre se veafavorecido por la suerte. ¡No hay másque indeseables, arriba y abajo!

Al alba me despertaron los gruñidosde Lucía. En la linde del bosque habíanaparecido unos corzos. Le acaricié elmorro a mi perra; ésa era la orden deque se portara bien. Los corzos seacercaron un poco. Eran toda unamanada. De forma instintiva pensé en eltío Celtilo; quizás esa noche había

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visitado algún otro lugar.—¿Tío Celtilo? —susurré.Uno de los corzos alzó la cabeza y

mantuvo los ollares al viento. De prontoregresó al bosque dando grandes yelegantes saltos. Los demás lo siguieron.Fue como si hubiese visto la sonrisa deltío Celtilo, como si éste me hubiesehablado, aunque yo no oí ni un solosonido. Sin embargo tenía la sensaciónde que el tío Celtilo me habíatranquilizado e infundido valor,comunicándome de algún modo querecibiría ayuda. No obstante, pocodespués el resplandor de mi interiorvolvía a extinguirse. ¿Acaso no

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profetizaba yo a muchos que se meacercaban en busca de consejo querecibirían ayuda sólo porque sabía queeso les daría fuerzas para ayudarse a símismos? Sí, claro, resulta decepcionantecuando uno conoce los trucos delvidente y el profeta.

* * *

El sol salió por el este, pero losesclavos de Fufio Cita todavía no habíanllegado. Estaba furioso porque elSamhain me había decepcionado: ni unaseñal de los dioses, ni rastro del tíoCeltilo. Y encima me dejaban allí tiradocon toda la vajilla y los odres llenos de

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bebida. Con esfuerzo lo fui recogiendotodo y lo guardé en sacos de tela queamarré a mi caballo. Cogí las riendas ybusqué un lugar adecuado para montar.Cerca había un tronco y llevé al caballohasta allí. Me subí a él e intenté alzaruna pierna por encima del lomo delanimal, pero el frío nocturno me habíadejado las extremidades duras yagarrotadas. No lo conseguí, de modoque al final me fui cojeando junto a micaballo hasta el oppidum de loscarnutos. Poco antes de llegar a Cenaboencontré un lugar propicio en el quelogré montar.

En Cenabo, la capital de los

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carnutos, había disturbios. Por la noche,unos desconocidos habían prendidofuego a las naves de los mercaderesromanos; por las calles había jóvenesceltas que daban voces y lo celebraban.En el barrio de los mercaderes vi aFufio Cita; su cabeza estaba ensartadaen una lanza que unos guerrerosborrachos alzaban ante sí a modo deestandarte. Me resultó casi desagradableencontrármelo de esa forma. De manerainstintiva me deshice de mi capa romanacon capucha, a pesar del frío que hacía.No podía perjudicarme que losborrachos vieran enseguida que eracelta. Por las calles del barrio mercantil

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había mercaderes romanos tirados comolos restos de una comida. A algunos sólolos habían arrojado ventana abajo yyacían muertos en la suciedad de lacalle mientras los olisqueaban jaurías deperros; otros estaban abatidos ante suspropios negocios y a algunos los habíanenvuelto con papiro para prenderlesfuego a continuación. El ambientefestivo era el de una celebraciónpopular. La secretaría de Fufio Citadaba una imagen desoladora: puertas,mesas y estanterías aparecían destruidasa golpes de hacha. Sin duda todos susbarcos ardían en la orilla del río. Entrelistones de madera y cientos de rollos de

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papiro descubrí un pie. Me arrodillé ytiré del cadáver. Era uno de losempleados de Fufio Cita; estaba bocaabajo y en su espalda se apreciaba unaherida gigantesca. A buen seguro lohabían abatido desde atrás de unhachazo. Bajo una estantería descubrí aotro trabajador, que estaba hecho unovillo bajo un montón de tablones demadera y tenía las manos ensangrentadasy apretadas contra la barriga; habíaechado la cabeza hacia atrás conviolencia. Debía de haberse desangradoentre grandes dolores.

—¡Corisio! —Boa, la chica de lafonda, entró de forma atropellada—.

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Están matando a todos los romanos. ¡Atodos los mercaderes y los funcionarios!—Me arrojó una capa de lana celta acuadros—. ¡Ponte esto encima! ¡Quiénsabe qué más van a hacer! ¿Dónde estátu capa romana? —susurró.

—La tiré de camino.—Bien, Corisio, habría podido

aprovechar la tela. Pero está bien que yano la lleves. —Boa estaba bastanteconfundida.

—¿Pero qué es lo que está pasando?Boa se volvió. Estaba frente a mí y

resplandecía. Me dio un beso intenso yprolongado, y luego musitó:

—La Galia volverá a ser libre,

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Corisio. ¡Los celtas se han reunido bajoel mando del rey de los arvernos paramarchar juntos contra César!

—¿Desde cuándo tienen rey losarvernos? —pregunté, confuso.

—Se llama Vercingetórix —respondió la chica, radiante—. Dicenque es alto y apuesto. Ya ha reunido a unejército impresionante. Todas las tribustienen que enviarle guerreros ysometerse a su mando. Por primera veztenemos un general. ¡Uno para la Galia!¡Vercingetórix!

Por las calles ya había guerreros quevociferaban el nombre del joven reyarverno.

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—¿Dónde está Vercingetórix? —lepregunté a Boa—. ¡Tengo que hablarcon él!

La chica retrocedió un paso,espantada.

—¿Qué te propones, Corisio?—¡Tengo mapas en los que están

señalados todos los campamentos deaprovisionamiento romanos! SiVercingetórix dispusiera de ellos,podría aniquilar al ejército de César sintener que llegar a encararlo.

La muchacha me ayudó a buscar yrecopilar los rollos de papiro. Losenvolvió en un gran pedazo de cuero yató con correas el gigantesco rollo.

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Después me llevó hasta los guerreros,que ya se habían reunido en la plaza delmercado para unirse a Vercingetórix. Elpríncipe carnuto Gedomón losencabezaba.

—¡Príncipe! —llamé—. ¡Llévamecontigo, tengo que hablar de inmediatocon Vercingetórix!

—¿Qué llevas en el fardo de cuero?—¡Rollos de papiro!Los guerreros aullaron de risa.—¡Es el escribiente de Fufio Cita!

—exclamó uno.—¡Quemad esos rollos! ¡Que arda

Roma!—¡Y también su escribiente! —

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bramó una voz ronca.—¡Es un druida celta! —exclamó

Boa.Unos jóvenes guerreros la apartaron

a un lado con sus caballos.—Soy Corisio, de la tribu de los

rauracos —exclamé mientras también yome veía cada vez más acosado porguerreros a caballo—. En estos rollosaparecen los campamentos deaprovisionamiento romanos.

Gedomón me los arrebató y loslanzó en dirección a un almacén enllamas. De inmediato unos jóvenesguerreros que habían acudido sincaballo los atraparon al vuelo y los

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arrojaron a las llamas.—¡Abajo con Roma! ¡Muerte a los

romanos!—¡Príncipe Gedomón! —vociferé

—. ¡Esos rollos eran paraVercingetórix! No te corresponde a tiquemarlos.

Los guerreros carnutos rieron ehicieron circular el odre de vino alomos de sus caballos mientras losjóvenes celtas arrojaban mis rollos alfuego de uno en uno. Quería cabalgarhasta allí y arrebatarles los rollos, perolos otros celtas me tenían rodeado. Mearranqué del cinto el amuleto de oro deldios porcino Euffigneix y lo levanté.

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—¡Éste es el dios del rey arverno!¡Me lo regaló para que un día volvierajunto a él! ¡He confeccionado los mapaspara él! ¡Para él, necios! ¡Para él y poruna Galia libre y unida!

Creo que todos los hurras quelanzaban por Vercingetórix y la Galialibre se les quedaron atragantados.Gedomón alzó la mano, con lo que todosenmudecieron.

—¿De veras eres druida?—Sí —refunfuñé—. ¡Y los dioses

maldecirán a quien ha destruido lo queestaba destinado a Vercingetórix!

Gedomón abrió los ojos de par enpar y salió disparado hacia el almacén

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en llamas donde los jóvenesdesenrollaban con alegría los papirospara entregarlos a las llamas.

—¡Deteneos! —bramó—. ¡Parad oseréis expulsados del culto!

Aun así, ya no había nada quesalvar. El fuego había terminado sutrabajo. El gran Gedomón parecía unjovenzuelo tonto. Regresó junto a mí, sinsaber bien qué decir. Al cabo de uninstante gruñó:

—Druida, ¿crees que quedarásaldado con una bandejita de oro?

—No —refunfuñé—, de ningunaforma. ¡Los dioses están coléricos! Y túpuedes estar contento de que tenga una

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memoria excepcional. A lo mejorconsigo volver a dibujar el mapa con lospuntos de aprovisionamiento.

—¿Crees que lo conseguirías,druida? —preguntó incrédulo.

—¡Llévame hasta Vercingetórix!Pero cuida de que no me pase nada decamino. Para funcionar bien, la memorianecesita líquidos y alimentossuficientes… —le increpé; chillando,me sacudía del alma el miedo quesintiera un momento antes.

—Sí, claro —masculló Gedomón altiempo que hacía una seña a un jovencelta—. ¡Ocúpate de que no le pasenada al druida! —le gritó—. ¡Os hago a

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tu hermano y a ti responsables de subienestar!

—¡Así sea, Gedomón! —bramó eljoven celta mientras su hermano alzabala espada hacia el cielo entre voces.

Al parecer era un honor para ellostener que proteger a un druida.

Me despedí de Boa con discreción,tal como le toca conducirse a un druidaen público, aunque me resultó difícil.Durante las largas noches invernales noshabíamos dado un poco de calor y apoyomutuos, como dos extraviados en lanoche.

—Boa —dije con un hilo de voz—.A lo mejor un día llega un griego

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preguntando por mí. Dile que me he idocon Vercingetórix, y luego a Massilia.Que me siga.

—¿Cómo se llama el griego? —preguntó Boa.

—Crixo. Es mi esclavo, pero no tesorprendas si se presenta como liberto omercader. Se llama Crixo, ¿me oyes?

—Sí —dijo Boa, y me acarició lapierna izquierda—. ¿Volverás algúndía? —Tenía los ojos húmedos.

—No, Boa. Nunca volveremos avernos.

* * *

Poco después partimos a caballo al

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encuentro con el ejército deVercingetórix. Me enteré de que el jefedruídico de la Galia había decretado laguerra sagrada en la reunión anual delbosque de los carnutos y que el jovenrey arverno, Vercingetórix, que hacíameses que defendía esa idea, debíadirigir la campaña. Los druidasregresaron a sus tribus y ordenaron a suspríncipes someterse sin condiciones alas órdenes del arverno con todos susguerreros y su clientela. Los druidashicieron realidad lo imposible: unaGalia unida bajo un solo mandosuperior. Las horas de César parecíanestar contadas.

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De hecho, no me sorprendió muchooír que el impetuoso Vercingetórix habíaregresado a su oppidum con susimpulsivos seguidores, y tras matar atodos sus enemigos se había proclamadorey. La paciencia no era su punto fuerte.Sin embargo, para derrotar a César iba anecesitarla.

Sobre la solidez de su ejércitocorrían los rumores más descabellados.Muchos creían que era una gran ventajaque Vercingetórix hubiese servido conlos suyos como oficial de caballería enel ejército de César; de ese modo seenfrentaría a César un celta que estabamuy familiarizado con la táctica militar

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romana. Conocía el armamento y, lo queera más importante, ¡conocía alprocónsul Cayo Julio César en persona!Estaba convencido de que venceríamos.

Vercingetórix me recibió con losbrazos abiertos, dándome tal apretónque perdí el apoyo bajo los pies.Cuando me soltó para contemplarmemás de cerca, caí hacia atrás, en losbrazos de los jóvenes hermanos que mehabían mimado y cuidado a cuerpo derey durante todo el viaje. Vercingetórixrebosaba fuerza y energía. No había quedejar nada al azar, y le puse en la manola estatua dorada de Euffigneix.

—¡Ahora la necesitarás,

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Vercingetórix, rey de los arvernos ycabecilla de las tribus celtas!

Hizo desaparecer la estatuilla en supoderosa mano.

—Me traes suerte, druida. Ven a mitienda. Los emisarios carnutos me haninformado de que puedes trazar mapascon todas las bases romanas.

Sí, los druidas tienen toda la razónal afirmar que la palabra escrita haceque la memoria se descomponga comouna manzana agusanada. Por elcontrario, el que durante años aprendede memoria cientos de versos, disponede una memoria magníficamentecapacitada. No tuve ninguna dificultad

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en reproducir sin modelo un mapa de laGalia. Con trazo firme esbocé los ríos ylas colinas, sombreé bosques y señalélos campamentos de aprovisionamientoromanos y las rutas de suministro.

Vercingetórix miraba encandiladopor encima de mi hombro.

—Ese Julio perecerá de hambre —masculló—. Lo derribaré con suspropias armas. Ahora se verá por fin side veras goza del favor de los dioses.

Vercingetórix señaló la carta y tocócon el dedo Narbón, que estaba un pocoal oeste de Massilia.

—Aquí está César, asegurando lasfronteras de su provincia. Y aquí arriba

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—señaló un punto al este de Cenabo—,con los senones y los lingones, suslegiones pasan el invierno. Y nosotrosestamos ahí en medio. ¿No ha predicadosiempre César que no hay que comersede una sola sentada a la puerca celta?Yo le haré lo mismo. ¡Procederé unalegión tras otra!

* * *

César presentía que algo especial seestaba forjando en ese séptimo año deguerra. Casi todas las tribus de la Galiase habían sometido al liderazgo delcarismático jefe militar Vercingetórix.Los eduos aún vacilaban. A marchas

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forzadas, César cruzó con tropas reciénreclutadas el Cevena, que en esa épocadel año todavía estaba nevado. PeroVercingetórix no lo atacó; dejó queCésar marchara sin impedimentos por latierra de los eduos, aliados todavía conRoma. Los príncipes celtas, con todo,apremiaban al arverno para que luchara.Tenían muy pocos alimentos paramantener la buena disposición de susguerreros y clientes.

—¿Por qué no lo acometes de unavez? —pregunté a Vercingetórix unatarde.

Por entonces me ocupaba de sucorrespondencia, igual que en su día

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hiciera para César.—¿Crees que si no ataco el alimento

escaseará? ¿Que mi gente se amotinará yregresará con su tribu?

Asentí.—Es muy posible, druida. ¿Pero qué

pasa si los legionarios no tienenalimentos? ¿Se amotinarán también?

—No, creo que no —respondí,sacudiendo la cabeza.

Vercingetórix rió.—Tal vez no lleguen a amotinarse.

Morirán de hambre, pues el procónsulme enseñó una vez que el hambre venceal hierro. ¿Para qué iba a sacrificarentonces más sangre celta?

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César había tomado buenasprecauciones. No le faltaba de nada.Llegó a Cenabo a marchas forzadas y laredujo a cenizas. Pobre Boa. No creoque sobreviviera. César se reunió con elresto de su ejército y marchódirectamente hacia la tierra de losarvernos. Esperaba que así la fuerzamotriz arverna se escindiera de lacoalición de toda la Galia. PeroVercingetórix no reaccionó ypermaneció oculto, rehuyendo la batalla.No obstante, allá donde llegaba elejército de César las ciudades ycampamentos de aprovisionamientoardían ya, los campos estaban

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devastados y los animales habíandesaparecido. Mientras los legionariosse adaptaban al racionamiento deemergencia, César se veía obligado aenviar unidades cada vez mayores paraasegurar las vías de suministro. Algunasno regresaron jamás. A buen seguro nohabía en toda la Galia nada máspeligroso que cabalgar por las vías desuministro romanas.

Los legionarios se mostraban cadavez más impacientes. Tenían hambre y,además, parecía que al fin interveníanlos dioses celtas, enviando un diluvio.El famélico ejército de César se hundíaen el lodo. El general no tuvo más

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remedio que hablar ante sus soldadosbajo la lluvia torrencial y permitirlesque regresaran a su hogar. Por supuesto,aquello no fue más que una hábilestratagema. Los legionarios seavergonzaron y de pronto quisierondemostrarle a César de lo que erancapaces. Una vez más, el genialMamurra desempeñó un papel decisivo.

Llevó rodando sus sofisticadastorres de asedio hasta las murallas de lacapital bitúrige y mandó disponercientos de piezas de artillería de variascargas, pabellones de asalto y arietesfalciformes. Avárico, el oppidumsituado entre la tierra de los carnutos, de

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los eduos y los arvernos cayó, y lo hizode forma brutal: cuarenta mil habitantesmurieron asesinados por los furiososlegionarios, casi todas las mujeresfueron violadas y hasta los niños depecho fueron mutilados y catapultadospor los aires. Dejaron con vida aochocientos para que pudieranexplicarle a Vercingetórix y a los demáslo que había sucedido aquel día.

Con todo, la postura deVercingetórix no se debilitó ante aquellavisión. Al contrario. ¿Acaso no habíaexigido a voz en grito el incendiovoluntario del oppidum bitúrige? Laexterminación de sus ciudadanos era la

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prueba de que la estrategia deVercingetórix de quemar la tierra era lacorrecta. Sólo los bitúriges se habíanopuesto a la orden de Vercingetórix, ysólo ellos habían sucumbido a César.Incluso los eduos se vieron obligados aadmitir que Vercingetórix sabía lo quese hacía. No obstante, César pudopermitirse acomodar en la ciudad eduade Novioduno todo su campamento desuministros junto con la caja del ejércitoen campaña y todos los rehenes galos.

Después de haberlo preparado todoa principios de año para reunirse con suejército, César tenía que volver adividirlo a causa de la constante

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precariedad de los campamentos deaprovisionamiento. El fiel Labieno sedirigió al norte con cuatro legionesmientras César se internaba en la tierrade los arvernos con seis.

Quería herir a Vercingetórix en elcorazón. Sabía que ninguna ciudad galapodía resistir al genial armamento deasedio de Mamurra. No obstante,Gergovia, la capital de los arvernos, erauna elevada ciudad fortificada con unosaccesos intransitables, de modo queCésar no pudo con ella. La Galia seregocijaba, y hasta los eduos serebelaron contra el procónsul. Tambiénellos pensaban que los días de César en

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la Galia estaban contados. Césarinterrumpió el asedio de Gergovia y sedirigió a toda prisa hacia la tierra de loseduos bajo las risas burlonas de losdefensores de la ciudad. Después dereprenderlos y de que éstos sedisculparan sumisamente, César regresóa las murallas de Gergovia. La capitalarvernia tenía que caer. Con todo,Vercingetórix operaba con acierto: enpequeños grupos, guerreros queconocían la localidad atacaban losflancos romanos día y noche, atacabancon rapidez y se alejaban al galope. Enun solo día cayeron cuarenta y seiscenturiones y setecientos legionarios.

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César abandonó el asedio.Era la primera gran derrota que se

infligía al procónsul en suelo galo.Vercingetórix había vencido a César.

Los eduos cambiaron de nuevo deopinión y asesinaron en Novioduno a laocupación romana que César dejara paracustodiar la caja del ejército encampaña, las provisiones y los fardosmás pesados. Con los eduos, Césarperdió al último aliado en la Galia ytoda su impedimenta. Quería regresarpara vengar la traición edua, perocuando marchó sobre la ciudad, ésta yaardía en llamas; los eduos se habíanllevado todas las provisiones o las

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habían destruido. César estaba acabado.Sus soldados se morían de hambre otravez, y algún oficial que había dejado suspertenencias en Novioduno lo habíaperdido todo.

Los galos encontraban por fin unsentimiento de unión que los aglutinaba.Se convocó una reunión de toda la Galiaen Bibracte, allí donde César vencieraantaño a los helvecios. El encuentro delos príncipes de las tribus celtas seconvirtió en el gran triunfo deVercingetórix, y le fue ratificado sumando supremo. Era decisión suya siacosaban a César y a su famélicoejército para que se retirara a la

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provincia o luchaban en el norte contralas legiones de Labieno, que searrastraba con sus soldados haciaLutecia para tomar la ciudad y poderalimentar a sus hombres. No obstante,cuando se aproximó a ella, tambiénencontró la ciudad reducida aescombros, y los correos quedesmontaban de sus sudorosos caballosle comunicaron el fracaso de César antelas puertas de Gergovia. Labieno supoentonces que la aventura gala habíallegado a su fin. Partió hacia el sur, alencuentro de César; juntos huirían a laprovincia romana. Ése fue elpensamiento de Vercingetórix, y por eso

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se pegó a los talones del fugitivo Césary atacó su columna de marcha por trescostados.

En el fondo, Vercingetórix sólopretendía poner fin a lo que había puestoen marcha: la liberación de la Galia. Sinembargo, César, entretanto, habíasustituido a la desertora caballería celtapor una germana, y fueron precisamentelos jinetes germanos los que rechazaronel primer ataque de la caballería gala;hicieron que los jinetes de Vercingetórixse dieran a la fuga y fueron tras ellos.Luego sucedió lo inconcebible: losgalos se retiraron en un caos terriblemientras los legionarios romanos

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recobraban el valor y perseguían a loshuidos. Vercingetórix huyó con sushombres a la ciudad fortificada de losmandubios, Alesia, que se encontrabasobre una abrupta elevación.

* * *

En Alesia hay una posada cuyafachada está decorada con un ciervoblanco, aunque la fonda se llame ElVerraco de Oro. Vercingetórix pensóque le traería suerte acomodar a sus máscercanos hombres de confianza en ella.Seguro del triunfo, estaba de pie frenteal mapa extendido de la Galia y agarróel vaso de vino que le ofrecía un oficial.

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—César, de nuevo, no podrá connosotros —dijo riendo.

Me miró un instante. Debió dellamarle la atención que yo estuviera tanserio, porque me preguntó qué pensabade su plan. Los oficiales y los nobles sehabían acostumbrado a queVercingetórix le diera una importanciaespecial a mi opinión. Estabanalrededor de la gran mesa y mecontemplaban.

—César tiene a un tal Mamurra —comencé, despacio—. Toma cualquierciudad en un abrir y cerrar de ojos.

Los oficiales rieron.—¿Y qué pasó en Gergovia? —

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exclamaron algunos, molestos y algoachispados por el vino.

—Alesia no es de la naturaleza deGergovia. Gergovia no es Alesia. ¡Sihay algo que los romanos hacen mejorque cualquier otro pueblo bajo el sol esasediar una ciudad!

—No podrá asediar la ciudad pormucho tiempo —dijo Vercingetórix,sonriente—, porque a los romanos se lesacaban los víveres. Y, como enGergovia, enviaré noche y día unidadesmontadas para arrebatarles el sueño ylos centuriones.

—No sé —dije, cauteloso—. PeroLabieno se acerca desde el norte. Se

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unirá a César.—Labieno morirá de hambre antes

—sentenció un oficial.—¿Por qué no pensamos qué es lo

que nos ha concedido la gran victoria?¡La guerra en movimiento, el eludir lasbatallas, la desnutrición de las tropasromanas!

—Si César sale vivo de la Galia,algún día volverá con veinte legiones.Así no se vence a César —dijoVercingetórix con seriedad—. Debemosaniquilarlo a él y a sus legiones. Lamayor derrota de Roma ha de llevar elnombre de Alesia. Además, no fue lanaturaleza de Gergovia lo que hizo

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fracasar el asedio de César; loscontinuos ataques de nuestros jinetesdesmoralizaron a sus hombres y loobligaron a rendirse. Hasta que llegueLabieno, el ejército de César seguirágravemente diezmado y, mientrasnosotros recibimos aquí los mejorescuidados, allá fuera ellos no tienen nadaque echarse a la boca.

Cuando me levanté a la mañanasiguiente y subí a la muralla de laciudad, tuve una sensación bastantederrotista: César no se había marchadodurante la noche. No, sus zapadoresexcavaban fosos alrededor de toda laciudad. Bajo la dirección de Mamurra

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construían un anillo fortificado de docemillas. ¡Era increíble, pero ese Juliohabía logrado encerrarnos! La ciudadestaba rodeada de un anillo de fosos,murallas, empalizadas y torres. Depronto eran los celtas quienes sehallaban en la trampa. Vercingetórixreaccionó deprisa, enviando el gruesode su caballería fuera de la ciudad, puesde nada servirían allí; al contrario,cuantas menos bocas hubiera quealimentar más durarían nuestrasprovisiones. Vercingetórix dio orden dereclutar un segundo ejército por toda laGalia y dirigirse a Alesia. Allí sedecidiría el destino del pueblo celta de

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la Galia.César no pudo impedir la evasión de

la caballería celta. Era un secreto avoces que en la Galia se reunía unsegundo ejército. Con todo, el romanono pensaba en la retirada, sino que elloco dispuso un segundo anillo dedefensa encarado hacia fuera; de nuevofosos, murallas, empalizadas, torres,hoyos y trampas para caballos.

Entre esos dos anillos seamontonaban las provisiones de loscincuenta mil legionarios y los siete miljinetes. César había vuelto las tornas.Pronto se vería quién mataba de hambrea quién.

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* * *

—¿No me habías profetizado lavictoria, druida? —preguntóVercingetórix mientras mirábamos desdela muralla las fantasmales y llameanteshogueras de los legionarios romanos enla noche cerrada. Me costabacomprender cómo había logrado Césarurdir un plan tan audaz en un momentode pura desesperación. Jugaba a suantiguo juego: todo o nada, y contabacon la ayuda de los dioses inmortales.

—Nunca te prometí la victoria,Vercingetórix. Sólo dije que César no esinvencible, pero no que César seríavencido.

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—Sin embargo profetizaste que yolo puedo cumplir.

—Sí. Pero no que lo cumplirías.Vercingetórix parecía molesto.

Frotaba la mano con impaciencia contrala piedra del muro de la ciudad cuando,de improviso, se desprendió un trocitoque cayó abajo; oímos el golpe sordo.Parecía que la suerte se le escurría entrelos dedos.

—Esta noche debo tomar una difícildecisión.

Vercingetórix me miraba en actituddesafiante. Presentí que me veríaafectado.

—Somos ochenta mil personas en

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esta maldita Alesia y apenas tenemosnada que comer.

Volví a mirar en dirección a lashogueras. César había asegurado elabastecimiento de sus legionarios. Losánimos parecían buenos.

—El que no pueda luchar tendrá queabandonar Alesia antes del alba —dijoVercingetórix con brusquedad.

Después me abrazó y me deseómucha suerte.

* * *

Hay ideas por las que se sacrificangeneraciones enteras. También hay ideaspor las que uno sacrifica sus principios,

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todo lo que ha creído hasta entonces. Alalba me encontré entre quejumbrosasmujeres y niños que lloraban. Estábamoscondenados a morir. Cruzamos despaciolas puertas de la ciudad con destino anuestra perdición. Muchos viejosestaban enfermos y débiles, y precisabanla ayuda de las mujeres. Yo ya teníabastante con esforzarme por mantener elequilibrio, pues me empujaban por todoslados entre lamentos y llantos: unoimploraba comida, otro pedía una manta.Al final tropecé en un hoyo y caí debruces. Me quedé en el suelo. El tíoCeltilo me había enseñado a levantarmeotra vez, pero yo me quedé en el suelo.

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Delante estaba el anillo fortificadointerior con el que César había cercadoAlesia. No había escapatoria. Losarqueros cretenses estaban apostados sinpeligro tras sus empalizadas yderribaban a todo aquel que se acercaraal foso. Me senté en la hierba y apreté aLucía contra mi pecho. La caravana delos expulsados se acercaba al anillo deasedio romano. Cuando los legionariosvieron que en la tierra de nadie, entre lamuralla y sus fortificaciones, no habíahombres armados, se enfurecieron; mepareció observar que se compadecían delos expulsados. Las mujeres suplicabanque las dejaran marchar, pero César

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ordenó que no se dejara pasar a ningúncelta. Aquí y allá vi cómo un legionarioarrojaba algo por encima de laempalizada. Como hienas seabalanzaban mujeres y niños sobre unpedazo de pan; los viejos ni lointentaban. Sin embargo, peor que elhambre era la sed. Moriríamosdeshidratados antes que desnutridos.

La noche siguiente murieron muchosviejos y enfermos, y también muchosrecién nacidos. Vercingetórix me habíadado una túnica de mucho abrigo, unagruesa capa de lana roja a cuadros, unpedazo de pan y un odre. En secreto, alamparo de la oscuridad, bebí un

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pequeño sorbo de agua mientras con lamano mojada le humedecía el morro aLucía, que yacía a mi lado sin apenasmoverse.

Dejé de contar los días y las nochesy me arrastré a gatas con gran esfuerzo.Quería salir de allí como fuese. Lucíame siguió, flaca y débil como estaba. Seme doblaron los brazos y di con la frenteen una piedra. Me incorporé y el sol medeslumbró; tenía sangre sobre el ojoizquierdo y la herida parecía más grandede lo que pensara en un principio. Teníaque lavarla; necesitaba agua conurgencia. También tenía sed. Al cabo deunos días el hambre disminuyó, aunque

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la sed era cada vez más intensa. Di untirón furioso a la pierna izquierda, ladoblé e intenté incorporarme. Al fin mepuse en pie y lo vi todo negro. Oí voces,sin saber de dónde procedían; me volvíy vi Alesia. Allá, ante las murallas habíamiles de personas moribundas. Queríaacabar con eso. El tío Celtilo tendríaque decirle al barquero que yo ya estabaen camino. Me alejé de Alesiaavanzando a trompicones mientras lehablaba despacio a Lucía sobreMassilia. Sí, Massilia. Me limpié lasangre de la frente y me chupé el dedo.Proseguí tambaleándome y a lo lejosvislumbré el destello del metal y oí

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gritos coléricos. Abrí más los ojos yante mí apareció una torre de maderaque apuntaba al cielo; delante, el foso,donde yacía una mujer muerta que aúnestrechaba a su bebé. Yo no quería caerallí y de nuevo miré a la torre. Mepareció que alguien me hacía una seña.¿Era posible? ¿De veras era elprimipilus de la décima legión? Habíaolvidado su nombre. De pronto unaflecha se clavó en el suelo a un par depasos de mí. Yo estaba dispuesto aaceptar mi destino. Avancé dos pasosmás, hasta justo el borde del foso.Delante de mí estaba esa flecha, y teníaalgo abultado en la mitad: ¡Pan! Lo

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agarré al instante, pero en ese precisomomento sentí un terrible malestar.Recuerdo que todo cuanto me rodeabadesapareció tras un velo de oscuridad.Me desplomé y perdí la conciencia. Caírodando al foso, exánime.

* * *

Agua. Abrí la boca. Alguien mesostenía el tronco; estaba arrodilladodetrás de mí y me daba agua. Agua.

—¿Noche? —murmuré—. ¿Es denoche?

—Sí, amo —respondió una voz—.Es de noche. Lucio Esperato Úrsulo, elprimipilus de la décima, me ha

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permitido traerte agua.—¿Agua? —murmuré—. ¿Agua?Me dio un ataque horrible de tos.—No bebas tan deprisa —susurró la

voz en la oscuridad.—¿Dónde está Celtilo? ¿Mi tío

Celtilo?—¡Wanda está en Massilia! ¿Lo

oyes, amo? Está en Massilia.Me desperté de golpe. Quise darme

la vuelta, pero volví a sentirme mal y amarearme.

—¡Soy yo, amo, Crixo, tu esclavo!¡Crixo!

—Deja que te vea, Crixo —jadeé.La excitación me había dejado sin

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aire. Crixo me agarró con fuerza delbrazo y se arrastró de rodillas hastaquedar dentro de mi campo de visión.Busqué su cara temblando, le toqué lasmejillas, la nariz.

—¿De verdad eres tú?—¡Sí, amo! ¡He visto a Wanda!—¿Está bien? —jadeé.—Sí, amo. Tengo que decirte que te

quiere, ¿lo oyes?Sentí un nudo doloroso que me

crecía despacio en la garganta y mearrancaba lágrimas de los ojos.

—El ámbar… —musité—. ¿Hascomprado su libertad?

Crixo guardó silencio. Eso

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significaba que no.—Es esclava —jadeé—, ¿verdad?—Sí, amo. Pero está bien. Me

robaron, pero seguí a la caravana deesclavos hasta Massilia.

—Y… ¿de quién es esclava, Crixo?… ¡Dime su nombre!

Crixo callaba.—¡Tienes que decirme su nombre,

Crixo! —jadeé.Escuché sus susurros en mi oído.—Creto.

* * *

Un cuarto de millón de celtasavanzaban hacia Alesia. Pero yo sólo

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pensaba en una cosa: en Creto. Teníaque sobrevivir y llegar a Massilia.Crixo había enterrado unos odres deagua en el suelo; yo por la noche losdesenterraba y bebía. Hacía días que nohabía vuelto a ver a mi esclavo.

Seguro que habría vuelto por lanoche, de haber podido. Probablementeya no tendría dinero para sobornar a loscentinelas.

Una mañana al despertar, volvía aestar allí, tumbado junto a mí, abatidopor una flecha. Crixo estaba muerto. Enla mano llevaba un saco de tela quecontenía pan, salchichas y odres deagua.

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* * *

Doscientos cincuenta mil celtasmarchaban sobre el anillo fortificadoexterior de César. Un cuarto de millón.La batalla decisiva por Alesia habíacomenzado. La última batalla por unaGalia libre. No obstante, era más queimposible romper aquel genial cordón.

Primero había una ancha franja detierra llena de miles de pérfidos pinchosde hierro. No importaba cómo serepartieran esas trampas para caballo decuatro púas, que una punta siempreapuntaba hacia arriba; los celtastuvieron que desmontar. A continuaciónhabía unos hoyos de los que salían

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afilados postes camufladoscuidadosamente con maleza. Despuésvenía otra ancha franja con afiladashorcaduras que sobresalían del suelocomo una muda falange. Y detrás habíados amplios fosos excavados a unadistancia de cuatrocientos pasos,parcialmente llenos de agua. Doscientoscincuenta mil celtas se detuvieron.Tenían que eliminar todos losobstáculos arriesgando su vida y contrabajosa minuciosidad.

La caballería germana de Césarlanzó un ataque, causando considerablesbajas entre los celtas. Hasta el cuartodía no consiguieron romper el anillo de

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fortificación exterior. No obstante,Labieno, que ya había llegado, impidióque llegaran a atravesarlo.

César se echó a los hombros su rojacapa de general, montó a Luna, la yeguablanca de Niger Fabio, y sacó a sucaballería del angosto campamento. Enuna temeraria acción, rodeó al ejércitocelta y cayó triunfante sobre él por laretaguardia. Los celtas fueron presa delcaos y el pánico. Cuatro días sin nadaque llevarse a la boca habían bastado;cuatro días en lamentables condicioneshigiénicas. Entre los miles de personasapiñadas en un espacio tan reducido, lasepidemias estallaron de la noche a la

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mañana. Los guerreros del ejércitoauxiliar celta estaban más que hartos yninguno de ellos tuvo autoridadsuficiente para detenerlas. Muchascayeron muertas en el campo de batallao fueron capturadas y vendidas comoesclavos.

Al día siguiente se abrieron laspuertas de Alesia. Vercingetórix, el reyde los arvernos, salió a caballo hacia latierra de nadie. Estaba solo en su últimacabalgata. Su caballo blanco ibaostentosamente enjaezado. Montabaerguido con su armadura dorada hacia lafortificación de los romanos. Loszapadores habían echado abajo una

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parte de la empalizada, rellenando elfoso con tierra.

Me levanté despacio. Lucía sequedó echada. Estaba enferma. La cogíen brazos y renqueé con ella a lo largodel foso. Me detuve a un par de cientosde pasos del trozo que estaba cubiertode tierra y me senté. Lucía temblaba. Oítrompetas y el metálico sonido de losgladii golpeando los herrajes del bordede los escudos. Oí los gritos: «Ave,Caesar !Ave, imperator!»

César llegó montado en su corcelpor entre las dos torres y se detuvosobre el foso tapado. Llevaba su mantorojo. A izquierda y derecha estaban sus

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legados, a caballo. Los oficiales iban apie. Los arqueros cretenses habíantomado posiciones. ¡Cientos desoldados para un solo celta!

Vercingetórix se quedó a un par decuerpos de caballo frente a César.Entonces desmontó de su yegua concierta rigidez, le acarició la cabeza casicon cariño y apretó la cara contra susollares, como susurrándole algo. Acontinuación dejó las riendaslentamente. Tuve la sensación de queabandonaba la Galia a su destino…

El arverno avanzó erguido haciaCésar. César guardaba silencio; creoque respetaba a su enemigo.

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Vercingetórix depositó su espada a lospies del romano y después se desató elcinto de armas para dejarlo resbalarhasta el suelo. Alesia había caído. LaGalia estaba pacificada. Vercingetórixdesató las correas de cuero de su corazamusculada y la arrojó sobre sus armas.Por último se arrodilló sobre una piernay agachó la cabeza.

—Has vencido, César. La gloria estuya. Toma mi vida y perdona a mipueblo.

César hizo una señal a algunosoficiales, que avanzaron un par de pasosy se colocaron a izquierda y derecha deVercingetórix. El rey arverno se levantó,

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permitiendo que lo apresaran. Césaravanzó a pie por la tierra de nadie,directo hacia mí. Me quedé sentado enla hierba. Lucía estaba en mis brazos.

—Druida, ¿por qué me abandonaste?Callé. Oí que alguien preguntaba si

me iban a crucificar, pero ni siquieraalcé la vista.

—Me profetizaste que noencontraría la muerte en la Galia.Llevabas razón, druida.

—Tómalo al menos como esclavo,procónsul —sugirió uno de los legados.

—Es libre —se limitó a decir César,y dio media vuelta.

¿Libre? Me arrastré hasta uno de los

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numerosos puestos de comida quecrecieran como setas en los alrededoresde Alesia. Los traficantes de esclavosque habían esperado al desenlace delasedio acampaban por doquier; tambiénellos tenían que alimentarse. Tabernerosceltas cuyas fondas habían sidodestruidas en la guerra o incendiadaspor orden de Vercingetórix seguíanasimismo a las hienas y los chacales delImperio romano para alimentar a esagentuza. Al cabo de poco tiempo volvióa haber pan blanco y ligero, ysalchichitas galas en abundancia. ¡Yvino! ¡Y lluvia! Yo estaba tumbado enalgún lugar entre puestos de comida y

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tabernas, sobre el fango, y chupaba demi odre. A veces le daba un sestercio aun niño para que me trajera más vino;una mañana, el renacuajo me indicó queLucía había muerto. Todavía estabaentre mis brazos y tenía la tripa fríacomo un odre de vino. Definitivamente,los dioses me habían abandonado.Enterré a Lucía en el fango, junto a mí.Luego me dediqué a beber hasta perderla razón. Pasé días y noches enteras bajola lluvia, y cuando volvió a brillar el solel barro sucio se me secó sobre elcuerpo a modo de una segunda piel. Sí,era libre. Ése era el castigo más duroque César podía haberme impuesto.

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Vivía, y había abandonado todaesperanza de llegar algún día a Massiliay reencontrarme con Wanda. Quién sabe,quizás ella había llegado a sentiraprecio por su nuevo amo. Creto. ¿Quéme importaba a mí esa rata massiliense?De todas formas yo estaba acabado, lohabía perdido todo: Wanda, Lucía,Crixo. Ni era druida ni mercader, sóloun trozo de escoria hundido en el fango,un perro celta que enviaba a los niñospequeños a por odres de vino.

* * *

Al poco tiempo César liberó a losprisioneros eduos y arvernos movido no

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por la benevolencia del vencedor, sinopor la necesidad. César necesitabaapoyo celta, aliados. El resto deprisioneros se lo regaló a suslegionarios, los cuales les ataron sogasal cuello y se los llevaron como ganadoal gran mercado de esclavos que habíaen medio de la ciudad de tiendas que sehabía formado ante Alesia. Losmercaderes habían erigido altosestrados de madera a los que se accedíadesde todos los lados por medio de unosescalones. Debió de ser una ironía deldestino que los dioses me concedieranuna excelente visión del escenario delos esclavos desde mi agujero de lodo,

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ya seco, para asistir día tras día almismo espectáculo: miles de esclavoseran conducidos hasta allí, con objeto decerrar su venta. Si hubiese que creer alos vendedores, en ningún lugar delmundo había tantos celtas sanos y cultoscomo en Alesia. Algunos contubernios ycohortes vendían sus esclavos adocenas; los traficantes de esclavos lopreferían así. No obstante, algunosnecios llegaban a creer que hacían elnegocio de su vida con un solo esclavocelta.

Un día, un fornido legionario decuello robusto hizo subir al estrado demadera a un tipo grande y atlético,

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pidiendo por él la cantidad de milsestercios. ¡Era inconcebible! En pocosdías se habían vendido allí más de cienmil celtas, y hacía tiempo que losprecios estaban por los suelos. ¡Y aquellegionario de poca monta con hocico deperro de pelea massiliense exigía milsestercios! Los mercaderes y loscuriosos chillaban entusiasmados,aunque eso no ofendía al orgulloso celta,que no cesaba de bramar que él era elhombre más valiente de la Galia y seenfrentaría sin problemas a cualquiergladiador de Roma. De algún modo suvoz me resultó familiar, pero la memoriase me había ahogado. Yo estaba

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totalmente borracho. Me rasqué la mugrede las mejillas y me esforcé por mirar alestrado donde se perpetraba la venta. Eltipo tenía sentido del humor y ahoradaba un discurso, informando al públicoentusiasta de que él era un prínciperauraco y su hermano era un importantedruida, hasta el punto de haber trabajadoen el despacho de César. ¡Me despertéde golpe!

—¿Qué pasa? —preguntaron los dosmuchachos que había a mi lado—.¿Necesitas más vino?

—No —dije—. ¿Alguna vez habéiscomprado esclavos?

—No, eeeh… —respondió uno,

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dubitativo.—Que sí —lo contradijo su amigo

—. ¡Danos dinero y compraremos lo quequieras!

Extraje con cuidado un par demonedas del zapato derecho; me habíarepartido el dinero por el cuerpo. Nadiedebía saber que aún me quedaba unabonita cantidad. Los muchachosextendieron las manos.

—¡Pero cuidado! —exclamé con ira—. No penséis que no me he dadocuenta de que me diluís el vino desdehace un par de días. Os pago un odreentero y vosotros debéis de comprarmedio y llenáis el resto con agua.

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Los muchachos se ruborizaron. Unoquiso disculparse, pero el másdescarado tomó de inmediato la palabra:

—¡Verás, lo hemos hecho por tusalud! ¡Si te mueres, perdemos a nuestromejor cliente!

—¡Largo, y compradme a ese locode allí arriba!

Los muchachos cogieron el dinero yecharon a correr mientras alguienofrecía ya cuatrocientos sestercios. Otroofreció quinientos. Basilo perdiódefinitivamente los nervios. Alborotabay bramaba y tiraba de sus ataduras.¡Como mínimo valía dos mil sestercios!Alguien exclamó que se podía comprar a

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un poeta griego por mucho menos. Depronto se hizo el silencio y al cabo deunos momentos todos prorrumpieron engrandes risotadas. Escuché la voz de unode los muchachos, sin entender lo quedecía. Entonces vi que subían al estradode madera entre las risas de losmercaderes y los mirones.

—¡No os riáis, idiotas! —exclamócolérico un muchacho—. Nuestro amoes un distinguido druida. Está allí, en laposada, y nos ha encargado que lecompremos al celta.

Basilo se reía perplejo. Todosparecían estar algo perplejos. Ellegionario reflexionaba mientras algunos

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gritaban que se diera prisa. Al pie de losescalones hacían cola cientos delegionarios con sus esclavos. Mientrasque la mañana pertenecía a lostraficantes de esclavos profesionalesque compraban cohortes de presos, latarde era de los particulares.

—¡Tómalo o déjalo! —le gritó allegionario aquel muchacho que siempretenía una respuesta.

Vi que el romano cogía el dinero ylo contaba con cuidado.

—¿Cómo os las vais a arreglar soloscon este tipo?

Algunos volvieron a reír.—Será el primer oficial de la

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guardia personal druídica —fantaseó elotro.

No sé de dónde sacaban esastonterías. Al muchacho lo estabanconfundiendo con esas historias dedruidas y oficiales y guardiaspersonales. Sin embargo, Basilo levantóla cabeza con el pecho henchido deorgullo. Aquello parecía gustarle.

—Bueno, ¿dónde está esedistinguido druida? —preguntó conorgullo cuando los dos jóvenes sedetuvieron ante mí.

Los muchachos se sonrieron. Basilovolvió a tirar de las ataduras que leretenían los brazos a la espalda.

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—¿No me habré convertido envuestro esclavo? —gritó—. ¿De dóndehabéis sacado el dinero?

—Es mi dinero, Basilo —dije concansancio al tiempo que agachaba lacabeza, avergonzado. No vi que Basilose volvía despacio hacia mí y se poníaen cuclillas.

—¿Corisio? —preguntó conincredulidad.

—Humm —murmuré, y le di a unode los jóvenes mi cuchillo para quecortara las ataduras de Basilo—. ¡Ya tedije que un día volveríamos a vernos!

Las ataduras de Basilo cayeron alsuelo. Movió los omóplatos y agitó los

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brazos.—Pero me ocultaste que entonces

sería tu esclavo —replicó con unatímida sonrisa.

Se sentó a mi lado en el barro y meabrazó con delicadeza. Estaba muyemocionado. Yo también. Pero allí, enAlesia, todos habíamos olvidado cómollorar.

—Olvídalo —musité—. ¡Porsupuesto, eres libre y puedes hacer loque te venga en gana!

—Ya te gustaría a ti —murmuróBasilo—. ¡Seré tu esclavo hasta que tecompre mi libertad! ¿Has entendido,amo?

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De ese modo mi amigo de lainfancia, Basilo, se convirtió en Alesiaen mi esclavo. Desde luego, nunca lotraté como a tal. A fin de cuentas éramosamigos. Sin embargo, él insistía enllamarme «amo». Se lo prohibí e inclusonos peleamos, pero él insistía. ¡Basilo,mi esclavo! Primero me llevó a unabuena posada que había tras las murallasde Alesia. Allí renuncié al vino y bebíleche de cabra fresca. No es que depronto quisiera hacerme druida, enabsoluto, pero sí que quería ir aMassilia. Mi esclavo me apremiaba, meinfundía valor. Decía que si yo quería,robaría a Wanda y mataría a Creto. Unos

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días después compramos caballos,acémilas y víveres, y partimos hacia elsur entre las numerosas caravanas demercaderes, en dirección a Massilia.

Poco antes de marchar me encontré aAulo Hircio en un mercado. Nosquedamos inmóviles, contemplándonoscon melancolía. Después se me acercó yme dio un abrazo. Me dijo que Césarquería retirarse a Bibracte y terminarallí el séptimo libro. Le deseé muchasuerte. Cuando me disponía a seguircamino con Basilo, de pronto me llamó:

—Druida, ¿no me debes aún dinero?Aquello me tomó por sorpresa.

Ciertamente, en su día, Aulo Hircio me

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había prestado dinero para comprarle aCreto mi libertad. Le di las monedas deoro que le correspondían.

—Tienes suerte, druida, pues de locontrario hoy te habrías convertido enmi esclavo. Y te habría ordenadoescribir el libro séptimo —dijo, riendo.

* * *

Con la caída de Alesia terminó lagran guerra gala, la lucha de liberacióncelta contra los invasores romanos.César había protagonizado treintabatallas y había conquistado ochocientasaldeas y ciudades, aniquilando a unmillón de celtas y esclavizando a un

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millón de personas. Y todo ello paragloria de Roma, para gloria de César.La Galia estaba saqueada y sus riquezasextinguidas. El tributo anual ascendía aunos modestos cuarenta millones desestercios. Más era imposible, pues laguerra había hundido la economía gala.César, por contra, era millonario. Habíarobado tanto oro y tanto había lanzado almercado, que el precio del oro en Romacayó un treinta por ciento. Mientras queel tributo anual galo ascendía a cuatromillones de sestercios, César le envió asu amigo Cicerón sesenta millones conlos que éste le compraría el terreno parala construcción del foro que planeaba.

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César obsequió a sus amigos yenemigos, concedió préstamosdesorbitados a todas las personasimaginables y erigió ostentosos templosy edificios. El oro celta robado lepermitía hacer todo aquello.

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Massilia, la colonia mercantil griegadel sur de la Galia, era el torno decambio del Mediterráneo. De todaspartes llegaban esos géneros de canjetan apreciados por los celtas: vinoromano, cristal de colores y recipientesde metal. A cambio, la Galia no sólo leentregaba a Massilia sal, cobre, ámbar,estaño, pieles, cuero, oro, resina, betún,leña resinosa, cera, quesos y miel, sinotambién el típico tejido de lana roja acuadros que toda la República Romananos envidiaba. Por eso —y porque

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inventamos la guadaña además del tonelde madera— los romanos siguenextendiendo el rumor de que sóloestamos dispuestos a hacer un truequepor vino. Dicen que nos gusta la bebiday que por eso inventamos el tonel, yaseguran que cambiaríamos a dosjóvenes esclavos por una sola ánfora devino. ¡Como si conseguir esclavos fuesedifícil! No obstante, contra lascalumnias romanas todavía no hacrecido ninguna hierba, pues lo queafirman los romanos queda recogido porescrito para la posteridad. Lo quecontestamos nosotros, acaso lo oigan losdioses. Si es que quieren.

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Era agradable ir montado junto aBasilo. Nos explicábamos lo quehabíamos vivido en esos años una y otravez, adornándolo en cada ocasión concolores más suntuosos. Por las tardesnos sentábamos junto a la hoguera de losmercaderes, asábamos carne y bebíamosvino, pues en el trayecto la leche decabra era escasa, y con gran placerponíamos de vuelta y media al Imperioromano. No lo hacíamos por celos nienvidia, sino porque los celtas tenemosuna opinión bastante lúdica de la vida yla muerte: participar es más importanteque sobrevivir. Con todo, lo quesiempre nos ha molestado de Roma es

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esa arrogancia insoportable con la queimponen su voluntad a los no romanos.

Cuando un día divisamos lasmurallas de Massilia con sus numerosastorres, yo ya estaba con los nerviosbastante desquiciados. El posiblereencuentro con Wanda no me habíadejado dormir durante las últimasnoches. Cuanto más nos acercábamos aMassilia, más miedo tenía de llegar a laciudad pero a la vez seguir estando auna eternidad de Wanda. ¿Y si Creto lahabía vendido ya? Wanda podía serbastante obstinada, y a lo mejor tambiénhabía intentado matar a Creto. Losmercaderes que iban hacia el sur nos

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habían explicado que en Massilia habíaunas leyes asombrosas. Cierto era queestaba en la provincia romana de laGalia Narbonense, pero era totalmenteautónoma. Después de que Romaprotegiera antaño la ciudad contra losceltas, la extensa franja costera deNicaea hasta el Ródano se entregó a lametrópolis del Mediterráneo. Comocontrapartida, Massilia asumió elmantenimiento de la vía Domicia y lavigilancia de las Fossae Marianae, uncanal lateral del Ródano. Los arancelesdel canal enriquecían a Massilia, cuyoscampos habían sido fertilizados una vezcon los teutones caídos en Aquae

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Sextiae, y la hacían poderosa ysoberbia. De manera que se podíanpermitir su propia administración dejusticia, prohibirles a las mujeres elconsumo de vino, exigir una autorizaciónestatal para el suicidio y promulgarotras leyes exóticas y extravagantes. Sinembargo, para la nobleza celta Massiliahabía sido y era el gran centro griego deformación donde les gustaría educar asus hijos. Para un celta, Massilia era elombligo del mundo, el centro de lacultura y la sabiduría, y no Roma.También Massilia había sido mi sueño.

* * *

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Massilia se extiende sobre unapenínsula prominente al norte del viejo yresguardado puerto de Lakydón, cuyaestrecha entrada entre rocas tiene muybuena defensa. La fuerza de Massiliaradicaba en su flota. En el puerto sealineaban enormes astilleros conalmacenes y oficinas. Preguntamosprimero por Creto, el mercader devinos. No era desconocido en la ciudad;decían que en el puerto tenía almacenesde hierro, estaño y plata. Sin embargo,su villa estaba detrás de la acrópolis,donde residían los hombres importantesde la metrópoli.

No quería perder más tiempo. Ya

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había discutido con Basilo todas lascircunstancias posibles. Sólo queríacomprar a Wanda. De ser necesario, ledaría todo mi oro. En una caseta de lacalle nos hicimos con algo para comer ybeber. Allí, en el centro, habíaincontables puestos de comida, bodegas,panaderías, tiendas de tejidos yalfarerías, y todos estaban abiertos a lacalle. Cerca del foro se sucedíanelegantes establecimientos, comerciosque vendían magníficas ropas, muebles,perfumes y libros. Allí nos vestimos conropa nueva, todo era de bellos colores yestaba limpio. Hasta los esclavosapestaban a perfume. Nos lavamos en

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una fuente y nos pusimos la nuevavestimenta; luego subimos los escaloneshacia la acrópolis sonriendo ybromeando como ciudadanos romanos.Por doquier reinaba una intensaactividad, nada que ver con la apatía oel caos de un oppidum celta. Losciudadanos llevaban togas blancas, lasmujeres túnicas sin mangas con unaestola romana ribeteada a modo desobretodo; algunas, a pesar de lascálidas temperaturas, se habían echadouna palla por encima. También llamabala atención la gran cantidad de joyas quelucía la gente. Algunas mujeres tenían elpelo teñido de rojo o de rubio, como si

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quisieran emular a las bárbaras delnorte. Me dio la sensación de que esasmujeres causaban mucha impresión entrelos hombres que pasaban.

Nos sentamos en una escalera entrelos templos de Artemisa y Apolo ydiscutimos de nuevo la forma en queprocederíamos. Basilo volvió aofrecerme sus más oscuras visiones. Nosé cómo, siempre se le ocurría unavariante aún más endemoniada de cómoabortar los planes de Creto. Yo ya meagitaba como un pez fuera del agua.Todas las esclavas llamaban mi atenciónmientras se paseaban por las escalerascon sus sencillas túnicas de un solo

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color. ¿Habría cambiado mucho Wanda?

* * *

Creto poseía algo más que unasimple casa. Se trataba de una enormevilla de dos pisos con un jardín queapenas se abarcaba con la vista. Debíade contar con docenas de esclavos quemutilaran día y noche cada uno de losarbustos, porque todo el jardín ofrecíaun aspecto desvalido: setos angulosos,arbustos redondos, ordenadosgeométricamente en medio demanantiales y pilas con agua. ¡Aquelloparecía la obra de un desequilibrado!Estoy seguro de que los dioses no se

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encontraban a gusto entre arbustosamputados en forma de cono. ¡Y luegoestaban todas aquellas estatuas! Cretohabía llegado a hacerse construirrepresentaciones de sus dioses, llevadopor el más puro disparate. Lo únicobonito eran los mosaicos de estilogriego que engalanaban la ampliaentrada de la villa, aunquerepresentaban cacerías, leones quedesgarraban ciervos. Basilo y yo nodejamos de criticarlo todo mientrasavanzábamos por el sendero queconducía hasta la puerta de Creto.Entonces enmudecimos de golpe.Apenas lograba respirar.

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Un esclavo alóbroge salió de entrelos setos cortados en forma de columnasa izquierda y derecha del portalprincipal y preguntó qué deseábamos.

—Queremos hablar con Wanda, laesclava germana —espeté.

El esclavo pareció sorprenderse.Nos pidió que esperásemos mientras éliba a buscarla. «¡Oh, dioses —pensé—,os ofrendaré cargamentos de barcosenteros si de verdad Wanda apareceante mí en pocos instantes!» Se me habíametido en la cabeza escapar con ella deinmediato. Sin embargo tenía que contarcon las extrañas leyes de Massilia.Tendría que comprar su libertad, en una

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transacción correcta. Me volvía loco elhecho de pensar que quizá tuviera quenegociar el precio de Wanda… ¡y queCreto me dijera con una sonrisa desuficiencia que mi dinero no bastaba!

—Te esperaba, Corisio.Del susto casi pierdo el equilibrio.Creto estaba ante mí, más bajo y

rechoncho de como lo recordaba. Mecontemplaba con mucha calma, con esosojos enrojecidos por el vino.

—Ha pasado mucho tiempo, perosabía que un día vendrías.

La serenidad de Creto tenía algoinquietante, algo amenazador. Entoncesse me acercó despacio y me abrazó sin

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sentimiento alguno. Al instante mearrepentí de no haber enviado solo aBasilo.

Nos hizo pasar a su villa a Basilo ya mí. Un imponente esclavo nos seguíacon discreción; era joven y musculoso, abuen seguro de Iliria. En el cinto llevabael puñal curvo de un auriga, que sirvepara cortar las riendas que rodean elcuerpo cuando la cuadriga se vieneabajo y el atleta es arrastrado por loscaballos que siguen la carrera sobre laarena dura. Creto nos ofreció asiento enel atrio. El amplio vestíbulo estabaagradablemente fresco. Los artísticosmurales mostraban escenas de luchas de

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gladiadores, carreras de cuadrigas ycacerías; también los mosaicos del suelorepresentaban escenas semejantes. Senotaba que Creto era un gran admiradorde los juegos públicos y no me cupoduda de que aprovechaba la posibilidadde participar en los juegos de Romacomo ciudadano de Massilia.

—Bien —comenzó a decir el griegoentre dientes mientras dos esclavasnubias traían pan galo y un vino blancogriego enfriado con nieve—, ¿qué puedohacer por ti, Corisio?

—Estoy aquí para hacerte una oferta—comencé, con cierta dificultad—. Afin de cuentas eres hombre de negocios,

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Creto.Quise evocar los viejos tiempos,

imponerle una obligación moral, pero laúnica imagen de los viejos tiempos queme vino a la cabeza era la del Cretohumillado, saliendo del campamentoromano al alba como un perro apaleado.

Creto no me lo ponía fácil. Era muyconsciente de por qué estaba yo allí, yque casi no podía soportar estar sentadoen el atrio mientras sabía que en algunasala de esa villa se encontraba Wanda.¡Mi Wanda!

—Estoy aquí para comprarte a laesclava Wanda —dije al fin.

Creto asintió con mesura y frunció

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los labios. Maldita sea, podría habermeconfirmado de una vez que Wanda vivía,que estaba allí, pero se limitó a asentirmientras cogía su vaso de vino parahundir dos dedos en él y salpicar un parde gotas al aire en agradecimiento a losdioses. Hice lo mismo que él y ensecreto le pedí a toda la horda de alláarriba que se pusiera de nuevo manos ala obra.

—Wanda es una esclava estupenda.Es cariñosa…

Creto esbozó una amplia sonrisa. Mehabría encantado clavarle un cuchillo enel pecho. Vi que había perdido másdientes. Se acarició las mejillas

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meditabundo y luego masculló:—He invertido mucho en su

educación.Saqué mi bolsa de cuero con

impaciencia y deposité cinco piezas deoro en la bandeja de plata que se hallabasobre un trípode de hierro.

—No tengo intención de vender aWanda —dijo Creto riendo—. Sóloquería decirte lo mucho que aprecio aesa esclava germana. Tiene unos pechosfirmes y maravillosos. ¿Lo sabías?

Furioso, arroje la bolsa de cuerosobre la mesa. Creto alzó al instante ladiestra en el aire y atrapó el pesadosaco.

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—¡Sabes que amo a Wanda! Estoyaquí para comprártela. Puedes exigir loque quieras. ¡Lo tendrás! ¡Pero deja yaeste espantoso juego!

El semblante de Creto seensombreció. Me tiró la bolsa de cuero.

—Ya tengo bastante dinero, Corisio.—¡Pues tómame a mí! —exclamó

Basilo, levantándose de un salto con talrapidez que hasta el esclavo ilirio saltóante su amo para protegerlo—. Soy unguerrero. Puedo luchar como gladiador yconseguirte numerosas victorias.También puedo montar y llevar tuscaballos a la marcha triunfal de Roma.No sólo te daré dinero; te daré más. ¡Te

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daré gloria!Creto sonrió con cansancio y

sacudió la cabeza.—También tengo bastante de eso.

Quiero al druida —dijo Creto, sinmirarme. Nos había dado la espalda sinreparos y sólo su índice señalaba haciami frente—. ¡Quiero ver al esclavoCorisio partiéndose el lomo en misalmacenes!

Sé que habría que aprender de loserrores, pero no siempre tiene uno esaposibilidad. Las circunstancias queantaño llevaron al error vuelven a serlas mismas.

Creto bufó de satisfacción,

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exhibiendo un par de dientes que losdioses todavía le habían dejado. Ledeseé la muerte instantánea. Noobstante, no sucedió nada. En lugar deeso le hizo una señal a su guardiapersonal ilirio y éste corrió hacia elpatio. Creto se levantó y nos dio aentender que lo siguiéramos.

En el centro del patio había unimpluvio revestido de mármol claro queestaba rodeado por un colorido peristilodonde abundaba el verde. Detrás de unade cada tres columnas había unahornacina en la que se erguía una deidadde bronce.

Entonces la vi llegar. ¡Wanda! Entró

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al peristilo desde el jardín con unatúnica azul claro y se quedó clavada porun instante. Estaba aún más bella de loque yo recordaba. Ya sé que eso se dicesiempre, pero también Basilo lo notó.Ya no miraba como una esclava. Por unmomento tuve la impresión de que noshabíamos convertido en extraños,Wanda y yo. Tal vez habían pasadodemasiados años. A lo mejor durantetodas esas noches solitarias Wanda nosólo había olvidado el dolor, sinotambién a mí, nuestro amor. Con todo, enese mismo instante perdió toda ladignidad y el orgullo que acababa deexhibir y corrió hacia mí como una niña.

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Yo quise hacer lo mismo, pero Basilome retuvo del brazo para que noresbalara en el suelo mojado y mecayera al impluvio. Wanda se lanzó amis brazos. Jamás en la vida me habíainvadido mayor felicidad. La besé conpasión, retrocedí un poco y la así de loshombros para verla mejor, sus ojos, susonrisa, su boca, entonces volvimos aabrazarnos y a estrecharnos mientrassusurrábamos nuestros nombres en vozbaja. Wanda todavía no lo sabía.Levantó un momento la vista sobre mihombro para mirar a Creto.

—¡Gracias! —exclamó—. ¡Gracias,Creto!

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No obstante, él permanecióimpasible y masculló que no tenía queagradecérselo a él, sino a mí. Ése fue elmomento en el que Wanda comprendióque algo iba mal: yo había dado mi vidapor la suya, me había hecho siervo paraliberarla a ella. Lo cierto es queprefiero no describir las escenas quesiguieron. Se me hace un nudo en lagarganta con sólo pensarlo. Fue como siWanda hubiese experimentado la mayorfelicidad con el inesperado reencuentropara a continuación caer en el máshondo desespero.

—Desaparece, Wanda —exclamóCreto de pronto—. Haré llamar a un juez

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y a un testigo. Firmaremos un contrato.Wanda lo miró suplicante, pero

Creto exclamó:—¡Todavía eres mi esclava!Creto debía de haberse convertido

en un hombre muy importante. Pocashoras después ya había en el comedor unindividuo orondo cuya toga judicial seabombaba de tal forma sobre sugigantesca barriga que había que mirarlodos veces, porque uno creía quesemejante gordura era absolutamenteimposible. Tenía unos cuarenta años deedad, era hijo de alóbroge y, al igualque todos los recién llegados, parecíamás massiliense que los autóctonos. Dos

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ujieres aguardaban mudos como estatuasjunto a la entrada de la sala de lostriclinios, un espacioso comedor quedisponía de seis divanes y cuyasparedes estaban decoradas con motivoseróticos. El juez saludó a Creto como aun viejo amigo; por lo visto era huéspedsuyo con frecuencia. Preguntó deinmediato por una esclava en concreto yCreto respondió que ya había hechopreparar la sala azul. Todo estaba a sudisposición.

—¿De qué se trata, Creto?El juez se acomodó en un triclinio y

cogió una uva de las que había traídouna esclava. A mí se me había pasado el

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hambre. A pesar de que prefiero comersentado, me tumbé también sobre untriclinio. Basilo, que había queridoseguir siendo mi esclavo, permaneció depie detrás de mí. Creto se echó sobre eltriclinio de enfrente y me señalósonriendo.

—Este joven se entrega librementecomo esclavo a cambio de la libertad deWanda, mi esclava germana.

El juez rió divertido.—¿Es ése de veras tu deseo, galo?Era muy propio de ese nuevo

massiliense llamarme «galo» y no«celta». Ese juez era, en el fondo, laprueba viviente del genial trato que daba

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Roma a la población de las regionesconquistadas. Bastaba obsequiar a lanobleza local con importantes puestospolíticos para hacer de ellos nuevospatriotas fervorosos. La mayoría de lospueblos nunca lo ha sabido ver y por esosiempre vuelve a perder las regionesque se anexionan y las lejanas colonias.Intenté establecer contacto visual con elhuésped de Creto, dispuesto a luchar.Tal vez lograra hacer cambiar deopinión al griego.

—Sí, juez, hubiese preferido pagarleoro a Creto, pero insiste en que meconvierta en su esclavo.

—Oh, pensaba que eras hombre de

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negocios, Creto —dijo el juezsonriendo, y miró divertido a suanfitrión.

—Una vez me juré, mientras recorríala Galia sobre una mula hirsuta, quealgún día tendría a este pequeño druidacomo esclavo en mi secretaría. ¡Heestado esperando este día! —respondióCreto en tono seco.

—Como quieras —dijo el juezmientras olfateaba de forma bien audiblelos aromáticos trozos de asado que lasesclavas servían en bandejas de plata—.¿Tendrá el galo la posibilidad de volvera comprar alguna vez su libertad?

—Sí —respondió Creto—. Por

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cinco veces el precio de un galo quesabe escribir y conoce lenguas.

El juez hizo un mohín, dando aentender que las condiciones le parecíanalgo severas.

—Me parece que ése es un galo muyespecial —tronó una sonora voz trasnosotros.

Nos volvimos. Entre los dos lictoresque seguían guardando la entrada delcomedor había aparecido un hombreenorme. El extraño vestía una túnicablanca de manga corta con un refinadoribete. Los musculosos antebrazos,relucientes de aceite, habríanentusiasmado a cualquier escultor. No

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tenía el cuerpo de un trabajador, sino elde un atleta. También la capa roja dejinete hacía pensar en un auriga. Su pasoera ligero y elástico, y calzaba botas decuero altas. Un cinto de armas con lahebilla de plata realzaba su figuragimnástica. Llevaba el gladius romano ala izquierda, como los oficiales de altorango.

—¡Milón! —gritó Creto de alegríaal tiempo que alzaba su vaso—. Siéntatecon nosotros.

Milón se soltó la media luna delpecho, una fíbula de oro macizo, y tiróla capa roja hacia atrás; la recogió unesclavo que había aparecido de repente.

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El nuevo huésped extendió los brazoscon teatralidad, pletórico de energía.

—He oído que mi querido amigoCreto vuelve a necesitar un testigo parasus maldades.

Milón me cayó bien. Tenía unamirada franca y afable, y parecía decirlo que pensaba.

—Dudo que el asesino de Romapueda ser testigo en Massilia —puntualizó con sarcasmo el juez.

Agucé el oído. ¿Milón, un asesino?Yo estaba molesto.

—Massilia me ha concedido asilo—dijo Milón con una sonrisa irónica, yle dirigió un gesto amistoso a Creto, que

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aceptó su agradecimiento consatisfacción—. Y si Massilia me haconcedido asilo, seguro que puedoactuar de testigo. ¡A fin de cuentas soyciudadano romano!

—Está bien, serás testigo. —El juezse echó un pedazo de carne a la boca yse enjuagó con vino diluido—. Pero telo advierto, Milón, si sigues reclutandogladiadores en Massilia, el consejo dela ciudad te sacará puertas afuera.

Milón rió.—Alegraos de que haya traído un

poco de vida y diversión a este nidoadormilado. En Roma he ofrecido losjuegos más suntuosos que jamás costeara

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un particular. Si organizo aquí losprimeros juegos, tendré toda la costa amis pies…

—¿No serás Annio Milón? —pregunté, incrédulo.

—Sí. ¿Sorprendido?—Por supuesto. Yo era escriba en la

secretaría de César en la Galia. Ayudé aredactar los seis primeros libros sobrela guerra gala y, como es obvio, leíatoda la correspondencia de Roma.

Milón se sintió halagado.—¿Entonces también se hablaba de

mí en la lejana Galia?—¡Sí! Decían que en enero mataste a

Clodio, el perro guardián de César, en

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la vía Apia.Milón asintió.—Si hubiese matado a César,

Pompeyo me habría prometidoquinientos días de festejos. Sin embargocreo que Clodio fue un buen comienzo.

—¡Quiero ser auriga! —espetó derepente Basilo.

El juez ni siquiera alzó la vista.—¿De veras es tu esclavo? —

preguntó Creto, arrugando la nariz.—¡No! —exclamé, y miré furioso a

Basilo—. ¡Y me alegraría mucho que loentendieras de una vez, Basilo! ¡Dentrode una hora yo seré un esclavo! ¿Acasote gustaría ser el esclavo de un esclavo?

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—No obtuve respuesta y dirigí la vistahacia Milón, mi última esperanza—:Creto no me quiere vender a mi esclavaWanda. Sólo le concedería la libertad siyo me convierto en su esclavo.

Tenía que intentarlo. A lo mejorMilón aún podía volver las tornas.

—¿Qué tiene esa esclava germanade especial? —me preguntó Milón—.¿Acaso es una modista sobresaliente, ouna cocinera, o…?

—¡La amo! —dije, obcecado—. ¡YCreto lo sabe!

El griego enrojeció de ira.—¡No te sientas a mi mesa para

poner a mis huéspedes en mi contra,

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druida! ¡Milón está aquí como testigo,no como abogado tuyo!

—¿Druida? —preguntó Milónriendo—. ¿También sabes leer el futuro?

—Sí —respondí sin inmutarme, conuna voz casi tétrica—. A menudoprofetizaba para César lo que sucederíaen la Galia y se completaría en Roma.

De pronto todos guardaron silencio,perplejos. También Milón mostraba unserio semblante.

—¿Por qué no me vendes a mí a esaesclava germana? —preguntó a Creto.

—¡Pero si estás endeudado hasta lascejas! —se burló el griego.

—¿Tú crees? —se acaloró Milón—.

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¿Cada cuánto estaba endeudado César?¡Olvidas que soy yerno del dictadorSila! Es posible que tenga deudas, comotodo honesto ciudadano romano queagasaja a Roma con grandes juegos,pero no estoy endeudado. ¡Todavía es unhonor prestarme dinero! Si envío unmensajero a Pompeyo, dentro de unassemanas llegarán barcos cargados avuestro puerto.

Creto había conseguido ponerfurioso a Milón. El griego dio dospalmadas y esclavas nubias mediodesnudas se presentaron en el comedorpara danzar alrededor de los tricliniosal compás de las notas que desgranaba

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una flauta oriental. En las caderas lucíanun cinturón de piel de leopardo del quecolgaban pequeños discos de metal quetintineaban a cada movimiento yllevaban el pecho cubierto por unaescotada túnica sin brazos de sedablanca que terminaba encima delombligo; en las muñecas, que movían encírculo a uno y otro lado, portabanbrazaletes metálicos de los que colgabanpequeños amuletos. No obstante, no meexcitaban. Cada vez que la sombra de unesclavo pasaba por la antesala yo teníaun sobresalto. Esperaba con ansia ver aWanda, pero era una esperanza estúpida.Evidentemente, Creto se había

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encargado de que ella no volviera aaparecer hasta que el contrato estuviesefirmado.

Sirvieron un plato tras otro. Yo notenía ojos para la comida ni para losprovocativos movimientos de las nubias.El juez se cosquilleó el paladar con unapluma de avestruz y vomitó en una fuenteque le sostenía un solícito esclavo;después se enjuagó la boca con un vasode vino, lo escupió y siguió engullendo.

Creto quería entrar en materia.—Amigos —comenzó—, en el

contrato debe constar que el druidaCorisio se entrega libremente comoesclavo y que será propiedad mía, y que

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yo le doy a cambio la libertad de laesclava germana Wanda. Ninguna de laspartes le deberá después nada a la otra.

El juez asintió.—¿Tendrá el druida la posibilidad

de comprar su libertad al término de unplazo?

—Por cuatrocientos mil sestercios,¡pero no hasta dentro de siete años!

El buen humor de Milón se esfumó ymiró a Creto estupefacto. Este evitó sumirada, clavando sus ojos en mí cuandodijo con frialdad:

—Acepta mi oferta o recházala.—Yo la rechazaría, amigo mío —

dijo Milón con expresión compasiva—.

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Verás, druida, aunque esa esclavagermana fuese la mejor auriga de laRepública, ¡tendría que ganar docecarreras para reunir esa suma!

—¡Lo conseguiré, Corisio! —prorrumpió de pronto Basilo, queincapaz de contenerse por más tiempo leimploró a Milón que lo formara comoauriga—: Luché en Bibracte contraCésar, y en Alesia; era el mejor jinetede nuestra tribu… —Basilo titubeó,pero se apresuró a continuar—: En elnorte de la Galia ganaba todas lascarreras de carros…

Eso era una exageración. ¿Desdecuándo había carreras en el norte de la

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Galia? Milón asentía, sonriéndose.—¡Lucharía como gladiador para

conseguir esa cantidad! —concluyó mibuen amigo.

Milón sacudió la cabeza.—¡Vuestro otro mundo debe de ser

magnífico si te esfuerzas tanto por entrarcuanto antes en él!

De pronto Creto chilló como un locoy saltó de su triclinio. Se agarraba loscarrillos sin cesar de gritar y llamó avoces al cocinero mientras abandonabacolérico el comedor. Lo oímosmaldecir. Ordenó flagelar al cocinero.Al parecer se había partido o roto unamuela con una piedrecilla. La atmósfera

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era cada vez más densa y también loshuéspedes querían poner fin a todoaquello. El juez se lavó las manos enuna bacía y mandó a por su escribiente.Milón estuvo de acuerdo en aceptar aBasilo en su escuela gimnástica; aBasilo y a Wanda. Creto regresó alcomedor y nos invitó a pasar a labiblioteca.

Las paredes de la secretaría deCreto estaban decoradas con unmagnífico mapamundi donde se veíantodos los países conocidos delMediterráneo, incluidos una parte deÁfrica y unas pequeñas islas más allá delas columnas de Hércules. Sin embargo

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yo no estaba allí para admirar losbosques del este, el mar del Norte o laisla britana del estaño, sino para sellarmi destino.

Firmé. Había tres ejemplares delcontrato. Mis pensamientos se sucedíana una velocidad imposible. Todavíapodía dejarlo todo y desaparecer parasiempre de Massilia. Cuando hubefirmado el tercer documento, Cretoasintió de manera casi imperceptible,como si les agradeciera mi necedad alos dioses.

—Corisio —dijo en voz baja—. Lanoche será para Wanda y para ti, peromañana, cuando el sol salga tras los

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viñedos, serás mi esclavo. De por vida.

* * *

El revoque del techo era una mezclade polvo de mármol y tinte rojo; azulegipcio en las esquinas, una mezcla decobre y arena. No lograba pensar ennada banal. Yacía como muerto en ellecho de amor de Creto, con Wandaentre mis brazos, mirando al techo ypensando que por la mañana perdería aWanda para siempre. Nosestrechábamos con fuerza y callábamos.Era como si los dos temiéramos deciralgo más, algo a lo que el otro pudiesedar una importancia equivocada en su

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recuerdo.De modo que no dejaba de mirar el

maldito techo y me esforzaba en pensarsi el revoque se aplicaba ya con elcolor. Me habría gustado decirle lomucho que la quería, pero no queríahacerlo más difícil. Cerré los ojos. Esanoche sería nuestro último recuerdo.Wanda lloraba en silencio. Al final seincorporó y me miró.

—Corisio —dijo con labiostemblorosos—. Quiero un hijo tuyo.Crecerá en mi interior y nacerá libre, miamado druida. Así una parte de tisiempre estará conmigo. Y será libre.

Poco antes de que el sol saliera tras

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los viñedos, comprendí por qué Cretonos había regalado la noche. Ladespedida me rompería el corazón;jamás olvidaría esa noche. Fui asentarme con Wanda al balcón ycontemplé cómo los primeros rayos desol se posaban poco a poco sobre losmosaicos del suelo. No lloré; el odioque bullía en mi interior me mantendríacon vida. Y me quedaba la satisfacciónde pensar que Creto tal vez pudieramatarme a mí, pero no a mi estirpe. Estaseguiría viviendo en el seno de Wanda.Se lo debía a mi padre, el herreroCorisio.

Al oír pasos, nos abrazamos por

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última vez.—Volveremos a vernos, Corisio —

susurró Wanda.—¿Acaso eres vidente? —pregunté,

triste.—Volveremos a vernos —repitió

con voz más firme. Me cogió la mano yla puso sobre su abdomen—. Les diré atodos que es hijo del druida Corisio, uncelta de la tribu de los rauracos.

—A lo mejor es una niña —sonreí.—No, Corisio. ¡Cuando volvamos a

vernos sabrás que tengo razón!Se apartó, orgullosa, sin concederle

a Creto la satisfacción de una despedidadesgarradora. Cuando los esclavos

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armados de Creto abrieron la puerta degolpe, Wanda estaba en el balcón. Losesclavos me rodearon. Después Cretoentró en el aposento y, sin mediarpalabra, me tiró una túnica marrón a lospies.

* * *

Poco después me encontraba sentadojunto con otros esclavos en una carretade bueyes traqueteante. Apenas podíacreerlo. Por fin estaba en Massilia,como siempre soñé. Había comido conciudadanos respetados y ricos, pero enmi sueño nunca vi que no era amo, sinoesclavo. Esclavo de Creto. ¡Sólo los

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dioses podían ser tan crueles!

* * *

La vida en el puerto era dura. Yo eraresponsable de la contabilidad delalmacén: tenía que arreglar lasformalidades con la aduana, redactar ladocumentación de barcos y fletes, yllevar los libros sobre entradas y ventasde mercancías. Dormía junto condocenas de esclavos en un almacénhúmedo que apestaba a pescado, orinesy moho. Cuando llovía, el agua goteabaentre los tablones podridos del techosobre las mantas apestosas. Algunos,que hacía más que habitaban allí,

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padecían una tos perruna; otrosenfermaban y morían. Cada día esperabarecibir alguna señal de Wanda o Basilo,pero quedaban lejanos e invisibles.Comencé a estar de nuevo a malas conlos dioses. ¿Por qué tenía que soportarprecisamente yo ese destino? ¿Por quéera Creto un adinerado y prestigiosociudadano de Massilia y yo estabahundido en la miseria? ¡Cada díallevaba la contabilidad de sus ingresos yatestiguaba que su fortuna aumentaba dela noche a la mañana! Era un castigomás. Cada día veía lo que significabahaberme puesto en su contra. ¿Quésignifica «en su contra»? Había luchado

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por Wanda, por una esclava germana.¿Acaso no me lo había advertidobastante el tío Celtilo? ¿No me habíaexplicado que las esclavas germanas seadueñaban de sus amos y acababan pordecirles lo que podían ordenarles? En elfondo, ¿no me había convertido enesclavo de Wanda? Seguramente ellaviviría con Basilo en la casa de Milón;era una liberta. Quizá Milón la adoptase,convirtiéndola en ciudadana romana. Talvez se trasladaría a Roma para casarseallí con un millonario y traer al mundouna cohorte de pequeños patriciosmientras yo me pudría en ese almacéninfestado de ratas.

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Una mañana le pregunté al capataz sipodía tener un perro; al menos un perro.El capataz sacudió la cabeza. Teníainstrucciones de denegarme todaconcesión. No quise insistir, pues endefinitiva también el capataz de Cretoera sólo un esclavo.

Una tarde lluviosa contemplaba a losestibadores mientras cargaban uno delos barcos de Creto. Casi habíamosterminado cuando oí que todavíateníamos que esperar a unos pasajerosque llegaban con un poco de retraso, unjoven y una muchacha. Llevaban unosdelicados mantos de lana teñida concapucha, y enseguida advertí que me

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esquivaban. Eso me llamó la atención.Sólo vi los ojos de la mujer pues sehabía anudado la amplia capucha bajo elmentón. Era Wanda. Musitó mi nombreen voz muy baja e iba a decirme algomás, pero las lágrimas ahogaron su voz.Miró a su acompañante casi con miedo.¡Era Basilo! Él me dijo que se dirigiríana Roma, donde iba a convertirse en ungran auriga para comprar un día milibertad.

—Dentro de siete años —mascullé.De todos los estibadores no había

siquiera uno que hubiera sobrevividodiez años en ese cobertizo. Me habríagustado decirle a Wanda muchas cosas,

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y sin embargo no me salió una solapalabra de los labios. Pero, ¿por quéBasilo y Wanda se comportaban de unaforma tan extraña? ¿Había algo entreambos?

Un restallido del látigo me derribó.Basilo saltó al instante y tiró al capatazal suelo de un fuerte puñetazo. Le roguéa mi amigo que embarcara enseguidacon Wanda, antes de que llegara lamilicia. Desesperado, regresérenqueando al cobertizo; no queríaservir pretextos a nadie más. Desaparecítras mi escritorio para dedicarme acopiar cartas de flete hasta bien entradala madrugada. Un tonel de cerveza de

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trigo no me habría venido mal, pero porla noche sólo había aquella agua queapestaba a podrido; de día, era posibleencontrar un poco de vino tan diluidoque no tenía gusto a nada. Sí, allí enMassilia había que permanecer sobrioante todos los males.

Mucho más que el vino hubiesepreferido tener conmigo a Lucía. Con lacompañía de un perro el destino era másllevadero, no sé por qué. Los perros nole infunden a uno valor, no ganan dineroni tampoco dan buenos consejos; selimitan a estar ahí. Quizá sea eso, quesólo están ahí. Y aquella noche me dicuenta de que yo estaba solo, de que

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hasta los dioses me habían abandonado.

* * *

Un día Creto me hizo llamar a sucasa. No dudé ni un instante de que se lehabía ocurrido una nueva maldad. A míme daba lo mismo. La muerte empezabaa parecerme la alternativa más afable yme alegraría reencontrar al tío Celtilo.Además, quizá mi muerte enfureciera aCreto sobremanera.

—Apestas —siseó de mal humorcuando entré en su sala de trabajo.Estaba sentado tras una pila de rollos depapiro y tenía la cabeza apoyada sobrela mano izquierda.

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—Todos tus esclavos apestan —contesté con frialdad.

—Haré que te fustiguen —gruñóCreto, pero en el mismo instante gritó ytorció el gesto en una mueca de dolor.Su guardia personal ilirio llegócorriendo y Creto lo echó con unademán hosco. Entonces vi que tenía elcarrillo hinchado.

—Una vez me preparaste un líquidonauseabundo, ¿recuerdas?, cuandoregresábamos de Cenabo…

Guardé silencio. No tenía ganas derecordar ni de charlar. Creto tendría quehacerme fustigar o ajusticiar. Mejor estoúltimo.

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—Te he preguntado que si lorecuerdas —me increpó.

—Soy un druida celta —dije sininmutarme— y vivo en un agujero deratas. Si quieres el consejo de un druida,trátame como a tal. ¡Si quieres la ayudade un druida, pídelo como es debido!

Creto se quedó sin habla y seapresuró a mirar hacia la entrada, comosi su reacción a mis palabras dependierade que alguien hubiera oído o no miinsolencia. También yo me volví. Nohabía nadie. Le sonreí a Cretodescaradamente, admito que conintención de provocarlo. Quería oír unadecisión. ¡Quería vencer o morir!

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Quería imitar a César.—¿Has perdido el juicio? —siseó

Creto en voz baja—. No comprendes lasituación. Puedo hacer que te maten.

—No temo a la muerte, Creto. Soycelta. Pero tú, Creto, temes incluso aldolor…

—Libérame de este sufrimiento —me interrumpió, furibundo—, luegoseguiremos hablando.

—¡No, Creto! Haz que me llevencon las ratas.

—¿Qué quieres de mí? —siseó llenode ira.

—Nada. Pero si quieres la ayuda deun druida, trátame como a tal —repetí

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con tranquilidad.—Costa arriba tengo una viña…

Podría… podría imaginarme que,vamos… Me iría bien un administradorhábil. ¡El actual no hace más que correrdetrás de las esclavas!

—Puedes meditarlo contranquilidad, Creto, y volver a llamarmeentonces —dije con desinterés mientrascaminaba hacia la entrada.

—¡Esclavo! —increpó el griego convoz ronca—. Acabo de prometerte elpuesto del administrador y, si eso no tebasta, haré que te…

—No sigas, Creto —dije con unasonrisa sarcástica—. Nunca deben

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expresarse amenazas que no puedancumplirse. Te aliviaré los dolores, peroen cuanto entre mañana en la viña encalidad del nuevo administrador, norecibirás más ayuda.

—¡Cierra la boca, esclavo, y dateprisa!

—Debo visitar los bosques sagradosde nuestro dioses, Creto, y antes dehacerlo, debo limpiar mi cuerpo.

A Creto le habría gustado matarmecon sus propias manos. Los dolores lohabían dejado exhausto. Llamó a suguardia personal y le ordenó cumplirmis deseos y acompañarme al bosquedespués.

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—Y mátalo si pretende escapar.¡Pero no entorpezcas su trabajo!

Admito que me tomé mi tiempo.¿Cuándo había estado en una tina demadera por última vez? El agua delbaño estaba agradablemente templada.Y las esclavas nubias que al final mefrotaron el cuerpo con aceitesaromáticos no dejaban de reír y demimarme.

El guardia personal ilirio de Cretome acompañó al bosque. Le ordené queme esperara en la linde. El pobrehombre no sabía qué hacer. Sinembargo, le hablé como un amo a suesclavo; siempre me asombra lo eficaz

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que resulta este método y lo pequeñosque se hacen algunos hombres a los quelos dioses han concedido un cuerpo dehéroe.

Entré solo al bosque, cojeando.Todavía oía la alegre risa de lasesclavas nubias y disfrutaba de tener elcuerpo limpio. Encontré muy pronto lasplantas que buscaba. No se me habíaolvidado nada. Interpreté como unabuena señal hallar también verbena enesa época del año. Casi me caigo sobreella. La verbena es muy poderosa.Veruclecio me había hablado mucho alrespecto en el viaje hacia Genava. Laverbena es tan poderosa que ya ha

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esclavizado a algunos druidas. Cogítambién licopodio, con los piesdescalzos y con la mano derecha, laúnica forma en que se pueden apresarsus poderes misteriosos; si se coge conla siniestra, se eligen los misterios y losmundos tenebrosos que rodean al másallá. No obstante, de pronto tiré lashojas que había recogido con la manoderecha y volví a arrancar hojas delicopodio de su tallo, esta vez con laizquierda.

Antes de beberse la decocción,Creto ordenó al forzudo Ilirio que mematara en caso de que él falleciera acausa del preparado. No pude evitar

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reírme, pues en realidad no pensaba másque en convertirme en el administradorde una viña.

* * *

La viña de Creto estaba en la costa,en dirección a Hispania. Los vientos quesoplan desde el mar son frescos ynuevos, el clima es bondadoso con lasgentes y la tierra es sana y muy fértil. Lapropiedad de Creto estaba rodeada deviñedos y unos interminables murosblancos con adobes rojizos cercaban elterreno, su villa personal, la casa deladministrador y de los trabajadores, lasbodegas y los almacenes. Era otoño y

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los esclavos pisoteaban descalzos la uvarecién cosechada en grandes tinas depiedra para exprimir el zumo.

La vida en el campo era muchísimomás agradable. La gente era más sana ymás feliz, se reía más. Creto no quisodespedir a su administrador; quizá noera cierta la acusación de que acosaba alas esclavas. En cualquier caso, propusoconvertirme en la mano derecha deladministrador; en primer lugar tenía queaprender el oficio. Después elogióabiertamente al administrador por eltrabajo que había realizado y dijo que sehabía ganado con honradez recibir lalibertad. En adelante yo sería

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responsable de los asuntos financieros yadministrativos. De ese modo, eladministrador podía dedicarse más a laparte práctica del negocio. Creo quealgunos se rieron al oír eso.

En el año del consulado de MarcoClaudio Marcelo oí de boca de unmercader ambulante que en Roma sehabían publicado los siete libros deCésar sobre la guerra de la Galia. TodaRoma estaba entusiasmada, o casi toda.Catón declaró concluida la guerra gala yexigió licenciar al ejército victorioso.Algunos exigían licenciar a César. Otrosrecordaron que ya era hora de investigarlos delitos del general antes de la

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aventura gala. Y aquellos que habíansacado poco provecho de la guerraprivada de César reclamaban que sepusieran también sobre la mesa lasinfracciones que cometiera en territoriogalo. De modo que querían quitarle sustropas, levantarle la inmunidad yprocesarlo, en definitiva llevarlo a laruina política. Al escuchar esas historiascomprendí enseguida que César jamás lopermitiría. Cometería injusticias nuevaspara así rehuir el castigo por las viejasinjusticias, aunque tuviera que acabarcon la República Romana.

En la primavera del año siguiente,Creto volvió a sufrir dolor de muelas y

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me hizo acudir a su casa de la ciudad.Le preparé la decocción y le libré de losdolores en poco tiempo. No obstante, mepareció ver que había aparecido pusbajo las encías. Eso era peligroso. Le dimás decocción y con un escalpeloendurecido al fuego corté la hinchadabolsa de pus. El dolor desapareció trasun tratamiento de varios días. Cretotardó casi dos semanas en estar libre depadecimientos. En el fondo no tuve másque mitigarle los dolores hasta que lamuela pereció. A mí me daba igual si enel tratamiento perdía la muela o la vida.La soledad y las privaciones me habíanendurecido y amargado, y apenas pasaba

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aún una sola noche en que no viera ensueños aquel barco que levó anclas en elpuerto de Massilia para recorrer lacosta en dirección a Ostia. Aún veo elcielo grisáceo y oigo la lluvia golpearlas olas ondulantes.

Acababa de regresar a la viñacuando Creto volvió a llamarme. Lleguéde nuevo a Massilia de madrugada.Creto estaba tumbado en su comedor ehizo servir un desayuno abundante:huevos cocinados de todas las maneras,pan del día, queso y salchichasahumadas. Ordenó que no lo molestaranmientras comía. Ni siquiera se leocurrió invitarme a la mesa.

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—Corisio, desde que te ocupas delas finanzas de mi viña, da másbeneficios. He comparado las cifrasmensuales con las ganancias del añopasado. ¿De dónde sacamos másbeneficios?

—De mí —dije con descaro—. Noganas un solo sestercio más, pero ya nose malversa nada. ¡Si un liberto quierevino, debe pagarlo!

Creto sonrió y me pidió que lepreparase una decocción.

—¿Vuelves a tener dolores? —pregunté.

—No, Corisio, pero aun así quieroque me prepares esa decocción divina.

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Admito sin reservas que aquello mepareció algo extraño. En especialporque de pronto calificaba de «divina»la decocción. Pero no quería negarme ala petición de Creto.

—¿Me darás por ello la libertad? —pregunté sin rodeos.

Creto acababa de morder un huevoduro. Alzó la vista despacio y sacudió lacabeza. Después me explicó cómo habíasalido del campamento romano sobreaquel burro hirsuto y cuan duros habíansido el invierno y el regreso a Massilia.Sólo una idea le había dado fuerzas paraaguantar. ¡La idea de la venganza!

—¡Quiero ver a Wanda! —exclamé

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con rudeza.Creto me tiró el huevo y bramó que

no debía hablar si no me lo pedía y queademás tenía que prepararle ya ladecocción.

Procedí tal como me habíaordenado, y añadí también más cantidadde hierbas de las sombras. Tienen lapropiedad de arrojar sombras sobre loexistente y liberar lo inexistente, yentonces resplandecen como un millarde soles, alegran el corazón y acercan auno a los dioses. Si ya se ha disfrutadovarias veces de ellas, cada vez se oyemás a menudo la llamada de los diosespara volver a intentarlo. Son esas

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hierbas las que abren la mirada al futuroy han esclavizado a algunos druidas,pues lo que las hierbas hacen visible esmás bello que lo existente. Preparé ladecocción y regresé a la viña de lacosta.

* * *

Al día siguiente Creto se presentó enlos viñedos con una gran comitiva. Nome sorprendió demasiado. Despidió alhasta entonces administrador y metraspasó a mí todos los deberes de éste.Después hizo que le prepararan susaposentos y por la tarde volvió apedirme las lágrimas divinas, como

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había llegado a llamar a mi decoccióncontra el dolor de muelas. Le pedí quepagara por ella. ¿De qué otro modo ibaa reunir los cuatrocientos mil sesterciosque necesitaba para mi liberación?Creto me tiró con ira un denario de plataa los pies. ¡A pesar de que era suesclavo, él esperaba que le manifestaseel afecto y la generosidad de un liberto!

El griego pasaba la mayor parte deldía en uno de los numerosos jardinesseparados del resto de la propiedad poraltos muros blancos. Cada tarde, pocoantes del ocaso, me hacía llamar.Observé que comía menos y que ya nose movía mucho; incluso dejó de

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cortarse el pelo y la barba. Cada vezhablaba más de cosas que antes lehabían sido ajenas.

—¿Crees, druida, que nuestrodestino está influido por el curso de losastros divinos?

—No lo sé, Creto. Creo que el quemañana me des la libertad depende porcompleto de tu poder personal.

Creto sonrió. El trato con susesclavos había cambiado; era agradabley dulce. Cada vez más a menudobuscaba conversar conmigo por lastardes. También se tumbaba en su jardíny se dejaba hechizar por la melodía dela flauta que tocaba una joven esclava

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griega. De repente adoraba la música y,con el tiempo, llegó a gustarle comenzartambién las mañanas con las lágrimas delos dioses y escuchar la flauta o el arpapor las tardes en el jardín. A veces susesclavos tenían que llevarlo con lasflautistas al mar, donde bebía midecocción con una ceremonia grotesca.Una noche me confesó que estaba cercade los dioses, que cada vez sentía supresencia más a menudo y que lo aburríalo terrenal.

—¿Cómo puede pasarse una personatoda su vida terrena persiguiendosestercios de un lado para otro?

Lo secundé, lo cual viniendo de

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alguien que debía conseguircuatrocientos mil sestercios para serlibre, desde luego, era pura hipocresía.No sé qué le sucedió a Creto, pero depronto me abrazó y me dijo quedebíamos olvidar nuestras querellas yser amigos.

—Sí, Creto —secundé—, esodeberíamos hacer. Y yo siempre teserviré como un esclavo. Pero siendo unhombre libre.

Creto no respondió. Quizá teníamiedo de perderme. En cualquier caso,decupliqué el precio de la decocción.Airado, agarró una manzana pero lalanzó muy lejos de mí. La decocción le

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había fatigado la vista; cada ojo mirabaen una dirección diferente. No sé si élera consciente de lo que le sucedía.Recogí la manzana y la lancé con tino denuevo al frutero. Entonces repetí midemanda. Le dije a la cara, con frialdad,que yo era hombre de negocios. Me lohabía enseñado en Genava un mercaderque afirmaba ser amigo de mi tíoCeltilo.

* * *

En la primavera del año siguientesupimos por unos mercaderes que Césarseguía negándose a licenciar a suejército. La situación se había tornado

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dramática: Roma o César. El generalterminó por pasar el Rubicón con suejército y se convirtió definitivamenteen un transgresor. Ningún general podíapasar con su ejército ese río; semejanteacto se veía como una amenaza a lacapital. ¡Tan nimia era la confianza queRoma les tenía a sus generales! César,como siempre, se lo jugaba todo a unacarta: muerte o victoria. Roma searremolinaba en torno a Pompeyo. Laguerra civil había estallado.

En Massilia eso no nos afectaba. Detodos modos apoyábamos a Pompeyo;no en vano había concedido Massiliaasilo a todos los enemigos de César

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durante los últimos diez años. Yoganaba dinero con mi decocción ydirigía a conciencia los negocios deCreto. En la granja había llegado acosechar un par de amistades entrefuncionarios de la administración queeran mis subordinados, pero tambiénentre los trabajadores y las esclavas.Éramos amables unos con otros,hablábamos de trivialidades y luego nosíbamos a dormir; a veces dormíaconmigo una esclava. Yo habríapreferido la secretaría de Creto en laciudad, aunque sólo fuera por aquelgenial mapa del Mediterráneo. Seguroque en Massilia no había muchos

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ciudadanos que poseyeran algo así.Con Creto las cosas se fueron

poniendo difíciles. Apenas le quedabanganas de ocuparse de las cuestionescomerciales, de tomar decisiones.Siempre había que acertar el momentoadecuado para hablar con él, empeñadocomo estaba en abandonarse a susabstrusas fantasías. Una noche me hizolevantar de la cama. No se encontrababien y me reprochó que mi brebaje ya nosurtía el mismo efecto. Tenía queprepararle uno más fuerte.

Yo estaba de mal humor porquehabía soñado con Wanda. Sin pensarlomucho, le di al griego un cuenco de agua

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y dije:—Una vez te prometí que sería tu

servidor, Creto. Pero como hombrelibre. ¡Por propia voluntad! ¡La próximadecocción cuesta cuatrocientos milsestercios y la libertad!

Creto bebió un trago y lo escupiócon asco.

—¡Pero si es agua! ¡Estafador!Estaba furioso y me amenazó con el

látigo.—Haz que me maten, Creto —me

burlé—. Los celtas no tememos a lamuerte. Pero tú, Creto, ¡tú temerás losdías sin tu druida! ¡Es una promesa delos dioses!

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Creto bramó que desapareciera parasiempre de su vista. Por la mañana haríaque me fustigaran en público. Noobstante, al alba volvió a llamarme otravez. Estaba llorando y le temblaba todoel cuerpo. Frías perlas de sudor lesalpicaban la frente. Estaba helado. Dijoque necesitaba enseguida la decocción.

—¡Ya lo sé, Creto! ¡Has sentido lacercanía del divino sol! Sin él tecongelarás. ¡Y yo soy el único quepuede ayudarte! ¡Pero libérame siquieres que yo te libere a ti de tusuplicio! ¡Si insistes en que sea tuesclavo, desde hoy también tú serásesclavo mío, Creto! ¡La decocción por

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la libertad!—Serás libre —masculló Creto—.

¡Pero no me dejes en la estacada!De inmediato mandé emisarios y

dispuse que al día siguiente acudieranMilón y el juez. Hacía tiempo que estabaacostumbrado a dirigir la hacienda avoluntad, y sin una sola protesta deCreto. A pesar de que aún era esclavo,el personal me había aceptado de hechocomo amo de las viñas.

A Creto todo aquello le pareció queiba demasiado rápido; se sentíaavasallado. Volvía a tenerlo en vilo.Había preparado un contrato en el queno sólo me otorgaba la libertad, sino que

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me hacía partícipe de sus empresas. Alfin éramos socios y, en caso defallecimiento, uno heredaría la parte delotro. Sin duda, eso era demasiado paraél.

—Puedes pensar lo que quieras —ledije—. Lo único importante es quefirmes.

—Has cambiado —masculló—. Aúnrecuerdo que de pequeño…

—¡Ahora soy hombre de negocios,Creto! He aprendido de ti. Tienes quefirmar aquí.

Creto vaciló. Quizá sentía queaquélla era la última posibilidad devolver a tomar las riendas. Pero como

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hacía seis horas que no bebía decocción,la bestia de su interior había despertadode nuevo y él temblaba como un niño enestado febril. Sus movimientos erannerviosos, vagaba por los jardines comoun animal moribundo y maldecía el díaen que visitó por primera vez aquellagranja rauraca. Al fin entró en la casa yfirmó el documento de mi liberación.Entonces le di la decocción y le ordenéa su esclava particular que le cortara elpelo y le arreglara la barba. Creto fuelavado y vestido. Cuando llegaron eljuez y Milón, era la viva imagen de laapacibilidad. Hablaba de la luz delentendimiento y de que se había

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deslumbrado con los metalescentelleantes. Su vida perteneceríadesde entonces a los dioses y sólodeseaba pasar sus días en las bellascostas.

A partir de ese día, Creto huía cadavez más a menudo a su mundoimaginario. Embriagado de setas yhierbas sagradas pasaba día y nochetumbado en un dormitorio oscuromientras escuchaba con atención ciertossonidos y voces. Empleé a un diestroesclavo íbero como nuevo administradory me acomodé en la villa urbana deCreto. Dirigir una viña está muy bien,pero yo quería dirigir un imperio. Dos

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veces al día mandaba a un esclavo acaballo con la decocción de los dioses,y numerosas eran las cartas que enviabaa Roma mediante los mensajeros deMilón. Wanda y Basilo tenían que saberque era libre. Pero transcurrieron losmeses, llegó el invierno y no llegabannoticias de Wanda.

Pasaba las largas tardes dibujandomapas, mapas de la tierra gala.Esbozaba el curso del Rin y dibujaba unpequeño rectángulo allí donde en su díaestuviera mi pequeña granja rauraca.Poco a poco fui vaciando y ordenando eldespacho de Creto; siempre tropezabacon interesantes contratos o escritos de

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países lejanos. Y una noche, en el sótanoabovedado donde Creto guardaba supropio vino, descubrí una caja quedespertó mi curiosidad: contenía unpañuelo de seda roja, el vexillum de lalegión décima. Era el vexillum de NigerFabio, al cual habían asesinado deforma vergonzosa en Genava. ¡Y que esevexillum estuviera en Massiliasignificaba que Creto era el asesino demi amigo Niger Fabio!

* * *

En realidad Creto habría tenido unalarga vida por delante, pues lo atendíancon cuidado y lo alimentaban muy bien.

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Murió en pleno día, en alta mar, rodeadode sus flautistas. Zarpó como siempre,bebió la decocción y marchó al otromundo durmiendo. Sus acompañantes yaestaban acostumbradas. Sólo al llegar atierra horas después e intentar levantarlocomprobaron que tenía el cuerpo frío.Se había quedado dormido, sin echarespuma ni estremecerse como leocurriera al druida Fumix en su día, sinotranquilo y en paz, pues yo ya habíaapaciguado antes todo lo que fluía en elcuerpo de Creto.

Su muerte sólo fue llorada por lasplañideras a sueldo.

Le encargué a un libitinarius que

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arreglara el cadáver con cierta dignidady lo embalsamara para poder velarlosiete días en el atrio sin que losmosquitos cayeran muertos de la pared.Le puse a Creto una moneda de oro celtaen la mano y sobre el pecho le coloquéel vexillum de seda romano, que habríapreferido hacerle tragar como venganza.Sus esclavas nubias le cubrieron elcuerpo con hojas y decoraron las puertasde entrada de su casa de la ciudad concipreses y guirnaldas. Envié heraldospara informar de la muerte de Creto portoda la ciudad. ¡Incluso envié uno aRoma! Éste no sólo debía informar de lamuerte de Creto, sino también de que el

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druida celta Corisio se había hechocargo de sus negocios e invitaba a todoslos amigos de Creto a un gran festín.

«Corisio heredem esse iubeo»,decía el empleado de forma festiva,comunicando así al público que yo erael único heredero legal de Creto, elmercader de vinos. En los documentosque había depositado en el temploestaba escrita su última voluntad. Eltestamento se hizo público en presenciade siete testigos, entre los que secontaba Milón. Los testamentos no eranalgo secreto, al contrario: para algunosera la primera y última oportunidad dedesahogar sus disputas. No obstante,

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Creto se limitaba a nombrarme únicoheredero y a regalar a todos sus amigos,especificando sus nombres, un tonel devino. También estipulaba el tamaño desu sepulcro, donde debía aparecerrepresentado un mercader de vino queiba río arriba.

Un experimentado dissignatorcondujo el cortejo fúnebre frente a lavilla de Creto y dio un conmovedordiscurso sobre una persona que habíaamasado una gran fortuna. La riqueza erade una importancia tan asombrosa quealgunos incluso se hacían cincelar elmontante de su fortuna en la lápida.Flautistas y cornetas encabezaban el

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pintoresco cortejo interpretandoemotivas melodías. Creto habría queridotener allí a sus amigos, pero yo no gastétodo ese dinero por él. La comitiva deCreto tenía que dar muestras degrandeza, hacer saber que yo era eldigno heredero de Creto. Fui generoso yno sólo contraté plañideras, sinotambién actores que declamaban elegíassobre el difunto y lloraban tancompungidos que habrían podidocompetir con cualquier cortejoauténtico. Creo que la representación delos actores emocionó a la mayoría másque la pérdida de aquella ratamassiliense. Los esclavos de Creto

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llevaban tablas en las que estabarepresentada la vida de su amo y cuatrode sus guardias personales iliriostiraban del carro decorado con floresque contenía el cadáver del difunto.Detrás, el auténtico cortejo fúnebre:mujeres con la melena suelta que segolpeaban el pecho rítmicamente,hombres de negras túnicas y todos losmirones y aprovechados que paralizabanel tránsito en su empeño de seguir elcortejo del muerto pues, cuando moríaun rico, en algún momento solía haber unbanquete festivo. Yo no estuve allí.Después de despedirme con cortesía detodos los huéspedes y ocuparme de que

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a nadie le faltara comida ni bebida, hiceque llevaran víveres al puerto y bajé allícon algunos esclavos armados. El lugardonde se hospedaban los trabajadoresdel almacén de Creto estaba en míserascondiciones. En el momento del triunfo,mis preocupaciones se dirigían a losmás olvidados. César también habíahundido el mercado massiliense con suexcesiva oferta de esclavos; era másbarato hospedarlos como a ratas yremplazarlos al cabo de un par de añosque construir barracones decentes. Sinembargo, cuando uno ha sido esclavo velas cosas de otra forma, de modo quemandé repartir los víveres e informé de

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que erigiríamos sobrios espacios paradormir tras los almacenes. Se limitarona mostrar su alegría en secreto y apenasnadie pronunció una palabra. A pesar deque un año antes había sido uno de ellos,ya temblaban ante mí como amo. Era elheredero de Creto.

* * *

Cabalgué melancólico hacia eldesembarcadero vacío y escudriñé lanoche. Allí había visto a Wanda porúltima vez. Escuchaba con añoranza lasolas que golpeaban los muros del puertocon cadencia. Me sentía solo yabandonado por los dioses. ¿Qué había

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hecho yo? ¿Tenían envidia de que sólomis deseos se hubiesen cumplido y, encambio, ninguna de sus profecías sehubiesen hecho realidad? Quizás estabandisgustados porque a veces imaginabaque había cumplido mis sueños yo solo.¿Pero era ésa toda la verdad? Mi únicodeseo era volver a estar junto a Wanda.¿Acaso no veían los dioses lodesamparado que me encontraba sinella? ¿No sabían que sólo ellos podíancumplir mi más anhelado deseo? Por lomenos estaba completamenteconvencido de que Mercurio, el dios delcomercio, estaba de mi lado. ¿No mehabía ayudado a cumplir todos los

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deseos que había formulado un día bajoel gran roble? Ya era mercader enMassilia, pero no sentía la más mínimafelicidad. Sí, quizá me había equivocadoen mis anhelos. ¿Pero cómo iba yo asaber que el amor es lo más fuerte y lomás poderoso que puede sentir unapersona? Ese día ya sólo deseaba elamor de Wanda. ¡Incluso estabadispuesto a ofrendar a los dioses micomercio de Massilia! Repetí una vezmás en mi mente la oferta, pues meconsta que a Mercurio le gustan ese tipode trueques. También sé que a los diosesles divierte que un amo se convierta enesclavo de su esclava. ¡Qué importaba

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que allá arriba se mofaran de misdesgracias, con tal de que me dieran acambio la posibilidad de estrechar denuevo entre mis brazos a mi queridaWanda!

Escudriñaba el mar en busca deluces o antorchas que anunciaran laproximidad de un barco. Pero de nochepocos barcos navegaban.

Mis esclavos se inquietaron; teníanmiedo. Oímos acercarse a unos jinetesen la oscuridad. Era Milón, acompañadode sus guardias personales. Desmontódel caballo y ordenó a sus hombres quetuvieran los ojos abiertos. Después seacercó a mí y se apoyó contra el muro

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del puerto.—Te hemos buscado por todas

partes, Corisio —dijo—. Ven, tushuéspedes te reclaman.

—¿Mis huéspedes? —pregunté consorna—. ¿No tenían que llenar la panzay luego irse a su casa?

—Me parece que estás reñido conlos dioses, Corisio.

—¡Los dioses! —siseé con ira—.¿No se forja cada cual su destino?

Milón rió a carcajadas.—¡Ve con cuidado, Corisio! ¡No

desafíes a los dioses inmortales!¡Vamos! En tu comercio las esclavasnubias sirven pescado asado con vino

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resinoso de Atenas.Miré a Milón, desconcertado.—¿Esclavas nubias que sirven

pescado asado? —pregunté incrédulo.Aquélla no era otra que la imagen de

mis primeras ensoñaciones: ¡Esclavasnubias que servían pescado y vino deresina en mi comercio de Massilia!Sentí que los músculos se me tensaban acausa de la excitación.

—Sí —contestó Milón riendo—.Hemos recibido nuevos huéspedes hastamuy tarde.

—Me parece que toda Massiliaconocía a Creto.

—No son amigos de Creto —dijo

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Milón, y con un ligero movimiento de lamano ordenó a sus guardias personalesque cubrieran el camino de vuelta a lacasa de Creto.

Contemplé a Milón en actitudinterrogante. Si no eran amigos de Creto,¿de quién lo eran entonces?

—Son viajeros. Dicen que Labienoha abandonado a César y se ha unido aPompeyo.

Me importaba un comino ese Julio.—¡César va de camino a Hispania!—¿Quieres decir que pronto será mi

huésped? —pregunté en tono burlón.—No dudo de que a César le

agradarían tus esclavas nubias. Pero si

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César entra un día en Massilia, lo harápara saquear su tesoro y su flota y nopor tu pescado asado, Corisio.

—¿Entonces es cierto que LucioAfranio y Marco Petreyo ya handispuesto cinco legiones contra César enHispania?

—Sí —respondió Milón sin ocultarsu alegría—. Por eso César marchasobre Massilia. Quiere guardarse lasespaldas. ¡Pero se sorprenderá! Dentrode pocos días llegará a Massilia elnuevo procónsul de la Narbonense consiete barcos de guerra.

—¿Domicio Ahenobarbo? —pregunté, incrédulo.

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—Sí —contestó Milón, al tiempoque tomaba las riendas de su caballo—.¡Los massilienses quieren conferirleincluso el mando supremo de la defensade la ciudad!

—¡Menuda noticia! —exclamé alclavar los talones en los flancos delcaballo.

Mientras que los jinetes de Milónnos precedían, los míos conformaban laretaguardia. A esas horas de la noche, lamuerte acechaba en las oscuras callejasdel puerto de Massilia.

—¿De dónde vienen esos viajeros?—le pregunté a Milón.

—De Roma —respondió—. Uno de

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ellos incluso me ha traído una copia dela apología que Cicerón ha presentadoen el Senado para absolverme de lamuerte de Clodio. Ese hombre noescatima esfuerzos en encontraralusiones en los libros de historia,puesto que el hecho de que yo acabaracon el perro guardián de César nocarece, claro está, de importanciahistórica. Sin ese evento no habríasurgido la anarquía en Roma y nadiehabría permitido que a Pompeyo se lenombrara dictador. ¡Y sólo el dictadorPompeyo puede poner fin a lasactividades de César!

—¿No hay ninguna carta para mí? —

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pregunté casi de pasada.Milón me miró con asombro.—Con la comitiva del viaje han

llegado treinta gladiadores. Hace medioaño los mandé reclutar en Roma. Verás,Corisio, si organizo los primeros juegosde gladiadores y carreras de cuadrigasen el Campo de Marte de Massilia, todaRoma envidiará que viva exiliado aquí.

No lo estaba escuchando. Noobstante, de pronto vi esa sonrisa picaraen los labios de Milón.

—¿Traes también a un auriga celta?—le pregunté. Casi lo grité.

Milón asintió.—¿Se encuentra entre esos viajeros

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un celta fanfarrón? —Esta vez grité deveras, pues ya no estaba en condicionesde controlar la voz.

Milón sonreía.Golpeé con los talones los flancos

de mi caballo y me precipité hacia elforo por las callejas oscuras.

* * *

Basilo estaba en el jardín y selavaba la cara bajo el chorro quebrotaba del manantial. Había antorchasencendidas en los soportes metálicosque estaban montados en las columnascubiertas de hiedra. Los invitados delfuneral se habían marchado, y los

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esclavos recogían las mesas y limpiabanel jardín. El aroma del pescado asadoescapaba de la cocina al fresco de lanoche. Milón me asió del brazoizquierdo para que caminara másdeprisa. Cuando Basilo me vio, chilló sualegría a la noche.

—¿Dónde está Wanda? —exclamé,y me agarré a mi esclavo.

—Ella está bien, Corisio. ¡Está enRoma y espera impaciente al padre desu hijo!

Me espanté muchísimo y di untraspié. Basilo me agarró y me dio unabrazo.

—¿Mi hijo? —susurré con

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escepticismo.—Sí —me murmuró Basilo al oído

—. Es tu hijo, Corisio. Ya tiene dosaños.

Cerré los ojos y hundí la cara en elpelo de Basilo.

—¿Puede andar? —pregunté a mediavoz.

—Sí.Los ojos se me llenaron de lágrimas

y abracé a Basilo con todas mis fuerzas.—¿Tiene también un perro? —

murmuré con voz llorosa. Sentía quepoco a poco las piernas dejaban desostenerme, y me agarré a Basilo conmás fuerza todavía.

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—No —respondió Basilo con la vozcalma—. Pero Wanda es una buenamadre. Tiene a una muchacha celta quela ayuda en la casa. Y el año que vienequiere contratar a un profesor griego. Nole falta de nada y…

—¿Y de veras es hijo mío?—Sí, Corisio. Cuando lo veas no lo

dudarás un instante.—¿Por qué no ha venido ella? —

pregunté, y de nuevo me embargaron elmiedo y la desconfianza.

—Antes yo debía comprobar queeras libre —dijo Basilo riendo—. ¡Yono soy adivino, druida!

Sólo entonces me fijé en los grandes

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y atléticos hombres a los que atendíanlos exhaustos esclavos un poco más allá.

—¿Son los nuevos gladiadores deMilón? —pregunté en tono escéptico.

—Sí, Corisio —respondió Basilocon una sonrisa de oreja a oreja—. Loshe comprado en Roma para Milón y loshe traído hasta aquí.

Le guiñé el ojo a mi amigo ypregunté si Milón también le habíapagado decentemente. A fin de cuentas,no era ningún secreto que estabaendeudado hasta las cejas.

—¿Pagado? —dijo con una sonrisa—. Milón me ha permitido disponer avoluntad de tres días tras mi llegada a

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Massilia. Yo tenía previsto visitar aCreto con estos muchachos y liberartepor la fuerza.

En la oscuridad gritaron algunosgladiadores, que por lo visto habíanestado escuchándonos todo el rato.

Al alba, las esclavas nubias trajeronpescado asado y vino de resina griego.Me senté con Milón y Basilo, y brindépor mi libertad mientras mirábamosagradecidos en dirección al este, dondeel sol se elevaba sobre el mar azul comoun disco de oro. Sentí el aliento de mitío Celtilo y tuve la certeza de que sealegraba y quería decirme que todo iríabien.

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—Necesito un cachorro conurgencia. ¡Uno de tres colores comoLucía!

Basilo asintió.—Mañana te buscaré uno.—¡Que sea hoy, Basilo!Me miró de hito en hito, escéptico.—Mañana partiré hacia Roma y

recogeré a Wanda y a mi hijo —dije conseriedad.

Milón y Basilo intercambiaronmiradas de preocupación.

—Eso te será difícil —aseguró ungladiador que se sentó con nosotros.

—Este es Birria —dijo Milón—.Fue él quien le infligió la primera herida

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a Clodio.—Le atravesó el hombro con la

espada —dijo riendo otro al quellamaban Eudamo.

—¿Por qué va a ser difícil viajar aRoma?

—Desde que ha estallado la guerracivil —gruñó Birria—, reinan rudascostumbres en los caminos. Para llegarvivo hay que ser gladiador y tener uncaballo muy veloz.

—Lleva razón —dijo Basilo—.Roma está dividida en dos bandos, queluchan por doquier.

Milón asintió.—Los cónsules y la mayoría de los

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senadores han huido de Roma. Por todaspartes reúnen tropas contra César y enalgún momento marcharán juntos, desdeEgipto, el norte de África, Hispania y laGalia, y cercarán y aniquilarán a eseJulio.

Nervioso, ordené que me llenaran deagua el vaso de vino.

—¡Puedo pagar a un ejército enteropara que traiga a Wanda y a mi hijo deRoma a Massilia! —exclamé, iracundo—. ¡Incluso puedo sobornar a César!

Milón sonrió con expresióncompasiva.

—Comparado con César, tú temueres de hambre, druida. ¡Ha saqueado

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el sagrado templo de Saturno de Roma yha robado quince mil lingotes de oro ytreinta mil de plata, y más de treintamillones de sestercios!

Milón desató el mandil de cuero deuna esclava que estaba inclinada sobrela mesa para servir y la abrazó confuerza por la cintura. Su piel oscura olíaa aceites frescos. La muchacha se dejóatraer hacia Milón y cerró los ojos.

Eudamo se volvió hacia mí. Era deuna complexión asombrosamente grande,y su rostro expresaba la intrepidez de uncelta.

—Druida —empezó a decir con vozsonora—, no necesitas ni oro ni ejército,

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sólo la ciudadanía romana.Basilo y Milón le dirigieron a

Eudamo una mirada escéptica. Birria sehabía dormido y roncaba con inquietud.

—Entre los soldados —prosiguióEudamo— ya se ha divulgado laclemencia de César. ¡Que se lopregunten al nuevo procónsul DomicioAhenobarbo! César lo apresó enCorfinio y pocos días después lo liberósin condiciones. Es la nueva clementiaCaesaris, ésa que exhiben los que sesaben cerca de los dioses. César noquiere repetir los errores de Sila. ¡Noquiere un pueblo reñido! ¡No deseavenganza! No sólo quiere el dominio de

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Roma, sino también su amor y su afecto.—¿Y de veras crees —pregunté con

escepticismo— que para atravesar laslíneas de César no necesito nada másque la ciudadanía romana?

—Así es, druida.Reí a media voz al tiempo que

sacudía la cabeza con incredulidad.Milón estaba echado con los ojos

cerrados junto a la esclava. Tenía lacabeza recostada contra su pecho comoun bebé. La esclava estaba contenta deque no quisiera nada más de ella;también ella estaba cansada. Basilo riópara sus adentros. De modo que teníaque convertirme en ciudadano romano

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para llegar hasta Wanda y mi hijo.—Milón, ¿cuánto crees que cuesta la

ciudadanía romana?Milón se levantó con ayuda de la

esclava nubia y puso una expresióndifícil de interpretar, como si quisieradecir que la ciudadanía romana no sepodía comprar sin más. Después dijo,trabándosele la lengua:

—Todavía no he adoptado a ningúndruida celta. Tampoco puedoimaginármelo. Pero si me prestas unmillón de sestercios y me haces socio detu negocio podría dar alas a miimaginación.

Se abrazó con melancolía al trasero

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de la esclava, que se había levantadocon la intención de servir más vino.Ahora Milón parecía estar absorto ensus pensamientos; cerró los ojosdespacio. La esclava se volvió e intentózafarse de él con cuidado.

—¿Crees que le molestará a Césarque le preste un millón de sestercios yhaga socio de mi negocio al hombre quemató a Clodio, su perro guardián? —pregunté con sorna.

—Segurísimo —murmuró Milón altiempo que besaba con ternura laentrepierna depilada de la esclava, quese deshacía suavemente de su abrazo.

La muchacha tomó el delantal de

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cuero y volvió a ponérselo. Despuéssirvió más vino a todos los que aún erancapaces de sostener el vaso en la mano.Los huéspedes adormilados son losmejores para las esclavas.

—Estoy de acuerdo —le dije aMilón.

Confuso, abrió los ojos y me mirócon asombro. Había perdido el hilo.Entonces una súbita sonrisa le iluminó elrostro, satisfecho de recordar otra vez.Milón se quitó la media luna queadornaba su tobillo desnudo y me la tiró.

—Haz llamar al juez, druida. Creoque está durmiendo la mona en elperistilo.

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ÍNDICE DEPERSONAJES

IMPORTANTES

Los personajes marcados con una s t e r i s c o * están documentadoshistóricamente, el resto son ficticios.

*Ahenobarbo. L. Domicio Ahenobarbo.Acérrimo enemigo de César. Fueelegido cónsul en el 54 a. C., junto conClaudio Pulcro. En enero del año 49 a.C. sucedió a César en la Galia,intentando enfrentarse a él con sustropas un mes después. El intento se

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saldó con un lamentable fracaso. Césarmostró con Ahenobarbo su «nuevaclemencia»: indultó con generosidad asu aciago sucesor y le obsequió con lalibertad, probablemente a sabiendas deque volvería a ponerse en su contra. Lafigura de Ahenobarbo posiblementesirvió de modelo para una tragedia deCuriacio Materno.

*Ariovisto. Jefe del ejército suevo,nombrado por César rex germanorum,rey de los germanos. Alrededor del 71a. C., los secuanos le pidieron ayuda yatravesó el Rin con quince mil hombres.Poco después, ya que cada vez llegabanmás germanos del otro lado del Rin,

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Ariovisto exigió a los secuanos másterritorios. Hablaba celta y latín, ycontaba con una gran inteligenciapolítica y militar, por lo que no secorrespondía en modo alguno con elarquetipo del bárbaro ignorante.Alrededor del 60 a. C. se casó con lahermana del rey celta Vocción. Suinvasión condujo a la posterioremigración de los helvecios, que Césaraprovecharía como pretexto para darinicio a la guerra en la Galia. En el 59 a.C. César concedió a Ariovisto el títulode «Rey y amigo del pueblo romano».Sin embargo, ya el 14 de septiembre delaño 58 a. C. lo derrotó, probablemente

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entre Belfort (Francia) y Sélestat(Francia), en los alrededores deMüllhausen (Alemania), cerca del Rin.Con la derrota de Ariovisto quedófrustrado el primer intento de construiruna nación germana al oeste del Rin.

*Balbo. Lucio Cornelio Balbo. Ejerciótemporalmente —al igual que Mamurra— como praefectus fabrum en la Galiay ocupó diferentes cargos en el serviciosecreto de César. Las personas conauténtico poder de decisión noostentaban con César ningún cargooficial, sino que eran confidentespersonales que pertenecían a su familia.Balbo era un banquero hispano, natural

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de Gades, que debido a sus méritos en lalucha contra Sertorio obtuvo laciudadanía romana de manos dePompeyo y, más adelante, fue el primer«extranjero» al que se nombró cónsul.En el 48 a. C. fue delegado de César enRoma. La envidia y los celos lesupusieron al acaudalado extranjeroBalbo una acusación por usurpaciónilícita de la ciudadanía romana. Cicerónlo defendió con éxito.

Basilo. Guerrero celta. Amigo dejuventud de Corisio.

*Baso. Ventidio Baso. Al parecer tomóa su cargo el servicio de transportes del

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ejército de César tras la batalla de loshelvecios.

*Birria. Gladiador vasallo de Milón.Estuvo implicado, junto con el tambiéngladiador Eudamo, en el asesinato deClodio.

*Bruto. (1) D. Junio Bruto Albino(aprox. 81-43 a. C.). Fiel legado deCésar en la Galia. En el año 49 a. C.(después del comienzo de la guerracivil) fue comandante de sus flotasfrente a la costa de Massilia. En el año44 a. C. se le encomendó laadministración de la Galia cisalpina. Demodo sorprendente, se unió a los

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adversarios de César y fue a buscar enpersona al dictador a la reunión delSenado que se celebró el 15 de marzodel año 44 a. C.

*Bruto. (2) M. Junio Bruto, sobrino deM. Porcio Catón (de Útica). César leencomendó (desde el año 46 hastamarzo del 45 a. C.) la administración dela Galia cisalpina. Se casó con su primaPorcia. Cuando César se otorgó ladictadura vitalicia, Bruto se vioobligado a asesinar al tirano pormotivos morales, de política de Estado yde historia familiar, ya que suantepasado L. Junio Bruto habíaderrotado al último rey de Roma y

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estaba considerado por tanto fundadorde la República, al ser uno de los dosprimeros cónsules (509 a. C.).

*Catón. M. Porcio Catón (de Útica),95-46 a. C. Republicano convencido yrepresentante de la aristocraciasenatorial, fue el clásico conservador.Condenó las influencias y las culturasextranjeras (Grecia) y censuró de formarepetida todo indicio de debilidad,libertinaje sexual y desmesura. Cuandofue derrotado en la guerra civil por suenemigo mortal, César, despreció elindulto y se suicidó.

Celtilo. (1) Tío de Corisio.

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*Celtilo. (2) Jefe de los arvernos ypadre de Vercingetórix. Fue asesinadopor ambicionar la corona real.

*Cicerón. Cicerón nació en Arpino el106 a. C. Fue edil en el año 69, pretoren el año 66 y cónsul en el año 63 a. C.Murió asesinado el 7 de diciembre del43 a. C. Se le considera un maestro de laoratoria latina y dejó una amplia obratras de sí. Sin embargo, puesto quesegún consta le pidió a un historiadorcontemporáneo que realzara laimportancia del papel que desempeñó enla historia romana, cabe dudar de laveracidad de sus obras, sobre todo

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porque el gran «maestro» modificaba aposteriori muchos de los textos.

*Quinto Cicerón. Hermano de Cicerón.Legado en la Galia desde el 54 a. C. Enla guerra civil, tanto él como su afamadohermano se hicieron pompeyanos.Indultado por César, desde el año 43 a.C. formó parte de los proscritos y murióasesinado.

*Cita. C. Fufio Cita, caballero romano.César le confió la dirección de laadquisición y el transporte de cereales.En tiempos de la República era habitualque el ejército estableciera este tipo decontactos con particulares

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(conductores). C. Fufio Cita fueasesinado en Cenabo, en el invierno del53 al 52 a. C., durante el preludio delgran levantamiento galo (Vercingetórix,52 a. C.).

*Clodio. P. Claudio Pulcro. En el 59 a.C., y por motivos políticos, cambió supatronímico, Claudio, por la formaplebeya Clodio. Desde muy joven se leconsideró un pendenciero. En la nochedel 4 al 5 de diciembre del año 62 a. C.,participó disfrazado de mujer en losfestejos sagrados de bona dea que secelebraron en casa de César. Puesto quepor motivos religiosos sólo se permitíaque participasen mujeres, su sacrilegio

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provocó un enorme escándalo y tuvocomo consecuencia un proceso, queClodio ganó con ayuda de César y trassobornar de forma generosa al juez.Como tribuno de la plebe exilió a Catóny a Cicerón, y difundió el miedo y elterror nocturnos por las calles de Romacon sus bandas armadas. Fue asesinadopor Milón, su gran adversario.

*Considio. Publio Considio. A pesar desu experiencia militar, fracasó en laguerra helvecia (58 a. C.). Confundió lastropas romanas con las tropas celtas, demanera que a punto estuvo de provocarla derrota de César.

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Corisio. Joven aprendiz de druida delvalle de Leimen, junto a Basel, en elrecodo del Rin. Naturalmente, en lacaravana helvecia también hubo druidasy, por supuesto, en el ejército de Césarno sólo se enrolaron guerreros galos,sino también celtas cultos que seemplearon como escribientes,traductores e intérpretes en el despachodel procónsul. Incluso el profesorprivado de César en Roma había sidocelta.

El nombre de «Corisio» se encontrógrabado en una espada de hierro de laépoca del comienzo de la guerra de la

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Galia. Aparecía en letras griegas, comoera habitual en la época, y es por tantouno de los testimonios más antiguos deluso de la escritura al norte de los Alpes.El nombre pertenecía o bien al herrero,o bien al propietario de la espada.

*Cota. Lucio Aurunculeyo Cota. Legadode César en la Galia. Cayó en elinvierno del 53 a. C. durante la luchacontra los eburones. Escribió un librosobre la campaña militar de César enBritania.

*Craso. M. Licinio Craso Dives (115-53 a. C.), uno de los hombres más ricosde Roma. En el año 72 a. C., al término

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de la guerra servil, obtuvo un imperioproconsular. En sólo seis meses acabócon Espartaco y crucificó a seis milesclavos a lo largo de la vía Apia. Noobstante, Pompeyo le arrebató la gloriaen su viaje de regreso. En el año 70 a.C. fue nombrado cónsul junto a su eternorival, Pompeyo. Celoso de la gloriamilitar de éste, en el año 60 a. C. se unióa César, quien logró una reconciliacióntemporal entre los dos enemistadosmediante el primer triunvirato. Del año54 al 53 a. C. fue procónsul de laprovincia de Siria. Murió en el año 53a. C., durante la campaña militar contralos partos, en la que fue víctima de una

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traición.

*P. Licinio Craso. El joven hijo deCraso, que ya luchó contra Ariovisto enel 58 a. C. como praefectus equitum(jefe de caballería) del ejército deCésar. En el año 57 a. C. fue nombradolegado de la legión séptima de Césargracias a sus destacadas contribuciones(Normandía, Bretaña), y en el 56 a. C.sometió Aquitania. Junto a Labieno, fueuno de los legados más cualificados deCésar en la Galia.

Creto. Mercader de vinos de Massilia.

Crixo. Esclavo. Regalo de César aCorisio.

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Cuningunulo. Jefe de la caballería eduaal servicio de César.

*Diviciaco. Príncipe y druida eduo quevivió en la Galia media. Al contrarioque su hermano Dumnórix, quienpretendía el liderazgo de la nación celta,se sentía comprometido tanto con lanobleza celta como con Roma.

*Divicón. Jefe de los helveciostigurinos. En el 107 a. C. atacó a losromanos liderados por el general P.Licinio Craso y los obligó a pasar bajoel yugo. En el 58 a. C., cuando él yadebía de contar unos ochenta años deedad, asumió la responsabilidad de

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guiar a los helvecios en su migraciónhacia el Atlántico. Después de la derrotacontra César (Bibracte) se pierde surastro. Con toda probabilidad habíafallecido ya cuando los helveciosemprendieron el viaje de regreso.

*Dumnórix. Noble de la tribu celta delos eduos. Se casó con la hija deOrgetórix (helvecio). Al contrario quesu hermano, el druida Diviciaco, se leconsideró enemigo de Roma. Encualquier caso, Dumnórix cabalgó paraCésar con ánimo de guardar lasapariencias; al llevar su doble juegodemasiado lejos, no obstante, elprocónsul ordenó su muerte.

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Elio. Quinto Elio Pisón. Siguió a César,el mayor deudor de su patrón, Luceyo,hasta la Galia.

*Fabio. Cayo Fabio. Fue legado en laGalia desde el 54 a. C. Antes había sidopropretor en Asia (años 57-56 a. C.).

Fumix. Druida celta.

Fuscino. Esclavo. Nombre de esclavomuy frecuente. Diminutivo delpatronímico Fusco (el oscuro, el negro).

*Gripho. Antonio Gripho. Grammaticus(profesor privado) de César en Roma.Fue celta.

*Hircio. Aulo Hircio fue jefe del

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despacho de César en la Galia a partirdel 54 a. C., a más tardar. Como legadotambién habría tenido posibilidad dedirigir legiones. En diciembre del año50 a. C. regresó a Roma por orden deCésar y en el año 49 a. C. se trasladócon él a Hispania. En el año 46 a. C. fuepretor. César le allanó al fiel Hircio elcamino hacia el consulado antes detiempo y éste se convirtió en cónsul enel año 43 a. C. Completó losCommentarii de bello Gallico de Césarcon el libro octavo. Hircio, que no eraespecialmente dotado ni ambicioso,debía su posición a César, a quienagradeció su protección con una

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fidelidad incondicional.

*Labieno. T. Labieno (aprox. 99-45 a.C.). El legado más importante de Césaren la Galia (legatus pro praetore ) entreel 58 y el 50 a. C. Protagonizódestacadas hazañas militares, enespecial durante el gran levantamientode Vercingetórix del año 52 a. C.(Lutecia Parisiorum y Alesia). Comogeneral, al parecer fue tan excelentecomo César: era valeroso y contaba conuna importante inteligencia estratégica.En el año 50 a. C. representó a César encalidad de administrador en la Italiasuperior. A principios del año 49 a. C.,tras el comienzo de la guerra civil,

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Labieno se pasó al bando de Pompeyo,lo cual hirió profundamente a César.

*Lisco. Noble eduo simpatizante de losromanos.

Lucía. Perra de Corisio, pertenecienteal canis cursor celticus, raza canina quese conoce en la actualidad comosabueso suizo y que ya aparecerepresentada en un mosaico deAvéntico.

Mahes Titiano. Mercader sirio.

*Mamurra. M. Vitrubio Mamurra.Caballero, arquitecto e ingenieroromano, ejerció también ocasionalmentede tesorero personal de César. Tuvo

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fama de arribista y vividor. Desde elaño 58 a. C. fue también praefectusfabrum. No obstante, Mamurra sedistinguió por ser un genial constructorde puentes y artilugios de asedio.

*Milón. Como tribuno de la plebe (57 a.C.) organizó una banda de gladiadoresque debía hacer frente a la bandaarmada de Clodio («el perro guardiánde César»). Disfrutó de la protección dePompeyo. En el año 55 a. C. fuenombrado pretor y se casó con Fausta, lahija del dictador Sila. En el año 54 a. C.pidió un crédito desorbitado paradeleitar a Roma con unos grandiososjuegos. El 18 de enero del año 52 a. C.

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tuvo un encuentro con Clodio en la víaApia: cuando éste, herido, se retiraba auna cantina, Milón dio orden de que lomataran. En abril del año 52 a. C. fuecondenado (su apología sería más tardemodificada por Cicerón) y partióexiliado a Massilia. En el año 48 a. C.regresó a Italia, cayendo en el asedio deCosa.

*Nameyo. Príncipe tigurino. Miembrode la delegación helvecia.

Niger Fabio. Mercader árabe deGenava.

*Oppio. Cayo Oppio. Uno de los másimportantes acólitos de César en la

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Galia. Ya había estado al servicio deéste en Hispania. Como diplomáticocomisionado y oficial decomunicaciones, medió de maneradestacable entre la Galia y Roma.

*Orgetórix. Su nombre significa algosemejante a «rey de los asesinos». Fueun príncipe helvecio y uno de loshombres más ricos de su tribu. No estáclaro si fue asesinado o si se suicidótras el fracaso de su plan para hacersecon la soberanía de la Galia junto conotros dos príncipes que pertenecían a lastribus de los eduos y los secuanos.

*Pompeyo. Cn. Pompeyo Magno (106-

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48 a. C.). General y estadista, se leconsidera el Alejandro Magno de suépoca. Fue el gran adversario de Césary Craso. En el año 60 a. C. se les unióen el primer triunvirato, fue reelegidocónsul en el año 55 a. C. y administróHispania. Tras la muerte de Craso (53 a.C.), luchó por conseguir la autocracia yle exigió a César que licenciara a suejército tras el fin de la guerra de laGalia (49 a. C.). Puesto que César senegó a aceptar y marchó sobre Roma,Pompeyo huyó a Grecia, donde fuevencido por César en Farsalia (48 a.C.). Murió asesinado en su huida aEgipto.

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*Procilo. Cayo Valerio Procilo. Supadre obtuvo la ciudadanía romanaalrededor del 83 a. C., siendogobernador de la provincia CayoValerio Flaco.

Rusticano. Prefecto del campamento.

Santónix. Druida celta.

Silvano. Oficial de aduanas romano.

*Testa. C. Trebacio Testa (aprox. 84 a.C. - aprox. 4 d. C.). Presumiblementeprocedía de Velia, en Lucania. Cicerónle recomendó a César a este jovenjurista en el año 54 a. C. En la Galiarenunció a un lucrativo puesto de tribuno

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militar para dedicarse a las funciones deconsejero y acompañante de César.Durante la guerra civil, Trebacio semantuvo junto a César y sirvió deintermediario entre éste y el siempreveleidoso Cicerón. Adoraba la vidasocial y al parecer fue un personajefrívolo.

*Trebonio. Cayo Trebonio. Legado delejército de César desde el 54 a. C. En laguerra civil asedió Massilia por tierra(49 a. C.). Más adelante se unió a losasesinos de César. Fue asesinado enEsmirna.

Tulo. Cayo Tulo. Joven holgazán del

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ejército de César.

Úrsulo. Lucio Esperato Úrsulo.Primipilus (centurión de la primeracohorte) de la legión décima de Césaren la Galia.*Vercingetórix. Príncipe de losarvernos, que encabezó en el 52 a. C. ellevantamiento de toda la Galia contraCésar. Al igual que muchos líderesimportantes de la resistencia gala,durante los primeros años de la guerraVercingetórix tuvo ocasión de aprenderen el séquito de César las ventajas de latáctica militar romana y la organizaciónde su ejército. Tras la derrota de Alesia,se rindió a César y fue apresado. En el

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año 46 fue exhibido en la marchatriunfal por las calles de Roma yajusticiado después.

La afirmación de algunos historiadoressegún la cual Vercingetórix fue un agentprovocateur de César no es sólida ycarece de sentido.

*Veruclecio. Noble y druida de la tribucelta de los tigurinos (Divicón).

Wanda. Esclava germana del aprendizde druida Corisio. Existen abundantespruebas de las relaciones amorosasentre antiguas esclavas y sus amos(Imperio). Gracias al epitafio de TitoNigrino Saturnino (Avéntico) sabemos,

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por ejemplo, que el difunto liberó a suesclava Gannica y se casó con ella.

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GLOSARIO

Admagetóbriga: La Moigte de Broie(probablemente), cerca del Saona.

Alesia: Alise-Sainte-Reine, en la laderaoeste del Mont Auxois (donde se hallabala antigua Alesia).

Alóbroges: Tribu celta que estabaasentada entre el Ródano y el Isére, enel actual Delfinado y Saboya. Su capitalera Vienna (Vienne). Los alóbrogesfueron sometidos por los romanos dosaños antes de la migración de loshelvecios.

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Arar: El Saona.

Arialbinno: Basilea (probablemente).

Arvernos: Poderosa tribu celta de laactual Auvergne, al norte de la provinciaromana. Capital: Gergovia, meseta alsur de Clermont-Ferrand.

As: Ver Dinero.

Auxilia: Tropas auxiliares, en generalno romanas, que se reclutaban en lasprovincias o que ofrecían los príncipesaliados.

Belovacos: Tribu celta que vivió en elbajo Sena, el Soma y el Oise.

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Bibracte: Mont Beuvray(probablemente). Desde 1996 cuentacon un nuevo y moderno museo celta.

Bíbrax: Beaurieux o, quizá, el monteVieux Laon.

Boyos: Tribu celta asentada en laNórica, Estiria y Carintia (Austria).

Broquel: Pieza de hierro revestida decuero, en el centro del escudo.

Calendario: Los años se contaban aburbe condita, es decir, a partir de lalegendaria fundación de Roma (753 a.O). Cada año recibía el nombre delcónsul en funciones en ese momento.

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Caligas: Sandalias militares romanas.

Carnutos: Tribu celta que vivió en lasdos orillas del Loira. Capital: Cenabo.

Cenabo: Orléans.

Centurión: Oficial romano.

Cónsul: El funcionario de mayor rangoen la República. Cada año se escogíandos cónsules, y al final del período queduraban los cargos, uno de ellos eranombrado gobernador de una provincia,que regía en calidad de procónsul conpoderes absolutos.

Corfinio: Ciudad que se eligió comocapital, contra Roma, durante la guerra

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de la Liga Itálica. También en la guerracivil desempeñó un gran papel y se libróuna dura batalla por conquistarla.

Cuestor: Administrador de las finanzasdel ejército.

Dinero: (Las relaciones entre losdistintos valores monetarios estuvieronsujetas a oscilaciones a lo largo deltiempo.)

1 talento240 áureos 18.405 euros 6.000

denarios 24.000 sestercios 96.000 ases1 áureo (oro)25 denarios 75 euros 100 sestercios

200 dupondii 400 ases

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1 denario (plata)4 sestercios 3 euros 16 ases1 sestercio (latón)4 ases 2 dupondii 0,75 euros1 dupondius (latón)2 ases 0,38 euros1 as (cobre)aprox. 0,20 euros

Muy pocos historiadores aventurancomparaciones con el poder adquisitivoactual. Según el profesor C. Goudineau(Casar et la Gaule), 40 millones desestercios podrían equivaler a 200millones de francos, es decir, unos 30,5millones de euros.Una comparación de proporciones:

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mientras que un artesano de Romaganaba unos 4 sestercios al día, César leenvió a Cicerón 60 millones desestercios para que le comprara elterreno de su «futuro foro». Por contra,el tributo de toda la Galia ascendía tansólo a 40 millones de sestercios.

Dissignator: Director de serviciosfúnebres.

Dubis: El Doubs.

Ediles: Funcionarios electos romanosque se ocupaban del cuidado detemplos, mercados, calles, plazas,burdeles, baños y del suministro delagua. En la época de César también eran

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responsables de la organización de losjuegos públicos, los cuales financiabanen su mayoría a título personal paraganarse el favor del pueblo. Cuanto máslujosos eran los juegos, más segurosestaban de que los elegirían despuéspara un cargo superior.

Eduos: Tribu celta que estaba asentadaen el centro de la Galia, entre el Loira yel Saona, y hasta Lyon al sur.

Electrum: Aleación natural o artificialde oro y plata.

Fíbula: Hebilla (o imperdible).

Frumentator: Proveedor de alimentos.

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Gades: Cádiz, ciudad portuaria deHispania.

Galia: Denominación que empleó Césarpara el territorio celta libre quecomprende la actual Francia, la mayorparte de Suiza, la región alemana deloeste del Rin y los Países Bajos.

Galo: Galo (gallo, galli) es ladenominación latina del nombre keltoi,empleado por los griegos.

Garum: Salsa de pescado española.

Garumna: El Garona.

Genava: Ginebra.

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Gergovia: Capital de los arvernos.

Gladius: Espada corta romana.

Guardia diurna: Ver Medida deltiempo.

Guardia nocturna: Ver Medida deltiempo.

Hipocausto: Sistema de calefacciónromano que iba por debajo del suelo. Seinventó alrededor del siglo II a. C. y elespeculador inmobiliario C. SergioOrata lo popularizó en el siglo I a. C. Setrata de un sistema muy sencillo: en elsótano hay una caldera de fuego desdedonde se eleva el aire caliente a través

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de unas cavidades que hay por debajodel suelo, el cual descansa sobre pilaresde ladrillo.

Hispania ulterior: La Hispania másalejada.

Iliria: Provincia de César quecomprendía toda la costa del marAdriático desde Istria hasta el Épiro.

Latobicos: Tribu celta que vivía al surde Badén, Alemania.

Legado: En la época de César,comandante de una legión.

Legión: En la época de César estabaformada por seis mil hombres. La legión

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se dividía en diez cohortes, cada una delas cuales se dividía en tres manípulos(compañías) y éstos, a su vez, en doscenturias (secciones).

Lemanno: Lago Lemán.

Libitinarius: Empresario de serviciosfúnebres.

Libra: Ver Medidas.

Lictor: Funcionario de los altosmagistrados que siempre acompañaba aéstos en público y les sostenía las fasces(haz de varas con un segur), distintivoque los identificaba como representantesdel poder de la magistratura.

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Lingones: Tribu celta asentada alnoroeste de los secuanos. Capital:Andematunno (Langres).

Lugduno: Lyon.

Massilia: Marsella (la Massaliaromana).

Matiscón: Macón.

Medida del tiempo: El día y la noche(desde la salida hasta la puesta del sol)se dividían en 12 horas respectivamente.Cada tres horas nocturnas constituíanuna guardia nocturna, que se componía,a su vez, de cuatro turnos.

Primera guardia nocturna: 18.00-

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21.00 horas.Segunda guardia nocturna: 21.00-

24.00 horas.Tercera guardia nocturna: 00.00-

03.00 horas.Cuarta guardia nocturna: 03.00-

06.00 horas.

Según la época del año, los días y lasnoches eran más cortos o más largos. Lahora más corta era de 44 minutos, siendola más larga de 75 minutos.

Medidas/Pesos:

Pes = 29,6 cm (un pie)Passus = 1,48 m (un paso romano)Milia passuum = 1,48 km (mil pasos

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romanos/una milla romana)1 sextario = 0,5 1 (1 pinta)1 modio = 8,731(1 fanega)1 medimnus = 52,4 1 (6 modios)1 libra = 327,45 gr(l libra)

Modio: Ver Medidas.

Mona: El nombre de Mona lo llevabanen la antigüedad tanto la isla de Mancomo la de Anglesey, en el mar deIrlanda. Aquí se refiere a la isla de Man.

Mont Vully: Oppidum de los tigurinos(Divicón).

Nervios: Tribu celta, probablemente deascendencia germana, que estabaasentada entre el Soma, el Escalda y el

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Rin. Capital: Bagaco (Bavay).

Nombres: Los nombres romanos secomponían de tres partes: el nombrepropio (praenomen, por ejemplo:Cayo), el patronímico hereditario(nomen gentile, por ejemplo: Julio) y elsobrenombre (cognomen, por ejemplo:César). Los sobrenombres expresaban amenudo rasgos característicos ofisonómicos; por ejemplo, Rufo (elpelirrojo), Craso (el grueso) o Longo (elalto). También los sobrenombres podíanheredarse.

Tan sólo había dieciséis nombrespropios masculinos. Las niñas no

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recibían nombres propios particulares.Siempre llevaban el patronímico (porejemplo, Julio) con la terminación delfemenino «-a»; por tanto, la hija de CayoJulio César se llamaba Julia.

Oppidum: Así denominaba César lasciudades fortificadas de los celtas.

Optio: Suboficial.

Oryza: Arroz.

Palla: Pañuelo rectangular de lana, linoo seda, que se usaba como prenda devestir. La palla era muy cómoda ygozaba por tanto de una granpopularidad.

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Penino: Gran San Bernardo (AlpesPeninos).

Pes: Ver Medidas.

Petra: Capital del reino de los nabateos(Jordania), situada en un enorme macizorocoso del mar Muerto. Allí, la llamadaRuta de los Reyes se cruzaba en el valledel Jordán con la Ruta del Incienso, porla que llegaban especias de la India yproductos árabes de Aden a Gaza, en elmar Mediterráneo.

Pilum: Lanza arrojadiza del legionarioromano con una longitud aproximada de1,5 m y 1 kg de peso. Caña de maderacon una pieza de hierro blando con la

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punta endurecida; por esa razón el pilumse dobla al chocar, quedando inserviblepara el adversario. En sentido amplio,arma arrojadiza.

Praefectus castrorum: Prefecto decampamento.

Primipilus: Centurión superior de unalegión (primera cohorte).

Procónsul: Ciudadano romano que, sinser cónsul, ejerce poder consular comojefe del ejército o gobernador de unaprovincia. El nombramiento de unproconsulado se efectúa mediante laprolongación del poder del cargo altérmino de un consulado o mediante

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concesiones especiales por resolucióndel pueblo o del Senado.

Propretor: Gobernador. Señor absolutode una provincia. Gobernador civil,magistrado superior y comandantemilitar. Si el gobernador había sidoantes pretor en Roma, era nombradopropretor de la provincia; si había sidocónsul, era nombrado procónsul de laprovincia.

Pugio: Puñal romano.

Rauracos: Tribu celta que habitaba lazona que va del lago Constanza, al oeste,hasta el gran recodo del Rin, al norte.

Santonos: Tribu celta que vivía al oeste

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de la Galia, entre el Loira y el Garona.

Scutum: Escudo.

Secuanos: Tribu celta que vivía entre elArar (el Saona) y el monte Jura, en laribera derecha del Ródano. Suemplazamiento principal era Vesontio(Besancon).

Sequana: Sena.

Sestercio: Ver Dinero.

Sextario: Ver Medidas.

Tigurinos: Tribu celta que vivía en losactuales cantones suizos de Vaud,Friburgo y Berna. Capital: Avéntico(Avenches).

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Tolosanos: Tribu celta que vivía en lafrontera de Aquitania y la provinciaromana. Capital: Tolosa (Toulouse).

Ubios: Tribu germana asentada desde elWesterwald hasta Breisgau, al norte delRin.

Usipetes: Pueblo germano que aparecióen el 56 a. C. en el Bajo Rin.

Vergobretus: Título celta que recibía elmagistrado superior de los eduos en elsiglo I a. C. El vergobretus poseía lajudicatura suprema de la tribu.

Vesontio: Besancon.

Vitis: Vara de mando de los centuriones.

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TABLACRONOLÓGICA

Cronologíaromana

Cronologíaactual

Edadde

César

Trayectoria deCésar yacontecimientospolíticos

0 753 a. C. Fundación deRoma.

653 100 a. C. Nacimiento deCésar (13 dejulio).

668 85 a. C 15

César recibe latoga virilisFallece su

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padre.669 84 a. C 16

Se casa conCornelia, hija deCinna.

670 83 a. C 17Nacimiento deJulia, hija deCésar.

672 81 a. C 19

Dictadura deSila. Césarescapa graciasal soborno.

681 71 a. C 28

César esnombradotribuno militar.El cabecillagermano de lossuevos,Ariovisto, cruza

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el Rin endirección a laGalia.

684 69 a. C 31

Cornelia, esposade César,fallece. César escuestor enHispania.

688 65 a. C 35 César nombradoedil

690 63 a. C 37

César esnombradopontifexmaximum

691 62 a. C 38 César nombradopretor.César esnombrado

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692 61 a. C 39 gobernador deHispania. Loshelveciosdeciden emigrar.

693 60 a. C 40

César esnombradocónsul. PrimerTiriunvirato conPompeyo yCraso.

694 59 a. C 41

Primerconsulado deCésar (conBíbulo), Julia,hija de César, secasa conPompeyo.César es

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695 58 a. C 42

nombradogobernador de laGaliaNarbonense, laGalia cisalpina eIliria; guerrahelvecia, guerracontra Ariovisto.

696 57 a. C 43Galia: guerracontra losbelgas.

697 56 a. C. 44

Galia: guerracontra lospueblos de lacosta.Prolongación delcargo degobernador de

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698 55 a. C 45César.Primer paso delRin.Primer viaje aBritania.Genocidio delos usipetes

699 54 a. C 46

Segundaexpedición aBritania.Mueren la hija yla madre deCésar.Levantamientosen la Galia.Levantamientosen la Galia.Segundo paso

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700 53 a. C 47 del Rin.Craso fallece enla batalla contralos partos.

701 52 a. C 48

LevantamientodeVercingetorix.Derrota deCésar enGergovia yvictoria enAlesia.

Milón ordena lamuerte deClodio.

702 51 a. C. 49

La Galia quedapacificada.Aparece

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Commentarii debello gallico

703 50 a. C 50

Polémicadiplomáticasobre ladimisión deCésar de sumando militar yelección alconsulado.

704 49 a. C 31César pasa elRubicón: estallala guerra civil.

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AGRADECIMIENTOS

El doctor Eckhard Deschler-Erb, delDepartamento de Prehistoria e Historiade la Antigüedad de la Universidad deBasilea, ha leído el manuscrito con ojosexpertos y me ha ayudado, además,mediante numerosas charlas,documentos y consejos respecto a labibliografía. También Otto Lukas Hánzi,especialista en Historia de laArquitectura y recreador de escenarioshistóricos, ha sometido el manuscrito aun examen crítico, dándole el vistobueno. Annemarie Cueni, Inés Bouillard,

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Sergio Cavero, Martin Hennig y MarcSchneider han evaluado lainteligibilidad del material histórico enel desarrollo de esta obra a través delecturas previas. El doctor MarcusJunkelmann, del castillo de Ratzenhofen,me ha prestado material muy valioso desu archivo privado y me ha asesorado encuestiones puntuales de la miliciaromana. También Michael Simkins, deNottingham, estuvo siempre a mi lado yme prestó su ayuda para los detalles mássutiles. Museos y expertos de mi país ydel extranjero me apoyaron en laresolución de diversas cuestiones.Asimismo, quisiera dar las gracias a

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Ulrich Genzler, de Heyne Verlag, y a milectora, Tina Schreck, por sucontribución a la hora de sintetizar ymejorar la extensa obra con olfatocertero. Finalmente, mi agradecimientoespecial a mi hijo Clovis, que me animóa escribir esta novela y ha sido mi lectordiario durante todos estos años.

Puede encontrarse másdocumentación histórica y gráfica de lanovela en:

http://www.cueni.ch

Binningen, junio de 1998

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CLAUDE CUENI (Basilea, 13 de enerode 1956), escribió su primera novela en1980, y desde entonces, ha publicadomás de 40, de géneros que van desde elpolicíaco al de ficción histórica,pasando por el fantástico, que se hantraducido a multitud de idiomas. Haescrito novelas radiofónicas y obras

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para teatro. Con sus puestas en escena,se han rodado más de 50 películas,incluidas algunas de sus novelas. Hasido intendente para telefilms en laSuiza Alemana. Es también conocidopor haber fundado una empresa desoftware (Black Péncil).