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3. sueños de dioses y monstrous

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Esta es una traducción de fans para fans y en ningún momento intenta de-meritar el trabajo original de la autora ni la editorial, por el contrario, intenta exaltar el excelente trabajo de Laini, su traductora al español y su equipo puesto que no podíamos aguantar más tiempo para leer la tercera parte de la trilogía en nuestro idioma. Como no poseemos ningún tipo de copyright de este texto, ex-hortamos a nuestros lectores a conseguir el libro original si les gustó este docu-mento, pues pensamos que nunca está de más tener tesoros como este en la bi-blioteca.

Con todo el cariño del mundo, las damas y caballeros siguientes se placen

en presentar humildemente su traducción fan de Sueños de Dioses y Monstruos:

Moderadora: AleHerrera Traductoras:

Sol Méndez Karine Demon Karina Paredes Lety Moon Marhana Rod Gon Mell Kiryu Kimi Nicole Vane B. Itzel Álvares – Hada Rabiosa

Laia Gaitán Carolinne Santorinni Ángeles Vásquez Meli Montiel AnnaMarAl Ale Herrera Brenda Arellano Nathalia Tabares Bárbara Agüero Revisoras:

Ale Herrera Akiva Seraph Itzel Álvares – Hada Rabiosa Brenda Arellano Laia Gaitán Vane B.

Arlenys Medina Bárbara Agüero Lety Moon Mell Kiryu Nathalia Tabares Verónica Martin Imágenes & Diseño:

Itzel Álvares – Hada Rabiosa Nathalia Tabares Ángel Retamoso Brenda Arellano Ale Herrera Kimi Nicole

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Para Jim, por el medio feliz.

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Érase una vez,

Un ángel y un demonio que presionaron sus manos sobre sus corazones

Y comenzaron el apocalipsis.

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1

HELADO PARA LAS PESADILLAS

Nervios vibrando y sangre que grita, salvaje y revolviéndose y persiguiendo y devorando y terrible y terrible y terrible...

—Eliza. ¡Eliza! Una voz. Luz brillante, y Eliza se despertó. Así es como se sentía: como caer y aterrizar con fuerza. —Ha sido un sueño —se oyó decir a sí misma—. Sólo ha sido un sueño. Estoy bien. ¿Cuántas veces había dicho esas palabras en su vida? Más de las que podía contar. Pero ésta era la primera

vez que se las había dicho a un hombre que había irrumpido heroicamente en su habitación, con un martillo en la mano, para salvarla de ser asesinada.

—Estabas... estabas gritando —dijo su compañero de piso, Gabriel, lanzando miradas a los rincones y sin

encontrar ningún rastro de asesinos. Tenía el pelo revuelto por el sueño y estaba maníacamente alerta, agarrando el martillo en alto y preparado—. Quiero decir... gritando, gritando de verdad.

—Lo sé —dijo Eliza con la garganta en carne viva—. Hago eso a veces —se sentó derecha en la cama. El la-

tido de su corazón era como el disparo de un cañón —condenatorio y profundo y reverberando por todo su cuer-po, y aunque tenía la boca seca y respiraba de manera superficial, intentó sonar despreocupada—. Siento haberte despertado.

Parpadeando, Gabriel bajó el martillo. —Eso no es a lo que me refería, Eliza. Nunca he oído a nadie sonar así en la vida real. Era un grito de pelícu-

la de terror. Parecía un poco impresionado. Vete, quería decir Eliza. Por favor. Le empezaron a temblar las manos. Pron-

to no sería capaz de controlarlo, y no quería un testigo. La bajada de adrenalina podía ser bastante mala después del sueño.

—Te prometo que estoy bien. ¿Vale? Yo sólo... Maldición. Temblores. La subida de la presión, el ardor detrás de los párpados, y todo fuera de su control. Maldición, maldición, maldición.

Traducción: Dominio Publico Corrección: Sol Mendez

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Se dobló y escondió la cara en la colcha mientras los sollozos brotaban y la dominaban. Tan malo como ha-

bía sido el sueño —y había sido malo— las secuelas eran peores, porque estaba consciente pero seguía estando indefensa. El terror —el terror, el terror— permanecía, y había algo más. Llegaba con el sueño, cada vez, y no se desvanecía con él sino que se quedaba como algo que hubiera traído la marea. Algo horrible —un cadáver de nivel leviatán abandonado para que se pudra en la costa de su mente. Era el remordimiento. Pero Dios, ésa era una pa-labra demasiado ordinaria para aquello. Este sentimiento que le dejaba el sueño, eran cuchillos de pánico y terror descansando justo en lo alto de una herida supurante, roja y sustanciosa de culpa.

¿Culpa por qué? Eso era lo peor. Era... Dios santo, era innombrable, y era inmenso. Demasiado inmenso.

Nada peor se había hecho jamás, en todo el tiempo, y todo el espacio, y la culpa era de ella. Era imposible, y fuera del sueño Eliza podía descartarla como ridícula.

Ella no había hecho, ni nunca haría... eso. Pero cuando el sueño la enredaba, nada de eso importaba —ni la razón, ni el sentido, ni siquiera las leyes

de la física. El terror y la culpa lo ahogaban todo. Apestaba. Cuando los sollozos por fin se sosegaron y alzó la cabeza, Gabriel estaba sentado en el borde de la cama,

con aspecto compasivo y alarmado. Ahí estaba esa descarada urbanidad de Gabriel Edinger que sugería una posibi-lidad más que justa de pajaritas en su futuro. Tal vez incluso un monóculo. Era neurocientífico, probablemente la persona más inteligente que Eliza conocía, y una de las más amables. Los dos eran compañeros de investigación en el Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian —el MNHN— y había sido amistoso pero no amigos duran-te el último año, hasta que la novia de Gabriel se mudó a Nueva York para su posdoctorado y el necesitó un com-pañero de piso para cubrir el alquiler. Eliza había sabido que era un riesgo, cruzar horas privadas con horas de tra-bajo, por esta razón exacta. Ésta.

Los gritos. Los sollozos. No le haría falta escarbar mucho a una parte interesada para determinar las... profundidades de anormali-

dad... sobre las que había construido esta vida. Como poner tablas sobre arenas movedizas, parecía a veces. Pero el sueño no la había molestado durante un tiempo, así que había cedido a la tentación de fingir que era normal, con nada excepto las preocupaciones normales de cualquier estudiante de doctorado de veinticuatro años con un presupuesto pequeño. La disertación de la presión, un compañero de laboratorio malvado, propuestas para becas, el alquiler.

Monstruos. —Lo siento —le dijo a Gabriel—. Creo que ya estoy bien. —Bien. —Tras una pausa incómoda, preguntó animado—, ¿Una taza de té? Té. Eso era un bonito destello de normalidad.

—Sí —dijo Eliza—. Por favor.

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Y cuando él salió sin prisa para poner la tetera, ella se compuso. Se puso su bata, se lavó la cara, se sonó la

nariz, se contempló en el espejo. Tenía la cara hinchada y los ojos inyectados en sangre. Genial. Normalmente te-nía unos ojos bonitos. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos de extraños. Eran grandes y con pestañas largas y eran brillantes —al menos cuando el blanco no estaba rosa de llorar— y eran varios de marrón más claro que su piel, lo que los hacía parecer que resplandecían. Ahora mismo, la dejó helada notar que parecían un poco... locos.

—No estás loca —le dijo a su reflejo, y la declaración tenía el timbre de una afirmación pronunciada a me-

nudo —una confirmación necesitada, y habitualmente dada. No estás loca, y no vas a estarlo. En el fondo corría otro pensamiento, más desesperado. A mí no me ocurrirá. Soy más fuerte que los otros. Normalmente era capaz de creérselo. Cuando Eliza se unió a Gabriel en la cocina, el reloj del horno marcaba las cuatro de la madrugada. El té es-

taba en la mesa, junto con un cartón de helado, abierto, con una cuchara sobresaliendo. Él le hizo un gesto. —Helado para las pesadillas. Una tradición familiar. —¿En serio? —Sí, de verdad. Eliza intentó, durante un momento, imaginar el helado como una respuesta de su propia familia al sueño,

pero no pudo. El contraste era demasiado duro. Alcanzó el cartón. —Gracias —dijo. Se comió un par de bocados en silencio, tomó un sorbo de té, todo mientras se preparaba

para las preguntas que llegarían, como seguro que harían. ¿Con qué sueñas, Eliza? ¿Cómo se supone que voy a ayudarte si no hablas conmigo, Eliza? ¿Qué te pasa, Eliza? Lo había oído todo antes. —Estabas soñando con Morgan Toth, ¿verdad? —preguntó Gabriel—. ¿Con Morgan Toth y sus suaves la-

bios? De acuerdo, eso no lo había oído. A pesar de sí misma, Eliza se rió. Morgan Toth era su archienemigo, y sus

labios eran un buen tema para una pesadilla, pero no, eso ni siquiera se acercaba. —La verdad es que no quiero hablar de ello —dijo. —¿Hablar de qué? —preguntó Gabriel, todo inocencia—. ¿Qué es este "ello" de lo que hablas? —Que lindo. Pero lo digo en serio. Lo siento.

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—Está bien. Otro bocado de helado, otro silencio interrumpido por otra no—pregunta. —Yo tenía pesadillas de niño —ofreció Gabriel—. Durante un año. Muy intensas. Oír a mis padres contarlo,

la vida como la conocíamos prácticamente se suspendía. Me daba miedo dormirme, y tenía todos estos rituales y supersticiones. Incluso intenté hacer ofrendas. Mis juguetes favoritos, comida. Supuestamente me oyeron ofrecer a mi hermano mayor en mi lugar. No recuerdo eso, pero él jura que fue así.

—¿Ofrecerle a quién? —preguntó Eliza. —A ellos. Los que salían en el sueño. Ellos. Una chispa de reconocimiento, esperanza. Esperanza idiota. Eliza también tenía un "ellos". Racionalmente

sabía que eran una creación de su mente y que no existían en ningún otro lugar, pero en las secuelas del sueño, no siempre era posible permanecer racional.

—¿Qué eran? —preguntó, antes de que considerara lo que estaba haciendo. Si no iba a hablar de su sueño, no debería estar entrometiéndose en el de él. Era una regla para guardar secretos en la que estaba bien versada: No preguntes, y no te preguntarán.

—Monstruos —dijo él, encogiéndose de hombros, y así, Eliza perdió el interés —no a la mención de mons-

truos, sino a su tono de por supuesto. Cualquiera que podía decir monstruos de esa despreocupada manera, defini-tivamente nunca había conocidos a los suyos.

—¿Sabes?, ser perseguido es uno de los sueños más comunes —dijo Gabriel, y siguió hablándole de ello, y

Eliza siguió sorbiendo té y tomando el ocasional bocado de helado para las pesadillas, y asentía en los momentos correctos, pero en realidad no estaba escuchando. Había investigado minuciosamente sobre análisis del sueño hacía mucho tiempo. No había ayudado antes, ni ayudaba ahora, y cuando Gabriel lo resumió con "son una mani-festación de los temores que tenemos despiertos", y "todo el mundo los tiene", su tono era apaciguador y pedan-te, como si acabara de resolverle el problema.

Eliza quiso decirle, Y supongo que a todo el mundo le ponen un marcapasos a los siete años porque "las

manifestaciones de los temores que tienen cuando están despiertos" no dejan de producirles arritmia cardíaca. Pero no lo dijo, porque era el tipo exacto de trivialidad recordable que se menciona en fiestas de cóctel.

¿Sabías que a Eliza Jones le pusieron un marcapasos cuando tenía siete años porque sus pesadillas le produ-

cían arritmia cardíaca? ¿En serio? Qué locura. —¿Y qué te paso? —le preguntó—. ¿Qué les paso a tus monstruos? —Oh, se llevaron a mi hermano y me dejaron en paz. Tengo que sacrificar una cabra para ellos todos los

Michaelmas, pero es un pequeño precio por una buena noche de sueño.

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Eliza se rió. —¿De dónde sacas las cabras? —preguntó, siguiéndoles la corriente. —De una pequeña granja en Maryland. Cabras certificadas para el sacrificio. Corderos también, si lo prefie-

res. —¿Quién no? ¿Y qué demonios es Michaelmas? —No lo sé. Me lo he inventado. Y Eliza experimentó un momento de gratitud, porque Gabriel no se había entrometido, y el helado y el té e

incluso su irritación con su parloteo de erudito habían ayudado a aliviar las secuelas. Se estaba riendo de verdad, y eso era algo.

Y entonces su teléfono vibró en la superficie de la mesa. ¿Quién la llamaba a las cuatro de la madrugada? Lo alcanzó... ... y cuando vio el número en la pantalla, lo soltó —o posiblemente lo lanzó. Con un crack golpeó un arma-

rio y rebotó en el suelo. Durante un segundo tuvo la esperanza de que lo había roto. Se quedó ahí, en silencio. Muerto. Y entonces —bzzzzzzzzzzzz— ya no estaba muerto.

¿Cuándo se había sentido mal por no romper su teléfono? Era el número. Sólo dígitos. Sin nombre. No aparecía ningún nombre porque Eliza no había guardado ese

número en su teléfono. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había memorizado hasta que lo vio, y fue como si hubiera estado ahí todo el tiempo, cada momento de su vida desde... desde que había escapado. Estaba todo ahí, estaba todo justo ahí. El puñetazo en el estómago fue inmediato y visceral y nada disminuido por los años.

—¿Todo bien? —le preguntó Gabriel, inclinándose para recoger el teléfono. Casi le dijo ¡No lo toques! pero sabía que esto era irracional, y se detuvo a tiempo. En vez de eso, simple-

mente no lo cogió cuando él se lo tendió, así que tuvo que dejarlo en la mesa, aún vibrando. Se quedó mirándolo. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Cómo? Se había cambiado el nombre. Había desapa-

recido. ¿Habían sabido siempre dónde estaba, habían estado vigilándola todo este tiempo? La idea la horrorizó. Que los años de libertad pudieran haber sido una ilusión...

El zumbido se detuvo. La llamada entró en el buzón de voz, y el latido de Eliza volvía a ser como disparos de

cañón: explosión tras explosión estremeciéndola. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Uno de sus "tíos"? ¿Su madre? Quién fuera, Eliza sólo tuvo un momento para preguntarse si habrían dejado un mensaje —y si ella se atre-

vería a escucharlo si lo hicieron— antes de que el teléfono emitiera otro zumbido. No un mensaje de voz. Un men-saje de texto.

Decía: Enciende la televisión.

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¿Enciende la...? Eliza levantó la mirada del teléfono, profundamente inquieta. ¿Por qué? ¿Qué querían que viera en televi-

sión? Ni siquiera tenía televisión. Gabriel la miraba atentamente, y sus ojos se encontraron en el instante en que oyeron el primer grito. Eliza casi saltó de su piel, levantándose de la silla. De algún lugar en el exterior llegó un lar-go e ininteligible chillido. ¿O era dentro? Era alto. Estaba en el edificio. Espera. Esa era otra persona. ¿Qué demo-nios estaba pasando? La gente estaba gritando de... ¿conmoción? ¿Alegría? ¿Terror? Y entonces el teléfono de Gabriel también empezó a vibrar, y el de Eliza recibió una repentina cadena de mensajes —bzzz bzzz bzzz bzzz bzzz. De amigos esta vez, incluyendo a Taj en Londres, y Catherine, que estaba haciendo trabajo de campo en Sudáfrica. Variaban las palabras, pero todos eran una versión de la misma inquietante orden: Enciende la televisión.

¿Estás viendo esto? Despierta. Televisión. Ahora. Hasta el último. El que hizo que Eliza quisiera enroscarse en posición fetal y dejar de existir. Vuelve a casa, decía. Te perdonamos.

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2

LA LLEGADA

Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo sobre Uzbekistán, y fueron vistos por primera vez desde la vieja ciudad de Silk Road de Samarcanda, dónde un equipo de noticias salió corriendo para emitir imáge-nes de los...

Visitantes. Los ángeles. En perfectos rangos de falanges, se contaban fácilmente. Veinte grupos de cincuenta: mil. Mil ángeles. Gi-

raron hacia el oeste, lo suficientemente cerca de la tierra que la gente que estaba en los tejados y los caminos po-día percibir la ondeante seda blanca de sus estandartes y oír la emoción y el trémolo de las arpas.

Arpas. Las imágenes se difundieron por todas partes. Alrededor del mundo, se sustituyeron programas de radio y

televisión; los presentadores de noticias corrieron hasta sus escritorios, sin aliento y sin guiones. Emoción, terror. Ojos redondos como monedas, voces altas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego se interrumpieron en un gran silencio global mientras las antenas se saturaban y dejaban de funcionar. La mitad del planeta que dormía se despertó. Las conexiones de internet fallaban. Las personas se buscaban. Las calles se llenaban. Las voces se unían y competían, escalaban y llegaban a la cresta. Hubo disputas. Canciones. Disturbios.

Muertes. También hubo nacimientos. Un comentarista de radio apodó a los bebés nacidos durante la Llegada "que-

rubines", y también fue el responsable del rumor de que todos tenían marcas de nacimiento con forma de pluma en algún lugar de sus diminutos cuerpos. No era cierto, pero los niños serían observados atentamente por cual-quier indicio de beatitud o poderes mágicos.

En este día de la historia —el nueve de agosto— el tiempo se partió abruptamente en "antes" y "después",

y nadie olvidaría jamás dónde estaba cuando "eso" empezó.

*** Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro, e imbécil, durmió durante todo el asunto, pero más tarde ase-

guraría que se había desmayado leyendo a Nietzsche —en lo que más tarde determinó que fue el preciso momen-to de la Llegada— y sufrió una visión del fin del mundo. Fue el principio de una grandiosa pero muy poco brillante estratagema que se perdió pronto en un decepcionante final cuando descubrió cuanto trabajo había que invertir en fundar un culto.

Traducción: Dominio Publico

Corrección: Sol Mendez

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*** Zuzana Nováková y Mikolas Vavra estaban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik

acababa de regatear por un antiguo anillo de plata —tal vez antiguo, tal vez de plata, definitivamente un anillo— cuando el repentino alboroto los alertó; se lo metió en el bolsillo, dónde permanecería, en secreto, durante algún tiempo.

En una cocina del pueblo, se apiñaron detrás de los lugareños y vieron la cobertura de las noticias en árabe. Aunque no podían entender ni los comentarios ni las exclamaciones jadeantes a su alrededor, sólo tenían el con-texto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Eso no hacía menos impactante ver el cielo lleno de ellos.

¡Demasiados! Fue idea de Zuzana "liberar" la furgoneta parada en frente de un restaurante de turistas. El tejido de reali-

dad cotidiano había cedido ya tanto que el robo eventual de un vehículo parecía ser algo de esperar. Era sencillo: sabía que Karou no tenía acceso a las noticias del mundo; tenía que advertirla. Habría robado un helicóptero si hubiera tenido que hacerlo.

*** Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, socia de Brimstone durante mucho tiempo y abuela

sustituta de su protegida humana, estaba paseando a sus mastines cerca de su casa en Antwerp cuando las cam-panas de Nuestra Señora comenzaron a repicar fuera de plazo. No era la hora, y aunque lo hubiera sido, el es-truendo sin melodía era agitado, prácticamente histérico. Esther, que no tenía un hueso agitado o histérico en to-do su cuerpo, había estado esperando que algo ocurriera desde que una huella de mano negra había sido quema-da en una puerta en Bruselas y la abrasara eliminando su existencia. Concluyendo que esto era ese algo, volvió rápidamente a su casa, sus perros enormes como leonesas, siguiéndola a los lados.

*** Eliza Jones vio los primeros minutos en una conexión en directo en el portátil de su compañero de piso, pe-

ro cuando su servidor colapsó, se vistieron apresuradamente, saltaron al coche de Gabriel, y condujeron hasta el museo. Aunque era temprano, no fueron los primeros en llegar, no dejaban de llegar más colegas tras ellos para apiñarse en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano.

Estaban estupefactos y aturdidos con incredulidad, y con una no pequeña cantidad de afrenta racional de

que tal evento se atreviera a desarrollarse en el cielo del mundo natural. Era un fraude, por supuesto. Si los ánge-les fueran reales —lo que era ridículo— ¿no se parecerían un poco menos a las imágenes de los libros de texto de las escuelas dominicales?

Era demasiado perfecto. Tenía que ser un montaje.

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—Denme un respiro con las arpas —dijo un paleo biólogo—. Qué exageración. Pero esta certeza exteriorizada estaba socavada por una verdadera tensión, porque ninguno de ellos era

estúpido, y había agujeros evidentes en la teoría del fraude que se hicieron más evidentes cuando helicópteros de noticias se atrevieron a acercarse a la hueste aérea, y el metraje emitido fue más claro y menos equívoco.

Nadie quería admitirlo, pero parecía... real. Sus alas, por ejemplo. Medían fácilmente tres metros de envergadura, y cada pluma era una llama de fue-

go. Su suave ascenso y descenso, la indescriptible gracia y poder de su vuelo —estaba más allá de cualquier tecno-logía comprensible.

—Podría ser la emisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría ser todo CG. La guerra de los mundos del

siglo veintiuno. Hubo algunos murmullos, pero nadie pareció tragárselo. Eliza se quedó en silencio, mirando. Su propio terror era de una variedad diferente al de ellos, y estaba...

mucho más avanzado. Debería estarlo. Había estado creciendo toda su vida. Ángeles. Ángeles. Después del incidente en el puente de Carlos en Praga algunos meses antes, había sido capaz de

mantener un poco de escepticismo al menos, sólo lo suficiente para evitarle caer. Entonces podría haber sido fal-so: tres ángeles, visto y no visto, sin dejar pruebas. Ahora parecía que el mundo había estado esperando con el aliento contenido una demostración que estuviera más allá de toda posibilidad de duda. Y ella también. Y ahora la tenían.

Pensó en su teléfono, dejado intencionadamente en su apartamento, y se preguntó qué nuevos mensajes

almacenaría su pantalla para ella. Y pensó en el extraordinario poder oscuro del que había huido por la noche, en el sueño.

El estómago se le tensó como un puño mientras sentía, bajo sus pies, el movimiento de las tablas que había

puesto sobre las arenas movedizas de aquella otra vida. ¿Había pensado que podía escapar? Estaba ahí, siempre había estado ahí, y esta vida que había construido encima parecía tan fuerte como un barrio de casuchas en la fal-da de un volcán.

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LLEGADA + 3 HORAS

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3

ELECCION DE HABILIDADES PARA LA VIDA

—¡Ángeles! ¡Ángeles! ¡Ángeles! Fue lo que Zuzana gritó, saltando de la camioneta mientras esta coleaba al estacionarse y parar en la sucia

ladera. El “Castillo de los Monstruos” se alzaba frente a ella: este lugar en el desierto marroquí donde un ejército rebelde de otro mundo se escondía para resucitar a sus muertos. Esta fortaleza de lodo con sus serpientes y hedo-res, sus grandes soldados bestias, su fosa de cadáveres. Esta ruina de la que ella y Mik habían escapado en la no-che muerta. Invisibles. Ante la insistencia de Karou.

La muy asustada y persuasiva insistencia de Karou. Porque... sus vidas estaban en peligro. Y aquí estaban de regreso, ¿haciendo sonar el claxon y gritando? No eran exactamente acciones de instinto

de supervivencia. Karou apareció, sobrevolando la kasbah a su manera: sin alas, grácil como una bailarina con gravedad cero.

Zuzana estaba moviéndose, saltando montaña arriba mientras su amiga descendía para interceptarla. —Ángeles —exhaló Zuzana, exaltada con la noticia—. Santo dios, Karou. En el cielo. Cientos. Cientos. El

mundo. Está. Como loco— Las palabras brotaron, pero mientras se escuchaba a sí misma, Zuzana estaba viendo a su amiga. Viéndola, y retrocediendo.

¿Qué demonios...? Cerro la puerta del carro, pies corriendo, y Mik estaba a su lado, viendo a Karou, también. No habló. Nadie

lo hizo. El silencio se sintió como una burbuja de diálogo vacía: ocupaba espacio, pero no había palabras. Karou... La mitad de su cara estaba hinchada y morada, con raspones en carne viva y llena de costras. Su la-

bio estaba roto e hinchado, el lóbulo de su oreja mutilado, cosido. En cuanto al resto de ella, Zuzana no podría decirlo. Sus mangas estaban completamente bajadas sobrepasando sus manos, apretadas en sus puños de manera rara e infantil. Se sostenía a sí misma con ternura.

Había sido brutalmente agredida. Eso estaba claro. Y sólo podía haber un culpable. El lobo Blanco. Ese hijo de perra. La furia se ardió en Zuzana. Y entonces lo vio. Descendía por la ladera de la colina hacia ellos, una de todas las quimeras alertadas por

su salvaje llegada, y las manos de Zuzana se apretaron en puños. Empezó a avanzar, preparada para plantarse en-tre Thiago y Karou, pero Mik la tomó del brazo.

Traducción: Sol Mendez

Corrección: Akiva Seraph

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—¿Qué estás haciendo? —siseó jalándola de vuelta a él—. ¿Estás loca? No tienes un aguijón de escorpión

como un verdadero neek-neek. Neek-neek—su sobrenombre quimérico, cortesía del soldado Virko. Era una raza de escorpión musaraña en

Eretz que no le temía a nada, y por más que Zuzana odiara admitirlo, Mik tenía razón. Ella era más musaraña que escorpión, medio-neek cuando mucho, y ni de cerca tan peligrosa como quería serlo.

Y voy a hacer algo respecto a eso, decidió en ese momento y lugar. Um. Inmediatamente después, si es que

no morimos aquí. Porque... demonios. Esas eran un montón de quimeras, cuando las veías a todas juntas de esa manera, descendiendo por las faldas de una colina. El valor neek-neek de Zuzana se escondía en su pecho. Estaba agradecida de que el brazo de Mik la rodeara—no es que tuviera la ilusión de que su dulce virtuoso del violín pu-diera protegerla mejor de lo que ella se protegía a sí misma.

—Me estoy empezando a cuestionar nuestra elección de habilidades—le susurró. —Lo sé. ¿Por qué no somos samuráis? —Hay que ser Samurais —dijo ella. —Está bien —dijo Karou, y entonces el Lobo llegó a ellos, flanqueado de cerca por su séquito de lugarte-

nientes. Zuzana lo miró a los ojos e intentó parecer desafiante. Vio costras de rasguños en sus mejillas y su furia se reavivó. Prueba, como si hubiera habido duda de quién fue el atacante de Karou.

Espera. Acaso Karou acaba de decir “¿Está bien?”. ¿Cómo podía esto estar bien? Pero Zuzana no tuvo tiempo de ahondar en el asunto. Estaba demasiado ocupada jadeando. Porque detrás

de Karou, tomando forma del aire y llenándolo con todo el esplendor que recordaba, estaba... ¿Akiva? ¿Bueno, qué estaba haciendo él aquí?

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Otro serafín apareció a su lado. La que se veía realmente enfurecida en el puente de Praga. Se veía realmente en-furecida ahora, también, de manera concentrada y en modo acércate sólo un poco más y te mataré. Su mano es-taba en la empuñadura de su espada, su mirada fija en la aglomeración de quimeras.

Akiva, sin embargo, sólo miraba a Karou, quien... no parecía sorprendida de verlo. Ninguno de los todos lo parecía. Zuzana trató de entender la escena. ¿Por qué no estaban atacándose los

unos a los otros? Creía que eso era lo que hacían las quimeras y los serafines—especialmente ésta quimera y éste serafín.

¿Que había pasado en el castillo de los monstruos mientras ella y Mik no estaban? Cada soldado quimérico estaba presente ahora, y a pesar de que la sorpresa estaba ausente, la hostilidad

no lo estaba. El parpadeo inexistente, la concentración de malicia en algunas de esas miradas bestiales. Zuzana se había sentado en el piso riendo con estos mismos soldados; había hecho bailar marionetas de huesos de pollo para ellos, les había bromeado y había sido bromeada de vuelta. Le agradaban. Bueno, algunos. Pero ahora, eran terro-ríficos sin excepción, y se veían listos para desgarrar a los ángeles de extremidad a extremidad. Sus ojos se posa-ban en Thiago y después no, mientras esperaban por la orden de matar que sabían que tenía que llegar.

No llegó. Percatándose de que había estado conteniendo el aliento, Zuzana lo soltó, y su cuerpo entero se relajó len-

tamente de su respingo. Vislumbró a Issa en la multitud y le alzó la ceja en clara pregunta de qué demonios a la mujer serpiente. La mirada de respuesta de Issa fue menos clara. Detrás de una breve sonrisa de intranquila tran-quilidad, se veía tensa y muy alerta.

¿Qué está pasando? Karou dijo algo suave y triste a Akiva—en lenguaje quimérico, por supuesto, maldición. ¿Qué dijo? Akiva le

respondió, también en quimérico, antes de voltearse para dirigir sus próximas palabras al Lobo Blanco. Tal vez era porque ella no podía entender su idioma, por lo que estaba mirando sus rostros en busca de pis-

tas, y tal vez era porque ya los había visto juntos antes, y sabía el efecto que tenían en el otro, pero Zuzana enten-dió todo esto: de alguna manera, en esta multitud de soldados bestia, con Thiago al frente y al centro, el momento les pertenecía a Karou y a Akiva.

Los dos estaban imperturbables, con el rostro pétreo y separados por tres metros, en este momento ni si-

quiera se estaban mirando, pero Zuzana tenía la impresión de que eran un par de magnetos pretendiendo no ser-lo.

Lo cual, ustedes saben, sólo funciona hasta que deja de hacerlo.

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4

UN PRINCIPIO

Dos mundos, dos vidas. Ya no más. Karou había hecho su elección. —Soy una quimera —le había dicho a Akiva. ¿Sólo habían pasado unas ho-

ras desde de que él y su hermana habían "escapado" de la kasbah para volar y quemar el portal de Samarkanda? Habían tenido que regresar a quemar este portal también y de esa manera sellar el paso de la Tierra hacia Eretz para siempre. ¿Le había preguntado qué mundo iba a elegir? Como si hubiera tenido elección—. Mi vida está allí —había dicho ella.

Pero no era así. Rodeada por las criaturas que había creado ella misma y quienes, casi sin excepción, la

despreciaban por ser la amante de un ángel, Karou sabía que no era vida lo que le esperaba en Eretz, sino deber y miseria, hambre y agotamiento. Miedo. Enajenación. Muerte, no era improbable.

Dolor, sin duda.

¿Y ahora? —Podemos luchar juntos —dijo Akiva—. Yo también tengo un ejército. Karou se quedó inmóvil, sin respirar apenas. Akiva había llegado muy tarde. Un ejército de serafines ya ha-

bía cruzado el portal—los Dominantes despiadados de Jael, la legión de élite del Imperio—por lo que esto fue una oferta inimaginable que Akiva hizo a su enemigo, ante el asombro de todos, incluída su propia hermana. ¿Luchar juntos? Karou vio cómo Liraz le lanzaba una mirada de incredulidad a su hermano. Hacia juego con su propia reac-ción, porque una cosa era segura: la oferta de Akiva era inimaginable, pero Thiago aceptándola era insondable.

El Lobo Blanco moriría mil veces antes de hacer un trato con los ángeles. Él destruiría el mundo a su alrede-

dor. Vería el final de todo. Sería el fin de todo antes de que considerara una oferta como esa. Karou estaba tan asombrada como los demás—solo que por un motivo diferente—cuando Thiago… asintió. Un siseo de sorpresa salió de Nisk o Lisseth, sus lugartenientes Najas. Aparte de algunos guijarros vertidos

cuesta abajo por el azote de una cola, ese era el único sonido proveniente de sus soldados. En los oídos de Karou, su sangre latía con fuerza. ¿Qué estaba haciendo? Ella esperaba que él lo supiera, porque ella realmente no tenía idea.

Echó una mirada de reojo a Akiva. No mostraba pena o disgusto, consternación o el amor que había mos-

trado en su rostro la noche anterior se puso en evidencia ahora; su máscara estaba en su lugar, tal como lo estaba la de ella. Toda su confusión tenía que permanecer oculta, y ahí había bastante que esconder.

Akiva había vuelto. ¿Acaso nadie escapaba de esta condenada kasbah? Era valiente; él siempre lo había si-

do y también imprudente. Pero no era solo él mismo a quien ponía en peligro. Sino a todo lo que ella había estado tratando de lograr. La posición en la que estaba poniendo al Lobo: ¿proponerle todavía otra plausible excusa para que no lo matara?

Traducción: Karine Demon Corrección: Akiva Seraph

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Y luego estaba su propia posición. Tal vez eso era lo que la ponía más nerviosa. Y aquí estaba Akiva, el enemigo del cual se había enamorado dos veces, en dos vidas distintas, con un po-

der que sevsentía como el designio del universo y quizá lo era, y no importaba. Se permaneció al lado de Thiago. Este era el lugar que había hecho para sí misma, por el bien de su pueblo: al lado de Thiago.

Por otra parte—aunque Akiva no supiera esto—este era el Thiago que había hecho para ella: uno con el que

pudiera estar. El Lobo Blanco era... no era el mismo en estos días. Había sellado una mejor alma en el cuerpo que despreciaba—oh, Ziri—ella le rezó a todos los dioses en el infinito de los dos mundos para que nadie lo averiguara. Era un secreto desgarrador, y sentía en todo momento una granada en sus manos. Sus latidos entraban y salían de su ritmo. Sus palmas estaban frías y sudorosas.

La farsa era masiva, y frágil, y cayó fuertemente, con mucho, jalando a Ziri para llevarla a cabo. ¿Engañar a

todos estos soldados? La mayoría había servido durante décadas al general, algunos pocos durante siglos, a través de múltiples reencarnaciones, y conocían cada uno de sus gestos, cada inflexión. Ziri tenía que ser el lobo, en com-portamiento, cadencia y escalofriante, brutalidad contenida—ser él, pero, paradójicamente, un mejor él, uno que pudiera guiar a su pueblo hacia la supervivencia en lugar de una venganza sin salida.

Eso sólo podía ocurrir gradualmente. El Lobo Blanco simplemente no se despertaba una mañana, bostezaba

se estiraba y decidía aliarse con su enemigo mortal. Pero eso era exactamente lo que Ziri estaba haciendo en ese momento. —Jael debe ser detenido —declaró como si esto fuera un hecho—. Si tiene éxito en la adquisición de armas

humanas y su apoyo, no habrá esperanza alguna para ninguno de nosotros. En esto al menos, tenemos una causa en común—mantuvo su voz baja, trasmitiendo absoluta autoridad y no la preocupación de cómo sería recibida su decisión. Era la manera del Lobo, y la suplantación de Ziri fue impecable. —¿Cuántos son?—

—Miles— contestó Akiva. —En este mundo. Habrá sin duda, una fuerte presencia militar en el otro lado del

portal. —¿Este portal?— preguntó Thiago con un movimiento de la cabeza hacia las montañas del Atlas. —Entraron por el otro,— dijo Akiva. —Pero este podría estar comprometido también. Ellos tienen los me-

dios para descubrirlo.

No miró a Karou cuando dijo esto, pero sintió un destello de culpa. Gracias a ella, la abominación de Razgut era un agente libre, y él fácilmente podría haberles mostrado este portal, como se lo había enseñado a ella. La quimera podría quedar atrapada aquí, separada de su propio mundo y sus enemigos los serafines se acercaban a ellos desde ambos lados. Este refugio al que les había llevado podría llegar a ser fácilmente su tumba.

Thiago lo tomó con calma. –Bueno, Vamos a ver. Miró a sus soldados, ellos le regresaron la mirada, cautelosos, analizando todos sus movimientos. ¿Qué es-

tará pensando? estarían preguntando, porque simplemente no podría ser lo que parecía. Pronto pediría la muerte de los ángeles. Todo esto parecía parte de alguna estrategia. Seguramente.

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—Oora, Sarsagon,— les ordenó, —Elijan equipos para velocidad y sigilo. Quiero saber si los dominantes es-

tán tras nuestras puertas. Si los hay, mantenerlos fuera. Sostengan el portal. Que ningún ángel quede con vida. — Una sonrisa lobuna manifestó el beneplácito ante la idea de los ángeles muertos, y Karou vio algo de la descon-fianza en los rostros de los soldados. Esto tenía sentido para ellos, todo lo demás no: el Lobo, disfrutando la posibi-lidad de sangre angelical. —Enviar a un mensajero, una vez que estén seguros. Vayan —, dijo; Oora y Sarsagon recogieron sus equipos con gestos rápidos y decisivos mientras se movían a través de la recolección. Bast, Keita—Eiri, los grifos Vazra y Ashtra, Lilivett, Helget, Emylion.

—Todos los demás, de vuelta al patio. Prepárense para salir si el informe es favorable—. El general se detu-

vo. —Y listo para pelear si no lo es.— Una vez más se las arregló, con no más que la sombra de una sonrisa, para insinuar que preferiría el resultado más sangriento.

Estaba bien hecho, y un poco de esperanza traviesa entro en la ansiedad de Karou. La acción era mejor, las

órdenes dadas y las siguieron. La respuesta fue inmediata e inquebrantable. El anfitrión dio la vuelta y regresó a la colina. Si Ziri podría mantener esta actitud inexpugnable de mando, incluso el más rudo de las tropas confiaría en él para contar con su aprobación.

Excepto, bueno, no todos estaban siendo engañados. Issa estaba moviéndose desafiantemente contra la

marea de soldados que venían colina abajo, y luego estaba el asunto de los lugartenientes de Thiago. A excepción de Sarsagon, que había recibido una orden directa, la comitiva del Lobo se quedó agrupada en torno a él. Ten, Nisk, Lisseth, Rark y Virko. Estas fueron las mismas quimeras que habían conspirado para conseguir que Karou se quedara sola en el hoyo con Thiago—con la excepción de Ten, que había cometido el error de hablar con Issa y ahora era Ten como Thiago es ahora Thiago—y ella los odiaba. No tenía ninguna duda de que hubieran bajado a celebrar con él si se los hubiese pedido y sólo podía estar contenta de que él no lo hubiese creído necesario.

Ahora su persistencia era de mal agüero. No habían seguido las órdenes de Thiago porque se creían exen-

tos de ello. Debido a que esperaban que se les dieran otras órdenes. Y la forma en estaban sobre Akiva y Liraz no dejó ninguna duda de lo que suponían seria.

—Karou,— susurró Zuzana, en el hombro de Karou. —¿Qué diablos está pasando?

¿Qué demonios no estaba pasando? Todas las colisiones que había evitado en los últimos días habían he-

cho un efecto boomerang en torno a Karou chocando contra unos y otros aquí. –Todo—, dijo ella, con los dientes apretados. —Está pasando de todo.

Los monstruos Nisk y Lisseth con las manos medio altas, listas para estallar sus hamsas a Akiva y Liraz, debi-

litarlos y matarlos o tratar. Akiva y Liraz, con sus caras inquebrantables y Ziri en medio. Pobre y dulce Ziri, vestido con la carne de Thiago y tratando de llevar a su salvajismo, también, pero sólo la en cara de él y no en su corazón. Ese era su reto ahora. Era algo más que un desafío. Era su vida, y todo dependía de ello. La rebelión, el futuro—si habría uno por toda la quimera que aún vive, y todas las almas enterradas en la catedral de Brimstone. Este enga-ño era su única esperanza.

Los siguientes diez segundos se sintieron tan densos como el hierro doblando. Issa llegó en el mismo momento que Lisseth habló. —¿Qué órdenes hay señor, para nosotros? Issa abrazó a Mik y a Zuzana, le hecho una mirada de reojo a Karou que brillaba con un significado claro.

Parecía emocionada, Karou la miro. Se miraba reivindicada.

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—Ya he dado mi orden—, dijo Thiago a Lisseth, fríamente. —¿Fui lo suficientemente claro? ¿Reivindicada? ¿Sobre qué? La mente de Karou saltó inmediatamente a la noche anterior. Después de que

ella había despedido a Akiva con una despedida fría que sin duda no sentía, mandándolo lejos por lo que ella había imaginado sería la última vez, Issa le había dicho: —Tu corazón no está mal. No tienes por qué avergonzarte. –

De amar a Akiva, a eso se refería ella. Y ¿cuál había sido la respuesta de Karou? —No importa—. Había in-

tentado creer: que su corazón no importaba, que ella y Akiva no importaban, que había mundos en juego y eso era lo que importaba.

—Señor—, argumentó Nisk, la compañera Naja de Lisseth. —No puede decir que dejara que estos ángeles

vivan Dejar que estos ángeles vivan. Ni siquiera estaba en discusión: la vida de Akiva y de Liraz. Habían vuelto

aquí para advertirles. El verdadero Thiago no habría dudado en destriparlos por su problema. Akiva no sabía que este no era el verdadero Thiago, y que volvería de todas maneras. Por su bien.

Karou lo miro, encontró sus ojos esperando los de ella, y se reunió con ellos con una picara claridad que era

la disolución final de la mentira. Importaba. Ellos eran importantes, y lo que fuera que había hecho que no se mataran entre sí en la playa

de Bullfinch hace tantos años... que importaba. Thiago no respondió a Nisk. No con palabras, de todos modos. La mirada que se volvió contra él segó el res-

to de las palabras de los soldados en el silencio. El lobo siempre había tenido ese poder; del cual Ziri se apropio sorprendentemente.

—Al patio—, dijo suave y amenazadoramente. —Excepto Ten. Tendremos unas cuantas palabras sobre… mis expectativas... cuando hayamos terminado aquí. Lárguense—

Y se fueron. Karou podría haber disfrutado de las caras retraídas llenas de vergüenza que había en sus ros-

tros, pero el Lobo volteo su mirada a Issa que estaba junto a ella y en ella. Y les dijo —Ustedes también Como el Lobo lo haría. Nunca había confiado en Karou, sólo la había manipulado y mentido, y en ésta situa-

ción habría sido absolutamente descartada junto con el resto. Y así como Ziri tenía que desempeñar su parte, ella tenía la suya. En secreto ella podría ser la nueva líder, consagrada por Brimstone y con la bendición del Lobo Blan-co, pero a los ojos del ejército de las quimeras, ella seguía siendo —al menos por ahora — la chica que había tro-pezado y estaba empapada de sangre — desde el abismo.

La muñeca rota de Thiago. Sólo podían trabajar desde el punto de partida que tenían, y esa era la trampa —grava, sangre, muerte,

mentiras, y ella no tenía ninguna otra opción para mantener la farsa de momento. Asintió con obediencia al Lobo, sintió ácido en la boca del estomago al ver los ojos de Akiva oscurecerse. Por su lado, Liraz era peor. Liraz era des-pectiva.

Eso fue un poco difícil de tomar.

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¡El Lobo esta muerto! Quería gritarlo. Yo lo mate. ¡No me miréis así! Pero por supuesto, no podía. En este

momento, tenía que ser lo suficientemente fuerte como para parecer débil. —Vámonos—, dijo Karou, apurando a Issa, Zuzana y Mik a que la siguieran. Pero Akiva no la dejaría ir tan fácilmente. –Espera—. Habló en Seráfico, para que nadie entendiera, solo

Karou. —No vine a hablar con él. Quiero hablar contigo si tuviera la oportunidad. Quiero saber qué es lo que quie-res.

¿Lo que quiero? Karou sofocó una ola de histeria que se sentía peligrosamente como risa. ¡Como si esta vi-

da tuviera alguna semejanza a lo que quería! Pero, dadas las circunstancias, ¿era lo que quería? Apenas había con-siderado lo que podría significar. Una alianza. Las quimeras rebeldes uniéndose con los hermanos bastardos de Akiva ¿para tomar el Imperio?

En pocas palabras, era una locura. —Incluso unidos—, dijo ella, —estaríamos en inferioridad numérica ma-

sivamente. —Una alianza significa algo más que el número de espadas—, dijo Akiva. Y su voz era como una sombra de

otra vida cuando añadió, en voz baja: —Algunos, y luego más. Karou lo miró en un segundo de descuido, entonces lo recordó, forzándola a bajar la mirada. Algunos, y

luego más. Era la respuesta a la pregunta de si otros podían ser llevados en torno a su sueño de la paz. —Este es el comienzo—, Akiva había dicho momentos antes, con su mano en su corazón, antes de pasar a Thiago. Nadie más sabía lo que eso significaba, pero Karou si, haciéndola sentir el calor revoleteando de su sueño en su propio cora-zón.

Somos el comienzo. Ella se lo había dicho a él hace mucho tiempo; ahora él se lo estaba diciendo. Esto era lo que quiso decir

sobre la oferta de aliarse: el pasado, el futuro, la penitencia, el renacimiento. Esperanza. Significaba todo. Y Karou no podía reconocerlo. No aquí. Nisk y Lisseth se habían detenido en la colina para mirar hacia ellos:

Karou la "amante de un ángel", y el ángel Akiva, hablando en voz baja en seráfico mientras que Thiago se quedó allí ¿dejando que ellos se fueran? Todo estaba mal. Sabían que el Lobo ya tendría sangre en sus garras en este momento.

Cada momento era una prueba más del engaño; cada sílaba pronunciada hizo indulgencia del Lobo menos sostenible. Así que Karou bajó la mirada, la tierra pedregosa redondeaba sus hombros como la muñeca rota que se suponía que debía ser. —La elección es de Thiago,— dijo en quimérico, y trató de actuar su papel.

Ella lo intentó. Pero no podía dejar las cosas así. Después de todo, Akiva seguía persiguiendo el fantasma de una esperan-

za. Había más sangre y cenizas de lo que habían imaginado alguna vez en sus días de amor, que estaba tratando de evocar de nuevo a la vida. ¿Qué otro camino a seguir estaba allí? Era lo que ella quería.

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Tenía que darle alguna señal. Issa estaba sosteniendo su codo. Karou se inclinó hacia ella, girando para que el cuerpo de la mujer serpien-

te se interpusiera entre ella y la quimera, y luego, con tanta rapidez que ella temía Akiva podría perderse, levantó la mano y tocó su corazón.

Se golpeó en el pecho mientras se alejaba. Estamos al principio, pensó, y fue superado por el recuerdo de la

creencia. Venía de Madrigal, su yo más profundo, que había muerto creyendo, y era aguda. Se inclinó hacia Issa, ocultando su rostro para que nadie la viera así.

La voz de Issa era tan débil que casi parecía como su propio pensamiento. —¿Ya ves, hija? Tu corazón no se

equivoca. Y por primera vez en el mucho, por mucho tiempo, Karou sintió la verdad de ello. Su corazón no estaba

equivocado. Fuera de la traición y la desesperación, en medio de bestias hostiles y ángeles invasores y un engaño que se

sentía como una explosión a punto de ocurrir, de alguna manera, este era un comienzo.

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5

CONSEGUIR—FAMILIARIZARSE

Akiva no se lo perdió. Él vio los dedos de Karou tocar su corazón mientras se alejaba, y en ese instante todo

valió la pena. El riesgo, el intestino—retorciéndose al obligarse a hablar con el lobo, incluso la incredulidad hir-viente de Liraz a su lado.

—Estás loco—, dijo ella en voz baja. –¿También tengo un ejército? Tú no tienes un ejército, Akiva. Tú

eres parte de un ejército. Hay una gran diferencia- —Lo sé,— dijo. La oferta no era suya para hacer. Sus hermanos Ilegítimos los esperaban en las cuevas Ki-

rin; esto era cierto. Nacieron para ser armas. No hijos e hijas, o incluso hombres y mujeres, solo armas. Bueno, ahora eran ellos mismos empuñando las armas, y aunque se habían reunido detrás de Akiva para oponerse al Im-perio, una alianza con su enemigo mortal no era parte del acuerdo.

—Voy a convencerlos—, dijo, y en su alegría— Karou había tocado su corazón, él lo creyó. —Empieza conmigo—, susurró su hermana. —Vinimos aquí para advertirles, no para unirnos a ellos. Akiva sabía que si podía convencer Liraz, el resto seguiría. Como se suponía que debía hacer eso, él no lo

sabía, y el enfoque del Lobo Blanco adelantándose le previno. Con su loba teniente a su lado, él se adelantó, y el regocijo de Akiva marchitó. Él se remontó a la primera

vez que había visto al lobo. Había sido en Bath Kol, en el Shadow ofensivo, cuando él mismo era sólo un soldado verde, recién salido del campo de entrenamiento. Había visto la lucha general quimera, y más que cualquier pro-paganda con la que se había criado, la vista había forjado su odio a las bestias. Espada en una mano, hacha en la otra, Thiago había surgido a través de filas de ángeles, arrancando las gargantas con sus dientes como si fuera el instinto. Como si estuviera hambriento.

La memoria enfermó a Akiva. Todo sobre Thiago le enfermaba, sobre todo las marcas de cortes en la cara,

hechos sin duda por Karou en defensa propia. Cuando el general se detuvo delante de él, Akiva hiso todo lo que pudo hacer para no llevar su palma a su cara y lanzarlo al suelo. Una espada en su corazón, como había sido el destino de Joram, y entonces podrían tener su nuevo comienzo, todos los demás, libres de los señores de la muer-te que habían dirigido a su pueblo contra el otro por tanto tiempo.

Pero eso no podía hacerlo. Karou miró hacia atrás una vez desde la ladera, la preocupación intermitente a través de su hermoso rostro

—aún distorsionado por cualquier violencia que se había negado a revelar a él, y luego se alejó y fue simplemente Thiago y Ten frente Akiva y Liraz, el calor del sol y alto, azul cielo, tierra gris.

—Entonces— dijo Thiago, —podemos hablar sin una audiencia. —Creo recordar que te gusta el público—, dijo Akiva, sus recuerdos de la tortura eran tan reales como

nunca lo habían sido. Thiago abuso de sí mismo en su presentación: el lobo blanco, estrella de su espectáculo san-griento.

Traducción: Ale Herrera Corrección: Akiva Seraph

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Un pliegue de confusión apareció y se desvaneció en la frente de Thiago. —Dejemos el pasado, ¿de acuerdo?

El presente nos da más que suficiente para hablar, y luego, por supuesto, está el futuro—. El futuro no te tendrá en él, pensó Akiva. Era demasiado perverso pensar que esto de alguna manera acon-

teció, este sueño imposible, que el Lobo Blanco deba ir a través de su cumplimiento y todavía estar allí, todavía blanco, todavía presumido, y todavía de pie en la puerta de Karou después de que todo fuera peleado y ganado.

Pero no. Eso estuvo mal. La mandíbula de Akiva se contraía y aflojaba. Karou no era un premio a ganar; eso

no era el por qué él estaba aquí. Ella era una mujer y elegiría su propia vida. Estaba allí para hacer lo que podía, lo que pueda, para que ella pudiera tener una vida para elegir, un día. Quien y lo que sea que incluya era asunto su-yo. Así que apretó los dientes. Él dijo: —Hablemos del presente.

—Tú me has puesto en una situación difícil, al venir aquí—, dijo el Lobo. —Mis soldados están esperando

que te mate. Lo que necesito es una razón para no hacerlo. Esto irritó a Liraz. — ¿Crees que podrías matarnos?— Preguntó ella. —Inténtalo Lobo. La atención de Thiago pasó a ella, su calma imperturbable. —No nos han presentado. — Sabes quién soy, y sé quién eres, y con eso bastara.— Típica brusquedad de Liraz. —Como lo prefieras—, dijo Thiago. —Todos se ven igual de todos modos, — Ten arrastró las palabras. —Bueno, entonces, — dijo Liraz. —Esto podría hacer nuestro juego de conseguir—familiarizarse más difícil

para ustedes. — ¿Qué juego es ese?— Preguntó Ten. No, Lir, pensó Akiva. En vano.

—En el que tratamos de averiguar cuál de nosotros mató a cual de ustedes en sus cuerpos anteriores. Estoy

segura de que algunos de ustedes deben recordarme—. Ella levantó las manos para mostrar su recuento de muer-tos, Akiva atrapo la más cercana a él, cerró su puño marcado sobre ella, y la empujó hacia abajo.

—No hagas alarde de eso aquí—, dijo. ¿Qué pasa con ella? ¿Ella realmente quiere que esto termine en un baño de sangre? lo que sea que "esto" era, esta tenue y casi impensable pausa en las hostilidades.

Ten gruñó una risa cuando Akiva empujó la mano de su hermana de vuelta a su lado. —No te preocupes,

Bestia de Bane. No es exactamente un secreto. Recuerdo cada ángel que alguna vez me mató, y sin embargo, aquí estoy, hablando con ustedes. ¿Puede decirse lo mismo de los muchos ángeles que he matado? ¿Dónde están to-dos los serafines muertos ahora? ¿Dónde está tu hermano?—

Liraz se estremeció. Akiva sintió las palabras como un golpe a una herida—el fantasma de Hazael surgio ca-

sualmente, con saña, y cuando el calor alrededor de ellos surgió, él sabía que era no sólo el temperamento de su hermana, sino el suyo propio.

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Así fue, entonces, una restauración del orden natural: la hostilidad. O... no.

—Pero no fue una quimera quien mató a tu hermano—, dijo Thiago. —Fue Jael. Lo que nos lleva al punto—

. Akiva encontró el foco de los ojos claros de su enemigo. No había ninguna burla en ellos, ningún gruñido sutil, y nada de la diversión fría con la que se había regodeado con Akiva en la cámara de tortura, todos esos años atrás. Había sólo una extraña intensidad. —No tengo la menor duda de que todos somos asesinos consumados—, dijo en voz baja. —Yo tenía entendido que nos quedamos aquí por una razón diferente.

El primer sentimiento de Akiva fue vergüenza —de ser educados en sangre fría por Thiago?—Y lo siguiente

fue la ira. —Sí. Y no era para defender nuestras vidas. ¿Necesitas una razón para no matarnos? Qué tal esto: ¿Tie-nes un lugar mejor a donde ir?

—No. No lo tenemos. —Simple. Honesto. —Y así que estoy escuchando. Esto fue, después de todo, tu

idea.

Sí, lo fue. Su loca idea de ofrecer la paz al Lobo Blanco. Ahora que se puso de pie cara a cara con él, y Karou no estaba cerca, vio lo absurdo de la misma. Él había sido cegado por su desesperación por estar cerca de ella, pa-ra no perderla por la inmensidad de Eretz, enemigos para siempre. Así que él había hecho esta oferta, y fue sólo ahora, tardíamente, que vio cuan verdaderamente extraño era que el lobo estaba considerándolo. ¿Que el Lobo estaba buscando una razón para no matarlo?

Se había sentido como una agresión, esa declaración, como provocación. ¿Pero fue posiblemente, since-

ro? ¿Podría ser la verdad, que él quería esta paz pero necesitaba justificarse ante sus soldados?

—Los Ilegítimos se han retirado a un lugar seguro—, dijo Akiva. —A los ojos del Imperio, somos traido-res. Yo soy el parricidio y el regicidio, y mi culpa nos mancha a todos—. Consideró sus siguientes palabras. —Si realmente quieres decir que consideras esto

—Esto no es un truco de mi parte,— Thiago interrumpió: —Te doy mi palabra.

—Tu palabra.— Esto vino de Liraz, servido sobre una masa desnuda de una risa. —Vas a tener que hacerlo

mejor que eso, Lobo. No tenemos ninguna razón para confiar en ti.

—Yo no iría tan lejos. Están vivos, ¿no es así? No pido las gracias por ello, pero espero que sea perfecta-mente claro que no es cuestión de suerte. Ustedes vinieron a nosotros medio muertos. Si hubiera querido termi-nar el trabajo, lo hubiera hecho .

No podía haber ninguna discusión a eso. Indiscutiblemente, Thiago los había dejado vivir. El los había deja-

do escapar.

¿Por qué?

¿Por el amor de Karou? ¿Había ella abogado por sus vidas? Habría ... negociado por ellos?

Akiva miró hacia la pendiente por donde se había ido. Se puso de pie en el arco de entrada a la kasbah, ob-servándolos, demasiado lejos para leer. Se volvió a Thiago, y vio que su expresión era aún carente de la crueldad o la duplicidad o incluso de su frialdad habitual. Tenía los ojos abiertos, no pesadamente cerrados con arrogancia o desdén. Había un marcado cambio en él. ¿Que podría explicar eso?

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Una explicación se le ocurrió Akiva, y la odiaba. En la cámara de tortura, la rabia de Thiago había sido la de un rival—un rival perdiendo. Bajo el odio ancestral de sus razas se había quemado la ira más personal de un alfa por un retador. La humillación del no elegido. Venganza por el amor de Madrigal a Akiva.

Pero eso estaba ausente ahora—tan ausente como las razones para ello. Akiva ya no era su rival, ya no era

una amenaza. Debido a que Karou había hecho una elección diferente esta vez.

Tan pronto como esta idea vino a Akiva, la falta de malicia de Thiago parecía una dura prueba de ello. El Lobo Blanco estaba lo suficientemente seguro de su elección que ya no tenía

que matar a Akiva. Karou, oh Dioses Estrella. Karou. Si no fuera por su sangrienta historia, si Akiva no supiera lo que se esconde en el verdadero corazón de

Thiago, parecería una coincidencia obvia: el general y la resucitadora, señor y señora de la última esperanza de la quimera. Pero él conocía el verdadero corazón de Thiago, y también Karou.

No era historia antigua tampoco, la violencia de Thiago. Los ojos abatidos de Karou, su incertidumbre tré-

mula. Moretones, cortes. Y sin embargo, la criatura de pie ante Akiva ahora parecía una mejor versión del Lobo Blanco: inteligente, poderoso y cuerdo. Un aliado digno. Al mirarlo, Akiva ni siquiera sabía lo que debía esperar. Si Thiago era todo esto, entonces la alianza tenía una oportunidad, y Akiva sería capaz de estar en la vida de Karou, aunque sólo en los bordes de la misma. Él sería capaz de verla, por lo menos, y saber que ella estaba bien. Él sería capaz de expiar sus pecados y ella lo sabría. Sin mencionar, que podrían tener una oportunidad de detener a Jael.

Por otro lado, si Thiago fuera esto —inteligente, poderoso, y en su sano juicio—y el estaba parado hom-

bro—con—hombro con Karou para dar forma al destino de su pueblo, ¿qué lugar había allí para Akiva en eso? Y más al punto, ¿podría soportar la idea de esperar y verlo?

—Y hay algo más—, dijo Thiago. —Algo te debo. Entiendo que tengo que darte las gracias por las almas de

algunos de los míos.

Akiva entrecerró los ojos. —No sé lo que estás hablando—, dijo. —En las Tierras Postreras. Interviniste en la tortura de un soldado quimera. Se escapó y regresó a nosotros

con las almas de su equipo.

Ah. El Kirin. Pero, ¿cómo puede alguien saber que Akiva había hecho eso? No no se había dejado ver. Había convocado a las aves, cada ave en toda la zona. Él se limitó a sacudir la cabeza, dispuesto a negarlo.

Pero Liraz lo sorprendió. —¿Dónde está?— Le preguntó a Thiago. —No lo veo con los otros.

¿Lo había estado buscando? Akiva echó un vistazo a su manera. La mirada de Thiago fluctuaba. Se agudizó,

y se instaló en ella. —Está muerto—, dijo después de una pausa.

Muerto. El joven Kirin, último de la tribu de Madrigal. Liraz no respondió. —Siento mucho oír eso—, dijo Akiva.

La mirada de Thiago desplazó de nuevo a él. —Pero gracias a ti, su equipo va a vivir de nuevo. Y para volver

a nuestro propósito, ¿no fue su verdugo el ángel al que ahora debemos oponernos?

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Akiva asintió. —Jael. Capitán de los Dominantes. Ahora emperador. Estamos aquí de pie mientras él reúne

sus fuerzas, y mientras que tu palabra no significa nada para mí, voy a confiar en una cosa: que lo detendrás. Así que si crees que tus soldados pueden distinguir un ángel del otro lo suficiente como para luchar contra los Domi-nantes de lado de los Ilegítimos, ven con nosotros, y vamos a ver qué pasa .

Liraz dijo a Ten, añadiendo fríamente: —Llevamos negro, y ellos visten de blanco. Si eso ayuda .

—Todos tienen el mismo sabor—, fue la respuesta lacónica de la loba.

—Ten, por favor—, dijo Thiago en una voz de advertencia y, a continuación, a Akiva: —Sí, vamos a ver.—

Asintió una promesa, manteniendo los ojos en los de Akiva, y la cordura aún estaba allí, la crueldad todavía ausen-te, sin embargo, Akiva no pudo evitar recordarlo destrozando gargantas, y se sintió en el precipicio de una muy mala decisión.

Soldados renacidos e Ilegítimos, juntos. En el mejor de los casos, sería miserable. En el peor, devastador.

Pero a pesar de sus dudas, fue como si hubiera un brillo haciéndole señas—el futuro, rico en luz, llamándo-

le hacia él. No había promesas hechas, únicamente esperanza. Y no era sólo la esperanza encendida por el sutil gesto de Karou. Al menos, él no lo creía. Pensó que esto era lo que tenía que hacer, y que no era estúpido, sino audaz.

Sólo el tiempo lo diría.

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6 ÉXODO DE BESTIAS

Karou ya había supervisado una transferencia de este pequeño ejército de un mundo al otro, y no había si-do uno de los mejores momentos. Con una mayoría de soldados sin alas y ninguna forma para transportarlos des-de Eretz, tuvieron que hacer múltiples viajes, aun cuando Thiago había optado por “liberar” a muchos de ellos, recogiendo almas y llevándolas en turíbulos. Había considerado a los cuerpos “peso muerto” –exceptuando, claro, el suyo y el de Ten, y algunos otros de sus lugartenientes, que habían cabalgado más grandes y voladores resucita-dos.

Esta vez, Karou estaba aliviada de alinear a todos en el patio y determinar que lo que quedaba de “peso

muerto” podía ser manejado por el resto y no se requería de ninguna liberación. El foso se había alimentado con su último cuerpo. Ella lo vio desde el aire una última vez mientras la compañía tomaba el vuelo, y mantenía un cierto magne-

tismo en su mirada. Se veía tan pequeño desde aquí arriba, abajo en el sinuoso camino de la alcazaba. Sólo una oscura hendidura en la rodante tierra color polvo, con algunos montículos de tierra escavada, palas encajadas en ellos como estacas. Ella creyó que podría ver las marcas de arañazos donde Thiago la atacó, e incluso pequeñas áreas que podrían ser sangre. Y en el lado lejano de los montículos, identificable para nadie más que para sí mis-ma, estaba otra alteración en el polvo: la tumba de Ziri.

Era poco profunda y ella se había ampollado las manos haciendo incluso eso, pero nada podría haberla he-

cho tirar la última carne natural de Kirin en el foso, con sus moscas y putrefacción. Aunque, ella no pudo escapar de las moscas y la putrefacción tan fácil. Tuvo que inclinarse en la orilla de esa espesa y escurridiza oscuridad con el bastón recogedor de Ziri, para recoger las almas de Amzallag y Las Sombras Que Viven, asesinados por el Lobo y sus secuaces por el crimen de escoger el lado de ella.

Desearía poder tenerlos a su lado de nuevo en lugar de en un turíbulo, escondidos lejos, pero ellos debían

permanecer en un turíbulo –por ahora. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Hasta un tiempo que era imposible aún imaginar: un tiempo después de todo esto, y mejor que todo esto, cuando la mentira ya no importara más.

Cómo si ese tiempo fuera a suceder. El tiempo sucederá si hacemos que pase, se dijo a sí misma. Los exploradores de Thiago reportaron que no había presencia de serafines en varias millas de radio alre-

dedor del portal en Eretz, lo cual era un alivio, pero no uno en el que Karou pudiera confiar. Con Razgut en manos de Jael, nada era seguro.

Aunque con los Ilegítimos de Akiva, al menos tenían una oportunidad. Pero claro, estaba su propio problema: la alianza. Vendérsela a las quimeras. Pisando el filo de la navaja del

engaño para convencer al ejército rebelde en actuar en contra de sus más profundos instintos. Karou sabía que en cada paso hacia adelante se encontraría resistencia de un gran número de personas en la compañía. Para darle forma al futuro, ellos tenían que ganar a cada paso. ¿Y en quiénes consistían “ellos”? Además de ella y “Thiago”,

Traducción: Karina Paredes

Corrección: Akiva Seraph

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solo Issa y Ten –que en realidad era Haxaya, una soldado menos malvada pero igual de impulsiva cómo había sido la real Ten— conocían el secreto. Bueno, ahora Zuzana y Mik también.

—¿Qué pasa contigo?— Preguntó Zuzana incrédula, tan pronto como ellas dejaron a Thiago y Akiva en sus

negociaciones. —¿Siendo camarada con el Lobo Blanco? —Tú sabes lo que ‘carnada’ es, ¿verdad?— Karou respondió, evasiva. —Es lanzar sangre al agua para atraer

tiburones —Bueno, yo me refería a ‘ser camarada’, pero estoy segura que debe haber una metáfora de eso en algún

lado. ¿Qué fue lo que te hizo? ¿Estás bien? —Lo estoy ahora— Dijo Karou, y a pesar de que había sido un alivio desengañar a sus amigos de su noción

de camaradería, no había sido agradable el decirles sobre la muerte de Ziri. Ambos habían llorado, lo que había sido cómo un peso extra para sus propias lágrimas, sin duda aumentando su reputación de debilidad frente a la compañía.

Y con eso ella podía vivir, pero por todos los dioses y polvo de estrellas, Akiva era otro asunto. ¿Dejarlo creer que ella estaba siendo ‘cariñosa’ con el Lobo Blanco? ¿Pero que se suponía que ella hiciera?

Ella estaba siendo vigilada de cerca por todos los integrantes de las quimeras. Algunos ojos eran solamente curio-sos —¿Ella todavía lo ama?— Pero otros eran de sospecha, ansiosos de condenarla y levantar conspiraciones de cada mirada que ella daba. No podía darles municiones, así que ella se mantuvo lejos de Akiva y Liraz en la alcaza-ba, y tratando incluso ahora de ni si quiera voltear en su dirección, en el flanco más alejado de la formación.

Thiago montaba a la cabeza de la multitud cabalgando al soldado Uthem. Uthem era un Vispeng, de aspec-

to mitad dragón mitad caballo, largo y sinuoso. Era el más grande y sorprendente de las quimeras y en su espalda, Thiago se veía majestuoso como un príncipe.

Más cerca de Karou, Issa montaba Rua, un soldado Dashnag, mientras que en la mitad de todo, incongruen-

tes cómo dos gorriones aferrándose a la espalda de raptores, estaban Zuzana y Mik. Zuzana estaba sobre Virko, Mik sobre Emylion, y ambos tenían los ojos muy abiertos, aferrándose a las co-

rreas de cuero mientras los poderosos cuerpos de las quimeras se agitaban debajo de ellos, surcando el aire. Para Kaoru, los cuernos de carnero en espiral de Virko le recordaban a Brimstone. Era de cuerpo felino pero inmenso: cómo un gato agazapado musculoso, como un león con esteroides, y desde la espalda de su grueso cuello se eriza-ba un collar de púas, que Zuzana había acolchado con una manta de lana de la cual se había quejado que olía a pies. —¿Así que mis opciones son respirar olor a pies o sacarme los ojos con el collar de púas? Genial.

Ahora ella rugía, —¡Lo estás haciendo a propósito!— Mientras Virko giraba a la izquierda, haciéndola desli-

zarse ridículamente en su montura improvisada hasta que él giró hacia el otro lado y la enderezó. Virko estaba riendo, pero Zuzana no. Ella volteó el cuello buscando a Karou, y gritó, —Necesito un nuevo

caballo. ¡Este de aquí piensa que es gracioso!

—¡Estas atrapada con el!— Karou le respondió a Zuzana. Voló más cerca de ella, teniendo que virar alrede-dor de un par de grifos sobrecargados. Ella misma llevaba mucho peso por una pesada carga de equipo y una larga cadena de turíbulos enlazados, varias docenas de almas contenidos en ellos. Ella tintineaba con cada movimiento y nunca se había sentido tan torpe. —Él se ofreció.

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Era verdad, si Zuzana no hubiera sido tan ligera, no habría sido posible traer a los humanos con ellos. Virko la estaba cargando en adición a su completa carga que le asignaron, y en cuanto a Emylion, dos o tres

soldados habían aceptado sin palabras el tomar algo de su equipo para que el pudiera llevar a Mik, quien, aunque no muy grande, no era el ligero pétalo que Zuzana era. No había habido ningún cuestionamiento para dejar el vio

lín de Mik atrás, tampoco. Los amigos de Karou se habían ganado un afecto de éste grupo que ni si quiera Karou había logrado.

De la mayoría de ellos, de todas formas. Estaba Ziri. Él tal vez ya no luzca más como Ziri, pero era Ziri, y

Karou lo sabía… Ella sabía que él estaba enamorado de ella. —¿Por qué no tienes un pegaso en esta compañía?— Zuzana demandó, palideciendo mientras miraba la

cada—vez—más—distante tierra. —Un bueno y dócil caballo para montar, con una melena esponjada en lugar de púas, cómo flotando en una nube.

—Porque nada infunde más terror en los enemigos que un pegaso.— Dijo Mik. —Hey, hay más en la vida que aterrar a tus enemigos.— Dijo Zuzana. —Como no caerte miles de pies hacia

tu muerte ¡aahh!— Gritó cuando Virko de repente descendió para pasar debajo del herrero Aegir, que estaba ja-deando con fuerza por llevar el saco con armamento aéreo. Karou tomó una esquina de la bolsa para ayudarlo y juntos se levantaron un poco más mientras Virko salía adelante.

—¡Mas te vale ser bueno con ella!— le dijo a él en Quimera. —¡O la dejaré que te convierta en pegaso en

tu siguiente cuerpo! —¡No!— Gritó el de regreso. —¡En eso no! Él se enderezó y Karou se encontró a sí misma en medio de uno de esos momentos en los que su vida aún

podía sorprenderla. Pensó en ella misma y en Zuze, no muchos meses atrás, en sus caballetes en las clases de dibu-jo de vida, o con los pies arriba en una de las mesas—ataúd en la Cocina Envenenada. Mik había sido sólo “el chico del violín” en ese entonces, un enamoramiento, ¿y ahora él estaba aquí con el violín atado a la mochila, montando con ellos hacia otro mundo mientras Karou amenazaba monstruos con una resurrección de venganza por portarse mal?

Solo por un momento, a pesar del peso de la bolsa de armas y los turíbulos, y su mochila –sin mencionar el

gran peso de su deber y del engaño, y el futuro de dos mundos— Karou se sentía casi ligera.

Esperanzada. Entonces escuchó una risa, alegre con una casual malicia, y desde el rabillo del ojo, alcanzó a ver el rápido

movimiento de una mano. Era Keita—Eiri, una guerrera Sab con la cabeza de chacal, y Karou notó a la primera de que se trataba. Ella estaba apuntando sus hamsas –la pintura del “ojo del diablo” en su manos— hacia Akiva y Li-raz. Rark, al lado de ella, estaba haciendo lo mismo, y se estaban riendo.

Esperando que los serafines estuvieran fuera del rango, Karou arriesgó una mirada en su dirección justo a

tiempo para notar a Liraz quedarse a medio aleteo y girar alrededor, con una notable furia en su postura a pesar de la distancia.

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No fuera del rango, entonces. Akiva la alcanzó y contuvo a su hermana se doblar hacia sus atacantes. Más

risas mientras las quimeras hacían un deporte de aquello, y Karou apretaba las manos en puños alrededor de sus propias marcas. Ella no podría ser quien detuviera esto –solo haría las cosas peor. Apretando los dientes, ella vio cómo Akiva y Liraz se alejaban incluso más lejos, y la creciente distancia entre ellos parecía un mal presagio de este valiente inicio.

—¿Estás bien, Karou?— Dijo un susurro con acento siseante. Karou volteó y vio a Lisseth acercándose detrás de ella. –Bien— Respondió. —¿Oh? Pareces tensa. Aunque de la misma raza Naja que Issa, Lisseth y su compañero Nisk pesaban el doble que Issa –gruesos

como pitones frente a una víbora, cuello grueso como toro y fuerte, pero aun así mortalmente rápidos y equipados con colmillos venenosos al igual que la incongruencia de las alas. Todo ello realizado por la propia Karou.

Estúpida, estúpida. —No te preocupes por mi— Le dijo a Lisseth. —Bueno, eso va a ser difícil, ¿no crees? ¿Cómo es que no me voy a preocupar por un amante—de—

ángeles? Hubo un tiempo, un tiempo muy cercano, en que este insulto se sentía cómo una punzada. Ya no más. —

Tenemos demasiados enemigos, Lisseth.— Le dijo Karou, manteniendo una voz tranquila. —Muchos de ellos son nuestros enemigos por nacimiento, heredado como una obligación, pero aquellos que hacemos enemigos por no-sotros mismos son especiales. Debemos escogerlos con cuidado.

La ceja de Lisseth se arqueó. —¿Me estas amenazando?— Preguntó. —¿Amenazarte? Espera, ¿cómo es que entiendes eso de lo que acabo de decir? Yo estaba hablando acerca

de hacer enemigos, y no puedo imaginar a ningún soldado resucitado ser tan tonto como para hacerse enemigo de la resurreccionista.

Así es, ella pensó mientras la cara de Lisseth se ponía tensa. Interpreta eso como quieras. Se estaban moviendo juntos durante todo el camino, firmes en el aire en medio de la compañía, y ahora

que la densidad de cuerpos cuando ellos se fueron, revelando a Thiago montando a Uthem, se dobló de nuevo en medio de ellos.

La compañía de volvió a formar alrededor de ellos, yendo más despacio. —Mi señor,— Lisseth lo saludó, y Karou pudo ver prácticamente como se formaban los chismes en sus pen-

samientos. Mi señor, la amante—de—ángeles me amenazó, debemos endurecer nuestro control sobre ella.

Buena suerte con eso, pensó, pero el Lobo no le dio tiempo a Lisseth –ni a nadie más— de hablar.

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En un tono de voz solo lo suficientemente fuerte para ser escuchado, mientras que apenas parecía estar

subiendo en tono, él dijo, —¿Realmente crees que porque estoy cabalgando al frente no sé cómo se está desen-volviendo mi ejército?— Se detuvo. —Son cómo la sangre en mi cuerpo. Siento cada vibración y suspiro, conozco su dolor y su alegría, y ciertamente los escuché riéndose.

El barrió el semicírculo de soldados con una mirada y Keita—Eiri, la cabeza de chacal, no se estaba riendo

cuando su mirada llegó a posarse sobre ella. —Si yo deseara que antagonizaras con nuestros…. aliados… yo mismo se los diría. Y si sospechan que yo he

olvidado darles alguna orden, por favor, ilumínenme. En respuesta los iluminaré a ustedes.— El mensaje era para todos. Keita—Eiri era sólo el desafortunado foco del escalofriante sarcasmo del general. —¿Qué te parece ese arreglo a ti, soldado? ¿Es suficiente para tu aprobación?

En una voz delgada con mortificación, Keita—Eiri contestó, —Si, señor.— Karou casi se sintió mal por ella. —Me alegra mucho.— El Lobo levantó su voz esta vez. —Hemos peleado juntos, y juntos soportamos la

pérdida de nuestra gente. Hemos sangrado y hemos gritado. Ustedes me han seguido hacia el fuego y hacia la muerte, y hacia un mundo diferente, pero tal vez nada haya sido tan extraño como esto. ¿Refugiarse con serafi-nes? Puede ser extraño, pero me decepcionaría si su confianza fracasara. No hay espacio para discrepar. Cualquie-ra que no pueda acatar nuestro actual curso puede dejarnos en el momento en el que crucemos el portal, y arries-gar su suerte por cuenta propia.

Él escaneó sus caras. Su propia cara estaba endurecida pero iluminada por un brillo interno. —Y en cuanto

a los ángeles, no les pido a ustedes más que paciencia. No podemos combatir con ellos cómo una vez lo hacíamos, confiando en nuestros números incluso aunque sangráramos. No estoy pidiéndoles permiso para encontrar un nuevo camino. Si se mantienen conmigo, espero fe. El futuro es sombrío, y no puedo prometerles nada más que esto: Pelearemos por nuestro mundo hasta el último eco de nuestras almas, y si somos lo bastante fuertes y con bastante suerte y muy inteligentes, podríamos vivir para reconstruir algo de lo que hemos perdido.

Él hizo contacto visual con cada uno, haciéndolos sentir vistos y notados, valorados. Su mirada comunican-

do su fe en ellos. El prosiguió: —Sólo esto es el plan: Si fallamos en desarmar nuestra amenaza presente, será nuestro fin. El fin de las Quimeras.— Se detuvo. Su mirada encerrando por completo a Keita—Eiri, dijo, con cuida-dosa gentileza que de alguna manera hizo la reprimenda mucho más incriminatoria: —Este no es un asunto para reírse, soldado.

Y entonces apresuró a Uthem hacia adelante y cortaron su camino entre las tropas para volver a su lugar en

el frente del ejército. Karou observó cómo los soldados se movían en silencio de nuevo hacia su formación, y ella supo que ninguno de ellos lo dejaría, y que Akiva y Liraz estarían a salvo de golpes de errantes hamsas por el resto del camino.

Eso era bueno. Ella sintió un sonrojo de orgullo por Ziri, y algo de admiración. En su piel natural, el joven

soldado había sido tranquilo, casi tímido –contrario a este elocuente megalómano cuya piel estaba ahora llevando. Observándolo, ella se preguntó por primera vez –y tal vez era estúpido que no se lo haya preguntado antes— co-mo el ser Thiago lo ha cambiado.

Pero el pensamiento se calmó tan pronto como llegó. Este era Ziri. De todas las cosas de las que Karou te-

nía que preocuparse, él siendo corrompido por el poder no era una de ellas.

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Lisseth, sin embargo, lo era. Karou la miró, aun revoloteando cerca en el aire, y vio calculaciones en los ojos

de la Naja en cuanto vio a su general volver a su puesto. ¿En que estaba pensando? Karou sabía que no habría una oportunidad ni en un millón de que los lugarte-

nientes dejaran la compañía, pero dios, ella deseaba que lo hicieran. Ninguno lo conocía mejor, y ninguno lo ob-servaría de más cerca que ellos. En cuanto a lo que le dijo a Lisseth de hacerse enemiga de la resurreccionista, no había sido una broma o una amenaza en vano. Si algo era cierto entre los soldados resucitados, era que si iban a batalla muy seguido, eventualmente ellos necesitarían de un cuerpo.

Bovino, pensó Karou. Una grande y lenta vaca para ti. Y la siguiente vez que Lisseth le lanzó una mirada,

ella pensó, casi alegre, “Muu”.

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7

UN REGALO DE LA NATURALEZA

La quimera ya había llegado a la cima. Había dejado atrás la kasbah y tenía el portal justo delante, aunque Karou apenas pudo notarlo. Incluso cerrado presentaba una ligera ondulación y había tenido que zambullirse a través de ésta en la fe, sintiendo los bordes suaves abriéndose a su alrededor. Las criaturas más grandes hicieron lo que pudieron para plegar sus alas y pasar con velocidad, y si ellos fueran solamente una fracción más rápidos o más lentos ellos no sentirían resistencia alguna y permanecerían justo ahí en este cielo. Sin embargo, eso no fue lo que sucedió. Este contingente sabía lo que estaba haciendo, y desaparecieron a través del pliegue de uno en uno.

Tomó algo de tiempo, cada forma inminente parpadeaba hacia el éter. Cuando llegó el turno de Virko, Karou gritó, “¡Espera!” a Zuzana, y ella lo hizo, y salió del corte. Emylion y

Mik seguían, a Karou no le gustaba tener a sus amigos fuera de su vista, asintió con la cabeza al Lobo, que había dado la vuelta para ver atravesar a todos, y con un último suspiro, atravesó.

En contra de su cara, el toque de una pluma de cualquier membrana incognoscible contenía dos mundos

distintos, y ella atravesó. Estaba en Eretz. Aquí no había un cielo azul, había un abovedado blanco sobre sus cabezas y un tono metálico oscuro en el

horizonte visible, pero el resto se perdía sobre la neblina. Debajo de ellos solamente había agua, y en ausencia del color del día, se ondeaba el negro. La Bahía de las Bestias. Había algo aterrador sobre el agua negra. Algo despia-dado.

El viento era fuerte, abofeteando a los huéspedes conforme volvían a la formación. Karou tiró de su suéter

hacia sí y se estremeció. El último atravesó el corte, Uthem y Thiago, el último de todos. Las partes equinas y dra-conianas de Uthem eran indistintamente flexibles, verdes y ondulantes, aparentaban verter el mundo a la nada. La raza Vispeng no era alada originalmente, Karou se puso creativa para conservarla lo más que pudo: dos pares de alas, el par principal como velas y las más pequeñas ancladas cerca de sus patas traseras. Se veía genial, si ella se lo dijera a sí misma.

El Lobo inclinó la cabeza a través del portal, y tan pronto como terminó de atravesar, se sentó para hacer

un inventario de su tropa circundante. Su mirada se posó rápidamente en Karou, y aunque solamente hizo una pausa demasiado breve, ella sintió que era –sabía que lo era— su principal preocupación en el mundo, en este o en cualquier otro. Solamente cuando él sabía dónde se encontraba ella, y estaba convencido que ella se encontra-ba bien, regresaba a su tarea en cuestión, donde tenía que guiar a este ejército con seguridad en la Bahía de las Bestias.

Karou encontró difícil apartarse del portal y dejarlo ahí, donde nadie podría encontrarlo y utilizarlo. Akiva

debía encargarse de cerrarlo y quemarlo detrás de ellos, pero Jael había cambiado su plan. Ahora lo necesitarían. Para regresar y comenzar el apocalipsis.

Traducción: Lety Moon Corrección: Akiva Seraph

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El Lobo, tomó el frente una vez más, moviéndolos hacia el este, lejos del horizonte metalizado y hacia las

montañas Adelphas. En un día claro, las cimas podrían visualizarse desde allí. Pero no era un día claro, y ellos no podían ver nada más que una gruesa niebla, que tenía tanto sus ventajas como sus desventajas.

Por la parte ventajosa, la niebla los cubría. Ellos no serían vistos desde la distancia por ninguna patrulla se-

rafín. En el lado de las desventajas, la niebla le da cobertura a cualquier persona –o cosa— y no serían visibles

desde la distancia. Karou estaba en una posición central en el contingente, acababa de llegar al lado de Rua, para comprobar a

Issa, cuando sucedió. —Dulce niña, ¿lo estás soportando?— Preguntó Issa. —Estoy bien— replicó Karou. —Pero necesitas más ropa —No te discutiré eso— replicó Issa. Ella estaba de hecho, utilizando ropa –un suéter de Karou con una hen-

didura amplia en el cuello para acomodar su capucha de cobra –lo que era inusual en Issa, pero sus labios estaban azules, y sus hombros prácticamente llegaban a sus orejas cuando se estremecía— La raza Naja procedía de un clima caliente. Marruecos le había sentado a la perfección. Pero esta fría niebla no tanto, y su destino helado in-cluso menos, aunque al menos estarían protegidos de los elementos, y Karou recordó las cámaras térmicas en el laberinto de cuevas de más abajo, si todo estaba como lo había dejado años atrás.

Las cuevas Kirin. Ella nunca había regresado al lugar de su nacimiento, la casa de su antigua vida. Hubo un

tiempo en el que planeó volver. Fue donde ella y Akiva comenzaron a planear su rebelión, cuando el destino no tenía otras ideas.

Pero no, Karou no creía en el destino. No fue el destino el que había aniquilado su plan, sino la traición. Y

no fue el destino el que lo estaba recreando ahora –o al menos esta retorcida versión del plan, llena de sospechas y animosidad— sino que fue la voluntad.

—Te encontraré una manta o algo— le dijo a Issa –o comenzó a decírselo—. Pero en ese momento, algo

llegó sobre ella. O se apoderó de ella. De todos ellos. Una presión en la niebla, y con un arrebato de certeza, Karou se encogió y echó atrás la cabeza para mirar

hacia arriba. Y no sólo fue ella. En todo a su alrededor en las filas, los soldados estaban reaccionando. Dejándose caer, tomando sus armas, girando hacia… algo.

Sobre su cabeza, el cielo blanco parecía estar lo suficientemente cerca como para tocarlo. Era un espacio en

blanco, pero había una prisa en la sangre de Karou y un repiqueteo como de un sonido lo suficientemente bajo para ser escuchado, y luego, repentina e inminente, rápida y masivamente, los empujó un viento que sacudió a los soldados como si se tratara de juguetes en una marea, era algo.

Grande.

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Sobre ellos y tapando el cielo, rápidos y pasando, rozando las cabezas del contingente. Tan pronto, tan cer-

ca, tan enorme que Karou no le encontró sentido, y cuando pasó, la tocó, y el rastro del peso del aire deformado la hizo girar. Era como una contracorriente, y las cadenas de sus turíbulos, volaron salvajes, enredándola, y por ese instantáneo giro ella pensó en la superficie negra del agua que estaba debajo, y los turíbulos salpicándola –almas consumidas por la Bahía de las Bestias, y luchó por su control… y justo cuando lo logró, llegó una extraña calma de secuelas. Las cadenas se apretaron y enredaron pero no se perdió nada, y todo lo que hizo fue mirar qué era lo que pasó –que era lo que eran, oh. Oh— antes de que el denso día blanco se los tragara de nuevo, y ellos se fue-ron.

Cazadores de tormentas. Las criaturas más grandes de este mundo, excepto por los secretos que el mar esconde. Alas que podrían

refugiar o destrozar una casa pequeña. Eso fue lo que pudo ver, el ala de un cazador de tormenta. Una parvada de esos grandes pájaros había pasado planeando justo sobre el contingente, y un simple aleteo suave fue suficiente como para romper la formación de las quimeras. Antes de que hubiera espacio en la cabeza de Karou para maravi-llarse, hizo un frenético recuento de su ejército.

Encontró a Issa colgándose del cuello de Rua, agitada, pero por demás se encontraba bien. El herrero Aegir

había soltado el paquete de armas –todas se perdieron en el mar—. Akiva y Liraz seguían en su lugar muy por de-lante, y Zuzana y Mik estaban delante también, no muy lejos, pero claramente a salvo del aleteo. Ellos no se veían tan agitados, pero estaban boquiabiertos con la maravilla que Karou seguía aplazando –y las filas se fueron cerran-do de nuevo, ninguno de ellos la había abierto después de que estas enormes figuras se desvanecieran en la nie-bla. Todos estaban bien.

Acababan de ser sacudidos por cazadores de tormentas. En su vida pasada, Karou había sido una niña del alto mundo: Madrigal de los Kirin, la última tribu de los

Montes Adelphas. Entre las cimas se extendían esas enormes criaturas, aunque no eran Kirin, o alguna otra cosa que Karou haya escuchado, jamás se había visto un cazador de tormentas tan de cerca. Ellos no podían ser caza-dos, eran sumamente difíciles de alcanzar, demasiado rápidos para perseguir, demasiado astutos para asustar. Se creía que podían sentir los cambios más pequeños en el aire y la atmósfera, y cuando era pequeña –como Madri-gal— Karou había tenido razones para creerlo. Viéndolos de lejos, a la deriva como motas en un sol oblicuo, ella iba tras ellos, deseosa de un vistazo más cercano, pero tan pronto sus alas batían con su intención las de ellos res-ponderían y se iban lejos. Nunca había encontrado un nido, una cáscara de huevo, o incluso un cascarón; si los cazadores de tormentas eclosionaban, si los cazadores de tormentas morían, nadie sabía dónde.

Ahora Karou había tenido su vistazo cercano, y fue emocionante. La adrenalina corría a través de ella, y no podía evitarlo. Ella sonrió. La visión había sido demasiado breve,

pero había visto que un bello denso cubría los cuerpos de los cazadores de tormentas, que sus ojos eran negros, grandes como discos y cubiertos por una membrana parpadeante, como las aves de la Tierra. Sus plumas resplan-decían iridiscentes, no sólo de un color, sino de todos colores, cambiando con el juego de luces.

Ellos parecían un regalo de la naturaleza, y un recordatorio de que no todo en este mundo estaba definido por la guerra eterna. Se elevó en el aire, desenredando la cadena del turíbulo de su cuello, y se deslizó junto a Zu-zana y Mik.

Sonrió a sus amigos, todavía aturdidos, y dijo, —Bienvenidos a Eretz. —Olvida a Pegaso,— declaró Zuzana, fervientemente y con los ojos abiertos. —¡Quiero uno de esos!.

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8

MORETONES EN EL CIELO

—Más cazadores de tormentas—, dijo el soldado Stivan desde la ventana, alejándose de Melliel. Era la única ventana de la celda. Llevaban cuatro días en prisión. Tres noches el sol se puso al atardecer y

tres amaneceres se alzaron para iluminar al mundo que cada vez tenía menos sentido. Abrazándose a sí misma, Melliel miro afuera.

Amanecer. Intensa saturación de luz: nubes brillantes, un mar dorado, y al horizonte una línea radiante que

era demasiado pura para mirar. Las islas eran como siluetas dispersas de bestias de ensueño y el cielo… el cielo estaba como ha estado, que es como decir, el cielo estaba mal.

Si hubiese sido piel, uno diría que tenía moretones. Este amanecer, como los otros, fue revelado para ex-

poner nuevos resplandores de color por la noche – o mejor dicho, de descolorido: violeta, índigo, amarillo pálido, y el más delicado azul claro. Eran bastos, los florecimientos o sangrados. Melliel no sabía cómo llamarlos. Cubrían el cielo y se esparcían a cada hora, más profundos y después más pálidos finalmente desvaneciéndose mientras otros tomaban su lugar.

Era hermoso, y cuando Melliel y su compañía fueron traídos aquí por primera vez por sus captores, ellos

asumieron que era solo la naturaleza del cielo del sur. Esto no era el mundo como ellos lo conocían. Todo acerca de las Islas Lejanas era hermoso y bizarro. El aire era tan rico que tenía cuerpo, fragancias parecían cargarse en él como el sonido: perfumes, los cantos de las aves, cada briza tan viva con canciones rápidas y olores como el mar tenía peces. En tanto el mar, era como de mil colores diferentes cada minuto y no todos eran azules y verdes. Los arboles eran más como los dibujos fantasiosos de un niño, de lo que eran sus sombríos y rectos primos del hemis-ferio norte. ¿Y el cielo?

Bueno, el cielo hizo esto. Pero Melliel había descubierto para ese momento que no era normal, y tampoco lo era la reunión de tantos

cazadores de tormentas que crecía con el día. Afuera sobre el mar, las criaturas se agrupaban en círculos incesables. Soldados de Sangre de Misbegotten,

Melliel, segunda portadora de ese nombre, no era tan joven y en el tiempo que había vivido ella vio muchos caza-dores de tormentas, pero nunca más de media docena en un solo lugar y siempre en el rincón más alejado del cie-lo, moviéndose en línea. Pero aquí había docenas. Docenas intercalándose con más docenas.

Era un espectáculo rarísimo, pero aun así, ella pudo haberlo tomado tranquilamente como un fenómeno

natural, si no hubiese sido por la cara de los guardias. Los Stelians estaban nerviosos.

Algo estaba pasando aquí, y nadie le decía nada a los prisioneros. No lo que estaba mal en el cielo, ni lo que

atrajo a los cazadores de tormentas y tampoco lo que les deparaba el destino.

Traducción: Marhana Rod Gon Corrección: Akiva Seraph

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Melliel agarro las barras de la ventana, inclinándose hacia adelante para poder tener una vista panorámica

del mar, del cielo y las islas. Stivan tenía razón. En la noche, los cazadores de tormentas, surgieron de nuevo, como si cada uno de ellos en todo Eretz estuviera respondiendo a un llamado. Girando, girando, mientras el cielo san-graba más y sanaba por si solo y se contusionaba de nuevo.

¿Qué poder podría lastimar al cielo? Melliel soltó las barras y camino a través de la celda hacia la puerta. Golpeo y llamo, —¿Hola?, ¡Quiero ha-

blar con alguien!. Su equipo lo noto y comenzó a reunirse. Aquellos que todavía dormían, despertaron en sus hamacas y se

levantaron. Eran doce en total, todos prisioneros sin heridas – aunque no sin un poco de confusión acerca de la manera en que fueron capturados: Una estupefacción parpadeante tan entera que se sintió como una falla en el funcionamiento del cerebro – y la celda no era un húmedo y frío calabozo, más bien era un largo y limpio cuarto con las pesadas puertas cerradas.

Había un baño y agua para poder lavarse. Hamacas para dormir y cambios de ropa de tejido ligero por si

querían cambiarse los gambesones negros y las agobiantes armaduras —cosa que para ahora, todos ya habían hecho. La comida era basta y mucho mejor de lo que estaban acostumbrados: pescado blanco, pan aireado, ¡y qué fruta! Algunas sabían a miel y flores, de piel gruesa y delgada y con varios colores. Había unas bayas amarillas áci-das y esferas moradas descascarilladas que no tenían idea de cómo abrir, habiendo sido removidos razonablemen-te de sus espadas. Un tipo de fruta tenía espinas puntiagudas que tenían una natilla por dentro, ellos agarraron por ello una primero, y había una que ninguno pudo soportar: un raro tipo de orbe rosa y carnoso, casi sin sabor y tan turbio como la sangre. Esas las dejaron casi sin tocar en la canasta cerca de la puerta.

Melliel no pudo evitar preguntarse cual, si es que había, era la fruta que había enfurecido tanto a su padre,

el emperador, cuando apareció misteriosamente en la punta de su cama. No hubo respuesta a su llamado, por lo que volvió a golpear. —¿Hola?, ¡Alguien!— Esta vez ella pensó en

añadir a su reclamo un “por favor” y estaba irritada cuando la llave giro al momento, como si Eidolon – por su-puesto que era Eidolon – hubiese estado ahí esperado por su por favor.

La chica Stelian estaba, como de costumbre, sola y desarmada. Ella traía una simple cascada de tela blanca

amarrada sobre su hombro moreno, con su cabello negro amarrado con una rama y juntado sobre el otro hombro. Bandas doradas gravadas estaban espaciadas igualmente por ambos delgados brazos. Y sus pies estaban desnu-dos, lo cual impresiono a Melliel por ser algo embarazosamente íntimo. Vulnerable. Esa vulnerabilidad era una ilusión por supuesto.

No había nada acerca de Eidolon para insinuar que ella era un soldado –que cualquiera de los Stelians lo

eran, o que ellos siquiera tenían un ejército– pero esta joven mujer estaba, sin lugar a dudas, en comando cuando el grupo de Melliel fue… interceptado. Y por lo que había pasado –Melliel aún no podía envolver su mente alrede-dor de ella– y a pesar de que ellos eran una docena de guerreros de Misbegotten contra una niña elegante, ningún pensamiento de intento de escape entro en sus cabezas.

Había más de Eidolon – como más de las Islas Lejanas – que solo belleza.

—¿Te encuentras bien?— pregunto esa niña elegante en el acento de los Stelian que era suave y filoso de

palabras. Su sonrisa era cálida; sus ojos de fuego de Stelian bailaban mientras los saludaba con un gesto de ofrecer y agarrar las manos, un barrido de su brazo con bandas doradas para mostrar la cantidad de ellas.

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Los soldados murmuraron respuestas. Hombres y mujeres por igual, ellos estaban en un tipo de fascinación

por esta misteriosa Eidolon de ojos danzantes, pero Melliel observo ese gesto con sospecha. Ella había visto a los Stelian… hacer cosas… con solo ese gesto agraciado, cosas incontables, y ella deseo que ella mantuviese sus brazos en sus lados.

—Estamos bastante bien—, ella dijo. —Para ser prisioneros—. Su propio acento le sonó vulgar a ella mis-

ma, comparado con el de ellos, y su voz hosca y gimoteada. Ella se sintió vieja y desgarbada, como una espada de acero. —¿Qué está pasando allá afuera?

—Cosas que no deberían,— Eidolon le respondió ligeramente. Era más de lo que Melliel había logrado sacar de ella antes. —¿Qué cosas?— demando. —¿Qué está mal

con el cielo? —Está cansado,— dijo la niña con un brillo en sus ojos que era como un resplandor de fuego agitado. Como

los ojos de Akiva, Melliel pensó. Cada Stelian que había visto hasta ahora los tenía. —Está sufriendo,— añadió Ei-dolon. —Es muy viejo, tú sabes.

¿El cielo estaba cansado y viejo? Una respuesta sin sentido. Ella estaba jugando con ellos. —¿Tiene algo que ver con el Viento?— Melliel preguntó, pensando la palabra como nombre propio, para

diferenciarlo de cada viento que haya venido antes. Por supuesto, llamarlo “viento” era como llamar a un cazador de tormentas un pájaro. El equipo de Melliel

se estaba acercando a Caliphis cuando los golpeo, agarrándolos como si fuesen plumas esparcidas y succionándo-los de vuelta de dónde venían, junto con cada cosa proveniente del cielo que estuviese en su camino –pájaros, polillas, nubes y si, hasta cazadores de tormenta– también como muchas cosas de la superficie del mundo que no estuviesen agarradas fuertemente como deberían, como las floraciones completas de los árboles, y casa espuma hecha por el mar.

Sin poder, tambaleándose a millas de ello. Ellos fueron capturados y acarreados –primero hacia el este, ale-

teando sus alas para poder tener algún control de ellos mismos, y después… la calma. Corta y lejos de estar quieta, solo les dio tiempo para poder jadear antes de que una fuerza completa viniera de nuevo y los mandara tamba-leando hacia el este ahora, hacia Caliphis y más allá, donde finalmente los soltó. ¡Que fuerza! Se sintió como si el éter por si mismo hubiese tomado una respiración profunda y la hubiese expulsado. El fenómeno tenía que estar ligado, pensó Melliel. ¿El Viento, el cielo contusionado, el amontonamiento de cazadores de tormentas? Ninguno estaba bien, o era natural.

La expresión de Eidolon de leve hermosura se volvió plana, sin brillo en sus ojos ahora. —Eso no era viento,— dijo ella. —¿Entonces que fue eso?— preguntó Melliel, esperando que este candor persistiera. —Hurto.— dijo ella, y parecía a punto de retirarse. —Disculpen. ¿Necesitan alguna otra cosa?— —Sí,— dijo Melliel. —¿Quiero saber que será de nosotros? Con un movimiento repentino de su cabeza, Eidolon hizo que Melliel retrocediera. —¿Estas tan ansiosa por

que se haga algo contigo?

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Melliel pestaño. —Yo solo quería saber —No está decidido. Recibimos tan pocos extraños por aquí. Los niños deben de querer verlos, yo creo. Ojos

azules. Qué maravilla.— Ella dijo con admiración, mirando justo a Yav, el más joven de la compañía, que era dema-siado rubio. Se sonrojo hasta sus raíces rubias.

Eidolon se voltio a Melliel con una mirada contemplativa. —Por otro lado, Wraith ha pedido que tú seas

dado a los novicios. Para práctica. ¿Practica? ¿En qué? Melliel no preguntaría; desde que entró en contacto con estas personas, ella había vis-

to tales cosas como insinuaciones de magia inimaginable. Esas artes estaban perdidas con el imperio, y la llenaban de horror. Pero los ojos de Eidolon estaban alegres. ¿Estaba bromeando? Melliel no tenía consuelo. Tan pocos ex-traños, la Stelian dijo. Melliel pregunto, —¿Dónde están los otros?

—¿Otros?— No del todo convencida de querer presionar, Melliel replico, “Sí,” y trato de sonar valiente. Era su misión, después de todo, descubrirlo. Su equipo fue enviado para encontrar y rastrear a los emisa-

rios desvanecidos del emperador. La declaración de guerra de Joram con los Stelians había sido respondida –con la canasta de frutas– por lo que claramente fue recibida, pero los embajadores nunca regresaron, y muchas tropas de igual forma se perdieron en las misiones a las Islas Lejanas. En los días que llevaban ahí, Melliel y su equipo no vieron u oyeron pista alguna de los otros prisioneros. —Los mensajeros del emperador,— dijo. —Ellos nunca re-gresaron.

—¿Estás segura de eso?— pregunto la niña. Dulcemente. Demasiado dulce, como miel que enmascara la

hiel de veneno. Y después con deliberación, sus ojos nunca dejaron los de Melliel, ella se arrodillo para tomar una fruta de la canasta junto a la puerta. Era una de las orbes rosas que los Ilegitimos no pudieron soportar. Fruta que ellos pudieron haber comido, pero eran esencialmente sacos de carne de jugo rojo, excesivamente llenadores y cálidos.

La chica lo mordió y en ese momento Melliel pudo jurar que sus dientes eran puntiagudos. Era como un velo torcido y detrás de él, Eidolon de ojos danzantes, era una salvaje. Su delicadeza se fue;

ella era… repugnante. La fruta exploto y ella hecho su cabeza para atrás, succionando y lamiendo para agarrar el espeso jugo en su boca. La columna de su garganta estaba expuesta mientras el rojo llenaba sus labios, bajando, viscoso y opaco hacia la blanca cascada de su vestido donde floreció como flores de sangre, nada más que sangre,

y aun así ella succiono la fruta. Los soldados se alejaron de ella, y cuando Eidolon bajo su cabeza de nuevo y

vio a Melliel, su cara estaba manchada con un rojo vivo. Como un depredador, Melliel pensó, alzando su cabeza de un cadáver caliente. —Tú nos trajiste tu sangre y tu piel junto con tus intenciones,— dijo Eidolon con su boca goteando, y era

imposible recordar a la agraciada niña ella aparento hacía un momento. —¿Que quiere decir que vengan aquí, si no es para que se entreguen a nosotros? ¿Ustedes pensaron que

los conservarían como están, de ojos azules y de manos blancas?— Ella alzo la piel de la fruta succionada y la dejo caer. Golpeo el suelo de baldosas como una bofetada.

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Ella no querría decir…No. No la fruta. Melliel había visto cosas, sí, pero su mente no quería admitir esa po-

sibilidad. Simplemente no. Era una broma horrible. Su disgusto la envalentono. —No era nuestro ánimo,— dijo. —No tenemos el lujo de escoger a nuestros enemigos. Somos soldados.— Soldados, dijo, pero ella pensó: esclavos.

—Soldados,— dijo Eidolon con desdén. —Sí. Soldados y niños hacen lo que les piden.— Una curva en su la-

bio, recorrió a la mayoría de ellos y después dijo, —Los niños crecen de eso, pero los soldados solo mueren.— So-lo. Mueren. Cada palabra un pinchazo y luego la puerta se abrió por si sola y ella sin siquiera moverse se encontró al otro lado, en el corredor. Ella ha hecho esto antes: hacer parecer el tiempo que tiembla y se vuelve estroboscó-pico, con pasos a lo largo del camino que parece rebanado y tragado.

Tragado como esa coagulación de jugo rojo que no era sangre, que no podía ser sangre. Melliel se forzó a si

misma decir —Entonces, ¿estamos para morir? —La reina decidirá qué hacer con ustedes. ¿Reina? Esa era la primera vez que se mencionaba a una la reina. ¿Habrá sido ella la que le mando a Joram

la canasta de frutas que vio catorce Quiebra—espadas balanceando desde el patíbulo oeste y a una concubina purgada por el desagüe con una mortaja?

—¿Cuándo?— Melliel pregunto. —¿Cuándo lo decidirá? —Cuando regrese a casa,— dijo la niña. —Disfruten su piel y su sangre mientras puedan, dulces soldados.

Scarab se ha ido de cacería.— Ella canto las palabras. —Cacería, cacería.— Un rugido en forma risa y de nuevo Me-lliel vio que sus dientes eran puntiagudos… y de nuevo vio que no lo eran. Era momento del efecto estroboscópico, realidad estroboscópica. ¿Qué es lo real? Un crack estroboscópico y la puerta estaba cerrada, Eidolon no estaba, y… la habitación estaba oscura.

Melliel parpadeo, se quitó una pesadez repentina y miro a su alrededor. ¿Oscuro? Las palabras de Eidolon

aun hacían eco en la celda –cacería, cacería– pudo haber sido solo un segundo, pero la cámara estaba oscura. Sti-van también parpadeaba y Dorian y los demás. El joven Yav, apenas estaba saliendo de su etapa de entrenamiento y aun con una cara redonda de niño, tenía lágrimas en sus ojos azules.

Cacería, cacería, cacería. Melliel giro hacia la ventana y con un empuje de sus alas, se empujó hacia ellas y miro por fuera. Era como

ella temía. Ya no había amanecer. Ya no era un día. El negro de la noche ocultaba los moretones del cielo, y ambas lunas estaban altas y del-

gadas, Nitid en creciente y Ellai una uña, juntas dando la luz necesaria para poder ver los bordes de las alas de los cazadores de tormentas.

Cacería, vino la voz de Eidolon –Eco o memoria o fantasma– y Melliel se estabilizó contra la pared como un

día entero, perdido, corrió a través de ella y despojó cada minuto perdido, sintió un estremecimiento, llevándola cerca de su fin. ¿Morirían ellos aquí, todos ellos? Ella no creía –o no quería– creer en Eidolon acerca de la fruta, pero la memoria de la densa carne entre sus propios dientes aun la hacían atragantarse.

Estas gentes podrán ser serafines, pero hasta ahí llegaba el parentesco, y en la mente de Melliel la forma de

su misteriosa reina –¿Scarab?– comenzaba a deformarse en algo terrible. Cacería, cacería, cacería… ¿Cazando qué?

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LLEGADA + 6 HORAS

Angel Retamoso

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9

ATERRIZARON

A las 15:12 GMT, con el mundo entero observando, los ángeles aterrizaron. Hubo un período de horas, en el que la trayectoria de vuelo de la formación al oeste de Samarcanda, sobre el Mar Caspio y Azerbaiyán, cuando su destino era un misterio. Al otro lado de la ruta hacia el oeste de Turquía, y no fue hasta que los ángeles cruza-ron el meridiano 36 º sin necesidad de girar hacia el sur que Tierra Santa fue eliminada de la trayectoria. Después de eso, el dinero estaba en la Ciudad del Vaticano, y el dinero no estaba equivocado.

Manteniendo la formación en la que habían volado, en veinte bloques perfectos de cincuenta ángeles cada

uno, los visitantes alados se posaron en la gran plaza de la Basílica de San Pedro, Roma.

Los científicos, estudiantes de posgrado, y los internos que se habían reunido en el sótano de la NMNH en Washington, DC, miraban la pantalla en silencio, en regalía barroca propia de su título—Su Santidad, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los siervos de Dios, el Papa se adelantó para saludar a sus magníficos invitados.

Mientras lo hacía, se produjo un cambio en la primera línea y en el centro de la falange. Era difícil distinguir

los detalles. Las cámaras estaban en el aire, flotando en helicópteros, y desde este punto de vista alto, los ángeles parecían un encaje viviente de fuego y seda blanca. Exquisito. Ahora, uno de ellos se adelantó —que parecía llevar un penacho de plata— y, en un movimiento fluido, el resto cayó sobre una rodilla.

El Papa se acercó temblando, con la mano levantada en señal de bendición, y el líder de los ángeles inclinó

la cabeza en un ligero arco. Los dos se quedaron frente a frente. Parecían estar hablando.

—¿Acaso ... el Papa acaba de convertirse en el portavoz de la humanidad?— Preguntó un zoólogo atónito.

—¿Qué podría salir mal?—, Respondió un antropólogo aturdido.

Colegas de Eliza habían reunido algo parecido a un centro medio de comunicación mediante la agrupación de una serie de televisores y computadoras en un aula extendida vacía. En el transcurso de varias horas, el tenor de su comentario se había desplazado fuera casi en su totalidad de la teoría de engaño hacia los reinos más inquie-tantes de ... Y si es cierto, ¿cómo es verdad y qué es lo que quiere decir , y ... ¿cómo podemos hacer que tenga sen-tido?

En cuanto a los comentarios de la televisión, era estúpido. Fueron lanzando jerga bíblica alrededor como si

no hubiera mañana —que, bueno, tal vez no lo había! Ba—dum—bum.

Apocalipsis. Armageddon. El Éxtasis.

El némesis de Eliza, Morgan Toth —el de los labios acolchados— estaba usando un vocabulario completa-mente diferente. —Deben tratarlo como una invasión extraterrestre—, dijo. —Hay protocolos para eso.—

Protocolos. Eliza sabía exactamente a donde quería llegar.

Traducción: Ale Herrera Corrección: Akiva Seraph

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—Eso sería ir más bien con las masas—, dijo Yvonne Chen, un microbiólogo, con una sonrisa. —Es la segun-

da venida! Preparen los jets!

Morgan dio un suspiro de paciencia exagerada. –Sí—, dijo con la mayor condescendencia posible. —Sea lo que sea, apreciaría algunos jets entre ellos y yo. ¿Soy el único no—idiota en el planeta?—

—Sí, Morgan Toth, lo eres,— Gabriel intervino. —¿Vas a ser nuestro rey?

—Con mucho gusto—, dijo Morgan, esbozando una leve reverencia y volteando hacia atrás el flequillo in-

geniosamente crecido hacia arriba. Era un hombre pequeño con un rostro atractivo ubicado sobre un cuerpo flaco, de hombros caídos y un cuello alrededor de la circunferencia del dedo meñique de Eliza. En cuanto a los labios hinchados, existían en un estado de sonrisa sarcástica, y Eliza estaba constantemente plagada de impulsos de ha-cer rebotar las cosas en ellos. Monedas. Ositos de goma.

Puños.

Ellos dos eran estudiantes de posgrado en el laboratorio del Dr. Anuj Chaudhary, ambos con becas de in-

vestigación altamente peleadas con uno de los biólogos más importantes del mundo evolucionista, pero desde el día que se conocieron, la animosidad que Eliza sentía por el pequeño niño blanco petulante se había sentido como náuseas. Él en realidad se había reído cuando ella le dijo el nombre de la universidad pública desaliñada de la que viene, afirmo haber pensado que era una broma, y eso fue sólo el comienzo. Ella sabía que no creía que se había ganado su lugar aquí, que debe tener en cuenta alguna forma de acción afirmativa para el —o peor. A veces, cuando el Dr. Chaudhary reía de algún comentario de Eliza, o se inclinaba sobre su hombro para ver algunos resul-tados, podía ver los pensamientos desagradables de Morgan en su sonrisa, y eso la enfurecía. La insultaba— y al Dr. Chaudhary también, que era decente, y casado, y también lo suficientemente mayor como para ser su pa-dre. Eliza estaba acostumbrada a ser menospreciada, porque era negra, porque era mujer, pero nadie había sido tan vil como Morgan. Quería sacudirlo, y eso era lo peor de todo. Eliza era blanda, incluso después de todo, y su propia ira la enfurecía, que Morgan Toth pudiera alterarla, doblarla como un alambre por la enorme atrocidad de su personalidad.

—Quiero decir, vamos,— dijo, señalando a las pantallas de televisión. El ángel al mando y el Papa todavía

parecían estar hablando. Alguien había puesto una cámara cerca de la acción, en el suelo con ellos ahora, aunque no lo suficiente cerca para escuchar el audio. —¿Qué son esas cosas?— Morgan exigió. —Sabemos que no son 'seres celestiales'—

—Nosotros no sabemos nada todavía—, Eliza se oyó decir, aunque era lo último que quería hacer —Dios

mío, la ironía era argumentar en nombre de los ángeles.

Sólo Morgan podía provocarla así. Era como si su voz –desagradablemente combatiente— provocara au-tomáticamente un impulso para discutir. Todo lo que tenía que hacer era tomar una posición y se sentiría una ne-cesidad inmediata para oponerse a ella. Si declaró su afecto por la luz, Eliza tendría que defender la oscuridad.

Y a ella realmente, realmente no le gustaba la oscuridad.

—¿Eres de verdad un científico?— Le preguntó ella. —¿Desde cuándo decidimos lo que sabemos antes in-

cluso de tener algún dato?

—Estás armando mi punto, Eliza. Datos. Lo necesitamos. Dudo que el Papa vaya a conseguirlos, y no escu-cho al presidente exigiéndolos.

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—Eso no significa que no lo hará. Dijo que se está considerando todos los escenarios.

—Una mierda es lo que es. Supongo que si un platillo volador descendiera sobre el Vaticano, ¿despejarían una pista de aterrizaje en medio de la maldita plaza de San Pedro?

—Eso no es un platillo volador, sin embargo, lo es, ¿Morgan? ¿Realmente no puedes ver la diferencia?—

Ella sabía que no tenía sentido discutir con él, pero era enloquecedor. Él fingía no comprender la intensa sensibili-dad de esta situación como si algún concepto lo marcara como superior —como si estuviera tan por encima de las masas que sus preocupaciones eran pintorescas para él. ¿Qué primitivas son sus costumbres! ¿Qué es esta cosa que ustedes llaman "religión"? Pero Eliza sabía que se trataba de un tipo completamente diferente a la amenaza que un platillo volador habría sido. Un aterrizaje extraterrestre unificaría el mundo, al igual que en una película de ciencia ficción. Sin embargo, "los ángeles" tenían el potencial de astillar la humanidad en mil fragmentos afilados.

Ella sabía. Había sido un fragmento durante años.

—No hay muchas razones por las que la gente con gusto mataría y moriría, pero esta es una muy grande—,

ella dijo. —¿Entiendes? No importa lo que tú creas, o lo que tú piensas que es estúpido. Si los poderes tiran de cualquiera con sus 'protocolo', no va a ser bonito ahí afuera—.

Morgan suspiró de nuevo, juntando sus dedos a las sienes, en actitud de ¿Por qué debo soportar tal fragili-

dad mental? —No hay escenario en el que vaya a ser 'bonito'. Tenemos que estar en control de la situación, no caer de rodillas como un grupo de campesinos deslumbrados—.

Y aquí Eliza tuvo que morderse el interior de la mejilla, porque odiaba estar de acuerdo con Morgan Toth,

pero ella estuvo de acuerdo con eso. Había estado luchando contra esa lucha desde hace años —no volver a caer de rodillas, nunca más golpeada, presionado, nunca volvería a ser forzada.

¿Y ahora el cielo se abría y los ángeles llegaron a raudales?

Era algo muy gracioso. Ella quería reír. Quería golpear sus puños contra algo. Un muro. La sonrisa de Mor-

gan Toth. Se imaginaba cómo iba a mirarla si supiera de dónde venía. ¿De qué venía? De lo que ha-bía huido. Lograría un umbral de desprecio sin igual en la historia humana. O más bien fascinado, desagradable jubilo. Haría su año.

Ella decidió que se callaría, lo que Morgan tomó como una victoria, pero aun así sentía, desde el brillo de

pescado en su mirada, que debería haberse callado antes. Las personas con secretos no deben hacer enemigos, se advirtió.

Y, claro y de forma espontánea, como en respuesta, de alguna capa profunda de su memoria, surgió la voz

de su madre. —Las personas con destino—, dijo, —no deben hacer planes.—

—¡Oh Dios mío!— Llegó un trino alegre de uno de los embarazosos presentadores de noticias, llamando la atención de Eliza de nuevo a la fila de los televisores. Algo estaba pasando. El Papa se había apartado para emitir órdenes a los subordinados, y ahora, arrastrando las cámaras y micrófonos, un equipo de noticias se acercó a la carrera dando bandazos.

—¡Parece que los visitantes van a hacer una declaración!

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10

INCLINANDOSE AL PANICO

El ángel utilizaba un casco de plata coronado con una cresta de plumas blancas. Se parecía a un casco de un centurión romano, con el aditivo de una extensión que escondía la nariz –una estrecha franja de plata que se pro-yectaba desde el visor hasta la barbilla, dividiendo su rostro de manera efectiva. Esto ocultaba su nariz y todo ex-cepto por las comisuras de su boca, mientras que dejaba sus ojos, pómulos y la mandíbula expuestos.

Era una elección extraña, especialmente teniendo en cuenta que el resto del ejército tenía la cabeza descu-

bierta, sus hermosos rostros sin obstrucciones. Había otras cosas extrañas sobre ese ángel, también, pero estas eran más difíciles de notar, y su declaración las eclipsó muy pronto a todas. Solamente después se podría comen-zar el análisis de su postura, y su sombra extrañamente hinchada, su voz pastosa, ceceó, y el murmullo que se es-cuchaba durante sus largas pausas, como si le estuvieran dando sus líneas. Los detalles se empezarían a sumar con la idea de la impresión general de maldad que logró –como un residuo pegajoso en los dedos, excepto que estaba en la mente.

Pero aún no. En primer lugar, su declaración, y la reacción global instantánea: entrar en pánico. —Hijos e hijas del único y verdadero Dios,— dijo, pero… lo dijo en Latín, así que muy pocas personas lo en-

tendieron en tiempo real. En toda la esfera del planeta Tierra, en medio de plegarias y maldiciones y preguntas pronunciadas en cientos de idiomas, billones se apresuraron por encontrar una traducción.

¿Qué está diciendo? En el lapso de tiempo antes de que las traducciones se extiendan, la mayoría de la raza humana experimen-

tó el primer mensaje del ángel presenciando las reacciones del Papa. No fue tranquilizante. El pontífice palideció. Dio un tambaleante paso atrás. En un punto el intentó hablar, pero el ángel le inte-

rrumpió sin mirar hacia los lados. Este era su mensaje para la humanidad: —Hijos e hijas del único y verdadero Dios, han pasado años desde la última vez que vinimos con ustedes,

aunque nunca estuvieron lejos de nuestra vista. Por siglos hemos peleado una guerra más allá de la comprensión humana. Les hemos protegido por mucho tiempo en cuerpo y alma mientras les protegíamos del conocimiento que les amenaza en las sombras. El Enemigo que tiene hambre de ustedes. Lejos de sus tierras se han librado grandes batallas. Sangre derramada, carne devorada. Pero a medida que la falta de Dios y la maldad crecen sobre ustedes, el poder del Enemigo aumenta. Y ahora ha llegado el día en la que su fuerza coincide con la nuestra, y pronto la superará. No podemos dejarlos inocentes en las Sombras. Ya no podemos protegerles sin su ayuda.—

El ángel tomó una profunda respiración y alargó una pausa antes de terminar con fuerza. —Las bestias… vienen por ustedes.

*** Y con eso comenzaron los disturbios.

Traducción: Lety Moon Corrección: Akiva Seraph

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LLEGADA + 12 HORAS

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11 VARIEDADES DE SILENCIOS

Akiva estaba estoico. Las palabras que acababa de pronunciar parecían flotar en el aire. La atmósfera en la estela de su pronunciamiento, pensó, era como la presión en el camino de las zambullidas de los cazadores de tormentas, todo el aire se desviaba hacia un cataclismo que estaba por arremeter. Dispuestos alrededor de él en las cuevas Kirin se encontraban doscientos noventa y seis Ilegítimos con sus caras serias, eran lo único que quedaba de la legión bastarda del Emperador, a quien acababa de hacer su propuesta impensable.

La presión crecía, el peso del aire desafiaba a la altura delgada. Y entonces... Risa. Incrédula e inquieta. —¿Y todos vamos a dormir juntos, bestia-serafín-bestia-serafín? —preguntó Xathanael, uno de los muchos

medio hermanos de Akiva, y no uno que conocíera bien. El Terror de las bestias no era conocido por las bromas, pero de seguro esto era una broma: ¿el enemigo

conviviendo con ellos? ¿Para unírseles?

—¿Y nos cepillaremos el cabello unos a otros antes de ir a dormir? —agregó Sorath. —Sacar sus liendres, mejor dicho —dijo Xathanael de nuevo, riéndose. Akiva recordó a Madrigal durmiendo a su lado, y para él la broma no era divertida. Y era mucho menos

divertida en aquel lugar, en las cuevas resonantes de su pueblo sacrificado, donde, si uno observa con atención, todavía se podían ver las huellas de sangre de los cuerpos arrastrados por el suelo. ¿Cómo se sentiría Karou al ver eso? ¿Cuánto recuerda del día en que quedó huérfana? La primera vez que quedó huérfana, se recordó. La segunda fue mucho más reciente, y fue por culpa de él. —Creo que sería mejor —respondió—, si nos alojamos en diferentes sectores.

La risa se quebró y se desvaneció de forma gradual. Todos lo miraban fijamente, rostros atrapados entre la

diversión y la indignación, sin estar seguros de donde se iban a asentar. Ninguno de los extremos de ese espectro serviría. Akiva necesitaría llevarlos a un lugar completamente diferente: a la aceptación, aunque estuvieran reticentes.

En este momento aquello se sentía muy remoto. Había dejado al ejército de quimeras en un valle de altas

montañas hasta que pudiera regresar y traerlos a un lugar seguro. Él quería que Karou este segura, al igual que el resto de ellos. Esta oportunidad imposible nunca volvería a suceder. Si no lograba convencer a sus hermanos y hermanas de intentarlo, le habría fallado a su sueño.

—La elección es suya —dijo—. Pueden rechazarla. Hemos renunciado al servicio del Imperio; ahora

elegimos nuestra propia lucha, y también podemos elegir a nuestros aliados. El hecho es que hemos destrozado a las quimeras. Estos pocos que sobrevivieron son los enemigos de la guerra pasada. Ahora nos enfrentamos a una nueva amenaza, no sólo para nosotros, sino que para toda Eretz: la promesa de una nueva era de tiranía y guerra que haría que el gobierno de nuestro padre se vea suave en comparación. Debemos detener a Jael. Esto es primordial

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Ale Herrera

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—No necesitamos a las bestias para eso —dijo Elyon, dando un paso adelante. A diferencia Xathanael, Akiva conocía bien a Elyon, y lo respetaba. Era uno de los más antiguos de los bastardos que quedaban con vida, y no lo aparentaba, su pelo apenas empezaba a ponerse gris. Él era un pensador, un planificador, no le gustaba la bravuconería o la violencia innecesaria.

—¿No? —Akiva lo enfrentó—. Los Dominantes son cinco mil, y ahora Jael es el emperador, así que también comanda a la segunda legión.

—¿Y cuántos son estas bestias? —Actualmente, estas quimeras son ochenta y siete —respondió Akiva.

—Ochenta y siete —Elyon rió, no de manera despectiva, pero casi triste—. Tan pocos. ¿Y eso cómo nos

ayuda?

—Nos ayuda, estos ochenta y siete soldados lo valen —dijo Akiva. Para empezar, pensó, pero no lo dijo.

Todavía no les había dicho que era cierto que las quimeras tenían un nuevo resusitador. —Ochenta y siete que cuentan con hamsas contra los Dominantes.

—O en contra de nosotros —señaló Elyon. Akiva deseaba poder negar que los hamsas no se usarían en su contra; todavía sentía el mal que les

provocaba los flashes de sus palmas furtivas, como un dolor sordo en la boca de su estómago. Él dijo: —No tienen más razones para amarnos que nosotros a ellos. Tienen muchas menos. Mira su hogar. Pero nuestros intereses, al menos por ahora, se alinean. El Lobo Blanco ha dado su promesa...

Ante la mención del Lobo Blanco, el ejército perdió su compostura. —¿El Lobo Blanco vive? —exigieron

muchos soldados—. ¿Y no lo has matado? —preguntaron muchos más. Sus voces llenaban la caverna, saltando y rebotando en el techo alto y áspero, y parecía multiplicarse en un

coro de gritos fantasmales. —Sí, el general vive —confirmó Akiva. Tuvo que gritar para tranquilizarlos—. Y no, no lo maté. —Si tan solo

supieran lo difícil que fue eso. —Y él tampoco me mató, a pesar de que fácilmente podría haberlo hecho. Sus gritos se apagaron, y luego el eco de sus gritos, pero Akiva sentía como si se hubiera quedado sin nada

más que decir. Cuando se trataba de Thiago, su persuasión se agotaba. Si el lobo blanco estuviera muerto, ¿podría ser él más elocuente? No pienses en él, se dijo. Piensa en ella.

Y lo hizo. Akiva expresó: —Existe el pasado, y también el futuro. El presente no es más que el único segundo que

divide la una a la otra. Vivimos ese segundo, ya que se precipita hacia delante—¿pero hacia qué? Todas nuestras vidas hemos sido impulsados por el Imperio—hacia la aniquilación de las bestias—y eso ha ido y venido. Pertenece al pasado, pero todavía estamos vivos, menos de trescientos de nosotros, y todavía nos impulsamos hacia adelante, hacia algo, pero ya no nos maneja el Imperio. Y por mi parte, quiero que ese algo sea...

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Él pudo haber dicho: la muerte de Jael. Hubiera sido cierto. Pero era una pequeña verdad eclipsada por otra

mayor. En su memoria habitaba una voz más profunda que cualquier otra que hubiera oído en su vida, que decía: "Es la vida tu dueña, o la muerte".

Las últimas palabras de Brimstone. —Vida —dijo a sus hermanos y hermanas—. Quiero que el futuro sea la vida. Y no son las quimeras quienes

se interponen. Nunca lo fueron. Fue Joram, y ahora es Jael. Cuando se trata de una cuestión de mayores o menores odios, Akiva supo, el odio más personal va a ganar,

y Jael había ido lo suficiente lejos para asegurarse ese honor. Los Ilegítimos aún no sabían, sin embargo, hasta qué punto.

Akiva mantuvo la noticia para sí mismo por un momento, no quería contarla. Sintiendo, más que nunca, la

culpa. Por último, la dijo como un cadáver encima de su duro silencio.

—Hazael está muerto.

Hay variedades de silencios. Como hay variedades de quimeras. Quimera significaba, esencialmente, nada más que "Criatura de aspecto mixto, criatura que no es un Serafín". Era un término que tomaba cada especie con el lenguaje y la mayor función que vivió en estas tierras y que no era un ángel; era un término que nunca habría existido si los serafines no existieran, por su agresividad, unió las tribus contra sí mismos.

Y el silencio que siguió a la noticia de Akiva, y el silencio que siguió a este, no eran más familiares entre sí

que un Kirin y Heth. En el último año, los Ilegítimos habían sido reducidos a una pequeña porción de sí mismos. Habían perdido

a tantos hermanos y hermanas que los que permanecieron podría haberse ahogado en las cenizas de los que habían muerto. Fueron criados para esperar aquello, aunque esto nunca se había hecho más fácil, y en los últimos meses de la guerra, cuando el recuento de cuerpos creció a niveles de absurdos, se había producido un cambio. Su furia había estado creciendo, no simplemente sobre las pérdidas, pero por la expectativa de que, al no ser nada más que armas, no llorarían. Ellos lo hicieron. Y por cualquier sello, Hazael había sido uno de los favoritos.

—Fue asesinado por los Dominantes en la Torre de la Conquista. Fue una trampa. —Al hablar de ello, Akiva estaba de regreso en aquel lugar, viendo todo, y la forma en que, el extraordinario resplandor de sirithar llegó a él demasiado tarde, había visto a su hermano morir. No le dijo a los demás que Hazael había muerto defendiendo a Liraz de los planes insoportables que tenía Jael para ella. Ya era bastante difícil para ella sin que se sepa por todos.

—Es cierto que maté a nuestro padre —dijo—. Es lo que fui a hacer allí, y lo hice. Lo que sea que ustedes

hayan oído, no maté al príncipe heredero, ni lo hubiera hecho. Ni tampoco al Consejo, los guardaespaldas, los Espadas Plateadas, ni a los asistentes de baño. —Toda esa sangre —todo eso fue obra de Jael, y todo ello fue su plan. No importa la forma en que cayó ese día, haría que Akiva resultara el culpable de todo aquello, y lo utilizaría como pretexto para terminar con todos nosotros.

A lo largo de la narración, el silencio creció, y Akiva comenzaba a relajarse, como se relajan los puños al

soltar las empuñaduras de las espadas.

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Tal vez era una novedad para ellos que sus vidas no tenían valor sin importar lo que Akiva hizo ese día, y tal

vez no era así. Tal vez eso no era lo que importaba. Estos dos nombres—Hazael y Jael—podrían haber servido como ejemplo de polos opuestos: amor y odio, y juntos se combinaron para hacer esto real, todo esto. La ascendencia de su tío, su propio exilio, incluso el hecho de su propia libertad — que sigue siendo tan ajena a ellos, un idioma que nunca habían tenido la oportunidad de aprender.

Ahora pueden hacer cualquier cosa. Incluso... ¿aliarse con las bestias? —Jael no lo esperará —dijo Akiva—. Para comenzar, esto lo va a enfadar. Pero más que eso, lo va a

inquietar. No sabrá qué esperar a continuación, en un mundo donde las quimeras y los Ilegítimos unen sus fuerzas. —Y apuesto que nosotros tampoco —dijo Elyon, Akiva creía que en un tono reflexivo, como si el

desconocido sedujera tanto como alarmara. —Hay algo más —expresó Akiva—. Es cierto que las quimeras tienen un nuevo resucitador. Y ustedes debe

saber, antes de decidir nada, que ella estaba dispuesta a salvar a Hazael—su voz se quebró—. Pero ya era demasiado tarde.

Trataron de digerir aquello. —¿Qué pasó con Liraz? —preguntó Elyon, y un murmullo recorrió el lugar.

Liraz. Ella sería su criterio. Alguien dijo: —Seguro que ella no ha accedido a esto. Y Akiva dijo una bendición para su hermana, porque él sabía que las tenía ahora. —Ella está con ellos,

acampando y a la espera de mi palabra. Y ustedes pueden imaginar...—él suavizó su tono por primera vez desde que llegó y los llamó para que se reunieran; él se permitió sonreír—...que ella preferiría estar aquí con ustedes. No hay tiempo para discutir esto. Jael no va a esperar —miró primero a Elyon—. ¿Y bien?

El soldado parpadeó varias veces, de manera rápida, como si se estuviera despertando. Frunció el ceño. —

Una tregua... —dijo, en un tono de advertencia—, sólo puede ser tan sólida como el menos digno de confianza de ambos bandos.—

—Entonces, que no sea de nuestro lado —dijo Akiva—. Es lo mejor que podemos hacer. La mirada en los ojos de Elyon sugirió que podía pensar mejor, y que esto comenzaba y terminaba con

espadas, pero asintió. Él asintió. El alivio de Akiva se sentía como el paso de los cazadores de tormentas remodelando el aire. Elyon dio su promesa, y los demás también lo hicieron. Era sencillo y ligero, y tanto como se podía esperar

por ahora: que cuando el viento entregado a sus enemigos, ellos no atacarían primero. Thiago había hecho la misma promesa en nombre de sus soldados.

Pronto aprenderían lo que valen las promesas .

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12

UNA CALIDA IDEA

—¿Sabes lo que podría hacer? Preguntó Zuzana, temblando.

—¿Qué podrías hacer? —preguntó Mik, que estaba sentado detrás de ella, con los brazos envueltos a su al-rededor todo el camino y su rostro escondido en el hueco de su cuello. Esa era la parte más caliente de su cuerpo en este momento: el hueco de su cuello, donde el aliento de Mik estaba haciendo su propio microclima, unos po-cos centímetros cuadrados de hermoso trópico.

—Tu sabes esa escena en Star Wars —dijo ella—. ¿Dónde Han Solo abre el vientre de esa tauntaun y empu-

ja a Lucas a su interior para que no se congele a muerte?

—Oh — dijo Mik —Eso es tan dulce. ¿Me vas a meter en un cadáver fresco y humeante para calentarme?

—No tú. Yo.

—Oh. Okay. Bueno. Porque lo que se siempre después de esa escena es que las tripas se van a enfriando rápido, y en lo personal, prefiero tener frío y no estar cubierto de tripas Tauntaun húmedas de lo…

—Está bien, entonces —dijo Zuzana—. No hay necesidad de ser tan gráfico.

—Se llama un saco de dormir Skywalker —continuó Mik—. Una mujer en Estados Unidos intentó en un ca-

ballo.

Zuzana hizo un sonido ahogado. — Para, ahora.

—Desnuda.

—Oh Dios —ella se movió hacia adelante para poder girar la cara y mirarlo. Inmediatamente en el micro-clima de su cuello comenzó a descender la temperatura. Adiós, diminutos trópicos—. Yo no necesito esa imagen en mi mente.

—Lo siento —dijo Mik, arrepentido—. Tengo una idea mejor, de todos modos.

— ¿Una cálida idea?

—Sí. Estaba trabajando mi valor cuando me distrajiste con es de Star Wars .

El ejército quimérico, además de ellos mismos y Liraz—Akiva habían volado por adelantado para conseguir

la señal de su ejército, con dedos cruzados—acamparon en un valle protegido en las montañas. Protegido era un término relativo, y valle, también. Un pensamiento de praderas y flores silvestres y lagos de espejo, pero esto pa-recía un cráter lunar. Ellos estaban fuera de lo peor del viento, de todas formas; era lo suficientemente tranquilo para conseguir fuegos encendidos, a pesar de que no tenían una gran cantidad de combustible, y la madera que

Traducción: Ale Herrera Corrección

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alguien—¿Rark? ¿Aegir?—había cortado con un hacha de batalla era una fogata mísera, arrojando chispas verdes saltarinas y de olor desagradable, como las décadas de acumulación de col en el apartamento en Praga de la tía de Zuzana.

En serio, ese olor no tenía por qué existir en dos mundos.

Zuzana se preguntó qué idea podría Mik tener que necesitaba valor. — ¿Va a impresionarme?— Preguntó.

—¿Si funciona? Sí. Si no es así, y regreso mirándome avergonzado o... um, apuñalado , no te burles. ¿De

acuerdo? —¿Apuñalado? Yo nunca me burlaría ti —dijo Zuzana, y ella lo dijo en serio en el momento—. Sobre todo cuando no hay un riesgo de apuñalamiento. En realidad no hay, ¿verdad?

—No lo creo. Humillación, seguro —él tomó una respiración profunda—. Aquí voy.

Y entonces su cuerpo no estaba ya detrás de ella, dejándola completamente expuesta a los elementos, y

Zuzana se dio cuenta de que en realidad no había pasado frío, pero ahora lo estaba. Al igual que saliendo de las tripas de una tauntaun, cubierto en húmedo…

Ugh.

—¿Qué está haciendo Mik?, preguntó Karou, saltando desde el muro de contención de piedra que los pro-

tegía—una especie de escudo contra el viento. Ella había estado paseando por allí, mirando hacia fuera por Akiva con el pretexto de hacer guardia. El sol se estaba poniendo, y Zuzana no creía que esperaban al serafín de regreso por un buen tiempo todavía, pero ella no se había molestado en señalar esto a su amiga.

—No lo sé —respondió ella—. Algo valiente, que evite que nos congelemos a muerte —inmediatamente se

arrepintió de quejarse.

Karou hizo una mueca. —Siento que no estemos mejor preparados, Zuze —dijo ella—. Deberías haberte quedado. Fue tan estúpido de mi parte dejarte venir .

—¡Shush!. Yo no lo siento, y no estoy realmente muriendo de frío o me subiría a la pila de mantas con Issa.

Hubo un acercamiento en torno a algunos de los miembros de sangre fría de la comitiva, y todos compar-

tieron mantas—incluyendo el apestoso cojín de cuello con picos de Zuzana se había unido a esta causa. Zuzana tenía un abrigo encima al menos, y Mik un suéter. Tuvieron suerte de que habían dejado todas sus cosas en la kas-bah cuando escaparon, o ni siquiera hubieran tenido estos.

—¿A dónde va?—preguntó Karou.

Mik se había puesto en marcha en la dirección opuesta a las quimeras en descanso.

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—Él no ira... no lo harí ... Oh. Lo hará —había temor y respeto en su tono.

Zuzana compartía ambos. —¿Qué está pensando? —dijo entre dientes. "Aborta. Aborta”. Pero ya era demasiado tarde.

Con las manos metidas en sus bolsillos de los vaqueros y arrastrando los pies como un vagabundo aterrori-zado, Mik se acercó a... Liraz.

Zuzana se puso de pie para ver. La ángel se quedó sola en el borde más lejano de esta trinchera de piedra

de las quimeras, mirándose tan molesta como había estado en la kasbah, y también en el Puente de Carlos. Tal vez más molesta. O tal vez ¿era sólo su cara? Zuzana aún necesitaba pruebas de que el ángel podía mirar de otra manera. En el vuelo, ella y Mik se había divertido entre sí inventándose anuncios personales para los miembros de la comitiva, y el de Liraz había sido algo así como: Ángel candente, perpetuamente enojada busca alfiletero viviente para practicar gruñidos y apuñalamiento en general. Nada de besos.

Mik no iba a ser el alfiletero. Zuzana se dio cuenta de que era la parte "candente"—literalmente—lo que él

estaba buscando. Era una locura. Y estaba condenado. De ninguna manera Liraz iba a venir aquí para mantener a las masas apiñadas cálidas con sus alas. Sus ardientes, preciosos, alas tostadas.

Mik estaba hablando con ella ahora. Gesticulando. Hizo la señal universal de brrr, y luego, justo después,

abrió los brazos como alas, y señaló hacia atrás de donde había venido, poniendo sus manos en una súplica. Liraz lo miró, vio Zuzana y Karou observando. Sus ojos se estrecharon. Ella volvió su atención a Mik, pero sólo breve-mente, y lo miró—hacia abajo; era alta—sin interés alguno. Ella no dijo nada, ni siquiera se molestó en negar con la cabeza, sólo le dio la espalda como si no estuviera ahí.

—¿Cómo se atreve? Voy a Tauntaun a ella— Zuzana murmuró.

—¿Qué?—dijo Karou.

— Nada.

Mik estaba regresando, avergonzado pero no apuñalado, y aunque su misión había fallado—¿qué pensaba?

¿que Liraz podría preocuparse por su bienestar?—había sido maravillosamente audaz. Las quimeras, a pesar de su monstruosidad, eran más accesibles de lo que era ella.

—Mi héroe —dijo Zuzana sin una pizca de burla, y, tomando la mano de Mik, lo llevó de nuevo hacia el es-

caso fuego para dedicarse a evocar algunos trópicos más en su cuello.

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13

JUNTOS

El sol se puso. Nitid subió, seguida por Ellai y Karou disfrutó del asombro de sus amigos en su primera vista de las lunas hermanas, incluso si no eran más que astillas de esta noche. Estaban dotados de vistazos de cazadores de tormentas, también, aunque esta vez más cerca de la distancia habitual. La temperatura bajó aún más, y los grupos de creaturas frías se apretaron. Cocinaron, comieron. Oora contó una historia con un estribillo rítmico in-quietante.

Liraz todavía estaba distante, lo más que podía de los grupos de bestias, y como Karou metió sus dedos en las axilas para el calor, la pérdida de calor del ala del ángel parecía un derroche, similar a verter agua en el desier-to. No podía culpar exactamente a Liraz, mucho menos, después de los flashes de las hamsas que había soportado en el viaje. Bueno, ella podría culparla por ser grosero con Mik; Mik no tenía hamsas, y realmente: ¿Quién podría ser malvado con Mik? Incluso el peor entre las quimeras no podía manejar eso. Y mira a Zuzana! No en vano era su apodo quimera neek-neek , y sin embargo, Mik la volvió miel. Hasta ahora, solo Liraz había demostrado ser inmune al efecto Mik.

Liraz era especial. Especialmente antisocial. Espectacularmente, incluso. Pero Karou sentía se responsable

de ella, sola de en medio de ellos como ... ¿qué? Un embajador de las razas? Nadie podía ser menos adecuado para el papel. Se había producido ese momento antes de Akiva se fuera, cuando su mirada había cortado a través de la distancia hacia Karou. Nadie podía hacer eso como Akiva, quemar un camino a través del espacio, hacerte sentir visto, distinto. Ellos todavía no habían hablado desde que salió de la kasbah, ni siquiera pararse cerca uno del otro, y ella había sido cautelosa con la dirección de sus miradas, pero esa mirada se habían dicho muchas co-sas, y una de ellas era una súplica para que cuidara a su hermana.

Ella no lo tomó a la ligera. Hasta donde ella era capaz de decir, nadie estaba atormentando a Liraz, y espe-

raba que no fueran tan estúpidos, sin Akiva aquí para retenerla.

¿Cuándo va a regresar

Más abajo, el fuego hiso estallar sus chispas verdes y escupían sus hedores de col, emitiendo calor insignifi-cante, Karou paseaba por la cordillera, manteniendo un ojo sobre la quimera de un lado, y buscando a Akiva con el otro. Todavía no había indicio del brillo del ala en la más profunda oscuridad.

¿Cómo le estaría yendo? ¿Y si él regresara con malas noticias? ¿Dónde irían las quimeras, si no a las cuevas

Kirin? Volver a los túneles de la mina donde se había escondido antes de buscar refugio en el mundo hu-mano? Karou se estremeció ante la idea.

Y ante la idea de enfrentarse a la enormidad de la invasión de los ángeles solos.

Y a la pérdida de esta oportunidad.

Traducción: Ale Herrera Corrección

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Se dio cuenta de lo mucho que, en tan poco tiempo, había llegado a confiar en la idea de esta alianza, loco como era, y todo lo que significaba para esta comitiva—tanto para la satisfacción de sus necesidades básicas así como darles un propósito. Las quimeras necesitaban esto. Ella lo necesitaba.

Además, se estaba congelando el trasero al aire libre, mientras que los bastardos disfrutaban de las como-

didades de su hogar ancestral? El cual, si ella recordaba correctamente, tenía ¿aguas termales?

Oh diablos no. Oyó el débil rasguño de garras en la piedra, el único indicio de la marcha del Lobo Blanco, y se volvió hacia

él. Él llevó el té, que ella aceptó con gratitud, envolviendo sus dedos alrededor de la taza caliente de la lata y la acerco hasta su cara para respirar el vapor.

—No tienes por qué estar aquí en el viento—dijo—. Kasgar y Keita-Eiri tienen el reloj.

—Lo sé—dijo ella—. No puedo estarme quieta. Gracias por el té.

—De nada.

—¿A dónde enviaste a los demás? —preguntó. Desde allí, le había visto hablar con sus lugartenientes y lue-

go enviar cuatro equipos de dos de vuelta por donde habían venido.

—A dispersarse alrededor de los limites orientales de la bahía—dijo—. Para que mantengan sus ojos hacia el horizonte. Uno de cada par debe reunirse aquí en veinticuatro horas, y después de eso en intervalos de doce horas, para asegurarnos que está libre antes de irnos a las montañas.

Ella asintió. Era inteligente.

La Bahía de las Bestias era territorio serafín. Por todas partes era territorio serafín ahora, y no tenía idea de

lo que el resto de las fuerzas del Imperio estaban haciendo, o donde lo estaban haciendo. Las montañas propor-cionaban un refugio, pero para volver al mundo de los humanos, tendrían que estar a la intemperie durante el tiempo que les tome a sus números combinados pasar de nuevo a través del portal de uno en uno.

—¿Cómo crees que me va? —preguntó con voz muy baja.

Karou miró hacia abajo, hacia la comitiva, dispersos por debajo de ellos en contra de los bordes de la am-

plia hondonada de roca. Su ansiedad en estado de alerta, pero nadie estaba mirando, y de todos modos, la distan-cia y la oscuridad deberían hacerlos siluetas, y el viento se llevarse sus voces.

—Bien, creo… —contestó—. Que lo estás haciendo muy bien —al ser Thiago, que quería decir—. Es un

poco espeluznante.

—Espeluznante —repitió el.

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—Convincente. Algunas veces casi se me olvida.

Él no la dejó terminar. —No lo olvides. Nunca. Ni por un segundo.

Él tomó aire. —Por favor.

Había tanto detrás de esas palabras.

Por favor, no olvides que no soy un monstruo. Por favor, no olvides lo que di a cambio. Por favor, no te olvi-des de mí. Karou estaba avergonzada por haber expresado sus pensamientos. ¿Lo habría dicho como un cumpli-do? ¿Cómo pudo haber pensado que lo tomaría como uno? Lo estás haciendo muy bien actuando como el maníaco que maté. Sonaba como una acusación.

— No voy a olvidar —dijo a Ziri. Ella recordó su breve momento de preocupación al pensar que llevar la piel

del lobo lo pudiera cambiar, pero cuando se obligó a mirarlo ahora, ella supo que no había peligro de ello.

Esos ojos no eran de Thiago, no ahora. Eran demasiado cálidos. Oh, todavía eran los pálidos ojos del lobo, por supuesto, pero tan diferente de lo que Karou habría pensado que podrían ser. Era irreal cómo dos almas po-dían mirar a través del mismo par de ojos de una manera tan drásticamente diferente, parecían renovarlo por completo. Ausente la altivez del Lobo, esta cara podría mirarse realmente amable. Por supuesto, era peligroso. El Lobo nunca parecía amable. Cortesano, sí, y educado. Compuesta en un mimetismo de bondad? Claro. Pero del tipo real? No, y la diferencia fue drástica.

—Lo prometo —dejando caer su voz, por lo que era casi inaudible bajo el cursar de los vientos—. Yo nunca

podría olvidar quién eres.

Él tuvo que inclinarse más cerca de atrapar a sus palabras, y no se apartó después, pero respondió en el mismo tono en secreto, lo suficientemente cerca de su oído que sintió la conmoción de su aliento. —Gracias —su tono era tan cálido y tan poco-Thiago, al igual que sus ojos, y atado con anhelo.

Karou volvió bruscamente hacia la oscuridad, se compró a sí misma un poco de espacio. Incluso el espíritu

de Ziri no podía alterar la presencia física del lobo lo suficiente para que su cercanía no hiciera estremecer. Sus heridas aún le dolían. Su oído palpitaba donde los dientes habían rasgado. Ella ni siquiera tenía que cerrar los ojos para recordar cómo se había sentido, estando atrapada bajo el peso de ese cuerpo.

—¿Cómo lo llevas? —le preguntó, después de un momento de silencio.

—Estoy bien —dijo ella—. Voy a estar mejor una vez que tengamos noticias —ella asintió a la noche como

si el cielo tuviera el futuro—que, supuso, si Akiva estaba volando de regreso a ellos, lo tenía, de una manera u otra. Su corazón se apretó de repente. ¿Qué tan profundo era el futuro? ¿Hasta dónde ha ido?

¿Y quién estaba en él con ella?

—Yo también —dijo Ziri—. Por lo menos, voy a estar mejor si las noticias son buenas. No sé qué hacer si es-

te plan fracasa.

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—Yo tampoco —Karou intento poner buena cara—. Pero vamos a pensar en algo, si tenemos que hacerlo.

Él asintió con la cabeza. —Tengo la esperanza de ver ... el lugar donde nací.

Tan vacilante en sus palabras. Él había sido un bebé cuando perdieron su tribu, y no tenía recuerdos de la

vida antes de Loramendi.

—Puedes llamarlo hogar —dijo Karou—. Al menos por mí, puedes.

— ¿Lo recuerdas? –

Ella asintió. —Me acuerdo de las cuevas. Las caras son más difíciles. Mis padres son imágenes borrosas.

Dolía admitirlo. Ziri había sido un bebé, pero ella tenía siete años cuando sucedió, y no había nadie más pa-ra recordar. Los Kirin existirían sólo mientras su memoria se aferrara a ellos, y la mayoría se han ido ya. Ella se encogió alrededor de una punzada de conciencia. ¿Se olvidaría la cara de Ziri, también? El pensamiento de su cuerpo en su sepulcro la perseguía. La forma en que la tierra se había atrapado en sus pestañas, y luego la última mirada de sus ojos marrones antes de que ella los tuviera que cubrir. Las ampollas en sus manos aún le escocían de su sepultura tan desesperada; ella no podía sentir ese dolor sin ver su cara de holgura en la muerte. Pero muy pronto, lo sabía, perdería su claridad. Debería dibujarlo con vida—mientras aún podía. Pero ella no podría mos-trárselo si lo hacía. Tenía alguna manera de leer demasiado en los pequeños gestos, y ella no quería darle esperan-za. No la esperanza que él quería, de todos modos.

—¿Vas a mostrarme los alrededores, cuando—si es que—lleguemos allí? —le preguntó.

—No vamos a tener mucho tiempo — dijo.

—Lo sé. Pero espero que haya un poco de tiempo para estar solos, aunque sea por un rato.

¿Solos? Karou se tensó. ¿Qué pensaba, que se encontrarían solos?

Pero él se puso tenso, también, al ver su expresión congelada.

—No me refiero a solas contigo. Quiero decir, no es que yo no ... pero no quise decir eso. Es solo —él tomó

una respiración profunda, lo dejó escapar fuerte—. Estoy cansado, Karou. Para no ser visto, y no preocuparme si doy un mal paso, por un rato, al menos. Eso es todo lo que quise decir.

Oh dios, que egoísta era ella, pensando sólo en sí misma? La presión sobre él era tan grande, triturándolo, y

ella ni siquiera podía soportar la idea de estar a solas con él? No podría siquiera pretender soportarlo?

—Lo siento —dijo ella, miserable—. Por todo esto. —No lo sientas. Por favor. No voy a decir que es fácil, pero vale la pena —la miró y sonaba tan serio. Una vez más, la expresión era completamente ajeno a la cara y a la voz del lobo, remodelando a ambos, logrando incluso a mati-zar la belleza intocable del general, con dulzura. Oh, Ziri—. Por lo que podemos lograr… —añadió—. Juntos.

Juntos.

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El corazón de Karou se amotinó, y si hubiera habido una sombra de duda que restante, no habría sobrevivi-

do a esta oleada de la claridad. Su corazón era la mitad de un diferente "juntos"—un sueño que comenzó en otro cuerpo, y, en contra de la mentira que había estado diciéndose durante meses, al parecer, no terminó en el mis-mo.

Forzó una sonrisa, porque no era culpa de Ziri, él se merecía algo mejor que ella, pero no podía obligarse a

decir la palabra— juntos.

No con él, de todos modos.

Ziri vio la tensión en la sonrisa de Karou. Quería creer que era porque ella se vio obligada a mirarlo a través de este cuerpo, pero... él sabía. Sólo así. Si no hubiera sabido absolutamente nada antes de este momento, era su propia culpa, no de ella, y se instaló en él ahora.

No hay esperanza aquí. Sin fracción de suerte, no para él.

Él le dio las buenas noches, la dejó allí paseando en la repisa de la ladera observando a que el ángel de vol-

ver y sintió, mientras se alejaba, las características de esta cara se deslizan de nuevo en su expresión habi-tual. Hubo un giro menor en las esquinas de los labios para transmitir diversión—la de clase cruel. Pero no fue de Ziri. A él no le hizo gracia. Karou todavía estaba enamorado de Akiva? El verdadero Thiago estaría disgustado, fu-rioso. El falso Thiago sólo tenía el corazón roto.

Él también estaba celoso, y le hizo enfermar.

Sentía la pérdida de su cuerpo con más intensidad que nunca, no porque hubiera hecho una diferencia en

Karou, sino porque quería volar, estar libre aunque sea por un rato, para agotar sus alas y los pulmones, aplastarse a sí mismo en contra de la noche y dejar su dolor mostrarse en esta cara que no era ni siquiera suya—pero él ni siquiera podía hacer eso. No tenía alas. A sólo colmillos. Sólo garras.

Podría aullar a las lunas, pensó raspando la desesperación, y en donde su esperanza había estado, en ese

espacio de nuevo frío, colocó otra que hizo muy poco para que se calentara. No tenía nada que ver con el amor; no tenía sentido perder la esperanza en el amor. Esa era una cuestión

de suerte, y la única razón por la que alguna vez se había sentido afortunado estaba pudriéndose en una tumba poco profunda en el mundo humano. "El afortunado Ziri”, que buena broma.

Su nueva esperanza era simplemente ser Kirin de nuevo, algún día. De sobrevivir a esto—y no ser descu-

bierto, y no ser quemado como un traidor por el engaño, y no condenarlo a desvanecerse. Todavía ahora encon-traba cierto lo que le había dicho Karou: valió la pena, su sacrificio, si podría ayudar a dirigir a las quimeras hacia un futuro libre de la barbarie del Lobo Blanco.

Pero más allá de eso, la esperanza de Ziri era modesta. Quería volver a volar, y librase de este odioso cuer-

po con su boca llena de colmillos, sus garras dentadas.

Si alguien alguna vez lo amaba, pensó con amargura, seria agradable poder tocarla sin derramar su sangre.

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14

LOS CINCO MINUTOS MÁS LARGOS DE LA HISTORIA

Liraz se sentía ... culpable. No era su sentimiento favorito. Su sentimiento favorito era la ausencia de sentimiento; cualquier otra cosa llevaba a

la confusión. Ahora mismo, por ejemplo, se estaba enojada por la razón de su culpa, y, aunque consciente de que se trataba de una respuesta emocional inadecuada, ella no parecía poder ser indiferente a eso. Estaba enfadada porque sabía que iba a tener que hacer algo para ... calmar la culpa.

Maldita sea.

Era el humano con los malditos ojos implorantes y sus temblores. ¿Qué quiso decir, pidiéndole que los mantuviera

calientes—a su novia y a el—como si fueran su responsabilidad? ¿Qué estaban haciendo aquí, viajar con bestias? No era su mundo, y no era su problema. Esta culpa era suficiente, pero, oh, se puso peor.

Era insoportable.

Liraz también estaba enojada con las quimeras, y no por una razón que habría tenido sentido. No estaban, por un mi-lagro, apuntado sus hamsas hacia ella. No había sentido su magia enfermarla y perforar dolorosamente través de ella duran-te todo el tiempo que habían estado acampados aquí. Y eso era el por qué estaba enojada. Debido a que no le estaban dando una razón para estar enojada.

Estúpidos. Sentimientos.

Date prisa, Akiva, pensó hacia el cielo nocturno, como si su hermano pudiera salvarla de sí misma. Pocas posibilida-

des de eso. Él era un manojo de sentimientos, y esa fue otra de las razones de su furia. Karou le había hecho eso a él. Liraz podía imaginar sus dedos en el cuello de la chica. No. Enredaría su ridículo cabello como una cuerda y la estrangularía con eso.

Excepto, por supuesto, de que no lo haría.

Ella daría a Akiva cinco minutos más para llegar, y si todavía no llegaba, ella lo haría. No estrangularía a Karou. La otra

cosa. Lo que tenía que hacer para poner fin a este derrame absurdo de sentimientos.

Cinco minutos.

Eran los terceros cinco minutos ya. Y cada "cinco minutos" fueron probablemente más como quince.

Finalmente, pesadamente, Liraz comenzó a caminar, maldiciendo interiormente Akiva con cada paso. Ella le había dado los cinco minutos más largos de la historia, y él todavía no había llegado para poner un alto a esto. El campamento es-taba dormido, a excepción de un guardia, en la cima. No sería capaz de decir lo que estaba pasando desde allí arriba.

El Lobo había bajado de merodear por la ladera hacia media hora, y se retiró a una de las fogatas—por fortuna, una

de las más lejanas. Tenía los ojos cerrados. Todo el mundo los tenía así. Según lo que Liraz había podido determinar, no había nadie despierto.

Traducción: Ale Herrera Corrección

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Nadie sabría lo que había hecho.

Ella se quedó en silencio, rondando lentamente. Llegó hasta las mismísimas... bestias acurrucadas... y sondeó con disgusto por un momento antes de caminar cerca. El fuego era una cosa triste, produciendo casi nada de calor. Allí estaba la pareja de seres humanos, dormidos acurrucado entre sí como hermanos en un útero. Fetos, pensó. Patético. Ella los observo durante un largo momento. Ellos estaban temblando.

Miró a su alrededor otra vez, rápidamente.

Luego se arrodilló al lado de ellos y abrió sus alas. Estaba dentro de los poderes básicos de un serafín de arder bajo o

alto; un simple pensamiento, y el calor se intensificó. En cuestión de segundos, el calor se extendió a todo el pelotón, pero tomó un tiempo, Liraz lo noto, por los temblores disminuyendo. Ella nunca había sentido frío. Daba la apariencia de ser des-agradable. Debilidad, pensó, sin dejar de mirar a la pareja humana, pero había otras palabras que estaban al acecho, desa-fiándola. Sin miedo.

Dormían con sus rostros tocándose.

No podía envolver su mente alrededor de eso. Liraz nunca había estado tan cerca de otro ser viviente. ¿Su ma-

dre? Quizás. No recordaba. Ella sabía que algo en los ojos le daba ganas de llorar, así que, pensó, debería odiarlo, y a ellos. Pero no lo hizo, y se preguntó por qué, mirándolos y manteniéndolos calientes, estuvo así un tiempo antes de levantar los ojos para mirar alrededor del fuego. Se preguntaba otra cosa: ¿Habrían Akiva y Karou compartido... esto? Esta cercanía sin miedo. Pero ¿dónde estaba Karou? Encontró a Issa, la Naja, descansando pacíficamente, al parecer, pero para profundo disgusto de Liraz, vio que Karou no estaba entre estos durmientes.

Entonces, ¿dónde estaba ella?

El corazón palpito, y simplemente lo supo. Dioses Estrella. ¿Cómo pude haber sido tan descuidada? impregnada de

temor—oh, y el miedo la hizo enojar—Liraz inclinó la cabeza hacia atrás y miró hacia arriba, y allí, por supuesto, estaba Karou, justo encima de ella, se sentada en la saliente rocosa—¿Por cuánto tiempo había estado allí?—rodillas hasta el pecho, los brazos apretados envueltos alrededor de ellas. ¿Despierta? Oh, sí. Fría, claramente. Observando.

Intrigada.

En el momento en que sus ojos se encontraron, Karou ladeó la cabeza hacia un lado, un movimiento repentino de pá-

jaro. No sonreía, pero había una calidez abierta en su mirada que parecía llegar hasta Liraz.

Quería simplemente enviarlo de vuelta en la punta de una flecha.

Y entonces, simplemente, Karou metió la cara en las rodillas y se dispuso a dormir. Liraz no sabía qué hacer con ella misma, sorprendida en el acto. ¿Retroceder? ¿Quemar a todo el mundo?

Bueno, tal vez eso no.

Al final, se quedó dónde estaba. Pero para el tiempo en que el anfitrión quimera se despertó y Akiva regreso anunciando una buena noticia: la palabra

de los Ilegítimos fue dada—Liraz estaba de pie, y nadie sabía lo que había hecho, excepto Karou. Liraz pensó advertirle de no contarle a nadie, pero temía que si daba demasiada importancia a eso simplemente abriría un nuevo nivel de vulnerabilidad y diera a Karou aún más poder sobre ella, así que ella no lo hizo. En cambio ella la fulmino con la mirada.

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—Gracias —dijo Akiva despacio cuando tuvieron un momento para ellos.

—¿Por qué? —Liraz exigió, entrecerrando los ojos como si el de alguna forma pudiera saber cómo le había pasado las últimas horas.

Él se encogió de hombros. —Por permanecer aquí. Manteniendo la paz. No pudo haber sido divertido.

—No lo fue —dijo ella—. Y no me des las gracias. Yo podría ser la primera en saca mi espada, una vez que tenga re-

fuerzos.

Akiva no se dejó engañar. —Ajá —dijo, reprimiendo una sonrisa. —¿Hamsas?

—No —admitió a regañadientes—. Ni un toque.

Sus cejas subieron por la sorpresa. —Increíble.

Era increíble. Liraz hizo una mueca al recordar su ira absurda sobre ello—¿qué querían decir, dejándola en paz así? Era extraño, sin embargo. Era un descanso. Pero decir esto sería sólo sonar tonto, y tal vez lo era. Akiva la miró esperan-zado. Liraz no lo había visto así ... nunca. Se le apretó el corazón—una mala y una buena sensación. ¿Cómo podría un senti-miento a la vez ser malo y bueno? Akiva era feliz; eso era lo bueno. Hazael debería estar aquí; eso era lo malo.

—¿Les dijiste? —preguntó a Akiva.

—¿Acerca de Haz?

Ella estaba rasgando lo malo, el dolor, en un esfuerzo para borrar el bien.

Akiva asintió, y ella vio una mezcla de culpa y mezquino triunfo—pero sobre todo culpa—que se había borrado su mi-rada de esperanza, también, enlazado con dolor. —¿Te imaginas cuanto más fácil sería todo esto, si él estuviera aquí?

En lugar de mí, pensó Liraz, aunque sabía que eso no era lo que quería decir Akiva. Sin embargo, Ella lo decía en se-

rio. Tal vez había estado actuando en nombre de Hazael en la noche, compartiendo su fuego, pero fue débil en comparación con lo que habría aportado el a esta comunión extraña entre las bestias y los ángeles. Risas y muecas indefensas, un rápido rompimiento de barreras. Nadie podía resistir mucho tiempo contra Haz. Su propio don, pensó con un estremecimiento inte-rior, era muy diferente, e indeseado en el futuro que estaban tratando de construir.

En todo lo que era buena era matando.

Durante mucho tiempo había sido una fuente de orgullo y presunción, y aunque el orgullo se fue, ella llevaría su

cuenta para siempre. Empujo hasta abajo sus mangas, donde siempre estaban ahora, escondiendo la verdad de su cuenta—la terrible verdad de que no eran sólo las manos las que tenían marcas. Ella pudo haber mostrado las manos en la kasbah de las quimeras, pero no había hecho alarde de la verdad plena y terrible.

Las fogatas de los tatuajes, las columnas de cinco líneas—cada una formado por cuatro líneas finas paralelas y una de

por medio—no se limitaba a sus manos. Subían hasta sus brazos, dándole un aspecto de encaje negro a su piel. Nadie más tenía un recuento como el de ella.

Nadie.

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Terminaba en los codos, malgastando un recuento incompleto: dos finas líneas que eran las dos últimas muertes que había tenido el estómago para grabar. Antes Loramendi.

Loramendi.

Ella había estado teniendo un sueño recurrente desde entonces, en el que, en posesión de la creencia de que iban a

crecer de nuevo limpios, ella ... cortó sus brazos.

Justo como ella lograba esto, el sueño nunca lo mostro claramente. Oh, el primer brazo fue fácil, seguro. El segundo era el rompecabezas que su mente saltaba alegremente por encima.

—¿Cómo, exactamente, hace uno para cortarse ambos brazos con sus propias manos?

El punto era, que no volvían a crecer. O por lo menos, ella siempre se despertaba antes de que pudieran hacerlo. Se

acostaba y parpadeaba, y nunca podía volver a dormir hasta que se imaginaba un final, uno en que la sangre borboteando de sus troncos organizaba a sí mismos en el crecimiento de los huesos, la carne, los dedos, hasta solidificarse todo de nue-vo. Todo, y también sin marcas.

Un comienzo limpio.

Una fantasía.

Ella nunca le había dicho a nadie más que a Hazael, que había desvariado después una media hora, tratando de re-solver el rompecabezas de la dual—auto corte—de brazos, para terminar tendido sobre su espalda y declararlo imposi-ble. Ella no le había dicho a Akiva porque, bueno, él no estaba allí. Después Loramendi, los había dejado, y aunque él había regresado, él estaba en su propio mundo. Tomo este momento, por ejemplo. Él miraba más allá de Liraz, y ella no tenía que seguir la mirada para saber a quién. Él estaba mirando; ella chasqueó los dedos delante de sus ojos.

—¿Un poco de sutileza, hermano? Las quimeras se desquitaran con ella si creen que todavía hay algo entre ustedes

dos. ¿No has oído lo que la llaman? —¿Qué? —él parecía realmente sorprendido—. No ¿Como la llaman?

—Amante de un ángel.

Ella vio que sus ojos brillaban, y rodó los suyos. —No te pongas feliz. Esto no quiere decir que te ama. Sólo significa

que no confían en ella.

Ella lo estaba regañando como si ella fuera la única que entiende estas cosas—o le importara. Lo poco que Liraz sabía de los sentimientos era más que suficiente, gracias, pero... bueno, ella no iba a ir a hablar de ello ni nada, pero había algo en la mitad buena de este dolor en su corazón que le daba ganas de curvar sus alas alrededor de él y protegerlo del frío.

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LLEGADA + 18 HORAS

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15

TERROR FAMILIAR

Eliza no pudo dormir la noche de la llegada. Podía sentir el sueño colgando en su hombro, y sabía lo que pasaría si lo hacía, pero eso no fue la razón principal. Nadie dormía. El mundo había sido agitado por un hierro caliente, y las chispas de locura estaban volando. A raíz de la dirección de la noticia del ángel, había un espectáculo de horror por los disturbios y la violencia extremista, ensimismamiento de cultos, vigilias y bautismos en masa, saqueos y pactos suicidas y— oh diablos – sacrificio animal. También hubo, por supuesto, fiestas temáticas toda la noche tipo Armageddon, los chicos de fraternidad borrachos en trajes de demonios meando de los techos y mujeres ofreciéndose para tener bebés de los ángeles.

Idiotez humana predecible.

Había éxtasis y furia, hubo súplicas desesperadas por entrar en razón, y hubo incendios, muchos incendios. Locura,

emoción, regodeo, el pánico, el ruido. El NMNH estaba en el National Mall, y justo afuera, miles fueron pasando, que mar-chaban hacia la Casa Blanca, no muy unidos en un mensaje al presidente, como que sólo querian ser parte de algo en esta noche memorable. ¿Qué clase de cosas quedaban por ver? Algunos llevaban velas alzadas, otros megáfonos; algunos lleva-ban coronas de espinas y arrastraban enormes cruces, y más que un par de pistolas estaban metidas en los bolsillos o cintu-rones.

Eliza se quedó dentro.

Ella no fue a casa, por temor a que alguien la estuviera esperando allí. Si su familia tenía su número de teléfono, sin

duda, también sabían dónde vivía. Y en que trabajaba, también, pero había seguridad en el museo. La seguridad era buena.

— Me voy a quedar aquí.— dijo a Gabriel. — Tengo un poco de trabajo atrasado.— No era del todo una mentira. Ella tenía que extraer el ADN de un número de ejemplares de la mariposa en préstamo del Museo de Zoología Comparativa de Harvard. El reloj seguía corriendo en su tesis, pero no se imaginaba alguien culparla por tomarse el día libre, dadas las cir-cunstancias. Se preguntó si alguien en el mundo habría hecho algo hoy—además de Morgan Toth, de todos modos. Había marchado disgustado después de que el ángel dio su mensaje, y pasó el resto de la tarde en el laboratorio, como si pudiera probar, por contraste con su propia tranquilidad, qué tontos son los siete y pico de millones de otros seres humanos a fuera en el planeta.

Finalmente se había marchado, no obstante, para alivio de Eliza, y tenía el laboratorio para sí misma. Se encerró en

el, se quitó los zapatos, y trató de enfocar sus pensamientos.

¿Qué significaba? ¿Qué significa todo?

Hubo un repiqueteo en la base de su cráneo que se sentía como el pánico enjaulado y el inicio de un dolor de cabe-za. Se metió un poco de Tylenol y se acurruco en el sofá con su computadora portátil para ver el discurso otra vez. De nuevo, el ángel le puso la piel de gallina antes de que abriera la boca forzando sus palabras mojadas. No es que se pudiera ver su boca cuando lo hizo. ¿Por qué el casco? Era tan extraño. Se podía ver la mayor parte de su rostro, pero esa pieza central cor-tando por la mitad, el efecto fue discordante —combinado con el hecho de que sus ojos no eran exactamente piscinas de calor. Eran sorprendentemente azul, planos y crueles.

Y luego estaba la forma en que él se encorvó ligeramente hacia adelante, a veces cambiando su peso como si estuvie-

ra ajustando una carga en la espalda, aunque no había nada allí.

Traducción: Ale Herrera Corrección

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¿Habia algo allí?

Nada que pudiera ver, de todos modos. Eliza subió el volumen. Había susurros. Llenaba sus silencios, aunque no po-día ver nada, solo el misterioso sonido, delicado como el papel mismo. ¿De donde venia?

Vio el discurso un par de veces, escuchando a través del Latin, y no haciendo refencia a la traducción, mirando fija-

mente el ángel y tratando de poner el dedo en los elementos dispares e incorrectos. Pero a la vez que lo hacía, sabía que estaba evitando el problema real, que era su mensaje.

CNN había sido el primero en volver a reproducir el discurso con subtítulos, y cuando Eliza los había leído por primera

vez, un escalofrío había penetrado en ella, se había establecido, y empezaba a transformarla en hielo.

... El enemigo que tiene hambre ... carne devorada ... la Sombra ... las Bestias.

Se obligó a poner la versión subtitulada otra vez, inconscientemente, trazando la pequeña cicatriz en su clavícula. Ella no tenía el marcapasos ya. Lo había removido cuando tenía dieciséis años—no porque el terror había disminuido; sino por-que su cuerpo simplemente se había vuelto lo suficientemente fuerte como para soportarlo.

Las bestias están viniendo por usted.

Hielo, de adentro hacia afuera. Escalofríos y terror. Las bestias están llegando. Era el terror familiar.

Debido a que de eso era el sueño.

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16

LO QUE VALEN LAS PROMESAS

Las cuevas Kirin. El día de hoy, dos ejércitos se reunirán. Los soldados criados para odiarse uno al otro, que nunca se han mirado el

uno al otro, pero siempre con el impulso—y la intención de matar, y que, en su mayor parte, nunca han tratado de hacer caso omiso de ese impulso. Las quimeras tenía una pequeña ventaja. Habían tenido a Akiva y a Liraz practicar en no matar, y hasta ahora, todo bien.

El bastardo no había sido probado, pero Akiva creía que sus hermanos y hermanas mantendrían su promesa de no

atacar primero. Aunque las cuevas Kirin y la montaña que los resguardaba todavía estaban en la distancia, se imaginó que podía sentir la tension de doscientos noventa y seis mandíbulas mientras tiraban por tierra cada instinto, cada azote de la formación.

— Una distensión sólo puede ser tan fuerte como el menos digno de confianza en ambos lados.— Elyon había adver-

tido, y Akiva supo que era verdad. En los Ilegitimos, creía que no había ningún punto débil. Cada eslabón de la cadena fue, de hecho, su sello, lo que significa que cada soldado era parte de un todo, y que su fuerza estaba en su unidad. El bastardo no hizo promesas a la ligera.

¿Y las quimeras? Los observó en vuelo, teniendo como una buena señal el que habían dejado fuera el pequeño par-

padeo del hamsas con el que habían comenzado el viaje. En cuanto a la confianza, quedaba un largo camino por recorrer; la Esperanza tendría que hacerlo mientras tanto. Esperanza. Sonrió al ilusionismo inconsciente del nombre de Karou.

Karou.

Ella era uno de muchos en la formación, y más pequeña que la mayoría, pero ella llenó los ojos de Akiva. Una ola de

azul, un brillo de plata. Aún agobiada por los incensarios, ella era tan fluida en vuelo como un elemento del aire. Alrededor de esas creaturas parte dragon y centauros aladoss, Naja y Dashnag y Sab, Griffon y Hartkind, ella brilló en medio de ellos como una joya en un entorno difícil.

Como una estrella en las manos ahuecadas de la noche.

¿Cómo sería para ella aquí? Los artefactos de su tribu estaban por todas partes en las cuevas: sus armas y utensilios,

tuberías y placas y pulseras. Había instrumentos musicales con cuerdas podridas, y los espejos en los que quizá se había mi-rado cuando llevaba otra cara. Ella tenía siete años cuando ocurrió. Edad suficiente para recordar.

Edad suficiente para recordar el día en que perdió a toda su tribu a manosde los ángeles—y todavía ella le había sal-

vado la vida en Bullfinch. Aún así, ella se había permitido amarlo.

Somos el principio, oyó dentro de su cabeza, y se sentía como la oración. Siempre hemos sido. Esta vez, que sea más que solo un principio.

Traducción: StaR DuSt Corrección: StaR DuSt

Traducción: Ale Herrera Corrección

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Karou vio la media luna entre sombras de cara a la montaña de enfrente y un dolor se apoderó de su cora-zón. Casa. ¿Lo fue? Ella había dicho a Ziri: casa. Probó ahora, y se sentía cierto. No más comillas en el aire a su alrededor. Por todas partes había vivido en sus dos vidas, pero sólo aquí había pertenecido sin lugar a dudas—ni refugiados ni expatriado solo hija de sangre, sus raíces profundas en esta roca, sus alas parientes de este cielo.

Ella podría haber crecido aquí, libre. Ella podría nunca haber conocido el camino a la gran jaula de Loramendi, cor-tando toda la luz en confeti y echarlo a los cuatro vientos para un mezquino puñado—nunca un baño lleno de sol o de la luna en la cara, pero que fue reducido a través de las sombras de las barras de hierro. Ella podría haber vivido su vida en este res-plandor de la luz de la montaña.

Pero entonces ella nunca habría conocido de Brimstone, Issa, Yasri, Twiga.

Sus padres estarían vivos. Estarían aquí.

Ella nunca hubiera sido humano, o probado la paz rica y decadente del mundo, prosperado entre sus amistades y el

arte.

Tendría hijos propios, los ahora niños—Kirin, tan salvajes en el viento como ella una vez lo había sido. Un marido Ki-rin.

Ella nunca habría conocido a Akiva.

En el momento en que este pensamiento parpadeó espontáneamente en su mente, ella lo miro. Estaba volando, co-

mo lo había estado haciendo, con Liraz, fuera el flanco derecho de la formación. Incluso a esa distancia sintió la sacudida de sus ojos al encontrarse con los de ella, y un nuevo conjunto de podria surgieron en ella.

Ella pudo haber hecho este vuelo hace dieciocho años, en lugar de morir.

Hay mucho que lamentar, pero ¿con qué fin? Todas las vidas no vividas se anulaban mutuamente. Ella no tenía nada,

salvo el presente . La ropa que llevaba puesta, la sangre en sus venas, y la promesa hecha por sus compañeros. Si tan sólo la cumplieran.

Recordando la malicia informal de Keita—Eiri, ella estaba lejos de confiarze. Pero no había tiempo para preocuparse.

Estaban aquí.

Tal como estaba previsto, Akiva y Liraz entraron primero. La apertura tenía la forma de una luna creciente, muchos Kirin teninan parecidas longitudes, eran altos de altura, pero delgados, por lo que no más de varios cuerpos podrían intentar entrar a la vez. Había nichos altos y bajos para los arqueros, ahora desocupadas. Los Kirin habían sido arqueros de renom-bre. Los Ilegitimos fueron capacitados en todas las armas, pero en general no estaban armados con arcos. ¿Por qué debe-rían? Eran los cuerpos enviados primero para romper el acero en las bestias. Dejaban la carne más preciada atrás para dispa-rar las flechas.

Fue el acero lo que Akiva buscaba cuando analizaba el conjunto de soldados, y esto es lo que vio:

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Las manos de sus hermanos y hermanas colgaban torpemente, porque ellos fueron privados de su lugar de descanso

habitual, en la cima del pomo de sus espadas. Allí era donde un espadachín descansa su mano, pero para ilustrar su prome-sa, los bastardos—todos los doscientos noventa y seis de ellos—se abstuvieron de llevarlas, no sea que la pose pareciera amenazante. Algunos habían enganchado los pulgares en el cinturón; otros entrelazaron las manos detrás de la espalda o cruzados los brazos sobre el pecho. Inquietos, posturas antinaturales en todos.

El momento había llegado, y era enorme. Una gran cantidad de renacidos se dirigían hacia ellos—algo que todos ha-

bían visto antes, y que sólo habían sobrevivido antes recibiéndolos con coraje—gritos y acero. Acero sin fallar. No desenvai-nar ahora se sentía como una locura.

Pero nadie desenvaino.

El orgullo de Akiva en ellos en ese momento era feroz. Se sintió agrandado y recargado por el, deseaba poder ir a ca-

da uno de ellos y abrazarlos. No había tiempo para eso ahora. Después, si todo iba bien. Como lo haría. Como debería. Elyon se situó por delante del resto, por lo que Akiva y Liraz se acercaron a él.

A través de la estrecha media luna, el "recibidor" revelo que la entrada a las cuevas Kirin revelo una serie de cavernas

conectadas como escaleras—cada vez más dentro en la montaña. En algún momento hace mucho tiempo, las paredes se habían abierto y modificado para crear un espacio continuo, pero aún así era en todos los sentidos áspera y cavernosa, con estalactitas parecidas a colmillos y arriba—escondian mas nichos para los arqueros; esto era una fortaleza, aun asi no había salvado a los Kirin. El suelo era de piedra irregular, en el que la nieve y la lluvia quedaban atrapadas y se reunieron charcos ondulantes y se congelaron. Aunque el cielo estaba despejado hoy, había hielo en el suelo, y la escarcha en el aliento de cada soldado se reunió el aire.

Los serafines quedaron en silencio, preparados. El ruido cada vez mayor, ya dando inicio a los ecos, no venía de

ellos. Akiva se dio la vuelta y vio con el resto cuando el ejército quimera entro.

Primero fue un felino, menudo y grácil, con un par de grifos. Todos eran luz descendiendo, aunque agobiados por re-ducir la marcha, incensarios incluidos. A horcajadas sobre uno de los grifos montaba la teniente—lobo de Thiago , Ten, que se deslizo sobre sus pies y acechando hacia adelante, con los ojos haciendo un barrido de los ángeles, para tomar una posi-ción frente a ellos. Los demás la siguieron, y cayeron en el comienzo de una línea. Un ejército frente a otro. Puso a Akiva ner-vioso; se parecía demasiado a la formación de batalla, pero no podía esperar que las quimeras le dieran la espalda a sus enemigos.

Más vinieron, y vio surgir un patrón: los menos temibles en primer lugar, los menos natural, y dando un espacio para

respirar entre los grupos de manera que los serafines pudieran acostumbrarse poco a poco a la presencia de su enemigo mortal. Con cada aterrizaje de dos o tres criaturas, la formación se concretó. En algún lugar en el medio, los seres humanos fueron entregados, y las mujeres de la cocina, e Issa, quien se deslizó con gracia fluida de la parte posterior de su montaje Dashnag para inclinar la cabeza y los hombros en un arco sinuoso como saludo a los ángeles. Ella era hermosa, su manera más cortesana que de luchador. Akiva vio parpadear a Elyon, y observarla.

En cuanto a Karou, los ángeles podían no tener ni idea de qué hacer con ella descendiendo sin alas, ausente aspecto

de bestia, y con su pelo azul como—piedra preciosa. Nadie podría reconocerla como lo que era: un Kirin de vuelta a ca-sa. Pero Akiva vio su expresión tensa y sabía que ella estaba viviendo un aluvión de memorias. Vio cómo sus ojos barrian la caverna y deseaba poder estar con ella.

Él la miró cuando debería haber estado observando el resto. Ambos lados.

Debio ver la señales, si tan solo hubiera estado observando.

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Ochenta y siete no era una gran numero, como había observado previamente Elyon, y eran incluso menos que ese

número, por los exploradores Thiago había dispersado. Pronto, la mayor parte de las quimeras estaban en tierra. Los bastar-dos habían oído, por supuesto, que estos rebeldes quimeras eran una raza aparte. Cuando su primera ronda de ataques ha-bía golpeado las caravanas de esclavos en el sur, surgieron rumores de que eran fantasmas, la maldición de las últimas pala-bras de Brimstone, volverse en contra de ellos. Ahora los veían con claridad. Estas bestias con aladas—la mayoría—y enor-mes, el mayor de ellos de un color gris que hacía a su carne parecer medio—piedra o hierro. En vuelo un par de Naja que esperaban, pero con muy poco parecido con Issa; si Elyon parpadeó ante ellos, que era por una razón diferente por comple-to, y mucho menos agradable. Había centauros toro con pezuñas como grandes como platos, Hartkind cuyas enormes orna-mentas tenían más puntas que toda sala de trofeos de Joram.

Akiva supo que el bárbaro de su padre tenia colgadas en las paredes cabezas de quimeras—como trofeos, esperaba

que hubieran explotado junto con la Torre de la Conquista y se dispersaran con todo lo demás, y él estaba conten-to. Esperaba que se hubieran vaporizado. Él todavía no entendía lo que había hecho ese día, e incluso a veces dudaba de que fue él quien lo había hecho. Fuera lo que fuese, había sido épico, y un fracaso—llego demasiado tarde para salvar a Ha-zael, mientras que dejo que Jael saliera con vida. Energía desenfocada, la violencia sin sentido.

Pensamientos demasiado sombríos para un momento como este. Akiva se los sacudio. Vislumbro a Thiago montado

en el cielo de la montaña, cayendo hacia la media luna. Ellos serían los últimos. Todos los demás quimera había aterriza-do; los dos ejércitos uno frente al otro, tensos y alerta, cada uno mordiendo su promesa entre los dientes.

O su mentira.

Akiva se dio cuenta de que él había estado esperando este éxito, porque él no se sorprendió por el mismo. Él estaba

satisfecho—o una mayor palabra para satisfecho. Conmovido. Agradecido, plenamente agradecido desde su alma.

La tregua se sostuvo. ... Hasta que no lo hizo.

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17

ESPERANZA, MURIENDO SIN SORPRENDERSE

Desde el centro aproximado de la formación de quimeras, la vista de Karou de la caverna fue recortada por los solda-dos de mayor tamaño que la rodeaban, pero tenía una vision clara sobre Akiva y Liraz, de pie, aparte del resto con uno de sus hermanos.

Aquí estamos, Karou estaba pensando. No "hogar"; ella quería decir algo más. Sí, estaba en casa, y los recuerdos eran

vívidos, pero eso era el pasado. Esto... esto era el umbral de un futuro. El Lobo estaba todavía en el aire; ella era consciente de su enfoque detrás de ella, pero ella estaba viendo Akiva. Lo había hecho, y ella sintió la maravilla en sí misma, revolotean-do como mariposas o colibríes—polillas o... como cazadores de tormentas. Esto era grande.

¿Estaba pasando realmente?

Si estaba pasando. Cuando ella y Akiva habían respirado sus primeros pensamientos de este sueño entre sí, se habían

preguntado si algunos de sus parientes y camaradas podían ser reunidos. No todos, lo supieron siempre, pero algu-nos. Algunos, y luego más. Y aquí, en esta caverna estaban los algunos. Aquí estaban los inicios de más.

Los ojos de Karou estaban en los ángeles—sus ojos estaban en Akiva—y así ... ella fue testigo del momento preciso

en que todo se vino abajo.

Akiva retrocedió. Por ninguna razón visible, se estremeció como si lo hubieran golpeado. Así, también, Liraz y el her-mano a su lado, y aunque Karou no estaba mirando directamente a la mayor multitud de Ilegitimos, ella vio la ola del movi-miento barriendo a través de ellos, también. El aleteo dentro de ella murió. Y ella supo que esta alianza había sido condena-da el día de Brimstone forjó las marcas.

Las hamsas.

¿Quién? Maldita sea, ¿quién?

No importaba si era una quimera o todas ellas. El gatillo fue dura y verdaderamente, disparado. Un destello de un se-

gundo, y todo cambió. Al igual que, el cargo en la caverna pasó de tensión para liberar—a desenrollamiento de los músculos y de voluntad y— alivio , sacudirse esta locura que se les imponia y caer de nuevo a la forma en que siempre habían tratado uno con el otro.

Habría sangre. El pánico de Karou gritó en su interior. No. ¡No! Ella estaba en movimiento. Un salto y ella estaba en el aire, sobre las

cabezas del ejército, y ella estaba buscando encontrar: ¿Quién lo había hecho? ¿Quién había empezado? Nadie estaba de pie con las manos extendidas—. ¿Keita—Eiri? La Sab parecía alerta, alarmada, sus manos se apretaron en puños; si hubiera he-cho esto, lo había hecho como un cobarde, como un villano, iniciando una pelea que mataria a tantos ....

Zuzana y Mik. El ritmo del corazón de Karou tartamudeó. Tenía que sacar a sus amigos de ahi.

Su mirada recorrió hacia atrás, un arco que llevaba colectivamente a agacharse para saltar, el desnudar de colmillos,

el primer instante de los soldados cediendo a su instinto.

Traducción: Ale Herrera Corrección

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Y vio a Thiago, todavía en el aire. Uthem, con la cabeza, extendiendo su largo cuello, abriendo completamente sus

bellisimos pares de alas. Y vio una raya en su visión periférica. Un segundo después reconocio el ¨twing¨ que la había prece-dido...

A medida que la flecha atravesó la garganta de Uthem.

Desde el primer contacto enfermizo de la magia, una sola palabra golpeó en la cabeza de Akiva . No no no no no no!

Y luego en la flecha

El Vispeng gritó. Era el grito de los caballos moribundos, y el sonido llenó la caverna, entro en todos, y la criatura es-taba cayendo. Se derrumbó en el aire, el anfitrión quimera salto claramente por debajo de él, se separo en el momento en que golpeaba de cabeza el suelo de roca. El impacto fue violento. Ojos salvajes en blanco, su cuello descubierto y flagelado, la flecha se astillo como su cuerpo largo y brillante torcido, arrojando a su jinete antes de finalmente hundirse en una quie-tud escalofriante.

Así fue el Lobo Blanco entregado a los pies de los bastardos: de hecho, arrojado a ellos de espalda por el suelo— cu-

bierto de hielo, su ejército envió un rugido.

Akiva vio todo a través de un velo de terror. ¿Habian las quimeras planeado esta traición? Las hamsas habían llegado primero, de eso estaba seguro.

Pero la flecha. ¿De dónde había salido? Por arriba. El ojo de Akiva atrapo destellos de movimiento en medio de las

estalactitas, y su horror se unio a la furia de sus hermanos y hermanas. El feroz orgullo que había sentido en ellos desapare-ció. Todas esas manos revoloteando vacias de empuñaduras de espada, era un espectáculo vacío cuando los arqueros se escondieron en el techo con cuerdas de arco tensas. Y en cuanto a las manos, no paso mucho tiempo.

El Lobo Blanco estaba de rodillas. Mostrando los dientes en una sonrisa sombría en ambos lados. Un punto muerto

en la formación serafíca, una mano extendida. El movimiento en cascada. Era como la coreografía. Una fracción de segundo y una mano se convirtieron en tres, que se convirtieron en diez y se convirtieron en cincuenta, y la propia reacción desplegan-dose en Akiva era demasiado lenta y desesperada. Levantó las manos vacías en súplica, oyó Liraz dar un grito ronco de " ¡No!"

Había sólo este segundo. Un segundo. Las manos en las empuñaduras. En un segundo, una marea da vuelta, y una

marea que no puede ser devuelta. Una vez que esas espadas estuvieran libres de sus fundas, una vez que esos músculos bes-tiales se estiren, este día se tornaria tan rojo como el de los Kirin en el pasado y llenaria esta caverna, una vez más con la sangre, a la totalidad de su pena.

Un destello de azul. Los ojos de Akiva se encontraron con los de Karou, y su mirada era insoportable.

Era la esperanza, muriendo sin sorprenderse.

Y por tercera vez en su vida, Akiva sentía dentro de sí mismo la crisálida de fuego y la claridad—un instante, y enton-

ces el mundo cambió. Como si de una piel se desprendiera silenciosamente, todo fue colocado delante de él: estable y con los bordes crujientes, brillantes e inmóviles. Esto era sirithar y Akiva estaba listo dentro de un momento.

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¿Le había dicho a sus hermanos y hermanas que el presente es ese único segundo dividiendo el pasado del futu-

ro? En este estado de calma, el brillo del cristal—la violencia reunida se redujo a un sueño, no había división. Presente y futu-ro eran uno. La intención de cada soldado fue dibujada en un haz luz delante de él, y Akiva vio todo antes de que sucedie-ra. En esos trazos de luz eran espadas desnudas.

Manos marcadas fuera, recogidos en montones, hamsas y manos mezcladas, manos de serafines y quimeras, se dis-

persaron.

Anunciado por la luz, este principio morir, al igual que el anterior, y un nuevo comienzo tomó su lugar: Jael regresaría a Eretz y no encontraria ninguna fuerza rebelde contra quien luchar—ni quimeras ni bastardos para oponerse a él, sólo su sangre congelada en el hielo rojo en el suelo de la caverna, ya que habían sido tan amables de matarse unos a otros para él. El camino estaría abierto, y Eretz sufriría. Akiva vio todo esto, la enorme, haciéndo eco, vergüenza—sacudiendo el mundo, y vio ... en la inclinación hacia el caos ... en los segundos aún por llegar, cómo iba a desenvainar Karou sus cuchillos de luna.

Ella iba a matar hoy, y tal vez ella iba a morir.

Si a este segundo se le permitia girar.

No se le deberia permitir que gire.

En Astrae, Akiva había soltado de su mente un impulso de rabia, frustración y angustia tan profunda que había esta-

llado la gran Torre de la Conquista, símbolo del Imperio de los Serafines. Él no podía entender lo que era, o cómo lo había hecho.

Y, aún incomprensible, sintió otro pulso deslizándose desde ese mismo lugar desconocido dentro de él.

Salió y se fue de él, lo que fuera— ¿qué era? —y tomó sirithar con él, así que Akiva fue empujado de nuevo en el flujo

normal de tiempo—rápido, débil y fuerte. Fue como pasar de un lago liso como un espejo a los rápidos. Se tambaleó en un paso, rodeado de la brillantez que se había unido a el, y sólo pudo observar, sin respirar, para ver lo que su magia causaría.

Y para ver si importaría.

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18

UNA LLAMA DE VELA EXTINTA POR UN GRITO

Todos los serafines y quimeras, con las manos en las empuñaduras, en ese instante antes de saltar en espiral.

Thiago estaba de rodillas en el espacio entre los ejércitos, él sería el primero en morir. Las manos de Karou llegaron por sus propios cuchillos, y dentro de ella estaba todavía el grito ahogado de:

¡No!

Si hubiera habido tiempo para pensar en eso—ese segundo, un segundo tan lleno de intenciones como ninguno otro segundo había estado alguna vez, tan lleno de la promesa de sangre, que ella misma creía que alguien pudiera detenerlo. Su esperanza había muerto con el primer retroceso de los ángeles.

La esperanza había muerto. Ella pensó.

No hubiera creído que podría haber una profundidad de desesperación por debajo de ésta.

Pero luego la golpeó.

Repentino y devastador.

La arrastro hacia abajo.

La certeza del final. Al ver las hojas de ángel listas para deslizarse libres y cortar, al oír el gruñido de quimera listo pa-

ra arrancar el futuro con sus dientes, era como si cada fragmento de pensamiento o sentimiento que tuvo o pudiera existir alguna vez fue erradicado y sustituido por este ... esta ... esta amarga mancha de inutilidad.

Callejón sin salida, grito, ¿y para qué?

La desesperación era entera, completa como una posesión, pero fugaz. Se soltó, y se había ido, pero dejó Karou des-

trozada, débil, sintiéndolo por todas partes como...

... Una llama de vela extinta por un grito.

Y las secuelas de su enormidad pudo haber sido nada más que el rizo que el humo dejó a la deriva y se dispersara al final de todas las cosas—a la evanescencia del mundo mismo.

Callejón sin salida, y ¿para qué?

Callejón sin salida. Callejón sin salida. Y sus manos no pudieron terminar lo que habían empezado. Ella no desenvaino. Ella no podía. Sus hojas se quedaron

colgadas en sus caderas mientras arrastraba el aliento, casi sorprendida por la sensación de que había vida todavía en ella, y aire para respirar.

Un segundo.

Otro suspiro, un segundo más.

Traducción: Ale Herrera Corrección

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Ella estaba en el aire y se dejó caer, aterrizando de rodillas por el peso, su mente era todavía un eco de ¡No! cuando

se dio cuenta de que, a su alrededor... no pasaba nada.

Nada. ¿Que estaba sucediendo?

Músculos de bestias agrupados habían caído flácidos. Manos grandes—ennegrecidas se congelaron en pomos de es-pada; cuchillos serafín reflejaban la luz, muchos—medio dibujados, y se detuvo allí.

Los dos ejércitos sanguinarios habían... parado. ¿Cómo?

El momento parecía muy largo. Karou, entorpecida por la inmensidad de su desesperación, apenas sabía qué hacer

con él. Había sentido el momento del declive y ser lanzarlos hacia el desastre. ¿Cómo fue que todos ellos habían simplemen-te parado? ¿Habría interpretado mal el declive, el desastre? ¿Había sido todo posturas de ambas partes, sólo ruidos de espa-das? ¿Podría ser tan simple como eso? No. No, se estaba perdiendo algo. A su alrededor había confusión muda, parpadeo lento, y respiraciones arrastradas tan roncas como la suya. Trató de sacudirse la confusión.

Y entonces lo vio, en la tierra de nadie entre los ejércitos que se enfrentaban, el Lobo Blanco se puso en pie. Todos

los ojos fijos en él, los de ella, también, y la confusión comenzó a disminuir.

¿Podría ser... esto de alguna forma ser obra suya?

Ella se levantó. Era difícil moverse. Su desesperación pudo haberse ido, pero había dejado paso a la pesadez que le cubría, espesa y sombría. Ella vio que las rodillas del Lobo estaban ensangrentadas por el impacto de su caída; Uthem yacía muerto, y la piscina de su sangre se estaba extendiendo. Thiago se había levantado al igual que la sangre que le alcanzó, y estaba agrupándose ahora en torno a sus pies lobo, manchando su pelaje y extendiéndose hacia arriba, hacia la primera fila de ángeles. Uthem era grande; había una gran cantidad de sangre, y el Lobo hizo un cuadro dramático de pie en ella, todo de blanco, excepto donde floreció su propia sangre, en sus rodillas y la frente.

Y sus palmas.

Sus manos estaban ensangrentadas, y él las mantuvo presionadas juntas. Se veía como la oración, pero estaba claro

lo que significaba. En lugar de atacar, mantuvo las hamsas ciegas, ojo entintado sobre ojo entintado. Mantuvo su poder bajo control, y así mismo. ¿Un soldado muerto en el suelo, y sin represalias por parte del vicioso Lobo Blanco? Fue un gesto de gran alcance, pero Karou todavía no entendía.

¿Cómo se había detenido trescientos Ilegítimos a medio embate? Thiago habló. — Me comprometo sobre las cenizas de Loramendi que yo y los míos venimos a ustedes para la aliar-

nos, no por sangre. Esto hace un mal comienzo, y no era plan mío. Voy a descubrir quién de nosotros ha levantado la mano contra mi orden expresa. Ese soldado, quien quiera que sea, ha roto mi palabra. — Esto lo habló bajo en su garganta, su voz áspera—afilada con disgusto, y un escalofrío recorrió la espalda de Karou.

Thiago dio la vuelta, barriendo a sus soldados juntos con la mirada entrecerrada. — Ese soldado… —, dijo, mirando

hacia el corazón de su ejército, — llamó a la muerte de toda la comitiva el día de hoy, y será disciplinado.—

La promesa era cruda; todos sabían lo que quería decir con ello. Su mirada era deliberada y penetrante, y se detuvo varias veces en ciertos soldados en particular, quienes asintieron cabizbajos.

Se volvió de nuevo hacia los Ilegítimos.

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— Hay razones para arriesgar nuestras vidas, pero ya no somos esa razón el uno para el otro. Un mal comienzo toda-

vía puede ser un comienzo. –

Él fue vehemente. Buscó entonces a Akiva; Karou sintió que estaba esperando al ángel intervenir y ayudar a recom-poner las piezas de esta tregua de nuevo juntos. Esperó, también, seguro de él—Akiva les había llevado hasta allí; él debía tener unas palabras para reparar este momento, pero la pausa arrastro fuera un breve y tenso silencio.

Algo estaba mal. Incluso Liraz fue entrecerró los ojos en Akiva, esperando. Karou sintió una punzada de preocupa-

ción. Él se miraba inestable, incluso enfermo, sus anchos hombros se inclinaron por una cierta tensión.

¿Qué le pasaba? Ella lo había visto así antes; ella había hecho que se viera así, pero esto no puede ser el efecto de las hamsas, ¿verdad? ¿Por qué deberían pegarle más duro que al resto?

Con evidente esfuerzo, dijo, por último, — Sí. Un comienzo — pero había un vacío en su voz, en comparación con el

nutrido tono del lobo y sus palabras fuertes, incluso cuando él llegó a decir, — Un muy mal comienzo. Lamento esta muerte, y... me lamento sinceramente el estar tan dispuestos a causarla. Espero que pueda ser rectificado. —

— Se puede y será.— Contestó el lobo. — ¿Karou? Por favor. —

Una convocación. Karou se sintió el foco de atención; el miedo se lanzó errático en sus venas, pero reunió su volun-

tad y se movió. Toda atención se fijó en ella como se abrió paso a través del anfitrión, directamente al lado de Uthem. Ella estaba de pie en su sangre. Un guiño de Thiago y ella se arrodilló, se descolgó el turibulo desde el otro lado de la espalda y bajó hasta su posición, balanceando el incensario en su cadena.

Un interruptor al lado del eje de la rueda activa un bloqueo similar a un mecanismo de rueda de fricción en una anti-

gua pistola; encendió la cámara de incienso en el incensario con un sonido como un chasquido de dedos metálicos. Un ins-tante después, una espiga sulfurosa emano de él.

Ella sintió el alma de Uthem responder. Se sentía como en el cielo gris y las señales de fuego, el rompimiento de las

olas. Impresiones parpadearon y se desvanecieron cuando su alma se deslizó en el incensario y estaba a salvo. Dio media vuelta para cerrarlo, un movimiento rápido para apagar la mecha de incienso, y se levantó, teniendo cuidado de mantener sus hamsas de parpadear ninguna magia en los ángeles.

Todos los ojos estaban puestos en ella. Echó un vistazo a Thiago. No habían hablado de esto, pero se sentía bien.

Ella dijo: — Nunca he resucitado un serafín, pero mientras estamos luchando en el mismo lado, lo haré. Si ustedes lo

desean, aunque puede que no. Piensen en eso; es su elección. Mi oferta, mi promesa. Y algo más.— Uno por uno, se encontró con los ojos de la fila de ángeles directamente frente a ella.

— Puede que no lo parezca— Dijo ella, — pero yo soy Kirin, y esta es mi casa. Así que por favor apártense y déjen-

nos entrar. —

Y lo hicieron. Ellos no saltaron exactamente rápido, pero se separaron, despejando el camino para ella. Miró hacia atrás, encontró

Issa en la multitud. Zuzana y Mik, con los ojos abiertos. La presencia de Akiva era como una llamarada en la periferia, llaman-do a ella, pero ella no lo miro. Dio un paso adelante. Thiago llegó a su lado. El anfitrión detrás de ellos, y los bastardos los dejaron pasar.

Con sangre en sus botas, Karou y Thiago llevaron a su ejército en el interior.

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—¿Cómo hizo eso?— Liraz apenas respiraba. La pregunta había sacudido a Akiva, finalmente, de su letargo post— sirithar — ¿Cómo fue que hiso qué, quien?—

— El Lobo.— Lo miró aturdida. — Estaba segura de que estábamos acabados. Lo sentí. Y entonces ... — Ella sacudió la

cabeza como para despejarla. — Cómo pudo detenerlo? –

Akiva la miró fijamente. ¿Pensó que Thiago lo había detenido?

Él se echó a reír con fuerza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él sabía que el pulso había salido de él — no fue explosivo en esta ocasión—ni lo que se había llevado con él, se había sentido la intención colectiva de los soldados cambiar.

Él lo había hecho. Había detenido que esta matanza sucediera, y... nadie tenía ni idea, ni siquiera Liraz, y ciertamente

no Karou.

Mientras que él se había tambaleado al retraer su magia, apenas capaz de armar una oración coherente, el Lobo se había elevado a la ocasión y reclamó el momento, ¿Y logró ganarse incluso temor de Liraz? Entonces, ¿qué debe Karou estar sintiendo por él? Akiva la vio desaparecer por el pasillo a la cabeza de su ejército, el Lobo Blanco a su lado—un par impresio-nante que hicieron— y lo único que podía hacer era reír. Lo castigaba como un cristal en el pecho.

Perfecto , pensó. Lo que un revés perfecto de... ¿qué? ¿El destino, los Dioses Estrella? ¿Oportunidad?

—¿Qué? — Exigió Liraz. — ¿Por qué te ríes?—

— Porque la vida es una hija de puta — Fue todo lo que Akiva pudo decir.

— Bueno, entonces — Fue la respuesta plana de su hermana. — Creo que encajamos perfectamente dentro. —

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19 LA CAZA

Al otro lado de Eretz, surgió un pulso de magia. No había viendo que presagiara esta vez, no había sonidos o revuelos, por lo que casi todos los que lo sintieron –y

todos lo sintieron— creyeron sentirlo solamente ellos, su propia desesperación. Era una ola de cruda emoción tan potente que, por un instante, desplazó cualquier otro sentimiento y tomó su lugar,

en su breve estadía colonizó el pensamiento de cada criatura –cada criatura con la capacidad de sentir—con la absoluta con-vicción del final.

Su paso fue rápido y sombrío; corrió a través de la tierra y el cielo y el mar, y ninguna criatura fue inmune a ello, y

ningún material ni mineral fue inmune a la misma. Mucho más rápido de lo que las alas podrían haber llevado a alguien a ese lugar, se extendió por Astrae, la capital

del Imperio de los Serafines, y con la misma rapidez se había ido de nuevo. En sus silenciosas secuelas, ningún ciudadano lo relacionó con la ruptura de la gran Torre de Conquista.

Pero en el lugar de la cáscara de la Torre, dentro del vasto y retorcido esqueleto de metal que era todo lo que que-

daba del lugar, estaban cinco ángeles que lo hicieron. Eran serafines, pero no ciudadanos del Imperio. Habían venido de lejos, de cacería –cacería, cacería, cacería— y ahora, al unísono, como las agujas de una brújula

que giran bajo el mismo imán, se dirigieron al sur y al este. Esta desesperación abrumadora era la transgresión y la violación; ellos sabían que no era suya, y cada uno se detuvo

lo suficiente para que resonara en las profundidades de su terrible fuerza antes de irse. Otra probada para los desconocidos magos que tiraban de las cuerdas del mundo.

“El Terror de las Bestias,” lo escucharon en el duro susurro de esta ciudad cobarde. Asesino y traidor, asesino de

quimeras, bastardo y de un padre asesino. El había hecho esto. Ahora, con los ojos del color del fuego, los cinco Stelians fijos en los lejanos Montes Adelfas. Y Scarab, su reina, desplegó sus alas y dijo, con ira perfecta, a través de sus dientes afilados: — Adelante con la caza.—

Traducción: Lety Moon Corrección: Ale Herrera

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20 DISTORSION

En las Islas Lejanas era de noche, y el nuevo moretón que floreció en el cielo no sería visible hasta el amanecer. No

era como los demás. De hecho, pronto envolvió a los otros—todos ellos perdieron su oscura expansión. De horizonte a hori-zonte se extendió, más profundo que el índigo, casi tan negro como el propio cielo nocturno. Era algo más que el color, esta deformación, era de succión. Era concavidad y distorsión. Eidolon la de los ojos danzantes había dicho que el cielo estaba cansado y le dolía. Ella había restado importancia al asunto. El cielo estaba fallando. Los cazadores de la tormenta no necesi-taban verlo ennegrecer.

Ellos lo sintieron. Y comenzaron a gritar.

Traducción: Kimi Nicole Corrección: Ale Herrera

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21

LAS MANOS DE NITID

Las cuevas Kirin no eran tanto un pueblo dentro de una montaña sino más bien como una serie de ellas, conectadas por una red de conductos que irradian desde un espacio comunal. Una colaboración entre la naturaleza, el tiempo y las ma-nos, el espacio era puro, fluido, imprevisto e improbable. Una maravilla. En general, la impresión que daba era la de un acci-dente milagroso de la geología, pero en verdad era un accidente milagroso de la geología al que se le había dado forma du-rante cientos de años por diferentes generaciones de Kirin. Ellos se adherían a una estética sencilla: "Las manos de Nitid". Eran las herramientas de la diosa, y su deber, como lo vieron, no era para destacar o engrandecerse, sino copiar — por así decirlo — su estilo.

Apenas un detalle en cualquier lugar se anunciaba como "hecho". No tenía esquinas, e incluso las escaleras casi po-

drían haber sido de origen natural, asimétricas e imprecisas. Era oscuro, pero no de manera perfecta. Tenía pozos a través de los que entraba la luz del sol y de la luna, y que se

amplificaba por los espejos de hematites y lentes de cristales ocultos. Y nunca estaba silencioso. Poseía un complejo entra-mado de canales por los que pasaba el viento, llevando aire fresco y haciendo un sonido de ambiente misterioso y siempre presente, que era en parte oscura y como una noche tormentosa y en parte como la canción de una ballena.

Mientras caminaba a través de los pasillos, Karou experimentó todo como una avalancha de lo antiguo y lo nuevo,

como la convergencia de dos ríos rápidos: la memoria de Madrigal y el asombro de Karou, la fusión en cada paso. Al entrar en la gran caverna central, la recordó y el golpe ante la vista la dejó sin aliento, se detuvo, alzó la cabeza y miró.

Recordó la arremetida de las alas de los Kirin por encima de sus cabezas, las llamadas, las risas y la música, la oleada

de festivales y lo normal de la vida cotidiana. Ella había aprendido a volar en esta caverna. Era inmensa, varios cientos de pies de altura, tan vasta que los ecos se perdían y sólo a veces encontraban su camino

de regreso. Pantallas de estalagmitas se elevaban del suelo en paredes ondulantes — decenas de pies de altura, cientos de miles de años de formación, pero serían millones antes de que se unieran con sus colegas a lo alto. Las paredes estaban ve-teadas con el mineral, brillaban con el color del oro, y los nichos que le recordaban a los nidos de abeja, o los balcones en un teatro de ópera. Este era el lugar donde los soldados serafín habían asentado su campamento, se podía ver el espacio central donde los anillos de fuego antiguos mostraban signos de uso reciente.

—¡Wow¡— oyó que Zuzana murmuraba a sus espaldas, y cuando se volvió para mirar hacia atrás, vislumbró la cara

del lobo mientras tragaba saliva con fuerza, luchando contra las emociones abrumadoras. No había nadie que lo viera; todo el ejército venía detrás de ellos, por lo que sólo Karou fue testigo de la mirada de anhelo y pérdida que tomó posesión de sus rasgos.

—Vamos —dijo Karou, y cruzó la caverna. En conjunto, las quimeras y los Ilegítimos eran casi cuatrocientos, que era, probablemente, más que el número de Ki-

rin que habían vivido en esta montaña en el apogeo de la tribu, pero había espacio suficiente para todos, y espacio suficiente para mantenerlos separados.

Los serafines podían tener la gran caverna; hacía frío allí. Su respiración salió en forma de nubes. A mayor profundi-

dad, las aldeas eran calentadas por el calor geotérmico. Ella se dirigió a través de un pasaje que los llevaría a una de esas aldeas. No la suya. Quería dejar esa en paz, visitarla sola, a su propio tiempo, si en alguna ocasión ese tiempo llegaría.

—Este es el camino.

Traducción: Mell Kiryu

Corrección: Brenda CAM

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22

EL ABISMO MIRANDOLA BOQUIABIERTO

— Una torta de chocolate entera, un baño, una cama. En ese orden –. Zuzana enumeró tres deseos en sus dedos. Mik asintió en acuerdo.

| — Nada mal –dijo— pero sin la torta. — Yo pediría un goulash de La Cocina Envenenada con, strudel de manzana y

té. Y luego, ahí sí: un baño y una cama. — Nop. Ahí van cinco. Usaste tus deseos en comida. — Mi comida completa es mi primer deseo. Goulash, strudel, té. — No funciona de esa forma. Tus deseos no se logran. Yo gano. Tú y tu estómago lleno sólo tendrán que mirar mien-

tras yo tomo mi magnífico baño caliente y duermo en mi maravillosamente suave y caliente cama —. Un baño caliente, una cama caliente—qué delirante fantasía. Los músculos doloridos de Zuzana suplicaban por piedad pero eso estaba fuera de sus manos.

Ellos no tenían deseos; esto era sólo un juego.

Las cejas de Mik se levantaron. —Oh. Yo tengo que ver cómo te bañas, ¿no?. Pobre de mí. —Si. Pobre de ti. ¿no preferirías bañarte conmigo? —En efecto –dijo solemnemente—. De hecho lo preferiría. Y la policía de los deseos tendría tiempos difíciles inten-

tando mantenerme afuera.— —Policía de los deseos –. Resopló Zuzana. —¿Policía de los deseos? —. Preguntó Karou desde la puerta Estaban en una serie de pequeñas cuevas que Zuzana entendía habían constituido una vivienda familiar en los días de

los Kirin. Con cuatro cuartos que el flujo de la roca había dado forma, era como una especie de apartamento dentro de la montaña. Tenía sus comodidades —una especie de calor natural, e incluso un armario de roca con un agujero con tapa que tenía bastante parecido con un inodoro (aunque Zuzana quería una confirmación antes de proceder)— pero allí no parecía haber bañera ni camas. Había algunas pieles apiladas en una esquina, pero eran asquerosas y viejas, y Zuzana estaba bastan-te segura de que una variedad de bichos de otro mundo habían estado viviendo como ricos allí durante sagas multigenera-cionales.

Allí había un complejo entero de viviendas como ésta organizadas alrededor de una especie de villa “cuadrada”—una

versión mucho más pequeña de aquella extraordinaria caverna que habían pasado de camino hacia acá. Los soldados esta-ban acomodándose, no es que hubiera mucho más que acomodar. Bueno, Aegir el herrero tenía trabajo que hacer y Thiago se había ido con sus lugartenientes a hacer lo que sea que se hace en las guerras antes de una batalla épica. Zuzana no sabía y no quería saber. No la verdad sobre “Thiago” y tampoco sobre la batalla épica. Si intentaba entenderlo, ella se ponía a temblar y su mente cambiaba de canal, como si ella estuviera pasándolo para encontrar la programación infantil o —¡ooh!—Food Network.

Traducción: Vane_B Corrección: Ale Herrera

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Y hablando de comida, mientras Mik estaba buscando el mejor punto para “la sede de la resurrección”, Zuzana se

tomó algunos minutos para ayudar a las graciosas y un poco peludas mujeres quimera, Volvi y Awar, establecer una cocina temporal y organizar los suministros que habían traído desde Marruecos. No hacía daño quedar bien con los proveedores de comida y ella podría haber conseguido algunos albaricoques secos en la negociación.

Hacía unos pocos meses, si alguien le hubiera dicho que se iba a emocionar por unos pocos albaricoques secos, ella le

hubiera brindado un levantamiento de ceja. Ahora, ella pensaba que probablemente los podría usar como moneda, así como los cigarrillos en prisión.

—Estábamos jugando a “Tres Deseos”–ella le contó a su amiga— torta, baño caliente y cama suave. ¿Y tú? —Paz mundial —. Dijo Karou. Zuzana giró los ojos. —Sí. Santa Karou. —La cura para el cáncer –Karou continuó—, y unicornios para todos. —¡Bah! Nada arruina más Tres Deseos que el altruismo. Tiene que ser algo para ti, y sí no incluye comida, es una

mentira. —Yo incluí comida. Dije unicornios, ¿o acaso no lo hice? —Mmm. Anhelando unicornios ¿no? –Zuzana frunció el ceño. — Espera. ¿Tenían de esos aquí? —¡Ouch! No. —Los tenían –dijo Mik, — pero Karou se los comió todos. —Soy una voraz depredadora de unicornios. —Tendremos que agregar eso a tu anuncio personal –dijo Zuzana. Las cejas de Karou volaron hacia arriba. —¿Mi anuncio personal? —Podríamos haber estado componiendo anuncios personales en el hasta camino acá –ella admitió—, para pasar el

rato. —Claro que lo hicieron. ¿Cuál era el mío? —Bueno. No pudimos escribirlo, obviamente, pero creo que era algo como: Hermosa y ruda interespecie busca,

umm… ¿a un enemigo no—mortal para un cortejo sin complicaciones, largos paseos por la playa y un fueron felices por siem-pre?

Karou no respondió inmediatamente y Zuzana vio que Mik le estaba dirigiendo una mirada desaprobadora. ¿Qué?

Ella respondió con la ceja. Ella había dejado afuera el “ángeles genocidas no necesitan presentarse” ¿no lo había hecho? Pero entonces su amiga metió su cabeza entre sus manos. Sus hombros empezaron a sacudirse, y Zuzana no hubiera podido decir si era de risa o sollozos. Tenía que ser una risa, ¿no?

—¿Karou? —. Ella preguntó, preocupada. —Claro que lo hicieron. ¿Cuál era el mío?

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—Bueno. No pudimos escribirlo, obviamente, pero creo que era algo como: Hermosa y ruda interespecie busca,

umm… ¿a un enemigo no—mortal para un cortejo sin complicaciones, largos paseos por la playa y un fueron felices por siem-pre?

Karou no respondió inmediatamente y Zuzana vio que Mik le estaba dirigiendo una mirada desaprobadora. ¿Qué?

Ella respondió con la ceja. Ella había dejado afuera el “ángeles genocidas no necesitan presentarse” ¿no lo había hecho? Pero entonces su amiga metió su cabeza entre sus manos. Sus hombros empezaron a sacudirse, y Zuzana no hubiera podido decir si era de risa o sollozos. Tenía que ser una risa, ¿no?

—¿Karou? —. Ella preguntó, preocupada. Karou levantó la cara, y allí no había lágrimas, pero tampoco un montón de alegría.—Sin complicaciones –ella dijo—.

¿Qué es eso? Zuzana miró a Mik. Esto era lo que significaba sin complicaciones. Era hermoso. Karou no se perdió la mirada. Les

sonrió, anhelante. —Sólo sepan cuán afortunados son —. Ella dijo. —Lo sé –. Dijo Mik. —Definitivamente lo sé –Zuzana estuvo de acuerdo, rápidamente, y con un poco más de entusiasmo de lo que era

realmente su estilo. Ella todavía se sentía un poco… apagada. Oh, hambrienta, sucia y cansada, sin duda —de ahí sus Tres Deseos— pero esto iba más allá. Por un minuto allí, de regreso a la entrada de la caverna, ella se sintió como si estuviera viendo el fin del maldito mundo.

¿Qué demonios era esto? Cuando ella era niña, tenía una muñeca favorita —bueno, de hecho era un pato— y aparentemente ella le había

brindado bastantes de sus viles y depredadoras adoraciones de niñita, incluyendo, como a su hermano Tomáš le gustaba recordarle, su hábito de succionarle los ojos. Ella lo encontraba reconfortante, duros al tacto pero lisos contra sus diminutos dientes.

Menos que reconfortante fue la campaña de sus padres para persuadirla de que eso podría matarla. — Te podrías ahogar, amor. Dejarías de respirar. Pero ¿qué significaba eso en realidad para una niña pequeña? Fue Tomáš el que le hizo entender el mensaje. Aho-

gándola… Sólo un poquito. Los hermanos, siempre tan útiles en el tema de demostraciones mortales. — Podrías morir –le dijo alegremente, con sus manos alrededor de su garganta. — De esta manera. Funcionó. Ella entendió. Las cosas pueden matarte. Toda clase de cosas, como juguetes, o hermanos mayores. Y

mientras ella crecía, la lista se volvía más y más larga. Pero ella nunca antes lo había sentido así de fuerte. ¿Cuál era esa cita de Nietzsche que los poetas de estilo gótico

amaron tanto? ¿Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti? Bueno, el abismo había mira-do dentro de ella. No. Se había quedado mirándola boquiabierto; La había fulminado. Zuzana estaba bastante segura de que había dejado marcas de quemadura en su alma, y era difícil imaginarse que alguna vez pudiera sentirse normal otra vez.

Pero ella no iba a quejarse con Karou acerca de su miedo y alteración. Ella había querido venir. Karou le había adver-

tido que iba a ser peligroso —y bien. La advertencia en resumen había sido como si le estuviera hablando a una niñita sobre ahogarse, menos la demostración… pero ella estaba aquí ahora, y no iba a ser la llorona del grupo.

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Y en cuanto a la ¿suerte? — Tengo suerte de estar al menos viva –anunció— de pequeña lo que chupaba eran los ojos a un pato.— Mik y Karou sólo la miraron. Y Zuzana estaba feliz de ver que el triste anhelo de Karou cedía el paso a la preocupación

perpleja. — Eso es… interesante, Zuze —. Se aventuró a decir ella. — Lo sé. Y ni siquiera lo intentes. Algunas personas son sólo interesantes. Tú, sin embargo, con tu vida monótona y

ordinaria, deberías salir más. Intentar cosas nuevas. — Ajá –dijo Karou, y Zuzana fue recompensada con un vistazo de esa elusiva alegría. —Estas en lo cierto. Tan aburrida.

Voy a empezar a coleccionar estampillas. Eso es interesante ¿no? — No. A menos de que las vayas a pegar a tu cuerpo y usarlas como ropa. — Eso suena como el proyecto de final de semestre de alguien en la escuela. — ¡De hecho, sí! –Zuzana estuvo de acuerdo, — Helen lo haría. Pero ella haría una puesta en escena. Empezaría des-

nuda con un gran cuenco de estampillas que la gente pudiera lamer y pegar sobre ella. Karou finalmente se hecho a reir abiertamente y Zuzana se sintió orgullosa de su logro. Risa lograda. Quizás ella no

podía hacer la vida —o el amor— de Karou menos complicada y quizás no tenía sugerencias útiles cuando se necesitaban, oh, invasiones de ángeles o engaños peligrosos o ejércitos que claramente sólo querían empezar a matarse entre ellos, pero podía hacer esto al menos. Podía hacer a su amiga reír.

— ¿Y ahora qué? –ella preguntó. —¿Ángeles tirando un magnifico banquete en nuestro honor? Karou se rió de nuevo, pero fue un sonido oscuro. —No exactamente. Lo siguiente es el consejo de guerra.

—Consejo de guerra –. Repitió Mik, sonando un poco aturdido, tal y como Zuzana se sentía. Aturdida y lejana, en las

profundidades de su ser. Ella se imaginaba cada vello de su cuerpo todavía estaba suspendido por el extraño, eléctrico horror de la hora pasada. ¿Ver a Uthem morir? Esa fue la primera vez para ella. Tuvo que caminar a través de su sangre y aunque eso no había molestado a los soldados (tan frescos como si ellos pasaran través de la sangre todas las mañanas para ir a desayunar) eso sí la había conmocionado, aunque no había tenido ni tiempo de procesarlo. Ella se había sentido como… gi-rando alrededor de su propio y paralizante horror, y ahora estaba pensando en cómo “el abismo se había quedado mirándola boquiabierto”

Karou exhaló audiblemente. — Ese es el por qué estamos aquí –y al decir aquí, dio una escaneada rápida a su alrede-

dor y añadió—. Por extraño que esto sea. Y Zuzana se sintió más intensamente fuera de lugar, intentando imaginar qué significaba para su amiga estar de vuel-

ta aquí. Ella no pudo, por supuesto. Este fue el sitio de una masacre. Quizá era el eco de la masacre el que trajo el abismo, pero ella se había imagina caminado de vuelta a la casa familiar y encontrarla desierta, las camas descompuestas y nada que le diera la bienvenida —nunca— y ella se tragó un pequeño aliento.

—¿Estás bien? —. Le preguntó Karou. — Estoy bien. Pero primero que todo, ¿estás tú bien? Karou asintió y sonrió un poquito. — De hecho, lo estoy —ella alzó su antorcha y miró alrededor—. Es raro. Cuando

vivía aquí, este era el mundo. No sabía que la gente no vivía dentro de las montañas.

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— Eso es un poco asombroso —. Dijo Zuzana — Lo es. Y tú no has visto la mejor parte todavía —. Karou miró astutamente. — Ooh, ¿qué? Por favor dime que esta es una cueva en la que los pasteles crecen como hongos. Punto por risa para Zuzana.

— No, –dijo Karou— y tampoco tengo ningún pastel y me temo que no se puede hacer nada con la situación de la cama

pero… —ella hizo una pausa, esperando a que Zuzana lo descubriera sola. Zuzana lo hizo. ¿Podría ser?— No te burles de mí. La sonrisa de Karou fue pura; ella estaba feliz de dar felicidad. — Vamos. Creo que podemos dedicarle unos minutos.

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23

TODO LO QUE IMPORTA Las piscinas termales estaban como Karou las recordaba, aunque no del todo, porque en sus recuerdos, allí había Ki-

rin. Familias enteras, bañándose juntas. Ancianas chismorreando. Niños salpicando agua. Ella podía sentir las manos de su

madre haciendo espuma con raíz de selen en su cabeza, incluso podía recordar el olor herbal mezclándose con el olor del

azufre de las primaveras.

- Es hermoso –. dijo Mik, y lo era: el agua verde pálida como la tiza, las rocas como una pintura al pastel, rosa y es-

puma de mar. Era íntimo pero no pequeño, no una sola piscina sino conjuntos de tinas unidas por una cascada suave, y el

techo parecía ondular, centelleaba por los cristales que crecían allí y cortinas de musgo-oscuro rosa pálido, llamado así por-

que crecía en la oscuridad, no porque fuera oscuro.

- Miren aquí -. Dijo Karou y adelantó su antorcha, liderando el camino al sitio de la caverna donde la pared era pura y

pulida hematites. Un espejo.

-¡Wow¡- Exhaló Zuzana y los tres miraron sus reflejos, uno al lado del otro. Lucían embarrados y respetuosos. Y la su-

perficie curvada los deformó y Karou tuvo que moverse de un lado a otro para aclarar qué parte de la distorsión en su rostro

era causada por el efecto casa de espejos y qué por la paliza. Parecía que el ataque había sido hacía eras, pero su cuerpo

sabía la verdad. Sólo habían sido dos días y su cara no estaba recuperada. Su psique tampoco. De hecho, la distorsión del

espejo le pareció apropiada: una manifestación física de la deformación interna que estaba intentando mantener escondida.

Ellos se quitaron la ropa y se deslizaron en el agua, que estaba caliente y muy suave. Así que a los pocos segundos de

inmersión, sus extremidades se sentían lisas como muñecas de porcelana y su cabello, como plumón de cisne. Karou y Zuza-

na fluyeron como sirenas serpenteando cerca de la superficie.

Karou cerró los ojos y se sumergió, con cabeza y todo, y dejó que el agua arrancara la tensión de su ser. Si ella estu-

viera para jugar honestamente a Tres Deseos, podría haber deseado ir a la deriva como si estuviera en el Lete, el río del olvi-

do y tomar un largo y agradable descanso de ejércitos y muerte. En cambio, ella se lavó, enjuagó y salió. Educadamente, Mik

volteó la cara mientras ella se vestía con ropa limpia. ‘Limpia’, si sumergida en un río de Marruecos y secada sobre un techo

polvoriento contaba como limpia.

- Tienen aproximadamente una hora en la antorcha –le dijo a sus amigos, dejándoles una y cogiendo otra- ¿pueden

encontrar el camino de regreso?-

Ellos respondieron que podían, así que Karou dejó a ese par para el disfrute perfecto y sin complicaciones el uno del

otro, e intentó no sentirse muy celosa al tiempo que sus pies la soportaban en el camino hacia el zumbido de enemistad que

emitían los ejércitos

- Aquí estas.-

Ella había rodeado una curva, acercándose al centro de la villa parecido a una colmena y allí estaba Thiago. Ziri.

Cuando se vieron el uno al otro, un relámpago de sentimientos lo transfiguró. Él lo escondió rápido, pero ella lo vio, y lo supo.

Era amor que no podía separarse de la tristeza, y eso hizo que su corazón doliera por él. “Estoy contigo” ella había dicho

cuando volvió a la kasbah, de manera que él no se sintiera tan sólo en su cuerpo robado. Pero él estaba solo. Ella no estaba

con él, incluso cuando lo estaba. Y él lo sabía.

Traducción: Vane_B Corrección: Ale Herrera

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Ella se obligó a sonreír. - Estaba yendo a buscarte –y era verdad es ese caso- ¿Se ha decidido algo?-

El suspiró y sacudió la cabeza. Él estaba desaliñado, algo que El Lobo nunca estuvo, excepto quizá justo después de

una batalla. Su cabello estaba desordenado, su frente oscura por la sangre seca del aterrizaje estrepitoso y sus rodillas y ma-

nos, raspadas y sangrantes, lucían como carne. Él lanzó una mirada a su alrededor y le hizo señas a Karou hacia la puerta.

Sólo por un instante, ella se pudo rígida y quiso demorarse. Él no es el Lobo. Se dijo a sí misma, entrando primera en

la pequeña cámara. Estaba oscura, rancia. Karou cerró la puerta y formó un arco con su chisporroteante antorcha para con-

firmar que estaban solos.

Solos. ¿Era esto en lo que Ziri estaba esperanzado, en la llegada de la noche, sólo este pequeño y triste pedacito de

tiempo para aflojar su postura de Lobo? Él se hundió contra el muro, francamente exhausto. Él dijo: - Lisseth propuso que

eligiéramos un chivo expiatorio para presentar una ejecución.-

-¿Qué? –Karou vociferó- ¡Eso es horrible!-

Ese él es porqué dije que no, a menos de que ella deseara ofrecerse a sí misma como voluntaria.

- Eso quisiera.-

-Ella se nego - él le dio una sonrisa torcida y cansada, entonces bajó el volumen de su voz- Ellos aún esperan a que es-

to tenga sentido. Esperan que les revele el verdadero plan, que debe, por supuesto, involucrar masacre.-

- ¿Crees que ellos sospechan algo? –preguntó Karou, ansiosa, su voz imitando el murmullo secreto de él. Ella deseó

poder hablar con él en checo, como lo hacía con Zuzana y Mik y no tener que preocuparse por ser oída por casualidad.

- A veces, sí. Pero no creo que ellos estén cerca a la verdad.-

- Mejor que ni si acerquen a ella.-

- Estoy actuando como si tuviera una solución final que no he compartido con ellos, pero no sé cuánto tiempo vaya a

resistir. Nunca estuve en su círculo interno. ¿Qué pasa si él les contaba sus planes y esto luce secretamente equivocado para

ellos? Mientras, este problema… -él alzó sus manos a su cabeza y respiró fuertemente al tocarse una herida tras otra- ¿Qué

haría el Lobo? No haría nada. Él no le daría nadie a los serafines y los haría bajar la mirada por tan solo preguntar.-

- Estas en lo cierto –la imagen vino fácilmente a Karou. El desprecio del Lobo se mantendría en sus ojos mientras con-

templaba a sus enemigos. - Por supuesto, él realmente estaría orquestando una masacre.-

- Sí. Pero esta es nuestra táctica, en todo esto: empezar siendo verosímiles haciéndolo como él lo haría, pero no con-

tinuar hasta donde él lo llevaría. Yo no les estoy dando nadie a los ángeles, sin disculpas. Esto es un asunto de quimeras y

punto.-

- ¿Y si sucede de nuevo? -. Karou preguntó.

- Voy a asegurarme de que no suceda.- Simple, pesado, lleno de amenazas y rrepentimiento.

Karou sabía que Ziri no quería tal responsabilidad, pero ella recordaba sus palabras en el aire: -“Vamos a luchar por

nuestro mundo hasta el último eco de nuestras almas”. Pero con la manera en la que él se había puesto entre dos ejércitos

sangrientos y los mantuvo separados, ella no tenía dudas de que él podría elevarse ante cualquier ocasión.

- Está bien -. Ella dijo y fue el fin del tema.

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El silencio se extendió entre ellos y con el asunto decidido, la condición de “solos” cambió. Ellos eran dos personas

cansadas de pie en la oscilante oscuridad, un enredo de sentimientos y temores —amor, confianza, vacilación, dolor.

- Deberíamos volver –dijo Karou, aunque ella deseó poder darle paz a Ziri por un poco más de tiempo-. Los serafines

deben estar esperando.-

- El asintió y la siguió a la puerta. - Tu cabello está mojado.- Él observó.

-Aquí hay baños –. ella le contó, abriendo la puerta y recordando que él probablemente no lo sabía.

- Mentiría si digo que eso no suena bien -. Él indicó su pelaje cubierto de sangre de sus pies, sus manos como carne

cruda. También estaba la herida donde su cabeza se aplastó contra el suelo de la cueva. Ella dio un paso más cerca de él para

tocarlo; él hizo una mueca. Un buen chichón se había alzado bajo la oscuridad con una costra de sangre.

-¡Auch! –ella dijo- ¿Has estado teniendo mareos?-

- No. Sólo palpita. Está bien, –él estaba examinando su cara a su vez- te ves mucho mejor.-

Ella se tocó la mejilla, dándose cuenta de que el dolor se había ido. La inflamación también. Ella se tocó el lóbulo de

la oreja desgarrada y encontró que la carne se había unido. ¿Qué?

Con un gritito, ella recordó. - El agua –dijo. Volvió a ella como el fragmento de un sueño-. Tiene algunas propiedades

curativas.-

-¿En serio? -Ziri miró hacia debajo de nuevo a sus manos desgarradas- ¿Me puedes mostrar el camino?-

-Um - Karou vaciló torpemente-. Lo haría pero Zuzana y Mik están allí -. Ella se sonrojó. Era posible que Zuzana y Mik

estuviera muy cansada para ponerse a actuar como Zuzana y Mik, pero con las aguas regeneradoras, era más probable que

sus amigos estuviera haciendo uso de su hora de soledad, al, um, al estilo de Zuzana y Mik.

Ziri no fue lento para entenderla. También se sonrojó y la humanidad que inundó sus rasgos frios, perfectas caracte-

rísticas, fue extraordinaria. Ziri vestía este cuerpo mucho más hermosamente de lo que lo hacía Thiago.

-Esperaré –dijo con una risa baja y embarazosa, evitando los ojos de Karou y ella se rió también.

Y allí estaba ellos, en la puerta, ruborizándose, lanzando sus avergonzadas risas y parándose muy cerca el uno del

otro —su mano había retrocedido de su frente, pero su cuerpo seguía curvado hacia él— cuando alguien dio la vuelta al re-

codo del pasillo y se detuvo en seco.

Queridos dioses y luz de estrellas, Karou quiso gritar. ¿Me están tomando el pelo?

Porque por supuesto, por supuesto, era Akiva. La música del viento había ahogado sus pasos. Él no estaba a más de

tres metros de ellos y aun tan hábil como era en ocultar esas llamaradas de sentimientos repentinos, no consiguió hacerlo

enteramente esta vez.

Una sacudida de incredulidad hizo que se detuviera y hubo un arrastramiento del color en sus mejillas. Incluso, Karou

estaba segura, tomó aliento sin notarlo. En el estoico Akiva, estas pequeñas señales era equivalentes al tambaleo que produ-

ce una bofetada.

Karou se alejó del Lobo pero ella no pudo deshacer la imagen que ellos habían presentado hacía un segundo. Ella sin-

tió su propia llamarada de sentimientos al mirar a Akiva, pero dudaba que él lo hubiera detectado en su risa, en su cara roja,

y ahora, para hacerlo peor, estaba la culpa por haberlos descubierto, como si hubiera sido atrapada en alguna traición.

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¿Riéndose y sonrojándose con el Lobo Blanco? Por lo que él sabía, eso era traición.

Akiva. El impulso de volar hacia él era su propio tipo de gravedad, pero sólo fue su corazón el que se movió. Sus pies

se quedaron arraigados, pesados y culpables.

La voz de Akiva fue rápida y fría al decir: - Hemos seleccionado a un consejo representativo. Ustedes deben hacer lo

mismo. - Él hizo una pausa y su cara empezó a hacer el mismo proceso que la del Lobo pero en reversa. Mientras él se quedó

mirándolos, su humanidad se retrajo y él estaba como cuando Karou lo vio por primera vez en Marrakesh: ¨Como con el alma

muerta¨.- Estamos listos para cuando ustedes lo estén.-

Cuando hayas terminado de sonrojarte a la luz de una antorcha con el Lobo Blanco.

Y se giró en sus talones y se había ido antes de que ellos pudieran responder.

- Espera -. Dijo Karou, pero su voz salió débil, y si él la escuchó por encima de la música del viento, no se volvió. Po-

dríamos decirle a él, ella pensó. Le podríamos decir la verdad. Pero la oportunidad había pasado y era como si él hubiera to-

mado el aire con él cuando se fue. Por un largo segundo, ella no pudo respirar y cuando lo logró, hizo lo mejor que pudo para

que sonara moderado y normal.

- Lo siento -. Dijo Ziri.

-¿Qué sientes? -. Ella preguntó con falsa luminosidad, como si él no hubiera visto y entendido todo.

Por su puesto que lo había hecho.

- Siento que las cosas no puedan ser diferentes. Para ti -. Para ella y Akiva, Karou entendió a lo que se refería, y —

querido Ziri— él fue sincero. La cara del Lobo estaba intensa con compasión.

- Pueden ser -ella dijo, sorprendiéndose a sí misma y en lugar de su culpa y su tormento silencioso, sintió determina-

ción. Brimstone lo había creído y Akiva también y… la felicidad más feroz en sus dos vidas había sido cuando ella había creí-

do-. Las cosas pueden ser diferentes -ella le dijo a Ziri. Y no sólo por Akiva y ella. - Para todos nosotros -ella dijo invocando

una sonrisa-. Y eso es todo lo que importa.-

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24

INDICIO DE APOCALIPSIS Varias horas después, Karou había olvidado completamente cómo se sentía esa sonrisa. Las cosas podían ser diferentes, seguro. Pero primero, tienes que matar todo un lote de ángeles y probablemente

arruinar a toda la civilización humana para siempre. Y oh, igual podrías perder de todas maneras. Podrían morir todos. No era gran cosa.

No era exactamente una sorpresa. No era como si alguien le estuviera llamando a esta reunión “Consejo de Paz”. Esto era para los libros de historia, no había dudas al respecto. En lo alto de los Montes Adelfas, lo que alguna vez

permaneció como la principal tierra que fungía como muro protector entre el Imperio y los libres propietarios, los represen-tantes de los dos ejércitos rebeldes encontrados. Serafín y quimera, Ilegítimos y resucitados, el Terror de las Bestias y el Lobo Blanco, actualmente no como enemigos sino como aliados.

Esto iba tan bien como podría esperarse. —Yo estoy a favor de la trayectoria obvia.— Este fue Elyon, el hermano que había suplido a Hazael del lado de Akiva.

El y otros dos –Briathos y Orit— estaban del lado de los Ilegítimos junto a Akiva y Liraz. Con Thiago y Karou estaban Ten y Lisseth.

—¿Y la trayectoria obvia es?— Preguntó el Lobo. —Elyon dijo, como si fuera evidente, —Cerramos los portales. Dejen a los humanos que se ocupen de Jael. ¿Qué? Esto no era lo que Karou había estado esperando. —¡No!— espetó, aunque no era su momento de responder. Liraz objetó al mismo tiempo, y sus palabras coincidieron en el aire. ¡No! Se miraron de un lado al otro de la mesa, Li-

raz estrechando sus ojos, los de Karou cuidadosamente neutrales. No, ellos no cerrarían los portales entre los mundos, atrapando a Jael y a sus miles de solados Dominantes en el otro

lado para que los humanos “se ocupen” con ellos. En esta ocasión podrían estar de acuerdo, aunque por diferentes razones. — Jael se las verá conmigo— dijo Liraz. Habló con voz baja, atonal. Era desconcertante, y tenía el efecto de sonar in-

cuestionable, como un hecho pactado hace mucho. — Pase lo que pase, eso es seguro. El motivo de Liraz era la venganza, y Karou no la culpó por ello. Ella había visto el cuerpo de Hazael, así como había

visto a Liraz desgarrada, y a Akiva a su lado, igual de angustiado que ella. Incluso desde el pozo negro de duelo de Karou en esa noche, la vista la había desgarrado. Ella quería ver muerto a Jael, también, pero no era su única preocupación.

— No podemos dejarle esto a los humanos,— ella dijo. — Jael es nuestro problema. Elyon ya había preparado su respuesta. —Si lo que nos dices de los humanos y sus armas es cierto, entonces debería

ser un trabajo fácil para ellos. —Lo sería si los vieran como enemigos,— dijo ella. El “desfile” de Jael fue un golpe de astucia. —“Nos adorarán como

dioses”— Jael le había dicho a Akiva, y Karou no dudaba que tenía razón. Ella le respondió a Elyon, — Imagina a tus dioses estrella descendiendo del cielo y llegando a estar de pie frente a ustedes, vivos y respirando. ¿Cómo tratarías con ellos exac-tamente?—

Traducción: Lety Moon Corrección: Ale Herrera

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— Imagino que les daría lo que sea que me pidieran.— Respondió, añadiendo, con una condenable, lógica impeca-

ble, — y es por eso que debemos cerrar los portales. Nuestra primera preocupación debe ser Eretz. Ya tenemos suficientes cosas con las que lidiar aquí sin una pelea en un mundo que no es nuestro.

Karou negó con la cabeza, pero sus palabras habían desecho su respuesta, y por un momento ella no pudo encontrar

replica. El estaba en lo cierto. Era imperativo que Jael no tuviera éxito en traer armas humanas a Eretz, y el modo más senci-llo de detenerlo sería cerrando los portales.

Pero era inaceptable. Karou no podía simplemente quitarse a la humanidad de las manos como si fueran polvo y dar-

le la espalda a un mundo entero, especialmente considerando que el desfile de Jael era una búsqueda dirigida a ella. Ella había traído al abominable Razgut a Eretz y lo había soltado con los conocimientos tan peligrosos que poseía –de embarca-ciones de guerra, religión, geografía— y se lo había dado a Jael. Ella había condenado al mundo de los humanos de una ma-nera tan infalible como que había hecho coincidir a un par de ángeles tontos por ella misma.

En el segundo en el que buscaba las palabras, buscaba por apoyo en torno a la mesa y se encontró con la mirada de

Akiva. Fue como una patada en su corazón, esa abrasadora mirada. El estaba en blanco; lo que sea que el sentía hacia ella – ¿Asco? ¿Decepción? ¿Dolor desconcertante, hasta los huesos?— estaba escondido.

— Cerrar el portal es una manera de resolver el problema, — dijo él. Miró fijamente a Thiago. —Pero no una buena

manera. Nuestros enemigos no siempre se quedan donde los ponemos, y tienden a volver de manera inesperada, y eso es más mortal.

No había duda de que se estaba refiriendo a su propio escape y a sus consecuencias. El Lobo no perdió el significado.

—En efecto — dijo. — Deja al pasado ser nuestro maestro. Matar es la única finalidad.— Le dedicó una mirada a Karou y añadió con una pequeña sonrisa, — Y algunas veces, ni siquiera eso.

Al resto le tomó un segundo darse cuenta de que el Terror de las Bestias y el Lobo estaban de acuerdo, y vaya frio

acuerdo era este. — Sería algo muy incierto,— Liraz le dijo a Elyon. — Y muy poco satisfactorio.— Eran palabras simples, y escalofrian-

tes. Ella tenía a un tío que matar, y planeaba disfrutarlo. —¿Entonces qué es lo que propones?— Preguntó Elyon. — Hacer lo que hacemos — dijo Liraz. — Luchar. Akiva destruye el portal de Jael para que no pueda convocar refuer-

zos. Tomamos al millar de ahí, y luego volvemos por el otro portal, lo cerramos tras nosotros, y lidiamos con el resto de ellos aquí en Eretz.

Elyon pensó sobre ello. — Dejando de lado por el momento al ‘resto de ellos’ y las probabilidades imposibles ahí, el

millar en el mundo humano nos hace tres contra uno, a su favor. — ¿Tres del Dominantes contra un Ilegítimo?— La sonrisa de Liraz era como el hijo natural de un tiburón con una ci-

mitarra. — Tomare esas probabilidades. Y no lo olviden, nosotros tenemos algo que ellos no tienen.— — ¿Y qué es eso?— preguntó Elyon. Con un primer vistazo a Akiva, Liraz volteó hacia las quimeras. No habló; su mirada era resentida y reacia, pero su

punto era claro: Tenemos bestias, pudo haber dicho, sus labios ligeramente fruncidos. — No.— dijo Elyon rápidamente. Miro a Briathos y a Orit por apoyo. — Acordamos no matarlos, eso es todo, aunque

habríamos tenido derecho a hacerlo después de romper la tregua.

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— Ya rompimos la tregua, ¿o no? — Esto lo dijo Ten. Haxaya, más bien, parecía disfrutar de la mentira, en una mane-

ra en la que solo ella podía. Karou conocía su verdadero rostro. Había sido su amiga, hace mucho, y su aspecto no era lobuno, sino mas bien como de un zorro, no muy diferente a esto, en realidad – sólo mas nítida y salvaje. Haxaya había dicho una vez que ella era solamente un grupo de dientes con un cuerpo, y la manera en la que le sonreía con las mandíbulas de lobo de Ten asimilaba a una burla. Podría comerte, parecía estar pensando, la mayor parte del tiempo, incluyendo ahora. — ¿O en-tonces porque es nuestra sangre la que mancha el suelo de la cueva? — preguntó.

— Porque somos más rápidos que ustedes. — Dijo Orit, todo desdén. — Como si necesitaras una prueba de ello.. Y con eso, Ten estaba lista para lanzarse sobre la mesa hacía ella, los dientes primero y la tregua estaba condenada.

— Sus arqueros son los que deben responder a eso, no ustedes. — Eso es por defensa. Al instante en el que muestren sus hamsas, estaremos libres de nuestra promesa. ¿En serio? Karou quería gritar. ¿Acaso no habían aprendido nada? Se comportaban como niños. Realmente como

unos malditos y mortales niños. — Suficiente.— No era un grito, y no había sido Karou. El gruñido de Thiago fue helado y dominante, y se desgarro

entre los soldados enfrentados y ambos bandos se balancearon sobre sus talones. Ten bajó la cabeza a su general. Orit miró. No era hermosa como Liraz, como muchos de los ángeles. Sus facciones estaban mal definidas, su rostro

lleno, y su nariz se había roto hace algún tiempo, se rompió el plano del puente por una fuerza contundente. — ¿Tú decides hasta cuándo es suficiente?— le preguntó a Thiago. — No lo creo.— Se volvió hacia los suyos. — Pensé que estábamos de acuerdo en que no se procedería a menos que den una prueba de buena fe. Yo no veo buena fe. Yo veo bestias riéndose en nuestras caras.—

—No— dijo Thiago. —No lo haces. — Rezo para que no lo hagas.— añadió Lisseth amablemente. Thiago continuó como si ella no hubiera hablado. — Yo dije que disciplinaría a cualquier soldado o soldados que

desafíen mis órdenes, y lo haré. No es para calmarlos, y tampoco serán público cuando pase esto. — ¿Entonces como lo sabremos? — Exigió Orit. — Lo sabrán— fue la respuesta del Lobo, tan cargada de amenaza como cuando lo había comentado a Karou, pero

sin el matiz de pesar. Elyon no estaba satisfecho. Para los demás, el dijo, — No podemos confiar en ellos en nuestro bando en la batalla.

Podemos pelear con Jael sin mezclar batallones. Ellos seguirán sus órdenes, y nosotros las nuestras. Nos mantendremos apartados.

Fue Liraz que, con un vistazo considerable a las quimeras, dijo, — Incluso un par de hamsas en la batalla podrían ayu-

dar a debilitar a los del Dominantes y darnos una ventaja. — O debilitarnos a nosotros,— argumentó Orit. — y terminar con nuestra ventaja. Karou miró a Akiva, y cuando lo hizo vio una chispa en sus ojos –el comienzo de una idea— y cuando el habló, inte-

rrumpiendo de forma abrupta, ella esperaba que el le diera voz a esa idea, lo que fuera que sea. Pero se limitó a decir — Liraz tiene razón, pero también la tiene Orit. Tal vez sea muy pronto para hablar sobre mezclar batallones. Dejaremos esa

cuestión por ahora.— y mientras la charla fue profundizándose en el plan de ataque, Karou seguía pensando: ¿Qué era esa chispa? ¿Cuál era esa idea?

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Ella siguió mirándolo y preguntándose, y tuvo que admitir que se había esperanzado en encontrar una forma de salir

de todo esto, porque se había vuelto mas claro para ella con cada momento que pasaba, al menos una cosa, los serafines y las quimeras se habían unido. Fue en su indiferencia mutua, en medio de sus planes, del efecto que este ataque tendría en los humanos.

Karou intentó darle voz a esto cuando el consejo de guerra trataba el punto, pero no pudo encontrar la manera en la

que se preocuparan por ellos. Liraz, le pareció a ella, puntualizó sus pláticas sobre ella cada vez, y si sus intereses se habían encontrado antes en ese levantamiento de voz ¨No¨ ellas ahora habían diferido de manera radical. Liraz quería la sangre de Jael. No le importaba a quien salpicara.

— Escuchen,— dijo Karou, urgentemente, cuando sintió que su acuerdo se estaba convirtiendo en algo sellado. Y fue

un milagro que el consejo pudiera encontrar un acuerdo, pero se sentía como un mal acuerdo. — En el momento en el que ataquemos, nos convertiremos parte del desfile de Jael. ¿Los ángeles de blanco atacados por los ángeles de negro? No im-porta lo que los humanos hagan con las quimeras. Ellos tienen una historia para esto, también, y en su historia, el diablo es un ángel.

— No nos debe importar lo que los humanos piensan de nosotros,— dijo Liraz. — Esto no es un desfile. Es una em-

boscada. Entramos y salimos. Rápido. Si ellos intentan ayudarle, se convierten en nuestro enemigo, también.— Sus manos descansaban sobre las mesa de piedra; ella estaba lista para ponerse en pie y lanzarse en ese mismo instante. Oh, ella estaba lista para el baño de sangre.

— Este futuro enemigo que parecen estar tomando tan a la ligera,— dijo Karou, — tiene…— Quería decir que tenían

rifles de asalto y lanzacohetes y aviones militares. Un pequeño detalle que en el lenguaje de Eretz no podía comunicar. — Armas de destrucción masiva.— dijo en su lugar. Eso lo tradujo muy bien.

— Nosotros también,— respondió Liraz. — Tenemos fuego.— Su tono fue tan frio que Karou se detuvo en seco. — ¿A qué te refieres con eso?— preguntó, su tono elevándose con su ira. Ella sabía muy bien a lo que se refería Liraz,

y eso la sorprendió. Ella había estado en las cenizas de Loramendi. Ella sabía lo que el fuego de los serafines podía hacer. ¿Podría ser esta la misma Liraz quien había utilizado su calor para calentar a Zuzana y a Mik mientras dormían, amenazando usarlo para quemar al mundo?

Akiva intervino. — No llegaremos a eso. Ellos no son nuestros enemigos. Nuestra directiva debe ser causar el menor

daño colateral posible. Si los humanos se vuelven las marionetas de Jael, lo harán en la ignorancia.— Fue un consuelo frio. El menor daño colateral posible. Karou luchó por mantener su rostro en blanco mientras su

mente se rebelaba. Literalmente o no, el mundo humano era como leña seca para una flama como esta. Apocalipsis, pensó. Eso fue algo especial incluso para su currículum de desastres, que había crecido bastante hacia los últimos meses. Es algo bueno que solo haya dos mundos de los que deba preocuparme por destruir, pensó. Excepto que, oh demonios, probable-mente haya más. ¿Por qué no? Un mundo y puedes llamarlo un golpe de suerte –un excelente accidente del polvo de estre-llas. Pero si hay dos mundos, ¿Cuál era la posibilidad de que existieran solo dos?

¡Un paso al frente, mundos, pensó Karou, obtengan su desastre aquí! Echó un vistazo alrededor de la mesa, pero es-

taba rodeada de guerreros en medio de un consejo de guerra, y todo lo que habían decidido podía clasificarse como “Por supuesto, idiota. ¿Qué creíste que pasaría?” Aun así, lo intentó. Dijo, — No hay un nivel aceptable de daño colateral.—

Creyó ver un ablandamiento en los ojos de Akiva, pero no fue su voz quien le respondió. Fue la de Lisseth, justo de-

trás de ella. — Estás muy preocupada — dijo en un siseo desagradable. — ¿Eres una quimera, o eres una humana? — Lisseth. O, como ahora Karou le gustaba llamarla en sus pensamientos: el futuro disfrutador de bolo alimenticio. Le

tomo cada gota de su autocontrol no voltearse, mirar a la Naja a la cara y decirle: ¡Moo!. En cambio, le respondió en un tono que indicaba obviedad, y la merecida cantidad de condescendencia, — Soy una quimera en un cuerpo humano, Lisseth. Pen-sé que ya lo habías entendido a estas alturas.

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— Lo entiende perfectamente. ¿No es así, soldado?— Este era Thiago, medio volteado a ver a la Naja con una adver-

tencia en sus ojos. Ella recibiría su castigo mas tarde, pensó Karou. El lobo no pudo haber sido mas claro, antes del consejo, que ellos presentarían un frente unido, sin importar nada. Se le ocurrió decirle que Lisseth no podría seguir esa orden.

— Si, señor.— dijo Lisseth, manejando de manera razonable un tono respetuoso. — Dejando a los humanos de lado— Karou continuó, — ¿Que hay sobre nosotros? ¿Cuántos de nosotros morirán? — Los que sean necesarios.— respondió Liraz, desde el otro lado de la mesa, y Karou quería sacudir a la hermosa

reina de hielo, ángel de la muerte. — ¿Qué si nada de esto es necesario?— preguntó. ¿Qué si hay otra manera? — Ciertamente,— dijo Liraz, sonando aburrida. — ¿Por qué no solo vamos y le pedimos a Jael que se vaya? Estoy se-

gura de que si se lo pedimos por favor… — ¡No me refería a eso!— espetó Karou. — ¿Entonces qué? ¿Tienes alguna otra idea? Y, por supuesto, Karou no la tenía. Admitió a regañadientes – Aun no.— dijo amargamente.

— Si piensas en alguna, Estoy segura de que nos lo harás saber. Oh, la estrechez de su mirada, ese sardónico, desdeñoso tono. Karou sintió el odio de los ángeles como una bofetada.

¿Se lo merecía? Ella le lanzó una mirada a Akiva, pero no la estaba viendo. — Hemos terminado aquí,— anunció Thiago. — Mis soldados necesitan descanso y comida, y tenemos resurreccio-

nes por hacer. — Nos iremos al amanecer.— dijo Liraz. Nadie se opuso. Y eso fue todo. El pensamiento de Karou cuando el consejo terminó: indicio de apocalipsis. O… tal vez no. Mirar a Akiva irse sin siquiera echarle un vistazo, ella aun no tenía ni idea de lo que había sido esa

chispa en sus ojos, pero ella no iba a confiar en el, ni en nadie para defender el mundo humano. Por su parte, ella no iba a ceder a la carnicería tan fácil. Aún tenía algo de tiempo.

No mucho, pero algo. Lo que debería estar bien, ¿o no? Todo lo que tenía que hacer era llegar con un plan para evitar

el apocalipsis y convencer de alguna manera a estos sombríos y endurecidos soldados para adoptarlo. En… aproximadamente doce horas. Mientras, se sumergía en un trance, haciendo tantas resurrecciones como podía. No es gran cosa.

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LLEGADA + 24 HORAS

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25

USTEDES, PLURAL Después de la junta del consejo, Akiva se retiró a la habitación que había reclamado para sí mismo y cerró la puerta. Liraz se detuvo afuera y escuchó. Levantó una mano para tocar, pero la dejó caer a su costado. Durante casi un minu-

to se quedó ahí parada, su expresión oscilaba entre anhelo y enojo. Anhelo por el tiempo en el que había estado entre sus dos hermanos. Enojo por su ausencia, y porque ella los necesitaba.

Se sentía… expuesta. Hazael a un lado, Akiva en el otro; ellos siempre habían sido sus barreras. En la batalla, por supuesto. Habían entre-

nado juntos desde que tenían cinco años. En sus mejores momentos habían peleado como un solo cuerpo con seis brazos, una mente compartida y sus espaldas nunca estaban expuestas al enemigo. Pero eso sólo sucedía en las batallas, ahora lo sabía, los había usado para refugiarse, como paredes entre las cuales mantenerse. También en momentos como este. Con Hazael muerto y Akiva en su propio mundo, sentía el viento desde ambos lados como si éste pudiera abofetearla.

No pediría compañía. No debería pedirla, y le dolió que Akiva claramente no necesitara lo mismo que ella. ¿Encerrar-

se a sí mismo con su propia desgracia y miseria y dejarla ahí afuera? No tocó a su puerta, cuadró sus hombros y caminó. No sabía a dónde se dirigía, y particularmente no le importaba.

Todo era relleno, de alguna manera—cada segundo hasta que llegara el momento en el que apuntara con su espada al cora-zón de su tío y lentamente, muy lentamente la clavara en él.

Nada podría evitar que eso sucediera, ni los humanos con sus armas, ni las frenéticas preocupaciones de Karou, ni

plegarias de paz. Nada.

Akiva no estaba lamentándose. Las imágenes que lo asediaban—el cadáver de su hermano, Karou riendo con el Lo-

bo—habían sido arrojadas, lejos. Sus ojos estaban cerrados, su rostro suave como si durmiera sin sueños, pero no estaba durmiendo. Ni estaba exactamente despierto. Estaba en un lugar que había encontrado años atrás, después de Bullfinch, mientras se recuperaba de la herida que debió haberlo matado. Aunque no había muerto y había recuperado el uso total de su brazo, la herida de su hombro nunca había dejado de dolerle, ni por un segundo, y ahí era donde ahora se encontraba.

Estaba dentro del dolor, en el lugar donde trabajaba la magia. No era el sirithar. Eso era otra cosa totalmente. Cualquier magia que había hecho a propósito, la había hecho—o qui-

zá encontrado—ahí. Al principio se había sentido como pasar a través de una escotilla, entrando a niveles oscuros de su pro-pia mente, pero mientras el tiempo pasaba, mientras crecía más y más fuerte y se introducía más, el sentido del espacio era infinito, y después comenzaba a despertar, impreciso y fuera de equilibrio, como si regresara de un lugar muy, muy lejano.

¿Él hacía la magia o había encontrado la magia? ¿Estaba dentro de sí mismo o fuera? No lo sabía. No sabía nada. Sin

ningún entrenamiento, Akiva se guiaba por el instinto y la esperanza, y esta noche, minuto a minuto se cuestionaba ambas cosas.

Traducción: Itzel Alvares Corrección: Ale Herrera

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En la mitad del consejo de guerra, la idea había llegado a él como una llamarada repentina que se sintió como una

revelación. Eran las hamsas. Él no se engañaba sobre la probabilidad de que ambos ejércitos lograran estar de acuerdo tan pronto. Sabía que esto

podría ser difícil, pero también sabía que el mejor uso de su fuerza unida era una alianza verdadera, no sólo una distensión. Integración. Como fuera que se enfrentaran a los Dominantes—en batallones mezclados o segregados—estarían superados en número. Pero Liraz tenía razón: las hamsas en cada grupo podrían debilitar al enemigo y ayudarían a equilibrar la balanza. Significaría la diferencia entre la victoria y la derrota.

Pero no podía esperar que sus hermanos y hermanas confiaran plenamente en las quimeras, considerando especial-

mente su pobre comienzo. La hamsas eran un arma contra la cual no tenían defensa. Pero, ¿y si tuvieran una defensa? Esta era la idea de Akiva. Trabajar en un contrahechizo para proteger a los Ilegítimos de las marcas. No sabía si po-

día—o si debería. Si tenía éxito, ¿causaría más conflicto que solución? Las quimeras no estarían contentas de perder su ven-taja.

¿Y… Karou? Aquí fue donde Akiva perdió perspectiva. ¿Cómo podías saber si tus instintos eran sólo esperanza disfrazada y si tu

esperanza realmente era desesperación desfilando como posibilidad? Porque si tenía éxito, junto con la oportunidad de una alianza verdadera entre ambos ejércitos venía otra, una mucho más personal.

Karou sería capaz de tocarlo. Sus manos enteras contra su piel, sin agonía. Él no sabía si ella quería tocarlo, o si algu-

na vez lo volvería a hacer, pero la oportunidad estaría allí, sólo por si acaso.

Serafines y quimeras habían apostado guardias en la boca del pasaje que unía la villa y la caverna grande, con la in-

tención de mantener apartados a los soldados. Había una sensación de acecho y andares furtivos, la posibilidad de enemigos cerca en cada esquina. Era imposible relajarse. La mayoría en ambos lados se sentía atrapado por los ásperos techos y muros sin ventanas de ese lugar, la falta de cielo, la imposibilidad de escapar—especialmente las quimeras, sabiendo que los Ilegí-timos estaban entre ellos y la salida.

Descansaron y comieron, salvaron las armas que pudieron de los arsenales de los Kirin que hace tanto habían sido

saqueados por esclavistas. Aegir derritió ollas y utensilios para hacer espadas, y su martilleo se unía con los sonidos de la montaña. Algunos soldados habían sido asignados a la tarea de emplumar viejas flechas, pero no era una actividad que man-tuviera ocupado al gran número de la compañía, y su ociosidad era peligrosa. No había ninguna agresión encolerizada, pero los ángeles, enojados porque ninguna bestia había sido castigada por haber roto el juramento, clamaban sentir la molestia de las hamsas pulsando hacia ellos a través de los muros.

Las quimeras, de cualquier modo atentas a las claras órdenes de su general, encontraron más ocasiones que las ne-

cesarias para apoyar fatigadamente sus palmas contra los muros soportando su peso. Que la magia de las hamsas pasara a través de la piedra era improbable, pero eso no era excusa para no intentarlo. —Los carniceros de manos negras —así llama-ban a los Ilegítimos, y hablaban entre murmullos sobre cortar sus manos marcadas y quemarlas.

Y entonces, sobre la confusión general y encerrándola, estaba la desesperación que había trinchado a cada uno, re-

tumbando, lo cual aun hacía eco en ellos como el sonido de un tambor desvaneciéndose, bestias y ángeles por igual. Nadie

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hablaba de eso, cada uno lo sostenía en una debilidad privada. Esos soldados nunca habían sentido una desesperación tan profunda como la que los había estado atravesando recientemente, pero seguramente habían sentido desesperación.

Como el miedo, que fue sufrido siempre, siempre en silencio.

—.¿Y bien? —Issa preguntó a Karou cuando regresó a la villa, sola. Se había rezagado detrás de Thiago, Ten y Lisseth,

habiendo tenido mucho de su compañía e Issa había subido a su encuentro en una esquina del pasaje. —. ¿Cómo fue?— — Como habías esperado, — respondió Karou. — Sed de sangre y amenazas arrogantes. — ¿Por ambos lados? — Issa indagó. — Más o menos — evitó la mirada de Issa. No decía la verdad. Ni Akiva ni Thiago habían mostrado ninguna de esas

cosas, pero el resultado sería el mismo si lo hubieran hecho. Frotó sus ojos. Dios, estaba cansada.— Prepárate para un gran ataque violento.—

— Entonces, ¿es como un ataque? Bueno. Mejor empezamos a trabajar. Karou suspiró profundamente. Tenían hasta el amanecer. ¿Cuántas resurrecciones podían ser efectuadas hasta en-

tonces? — ¿Qué tan bueno es un puñado más de soldados en una batalla como esta? — Haremos lo que podamos — dijo Issa. — ¿Y eso es todo lo que haremos? Porque los guerreros hacen nuestros planes. Issa guardó silencio durante un momento. Todavía estaban a las afueras de la villa, en una curva cerrada del pasaje

de roca cerca del otro lado en el cual las residencias comenzaban, el pasaje bajaba hacia el “cuadrado”. —¿Y si un artista hiciera nuestros planes? — preguntó Issa amablemente.

Karou apretó la mandíbula. Sabía que no le había dado alternativa alguna al consejo. Recordó la burla de Liraz: —

¿Por qué no vamos y le pedimos a Jael que se vaya? — ojalá. Y todos los ángeles se retiraron tranquilamente a casa y nadie murió. Fin.

No había ninguna posibilidad. — No lo sé — admitió amargamente a Issa, bajando por el pasaje arrastrando los pasos.— ¿Recuerdas el dibujo que

hice una vez para una tarea? ¿En el que tuve que ilustrar el concepto de la guerra? Issa asintió. — Lo recuerdo bien. Hablamos sobre él durante un largo tiempo después de que lo terminaras.— Karou había dibujado dos monstruosos hombres de cara a cara en una mesa, en frente de cada uno estaba un enor-

me plato de… gente. Retorcidos miembros diminutos, miserables muecas diminutas. Los hombres estaban comiéndoselos con tenedores—cada uno los tomaba del plato del otro—frenéticos de hambre, lanzando bocado tras bocado de gente den-tro de sus bocas abiertas como fauces.

— La idea era que quien terminara primero el plato del otro, ganaba la guerra. Y dibujé eso antes de saber acerca de

Eretz, su guerra, o la participación de Brimstone en ella. — Tu alma lo sabía — dijo Issa. — Aunque tu mente no lo hiciera.

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— Tal vez — concedió Karou.— Estuve pensando en ese dibujo durante la junta del consejo de guerra, y en nuestra participación en ella. Nosotros hicimos trampa con el plato. Seguíamos llenándolo hasta el tope, y los monstruos siguieron

encajando sus tenedores gigantes en el plato, y por nuestra culpa, siempre hubo más para que ellos siguieran co-

miendo. Nunca perdimos pero tampoco ganamos. Sólo seguíamos muriendo. ¿Es eso lo que hacemos? — Eso fue lo que hicimos — corrigió Issa, colocando su fría mano sobre el brazo de Karou. — Dulce niña — dijo. Era

tan adorable, su rostro era dulce como una Madonna renacentista. — Sabes que Brimstone tenía grandes esperanzas en ustedes.

En la lengua quimérica, el pronombre tú tenía una forma singular y una plural, y ahí, Issa uso el plural. Brimstone te-

nía grandes esperanzas en ustedes, plural. Tú y Akiva. Karou recordó a Brimstone diciéndole — a su yo—Madrigal, en la celda, justo antes de su ejecución —

que la única manera en la que pudo seguir haciendo lo que hizo siglo tras siglo fue porque creía que estaba manteniendo vivas a las quimeras… — Hasta que el mundo pueda ser reconstruido — dijo Karou en voz baja, haciendo eco de las palabras que él le había dicho en aquel entonces.

— Él no pudo hacerlo — dijo Issa, también en voz baja. — Y el Caudillo tampoco podía. Ciertamente Thiago nunca

podría. Pero ustedes pueden — plural, de nuevo. — No sé cómo conseguirlo — le dijo a Issa, como si compartiera un terrible secreto.— Estamos aquí, quimeras y se-

rafines, juntos, pero no de verdad. Todo el mundo todavía quiere matar al otro y probablemente lo harán. Esto no es exac-tamente un nuevo mundo.

— Escucha tus instintos, dulce niña. Karou rió, golpeada con fatiga. — ¿Y si mis instintos me dicen que me vaya a dormir y que despierte cuando todo ha-

ya terminado? Mundos arreglados, portales cerrados, cada uno en el lado que le corresponde, Jael derrotado y no más gue-rra.

Issa sólo rió y dijo: — No querrás dormir mientras todo eso pasa, querida. Estos son tiempos extraordinarios — su

sonrisa era beatífica hasta que se tornó traviesa.— O lo será, una vez que ustedes encuentren la manera de hacerlos extra-ordinarios.—

Karou la besó ligeramente sobre el hombro. — Genial. Gracias. Sin presiones. Issa la abrazó, y se sintió como mil abrazos de Issa en el pasado, que siempre habían tenido el poder de infundirle

fuerza—la fuerza de confianza de los demás. También tenía la confianza de Brimstone. ¿Todavía tenía la de Akiva? Karou retrocedió, enderezándose. Casi estaban de vuelta en los “cuarteles generales de resurrección”, las cámaras

que Zuzana y Mik habían elegido. Vio los verdes parpadeos de las antorchas de hierbas a través de la puerta. Desde más allá del pasaje llegaban sonidos de la compañía y los olores de la cena cocinándose en el aire. Vegetales,

cuscús, pan árabe, lo último de sus delgadas gallinas marroquíes. Olía bien, y Karou no pensaba que era sólo porque estaba muriéndose de hambre. Le dio una idea.

¿Escuchar a sus instintos? ¿Y si en su lugar escuchaba a su estómago? No era un plan o una solución; sólo una idea

pequeña. Un paso de bebé. — Diles a Zuze y a Mik que estaré justo aquí — le dijo a Issa, y fue en busca del Lobo.

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26

SANGRAR Y FLORECER Hacia las siete de la mañana, más de veinticuatro horas después de despertarse gritando, Eliza cedió ante el agota-

miento y se dejó llevar por el mundo de los sueños.

Comenzó, como siempre, con el cielo. Un cielo, de todos modos. A simple vista era una extensión azul, un moteado de nubes, nada especial. Pero en el sueño, Eliza sabía cosas. Las sentía y conocía en el camino de los sueños, sin dudarlo ni un segundo. Esto no era fantasía o ficción, no mientras ella estaba en ese sueño. Era como vagar más allá de los límites de su mente conocida a algún lugar más profundo y más extraño, pero no así menos real.

Y lo primero que Eliza sabía era que este cielo era especial, y que estaba muy, muy lejos. No lejos como Tahití. Ni si-

quiera lejos como China. Sino una lejanía que desafiaba lo que ella sabía del universo.

Ella lo estaba viendo, con la respiración contenida, esperando a que algo sucediera. Esperando que no sucediera. Temiendo que sucediera.

Al igual que remordimiento, las palabras esperanza y temor eran totalmente inadecuados para describir la intensidad

de los sentimientos en el sueño. Casi siempre esperanza y temor eran como avatares —meras representaciones digeribles de emociones tan puras y terribles que nos iban a aniquilar en la vida real, abriendo nuestras mentes y llevándonos a la locura. Incluso en el sueño, se sentía como si esto fuera a hacer a Eliza saltar por los aires— la salvaje e insoportable presión de este suspenso.

Observa el cielo. ¿Sucederá? No puede. No Debe No debe. No debe. No debe.

Un sollozo obstruyendo la garganta. Una oración tallada a través de la esperanza—desesperación, lastimero como un

tirón de un violín, solo dos palabras arrancadas —por favor— tan larga y pura que continuaría hasta el final del mundo—que no debería estar para nada lejos ya.

Porque el mundo estaba a punto de acabarse. Una y otra vez, presa del sueño, Eliza se había visto obligada a ver que sucedía. La primera vez ella tenía siete años, y

desde entonces había soñado esto innumerables veces. El hecho de que ya sabía lo que venía a continuación no importaba, ella siempre se hundía en el horror cuando la esperanza todavía estaba al alcance—

y luego le era arrebatada.

Florecio en el azul. Comenzó pequeña: apenas visible, una interrupción en el cielo, como una gota de agua en un di-bujo hecho en tinta. Creció rápidamente y se unió a las demás.

El cielo, sangró y floreció. Molinillos de viento coloridos irradiaban hacia fuera, de horizonte a horizonte, uniéndose y mez-clándose como un caleidoscopio de manchas. El cielo…se averió. Era hermoso a la vista, y era terrible.

Traducción: Laia Gaitan Corrección: Vane_B

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Terrible y terrible y terrible para siempre, amén.

Así era como se acabaría el mundo. Por mi culpa. Por mi culpa. Nada peor jamás se ha hecho. En todo el tiempo, en

todo el espacio. Yo no merezco vivir

El cielo sería un fracaso, y los dejaría entrar. A ellos. Cazando, devorando, destruyendo.

Las bestias están viniendo por ti. Las Bestias. Eliza huyó de ellos, en el sueño. Ella giró y huyó y su pánico y la culpa eran tan voraces como el horror que

venía detrás de ella. De algún modo, era su culpa. Lo haría. Ella sería la que los dejaría entrar. Nunca. Yo nunca lo haré —¿Qué demonios? ¿Has dormido aquí?

Eliza se despertó sin aliento y vió a Morgan ante ella, junto a la puerta, con el pelo recién lavado aun pesa-do y sobre su frente, al estilo banda—de—chicos. Su boca estaba torcida en una mueca de disgusto. Santo cielo, sólo ese sueño podría hacer que Morgan Toth y su desprecio parecieran benignos por contraste. La forma en que la miraba te hacía pensar que la había atrapado en medio de un acto lascivo, en vez de dormitando en un sofá, completamente vestida.

Eliza se sentó con la espalda recta. La pantalla de su computador portátil se había oscurecido. ¿Cuánto tiempo había estado dormida? Apagó el computador, se limpió la boca con el dorso de la mano y se alegró de no encontrarlo babeado.

No saliva y no gritos, pero había una presión en su pecho que ella entendía era un grito en proceso de fa-bricación. Que brotaría justo aquí, en el laboratorio si Morgan no la hubiera despertado, bandito sea su horrible ser.

— ¿Qué hora es? ¿Dormí mucho? —. Preguntó, parándose.

— No soy tu despertador, ¿ok? — Respondió Morgan, moviéndose más allá de ella hacia su secuenciador preferido. Había dos secuenciadores de ADN descomunales en el laboratorio y Eliza nunca había sido capaz de di-ferenciarlos, pero Morgan prefería el de la izquierda y por eso, siempre que era posible, ella trataba de llegar pri-mero y reclamarlo antes de que él pudiera. De tales mezquinas victorias se hace un día dulce. Pero hoy no.

Teniendo en cuenta que se inició con el sueño y continuó con el agotamiento, que el mundo se caía a peda-zos, que su familia la había rastreado y que estaban por ahí fuera en alguna parte, y que estaba atrapada en la ro-pa de ayer, Eliza no podía imaginar que el día se volviera más dulce.

Ella estaba equivocada; lo fue. Pero implicaba una gran cantidad de otras cosas, y era pronto para virar vio-lentamente de cualquier posible expectativa que ella podría haber tenido.

Violentamente.

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Esto empezó un par de horas más tarde con un golpe que hizo que Eliza levantara la vista de su trabajo. Ella había estado teniendo dificultades para concentrarse todos modos, la información flotaba y se mezclaba al frente de sus ojos, y ella se alegró de la distracción. El Dr. Chaudhary abrió la puerta. Llegó después de Morgan y había mantenido su comentario sobre los acontecimientos mundiales recientes.

— Días extraños —. Dijo con un movimiento de cejas antes de dirigirse a su oficina. No era parlanchín, Anuj Chaudhary. Un indio alto, en sus cincuenta años con una prominente nariz aguileña y un pelo espeso volviéndose plata alrededor de sus sienes, tenía un distinguido acento inglés y los modales de un caballero victoriano.

— ¿Puedo ayudarles? —. Preguntó a los dos hombres en la puerta.

Una mirada a ellos y Eliza se sintió transportada a un programa de televisión. Trajes oscuros, cortes de pelo reglamentarios, facciones hechas incluso más suaves por la falta de expresión. Los agentes del gobierno.

— ¿Anuj Chaudhary? —preguntó el más alto de los dos, sacando una placa de su chaqueta. El Dr. Chaud-hary asintió–. ¿Puede venir con nosotros?

— ¿Justo ahora? —. Preguntó el doctor Chaudhary, con tanta calma como si un colega le hubiera ofrecido una taza de té.

— Sí.

Ninguna explicación, y ni una sola palabra extraña para suavizar los bordes de su demanda. Eliza se pregun-tó si los agentes del gobierno tomaron un curso en ser críptico. ¿Qué era esto? ¿Estaba el Dr. Chaudhary en algún tipo de problema? No. Por supuesto que no. Cuando los agentes del gobierno entran en los laboratorios, y dicen: “Nos gustaría que vinieras con nosotros” era porque necesitaban la experiencia de un científico.

Y la experiencia del Dr. Chaudhary era en filogenética molecular. Así que la pregunta era: ¿Qué ADN que-rían analizar?

Eliza se volvió a Morgan y lo encontró mirando el intercambio con una ardiente avidez. Protocolo de inva-sión extraterrestre, pensó Eliza. Tan pronto como él sintió que sus ojos se posaron en él, se volvió con una sonrisa y dijo:

— Tal vez yo no soy el único no idiota del planeta después de todo, ¿ah? –. Lo dijo de tal forma que la mar-caba como la jefe de los idiotas.

Lo cual sólo hizo increíblemente dulce —allí estaba, la primera vez que saboreaba dulzura en un día oscuro que pronto se volvería más oscuro— cuando el Dr. Chaudhary preguntó a los agentes:

— ¿Puedo traer un asistente? —. Y, logrando la aprobación con un asentimiento, regresó a ella.

A ella. Precioso, dulce, casi demasiado bueno para ser verdad.

— Eliza, ¿te importaría acompañarme?

Por el sonido que hizo Morgan, Eliza casi podría haber creído que el aire había sido expulsado de los pul-mones a través de todos los orificios de su cabeza, y no sólo la boca y la nariz. Sus orejas y los ojos tenían que estar en el ajo, también, al estilo de dibujos animados. Un silbido mordaz de la incredulidad, la injusticia, el desprecio

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—Pero… doctor Chaudhary…—. Empezó a decir, pero el doctor Chaudhary lo despidió, brusco y formal.

—No ahora, señor Toth.

Y Eliza, deslizándose de su silla, se detuvo el tiempo suficiente para decir, en voz baja

—Jódete, Mr. Toth.

— Eso es lo que yo debería decirte a ti —. Contestó, ácido y furioso, deslizando una mirada rasgada de insi-nuación hacia el doctor Chaudhary. Eliza se congeló, experimentando la sensación extraña de su palma de ir al rojo vivo y rígido con la urgencia de darle una bofetada en la cara. Consciente de que los agentes y su mentor estaban viendo, ella dominó el impulso, pero su mano se sentía pesada con la bofetada no utilizada.

Bueno, fue un consuelo seguir a los agentes por la puerta, dejando a Morgan solo con su violenta indigna-ción de niño pequeño.

Había un coche esperando. Elegante, negro, del gobierno. Eliza se preguntó de qué agencia eran esos hom-bres. Ella tendría que haber sido capaz de leer sus placas. ¿FBI? ¿CIA? ¿NSA? ¿Quién tenía jurisdicción sobre… los ángeles?

Dr. Chaudhary hizo señas para que Eliza entrara primero en el carro, luego se deslizó a su lado. La puerta se cerró con un clic, los agentes subieron al frente y el coche se detuvo en el tráfico. Mientras la distancia crecía entre ella y el museo, el triunfo de Eliza se desvaneció, y la preocupación comenzó a abrumarla. Espera, pensaba, vamos a pensar en esto.

— Esto… perdón. ¿A dónde vamos? —. Preguntó ella.

— Va a ser informada cuando lleguemos —. Fue la respuesta desde el asiento delantero.

Okay.

¿Lleguemos a dónde?

Tenía que ser Roma.

¿No?

Eliza echó un vistazo al Dr. Chaudhary, quien se encogió de hombros y levantó las cejas.

—Eso es esclarecedor, ¿verdad?—dijo. ¿Esclarecedor? ¿Podría ser? ¿Realmente iban a tener acceso a los Visitantes? Tuvo una breve imagen de sí misma dando un paso adelante para tomar una muestra de ellos, y ella sintió

el tirón de la histeria. ¿Quién habría imaginado que, después de todo lo que había dejado atrás, esta ciencia la es-taría llevándo a encararse con los ángeles? Ella tuvo que contener una risa. Hola, Ma, ¡mírame! Dios. La idea sola-mente era divertida porque era muy descabellada. Ella había elegido su propio camino, tan diferente de su pasado como era posible ¿Y hacia donde la llevaría eso?

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Sería uno de los eventos más importantes en la historia de la humanidad, ¿y ella estaría ahí, metiendo un hisopo en la boca de un ángel? Abra. Otro burbujeo de la histeria, tragó encubriendolo con un carraspeo. Eliza iba a analizar el ADN de un ángel. Si es que tenían ADN. Y lo tendrían, pensó. Ellos tenían cuerpos físicos; tenían que estar hechos de algo. Pero, ¿qué aspecto tendrían? ¿Qué semejanza podrían tener con el ADN humano? Ella no se lo podía imaginar, pero que creía saber cómo resolver ese misterio. A nivel molecular.

Ella sabría lo que eran. En el giro de su mente, de su cansancio y la ansiedad y el peso del sueño aún posados sobre su hombro —

como un ave de carroña, esperando su momento— sus pensamientos seguían volteando para mirarla. Era como si estuvieras persiguiendo a alguien con todas tus fuerzas y que luego, justo en el momento en que estas a punto de atraparlo, se gire, salvajemente, y te agarre por la garganta.

Ella descubriría qué eran los ángeles. Esa era Eliza controlando sus pensamientos. Ella se enteraría, ella ha-

bía sido entrenada para averiguarlo. Los nucleótidos en la secuencia, y el mundo y el universo y el futuro todo se acomodaría pulcramente con coherencia. Filogenia. Sentido. Cordura.

Entonces el pensamiento se dio la vuelta y se apoderó de ella, la obligó a mirarlo, y no era lo que ella había

pensado que estaba persiguiendo. Tenía locura en sus ojos. Y no era: Yo sabré qué son los ángeles. Lo que Eliza estaba pensando era: ¿Voy a saber lo que soy yo?

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27

SOLO CREATURAS EN EL MUNDO

Cuando Karou se reunió con Zuzana, Mik e Issa, descubrió que habían estado ocupados mientras había estado en el consejo de guerra: preparando el espacio, desempacando las bandejas, limpiando y ensortijando dientes. Zuzana había to-mado un puñado de collares acomodados, aún sin encordar, pendiente de la inspección de Karou.

-Estos están bien - Dijo Karou después de estudiarlos cuidadosamente.

-¿Funcionarán? - Preguntó Zuzana.

Karou los observó aún más. - ¿Éste es Uthem? - preguntó, indicando el primero. Una fila de dientes de caballo e igua-na con tubos dobles de huesos de murciélago, para los dos sets de alas, con hierro y jade para el tamaño y gracia.

-Pensé que era un hecho. - dijo Zuzana.

Karou asintió. - Thiago necesitaría a Uthem para montar en la batalla.-

-Tienes talento para esto - Le dijo a su amiga. El collar no era perfecto, pero era bastante bueno e increíble, conside-rando la poca experiencia que Zuzana tenía.-

-Sip - Sin falsa humildad de Zuze - Ahora tienes que enseñarme la magia para convertirlos en carne.-

-No me tientes - Karou dijo con una carcajada siniestra.

-¿Qué?

- Hay una historia donde un hombre está destinado a servir como barquero en el río de la muerte por la eternidad. Hay una captura, sólo que él no lo sabe. Todo lo que tiene que hacer es entregar su remo a otra persona, y darle el destino, también.-

-¿Y vas a darme tu remo?- Preguntó Zuzana

-No. No voy a darte mi remo

-¿Qué tal si lo compartimos?- Propuso Zuzana.

Karou movió su cabeza, con exasperación y asombro. - Zuze, no. Tú tienes una vida por vivir.-

-¿Y probablemente viviré mientras te ayude?

-Sí pero…-

-Entonces, veamos. Yo también puedo hacer las más maravillosas, sorprendentes e increíbles cosas que alguien ha oído jamás y, después de que esta guerra o cosa acabe, ayudarte a revivir a toda la población de mujeres y hombres y, como, crear una raza de creaturas vueltas a la vida, e iniciar una nueva era para un mundo que nadie sabía que existía. O… Puedo ir a casa y hacer shows de marionetas para turistas.-

Traducción: Carolinne Santorinni Corrección: Laia Gaitan

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Karou sintió una sonrisa torcida en sus labios. -Bueno, si lo pones así.- Se volvió hacia Mik. -¿Tienes algo que decir al respecto?-

-Sí,- dijo, serio y no tan serio, pero serio-serio. -Digo que discutamos esto más tarde, después de ‘Toda esta cosa de guerra’ como Zuze lo puso, cuando sepamos que va a haber un futuro.-

-Buen punto,- dijo Karou y se volvió a los incenciarios.

En el mejor escenario había una docena de resurrecciones, y eso era muy optimista. La pregunta era: ¿Quién? ¿Quié-nes serán las almas suertudas de hoy? Karou lo reflexionó, y como se tamizó con los incenciarios, empezó una pila -sí-, una -tal vez- y una -Oh Dios, mantente muerto.- No más Lisseths en esta rebelión, y no más Razors con sus sacos de manchas difu-sas. Quería soldados con honor, quienes pudieran adoptar el nuevo propósito y no luchar en su contra a cada momento. Había un puñado de opciones obvias, pero meditó sobre ellas, contemplando como serían recibidos.

Balieros, Ixcander, Minas, Viya y Azay. La formación de soldados de Ziri, quienes habían desafiado las órdenes del Lo-bo real de sacrificar a civiles seráficos, volando hacia Hintermost para morir, defendiendo a su propia gente. Eran fuertes, competentes y respetados, pero habían desobedecido la orden del Lobo. ¿Su resurrección se vería sospechosa, otra marca en la columna creciente de cosas que Thiago jamás haría?

Tal vez, pero Karou los quería; ella tomaría la culpa. Necesitaba a Amzallag y a las Sombras Vivientes también, pero sabía que sería presionar demasiado. Mantuvo el incenciario alejado, una clase de Totem para un día soleado. Debía devol-verles sus vidas tan pronto como pudiera.

El equipo de Balieros fue puesto en la pila -sí-. Había una sexta alma con ellos. Cepillando contra sus sentidos, se sen-tía como un cuchillo de luz entre árboles, y pensó que era poco familiar para Karou, recordó a Ziri diciéndole acerca del chico Dashnag quien se había unido a la lucha y muerto a lado de los otros.

No tenía sentido escoger a un chico sin entrenar como uno de los doce resucitados antes de una batalla como aquella tan cerca, pero Karu lo hizo de todas formas, con un sentimiento de desafío. -La elección del resucitador- Se imaginó a sí misma diciéndole a Lisseth, o, como ella pensaba de aquella venenosa mujer Naja: La futura vaca. -¿Tienes un problema con eso?- Como fuera, el Dashnag no sería un chico ahora. Karou no tenía dientes jóvenes, y aunque los tuviera, no había tiempo para juvetud. Así que iba a despertar y encontrarse a sí mismo vivo, totalmente maduro, y alado, en una cueva remota en compañía de aparecidos y serafines.

Sería un día interesante para él. Parte de la mente de Karou le decía que era una idea terrible, pero había algo que le hacía sentirse bien. Dashnags eran quimeras formidables, algunos un poco más temibles, pero ella no pensó que fuera mayor a la pureza de su alma. Un cuchillo de luz. Honor y un nuevo propósito.

-Okay,- dijo a los asistentes. -Aquí vamos.-

Las horas se desvanecieron como lapsos de tiempo. Thiago fue a la mitad de la toma de Diezmo —Había estado en los baños, Karou lo vio, y había limpiado las costras de sangre, sus heridas habían empezado a sanar— y juntos, él y Karou añadió nuevos moretones a esos que se veían claros en sus brazos y manos. No llegaron a la docena de resurrecciones. Nue-ve cuerpos vinieron después de seis horas, y tenían que parar. Por una parte, no había espacio para más cuerpos. Esos nueve llenaban muy bien la habitación. Por otro, el agotamiento de Karou la estaba haciendo torpe. Lenta. Inútil. Fin.

Aparentemente Zuzana se sentía igual. -Mi reino de cafeína- murmuró, colocando sus manos en posición de oración hacia el techo.

Cuando, sin embargo, en el siguiente segundo, Issa entró con té, Zuzana no estaba agradecida. -café, me refería a ca-fé.- dijo al techo, como si el universo tuviera un mesero que había tomado mal la órden

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28

AMANTE DEL ANGEL – AMANTE DE LA BESTIA

Así como habían guiado a sus huéspedes a través del serpenteante pasillo hasta la aldea más aislada, ahora Karou y

Thiago los llevan de regreso. Los Ilegítimos ya estaban presentes en la gran y resonante caverna central que servía como lu-gar de reunión. De manera visible, habían reclamado la mitad más lejana de la caverna, dejando la otra mitad a las quimeras. Juntos pero no del todo, como si hubiese una línea dibujada justo en medio de ellos.

Llevaron la comida, grandes cuencos de cuscús con verduras, albaricoques y almendras. Habían estirado al máximo,

en toda esa comida, la pequeña cantidad de pollo que tenían, de manera que era excepcional encontrarse con un bocado real de pollo, pero su sabor estaba allí. También había discos de pan horneados sobre roca caliente —más pan del que Karou había visto en toda su vida en un solo lugar. Sin embargo, sin importar la gran cantidad que parecía haber, desapareció rápi-damente, y lo comieron aún más rápido.

—¿Sabes lo que sería bueno ahora? —susurró Zuzana, cuando ya casi no se podía oír el ruido de las cucharas en los

platos. – Chocolate. Nunca intentes establecer una alianza sin chocolate. Karou no había imaginado que los Ilegítimos, quienes habían sido tratados con dureza durante toda su vida, tuvieran

tanta experiencia con el postre. —Deja eso de lado —sugirió Mik—. ¿Qué tal un poco de música? Karou sonrió.

— Creo que esa es una gran idea.

Mik sacó su violín y se puso a afinarlo. Desde que habían llegado a la caverna, Karou buscaba a Akiva con la mirada, aunque pretendía no hacerlo. Él no se encontraba aquí, y Karou no sabía que pensar. Tampoco veía a Liraz; solo varios cien-tos de ángeles que no conocía, y cada uno de ellos con expresiones en blanco y rostros serios. Después de todo, esto no era inapropiado —estaban en vísperas del apocalipsis— pero tampoco era agradable. Karou sintió que la distensión era tan in-sustancial como lo había sido a su llegada, y que todos estos soldados estaban más cerca de cortarse las gargantas unos a otros que compartir el pan.

Mik comenzó a tocar y los serafines pronto lo notaron. Karou los observó, echando un vistazo a aquellos rostros que

eran tanto feroces como hermosos, preguntándose por el alma de cada uno de ellos. Poco a poco, pensó que la música co-menzaba a tener efecto sobre ellos. La seriedad no desapareció del todo de sus rostros, pero algo en el ambiente se suavizó. Casi podías sentir las exhalaciones largas, lentas y graduales que sacaban la tensión de cientos de hombros.

Al amanecer, volarían de vuelta hacia el mundo de los humanos. Se preguntó qué estará ocurriendo allí. Cómo se ha-

bía presentado Jael y cómo había sido recibido. ¿Se estarían movilizando para conseguirle armas? ¿Entrenándolo para que sepa cómo usarlas? ¿O eran escépticos? Algunos lo serán, pero ¿quién tendría más peso? ¿Quién siempre tenía más peso? El honesto.

El cobarde.

— Karou —susurró Zuzana. — Necesitamos traducción.

Karou se volvió hacia su amiga, quien volvía a aprender vocabulario quimérico de manos de Virko como lo había he-cho durante las comidas en la kasbah.

—¿Qué está diciendo? –preguntó. —No puedo entender.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Vane_B

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Virko repitió la palabra en cuestión, y Karou tradujo: — Magia —

—Oh —dijo Zuzana—. Y luego con el ceño fruncido agregó: — ¿En serio? Pregúntale como sabe.—

Karou se lo preguntó debidamente. —Todos lo sentimos — contestó Virko. — Díselo. En el mismo momento.— Karou parpadeó. En lugar de traducir, preguntó: —¿Todos sintieron que cosa en el mismo momento? Él la miró a los ojos.— El fin.— Dijo. Simple. Inquietante. Karou sintió escalofríos. Sabía exactamente de lo que hablaba, pero de todas maneras preguntó: — ¿A qué te refieres con "el fin"? — ¿Qué dijo? —. Zuzana quería saber, pero Karou estaba concentrada en Virko. La comprensión se estaba asentando

en ella como algo que había estado rondando y lanzándose fuera de su alcance y, finalmente, se había cansado de ser caute-losa.

Virko miró alrededor, a la compañía que se encontraba reunida en pequeños y grandes grupos. Algunos con los ojos

cerrados, escuchando la música, otros mirando fijamente al fuego. Dijo:

—Luego de que ocurrió, pensé: Los ángeles son afortunados. Debo de estar perdiendo mi ingenio. Olvidé mi espada a medio desenvainar. Solo me quedé allí, con la boca abierta, sentía que me habían arrancado el corazón a través ella. Pensé que estaba raspando el fondo de una larga vida, lo sentí.—

Dejó que Karou procesara lo que acababa de decir, y ella sintió primero frío y luego calor, en oleadas.

— Pero fue igual para todos —dijo Virko. — No fui solo yo, y eso es un alivio. Algo nos pasó. Se hizo algo. —pausó—. No sé qué fue, pero es la razón por la que seguimos con vida.—

Karou se echó hacia atrás, aturdida. ¿Cómo no lo adivinó de inmediato? Nada como esa desesperación se había apo-derado de ella antes, ni siquiera cuando estaba de pie con cenizas hasta los tobillos en Loramendi. Vino y luego se fue como algo pasajero. Una onda de sonido, o partículas de luz. O... una explosión de magia.

Una explosión de magia en el preciso punto de la catástrofe, separándola del borde. Y si el Lobo Blanco se había

puesto en pie y había hablado, lo hizo en el silencio de su paso, ayudando a todos a volver en sí mientras que sus almas se tambaleaban. Pero él no lo había hecho, no había evitado que se maten unos a otros.

Akiva lo hizo. La comprensión se extendió a través de Karou como el calor, e incluso antes de que pudiera cuestionarse si tenía ra-

zón, estaba segura. Y cuando Akiva finalmente entró en la caverna, Karou sabía que era él incluso con la mirada baja. El corazón le dio un

vuelco. Cuando levantó la mirada para confirmar que era él, Akiva no la estaba mirando. Ella sintió tanto como oyó el revuelo de la compañía a su alrededor, aunque pasó un momento antes de que las pala-

bras se hicieran claras.

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— Fue él. –escuchó. — Él fue el que nos salvó.

¿Había alguien más descubierto lo que ella sabía? Karou se dio vuelta para ver quién había hablado, y se sorprendió al ver al chico Dashnag, que por supuesto ya no era

un niño. Su nombre era Rath, y él no podía saber nada del pulso de la desesperación; su alma había estado en un incensario en ese momento. Entonces, ¿de qué estaba hablando? Karou escuchó.

—Nunca habría vivido para llegar a Hintermost — le decía a Balieros y luego a los otros con los que había sido resuci-

tado. — Me dirigía hacia el sur, con otras quimeras. Los ángeles quemaban el bosque detrás de nosotros. Todo un pueblo de caprinos y algunas chicas Dama se liberaron de los esclavistas conmigo. Quedamos atrapados en un barranco, nos escondía-mos, pero nos encontraron. Dos bast... — se detuvo y se corrigió a sí mismo.— Dos Ilegítimos. Estaban justo delante de noso-tros. Podíamos oír los gritos de los aries mientras eran sacrificados, pero los dos ángeles sólo nos miraron, y... fingieron que no nos veían. Nos dejaron ir.—

—Tal vez no los vieron —sugirió Balieros. Con respeto y firmeza, Rath respondió: — Lo hicieron. Y uno de ellos era él. —con la parte sobresaliente de la barbi-

lla, señaló a Akiva—. Los ojos tan naranja como los de un Dashnag. No podría confundirlos.

Y Karou oyó todo esto con la misma sensación de que la compresión había estado allí todo este tiempo, planeando y lista para aterrizar tan pronto como dejara de ignorarla. Por supuesto, Akiva no solo había salvado a Ziri en Hintermost, tam-bién a los esclavos y los campesinos, aquellos que huyen, a quienes el lobo había dado por muertos al elegir matar a su enemigo en lugar de ayudar a su pueblo.

— ¿El terror de las bestias, ayudando a las bestias? —reflexionó Balieros, nivelando una mirada larga y especulativa a

través de la caverna, y dando una pequeña sonrisa. — Y de manera extraña dobla las horas a medida que se acerca el final.—

De manera extraña dobla las horas. Era una frase de una canción. Todos los soldados la conocían. No es exactamente esperanzadora, pero apropiada para el contexto de ese grito de magia. A medida que se acerca el final. El final.

Karou no podían ayudarse a sí misma. Miró a Akiva de nuevo. Él todavía no la miraba, y era suficiente para hacerla

creer que nunca lo haría de nuevo. Se encontraban aquí en las cuevas Kirin. Era la víspera de la batalla. Habían traído sus ejércitos, que de por sí se podía

contar como un triunfo inimaginable, pero nada era como lo habían soñado. No se apoyaban unos a otros. Ni siquiera podían mirarse.

A Karou, el latido de su corazón le estaba jugando una mala pasada, disparándose y luego calmándose, como una

criatura atrapada dentro de ella. Akiva estaba rodeado de los suyos, y ella estaba aquí, con su propia gente, y parecía que todo aquello que los unía era un enemigo en común, y los dulces y puros hilos de música.

Mik se sentó en una piedra, con la cabeza inclinada sobre su violín. Su canción sonaba diferente en este lugar que

como lo había hecho en la kasbah. Allí, había flotado hacia el cielo. Aquí, hacía eco. En este lugar, el sonido estaba atrapado, como el latido del corazón Karou. Sintió la cabeza de Zuzana posarse sobre su hombro. Issa estaba a su otro lado, plácida y observadora, y el lobo se es-

tiraba ante ella, apoyado en los codos junto al fuego. Parecía relajado. Aún elegante, todavía exquisito, pero sin crueldad, no lucía amenazante, como si las expresiones por defecto de su cuerpo robado, lentamente comenzaban a cambiar desde aden-tro. Karou podía percibir los primeros indicios de una mayor belleza surgiendo de él, y pensó acerca del arte de Brimstone encontrándose con el alma de Ziri. Ya no tenía nada que ver con Thiago. Ese monstruo se había ido para siempre, y si alguien podría purgar la corrupción de él, ese era Ziri.

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Sin embargo, tendría que ser cuidadoso y no relajarse demasiado. Karou hecho un vistazo rápido a sus huéspedes de

los que estaba rodeado, alerta , sobre todo, por la vigilancia de Lisseth. Pero no vio a Lisseth. Allí se encontraban Nisk, pero no su compañera y Nisk sólo miraba el fuego.

Karou sintió que los ojos del lobo se posaron en ella, pero no le devolvió la mirada. Su mirada sentía un tirón magné-

tico... a través de la caverna hacia Akiva. Akiva, Akiva. Una vez más, se permitiría mirarlo. Conteniendo el aliento y, al pare-cer, también el latido de su corazón, se obligó a hacer una pausa. Era como un viejo juego infantil de superstición cuando, exhalando, pensó: Si en esta ocasión no me mira de regreso, lo he perdido.

Y esta posibilidad trajo un eco de la desesperación que había sentido antes. La llama de una vela apagada por un gri-

to. Levantó la mirada y miró al otro lado de la caverna. Y...

…fuego viviente. Así se veían sus ojos, saludando a los de ella: un detonador que quemaba el aire entre ellos quimera,

serafín, los vivos, los muertos —aquella mirada se sentía como una caricia. Al igual que los rayos del sol.

Se miraron el uno al otro. Se miraron, y cualquiera lo podía notar. Cualquiera lo podía ver. Amante del ángel. Amante de la bestia.

Deja que lo vean. Era una locura y abandono, pero después de todo lo demás, Karou no podía mirar hacia otro lado. Los ojos de Akiva eran

calor y luz, y ella quería quedarse allí para siempre. Al día siguiente, el apocalipsis. Esta noche, el sol. Y, finalmente, fue Akiva quien rompió la mirada. Se puso de pie y en forma tranquila se dirigió a los ángeles que se en-

contraban a su alrededor, y cuando hizo su camino fuera de la caverna, se detuvo un momento en la entrada, no volvió a mirar hacia ella, pero Karou, de todas formas, lo entendió. Él quería que lo siguiera.

Por supuesto, no podía hacerlo. La verían. Las cuevas delanteras eran dominio de los Ilegítimos, y aunque Lisseth no es-

tuviera presente — ¿dónde se encontraba?— había un montón de otras quimeras vigilándola. Pero debía intentarlo. No podía soportar la idea de Akiva esperándola y esperándola. Se sentía como una última oportu-

nidad. — Voy a dormir un poco.— Dijo, levantándose y bostezando (comenzó de manera falsa, pero rápidamente se convirtió

en algo real) y salió de la caverna por la puerta opuesta de donde lo había hecho Akiva, la que llevaba de vuelta a la aldea. Pero tan pronto como estuvo fuera de vista, se hizo invisible y pasó a través de la caverna, deslizándose de manera si-

lenciosa entre ambos ejércitos. Su corazón latía con fuerza, a la espera del encuentro con Akiva.

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29

UN SUEÑO HECHO REALIDAD

-Las cosas pueden ser diferentes,- Karou le había dicho a Ziri justo antes del consejo de guerra. -Ese es todo el punto.-

¿Era ese el punto? ¿Construir un mundo en el que pudiera tener a su amante? Al ver la mirada entre ella y Akiva a

través de la cueva, Ziri se preguntó si era para eso por lo que el había renunciado a su propia vida.

-Para todos nosotros,- había dicho.

¿Para el, también? ¿Qué podría ser diferente para él? El sería liberado de este cuerpo algún día, en la resurrección o

en la evanescencia, de una forma u otra. Siempre había que mirar hacia adelante.

Vio a Akiva irse y no se sorprendió cuando, un poco después, Karou se fue, también. Por otra parte, y por diferentes

puertas pero no tenía dudas de que se encontrarían. Volvió a pensar en el baile de la Serpenteante*, tantos años atrás, y lo

que había presenciado entonces. Había sido solo niño, pero había sido claro como la luz de luna para el: la forma en la que el

cuerpo de Madrigal se curveaba alejándose del Lobo pero hacia el del extraño. E incluso si toda la intriga compleja de adultos

hubieran sido un misterio para el, había tenido la sensación de eso –su primero, como un toque de fragancia, exótico, em-

briagador… aterrador.

Las intrigas para adultos ya no eran un misterio para el. Seguía siendo embriagador, y seguía siendo aterrador, y mi-

rar a Karou y a Akiva irse, Ziri se sintió como un niño de nuevo. Dejado fuera. Dejado atrás.

Tal vez siempre se sentiría de esa manera con ella, sin importar la edad que sus cuerpos llevaban.

Una figura apareció en la puerta –por la que Karou se había ido- y por un instante pensó que estaba regresando, pero

no lo estaba. Era Lisseth.

Ziri no se había dado cuenta que la Naja no estaba aquí con el resto de ellos, y su primer, medio formado, pensa-

miento fue de un auto desprecio leve. El Lobo real hubiera sabido si alguien de sus tropas estaba en algún paradero descono-

cido. Pero ese pensamiento se desvaneció cuando miró a la cara a Lisseth. Era una cara de desagrado en el mejor de los ca-

sos, cruda y amplia y con un limitado repertorio de expresiones desagradables que iban de lo astuto a lo vicioso, pero ahora

se veía… el pánico.

Las aletas de su nariz estaban dilatadas y blancas, y sus labios estaban muy presionados y sin sangre. Sus ojos inespe-

radamente con la guardia baja, vulnerable, y había una dignidad pedregosa en sus hombros elevados, la parte de su barbilla

sobresalía afilada. Dio una leve inclinación con la cabeza, y el se levantó, curioso, y fue con ella.

Nisk, la otra Naja, lo vio todo, y se unió a ellos en la puerta.

-¿Qué pasa? Preguntó Ziri.

Sus palabras salieron… disparadas. Ella sonaba ofendida. -Señor, ¿He hecho algo que sea de su desagrado?-

Sí, Ziri quería contestar. Todo. Pero aunque sospechaba fuertemente que era ella quien había roto el juramento le-

vantando sus hamsas al Ilegítimo, lo había negado, y no tenía ninguna prueba. -No que yo sepa,- dijo. -¿De que se trata?-

-Esta orden debió ser mía. Estuve esperando por esto, y tengo más experiencia táctica. Soy más fuerte, y cuando se

trata de sigilo no hay competencia. Para que ni siquiera se diga lo que estaba planeado--

Traducción: Lety Moon Corrección: Ale Herrera

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-¿Lo que estaba-? Soldado, ¿de qué estás hablando?-

Lisseth parpadeó, miró a Nisk y regresó. -El ataque al serafín, señor. Está en marcha ahora.-

¿Acaso palideció? ¿Lo vieron más pálido? Fue la respuesta equivocada. Debería haber aguzado su furia helada y des-

nudar sus colmillos en el instante en el que se dio cuenta de que sus soldados estaban, en este preciso instante, actuando sin

sus órdenes. -Este no es mi plan,- dijo, y vio su cara transformada. Su indignación se desvaneció. Con el entendimiento de

que el no la había despreciado, volvía a su yo vicioso de nuevo. -Llévame ahí,- ordenó.

--Si, señor,- dijo, volviéndose y, con un serpenteo suave, abrió la marcha. Ziri le siguió, con Nisk detrás de ellos.

¿Quién era? Ziri se preguntó. Lisseth con todo su ácido escrutinio pudo haber sido su primera suposición para un

amotinamiento. ¿Era ella? ¿Era esto una trampa?

Tal vez. Y aun no tenía otra opción más que seguirla. Más tarde se le ocurrió que debió convocar a Ten, y le pareció

extraño que la loba no le había seguido por voluntad propia.

Bajaron a uno de los muchos pasajes del sistema de la caverna, yendo más allá de los que el conocía, profundo y aún

más profundo. Cada vez que giraban en una esquina con las antorchas, grandes insectos pálidos se deslizaban lejos de ellos,

apretándose en las grietas de las paredes. Las cavernas estaban impregnadas por un fuerte, olor húmedo de minerales, una

capa sensorial tan agobiante como lo era la música del viento, pero a medida que avanzaban, nuevos olores se filtraban a

través, rastros de la burla de la oscuridad. Olores de animales, almizcle y podrido. Quimeras, un grupo de ellos. Y carne cha-

muscada, completando con pelo quemado y acre, que llenó el intestino de Ziri de presagios. Cualquier quimera que hubiera

ido a una batalla contra los serafines conocía el sabor de un cuerpo en llamas.

El sentido del olfato de Ziri era mucho mejor que el suyo natural había sido, pero aún estaba aprendiendo a destejer

la información que le daba e identificar los olores del mundo. Sus perfumes, también. Muchos olores eran mas malos que

buenos, en sus pocos días de experiencia, al menos, pero los buenos eran mejores de lo que jamás se había dado cuenta.

Aquí había uno ahora, tejido a través de los otros como un solo hilo de oro en un tapiz, un fragmento delgado, pero

brillante. Condimentos, pensó. Del tipo que te quema la lengua y deja a su paso una especie de pureza.

Quienquiera que fuera-era un serafin, estaba seguro- estaba casi borrado por la abrumadora mezcla de almizcles

quiméricos. Ziri experimentó una contracción en la base de su cráneo. Temor. Era temor.

¿Qué –y a quien- iba a encontrarse más adelante?

***

Karou se movió, invisible, a través de los pasajes de su hogar ancestral. Pasó del dominio de las quimeras al del sera-

fin. No sabía donde encontrar a Akiva, pero supuso que el se pondría en un lugar fácil de encontrar. Si estaba en lo correcto,

de todas maneras, de que el quería que lo encontrara.

Un escalofrío la recorrió. Esperaba estar en lo correcto.

Las cuevas se tornaban frías mientras se movía a la entrada, y pronto pudo ver la nube de su respiración ante ella.

Una ultima serafín para pasarla –era Elyon, con aspecto cansado y sin esperanzo cuando pensó que nadie le miraba- contuvo

la respiración hasta que se perdió de vista para que no la delatara su nube.

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No habían más serafines; todos estaban juntos, detrás de ella ahora. Sólo estaba Akiva. Una puerta abierta, y ahí es-

taba. Esperando.

Por un momento Karou no pudo moverse. Eso había sido lo más cerca que ella había estado de el –y el primer mo-

mento en el que habían estado solos- desde… ¿Desde cuándo? Desde el día en el que él fue a ella bajo un espejismo, al lado

del rio en Marruecos, y le dio el turíbulo que contenía el alma de Issa. Ella le había dicho cosas terribles ese día –que nunca

había confiado en el, para empezar, que mentira- y aun quería no haberlas dicho.

Aun con el espejismo, caminó a través de la puerta y le vio levantar la cabeza, consciente de ella. Un rubor se deslizo

hacia su cuello mientras su escrutinio la barrió, incluso si el no podía verla. El era tan hermoso, y tan concentrado. Podía sen-

tir su calor emanando de el.

Podía sentir el anhelo emanando de el.

-¿Karou?- preguntó, suavemente.

Cerró la puerta y deshizo el espejismo.

***

Era casi un alivio tener su ira justificada. Incluso en sus rodillas, enfermas por el asalto sostenido de las hamsas a cor-

ta distancia, Liraz fue capaz de pensar, sin pasión o triunfo, que el mundo volvía a tener sentido de nuevo. Esta era la razón

por la que las bestias la habían dejado en paz esa noche a la intemperie, cuando se quedó atrás con ellos por voluntad pro-

pia. Por que habían estado esperando el momento oportuno.

Había cuatro de ellos. Tres con las hamsas arriba, atacándola con magia. El cuarto sopesaba una gran hacha de doble

cara.

Por supuesto, eso no incluía a los otros tres que estaban muertos entre ellos –sus muertes tan frescas que sus cora-

zones no lo sabían todavía y su sangre seguía escapando en chorros arteriales, como agua de una bomba de mano.

-No debiste hacer eso,- dijo el líder de esa pequeña banda de asesinos, pasando sobre los cuerpos de sus camaradas,

su sonrisa lobuna inquebrantable.

Ten.

Liraz no sabía por qué debería sorprenderle de que la lugarteniente de Thiago fuera su atacante, pero lo estaba. ¿Ha-

bía comenzado a creer que el Lobo Blanco había encontrado el honor? Que idiotez. Se preguntó dónde estaba y por qué se

estaba perdiendo la diversión. -Créelo o no,- Ten arrastró las palabras, -no te mataremos.-

-Tengo que irme con o sin eso.- Acecharon en la oscuridad, y Liraz no dudaba que su vida estaba en juego.

-Ah, pero es verdad. Solo queremos jugar tu juego.-

Por un instante, Liraz no supo de qué estaba hablando. Era difícil pensar a través del repiqueteo y golpeteo de la ma-

gia, pero entonces lo entendió. Su familiar juego. Quién de nosotros mató a quien de ustedes en sus cuerpos anteriores. La

enfermedad en sus entrañas se profundizó, y no fue solo por las hamsas. Por supuesto, pensó. ¿No era eso exactamente lo

que había pensado que sucedería? Ese había sido su punto, imaginar el juego, en el que definitivamente no había encontrado

humor. -No me digas,- dijo. -Te maté una vez. ¿O fue más de una?

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-Una vez fue suficiente,- dijo Ten.

-¿Entonces qué? ¿Se supone que tengo que pedirte disculpas?-

Ten se rió. Su sonrisa brillaba. -Deberías. De verdad deberías. Como sea, ya que no puedo imaginar que me pidas dis-

culpas, solamente tomare tus trofeos en su lugar. Aun deberías vivir una larga y feliz vida sin ellas. Probablemente no, pero

ese es tu problema.-

Sus manos, quería decir. Iban a cortarle sus manos. Bueno, iban a intentarlo.

-Bueno ven a hacerlo,- dijo Liraz, escupiendo desprecio.

-No hay prisa,- fue la respuesta de Ten.

No para ellos, tal vez. Liraz se debiitaba con cada segundo que mantenían elevadas sus hamsas hacia ella, y ese era el

punto. Malditos ojos del diablo. Ese era su plan cobarde: debilitarla antes de atacarla.

No era su plan original, pero tres muertos en menos de un minuto los había hecho reconsiderar.

Tres cuerpos. Un estúpido, desperdicio de sangre. La vista de ellos de hacía que Liraz quisiera gritar. ¿Por qué me

obligas a hacer esto?

Ten se acercó. Flanqueada por dos Dracands, aspecto de lagarto, con grandes gorgueras de carne a escala dilatadas

en sus cuellos como los cuellos de grotescos cortesanos. Sus manos izadas, hamsas golpeando la miseria en la base del crá-

neo de Liraz, y le estaba tomando toda su concentración mantener el temblor que se apoderaba de ella. Sabía que no aguan-

taría mucho más. Pronto, la magia la paralizaría.

La impotencia era exasperante, y humillante, y grave. Ahora, se dijo a sí misma. Si iba a tener alguna oportunidad de

salir de esto, debía actuar ahora. La magia de tres pares de hamsas la golpeaban como mazos.

Un solo y claro pensamiento se filtró a través de su dolor: Mis manos son armas, también.

Se lanzó.

Ten la bloqueó, atrapándola por una muñeca, y la magia, pateó en Liraz desde el punto de contaco, gritando enfer-

medad en sus tendones, su carne y hueso y mente. Implacable. Ondas de estremecimiento. Blanco y caliente como desolla-

do. Debilidad como un viento limpio. Dioses estrella. Liraz pensó que se la comería viva, reduciéndola a cenizas o a nada.

Ten sostuvo su muñeca, pero la otra manó de Liraz atravesó. Presionó su palma en el pecho de Ten, gritando de nue-

vo, un rugido sin palabras justo en la cara de la quimera como… el fuego avivado. Y ahumado.

Y carbonizado.

La piel gris y lacia del pecho de la loba se incedió. El olor no se hizo esperar y mandó a Liraz a las hogueras de cadáve-

res de Loramendi. Casi perdió la concentración, pero mantuvo hasta que su mano quemó a través de la piel de la quimera y

su carne.

La mueca de Ten se ensanchó, y dejó escapar un rugido que igualó el de Liraz. Estaban ojo con ojo y mano con pecho,

rugiendo su furia y agonía justo en la cara de la otra hasta que otro par de manos alzó a Liraz y la alejó, lanzándola tan fuerte

a la pared de piedra que parpadeó dentro y fuera de la oscuridad y se encontró de espaldas, jadeando.

Ese fue el fin de su oportunidad.

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Dentro y fuera de la oscuridad, sintió unas manos levantándola antes de que viera las caras sobre ella –los dos Dra-

cands. Sus bocas estaban abiertas y silbantes, profundamente rojas y apestando, mientras la levantaban, el tejido de su

manga larga hacía una pobre barrera entre sus palmas y su carne.

Su carne entintada, su terrible conteo oculto.

Una vez más estaba ojo con ojo con Ten. La loba había perdido su sonrisa y fue espectacular con su odio –su lobuno

hocico fruncido en una mueca que ningún humano o serafín jamás podría recrear. Dijo, -No hemos terminado con el juego

aún. Por lo pronto voy ganando, y si no tienes un turno, no podría llamársele juego, ¿o no? Te recuerdo ángel, pero ¿Tu me

recuerdas?

No la recordaba. Todas las muertes se hallaban cortadas en sus brazos con el hollín de la fogata y un cuchillo caliente

–en el mejor de los tiempos eran una mancha caliente, y ahora no era el mejor de los momentos. ¿Cuántas quimeras con

aspecto de lobo podría haber matado Liraz en las últimas décadas de su vida? Solo los dioses estrella lo sabían. -Nunca dije

que sería buena jugando,- respondió con voz ahogada.

-Te daré una pista,- dijo Ten. La pista era una sola palabra, con un gruñido de odio. Era un lugar. -Savvath.-

La palabra se deslizó en la memoria de Liraz, y la sangre se derramó. Savvath. Fue hace mucho tiempo, pero no lo ha-

bía olvidado –no la villa, o lo que sucedió justo fuera de ella. Ella lo había escondido de sí misma, como una página – excepto

que si hubiera sido una página, la habría quemado.

Los recuerdos no se podían quemar.

Era el recuerdo de lo que le había hecho a un enemigo moribundo hace mucho tiempo, y era el recuerdo de cómo

sus hermanos la habían mirado luego. Mucho tiempo después.

-¿Eras tu?- se oyó preguntar, su voz era ronca. No había querido decirlo. Fue el malestar. Sus defensas estaban bajas.

Y… era Savvath. Si la gran mayoría de los obsenos centenares de quimeras a los que Liraz había matado eran una manche,

esa no lo era, y la simple palabra, Savvath, trajo todo de vuelta.

Pero algo no concordaba. -No eras tu,- dijo Liraz, sacudiendo su cabeza para aclararla. -Ese soldado tenía--

Aspecto vulpino, iba a decir, pero Ten le interrumpió. -Ese soldado era yo. Fue mi primera muerte, ¿lo sabías? Fue mi

carne natural la que profanaste, y esto, por supuesto, es sólo un recipiente. Tu juego nos favorece, ángel. ¿Cómo podrías

saber a quien estas mirando? No tienes ninguna oportunidad.-

-Tienes razón,- asintió Liraz, y sintió su cabeza como un caleidoscopio de vidrio esmerilado –revolviéndose, revol-

viéndose.

-Nuevo juego,- dijo Ten, burlándose. -Si ganas, te quedas tus manos. Todo lo que tienes que hacer es decirme de a

quién pertenece cada una de tus marcas.-

Y Liraz se imaginó diciéndole a Hazael que resolvió el problema de su recurrente sueño. ¿Cómo puedes cortarte tus

dos brazos?

Fácil. Dale a una quimera un hacha.

Por que no había forma de que ganara este juego.

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Ten miró a la gran bestia con el hacha y le hizo señas hacia delante mientras le decía a los Dracands, -Levántenle sus

mangas.-

Obedecieron, y Liraz fue testigo solo del primer retortijón de sus miradas –Ten de hecho se estremeció ante la visón

del recuento completo que se reveló –y el resto se perdió en la oscuridad, como una avalancha de cenizas, cuando los Dra-

cands tomaron sus brazos desnudos con las manos. Cuatro hamsas completamente contra su carne. Casi pedía piedad. Liraz

vió la nada que pronto llegaría a ella. Se inclinó hacia ella. Ningún serafín podía soportar esto. Se perdería su propia muerte y

eso no fue tan malo al final-

Se aclaró.

Sin piedad, entonces. Ten debió ordenarle a los Dracans que la mantuvieran consciente, por que la avalancha se cal-

mó y Liraz se encontró mirando, de cerca, la huella de la mano en la piel en ruinas en el centro del pecho de la loba. Habían

ampollas ennegrecidas y filtrándose, el carbón comenzaba a desprenderse revelando la carne roja debajo. Horrible.

-Adelante,- ordenó Ten en un hervidero de malevolencia. -Te lo haré más faciil. Comienza en el final y ve hacia el

principio. Seguro que recuerdas los últimos.-

La respuesta susurrada de Liraz fue patética. -No quiero jugar tu juego,- dijo. Algo dentro de ella se estaba rindiendo.

Sus latidos se sentían como los puños indefensos de un niño. Quería ser rescatada. Quería estar a salgo.

-No me importa lo que quieres. Y el juego ha cambiado. Si ganas, le diré a Rark que haga un corte limpio. Si pierdes…-

Desnudó y chasqueó sus largos colmillos amarillos en una mueca exagerada que no dejó dudas para lo que quería decir. -

Menos limpio,- dijo. -Más diversión.- Y levantó los brazos de Liraz y los tensó. -Comencemos conmigo. ¿Cuál es, ángel bonito?

¿Qué marca es mía?-

-Ninguna,- jadeó Liraz.

-¡Mentirosa!-

Pero era cierto. Si la matanza de Savvath la hubiera marcado, hubiera sido en los dedos, fue hace mucho tiempo. Pe-

ro al final del día, Hazael había hecho un buen punto sopesando el kit de tatuaje en su mano y mirándola –una mirada dema-

siado larga y demasiado plana para Haz, como si hubiera cambiado, nó solo a ella ese día por lo que había hecho, sino a el

también- y luego lo metió a la mochila antes de alejarse e ella.

Liraz había oído decir que existía solo una emoción que, en el recuerdo, era capaz de resucitar la inmediatez y el po-

der del original –una emoción que el tiempo nunca podría desaparecer, y que podría arrastrarte de nuevo todos los años en

ese puro, sentimiento puro, como si lo estuvieras viviendo de nuevo. No era amor –no es como si tuviera experiencia en ese-

y no era odio, o furia, o felicidad, o incluso dolor. Las memorias de esos solo eran ecos del verdadero sentimiento.

Era la vergüenza. La vergüenza nunca se desvaneció, y Liraz se dio cuenta sólo ahora de que de que esa era la base de

sus emociones – su amargura, agria -normalidad-- y que su alma había sido envenenada haciendo que nada bueno pudiera

crecer ahora.

No puedo imaginarte pidiéndome disculpas, había dicho Ten antes, y había estado en lo correcto, pero Liraz pensó

que lo haría ahora. Se disculparía por Savvath. Si su voz fuera suya. Si no se tambaleara fuera de ella, subiendo y bajando en

un sonido que pudo ser una risa y pudo –si no fuera Liraz y no fuera impensable – haber sido un sollozo.

En verdad, era ambos. Iba a perder sus brazos, por el camino limpio o el menos limpio, y ahí es donde la risa llegaba: Era horrible, y era sádico, y era también, literalmente, un sueño vuelto realidad

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30

CERCA Y TOCANDOSE Al principio había nadie. Después sintió su presencia, nada que Akiva pudiera precisar. Sólo sabía que ya no estaba solo. En seguida, la puerta se cerró con un crujido y el aire la entregó. Una luz trémula y Karou estaba de pie en frente de

él como un deseo cumplido. No construyas esperanzas, se advirtió a sí mismo. No sabes por qué ha venido. Pero con el simple hecho de tenerla así

de cerca, su piel se sintió viva, sus manos, sus manos tenían sus propios recuerdos—seda, pulso y movimiento—y voluntad propia. Las colocó detrás de su espalda, apretándolas, para tener algo que hacer con ellas en lugar de alcanzar a Karou y to-carla, lo cual, por supuesto, era imposible. Solo porque ella lo había mirado en la caverna—fue la manera en que lo hizo, se persuadió a sí mismo, como si se hubiera dado por vencida de intentar no mirarlo—no significaba que ella buscaba algo más que sólo esta alianza temporal.

— Hola — dijo él. Karou bajó su mirada al suelo mientras el rubor aparecía lentamente en sus mejillas, y la batalla de

Akiva contra la esperanza estaba perdida. Ella se estaba ruborizando. Si ella se estaba ruborizando… Dioses Estrella, es hermosa. — Hola —volvió a decir, bajo y brusco, ahora su esperanza se excedía a sí misma. Dilo de nuevo, pedía a Karou. Si ella

lo decía, tal vez recordara el Templo de Ellai, cuando se habían quitado las máscaras el uno al otro y vieron sus rostros por primera vez desde el campo de batalla de Bullfinch.

Hola, habían dicho ellos en aquel entonces, como un conjuro susurrado. Hola, como una promesa. Hola, aliento con-

tra aliento. El último aliento antes de su primer beso. —Um —dijo ella, lanzando una rápida mirada para encontrarse con sus ojos, desviándola después y su rubor aumen-

tó mucho más—. Qué tal. Casi, pensó Akiva, un optimismo surgía cautelosamente dentro de él mientras la miraba dar un paso y luego otro

dentro de la habitación que había reclamado para él. Finalmente, estaban a solas. Podrían hablar sin los ojos vigilantes de sus compañeros. Que ella estuviera ahí, significaba algo. Y con el resplandor de la mirada que habían compartido en la caverna, no pudo evitar la esperanza de que eso significaba… todo.

Tener esperanza era como balancearse a sí mismo sobre un abismo y poner la cuerda en las manos de Karou. Ella po-

dría aniquilarlo si quisiera. Karou recorría la habitación con la mirada, aunque no había mucho que ver. Era una pequeña cámara, vacía salvo por

una larga mesa de piedra en su centro y pocas repisas que sostenían velas muy viejas. La mesa era, supuso Akiva, inusual. Estaba cortada con más precisión que el resto de las superficies de piedra en ese lugar. Era suave, sus raras duras esquinas en un mundo de curvas.

—Recuerdo esta habitación —dijo Karou con voz lejana—. Aquí era donde preparaban a los muertos antes de ente-

rrarlos.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Ale Herrera

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Eso fue vagamente inquietante. Akiva había estado recostado sobre ella durante su sueño, dentro de su dolor. ¿Re-

costado como un cadáver, dónde quien sabe cuántos cadáveres habían estado antes que él? —No lo sabía —respondió, es-perando no haber sido irrespetuoso por estar ahí.

Karou recorrió la mesa con la punta de sus dedos. No veía a Akiva, y él miró cómo sus hombros subían y bajaban con

su respiración. Su cabello colgaba en una trenza, azul como el corazón de una flama. Estaba desordenada. Los suaves cabe-llos de su nuca se habían soltado y caían en mechones. Largas y sueltas hebras azules estaban detrás de sus orejas, excepto una, la cual descansaba sobre su mejilla.

Akiva sintió, en sus dedos, el deseo de devolverla a su lugar. Colocarla detrás de su oreja y dejar sus dedos ahí, sentir

el calor de su cuello. —Solíamos retarnos unos a los otros, entrar y acostarnos sobre esta mesa —dijo Karou—. Cuando éramos niños —

rodeó un poco la mesa y se detuvo en frente de él, del otro lado de la mesa, haciéndola un tipo de barrera entre ellos. Levan-tó la mirada al techo. Era muy elevado, levantándose en un pico y tomando forma de embudo hacia un hueco en el centro, como una chimenea—. Eso es para las almas —le dijo—, para lanzarlas al cielo, evitando que queden atrapadas en la monta-ña. Solíamos decir que si dormías aquí, tu alma pensaría que estabas muerto y se elevaría yéndose —Akiva escuchó la sonrisa en su voz justo antes de verla aparecer sobre su rostro, ligera y cariñosa—. Una vez pretendí dormirme aquí y actué como si hubiera perdido mi alma e hice que los otros niños me ayudaran a buscarla. Durante todo el día y sobre los picos de las mon-tañas —dejó que la sonrisa saliera, lentamente, extraordinaria—. Atrapé un elemental de aire y pretendí que eso era mi al-ma. Pobrecito. Qué pequeña salvaje era.

Su rostro, este rostro, Akiva se dio cuenta, todavía era una tierra misteriosa para él, y la sonrisa casi la hizo una ex-

traña. Si había conocido a Madrigal durante un mes de noches, había conocido a Karou por… ¿dos noches? ¿O realmente

era una, en la cual había dormido la mayor parte, y dos días en piezas dispersas? Desde esos pocos y cargados encuentros, todo lo que él había visto en ella era furia, devastación y miedo.

Esta era una cosa completamente diferente. Sonriendo, estaba tan radiante como las piedras de luna. Lo golpeó con fuerza saber que no la conocía de verdad. No era sólo su nuevo rostro. Seguía pensando en ella como

si fuera Madrigal en un cuerpo diferente, pero ella era más que eso. Había vivido otra vida desde que la conoció—en otro mundo, nada menos. ¿Cómo ese hecho pudo cambiarla? No lo sabía.

Pero lo sabría. El dolor del anhelo se sentía como un hoyo en el centro de su pecho. No había nada en los mundos que quisiera más

que comenzar en el principio y enamorarse de Karou otra vez. —Ese fue un buen día —dijo ella, todavía perdida en su recuerdo. —¿Cómo actúas como si hubieras perdido tu alma? —preguntó Akiva. Quería decirlo como una despreocupada pre-

gunta respecto a un juego de niños, pero cuando se escuchó a sí mismo pronunciar las palabras, pensó ¿quién lo sabe mejor que yo?

Traicionaste todo en lo que creías. Ahogaste tu miseria en venganza. Mataste y seguiste matando hasta que no quedó

nadie más para matar. Su expresión debió traicionar a sus pensamientos, porque la sonrisa de Karou desapareció. Ella estuvo quieta durante

un largo momento, encontrándose con su mirada. Akiva también tenía mucho que aprender de sus ojos. Los de Madrigal habían sido marrones y cálidos. Verano y tierra. Los de Karou eran negros. Eran como el cielo nocturno con estrellas brillan-tes, y cuando miraron de esa manera a Akiva, perforantes, parecían sólo pupilas. Nocturnos.

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Causaban miedo. —Puedo decirte cómo actuar cuando obtienes de vuelta tu alma —y él sabía que no hablaba sobre un juego—. Guar-

das vidas —dijo ella—. Te permites volver a soñar —su voz se volvió un susurro—. Perdonas. Silencio. Respiraciones contenidas. Corazones palpitando. ¿Ella estaba… estaba refiriéndose a él? Akiva sintió la incli-

nación del mundo tratando de derribarlo hacia delante: a la cercanía de Karou—cercanía y tacto—como si ese fuera el único estado de reposo, y cada otra acción y movimiento estuviera ajustado a lograrlo.

Ella bajó la mirada, tímida, de nuevo. —Pero tú lo sabes mejor que yo. Apenas estoy comenzando. —¿Tú? Nunca perdiste tu alma. —Perdí algo. Mientras tú estabas salvando quimeras, yo estaba haciendo monstruos para Thiago. No sabía lo que ha-

cía. Las mismas cosas por las que te odié, pero no podía verlo… —Es la pena —dijo Akiva—. Es la furia. Eso nos convierte en las cosas que despreciamos —y pensó, Y yo fui lo que

despreciaste. ¿Todavía lo soy? —. Es el combustible de todo lo que nuestra gente se ha hecho mutuamente desde el princi-pio. Eso es lo que hace parecer imposible a la paz. ¿Cómo puedes culpar a alguien por querer matar al asesino de sus seres amados? ¿Cómo puedes culpar a la gente por lo que hacen en su pena?

Tan pronto como habló esas palabras, Akiva se dio cuenta de que se escuchaba como si estuviera justificando su pro-

pio espiral vicioso de pena y las terribles muertes de su gente. La vergüenza se apoderaba de él. —No me refiero… no me refiero a mí. Karou, lo que hice, sé que nunca podré expiarlo.

—¿En verdad crees eso? —preguntó ella. Su mirada era aguda, como si estuviera buscando la verdad a través de su

vergüenza. ¿Él en verdad creía eso? ¿O sólo estaba muy avergonzado para admitir que esperaba que algún día, de alguna mane-

ra, pudiera expiar? ¿Que algún día pudiera sentir que había hecho más bien que mal, y que por vivir no había traído su mun-do más bajo como si nunca lo hubiera hecho? ¿Era eso expiar? ¿La inclinación de la balanza al final de la vida?

Si lo era, entonces podría ser posible. Akiva podría, si vivía muchos años y nunca dejaba de intentarlo, salvar más vi-

das de las que había destruido. Pero se dio cuenta de que eso no era lo que creía, enfrentado al filo de la pregunta de Karou. —Sí —dijo él—, lo creo.

No puedes expiar por haber tomado una vida para salvar otra. ¿Qué bien le hace eso a los muertos? —Los muertos —dijo ella—. Tenemos bastantes muertos entre nosotros, pero la manera en que actuamos, ¿pensa-

rías que ellos son cadáveres colgados a nuestros tobillos en vez de almas liberadas a los elementos? —miró arriba, hacia la chimenea, como si estuviera imaginando a las almas que había conducido en su momento—. Se han ido, no pueden ser las-timados nunca más, pero nosotros arrastramos su memoria con nosotros, haciendo lo peor en su nombre como si eso fuera lo que quisieran, ¿vengándolos? No puedo hablar por todos los muertos, pero sé que eso no fue lo que yo quise para ti cuan-do morí. Y sé que Brimstone tampoco quería eso para mí, o para Eretz —su mirada seguía aguda, perforando, nocturna, os-cura. Se sentía como si lo recriminara—por supuesto que había querido que él llevara adelante su sueño, no que encontrara una manera de destruir a su pueblo—entonces, cuando ella dijo: —Akiva, nunca te agradecí por traerme de vuel-ta el alma de Issa. Yo… lamento las cosas que te dije entonces —las palabras lo golpearon con horror. La idea de ella pidién-dole disculpas a él.

—No —tragó saliva—. No dijiste nada que no mereciera. Ni peor. ¿Era eso pena en sus ojos? ¿Exasperación? —¿Tienes la determinación de no ser digno de perdón? —preguntó ella. Él negó con la cabeza. —Nada de lo que hago es para mi, Karou, o por cualquier esperanza que tenga para mí mismo,

o perdón o alguna otra cosa.

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Y bajo el escrutinio de esos ojos negros, tuvo que preguntarse a sí mismo: ¿Es esto cierto? Lo era y a la vez no. No importaba cuánto intentara no sostener esperanzas, la esperanza surgía, persistente. No te-

nía más control sobre ella que sobre el zumbido del viento. ¿Pero esa era la razón por la cual estaba haciendo todo esto? ¿Por la posibilidad de una recompensa? No. Si el llegara a enterarse que Karou absolutamente nunca podría perdonarlo ni amarlo de nuevo, aun haría todo lo que estuviera en su poder—y le parecía que más allá de su poder, en la luz del sirithar que mezclaba su mente—para reconstruir el mundo para ella.

¿Incluso si debía quedarse atrás mirándola caminar al lado del Lobo Blanco? Incluso así. Pero… él no sabía con seguridad si no quedaba ninguna esperanza. No todavía.

Te perdono. Te amo. Te quiero a mi lado al final de todo esto. El sueño, la paz y tú. Esto era lo que Karou deseaba decir y también oír. No quería que Akiva le dijera que la esperanza que le tenía se ha-

bía ido, y que cualquiera que fuera ahora su motivación no era la plenitud de su sueño, el cual no había sido meramente paz, sino también ellos dos juntos. ¿Él había cortado el sueño en astillas? ¿Ella lo había hecho? ¿El sueño ya ardía en el fuego?

—Te creo —dijo ella. No había esperanza para él. Era noble y sombrío, no era el conducto que necesitaban sus pala-

bras sin hablar. Pesaban en su interior y se aferraban. ¿Cómo simplemente sueltas un “te amo” al aire? Necesitaba brazos esperando por atraparlo. Al menos, justo ahora, el no practicado y no hablado “te amo” de Karou los necesitaba. Después de meses de ser empujadas dentro de los huecos de su furia y deformándolas, no sólo podía dejarlas escapar como tampoco podía tomar el rostro de Akiva y besarlo.

Besarlo. Eso estaba a un millón de kilómetros de ser posible. Sus ojos hicieron su tímida danza de miradas otra vez, tomando a Akiva en capturas instantáneas. Un cuadro conge-

lado de su rostro, y después deslizaba su mirada de vuelta a la mesa de piedra o a sus manos, mantenía su imagen en la men-te. La piel dorada de Akiva, sus labios, su tensa y embrujada expresión y la… retreta en sus ojos. En la caverna, sus ojos la habían alcanzado como los rayos del sol. Ahora huían de los suyos, reticentes y a la defensiva. Karou quiso sentir de nuevo el sol. Pero cuando levantó la mirada de sus manos inquietas, Akiva estaba mirando a la mesa de piedra. Estando entre ellos dos pensarías que la mesa era un fascinante artefacto.

Bueno. No era sólo “te amo” lo que había venido a decir. Inhaló profundamente, y fue con el resto.

—Necesito decirte algo. Akiva levantó la mirada. Algo en el tono de Karou lo puso nervioso. Su vacilación, la sorpresa en su voz. Ahora no te-

nía que luchar para mantener su esperanza a la deriva. La esperanza lo abandonó. ¿Qué iba a decir? Que ahora estaba con el Lobo. Que la alianza era un error. Que las quimeras se iban. Que nunca la volvería a ver.

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Quiso decir También tengo algo que decirte, y evitar que ella dijera lo que fuera que iba a decirle. Quería contarle de

su nueva magia, todavía no probada, y pedirle que le ayudara con ella. Fue lo que esperaba, si ella en realidad se reunía con él. Quería decirle que lo había hecho posible—para sus ejércitos, si no era para ellos.

La cosas cambian. Pueden ser cambiadas por aquellos que tengan voluntad. Incluso los mundos. Quizá. —Es sobre Thiago —dijo ella, y Akiva sintió el frío tacto del final. Por supuesto que era el Lobo. Cuando los había visto

riendo e inclinándose uno hacia el otro, lo había sabido, pero una parte de su mente lo había negado—era impensable—y después, en la caverna, cuando ella lo había mirado así, a él, había tenido esperanza..

—No es quien tú crees —dijo Karou, y Akiva sabía lo que se acercaba. Se preparó para eso. —Lo maté —ella susurró. … … … Espera —¿Qué?— —Maté a Thiago. Éste no es él. Me refiero a que no es su alma —tomó una profunda y pesada respiración y prosi-

guió—. Su alma se ha ido. Él se ha ido. Odié dejarte pensar que yo… y él… nunca podría haberlo perdonado, o… —una mirada caprichosa, y, como si hubiera leído los pensamientos de Akiva: —O reído con él. Nunca habría posibilidad alguna para la paz mientras él siguiera con vida. ¿Y esta alianza? —negó energéticamente con la cabeza—. Nunca habría sucedido. Él te habría matado a ti y a Liraz en la kasbah.

—Espera —dijo Akiva, intentando comprender—. Espera —¿qué estaba diciendo Karou? Sus palabras no tenían sen-

tido. ¿El Lobo estaba muerto? El Lobo estaba muerto, y quien fuera el que estaba caminando reclamando aquel título… no era él. Miró a Karou. La idea lo abrumaba. Ni siquiera sabía qué preguntas hacer.

—Quise decírtelo antes —dijo ella—. Pero tuve que ser cuidadosa. Todo es tan frágil. Nadie lo sabe. Sólo Issa y Ten…

y Ten tampoco es realmente Ten… pero si el resto de las quimeras lo descubre, las perderemos —tronó sus dedos— así de fácil.

Akiva todavía estaba tratado de captar la primera premisa. —No seguirían a nadie que no fuera Thiago, al menos no todavía —dijo ella—. Eso estaba claro. Lo necesitábamos.

Este ejército lo necesitaba, y nuestra gente, pero… necesitábamos un mejor él. Uno mejor. Akiva recordó la impresión del Lobo con quien había negociado esta alianza. Inteligente, poderoso y razonable, eso

fue lo que pensó al momento, nunca imagino la razón. Finalmente, las piezas encajaron en su lugar y él lo comprendió. De alguna manera, Karou había puesto un alma dife-

rente en el cuerpo del Lobo. —¿Quién? —preguntó— ¿Quién es? Una oleada de sufrimiento pasó por el rostro de Karou. —Es Ziri —dijo ella, y cuando él no reaccionó al nombre, aña-

dió: —El kirin a quien le salvaste la vida.

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El joven kirin, el último de su tribu. Entonces no estaba muerto, no exactamente. —¿Pero… cómo? —preguntó Akiva, incapaz de imaginar la serie de eventos que habían creado tal situación.

Karou guardó silencio durante un momento, su mente estaba lejos. —Thiago me atacó —dijo, tocándose la mejilla

que había estado hinchada y con heridas cuando Akiva voló hacia ella en Marruecos, cargando el cuerpo de Hazael, junto con Liraz. Estaba casi curada. Lucía como si pudiera decir más acerca de eso, pero no lo hizo. La presión de sus labios acallaban sus temblores, y Akiva recordó su furia al verla brutalizada. Sus puños lo recordaron, su corazón y sus entrañas también, la imposible mirada de ternura que habían compartido ella y el Lobo aquella noche en la kasbah, y finalmente tenía sentido.

Aunque eso no lo consoló. —Él me atacó y yo lo maté —continuó—. Y no sabía qué hacer. Sabía que los otros me obligarían a resucitarlo si nos

encontraban y no podía enfrentarme a eso. Si las cosas antes habían ido mal, ¿cómo lo hubieran sido después de eso? No hubiera sabido qué hacer… —su voz se desvaneció.

Luego sus ojos estuvieron claros de nuevo, concentrándose fijamente en él. Improbablemente, ella sonrió. No era ra-

diante ni desplegada como su última sonrisa, sino de una especie diferente, pequeña, rápida e inesperada. —Por más que pensara sobre esto —dijo ella—, no era capaz de comprenderlo, hasta ahora, cómo todo regresa a ti.

—¿A mí? —preguntó él, sobresaltado. —Me devolviste a Issa y a Ziri —dijo ella—. Si no hubiera sido por ti no habría tenido aliados ni oportunidad. De nuevo, el peso de sus palabras—de su gratitud—removió su más profunda vergüenza. —Si no hubiera sido por mi,

Karou, habrías tenido muchos más aliados —muchísimos más. ¿Cuántos cadáveres había en esas palabras? Loramendi. Miles y miles.

—Deja de hacer eso —dijo Karou, frustrada—. Akiva, hablo en serio sobre lo que dije, sobre perdonar. Es la única

manera de avanzar. Cuando el Lobo aun era el Lobo traté de razonar con él, que sus métodos nos llevarían a la muerte. No me escuchó. No pudo. Él ya estaba demasiado lejos. Pero seguí encontrando tus palabras en mi boca mientras discutía con él, y supe que por más que lejos que te fuiste, habías regresado. Y… eso me ayudó a regresar.

¿Sus palabras? Akiva no tenía ninguna ahora. Esto iba más allá de lo que temió que ella dijera, tanto, que no podía

recordarlas. —Dijiste que dependía de nosotros si en el futuro habría quimeras —le dijo Karou—. Y no fueron sólo palabras. Sal-

vaste la vida de Ziri. Si no lo hubieras hecho, no estaríamos aquí. Estarías muerto, y yo… yo sería la… —no terminó. Una som-bra de horror oscureció su mirada de nuevo, dejando que Akiva imaginara qué abarcaban esas simples palabras—Thiago me atacó.

La llama de su furia amenazó con cegarlo. Tuvo que obligarse a apartarla y recordarse a sí mismo, respirando, que el

culpable ya estaba muerto. Thiago no podría ser castigado. En todo caso, eso sólo hacía más grande su furia. —No estuve ahí para protegerte —dijo él—. Nunca debí dejarte ahí con él…

—Me protegí yo misma —Karou lo cortó—. Fue después cuando necesité ayuda, y Ziri estuvo allí, y ahora estamos

aquí, todos nosotros. Eso es lo que estoy tratando de decir. El horror la había dejado; el brillo de sus ojos eran lágrimas, y la curva en sus labios era gratitud, y Akiva experimentó

una oleada de aborrecimiento hacia sí mismo cuando se descubrió preguntándose para quién era el brillo y para quién la gratitud.

Vio de nuevo la mirada de ternura que habían compartido ella y el Lobo impostor en la kasbah y también la manera

en la que estaban riendo juntos justo al día siguiente.

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Dioses Estrella. Estaría muerto en este mismo momento si el Lobo hubiera sido el Lobo, ¿y todavía podía estar de pie

aquí y preocuparse si este “inteligente, poderoso y razonable” Thiago, este heróico kirin quien era el aliado más allegado de Karou, era una amenaza para sus propias esperanzas en lugar del asesino y torturador maníaco que había sido? Habían ejér-citos preparados para volar, ¿y él estaba preocupado sobre a quien podía amar Karou?

—Pero no es sólo eso —dijo ella—. Me trajiste a Issa, y no puedes imaginar qué más trajiste con ella, pero… Akiva, eso hace la diferencia —sus ojos estaban tan brillantes, su oscuro brillo como un espejo para el fuego de sus alas—. Es Lora-mendi. No es la redención, no completamente, pero es un comienzo. O lo será, cuando podamos llegar allí.

Entonces le contó sobre la catedral. La magnitud de las noticias… dejó sin habla a Akiva y borró todas sus insignificantes preocupaciones. Brimstone tenía una catedral debajo de la ciudad—Akiva no la había encontrado cuando caminó con aturdimiento

entre las ruinas porque estaba enterrada, sus entradas colapsadas y disfrazadas. Y dentro de ella, en éxtasis, había almas. Incontables almas. Niños, mujeres. Las almas de miles de quimeras que no habían ido más allá de la esperanza de recuperar-las.

Akiva le dijo a Karou, de vuelta en Marruecos, que haría cualquier cosa—que moriría por cada quimera asesinada si

eso las traía de vuelta. Lo había dicho con la desolación de la creencia de que eran palabras vacías, que no había nada que pudiera hacer para probar que lo decía en serio. Pero… ahí estaba.

—Permíteme ayudarte, Karou —dijo al instante—. Karou… por favor. Son tantas almas, no puedes hacerlo sola —

¿ella había dicho que no era la redención? Estaba mucho más cerca de ella de lo que él creía que alguna vez estaría. ¿Y si la redención era auto servicio, llegando con un moño para obtener lo que él más quería en la vida? Por una vez, la vergüenza de Akiva no se levantaría al tormento. Quería lo que siempre había querido, y mejor lo decía, sus propias preocupaciones y mie-dos sean malditos. A quien fuera que ella amara, a él, al Lobo o a nadie, lo descubriría. —Es todo lo que quiero, estar a tu lado, ayudarte. Si nos toma toda la vida, qué mejor si es para siempre y contigo.

La mesa de piedra estaba entre ellos, una barrera, pero no había ninguna barrera para la sonrisa que dio Karou como

respuesta. Era de otra especie, y Akiva pensó que podría pasar mil años con ella—por favor—y seguiría descubriendo nuevas especies de sonrisas. Esta era insoportable, dulce como música y pesada como lágrimas. Era toda la tensión de Karou, toda su cautela e inseguridad derritiéndose a la luz.

Era su corazón, esta sonrisa, y era para él. —De acuerdo —dijo ella, su voz era baja, pero las palabras fueron brillantes y pesadas, como algo que él pudiera to-

car y sostener. De acuerdo. ¿De acuerdo a que podía ayudarla? ¿De acuerdo al para siempre? De acuerdo. Si eso podía ser el final de esto. O el principio. Si ellos pudieran volar ahora hacia Loramendi, juntos. Deja que el para

siempre comience ahora. Pero no podía. Karou habló de nuevo, y su voz todavía era baja, brillante y pesada, pero si su de acuerdo había sido sereno, cálido como el sol y suave como la roca, sus siguientes palabras tenían espinas.

— Si es que vivimos lo suficiente.— ella contesto.

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31

LO OPUESTO A SOBREVIVIR

Ziri se paró en la puerta. En una mirada, percibió la situación.

Tres de sus soldados estaban muertos a sus pies. Oora, Sihid, Ves. Carne desaprovechada, dolor desaprovechado y

más sangre para atravesar. De aquellos que aún vivían, Rark parecía el más grande, su gran hacha brillaba en la oscuridad,

pero los ojos de Ziri fueron directo a Liraz. Sus alas ardían a fuego bajo —un fuego bajo casi muerto— pero ella seguía siendo

la cosa más brillante de la habitación. Ella estaba temblando y estremeciéndose, blanca como la cera, con los ojos vacío y

hundidos y estaba… ¿riendo? ¿Llorando? Era un sonido horrible. Ella estaba rodeada de quimeras, sostenida por ellas y sólo

era su agarre lo que la mantenía en posición vertical en tan estado —sosteniéndola derecha y matándola al mismo tiempo.

¿Puede un serafín morir por el toque de las hamsas? Un vistazo a Liraz y Ziri pensó que sí. Pero no era así como ellos

la querían matar. Mantuvieron sus brazos extendidos ante ella y en ese primer vistazo, Ziri creyó entender.

Rark. El hacha. Ellos iban a cortarle las manos.

Pero el hacha estaba en reposo en el hombro grueso de Rark y… la verdad se juntó en los fragmentos. El sonido, la

vista, el olor. El gruñido. Colmillos amarillentos dispuestos a arrancar, y el hedor de triunfo. Ten.

Ese hecho impactó a Ziri como un golpe bajo, quitándole el aliento. Fue Ten. Oh Nitid, Oh Ellai, no. De todos los sol-

dados bajo su mando... su compañera transgresora, su co-conspiradora. La que sabía su secreto.

Ella estaba a punto de lanzarse. Y aunque su cuerpo era más humano que no, ahora mismo su espalda se encorvada

por encima de su cabeza agachada como la de un lobo, con la piel erizada en la cresta de los hombros, y el sonido de su gru-

ñido era animal y gutural —sintió tanto como oyó. La habitación apestaba a sangre y entrañas y a quemado; caliente y estre-

cha y muerta. Cadáveres y venganza, y no hay vuelta atrás. Ziri sabía lo que Ten —Haxaya— iba a hacer.

Para -. Era la voz de Lobo Blanco, lisa y fría como el hielo pero estaba subrayada por un horror que era puramente de

Ziri. Esta escena no horrorizaría al Lobo, que había desgarrado ángeles con sus dientes afilados. Y una vez que la amenaza

inmediata fue evitada y Ten había girado para enfrentarse a él, Ziri no estaba seguro de por qué eso lo horrorizó tan profun-

damente como lo hizo. Él no mataba con sus dientes, pero que había luchado junto a muchas quimeras que sí lo hacían y con

los picos, las garras, los cuernos y la cola con púas, así como cualquier otra arma a su disposición. Contra la fuerza superior

del serafín, era una cuestión de supervivencia.

Pero esto no lo era. Era lo opuesto a sobrevivir.

Esto era todo puesto en riesgo: la alianza, por supuesto, pero también la decepción. Debido a que era Ten.

Ziri se puso rígido y silencioso como Rark y los Dracands también se giraron para mirarlo de frente y Nisk y Lisseth se

prepararon tras él. Debido a que era Ten, él no sabía qué decir. Sintió a Haxaya mirarlo a través de sus ojos amarillos de loba,

y no había miedo en ella, sólo un desprecio astuto y pícaro.

Te reto. Bien podría haber dicho ella. Castígame y yo te castigaré. Impostor.

Su corazón latía con fuerza. Él luchó para hacerlo más lento. Los Naja podía leer señales de calor, igual que las ser-

pientes podía; Nisk y Lisseth serían capaces de sentir su agitación, y Thiago simplemente nunca había sido presa de la confu-

sión. Ziri obligó a sus características a mantener la expresión predeterminada del Lobo de valoración fría y con los ojos entre-

cerrados.

Traducción: Ángeles Vázquez Corrección: Vane_B

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- ¿Cuál es el significado de esto, teniente?- preguntó, con voz baja y mortalmente en calma.

Cabeza de Rark dio una pequeña sacudida de sorpresa, y los Dracands, Wiwul y Agwilal, volvieron sus miradas enca-

puchadas a Ten. Evidentemente, ella les dijo que se trataba de una orden de su general, y no habían tenido ninguna razón

para dudar de ella. Ella era su segundo al mando, su teniente de mayor confianza.

Ya no más.

- Es venganza -dijo Ten, omitiendo el señor. Fue una falta de respeto cruda, y lo sabía, una advertencia-. Este ángel es

un ser malvado. Mira sus brazos.-

Él vio, y se enfermó por lo que vio —por su extraordinario recuento, y también por su angustia.

Por supuesto que él no conocía a Liraz. Ella era hermosa, pero ¿y qué? La mayoría de los serafines lo eran. Ella tam-

bién era hostil y de mal genio y con toda su fuerza que más que igualada a Ten en ferocidad. Pero él también la había visto

rota y de luto, sosteniendo a su hermano muerto en sus brazos, toda esa ferocidad arrancada para revelar una chica cruda. Y

él había visto algo más en ella.

De vuelta en la kasbah, para su sorpresa, ella había preguntado por él —él mismo, Ziri— de tal manera que dejó en

claro que... ella había notado su ausencia. Que ella incluso se hubiera dado cuenta de su existencia fue una sorpresa para él,

y luego, cuando él le había dicho que el soldado Kirin estaba muerto, él había visto —estaba seguro— un destello de dolor en

sus ojos, que estuvo allí pero enseguida se fue, como algo que se escapó y pero fue rápidamente recapturado.

Por supuesto, eso no era por lo que no podía permitir a sus soldados matarla o mutilarla en esta remota cueva —

había razones mucho más grandes y menos personales para eso. Pero podría ser la razón por la que la furia se elevaba en él,

tan fría como él se imaginaba que sería la ira del verdadero Lobo, quien rápidamente podía extinguir su agitación bajo una

capa de propósito implacable. Sus latidos se igualaron a calmos y pesados martillazos

- Suéltenla -dijo, con una mirada desinteresada en dirección a Liraz. Sus ojos estaban solo blancos ahora, rodando

hasta debajo de sus pestañas revoloteantes en el borde de la conciencia —o la vida. - O estará muerta antes de que puedan

explicarse-.

Wiwul y Agwilal la soltaron de inmediato y ella se desplomó contra la pared, pero sólo parcialmente, porque Ten to-

davía sostenía sus muñecas. Una orden directa ignorada y en presencia de los demás. Así que iba a desafiarlo.

¿Explicarnos? -preguntó ella, con una mueca inocente con un borde de ácido-. ¿Qué hay de usted... señor? -este se-

ñor era peor que nada, una gran afrenta que el lobo nunca acataría-. ¿Te importaría explicarte?

Él oyó la ingesta de aliento a sus espaldas —Nisk o Lisseth, aturdidas por la insubordinación. Rark estaba mirando con

su colmilluda boca abierta y Ziri no tuvo que reflexionar sobre lo que haría el verdadero Lobo. Él sabía, y lo sentía deslizarse

en la sangre para hacer lo que el Lobo lo haría. Un resbalón y allá va. La sangre te protege.

La sangre es tu vida ahora. Pero ¿qué otra opción tenía?

La conciencia aumentó —de la fuerza sobrenatural en su carne prestada, de la malicia y de maldad en los ojos de

Ten, y del peso del futuro tironeando hacia abajo en todos esos factores si Ten lo delataba.

¿Cómo podría ella ser tan estúpida?

Se sentía como el crack de un látigo, la astilla de un instante fue lo que él tardó en llegar a ella. Para poner las manos

a la cabeza, una bajo la otra en el hocico.

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Y romperle el cuello.

Ni siquiera hubo tiempo para sorprenderse. Con el sonido —no fue un chasquido sino una trituración que se escuchó

como una rista de estallidos de petardos— sus ojos se vaciaron. No más malicia, no más maldad, no más amenazas, y aunque

el momento antes de que sus músculos se pusieran flojos, se sintiera largo, no podría haber pasado más de un segundo. Ella

cayó, y al desplomarse, dejó caer por fin las muñecas de Liraz, y Liraz cayó también, su mejilla llegó al suelo primero que el

resto de su cuerpo como si mucho tiempo atrás hubiera perdido el sentido de arriba y abajo. Ziri absorbió su propio estreme-

cimiento al impacto de su aterrizaje, y se obligó a ignorarla mientras ella yacía allí, el fuego de sus alas siempre más tenue y

su temblor era lo único que indicaba que seguía viva.

Se enfrentó a sus soldados y dijo, como si no hubiera habido interrupción.

No, no me importaría explicarme a mí mismo -su mirada los retó a ser el próximo para exigir la respuesta.

Rark fue el primero en hablar:

Señor, nosotros… Ten dijo que era una orden suya. Nunca nos habríamos imaginado…

Te creo, soldado -. Él lo detuvo. Rark se vio aliviado

Muy temprano para relajarse.

Yo creo que ustedes, de hecho, pensaran que yo podría ser así de estúpido -Ziri exhaló la última palabra con los dien-

tes apretados-. Faltan pocas horas para que tengamos que volar, desesperadamente superados en número, a la batalla y

ustedes creen que yo robaría la fuerza de mi ejército en el momento de mayor necesidad. Lanzó una mano hacia los muertos

de la puerta que había rebasado cuando llegó a la cueva-. Que yo gastaría cuerpos que otros tienen que pagar con dolor. Que

yo arriesgaría cada plan que he puesto en marcha, ¿y por qué? ¿Por un ángel? Ustedes creen que yo soy suficientemente

estúpido para desechar todo, en vez de esperar… unas pocas horas… para enfrentar los mil ángeles que son la amenaza ver-

dadera e inmediata. ¿Se supone que esto me debe hacer sentir mejor?

Nadie respondió, y él sacudió la cabeza en pausado disgusto.

La orden que siguieron revoca cada orden que ustedes han oído de mis propios labios y si ustedes tuvieran la capaci-

dad de pensar un poco más allá de sus propios hocicos, ustedes se habrían cuestionado. Ustedes hicieron esto porque lo

querían. Quizás todos lo queramos, pero algunos de nosotros somos dueños de nuestros propios anhelos, y algunos esclavos,

y yo había creído que ustedes eran más sabios que esto.

No fuera que Lisseth se sintiera a salvo de su excoriación, él giró hacia ella: - Es una pequeña gracia que Ten no consi-

deró oportuno de invitarte a su cruzada, puesto que no me has dejado ninguna duda de que la habrías cumplido con avidez.

Estás a salvo de la pena de sus camaradas, pero ambos sabemos que sólo fue la circunstancia la que te salvó, no la sabiduría.

Ante la mención de la sentencia, Rark, Wiwul y Agwilal se pusieron rígidos y Ziri hiso un incómodo silencio antes de

sacarlos de su miseria. - Han perdido mi confianza –el dijo- y son despojados de sus rangos. Van a luchar en la próxima

batalla, y si sobreviven, van a dar el tributo de dolor a sus camadaras todo el tiempo hasta que yo estime que el pecado está

purgado. ¿Aceptan esto? -

- Sí, señor -dijeron, Nisk y Lisseth también, cinco voces mezclándose en una-.

- Entonces lárguense de mi vista y llévense a estos tres con ustedes –Oora, Sihid, Ves-. Recojan sus almas y dispongan

de sus cuerpos y entonces espérenme en la cámara de resurrecciones. No le digan a nadie lo que ha pasado aquí. ¿Está cla-

ro?-

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De nuevo, un coro de sí, señor.

Ziri dibujó en su cara una mirada de resignación, su labio rizado en una sutil insinuación de disgusto.

-Yo me encargo de estas dos -. Ten y Liraz, una viva, otra muerta. Él lo dijo oscuramente y dejó que los otros imagina-

ran lo que quisieran. Agarró a Ten por la nuca cubierta de pelaje, y Liraz por un brazo, rudamente —aunque mantuvo la man-

ga fruncida entre su hamsa y la piel— como si ambos fueran cadáveres a ser empujados por el conducto como carga. Él no

iba a ser capaz de sostener la antorcha pero con la tenue flama de las alas de Liraz, no la necesitaba.

Si ella se moría, iba a quedar en la oscuridad.

Y la oscuridad iba a ser la última de sus preocupaciones.

- ¡Muévanse! -. Gruño y lo soldados se movieron, luchando con los muertos, agarrandolos y transportarlos, dejando

vetas de sangre a su paso, y fue sólo después de que se fueron que Ziri reajustó su agarre en Liraz, levantándola fácil —y gen-

tilmente— con un brazo. Se sentía mal y demasiado íntimo descansar su cuerpo contra el suyo —no el mío, pensó con un

estremecimiento— así que mantuvo un espacio entre ellos, a pesar de que resultó incómodo mientras maniobraba hacia la

puerta, tanto más por tratar de no lastimarla aún más con sus propias hamsas.

Cuando él cambió su agarre en Ten para navegar por el giro, la cabeza de Liraz se inclinó y cayó pesadamente contra

la suya, la frente de ella contra su mandíbula, y Ziri sintió el calor febril de la piel de un serafín por primera vez antes de que

él la apartara, y respiró de cerca el olor que él había seguido desde lejos. La nota de especias era brillante, como una ráfaga

de calor que abrasó un camino para algo mucho más sutil e inesperada —el más secreto de los perfumes, natural, no tenía

ninguna duda, y tan débil que su nariz Kirin nunca podría haberlo detectado, ni siquiera estando así de cerca. Apenas si esta-

ba allí, pero en el indicio de su existencia estaba tan frágil como flores que se abren de noche— no demasiado dulce, sólo lo

suficiente, como el rocío en un capullo de réquiem en la hora más pálida del amanecer.

Ziri se volvió hacia adelante y no se inclinó o girar para tratar de respirarla, pero aun así, caminando en la oscuridad,

arrastrando a un cadáver y llevando a un ángel que probablemente le haría tripas por tocarla tan pronto como se recuperara

—si se recuperaba— ese perfume secreto le hizo consciente de las garras en sus dedos, los colmillos en su boca, y todas las

formas en que él no era el mismo. Vestía la piel de un monstruo, y se sentía como una violación a respirar siquiera una mujer

en a través de sus sentidos, y mucho menos tocarla con sus manos. Todavía la llevaba, y aún respiró —porque él no podía

evitarlo— y le dio gracias a Nitid, diosa de la vida y de Lisseth —cuyas intenciones habían sido mucho menos puras— por que

lo llevó a ella a tiempo. Sólo deseaba poder haber llegado allí antes y haberle ahorrado las desconocidas profundidades de

los daños que las hamsas pudieron haber hecho en ella. ¿Era posible que ella estuviera lo suficientemente bien para volar

con el resto de ellos en unas pocas horas? Improbable. Si hubiera algo que pudiera hacer por ella...

Casi al momento este pensamiento se formara, llegó a una bifurcación de los conductos y se dio cuenta de dónde es-

taba, y ahí se terminó el pensamienro. Si había algo que podía hacer por ella, lo haría.

Y lo había. Y así lo hizo.

Se dio la vuelta y tomó un paso secundario, depositando el cadáver de loba en la entrada a las piscinas termales an-

tes de llevar a Liraz a la orilla del agua. Las aguas curativas —¿eran sólo buenas para raspaduras y moretones? Ziri no lo

sabía. Tuvo que desplazar al ángel en ambos brazos para cargarla y meterla en el estanque, y cuando él la bajó hacia el agua,

la oscuridad se cerró en él, y él tuvo un momento de pánico, pensando que sus alas se habían quemado.

Page 130: 3. sueños de dioses y monstrous

Pero no. Un débil resplandor iluminaba el agua desde abajo; su fuego todavía ardía como una tenue ascua. Aflojó su

agarre hasta que escasamente estuvo tocándola —tan solo tenía su brazo debajo de la nuca para mantener su cara por en-

cima de la superficie, y él observando los labios y los párpados esperando algún indicio de movimiento. Y...fue tan suave que

al principio no lo notó, el resplandor iluminó bajo el agua, por lo que para el momento en el que Liraz finalmente se movió,

Ziri podía distinguir no sólo el tono verde tiza del agua y el rosa de los velos de musgo colgantes de musgo, sino también el

rubor de las mejillas del ángel y el oro oscuro de sus pestañas mientras estas revoloteaban y se abrian lentamente. Y se tra-

baban en él.

Recordó el intercambio de palabras que tuvieron, de vuelta en la kasbah. - No hemos sido presentados, - él había di-

cho, a lo que ella había respondido, en ardiente reprimenda: - Sabes quién soy, y sé quién eres, y eso va a servir.-

Ella no sabía, sin embargo. Y él quería que ella lo supiera.

- No nos han presentado-, dijo de nuevo, al mismo tiempo que ella encontró su pie bajo la superficie de la oscura y

suave agua. -En realidad no.-

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32

PASTEL PARA DESPUES

¨ Si es que vivimos lo suficiente¨ Eso no era lo que Karou quería decir. Ni siquiera cerca. De hecho, no quería decir nada. Akiva permaneció de pie fren-

te a ella del otro lado de la mesa de piedra, su mirada todavía contenía la promesa del "para siempre", y lo único que ella quería hacer era saltar encima de la mesa y encontrarse con él en el medio. ¿Pero desde cuándo tiene lo que desea?¿Akiva quería permanecer con ella para siempre? Sentía... sentía rayos de sol y truenos en su interior, pero la situación se asemeja-ba también a la porción de pastel que tienes que dejar a un lado para comerlo después. Una burla.

Termina tu cena y puedes comer tu pastel. Si no mueres. —Viviremos lo suficiente — dijo él, de manera apasionada y certera. — Sobreviviremos esto. Ganaremos esta gue-

rra.— —Desearía poder estar tan segura como tú — dijo Karou, pero pensaba: ejércitos... ángeles...portales... armas... gue-

rra. —Ten seguridad. Karou, no permitiré que te pase nada. Después de todo lo que hemos pasado, y... ahora... no voy a

permitir que te apartes de mi vista. —Luego de una pausa, y en medio de ruborizarse de manera tímida y dulce — como si él todavía no estuviera seguro de leerla correctamente, o que este ahora era lo que él esperaba que sea— Akiva añadió: —Siempre y cuando me quieras a tu lado.

—Me quiero a tu lado — dijo ella a la vez. Oyó la confusión de sus palabras – me quiero a tu lado — pero no se corri-

gió. Era justo lo que quería decir. — Pero no puedo estar contigo. No todavía. Ya se ha decidido. Ejércitos separados, ¿re-cuerdas?

—Lo recuerdo. Pero también tengo algo que decirte. O mejor dicho, mostrarte. Creo que podría ayudar. —Y se sentó

en la mesa y movió sus piernas hacia delante deslizándose hasta el centro y haciéndole señas a Karou para que se uniera a él. Ella lo hizo, y sintió subir la temperatura con su cercanía. Ya no habría barreras entre ellos. Se sentó sobre sus piernas

— la piedra estaba fría — y se preguntó de qué se trataba todo aquello. No era un eco de su deseo. Él no trató de tocarla, sólo la miró con una intensidad media vacilante. —Karou, ¿crees que las quimeras estarían de acuerdo en unir a los ejércitos? —preguntó.

¿Qué? — Si Thiago lo ordenase, lo harían. ¿Pero qué importa? Tus hermanos y hermanas no lo harán. Fueron muy

claros al respecto.— —Lo sé — dijo Akiva—. Por las hamsas. Porque ustedes tienen un arma contra la que no tenemos defensa.— Ella asintió. Sus propias hamsas estaban apoyadas contra la mesa; ocultar los ojos en presencia de los serafines se es-

taba convirtiendo en algo instintivo, para prevenir un ataque accidental, pero era peligroso. Karou dijo: — Nuestras manos son enemigas, incluso si nosotros no lo somos. —Y su tono era ligero, pero su corazón

no lo era. No quería que ninguna parte de ella fuera enemiga de Akiva.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Arlenys Medina

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—¿Pero qué si no lo fueran? —insistió. — Creo que podría convencer a los Ilegítimos de integrarse. Tiene sentido, Karou. Si nos unimos, los Dominantes no son contrincantes para nosotros, pero no estamos unidos, e incluso sin ningún tipo de ventaja imprevista que puedan haber ganado, somos pocos. Con las quimeras en nuestro ejército, no solo incrementaría-mos nuestra fuerza, sino que también reduciríamos a nuestros enemigos. Y también está la ventaja psicológica. Los desequi-libraríamos si nos vieran juntos. —Hizo una pausa. —Es el mejor uso de nuestros ejércitos.—

¿Cuál era su fin con esto? —Quizás les deberías hacer dicho eso a Elyon y Ori — respondió. —Les diré, si estás de acuerdo... y si funciona.— —¿Si funciona qué?— Todavía estaba mirándola con aquella intensidad media vacilante, Akiva estiró su brazo lentamente y rozó su mejilla

con uno de sus dedos, enganchó un mechón de cabello y lo acomodó detrás de su oreja. El pequeño roce ardió y provocó, pero la chispa y el fuego fueron absorbidas por un fuego más intenso y profundo cuando colocó su palma en su mejilla. Su mirada era brillante, esperanzadora y escrutadora, y su toque era tan ligero como un susurro, y era... como un bocado del pastel que Karou no podía tener. Era más que una burla. Era un tormento. Ella quería girar su cara y presionar sus labios en la palma de Akiva, luego en su muñeca, y seguir el camino de su pulso hasta su origen.

Hacia su corazón. Su pecho, su firmeza. Karou quería que sus brazos la rodearan, y... y quería el movimiento que le

habla al movimiento, piel con piel y sudor con calor con respiración con jadeos. Oh, Dios. Su toque la volvía tonta. La alejaba de la vida real con sus ejércitos, ángeles, portales, armas y guerra... hacia aquel paraíso que habían imaginado un largo tiem-po atrás... aquel que era como caja de diamantes esperado a ser encontrada y ser llenada con su felicidad.

Fantasía. Incluso si lograban el "para siempre", no sería un paraíso, sino que un mundo asolado por la guerra con mu-

cho por aprender y borrar de la memoria. Con trabajo por realizar y dolor como diezmo y... y... y pastel, pensó Karou desa-fiante. Podría haber vida, alrededor del abismo. Akiva día a día, en el trabajo y en el dolor, sí, pero también en el amor.

Pastel como estilo de vida. Y ella sí giró la cabeza, y también presionó sus labios en la palma de Akiva, y lo sintió estremecerse y sabía que la dis-

tancia entre ellos era mucho menor que la extensión de los brazos del espacio físico. Que fácil volcarse en ello y perderse en un paraíso pequeño y temporal...

—¿Lo recuerdas? — él preguntó con voz ronca. — Este es el comienzo.— Y su toque siguió por lo largo de su mejilla

hasta su cuello, era fuego y magia, despertando cada átomo en ella. Sus dedos se detuvieron en su clavícula y su palma se posó, ligera como un chal de polillas de colibrí, en su corazón.

—Por supuesto que lo hago —respondió, con su voz tan ronca como la de Akiva. —Entonces dame tu mano. —Él agarró su mano y ella cedió. La dirigió hacia él y los ojos de Karou miraban la V de su

camiseta, el triángulo de su pecho, y ya en su mente imaginaba su mano deslizándose por debajo de la tela para posarla en su corazón.

Para. Reconoció el peligro y se resistió, cerrando su mano en un puño. —No quiero lastimarte.— —Confía en mí —dijo. Su media vacilación había desaparecido cuando los labios de Karou tocaron su palma y ahora

solo quedaba la intensidad, y la atracción — como si, en esta distancia, sus imanes se habían unido y solo podrían girar con la resistencia más comprometida. Karou quería tocar a Akiva como quería respirar. Así que dejó que guiara su mano, y cuando sus nudillos rozaron su cuello, ella se hizo cargo de su propia parte en volver a restablecer la memoria — "Somos el comien-zo" — desenvolvió sus dedos y los deslizó a través del borde de la tela hacia su pecho. El pecho de Akiva. La piel de Akiva...

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estaba viva debajo de sus dedos y quería seguir el camino pero con sus labios. Su deseo era alucinante, y esa era la razón por la que le tomó un segundo largo y delirante comprender... su mano — su palma — apoyada en su pecho de Akiva.

Su toque no lo dañaba. Con asombro en su voz, preguntó — Akiva... ¿cómo es posible?— Su mano cubrió la de Karou, y la sostuvo contra su pecho. Ella sentía el calor que emanaban sus hamsas como siem-

pre lo hacía en presencia de los serafines, una sensación de picazón, pero Akiva no se encogió de dolor, tampoco retrocedió ni tembló. Él sonrió. La distancia de su brazo disminuyó poco a poco, se inclinó hacia ella, y susurró: — Magia.— Y le mostró lo que había hecho.

En la parte trasera de su cuello había una marca que Karou sabía no había estado allí antes. Estaba casi escondida por

su camiseta, pero ella podía ver lo que era: un ojo. Un ojo cerrado. Su propia magia contrarrestando la de Brimstone. No era de color índigo como las hamsas; no era un tatuaje, sino que una cicatriz. —¿Cuándo hiciste esto? — preguntó—.

—Esta noche. Karou trazó las bellas líneas que sobresalían de su piel con sus dedos. —Ya ha sanado.— Él asintió, se deslizó hacia atrás y levantó la cabeza. Y aunque Karou comenzaba a tener un indicio de lo que Akiva

podía hacer, todavía la asombraba. El hecho de que se había hecho una cicatriz y luego había sanado en cuestión de horas, era extraordinario, pero nada en comparación a la magia que había logrado. De manera eficaz, había invalidado el arma más poderosa de las quimeras... por supuesto, luego de la resurrección, si esto podía contarse como un arma. Tal vez, esto debe-ría de haberla aterrado, pero en este momento, Karou no sentía terror.

—Puedo tocarte. —Se maravilló, y no podía — o por lo menos no pudo — resistir la necesidad de probarlo deslizando

su palma sobre el terreno caliente y delicado que era su pecho hasta que sintió que contenía su latido en su mano. —Tanto como quieras — dijo Akiva tembloroso, pero no de dolor. Piel y "para siempre" hacían una buena combinación, y la verdadera razón por la que Akiva había conjurado esta ma-

gia era tan buena como el olvido, y así es como estaba todo fuera del pulso de sus latidos... hasta que aparecieron en la puer-ta.

***

No se podría imaginar una vista más improbable: hombro a hombro, y mojados. Acechando a través de pasos con el

propósito silencioso y cruzando desde el dominio de las quimeras hasta el de los serafines, por medio de un camino recto a través de la caverna principal, donde casi todo el mundo estaba reunido... Thiago y Liraz, arrastraban el cadáver de Ten de-trás de ellos.

Todas las voces cesaron. Mik había dejado de tocar hace un rato y yacía con su cabeza apoyada en el regazo de Zuza-

na hasta que el grito ahogado de ésta lo sacudió. Issa había emergido alta y se veía más que nunca como una diosa serpiente de un templo antiguo, y alrededor de

ellos las quimeras se levantaban o medio levantaban, alertas y listas para luchar en caso de ser llamadas. Pero no lo harían. El par siguió su camino, con los ojos fijos en una dirección y sus expresiones igual de serias, y desaparecieron. Pasaron la guarda de los serafines, que se encontraba en la puerta más lejana, sin pausa alguna ni explicación.

Encontraron la puerta de la habitación de Akiva cerrada. Liraz hizo una expresión de burla y no golpeó, sino que abrió

la puerta de un golpe y miró con furia la escena que los saludaba. Akiva y Karou, sus ojos nublados de deseo, cara a cara so-bre una mesa de piedra, tocándose, sus manos en el corazón del otro.

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Algunos dirían que Ellai — diosa de los asesinos y los amantes secretos — estaba en marcha esta noche, deslizándose a través de los pasillos, ocupada en travesuras y la estrecha salvación. A unos minutos de un lado o del otro y Liraz podría estar muerta, o Karou y Akiva estarían atrapados en un compromiso más profundo que ojos que expresan deseo, con las manos en el corazón del otro. Otro momento, y se habrían besado.

Pero Ellai era una patrona voluble y ya les había fallado — de manera espectacular —antes. Karou ya no creía en los

dioses. Cuando la puerta se abrió de un golpe, la culpa era solo de Liraz y el Lobo. —Bueno — dijo Liraz, su voz seca (no como el resto de ella)—. Por lo menos todavía tienen puesta su ropa.—

*** Y gracias a Dios por eso, pensó Karou, sacando su mano de la camiseta de Akiva. Al instante, sintió el frío de la habi-

tación. Que rápido se ajustaba su cuerpo a la temperatura del ángel y volvía todo a su alrededor frío por el contraste. Parpa-deó un par de veces hasta que desapareció su confusión, y logró registrar los detalles de ropa mojada y pegada a la piel, co-mo también el sonido del agua goteando, sin mencionar el olor a azufre.

¿Ziri había llevado a Liraz a bañarse en las aguas termales? Bueno, eso era... raro. ¿Totalmente vestidos? Bien, eso

era menos raro que la alternativa, pero todo en su conjunto era demasiado raro. Luego, el Lobo levantó algo a través del umbral y todo se volvió claro.

Un cadáver. —Quebrantó el juramento —dijo el Lobo. Ten. Haxaya. ¿Qué? Karou se desplegó desde su posición en la mesa de piedra y se alzó por el borde para caer abajo, al lado del cuerpo.

Enseguida vio la huella de la mano quemada en el pecho de la loba y miró a Liraz, quien la saludaba con una mirada más seca que la habitual.

Akiva se unió a ella, al lado del cuerpo. En cuestión de segundos el pasillo estaba repleto de serafines y también qui-

meras, quienes habían infringido los límites para ver lo que ocurría. Era casi cómico, que un hecho de violencia como este haya sido, de alguna manera, lo que desencadenó la entremezcla libre de los ejércitos. Casi cómico, pero no del todo.

Era otro barril de pólvora, una cerilla encendida a punto de caer en él. En los siguientes momentos tuvieron lugar una

sucesión de preguntas y respuestas. El Lobo les contó lo que había pasado, sin decir palabra del engaño. Ten había hecho esto. Y Ten había muerto. Y en cuanto a Haxaya, Karou trató de procesar el hecho de su responsabilidad en esta situación. La había conocido bien. Como Madrigal, ella había luchado a su lado, y confiaba en ella. Era salvaje, pero no impredecible. No era estúpida. En hacerla tomar parte del engaño, Karou le había confiado todas sus vidas. —¿Por qué lo haría? —preguntó, y no esperaba una respuesta. Preguntaba al aire, pero fue Liraz quien respondió—.

—Era algo personal —contestó el ángel. Miró a Akiva y algo en su mirada muerta la delató. El cambio que tuvo en

aquel instante, pensó Karou, fue como el cambio que Ziri logró en el rostro del Lobo, aunque, por supuesto, la razón no podía ser la misma. No era alguien más quien miraba a través de los ojos de Liraz. Era la máscara deslizándose, y la cara más suave, casi de niña que ella reveló era ella misma. Dijo: "Savvath", y Akiva, dejando escapar un suspiro duro, asintió comprendiendo.

Karou reconoció el nombre. Como en: Savvath, la batalla de... Era una aldea en las costas occidentales en la Bahía de

las Bestias, o lo fue, un tiempo atrás. Tuvo lugar antes de su época. Para Thiago, con el rostro inclinado hacia él, pero con los ojos bajos, Liraz dijo: —Lo que hagas con su alma es asunto

tuyo, pero deberías saber, que no la culpo. Merezco su venganza.—

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Y Thiago respondió, pero Karou lo oyó en un estado de distracción. Algo cosquilleaba en su mente. Siguió mirando

del cuerpo de Ten a Liraz, de la huella de la mano negra quemada en el pecho de la loba al conteo en las manos del ángel, ocultas por las mangas, tiradas hacia abajo sobre sus manos.

Nuestras manos son enemigas, incluso si nosotros no lo somos, recordó Karou. Y los ángeles partieron de forma tranquila hacia sus hogares y nadie murió. El fin. Su corazón empezó a latir con fuerza. Una idea comenzaba a tomar forma. No la dijo en voz alta, pero dejó que su

tracería se despliegue, siguiéndola y buscando defectos, anticipando los argumentos que surgirían en su contra. ¿Podría ser tan simple? Las voces a su alrededor se silenciaron en un murmullo y corrieron suave bajo las capas de sus pensamientos. Podría y debería ser así de simple. El plan como estaba era peor que complicado. Era desorganizado. Miró a los rostros a su alrededor: Akiva, Liraz y el Lobo en la habitación con ella, Elyon e Issa en el umbral, y las figuras cambiantes detrás de ellos, visibles sólo como un roce de plumas de fuego y ancas peludas, armaduras negras y quitina roja, carne suave y áspera, lado a lado.

Todos listos para volar a la batalla, a promulgar para la humanidad el apocalipsis de sus sueños y pesadillas. O quizás no. No fue Akiva ni el Lobo quienes primero notaron el cambio en la actitud de Karou —la rectificación de su postura, el

brillo de su euforia. Fue Liraz. — ¿Qué te ha pasado? —preguntó, en un tono de curiosidad inquieta. Fue apropiado, que fuera Liraz: —Si se te ocurre una idea mejor, estoy segura de que nos la dirás —había dicho al fi-

nal de la reunión del consejo de guerra, despreciativa y despectiva. Y ahora Karou fijó en ella la fuerza de su propia certeza. Su desesperación se había convertido en convicción, y se sentía como el acero.

—Tengo una idea mejor – dijo. —Reúnan al consejo. Ahora.—

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Érase una vez, Una chica que fue a ver una feria de monstruos

Donde todo lo exhibido estaba muerto.

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LLEGADA + 36 HORAS

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33 COMO UNA INVASIÓN ALIENÍGENA

¨Deberían tratarlo como una invasión alienígena.¨

Las palabras de Morgan seguían regresando a Eliza en el avión. Al otro lado de la ventana había un misterio

nocturno – un torbellino de nubes separándose y revelando… oscuridad. ¿Estaban sobre el Atlántico? Era loco no

saber algo con certeza. ¿Qué tan seguido le pasaba esto a la gente, el no saber en qué lugar del mundo te encuen-

tras?

Eliza se estremeció y retiró la frente del cristal de la ventana fría. No había nada para ver afuera excepto

por jirones de nubes y la noche. Si esto fuera un libro o una película, pensó, ella habría sido capaz de leer las estre-

llas y orientarse. Los personajes siempre tenían el conjunto de habilidades extrañas para dominar la situación en

cuestión. Como, Gracias a Dios por ese verano en el barco de contrabando de un tío y el marinero guapo que me

enseñó la navegación celestial. Ha.

Eliza no tenía habilidades extrañas. Bueno, ella tenía ese grito de película de terror, aparentemente. Útil,

eso. Oh, y era muy diestra con el bisturí. Cuando había enseñado anatomía en el laboratorio en la universidad, una

estudiante había dicho en broma que ella probablemente conocía todos los mejores lugares para apuñalar a al-

guien, y ella suponía que si, aunque no era una habilidad a la que había tenido que recurrir.

Así que básicamente, la sume de sus habilidades especiales eran la de apuñalar con una gran precisión

mientras gritaba como alguien en una película de terror. ¡Era prácticamente una súper heroína!

Oh Dios. Era la fatiga. Estimaba que habían permanecido unas treinta y seis horas despierta –sin contar su

breve cabezada en el laboratorio, y no era cosa fácil. Los sonidos suaves de los ronquidos del Dr. Chaudhary del

otro lado del pasillo eran una tortura. ¿Cómo sería si, fuera capaz de quedarse dormida sin tener miedo?

¿Quién sería, sin ese sueño? ¿Quién era de todas formas? ¿Era ella, “Eliza Jones” a quien ella había creado

desde cero, o era ella, inmutable, ese otro yo, moldeado por otros y aplastada por ellos?

Las personas con destinos no deberían hacer planes.

Esos eran sus pensamientos cuando detectó el primer descenso del avión. Puso su cara de nuevo en el frio

cristal de la ventana y vio que la oscuridad afuera no permanecía. Un rubor del amanecer se aferraba a los contor-

nos del mundo, y… la frente de Eliza se frunció. Se acercó más, intentó inclinar su cara para ver mejor. Nunca había

estado en Italia, pero estaba bastante segura de que no estaban ahí.

Italia no tenía… un desierto ¿o si?

Echó un vistazo a los agentes sentados filas más atrás, pero sus rostros no decían nada.

Empujado por una turbulencia, el Dr. Chaudhary finalmente se despertó y miró a Eliza. — ¿Ya llegamos? —

preguntó, estirándose.

—Estamos en algún lugar—, respondió Eliza, y se inclinó hacia su propia ventana para mirar.

Traducción: Lety Moon Corrección: Brenda CAM

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Una larga mirada, un movimiento de cejas, y volvió a acomodarse en su asiento. — Hmm — Fue todo lo

que dijo, lo que, en la jerga del Dr. Chaudhary, eso significaría algo como: Muy extraño.

Eliza sintió como si su caja torácica se hubiera estremecido contra su corazón. ¿A dónde nos llevan?

Para el momento en el que las ruedas del avión tocaron tierra en un tramo desolado de la pista del desier-

to, el sol había despejado una cadena de montañas y revelado una tierra del color del polvo. El único edificio que

sirvió como terminal era desproporcionadamente bajo y camuflado similarmente al del mismo polvo.

— ¿El Medio Oriente? — Eliza se preguntó. ¿Tattooine? Una indicación, pintada a mano, exóticamente ile-

gible, letras rizadas. Árabe, supuso. Eso probablemente eliminaba a Tattoine.

Un oficial en algún tipo de uniforme militar estaba a un lado de la pista. Uno de los agentes se reunió con él

y le entregó sus papeles. Y en la sombra del edificio de tierra, otros dos hombres se apoyaban en una SUV. Uno de

ellos era un agente en un traje oscuro; el otro era de piel oscura, con una túnica, con un trozo de tela azul envuelta

alrededor de su cabeza.

—Un tuareg — notó el Dr. Chaudhary —. Hombres azules del Sahara.

¿El Sahara? Eliza miró a su alrededor con ojos nuevos. África.

Los agentes no dijeron nada, sólo los llevaron al vehículo.

El viaje fue largo y extraño: tramos de perfecta apariencia punteados por ciudades en ruinas maravillosas,

las ocasionales líneas de ropa o el humo a la deriva dando a entender que todavía estaba habitado. Pasaron junto

a niños montando camellos, un conjunto de mujeres caminando con pañuelos y vestidos largos en mal estado de

una docena de colores blanqueados por el sol. En algún lugar como cualquier otro, el vehículo abandonó el camino

y comenzó a traquetear y subir rocas, algunas veces meneándose sobre el pedregal. Los nudillos de Eliza estaban

blancos agarrándose con fuerza del marco de la puerta, y todos los pensamientos de los ángeles, se quedaron

atrás con el avión.

Esto era algo completamente distinto, ella de repente lo supo, con una perforada y acientífica especie de

conocimiento que pensó que había dejado atrás. Un oscuro presentimiento se apoderó de ella, desatado de su

armario de la memoria, de su infancia, cuando había creído con la candidez de un niño lo que le habían enseñado a

creer: que el mal era real y estaba observando, que el diablo estaba en las sombras del tejado, esperando a recla-

mar su alma.

No hay diablo, se dijo a si misma, molesta. Pero, lo que sea que se haya convencido durante los años en los

que se fue de casa, era difícil creerlo ahora, a la luz de los acontecimientos actuales.

Las bestias vienen por ustedes.

—Mira — Apuntó el Dr. Chaudhary.

Cuesta arriba, en contra de la sombra de las montañas lejanas, aparecía una fortaleza de tierra roja. A me-

dida que se acercaban, los neumáticos molían las rocas, Eliza vio más vehículos estacionados fuera de los muros,

entre ellos jeeps y camiones militares de transporte pesado. Un helicóptero, a un lado, en reposo

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. Habían soldados patrullando, vestidos con uniforme de camuflaje del desierto polvoriento, y… contuvo el

aliento y miró hacía el Dr. Chaundhary. El los había visto, también.

Un sendero reducido desde la fortaleza: figuras en trajes especiales blancos.

El protocolo de la invasión extraterrestre, pensó Eliza. Oh infiernos.

Uno de los agentes hizo una llamada telefónica, y para el momento en el que su vehículo se detuvo cerca

de los otros, un hombre con un poblado bigote negro estaba ahí para recibirlos. Vestía ropas de civil y hablaba con

un acento y un aire de autoridad.

—Bienvenido al Reino de Marruecos, doctor. Soy el Dr. Youssef Amhali.

Los hombres se dieron la mano. Eliza recibió una inclinación con la cabeza.

—Dr. Amhali — comenzó el Dr. Chaundhary.

—Por favor, llámeme Youssef.

—Yous sef. ¿Podría decirnos por qué estamos aquí? .

—Por supuesto, doctor. Están aquí por que pedí que vinieran. Tenemos… una situación que excede mi ex-

periencia.

— ¿Y su experiencia es? — preguntó el Dr. Chaudhary.

—Soy un antropólogo forense— contestó.

— ¿Qué clase de situación? — Preguntó Eliza, demasiado rápido, demasiado fuerte.

El Dr. Amhali Youssef elevó sus cejas, haciendo una pausa para medirla. ¿Debería haber permanecido como

la asistente silenciosa, la mujer obediente? Tal vez escuchó miedo en su voz, o tal vez era solo una pregunta estú-

pida, teniendo en cuenta su campo. Eliza fue muy consciente de lo que los antropólogos forenses hicieron y lo que

debió traerlos a todos aquí.

Y cuando el levantó la cabeza, sólo un poco, y olfateó el aire, arrugando la nariz con disgusto, Eliza lo olió:

una fetidez madura en el aire. Podredumbre. —El tipo de situación, señorita, que huele peor en un día caluroso —

dijo. Cuerpos.

—El tipo de situación— continuó el Dr. Youssef Amhali—, que podría comenzar una guerra.

Eliza lo entendió, o creyó que lo entendió. Era una fosa común. Pero no entendió por que fueron llevados

ahí. El Dr. Chaudhary dio voz a esta pregunta. —Usted es el especialista aquí — Sugirió —. ¿Qué es lo que puede

necesitar de mí?

—No existen especialistas para esto— dijo el Dr. Amhali. Hizo una pausa. Su sonrisa era morbosa y diverti-

da, pero bajo eso Eliza detectó miedo, y eso alimentó el suyo. ¿Qué está pasando aquí?

—Por favor — Les indicó por delante de él —. Es más fácil si lo ven ustedes mismos. El pozo está por aquí

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34

COSAS CONOCIDAS Y ENTERRADAS Fueron al menos veinte minutos de papeleo, firmando series de acuerdos de confidencialidad que aumen-

taban la ansiedad de Eliza página a página. Otro cuarto de hora enredándose en trajes contra material peligroso—elevando mucho más la ansiedad—y al final se unieron al desfile de personas vestidas de blanco que parecían in-sectos sobre el camino.

El Dr. Amhali se detuvo en la cumbre de la colina. Su voz surgió débil, filtrada a través del aparato para res-

pirar de su traje. —Antes de que los lleve más lejos —dijo él—, debo recordarles que lo que están a punto de ver es clasificado y altamente volátil. Guardar el secreto es primordial. El mundo no está preparado para ver esto, y no estamos en condiciones de dejar que sea visto. ¿Entienden?

Eliza asintió. No tenía visión periférica, y tuvo que girar para ver cómo el Dr. Chaudhary asentía. Algunas

figuras de blanco estaban detrás de él, y se dio cuenta que ninguno tenía características que los diferenciaran. Si parpadeaba, podía perder la pista del que era el Dr. Chaudhary. Se sentía como si hubiera entrado en una especie de purgatorio. Era muy surrealista, y mucho más surrealista una vez que divisó el área restringida. Colina abajo desde la kasbah, un perímetro marcado por cintas encerraba un grupo de tiendas amarillo chillón. Enormes y re-gordetes generadores humeaban, serpenteantes líneas de transmisión eléctrica entrando a las tiendas como cor-dones umbilicales. El personal se arremolinaba acá y allá, desde esta distancia parecían larvas con sus trajes blan-cos de plástico.

Más adelante, había soldados patrullando. En el cielo había más helicópteros. El sol era inclemente, y Eliza sentía como si su suministro de aire se volviera un sifón dentro de su máscara

a través de una pajilla. Torpe y rígida en su traje, abrió su camino colina abajo. Su miedo, como una sombra, alar-gándose en frente de ella.

¿Qué había en la fosa? ¿Qué había en las tiendas? El Dr. Amhali los guió hacia la tienda más cercana y se detuvo de nuevo. —Las bestias vienen por ustedes —

citó—. Eso fue lo que el ángel dijo —y a Eliza le pareció que en cuestión de segundos se convertía en un corazón latiendo cubierto en plástico. Bestias. Oh, dios ¿aquí?—. Parecería que ya estaban entre nosotros.

Entre nosotros, entre nosotros. Y con la floritura de un presentador, levantó la solapa que hacía de puerta para revelar… bestias. La palabra bestia, Eliza se dio cuenta, abarcaba una extremadamente amplia gama de criaturas. Animales,

monstruos, demonios, incluso abominables cosas de un sueño tan terrible que podían detener el corazón de una niña pequeña. Esos no eran éstos. Ni mucho menos.

Esos no eran sus monstruos, y mientras su corazón se reanudaba a algo parecido a latidos normales, se cas-

tigó a sí misma. Por supuesto que no lo eran. ¿En qué había estado pensando? O no pensando. Sus monstruos existían en un inmenso nivel de sueño, en un diferente orden de magnitud.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Ale Herrera

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¿Llamas a eso bestias, Youssef ? Ella pudo haber dicho, riendo a carcajadas con alivio. No sabes de bestias. No rió. Susurró: —Esfinges.

—¿Disculpa? —preguntó el Dr. Amhali. —Lucen como esfinges —aclaró ella, levantando su voz pero no su mirada de ellas. Su miedo se había ido.

Había sido arrebatado y reemplazado por fascinación—. De la mitología. Mujeres gato. Dos de ellas, idénticas. Panteras con cabezas humanas. Eliza atravesó la puerta, sintiendo

inmediatamente un alivio para el calor. La tienda estaba refrigerada por una ruidosa unidad de aire acondicionado, las esfinges estaban sobre mesas de metal colocadas encima de cilindros de hielo seco. Sus peludos y félidos cuer-pos eran de un negro suave y sus alas—alas—eran oscuras y emplumadas.

Sus gargantas habían sido cortadas, y sus pechos estaban negros con sangre seca. El Dr. Chaudhary pasó junto a Eliza y removió el casco de su traje contra materiales peligrosos. —Doctor —dijo el Dr. Amhali inmediatamente—. Debo hacer objeciones —pero el Dr. Chaudhary no pare-

cía oírlo. Se acercó a la esfinge más cercana. Su cabeza lucía pequeña e incorpórea sobre su traje, y su expresión estaba al borde del escepticismo.

Eliza también se quitó el casco y el hedor la golpeó al instante—una forma más pura del olor que había lle-

vado el aire colina arriba, pero podía ver a las criaturas con mucha más claridad. Se reunió del Dr. Chaudhary a un lado del cuerpo. Su acompañante estaba inquieto, informándoles sobre los riesgos y regulaciones, pero era fácil no escucharlo, considerando lo que tenían en frente.

—Cuénteme lo que sabe —dijo el Dr. Chaudhary, todo negocios. El Dr. Amhali lo hizo y no era mucho. Ha-

bían encontrado los cuerpos, más de dos docenas dentro de una fosa abierta. A eso se reducía. —Esperé desestimarlo fácilmente como una trampa —dijo el científico marroquí—, pero me di cuenta de

que no podía. Ahora mi esperanza es, lo admito, que ustedes pueden. A modo de respuesta, el Dr. Chaudhary sólo levantó las cejas. —¿Todos lucen así? —indagó Eliza. —Ni remotamente —respondió el Dr. Amhali, haciendo una rígida inclinación de cabeza hacia una cortina

de lona blanca haciendo una loma sobre un bulto mucho más grande que las esfinges. ¿Qué hay debajo? Se preguntó Eliza. Pero el Dr. Chaudhary sólo asintió y regresó su atención a las esfinges.

Ella se unió a él, recorrió un dedo enguantado sobre una pata delantera, después se inclinó sobre un ala oscura. Levantó una pluma con la punta de su dedo y la examinó. —Lechuza —dijo ella, sorprendida—. ¿Ve los bordes? —apuntó a los bordes iniciales de las plumas—. Esas estrías son exclusivas del plumaje de lechuza. Es lo que las hace silenciosas al vuelo. Estas lucen como plumas de lechuza.

—Difícilmente creo que esas sean lechuzas —dijo el Dr. Amhali.

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¿Está seguro? Eliza bromeó en su mente, porque escuché que las lechuzas en África tienen cabezas de mu-

jer. Se sentía… superior. El pavor había bajado la colina con ella. A la mención de la palabra bestias, la había enro-llado y apretado—el sueño, la pesadilla, la persecución, el agotamiento, los devoradores—y ahora todo eso se ha-bía ido, dejando alivio inmediato, y agotamiento, y admiración. La admiración estaba al tope: la primera probada a un cono de helado. Helado para las pesadillas, pensó, frívola.

Lametazo —Tiene razón. No son lechuzas —concedió el Dr. Chaudhary, y probablemente sólo alguien tan familiariza-

do con sus tonos de voz como Eliza habría detectado la sequedad del sarcasmo—. Al menos no completamente. Y lo que sucedió a continuación fue una rápida inspección de pies a cabeza con el objetivo de descartar un

engaño. —Busca puntadas quirúrgicas —le mandó el Dr. Chaudhary, y ella lo hizo, examinando los sitios donde los elementos desiguales de las criaturas se juntaban: el cuello y las coyunturas de las alas, principalmente. No com-partía la esperanza del Dr. Amhali; no quería encontrar puntadas quirúrgicas. Si las encontraba, en primer lugar… ¿de dónde—o de quién—habían salido las cabezas? Esa sería una película de terror en lugar de un momento de descubrimiento científico. Y de cualquier forma, era un ejercicio inútil. Sabía que las criaturas eran reales. Como sabía que los ángeles también lo eran.

Esas eran las cosas que sabía. No, no las sabes, se dijo a sí misma. No es así como funciona. Te preguntas, reúnes datos y los estudias, y

eventualmente propones una hipótesis y la pones a prueba. Y entonces tal vez comiences a saber. Pero ella sabía, e intentar pretender lo contrario era como gritar a un huracán. También sé otras cosas. Y con eso, una de las otras cosas… se presentó. Era como si un cuentafortunas diera vuelta a una carta del

tárot en su mente y le mostrara ese conocimiento, esta verdad que había estado cara abajo ahí dentro… toda su vida. Mucho más. Muchísimo más que eso. Estaba ahí y era una cosa muy grande para saberla de repente. Muy grande. Eliza inspiró profundamente. Lo cual no era una buena idea estando al lado del cadáver y tuvo que apar-tarse de él para tomar una sucesión de rápidas y resueltas respiraciones para despejar la fetidez de la muerte en sus pulmones.

—¿Estás bien? —preguntó el Dr, Chaudhary. —Sí —dijo ella, luchando por cubrir su agitación. No quería que él pensara que era delicada y no podía ma-

nejar esto, y tampoco quería que él deseara haber traído a Morgan Thot en su lugar, entonces regresó al trabajo, ignorando asiduamente la… carta del tárot… ahora boca arriba en su mente.

Hay otro universo.

Esa era la cosa que sabía. En la escuela, Eliza había eludido atrozmente la física a favor de la biología y así

únicamente tenía el más simple entendimiento de la teoría de las cuerdas, pero sabía que había una tesis que ha-cer para probar la existencia de un universo paralelo, científicamente hablando. No sabía qué tesis y de todos mo-dos no importaba. Había otro universo. No tenía que probarlo.

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Maldita sea. La prueba estaba justo aquí, muertos, a sus pies. Y la otra estaba en Roma, vivos. Y… Eso la golpeó con claridad. —Deberían encargarse de esto como una invasión alienígena —había dicho

Morgan y había tenido razón, ése pequeño inútil. Era una invasión alienígena. Sólo que los aliens lucían como án-geles y bestias y no llegaron desde el "espacio exterior" sino de un universo paralelo. Con hilaridad ahondada, imaginó poner a flote esta teoría entre los dos doctores a su lado—oigan, ¿quieren saber qué es lo que pienso?—y fue cuando se dio cuenta de que su regocijo no era regocijo, sino pánico.

No eran las bestias, ni el olor, ni el calor, si siquiera su agotamiento, tampoco la idea de otro universo. Era

el conocimiento. Lo sentía dentro de ella—su veracidad y su intensidad enterrada en su interior, como los mons-truos de la fosa. Sólo que los monstruos estaban muertos y no podían herir a nadie. El conocimiento podría desga-rrarla.

A su cordura, de algún modo. Sucedió, con su familia. —Tienes el don —su madre le había dicho cuando todavía era muy joven y yacía en

la cama de un hospital, llena de tubos y rodeada de máquinas que pitaban. Fue la primera vez que su corazón se había descontrolado y convertido en una masa de músculo fibrilado, casi a punto de matarla. Su madre no la había sostenido, ni siquiera entonces. Sólo se había arrodillado a su lado, con sus manos unidas en una oración, con fer-vor en sus ojos—y envidia. Siempre, después de eso, envidia—. Tú verás por nosotros. Nos guiarás a todos.

Pero Eliza no estaba guiando a nadie a ninguna parte. El "don" era una maldición. Lo había sabido desde

entonces. La historia de su familia estaba llena de locura, y ella no tenía intención de convertirse en la última de una serie de "profetas" encerrados en asilos, vociferando sobre el apocalipsis y lamiendo manchas sobre las pare-des. Había trabajado muy duro para sofocar su "don" y ser la persona que quería ser, y lo había logrado. ¿De ser una adolescente fugitiva a una socia de la Fundación Nacional de Ciencia próxima a conseguir un doctorado? Lo había logrado muy caprichosa y salvajemente—todo excepto una cosa. El sueño. Aparecía cuando quería, dema-siado grande para enterrar, más poderoso que ella. Más poderoso que nada.

Pero ahora, otras cosas se agitaban dentro de ella, otras verdades que no eran suyas, y eso la aterró. Algu-nas veces ella se tambaleaba. Sus ligeros mareos se volvían extremos, y comenzaba a sospechar que era por no haber dormido bien para negar el sueño, había despertado algo más dentro de sí misma. Inhaló y exhaló, y se dijo a sí misma que podía controlar su mente como lo hacía con sus músculos.

—Eliza, ¿estás segura de que estás bien? Si necesitas aire fresco, por favor… —No. No, estoy bien —forzó una sonrisa y continúo examinando a la esfinge. Se dieron cuenta de que no satisfarían la esperanza del Dr. Amhali. Concluyeron que no habían sido sutura-

dos, ni habían sido "hechos por Frankenstein" ni con retazos cosidos convenientemente sobre la parte posterior de su cuello. Aunque ahí había algo.

Eliza sostuvo una de las manos muertas de las esfinges con su propia mano enguantada durante un largo

instante, mirando la marca, antes de decir: —¿Ha visto esto? La postura silenciosa de Dr. Amhali le hizo suponer que sí, y tal vez había 5estado esperando que ellos lo

descubrieran. El Dr. Chaudhary miró la marca varias veces, haciendo la misma conexión que Eliza había hecho. —La chica del puente —dijo él.

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La chica del puente: la bella de cabello azul quien se había enfrentado a los ángeles en Praga, levantando

sus manos para mostrar sus palmas tatuadas con ojos índigo. Habían sido la portada de la revista Time, y desde entonces se habían convertido en sinónimo de demonio. A los niños les gustaba dibujárselas con tinta de pluma para parecer malvados. Era el nuevo 666.

—¿Comienzan a entender lo que esto significa? —preguntó el Dr. Amhali, con mucha intensidad—. ¿Ven

cómo el mundo podría interpretarlo? Los ángeles volaron a Roma; eso fue muy bueno para los cristianos, ¿correc-to? Ángeles en Roma, advirtiendo sobre bestias y guerras, mientras que aquí, un país musulmán, desenterramos… demonios. ¿Cuál creen que será la reacción?

Eliza vio su punto, y sintió su miedo. El mundo necesitaba una menor provocación que los "demonios" de

carne y hueso para volverse locos. De todos modos, esas criaturas encendieron intriga en su interior, y no podía convencerse a desear que fueran falsos.

En cualquier caso, esas eran las preocupaciones de gobernantes y diplomáticos, policías, militares, no de los

científicos. Su trabajo eran los cuerpos delante de ellos—la materia física, nada más. Había mucho que hacer: reco-lectar muestras de tejido y almacenarlas, junto con exhaustivas medidas y fotografías que tomar y registrar la refe-rencia de cada cuerpo. Pero primero, optaron por un vistazo del trabajo que tenían adelante.

—¿Todos los cuerpos tienen marcas? —preguntó el Dr. Chaudhary al Dr. Amhali. —Todos menos uno —contestó el Dr. Amhali, y Eliza se maravillo con eso, pero la siguiente criatura que

vieron—el enorme bulto debajo de la lona blanca—las tenía, al igual que los cuerpos de la tienda siguiente, y en la siguiente, y Eliza se olvidó de eso. Era suficiente tratar de procesar lo que estaba viendo—y oliendo—un cuerpo a la vez. Tenía náuseas y estaba abrumada, con el pánico cerca—el sentido de las cosas conocidas y enterradas—y también era presa de una particular tristeza. Yendo de tienda a tienda, viendo el conjunto de criaturas que no eran de este planeta, se sentía como un carnaval exhibiendo animales salvajes donde todos los especímenes estaban muertos.

Todos eran mezclas salvajes de partes reconocibles de animales, y estaban sucesivamente en estados avan-

zados de descomposición. Los que estaban más al fondo de la fosa tenían más tiempo muertos, sugiriendo que habían sido asesinados uno a uno sobre un periodo de tiempo, no todos a la vez. Lo que 6fuera que sucedió aquí, no había sido una masacre.

Y entonces llegaron a la última tienda, estaba retirada de la fosa. —Este fue enterrado solo —dijo el Dr.

Amhali, levantando la lona por ellos—. En una tumba profunda. Eliza entró, y al ver al último espécimen de esta "exhibición" de animales salvajes muertos, la tristeza apa-

reció más brillante que nunca en su interior. Este era el que no tenía las marcas en sus palmas. Había sido enterra-do con una sugestión de cuidado—no sólo arrojado dentro de la apestosa fosa, sino planeado y cubierto con tierra y grava. Un grisáceo residuo de polvo pegado a su piel lo hacía parecer una escultura.

Tal vez por eso era capaz de pensar, inmediatamente, que él era hermoso. Porque no lucía real. Lucía como

arte. Casi podía llorar por él, lo cual no tenía sentido si los otros eran variablemente "monstruosos", él era el más "demoníaco" o "diabólico": humanoide en su mayoría, con la adición de largos cuernos negros y pezuñas, alas de murciélago desplegadas sobre el suelo a cada uno de sus lados, al menos de tres metros y medio de ancho, sus bordes ovillándose contra los lasos de la tienda.

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Pero ella no lo tachó como demoníaco. Al igual que nos ángeles no le habían parecido "angelicales". ¿Qué fue lo que pasó? se preguntó en silencio. No era su trabajo averiguar eso, pero no pudo evitarlo. Las

preguntas surgían agitadas, como aves asustadas. ¿Quién mató a estas criaturas y por qué? ¿Y qué estaban ha-ciendo en la región de Marruecos? Y… ¿cuáles eran sus nombres?

Una parte de su mente le dijo que esa era una reacción equivocada al ver monstruos muertos—

preguntarse por sus nombres—pero este último cuerpo en especial, con sus finos rasgos, le hacían querer saber. La punta de un cuerno faltaba, un simple detalle, y se preguntó cómo fue que ocurrió, y desde ahí era una trayec-toria fácil para preguntarse todo lo demás. ¿Cómo había sido su vida? ¿Por qué había muerto?

Los hombres estaban hablando y escuchó al Dr. Amhali contándole al Dr. Chaudhary que parecía que las

criaturas habían estado viviendo en la kasbah durante algún tiempo, y la habían dejado justo el día anterior. —Algunos nómadas presenciaron su partida —dijo el Dr. Amhali. —Espere —dijo Eliza—. ¿Algunos vivos fueron vistos? ¿Cuántos? —No lo sabemos. Los testigos estaban histéricos. Docenas, dijeron. Docenas. Eliza quería verlos. Quería verlos vivos y respirando. —Bien, ¿a dónde fueron? ¿Los encontraron? La voz del Dr. Amhali fue irónica. —Se fueron por ahí —dijo, apuntando… al cielo—. Y no, no los encontra-

mos. De acuerdo a los testigos, los "demonios" habían volado hacia las montañas del Atlas, aunque ninguna evi-

dencia había sido encontrada para respaldarlo. Si no fuera por la prueba de la historia en forma de cadáveres de monstruos, eso habría sido desestimado como absurdo. Como fuera, los helicópteros seguían recorriendo las mon-tañas, y agentes habían ido en jeeps y camellos para seguirle la pista a cualquier tribu Bereber y manadas de hom-bres que tal vez pudieron haber visto algo.

Eliza salió de la tienda con los doctores. No los encontrarán, pensó, mirando a las montañas, la visión de

cumbres cubiertas de nieve tan incongruentes con el calor. Había otro universo, y ahí es a donde habían ido las bestias.

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35

TRES VECES CAÍDO

—Bájate. Tan pronto la puerta se cerró detrás de él, Jael, emperador de los seráfines, dio una salvaje sacudida y rodó

sus hombros para desalojar a la invisible criatura que montaba sobre su espalda.

Si Razgut hubiera querido permanecer ahí, tal maniobra nunca le hubiera hecho caer. Su agarre era fuerte como su voluntad, y—después de una larga vida de inimaginable tormento—también su tolerancia al dolor. "Oblí-game," él pudo haber bramado y reído con su loca carcajada mientras el emperador hacía su peor acto.

Usualmente encontraba que el dolor valía la pena para causarles pena a otros, pero, mientras sucedía, la estupidez de Jael sobrepasaba incluso el placer de torturarlo. —De nada —dijo él, una parodia de dignidad.

— ¿Crees que debo agradecerte? —Jael se quitó su casco y se lo dio a un guardia. Sólo en la privacidad la ruina de su rostro podía ser revelada: la repulsiva cicatriz que lo cortaba desde la línea del cabello hasta su barbilla, destruyendo su nariz y dejando una ceceosa, sorbente y destruida boca— ¿Por qué? —demandó él, con saliva vo-lando.

Una mueca vaciló en la terrible cara de Razgut—un hinchado saco púrpura, su piel estirada cubierta de am-pollas. Contestó quejumbrosamente y en latín, un idioma que claramente el emperador no podía entender: —Por no romper tu cuello mientras tuve la oportunidad. Habría sido muy fácil.

—Suficiente de tus lenguajes humanos —dijo Jael, imperioso e impaciente—. ¿Qué estás diciendo?

Estaban en una opulenta suite de habitaciones del Palacio Papal adjunta a la Basílica de San Pedro, y justo habían salido de una reunión con líderes mundiales en la cual Jael presentó sus demandas. Las había presentado repitiendo cada sílaba que Razgut susurraba a su oído.

—Por las palabras —dijo Razgut, esta vez en Seráfico y dulcemente—. Sin mis palabras, mi señor, ¿qué eres sino una cara bonita? —rió disimuladamente y Jael lo pateó.

No fue una patada dramática. No hubo exhibicionismo en ella, sólo eficiencia brutal. Una rápida y fuerte sacudida, y la punta reforzada con acero de su sandalia se clavó en el costado de Razgut, profunda, dentro de la deformada e hinchada carne. Razgut gritó. El dolor fue agudo y brillante, y preciso. Se enroscó en él. Riendo.

Había una grieta en la cáscara de la mente de Razgut. Había sido, una vez, una mente muy buena, la grieta era como una imperfección en un diamante, una veta en un globo de cristal. Arañaba. Se deslizaba. Alteraba cada sentimiento ordinario en algún primo mutante del mismo: reconocible, pero oh, resultaba tan malo. Cuando levan-tó la vista hacia Jael, el odio se mezclaba con la risa en sus ojos.

Eran sus ojos los que lo marcaban como lo que fue. El retroceder y mirarlo con esa piel, parecía imposible que fue-ran de la misma raza. Los seráfines eran todo simetría y elegancia, poder y magnificencia—incluso Jael, siempre y cuando el margen central de su cara permaneciera cubierto—donde Razgut era una cosa arruinada que se arras-traba, una corrupción de carne más enano que ángel. Había sido hermoso una vez, oh sí, pero ahora sólo sus ojos contaban esa historia. Su almendrada forma seguía tan fina en su hinchada y amoratada cara.

La otra distinción de su pasado era más espantosa: las puntas de hueso astillado que sobresalían de sus omóplatos. Le habían quitado las alas. No las cortaron, sino que se las arrancaron. El sufrimiento tenía mil años, pero nunca lo olvidaría.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Brenda CAM

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—Cuando haya armas en las manos de mis soldados —dijo Jael, amenazante—. Cuando la humanidad este de rodillas ante mí, entonces tal vez valore tus palabras.

Razgut lo sabía bien. Que él estaba destinado a convertirse en una mancha de sangre en cuanto Jael obtu-viera sus armas, lo cual lo ponía en una posición interesante, siendo el único encargado de conseguirlas por él.Si se iba a convertir en una mancha de sangre así fallara o lo consiguiera, la cuestión era: ¿preferiría ser una temblorosa y obediente o una traviesa y enfurecida mancha de sangre que llevara abajo las ambiciones del emperador a su alrededor?

Parecía una decisión fácil. Qué tan simple sería humillar y destruir a Jael.

Había divertido a Razgut, en la reunión de gran gravedad e importancia de la cual justo habían salido, pen-sar en líneas absurdas que pudiera hacerle decir.

El tonto estaba tan seguro del servilismo de Razgut que repetiría todo. Era una sabrosa tentación, y varias veces Razgut había reído imaginándolo.

No hay ningún dios, estúpidos, pudo haberle hecho decir. Sólo hay monstruos y yo soy el peor de todos.

Era divertido, sosteniendo las cartas. Por su parte, Razgut entendía perfectamente bien que si Jael hubiera venido aquí sin él y hablaba a la Tierra en su lengua materna, sus anfitriones podrían haber usado toda su ingenui-dad humana para trabajar en un programa que lo tradujera y probablemente habrían sido capaces de entenderle perfectamente en el transcurso de una semana, e incluso contestarle mediante una voz generada por computado-ra.

Como uno puede imaginar, él no le explicó esto a Jael. Era mejor interceptar cada sílaba, controlar cada fra-se. Al embajador ruso: ¿Alguien trae un chicle? Mi aliento es increíble.

O posiblemente, al secretario americano de estado: Déjenos sellar nuestra comunión con un beso. Acérque-se, querido, y quíteme el casco.

¿No podría ser eso divertido ahora?

Pero se había contenido a sí mismo, porque la decisión—arruinar a Jael o ayudarlo—tenía profundas y ex-tendidas ramificaciones completamente más allá de la imaginación del emperador mismo.

Oh. Absolutamente más allá.

—Tendrás tus armas —le dijo Razgut—. Pero debemos ser cuidadosos, mi señor. Este es un mundo libre y no tu ejército para que lo comandes. Debemos hacer que ellos quieran darnos lo que necesitamos.

—Darme lo que yo necesito —corrigió Jael.

—Oh sí, a usted —rectificó Razgut—. Todo para usted, mi señor. Sus armas, su guerra y los intocables Ste-lian, arrastrándose ante usted.

Los Stelian. Ellos eran el primer objetivo de Jael, y este era costoso. Razgut no sabía que había encendido el odio particular del emperador hacia ellos, pero la razón no importaba, sólo el resultado—. Qué dulce será ese día — sonrió tontamente, adulando. Escondió su risa, y se sentía bien dentro de él, porque oh, él sabía cosas, sí, y sí, era bueno ser el único que sabía cosas. El único que sabe.

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Razgut había contado sus secretos una vez y sólo una, a aquél que su deseo de conocimiento lo hizo mula de un ángel roto. Izîl. Le sorprendió a Razgut cuánto extrañaba al viejo pordiosero. Había sido brillante y bueno, y Razgut lo había destruido. Bueno, ¿y qué esperaban los humanos? ¿Algo por nada? De erudito a loco, de doctor a ladrón de tumbas, ése había sido su destino, pero había conseguido lo que quería, ¿o no? Conocimiento más allá del que Brimstone pudiera darle, porque ni siquiera el viejo diablo había sabido esto. Razgut recordaba lo que na-die más.

El Cataclismo.

Terrible y terrible y terrible para siempre.

No era olvidado por casualidad. Las mentes habían sido alteradas.

Vaciadas. Manos las habían alcanzado y rasgado el pasado. Pero no la de Razgut.

Izîl, el viejo tonto, había intentado contárselo al ángel con ojos de fuego que fue con ellos en Marruecos. Akiva era su nombre y tenía sangre Stelian, pero no conocimiento Stelian, eso era claro y él no escucharía. —¡Puedo contarte cosas! había gritado Izîl—. ¡Secretos! ¡Sobre tu propia especie! Razgut conoce historias… —pero Akiva lo había cortado, negándose a escuchar la palabra de un Caído. ¡Como si supiera lo que eso significaba!

Caído. Él lo había dicho como una maldición, pero no tenía idea—. Como el moho en los libros, así crecen los mitos sobre la historia —había dicho Izîl—. Tal vez deberías preguntarle a alguien que estuvo ahí, todos esos siglos atrás.

Tal vez a Razgut. Pero no lo había hecho. Nadie nunca preguntaba a Razgut. ¿Qué te pasó?

¿Por qué te hicieron eso?

¿Quién eres tú en realidad?

Oh, oh y oh. Ellos debieron haber preguntado.

Razgut le dijo a Jael: —Acercaremos a los humanos, nunca temas. Ellos siempre están como discutir, discu-tir. Es carne y bebida para ellos. Además, no son esas importantes cabezas de estado quien nos importa. Sólo es un espectáculo. Mientras ellos agitan sus rostros marchitos unos a otros, la gente está actuando en tu nombre. Apun-ta mis palabras. Grupos ya estarán construyendo sus arsenales, preparándolos para ponerlos a tu alcance. Sólo será cuestión de elegir, mi señor, de quién desees tomarlas.

— ¿Entonces dónde están todos esos ofrecimientos? —Voló saliva—. ¿Dónde?

—Paciencia, paciencia…

— ¡Dijiste que sería venerado como un dios!

Sí, bueno, eres un dios feo —escupió Razgut, sin ser un buen modelo de la paciencia que aconsejaba—. Los pones nerviosos. Escupes cuando hablas, te escondes detrás de tu máscara y los miras como si fueras a asesinarlos a todos en sus camas. ¿Has considerado intentar ser encantador? Facilitaría más mi trabajo.

Jael lo pateó de nuevo. Fue una estocada brillante de dolor esta vez, y Razgut tosió sangre sobre en exquisi-to piso de mármol. Hundió un dedo sobre la mancha y escribió una obscenidad.

Jael negó con su cabeza con disgusto y caminó a zancadas hacia una mesa con refrigerios dispuestos. Se sir-vió una copa de vino y comenzó a ir y venir

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. —Está tardando mucho —dijo, su voz destellaba malevolencia—. No vine por rituales ni salmodias. Vine por armas.

Razgut fingió un suspiro y comenzó a arrastrarse lenta y trabajosamente hacia la puerta. —Bien. Iré y les hablaré yo mismo. Será rápido, de cualquier modo. Y tu pronunciación de latín es pésima.

Jael señaló al par de Dominantes que estaban aguardando la puerta, y Razgut estaba riendo mientras ellos lo asían de sus axilas y lo llevaban de vuelta, dejándolo caer a los pies de Jael. Rió agudamente con su broma. —¡Imagina sus caras! —gritó, limpiando una lágrima de un fino y oscuro ojo—. Oh, imagina al Papa entrando aquí justo ahora y nos viera a los dos en toda nuestra magnificencia! "¿Esos son ángeles?," él gritaría y pondría la mano sobre su corazón. "Oh, ¿entonces, en el nombre de Dios qué son las bestias? —se dobló sobre sí mismo, graznando carcajadas.

Jael no compartió su diversión. —No somos un par —dijo él con voz fría y muy suave—. Y entiende esto, cosa. Si alguna vez me contrarias…

Razgut lo cortó. —¿Qué? ¿Qué me harás, querido Emperador? —levantó la mirada hacia Jael y la mantuvo. Muy firme, muy quieto—. Mírame. Mírame y aprende. Soy Razgut Tres Veces Caído, el Más Miserable de los Ánge-les. No puedes tomar nada de mí que no haya sido tomado ya, no puedes hacerme nada que no me hayan hecho ya—.

—Todavía no te matan —dijo Jael, inflexible.

Con eso, Razgut sonrió. Sus dientes eran perfectos en su terrible cara, y la grieta en su mente mostró locura en sus ojos. Con insinceridad burlesca, apretó sus manos y rogó: —Eso no, mi señor. Oh, golpéeme, atorménteme, pero lo que sea que haga, por favor oh por favor, ¡no me dé paz!

Espasmos de furia se movieron sobre el rostro cortado a la mitad de Jael, su mandíbula se apretó tanto que su cicatriz quedó blanca mientras el resto de él enrojecía. Entonces debió haberlo entendido. Esto era lo que Raz-gut pensaba, todavía riendo, mientras Jael lo pateaba con la punta reforzada con acero de sus sandalias, dándole vida a un dolor tras otro, una familia entera de dolor, una dinastía de dolencia. Ese fue el momento en que Jael debió haber comprendido, finalmente, que no tenía el control. No podía matar a Razgut; lo necesitaba. Para inter-pretar las lenguas humanas, sí, pero por más que eso: para interpretar a los humanos, entender su historia y políti-ca y psicología y mecanizar una estrategia y retórica para gustarles.Podía patearlo, oh sí, y Razgut canturrearía de dolor toda la noche y lo aliviaría como una brazada de bebés, y por la mañana él podría contar sus heridas y nume-rar sus mortificaciones y miserias, seguir sonriendo, seguir sabiendo todas las cosas que nadie más recordaba, las cosas que nunca deberían ser olvidadas, y la razón—oh, Dioses Estrella, la más excelente y terrible razón—por la que Jael debía dejar en paz a los Stelian.

—Soy Razgut Tres Veces Caído, el Más Miserable de los Ángeles —cantó en retazos de lenguajes humanos, desde latín al árabe y al hebreo y viceversa, rompiéndolo con gruñidos mientras las patadas llegaban a él—. ¡Y sé lo que es el miedo! Oh sí, y sé también lo que son las bestias. Ustedes piensan que lo saben pero no, pero lo sa-brán, oh lo sabrán, oh lo sabrán. Conseguiré tus armas y las conseguiré rápido, y me reiré cuando me mates como me río cuando me pateas, y escucharás el eco de mi risa al final de todo y sabrás que pude haberte detenido. Pude habértelo dicho.

No hagas esto, oh no, no esto, él pudo haber dicho. O todos morirán.

—Y pude hacerlo —añadió en seráfico—, si hubieras sido más amable con esta pobre, cosa rota.

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36 EL UNICO NO-IDIOTA DEL PLANETA

—Hola, rey Morgan —dijo Gabriel, asomando la cabeza dentro del laboratorio—. ¿Cómo se encuentra el único no idiota del planeta en este gran día?

—Te falta un tornillo —respondió Morgan, sin apartar la vista de su computadora.

—Oh, excelente —dijo Gabriel—. También estoy teniendo una agradable mañana —dio pocos pasos dentro al laboratorio y miró a su alrededor—. ¿Has visto a Eliza? No ha estado en casa.

Morgan resopló. Al menos eso fue lo más cercano a un ejemplo fonético que dejó salir de su nariz: resoplo. —Sí, la he visto. El ver a Eliza Jones dormida con la boca abierta arruinó mi día.

—Oh —dijo Gabriel, todo un buen animador alegre—. No, probablemente no fue eso. Tal vez ya estaba arruinado cuando despertaste de un sueño en el cual tenías amigos y eras admirado y te diste cuenta de que se-guías siendo tú.

Finalmente, Morgan volteó a verlo con una mirada agria. —¿Qué quieres, Edinger?

—Pensé que lo había dicho. Estoy buscando a Eliza.

—Quien claramente no está aquí —dijo Morgan, volviendo la mirada a su computadora. Estaba a punto de decir, con todo el sarcasmo considerable en su arsenal, que ella probablemente ni siquiera estuviera en el país, seguido por la encantadora evaluación de que su ausencia verosímil explicaba la inusual claridad del aire cuando Gabriel habló de nuevo.

—Tengo su teléfono —dijo—. Ella no ha estado en casa y tiene como un millón de mensajes. Honestamente no pensé que fuera posible sobrevivir todo este tiempo sin teléfono celular. ¿Estás seguro de que ella está bien?

La expresión de Morgan cambió. Todavía estaba volteado y Gabriel habría captado el reflejo de su mirada en la pantalla de la computadora si hubiera prestado atención, pero nunca le había puesto tanta atención a Mor-gan Thot.

—Se fue a algún sitio con el Dr. Chaudhary —dijo Morgan, y su tono no había cambiado, era agrio como siempre, pero había algo astuto en su expresión, y una fría y maliciosa avidez—. Ellos regresarán, por si quieres dejarlo aquí.

Gabriel dudó. Sopesó el teléfono en su mano y miró alrededor de la habitación. Vio la chaqueta de Eliza so-bre una silla al lado de los secuenciadores. —Muy bien —dijo finalmente, avanzando con unos cuantos pasos para colocar el teléfono a un lado del secuenciador—. ¿Podrías decirle que me envíe un texto cuando lo tenga?

—Claro —dijo Morgan, y por un segundo Gabriel vaciló en el umbral, sospechando de que el pequeño mo-jigato estaba complacido muy de repente.

Pero cuando Morgan añadió—. Le diré. Contén la respiración hasta que eso suceda —y Gabriel sólo rodó los ojos y se fue. Morgan Thot estaba notablemente restringido. Esperó cinco minutos, cinco minutos enteros—trescientos pequeños tartamudeos de la manecilla larga del reloj—antes de que cerrara la puerta y tomara el telé-fono.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Ale Herrera

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37 PREOCUPADOS POR LA FELICIDAD

—¿Estás segura de que puedes hacerlo? —preguntó Akiva a su hermana, su frente estaba arrugada con preocupación. Estaban en la entrada de la caverna, donde justo el día anterior, los ejércitos estuvieron a punto de matarse mutuamente. La escena en frente de ellos ahora era… muy diferente

—¿Qué? ¿Pasar algunos días en compañía de tu amante? —Liraz contestó, levantando la mirada al termi-nar de ajustarse el cinturón de su espada—. No será fácil. Si intenta vestirme con ropas de humanos, no responde-ré por mis actos.

La sonrisa de Akiva era solemne. No quería nada más que ser quien pasara algunos días con Karou—incluso en esos días en los que tendrían que persuadir a su sádico y bélico tío, totalmente contrario a sus deseos, de re-gresar a Eretz. —Te haré responder por más que tus acciones —le dijo a Liraz. Intentó decirlo a la ligera.

Pero no funcionó. Los ojos de su hermana destellaron con enojo. —¿No me confías a tu preciosa dama? Tal vez deberías asignar un batallón entero para escoltarla.

O acompañarla yo mismo, era lo que quería decir. Le dijo a Karou que no la dejaría fuera de su vista, pero sucedió que tendría que hacerlo, una última vez.

Todos habían estado de acuerdo con el plan de Karou, tan intrépido como astuto, pero eso lo mantendría en Eretz mientras Liraz acompañaba a Karou de regreso al mundo humano.

—Sabes que confío en ti —le dijo a su hermana, lo cual era casi verdadero. Confiaba en ella para que prote-giera a Karou. Cuando le preguntó si estaba segura de poder hacerlo, se refería a otra cosa—. Cuando llegue el momento, ¿serás capaz de evitar matar a Jael?

—Dije que lo haría, ¿no?

—No fuiste muy convincente.

En el consejo de guerra convocado, Liraz había soltado una carcajada de incredulidad ante la idea de Karou, y luego miró de hito en hito a todos los presentes, con horror creciente al ver que parecían estar considerándola.

Considerando no matar a Jael.

Aun.

Y cuando, después de mucha discusión, todos habían estado de acuerdo, ella había caído en una sospecha silenciosa que Akiva interpretó que significaba esto: lo que fuera que dijera ahora, cuando estuviera en frente de su despreciable tío, su hermana haría exactamente lo que le placiera.

—Dije que lo haría —repitió ella, definitiva, y su mirada lo retaba a que siguiera cuestionándola.

Seamos claros, Lir, se imaginó a sí mismo diciendo. ¿No estás planeando arruinar todo, verdad?

Lo dejó ir. —Vengaremos a Hazael —dijo él. No era un consuelo ni una verdad a medias. Él lo quería tanto como ella.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Ale Herrera

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Liraz dejó salir una risa irónica. —Bueno. Todos los nuestros que no estén preocupados por la felicidad pueden.

Akiva sintió un escozor. Preocupados por la felicidad. Ella lo hizo sonar frívolo y peor. Negligente. ¿Estar enamorado era una traición a la memoria de Hazael? Pero todo en lo que pudo pensar, para responder a eso, fue lo que Karou había dicho antes, sobre la oscuridad que hacíamos en nombre de los muertos, y si eso era lo que ellos querían para nosotros. Ni siquiera tenía que preguntárselo. Sabía que Hazael no juzgaría su felicidad. Pero Liraz claramente lo hacía.

No respondió a su golpe. ¿Qué podría decir? Solo tenías que mirar a tu alrededor para ver que el amor no era frívolo. Aquí, en esta caverna, esta difícil reunión de serafines y quimeras no se quedaba corto para un milagro, y este era su milagro, de él y Karou. No lo diría en voz alta, pero en su corazón, sabía que lo era. Liraz también te-nía su parte en esto, claro, ella y Thiago. Eso había sido algo para contemplar: ambos, hombro con hombro, unien-do a sus ejércitos.

Ellos habían negociado sobre los batallones combinados y habían hecho las asignaciones de equipos ellos mismos. Akiva había puesto a todos sus doscientos noventa y siete hermanos y hermanas su nueva marca contra las hamsas, y ahora, justo ahora, ante sus ojos, los dos ejércitos estaban probando las marcas entre ellos.

Focos de soldados a ambos lados se contenían a ellos mismos, pero parecía que la mayoría estaba reserva-do en un tipo de cauteloso… bueno, un juego con el que se estaban familiarizando, uno mucho menos salvaje de lo que Liraz había esperado.

Akiva observaba a su hermano Xathanael instando a una Sab cabeza de chacal a que le mostrara las palmas. Ella estaba indecisa, miró al Lobo. Él asintió alentándola, y entonces lo hizo. Levantó sus manos, ojos tatuados jus-to hacia Xathanael, y no sucedió nada.

Estaban parados sobre la oscura mancha de la sangre de Uthem, justo en el sitio donde todo estuvo tan cerca de terminar el día anterior, y no sucedió nada. Xathanael se había puesto tenso, pero se relajó y rió y le dio a la Sab una palmada en el hombro, demasiado fuerte que pareció un ataque. Su risa era pesada, pero la Sab no se ofendió.

Un poco más allá, Akiva vio como Issa accedía a la invitación de Elyon para que lo tocara, estirando su brazo para colocar su elegante mano sobre la cicatriz del tatuaje de Elyon.

Había una potencia en la escena que Akiva deseó poder destilarla en un elixir para el resto de Eretz. Prime-ro unos pocos, y después más, lo pensó como una plegaria.

Con eso, vio el centelleo azul con el que siempre estaba en sintonía y su mirada encontró a Karou, como la de ella lo encontró a él. Un destello, una llamarada. Una mirada y se sentía embriagado de luz. Ella no estaba cer-ca.

Dioses Estrella, ¿por qué no estaba cerca? Akiva estaba harto de la cantidad de aire que continuaba sepa-rándolos. Y pronto serían leguas y cielos entre ellos…

—Lo siento —dijo Liraz, ligeramente—. Eso no fue justo.

Una calidez surgió a través de él, y una orgullosa, ternura protectora hacia su susceptible hermana, de quien las disculpas no eran una cosa sencilla

—. No, no lo fue —dijo él, luchando por luminosidad—. Y hablando de justicia. Pudiste haber esperado cin-co minutos antes de irrumpir. Estoy seguro de que estábamos a segundos de besarnos.

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Liraz bufó, atrapada con la guardia baja, y la tensión entre ellos menguó.

—Disculpa si mi casi-muerte interrumpió tu casi-beso.

—Te perdono —dijo Akiva. Era difícil bromear sobre el horror evitado por tan poco, pero se sentía como si Hazael lo haría, y ese era una guía para comenzar—que Hazael lo haría—eso siempre parecía salir bien—. Te per-dono esta vez —recalcó él—. La próxima vez, por favor calcula el tiempo de tu casi-muerte con más consideración. Mejor aún, no más casi-muerte —en su lugar intenta un casi-beso, pensó, o un beso de verdad, pero no lo dijo. En parte porque era imposible imaginarlo, y porque sabía que eso la molestaría.

Aunque lo deseó por ella—que Liraz pudiera encontrarse a sí misma, algún día, preocupada por la felicidad.

—Voy a lavarme antes de que nos vayamos —le dijo a Liraz, alejándose del muro de la caverna sobre el cual se había recargado. Varias horas de magia ininterrumpida habían dejado a su cuerpo pesado como plomo. Movió los hombros y estiró el cuello.

—Deberías ir a las piscinas termales —dijo Liraz—. Son… completamente maravillosas.

Se detuvo a medio paso y volteó a verla. —¿Completamente maravillosas? —Akiva repitió. No creía haber escuchado a Liraz decir antes la palabra maravilloso, y… ¿era eso un indicio de rubor subiendo a sus mejillas?

Interesante.

—Las aguas curativas, por supuesto —dijo ella, y su directa e inquebrantable mirada era bastante directa e inquebrantable; estaba escondiendo algún otro sentimiento con tranquilidad fingida, y la estaba exagerando. En la cima de eso, estaba el rubor.

Muy interesante.

—Bueno. Ahora no tengo tiempo —dijo Akiva. Había agua en una alcoba justo bajando el pasillo—. Volveré en seguida —le dijo, yéndose. Le hubiera gustado ir a las piscinas termales—le hubiera gustado ir allí con Karou—pero eso era una cosa más para la lista de cosas que anhelaba hacer cuando su vida fuera de su propiedad.

Bañarse con Karou.

El calor siguió al pensamiento, el cual, para su sorpresa, no se encontró en ningún instante con la barrera de culpa y propia negación. Estaba tan acostumbrado a correr dentro de la barrera que su ausencia era surrealista.

Era como rodear una esquina que habías recorrido miles de veces y encontraras, en lugar del muro que conocías, un extenso cielo abierto.

Libertad.

Y si aun no eran libres, al menos Akiva ahora era libre de soñar, y eso por sí solo era algo muy grande.

Karou lo había perdonado.

Lo amaba.

Y se estaban separando de nuevo, y él no la había besado y ninguna de esas cosas estaban bien. Incluso si no tuvieran que ocultar sus sentimientos de los dos ejércitos, e incluso si tuvieran un momento robado a solas, Akiva tenía la superstición de los soldados sobre las despedidas. No las decías. Eran de mala suerte, y un beso de despedida era sólo otra forma de despedida.

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El pasillo se curvaba en una alcoba, donde un canal de agua fría se derramaba desde la piedra áspera, co-rriendo justo a la altura de la cintura por varios metros dentro de un abrevadero antes de desaparecer de nuevo dentro de la roca. Como muchas otras de las maravillas de esas cuevas, parecía natural pero probablemente no lo era. Con un movimiento de hombros, Akiva soltó sus arneses de espadas y los colgó en un espolón de roca, des-pués se quitó la camisa.

Tomó agua con las manos ahuecadas y se empapó el rostro. Puñado tras puñado, a su rostro, su cuello, su pecho y hombros. Sumergió la cabeza dentro del abrevadero y después se enderezó, sintiendo el agua vaporizarse contra el calor de su piel mientras bajaba en riachuelos entre las coyunturas de sus alas.

Estuvo de acuerdo con el plan de Karou porque era razonable. Era inteligente, y los riesgos eran mucho menores que los del plan anterior, y, si funcionaba, la amenaza de Jael hacia el mundo humano podría disminuir radicalmente de verdad, como un huracán decreciendo a una ráfaga de viento.

Todavía estaba pendiente el asunto de Eretz por el cual preocuparse, pero Eretz siempre había sido motivo de preocupación, y ellos tendrían que evitar que su enemigo adquiriera lo que Karou había definido como "armas de destrucción masiva."

Liraz se había burlado de ella en el primer consejo de guerra, sugiriendo que simplemente pidieran a Jael que se fuera, pero ése, en esencia, era el plan: pedirle a él y a su ejército por favor que regresaran a Eretz, sin nin-gún arma, gracias y buenas noches.

Por supuesto, ese era el atractivo quid del plan. Era simple y brillante—no era "por favor"—y Akiva no du-daba que Karou y Liraz pudieran llevarlo a cabo. Ambas eran impresionantes, pero también eran las dos personas más importantes para él en el mundo—mundos—y sólo quería llevarlas a la seguridad del futuro que había imagi-nado, en el cual la vida de ninguna estaba en juego y la decisión más difícil que tuvieran en aquellos días fuera qué preparan para el desayuno, o dónde hacer el amor.

Liraz tenía razón, pensó Akiva. Estaba preocupado por la felicidad. No esperaba tener otro momento a so-las con Karou por algún tiempo, entonces cuando escuchó un movimiento detrás de él—sonó como un suave res-piración —se volteó, un arranque en su pulso, esperando verla.

No había nadie.

Sonrió. Podía sentir una presencia en frente de él como ciertamente había escuchado una respiración. Ha-bía ido oculta de nuevo con el hechizo, y eso significaba que no la habían visto. Lo que fuera que se había dicho a sí mismo minutos antes—cómo un beso de principio no debería convertirse en un beso de despedida—su decisión no sobreviviría a su esperanza. Lo necesitaba. Se sentía incompleto, el entendimiento que había sucedido entre ellos, manos sobre corazones. No pensaba que pudiera sentirse seguro de su felicidad, o de tomar una respiración profunda hasta… y de nuevo, asombrosamente, no había ninguna barrera de culpa que detuviera la esperanza, sólo la extensión abierta a las posibilidades en frente de él… hasta que la besara. Malditas sean las supersticiones.

—¿Karou? —dijo, sonriendo—. ¿Estas ahí? —esperó a que ella se materializara, listo para atraparla en sus brazos en el instante que apareciera.

Podía hacerlo ahora. Al menos, cuando no había nadie a su alrededor.

Pero ella no se materializó.

Y después, abruptamente, la presencia—había una presencia—fue registrada como desconocida, incluso hostil, y ahí había algo más. Un presentimiento lo invadió—llegó a su interior—y Akiva experimentó un conoci-miento enteramente nuevo sobre… su propia vida como una entidad separada. Una simple y brillante intensidad en un túnel de muchos, real y… vulnerable.

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Un escalofrío lo invadio.

—¿Karou, eres tú? —preguntó de nuevo, aunque sabía que no.

Y luego escuchó pasos por el pasillo, y en un abrir y cerrar de ojos Karou entró. No estaba bajo el hechizo, sino a plena vista—plenamente radiante— mientras se detenía, ruborizándose al verlo medio vestido, él vio por su sonrisa que había ido allí con la misma esperanza que había florecido en su interior un instante antes.

—Qué tal —dijo ella con voz suave y los ojos muy abiertos. Su esperanza alcanzaba la de él, pero Akiva sin-tió algo más alcanzándolo, pero por su vida.

Era amenazante. Era invisible.

Y estaba con ellos en la alcoba.

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38 UN EXCELENTE ACCIDENTE DEL POLVO DE ESTRELLAS

En Marruecos, Eliza se despertó con un sobresalto. No estaba gritando, tampoco a punto de gritar. De he-

cho, ella no tenía miedo en absoluto, lo que era una sorpresa agradable. Se había rendido al sueño, sabía que de-bía hacerlo —la falta de sueño puede, en verdad, matarte— y esperaba: a) que el sueño pueda, milagrosamente, dejarla en paz, o b) que las paredes de este lugar sean lo suficiente gruesas para amortiguar sus gritos.

Parece que sería la opción "a", lo que era un alivio, ya que la opción "b" con claridad habría fracasado. Po-

día oír los perros ladrando afuera, por lo que parece que las paredes, aunque gruesas, no habrían amortiguado nada.

¿Qué la había despertado entonces, si no fue el sueño? ¿Los perros, tal vez? No. Había algo más... No fue el sueño, sino un sueño, algo que danzaba lejos de su mente consciente, como las sombras antes de

desaparecer por el rayo de luz de una linterna. Ella yacía donde estaba, y hubo un momento en que sintió que po-dría haberlo capturado, si lo hubiera intentado. Su mente seguía de puntillas a lo largo del límite de la conciencia, en ese estado de medio—despertar que hace girar los engranes entre el sueño y lo real, y por un momento se sin-tió como una niña que ha bajado de un porche para hacer frente a una gran oscuridad con tan solo una pequeña luz.

Lo que es una cosa muy, muy tonta para hacer. Así que se sentó y sacudió la cabeza, de lado a lado. Fuera,

sueños. No son bienvenidos. Hay picos que se pueden colocar en los bordes de las ventanas para mantener a las palomas alejadas; necesitaba algunos para su mente, para mantener los sueños a distancia. Picos de la mente psí-quica. Excelente.

Sin embargo, en ausencia de picos de la mente psíquica, ella simplemente no volvió a dormir. De todos

modos, dudaba que hubiera podido hacerlo, y las cuatro horas que había conseguido eran probablemente sufi-cientes para evitar la muerte por la falta de sueño, al menos por un rato. Sacó los pies de la cama y se sentó. Su computadora portátil se encontraba a su lado. Más temprano, había descargado la primera tanda de fotos, las en-criptó antes de enviarlas a su correo electrónico seguro de su trabajo y luego las eliminó de la cámara.

Aquella tarde, Eliza y el Dr. Chaudhary había empezado a recoger muestras de tejido de los cuerpos, y re-

gresarían por la mañana para continuar. Supuso que tardarían un par de días. Con la composición extraña de los cuerpos, necesitaban muestras de cada parte. Carne, piel, plumas, escamas y garras. El resto de su trabajo se lleva-ría a cabo en el laboratorio, y esta breve estancia se sentiría como un sueño. Tan rápido, tan extraño.

Y ¿qué expondrían sus resultados? No podía empezar a plantear la hipótesis. ¿Estarían compuestos de dife-

rentes ADN? ¿Pantera aquí, búho allí, humano en el medio? ¿O sería consistente y sólo expresaría una diferencia, de la misma forma en que un único código genético humano podía expresar como, digamos, globo ocular o uña del pie, y todo lo demás que compone un cuerpo?

¿O... encontrarían algo más extraño, desconocido por el momento, diferente de cualquier cosa que se co-

noce en este mundo? La recorrió un escalofrío. Esto era tan grande, no sabía en qué parte de su mente ponerlo. Si se le permitiera hablar de ello, si pudiera llamar a Taj ahora mismo, o a Catherine —si aunque sea tuviera su telé-fono con ella— ¿qué diría?

.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Arlenys Medina

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Se levantó y se acercó a la ventana para echar un vistazo al exterior. Solo podía ver el patio interior, con

nada más que ver, Eliza se puso los pantalones, los zapatos y se deslizó lentamente a través de la puerta. Moverse con lentitud, sin duda, era innecesario. Si hubiera estado en un gran e insulso mega—hotel, se ha-

bría sentido envuelta en el anonimato y podría salir alegremente a donde ella quisiera. Pero este no era un gran e insulso mega—hotel. No era la kasbah, sino que un hotel con la apariencia de una kasbah, no muy lejos del lugar. Muy bien, en realidad, estaba a un par de horas en coche, pero con este paisaje, que parecía como la nada misma

Si seguís por la carretera justo allí, llegaras al desierto del Sahara, que tiene el tamaño de los Estados Uni-dos. En ese contexto, un par de horas en coche podría ser clasificado como "no demasiado lejos".

La kasbah se llamaba Tamnougalt, y a pesar de haber sido recibida en la puerta por niños sin sonrisa ha-

ciendo gestos de puñaladas con palos puntiagudos, Eliza medio le encantaba. Era una ciudad de barro en el cora-zón de un oasis de palmeras, la mayor parte de ella era una ruina abandonada con sólo la parte central restaurada, y no cualquier tipo de grandeza. Todavía parecía como barro esculpido —si te gusta el barro esculpido— y las habi-taciones eran lo suficiente cómodas, con techos de vigas muy altos y alfombras de lana en los pisos, también había una terraza en la azotea con vistas a las cumbres ondulantes de las palmeras. Ayer por la noche, cuando Eliza había cenado allí con el Dr. Chaudhary, ella había visto más estrellas de las que había visto en toda su vida.

He visto más estrellas que cualquier persona con vida. Eliza se detuvo y cerró los ojos, apretando los dedos contra ellos como si con ello pudiera domar el revuelo

dentro de ella. Conjurar algunos picos de mente psíquica y ensartar algunos malditos sueños. He matado más estrellas de las que cualquiera verá alguna vez. Eliza sacudió la cabeza. Los indicios del terror familiar y la culpa se deslizaron en su mente consciente. Le

hicieron pensar en las raíces pálidas y desesperadas que se abren paso a través de los agujeros de drenaje en las plantas en maceta. Le hicieron pensar en cosas que no se pueden contener, y no le importaba este pensamiento en absoluto. Ignóralo, se dijo. No has matado nada. Lo sabes.

Pero no lo hizo. De repente, ella "sabía" cosas, experimentaba sentimientos muy poco científicos de convic-

ción acerca de grandes preguntas cósmicas como la existencia de otro universo, pero la certeza de su propia inocencia no estaba entre ellos... por lo menos, no de esa manera profundamente resonante. La voz de la razón comenzaba a parecer débil y poco convincente, y, quizás, eso no era una buena señal.

Con pasos pesados, Eliza subió las escaleras de nuevo hasta la terraza, diciéndose a sí misma que era sólo el

estrés, y no la locura. Todavía no estás loca, y tampoco lo estarás. Haz luchado muy duro. Al emerger en el aire de la noche, sintió un escalofrío sorprendente y oyó a los perros con mayor claridad, los ladridos a distancia en el te-rreno escarbado.

Y vio que el Dr. Chaudhary seguía sentado donde lo había dejado horas atrás. Él saludó con la mano. —¿Ha estado aquí todo este tiempo? —preguntó ella, acercándose. Él se echó a reír. —No, traté de dormir, pero no podía. Mi mente. Sigo pensando en las consecuencias. —Yo también.

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Él asintió. —Siéntese, por favor — dijo él, y ella lo hizo. Se quedaron en silencio un momento, rodeados por

la noche, y luego el Dr. Chaudhary habló: —¿De dónde vienen? —preguntó. Era una pregunta retórica, pensó Eliza, pero fue seguida por una pausa, lo suficiente larga para que ella pueda aventurar una respuesta, si se atrevía.

Morgan Toth se atrevería, pensó, así que respondió simplemente: —Otro universo.— Confía en mí. Es algo

que sé, yacía en mi cerebro como basura. Las cejas de Dr. Chaudhary subieron. —¿Tan rápido? Había pensado, Eliza, que tal vez usted creía en Dios. —¿Qué? No. ¿Por qué pensaría eso? —Bueno, ciertamente no lo digo como un insulto. Yo creo en Dios. —¿En serio? —Esto le sorprendió. Sabía que muchos científicos creían en Dios, pero nunca sintió una vibra

religiosa en él. Además, su especialidad —el uso de ADN para reconstruir la historia evolutiva— parecía en desacuerdo con, bien, el Creacionismo. —¿Usted no lo encuentra difícil de conciliar?—

Él se encogió de hombros. —A mi esposa le gusta decir que la mente es un palacio con espacio para mu-

chos invitados. Tal vez, el mayordomo se encarga de instalar a los delegados de la ciencia en un ala diferente de los emisarios de la fe, para que no discutan en los pasillos.—

Esto fue inexplicablemente extravagante, viniendo de él. Eliza se quedó asombrada. —Bueno. —Se aventuró. —Si fueran a chocar entre sí en este momento, ¿quién ganaría?— —Quieres decir, ¿por dónde creo que los visitantes han venido?— Ella asintió. —Me veo obligado a decir, en primer lugar, que es posible que provengan de un laboratorio. Creo que po-

demos descartar la hijinx quirúrgica si nos basamos en nuestros exámenes de hoy, pero ¿no puede ser que alguien haya logrado hacerlos crecer?—

—¿Quieres decir como en la guarida de un supervillano en el interior de un volcán?— Él se echó a reír. —Exactamente. Y si fuera sólo los cuerpos —las "bestias" por así decirlo— entonces, esta

teoría podría parecer tener algún mérito, pero en cuanto a los ángeles... es un poco más complejo.— Sí. El fuego, el vuelo. —¿Has oído que las bases de datos de reconocimiento facial no obtuvieron ningún re-

sultado de alguno de ellos? —preguntó Eliza. Él asintió. —Lo hice. Y si tenemos en cuenta, antes de tiempo, que en verdad sean de... otro lugar, entonces

¿nuestros competidores son...?— —Otro universo, o... el Cielo y el Infierno —agregó Eliza. —Sí. Pero lo que me pongo a pensar, aquí, mirando las estrellas... "Mirando fijamente" es demasiado pasi-

vo, ¿no te parece, para las estrellas de este tipo?—

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Demasiado extravagante, pensó Eliza, asintiendo. —Y tal vez son los invitados en el palacio... —Se tocó la cabeza para aclarar lo que quería decir con "pala-

cio". —pero me puse a pensar: ¿Qué significa eso? ¿Podrían ser sólo dos maneras de decir la misma cosa? Supon-gamos que el Cielo y el Infierno son sólo otros universos.

—Sólo otros universos —repitió Eliza, sonriendo. —Y el Big Bang fue sólo una explosión. Dr. Chaudhary se rió entre dientes. —¿Es otro universo más grande o más pequeño que la idea de Dios?

¿Importa eso? Si hay un ámbito en el que habitan los "ángeles", ¿es una cuestión de semántica, si elegimos llamar-lo Cielo?

—No —respondió Eliza, con rapidez y firmeza, un poco para su propia sorpresa—. No es una cuestión de

semántica. Es una cuestión de motivo. —¿Cómo dice? —El Dr. Chaudhary le dirigió una mirada burlona. Algo en el tono de Eliza se había endure-

cido. —¿Qué quieren? –Preguntó.— Creo que esa es la gran pregunta. Ellos vinieron de alguna parte. —Hay otro

universo. —Y si ese lugar no tiene nada que ver con Dios. —No lo tiene. — Entonces están actuando en su propio nombre. Y eso da miedo.

El Dr. Chaudhary no dijo nada, pero volvió a mirar a las estrellas. Se quedó callado tanto tiempo que Eliza se

preguntaba si ella había golpeado su recién encontrada locuacidad cuando dijo: —¿Quieres que te diga algo extra-ño? Me pregunto lo que pensarás con esto.—

El horizonte estaba palideciendo. Pronto saldría el sol. Al verlo desde aquí, tal horizonte y cielo, realmente

te hace consciente de estar pegado por gravedad a una roca gigante, a toda velocidad, y desde allí era una rayuela imaginar la inmensidad que la rodeaba: el universo, demasiado grande para la mente, y eso fue sólo el universo que conocemos.

Demasiado grande para la mente humana, tal vez. —¿Sabes sobre Piltdown Man, no? —preguntó el Dr. Chaudhary. —Por supuesto. —Fue, tal vez, el engaño científico más famoso de la historia —un supuesto cráneo hu-

mano antiguo desenterrado en Inglaterra hace unos cien años. —Bien —dijo el Dr. Chaudhary—. En 1953 se demostró que era falso y el año es importante. Con toda la prisa de la vergüenza, se retiró del Museo Británico, donde durante cuarenta años había servi-

do como errónea "evidencia" de una visión equivocada de la evolución humana. Sólo unos pocos años después, en 1956, se hizo otro descubrimiento en los Andes Patagónicos. Un paleontólogo alemán aficionado descubrió... —Aquí hizo una pausa para darle efecto— Esqueletos de monstruos.

Y... todo se volvió caótico para Eliza, en algún lugar de allí. Sueño de asedio, y un fracaso de los picos de la

mente psíquica. El Dr. Chaudhary había dicho que iba a decirle algo extraño, e incluso cuando ella se desvió en una especie de estado alterado, tenía la claridad para entender que los esqueletos de monstruos eran el hecho rele-vante aquí, no el sitio. Pero fue allí donde su mente la llevó.

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A los Andes Patagónicos. Tan pronto como él lo dijo, ella los vio: montañas puntiagudas, afiladas como los dientes pulidos en hueso.

Lagos, absurdos en su pureza de azul. Hielo, valles glaciares y bosques densos con niebla. Salvajismo que podría matar, que sí mataban, pero no la habían matado a ella, porque no era fácil de matar y ya había sobrevivido a algo mucho peor...

La habían vuelto hacia adentro de alguna manera, como un vestido que se saca de adentro hacia afuera, y ella todavía estaba sentada allí con el Dr. Chaudhary, y podía oír lo que le estaba diciendo —sobre los esqueletos de monstruos, y como en los días de desprecio después de Piltdown, no habían sido más que una broma, a pesar de ser una broma que desafió la explicación— pero sus palabras eran como la caída de agua sobre un lecho, y el lecho del arroyo era de mil piedras pulidas, un millar de millares, y brillaban bajo la superficie, debajo de su super-ficie, y estos era ella, y más que ella. Ella era más que ella, y no sabía lo que eso significaba, pero lo sentía.

Ella era más que ella, y pudo ver el lugar del que el Dr. Chaudhary estaba hablando —no a los esqueletos de

monstruos desenterrados allí, sino que a la tierra y, sobre todo, el cielo. Estaba inclinada hacia atrás, mirando ha-cia arriba y vio el cielo por encima de ella en este momento y el cielo por encima de ella en ese entonces —¿Qué, entonces? ¿Cuándo?— Y fue con el dolor del luto que se dio cuenta que le fue negado.

El cielo le fue negado, en ese entonces, ahora y para siempre. Sintió las lágrimas en sus mejillas al mismo tiempo que el Dr. Chaudhary. Él seguía hablando. —El Museo de

Paleontología de Berkeley tiene los restos hoy en día —decía—. Tanto por la curiosidad como por el mérito cientí-fico, pero tengo la sensación de que va a cambiar... Eliza, ¿estás bien?—

Se limpió las lágrimas, pero seguían cayendo y no podía hablar. Por un momento vertiginoso, mirando las estrellas —no solo mirando, sino que haciéndolo fijamente— sin-

tió el alcance del universo a su alrededor, tan vasto y lleno de secretos, y sintió la presencia de mucho más, más allá de eso... y más, más allá, y luego más allá incluso de eso, y de alguna manera las profundidades desconocidas dentro de ella correspondían al ámbito incognoscible fuera, y... no había otro universo.

Había muchos. Muchos más allá de muchos, misteriosamente. Los he visto, pensó Eliza. Sabía Eliza. Las lágrimas corrían por su rostro, y ella, finalmente, comprendió la

naturaleza del sueño, y era peor, mucho peor de lo que incluso había temido. No era una profecía. Había estado equivocada todo este tiempo. No era el fin del mundo que estaba viendo.

Por lo menos, no era el fin de este mundo. El sueño no era acerca del futuro, sino del pasado. Era la memoria, y la cuestión de cómo Eliza podía tener

tal memoria se vio ensombrecida por lo que significaba. Eso significaba que no podía ser detenido. Ya había suce-dido.

He visto otros universos. He estado en ellos. Y yo los destruí.

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39 DESCENDIENTE

El sirithar la había atraído hacia él como un aroma, a través de pasajes secretos de piedra dentro de la for-

taleza de la montaña de gente muerta, y por lo tanto Escarabajo, reina de los Stelians, encontró al mago que había venido a matar.

Ella lo había perseguido por medio mundo y allí estaba, solo, en un lugar cercano y tranquilo. De espaldas a

ella, desnudo hasta la cintura y recogiendo agua de un canal en la pared de la caverna, vertiéndola hacia su cara, cuello y pecho. El agua estaba fría y su piel estaba caliente, así que el vapor se elevaba de él como la niebla. Él bajó la cabeza hacia la corriente, frotando sus dedos por su pelo. Sus dedos estaban tatuados, y su cabello era espeso, negro y muy corto. Cuando se irguió, el agua salió a raudales por la parte posterior de su cuello, y Ecarabajoca notó allí la cicatriz.

Hacía la forma de un ojo cerrado, y aunque se sentía el poder en la marca, no estaba familiarizada con el di-seño. No era parte de la léxica. Al igual que el viento del mundo y el desespero, ella supuso que esto era de su propia creación, a pesar de que no se había efectuado de la sirithar robada o ella habría sentido el temblor de su hechura. Aun así, sirithar se aferró a él, eléctrico. Como el ozono, pero más rico. Embriagador.

Aquí estaban los magos desconocidos que tiraban de las cuerdas del mundo y que, si no podía detenerlos,

lo destruirían. Ella había asumido que sentiría una podredumbre en él, y que su alma la llamaría a la matanza co-mo el rayo a la varilla, pero nada aquí era como ella había esperado. No lo era la mezcla de serafines y quimeras, y no lo era él.

— ¿Lo harás, mi señora, o lo hago yo? La voz de Carnassial le vino a la mente con la intimidad de un susurro. Él estaba varios pasos por detrás de

ella como un espejismo, pero su mente rozó la de ella como un vaho de aliento en la oreja, dejando cosquillas y calor e incluso un rastro de su esencia. Era profundamente real.

Y profundamente presuntuoso. Ella envió su respuesta y lo sintió estremecerse a la distancia.

— ¿Qué piensas? — contestó. Esas fueron sus únicas palabras, pero había algo más en su respuesta.

Telestesia era una forma de arte más parecido a soñar que a hablar. El remitente entrelazaba temas senso-riales, con o sin palabras, para formar un mensaje que tecleaba la mente del receptor en todos los niveles: el soni-do, la imagen, el gusto, el tacto, el olfato y la memoria. Incluso si eran muy buenos en esa emoción; Un mensaje desde un practicante de telestesia era una experiencia más completa que la realidad: un sueño despierto entrega-do en un pensamiento.

Scarab no era un practicante de telestesia de ningún modo, pero podía entrelazar varios hilos en su envío, y

lo hizo en ese momento. La flexión de las garras del gato, y el aguijón de abeja le habían enseñado algo muy im-portante: Retrocede.

Traducción: Laia Gaitan Corrección: Brenda CAM

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¿Pensaba que porque ella le había hecho el regalo de su cuerpo para la primera estación de los sueños, él

podía tocar su mente sin ser invitado?

Hombres. Una única temporada de ensueño era una única temporada de ensueño. Si ella lo elegía de nuevo el próxi-

mo año, podría empezar a significar algo, pero ella no suponía que lo haría. No porque no le gustara, pero sim-plemente, ¿Cómo podía saber lo que vale si no tenía a nadie con quien compararlo?

—Perdóname, mi reina.

De un cambio respetable llegó este envío, más como una aproximación de su distancia física, y estaba des-

pojado de olor y revuelo, ya que estaba en lo cierto. Sin embargo, podía sentir un giro de penitencia, era un buen broche de oro. Carnassial no era un practicante de telestesia, y pasaría mucho tiempo antes de que cualquiera de ellos pudiera aspirar a serlo; eran muy jóvenes- pero tenían los ingredientes. No en vano Scarab lo había elegido para ser su guardia de honor - y no por los dedos de laudista, tampoco porque lo hubiera aprendido a tocar con ardor en la primavera, o por su profunda risa de campana, o por su hambre que entendía a la suya propia y habló con él, no solamente como un envío, sino todos los niveles.

Era un buen mago, al igual que el resto de su guardia, pero ninguno de ellos-niguno de ellos-emanaba fuer-za bruta, como el serafín que estaba al frente de ella ahora. Sus ojos recorrieron su espalda desnuda, y ella sintió el tirón de la sorpresa. Era la espalda de un guerrero: musculosa y llena de cicatrices, y un par de espadas cruzadas colgaban en su arnés de un saliente de la piedra a su derecha. Era un soldado. Ella había oído todo eso en Astrae, donde la gente hablaba de él con miedo ácido, pero ella no lo había creído plenamente hasta ahora. No encajaba. Lo magos no usaban el acero; ellos no lo necesitaban. Cuando un mago muere, no hay un flujo de sangre. Cuando ella lo mate, ya que era lo que había venido a hacer, él simplemente… dejaría de vivir.

La vida es sólo un alma atada al cuerpo, y una vez que sabes cómo llegar a ella, se arranca con la misma fa-cilidad que una flor.

Hay que hacerlo, dijo para sí misma, y cogió su hilo, consciente de que Carnassial estaba detrás de ella, es-perando. ¿Lo harás o lo hago yo? Él le había preguntado, y esto la irritaba. Dudaba que pudiera, porque ella nunca había podido. En el entrenamiento, donde había tocado los hilos de la vida y había dejado que ellos repiquetearan entre los dedos – los dedos de su alma, es decir, su ser incorpóreo. Era el equivalente de poner una hoja en la gar-ganta un oponente en sel combate. Yo gano, tú mueres, buena suerte la próxima vez. Pero ella nunca había roto uno, y hacerlo sería la diferencia entre la colocación de una cuchilla a la garganta un oponente y abrirla. Era una diferencia muy grande.

Pero ella podía hacerlo. Para demostrar su valor a Carnassial, tuvo una inspiración para realizar el ez vash, el corte limpio de la ejecución. Un instante y habría terminado. Ella no tendría que sentir el extraño tiron hacer una pausa para leer algo en él, sólo la muerte de su alma, y él estaría muerto sin que ella hubiese visto nunca su cara ni tocado su vida. Pensó en el yoraya entonces, y una sensación de un poder imprudente fluía a través de ella.

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Era sólo una leyenda. Probablemente. En la Primera Época de su pueblo, que había sido mucho más larga

que la Segunda Época y que había terminado con una gran brutalidad, Stelians habían sido muy diferentes de lo que eran ahora. Rodeados de enemigos poderosos, que habían vivido en guerra, por lo que una gran parte de su magia se había concentrado en las artes de la guerra. Cuentos que habían sido contados por la yoraya mística, un arpa colgada con los hilos de la vida de los enemigos muertos. Era un arma del alma y no tenía sustancia en el mundo material; no se había podido encontrar una reliquia o un material para transmitirlo como herencia. Un ma-go hizo la suya propia, y murió con él. Se dice que es una reserva del poder más profundo, pero más oscuro, tam-bién, alcanzable sólo por matar a una escala asombrosa, y con su toque era tan probable que su hacedor se volvie-ra loco como que se fortaleciera.

Cuando era una niña, Scarab para escandalizar a sus niñeras, trazaba su propio yoraya. — ¿Tú serás mi

primer eslabon? — Le había dicho una vez, perversamente, a un aya que se había atrevido a bañarla en contra de su voluntad.

Las mismas palabras le vinieron a la cabeza ahora. Vas a ser mi primer eslabon, pensó para la musculosa

parte posterior del mago desconocido ante de ella. Ella extendió la mano, mientras sostenía el ánima a llevar a cabo la ejecución, y un horror la recorrió, porque ella lo había querido decir, sólo por un momento.

—Tenga cuidado de como desea moldear y reinar su vida, princesa —le había dicho el aya a un lado del

baño ese día —. Incluso si el yoraya fuera real, sólo alguien con muchos enemigos podía tener la esperanza de lo-grarlo, y nosotros no somos ese alguien. Tenemos un trabajo más importante que hacer que pelear.

Trabajo, sí. El trabajo que era la forma de su vida-y el ladrón de la misma. —¿Es que nadie nos da las gracias? —Escarabajo había respondido. Ella había sido una niña pequeña, más

intrigada por las historias de la guerra que por el deber solemne de los Stelians. —Porque nadie lo sabe. Nosotros no hacemos esto por un agradecimiento, o para el resto de Eretz, aunque

se benefician también. Nosotros lo hacemos por nuestra propia supervivencia, y porque nadie más puede. — Ella pudo haber mostrado su lengua a su aya ese día, pero a medida que crecía, había tomado esas pala-

bras en serio. Había incluso, recientemente, declinado una invitación tentadora de enemistad de parte del tonto emperador Joram. Ella podría haber tenido una cuerda de arpa para él, pero en vez de eso sólo había enviado una cesta de fruta, y ahora él estaba muerto en algún lugar - por la mano de este Mago, y, si las historias eran ciertas – y… así era como debería ser.

Ella no quería enemigos. Ella no quería un yoraya, o la guerra. Así, al menos, Scarab trataba de convencerse

a sí misma, aunque la verdad - y en secreto - había una voz en su interior que llamó a esas cosas. Eso la llenó de temor, pero la emocionó, también, y su emoción oscura era la cosa más terrible de todas. Escarabajo no realizó ez vash. Al darse cuenta de que estaba tratando de probarse a sí misma a Carnicero,

ella se rebeló contra la idea - era él quien tenía que demostrar su valentia a ella – y además, deseaba ver a este mago a la cara y tocar su vida, saber quién fue antes de que ella lo matara. No era poca cosa convocar un sirithar. No era una buena cosa, pero era sin duda una gran cosa, y ella sabría cómo lo había hecho cuando todo el conoci-miento de la magia en el llamado Imperio de los Serafines se había perdido.

Así que en vez de cortar el hilo de su vida, Scarab cogió su alma y la tocó. Y jadeó.

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Fue un muy pequeño grito de asombro, pero fue suficiente para hacerlo girar. Escarabajo. El envío de Car-

nicero fue revestido de urgencia. Hazlo. Pero ella no lo hizo, porque ahora sabía. Había tocado su vida y sabía lo que era antes de que pudiera verle

la cara, entonces ella le vio la cara e igual hizo Carnassial, y aunque él no jadeó, Scarab sintió las ondas de su asombro, ya que se habían fusionado con la suya.

El mago, llamado Terror de las Bestias, quien dispuso el sirithar y a quien no podía permitirsele vivir, y que

era un bastardo y un guerrero y de un padre-asesino, era también, increíblemente, Stelian. Sus ojos eran fuego -que buscaban en el aire vacío donde Scarab se situó invisible - y eso fue suficiente para saber con certeza, pero ella sabía algo más sobre él, lo que le empujó, a tientas, hacia Carnassial en el más simple de los envíos - que no tiene sentido o sentimiento, sólo palabras.

Ella envió a los demás, también, que estaban fuera de las cavernas y los pasajes que trataban de formar pa-

ra comprender lo que estaba sucediendo en este lugar. Ella lo envió a Spectral y Reave, solamente, pero se contu-vo antes de liberar, de manera tan abrupta e inadecuadamente, esta noticia a Nightingale, para quien significaría… demasiado.

Scarab esperó, conteniendo la respiración, como el mago escaneaba el aire donde ella se había estado. Y a

pesar de que sabía que no podía verla, ella leyó la certeza de su presencia en la firmeza de su mirada, y su reacción fue otra sorpresa en una montaña de sorpresas.

Ante la certeza de una presencia invisible delante de él, no mostró ninguna alarma. Su expresión no se en-

dureció, se suavizó, confundiendo a Scarab cuando sonrió. Era una sonrisa tan de puro placer y alegría, tan de qui-tar el aliento, de imperturbable felicidad y luz, que Scarab, que era una reina, joven y hermosa, y que había sido objeto de sonrisas de muchos hombres, se sonrojó al ser el foco de esta.

Excepto, por supuesto, que ella no lo era. Cuando él habló, su voz era baja, dulce y áspera, amorosa. — ¿Karou? ¿Estás ahí? Scarab se sonrojó más y se alegró de la invisibilidad, y se alegró de haber empujado a Carnassial fuera de su

mente antes de sentir la llamarada de calor que la sonrisa del extraño había despertado en ella. Su belleza- era del tipo que te hace permanecer muy quieto y conservar tu asombro como el de un aliento

contenido. Su poder era parte de esa belleza, el almizcle en bruto, salvaje de sirithar, prohibido y condenatorio; solo olerlo era una satisfacción - pero era su felicidad la que la atravesó, tan intensa que la experimentó tanto con el corazón como con la mirada.

Dioses estrellas. Nunca había sentido una felicidad como la que vio en él en ese momento, y también esta-ba segura de que ella nunca la había inspirado. Su primera noche con Carnassial en la primavera, cuando los ritua-les y danzas habían terminado y por fin se habían quedado solos, había sentido su hambre y deleite antes de que siquiera la hubiera tocado. Entonces se había sentido como algo real, pero, de repente ya no lo era.

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Esta mirada era mucho más que eso, y la perforación se convirtió en un dolor mientras Scarab se pregunta-

ba: ¿Para quién era?

Los envíos le llegaban de Reave y Spectral, y también de Carnassial. Pero no de Nightingale, a quien todavía no le había contado. Y por un instante la abrumaron. Reave y Spectral eran mayores, magos más ejercitados y más telestetes que de lo que eran ella y Carnassial, y sus envíos llegaron juntos y enredados, de modo que Scarab no pudo identificar de quién era cuál, resultó en una reacción de choque impresionante que la hizo parpadear y dar un paso atrás.

Él habló de nuevo, con la frente arrugada con incertidumbre mientras su sonrisa vacilaba. — ¿Karou? ¿Eres tú? — —Alguien viene. — Esas eran palabras de Carnassial, y en los talones de su envío, Scarab oyó pasos en el pasillo y se corrió ha-

cia un lado rápidamente, lo que la llevó hacia Carnassial en una esquina de la habitación. Ella lo sintió tensarse ante el contacto y retirarse inmediatamente- asustado de que ella se enfureciera por el contacto no solicitado, ella lo supuso - y lo sintió por la pérdida de su solidez en la profundidad y amplitud de esta impresionante extrañeza.

Entonces una figura apareció a la vista. Ella era una chica de aproximadamente la misma edad de Scarab. Ella no era ni un serafín, ni una de las quimeras con las que los serafines se mezclaban aqui. Ella era una… alienígena. No de este mundo. Scarab nunca había visto a un ser humano, y aunque sabía lo

que eran, la visión real de una daba una enorme curiosidad. La chica no tenía ni alas ni atributos de bestia, pero en vez de parecer que algo le faltaba, encontró esta simplicidad con un despojo de elegancia. Era delgada, y se movía con la gracia de un ciervo al atardecer que se presenta a primera instancia junto con la sombra de la mitad del ve-rano, y su belleza era de un curioso sabor, tal que Scarab no podía decir si era más agradable o sorprendente. Ella era color crema, y con ojos tan negros como los de un pájaro, y su cabello era un brillo de color azul. Azul. Su ros-tro, como el de su amante, estaba lleno con alegría, y moteado con la misma timidez dulce y trémula que la de él, como si esto fuera algo nuevo entre ellos.

— Hola —dijo ella, y la palabra era como una brizna, tan suave como el roce del ala de una mariposa. Él no contestó en su especie. — ¿Estabas justo aqui? —Preguntó, mirando más allá de ella y alrededor de

ella—. ¿Hechizo? Y este hecho hizo clic para Scarab. Sintiendo una presencia, el mago había pensado que era esta chica, invi-

sible, lo que significaba que el ser humano podía hacer magia. —No— fue la respuesta. Lo miró vacilante ahora. —. ¿Por qué? — Su siguiente paso fue muy repentino. La tomó del brazo y la atrajo hacia sí, la colocó detrás de él, y se enca-

ró hacia afuera, mirando hacia el vacío de la habitación que no estaba, por supuesto, vacía.

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— ¿Hay alguien ahí? —preguntó él, en Seráfico esta vez, y cuando sus ojos recorrieron a Scarab, se llevaron

sólo lo que ella había esperado ver antes: la sospecha y la baja quemadura de la ferocidad. Protección, también, para la pequeña alienígena azul que estaba refugiando con su cuerpo. Con su cuerpo, Scarab observó con curiosi-dad, pero no con su mente. Él no puso ningún escudo contra el alma, sólo se quedó allí, fuerte y feroz, como si eso hiciera alguna diferencia. Como si su hilo de la vida y su amor fuera tan frágil como espejines brillando en el éter, tan fáciles de cortar como una telaraña.

— ¿Vamos a matarlo? — Fue lo que envió Carnassial, sin adornos de cualquier tono o temas sensoriales que hicieran alusión a su propia opinión sobre el asunto.

—Por supuesto que no— respondió Scarab, encontrándose inexplicablemente enojada con él, como si él hubiera hecho algo mal—. A menos que quieras explicarle a Nightingale que nos encontramos con una descen-diente de la línea de Festival y le cortamos el hilo. —

Como ella casi lo había hecho. Se estremeció. Para probar que podía matar, casi lo había matado a él.

Un descendiente de la línea de Festival. Estas fueron las palabras que ella había enviado a Carnasial, Reave y

Spectral, pero no todavía a Nightingale. Nightingale, quien había sido el Primer Mago de la abuela de Scarab, la reina anterior, y quien se había sentado dos veces veyana en el dolor y había sobrevivido. Nadie más en la Segunda Edad había sobrevivido veyana dos veces, y la primera vez de Nightingale había sido por Festival.

Su hija. Scarab podría ser reina, pero ella tenía dieciocho años, inexperta y estaba fuera de su jurisdiccion. Ella ha-

bía venido a cazar un mago solitario, con la esperanza de hacer su primer asesinato, pero lo que había encontrado aquí era mucho más grande que eso, e iba a necesitar el consejo de todos sus magos, sobre todo de Nightingale, antes de poder tomar una decisión.

—Entonces deberíamos irnos— Carnassial envió, ignorando su último mensaje cruel—. Antes de que nos mate.— Era un buen punto. Realmente no tenían idea de lo que era capaz. Así Scarab, tomando una última bocanada del aroma eléctrico de la energía del extraño, se retiró.

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40 ASUMIR LO PEOR

Fascinados, los Stelians observaron el despliegue de la siguiente hora en las cuevas, y aprendieron muchas

cosas, pero muchas otras les parecieron desconcertantes.

El mago respondía al nombre Akiva. Nightingale se negaba a llamarlo así, porque era un nombre del Impe-rio, y el de un bastardo, nada menos. Así que sólo lo llamaba como “el niño de Festival,” y mantuvo atípicamente austeras sus transmisiones. Era una de las mejores practicantes de telestesia en todas las Islas Lejanas, una artista, y sus transmisiones eran en general sencillos estratos de belleza, significado, detalle y humor. La ausencia de todo esto en sus transmisiones de ahora le decía a Scarab que Nightingale estaba abrumada con emoción e intentando guardarla para mí misma, y no podía culparla, ya que no podía verla —los cinco de ellos estaban ocultos bajo el hechizo de invisibilidad, claro— no pudo comenzar a imaginar cómo la vieja mujer estaba afrontando la abrupta existencia de su nieto.

O que su existencia sugería el destino de Festival que, después de tantos, años seguía siendo un misterio.

Estaba en los derechos de Scarab como reina, tocar la mente de sus súbditos, pero no se entrometería en algo como esto. Simplemente lanzó una transmisión de calidez hacía Nightingale —una imagen de una mano sos-teniendo otra— y mantuvo su atención sobre la actividad a su alrededor.

¿Preparativos para una guerra? ¿Qué era esto? ¿Una rebelión?

Era muy extraño, rondar entre esos soldados que habían sido durante tanto tiempo meros arquetipos de las historias con las que creció. Advertencias, en realidad, eso habían sido, esos parientes del otro lado del mundo. Encerados en la guerra, siglo tras siglo, toda su magia perdida, eran un cuento con moraleja. Nosotros no somos eso ese había sido el matiz de la educación de Scarab, con sus primos de piel blanca sirviendo como ejemplo —desde la distancia— de todo lo que evitaban. Los Stelians habían permanecido alejados, esquivando cada contacto con el Imperio, negándose a tomar parte de su caos, dejándolos arder en la nociva estupidez de sus guerras al otro lado del mundo.

¿Y si las quimeras ardían y sangraban por ello desde las Tierras Postreras hasta los Adelfas? ¿Y si un conti-nente entero se había convertido en una tumba enorme? ¿Y si los hijos e hijas de todo un medio mundo —serafines incluidos— no conocían otra vida más que la guerra sin la esperanza de una mejor?

Eso no tiene nada que ver con nosotros.

Los Stelian se echaron al hombro su solemne tarea, y eso era cuanto podían soportar. Sólo el desgarrador arrastre del sirithar que absorbía los cielos del mundo que había sacado a Scarab de sus islas tenía que ver con ellos, de la manera más letal que se pudiera imaginar.

Encontrar al mago y matarlo, restaurar el balance y regresar a casa. Esa era la misión.

¿Y ahora? No podían matarlo, así que lo vigilaban, y él era parte de algo muy extraño en verdad, y también vigilaban eso. Cuando los dos ejércitos rebeldes, difícilmente juntos, se reunieron en batallones y dejaron las cue-vas, los cinco Stelian invisibles los siguieron. Hacia el sur, sobre las montañas y con un giro hacia el oeste, volaron, estuvieron tres horas en los cielos antes de que aterrizaran en una especie de cráter en el sotavento de una cima en forma de aleta de tiburón.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Vane_B

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Tres quimeras aguardaban allí —exploradores, determinó pronto Scarab, haciendo su silencioso camino a través de la gente para colocarse a la sombra del general con aspecto de lobo llamado Thiago.

- ¿Dónde están los otros? -preguntó él a los exploradores, quienes negaron con la cabeza, sombríos.

-No han llegado -dijo uno.

A un lado del general—esto era curioso—permanecía un teniente que no era de su propia especie, sino una soldado serafín de una belleza más que común, y fue a ella a quien miró primero el Lobo al decir:

-Tenemos que asumir lo peor hasta que sepamos lo contrario.-

¿Qué es lo peor? Se preguntó Scarab, casi ociosamente, porque todo esto era muy abstracto para ella. Era una cazadora y había acompañado a cazadores de tormentas desde las orillas, era una maga y una reina y la Guar-diana del Cataclismo, y pudo haber soñado durante su infancia sobre cortar las hebras de las vidas de enemigos para construir un yoraya, pero nunca había estado en una guerra. Una vez su pueblo había sido de guerreros, pero eso fue en otra época, y cuando Scarab, desde su lugar de aislamiento en las Islas Lejanas, hizo caso omiso del des-tino de millones con desdén hacia la necedad de los belicistas, lo hizo sin haber visto una sola muerte en la batalla.

Eso estaba a punto de cambiar.

∗ ∗ ∗

-¿Pero por qué Liraz viene con nosotros? ¿Por qué no Akiva? –preguntó Zuzana. De nuevo.

-Tú sabes por qué -contesto Karou. También de nuevo.

-Sí, pero no me importan ninguna de esas razones. Sólo me importa que tendré que pasar tiempo con ella. Me mira como si estuviera planeando sacarme el alma por mi oreja.-

-Liraz no puede sacarte el alma, tontita -dijo Karou, para aliviar el temor de su amiga- Tu cerebro, tal vez, pero tu alma no.-

-Oh, bueno.-

Karou consideraba contarle cómo Liraz la había cubierto del frío a ella y a Mik la otra noche mientras dor-mían, pero pensó que si Liraz lo descubría, ella en verdad sacaría algunos cerebros. En su lugar dijo:

-¿Crees que no prefiero estar con Akiva también? -y quizá esta vez un poco de su propia frustración sonó en su voz.

-Bueno, es agradable escucharte admitirlo finalmente -dijo Zuzana-. Pero que haya una pequeña Maquiavélica maniobrando aquí no sería inoportuna.-

-¿Disculpa? Creo que he sido suficientemente Maquiavélica –dijo Karou, como si eso hubiera sido un insulto inso-portable-. Está el asunto del secuestro a una rebelión entera.-

-Tienes razón -concedió Zuzana-. Eres una conspiradora y tramposa pícara. Estoy paralizada de miedo.-

-Estás sentada.-

-Estoy sentada y paralizada de miedo.-

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Allí estaban, de vuelta en el cráter donde pasaron su noche fría. Habían llegado apenas y pronto se irían de nuevo, hacia la Bahía de las Bestias y al portal. Al menos, unos pocos de ellos lo harían, y Akiva no era parte de esos pocos. Karou trataba de estar tranquila respecto a eso, pero era difícil. Cuando su plan había llegado claro a ella —cuando estaba en la cámara de Akiva con Ten muerta a sus pies, y su mente había corrido a través del esce-nario— había sido Akiva a quien imaginaba a su lado, no a Liraz.

Pero cuando expuso su idea al consejo, comenzó a darse cuenta que su plan era solamente una rebanada del enorme pastel de la estrategia, y si iban a realizarlo, Akiva, como el Terror de las Bestias, sería necesario aquí.

Maldita sea.

Y sí que lo era: Liraz la acompañaría en lugar de Akiva, y era mejor así. Las quimeras hubieran cuestionado a Thiago de haber enviado a Karou a través del portal con Akiva, y todavía estaba el manejo del engaño. Había de-masiado que manejar, arruínalo.

Al menos, una vez que atravesara el portal, Karou se dijo a sí misma, no tendría a todo el ejército quimérico vigilando cada uno de sus movimientos. Por supuesto, con la ausencia de Akiva, no habría movimientos de los cua-les preocuparse a que ellos vieran.

-Todos tenemos nuestros propios papeles por jugar -le dijo a Zuzana y a Mik, para recordarse a sí misma-. Traer de vuelta a Jael es sólo el principio. Rápido y limpio y libres del apocalipsis. Con algo de suerte. Una vez que Jael esté de vuelta en Eretz aún tiene que ser derrotado. Y, como saben, la ventaja no está de nuestro lado.- Eso era decirlo moderadamente.

-¿Crees que ellos puedan hacerlo? -preguntó Mik. Estaba mirando a los soldados aterrizar en el cráter, quimeras y serafines juntos. Habían hecho una vista llamativa en el cielo, alas de murciélago mezcladas con alas de fuego, todas ellas moviéndose al mismo suave ritmo del vuelo. - Nosotros -corrigió Karou-. Y sí, creo que podremos -tenemos que hacerlo. Lo haremos. -

Derrotaremos a Jael. E incluso ese era un principio, realmente. ¿Cuántos malditos principios tenían que terminar antes de llegar al sueño?

Una forma distinta para vivir. Armonía entre razas.

Paz.

-Hija de mi corazón -Issa le había dicho en las cuevas. Con excepción de unos pocos, como Thiago, aquellas quimeras que no podían volar se habían quedado detrás, y, en parte, Issa había recitado el mensaje final para Karou-. Dos veces mi hija, mi alegría. Tu sueño es mi sueño y tu nombre es la verdad. Tú eres nuestra única espe-ranza.-

Tu sueño es mi sueño.

Sí, bueno. Karou imaginaba que la visión de Brimstone sobre “la armonía entre razas” probablemente en-volvía menos besos que la de ella.

Deja de alucinar con besos. Hay mundos en juego. Pastel para después; énfasis: después. Debió haber pasado cuando siguió a Akiva hacia la alcoba —dioses y polvo de estrellas, ver su pecho des-

nudo había traído de vuelta recuerdos… muy… cálidos—pero no, porque él se había inquietado, insistiendo en que había alguien o algo ahí con ellos, invisible, y había procedido a buscarlo con espada en mano.

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Karou no dudaba de él, pero no había sentido nada, y no podía imaginar qué pudo haber sido. ¿Elementa-les de aire? ¿El fantasma de un kirin muerto? ¿La diosa Ellai de mal humor? Lo que fuera que haya sido, su breve momento juntos y a solas había terminado, y no habían sido capaces de despedirse apropiadamente. Pensó que eso haría más fácil la partida, si lo hubieran hecho. Pero cuando recordó sus despedidas antes del amanecer en el bosque de réquiems años atrás, y qué tan difícil habían sido, cada una de las veces, alejarse de él, tuvo que admitir que un beso de despedida no haría facilitaría más las cosas.

Entonces concentró su mente en su tarea y trató no mirar a Akiva, quien estaba en algún lugar del lado opuesto del grupo de soldados llegando a tierra firme.

Este era el plan:

En lugar de ir a través del portal para atacar a Jael en terreno desconocido, Thiago y Elyon tomarían las fuerzas principales de sus ejércitos combinados hacia el norte al segundo portal y estarían allí para recibir a Jael cuando Karou y Liraz lo regresaran a Eretz.

Y aquí las cosas se volvían interesantes. Todavía no sabían dónde había colocado Jael a sus tropas, y no po-dían predecir qué encontrarían en el segundo portal, sobre la cordillera Veskal al norte de Astrae. Lo tomarían co-mo viniera, pero habían anticipado, por supuesto, una amplia fuerza. Diez a uno si tenían suerte, les iría peor si no.

Así que Karou les había dado un arma secreta. Dos de ellas.

Ahí estaban, asentadas tranquilamente, alejadas y encima del montón de soldados, sobre el borde del crá-ter, mirando abajo. Al momento en que Karou las miró, Tangris levantó una elegante zarpa de pantera y la lamió, y el gesto era puramente felino a pesar de el hecho que la cara—y la lengua—eran humanas. Las esfinges estaban vivas otra vez.

Karou le había dado a la rebelión las Sombras Vivientes. Ella tenía profundos sentimientos mezclados sobre eso. Había dado un pretexto pararesucitar a las esfinges, Tangris y Banshees —y Amzallag junto con ellas, ya que su alma estaba en el mismo incensario y no hubo nadie que la cuestionara sobre eso— y fue bueno. Pero siempre tuvo miedo de su especialidad particular, la cual era moverse sin ser vistas, en silencio, y matar al enemigo mien-tras dormía.

Cualquier cosa que fuera su don o magia, sobrepasaba el silencio y el disimulo. Se pensaba que las esfinges rezumaban un somnífero para asegurarse de que sus presas no despertaran, sin importar lo que les hicieran. Ni siquiera despertaban para morir.

Tal vez era inocente esperar que un baño de sangre podía ser evitado a estas alturas, pero Karou era inocente, y no quería ser responsable por cualquier otro baño de sangre.

-Los Dominantes son irremisibles -le había dicho Elyon-. Matarlos mientras duermen es una gran misericor-dia que no merecen.-

Nadie aprende nada nunca, pensó ella. Nunca. —Se hubiera dicho lo mismo sobre los Ilegítimos por cual-

quiera del Imperio. Tenemos que comenzar con algo mejor que eso. No podemos matar a todos. —

-Entonces los perdonamos -había dicho Liraz, y Karou estaba preparada para más de su frío sarcasmo, pero,

para su sorpresa, no había nada de él-. Tres dedos -dijo ella, mirando a su propia mano, volteándola al derecho y al revés-. Quítale los tres dedos de en medio a un espadachín o a un arquero de la mano que usa y serán inútiles en una pelea. Al menos, hasta que puedan controlar sus armas con la otra mano, pero ese es un problema para otro día -miró fijamente a los ojos de Karou y levantó sus cejas como si dijera ¿Y bien? ¿Eso funcionará?

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Eso… funcionaría. Todos estuvieron de acuerdo, y Karou tuvo un momento mientras volaba para registrar la extrañeza de la misericordia —hacia los Dominantes, nada menos— viniendo de Liraz. Y eso a la mano de su des-concertante respuesta hacia el ataque de Ten: “Merecía su venganza” había dicho ella, tranquila. Karou no quería saber qué merecía por eso; era suficiente maravilloso el final de un ciclo de represalias. Qué raramente pasaba, dentro de una larguísima guerra de odio, que un lado dijera: "Suficiente. Merezco esto. Deja que esto termine aquí." Pero en efecto, eso fue lo que Liraz había dicho-. Lo que hagas con su alma te concierne a ti -también había dicho, dejando libre a Karou de recolectar el alma de Haxaya del cuerpo de la loba que nunca debió tener para comenzar.

No sabía que haría con ella, pero lo había hecho, y ahora Liraz no sólo estaba proponiendo perdonarle la vida a los soldados Dominantes, sino incluso una porción útil de sus manos. Ya no podrían estar sosteniendo cuer-das de arcos o balanceando espadas tan a prisa, pero estarían mucho mejor sin que les cortaran la mano entera desde la muñeca. Era más que misericordia. Era amabilidad. Qué extraño.

Entonces estaba todo listo. Las Sombras Vivientes mutilarían, si podían, a los soldados aguardando en el portal de Jael, o a tantos de ellos como pudieran.

Con respecto a Akiva, él volaría hacia el oeste al Cabo Armasin, ya que era la más grande guarnición del Im-perio en las Tierras Libres. Su rol —y eso podría marcar toda la diferencia— poner la semilla de un motín en la Se-gunda Legión, e intentar regresar con almenos una porción del poder Imperial contra Jael. Mientras las fuerzas Dominantes eran de élite, aristocráticas y lucharían para proteger los privilegios para los que habían nacido, los soldados de la Segunda Legión eran en mayor parte conscriptos, y había una razón para creer que sus corazones no estaban dentro de otra guerra —especialmente una guerra contra los Stelian, quienes no eran bestias, sino pa-rientes distantes, de alguna manera. Elyon pensó que la reputación de Akiva como el Terror de las Bestias podría servir para algo en las filas, y en la cumbre de eso, había probado su persuasión con sus hermanos y hermanas.

Karou también necesitaba persuación, para instar a Jael a irse, pero una raza distinta de "persuación" que Liraz podía manejar tan bien como Akiva, y así se dispuso.

-Voy a escuchar lo que los exploradores tienen que decir -les dijo a Mik y a Zuzana, descendiendo con un ruido sordo y estirando sus hombros y su cuello. Estaba transitoriamente molesta por el hecho de que ahí sólo había tres exploradores esperándolos: Lilivett, Helget y Vazra. Ziri había dispuesto cuatro parejas de exploradores, y cada par tenía que haber enviado un soldado a reunirse aquí y reportar cualquier actividad de tropas seráficas alrededor de la bahía. Entonces debía haber cuatro.

Probablemente sólo se han retrasado, Karou se dijo a sí misma, pero luego escuchó al Lobo decirle a Liraz: -Tenemos que asumir lo peor.-

Ella lo hizo.

∗ ∗ ∗

Y… así fue.

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41 INCOGNITAS

Había demasiadas incógnitas. Desde su posición elevada en las Adelphas, los rebeldes estaban ciegos. Allí

arriba era todo cristales de hielo y aire elemental, pero había un mundo más allá de los picos, lleno de tropas hostiles y esclavos encadenados, tumbas poco profundas, y el viento que arrastra las cenizas de las ciudades quemadas, y para ellos, todo era como una obra que se llevaba a cabo detrás de una cortina cerrada.

No sabían si Jael había enviado tropas para darles caza.

Lo había hecho.

No sabían si había encontrado y asegurado el portal Atlas, desde que lo atravesaron.

Todavía no lo había hecho, pero incluso en este momento, sus patrullas cruzaban la Bahía de las Bestias, en la búsqueda.

Ni siquiera sabían si había regresado a la Eretz, victorioso o no, y no tenían forma de saber que Bast y Sarsagon, la pareja sin representación de los exploradores, habían sido capturados en un cráter, a las pocas horas de ser enviados, hace ya un día y medio.

Capturados y torturados.

Y los rebeldes no lo sabían y no podrían haberlo imaginado, en el otro lado del mundo, el cielo había estado del color oscuro del crepúsculo por más de un día... un día oscuro extraño y despiadado que nada tenía que ver con la ausencia del sol. El sol todavía brillaba, pero se asomaba a través del oscuro índigo como un ojo ardiente de la sombra de un manto. Su luz se reflejaba sobre el mar y el moteado de islas verdes. Los colores eran todavía trópicos-brillantes, todos menos el mismo cielo. Se había enfermado y ennegrecido, y los cazadores de tormentas todavía giraban en él, sus gritos se habían vuelto roncos y horribles, y los prisioneros en su habitación (que en nada se asemejaba a una prisión) miraban a través de su ventana y temblaban por este horror sin nombre, pero no podían hacer preguntas a sus captores, debido a que sus captores no llegaron a ellos. Ni Eidolon, la de los ojos danzantes, ni nadie. No les proporcionaban alimentos ni bebida. Sólo permanecía la cesta de fruta, y ninguno estaba tan hambriento como para contemplar la idea de comer de dicha cesta. Melliel, segundo portador de ese nombre, y su grupo de hermanos y hermanas Ilegítimos perecían aparentemente olvidados, y mirando a través de su ventana con barrotes, sólo podían imaginar que eso significaba el fin del mismo mundo.

Scarab y sus cuatro magos estaban al tanto de la situación de su hogar en el cielo. Los envíos habían llegado a ellos, incluso en este lugar, y sintieron el desastre como el descuido de su propia alma, como si sus almas se encogieran ante la sombra de la aniquilación.

Pero sí sintieron la aniquilación que estaba más cerca - mucho más cerca - no hicieron nada para advertir al

anfitrión en cuyo seno se mezclaban de manera invisible. Tal vez fue la apatía originada por siglos de reclusión. Les habían enseñado que estos individuos eran tontos, y que merecían sus guerras. Para llevarlo más allá, había un cierto sentido en las islas lejanas de que las guerras servían para un bien sombrío: que al estar ocupados en matarse entre sí y morir aquí, el Imperio no podía hacer acopio de fuerzas para molestar a los Stelians con sus hostilidades estúpidas.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Arlenys Medina

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Y si existía una grandiosidad en la creencia de los Stelian que, por sobre todo, no deben ser molestados, ésta

era una grandiosidad bien merecida.

No deben ser molestados.

A toda costa, se debe dejar a los Stelians en paz. Scarab sabía, al otro lado del mundo, lo que Melliel y los otros abandonados en su celda, debajo de esa oscuridad para nada natural, no sabían: que Eidolon, la de los ojos danzantes, era una de muchos que hicieron el motín contra el cielo enfermizo, manteniendo las uniones de su mundo intactas. Que ahora ella no tenía tiempo para los presos, o para cualquier otra cosa.

Y, por supuesto, era posible que los cinco intrusos con ojos de fuego no sentieran al grupo que les estaba por tender una emboscada fuera de la vista, aunque parece poco probable que el aliento colectivo que pasa dentro y fuera de los miles de pulmones de enemigos podrían pasar desapercibidos por los magos de tan exquisita sensibilidad. En cualquier caso, ellos no advirtieron a los rebeldes.

Observaron.

El envío de Scarab a los demás eran pensamientos simples, sin hilos sensoriales o ningún esfuerzo en el sentimiento.

No tiene nada que ver con nosotros, ella envió.

Siempre había sido así antes. Ella no podía tener forma de saber cuán profundamente falso era eso hoy, o a qué se enfrentaba este peculiar e irregular ejército híbrido, ni tampoco cuáles serían las consecuencias si fracasaban.

Había demasiadas incógnitas.

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LLEGADA + 48 HORAS

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42

LO PEOR Lo primero de lo que se percatan es una sensación en la columna. Karou lo siente y mira a Akiva a través de la multi-

tud de soldados. Al mismo tiempo el la ve a ella.

Una arruga sobre sus cejas.

Algo.

Y después, justo así, el cielo los traiciona. Es vil y brillante —una luminosa bruma iluminada desde abajo, tal como cuando llegaron por el portal. Pero esta vez no son cazatormentas los que les llueve encima.

Es un ejército.

Muchos. Los ángeles son fuego, y estos son una legión, ala a ala, y el cielo se ha convertido en fuego. Brillante y vivo. Pero la luz del sol es más brillante y ellos la están tapando—tantos—y una enredada oscuridad cae sobre los huéspedes que están abajo.

Sombras, perseguidas por fuego.

Muy rápidos. Todos muy, muy rápidos.

Comenzó.

El cráter es un tazón roto, y los Dominantes son como una tapa de fuego, y ellos son tantos y tantos, ala y ala y espa-das en las manos, y cuando ellos caen en picado en un solo suspiro, no hay modo de salir, ni modo de lograr pasarlos.

Ni hay una vacilación de los de abajo. Todo lo que casi pasa en las cuevas de los Kirin sucede ahora, desenfrenado y con la rapidez de un golpe de látigo. Espadas: desenvainadas; palmas: levantadas. El efecto de las hamsas es instantáneo. Como césped ondulando por el viento, las filas de atacantes se balancean hacia atrás, y en la suspensión del momento en el que ganan los rebeldes, ellos se agitan para recibir la emboscada, rugiendo. No esperan a ser clavados entre el fuego y la piedra, sino que saltan —se lanzan— y se encuentran en el aire con las tropas del emperador con un sonido que es como puños chocando con puños.

Muchos puños contra menos, quizá, pero los que son menos tienen magia. Al primer toque de la sombra, Akiva alcanza el sirithar… …y cae de rodillas como si fuera golpeado por un trueno —un trueno que parece un arma, un trueno en su cabeza— y está luchando con él, y tambaleándose, alguien lo atrapa. Es el Dashnag que ya no es más un niño. Rath, su mano es enorme so-bre el hombro de Akiva. El mismo hombro salvado una vez por una quimera, ahora otra quimera lo sostiene, y no hay si-rithar, sólo choque de espadas y luego el chico Rath se abalanza dentro de la batalla y Akiva se pone de pie y saca sus espa-das, y no puede ver a Karou…

… y Karou no puede verlo, no puede detenerse a buscar. Ahí están Zuzana y Mik y un ángel está acercándose y ella no será capaz de llegar a tiempo. Está abriendo su boca para gritar cuando ve a Virko. Él se precipita.

Desgarra.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Vane_B

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El ángel se convierte en pedazos y Karou tiene sus cuchillos de luna creciente en sus manos, danzando, cortando su

camino entre el enemigo para buscar a sus amigos. Akiva intenta el sirithar de nuevo, y de nuevo los truenos invaden su cabeza y lo ponen de rodillas.

En el más mínimo instante, tiene la impresión de una fría mano presionando su frente, punzando, y luego se va. Todo

a su alrededor es resplandor y enfrentamiento y gruñidos y estocadas y dientes y suelo y tambaleo. La magia se le es negada. Todo lo que puede hacer es ponerse de pie y luchar.

Zuzana ha cerrado sus ojos. Un acto reflejo al desmembramiento. Podías vivir toda tu vida sin saber cómo reacciona-rías al ver cómo cortan miembros en frente de ti, pero ahora Zuzana lo sabe, y conoce el proceso de “todo esto de la guerra,” y decide a la primera que no ver lo que está pasando es peor que verlo y abre sus ojos de nuevo. Mik está justo a su lado, y él es hermoso, y Virko esta agachado en frente de ella, plantado ahí, y él es terrible, y también hermoso. Los picos en su cuello están erizados completamente. No sabía que podían hacer eso. Habían estado lisos, casi, como púas de puercoespín en repo-so, pero más grandes, más puntiagudas, con bordes aserrados, pero ahora estaban completamente desplegadas y erizadas y él parece que tiene dos veces su tamaño.Es como una melena de león hecha de cuchillos.

Y luego Karou está ahí, con sangre en sus cuchillos y Virko está plegando sus picos—se entrelazan, Zuzana ve, y la elegancia de eso… la simetría casi la abruma con su perfección, y eso es lo que más recordará, no el desmembramiento, su mente ya está poniendo una cortina sobre eso, sino la simetría—y los picos de Virko ya no están acolchados con una manta olorosa, y no hay arnés para sostenerse cuando Mik la levanta, pero Zuzana no está asustada, no de esto. En el medio de este muy mal sueño, se alegra de tener un amigo con una melena de león hecha de cuchillos. Mik sube después de ella y los músculos de Virko se agrupan debajo de ellos. Él da un gran y trabajoso tirón y dejan el suelo y después… se desvanecen.

Ziri ve a Virko desaparecer, Karou se voltea, buscando. No a él; Ziri lo sabe, y le importa menos que antes. Una gran ráfaga que solo pueden ser los invisibles aleteos de Virko sopla su cabello hacia atrás como un estandarte de batalla, seda azul y oleadas, y en el estridente vórtice de la batalla, ella esta rodeada por un curioso resguardo de quietud.

Porque está siendo protegida, ve Ziri, por quimeras e Ilegítimos. Por que es la resucitadora, y porque tiene otra y más importante tarea que atender. La compresión lo empuja adelante. Lo que sea que pasa ahí, el plan de Karou debe seguir. Jael debe ser detenido.

Ziri busca a Liraz y ella está ahí, y también Akiva. Están luchando espalda contra espalda, letales. Akiva esgrime un par de espadas gemelas, Liraz una espada y un hacha, y su sonrisa casi parece una tercera arma. Es la misma sonrisa del consejo de guerra, donde ella se había burlado con lo disparejo de la batalla: “¿Tres Dominantes para un Ilegítimo?” había dicho ella con apremio. Y Ziri ve eso ante él: tres contra uno y más. Y más, y más, pero algo está pasando. Ahí están Nisk y Lisseth. Sor-prendentemente están respaldando a Akiva y Liraz. Cada una tiene una espada y una hamsa levantada, y contra el pulso de debilidad, los Dominantes no pueden contra la velocidad y la fuerza del par de Ilegítimos.

Ziri siente una esperanza. Es una esperanza que conoce bien y desprecia: la horrenda y negra esperanza de que uno podría, matando, seguir vivo algún tiempo más.

Matar o morir, no hay otra opción.

Hay cuerpos esparcidos en el cráter y más están cayendo. Ziri tuvo una rápida visión de cómo se llenaría de cadáveres como si las montañas tuvieran sus manos ahuecadas para ofrecer los muertos a Nitid, la diosa de las lágrimas y la vida, y a los Dioses Estrella, al vacío. Los cuerpos también son de quimeras, e Ilegítimos, y entonces…

…una segunda oscuridad cae.

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Arriba, un segundo cielo de fuego está cayendo, alas y alas y alas, la horrible y negra esperanza no podía durar más

que esto. Otra ola de Dominantes tan grande como la primera, y hoy Nitid es diosa de nada más que de lágrimas.

-¡Karou! -Ziri llama, y ya no le sorprende más oír la voz de tenor del Lobo salir de sus propios labios —una voz abrién-dose a través del estruendo de la batalla instando a soldados cansados a seguir y seguir, como si la vida fuera un premio que se gana derramando sangre. Matar y matar y matar para vivir. ¿Cuántos y por cuánto tiempo? Solo es un cálculo al final, y aunque el Thiago real había vencido aún con probabilidades imposibles, ninguna de ellas había sido así de imposible.

Y además, él no es Thiago.

Ziri grita órdenes; quimeras e Ilegítimos por igual las acatan. Al momento en que alcanza a Karou, hay un soporte de soldados en formación con Karou, Akiva, Liraz y Thiago en el centro.

-Ustedes dos necesitan irse -dice el Lobo. Su voz se levanta sobre el caos, y sus ojos son resueltos, no fríos, no furio-sos. Este Lobo Blanco no arrancará gargantas con sus dientes hoy. -Aléjense de esto. Usen el hechizo. Tienen trabajo que hacer.-

Karou objeta primero: -No podemos dejarlos ahora…- -Tienen que hacerlo. Por Eretz -por Eretz. Se entendió como si dijera: Si no es por nosotros.

Porque estaremos muertos.

-Me iré sólo si designas a alguien para recoger las almas —dice Karou con voz ahogada. -Alguien. Quien sea.-

Alguien que espere fuera de la matanza a salvo y regrese para cosechar las almas después de que todo haya termina-do. Es inútil. Ahora que los serafines saben de la resurrección, toman medidas para prevenirlo. Queman a los muertos y vigi-lan las cenizas hasta que la evanescencia está asegurada. Pero Ziri asiente de todos modos.

Es tiempo de partir. La reticencia que envuelve a todos es una red compleja —un embrollo de amores y anhelos… in-

cluso los primerísimos tiernos despliegues de una posibilidad tan lejana debía ser graciosa. Ziri mira a Liraz mientras ella lo mira a él, y ambos alejan rápidamente la mirada de nuevo: Ziri a Karou, Liraz a Akiva. Sólo un segundo —una eternidad— se permiten a sí mismos para los adioses. Desean deseos inútiles, y dejan sus y si caer al suelo junto con los cadáveres.

En las leyendas, las quimeras surgieron de lágrimas y los serafines de la sangre, pero en este momento ellos son, to-dos, hijos del remordimiento.

Mientras Karou y Akiva comienzan a alejarse uno del otro de su última mirada, ambos rostros palideciendo con in-sondable perdida —no por favor no, no ahora por favor, oh— el Lobo habla: Akiva –dice-. Acompáñalas. Llévalas al portal. Asegúrate de que entren.-

Akiva parpadea dos veces rápidamente. Él no quiere negarse, pero lo hará. Él debe estar aquí, peleando… -Necesitará ser escoltado -dice el Lobo, anticipando su argumento-. Podrían necesitar ayuda -la batalla a su alrededor

está alcanzando un grado álgido-. ¡Váyanse!-

Akiva asiente, y ellos se van.

Es la mirada de Liraz la que Ziri sostiene mientras ellos se desvanecen. No hay un periodo de transparencia, sólo un rápido guiño como ahí-no ahí, y en el momento antes de desvanecerse, Liraz no usa la sonrisa asesina, ni desprecio ni frial-dad, ni deseo de venganza.Sus facciones están suaves con pena y su belleza lo deja sin aliento. Y luego se va. En el centro de la esfera de soldados, el Lobo Blanco está solo. Ziri el suertudo, piensa, deshecho, hueco.

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No hoy y no mañana.

Él mira arriba. El camino de ejércitos se ha alejado en la bruma y ve las filas de soldados.

Y soldados, y soldados, y soldados.

Ríe. Toma su cuerpo robado, muestra sus colmillos y salta.

Los escala. Son muy gruesos; lo facilita. Sólo tiene que saltar y atrapar a uno en el aire, atraparlo y matarlo. Salta al

siguiente al momento en que el cuerpo cae. Al siguiente, al siguiente, hasta que el suelo está muy abajo y ellos enredan sus alas en un apuro por escapar de él. Aún más están acercándose detrás, y no le hacen falta presas. No le hace falta sangre que derramar y su risa suena como si se ahogara.

Él es el Lobo Blanco.

Y Liraz está volando rápido hacia el portal. La batalla suena detrás de ella y luego se desvanece dentro del ajetreo del

aire, el aire que está picándole los ojos. Sólo es eso: el aire y la velocidad. -No nos hemos presentado. No realmente -eso fue lo que él le dijo en las piscinas termales antes de darle su secreto

como un cuchillo. Puedes matarme con esto. Pero confío en que no lo harás.

Confianza. ¿Confió en él porque había salvado su vida o porque él había confiado su secreto, o las dos cosas? Verlo pelear, su estilo era eficiencia con dolor pandémico; él era brutal y elegante, pero no era como la elegancia que ella había contemplado en las Tierras Postreras cuando él tenía su cuerpo natural y danzaba el baile de los Kirin con sus cuchillos de luna creciente. Habían parecido una extensión de sí mismo. Esas espadas no. Tampoco ese cuerpo. Desde que le dijo quién es, su forma como Lobo Blanco le había parecido un disfraz, como si él pudiera quitárselo y aparecer, largo y delgado, oscuro, con cuernos y alas. En la mente de Lizas, él es una silueta. Sólo lo ha visto desde una gran distancia y ni siquiera sabía cómo lucía su verdadero rostro.

Deseó saberlo.

Y al segundo siguiente el deseo parece estúpido y pequeño. ¿Qué importa cómo lucía su rostro antes? Detrás de ella, él podría estar muriendo -de nuevo y para siempre. ¿Qué significa "verdadero" incluso refiriéndose a un rostro? Sólo las al-mas son verdaderas, y cuando las dejas al aire ellas se van, como el alma de Hazael, e incontables otras, y la pérdida… la pér-dida. Liraz aprieta su mano en su estómago. El fuego se apaga, y el mundo se pone sombrío.

¿Cómo pudo haberle tomado tantos años para sentir la preciosidad de la vida?

Volaban, largos minutos a gran velocidad antes de que dejaran las montañas detrás y siguieron sobre el agua oscura de la bahía. Luce como un mar desde aquí, la neblina ocultando el horizonte y la tierra que encerraba dentro. Karou finalmente localiza a Mik y Zuzana sobre Virko, adelante. Los humanos están tratando de mantener el hechizo, pero éste parpadea, no confiable, y una patrulla Dominante los ha visto. Se acercan.

Virko gira y se inclina. Lo hace. Se eleva a través del portal y se desvanece en un murmullo, después Karou, Akiva y Li-raz llegan a los agitados bordes perdidos de la hendidura en el cielo, y en lugar de atravesarla, Karou gira hacia Akiva. Se han despojado del hechizo, y cuando ella lo ve, la imposibilidad de un adiós la abruma de nuevo —y peor que antes, mucho peor, llegando en el aplastante peligro. ¿Cómo ella puede dejarlo sólo así?

-¡Andando! -Liraz le grita-. ¡Ahora!-

Karou agarra la mano de Akiva. Desamparada, intenta forjar un momento final con él. Una mirada al menos, por si no había palabras, por si no había más. Algo para recordar. Su mano es tan cálida, y sus ojos tan brillantes —pero embrujados. Luce afligido, desconsolado, furioso y listo para maldecir a los Dioses Estrella. Él aprieta su mano.

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-Estaremos bien -dice, pero con desesperación. Él quiere creerlo pero no lo hace totalmente, y si no lo hace entonces

tampoco Karou puede.

Oh dios, oh dios. Ella quiere arrastrarlo a través del portal con ella y nunca dejarlo ir.

Liraz todavía esta gritándole y el sonido llena la cabeza de Karou, la llena de pánico —y rabia— y Akiva toca su hom-bro, instándola a ir, y ahí está. Siente como el cielo deshilachado roza su rostro y ya no está en Eretz, y los gritos de Liraz —¡Andando! ¡Andando!— suenan en su cabeza, echándole combustible a su pánico. Se ruboriza de furia, lista para odiarla, aunque sólo por un momento, absolutamente lista para decirle que cierre la boca, y gira hacia el portal para esperarla… …mientras que del otro lado, Akiva se aleja. Está vacío. Acaba de ver a Karou desaparecer, y voltea para encontrar los ojos de su hermana una última vez antes de que ella la siga. Cuídala, quiere decir pero no lo hace. Y también cuídate. Por favor, Lir. Y sus ojos se conectan por un instante.

—La urna está llena, hermano mío —dice ella.

¿Urna? Akiva parpadea, una vez; después recuerda. Hazael le había dicho eso. Akiva es el séptimo portador de ese nombre; seis Akivas habían muerto antes que él, lo cual significa que la urna crematoria está llena. —Tienes que vivir —Hazael había dicho, tonta y decididamente.

Hazael, quien había muerto, mientras Akiva vivía. Los pensamientos de Akiva están fracturados. Los Dominantes es-

tarán sobre ellos en segundos. Él los ve como formas chocando detrás de Liraz. Hay un rasgueo de frenesí en los gritos de su hermana—"¡Andando! ¡Andando! ¡Andando!"—que se construye en él, pero todavía el pensamiento encuentra apoyo: que nunca la había visto más viva como ahora. Hay propósito y energía y resolución en su expresión. Está concentrada, está bri-llante.

Y luego sus pies se conectan al pecho de Akiva.

Corazón golpeando, nervios moviéndose, aliento robando fuerza. Todo su aire y sus pensamientos están saliendo de-prisa, y él está tambaleándose, suelto. No puede respirar y no puede ver.

Y cuando se recupera está dentro del portal. El portal está en llamas, y Liraz está del otro lado. Lo está sellando. Akiva piensa que escucha un chillido de acero—

espada sobre espada—en el instante en que la conexión entre mundos está perdida. La hendidura en el cielo es cauterizada como una herida. Liraz todavía está en Eretz y Akiva está aquí, en su lugar. Con Karou.

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43

FUEGO EN EL CIELO

Y el silencio.

En realidad no era el silencio. Había fuego y el viento, crujidos y susurros, y el roce de su propia dificultad

para respirar. Pero se sentía como el silencio en su choque, y todos ellos entrecerraron los ojos con el rostro de las llamas. Se encendió caliente y repentina y murió rápidamente, y no había humo ni olor. Era poco más, y lo que fuera que había quemado todo lo que llevaban a cabo a los distintos mundos-que emitían ningún residuo de ceniza o humo. El portal fue, simplemente desapareció.

Karou analizó en busca de una señal de que había estado allí. Una cicatriz , una onda, una imagen fantasma de la barra, pero no había nada en absoluto.

Se volvió hacia Akiva .

Akiva . Estuvo aquí . Él estaba aquí, y no Liraz . Lo que acababa de ocurrir Él no la había mirado a ella toda-vía; tenía los ojos teñidos de horror mientras miraba la nueva ausencia en el cielo. – “¡Liraz!” Gritó, ronca, pero el camino estaba cerrado. No sólo cerrado. Ido. El cielo era el cielo ahora, la delgada atmósfera por encima de estas montañas de África , y que la anomalía que había hecho Eretz parecer como ... como un país vecino al otro lado de un torniquete ... Todo había terminado, y ahora Eretz parecía muy, muy y fantásticamente imposiblemente lejos , como un lugar imaginario , y la sangre que se derramaba allí .

Oh dios. La sangre no era imaginaria. La sangre, los moribundos. Y era tan tranquilo aquí, nada más que el viento ahora, y sus amigos y compañeros y... y la familia, cada soldado bastardo restante, hermanos y hermanas de sangre de Akiva , que estaban luchando en otro cielo , y no había nada que hacer al respecto .

Ellos les habían dejado allí.

Cuando Akiva se giró hacia ella, se veía afectado. Pálido y sin poder creerlo.

-¿Qué ... qué pasó?- Karou le preguntó, acercándose a él a través del aire.

-Liraz.- dijo, como si todavía estuviera tratando de entender.

-Ella me empujó. Ella decidió...- Tragó saliva. -Que yo viva. Que era quien debía vivir. – Se quedó mirando el aire como si pudiera ver a través de él al otro mundo, como si Liraz estaban justo al

otro lado del velo. Pero con el portal ido, se había convertido a la vez en algo incomprensible cómo es que había existido. ¿Dónde estaba Eretz, y lo que la magia había traído dentro de ese alcance de la mano? ¿Quién había he-cho los portales, y cuándo y cómo? En la Mente de Karou en su foto del cosmos conocido, a partir de planetas que giran alrededor de una estrella una enormidad que era insignificante dentro de una inmensidad que era incom-prensible-y ella no podía comprender cómo Eretz encaja en esa foto. Era como descargar dos rompecabezas en una pila tratando de reconstruir en una sola.

-Liraz puede manejar esa patrulla-, dijo Akiva . - O al menos engañarlos y escapar.

Traducción: Nathalia Tabares Corrección: Ale Herrera

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- E ir a dónde ? Volver a la masacre ? -

Masacre.

Había una sensación, en el centro de su cuerpo, como un alboroto. El corazón y el intestino gritaban, reco-

rriendo todo su cuerpo. Pensó en Loramendi, y sacudió la cabeza. No podía pasar por eso otra vez, volando de vuelta a la Tierra para encontrar que nada más la muerte le estaba esperando. Ni siquiera podía contemplarlo. -Ellos pueden ganar-, dijo. Quería Akiva ver asentir, estar de acuerdo con ella. - Los batallones mixtos.- La quimera debilitarán a los atacantes, y tu dijiste ... - Tragó saliva . – Tu dijiste que los Dominiantes no son rival para los bas-tardos. –

Por supuesto, eso era lo que había dicho . Él había dicho que uno -a-uno los Dominantes no eran rival para

ellos. Y eso no hubiera sido uno -a-uno, no por un tiro largo. Akiva no la corrigió ella. Tampoco quizo asentir o asegurarle que todo estaría bien. Él dijo: - Traté de llegar

a sirithar. La ... fuente de poder. Y yo no podía conseguirlo . Primero murió Hazael porque yo no podía, y ahora todo el mundo lo hará-

Karou negó con la cabeza. -No lo harán.-

-Yo empecé esto, todo. Los convencí. Y soy yo el que vive? -

Karou todavía estaba sacudiendo la cabeza. Tenía los puños apretados. Ella se encogió en el aire y las sos-tuvo apretada sus manos en contra de su medio: ese hoyo debajo de la V invertida de su caja torácica. Allí era donde se sentía el vacío y roer como el hambre. Y hubo hambre. Ella estaba mal alimentada y demasiado delgada, y su propio cuerpo se sentía insustancial bajo sus puños en este momento, como si hubiera sido reducida a lo esencial. Pero esta vacuidad punzante no eran más que hambre.

Ellos fueron el dolor y el miedo y la impotencia. Ella hacia tiempo que había dejado de creer que ella y Akiva fueron los instrumentos de alguna gran intención, o que su sueño fue planeado o predestinado, pero se encuentra ahora que ella todavía tenía ese sueño en ella para ser indignado por el universo. Para no preocuparse, por no ayudar. Porque, como parecía, estaba trabajando en contra de ellos.

Tal vez hubo una intención. Un plan, un destino. Y tal vez los odiaba.

Era tan tranquilo, y los demás estaban tan lejos.

Pensó en el niño Dashnag, y en las sombras vivientes y Amzallag, aquien acababa de revivir-Amzallag, que

tenía esperanzas de que recogan almas de sus hijos de la ruina de LORAMENDI-y todos los demás, y sobre todo, ella pensó en Ziri, teniendo, bajo su carga, asumir el engaño solo ahora, en ausencia de Issa, Ten, y ella misma. Morir como el Lobo.

Evanescencia.

Él le había dado todo, tan pronto como pudo, mientras estaba aquí, a salvo ... con Akiva. Y sus emociones eran un brebaje venenoso en la boca de su vacío, el estómago vacío, porque en el fondo, en lo indecible, en todo el horror y la confusión, había por lo menos una pizca de ... Querido Dios, seguramente no fue alegría. Alivio, pues, de estar vivo. No podría estar equivocada, que se le relevaría de estar vivo, pero se sentía mal. Se sentía muy, muy cobarde.

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Las alas de Akiva se estaban avivando lentamente para mantenerlo en el aire. Karou sólo flotaba. Detrás

de ellos, Virko volaba corto de ida y Forths con Mik y Zuzana en su espalda .... Oh. Karou dio un respingo. Virko. Él no tenía que estar aquí; ya que no podía pasar por humano, ni siquiera cerca de ello. Él iba a establecer con Mik y Zuze, abajo y en círculos de nuevo al portal. Pero los pensamientos de Karou saltan de él por ahora. Akiva estaba mirandola a ella, y estaba segura de que estaba sintiendo la misma mezcla venenosa de alivio y el horror que ella sentía. Peor aún, a causa del sacrificio de Liraz. -Ella decidió,- él había dicho. -Él debía ser quien viviese.-

Karou negó con la cabeza una vez más, como si de alguna manera ella pudiera sacudir todo pensamiento negro. -Si fueras tú,- dijo, mirando directamente a los ojos, -si estuvieras en el otro lado en este momento, al igual que casi lo fue, yo creo que estarias bien. Tendría que creer, y yo tengo que creer ahora. No hay nada que podamos hacer –

. -Podríamos volver-, dijo. -Podríamos volar en línea recta hacia el otro portal.

Karou no tenía una respuesta para eso. Ella no quería decir que no. Su propio corazón levantado ante la

idea, aun cuando su razón le decía que era insostenible. -¿Cuánto tiempo tomará?- Le preguntó después de una pausa. De aquí a Uzbekistán, y luego, en el otro lado, desde la Cordillera Veskal de nuevo a los montes Adelphas -.

La mandíbula de Akiva abría y cerraba. -La mitad de un día-, dijo, con la voz apretada. -Por lo menos.- Ninguno de ellos lo dijo en voz alta, pero ambos lo sabían: En el momento en que pudieran volver, la batalla

habría terminado, de una forma u otra, y que habían fracasado en su tarea aquí en la cima de todo. No era un fra-caso que podían pagar.

Odiaba ser la voz del sentido en la cara de pena, Karou preguntó con cautela:- Si se tratara de Liraz aquí conmigo, y tú estabas allí, ¿qué te gustaría que hicieramos? - Akiva veia. Sus ojos ardían de sombras encapuchadas, y ella no podía decir lo que estaba pensando. Quería llegar a su mano como si tuviera en el otro lado, pero se sentía mal, de alguna manera, al igual que ella estaba usando sus artimañas para persuadirlo de renunciar a algo intensamente importante. Ella no quería eso; ella no podía tomar esa decisión por él, así que se limitó a esperar, y su respuesta fue pesada. -Yo quisiera que hicieran lo que vinieron hacer .-

Y ahí estaba. Ni siquiera era una opción real. No pudieron llegar a los otros en el momento de hacer una di-ferencia, y aunque pudieran llegar a ellos, ¿qué diferencia podían esperar hacer? Pero se sentía como una opción, como un alejamiento, y en Karou, como una mancha de sangre, floreció la primera aprehensión de la culpa para atormentarla.

¿He hecho lo suficiente? ¿He hecho todo lo que podía?

-No-

Incluso ahora, apenas a este lado de la catástrofe y la batalla aún en curso en el otro mundo, ella ya podría

probar la forma en que se iba a echar a perder toda la felicidad que podía esperar encontrar o hacer con Akiva. Sería como quien baila en un campo de batalla, que bailando el vals alrededor de los cadáveres, para construir una vida fuera de esto.

¡Cuidado, no pises ahí, uno, dos, tres, no tropezar con el cadáver de su hermana.

-Um, chicos?- Era la voz de Mik. Karou volvió hacia sus amigos, parpadeando para contener las lágrimas. -

No estoy seguro de cuál es el plan-, dijo Mik, en un intento de voz. Estaba pálido y aturdido, como lo hizo Zuzana, agarrando a Virko apretando y, a su vez presa de Mik. -Pero tenemos que salir de aquí. ¿Esos helicópteros? -

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Esta fue una sacudida para Karou. ¿Helicópteros? Ella los vio ahora, y se enteró de lo que debería haberse

dado cuenta antes. Whumpwhumpwhump ...

-Ellos vienen muy rapido-, dijo Mik.

Y por lo el ruido eran-varios, que se encuentran en puntos cardinales. ¿Qué demonios? Este no era tierra de hombres. ¿Qué estaban haciendo los helicópteros aquí? Y entonces ella tuvo un mal presentimiento -.

-La kasbah-, dijo ella, un nuevo amanecer de terror. -Maldita sea. El hoyo -.

Eliza estaba ... no del todo en sí misma por el momento. Ella estaba fingiendo lo suficientemente bien, pen-só, tomando un trago de té. Ella tenía su familia para agradecer por esa habilidad. Gracias, pensó, con la bilis espe-cial reservada para ellos, para la desconexión completa de mis emociones de mis músculos faciales. Viene muy práctico para fingir que no se esta perdiendo la cabeza. Después de años de ocultar la miseria, la vergüenza, la confusión, la humillación y el miedo, podía casi caminar por la vida como un espacio en blanco, su fachada imper-turbable, algo apenas animado.

Excepto cuando el sueño le hizo cargo, por supuesto. Entonces ella estaba animada, muy bien. Ohh chico. Y anoche, en la terraza de la azotea ... o ¿fue esta mañana? Tanto, supuso. Había ido demasiado lejos a horcajadas sobre el alba. Ella no había podido dejar de llorar. Ella ni siquiera había dormido esta vez, y aún así la había encon-trado. -Ella.- El sueño. La memoria.

Una tormenta se había movido a través de ella, totalmente impermeable a su voluntad, y la tormenta se había dolor, la pérdida insondable, y toda la intensidad de los remordimientos que había llegado a conocer tan bien. Con el desvanecimiento de las estrellas y el amanecer, la tormenta de Eliza había pasado. Hoy era el paisaje devas-tado que había dejado atrás. Aguas turbias, hundimiento, y la ruina. Y ... la revelación, o al menos la cúspide de la misma, de la esquina. Esto es lo que se siente: detritus arrastrados, su mente una llanura de inundación, limpio y austero, y, a sus pies, apenas visible, en una esquina, que sobresale de la tierra. Podría ser la esquina de un tesoro ese tronco-pirata o caja de Pandora que podría ser la esquina de ... un tejado. De un templo enterrado. De toda una ciudad.

Por un mundo.

Todo lo que tenía que hacer era volar el polvo, y ella lo sabría, o comenzaría a saber, ¿qué otra cosa estaba enterrado dentro de ella misma? Podía sentirlo allí. Floreciente, infinito, terrible y maravilloso: el don, la maldición. Su patrimonio. La agitación. Ella se había esforzado tanto en mantenerlo enterrado, a veces se sentía como cual-quier energía que podría haber tenido para la alegría o el amor o la luz se fue en su lugar. Sólo tenías mucho que dar.

Así que ... ¿qué pasa si ella sólo dejó de luchar y se entregó a ella?

Ay, ahí está el problema. Debido a que Eliza no era la primera en tener el sueño. El -regalo.- Ella era sólo el último -profeta.- Sólo la siguiente en la línea para el asilo. Esa forma de locura miente. Se sentía muy shakesperiana hoy. Las tragedias, por supuesto, no las comedias. No escapó ella que cuando el Rey Lear hizo esa declaración, que ya estaba en camino a la locura. Y tal vez lo era, tam-bién.

Tal vez ella estaba perdiendo la cabeza.

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O tal vez ...

... Tal vez ella estaba encontrando.

Estaba en posesión de sí misma, por ahora, al menos. Ella estaba bebiendo té de menta fría hacia el kasbah-

no el hotel Kabash, hacia la tumba-de-bestias - en la kasbah y tomaria un descanso de la fosa. Dr. Chaudhary no estaba muy hablador hoy, y Eliza se sonrojó al recordar la torpeza con la que le dio una palmadita en el brazo ayer por la noche, en una pérdida total en el rostro de su colapso.

Maldita sea. En realidad no eran todo lo que mucha gente cuya opinión importaba profundamente a ella,

pero lo hicieron, y ahora esto. Su mente daba vueltas de nuevo a él una vez más, otro giro en la vergüenza carru-sel cuando notó una conmoción ondulación a través de los trabajadores reunidos.

Había una especie de estación de refresco improvisado delante de las enormes puertas, antiguas de la for-taleza: un camión que sirve té y platos de comida, un par de sillas de plástico para sentarse. La kasbah en sí fue acordonada; un equipo de antropólogos forenses iba sobre él con peines de dientes finos . Literalmente . Habían encontrado pelos largos azules en una de las habitaciones , al parecer , la misma sala en la que se habían encon-trado, esparcidos por el suelo, una variedad peculiar de dientes que habían llevado a la especulación de que - la chica del puente - y el - fantasma del diente - - la silueta capturado en cámara de vigilancia en el Museo Field de Chicago - podría ser una y la misma .

La trama se espesa.

Y ahora, algo más. Eliza no vio a donde empezó la conmoción, pero ella la vio pasar de un grupo de trabaja-dores al siguiente a través de gestos y voz alta, una charla rápida en árabe. Alguien señaló a las montañas. Hacia arriba, hacia el cielo por encima de la picos - en la misma dirección que el Dr. Amhali había señalado cuando él había dicho, con ironía : -Salieron de esa manera. –

Ellos . Las -bestias -. Viven Eliza respiró con fuerza . ¿Si los hubieran encontrado?

Ella vio el destello de las aeronaves en movimiento en la distancia, y luego , a su derecha , un par de hom-

bres desacoplados de la masa general de las personas cuya función no pudo determinar - había un montón de hombres aquí , y la mayoría de ellos no parecian estar haciendo nada - y con el helicóptero que estaba en reposo en un pedazo de terreno plano . Ella siguió mirando , su té olvidado en la mano, como los rotores comenzaron a girar, aumentando la velocidad hasta nubes de polvo fueron a patear su camino hacia ella y el helicóptero se elevó y voló . Era ruidoso - whumpwhumpwhump - y el corazón le latía con fuerza mientras examinaba los rostros de las personas que la rodean . Se sintió en desventaja por la barrera del idioma , y mucho más que un extraño aquí . Seguramente alguien hablaba Inglés , sin embargo, y esto era una pequeña hazaña de valentía suficiente para lle-var a cabo . Con un profundo suspiro , Eliza echó la taza de papel en una papelera y se acercó a una de las pocas mujeres trabajadoras en el lugar. Sólo tomó un par de preguntas para determinar la fuente de la conmoción.

Un fuego en el cielo, le dijeron.

-¿Fuego? -Más ángeles-, preguntó.

-Insha'Allah-, respondió la mujer, mirando a lo lejos. - Alla llega.-

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Eliza recordó el Dr. Amhali decir, el día anterior, -Todo es muy agradable para los cristianos, ¿no?- -Angeles-

de Roma, -demonios- ¿aquí? cómo ordenada por la visión del mundo occidental, y lo equivocado. Los musulmanes creen en los ángeles, también, y Eliza reunidos que no le importaría obtener alguna para sí mismos. Por su parte, tenía el presentimiento de que estaban mejor sin ellos, y ella tuvo que preguntarse, sobre todo a la luz de lo que estaba empezando a creer, ¿por qué la perspectiva de ángeles asustaba más que la perspectiva de las bestias.

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44

ESTO ACABA DE EMPEZAR Los serafines habían tenido la ventaja de poner en escena su llegada. Ellos trajeron su propio acompañamiento musi-

cal, habían hecho trajes para la ocasión y calculado su destino para el efecto. E incluso si no hubieran logrado todo esto, eran hermosos y agraciados. Siglos de la mitología benéfica ellos anticiparon. Apenas podía haber salido mal.

Las "bestias" hicieron su debut con algo menos de aplomo. Su ropa estaba arrugada y oscura de sangre seca, su mú-sica fue elegida para ellos por los productores de televisión sensacionalistas, y su belleza y la gracia fueron un poco deficien-tes.

A causa de su muerte.

Dos días después del aturdimiento de la proclamación del líder angelical de " Las bestias están viniendo por usted" -dos días de disturbios y pactos suicidas y bautismos en masa en las iglesias de hacinamiento, de dos días de ceño fruncido y los titubeos por parte de un consejo cerrado de los líderes mundiales- a boletines de noticias, se adelantaron a una preventi-va y explotaron en la conciencia colectiva de la humanidad, no con tanta fuerza como la llegada tenía, si no con más.

“Esto acaba de empezar".

Los medios de comunicación que ya estaban operando una era de periodismo colibrí metabólico con tono bastante

febril: rápido, rápido, rápido, y voraz. Los muchos sabores de miedo eran sazonados generosamente con alegría; tiempos

como éstos eran la materia de los sueños de radiodifusión. Tengan miedo. No. Tengan más miedo. Esto no es un simula-cro.

En ese contexto, la estrategia de la última "esto acaba de empezar " se mantuvo aparte por su solemnidad y serie-dad.

La historia fue rota por el ancla mejor pagada de noticias en el mundo, un tipo de comida confort humano entregado todas las noches para los hogares estadounidenses, año tras año, su rostro juvenil, inmutable, salvo por un efecto de alarga-miento sutil provocado por una rayita en lenta escala. Tenía la dignidad, y no sólo el tipo de imitación creada por un puñado real o falso de la sal en su pimienta y en su haber. Si no hubiera sido por su voluntad de utilizar su influencia al servicio de la ética periodística, las cosas podrían haber sido mucho peor.

—Compatriotas, ciudadanos de la Tierra... — Oh, para ser capaz de decir que, ¡ciudadanos de la Tierra! Radiodifu-sores Menores temblaban de envidia —. Esta estación acaba de entrar en posesión de un título que parece validar las afirma-ciones de los visitantes. Ya saben lo que quiero decir. Temprano, la investigación independiente sugirió que estas fotografías son legítimas, aunque como se verán, muchas preguntas surgen a la que aún no tenemos respuestas. Se los advierto. Estas imágenes no son adecuadas para los niños — Pausa. Millones se inclinaron hacia adelante, el aliento acabó—. Ellos pueden

no ser adecuados para cualquier persona, pero este es nuestro mundo, y no podemos mirar hacia otro lado. Y nadie lo hizo, y muy pocos enviaron a sus hijos a la habitación, ya que, sin más preámbulo, mostró las imágenes en

silencio.

En las salas de estar de todo el país, y en los bares y las oficinas y los dormitorios comunes y estaciones de bomberos y los laboratorios del sótano del Museo Nacional de Historia Natural y en todas partes, fruncieron el ceño cuando la primera imagen apareció.

Traducción: Barbara Agüero Corrección: Brenda CAM

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Este fue el período de gracia -de surcos en las cejas, la instintiva incredulidad-, pero no duró mucho. Incredulidad ins-

tintiva hubo en las últimas cuarenta y ocho horas doblegada por la credulidad. Muchas personas estaban recién comenzando

a creer. Y así, de manera rápida y en una gran ola, el visor de la cognición barrida de “¿Qué demonios?” a “Oh mi dios”, y

el pánico en la Tierra alcanzó su nueva línea de pleamar.

Demonios.

Fue Ziri, aunque, por supuesto, nadie sabía su nombre, ni preguntó por él, la forma que Eliza tenía.

El anuncio personal que Zuzana y Mik habían compuesto para el Kirin en vuelo fue algo así como: “Amor heroico que actualmente ocupa el cuerpo de un maníaco, ahumado en caliente con el fin de salvar al mundo. Sacrificarías todo por amor,

pero espero que no tengas que hacerlo. Realmente mereces un final feliz”.

En un cuento de hadas, Zuzana había argumentado que obtendría un seguro. Los puros de corazón siempre prevale-cen. Había, entre ella y Mik, una promesa de cuento de hadas: que cuando él hubiera llevado a cabo tres tareas heroicas, podría pedir su mano. Ella lo había querido decir en broma, pero él lo había tomado en serio –y solo quedaba una tarea pen-diente de tres- aunque secretamente Zuzana aceptó fijarlo con el aire acondicionado en su última habitación de hotel como un acto heroico y lo contó.

El sacrificio de Ziri -de su carne nacida- fue absolutamente calificado como un acto heroico, pero la vida no es un cuento de hadas, y por otra parte, a veces se sale de su manera de demostrar -cuento de hadas- como puede ser.

Como ahora.

A lo lejos, algo sucedió. Fue una conexión que nadie quería o podía hacer en el mundo. ¿Qué pasó en Eretz? Ocurrió

en Eretz, y lo mismo pasó por la Tierra. Nadie fue a la auditoría de las líneas de tiempo en coincidencia. Pero esto... es casi seguro, un sincronismo entre los mundos. En el mismo momento que la imagen del cuerpo desechado de Ziri hizo su debut en las ondas televisivas –en la Tierra y al

mismo momento, exactamente- en Eretz, una espada Dominate.. le perforó a través del corazón.

Si hubiera otros mundos más allá de estos dos, tal vez estaban vinculados entre sí, y tal vez los ecos de su historia es-taban jugando en todos ellos, sombras de sombras de sombras de sombras. O tal vez fue sólo una coincidencia. Brutal. Mis-

teriosa. Mientras que la imagen del cadáver de Ziri se quemó a sí mismo en la conciencia humana - ¡Demonios! -Morir de nuevo.

El dolor era mucho peor esta vez, y no había nadie allí para sostenerlo, y no había estrellas a la vista, la vida decayó. Estaba solo, y luego, muy rápidamente estaría muerto, y no había nadie cerca con un incensario. Había prometido Karou que nombraría una seguridad, pero no lo había hecho. No sólo no había habido tiempo.

Y ahora no lo habría nunca.

Cuando Karou había sentido el alma de Ziri sin desollar -de vuelta en el pozo- cuando había rozado sus sentidos, se

había sentido en él una rara pureza – alta surgiendo vientos de los Montes Adelfas; casa - y que fue conveniente que allí era donde derramó el cuerpo odiado del Lobo Blanco y se liberó de las espadas enfrentadas y aullando a su alrededor. No se veía nada en este estado. Sólo la luz.

Y el alma de Ziri estaba en casa.

—Damas y caballeros—, dijo el presentador desde su escritorio en la ciudad de Nueva York. Su voz era muy grave, sin una pizca de placer morboso—. Este cuerpo fue descubierto ayer de una fosa común en el borde del desierto del Sahara. Es uno de los muchos cadáveres encontrados, no hay dos iguales, y ninguno con vida. No se sabe quién lo mató, aunque las estimaciones provisionales cifran la muerte en fecha tan reciente como hace tres días. —

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Más cadáveres, y de todas las fotos tomadas en el sitio - por Eliza- esta matriz parecía curada por el horror máximo:

la más espantosa de las gargantas acuchilladas, primeros planos sobre los maxilares más monstruosos, los estudios sobre la descomposición y los rostros, los ojos cuajados, colapsados en los zócalos. Lenguas hinchadas.

De hecho, Morgan Toth había remitido sólo el más sombrío de sus tiros a la red, directamente desde su cuenta de

correo electrónico, por supuesto. Se había producido una poesía y patetismo en muchas de sus fotos de las bestias muertas; dignidad. Esto se había dejado de lado.

Apoyado en un marco de la puerta en los subniveles de museo ahora, observó las reacciones de sus colegas con una

sonrisa desdeñosa. Hice esto, pensó, disfrutando inmensamente. Y, por supuesto, lo mejor estaba aún por venir. No se fiaba de los idiotas en la estación de noticias de poner dos y dos juntos sobre la identidad de su fuente, de modo que había fijado un mensaje de ayuda. Esa había sido la mejor parte, pensó. Dar voz pública para tormento privado de Eliza.

—Estimados señores y señoras—. Había escrito, como ella.

Oh, Eliza. Se sentía algo parecido a la ternura por ella. Lástima. En realidad, tenía tanto sentido ahora que sabía quién era ella. Por supuesto, el único tipo de piedad que Morgan Toth fue capaz de generar, es el que un gato puede sentir

por el ratón que está entre sus patas. Oh, pequeño detalle, nunca tuvo oportunidad. A veces los gatos se aburren, y per-miten a sus presas la seguridad, pero nunca lo hacen fuera de la misericordia, y Morgan no se aburría en cualquier momento.

—Estimados señores y señoras —había escrito—, es posible que me recuerden. Siete años he estado perdida, y si bien en la superficie, el camino que he tomado en ese momento puede parecer sorprendente, les aseguro que ha sido parte de un plan mayor. El plan de Dios.

Hace apenas un par de días le había dicho a él, con la condescendencia insoportable, — No hay muchas cosas por el que la gente tenga el gusto de matar y morir, pero este es el más grande.

No, Eliza -Morgan pensó ahora-. Este es el grande. Disfrutemos.

—En el servicio de su voluntad —había escrito a la estación-—. Me encantaría matar y morir, por lo que con mucho gusto, también, puedo desafiar a los esfuerzos de nuestro gobierno y otros para ocultarle al pueblo la ver-dad de esta ignominia impía.

La ignominia era una buena palabra. A Morgan le preocupaba que él hubiera hecho que Eliza sonara demasiado in-teligente, pero se consoló porque no podía hacer nada.

No podía sonar más estúpido aunque lo intentara.

Sus colegas fueron prensadas tan cerca de las pantallas de televisión que no podían ver las imágenes, pero estaban

bien. Habían tenido tiempo libre para estudiarlos de cerca -gracias, gracias, Gabriel Edinger, y gracias, ingenua Eliza, por no haber bloqueado el teléfono- y que no tenía duda de que a partir de hoy, sería él y no ella que continuaría con esta obra trascendental con el Dr. Chaudhary. Tan pronto como el nombre de Eliza salga, su tiempo sería ascendente.

Así que al llegar ella, empezó a perder la paciencia con la emisión. Suficiente con los monstruos en descomposi-ción. Él sabía que el resto era sólo una posdata, que eran los "demonios" los que importaban, y en cuanto a quién había fil-trado las fotos para la prensa, el mundo no tendría una especial atención. Pero Morgan necesita la última pieza de este rom-pecabezas para encajar en su lugar, así que cuando, por fin, escuchó el famoso presentador decir en voz desconcertada, —En

cuanto a la fuente de estas imágenes sorprendentes, así, proporcionan la respuesta a otro misterio que muchos de nosotros habíamos perdido la esperanza de volver a resolver. Han pasado siete años, pero usted recordará la historia. Se acordará de esta joven. —

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Y ahora Morgan Toth hizo codear a su manera la multitud de los científicos. Él no iba a perder esta. Allí, en la televi-

sión era la imagen que había tenido su momento en el candelero. Hace siete años la historia había llegado y permanecía sin resolverse antes de que finalmente se desperdiciara en la triste tierra de los casos sin resolver, y Morgan se pudo haber pa-teado a sí mismo para no poner dos y dos juntos en el primer momento en que conoció a Eliza Jones. Pero ¿cómo podía ella haber sido reconocida como la chica de esta imagen? Esto fue un terrible golpe. Sus ojos estaban abatidos, y había un desen-foque de movimiento, y de todos modos, que la habían dado de baja como muerta.

El titular lo resumió así: PROFETA DE NIÑOS DESAPARECIDA, SE CREE QUE FUE ASESINADA POR CULT.

Eliza Jones, una profetiza. El primer pensamiento de Morgan –el primero coherente, después de asombro y conmo-ción que había dado la primera de muchas olas de alegría - había sido el de obtener tarjetas de visita impresas por ella y

dejarlas en algún lugar para que las encontrara. Eliza Jones, profetiza. Y, por supuesto, no pudo llevarse a cabo la mejor parte. ¡Oh chico! Lo que eleva esta historia a su pináculo especial de Crazytown. No, en serio. Era la mansión en la colina con vistas a Crazytown. Se trataba de “mi loco puede golpear a su loco” una especie de locura. Con los ojos vendados. Con una mano atada a la espalda.

O a una de las alas.

¡Oh Dios! Morgan había caído en realidad fuera de su silla, riendo. Su codo todavía escocía como recordatorio. ¿En-cantador culto a la familia de Eliza Jones? No se trataba de los típicos “elegidos”, no estos. ¿Son espectaculares diferencias?

Afirmaron que desciende de un ángel.

DECENDIENTE DE UN ÁNGEL.

Fue lo mejor que Morgan Toth hubo oído nunca.

Eliza Jones, la Profetiza. 1/512 Ángel (más o menos).

Eso es lo que las tarjetas de visita iban a decir. Pero entonces, había visto lo que había enviado por correo electróni-

co a sí misma de Marruecos y consiguió una mejor idea. Estaba jugando ahora. —Todos nosotros oramos por ella siete años atrás—, dijo el presentador de noticias mejor pagado del mundo —. Co-

nocida para nosotros, entonces sólo como Elazael, fue creído por ella... la iglesia... como la encarnación de un ángel de ese mismo nombre que cayó a la Tierra hace miles de años. Es toda una historia, y que no ha terminado. En un giro inesperado de los acontecimientos, señoras y señores, la joven no sólo está viva y viviendo bajo un nombre falso, ella es una científica en la capital del país, en camino de ganar su doctorado.... —

Y Morgan no oyó el resto, porque alguien se quedó sin aliento — ¡Es Eliza! —, y luego los otros estallaron en un fre-

nesí.

Y eso estaba bien. Frenesí de todo lo que quieran, mis buenos idiotas. Frenesí de distancia, pensó Morgan Toth,

dando un paseo de vuelta a su laboratorio. Es bueno ser rey.

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45

MISTERIO REVELADO

El siguiente revoloteo de conmoción que barrió la kasbah tenía una sensación diferente desde el princi-pio. No más si Dios quiere en lengua árabe o mirar hacia el cielo en esta ocasión. Había incredulidad, rencor, y... parecían que ellos estaban mirando a... Eliza.

Eliza había tenido un problema con la paranoia toda su vida. Bueno, una buena parte de su vida ni siquiera había sido paranoia, sino la expectativa previa a una persecución rutinaria: simple, desagradable y seguro. La gen-te la estaba mirando y la estaban juzgando. De vuelta a casa en la Florida, en un pequeño pueblo en el Bosque Nacional de Apalachicola, todo el mundo sabía quién era ella. Y después de que se escapó... En ese entonces man-tenía un escalofrío en la nuca, el temor de ser encontrada o reconocida, el siempre mirando sobre su hombro.

Se había desvanecido gradualmente —nunca por completo— pero cuando vivías con un secreto, la para-noia nunca estaba lejos de la superficie. Incluso si no hubieras hecho nada malo (que en su caso era discutible), tú eras culpable de tener el secreto, y cualquier mirada escrutadora en tu dirección tomaba ese ominoso significado.

Ellos lo saben. Ellos saben quién soy. ¿Lo saben?

Pero no lo hacían. Nunca supieron. Por lo menos antes y por eso, Eliza tenía una perversión particular de la iglesia para agradecer. Ellos evitaban los "ídolos" —no sólo de Dios y su "antecesora", sino de los profetas tam-bién, y después de la primera visión de Eliza, no se tomaron más fotos de ella. No es que hubiera muchas antes. Su familia no era exactamente esa clase de gente preserva-recuerdos-para-la-posteridad. Eran más bien del tipo de personas preparados-para-el-Armagedon y pistolas-en-un-bunker. La foto usada en la noticia había sido tomada por un turista de paso Sopchoppy—ese era el nombre real de la ciudad cerca a la que se edificó la iglesia— quien, alertado por un local, les había sacado una foto a "esos chiflados del culto al ángel" cuando fueron por suministros.

"Esos chiflados del culto al ángel " habían sido una historia local, desde hace décadas, pero sólo habían ex-plotado a nivel nacional cuando Eliza desapareció. Su madre —la suma sacerdotisa— sólo denunció su desapari-ción semanas después de los hechos, lo suficientemente desesperados por algo de ayuda para encontrar a su pro-feta perdida para ir a los funcionarios que ella despreciaba por idólatras y paganos. Por supuesto, había parecido sospechoso y la sociedad no está predispuesta a dar el beneficio de la duda a los cultos. El título había enganchado el imaginario nacional como un brezo: NIÑA PROFETA DESAPARECIDA, SE CREE QUE FUE ASESINADA POR EL CUL-TO.

Eso hará todo el trabajo. Eliza pudo haber limpiado y eliminado la duda en cualquier momento. Ella podría presentarse —pero estaba en Carolina del Norte para entonces— y decir: "Aquí estoy, viva". Pero no lo había he-cho. No había piedad en ella para ellos. Ninguno. Ni entonces, ni ahora, ni nunca. Y, como un cuerpo nunca fue encontrado —aunque se buscó, asiduamente, por meses— finalmente, la ley había tenido que dejarlos en paz. Falta de pruebas, se había citado, aunque esto no había influido ni la opinión pública ni la mente de los inves-tigadores. Fue un sórdido asunto, y sólo tenía que mirar a los ojos de la madre, dijeron, para saber lo peor. Uno de los detectives habían ido tan lejos como para afirmar, frente a las cámaras, que había interrogado al Gainesville Ripper en su carrera, y también había interrogado a Marion Skilling —su nombre, no pasó desapercibida para la prensa rosa, contratado para el asesinato de Marion— y le dieron el mismo sentido en el alma que lanzarse de cabeza en un agujero oscuro.

Traducción: Ángeles Vázquez Corrección: Vane_B

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Me resulta difícil dormir, sabiendo que la mujer esta libre en el mundo. Un sentimiento compartido de todo corazón por Eliza.

El resultado fue, la chica Elazael ciertamente debe estar enterrada en algún lugar de la inmensidad del Bos-que Apalachicola. No había ni un ápice de duda.

Al menos, no hasta hoy.

"Eliza, ven conmigo, por favor."

El Doctor Chaudhary. Estaba rígido. Detrás de él, el Doctor Amhali estaba... peor que rígido. Estaba lívi-do. Respiraba como un toro de dibujos animados, Eliza pensó, en su mente refugiándose en inanidad incluso cuan-do ella entendió lo que debe estar pasando, por fin, después de siete años de temerlo.

Oh Dios, oh Dios.

Oh Dioses Estrella.

Otra carta del tarot fue revelada otra vez a su mente y fue dada a ella. Dioses estrella. Le hizo cosquillas en la memoria, pero no podía dejar de pensar en ello. "¿Qué te pasa?", se preguntó ella, pero el doctor Chaudhary ya había dado la vuelta y se alejó, esperando que ella lo siguiera. Y estaban en medio de la nada, en una tierra calien-te y mortal, en el centro de un perímetro militar. ¿Qué otra cosa podía hacer?

∗ ∗ ∗

El misterio había sido revelado. Los cadáveres estaban fuera de la fosa. Karou ni siquiera había considerado esta posibilidad. Se sentía como una violación, como si su hogar hubiera sido invadido.

Algún hogar, pensó. Ella había sido profundamente miserable aquí. Fue un capítulo de su vida que ella no tenía ningún deseo de volver a examinar, y sin embargo, no pudo evitar dar vueltas alrededor, cada vez más carca, mirando hacia abajo en las figuras que se movían debajo de ella. Pasó por delante del sol y vio a su propia sombra —diminuta a la distancia— revolotean como la sombra de una polilla entre la gente de abajo. Ella podía disfrazar-se, pero no su sombra, y alguien —una joven negra— captó un vistazo de ella y miró hacia arriba. Karou movió de nuevo su sombra-polilla lejos.

Podía oler la fetidez de los cadáveres de quimeras incluso desde aquí arriba. Esto era malo. Todo su plan de evitar un conflicto que pusiera a los "demonios" en contra de los "ángeles" se desvaneció en el humo. O más bien, estúpidamente, no en humo.

-Debí haberlos quemado –le dijo a Akiva, cuya presencia sentía a su lado en forma de calor y el revuelo de aleteos- ¿Qué estaba pensando?-

-Yo puedo quemarlos ahora -. Ofreció.

-No -dijo, tras una pausa-. Eso sería peor -¿si todos los cadáveres de repente sufrían de combustión espontánea? No importaba que los serafines mandaran al fuego para hacer una cosa así, se vería... infernal-. No, hay que deshacer esto. Aún así tenemos que seguir adelante.-

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Él no respondió de inmediato, y su silencio era pesado. Fue una bendición que no pudieran verse el uno al otro, porque Karou tenía miedo del dolor que iba a encontrar en los ojos de Akiva, mientras que se movieron más lejos en su propósito aquí, obedeciendo a la cabeza y no el corazón. Volverían a Eretz cuando hubieran hecho su parte aquí, y no antes. Y ¿qué iban a encontrar cuando lo hicieran?

Había una extraña sensación de media muerte que se asentó sobre ella con la conciencia de que lo mejor que podía esperar por el momento no era mucho en absoluto, incluso si tenían éxito aquí y echaran a Jael, sin armas, de vuelta a Eretz. ¿Qué, pues, había para ellos? Ya no había ni siquiera un futuro de diezmo y contusiones ahora, la vida se apretó en torno a los bordes, y le robaba el sabor del "pastel" para endulzar una vida difícil. Pastel para más tarde, pastel como una forma de vida. Todo eso se había ido, asfixiado por un cielo que está cayendose, sombras perseguidas por el fuego: un enemigo que era, simplemente, como Karou había sabido todo el tiempo, demasiado grande para derrotarlo.

¿Cómo se las había arreglado para esperar otra cosa?

Akiva. Él la había convencido. Una mirada de él, y se había encontrado a sí misma dispuesta a creer en lo imposible. Fue una buena cosa que ella no podía verlo ahora. Si el hecho de que él creyera había conseguido que ella creyera de manera tan completa, ¿qué podría hacer un vistazo de su desesperación en ella? Pensó en la de-sesperación que había surgido en todos ellos en la cueva y se preguntó: ¿Había sido la de Akiva? ¿Existía tal oscu-ridad en él?

- Cómo? -él preguntó- ¿Cómo encontramos a Jael?" ¿Cómo? Esa era la parte fácil. Bendice a la Tierra por las telecomunicaciones. Todo lo que necesitaban era

el acceso a Internet y un enchufe para cargar sus teléfonos y poder llamar a algunos contactos. Mik y Zuze proba-blemente les gustaría dejar que sus familias sepan que estaban bien, también. Los dos estaban en el suelo con Vir-ko, a un par de kilómetros de distancia, escondiéndose en el sombra de una formación rocosa. Incluso a la som-bra, era peligrosamente caliente. Motalmente caliente, de hecho; ellos necesitaban agua. También comida. Camas.

El corazón de Karou dolió. Contemplando incluso estas cosas tan básicas de la vida que se sentían como lu-jo indescriptible. Pero es una cuestión diferente de cuidar de las necesidades de sus seres queridos de lo que es cuidar de la propia de uno, y por esa razón tenía en consideración la búsqueda de comida y descanso. Zuzana no había dicho una palabra desde que entró por el portal. Su primer encuentro cercano con "todas estas cosas de guerra" había hecho mella en ella y el resto de ellos no estaban mucho mejor.

-Hay un lugar donde podemos ir -dijo Karou a Akiva-. Vamos a buscar a los demás.-

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46

PASTEL Y DIENTES DE LEON

— ¿Cómo puedes pensar… cómo puedes pensar que yo podría hacer esto?

Eliza estaba aterrorizada. Eso fue mucho peor de lo que ella había temido. Ella ya había adivinado, que el Dr. Chaudhary, había descubierto quien era, y oh, él tenía que, pero no era el alcance de la misma y esto… esto…

Sólo podía ser obra de esa comadreja, Thot. No. Wesel no comenzaría a expresar la depravación de Morgan

Toth Ahora. La hiena, quizás: el carroñero, sonriendo con sus grandes dientes sobre la carnicería que había forja-do.

Ella no sabía cómo él se había enterado de sus secretos- las personas con secretos, no deben hacer enemi-

gos- pero ella sabía que sólo él podría tener acceso a fotos encriptados. "¿Acaso siquiera sabía lo que había hecho al exponer esta tumba al mundo? Más aún La verdadera pregunta es: ¿Acaso importa? Sin embargo, él había sido inteligente, y se mantuvo invisible en todo esto. Ella sólo podía imaginarlo moviendo su flequillo por fuera de su muy alta frente, mientras ponía en movimiento esta catástrofe.

El Dr. Chaudhary, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz. Una táctica que lo dilataba, Eliza lo sabía.

Habían entrado en la más cercana de las tiendas de campaña en la parte inferior de la colina, y el olor de la muerte había llegado a su alrededor, incluso en el frío del aire. Dr. Amhali le había mostrado la transmisión en un ordena-dor portátil, y ella todavía estaba tratando de procesarlo. Se sintió enferma. Las imágenes, sus imágenes, vistas de esa manera, sin el contexto adecuado. Eran horribles. ¿Cuál fue la respuesta en el mundo? Recordó el caos en la Alameda Nacional de hace dos noches. ¿Qué tan malo es ahora?

Cuando el Dr. Chaudhary bajó las manos miró directamente a sus ojos, aunque estaban un poco desenfoca-

dos sin gafas. — ¿Estás diciendo que tu no lo hiciste? - —Claro que no, nunca podría hacerlo.- Dr. Amhali envistió — ¿Niega que sean sus fotografías?- Se volvió para mirarlo. —Yo las tome, pero eso no significa que yo.- —Y fueron enviados desde su dirección de e-mail. —Así que fue hackeado — dijo ella, al borde de la impaciencia entrada en su voz.

Era tan obvio para ella, pero lo único que el médico marroquí podía ver era su propia furia, y culpabilidad, ya que él fue quien los había traído aquí para llevar a su país a la infamia. —Ese mensaje no era para mí—, dijo lealmente Eliza. Se volvió al Dr. Chaudhary, — ¿Le suena a mí? ¿Profano ignominia? Eso no es... Yo no... —. Ella se hundía. Miró las esfinges muertos detrás de su mentor. Nunca le han parecido profanos a ella, y nunca los ángeles parecieron santos, tampoco. Eso no era lo que estaba pasando aquí. —Te lo dije anoche, yo ni siquiera creo en Dios.-

Traducción: Nathalia Tabares Corrección: Brenda CAM

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Pero ella podía ver el cambio en sus ojos, la sospecha, y se dio cuenta demasiado tarde que le recordaba la

noche anterior podría no haber sido la mejor estrategia. Él la miraba como si no la conociera. La frustración brotó en ella. "Si ella simplemente hubiera estado marcada por filtrar las fotos para la prensa, podría haber creído en su inocencia y mostrarse dispuesto a apoyarla."

"Si no hubiera tenido un aparente episodio depresivo en la azotea y llorado lágrimas suficientes para inundar

un desierto. Si no hubiera sido desenmascarada como un profeta hija muerta"… Si, si, si… — ¿Es verdad lo que dicen? — preguntó el Dr. Chaudhary—. ¿Eres tú... ella?- Quería sacudir la cabeza. No era esa chica borrosa con los ojos bajos. Ella no era Elazael. Ella podría haber

cambiado su nombre de manera más decisiva cuando se fugó y derramó esa vida, pero de alguna manera, "Eliza" se había sentido fiel a ella. Había sido su nombre de la protesta secreta como un niño, el interior " normal " se ha-bía aferrado en el juego de fingir y de escape mental. Elazael podría tener que arrodillarse en oración hasta que sus rodillas estuvieran al rojo vivo, o el canto hasta que su voz fuera tan áspera como la lengua de un ga-to.”Elazael" podría verse obligado a hacer muchas cosas, muchos y más-que no quería hacer. Pero ¿Eliza?

Oh, ella estaba jugando fuera. Normal como el pastel y libre como los dientes de león. Vaya sueño. Y así había mantenido el nombre, y lo vivió como pudo: pastel y los dientes de león. Normal y libre, aunque

en realidad se había sentido siempre como un acto. Aun así, desde la edad de diecisiete años en adelante, que era Elazael, el yo secreto, encerrado en el interior, y Eliza, que vivía en el exterior, como el príncipe y el mendigo, cambió de lugar: la elevada y la otra despojada.

Por supuesto, el príncipe y el mendigo, se recordó ahora, habían cambiado de regreso con el tiempo. Pero

eso no iba a pasar con ella. Nunca sería Elazael de nuevo. Pero ella sabía que no era lo que quería decir el Dr. Chaudhary y así, de mala gana, ella asintió con la cabeza.

—Yo era ella—, lo corrigió — Me fui, Corrí fuera, y lo odié, odié eso—. Ella tomó una respiración profunda. El

odio no era la palabra correcta. No había ni una palabra adecuada; no había ni una palabra lo suficientemente grande para la traición que Eliza sintió; mirando hacia atrás, en su infancia, con una comprensión adulta de la se-riedad con que había sido abusada y explotada.

Desde los siete años. Inició en el hospital con un marcapasos y un nuevo terror tan grande que borró incluso

su miedo a su madre. Desde el primer momento en que su "don" se dio a conocer, se había convertido en el foco de todas las energías y las esperanzas de la secta.

El toque constante, de diferentes manos. Sin soberanía sobre su propio yo, Jamás. Y ellos confesando sus

pecados y pidiéndole perdón, diciendo no a sus cosas desde los siete años de edad, no podía dejar de escuchar, y mucho menos castigar. Sus lágrimas se recogieron en viales, con los recortes de uñas muelen en un polvo y se mezcla en el pan de comunión. ¿Y su primera menstruación? Tuvo que apartar sus pensamientos de aquella. Todavía era demasiado fuerte, una gran pena, a pesar de que fue hace media vida. Y luego estaba, además, el sueño.

A los veinte y cuatro años, Eliza nunca había pasado la noche con un amante. No podía soportar la idea de

tener a alguien en la habitación con ella. Durante diez años, había sido hecha para dormir sobre una tarima en el centro del templo, donde la congregación se agrupaba en torno a su base. Querido dios. La respiración silbante, llorando, ronquidos, tos. Susurrando. Incluso, a veces, en mitad de la noche: Rítmico, jadeante que ella no había entendido hasta mucho más tarde.

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Ella nunca sería capaz de raspar y retirar de la memoria, la respiración colectiva, no bienvenida, de decenas

de personas que la rodeaban en la noche. Ellos habían estado esperando en el sueño para visitarla. Con la esperanza. Orando. Como Buitres, ávidos de

retazos de su terror. Si ellos no pueden tener el sueño por sí mismos, querían estar cerca de él. Como si sus gritos pudiesen impartir la salvación, o mejor aún, como si tal vez, sólo tal vez, podría estallar sin ella - el sueño, los monstruos, terrible y horrible y terrible por siempre, amen - y a difundir su aniquilación, a la aflicción de los peca-dores por todas partes, y la glorificación de los elegidos: ellos mismos.

Como si Eliza pudiera ser la fuente real del apocalipsis. Gabriel Edinger había conseguido helado para pesadilla, y ella había conseguido eso. —Todavía lo hago. Yo todavía los odio— ella dijo ahora, tal vez un poco con demasiado fervor. Dr. Chaud-

hary se había puesto las gafas de nuevo, y sus ojos eran cautelosos tras ellos. Cuando habló, su voz tenía la delica-deza para hablar con las personas en su sano juicio.

—Deberías habérmelo dicho —dijo, con una mirada al Dr. Amhali. Se aclaró la garganta, evidentemente in-

cómodo. —Esto podría ser considerado como un... un conflicto de intereses, Eliza.- — ¿Qué? No hay conflicto. Soy un científico.- —Y un ángel—, dijo el médico marroquí con una mueca de desprecio. ¿Quién se burla? se preguntó Eliza, pálida. Ella había pensado que era algo que sólo los personajes de los li-

bros hacían — No estamos... me refiero a que no lo son. Ellos no tienen la pretensión de ser ángeles —, dijo ella, sin saber por qué estaba haciendo ninguna explicación en su nombre.-

—Perdóname, por supuesto que no— Dr. Amhali era todo un escalofrío sarcástico — Los descendientes de.

Ah, y encarnaciones de, no nos olvidemos de eso—. Él la apuñaló con una mirada mordaz. — ¿Visiones apocalípti-cas, querida? Dime, ¿todavía las tienes? — le preguntó a ella como si fuera peor que absurdo, como si la propia noción profanara la religión decente y debiera ser castigado.

Ella sintió la disminución, la reducción en la cara de la doble acusación y el desprecio. Desapareció. Ella no

era Eliza, en este momento, en esta tienda de campaña, a los ojos de estos hombres. Ella era Elazael. Yo no soy ella, yo soy yo. Cuán desesperadamente quería creerlo. — Dejé todo eso atrás —, dijo—. Me fui. — La última parte fue enfática, porque todavía parecía sencillo para ella. Me fui. ¿No significa algo?

—Debe haber sido muy difícil para ti.- dijo el Dr. Chaudhary. No se trataba de lo que no debía decir. En otras circunstancias, esta conversación podría haber llevado allí: a

su legítima compasión en el rostro de la historia de su vida. Maldita sea, había sido difícil para ella. Ella había te-nido nada, sin dinero ni amigos, ni lo mundano en absoluto. Nada más que su cerebro y su voluntad, el primero no se le había dado una educación y el segundo a menudo castigado que se había atrofiado lamentablemente descui-dó. No atrofiado suficiente. Beso a mi voluntad, eso podría haber dicho a su madre. Usted nunca me lastimaría.

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Pero en estas circunstancias, y en el tono en que lo dijo-esa delicadeza rebuscada, de condescendiente in-

dulgencia- que no era lo correcto que decir, tampoco. — ¿Difícil? —Regresó —. Y el Big Bang fue sólo una explo-sión. –

Ella había dicho para él la noche anterior, en broma. Ella había sonreído irónicamente y él se echó a reír. Lo

dijo con el mismo espíritu ahora... Bueno, más o menos... pero el Dr. Chaudhary levantó las manos en un gesto tranquilizador.

—No hay necesidad de molestarse —, dijo. ¿No hay necesidad de molestarse? No es necesario. ¿Qué significa eso? ¿No hay ninguna razón? Porque le

parecía a Eliza que tenía un montón de razones. Ella había sido enmarcada y marginada. Su anonimato duramente ganado había sido arrebatado de ella, su credibilidad profesional de ahora en adelante se enreda con la historia de que había luchado tan difícil de ocultar, ni siquiera mencionar esta alegación vicioso y el daño que podía hacer con ella, las ramificaciones legales de romper sus acuerdos de confidencialidad, y... el infierno, las secuelas de violencia en el mundo. Pero la razón más inmediata fue tomando forma en esta tienda de materiales peligrosos, en compa-ñía de dos hombres presuntuosos empeñados en tratarla como a su figura de cartón de una víctima perdida hace mucho tiempo.

Por reflejo echó un vistazo a la pantalla del portátil que le había mostrado su perdición. Estaba congelado en

esa vieja foto de ella, con el mismo viejo subtitulo.” PROFETA DE NIÑOS DESAPARECIDOS, SE CREE ASESINADA POR CULTO.”

—No estoy molesto— dijo, tomando una serie de respiraciones medidas. —Yo no te culpo por lo que eres, Eliza—, dijo Anuj Chaudhary —. No podemos cambiar de dónde venimos.- —Bueno, eso es generoso de su parte.- —Pero tal vez es hora de buscar ayuda. Has pasado por mucho. - Y ahí fue cuando las cosas empezaron a ir hacia los lados. Él todavía tenía las manos en alto, en –no vamos a

hacer nada precipitado- de manera que Eliza se limitó a mirarlo. ¿Qué fue todo eso? Actuaba como si estuviera histérica, y por un segundo, que hizo dudar de sí misma. ¿Se había levantado la voz? ¿Estaba con los ojos abiertos y las fosas nasales-acampanada, ¿cómo una especie de lunático? No. Ella estaba allí de pie, con los brazos a los costados, y habría jurado por nada vale jurar si había algo digno de jurar que no parecía una locura.

Ella no sabía cómo reaccionar. Reunió un sentimiento extraño de impotencia para hacer frente a una res-

puesta tan exagerada —Con lo que yo necesito ayuda— dijo ella—, demuestrar que no hice esto.- —Eliza. Eliza. No importa ahora. Vamos a llevarte a casa, y te preocupas por eso más tarde. - El corazón le empezó a latir con fuerza en sus oídos. Fue la ira, era la frustración, y que era otra cosa. Libre

como los dientes de león, recordó. Normal como el pastel. Bueno, tal vez no es normal. Tal vez no siempre, pero ella sería libre. Ella miró a su mentor, este hombre digno de la razón y el intelecto raro que estaba de pie a ella como una especie de paradigma de la iluminación humana, y ella sintió que su hipocresía pesaba contra ella, la verdad de su propio nuevo conocimiento y no hubo concurso — No—, dijo ella, y oyó su voz, que se había vuelto

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blanda y resbaladiza con su propia vergüenza, desprenderse de toda debilidad. —. Vamos preocúpese por eso ahora. –

—No creo.- —Oh, usted piensa en la abundancia. Pero se equivoca —. Un movimiento de su mano hacia el ordenador

portátil y todo lo que representaba, con su programa de noticias de congelación y enmarcado — Morgan Toth hizo esto. Mire dentro de ella. La verdad es lo que va más allá de él, yo no esperaba que lo entendiese. Él podría ser inteligente, pero es un estanque poco profundo. Usted, sin embargo—. Una vez más se trató de interponer, y de nuevo Eliza le hizo callar — Me esperaba más de usted. Tienen dioses que dan un paseo por los pasillos de su "pa-lacio mental “—. Puso buenas, citas del aire de grasa alrededor de eso — Y están tratando de no tropezar con el... ¿qué era? Los delegados de la Ciencia, para que puedan mantenerlo cordial ahí. Así es como la mente abierta, era usted, ¿verdad? Y ahora que ha visto ángeles, y usted ha tocado quimera—. Quimera. La palabra se acercó a ella de la misma manera que Dioses estrella tenían: una carta volteada al revés. —Usted sabe que son reales. Y sabe-seguramente sabe-que, siempre han existido, ellos han estado aquí antes. Todos nuestros mitos e historias tienen un origen real, físico. Esfinges. Demonios. Ángeles.

Tenía el ceño fruncido, escuchando.

— ¿Pero la idea de que podía ser descendiente de uno? ¡Ahora eso es una locura! Eliza debería ir a casa y conse-guir ayuda, y por amor de Dios, mantener el infierno fuera de mi mente—. Ella se echó a reír, sin alegría. "Tú no eres mi tipo” mujer de botas. Esto debe ser tan difícil para usted, doctor. -

Él negó con la cabeza. Parecía dolido. —Eliza. Eso no es todo. – —Le diré lo que "eso" es—, dijo ella, pero ella se aferró a él, por un segundo, preguntándose si realmente

iba a hacerlo. Dile a él. Aquí. A estos hipócritas, hombres que dudan. Ella miró a uno ya otro, de la consternación de dolor del Dr. Chaudhary y... vergüenza, para ella,- para su desilusión, su triste fachada a temblar el desprecio- del Dr. Amhali. No es la mejor audiencia para una revelación, pero al final no importaba. Nuevas certezas de Eliza habían crecido más allá para poder ocultarlas.

—Mi familia—, dijo — son miserables, vicioso, gente sin piedad, y nunca voy a perdonarlos por lo que me

hicieron, pero... tienen razón—. Ella levantó las cejas y se volvió hacia el doctor Amhali — Y sí, yo todavía tengo visiones, y las odio. Yo no quiero creer nada de eso. Yo no quiero ser parte de eso. Traté de escapar de eso, pero no importa lo que quiero, porque lo soy. Es curioso, ¿no? Mi destino, es mi ADN. —. Volvió al Dr. Chaudhary. — Esto debería mantener a los delegados de la Ciencia y la fe ocupados discutiendo en los pasillos. Yo desciendo de un ángel. Es mi maldito destino genético.-

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EL LIBRO DE ELAZAEL

No había nada ya, no luego de eso. Luego de que ellos la llevaron a su lugar, cada par de ojos en ella, maliciosos y prejuicio-sos. La metieron al auto y dieron un portazo a la puerta, le ordenaron volver a Tamnougalt para esperar el escolta que la llevaría a casa. Fueron un par de horas de viaje, el seco paisaje del pre—Saharan del Valle de Drâa rodeándola en todas di-recciones, y no tenía nada que la distrajera más que su indignación y veloz exaltación.

Bueno, nada más que eso y… todas las cosas sabidas y enterradas.

Todas las cosas exaltantes. Una esquina que sobresale de una llanura inundable –tal vez una barrica o tal vez un mundo. Todo lo que ella tenía que hacer era soplar para desaparecer el polvo. Eliza empezó a reírse. Allí en el asiento trasero del auto, la risa salía de ella como un nuevo lenguaje. Más tarde, cuando los agentes del gobierno llegaron para buscarla, el

conductor debía informar de ello, como preámbulo a la explicación de lo que pasó después. Después de que ella dejo de reír.

*** De vuelta en “Los buenos viejos tiempos” cuando ella no tenía nada de qué preocuparse, más que de construir un ejército de monstruos en un castillo de arena gigante en el desierto. Karou había manejado periódicamente, una oxidada camioneta a través de la tierra llena de baches y derecho por las carreteras hasta alcanzar Agdz, el pueblo más cercano don-de quizás ella, con su cabello cubierto, pasó desapercibida como una hija mientras compraba alimentos y otras cosas. Bolsas enormes de cuscus, cajas y cajas de vegetales fibrosos, pollos por montón, dátiles y albaricoques secos.

Ella miro hacia abajo, a Agdz, ahora desde el cielo. Antigua. Ella paso sobre él, sintiendo una atracción por lo que es-taba en su camino, y siguió. Su destino estaba un poco más alejado, y era algo más memorable. Ella pudo ver el palmeral primero, un oasis, el verde sorprendentemente esparcido como pintura en el piso marrón. Y ahí, dentro: las paredes de lodo, desmoronándose, como las paredes de lodo desmoronadas que habían dejado atrás. Otro kasbah. Tamnougalt. Tiene un hotel, Karou recordó, el tipo de lugar fuera—del—camino que permite un tranquilo interludio para su pequeña, y extraña banda, pero tampoco tan lejano como para no poder buscar lo que necesiten.

—Podemos recomponernos aquí—, dijo ella—. Ellos deben tener Internet y electricidad. Duchas, camas, agua. Comi-da.— Sus pequeñas motas-de-sombra crecieron más largas mientras descendían para llegar hasta ellos, y se pusieron a sí mis-mos a la sombra de las palmeras y soltaron sus encantamientos. Karou miro a sus amigos primero. Zuzana y Mik se veían

débiles y deshidratados, sudorosos y mostrando síntomas de quemaduras solares –Nota Mental: Te puedes quemar mien-tras eres invisible— pero lo peor era la tención grabada en sus expresiones, y la debilidad en sus ojos los hacía ver inesta-bles, no totalmente presentes. Bloqueados.

¿Qué había hecho, llevándolos a la guerra?

Luego miro a Virko, todavía con miedo de lo que vería en los ojos de Akiva. Virko, quien ha sido teniente del Lobo, y uno de los que la dejaron sola con él en el pozo. El único que miro atrás, cierto, pero aun así la dejo. Él había salvado las vidas de Zuzana y Mik también. Él era incondicional y degradado, muy acostumbrado a los rigores del vuelo y de la batalla — no tenía quemaduras causadas por el sol, ni parecía fatigado, pero la tención estaba en su cara, y la asombro. Y todavía la ver-güenza, Karou pudo verla. Ha estado ahí desde lo ocurrido en el pozo, en cada mirada.

Ella le dio una mirada que esperaba fuera clara y enfocada y asintió. ¿Perdón? ¿Gratitud? ¿Compañerismo? Ella no lo sabía bien. Él le devolvió el asentimiento, aunque, con una solemnidad que fue como una ceremonia, y luego, finalmente, Karou miro hacia Akiva.

Traducción: Meli Montiel Corrección: Brenda CAM

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Ella no lo había visto realmente desde el portal. Lo había visto, en breves momentos, cuando no utilizaban el hechizo,

y ella ha estado cada segundo, sintonizada a su presencia, pero no lo había mirado, no a su cara, no a sus ojos. Tenía miedo, y…tenía razón al tener miedo.

Su dolor era discreto, tan retraído que hacía que el dolor de ella saltara directo a la superficie, suficientemente puro para un diezmo, pero esa no era la peor parte. Si solo fuera el dolor, ella habría encontrado una forma de ir hacia él, para

tomar su mano, como ella la tenía en el otro lado del portal, o incluso por su corazón, como ella lo tenía en la cueva. Noso-tros somos el comienzo.

¿Pero…el comienzo de qué? Karou se preguntó, desolada, porque había ira en los ojos de Akiva, también, y una im-placabilidad que era aprueba de errores. Había odio, y eso era venganza. Era terrorífico, y eso la congelo en su lugar. Cuando ella tuvo el primer contacto visual en Jemma en Marruecos, él fue absolutamente frio. Inhumano, despiadado. Lo que ella había visto en él luego fue venganza como hábito, y furia enfriada por años de entumecimiento.

Más tarde en Praga, ella había visto su humanidad volver a él, como ver derretirse su corazón de hielo. Ella no fue capaz de apreciar eso completamente todo el tiempo, porque no había entendido que significaba, o de que estaba regresan-do, pero ahora lo hacía. Él se había resucitado a sí mismo— al Akiva que ella había conocido hace tanto tiempo, tan lleno de vida y esperanza—o al menos, él había intentado. Ella igual no había visto su sonrisa, de la manera que lo hacía antes, una sonrisa tan hermosa que canalizaba la luz del sol y la hacía sentir ebria de amor, mareada y firme al mismo tiempo, perfec-

tamente, conectada al mundo con gracia— Tierra y cielo, alegría y él. Todo lo palidece además de ese sentimiento. Raza no era nada, y traición solo era una palabra. Ella estaba solo empezando a sentir que esa sonrisa era posible otra vez, y el esfuerzo y lo correcto también, pero, mirando a Akiva ahora, eso se sentía muy distante otra vez, al igual que él.

Y ella lo entendío, hubo bastantes miles de soldados ilegítimos que últimamente como el año pasado, y el empuje

frenético final de la guerra habían reducido ese número a los que ella conocía de las Cuevas Kirin. Akiva ha soportado eso, sobrevivido a eso, y luego él tuvo que soportar y sobrevivir la muerte de Hazael, y ahora él estaba aquí, a salvo, mientras posiblemente— probablemente— perdía al resto.

Lo que Karou vio en él fue venganza aun derretida, y eso estaba mal, eso no estaba donde se suponía que estuviera, pero se sentía…inevitable. Brimstone le había dicho, justo antes de su ejecución, “Que permanecer fiel a la cara del mal es una proeza de fuerza”, pero tal vez, pensó Karou, enferma de corazón, que era sólo demasiado esperar. Tal vez esa fuerza fuera demasiado pedir para cualquiera.

El sentimiento de la muerte de la mitad estaba con ella todavía. Se sentía aplanada, o ahuecada. Otra vez.

Ella giro hacia sus amigos y, con esfuerzo, hablo casi suavemente— ¿Pueden ir dos de ustedes adentro y conseguir un cuarto? Quizás es mejor si el resto de nosotros no somos vistos.

Ella pensó— esperó —, que Zuzana quizás haría algún comentario sarcástico a lo que dijo, o sugerir que montaran en la espalda de Virko o algo, pero no lo hizo. Solo asintió.

— ¿Te das cuenta? —, Mik preguntó, en un generoso intento de empujar algo de Zuzanidad en Zuzana—, ¿Que nues-

tros tres deseos están por volverse realidad? No sé si ellos tendrán pastel de chocolate, pero…..— Zuzana no lo dejo terminar —Voy a cambiar mis deseos de igual manera—, ella dijo, y los contó con los dedos. —

Uno: que nuestros amigos estén a salvo. Dos: Que Jael caiga muerto, y tres….— Lo que sea que ella pensaba decir a continuación, no lo gestiono. Karou nunca había visto a su amiga lucir tan perdida

y frágil. Ella la interrumpió —Si no incluye comida—, le recordó a su amiga gentilmente, —. Es una mentira. Al menos, eso me han dicho. —

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—Está bien— Zuzana tomó una respiración profunda, centrándose a sí misma. — Entonces yo podría usar algo de paz

mundial para la cena—. Era toda una intensidad de ojos oscuros. Algo estaba perdido en ella. Karou lo noto y lloro su muerte. La guerra causa eso, nada se podía hacer. La realidad nos sigue golpeando. Tu cuadro enmarcado de la vida se rompió, y uno nuevo es puesto frente a ti. Es feo, y ni siquiera quieres verlo, dejarlo colgado en la pared, pero no tienes opción, una vez que sabes. Que realmente sabes.

¿Y quién iba a ser Zuzana, ahora que este conocimiento era suyo?

—Paz mundial para la cena— dijo Mik, rascando su insípida barba—. ¿Eso viene con patatas fritas? —

—Eso debe jodidamente venir con patatas— dijo Zuzana —. O lo devolveré. —

***

El nombre del ángel era Elazael.

La iglesia lo encontró por sus descendientes— y ellos prefieren el término iglesia en lugar de culto, naturalmente — fue llamado el Mano Rápida de Elazael, y cada niña nacida en la línea de sangre fue bautizada Elazael. Si, luego, en la puber-tad, ella no manifiesta “el regalo”, era bautizada con otro nombre. Eliza ha sido la única en setenta y cinco años en aferrarse a ello, y frecuentemente pensó que la peor cosa de todo— la cereza en el pastel de la horrible educación— era la envidia de otros.

Nada brilla en los ojos como la envidia. Solo algunos pocos pudieron saber tan profundamente esto como ella. Tenía que ser algo especial, crecer sabiendo que cualquier miembro de tu gran familia probablemente te mate y te coma si es signi-fica que pueden tener tu “regalo” para ellos mismo, estilo Renfield.

La Mano Rápida era matriarcal, y la madre de Eliza era la suma sacerdotisa actual. Las convertidas fueron llama-das”primas”, mientras que aquellas de la sangre – veneradas aunque no tuvieran su “regalo”— fueron “Las Elioud”. Este fue el término, en textos ancianos, para la descendencia de los mejor conocidos como “Nephilim”, quienes eran el fruto de ánge-les relacionados con humanos.

Era notable que en la sagrada Escritura Nephilim, ambos bíblico y apocalíptico, todos los ángeles fueran hombres. El Libro de Enoch – un texto que no estaba permitido, salvo para los Judíos de Etiopía— cuenta sobre el líder de los Ángeles Caídos, Samyaza, ordenándole a sus 119 caídos, esencialmente, a ponerse a trabajar.

—Engendren niños—, él ordenó y ellos cumplieron, y no se hizo ninguna mención sobre cómo se sentían las mujeres

humanas sobre esto. Sorprendente en los escritos de la época, las madres tenían toda la audacia de los platos petri, y sus progenitores que se expandieron por todo su seno— acompañado por un sumiso y extremo desconformo— eran gigantes y “mordedores”, lo que sea que eso significara, a quienes Dios más tarde ordenó a el arcángel Gabriel destruir.

Y tal vez él lo hizo. Quizás ellos existieron, todos ellos: Gabriel y Dios, Samyaza y su banda y todos sus enormes y be-bés mordedores. ¿Quién sabe? El Elioud desechó el Libro de Enoch como absurdo, que era como llamar maceta a la tetera negra, Eliza siempre había pensado, ¿pero no era eso lo que las religiones hacen? Señalarse los uno a los otros y decir, —Mi improbable creencia es mejor que la tuya. Jódete

Más o menos. La Mano Rápida tenía su propio libro: El Libro de Elazael, por supuesto, de acuerdo con este no eran doscientos Án-

geles Caídos. Eran cuatro, dos de los cuales eran mujeres, uno de ellos fue obsequiado. Víctimas de la corrupción de los Án-geles de alto rango, ellos fueron mutilados y desterrados injustamente del Cielo hace mil años. Que pasó con los otros tres Caídos, o que hicieron o si engendraron algunos de los suyos, es desconocido, pero Elazael, por su parte, por medio de rela-ciones con un humano, dio frutos y se multiplicaron.

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. (Como una nota aparte, eso dice mucho sobre la inusual infancia y educación temprana de Eliza— o la falta del mis-

mo— ella era una adolecente antes de aprender que el cuerpo gobernante de Estados Unidos era llamado “Congreso.” En su mundo, eso significa el acto que lleva a “Engendrar” Fornicar. Dar frutos. Hacerlo. Como consecuencia, congreso sigue so-nando sexual cada vez que ella la escuchaba— que, viviendo en Washington D.C., era seguido)

En el libro de Elazael, al contrario del el libro patriarcado de Enoch, o Génesis, el ángel no era el que daba, o cedía, era el que recibía. El ángel era madre, era engendradora, y por crédito de la naturaleza o la alimentación, no eran monstruo-sos.

El libro de Elazael no fue escrito sino hasta el siglo dieciocho— por una esclava liberada llamada Seminole Gaines que se casó en el clan matrilineal y se convirtió en la más carismática evangelista, haciendo crecer a la iglesia, a su altura, a un número cercano a ochocientos adoradores, muchos de los que también eran esclavos liberados. Del mismo ángel Elazael, el escribió que ella era “De ébano negro y ojos blancos y amarillos fuego.” pensó, viviendo ochocientos años luego de que ella lo hizo, ella era una fuerte e implacable fuente. Más allá de la obvia y masiva herejía – una madre ángel negra; no, aun mejor: Una Caída negra madre ángel— el libro era en realidad bastante ortodoxo, lo suficiente deliberante para poder casi haber sido el resultado de una época de magnética poesía, Edición Bíblica.

Ya saben, si la poesía magnética hubiese existido en el tardíamente siglo dieciocho. O refrigeradores.

En cualquier caso, lo que Eliza quería saber sobre su herejía no podía ser encontrado en el libro de Elazael. Al menos no en esa edición. El verdadero Libro de Elazael no estaba con ella.

Ella…conteniéndolo. No en su sangre, pensó que solo aquéllos de sangre lo tenían. Lo era, de hecho, codificado en el hilo que era su vida, esa alma aferrada a su cuerpo que no sería encontrada en ningún diagrama de anatomía alguna vez di-bujado en este mundo. Ella no sabía eso, incluso si se sentía de cabeza, en el asiento trasero de un auto en una larga y dere-cha carretera.

Directo en el corazón de la locura que reclamaron todas y cada una de las “profecías” por venir ante ella.

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HAMBRE Allí no habían papas fritas como habrían en Tamnougalt, y, con lo que Zuzana consideraba una descarada

violación a las leyes de hospitalidad, no había chocolate tampoco, excepto en forma líquida, es decir, que el choco late caliente no se podía cortar en ése estado.

Pero aunque ella estaba suficientemente de vuelta su “yo” de antes como para anhelar estas cosas, no es-taba lo suficientemente de vuelta como para quejarse de ellas.

Y jamás volveré a ser la misma, pensó malhumoradamente, sentada en la sombra, en la terraza de su nueva kasbah. Bueno, no nueva, obviamente. Nueva para ella. Era extraño ver a la gente deambulando en su calzado de cuero genial, en casa en este lugar que le recordaba tanto a un “Castillo monstruoso”. Solo con pocos adornos ho-gareños, como unos tambores bereberes y cojines en alfombras polvorientas, candelabros con años de gotas de cera derretida. Oh, y electricidad y agua corriente. Un poquito de civilización.

Aunque Zuzana dudaba que cualquier tipo de agua corriente jamás competiría con las geniales piscinas de aguas termales en las cuevas Kirin. Después de que Karou los dejara a ella y a Mik solos ahí, ellos se habían entre-gado al sueño de llevar personas a las cuevas desde la Tierra, no ricos turistas aventureros, tampoco, pero gente que necesitaba y merecía “Las aguas curativas”. Ellos habían sido llevados en los cazadores de tormentas, y dur-mieron en frescas pieles dentro de viviendas pertenecientes a viejas familias. Luz de velas y música del viento, un banquete debajo de estalactitas en la gran cueva. Imagina, ser capaz de dar la experiencia a alguien más.

¡Y a Zuzana ni siquiera le gustaba la gente! Tenía que ser la buena naturaleza de Mik influenciándola, lo qui-siera o no.

De momento ellos tenían la terraza para si mismos. Los otros estaban en el dormitorio, escondidos, dur-miendo, y haciendo investigaciones. Mik y Zuzana se encargaron de obtener comida para todos, así que ahí esta-ban, con un par de menús extendidos frente a ellos en un mantel plastificado.

No habían hablado sobre la batalla. ¿Qué tenían que decir? Hey, Virko, seguro destrozaste a ese ángel, ¿huh?, como si fuera una gallina cociéndose a fuego lento, lista para que su carne se desprendiera. Zuzana no que-ría hablar sobre eso, y tampoco quería hablar de las otras cosas que había visto mientas escapaban, no quería comparar notas y saber lo que sea que Mik hubiese visto también. Lo hubiese hecho más real, si lo hicieran. Como observar a Uthem, cuyo collar fue hecho por ella misma, enfrentarse a media docena de Dominantes. Y Rua, la Dashnag quien había llevado a Issa mientras atravesaban el portal. ¿Cuántos más?

—¿Sabes qué? —dijo Zuzana. Mik la miró inquisitivamente—. Voy a levantar una queja. ¿Porque molestar-se en vivir si no me puedo quejar sobre la ausencia del chocolate? ¿Qué clase de vida sería?—

—Una inspida —dijo Mik—. Pero, ¿qué ausencia de chocolate? ¿Qué hay de malo con esto? — dijo seña-

lando el menú.

—Será mejor que no te metas conmigo. — —Yo nunca bromearía con el chocolate —dijo él, con la mano en el corazón— Mira, te estás perdiendo una

página. —

Traducción: Anna MarAl Corrección: Vane_B

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Ella se la estaba perdiendo. Y ahí había, en blanco y negro en el menú de Mik, deletreado, cada símbolo, en

cinco idiomas, como si “CHOCOLATE” no fuera universalmente entendible:

gateau au chocolat torta di cioccolato pastel de chocolate schokoladenkuchen chocolate cake

Entonces el camarero llegó a tomar su orden, y ella dijo:

—Ordenaremos primero el pastel de chocolate, y lo comeremos mientas tú preparas el resto, así que tráigalo pri-mero, ¿de acuerdo? —El mesero les dijo —con tal golpe que Zuzana se quedó con una inadecuada expresión de arrepentimiento— que “Estaban sin pastel de momento”.

…Ruido de estática…

Pero ahí fue cuando Zuzana sintió la naturaleza del cambio en si misma con certeza, porque la falta de cho-colate no era un “gran problema”. Sus líneas de contexto fueron rediseñadas, y la línea de “Gran problema” había sido arrastrada hacia el infierno y de regreso.

—Bueno, eso es una decepción —dijo ella— pero, supongo que sobreviviré. —

Las cejas de Mik se levantaron.

Ordenaron y preguntaron si podían llevarles la comida a la habitación, y el mesero revisó por tercera oca-sión la cantidad de kebabs y pimientos, panes planos y omelets, fruta y yogurts. “Pero esto es suficiente como… para 20 personas” les recordó varias veces.

Zuzana lo miró llanamente.

Estoy realmente hambrienta.

* * * Eliza ya no se reía. Ella estaba… hablando. O algo parecido.

El conductor estaba al teléfono, gritando por encima del sonido de su voz, incluso mientras corría por la larga carretera.

—¡Algo está mal con ella! —él gritó— ¡No lo sé! ¿No puede escucharla? –dijo, torciendo el brazo para sos-tener su teléfono lo más cerca posible de ella y que pudiera oír su desvarío. Perdió su agarre sobre el volante por un momento, desviándose entre chirridos de goma.

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La chica en el asiento trasero estaba sentada, derecha, con los ojos brillosos y la mirada fija, hablando sin cesar. El conductor no reconocía el idioma. No era árabe, francés o inglés, y él hubiese reconocido el alemán, es-pañol o italiano al escucharlos. Esto era algo distinto, indescriptible alienígena. Era algo con susurros aflautados y sonidos de viento, y esta joven, manteniéndose rígidamente en el asiento… hablando en cascada como si estuviera poseída, sus manos moviéndose hacia atrás y adelante en movimientos como si soñara bajo el agua.

—¡¿Oye eso?! —gritó el conductor— ¿Qué debo hacer con ella? —. Girando la cabeza maniáticamente ha-cia atrás y al frente, entre la carretera y el espejo retrovisor, y le tomó… tres, cuatro, cinco de esos rápidos giros de cuello incrédulos antes de darse cuenta finalmente de que lo que veía en el espejo retrovisor era cierto.

Las manos de Eliza se movían ligeramente hacia adelante y atrás como si flotara.

Porque ella lo estaba haciendo.

El conductor pisó el freno.

Eliza se estrelló con el asiento de enfrente y cayó al suelo. Su voz se cortó y el auto derrapó, chocando su hombro con violencia y sacudiendo el cuerpo inerte de Eliza entre los asientos, molesto por detenerse repentina-mente el conductor trató de arrancar el vehículo y dirigirlo a la carretera.

Lo hizo por fin, y gritó, y al arrancar la puerta para abrirla saltó a la nube de polvo que había hecho.

Ella estaba inconsciente. Él sacudió su pierna, entrando en pánico.

—¡Señorita! ¡Señorita! — el era solo un conductor. No sabía qué hacer con una mujer loca, estaba más allá de sus capacidades, y ahora tal vez, él la había matado.

Ella se movió.

Alhamdulillah. El respiró. Alabado sea Dios. Pero su alivio duró poco. Tan pronto como Eliza se levantó —sangre comenzó a salir por su nariz, llamativa

cayendo por toda su boca y mentón— luego cayó hacia atrás de nuevo en ese desvarío de otro mundo, el sonido que el conductor más tarde afirmaría, desgarró hasta lo profundo de su alma.

* * *

—Roma —dijo Karou, tan pronto como Zuzana y Mik volvieron a la habitación—. Los ángeles están en el Vaticano. —

—Bueno, eso tiene sentido. —Zuzana respondió, decidiendo no decir lo que pensó primero, que tenía que

ver con la feliz frecuencia del chocolate en Italia— ¿No se han apoderado de algún arma todavía? — —No —dijo Karou, pero se veía preocupada. Bueno. Preocupada era una más de las cosas que se veía.

Añadiendo a la lista: abrumada, agotada, desmoralizada, y... solitaria. Tenía de nuevo ésa postura de “perdida”, sus hombros hacia adelante, cabeza baja, y Zuzana no dejó de notar que se alejaba de Akiva cada vez que lo veía.

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—Los embajadores y secretarios de estado y han estado hablando entre ellos hasta la muerte. –comentó Karou—. Algunos están a favor de armar a los ángeles, otros en contra. Aparentemente él no ha dado la mejor impresión. Aun así, grupos privados se están alineando para ofrecer su apoyo, y sus arsenales. Están tratando de obtener acceso para hacer ofertas, pero hasta ahora se les ha negado, por lo menos, oficialmente. Quién sabe, tal vez han sobornado a alguien dentro del Vaticano para avisar a Jael. Uno de los grupos, es el culto a los ángeles de Florida, que aparentemente tiene todo un arsenal listo —se detuvo, considerando sus palabras—. El cual no suena espantoso del todo. —

—¿Cómo te enteraste de todo esto? —preguntó Mik maravillado.

—Mi falsa abuela —Karou respondió, señalando su teléfono conectado a la pared—. Tiene muy buenos

contactos. Zuzana sabía de la falsa abuela de Karou, una gran dama belga que tuvo la confianza de Brimstone por muchos años, y la única de sus colaboradores con la que Karou tenía una relación verdadera. Era estupendamente rica, y aunque Zuzana nunca la conoció, no creía que fuera alguien cálida. Había visto las tarjetas de navidad que le mandaba a Karou, y eran tan personales como las que te dan en el banco lo que —lo que estaba bien, excepto que Zuzana sabía que su amiga las anhelaba más, y golpearía a cualquiera que la decepcionara.

Ella solamente estaba medio escuchando a Karou y Mik hablar sobre Esther. Observaba a Akiva en su lugar. Él estaba sentado en el borde de la ventana, con las persianas detrás de él, las alas visibles, caídas y tenues.

Él la miró a los ojos brevemente, y después de que superó a la primera sacudida que siempre recibía de mi-rar Akiva, —Tenías que luchar con tu cerebro para convencerte de que era real; Enserio, eso es lo que era mirar a Akiva; su cerebro quería decir: “¡Bah! Imposible, obviamente es Photoshop”, incluso cuándo lo tenía frente a ella— Percibió una tristeza que arrasaba con él.

Nada nunca podía ser fácil para esos dos.

Su “noviazgo”, si es que podrías llamarlo así, era como tratar de bailar en medio de una lluvia de balas. Ahora que por fin habían llegado al borde de algo comprensible, la pena se postró como una nueva cortina entre ellos.

No puedes arrastrar esa cortina a su lugar.

El dolor persiste. Puedes aplastarla y pasar sobre ella, ¿o no? Si ellos estaban destinados a sufrir, Zuzana se preguntaba, ¿Podrían ellos por lo menos sufrir juntos? Y cuándo llamaron a la puerta, con la comida, pensó que tal vez ella pudiera ayudar. Por lo menos con cercanía física.

—¡Sólo un minuto! — ella respondió a la puerta — Ustedes tres, al baño. No existen, ¿recuerdan?—

Siguió una breve discusión susurrada que simplemente podían desaparecer, pero Zuzana no escuchaba na-

da de ello— ¿Dónde pondría la comida, si una enorme quimera ocupa la mitad del piso, un ángel sentado en el alféizar de la ventana, y una chica en la cama? Incluso si son invisibles, aún tienen masa. Siguen ocupando espacio. Como… TODO el espacio.

Y entonces se fueron, y si la habitación era pequeña, el baño era mucho más pequeño, y Zuzana se encargó

de colocarlos dentro como ella quiso, empujando a Karou por la espalda y luego dando Akiva una mirada imperio-sa y movimiento de cabeza diciendo “Tú sigues”, apretándolos en la ducha y encerándolos. Era la única manera en la que Virko podía entrar en el baño también, así que todo era perfectamente razonable.

Cerró la puerta del baño. Ellos se tenían que encargar desde aquí. Ella no podía hacer todo por ellos.

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49

UNA OFERTA DE PATROCINIO

- Paciencia, paciencia.—

Razgut le había dicho esto a Jael desde medio día atrás. “Paciencia”. Incluso él mismo había sentido el pin-

chazo de la impaciencia. Ahora, con dos días completos transcurridos desde su llegada, era más una puñalada. Había menospreciado a Jael por sus expectativas, pero en secreto él estaba empezando a preocuparse.

¿Dónde estaban todas las ofertas de patrocinio? ¿Había errado los cálculos? Todo esto era su propio plan.

“Sólo hay que llegar en toda su gloria,” Razgut le había dicho, “y se arrodillarán para darle lo que usted desea. Oh, no los presidentes, no los ministro, ni siquiera el Papa. Ellos desplegarán cada alfombra roja, sí. No habrá escasez de reverencias, pero los poderes ya existentes tendrán que actuar con cautela a la hora de armar a una legión mis-teriosa de ángeles”. Habrá escrutinio. Supervisión.

Comités. “Oh, denme un tirano carnicero medio loco,” pensó Razgut, con agudeza.

“¡Sólo sálvenme de los comités!” Pero mientras los presidentes, primeros ministros, y los papas los entretenian, quienes dominaban las co-

rrientes más oscuras del mundo se estaban organizando a sí mismos para la acción. Grupos privados, los grupos locos, los cazadores de demonios, los pregonadores del fin del mundo. Ellos deberían estar haciendo fila, enviando ofertas, pagando sobornos, intentando conseguir una palabra de los ángeles, no im-porta el costo.

“¡Tómenos a nosotros! ¡Tómenos a nosotros primero! ¡Quemen el mundo! ¡Desoyen a los pecadores! ¡Só-

lo llévenos con ustedes!”. El mundo estaba lleno de ellos, incluso en un día normal, así que, ¿dónde estaban todos?

¿Razgut había juzgado mal el amor de la humanidad hacia el fin del mundo? ¿Era posible que este evento histórico no se llevara a cabo tan fácilmente como lo había pensado? Jael había estado de mal humor, paseándose por las magníficas habitaciones, alternando maldiciones y silencios glaciales.

Gritar y dejarse ver, sólo para que las cosas se pusieran un poquito interesantes. Así que sintiéndose... esperanzado... observó la curiosa danza de la cobardía que realizaba un sirviente en

la puerta del palacio Papal. Un paso hacia adelante, un paso atrás, agitando los brazos, como pollo. El hombre era uno de los pocos aprobados para entrar en sus cámaras y velar por sus necesidades, se había mantenido hasta ahora con los ojos fijos en el suelo en su “santa” presencia.

Traducción: Anna MarAl Corrección: Vane_B

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Razgut había pensado, en varias ocasiones, que probablemente podría levantar su glamour de invisibilidad

y ni siquiera ser notado. Ése era el nivel de discreción que tenían estos sirvientes. Eran casi fantasmas, aunque la idea de una vida—después hacía a Razgut rabiar.

O tal vez era la prodigiosa producción de las cocinas del Palacio Papal haciendo eso. Él no se había permiti-

do alimentos tan ricos en muchos siglos, y pareció interesante que el malestar de sus intestinos sobrecargados aún no le alentaba a reducir su ingesta. Tal vez pronto.

Tal vez no. El criado se aclaró la garganta. Casi se podían oír sus latidos del corazón a través del cuarto. Los guardias

Dominantes permanecían inmóviles como estatuas, y Jael estaba en su cámara privada, descansando. Razgut con-sideró hablar. ¿Una voz sin cuerpo realmente sería la cosa más extraña que le pasara a este hombre en todo el día? Pero él no tuvo que hacerlo. El hombre logró reunir valor y remilgadamente, puso sobre el piso un sobre que traía en el bolsillo de su chaqueta impecable y almidonada.

Un sobre. Un sobre que llenó todo el campo de visión de Razgut. Él sabía lo que debía de ser, y su esperanza se agudizó. Por fin. Pasó un minuto y —una vez que el sirviente se había ido, llamó a Jael, y Razgut ahora visible, extendió la

mano a través de la mesa con el sobre— y no dio indicios de su propio profundo alivio y curiosidad. Jael rebanó un trozo de prosciutto fino como el papel, librándose de sus compañeros y asegurándose de quedar solos para su deleite. —Bueno, ¿qué dice?.—

Jael estaba impaciente. Jael era arrogante. Jael estaba… —pensó Razgut— a su merced. —No lo sé. —respondió casualmente, y también con la verdad. Él no lo había abierto todavía—. Es proba-

blemente, una carta de algún fan, una invitación a un bautizo, o una propuesta de matrimonio.

—Léela para mí —Jael demandó. Razgut hizo una pausa, como si estuviera pensando en una respuesta, y luego se tiró un pedo. Retorciendo

su cara con esfuerzo. El gas fue leve en resonancia pero grande en aroma, y al emperador no le hizo gracia.

Su cicatriz se puso blanca como se le ponía cuando estaba muy furioso, y hablando con los dientes apretados, los cuales, en una nota positiva, trató de ayudar a contener la saliva salpicante.

—Léela para mí —repitió con su voz mortalmente tranquila, y Razgut se observó a sí mismo a un paso de una paliza. Si él hacia lo que se le mandaba ahora, podría ahorrarse un poco de dolor—. Has las cosas fáciles para mí —Jael dijo—, y haré las cosas fáciles para ti.—

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Pero, ¿dónde estaba la diversión en lo fácil? Razgut se atiborró la boca de prosciutto mientras tuvo la opor-

tunidad, y Jael, observando lo que él hacía, ordenó la paliza con un movimiento de cabeza.

Los dos sabían que no daría resultado.

Esto era sólo su rutina ahora. Y así la paliza fue, dada y recibida, y más tarde, cuando las nuevas lesiones de Razgut fueron filtrando un

fluido que no era precisamente sangre sobre los cojines de seda fina de una silla de quinientos años de edad, Jael intentó de nuevo.

—Cuando lleguemos a las islas lejanas –dijo— y cuando los Stelians estén tendidos y destrozados en las ca-

lles, no sin antes haber sido aplastados completamente, yo podría demandar una favor de ellos. Todo el mundo se arrastra al final.—

La sonrisa de Razgut era algo diabólica. Si es que te atreves a ir contra los Stelians, tal vez, pensó, pero no quiso desengañar al emperador de sus

fantasías. —Sí… —Jael continuó, visiblemente luchando para mantener una máscara agradable que le sentaba muy

mal— Si... alguien... hiciera su mejor esfuerzo por ser servicial y complaciente, para ése entonces, yo podría ser persuadido para solicitar un favor en su nombre. No estaría más allá de las artes Stelian. Apuesto a que... pueden repararte.

—¿Qué? —Razgut irguiéndose, con las manos volando a sus mejillas en su mejor impresión de una reina de belleza al escuchar su nombre— ¿Yo? ¿De verdad?—

Jael no era tan tonto como para no darse cuenta que le estaba tomando el pelo, pero tampoco era tan ton-

to como para mostrar su frustración a El Caído.

—Ah, me equivoqué. Pensé que podría interesarte.— Y podría ser que le interesara, pero había un detalle crítico. Bueno, dos detalles críticos, la primera de las

cuales era realmente lo único que importaba: Jael estaba mintiendo. Incluso si no lo estuviera, los Stelians jamás le harían un “favor” al enemigo. Razgut les recordaba de tiempo atrás, y no eran enemigos para tomarse a la ligera.

—Si —y esto era una cosa difícil de imaginar, simplemente porque nunca había sucedido— alguna vez lo-

graran vencerlos, ellos se autosacrificarían antes de rendirse.— —No es lo que desearía— dijo Razgut.

Qué, entonces? Cuando Razgut había intercambiado con la preciosura azul un camino a Eretz, su deseo había sido simple.

¿Volar? Sí, era parte de ello. Estar completo de nuevo, por otra parte no era tan simple, pero por más que quisiera, sus alas y piernas habían sido devastadas, y sabía que él era, en cualquier forma, irreparable. Pero su verdadero deseo, desde el fondo rocoso de su alma, era simple.

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—Quiero ir a casa —dijo. Su voz fue privada de la burla, el sarcasmo y su repugnante deleite acostumbrado. Incluso a sus propios oí-

dos, sonaba como un niño. Jael lo miró en blanco. —Fácil de hacer —él dijo, y por eso, más que cualquier otra cosa que Jael le hubiese dicho o hecho, Razgut

quiso romperle el cuello.

El vacío dentro de él era tan inmenso, el peso de ello era tan arrasador, que a veces le quitaba el aliento re-cordar que Jael no tenía conocimiento de ello en absoluto. Nadie lo tenía.

—No tan fácil —dijo. Si había una cosa que el Tres Veces Caído Razgut sabía más allá de toda sombra de duda, era esto: Jamás

podría volver a casa. Más que preocuparse por su propia angustia, más que cualquier deseo de dejar de torturar al emperador,

desdobló la carta. “¿Qué dirá?” —se preguntó— “¿De quién es?” “¿Qué clase de oferta será?” “¿Ya casi es hora?” Era un pensamiento agridulce. Razgut sabía que Jael lo mataría en el segundo que ya no lo necesitara, y la

vida, incluso en su forma miserable, te engancha. Con exactitud desesperante y movimientos lentos, los que podía producir con sus dedos temblorosos, el ángel exiliado hizo una demostración de aplanar las páginas. Escritura con-fiada, él observó, tinta sobre papel de buena calidad, en latín. Y entonces, finalmente, dio lectura a la primera ofer-ta de patrocinio para Jael.

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50

LA FELICIDAD TIENE QUE IR A ALGUN LADO

Estaban muy cerca, y la situación era absurda. Demasiado absurda, cuando esto se vino abajo. La perilla de la regadera estaba hundiéndose en la espalda de Karou, las plumas de las alas de Akiva estaban atrapadas de ver-dad en la puerta, y la estratagema de Zuzana era clara. Era dulce pero embarazosa —extremadamente embarazo-sa— y si su intención era enardecer cualquier cosa, sólo las mejillas de Karou estaban encendidas. Se ruborizó. El espacio era tan pequeño. El bulto de las alas de Akiva lo obligaba a inclinarse hacia ella, y por algún instinto exas-perante, ambos obedecieron el impulso de preservar el fragmento de espacio que había entre ellos.

Como extraños en un elevador.

¿Y ellos no eran extraños realmente? Porque el tirón entre ellos era tan fuerte, era fácil caer en el pensa-miento de que se conocían el uno al otro. Karou, quien nunca había creído en tales cosas antes, estaba dispuesta a considerar que de alguna manera sus almas sí se conocían una a la otra —‘Tu alma y mi alma cantan la misma can-ción” él le había dicho una vez, y podía jurar que su alma lo había sentido— pero ellos mismos no. Tenían tanto que aprender, y ella quería aprender con tanta urgencia, ¿pero cómo hacías eso, en tiempos como estos? No po-dían sentarse en la cima de una catedral, comiendo pan caliente y observando amaneceres.

No era el momento para enamorarse.

-¿Están bien allí dentro? -. Preguntó Virko. Su voz era baja, no era enteramente un susurro y Karou imaginó al empleado del hotel escuchándolo y preguntándose quién se escondía en el baño. Con eso, el escenario llegó a un nuevo nivel de absurdez. En el medio de todo lo que estaba sucediendo y el gran peso de la misión que tenían, estaban aplastados dentro de un baño, escondiéndose de un empleado de hotel.

-Sí, bien -dijo ella, sonando ahogada, y era una vil mentira. Su estado era cualquiera menos bien. Le impre-sionó que incluso decirlo de esa manera era… poco sincero. Imprudente. Se atrevió a ver a Akiva, asustada de que él pudiera pensar que lo decía en serio. Oh sí, bien, y qué agradable clima tenemos. ¿Qué hay de nuevo contigo? Y era un arañazo fresco de angustia ver, de nuevo, el dolor en sus ojos, y la rabia. Tenía que apartar la mirada. Akiva, Akiva. De vuelta en las cuevas, cuando sus ojos se habían encontrado al fin a través de lo ancho de la caverna —a través de los soldados entre ellos, en ambos lados, y el peso de su traicionera enemistad, a través de los secretos que ambos llevaban, y las cargas— incluso a tal distancia, su mirada se había sentido como el tacto. No como aho-ra. Ahora sólo había un fragmento de espacio entre ellos, y el encuentro de sus miradas se sentía como… tristeza.

Hijos de la tristeza -dijo ella en voz alta. Bueno, lo susurró, y robó otra mirada hacía él- ¿Lo recuerdas?-

* * *

-¿Cómo podría olvidarlo? —fue la respuesta de Akiva, un dolor en su corazón y un raspón en su voz. Ella le había contado la historia—ella Madrigal—la noche en que se enamoraron. Él recordaba cada palabra y cada roce de esa noche, cada sonrisa y jadeo. Mirando atrás hacia eso era como mirar un oscuro túnel —toda su vida desde entonces— a un lugar brillante con luz al otro lado, dónde el color y el sentir estaban amplificados. Le había pare cido que aquella noche era un lugar —el lugar— donde había mantenido toda su felicidad, envuelta y guardada, como herramientas que nunca necesitaría otra vez.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Vane_B

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-Me dijiste que era una historia terrible -. Dijo ella.

Era la leyenda quimérica de cómo ellos habían nacido, y no era nada menos que un mito sobre una viola-

ción. Las quimeras habían brotado de las lágrimas de la luna, y los serafines de la sangre del sol violador.

-Es terrible -respondió Akiva, odiando más la historia mucho más que antes, a la vista de cuánto se había endurecido Karou en las manos de Thiago.

-Lo es -concedió Karou-. Igual que la de ustedes -en el mito seráfico, las quimeras eran sombras vivas, for-jados como enormes monstruos devoradores de mundos que estaban cubiertos de oscuridad-. Pero el matiz es correcto —dijo ella-. Me siento como ambas ahora, una cosa de lágrimas y sombra.

-Si nos guiamos por los mitos, entonces yo sería una cosa de sangre.- -Y luz -agregó ella, con voz muy suave. Estaban casi susurrando, como si Virko no pudiera oír cada palabra,

justo en el otro lado de esta división de cristal-. Ustedes son más amables consigo mismos en su leyenda que noso-tros- continuó Karou-. Nosotros nos hicimos del dolor. Ustedes se hicieron a la imagen de sus dioses, y con un no-ble propósito: para llevar luz a los mundos.

-Y hemos hecho una oscura tarea -dijo él.

Ella sonrió un poco y exhaló una triste risa: - No voy a discutir con eso.-

-La leyenda también dice que seremos enemigos hasta el fin del mundo – él le recordó. Cuando él le había contado esa historia, ellos habían estado entrelazados, desnudos y flexibles después del amor —su primera vez, la primera vez que hacían el amor— y el fin del mundo parecía mito tanto como el de las lunas lloronas.

Pero Akiva casi podía sentirlo ahora, presionándolos. Se sentía como desesperanza. A ese punto, se pregun-

tó, ¿no había nada que pudiera ser salvado?

-Por eso fue que hicimos nuestro propio mito -dijo Karou. Él lo recordó. -Un paraíso esperando ser encon-trado y llenado por nuestra felicidad. ¿Sigues creyendo eso?-

No se refería a la manera en que había salido: áspero, como si no hubiera nada salvo la tonta fantasía de

nuevos amantes enredados en los brazos del otro. Era a él a quien quería castigar, porque él había creído en eso, tan reciente como ayer, cuando Liraz lo había acusado por estar “preocupado por la felicidad”. Ella había tenido razón. Akiva había estado imaginando tomar un baño con Karou, ¿no era así? Abrazándola, la espalda de ella con-tra su pecho, sólo abrazándola y viendo como su cabello se ondeaba sobre la superficie del agua.

Pronto, había pensado, será posible. Volando lejos de las cuevas esta mañana, viendo sus ejércitos mezclados y moviéndose en un vuelo sin es-

fuerzo, juntos, había imaginado más que eso. Un lugar que fuera suyo. Un… un hogar. Akiva nunca había tenido uno. Ni siquiera se acercaba. Cuarteles, tiendas de campaña, y, antes de eso, durante su breve infancia, el harén. De verdad se había permitido imaginar esa simple cosa, como si no fuera la fantasía más grande de todas. Un ho-gar. Una manta, una mesa donde Karou y él pudieran comer juntos, sillas. Sólo ellos dos y velas parpadeando, y él alcanzando su mano encima de la mesa, sólo para sostenerla, y podrían hablar, descubrirse uno al otro capa por capa. Podría haber una puerta para cerrar al mundo, lugares para poner cosas que serían suyas. Akiva apenas po-día convocar esas cosas que podrían ser. Nunca había poseído nada más que espadas.

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Eso decía tanto que, para sacar esta imagen de la vida doméstica, tenía que trazarla desde los viejos y podridos artefactos de las cuevas de los Kirin donde una vez su gente había destruido a la de ella.

Platos y pipas, una peineta, una tetera.

Y… una cama. Una cama con una manta para cubrirlos, una manta que fuera de ellos dos. Había algo en el pensamiento de esta simple, simple cosa que había cristalizado toda la esperanza y vulnerabilidad de Akiva y lo había hecho capaz de ver y creer, de verdad, que él podía ser una… una persona, después de la guerra. Eso le había parecido esta mañana al vuelo, casi dentro de su alcance.

No se había molestado soñando dónde podría estar su hogar, o qué vería cuando saliera por la puerta, pero ahora, cuando lo imaginó, era todo lo que veía: lo que yacía fuera del pequeño y quieto “paraíso” de su ensueño.

Cadáveres esparcidos por todas partes.

-No un paraíso -dijo Karou, titubeando, se ruborizó y cerró sus ojos brevemente. Akiva, mirándola, estaba atrapado a la vista de sus pestañas, oscuras y temblorosas contra la piel azul alrededor de sus ojos. Y cuando los abrió, ahí estaba la sacudida de contacto visual, su mirada brillante y oscura sin pupila, sin fondo, y toda su preo-cupación estaba ahí, y dolor para juntarse con el suyo, pero también había fuerza-. Sé que no hay ningún paraíso esperándonos -dijo ella-. Pero la felicidad tiene que ir a algún lado, ¿no? -tenía timidez. Todavía estaba el espacio entre ellos-. Creo que debemos poner la nuestra ahí, y no en un paraíso aleatorio que no la necesita realmente -vaciló, levantando la mirada hacia él. Buscando y buscando, saliendo en tropel a través de sus extraordinarios ojos. Por él. Por él-. ¿Tú no?-

. * * *

-Felicidad -dijo él, con su voz sosteniendo gentilmente la palabra, un dejo de incredulidad en su tono, como si la felicidad misma fuera un mito como todos sus dioses y monstruos.

-No pierdas la esperanza -susurró Karou-. No está mal estar agradecido por estar vivo.-

Silencio, y ella podía sentir su lucha por encontrar palabras.

-Sigo teniendo segundas oportunidades -dijo él-, que no son debidamente mías.- Ella no contestó inmediatamente. Conocía la culpa que cargaba. La magnitud del sacrificio de Liraz le sacu-

dió las entrañas. Después de otro largo y profundo suspiro, susurró, esperando que no fuera algo inapropiado para decir.

Era de ella para dar -sintiendo que eso era un regalo no sólo para Akiva, sino también para ella. -Y, si Brimstone tenía razón, que la esperanza era sólo la esperanza, y que ambos eran, de alguna manera,

esperanza hecha realidad, entonces era un regalo de Eretz también.- -Tal vez -él concedió-. Dijiste que los muertos no quieren ser vengados, y eso puede ser cierto, a veces,

cuando eres el único que queda vivo…- -No sabemos si ellos están… -Karou se interrumpió, pero ni siquiera pudo terminar la oración.

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-La vida se siente robada.-

Dada. -Y la única respuesta que tiene sentido para el corazón es la venganza -dijo él.

-Lo sé. Créeme. Pero estoy escondida en una ducha contigo en lugar de intentar matarte, entonces parece-

ría que el corazón puede cambiar de idea.-

El fantasma de una sonrisa. Eso era algo. Karou la regresó, no una fantasma, sino una sonrisa de verdad, recordan-do cada hermosa sonrisa de él, todas esas perdidas y radiantes sonrisas, y haciéndose creer a sí misma que no es-taban completamente idas. La gente se rompe. No siempre pueden ser reparadas. Pero no esta vez. No así.

-Esto no es el final de la esperanza -dijo ella-. No sabemos de los otros, pero incluso si lo supiéramos, inclu-so si fuera lo peor… nosotros seguimos aquí, Akiva. Y no me daré por vencida mientras eso sea verdad —estaba seria. Ferviente, incluso, como si pudiera forzarlo a creerle.

Y tal vez funcionó.

-Siempre había habido, desde el principio -en Bullfinch, entre la niebla y la confusión- un asombro en la manera en que Akiva la miraba, sus ojos muy abiertos para contemplarla toda. Temiendo parpadear, respirar, casi. Algo de ese asombro regresó a él en ese momento, y su solidez y lo implacable de su rabia lo rodeaba. Había tanta expresión en los músculos alrededor de sus ojos, y Karou vio cómo esa tensión se iba y desencadenó un alivio en ella que pudo haber sido vastamente desproporcionado al pequeño cambio que eso trajo. O tal vez perfectamente proporcionado. No era una cosa pequeña. Si sólo fuera tan fácil dejar ir el odio. Sólo relaja tu rostro.

-Tienes razón -dijo Akiva-. Disculpa.- -No quiero que te disculpes. Quiero que estés… vivo.- Vivo. Corazón palpitando, sangre corriendo viva, sí, pero más que eso. Ella quería que sus ojos brillaran con

vida. Manos sobre corazones y el “nosotros somos el comienzo” vivo. -Lo estoy -dijo él, y había vida en su voz, y promesa.

Karou era presa, todavía, de destellos de recuerdos sobre él a través de los ojos de Madrigal. Había sido

más alta en ese cuerpo, así que la línea de visión era diferente, pero aun ese momento percutió un enlace directo al recuerdo: el bosque de réquiems la primera noche, justo antes de su primer beso. El fuego de su mirada y la curva de su cuerpo hacia ella. Eso fue lo que antes percutía la vibración entre ellos y ahora, y el tiempo emitió un lazo que devolvió a su corazón a su más simple yo.

Algunas cosas siempre son simples. Como los imanes, por ejemplo.

No era un movimiento del todo difícil. No era el bosque de réquiems y tampoco era un beso. La mejilla de Karou estaba justo a la altura para apoyarla sobre el pecho de Akiva, y finalmente, lo hizo, y el resto de su cuerpo siguió el buen ejemplo de su mejilla. El maldito fragmento de espacio estaba abolido. El corazón de Akiva latía con-tra su frente, y sus brazos se acercaron para envolverla; él era cálido como el verano, y ella sintió el suspiro que se movió a través de él, liberándose, así él podía fusionarse más plenamente con ella, y Karou liberó su propio suspiro y se encontró con su fusión. Se sentía tan bien.

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No hay aire entre nosotros, pensó ella, ni vergüenza. Nada entre nosotros.

Se sentía tan bien.

Lo rodeó con las manos, así podría abrazarlo incluso más cerca, incluso más fuerte. Cada respiración que

tomaba era el calor y la esencia de Akiva, recordaba y redescubría; recordaba también su solidez —la autenticidad que de alguna manera llegó como una sacudida, porque la impresión de él era tan… sobrenatural. Elemental. El amor es un elemento, recordó Karou de hace mucho, mucho tiempo, y sentía como si flotara. A la vista, Akiva era fuego y aire. Pero al tacto, tan allí. Lo suficientemente real para sostenerlo para siempre.

La mano de Akiva estaba bajando por el largo de su cabello, una y otra vez, y ella podía sentir la presión de sus labios sobre su cabeza, y lo que la llenó no era deseo, sino ternura y una profunda gratitud por que estuviera vivo, y ella también. De que la hubiera encontrado, y de que la hubiera encontrado de nuevo. Y… dioses y polvo de estrellas… y todavía una vez más. Permitan que sea la última vez que él necesite buscarla.

Te lo pondré fácil, pensó ella, con su rostro presionado contra los latidos de su corazón. Estaré siempre aquí. Casi como si hubiera escuchado su pensamiento -y lo hubiera aprobado- la abrazó con más fuerza.

Cuando Zuzana abrió la puerta del baño y dijo: —¡La sopa está servida! —ellos se soltaron lentamente y compartieron una mirada que fue… gratitud y promesa y comunión. Una barrera estaba rota. No por un beso —no por eso, no todavía— sino por el tacto, al menos. Se pertenecían el uno al otro al abrazarse. Karou llevaba el calor de Akiva en su cuerpo mientras salía de la regadera. Captó un vistazo de ambos en el espejo, encuadrados ahí jun-tos y pensó, Sí. Esto es lo correcto.

Compartieron una última mirada en el espejo —suave y agradable y pura, alejada de su pena y dolor— y si-guieron a Virko hacia la habitación, donde un sorprendente cantidad de comida estaba colocada sobre el suelo como el picnic de un sultán.

Comieron. Karou y Akiva se mantuvieron a una corta distancia uno del otro, lo cual Zuzana notó y aprobó con un ligero y presumido levantamiento de ceja.

Justo estaban comenzando a hacer una abolladura en la colección e platos cuando escucharon los gritos

que venían de afuera.

Puertas de autos azotadas, y dos voces masculinas discutían entre ellas, enojadas. Pudo haber sido cual-quier cosa, sólo una disputa privada, y pudo no haberles hecho a los cinco levantarse -Akiva primero- y moverse en grupo hacia la ventana. Fue la tercera voz la que lo hizo. Era femenina, melódica y angustiosa. Estaba atrapada dentro de la hostilidad de las otras dos como un ave en una red.

Y estaba hablando en Seráfico.

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51

FUGARSE No tenían ninguna visión de la conmoción desde la ventana, así que Karou y Akiva se hechizaron y salie-

ron. Mik y Zuzana los siguieron, visibles, dejando a Virko en la habitación.

La discusión estaba en marcha en la parte delantera — niños cubiertos de polvo de la Kasbah que se zaran-deaban el uno con el otro en una carretilla, y miró a los huéspedes del hotel- y no había duda del origen del con-flicto. Una mujer joven se sentó medio dentro y medio fuera de la puerta abierta de un coche, y ella parecía tener poca conciencia de sí misma o de su entorno.

Su cara estaba en blanco y ensangrentada. Sus labios estaban llenos de sangre. Ella era de color marrón os-curo y piel suave, y sus ojos estaban desconcertados: más bien demasiado abiertos, y la parte blanca de manera muy blanca. Sus brazos flojos en su regazo, ella descansaba en el borde del asiento, con la cabeza inclinada hacia atrás mientras corrientes imposibles de idioma fluyeron de su boca ensangrentada.

Le llevó un momento para resolverlo. La sangre, la mujer, y los dos idiomas, en voz alta y con fines opues-tos. Los hombres estaban discutiendo en árabe. Uno de ellos al parecer había traído a la mujer y tenía muchas ga-nas de deshacerse de ella. El otro era un empleado del hotel, que, comprensiblemente, tenía totalmente lo con-trario.

—No puedes simplemente dejarla aquí. ¿Qué pasó con ella? ¿Qué está diciendo?.

—¿Cómo voy a saberlo? Algunos americanos vendrán por ella pronto. Que ellos se preocupen

—Bien, ¿y mientras tanto? Ella necesita atención. Mírala. ¿Qué pasa con ella?

—No lo sé.— El conductor era hosco. Temeroso. —Ella no es mi responsabilidad

—¿Y es la mía?

Continuaron en este sentido, mientras que la mujer pasaba en... uno bastante diferente. —Devorando y devorando y rápido e inmenso, y la caza—, dijo ella -Exclamó en Seráfico- y su voz era triste, dulce y bañada de dolor, como un fado de otro mundo. Un alma profunda, lamento que forma vida por lo que se ha perdido y no podrá volver. —¡Las bestias, las bestias, el Cataclismo!— Los cielos florecieron, después ennegrecieron y nada po-día detenerlos. Ellos fueron abiertos aparte y no fue culpa nuestra. Fuimos los que abrimos las puertas, las luces en la oscuridad. ¡Nunca iba a suceder! Fui elegida por uno de los doce, pero me quedé sola. Hay mapas en mí, pero estoy perdida, y hay cielos en mí pero están muertos. Muertos, muertos y muertos para siempre, ¡oh dioses entrellas!—.

El pelo del cuello de Karou se erizo. Akiva estaba a su lado. —¿Qué le está pasando?—, Le preguntó. —

¿Sabes lo que está diciendo?—

—No. —¿Ella es un serafín?

Traducción: Brenda CAM Corrección: Barbara Agüero

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Vaciló antes de volver a decir que no. —Ella es humana. No tiene la llama. Pero hay algo...

Karou también lo sintió, y no podía nombrarlo, tampoco. ¿Quién era esta mujer? ¿Y cómo fue que ella ha-

blaba Seráfico?

—¡Meliz se ha perdido!— Ella se lamentó, y los pelos de los brazos de Karou se erizaron. —Meliz aún es la primera y la última, Meliz eterna, Meliz fue devorada.

—¿Sabes quién es?— Karou le preguntó a Akiva. —¿Meliz? —No. —¿Qué está pasando aquí?

Karou giró ante el sonido de la voz de Zuzana y la contempló, excelentísima hada rabiosa, yendo al grano.

Se dirigió hasta los hombres, que parpadeaban hacia ella, probablemente tratando de conciliar el duro tono de la pequeña chica delante de ellos -al menos hasta que consiguieron una buena dosis de su mirada- neekneek. Ellos dejaron de discutir.

—Está sangrando—, dijo Zuzana en francés, que debido al pasado colonial de Marruecos, era la lengua eu-ropea más fácil de entender aquí, incluso antes que el inglés. —¿Ustedes le hicieron esto?

Su voz tenía un destello de indignación, como un cuchillo no desvainado totalmente, y ambos hombres a toda prisa proclamaron su inocencia.

Zuzana no se inmutó. —¿Qué pasa con ustedes, aquí parados? ¿No ven que ella necesita ayuda?— No tuvieron una buena respuesta para eso, y no había tiempo para hacer una de todos modos, porque Zu-

zana - Con la ayuda de Mik – ya se encargaba de la joven mujer, cada uno tomo un codo, la bajaron hasta un so-porte, y los hombres solo miraban, callados y castigados, ya que se la llevaron en medio de ellos. No hubo descan-so en su torrente Seráfico – —Yo soy una caída, absolutamente sola, me rompo sobre la roca y nunca más volveré a estar entera…— -y sin ningún parpadeo en sus enfocados ojos llamativos. Pero sus pies se movían y ella no hizo ninguna protesta, y tampoco los hombres, así que Zuzana y Mik solo se la llevaron. Y un par de horas más tarde, cuando llegaron los americanos en trajes oscuros a reclamarla, el empleado del hotel los llevo primero a la habitación de Eliza y entonces – encontraron ésta vacía, tanto de personas como de pose-siones – hacia la habitación de la pequeña muchacha rabiosa y su novio el cual tenía, entre ellos, la mitad de la comida que ordenó en la cocina. Llamaron a la puerta pero no hubo ninguna respuesta, y no oyeron ningún movi-miento dentro, y cuando los dejaron entrar, no era realmente una sorpresa encontrar a los ocupantes desapareci-dos.

. Nadie los había visto irse, ni siquiera los niños de la Kasbah jugando en el patio, que era la única manera de

llegar a la carretera.

Ahora que pensándolo bien… parece que nadie los vio llegar tampoco.

No habían olvidado nada, solamente platos completamente vacíos y esta sería una de las teorías de cons-piraciones – varios cabellos azules en la ducha, donde la mano de un ángel había acariciado la cabeza de un de-monio, cerrando en un largo – y tan anhelado- abrazo.

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Había una vez…

Un viaje que empezó

y que iba a remendar y unir todos los mundos con luz

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LLEGADA + 60 HORAS

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52

POLVORA Y DECADENCIA

Morgan Toth se sentía como en Navidad, desde el punto de vista de la codicia y los regalos de la festividad, no

por el nacimiento de Jesús, por supuesto. Porque... seamos sinceros.

Era una locura la cantidad de mensajes de texto que recibía Eliza en su teléfono y se volvían más desesperados a medida que pasaban las horas. Era una especie de espectáculo de locos que le fue entregado a él, y casi deseaba a un socio en el delito... ¡Alguien quien se maravillara con él de la existencia de esta clase de personas en el mundo! Pero no podía pensar en nadie a quien, al contarle lo que había hecho, no se acobardara por el horror de la justicia propia y tal vez llamaría a la policía.

Imbéciles.

Pensó que necesitaba a un fanático. O una novia. Con los ojos bien abiertos denotando asombro, murmuraría con admiración:”Morgan, eres tan malo”. Pero malo en una buena manera. Malo en una muy, muy buena manera.

Sonó el teléfono. A este punto, ya era algo automático: el teléfono de Eliza sonaba y Morgan prácticamente salivaba ante la anticipación de "no-se-puede-creer", "me-están-provocando", una hora loca. Este mensaje no lo defraudó.

¿Dónde estás, Elazael? Ya ha pasado el tiempo de disputas mezquinas. Ahora debes ver que no puedes huir de

lo que eres. Nuestros parientes han llegado a la Tierra, como siempre lo hemos sabido. Hemos realizado algunas proposiciones. Nos hemos ofrecido como ayudantes y sirvientas, en el éxtasis y la servidumbre. El día del juicio se acerca. Que el resto de este mundo asolado sirva como forraje para las bestias mientras que nosotros nos arrodillamos a los pies de Dios. Te necesitamos.

Oro. Oro puro. Éxtasis y servidumbre. Morgan se rió, ya que eso resumía muy bien lo que quería en una novia.

Sintió la tentación de responder. Hasta ahora se había resistido, pero el juego se volvía un poco rancio. Volvió a leer el mensaje. ¿Cómo se involucra una persona en una locura como esta? El mensaje decía que habían realizado proposiciones. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo se las habían arreglado para ofrecerse a los ángeles? Morgan sabía de los textos anteriores que el remitente -quien pensó era la madre de Eliza, una persona muy particular- se encontraba en Roma. Pero por lo que él sabía, el Vaticano, prácticamente, mantenía a los Visitantes como prisioneros, lo que era bastante gracioso.

Imaginó al Papa de pie en la cúpula de San Pedro con una red gigante para cazar mariposas: ¡Atrápame algunos ángeles! Después de mucha deliberación, Morgan escribió una respuesta.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Barbara Agüero

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¡Hola, mamá! He tenido una nueva visión. En ella, *nos* arrodillábamos a los pies de Dios, y eso es bueno. ¡Uf! Pero... ¿le hacíamos una pedicura? No estoy segura de lo que eso significa. Con amor, Eliza.

Sabía que era demasiado, pero no podía evitarlo. Marcó enviar. En el silencio que siguió empezó a temer que había matado la broma, pero no debería haberse preocupado. Esto no era un espécimen frágil de loco con el que estaba tratando. Era abundante.

Tu dureza es una afrenta a Dios, Elazael. Se te ha otorgado un gran don. ¿Cuántos de nuestros antepasados murieron sin ver las caras santas de nuestros parientes, y sin embargo, puedes reírte de esto? ¿Vas a optar por quedarte y ser devorada junto a los pecadores, cuando el resto de nosotros subamos a tomar nuestro lugar en el...

Morgan no tuvo la oportunidad de terminar de leer el mensaje, y ni mencionar poder contestar el mensaje.

-¿Es ese el teléfono de Eliza?

Gabriel. Morgan se dio vuelta. ¿Cómo había logrado el neurocientífico acercársele tan sigilosamente? ¿Se había olvidado de cerrar la puerta?

-Jesús, sí, es su teléfono -dijo Gabriel, sorprendido y disgustado. Morgan se preguntó acerca de su aturdimiento. Edinger lo despreciaba. ¿Por qué le pareció una sorpresa? ¿Y qué podía decir? Había sido atrapado en el acto. No había nada más que hacer sino mentir.

-Ella recibe un nuevo mensaje de texto cada treinta segundos. Alguien, obviamente, está desesperado por encontrarla. Estaba a punto de responder a quien quiera que sea que ella no está aquí...

-Dámelo. -No.-

Gabriel no le preguntó de nuevo. Él solo le dio una pata al taburete donde Morgan estaba sentado lo

suficientemente fuerte para deslizarse y sacárselo. Morgan giró y cayó con fuerza. Con el impacto, el dolor y la furia, él ni siquiera se dio cuenta que había perdido el teléfono hasta que estaba de vuelta de pie, apartando el flequillo de los ojos.

Maldita sea. Edinger sostenía el teléfono. Su aspecto de disgusto y aturdimiento sólo se había profundizado.

-Fuiste tú, ¿no es así? -dijo Gabriel, dándose cuenta de repente-. Todo lo hiciste tú. Jesucristo, y yo te di el medio para llevarlo a cabo. Te di su teléfono.-

La furia de Morgan se convirtió en miedo. Era como un antiséptico combatiendo el pus: el hervor, el burbujeo, la quemadura.

-¿De qué estás hablando? -preguntó, fingiendo ignorancia, y fingiéndola muy mal. Edinger meneó la cabeza lentamente. -Todo esto ha sido un juego para ti, y, probablemente, has arruinado su

vida.- -Yo no hice nada -dijo Morgan, pero no estaba preparado para defenderse. No había pensado... No había

pensado en ser descubierto.

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¿Cómo no lo he pensado?

-No puedo prometer que voy a arruinar tu vida -respondió Gabriel-. Honestamente, eso es un compromiso

muy grande. Pero te prometo esto: me aseguraré de que todo el mundo sepa lo que has hecho. -Levantó el teléfono. -Y si esto arruina tu vida, no voy a lamentarlo.-

***

Otra carta. Ya era la tercera. La trajo el mismo sirviente, y Razgut sabía que provenía del mismo destinatario que las otras dos. Esta vez, no se molestó en jugar con Jael. Tan pronto como el sirviente - su nombre era Spivettu - se fue, Razgut agarró la carta y la abrió.

Había sido muy cuidadoso al escribir sus otras dos respuestas. Casi habían podido sentirse como cartas de amor. Eso no significa que Razgut haya escrito una carta de amor alguna vez... Bien, eso no era del todo cierto. Lo había hecho, pero eso fue muchísimo tiempo atrás, y él podría haber sido otro ser completamente diferente que había escrito una dulce carta de despedida a una muchacha cuya piel se asemejaba al color de la miel. Físicamente, había sido un ser diferente, eso era seguro. En ese entonces lucía como un serafín, y su mente era como un diamante sin defectos, sin fisuras -¡y la presión que se necesita para romper un diamante!- y ahora envuelta por moldes y suciedad que la claman. Fue hace mucho tiempo, recordaba haber escrito esa carta. No recordaba el nombre de la muchacha, ni tampoco su cara. No era más que una mancha dorada con ninguna consecuencia, un indicio de una vida que podría haber sido, si no hubiera sido Elegido.

Si no regreso, había escrito claramente y con muchas ganas, antes de partir hacia la capital, debes saber que llevaré en la memoria el recuerdo de haber estado contigo, a través de todos los velos, en la oscuridad de cada mañana, y más allá de la sombra de cada horizonte.

O algo por el estilo. Razgut recordó el sentimiento que transmitió en esa carta, aunque no las palabras exactas. No era amor, ni siquiera una verdad superficial. Él solo mantenía sus apuestas. En el caso de no ser elegido - ¿y cuáles eran sus probabilidades entre tanta gente? - entonces, podría haber ido a casa y fingir alivio, y la chica cuya piel se asemejaba al color de la miel le hubiera consolado con su suavidad, y tal vez incluso se habrían casado, tenido hijos y vivido algún tipo de vida monótona... en la resaca de su fracaso.

Pero él había sido elegido.

Que día tan glorioso. Razgut fue uno de los doce elegidos en aquella época pasada, y la gloria había sido suya. El día de la asignación: tal gloria. Había tanta luz en la ciudad que había aturdido al cielo nocturno, y no podían ver a los dioses, pero los dioses podían verlos a ellos, y eso era lo que importaba - que los dioses los observaban y sabían: que ellos eran los elegidos.

Los abridores de puertas, las luces en la oscuridad.

Razgut nunca regresó a su casa, y nunca volvió a ver a la muchacha. Pero él no le había mentido, ¿no? La recordaba ahora, más allá de la sombra de un horizonte, en la oscuridad de una mañana que nunca podría haber imaginado.

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-¿Qué dice ella en la carta?

Ella.

La voz de Jael rompió el ensueño de Razgut. Esta carta no era de ninguna chica delicada, sino de una mujer a quien nunca había visto, aunque su nombre no era desconocido para él - y no había dulzura en ella, ninguna en absoluto, y eso estaba bien-. Los gustos de Razgut habían madurado. La dulzura era insípida. Deja que la tengan las mariposas y los colibríes. Al igual que un escarabajo carroñero, le llamaban los olores más nítidos.

Al igual que la pólvora y la decadencia.

-Armas de fuego, explosivos, municiones -tradujo Razgut para Jael-. Dice que puede conseguir todo lo que necesites, y todo lo que quieras, siempre y cuando respetes su condición.

-¡Condición! -siseó Jael-. ¿Quién es ella para imponer condiciones?

Él había estado así desde la primera carta. Jael no apreciaba a una mujer fuerte, excepto como algo que pueda romper y seguir rompiendo. ¿La idea de una mujer que hace demandas? ¿Una mujer a la que no estaba en posición de humillar? Esto lo enfureció.

-Ella es tu mejor opción -respondió Razgut-. Era una de las muchas respuestas posibles, y la única que Jael necesitaba oír. Es un buitre. Es carne fétida. Ella es pólvora a la espera de ser encendida.

-Nadie más ha logrado sobornar su manera hacia usted, así que aquí está su elección, hoy: Siga cortejando estas cabezas adustas del Estado y obsérvelos medir sus palabras a través del campo minado que es la opinión pública, temiéndoles a su propia gente más de lo que le temen a usted. O puede hacerle una promesa simple a esta dama que posee los medios y usted podrá abastecerse de todo esto. Sus armas están esperándolo, emperador. ¿Qué significa una pequeña condición comparada con eso?

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53

CLASE MAGISTRAL SOBRE CEJAS

Cuando Mik y Zuzana entraron en el vestíbulo del Gran Hotel San Regis en Roma, varias conversaciones cesa-ron, un botones dio un respingo, y una dama elegante con una inclinación de plata y pómulos operados llevó una mano a sus perlas y recorrió el vestíbulo en búsqueda de la seguridad.

Los mochileros no se quedaban en el San Regis.

Nunca.

Y estos mochileros, lucían... bien, no era fácil de explicar con palabras. Alguien muy perspicaz podría decir que parecían como si hubieran estado viviendo en cuevas, y luego estuvieron en una batalla, tal vez incluso haber viajado a lomos de un monstruo.

De hecho, habían volado en un avión privado desde Marruecos, pero se podía perdonar a alguien por no haber adivinado eso; dejaron Tamnougalt con tanta prisa, que no habían tenido la oportunidad de tomar un baño. Tampoco tenían ropa limpia con ellos, y es probable que ninguno de los dos se haya visto tan antiestético en toda su vida.

Los clientes y el personal suponían que iban a pedir usar el baño - esto pasaba de vez en cuando con las clases bajas, mal educadas en cuanto a las normas - y lo más probable es que lo completaban bañándose en el lavabo. ¿No era eso lo que hacían estas personas?

El portero que los dejó entrar mantuvo los ojos fijos en el suelo, consciente de que había cometido un pecado capital al permitir que la gente común entrara en su perímetro. Sin lugar a dudas, en los días pasados, se le habría condenado a muerte por esta ofensa. Pero ¿qué podía hacer? Afirmaron ser invitados.

Detrás del mostrador de la recepción, los empleados intercambiaron miradas gladiadoras. ¿Quieres atenderlos tú, o lo hago yo?

Un campeón se les adelantó. — ¿Puedo ayudarte? —

Las palabras habladas pueden haber sido: ¿Puedo ayudarte?, pero el tono era algo más como: Es mi insoportable deber interactuar contigo, y tengo la intención de castigarte por ello.

Zuzana se dio vuelta para enfrentar a su retador. Ante ella se encontraba una joven italiana, a mediados de

los años veinte, atractiva y vestida de manera elegante. No estaba entretenida. No, no se la podía entretener. Los ojos de la mujer hicieron un movimiento rápido hacia arriba y luego hacia abajo, brillaban de indignación cuando se posaron en las zapatillas con plataformas de Zuzana, que tenían un estampado de cebra y polvo apelmazado. Su boca se arrugó en disgusto. Lucía como si estuviera lista, para en cualquier momento, deshacerse de una babosa que se encontraba en su arúgula.

—Sabes —, observó Zuzana, en Inglés— serías mucho más bonita si no pusieras esa cara. —

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Brenda CAM

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La cara en cuestión se congeló en su lugar. Las ventanas de su nariz se ensancharon, estaba enfadada. Y entonces, como si fuera en cámara lenta, una de las cejas finas y depiladas de la mujer, ascendió hacia la línea del cabello.

Comienza el juego. Zuzana Nováková era una chica bonita. A menudo la comparaban con una muñeca, o un hada, y no sólo

debido a su baja estatura, sino también por su cara pequeña, que era una feliz combinación de ángulos y arcos establecidos bajo la piel tan clara como la porcelana. Su barbilla era delicada, mejillas redondeadas, grandes ojos brillantes, y aunque aniquilaría a quien lo sugiriera, su boca se asemejaba al arco de Cupido. Toda esta ternura, era un gran cebo y un interruptor de la naturaleza, porque... eso no era todo lo que conformaba a Zuzana Nováková. Ni siquiera un poco.

La decisión de aceptarla era semejante a un pez decidiendo si devorarse aquella pequeña luz que flota en las

sombras y luego -¡DIOS MIO, LOS DIENTES, EL HORROR!- encontrarse con el pez Lophiiformes del otro lado. Zuzana no comía personas. Ella las marchitaba. Y allí entre el mármol brillante, los cristales y el salón dorado

de uno de los hoteles de lujo más exclusivos de Roma, en poco menos de dos segundos, la ceja de Zuzana dio una clase magistral. Su ascenso fue algo digno de contemplar. Su deslizamiento, el arco. El desprecio, la diversión, un desprecio divertido, la confianza, el juicio, la burla, incluso la lástima. Todo estaba allí, y más. Su ceja se comunicaba directamente con la ceja de la mujer italiana, de alguna manera diciendo que no llegaron allí para bañarse en el lavabo. Has calculado mal. Anda con cuidado.

Y la ceja transmitió el mensaje a su dueña, cuya boca perdió rápidamente su estado de “sal babosa de mi

arúgula". Mik intercedió para decir, suavemente, casi en tono de disculpa: —Nos vamos a hospedar en la suite Royal. —

Ella saboreaba el primer indicio de su amarga mortificación. —¿La... suite Royal? — La suite Royal en el San Regis había acogido monarcas y leyendas del rock, jeques petroleros y divas de la

ópera. Costaba casi $20.000 la noche en cualquier temporada normal, pero éstos no eran tiempos normales. Actualmente, Roma era el centro de la atención del mundo, llena de peregrinos, periodistas, delegaciones extranjeras, curiosos y locos, y simplemente no había vacantes. Las familias alquilaban balcones y sótanos -incluso tejados - un bien escaso. La policía, ya sobrecargada, estaba ocupada irrumpiendo en los campamentos de peregrinos que se habían armado en los parques.

Zuzana y Mik no sabían cuánto le costaba esto a Karou, o a su abuela falsa, Esther, o quienquiera que

estuviera pagando la cuenta. Por lo general, tal extravagancia los habría hecho sentirse incómodos y pequeños, campesinos en presencia de la alta burguesía. De hecho, quería hacer que sientan exactamente lo que esta mujer había tenido la intención de hacerles sentir. Pero no hoy.

En vista de la reciente experiencia, estas personas aisladas y enrarecidas ponían a Zuzana a pensar en

zapatos caros guardados en su caja los trescientos sesenta y dos días del año en los que no eran usados. Envueltos en papel, a salvo de daños, y todo lo que sabían de la vida era eventos de gala y el interior de la caja. Qué aburrido. Qué tontería. Por el contrario, la suciedad de su viaje, su inapropiado y raro estado, todo aquello se sentía como

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una armadura. Me gané esta suciedad. Respeta esta suciedad. —Es correcto —dijo—. La suite Royal. Nos está esperando. — Se sacó la mochila y dejó que cayera en el

suelo, generando una nube de tierra por el impacto. — Sería estupendo si pudiera hacerse cargo de eso — dijo Zuzana, bostezando. Ella levantó los brazos hacia arriba en el aire para estirar los hombros, no era porque lo necesitaba, sino con la intención de revelar sus manchas de sudor en todo su esplendor. Sabía que tenía círculos concéntricos reales de múltiples sudores. Se veían como anillos de árboles y eran extrañamente significativos para ella. Los había producido a través de la vivencia de un cuento de hadas oscuro que... que otros pueden no haber sobrevivido.

Esta blusa nunca se lavaría. —Por supuesto —dijo la mujer, y su voz había cambiado. Fue divertido, verla luchar contra sus agobiantes

impulsos faciales por fruncir los labios o el ceño, arrugar la nariz o practicar aquella expresión de "te juzgo y te encuentro con ganas" por la que las mujeres italianas elegantes sobresalen. Ella se veía apagada. Su ceja de aficionada había vuelto a su lugar de descanso, donde se mantuvo durante el resto de la transacción, un apóstrofe humilló a una coma. Al poco tiempo, Mik y Zuzana eran conducidos a un ascensor. Que luego se elevó. Y se abrió ante un pasillo de felpa, que daba risa de lo absurdo, para reunirse con el resto de su equipo.

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54

ABUELA FALSA Para efectos prácticos, se habían separado en el aeropuerto de Ciampino a las afueras de Roma, donde el

avión alquilado por Esther los había ubicado abajo. Zuzana y Mik habían desembarcado de un vuelo - los únicos pasajeros humanos – se habían registrado y habían pasado a través de las aduanas y de líneas inmigración, mien-tras los otros hacían un acto de desaparición por la puerta del avión. Se dirigieron directamente hacia el hotel, mientras Mik y Zuze tomaron un taxi para encontrarse con ellos allí.

En la sala de estar de la suite, a la espera de su llegada, Karou estaba escondida en un sofá con bordado de seda de flores de lima. Sobre la mesa dorada ante ella descansaba un mapa de la Ciudad del Vaticano, un ordena-dor portátil abierto, y una enorme escultura de fruta real, piña incluida, como si pudiera coger eso y probar un bocado. Karou estuvo mirando las uvas, pero tenía miedo de tocarlas y derribar todo el espectáculo .

—Tómalos si las quieres—, dijo su abuela falsa, Esther Van de Vloet, que estaba sentada a su lado acari-ciando, con un pie descalzo, la musculosa espalda del gran perro que se extendía ante ella.

Esther, aunque magníficamente rica, no era de la raza de mujeres magníficamente ricas mayores que pre-servaban su juventud por medio del cuchillo de un médico, o siguiendo una dieta sin alegría por el bien de la ele-gancia ósea, o usando ropa rígida de diseñador más adecuada para maniquíes.

Estaba vestida con pantalones vaqueros, un vestido túnica que había recogido en un mercado callejero, mientras que su pelo blanco se sujetaba en un moño ligeramente desordenado. Ella no era ascética, como se evi-denciaba por la masa en la mano y la curvatura de las caderas y pechos. Su juventud -o, más exactamente - de su edad aparente de los setenta, cuando era, de hecho, así en su décimo tercera década - se conservó no por la ciru-gía o la dieta, sino por medio de un deseo.

Un bruxis , el más poderoso de los deseos , pagado muy caro, y una sóla vez en la vida. Y esto era en lo que la mayoría de los comerciantes de Brimstone gastaron sus bruxis: larga vida. No se sabe con precisión cuánto tiempo pasó, mucho tiempo. Karou sabía de un cazador Malayo que había estado llegando a unos doscientos di-námicos años, era el último que había visto. Parecía reducirse a una cuestión de voluntad. La mayoría de la gente se cansaba de sobrevivir a todos. Por parte de Esther, ella dijo que no sabía cuántas más generaciones de perros podía soportar enterrar.

La actual iteración era todavía joven y en la plenitud de la salud. Ellos fueron llamados de viajeros a Matu-salén, para los caballos, respectivamente, de los generales Lee y Grant. Todos los mastines de Esther fueron nom-brados después de los caballos de guerra. Este fue su sexto par, y ella finalmente se había dignado honrar a los americanos.

Karou miró la torre de fruta. — Pero probablemente tomó horas a alguien para construir esa cosa.

—Y nosotros hemos pagado bien sus labores. Come.

Traducción: Nathalia Tabares Corrección: Laia Gaitan

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Karou tomó algunas uvas y se alegró de que la escultura no se volcara.

—Vas a tener que aprender a disfrutar del dinero ahora, querida —, dijo Esther, como si Karou fuese una iniciada en esta vida de lujo, y ella su guía. Además de otros favores relacionados con Karou Esther había realizado para Brimstone durante años - su inscripción en las escuelas, la falsificación de documentos de identidad para ella, etcétera -había sido fundamental en la creación de sus múltiples cuentas bancarias, y seguramente conocía mejor el patrimonio neto de Karou que ella misma. —Lección número uno: No nos preocupamos acerca de cómo se construyen nuestras esculturas de frutas. Nos las comemos—.

—No voy a tener que aprender, en realidad — dijo Karou. —No voy a quedarme aquí.

Esther miró a su alrededor. —¿No te gusta el St. Regis?

Karou siguió su mirada . Se trataba de un asalto a los sentidos, como si el diseñador había sido acusado de manifestar el concepto de —opulencia — en cuatro o quinientos metros cuadrados. Alta, techo abovedado recor-tado en oro de casetones, cortinas de terciopelo rojo que pertenecieron al gabinete de un vampiro , todo dorado, un piano de cola con platos de plata con gradas de Biscotti establecidos en su tapa reluciente .

Hubo incluso un enorme tapiz de un colgante de coronación en la pared, un rey u otro de rodillas para reci-bir su corona. — Bueno, no — admitió. — No especialmente . Pero me refiero a la Tierra. Yo no me estoy quedando

Esther la obsequió con un parpadeo lento, tal vez tomando ese instante para imaginar dejando una fortu-

na, como era la de Karou. En efecto. Bueno . Teniendo en cuenta el pedazo de paraíso allí, ella asintió con la cabe-za en dirección a la sesión adyacente habitación - —No puedo decir que te culpo.— Ester estaba... impresionada... con Akiva. —Oh — ella había susurrado cuando Karou los había presentado . Ella dijo ahora, —No es que yo lo se-pa, pero supongo que podría dar una gran cantidad de amor.

Karou no había dicho nada sobre el amor, pero no podía decir que ella se sorprendió al descubrir que era obvio. —No me siento como si fuera a renunciar a nada —, dijo con sinceridad. Su vida en Praga ya era tan remota como un sueño. Ella sabía que habría días en que echaba de menos la Tierra, pero por el momento, su mente y su corazón estaban totalmente involucrados en los asuntos de Eretz, su amortajado actual -Querida Nitid o Dioses Estrella, alguien, por favor, dejen que nuestros amigos vivan - y su tenue futuro. Y sí, como Esther dio a entender, Akiva fue una gran parte de ella.

Bueno . —Puede disfrutar de la riqueza, por ahora, al menos — dijo Esther. —Dime ¿no era el baño muy bueno? — Karou admitió que sí lo había sido. El cuarto de baño era más grande que todo su apartamento en Praga, y cada pulgada cuadrada de mármol del que ella acababa surgir; su pelo aún estaba húmedo y fragante sobre sus hombros.

Cogió el mapa, aplanándolo hacia fuera en el sofá entre ellas. —Entonces— dijo ella, —¿Dónde están los ángeles alojados?

El plan de Karou era en última instancia muy simple, así que no había mucho que necesitaba saber más allá de dónde encontrar Jael. La Ciudad del Vaticano puede ser pequeña como son las naciones soberanas, pero hecho un infierno para una búsqueda del tesoro si usted acaba de aparecer ahí y empieza a ir a través de las habitacio-nes.

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Esther clavó un clavo mordido en el Palacio Papal. —Aquí—, dijo. —El entrenamiento de lujo.— Sabía que las ventanas le darían el acceso más cercano a la Sala Clementina, la sala de audiencias que el gran Jael le había dado para su uso personal, y ella sabía dónde estaban los guardias eran propensos a ser estacionados, tanto los guardias suizos y su propio contingente de los ángeles. Su dedo se arrastró hasta el Museo del Vaticano, también, donde la mayor parte de los anfitriones se alojarían en un ala de la escultura antigua, donde una vez en una vida normal, Karou había hecho un boceto de la tarde.

—Gracias— dijo Karou. —Eso es una gran ayuda.

—Por supuesto—, dijo Esther, instalándose de nuevo en el sofá remilgada. —Lo que sea por mi nieta falsa favorita. Ahora dime, ¿Cómo esta Brimstone, y cuando se reabrirán los portales? Realmente echo de menos al vie-jo monstruo

—Yo también—, pensó Karou, con el corazón palpitando rápidamente. Ella había estado temiendo este momento todo el viaje hasta aquí. En el teléfono, ella no había sido capaz de obligarse a decir la verdad. La forma de saludo de Esther había sido tan inesperadamente efusivo- —¡Oh, gracias a Dios! ¿Dónde has estado, hija? He estado muy preocupada. Meses, y no hay noticias de ustedes. ¿Cómo no me llamaste? — - Que había arrojado Karou por un bucle. Ella había actuado como una abuela de verdad, o por lo menos como Karou imaginaba que una abuela real podía actuar, derramando emoción se quiera o no, mientras que antes siempre parecía repartir hacia fuera como de reducción: en un horario, y con un cierto grado de renuencia.

Karou había decidido darle la noticia dura en persona, pero ahora que había llegado el momento, no en-contraba las palabras adecuadas en su mente. Está muerto.

Hubo una masacre.

Está... muerto.

Unos golpes, justo en ese momento, las interrumpieron. Karou se levantó de un salto. —Mik y Zuze—, dijo, y corrió hacia la puerta. La suite era tan en expandida, que realmente tenía que correr con el fin de responder a la puerta en el momento oportuno. Ella lo hizo, lanzando abierta. —¿Qué te tomó tanto tiempo?— Preguntó ella, barriendo sus amigos juntos en un abrazo un poco mal. Su olor, no de ella.

—Dos horas para llegar aquí desde el aeropuerto—, dijo Mik. —Esta ciudad es una locura.

Karou sabía que lo era . Ella había tenido una perspectiva aérea de la misma, pulsando el anillo de la huma-nidad que había recogido alrededor del perímetro cerrado - fuera del Vaticano. Incluso desde el aire había oído su canto, pero no podía distinguir las palabras. Desde el aire, que le había recordado, inquietante, la forma zombie en las películas, tratando de entrar en enclaves humanos, y el resto de la ciudad, aunque no tan... zombie, estaba cer-ca. —Espero que al menos tengan un poco más de sueño en la cabina—, dijo.

Tenían, todos ellos. Habían conseguido un par de horas de sueño muy necesario en el vuelo. Karou se había acostado con la cabeza sobre el hombro de Akiva, dejando fuera los recuerdos de su piel desnuda contra la suya. Sus sueños habían sido... más energizantes que reparadores. —Un poco—, respondió Zuzana. —Pero lo que real-mente quiero es un baño.— Dió un paso atrás y le dio Karou un análisis rápido. —Mírate. Un par de horas en Italia y eres una fashionista. ¿Cómo conseguiste ropa nueva ya?

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—Eso es lo que pasa aquí.— Karou los condujo al interior. —Al llegar a Hawai, te dan collares de flores. En Italia, es ropa perfecta y zapatos de cuero.

Bueno, —ellos— deben haber estado de vacaciones cuando llegamos aquí—, Zuzana volvió, haciendo un gesto hacia ella misma. —Para el horror de todo el mundo en el vestíbulo .

—¡Ay!— Karou se encogió al imaginarlo. —¿Eran malos?— Ella había estado a salvo del escrutinio a sí mis-ma, habiendo llegado bajo un hechizo (glamour), y por medio del portal en el cielo, no a la calle y el vestíbulo.

—Zuze ha estado teniendo duelos de deslumbramiento.— Dijo Mik.

Zuzana arqueó una ceja. —Debes ver al otro tipo.

—No tengo ninguna duda—, dijo Karou. —Y… ellos no estaban de vacaciones. Ellos estaban esperando por ustedes aquí. Esther nos llevó toda la ropa nueva

Al decir esto, cuando entraron en la sala de estar. —Envié un comprador para ellos, de hecho— dijo Esther, con su acento flamenco cantarina. —Espero que todo encaje.

Se levantó y se acercó. —He oído hablar mucho de ti, querida,— dijo cálidamente, extendiendo la mano pa-ra envolver las manos de Zuzana en su cuenta. Ella era, en ese momento, en gran medida la imagen de una abuela.

Esther Van de Vloet, sin embargo, no era la abuela de nadie. No tenía hijos y casi nada de instinto maternal. Jugando al papel de la — abuela—, había sido más de un aliado político de Karou que uno emocional. En su vida, la anciana había acumulado innumerables diamantes en la posición de los ultra ricos, y con la ayuda de Brimsto-ne, también, sin desánimo hacer negocios con los seres humanos y no humanos por igual -ni Subhumanos, tampo-co, como ella llamaba al más nefasto de comerciantes de Brimstone, con quien mantuvieron una red mundial de información. Viajó en círculos de élite, así como las sombras -había dicho Karou en el teléfono que ella tenía un cardenal en un bolsillo y un traficante de armas en la otra, y no hay duda que ella tenía más bolsillos, además. Y ella fue venerado como una figura casi mística, primero por el cosquilleo de su misteriosa conservación –Se decía el rumor que había vendido su alma por la inmortalidad- así como por varios favores imposibles que se rumorea que han realizado para la altamente colocado a las personas.

Imposible, a menos que pasó a tener acceso a la magia.

—He oído hablar mucho de usted, también—, dijo Zuzana, y Karou vio el brillo en sus ojos que era o un ma-tador dimensionando a un toro o un toro dimensionando a un matador. No estaba segura de qué, pero Esther lo tenía, también. La mirada que pasó entre las dos mujeres fue de respeto mutuo para un digno adversario, y Karou se alegró de que no fueran enemigas, y que ambos estuvieran de su lado.

Hubo un breve período de charla. El tamaño de los perros. Servicio de habitaciones. El estado de Roma. Án-geles.

Fue cuando Esther dijo: —Me alegro de que Karou tuviera el buen sentido de venir a mí — que un leve bro-te en una fosa nasal que la expresión de Zuzana se pareció más a un toro que a un torero.

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—Ella vino a usted una vez antes—, dijo Zuzana, casual, con un trasfondo de culpa. Karou sabía a donde quería llegar, y trató de interceder.—Zuze…— empezó a decir, pero su amiga habló sobre ella.

—Y he tenido curiosidad desde entonces. Cuando Karou vino a ti para pedir deseos...— Ella inclinó la cabeza y le dio a la mujer mayor una mirada honesta. —Tomaste a cabo en ella, ¿no?—

La sonrisa de Esther se apagó, su cara ya lisa y semejante a una máscara y cautelosa. Ahora, ya no era de

abuela. —No, Zuze—, dijo Karou, poniendo una mano en la espalda de su amiga. Habían discutido sobre esto antes.

—No lo hizo. Ella no lo haría.— Cuando las puertas se habían quemado, el invierno pasado, y ella había estado de-sesperada por encontrar a sus quimeras para encontrar gavriels que pudieran ser portadoras de ella y de Razgut hasta el portal del cielo y en Eretz - Karou había ido, desesperada, a Esther primero. Esther había dicho que no te-nía ningún deseo más fuerte que un Lucknow, y Karou la había creído, porque ¿por qué iba a mentir ?

—Lo hice —, dijo Esther, solemne y... ¿Arrepentida? Karou la miró fijamente.

¿Se refería a que ella se había mantenido fuera de ella? —¿Qué?— Le preguntó, confundida.

—Bueno, siento tener que decirlo, querida, pero yo realmente no crei que los encontrarías. Soy una mujer vieja codiciosa. Si fueran los últimos deseos que alguna vez me iban a llegar, tuve que cuidar de ellos, ¿No? Y no te puedo decir lo feliz que estoy de haberme equivocado—.

El estómago de Karou dio un vuelco. —Tú no estabas—, dijo.

Esther ladeó la cabeza, perpleja. —¿Yo no qué?

—No estabas equivocada. No encontré a Brimstone. Está muerto.— Ella lo dijo como una máquina, sin nin-

guna emoción en su voz, y vio la cara de Esther se volvía cada ve más pálida.

—No, por supuesto que no. No —, murmuró, llevándose la mano a la boca. — Oh, Karou. Yo no quería creerlo.— Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿No se lo dijiste a ella?— Preguntó Zuzana.

Karou negó con la cabeza. Esto en cuanto a romper a ella con suavidad. Esther le había mentido. Cuando los portales se habían quemado y no sabía nada, cuando fue maltratada y golpeada en encuentros cercanos a la muerte con tanto Akiva y Thiago, y no hay un tratamiento suave del propio Brimstone, que había ido a ella en bus-ca de ayuda. Ella había estado en el punto más bajo en su vida hasta ahora, no importa que ella iba a hundirse progresivamente menor y tan mucho más bajos en los próximos meses, que no sabía que entonces. Ella había con-fiado en Esther, sólo para descubrir ahora que Esther le había mentido a la cara.

Ella parecía realmente afectada, sin embargo, Karou sentía un pequeño remordimiento por decirlo con tanta dureza. —El pozo de Issa,— dijo ella, para amortiguar el golpe, añadiendo una oración silenciosa para que fuera así.

—Me alegro de oír eso.— La voz de Esther era trémula. —Y ¿Yasri? ¿Twiga?

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No hubo ablandamiento, pues Twiga estaba muerta. Yasri era, también, aunque el alma de Yasri, como Is-sa, se habían conservado y estaban esperando por ser encontradas. Karou con otra esperanza en una botella, para retransmitir el mensaje importante de Brimestone. Sin embargo, Karou no había sido capaz de ir y recuperar su incensario, a pesar de que sabía dónde estaba: en las ruinas del templo de Ellai, donde ella y Akiva había pasado su mes de noches dulces, en una vida pasada.

Para Esther, ella sólo dio una pequeña sacudida de cabeza. La resurrección era más de lo que ella estaba

dispuesta a hablar. Esther no sabía para qué Brimstone había utilizado los dientes - y las joyas que había sido su propio comercio con él - que Karou había conocido antes que rompió la perchero, y ella no se sentía inclinado a ser apremiante en este momento..

—Muchos están muertos — dijo ella, tratando y fallando de mantener su voz carente de emoción. —Y mu-

chos más morirán a menos que detengamos estos ángeles y cerremos el portal.

—¿Y crees que puedes hacer eso?—, preguntó Esther.

Espero, pensó Karou, pero dijo simplemente: — Sí

Zuzana volvió a hablar y, fuera torero o toro, tenía ojos claros, fijos y enfocados. —Algunos de esos deseos no sería inoportuno ahora.

—Oh, bueno,— dijo Esther, aturdida.— Ahora yo realmente no tengo nada más. Lo siento mucho. Si lo hu-biera sabido, los habría que conservado mejor. Oh, mi pobre querida—, le dijo a Karou, juntando su manos. La boca de Zuzana era una línea recta . —Uh -huh— fue todo lo que dijo.

Tal vez por la falta de… gracia social, Mik dijo torpemente: —Bueno, gracias por el, um, jet. Y el hotel y todo

eso

—De nada—, dijo Esther, y Karou sentía que el tiempo para las presentaciones y las bromas -desagradables - había llegado a su fin. Había trabajo por hacer.

Se volvió hacia sus amigos. —El cuarto de baño está en el pasillo. No está nada mal. La ropa esta en el dor-mitorio grande. Pueden Jugar a disfrazarse

La frente de Zuzana se arrugó. —¿Y los otros?— Ella vaciló. —¿Eliza? ¿Ella está... algo mejor?

Una nueva tensión aparecía en Karou. ¿Qué podía decir sobre Eliza? Eliza Jones. ¡Qué extraño negocio que era! Sólo sabía su nombre porque ella tenía ID de ella, no porque ella fuera capaz de decirles. A partir de ahí, una rápida búsqueda en Google había dado resultados sorprendentes. Elazael, descendió de un ángel. Tan loco como todo sonaba-justo el tipo de cosa Zuzana sería, érase una vez, han hecho una camiseta en la burla de el hecho de que ella hablaba con fluidez Seráfico hizo prestarle una innegable credibilidad.

En cuanto a las cosas que había dicho en Seráfico, eran incomparablemente espeluznantes, y fluían de ella

en algún tipo de fuga. Y a la pregunta de Zuzana: ¿Era mejor? Karou no sabía qué responder. Lo había intentado, de vuelta en Marruecos, para usar su propio don de sanidad para reparar, pero ¿cómo podría ella, cuando ella misma no podía empezar a sentir lo que estaba roto?

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Akiva estaba tratando ahora, de alguna manera, con los suyos y Karou tenía esperanza, llevó a sus amigos a la puerta de la sala de estar, para que pudiera abrirla y encontrar a los dos allí sentados, enfrascado en una con-versación.

—Aquí —, dijo ella, tratando de alcanzar el picaporte. Lanzando una mirada hacia atrás, ella hizo un esfuer-zo por sonreírle a Esther. Odiaba la tensión, y deseó, no por primera vez, que la mujer de más edad fuese un poco más cálida. Pero sabía, como siempre había sabido, que cada vez que Esther había actuado en su nombre, inclu-yendo el año que había llevado a su casa a Amberes con ella para la Navidad, la evocación de un salón de revista

llena de regalos, incluyendo un fantástico caballo de oscilación tallado a mano. Karou había tenido que salir

de allí y nunca lo había visto una vez más -había sido compensado por su problema.

Esa no era la amistad o la familia. Fue negocio, y no se requieren sonrisas.

Pero sonrió de todas formas, y Esther le devolvió la sonrisa. Había tristeza en sus ojos, arrepentimiento, tal vez incluso penitencia, y más tarde Karou recordaría esos pensamientos. Bueno, eso es algo, por lo menos.

Y así fue.

Simplemente no lo que pensaba.

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55

POESÍA LUNÁTICA

Akiva había descendido, como muchas otras veces, a través de los oscuros niveles de su mente al lugar donde trabajaba la magia, y no estaba cerca de entender donde estaba dentro o fuera. Qué tan profundo o distan-te, o qué tan lejos llegaba.

Estaba esa sensación no exactamente, pero suficientemente cerca de pasar a través de una trampilla hacia otro reino, y mientras él comenzaba a observar un vasto océano de todos modos era insuficiente. Espacio. Sin lími-te.

Había creído que era suyo. Que era él. Pero parecía una infinidad un universo privado, una dimensión cuya infinidad trascendía la noción de “mente” que siempre había sostenido de pensamientos que existían dentro de la esfera de su propia cabeza, una función de su cerebro.

¿Qué tan grande era una mente? ¿Un espíritu? ¿Un alma? Y, si no se correlacionaba al espacio físico de su cuerpo desplazado, ¿entonces dónde estaba? Eso le causó vértigo. Cada vez que emergía, sintiéndose impreciso y consumido, lo roía la frustración de su propia ignorancia.

Y eso era antes de que intentara entrar a la mente de otra persona.

Sintió, en el umbral de la mente de Eliza, otra trampilla, otro reino tan extenso como el suyo, pero distinto. Los infinitos no son para exploraciones casuales. Podías caer y continuar cayendo. Podías perderte. Ella estaba per-dida. ¿Podría él sacarla? Quería intentarlo. Por ella, porque la idea de tal impotencia lo apaleó y quería rescatarla de eso. Y por él mismo, también, por sus incesantes y lastimeros torrentes de lenguaje. Era su lenguaje, curiosa-mente familiar y exóticoSeráfico, pero hablado en tonos y patrones que nunca había escuchado, y… Dioses Estrella, las cosas que estaba diciendo…

Bestias y cielo ennegrecido, los abridores de puertas y las luces en la oscuridad.

Elegidos. Caídos.

Mapas, pero estoy perdida. Cielos, pero están muertos.

Cataclismo.

Meliz.

Poesía lunática así la había apodado Zuzana, y era ambas: poética y lunática, pero golpeaba una resonancia dentro de Akiva, como una bifurcación con sintonía que se combinaba con su propia sintonía. Significaba algo, algo importante, y entonces él cruzó desde su propia infinidad a la de ella. Él no sabía si eso podría hacerseo, si debiera hacerse. Se sentía mal, como traspasar una frontera. Hubo una resistencia, pero él la penetró. La buscó pero no pudo encontrarla. La llamó pero no obtuvo respuesta. El espacio a su alrededor se sentía diferente desde el suyo. Era denso y turbio. Cinético. Dolorido, intranquilo y temeroso. Ahí había equivocación y tormento, pero iba más allá de su entendimiento y no se atrevió a ir más lejos.

No podía encontrarla. No podía llevarla fuera. No pudo. Pero lo intentaba, el diezmo de su propio dolor, calmar su caos, por lo menos.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Brenda CAM

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Cuando regresó y abrió sus ojos, fue con una sensación de reclamo a sí mismo, vio que Karou estaba pre-sente, con Zuzana y Mik. También Virko, aunque la quimera había estado ahí todo el tiempo. Y justo a su derecha, estaba Eliza.

Su comportamiento se había calmado, pero Akiva vio con sus ojos lo que ya sabía en su corazón: no la había arreglado.

Dejó salir un gran suspiro. Su decepción se sintió como pérdida. Karou se acercó a él. Tenía una garrafa de agua y la vertió en un vaso. Mientras él bebía, ella colocó una mano fresca en su frente y se recargó en un brazo de la silla, con su cadera contra el hombro de Akiva. Y este era un nuevo y sorprendente umbral de lo normalKarou recargándose contra ély eso levantó su espíritu. Ella había hablado de su felicidad como si fuera un hecho innega-ble, sin importar lo que pasaraapartada de todo lo demás y no sujeta a eso. Era una nueva idea para él que la feli-cidad no era un lugar místico que debía ser alcanzado o ganadoalgún terreno brillante más allá del límite de la mi-seria, un paraíso esperando por ellossino algo que llevar obstinadamente contigo a través de todo, tan humilde y ordinario como tus herramientas y suministros. Comida, armas, felicidad.

Con la esperanza de que las armas pudieran con el tiempo desvanecerse de la imagen.

Una nueva forma de vivir.

Luce más tranquila dijo Karou, observando a Eliza. Eso es algo.

No lo suficiente.

Ella no dijo, Podrías intentarlo después, porque ambos sabían que no habría un después. La noche estaba cayendo. Ellos se iríanél, Karou y Virkomuy pronto, y ellos no regresarían aquí. Por tanto, Eliza Jones debía perma-necer perdida, y, con ella, el “Cataclismo” y todos sus secretos. El problema era que Akiva sintió un peligro en de-jarlo ir. Quiero entender lo que ella está diciendo dijo él. Lo que le ha pasado.

¿Te enteraste de algo?

Caos. Miedo él negó con la cabeza. No sé nada sobre magia, Karou. Ni siquiera los principios básicos. Tengo la sensación de que todos tenemos un… buscó palabrasuna proyección de energías. No sé cómo llamarlo. Es más que sólo mente, y más que sólo alma. Dimensiones siguió buscando palabras. Geografícas. Pero no conozco su ex-tensión, o cómo navegarlas, o incluso cómo verlas. Es como palpar hacia delante en la oscuridad.

Ella sonrió un poco, y había luminosidad con esfuerzo en su voz cuando preguntó: ¿Y cómo puedes saber cómo es la oscuridad? Su mano cepilló sus plumas y ellas centellaron a su toque. Tú eres tu propia luz.

Y Akiva casi dice, Sé cómo es la oscuridad, porque así era, en todos los peores sentidos de la palabra, pero no quería que Karou pensara que estaba retirándose al desolado estado en que ella lo había encontrado en Ma-rruecos. Así que contuvo su lengua y estuvo contento cuando ella añadió, tan suavemente que casi no la escuchó. Y la mía.

La miró y estaba lleno de su visión, y sintió como si ya hubiera estado muchas veces antes en su presencia, Madrigal y Karou nueva vida, nuevo crecimiento. Zarcillos de sensación y emoción que nunca había conocido antes de ella y nunca tendría sin ella, y eran algo real. Raíces ramificándose y extendiéndose, pasando cada trampilla y a través de cada número de niveles oscuros, y las “proyecciones de energía” que había descrito tan inadecuadamen-te las dimensiones imposibles de conocer y geografías de sí mismo fue cambiado por eso, como una oscura región de espacio cuando una nueva estrella estalla para ser. Akiva estaba más brillante. Más lleno.

Sólo el amor podía hacer eso. Tomó la mano de Karou, pequeña y fría y la atrapó en la de él, y la sostenía como lo hacía con su mirada. La felicidad estaba ahí, como equipamiento ordinario, colocada justo a un lado de la

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preocupación, la pena y el propósito, y no develaba nada, pero eso la iluminó.

¿Lista? Él preguntó.

Era hora de ver a su tío.

Dijeron sus despedidas sin decir “adiós,” porque Akiva les dijo que era de mala suerte hacerlo, como tentar al destino. Cuales fueran las palabras que usaron, había una sombra sobre ellas, porque no sería una partida breve. Virko, en la que podría ser su última clase de lenguaje por un tiempo, enseñó a Zuznana cómo decir:”Beso tus ojos y dejo mi corazón en tus manos” lo cual era una antigua despedida quimérica y por supuesto mandó a Zuzana ha-cer pantomima a una interpretación de tener un corazón latiendo en sus manos.

Esther hizo bullicio a su alrededor, para ser abuela de nuevo y algo cercano a lo contrito. Se aseguró de que tuvieran el mapa y conocieran el camino. Preguntó, preocupada, lo que intentaban hacer contra tantos enemigos, pero Karou no le dijo. No mucho fue su respuesta. Sólo persuadirlos de que regresen a casa.

Esther lucía inquieta, pero no la presionó. Ordenaré champagne dijo ella, para celebrar su victoria. Sólo de-seo que estén aquí para beberla con nosotros.

Eliza, durante todo el rato, estuvo sentada observando.

Después de irnos, ¿verán por ella si necesita ayuda? Karou preguntó a Mik y a Zuzana.

El rostro de Zuzana inmediatamente se endureció y no pudo ver a Karou a los ojos, pero Mik asintió. No te preocupes dijo él. Ya tienes mucho de qué preocuparte.

Él entendía, si Zuzana no, por qué las cosas tenían que ser así. Él le había recordado a ella, varias veces, du-rante el camino hacia aquí. ¿Recuerdas que no somos samuráis ni siquiera en una pequeña parte? Le había pregun-tado. No podemos ayudar en esto. Sólo sobrecargaremos a Virko y estorbaremos. Y si hay más enfrentamientos…

Él no había terminado.

Gracias dijo Karou, con una última e impotente mirada hacía Eliza. Sé que les estoy dejando mucho, pero les mostré cómo acceder al dinero. Por favor, úsenlo. Para ella, para ustedes. Cualquier cosa que necesiten.

Dinero Zuzana musitó, como si fuera peor que incompetente, un insulto.

Karou volteó hacia ella. Si hay alguna manera de que ustedes regresen prometió, odiando el si como si la palabra en sí fuera su enemiga. Encontraré una manera de llegar a ustedes.

¿Cómo? Van a cerrar el portal.

Tenemos que hacerlo, pero hay más portales. Los encontraré.

¿Qué? ¿Tendrás tiempo para cazar portales?

No lo sé eso era un estribillo. No sé qué encontraremos cuando regresemos. No sé si habrá alguna esperan-za para trabajarla en todo el mundo. No sé cómo encontraré otro portal. No sé si sobreviviré. No lo sé.

Zuzana, con su dura expresión sin cambio, ladeó su cabeza hacia delante en un tipo de colisión en cámara lenta que Karou no reconoció como un abrazo hasta que en el último minuto, los brazos de su amiga la rodearon. Ten cuidado susurró Zuzana. Nada de heroísmo. Si tienes que salvarte a ti misma, hazlo, y regresa aquí. Los dos. Los tres. Podemos hacerle a Virko un cuerpo humano o algo. Sólo prométeme, si llegas ahí y todos están… ella no lo dijo. Muertos. Te mantendrás fuera de vista y volverás aquí, viva.

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Karou no podía prometer eso, como Zuzana debía saber, porque no le dio la oportunidad de responder, sino que prosiguió con: Bien. Gracias. Eso es todo lo que quería escuchar como si la promesa hubiera sido dada. Karou le regresó el abrazo, odiando las despedidas como odiaba el si, y después no había nada más que hacer, sólo irse.

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56 MI DULCE BÁRBARA

Limpios, al fin. Mik y Zuzana se turnaron en el baño, así uno de ellos se quedaba con Eliza, mientras también veía las noticias de los ángeles. La TV tenía un volumen bajo, y la laptop de Esther estaba abierta con algunas noti-cias actualizándose constantemente, pero todavía no había pasado nada, y así seguiría durante un rato.

Zuzana sabía que Karou tenía que hacer una parada en el Vaticano: el Museo Civico di Zoologia. Era un mu-seo de historia natural, había una calma desafiante en ella cuando declaró su intención de ir ahí. Eso había medio roto el corazón de Zuzana, conociendo su propósito —para rellenar su abastecimiento de dientes, en caso de que las almas se hubieran salvado, al menos, en la batalla— que no estaría ahí para ayudar, lo que fuera que encontra-ran de vuelta a Eretz.

Maldita impotencia. Zuzana sintió llegar un diseño de playera.

SÉ UN SAMURÁI

PORQUE NUNCA SABRÁS QUE HAY DETRÁS

DEL CIELO ALOCADO.

Nadie podría entenderlo, pero, ¿A quién le importaba? Sólo los miraría hasta que se fueran. Eso funcionaba en casi cualquier situación.

No, se reprendió a sí misma. No funcionaba. Porque si funcionara, no habría necesidad de ser samurái, ¿O sí?

Miró a Eliza y suspiró. Eliza no parecía necesitar o registrar la compañía, pero la idea de dejarla sola en el rincón como una pieza de suave y murmurante mueble no se sentía bien. Zuzana no era una enfermera y no tenía instintos para eso, pero era consciente de que la joven necesitaba a alguien para atender sus básicas necesidades humanas por ella —comida y bebida para principiantes—y estaba más dócil ahora, al menos, por lo que fuera que había hecho Akiva. Menos inquieta y eso lo facilitaba más.

Qué harían con ella mañana, Zuzana no podía pensar en eso ahora. Mañana estaba demasiado lejos. Cuan-do toda la tensión de hoy fuera una cosa del pasado y tuvieran una entera noche de sueño en una cama de verdad, y una comida que nunca fuera de la misma consistencia del cuscús.

Mañana.

Pero por ahora, era bueno estar limpia. Se sentía como renacer—Venus emergiendo de una capa de por-quería—y la ropa que el comprador de Esther había elegido era elegante y subestimada, de finos materiales y casi de ajuste perfecto. El equipaje sucio de Zuzana, tenis con estampado de cebra incluidos, ella lo había apilado pul-cramente y envuelto en varias capas de bolsas de plástico; se sentía como una traición, especialmente cuando sus zapatos viejos estaban junto a los nuevos sobre el piso y tuvo la idea de que estaban siendo forzados a entrenar a sus sustitutos. Ella arrastra los pies un poco, podrían decirle a los nuevos de cuero, con afectuosas lágrimas cayen-do de sus legañosos ojos de zapatos viejos. Y se para sobre las puntas mucho tiempo, así que prepárense para eso.

—La sentimental de ti —Mik había comentado cuando ella había regresado a la sala de estar y empujado el bulto dentro de su mochila.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Laia Gaitan

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—No del todo —declaró ella airosamente—. Los estoy guardando para el Museo de Aventuras de Otro Mundo que voy a fundar. El título de la exhibición sería: “Qué no usar acampando en montañas congelantes mien-tras se forja una alianza entre ejércitos enemigos.”

—Ajá.

Mik, tomando su turno en el baño, no sentía tal sentimentalismo por su ropa sucia. Estaba contento de ti-rarlas a la basura pero, antes de hacerlo, pescó furtivamente en el bolsillo de sus pantalones viejos y sacó…

… el anillo.

Tal vez de plata, tal vez un antiguo anillo que había comprado cuando el mundo se volvió loco. Lo giró en sus dedos, mirándolo de cerca por primera vez. Zuzana siempre estaba cerca de él (Y gracias a Dios por eso); y no tuvo oportunidad de sacarlo. Ahora le parecía una cosa tosca, especialmente dentro del contexto de este ridículo hotel. De vuelta en Aït Benhaddou había encajado perfectamente: primitivo y descolorido, quizá un poco doblado. Aquí lucía como algo que había caído de meñique de un visigodo durante el Saqueo de Roma. Joyería bárbara.

Perfecto.

Para mi dulce bárbara, pensó, y cuando iba a meterlo dentro del bolsillo de sus nuevos y elegantes pantalo-nes italianos, se le resbaló de sus dedos. Resonó sobre el piso de mármol y rodó como si estuviera tratando de es-capar. Mik lo siguió, pensando que tal vez era plata real después de todo, porque supuestamente la plata real hacía ese sonido de repique, y luego entró en un hueco no más ancho que tres de sus dedos, detrás de un tocador de mármol.

—Vuelve aquí —susurró—. Tengo planes para ti.

Se puso de rodillas para alcanzarlo, mientras que en la sala de estar, su dulce bárbara acercaba agua a los siempre murmurantes labios de Eliza Jones para lograr que bebiera y, en la pequeña habitación de la parte de atrás de la suite, con la puerta cerrada y música sonando para que su voz no se escuchara, Esther Van de Vloet hizo una llamada.

No era una llamada fácil de hacer para ella, pero la mayoría podría decir en su defensa que ella esperaba no hacerla. Vaciló durante una fracción de segundo y aunque una sombra de su edad real pudo haber embrujado su rostro, la indecisión no. Soltó un suspiro severo y prosiguió. Después de todo, el poder no se mantenía por sí solo.

* * *

Karou y sus acompañantes pasaron sobre los techos de Roma, su tarea en el museo de historia natural ya estaba hecha y sólo quedaba Jael. El aire de la noche era sofocante en el verano italiano, el paisaje urbano debajo de ellos era un lienzo mudo de tejados y monumentos, luces y domos, separados por una serpiente oscura que era el río Tíber. Se escuchaban bocinazos filtrados mientras volaban y también silbidos del tráfico junto con fragmentos de música, y—aumentado más mientras se acercaban al Vaticano—salmodias. Eran ininteligibles, pero seguían el ritmo de la liturgia.

También apestaba el inconfundible aroma de humanos amontonados durante mucho tiempo. A juzgar por su matiz cáustico, Karou se dio cuenta al instante de que los peregrinos habían logrado acercarse a la barrera, no se querían dar por vencidos por algo tan temporal como las funciones corporales.

Lindo.

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Los noticieros reportaban una crisis de salud pública ya que las personas llevaban a sus ancianos y enfermos amados al perímetro con la esperanza de que esa mera proximidad a los ángeles curara sus enfermedades—o al menos que los ángeles salieran a bendecirlos. Milagros habían sido aclamados y aunque no estaban comprobados, ocultaban el número de muertes resultantes de esa práctica.

Los milagros hacían eso.

Visto desde el cielo, el Vaticano era un trozo—si bien un trozo grumoso, como una rebanada de pastel co-lapsada. Dentro del límite, su vasta y circular plaza era su más notable característica, encerrada por las famosas columnatas curvadas de Miguel Ángel. Estaba incongruentemente atascada de vehículos militares, los tanques dormitaban como feos escarabajos, jeeps yendo y viniendo, incluso transportes de tropas.

Justo más allá de la columnata norte estaba su destino: el Palacio Papal. Karou lideró al grupo.

Esther había sido capaz de darles información gracias a su “cardenal de bolsillo,” con la localización precisa de las cámaras que le habían dado a Jael para su uso, los tres formaron un círculo amplio sobre el grupo de edifi-cios—el palacio no era uno, sino varios, extendiéndose juntos—observando los tejados por signos de presencia seráfica.

Esperaban que hubiera guardias. Los soldados humanos estaban concentrados en el suelo podían ver a los soldados patrullando con perros—y seguramente en las entradas del edificio, adentro y afuera. Pero aún así espe-raban encontrar Dominantes apostados en el techo también, porque era un patrón de operación en Eretz, donde un ataque era similar tanto por cielo y tierra.

Y ahí estaban. Dos.

Fácil.

—No los hieran —Karou les recordó a Akiva y Virko —innecesariamente, —esperó y los sintió moverse. Ob-servó a los guardias, y vio las sombras de Akiva y Virko descender sobre ellos. Recordaba vívidamente la marejada de sombra perseguida por fuego que había engullido a la compañía de vuelta en los Adelfas, sin dejar piedad como los soldados al unísono, endureciéndose y después cayendo catastróficamente.

Rápidos golpes en la cabeza. Languidecieron pero no cayeron. Sus cuerpos parecían flotar en cámara lenta hacia el tejado, mientras Akiva y Virko los asían y los soltaban silenciosamente. Tendrían huevos de ganso y dolor de cabeza después, pero no más que eso. No importaba si merecían misericordia tanto como los parámetros de la misión: sin sangre.

Rápido y sin sangre, ese era el punto. Nada de carnicerías, ni escenas de crimen, sólo persuasión. Deberían entrar y salir incluso antes de que esos dos soldados despertaran y se frotaran sus cabezas doloridas.

Karou aterrizó ligeramente y lanzó una breve mirada a uno de ellos. Inconscientes, parecían como cualquier otro de los Ilegítimos de las cuevas de los Kirin. Guapo, joven, hermoso. Villano y victima al mismo tiempo, pensó, y recordó la propuesta de Liraz de que les quitaran los dedos en lugar de sus vidas, y se preguntó: ¿Es posible que los soldados Dominantes pudieran aprender a vivir en un nuevo mundo, si siempre hubo uno? ¿Merecían elegir? Mi-rándolo así, a todas las apariencias dormido e inocente, era fácil pensar: sí.

Quizá cuando despertara sus ojos se llenarían de odio y estaría más allá de la esperanza.

Esa era una preocupación para otro día. Estaban ahí. Veían las ventanas de Jael. El salmodio en el perímetro los encerraba como un rugido del mar, pero el efecto parecía una esfera de silencio en su interior.

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—He pensado en una idea mejor —había anunciado Karou de vuelta en las cuevas de los Kirin, muy segura de que esta era la forma de evitar el apocalipsis. Un rápido y sencillo fin a este drama. Nada de enfrentamientos, nada de armas, nada de “monstruos.”

Los ángeles sólo se esfumarían.

Simple.

—Ok —dijo, tomando una pausa para enviarle un texto a Zuzana antes de apagar su teléfono y cerrarlo—. Hagámoslo.

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57 ALIMENTO PARA LOS LEONES

Llamaron a la puerta de la Suite Real, y no era casual. Los perros, Viajero y Matusalén se levantaron sobre sus patas, alertas al instante.

Zuzana y Mik no se levantaron, pero sí estuvieron alertas al instante. Estaban al lado de la ventana de la sala de estar, transfiriéndose desde el salón porque las ventanas de ese lado daban vista hacia el Vaticano. Sus ojos es-taban deambulando entre la pantalla de TV y el pedazo de cielo que se revelaba abriendo las cortinas de terciopelo rojo, como si algo fuera a acabarse en una u otra.

Y algo acabaría, tan pronto como Karou y Akiva tuvieran éxito en su misión: Los "huéspedes celestiales" aparecerían en el cielo y se irían apresurados como el infierno de vuelta a Uzbekistán y al portal. No dejen que las… um, cosas aleteantes del cielo… los golpeen a la salida.

El teléfono de Zuzana estaba sobre el brazo de su silla, así ella podría saber al instante si Karou llamaba o enviaba un texto. Sólo había recibido un texto.

Llegamos. Vamos a entrar. *beso/puñetazo*.

Y entonces. Estaba pasando. Zuzana no podía permanecer tranquila. Cielo—TV—teléfono—ése era el circui-to de las miradas de Mik, con pausas para ver a Eliza también.

La chica permanecía mansa y remota, sus ojos estaban vidriosos pero no tranquilos, no del todo. Descansa-ron durante un rato, después fueron de acá para allá, sus pupilas dilatándose y contrayéndose, incluso cuando la luz era estable. Era como si su mente estuviera participando en una realidad diferente a la de su cuerpo, como si sus ojos vieran cosas diferentes, sus labios formando la suave poesía lunática que Zuzana estaba agradecida de no comprender. Cuando Karou le tradujo algo de eso, había sido muy horripilante para calmarse, algún tipo de película de terror con toneladas de devoradores. Y no del tipo que había sido entre Zuzana y el plato de biscottis sumergi-dos en chocolate que ella liberó de encima del piano.

Ok, exactamente de ése tipo de devoro, pero desde el punto de vista de los biscottis.

TOC TOC TOC.

La fuerza de los golpes era alarmante. Un golpe StB—o Stasi o Gestapo.

Elige a tu policía secreta. Había sido un ellos vienen por ti durante el peso de la noche —y… nadie se pavo-neaba alegremente para responder a un golpe de ellos vienen por ti en la noche.

Excepto Esther. Ella había estado en la habitación de atrás; no la habían visto mucho desde que los otros se fueron. Ella avanzaba, todavía descalza y andaba tranquilamente a través de la sala de estar sin una mirada hacia los lados. Mientras se desvanecía del pasillo hacia la puerta, los perros la flanquearon, dijo: —Deberían tomar sus cosas ahora, niños.

La mirada de Zuzana voló hacia Mik, y la de él hacia ella. Los latidos de su corazón parecían moverse en sus pies con la misma rapidez que los perros mastines, y siguió su ejemplo, levantándose. — ¿Qué? —preguntó al mismo instante que Mik dijo: —Jesús.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Brenda CAM

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— ¿Jesús qué?

—Trae tus cosas —dijo él—. Llena tu bolsa —y Zuzana seguía sin saber qué estaba pasando, pero luego en-traron dos hombres, grandes y en trajes finos, tenían cosas de comunicación inalámbricas en sus grandes y tontas orejas y el primer pensamiento de Zuzana fue Dios, ellos realmente son policía secreta, pero después vio el pena-cho bordado en los bolsillos de sus sacos y su miedo se transformó en el primer hervidero de violencia.

Seguridad del hotel. Esther los estaba echando.

—Muy bien —dijo uno de ellos—. Andando. Es hora de que se vayan.

— ¿A qué se refiere? —Zuzana los miró—. Somos invitados.

—No, ya no —dijo Esther desde la puerta—. Los toleré por Karou. Y ahora que Karou… Bueno.

Zuzana se abalanzó hacia ella. La vieja estaba recargada ahí con los brazos cruzados y sus perros a su alre-dedor. Había cálculo de depredador en sus ojos, y la inmediata impresión de Zuzana fue que una serpiente se había tragado a la abuela de cabello suave y de alguna manera se convirtió en ella. Los uniformados matones del hotel no estaban ni un paso dentro de la habitación antes de que el peso de lo que aquello significaba golpeara a Zuzana.

Karou.

— ¿Qué ha hecho? —demandó, porque si Esther los estaba echando, significaba que había anticipado no tener contacto con Karou—no sólo durante esta noche, sino para siempre.

— ¿Hecho? Sólo alerté a la administración que me encontré invadida de jóvenes groseros. Supieron al ins-tante a quienes me refería. Parece que hicieron una absoluta impresión allá abajo.

—Me refería a qué le ha hecho a Karou —arrojó las palabras y comenzó a arrojarse a sí misma y en ese momento pudo haber creído que era un neek—neek, con aguijón y todo, que afligió a los perros con cabezas de león y a los fornidos matones que estaban en su camino.

Era una neek—neek que de alguna manera fue capturada fácilmente en el aire, el matón más cercano la tomó por la muñeca con un agarre practicado y apretado. — ¡Déjeme! —le gruñó y trató de zafar su brazo. No tuvo suerte. Su agarre era ridículo, como si gastara todo su tiempo libre apretando una de esas estúpidas pelotas de goma, pero luego Mik arremetió y asió la mano que sostenía a Zuze. —Déjela —él demandó, y, en un enfrenta-miento impar entre un violinista y un bruto, trató de quitar los gruesos y feos dedos que aprisionaban la muñeca de Zuzana. Tampoco hubo suerte ahí; Zuzana era capaz de darse cuenta, sólo un poco, a pesar de su violencia, qué par de nosamuráis tan fáciles de humillar eran en este momento. Con su mano libre, el guardia lo empujo fácilmen-te hacia el corredor y la puerta de enfrente—para que tomaran sus cosas—y a Zuzana después de él. Su muñeca palpitaba donde él la tenía agarrada, pero eso era escasamente notable dentro del tornado de coraje y preocupa-ción en el que su mente se convirtió.

Negándose a ser arreada, Zuzana se hizo a un lado, lanzándose alrededor del guardia para estar cara a cara con Viejero y Matusalén, haciendo una barrera entre ella y su ama. Los perros la miraron. Uno de ellos mostró sus dientes en un tipo de gruñido aburrido, como si dijera, ¿Ves aquí estas cuchillas?

He visto otras que asustan más, ella quería decirles. Demonios, ella quería mostrarle sus dientes también, pero en su lugar, se quedó ahí plantada y levantó su mirada hacia Esther. La mirada en la cara de la vieja—pétrea apatía—era apenas humana. Esta no era una persona, pensó Zuzana. Era la codicia encarnada. — ¿Qué hizo? ¿Qué hizo, Esther? Qué. Hizo.

Esther suspiró— ¿Eres estúpida? ¿Qué es lo que piensas?

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—Que es una sociópata que apuñala por la espalda, eso es lo que pienso.

Esther sólo negó con la cabeza, una llamarada de desdén desplazó la apatía. — ¿Supones que así lo quería? Estaba feliz con las cosas en su lugar. No es mi culpa que Brimstone esté muerto.

— ¿Y eso qué tiene qué ver con todo esto? —Zuzana demandó.

—Vamos. Sé que no eres la muñequita que pareces ser. La vida se trata de elecciones, y sólo los tontos eli-gen a sus aliados con el corazón.

— ¿Elegir aliados? ¿Qué es esto? ¿Survivor? —Zuzana estaba abrumada con su propio disgusto. Esther cla-ramente había "elegido" a los ángeles. Porque Brimstone estaba muerto, y ella sólo buscaba su propio beneficio. En ese momento, y sabiendo lo de la verdadera edad de Esther, tuvo un destello de intuición sobre ella—. Usted —dijo ella, y su disgusto hizo un denso revestimiento alrededor del mundo—. Apuesto a que era un colaborador nazi, ¿no es así?

Para su sorpresa, Esther rió. —Lo dices como si fuera una cosa mala. Cualquiera con sentido común habría elegido vivir. ¿Sabes lo que es la estupidez? Morir por una creencia. Mira dónde estamos. Roma. Piensa en los cris-tianos que fueron alimento para los leones porque no renunciaban a su fe. Como si su dios no hubiera olvidado su deseo de vivir. Si no tienes más instinto de auto preservación que eso, quizá no merezcas vivir.

— ¿Está bromeando? ¿Va a culpar a los cristianos y no a los romanos? ¿Y si sólo ellos no los hubieran arro-jado a los malditos leones en primer lugar? No se decepcione a sí misma. Usted es el monstruo aquí.

Abruptamente, Esther había tenido suficiente. —Es momento de que se vayan —dijo ella, enérgica—. Y de-ben saber que después de su muerte, todos los bienes de Karou serán para su pariente más cercano —una delgada y triste sonrisa—. Para su devota abuela, por supuesto. Así que no se molesten en intentar acceder a esas cuentas.

Después de su muerte, después de su muerte. Zuzana no lo oiría. Su mente alejó las palabras.

Esther señaló hacia el pasillo y las manazas con nudillos abultados de los guardias de seguridad los izaron hacia él. —Pueden quedarse con la ropa — añadió Esther—. De nada. Oh, y no olviden al vegetal.

Vegetal.

Se refería a Eliza. Todo ese tiempo, Eliza había permanecido quieta. Estaba catatónica, y Esther la iba a arro-jar a la calle junto con Zuzana y Mik, con nada.

Después de su muerte. El tornado se fue de la mente de Zuzana, dejando susurros en su estela. ¿Qué había pasado? ¿Ellos estarían…?

Cállate.

—Al menos permítame traer nuestras bolsas —pidió Mik, sonando tan calmado y razonable que Zuzana casi estaba indignada. ¿Cómo se atrevía a estar calmado y razonable?

—Les di la oportunidad —dijo Esther—. En su lugar eligieron quedarse aquí a insultarme. Como dije antes, la vida se trata de elecciones.

—Permítame por lo menos llevarme mi violín —él suplicó—. No tenemos nada y tampoco forma de regre-sar a casa. Al menos seré capaz de tocar en una plaza para boletos de tren.

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La imagen mental de ellos mendigando debió haber apaleado su sentido de estratificación de clase, sin mencionar la degradación. —Bien —hizo un movimiento de muñeca y Mik cruzó el salón, rápido. Cuando regresó estaba sosteniendo su violín en sus brazos como a un bebé, no sosteniéndolo de su asa —. Gracias —dijo de ver-dad, como si Esther les hubiera hecho un bien. Zuzana lo miró.

¿Había perdido la cabeza?

—Trae a Eliza —le dijo a ella, y Zuzana lo hizo, Eliza la acompañaba como una sonámbula. Zuzana se detuvo sólo una vez, para mirar a Esther desde el otro lado de la sala de estar.

—He dicho esto antes, pero siempre a modo de broma —no estaba bromeando ahora. Nunca había estado más seria—. Haré que pague por esto. Se lo prometo.

Esther rió. —Así no es cómo funciona el mundo, querida. Pero puedes intentarlo. Si eso te hace feliz. Haz tu peor acto.

—Espérelo —Zuzana estaba furiosa, el guardia de seguridad empujó y ella estaba siendo propulsada pasillo abajo, Eliza estaba a su lado, salieron del gran salón y entraron al elevador. Posteriormente des—elevador. Y, final-mente, a paso de rana a través del reluciente vestíbulo, fueron objeto de miradas y susurros y, lo más molesto, la arrogante diversión de su oponente de ceja—quien de nuevo se atrevía, a la luz de ese cambio de circunstancias, a levantar una de sus muy depiladas y aficionadas cejas en un crudo pero efectivo Te lo dije.

El escozor de la mortificación era como pasar a través de un campo de ortigas—miles de pequeños dolores fusionándose en una confusión—pero no había nada al lado del dolor del corazón de Zuzana y el pánico al pensar en sus amigos, y más ahora que estaban a merced de sus enemigos.

¿Qué estaba pasando con ellos?

Esther debió advertir a los ángeles. ¿Qué le habían prometido? Se preguntó Zuzana. Y lo más importante, ¿cómo podrían advertirle a Karou? ¿Cómo? No tenían nada. Nada más que un violín.

—No puedo creer que le hayas agradecido —musitó mientras eran arrojados fuera de las puertas y salían a la calle. Roma llegó a ellos con estruendo, su vital y sofocante aire marcó la diferencia de la calma artificial y frescor del interior.

—Me dejó traer mi violín —dijo él con un encogimiento de hombros, todavía sosteniéndolo contra su pecho como si fuera un bebé o un cachorro. Sonaba… complacido. Era demasiado. Zuzana dejó de caminar—de todos modos no tenían otro destino más que "lejos"—y giró para enfrentarlo. No sólo sonó complacido. Se veía compla-cido. O al menos emocionado. Prácticamente vibrando.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó, sin saber qué hacer y lista para sólo sentarse y llorar.

—Te lo diré en un minuto. Andando. No podemos quedarnos aquí.

—Sí. Creo que eso ya estaba establecido.

—No. Me refiero a que no podemos estar en ningún lugar donde ella pueda encontrarnos, y nos buscará. Andando —ahora había urgencia en su voz, desconcertándola mucho más. Enganchó su brazo alrededor de ella para guiarla, y Zuze atrajo a Eliza junto a ellos—una figura de ensueño que parecía, casi etéreamente flotar, y la muchedumbre los engullía, era un desfile denso y era fácil perderse en él. Y así la densidad de humanos que antes habían maldecido se convirtió en su refugio, y escaparon.

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58 LA FEALDAD EQUIVOCADA

Todo era como debería ser. El postigo de la pesada ventana fue abierta, según como fue prometido, y ahora Karou sólo tenía que abrirla en silencio. Quiso crujir; se resistió y ella se atrevió a empujar más rápido y dejar el chirrido. Había pasado mucho tiempo desde que había lamentado la falta de los "deseos casi inútiles" que ella solía usar para conceder —scuppies que ella había cogido de una taza de té en la tienda de Brimstone y que había lleva-do como collar—pero ella encontró la necesidad de uno ahora. Una cuenta entre sus dedos, un deseo para el silen-cio de la ventana.

Ya está. Ella no lo necesitaba. Se tomó la paciencia para abrir una ventana con una lentitud insoportable mientras su corazón tronó, pero ella lo hizo. La habitación estaba abierta a ellos, oscura pero un rectángulo de luz de luna se extendía como una alfombra de bienvenida.

Pasaron adentro, uno por uno, sus formas cortaban la luz de la luna a fragmentos. Se deformaron en su to-talidad cuando salieron del camino. Se detuvieron. Había una sensación de dejar que se asiente la oscuridad, como el agua que se hunde por debajo del aceite.

Un último aliento antes de aproximarse.

La cama parecía fuera de lugar. Esta era una sala de recepción, la más famoso en el palacio. La cama había sido traída, y había que darles crédito por encontrar una monstruosidad del barroco que casi llevó a cabo su traba-jo en la cámara de fantasía. Era un gran dosel, tallado con los santos y ángeles. Mantas revueltas indicando una forma. La forma respiraba. En la mesita de noche estaba sentado el timón que Jael llevaba para ocultar su fealdad de la humanidad. Él se movió un poco al mirar, girar. Su respiración sonaba uniforme y profunda.

Los pies de Karou no tocaban el piso. Ni siquiera era consciente, está flotando; su habilidad se había con-vertido en algo natural ya que era simplemente parte de su sigilo: ¿Por qué tocar el suelo si no es necesario?

Ella se movió hacia adelante, deslizándose. Akiva iría hacia el lado opuesto de la cama, y estaría listo.

Este momento sería el más tenue: despertar a Jael y mantenerlo en silencio mientras ellos ofrecían la "per-suasión", que era el punto crucial del plan de Karou. Si esto se realizaba sin problemas, podrían estar de vuelta en la ventana y lejos dentro de dos minutos. Ella sostenía un fajo de arpillera en la mano para ahogar cualquier sonido que pudiera hacer antes de que tuvieran la oportunidad de convencerlo que él haría mejor en quedarse tranquilo. Y, por supuesto, después de eso, para ahogar sus sonidos de dolor.

Sin sangre no significa sin dolor.

Karou nunca había visto a Jael, aunque ella pensaba que podía imaginar su única marca de fealdad lo sufi-cientemente bien de todos los informes que había oído de él. Ella estaba preparada para eso, cuando el ángel dur-miendo agitó de nuevo y golpeó su almohada torcida. Ella estaba esperando la fealdad, y la fealdad era lo que le pasó.

Pero fue la fealdad equivocada.

Ojos se abrieron de fingido sueño—finos ojos en una cara devastada, pero no había ningún espacio, ningu-na cicatriz de la frente a la barbilla, sólo una hinchazón y profundidades de color moretón de la depravación más profunda aún que la del emperador. — Azul precioso—, dijo la cosa, con un ronroneo ruidoso de garganta.

Traducción: Kimi Nicole Corrección: Brenda CAM

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Karou nunca tuvo una oportunidad con el fajo de arpillera. Ella se movió rápido, pero había estado al ace-cho—esperándola—y no estaba lo suficientemente cerca de su embestida para ahogar su grito.

Razgut tuvo tiempo de gritar: — ¡Nuestros invitados han llegado! — antes de que ella le llamara la falta de rostro bajo el tejido rugoso de la arpillera y lo encerró. Él farfulló al silencio, pero eso no importaba. Se dio la voz de alarma.

Las puertas se abrieron. Dominion inundó dentro.

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59 PROFECÍA AUTOCUMPLIDA

En la Suite Real del San Regis, Esther Van de Vloet se encontraba parada en la puerta del cuarto de baño, detuvo su caminar a medio paso por la vista de... de un violín, que se encontraba en la bañera.

Un violín, en la bañera.

Un violín.

...

...

...

Su grito fue gutural, casi como un graznido, como un sapo al filo de la muerte. Sus perros corrieron a su la-do, molestos, pero ella los empujó violentamente, cayó de rodillas, y alcanzó, a tientas, el vacío bajo el tocador de mármol.

Escéptica, ella tanteó y buscó, demasiado frenética incluso para maldecir, y cuando gritó de nuevo, colapsó en el suelo de mármol, en un torrente inarticulado de emoción pura que fluía de ella.

Esta emoción, que era desconocida para aquella mujer, era la derrota.

* * *

En menos de una hora, Zuzana había perfeccionado el arte del suspiro enojado. El cielo permaneció rotun-damente vacío, y aquello no era una buena señal. Había pasado suficiente tiempo desde que Karou, Akiva, y Virko habían dejado el St. Regis para encargarse de la derrota de Jael, pero no había ninguna evidencia de ello, y la pan-talla del teléfono de Zuzana estaba tan vacía como el cielo. Por supuesto, ella les envió mensajes de advertencia, e incluso había intentado llamar, pero las llamadas iban directamente al correo de voz. Esto le recordaba los días te-rribles después de que Karou había dejado Praga — y la Tierra — cuando Zuzana no sabía si estaba viva o muerta.

—¿Qué vamos a hacer?

Se habían escondido en un callejón estrecho. Mik actuaba extrañamente furtivo y Zuzana sentó a Eliza en un escalón antes de caer a su lado. Este era uno de esos rincones diminutos intensamente italianos, tan pequeño como si alguna vez todas las personas hubieran sido del tamaño de Zuzana, un lugar donde lo medieval impulsaba a lo renacentista sobre las estructuras antiguas. En la partesuperior, un imbécil del siglo XXI había contribuido a la fiesta a través de un graffiti descuidado enordenándoles: "Apri gli occhi! Ribellati!"

¡Abre los ojos! ¡Rebelde!

Zuzana se preguntó: ¿Por qué los anarquistas siempre tienen una caligrafía tan terrible?

Mik se arrodilló frente a ella y puso su estuche de violín en el regazo de Zuzana. Tan pronto como él lo soltó, su peso se hundió en ella.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Lety Moon

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¿Su... peso? —Mik, ¿por qué tu estuche de violín pesa más de veinte kilos?

—Me preguntaba... —dijo, en lugar de contestarle—, en los cuentos de hadas, los héroes... a veces... ¿son ladrones?

—¿Ladrones? —Zuzana entrecerró los ojos con sospecha. —No lo sé. Tal vez. ¿Robin Hood?

—No es un cuento de hadas, pero lo acepto. Un ladrón noble.

—Jack y las habichuelas mágicas. Robó todas las cosas del gigante.

—Cierto. Pero menos noble. Siempre me sentí mal por el gigante. —Mik desabrochó el cierre del estuche. —Pero no me siento mal por esto—. Hizo una pausa—. Espero que esto cuente como una de mis pruebas. Retroactivamente.

Levantó la tapa y el estuche estaba lleno de... medallones. Lleno. Variaban en tamaño de un cuarto a un pla-tillo completo, en una variedad de pátinas de bronce y brillante metálico hasta un color marrón oscuro y aburrido. Algunos tenían verdín en casi su totalidad, y todos estaban más o menos acuñadas y tenían la misma imagen gra-bada: la cabeza de un carnero con cuernos en espiral y ojos entrecerrados, pero astutos.

Brimstone.

—Entonces —dijo Mik arrastrando las palabras—, cuando la abuela falsa dijo que no tenía más deseos, ella mintió. Pero mira. La profecía autocumplida. Ahora ella realmente no los tiene.

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60 NADIE MUERE EL DÍA DE HOY

Las puertas se abrieron y los Dominantes entraron.

El primer impulso de Karou era provocarse dolor como diezmo para usar un glamour, y resultó fácil encon-trar el dolor porque Razgut la agarró de la muñeca con un agarre de devastador y la sostuvo.

Visible o no, fue capturada.

Ella desaparecía y volvía a hacerse visible, luchando contra el Caído. Su pequeña risa sonaba como un ron-roneo, y su agarre era irrompible. Ella podía optar por utilizar sus cuchillas de luna creciente, pero habían decidido derramar sangre sólo como último recurso, por lo que su mano se detuvo en su empuñadura mientras observaba a los soldados, eran muchos e implacables, con sus espadas desenvainadas y rostros serios, entraron en la habita-ción. Una vez más, como había ocurrido y seguía ocurriendo en estos últimos días, el cambio de tiempo resultaba tan espeso como resina. Viscoso. Lento. ¿Cuánto puede pasar en un segundo? ¿En tres? ¿En diez?

¿Cuántos segundos deben pasar para que uno pierda todo lo que te importa?

Esther, pensó, y en medio de su pelea frenética se amargó, pero no estaba sorprendida. Ellos habían estado esperándolos. Esta no era la guardia personal de solo seis soldados que Jael mantenía para custodiar su habitación. Aquí había treinta soldados por lo menos. ¿O cuarenta?

Y allí. A través de las puertas abiertas, sin prisas, para asumir su posición detrás de una pared de soldados, se encontraba Jael. Karou lo vio antes de que la viera, porque él estaba mirando hacia el frente, inquebrantable. Su fealdad era todo lo que había oído y más: la cicatriz en forma de cuerda enredada y la forma en que las alas de la nariz parecían arrastrarse hacia fuera desde debajo de ella como si estuvieran atrapadas allí — como setas pisotea-das y pudriéndose. Su boca era un desastre en sí misma, colapsando en pedazos de dientes, su aliento entraba y salía como pasos silenciosos en el barro. Pero eso no era lo peor del emperador de los serafines. Su expresión lo era. Estaba intrincada de odio. Incluso su sonrisa era parte de esto: tanto maliciosa como exultante.

—Sobrino —dijo, y esta única palabra húmeda estaba cargada de enemistad y triunfo.

* * *

Jael se asomó entre los hombros de sus soldados para observar a Akiva. A quien conocían como el Terror de las Bestias, y a quien quería que mataran cuando el bastardo con ojos de fuego era solo un mocoso que lloraba hasta dormirse en el campo de entrenamiento. "Mátalo", le había aconsejado a

Joram en ese entonces. Recordó el sabor de esas palabras en su boca — entusiasmado, ya que habían sus primeras palabras cuando se le retiraron los vendajes de su rostro. Las primeras que había intentado decir, de to-dos modos, cuando era una agonía, su boca roja, un desastre húmedo, y la repulsión que vio en los ojos de su her-mano — y en los ojos de todos los demás — había tenido el poder de avergonzarlo. Él había dejado que una mujer lo cortara. Sin importar que él viviera y ella no. Él llevaría siempre consigo la marca que le dejó.

—Si eres inteligente, lo matarás ahora —había dicho a su hermano. Si miraba hacia el pasado, era, clara-mente, la táctica equivocada. Joram era emperador, y no respondía bien a las órdenes.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Lety Moon

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—¿Qué, todavía tratas de castigarla? —Joram se había burlado, trayendo a colación el fantasma de Festival. Ambos habían tratado, sin éxito, de humillar a la concubina Stelian; ella podría estar muerta, pero nunca se había roto. —¿Matarla no fue suficiente, también quieres matar al niño? ¿Crees que de alguna manera ella lo sabrá y sufrirá más?

—Es su semilla —Jael había persistido—. Ella era una espora, que flotaba aquí. Una infección. Nada seguro puede crecer de ella.

—¿Seguro? ¿Que uso le puedo dar a un guerrero "seguro"? Él es mi semilla, hermano. ¿Sugieres que mi sangre no es más fuerte que la de una puta salvaje?

Y ese era Joram: ciego, indiferente. La muchacha, Festival, de las Islas Lejanas, había sido muchas cosas, pe-ro "puta" no era una de ellas.

"Prisionera" no era, tampoco.

Sin embargo, ella había llegado a estar en el harén del emperador, y ¿por qué había decidido quedarse?, no podría haber sido en contra de su voluntad. Ella era Stelian, y aunque nunca lo revelara, Jael estaba seguro de que tenía poder. El diseño, que siempre había pensado, debe haber sido suyo. Así que... ¿por qué una hija de esa tribu mística se había puesto a sí misma en la cama de Joram?

Lentamente, Jael parpadeó mirando a Akiva. ¿Por qué lo había hecho en verdad? Bastaba con mirar al bas-tardo para ver cuál sangre era la más fuerte. Cabello negro, piel bronceada — no tan oscura como había sido la piel de Festival, pero más cercana a la de ella que a la piel clara de Joram. Los ojos, por supuesto, eran puramente los de ella, ¿y la simpatía por la magia? En ese caso todavía había dudas.

Joram debió haber escuchado a su hermano. Debería haber dejado que ejerza su ira en la forma que mejor le pareciera, pero en su lugar se había burlado de él y lo desterró a comer sus comidas solo, diciendo que no podía soportar los ruidos de succión que hacía.

Bien, ahora Jael podía permitirse el lujo de reírse de ello, ¿no es así? Y hacer todos los ruidos de succión que quisiera mientras lo hacía.

— El Terror de las bestias —dijo, dando un paso hacia adelante, pero no demasiado lejos, manteniendo

una gruesa barrera de sus soldados en medio, dos veintenas de Dominantes que lo separan de los intrusos, y diez de ellos sostenían armas muy especiales que habían subyugado a Akiva de manera espectacular antes: manos des-nudas.

No las suyas, por supuesto. Marchitas y marrones como el color de una momia, algunas con garras, todas con los ojos del diablo, las mantenían delante de ellos, las manos cortadas de quimeras guerreras.

Ante aquella vista, la bestia al lado de Akiva emitió un gruñido en lo profundo de su garganta. El collar de pinchos en su cuello se levantó, erizándose, abriéndose como una flor mortal. En ese momento, parecía haber du-plicado su tamaño justo ahí, convirtiéndose en la pesadilla de un campo de batalla, tanto más terrible para el mar-cado contraste entre él y esta habitación adornada que de repente pareció llenar.

Eso heló a Jael. Incluso aunque estuviera seguro detrás de su barricada de carne y fuego vivo, e incluso es-perándolos — gracias a la advertencia de esa mujer monstruosa que iba a ser su benefactora — la vista lo horrori-zó. No la vista de una quimera en sí, ¿pero un serafín y una quimera parados juntos? Las bestias habían sido la cru-zada de su hermano. Jael tenía su mirada puesta en un nuevo enemigo, pero sin embargo, la alianza que vio ante él, marcaba un vuelco de lo que había tenido lugar durante mil años— un cáncer que no puede permitir que se esparza por Eretz.

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Cuando regresara, terminaría con cualquier signo de ello. El resto de la rebelión ya debe haber sido elimi-nada, pensó con satisfacción. ¿Por qué sino vendrían solo estos tres, sin un ejército a sus espaldas? Quería reírse de ellos por tontos, pero vio qué tan estrecha había sido su salvación y un escalofrío lo detuvo en seco. Si no fuera por la advertencia de la mujer, habría estado dormido en esa cama cuando se deslizaron a través de la ventana.

Demasiado cerca. Solo la suerte le había dado la ventaja en esta ocasión. No sería tan descuidado de nuevo.

—Príncipe de los Bastardos —continuó, sintiendo como si estuviera realizando un rito que se había retrasa-do durante muchos años: la purga de la infección Stelian, la erradicación de la última huella de Festival y todo lo que ella había querido lograr—. Séptimo portador del nombre maldito Akiva. —Aquí hizo una pausa, especulativo. —Ningún Ilegítimo con ese nombre alcanzó la madurez antes. ¿Sabías eso? El viejo Byon, el mayordomo, te lo dio por despecho. Quería que tu madre le rogara que no lo hiciera. Cualquier otra mujer en el harén lo habría hecho, pero no Festival. "Escribe lo que quieras en tu lista, viejo", le dijo ella, "Mi hijo no se enredará en tus destinos débi-les".

Estudió a Akiva de cerca, buscando una reacción. —Valientes palabras, ¿no? ¿Y de cuántas muertes te has escapado? La maldición de tu nombre, y las muchas muertes que reemplazan la tuya. ¿Cuántas más?

En ese momento, le pareció que el Terror de las bestias se puso rígido. Jael sintió una herida. —Otros mue-ren, ¿pero tú vives? —Sondeó—. Tal vez te has convertido en una maldición para aquellos que te rodean. Tú no mueres. Todos a tu alrededor lo hacen en cambio.

La mandíbula de Akiva se apretó con fuerza. —Tiene que ser una carga terrible — presionó Jael, sacudiendo la cabeza con lástima burlona—. La muerte te busca y te busca, pero no puede verte. Invisible hasta la muerte, ¡qué suerte! Finalmente, se cansa de buscar y toma al que está a mano... —Hizo una pausa, sonrió y fingió sonar cálido y sincero cuando dijo: —Sobrino, tengo buenas noticias para ti. Hoy romperemos la maldición. Hoy, por fin, vas a morir.

* * *

Incluso preparado para ver a su tío, Akiva no estaba preparada para el asalto visceral de revivir ese momen-to, y lo agarró como un golpe al corazón. El recuerdo de lo que había pasado en la Torre de la Conquista, cuando, al igual que en este momento, Jael y sus soldados habían tomado el control en la habitación.

—Maten a todos —Jael había dicho ese día, y, sin expresión alguna, sus soldados habían cumplido, degolla-ron consejeros, masacraron a los Espadas Plateadas a quienes Hazael y Liraz habían desarmado sin lastimar. Incluso habían matado a los asistentes de baño. Había sido, literalmente, un baño de sangre, el emperador y el heredero desechados en un charco de color rojo. Sangre en las paredes, sangre en el suelo, sangre por todas partes.

La voz, la cara, el número de soldados. Akiva podía adivinar, por las abrasiones que aún sanaban en sus ros-tros, que algunos de estos hombres habían estado en la torre y habían sobrevivido a su explosión. Además de las espadas, sostenían las mismas armas viles que lo habían sorprendido aquel maldito día.

Y el saludo de Jael era el mismo, también. Oh, aquel ruido que hacía su voz. "Sobrino". Se lo había dicho a Japheth en aquella ocasión, el tonto príncipe heredero, justo antes de que lo matara. Ahora era para Akiva, y fue seguido por una letanía silbada de sus muchos nombres.

El Terror de las bestias. El príncipe de los bastardos. Séptimo portador del nombre maldito Akiva.

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Akiva escuchó todo en silencio y se preguntaba: ¿Era él alguno de ellos? ¿Qué quería decir su madre, con que él no se enredaría en sus destinos débiles? Le hacía sentir como si incluso "Akiva" no fuera su verdadero nom-bre, sino sólo otro accesorio Ilegítimo, como su armadura o su espada. Su nombre, al igual que su entrenamiento, fue algo que le impusieron, y escuchar la reacción de Festival ante aquello, se preguntó: ¿Quién más era él? ¿Qué más?

Y la primera respuesta que se le ocurrió fue simple, tan simple como lo que había venido a hacer aquí, tan simple como sus deseos.

Estoy vivo.

Recordó el momento — y parecía que tuvo lugar hace mucho tiempo, pero no era así — cuando yacía de espaldas en el teatro de entrenamiento en Cabo Armasin, un hacha — el hacha de Liraz — incrustada en el cemen-to a escasos centímetros de su mejilla. Él había creído que Karou estaba muerta, en ese entonces y en aquel lugar, respirando con dificultad y mirando a las estrellas, había aceptado la vida como el medio para una acción. Algo pa-ra utilizar como una herramienta. Su propia vida: un instrumento para darle forma al mundo.

Y recordó la súplica de Karou del día anterior, cuando estaban en esa pequeña ducha . "No quiero que te lamentes" dijo ella. "Yo quiero que... vivas".

Ella había querido decir algo más acerca de la vida como una herramienta. Algo en la forma en que lo dijo, Akiva sabía que para ella, en ese momento, la vida era el deseo.

Y que sin importar su nombre, su pasado o ascendencia, Akiva estaba vivo, y también tenía aquel deseo. Por el sueño, por la paz, por la sensación del cuerpo de Karou presionado contra el suyo, por el hogar que, de alguna manera, podrían compartir y por los cambios que iban a ver — y a causar — en Eretz durante las próximas décadas.

Estaba vivo y decidido a permanecer de esa manera, así que mientras su tío se burlaba de él, buscando su punto débil — no era suficiente matarlo; también tenía que atormentarlo — Akiva oyó lo que dijo, pero no dejó que nada de eso lo afectara. Era como la amenaza de la oscuridad cuando cae la noche.

—Hoy rompemos la maldición —dijo Jael—. Hoy, por fin, vas a morir.

Akiva negó con la cabeza. Se preguntó si debería fingir debilidad, aunque no la sintiera. En el baño de Jo-ram, esas manos monstruosas que tenían como "trofeos" le habían dado la ventaja a los Dominantes que necesita-ban para someter a Akiva, Hazael, y Liraz. Esta noche las cosas eran diferentes. La debilidad no lo asaltó. Solo expe-rimentó una sensación de conciencia sobre la nueva cicatriz en la parte posterior de su cuello a medida que su propia magia contraatacaba la magia de aquellas manos. Recordó los dedos de Karou trazando esa marca, tan lige-ros, cuando se la había mostrado, y recordó su palma presionada sobre su corazón, no había magia gritando en su sangre, y tampoco sentía ningún mal, sólo lo que el contacto le provocaba.

Era consciente de su glamour parpadeando y su lucha contra Razgut. Quería ir hacia ella, romper aquella ca-ra púrpura e hinchada y liberarla, incluso doblaría ese brazo vil y fibroso si tenía que hacerlo. Y también quería arrinconar a esa criatura y dispararle a preguntas. Caído. ¿Qué significaba? Había tenido la oportunidad de pregun-tarle una vez y la había desechado, y ahora tampoco era el momento adecuado. Sabía que Karou podría manejar a la criatura.

Su verdadero adversario se encontraba delante de él. —Hoy no —Akiva le dijo Jael. Las primeras palabras que había dicho desde que llegó a esa habitación—. Nadie muere el día de hoy.

La risa de Jael era tan desagradable como siempre. —Sobrino, mira a tu alrededor. Lo que querías lograr con arras-trarte hacia aquí en la noche, —y aquí él desvió su atención por primera vez desde Akiva hacia Karou, y una luz elogiosa se encendió en sus ojos. —y no creo que sea la más agradable de las varias explicaciones posibles... —Hizo

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una pausa. Sonrió—. Esperaría que vaya contra mis propias intenciones.

Jael se estaba divirtiendo. Para él, esto era una repetición de lo sucedido en la Torre de la Conquista, dema-siado, hasta el punto en el hecho que estaba fallando al no notar la diferencia crítica: Akiva no temblaba bajo su asalto de magia. —Lo es —Akiva reconoció—. Aunque dudo que sea lo que esperabas.

—¿Qué? —Burla. Su mano se posó en su pecho—. ¿Quieres decir que no has venido a matarme?

Habló como si fuera una buena broma. ¿Por qué más habrían venido? La respuesta de Akiva fue leve. —No vinimos para eso. Hemos venido a pedirte que te vayas. Vete como has venido, sin derramar sangre, y sin llevarte nada de este mundo con ustedes. Vete a casa. Todos ustedes. Eso es todo.

—Oh, eso es todo, ¿verdad? —Más risas, escupió. —¿Ahora exiges?

—Fue una petición. Pero estoy dispuesto a exigir.

Los ojos de Jael se estrecharon, y Akiva vio la burla transformarse primero en incredulidad y luego en sos-pecha. ¿Empezaba a percibir que algo andaba mal? —¿Puedes contar, bastardo? —Jael estaba tratando de aferrar-se a su burla. Él quería que fuera divertido, pero algo en el borde de su voz lo traicionó, y cuando sus ojos se gira-ron de repente como si fueran ruedas, Akiva vio que él estaba haciendo un recuento de los suyos, y tratando de creer en la fuerza de su posición. —Ustedes son solo dos contra cuarenta —dijo. Dos. Descartó a Karou. Bien, Akiva no lo iba a corregir. No fue el único error de su tío; pero fue el más obvio. —Sin importar lo fuerte que seas, sin importar tu astucia, los números son lo que importa al final.

—Los números importan —reconoció Akiva, pensando en sombras siendo perseguidas por el fuego, y la os-curidad de la emboscada en las Adelphas. —Pero otros factores pueden cambiar el rumbo de una situación.

No esperó a Jael preguntara cuáles eran esos otros factores. Sólo un tonto preguntaría — ¿cuál podría ser la respuesta, sino una demostración? — Y Jael no era tonto. Así que antes de que el monstruoso emperador pudiera ordenar a sus soldados atacar primero, Akiva habló: —¿Pensaste que podrías sorprenderme de nuevo?

Después de eso vino una sola palabra. Era un nombre, de hecho, aunque Jael no lo sabía. Y por un instante, el ceño de Jael se frunció en confusión.

Sólo un instante. Y luego, el rumbo cambió.

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61 SUPERPODERES QUIÉRASE O NO

—No debemos precipitarnos —dijo Mik, mientras sostenía en la mano un deseo del tamaño de un platillo—. En realidad, ¿qué es exactamente un samurái? ¿Crees que es algo que deberíamos saber antes de desearlo?

—Buen punto. —Zuzana sostenía un deseo igual en su propia palma. Este hacía que su mano luciera pe-queña en comparación, y pesaba más de lo que parecía. —Nos podría convertir a ambos en hombres japoneses. —Ella entrecerró los ojos. —¿Todavía me amarías si yo fuera un hombre japonés?

—Por supuesto —dijo Mik, sin dudar. —Sin embargo, no importa que tan bien suene la palabra samurái, no creo que sea lo que realmente queremos. Sólo queremos ser capaces de dar una buena paliza, ¿no es así?

—Bueno, definitivamente no lo digamos de esa manera. Quizás solo nos convirtamos en expertos pateado-res de traseros. No le des la espalda —entonó—, nunca erran.

La redacción era importante cuando se trata de los deseos. Los cuentos de hadas podrían decirte aquello, incluso si Karou no lo hubiera hecho, miles de veces. Zuzana había deseado en scuppies antes, pero nunca había tenido un verdadero deseo en su mano, y el peso del mismo hacia que se acobardara. ¿Y si lo arruinaba? Esto era un gavriel. Una equivocación podría ser grave.

Espera. Retrocede. Esto era un gavriel.

De los que había cuatro en el estuche del violín de Mik.

Zuzana lo comprendió. Todavía estaba asombrada por lo que había hecho Mik, robarle a la veta de las re-servas de deseos justo en la nariz de la malvada Esther. La dulzura. ¿Lo había notado ya? ¿Qué tan frenética esta-ba? ¿Y la venganza cuenta si no llegas a ver la angustia de tu enemigo?

De todos modos, esto definitivamente contaba como una de las tareas de Mik, a pesar de que estaban en desacuerdo en cuanto a cuál. Zuzana dijo que era la tercera y la última, porque todavía contaba cuando logró arre-glar el aire acondicionado en Ouarzazate. Él dijo que eso no contaba, no contaba ya que también había sido para su beneficio, para así poder lanzarse sobre ella, y todavía le quedaba una tarea. Zuzana sólo podía discutir hasta cierto punto antes de que comenzara a parecer como si ella estuviera rogándole que le propusiera matrimonio de inme-diato, por lo que le permitió que se saliera con la suya. Además, estaban un poco ocupados en este momento: el cielo permanecía inquietantemente vacío, al igual que su teléfono. No sabían lo que podrían o deberían hacer. Con habilidades como el vuelo o la lucha, ¿podrían ayudar? ¿Qué podían hacer ellos que Akiva, Virko y Karou no po-dían? Zuzana pensó que uno no podría desear experiencia en batalla y un buen sentido estratégico, ¿no?

Y también debían pensar en Eliza. Incluso si se saturaran a sí mismos en deseos, regalándose superpoderes a sí mismos quieran o no, e idear un plan para salvar el día, no podían solo dejarla aquí sentada, ¿no?

Oye, espera.

Zuzana miró a Eliza, luego a Mik. Ella levantó una ceja. Mik también miró a Eliza. —Bien, sí. Por supuesto —dijo a la vez.

Y así, rápidamente, sintiendo la presión del tiempo y la necesidad, formularon las mejores palabras que se les ocurrieron para la reparación de una joven cuya dolencia era un misterio para ellos. En un silencio reverente, Zuzana las recitó al gavriel en su mano. Se sentía casi como si estuviera hablando con Brimstone.

Traducción: Angeles Vasquez Corrección: Mell Kiryu

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—Deseo que a Eliza Jones, quien nació bajo el nombre de Elazael, se le otorguen plenos poderes sobre sí misma en mente y cuerpo, y que se encuentre bien. —Algo la poseyó en ese momento y agregó: —Que este en su mejor condición. —Ya que, en ese momento, parecía ser el más verdadero de todos los deseos, no una traición a uno mismo que vino de codiciar a los demás, sino una profundización del ser. Maduración.

Cuando el deseo supera el poder del medallón, no sucede nada. Como si con un scuppy pidieras un millón de dólares, el scuppy solo permanecería allí. Mik y Zuzana no sabían si lo que estaban pidiendo se encontraba al alcance del poder de un gavriel. Así que observaron a Eliza atentamente en busca de alguna pequeña señal de que aquello podría estar haciendo efecto.

No había ninguna señal pequeña.

Es decir... la señal no era pequeña.

Ni siquiera un poco.

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62 LA ERA DE LAS GUERRAS

La palabra que Akiva pronunció era Haxaya, y Jael, quizá no tuvo idea de lo que significaba, o incluso que se trataba de un nombre, pero el resultado fue lo suficientemente claro.

Un segundo.

El aire a su lado estaba vacío y luego no lo estaba, y de la forma que lo llenó —un relámpago de piel y dien-tes— se puso en movimiento. Y lo vio y se dio cuenta. Dos mitades de un mismo segundo. Fue arrastrado rápida-mente hacia atrás.

Dos segundos.

Sus soldados estaban delante de él. Ellos sólo se volvían cuando sentían el acero contra su carne y se que-daron sin aliento, y por el tiempo que sus cabezas se inclinaron a su alrededor, estaba en la puerta de rodillas, una hoja en la garganta y su atacante detrás de él, fuera de su alcance.

Un chillido subió. Coincidía con el bufido de indignación en la cabeza de Jael, pero no provenía de sus pro-pios labios. No se atrevía a gritar, no con la presión de la cuchilla. Fue el Caído quien gritó, retorciéndose en la ca-ma, todavía luchando con la chica.

Tres segundos.

El un poquito de cuchilla. Jael pensó que su garganta se redujo y le entró el pánico, pero aún podía respi-rar. Picó—sólo un corte. "Lo siento," dijo una voz —un susurro femenino cerca de su oído. La hoja era fuerte y ella no era cuidadosa. Otra picadura, otro corte, y una risa por encima de su hombro. Ronca, divertida.

Todo lo que sus hombres habían tenido tiempo de hacer era girar la cabeza para mirar alrededor. El espacio entre segundos se encadena con su conmoción y coagulado con gritos de Razgut. "¡No, no, no!" La voz de la cosa Caída estaba oscura por la furia. "¡Mátalos!" Se enfureció. "¡Mátalos!"

Para seguir su demanda, uno de los soldados hizo un movimiento hacia Jael, levantando su espada hacia la quimera que le sostenía. Su brazo se apretó alrededor de Jael. Sus garras se hundieron en su lado, a través de su ropa y en su carne, y el cuchillo se hundió un poco más profundo, también.

¡Alto! –él exclamó. A ella, a sus hombres. Él no estaba contento de oír que sonaba como un grito— Retí-rese. —y él estaba tratando de pensar qué hacer —cinco segundos— pero él había enviado a todos los soldados delante de él como un amortiguador y no mantuvo ninguno atrás. Tirando de él hacia la puerta, su atacante consi-guió toda una pared como barrera y su cuerpo como barrera, también, y detrás de ella no había más que una habi-tación vacía. Nadie podría llegar a ella, y esto era culpa de Jael, porque ocultarse detrás de un muro de soldados.

— Con qué facilidad sale la sangre —dijo. Su voz era animal, gutural—. Creo que quiere ser libre. Incluso su propia sangre te desprecia.

Haxaya —dijo Akiva, a modo de advertencia —y ahora Jael entiende que la palabra era un nombre— Nuestro deber es que no haya sangre."

Ya era demasiado tarde para eso. Cuello de Jael estaba resbaladizo con ella.

Se retuerce —fue la respuesta de Haxaya.

Traducción: Meli Montiel Corrección: Vane_B

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Razgut seguía gimiendo. La chica estaba libre de él ahora, de pie al lado del hijo de puta, los tres uno al lado del otro: humana, serafín, bestia, los tres que había sido alertados de esperar, ¿y qué de este cuarto él no había buscado? ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo?

Cuando Akiva habló de nuevo, fue a Jael, casualmente, como si coger un hilo caído de la conversación.

Otros factores —dijo, con una voz terriblemente suave y segura. Otros factores que pueden cambiar el rumbo, había dicho un momento antes—. Como ponerle un valor especial a una vida por encima de los demás. Tu propia, por ejemplo. Si los números son lo único que importa, aún puedes ganar aquí. No tu personalmente. Tú podrías morir. Tú podrías morir primero, pero sus hombres se pueden tomar la oportunidad, si es que deciden no darle importancia si tú vives —hizo una pausa y dejó que su mirada se moviera sobre ellos, como si fueran entida-des capaces de elegir, y no simples soldados—. ¿Es eso lo que quieres?"

¿Quién era lo que pedía, él o ellos? La idea de que podían responder: que ellos podían elegir su destino, ha-bía consternado a Jael.

—No —. Él se encontró escupiendo la palabra a toda prisa, antes de que pudieran responder por él.

—Tú quieres vivir —aclaró Akiva.

Sí, quería vivir. Pero era impensable para Jael que su enemigo se lo permitía.

—No juegues conmigo, Terror de las Bestias. ¿Qué quieres?

—En primer lugar —dijo Akiva—, quiero que tus hombres depongan las espadas.

* * *

Karou había tenido suficiente de ronroneo risa de Razgut y su mano sudorosa apretado alrededor de su muñeca, y así en el momento que Akiva pronunció el nombre de Haxaya, dejó caer un fuerte codazo en la cuenca del ojo de la cosa y giró, usando el instante de su aguda sorpresa para retorcerse y liberarse. Aun así, ella casi no se alejó. Pensó que era el sudor—engominado, su control tenía el poder aplastante de las garras, y cuando ella apoyó un pie en contra de la estructura de la cama y tiró con toda su fuerza, su piel se apartó salvajemente y sangró. Pero llegó lejos, afortunadamente, y ella era libre.

Razgut sostenía su ojo, gritando —¡No, no, no!— y el otro ojo estaba abierto y salvaje y malévolo, mientras Karou caminaba hacia atrás, lejos de él, sacando sus hojas de media luna mientras tomaba su posición al lado de Akiva. Ella, por un lado, Virko por el otro, viendo Haxaya someter al monstruo Jael.

Haxaya, de nuevo con vida, y gracias a los dientes robados del Museo Cívico di Zoología —en su apropiado aspecto de zorro, ágil y muy rápido.

Ella no era parte del plan. No al principio. De vuelta en las cuevas, cuando la idea había tomado la primera forma en la mente de Karou, el cadáver Haxaya —o cuerpo de Ten, recientemente dejado vacante por el alma de Haxaya— había sido su inspiración, pero Karou no tenía de ninguna manera intención de desempeñar un papel en su cumplimiento. Se había recogido el alma del soldado con la idea de decidir más tarde qué hacer con él. El incen-sario era pequeño, y ella se lo había enganchado a su cinturón y olvidó colocarse el resto antes de salir de las cue-vas. ¿Serendipia? ¿Destino? Quién sabe.

Fuera lo que fuese, así fue cómo, a principios de esta noche, después de que Esther la hiciera inquietarse, Karou había pensado para dar la quimera zorro la oportunidad de redimirse a sí misma.

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Ellos tenían la esperanza de no necesitar un soldado sombra aquí. Ellos habían esperado, incluso mientras se deslizaban a través de la ventana, ocultando la luz de la luna no tres veces, sino cuatro, que el plan podría desa-rrollarse en su variante más sencilla. No lo hizo.

Pero no eran tan estúpidos como para haber venido sin preparación.

¿Podemos confiar en ella? —.Los tres se habían hecho la pregunta a sí mismos. Como Haxaya era la úni-ca alma en su poder, era ella la única candidata para el trabajo.

—Fue personal —Akiva había repetido las palabras de Liraz. Era La Batalla de Savvath, y lo que fuera que Liraz habían hecho allí lo que la hizo tomar tal venganza viciosa. Cuando llegó el momento, pensaron que Haxaya sería capaz de apreciar la gravedad de la misión en la que estaban ya, y que está en juego, y jugar su parte. Y al parecer, ella lo entendía —con la excepción de despreciar la orden imperativa de nada de sangre, aunque tal vez eso fue bien jugado. Jael estaba pálido y con los ojos muy abiertos, su voz tembló cuando él dio la orden a sus sol-dados a deponer las espadas.

—Marcha atrás —. Akiva los instruyó, y ellos obedecieron, y con recelo a retrocedieron contra las pare-des de la cámara. Era difícil pensar en ellos como individuos, como seres conscientes con almas. Karou se obligó a mirar a la cara a su vez, para tratar de verlos realmente, como ciudadanos de su mundo que se habían hecho y formado en lo que eran ahora y lo que podrían —si Akiva pudo, si Liraz pudo— deshacerse, deformarse.

Ella no podía verlo. Todavía no. Pero ella tenía esperanza.

No por Jael. Él no era parte del futuro que estaban construyendo. Akiva avanzó hacia él. Karou, con las es-padas desenvainadas, resguardando su lado derecho, y Virko el izquierdo. Estaban casi habían terminando aquí.

—Escúchenme —Akiva dijo a los soldados—. La era de las guerras ha terminado. Para los que regresa-ran y no derramaran más sangre, habrá amnistía –él hablaba como si tuviera el poder para hacer tales promesas, y, escuchandolo, aun sabiendo que la desolación los llenaba de incertidumbre, Karou creía en él. ¿Lo harían los Do-minion? Ella no lo sabía. Ellos permanecieron en silencio por el entrenamiento, y Jael fue silenciado por el cuchillo de Haxaya. Solo Razgut estaba haciendo ruidos.

—¿La era de las guerras? —él repitió. Él estaba en el borde de la cama, una pierna colgando inútil por el costado, una cosa flácida y torcida. El ojo en el que Karou había hundido en el codo en se hinchaba con fuerza, pero el otro todavía estaba incongruentemente bien, casi bonito. Había locura en él, sin embargo. Una muy negra—. ¿Y quién eres tú para poner fin a una era? –gruñó—. ¿Fuiste tú elegido por todo tu pueblo? ¿Te arrodillas ante los magos y entregas tu ánima a sus dedos afilados? ¿Has tu ahogado estrellas como si fueran bebés en una bañe-ra? Yo terminé la Primera Era, y voy a terminar la segunda, también."

Y con eso, él levantó un cuchillo que nadie había visto, y lo arrojó a Akiva. Nadie se movió. No a tiempo.

No Karou, cuya mano salió volando demasiado tarde, como si fuera a coger el cuchillo en el aire o al menos desviarlo, pero ya la había pasado.

No Virko, que estaba de pie al otro lado de Akiva.

Y no Akiva. Ni un pelo.

Y el objetivo de Razgut era cierto.

La cuchilla. Lo que Karou vio fue a través de su visión periférica. Si su mano no pudo atrapar la hoja, la cabe-za no podía girar lo suficientemente rápido para verlo entrar en el corazón de Akiva. El corazón que ella había pre-sionado la palma y la mejilla, pero aún no a su propio corazón, no su propio pecho al suyo o sus labios a los de él, o su vida a la suya, no todavía.

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El corazón que le movía la sangre, y que era la otra mitad de la suya.

Vio por el rabillo del ojo, y fue suficiente.

Ella vio.

La hoja entró corazón de Akiva.

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63 AL FILO DEL CUCHILLO

Hielo y final. El congelamiento instantáneo, imposible. Impensable. Verdadero.

Toda tu existencia puede reducirse a un grito. Al filo de un cuchillo arrojado, así de rápido. Karou lo hizo. En aquel instante, ella no era carne y sangre, sino que aire acelerándose para juntarse en un grito que quizás nunca terminaría.

Traducción: Meli Montiel Corrección: Mell Kiryu

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64 PERSUASIÓN

Un ángel yacía muriendo en la niebla. Hace algún tiempo.

Y el diablo debería haber acabado con él sin siquiera pensarlo.

Pero ella no lo hizo. ¿Y si lo hubiera hecho? Karou lo había pensado de cien maneras diferentes. Ella incluso deseo eso, en la grieta más oscura de su mente, cuando todo lo que ella pudo ver fue la muerte que había venido por su misericordia.

Si ella hubiera matado a Akiva ese día, o lo hubiera dejado morir ahí, ¿la guerra habría crecido otros implaca-bles cien años? Quizás. Pero ella no lo había hecho, y no lo había dejado. “La era de las guerras termino,” Akiva había dicho, e incluso Karou vio lo que vio y no había posibilidad de error, e mientras toda su existencia se juntaba dentro de ella para gritar, su corazón lo desafío. La era de la guerra había terminado, y Akiva no iba a morir así.

La cuchilla se enterró en su corazón.

Y el grito de Karou nunca nació. Otro tomo su lugar. Pero primero: un sonido. Una fracción de instante antes de que la cuchilla se hundiera en el pecho de Akiva…un sonido sordo. No era un sonido de carne. La cabeza de Karou se dio vuelta completamente, su mirada garabateando un salvaje patrón, llevando a lo que vio.

Allí estaba Akiva, sin moverse.

Ningún paso tambaleante, no había sangre, y no había un cuchillo penetrando su corazón. Karou parpadeo, frenética, y ella no fue la única, pero nadie pudo experimentar la misma desesperanza que sintió en ese instante, o la felicidad que la sobrecogía ahora que veía la cuchilla, hundida en la pared detrás de Akiva. Tampoco nadie podía sentir exactamente aquel asombro que ella había experimentado, a medida que la verdad tomaba forma, pero to-dos en la sala experimentaron una versión de aquello.

Haxaya habló primero. —Invisible a la muerte —ella murmuro, porque no habían errores en lo que acaba-ba de ocurrir, la trayectoria no mentía.

El cuchillo había pasado a través de él.

Era la mirada de Karou la que él mantenía en ese momento, y lo que ella vio era que él estaba mitad asombrado, mitad encantado. Ella quería preguntarle: ¿Tú has hecho eso? Debía ser. Nadie sabía, ni siquiera él, que era capaz de hacer.

Razgut colapsó, gimiendo y llevando sus puños a la frente. Dos segundos y Karou estaba sobre él, tirán-dolo al suelo, revisaba sus ropas en busca de más armas. El Caído no parecía ni siquiera registrar su presencia.

Los Dominantes se veían cautelosos pero también asombrados en la presencia de Akiva, y Karou pensó que ahora no tendría que preocuparse por ningún ataque hacia él. Ella ni siquiera se relajo. La vida de Akiva había pasado por su visión periférica en un solo movimiento. Estaba lista para irse de ahí, y todos lo que permanecía era la persuasión. Su plan, para todo, es la simplicidad.

Por fin llegaron al mismo.

Una vez más, Akiva encaró a su tío. Jael estaba quieto, su rostro mostraba preocupación y estaba tan pálido como su horrorosa boca que temblaba. Ante tanto poder, el había perdido hasta el coraje para burlarse.

Traducción: Meli Montiel Corrección: Mell Kiryu

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Akiva nunca había empuñado su espada, por lo que sus manos estaban libres. Él se dirigió hacia su tío y se posó una mano en su pecho. El gesto era casi amigable, y los ojos de Jael giraban en sus órbitas de nuevo, tratando de comprender que le estaba pasando. No tardó demasiado.

Karou observó la mano de Akiva, y ella recordó aquel momento en Paris, cuando ella había ido a la puerta de Brimstone, sin fuerzas por haber cargado los colmillos de elefante a través de la ciudad, y había visto, por primera vez, la marca de una mano quemada en la madera. Cuando ella la trazo con sus dedos, las cenizas se desprendie-ron y cayeron. Ella recordó a Kishmish carbonizado y mientras moría en sus manos, sus latidos descendían en páni-co hasta la muerte, y como el lamento de las sirenas de los bomberos la había sacado de su pena, salía de esa pe-na, pero se adentraba en una mucho más grande, ella se apresuró y atravesó las calles hacia la puerta de Brimstone solo para encontrarla ardiendo. Fuego azul, infernal y en su desconcierto, la silueta de unas alas.

En ese preciso momento, en todo el mundo, docenas de puertas, todas marcadas con una mano oscura, habían sido devoradas por el mismo fuego anti—natural.

Akiva lo había hecho. Todos los serafines eran criaturas de fuego, pero las marcas fueron trabajo del él, y le había permitido destruir hasta la última de las puertas de Brimstone en un instante, apartaba a su enemigo sin nin-guna advertencia.

Cuando Karou había visto la piel ampollada en el cadáver de Ten en las Cuevas Kirin, la marca de la mano de Liraz claramente quemada en su pecho, eso era lo que había pensado.

Humo profirió debajo de la mano de Akiva. Aparentemente Jael lo olió antes de sentir el calor a través de sus ropas, aunque quizás no, ya que no vestía ninguna armadura, solo una túnica de desfile que había ideado para aterrorizar a la humanidad. Lo que sea que fuese, el calor o el humo, Karou vió entendimiento sus ojos, como tam-bién el pánico mientras trataba de salir de la presión que ejercía la mano. Ella esperaba que Haxaya no lo degollara por accidente.

Su grito fue un gemido vacilante, y Karou lo vio mientras Akiva daba un paso atrás. Ahí estaba: quemada en el pecho de Jael, apestando y carbonizado, el negro dando lugar para revelar la carne cruda debajo. Una mano en su carne.

Persuasión.

—Ve a casa —dijo Akiva—. O te prenderé fuego. Donde sea que tú o yo estemos, no tiene importancia. Si no haces lo que te digo, te reduciré a nada. No habrá ni siquiera cenizas que demuestren tu existencia.

Haxaya dejo ir a Jael y dio un paso a un lado. Ya no necesitaba su cuchillo, limpió la cuchilla en la manga limpia y blanca del Emperador. Él se desplomo como si sus piernas no pudieran sostenerlo, el dolor, la ira y la impo-tencia se reflejaban en su rostro. Él parecía estar analizando la situación, tratando de entender todo lo que había perdido. —¿Y luego qué? —finalmente pronunció—. ¿Cuando vuelva a Eretz llevando tu marca? Entonces tú solo me quemaras. ¿Por qué tendría que hacer que me pides ahora?

La voz de Akiva era firme. —Te doy mi palabra. Es esta: Ve a casa ahora. Llévate tu ejército contigo y nada más. No provoques ningún caos. Solo vete, y yo nunca tendré que quemar esa marca. Te lo prometo.

Jael dio un bufido de incredulidad. —Lo prometes. Tú me dejaras vivir, solo así.

Karou miró a Akiva mientras él respondía. Él se mantuvo calmado desde el primer momento en que Jael entró al cuarto, y trataba de ocultar el profundo odio que sentía hacia aquel hombre. —Eso no fue lo que dije.

¿Estaba él pensando en Hazael? ¿En Festival? ¿En el futuro que trataban de evitar si las armas llegaban a Eretz, transformándolo en algo incluso más brutal de lo que ya era?

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—No te prenderé fuego. —Akiva dejó que su opinión sobre su tío se reflejara en su rostro. —Esa es mi única promesa, y eso no significa que tu vivas. —Él dejo que la asquerosa imaginación de su tío hiciera su trabajo. —Tal vez tengas una oportunidad. —Una delgada sonrisa. —Tal vez me veas venir. —Se fundió en el silencio y lo dejó espesarse, y luego, desapareció. —Pero probablemente no.

Karou siguió su rastro y desapareció también. Virko y Haxaya lo hicieron un segundo más tarde, mientras Akiva arrojaba un glamour sobre ellos dos. Jael y los Dominantes vieron sombras que se deslizaban a través de la ventana y luego éstas desaparecieron y no había nada más que la cruda respiración de un emperador hecho añi-cos, los respiros furiosos de un monstruo iracundo y dos hileras de soldados quietos, que no entendían muy bien lo que debían hacer.

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65 ELEGIDOS

Él fue uno de los doce Hace Mucho Tiempo, y la gloria había sido suya.

* * *

Ella fue una elegida de doce. Oh, gloria

* * *

De entre miles ellos se elevaron, candidatos de cada una de las extensiones del reino, jóvenes; llenos de es-peranza, llenos de orgullo, llenos de sueños. Eran tan hermosos, todos ellos, fuertes y de cada color, desde pálidos como perlas a oscuros azabaches, rojos y cremas y marrones, incluso—desde el Usko Remarroth, donde siempre era atardecer—azul. Esto era lo que los serafines eran entonces: el regalo más generoso del mundo, como joyas desplegadas sobre un tapiz. Algunos venían vestidos en plumas y otros en seda, algunos con metales oscuros y al-gunos en pieles, llevaban oro, llevaban tinta y sus cabellos estaban trenzados o rizados, dorados, negros o verdes, o estaba cortado hasta el cuero cabelludo en patrones de flamas.

Razgut no había sido notado en la multitud por su ropaje, — el cual era fino pero simple, o su color, el cual nunca le había parecido monótono hasta ese día. — Él era de tez medio beige y su cabello y ojos eran marrones. Él también era hermoso en ese entonces, pero todos ellos lo eran, y nadie era más llamativo que Elazael.

Ella había salido de Chavisaery, donde estaban las tribus más oscuras de serafines aclamados. Con piel tan negra como el ala de un cuervo a la umbría de un eclipse, y sus cabellos eran plumosos, como el suave amanecer, y caían en bajíos sobre sus oscuros hombros. Una línea blanca pintada en cada mejilla, un punto sobre cada ojo, y sus ojos: eran marrones, no negros, más encendedores que el resto de ella y sobrecogedores. Y sus escleróticas. Nunca había caído nieve más pura que las escleróticas de los ojos de Elazael.

Cada tribu había enviado sus mejores elementos.

Todas menos una. Un color estaba ausente en esa multitud: no había ojos de fuego en aquella masa de ju-ventud más brillante de su mundo. Sólo los Stelian se opusieron a esta elección y a todo lo que significaba, pero a nadie le importaba. Ese día estaban olvidados, descartados. Incluso rehuidos.

Más tarde, eso cambiaría.

Oh, Dioses Estrella, eso cambiaría.

Sólo el mago sabía lo que estaba buscando, y no lo dijo. Ellos fueron puestos a prueba, y las pruebas eran secretas, y cada día se veían menos candidatos quedándose — esperanza, orgullo y sueños, enviados de vuelta a su lugar de origen, nada de gloria para ellos — pero quedaron algunos. Día tras día, ellos se levantaban mientras otros caían, hasta que fueron doce ante el mago, quien, al final sonrió.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabio-sa

Corrección: Nathalia Tabares

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Ese día los doce se despidieron de las vidas que habían conocido y se convirtieron en Luchadores, los prime-ros y los únicos. Habían sido separados en dos grupos de seis, dos equipos para dos viajes. Se entrenaron para pre-pararse para lo que estaba más allá, y quienes eran al final, no era lo que habían sido. Las cosas estaban… termina-das para ellos. Para su anima—sus yo incorpóreos que eran la totalidad verdadera y sus cuerpos sólo eran iconos fijados en el espacio. El mago siempre estaba esforzándose y profundizando, y los luchadores se formaron en algo nuevo. Era adecuado, era nuevo para su tarea, y era asombroso.

Los Luchadores fueron elegidos para ser exploradores, los portadores de luz de su gente, para viajar a través de todos los estratos del Continuum que era el gran Todo.

El Mago Regente del Colegio de Cosmología se los había explicado:

—Los universos están uno sobre otro como las páginas de un libro. Pero El Continuum en cada página es in-finito y el libro no tiene fin —eso era decir, cada "página" se extendía infinitamente a lo largo del plano de su exis-tencia. Uno nunca podría esperar llegar al borde de los universos. No los tenían. Un explorador viajando a lo largo del plano podría volar para siempre y no encontraría nada con que chocar. Planetas y estrellas, sí, mundos y vacío, continuando y continuando sin límite alguno. Nada para cruzar.

Era necesario llevarlo a cabo. No a lo largo del plano, sino dentro de él.

Como la punta de una pluma atascada justo entre la página para escribir en la siguiente. El mago había aprendido cómo hacerlo, después de miles de años de estudio y el cual sería el trabajo de los Faerers: presionar la página, escribir de ellos mismos y de su raza en cada nuevo mundo mientras ellos lo encontraban.

Un Sexteto en una dirección, el otro, hacia la opuesta. Por el resto de sus vidas la distancia entre los equipos crecería—hasta la distancia más grande, nada menos, de la que habían tenido entre miembros de su raza o cual-quier otra. Era la cumbre del éxito de un mundo muy, muy viejo: nada menos que hacer un mapa de la totalidad del gran Todo y puntear la amplitud del Continuum con su luz. Abrir puertas y continuar y continuar, universo tras universo. Conocerlos, y al hacerlo, de algún modo, reclamarlos.

Cada Sexteto sería todo para cada uno de sus miembros — compañeros y familia, defensores y amigos, amantes, también. Tenían la responsabilidad de, en adición a su primer directiva, engendrar herederos de su cono-cimiento. Eran tres y tres, hombres y mujeres, y así fue como el mago había enmarcado la directiva: no criar “hijos” sino “herederos de su conocimiento.”

Estaban para ser el nacimiento de una tribu, algo más que su gente había sido antes. Elazael y Razgut esta-ban en el mismo Sexteto, con Iaoth y Dvira, Kleos y Arieth, y su dirección estaba establecida. Otra noche de encen-der luces para que los ojos de los Dioses Estrella los vieran. Por la gloria de los serafines, por esta gran hazaña ante ellos, una extensión de alas que nunca sería olvidada, una partida que haría eco a través del tiempo, y después un día inimaginable, tan lejano estaba del futuro, ellos o sus descendientes regresarían a casa. A Meliz.

Meliz, primera y última, Meliz eterna. La casa mundial de los serafines.

Ellos serían recordados para siempre. Venerados. Héroes de su gente, los abridores de puertas, las luces en la oscuridad. Todo sería gloria.

Oh, malicia. Oh, miseria. Risa que carcome como un atracón de dientes. Eso no fue lo que pasó. No y no y no y no para siempre.

Sucedió el Cataclismo.

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* * *

Era el sueño, simple y puro y terrible.

Mira el cielo.

¿Sucederá?

No puede. No debe.

Sucedió.

Ningún estrato del Continuum era apto para ser abierto, y ningún mundo en las capas infinitas era hospita-lario con la luz, como los Faerers aprendieron, para su muy grande desesperanza.

Había una indescriptible oscuridad, y monstruos vastos como mundos nadando en ella.

Los dejaron entrar. Razgut y Elazael, Iaoth y Dvira, Kleos y Arieth. No era su intención. No era su culpa.

Excepto que por supuesto era su culpa. Ellos cerraronn el portal, uno muy grande.

¿Pero quiénes eran ellos para saber?

Los Stelian les habían advertido.

¿Pero cómo iban ellos a escuchar a los Stelian? Estaban muy ocupados siendo los elegidos, oh, gloria.

Oh, miseria.

¿Y cuántos portales habían cerrado? ¿Cuántos mundos habían “punteado con su luz”? ¿Cuántas capas abiertas a las Bestias y dejadas desprotegidas mientras ellos revoloteaban y huían, una y otra vez? Sellaron los por-tales mientras regresaban a Meliz con pánico y desesperanza. Cada portal cerrado en turno detrás de ellos, miraron a las Bestias romperlos y acercarse. No podían contenerlas. Les habían enseñado cómo hacerlo, y entonces, mundo tras mundo, página tras página en el libro que era el gran Todo: oscuridad. Devoradores.

Nada peor se había hecho, por accidente o intencional, en todos los tiempos, en todos los espacios, y la culpa era de ellos.

Y finalmente no había mundos entre el Cataclismo y Meliz. Meliz, primera y última, Meliz eterna. Los Fae-rers regresaron a casa, y las Bestias iban detrás de ellos.

Y la devoraron.

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66 MUCHO MÁS QUE SALVADA

Eliza se despertó de su sueño y se encontró aún soñando. El sueño había sido real, ella estaba profunda y supremamente consiente, supuso que debía estar surgiendo a través de capas de sueños, como subir de la tierra, de una de esas minas a cielo abierto, que son como el infierno hecho realidad, y cada uno con nivel más cercano a la vigilia.

Tenía que ser un sueño sin embargo, aunque sólo, porque desafiaba la realidad. Estaba sentada en un esca-lón. Lo suficientemente real, hasta ahora. Una chica estaba a su lado: pequeña, pero no una niña. Una adolescente, bonita como una muñeca y con los ojos abiertos. Mirándola.

Con un golpe audible, la chica tragó saliva, y dijo con vacilante acento Inglés, —Umm. ¿Cómo se dice? Ohmmm... ¿Eres bienvenida? ¿Cualquiera que parezca... apropiado... para usted?—

—¿Lo siento?—, Dijo Eliza. Se refería a algo como: ¿Qué? ¿Qué quiso decir la chica? Pero ella pareció tomar-lo como una respuesta a su pregunta.

—Lo siento, entonces—, dijo ella, desinflando. Sus ojos se mantuvieron abiertos y sin pestañear. Eliza se movió rápido hacia la joven que estaba a su lado. Ella vio asombro de coincidencia en sus ojos. —No era nuestra intención hacerlo—, dijo. —No sabíamos... que... iba a suceder. Simplemente... crecieron—.

Las alas, quería decir: Alas de sueños que crecen en hombros de los sueños de Eliza. Despertar, — si se puede llamar al paso de un sueño a otro despertar, lo que supuso que realmente no se podía, por mucho que se sentía como si así fuese — ella se había dado cuenta del cambio en sí misma, sin confirmación visual o incluso la sorpresa, como es la forma de los sueños. Volvió la cabeza ahora para ver qué era, lo que ya sabía.

Alas de fuego vivo. Ella movió sus hombros, sintiendo el juego de los nuevos músculos, allí como las alas respondieron, flexionando y soltando una gran lluvia de chispas. Eran las cosas más hermosas que Eliza había visto en su vida, y el temor floreció en ella.

Esto era mucho mejor que los sueños a los que estaba acostumbrada.

—Siento lo de tu camisa —, dijo la chica.

Al principio Eliza no sabía a qué se refería, pero luego se dio cuenta que colgaba suelta y hecha jirones, co-mo si las alas la hubieran arrancado cuando crecieron. Apenas parecía consecuente, excepto por una cosa. Fue un detalle inesperado, por un sueño .

—¿Cómo te sientes?—, Preguntó la joven, solícita. —¿Estás... de vuelta?—.

¿Volver? Volver hacia atrás o... ¿de dónde? Eliza se dio cuenta de que no tenía idea de dónde estaba. ¿Qué era lo último que recordaba? Estaba en un coche en Marruecos, sumergida en la desgracia.

Miró a su alrededor y vio una torcedura en un callejón estrecho que casi podría haber sido un escenario. Adoquines y mármol, geranios rojos e icónicos alineados en una repisa de la ventana. Líneas de lavandería acordo-nadas por encima. Todo decía —Italia—. Lo más claramente vislumbre para Eliza, del desierto, por la ventanilla del avión había dicho: —No Italia.— Un anciano incluso se apoyó pesadamente en su bastón, congelado e inmóvil co-mo una figura de cartón, mirándola fijamente.

Traducción: Barbara Agüero Corrección: Nathalia Tabares

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Era como un hormigueo, al principio, el presentimiento de que esto no era un sueño. En el bastón del an-ciano había cinta adhesiva envuelta alrededor de la manija. Una de las plantas de geranio estaba muerta, y no ha-bía basura ni ruido. Cuernos diminutos justo fuera de la vista, una breve pelea canina, y una especie de zumbido sordo volando sobre todo: un sonido hervidero de muchas voces distantes. ¿Los estruendos y abolladuras del mundo, intrusos en un sueño? Fue entonces cuando Eliza comenzó a entender.

Pero para poder, verdaderamente, entender su situación tenía que escuchar dentro de si.

La sensación de agitación dentro de ella ya se había ido. Las cosas conocidas y enterradas, no estaban inten-tando cavarse más. Le tomó un momento para comprender por qué, y era tan simple. Ya no estaban enterrados.

Eran conocidos.

Eliza comprendió lo que era. Esta toma de conciencia es el equivalente mental de un clip en cámara lenta jugado a la inversa: un gran desastre se levanta del suelo y vuela hacia arriba para organizarse sobre una mesa. Charcos de té y sifones en tazas para aterrizar cuidadosamente en una bandeja. Libros saltan de un revoltijo, ba-tiendo sus portadas como las alas, y se elevan al gallinero en una pila. Sentimiento de locura.

Todo estaba allí, y todavía era terrible — y terrible y terrible — pero había tranquilidad ahora, y la tranquili-dad era de ella. Ella se salvó.

—¿Qué me hiciste?— Preguntó.

—No lo sé—, dijo la joven, preocupada. —No sabíamos lo que estaba mal con usted, por lo que acaba de hacer esta amplia clase de deseo en la esperanza de que la magia sabría qué hacer—.

¿Magia? ¿Deseo?

—Yo sé lo que me pasaba—, dijo Eliza, dándose cuenta de que era verdad. No había una explicación para las cosas conocidas y enterradas, y no era que ella era una encarnación del ángel Elazael.

Euforia y devastación se funden para convertirse en una nueva emoción, innombrable, y ella no sabía cómo reaccionar ante ella. Sabía lo que le había sido malo, y no era lo que más había temido. —No era yo—, dijo en voz alta, y esta fue la euforia. La culpa de que el sueño no era, y nunca lo había sido y nunca lo sería, su culpa.

Pero el cataclismo era real. Ella lo entendió plenamente ahora, y esta era la devastación.

Se llevó las manos a la cabeza, sosteniéndola, y se sentía familiarizada bajo sus dedos —Soy yo, Eliza— pero por dentro, él, y ella, abarcaba un vasto territorio nuevo.

El joven y la mujer que le estaban mirando con el ceño fruncido, preguntando si era de locos lo que había hecho antes. No lo era. Ella sabía esto absolutamente. Su cerebro, su cuerpo, sus alas, se sentía calibrada tan fina-mente como una de las creaciones perfectas de la naturaleza. Una hélice doble. Una galaxia. Un nido de abeja. En-tidades tan improbables y misteriosas que nos hicieron soñar que la Creación tuvo una voluntad y una inteligencia salvaje.

No lo hizo.

No era lo que ella entendía. Nadie jamás podría. Pero... ella sabía el origen. De todo. Fue una de las cosas conocidas y, ahora, desenterradas, todos ellos eran parte de su empresa, ordenados y entrelazados, y era tan her-mosa que quería adorarla, aunque sabía que no tenía conciencia. No, tendría tanto sentido como adorar al viento. Vio que la magia y la ciencia eran caras y cruces de la misma moneda brillante.

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Y ella vio el propio tiempo desenmascarado delante de ella, descomprimido como una cadena de ADN. Cognoscible. Incluso, posiblemente navegable. Su mente se estremeció al borde de esta nueva inmensidad. Ella fue salvada, había pensado, hace unos momentos. Ella vio ahora que estaba más que salvada. Mucho más que sal-vada.

—Entonces—, dijo ella, tratando de no llorar mientras fijó la mirada en sus salvadores con toda la calidez que sus ojos podían otorgar. —¿Quiénes son ustedes?—.

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67 UN ROCÍO DE CHISPAS

Karou siguió a Akiva desde el Palacio Papal, estaban bajo el hechizo de invisibilidad, entonces cuando ella se acercó a él fue torpe. Pero sólo durante los primeros y sorprendentes segundos.

Ella no quería hacerlo. Bueno, no es que fuera un accidente. Ellos no trastabillaron el uno contra el otro con sus rostros. Sólo que su cuerpo no era dirigido, principalmente, por su cerebro.

Sabía dónde estaba él por el calor y el flujo del aire, quería seguirlo hacía la cúpula de San Pedro. Desde ahí, ellos cuatro mirarían para planear la huida de Jael y su escolta de Dominantes, e, inadvertidos regresarían a Uzbe-kistán, a Eretz.

Pero una parte de Karou seguía suspendida al borde de aquel cuchillo arrojado, escuchando el grito en el que casi ella se convierte. No podía ver a Akiva, para reasegurarse a sí misma que estaba bien, y entonces tampoco podía contener su aliento. Todavía no había ninguna victoria que celebrar excepto la de estar vivos, y eso era todo lo que podía importarle en el momento en que lo captó. Estaban sobre la plaza, las columnatas de Miguel Ángel curvándose debajo de ellos como brazos extendidos.

Karou estiró la mano hacia donde el hombro o el ala de Akiva podría estar. Un rocío de chispas y él se volteó a su tacto, sobresaltado, ella se inclinó hacia él y Akiva la atrapó contra él, y fue todo eso lo que tomó.

Magnetos colisionando, rápidamente alineados.

Las manos de Karou encontraron el rostro de Akiva, y sus labios siguieron. Estaba torpe, derramando besos de agradecimiento sobre su rostro invisible. Estaba abrumada, y sus labios aterrizaban donde querían —sobre su frente, luego sobre su pómulo, el puente de su nariz— y en el profundo alivio del momento apenas registró la sen-sación su piel contra la de ella: el calor y la textura— al fin —Akiva contra sus labios.

Colocó una mano sobre su corazón para asegurarse de que no había sido una ilusión, de que él estaba ente-ro e ileso realmente, y él estaba, como su palma, satisfecho, reuniendo su otra mano y deslizándola donde el cuello se encontraba con la mandíbula para sostener su rostro firmemente y estimando la localización de sus labios.

Él no espero a que ella los encontrara.

Un batido de sus alas y él se agitó a través del aire con tal fuerza que ella estaba fusionada a él más comple-tamente, incluso más que cuando estaban abrazados en la regadera, y el rostro de Karou no estaba contra el pecho de Akiva esta vez, ni sus pies plantados en el suelo.

Sus piernas se entrelazaron con las de él. Deslizó hacia arriba las manos desde el cuello de Akiva y las metió entre su cabello, sostuvo su cabeza mientras se alejaba con él, girando.

Finalmente. ¡Finalmente se besaron!

La boca de Akiva estaba hambrienta y dulce y viva y lenta y cálida, y el beso fue largo y profundo y cada otra ración de alcance era la excepción del infinito. No era eso. Un beso debe terminar para comenzar otro, y así fue, y otra vez.

El beso daba camino a otro beso, y en los ojos cerrados, todo el mundo consumido de su abrazo, Karou tuvo la sensación de que cada beso abarcaba el último. Era alucinante: beso dentro de un beso dentro de un beso, yen-do más y más profundo y más dulce y más cálido y más embriagador, y esperaba que el equilibrio de Akiva los es-

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Nathalia Tabares

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tuviera guiando porque ella estaba perdida en sus sentidos. No había arriba ni abajo; sólo había bocas, caderas, y manos…

Un beso mientras vuelas, invisible, sobre la plaza de San Pedro. Sonaba como una fantasía, pero, se sentía tan, tan real.

Y luego una sonrisa compartida se estaba formando en sus bocas y la risa llego entre ellos. Estaban sin aliento y con alivio—y también con simple privación de oxígeno, porque, ¿quién tenía tiempo de inhalar? Descan-saron sus frentes una contra otra y las puntas de sus narices también, se detuvieron para dejar que todo se fijara. El beso, su respiración y todo lo que acababan de hacer.

Había soldados humanos patrullando debajo de ellos, peguntándose por la repentina ráfaga de chispas mientras Karou y Akiva giraban en el aire, sostenidos al vuelo por magia y lánguidos aleteos, manteniéndose juntos por un tirón que sintieron desde el primer momento en que se conocieron, en un campo de batalla, hace mucho tiempo.

Karou tocó el corazón de Akiva otra vez, reasegurándose a sí misma. —¿Cómo lo hiciste? —preguntó calma-damente, su cabeza todavía daba vueltas por el beso.

—No lo sé. Nunca sé. Sólo llega.

—El cuchillo pasó justo a través de ti. ¿Lo sentiste? —deseaba poder verlo, pero dado a que no podía, man-tuvo una mano sobre su rostro y su frente contra la de él.

Sintió su asentimiento, y su aliento cepilló sus labios cuando habló. —Lo sentí y no. No puedo explicarlo. Yo estaba ahí pero tampoco ahí. Lo vi golpearme y continuar avanzando.

Ella guardó silencio durante un momento, procesando eso. —Entonces, ¿es cierto lo que dijo Jael? Que eres… ¿invisible a la muerte? ¿No tengo que preocuparme por que mueras nunca?

—No creo que sea cierto —trazó los contornos del rostro de Karou con sus labios, como si pudiera verla así—. Pero tú me resucitarías en cualquier caso.

¿Eso hubiera pasado si Akiva hubiese muerto? ¿O habrían perdido el control de la situación y todo hubiera sido sobrepuesto? Karou ni siquiera quería pensar en eso. —Claro —dijo ella, con falsa ligereza—. Pero no hay que ser casuales respecto a este cuerpo, ¿de acuerdo? —lo acarició de vuelta con su nariz—. Puedo estar enamorada de tu alma, pero también soy muy aficionada a su recipiente.

Su voz se hacía más débil mientras hablaba, y la respuesta de Akiva fue baja y ronca con cariño. —No puedo decir que lamento escuchar eso — dijo, y acercó su cara contra la de ella para colocar un beso debajo de su oreja, enviando al instante, escalofríos eléctricos atravesando todo el cuerpo de Karou.

Ella soltó un débil murmuro de sorpresa que sonó como el Oh de un Oh, mi, pero sin el mi, y luego vio, so-bre el hombro de Akiva, el ascenso de las primeras filas de Dominantes desde el Palacio Papal, mientras el ejército de Jael regresaba al cielo.

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68 CAÍDOS

—¡No fue nuestra culpa! —había gritado Razgut cuando los Faerers fueron sentenciados, pero era mentira. Sí tenían la culpa, y ese conocimiento hizo una dimensión de dolor y culpa en sus cuerpos y mentes que suplantó todo lo demás que ellos habían sido o de lo que estaban hechos.

Meliz el hogar, sin sentido y con pánico. Encendieron la alarma. Del Sexteto sólo quedaban cuatro. Iaoth y Dvira habían regresado para enfrentar el cataclismo y habían sido devorados.

Regresaron a la capital y gritaron: ¡Vienen las Bestias! ¡Huyan! ¡Vienen las Bestias!

Algunos lo hicieron, gracias a una puerta trasera, por decirlo así. Los mundos estaban unos sobre otros, co-mo un montón de páginas. Las Bestias llegaron desde una dirección, consumiendo todo a su paso. Aquellos que pudieron huir en la otra dirección, al mundo vecino: Eretz. No había tiempo de organizar una evacuación. Algunos miles de entre millones lo hicieron. Ni siquiera diez mil, ni siquiera tantos como esos. El resto fue dejado atrás.

La mayoría, los colores. Las joyas esparcidas sobre un tapiz. El regalo más

generoso del mundo. Perdido.

Muchos hicieron el camino hacia el portal sólo para no ser admitidos. El corte era pequeño. Dos o tres a la vez podrían apiñarse; era lento, y las Bestias venían. Gritos desde el otro lado hacían eco en los oídos de Razgut hasta este día, como el grito de un mundo entero muriendo. Recordaba cuán abruptamente había caído el silencio, y cómo algunos de los últimos en lograrlo todavía estaban regresando por sus seres amados atrapados en el otro lado.

Entonces el portal estaba cerrado, pero esto que los Faerers habían hecho docenas de veces en su retirada nunca había contenido a las Bestias. Una vez herida, la piel entre los mundos nunca sanaba completamente. Habría fallado de nuevo y el Cataclismo hubiera tomado a Eretz también, después a la Tierra y a cada mundo después, a través de cada portal cortado por el segundo Sexteto, tan lejos como hubieran viajado.

Pero los Stelian estaban entre aquellos que lograron salir de Meliz, y estaban listos. Siempre se habían opuesto al viaje de los Faerers, y en los años después de su partida, se habían preparado a sí mismos para hacer lo que nadie podía hacer: remendar la piel, el velo, la membrana, la energía, las capas del gran Todo. Cerraron el por-tal y lo mantuvieron cerrado, y Eretz estaba salvada, y la Tierra y todo el resto.

Los Stelian los habían salvado.

Y en cuanto a los Faerers: condena, infamia. Y eliminación.

Escucharon, desde la celda, qué fue hecho a la memoria de los sobrevivientes. El mago no había aprendido a no entrometerse. Robaron el pasado de cada serafín, no sólo del Cataclismo, sino también de Meliz, así su gente podría iniciar una nueva vida. Así la gente, comprendió Razgut, no se despertaría en la mañana para darse cuenta dónde yacía de verdad la culpa: en el mago que había soñado el viaje de los Faerers en primer lugar, y había elegi-do lo mejor de su gente joven para verlo hecho realidad. Ellos compartían la culpa. Pero no el castigo. Oh no, no ellos.

Laoth y Dvira fueron los afortunados: rápidamente comidos y rápidamente muertos. En cuanto al resto, sus alas habían sido arrancadas. Esa era la primera cosa. No cortadas. No rebanadas. Tiradas. Astillando el hueso, oh,

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Vane_B

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dolor, oh dolor como ninguno había soñado. Razgut vio a los otros tres lisiados junto a él, pesadas manos tendidas en las coyunturas de sus hermosas alas, asintió. Retorciéndolas, y sus caras retorciéndose, su insoportable agonía y él lo sintió todo. Todos ellos, por lo que ellos eran, y lo que les habían hecho. Estabanenlazados. Lo que uno sentía, todos lo sentían, oh Dioses Estrella. Y la sumade todo su dolor fue demasiado.

Y eso no fue lo peor de todo. Imagina. Era sólo la sal en la herida de su verdadero castigo, el cual era el exi-lio.

E incluso que pudieron haberles dado, y hecho algún tipo de vida lisiada en su mundo—prisión, la Tierra, pero oh, malevolencia. Oh miseria. Los separaron. Eran cuatro, y había cuatro portales también, por mala suerte o cruel planificación, y ellos los arrastraron uno tras otro a las lejanas esquinas de Eretz y los echaron. Solos. Sin alas. Con las piernas destruidas a pisotones. Los arrojaron a otro mundo, cuatro criaturas rotas, para caer desde los cie-los y hacerse añicos contra paisajes desconocidos, ni siquiera juntos.

Llevaron a Razgut sobre la Bahía de las Bestias, era un hermoso día y el agua estaba verde, no había ni una nube en el cielo. Un hermoso día para la agonía; lo cargaron por las axilas hasta el borde de ese llagado y aleteante corte en el cielo y lo empujaron a través de él, y él cayó.

Y cayó. Y cayó.

Y no murió, por lo que era: él era lo que las pruebas habían comprobado ese lejano día de gloria, y lo que después lo habían hecho. Él era un Faerer, y tenía una fuerza más allá de la fuerza, tan fuerte para no morir de una caída, y entonces vivió, si se podía decirlo así, y nunca encontró a los otros en el mundo de su exilio, aunque podía sentir su dolor —su aflicción y su culpa, cuatro veces— hasta que comenzó a desvanecerse. A través de los años supo cuando murieron, cada uno a su vez. No cómo ni dónde, pero sí, y ellos quienes habían sido parte de él se habían ido, final y completamente —Kleos,

Arieth, Elazael, idos uno tras otro— y él estaba sólo de verdad. Era una pequeña cosa flotando en una gran ausencia. Vivía con una grieta en su mente, mil años en exilio.

Y oh, malevolencia, oh, miseria. Todavía vivía.

* * *

Esther Van de Vloet pudo haber perdido la posesión —temporalmente— de sus deseos, pero su dinero e in-fluencia estaban intactas, y no se tendería sobre el piso del baño durante mucho tiempo. Hizo llamadas telefónicas, navegado en la red para encontrar fotografías de los sinvergüenzas —se lo habían hecho muy fácil, jóvenes idiotas sin sentido de la privacidad—y las envió por e—mail no a la policía, quienes tenían las manos llenas aquellos días evitando que el infierno se saliera de control, sino a una firma privada que conocía suficientemente bien su repu-tación para estar al instante complacidos y consternados por escucharla.

—Están en Roma —ella dijo—. Encuéntrenlos. El pago será doble. Primero, un millón de euros. Imagino que eso será suficiente —por supuesto que sería suficiente, ellos le aseguraron, no más complacidos por la obscena suma sino menos, percibiendo, seguramente, lo que vendría en seguida—. Segundo —dijo Esther—. Tengan éxito y no los destruiré.

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Después de eso, caminaba y daba vueltas. Esperar era algo que las esposas de los soldados y ella aborre-cían. Viajero y Matusalén se mantuvieron apartados de ella, desconcertados y miserables. Las cortinas seguían abiertas, no porque a Esther le importara el cielo, sino porque ellos se habían ido por ese camino. Al andar pasaba al lado de la ventana, pero no volteaba a ver afuera. Se sentía una rabia fluorescente. Había sido robada, violada. No tenía sentido de la ironía o sólo añadidura. Sólo una trémula vista estrechada y furia con pie de guerra.

Sólo Dios sabía cuántas vueltas había dado, yendo y viniendo al lado de la ventana, hasta que finalmente se dio cuenta del cambio en el cielo, y su noche fue de mala a oh, muy, muy mala.

Los ángeles se levantaron.

Se propagaron gritos en las calles de abajo. Esther empujó las puertas de cristal y se apresuró al balcón. —No—, dejó su voz en sus entrañas, pareció un gemido, tirando hacia arriba y afuera, desenrollándolas en tiras, ge-mido tras gemido, cada una era la misma simple palabra —No. No. No—. Desolló su carne, salieron las palabras crudas.

¿Los ángeles se estaban yendo?

¿Y qué pasaba con ella? ¿Qué pasaba con su trato? Les había dado a Karou y les había prometido mucho más —todo lo que necesitaban para conquistar ese mundo más allá del velo del cielo. Armas, municiones, tecnolo-gía, incluso personal. ¿Y qué había pedido ella a cambio?

No mucho. Sólo derechos de explotación. A un mundo entero. Un nuevo mundo entero con una población de esclavos ya establecida y un ejército para aguardar sus intereses. Esther se había asegurado de no tener compe-tencia, que ninguna otra oferta se les hubiera hecho a los ángeles y que no hubiera sobornos que superaran los suyos. Era la más grande negociación de todos los tiempos. O lo había sido, y Esther Van de Vloet tuvo que mirar, temblando y susurrando, mientras las alas se la llevaban.

—No mucho —había dicho Karou, evasiva—. Sólo persuadirlos de que regresen a casa.

Y entonces, así parecía, lo habían hecho.

Se habían ido y el cielo estaba vacío de nuevo. Esther encendió a tientas la TV y desde la vista del helicópte-ro vio, junto con el resto del mundo, cómo los —huéspedes celestiales— volvían a trazar el camino que habían he-cho desde Uzbekistán tres días antes.

—Parece que los Visitantes se están yendo —anunciaron los expertos con la cabeza fría, aunque no ser diría que las cabezas frías prevalecían en este día—. ¡Nos abandonan!—era la frase más común. Fue un giro de los even-tos que llamaba a la culpa. Al primer vistazo de los ángeles en el cielo, las multitudes en el perímetro del Vaticano dejaron de salmodiar y comenzaron a aclamar y gritar con éxtasis. Pero cuando las falanges se reformaron y co-menzaron a moverse, las aclamaciones se convirtieron en gimoteos, y comenzaron los lamentos.

El Papa no sería buscado para hacer comentarios.

Al momento en que el teléfono de Esther sonó, ella había ido más allá de la furia a un blanco y brillante lugar de ecos que pudo haber sido la sala de espera para la locura. De estar tan cerca de la grandeza y que se la hubieran arrebatado… Pero el sonido del teléfono era como dedos chasqueando en frente de sus ojos.

Sí, ¿qué? ¿Hola? —respondió, desorientada. No podía decir quien esperaba que fuera. La agencia que había contratado para encontrar a los ladrones de deseos podía haber sido su mejor suposición, y su mejor esperanza. Los ángeles habían volado. Esther estaba perdida, de alguna manera, y no era tan tonta como para imaginar que tendría otra oportunidad para obtener poder como esta. Así que, cuando reconoció a Spivetti en la línea —el ma-yordomo que, a petición del Cardenal Schotte, había hecho su oferta dentro del Palacio Papal— una llamarada de

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esperanza surgió en ella. De salvación.¿Qué es? –demandó—. ¿Qué ha pasado Spivetti? ¿Por qué se fueron?

—No lo sé, madame —dijo él. Sonaba agitado—. Pero ellos han dejado algo.

¿Y bien? –demandó—. ¿Qué es?

—No… no lo sé —dijo Spivetti. El hombre estaba cerca de él, y pudo haber dado alguna descripción rudi-mentaria que Esther pudo haber exigido, pero ella no exigió nada. Con su codicia, ella ya estaba yendo a toda velo-cidad por el largo vestíbulo.

Le tomó horas entrar al Vaticano a través de la vibrante, olorosa y quejosa multitud y los puntos militares. Horas y docenas de llamadas, favores cobrados y favores prometidos, y cuando finalmente llegó, desaliñada y con mirada salvaje, confundió la mirada de horror de Spivetti con una reacción al verla, cuando de hecho eso se había anticipado hace horas y persistiría un largo tiempo después de que ella se hubiera ido.

—Llévame allí —. Ladró ella.

Y sí fue como Esther Van de Vloet entró por fin a las cámaras de Jael y se acercó a la gran cama labrada. Es-taba a oscuras. Sus ojos estaban buscando algún cofre de tesoro, tal vez, algún objeto de riqueza. O un mensaje, un mapa. No sintió la presencia hasta que estuvo prácticamente sobre ella y para entonces ya era demasiado tarde. Las sombras la alcanzaron y eran brazos.

Largos y delgados y como si fueran cuero curtido, se acomodaron a su alrededor, casi acariciándola. Como un amante colocando un chal sobre sus hombros. Ese pensamiento llegó y se fue. Los brazos cerrándose y rubori-zándose desde las sombras a la carne, y entonces Esther Van de Vloet vio, por primera vez, a la cosa que le iba a hacer compañía hasta el final de sus días.

Era a la vez una promesa y una amenaza cuando él se lo dijo en un grosero maúllo entre risas:

Nunca más estarás sola.

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LLEGADA + 72 HORAS

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69 NO PERMITAS QUE LA COSA QUE SE AGITA EN EL CIELO TE GOLPEE EN TU CAMINO A

LA SALIDA.

El 12 de Agosto a las 9:12 (hora del este), mil ángeles desaparecieron a través de un corte en el cielo.

No se habían producido testigos a su llegada.

Se habían imaginado paisajes de nubes acumuladas, los rayos de luz escapando oblicuamente, dejando des-cender a los ángeles, como un dibujo en un libro de la escuela dominical. La verdad era menos impresionante. Descendieron uno a uno, mediante aleteos. Dando un efecto de victoria en ello.

Ovejas esquiladas, vacas masacradas, a donde sea que vayas.

A un ritmo aproximadamente de seis segundos por soldado, les tomó más de dos horas, mucho tiempo, pa-ra que un grupo de helicópteros se agrupara detrás de ellos. De acuerdo con la incapacidad establecida para decidir un curso de acción con respecto a los ángeles, los líderes del mundo se opusieron a tratar de enviar a través de cualquier misión a alguien detrás de ellos.

¿Qué mensaje enviaría esto? ¿Qué consecuencias diplomáticas podrían haber aquí? ¿El trasero de quién es-taría en la línea?

Tomó a un billonario independiente aventurero intentarlo. Piloteando su propio helicóptero de pasatiempo, vaciló solo el tiempo suficiente para alinear su nave con la abertura en el cielo, manteniendo contacto visual todo el tiempo.

Había empezado a acelerar cuándo el fuego estalló.

Fuego en el cielo.

Él pateó a un lado justo a tiempo para tener el primer lugar en ver como todo ardía: rápido y brillante, y de nuevo. Y con la luz, su oportunidad en su cuarto récord mundial.

La primera misión tripulada hacia… ¿el cielo? ¿Quién lo sabía? Nadie. Y ahora ellos jamás lo sabrían. Zuzana, Mik y Eliza observaban el fuego en el cielo desde un televisor, en la esquina de un bar de Roma, y

tostando exitosamente el proceso.

—¿Qué quieres apostar a que Esther jamás se beberá la Champaña que ordenó? — Mik se rego-deaba tomando un gran trago de burbujas.

Traducción: Anna MarAl Corrección: Barbara Agüero

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Después de toda su preocupación y mal. Las estratagemas de Esther decayeron, Karou, Akiva y Virko lo ha-bían logrado. Los ángeles se habían ido, y definitivamente no se llevaron ningún arma.

— En tu cara, falsa abuela. — Zuzana alardeaba, pero su triunfo fue perseguido por el dolor. El portal estaba cerrado, y ni un estuche de violín lleno con deseos podría regresarla a Eretz, donde cualquier cosa podría estar pasando. No había nada que hacer ahora, solo mantenerse preocupados, y, posiblemente, estar deprimidos.

— ¿Qué quieres hacer? —preguntó ella a Mik.

— ¿Ir a casa? — Dijo soltando un suspiro — Supongo. Ver a nuestras familias. Además, cierto gigante—malvado—marioneta está probablemente muy solitario. Zuzana se mofó.

— Él puede quedarse solo. Mis días como bailarina han terminado.

— Bueno, podrías hacerle una esposa por lo menos, así puede disfrutar de su retiro. A la evocación de Mik de la palabra “esposa”, algo dentro de Zuzana se rompió más allá de lo imaginable. Ella sofocó sus sentimientos frunciendo el ceño.

Eliza los miró perpleja. — ¿Van a volver a Praga?

Zuzana se encogió de hombros, lista para hundirse en una buena autocompasión sin sentido. “Tal vez inclu-so llore” pensó.

— ¿Qué vas a hacer tú?

—Puedo decirte qué NO voy a hacer. — Dijo ella. Sus alas estaban bajo un encanto, que de alguna manera habían aprendido a hacer por sí mismas, y su rasgada camiseta ni siquiera se veía rara. Podía fácilmente parecer a la moda.

— No voy a terminar mi tesis. Lo siento, Danaus Plexippus. —

— ¿Quién? — Preguntó Mik.

Eliza sonrió.

— Mariposa monarca. Es lo que estudio. —Hizo una pausa para corregirse a sí misma— Estudiaba. No pue-do volver a esa vida, no ahora, por mucho que anhele demoler a Morgan Toth con el golpe de frente más atroz de todos los tiempos. ¿Lo que quiero hacer? — Ella los miró atentamente, con sus ojos tan grandes y brillantes.

— Es ir a Eretz.

Zuzana y Mik sólo la miraron. Zuzana lanzó una significante mirada a la TV, donde todos pudieron ver el portal ardiendo.

Eliza, presumiendo su lenguaje no verbal, levantó las cejas y los hombros en una comprometida “¿Sí, y qué?”

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Mik lanzó un solo suspiro. Zuzana apenas empezaba a tener esperanza, pero cuando Eliza comenzó a hablar de nuevo, no era de Eretz.

— ¿Sabían que las mariposas monarcas migran cinco mil millas, de ida y vuelta, todos los años? Ningún otro insecto hace algo como eso. Y lo más impresionante es que la migración es multigeneracional. Las que regresan al norte no son las mismas que fueron al sur el año anterior. Tienen una vida severa de ciclos cambiantes, pero de alguna manera encuentran la ruta de regreso. Estuvo en silencio por un momento, y una rara y pequeña sonrisa en sus labios, como si no pudiera decir si algo era divertido o no. Honestamente, Zuzana no sabía qué hacer con Eliza ahora que ella ya no era un vegetal. No era sólo coherente. Ella era… más que humana, de alguna manera. No eran tampoco solo las alas. Podía sentirlo salir dentro de ella: esta energía, desconocida y chispeante.

¿Qué demonios le habían hecho, con sólo un Gavriel?

—Realmente no recuerdo como empecé a interesarme en ellas. Definitivamente creo que fue la migración, tiene mu-cho sentido ahora. Supongo que siempre supe más de lo que sabía que sabía, si eso tiene sentido. —No realmente— dijo Zuzana llanamente. —Soy una mariposa. — Dijo Eliza, como si eso lo explicara todo— La vida severa de ciclos cambiantes. Bueno, excep-to que fue un poco más que severa. Mil años. No sé cuántas generaciones.

Zuzana frunció el ceño, esperando a que ella dijera algo que tuviera sentido. Mik, sin embargo, de la misma manera indiferente como él había reaccionado con Karou diciéndoles, meses atrás, que era una quimera, sólo dijo:

—Genial. Eliza se rió.

Y entonces les contó sobre Elazael, y lo que ella había hecho, y sobre el sueño que había atormentado a Eli-za toda su vida, y lo que significaba, y Zuzana pensó que había perdido la capacidad para sorprenderse, pero la en-contró de nuevo en la esquina de un bar en Roma. No, no era sorpresa. Era más grande que eso. Zuzana encontró un gigantesco asombro y desconcierto en la esquina de un bar en Roma. Universos. Muchos. Y divisiones en las grietas de los revestimientos del continuo tiempo—espacio. O algo. Y ángeles que eran como exploradores espacia-les sin naves, como ciencia ficción pero con magia remplazando la ciencia

— La magia le hizo algo a la mente de Faerers, —Eliza explicó— A su ánimo, de hecho. Es más que mente; es uno mismo. Parte de su deber era engendrar hijos en su viaje, que nacieran con sus mapas y recuerdos… codifi-cados en él. Como un código genético ancestral. Loco. Así un día ellos podrían encontrar el camino a casa.

— Y tú eres una de los niños. — dijo Mik.

— Muchos—grandes, o algo así.

—Y tú tienes los mapas. —dijo él.

— Los recuerdos.

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Eliza asintió.

Era la intensidad de Mik lo que guió a Zuzana a saber que algo más que contar una historia se desarrollaba aquí. Mapas, recuerdos.

Mapas. Recuerdos.

— Hay demasiada información aquí. —Eliza dijo dando golpecitos a su cabeza. — No la he procesado aún. A lo largo de la historia de mi familia ha habido demencia. Creo que es demasiado para la mente humana. Es como sobrecargar un servidor. Sólo colapsa. Yo colapsé. Ustedes me repararon. Nunca seré capaz de agradecerles lo sufi-ciente.

La compasión sin sentido de Zuzana ya se había terminado.

Ella se sentó derecha.

— Si estás diciendo lo que creo que estás diciendo, puedes agradecernos lo suficiente.

Eliza torcía sus labios en una arruga de contemplación.

— Eso depende… ¿Qué crees que estoy diciendo?

La travesura brillaba en sus ojos.

Zuzana envolvió sus manos suavemente alrededor de la garganta de Eliza y simuló estrangularla.

"D—Í—N—O—S—L—O".

— Conozco otro portal. —Dijo Eliza— ¡Duh!

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70 YA NO MÁS BLANCO

Los aleteos con furia de Jael se detuvieron. De todo, había vuelto menos tranquilo a Eretz. Prácticamente desgarró su camino a través del portal, deseando poder hacer algún daño, dañar algo. Akiva.

Sí. Ver al bastardo siendo disparado, lleno de flechas, como un muñeco de tiro con arco, bailando en el occidente como

si estuviera en un patíbulo para que todos pudieran venir y observarlo. Miró a su alrededor con inquietud. Maldito bastardo, él podría estar en cualquier lugar. ¿Había seguido a Jael a través del portal? ¿Vendría detrás? Según los términos de su acuerdo, en el momento que Jael pasara de nuevo a Eretz, Akiva sería libre para matarlo de cual-quier forma, distinta a encender una huella de la mano supurante en el pecho de Jael.

Eso le dejaba un montón de opciones. Y Jael tenía igual de muchas.

Más, porque él no se veía frenado por el honor, cosa que acortaba la lista de maneras de matar a su enemigo. No pasó desapercibido para él, que su propia supervivencia dependía del enemigo y honor, pero esto no lo obligaba de nin-guna manera a jugar con las mismas reglas. Por el contrario, era crítico que él drenara primero la sangre. Él no sería capaz de descansar hasta que el bastardo estuviera muerto.

Una vez atravesado el portal no se quedó a supervisar el tedioso regreso de su ejército, voló derecho al campamento

en el centro de una falange de guardias, con arqueros a los costados en caso de que Akiva hiciera una aparición. El paisaje aquí era casi igual al que habían dejado atrás: montañas pardas, y nada que ver. El campamento estaba al pie de la montaña, a media hora de distancia.

En un campo de hierbas aplastadas por el viento, las filas de tiendas de campaña estaban ordenadas en un cuadrado

bruto con torres de vigilancia en sus esquinas, tripuladas por los arqueros, en caso de ataque aéreo. Era una defensa de es-queleto. Hasta aquí, no había nada contra qué defenderse. La mayoría de las fuerzas de Jael fueron desplegadas al sur y al este, persiguiendo a los rebeldes. ¿Y cómo les fue? Él debería saberlo pronto.

Más pronto de lo que esperaba. El campamento estaba casi en la mira, cuando vio lo que le esperaba en la empalizada. Karou lo vio también, aunque desde una distancia mayor, y ella no pudo reprimir un grito ahogado.

En la empalizada, ondeando al viento, colgaba una pancarta que había sido blanca y ahora estaba llena de sangre y cenizas. Lo supo en cuanto lo vio. Su consigna era clara, aunque el emblema del lobo jefe en el centro estaba... oculto. “Victoria y Venganza”, se leía, en el idioma de las quimeras. Era el emblema del lobo blanco. No la copia que había paseado en el Kasbah, era el original, saqueado, lo que debería de haber sido de Loramendi después de la caída.

Pero no fue el emblema lo que hizo a Karou gritar. Si la pancarta colgara sola ahí, sería un signo de que el campamen-

to había sido tomado y conquistado por el Lobo Blanco. Pero con lo que colgaba en frente de ella, oscureciendo el emblema del lobo, como idea que era imposible. Karou pensó que había controlado su esperanza. Ella creía, al volar de regreso a tra-vés del portal, que estaba preparada para la posibilidad —la probabilidad— de una mala noticia.

Desilusión.

Traducción: Anna MarAl Corrección: Barbara Agüero

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En algún momento desde que dejó a sus compañeros atrás, ella había comenzado a creer, sin confesárselo a sí mis-ma, que todo estaría bien. Porque tenía que estarlo. ¿Cierto? Pero no lo estaba. Todo no estaba bien. Una vez blanco y ya no más blanco. Colgando por una soga alrededor del cuello, oscilado, el cuerpo manchado y roto de Thiago. Y ahí estaba la respuesta, más pronto de lo esperado, a lo que había ocurrido cuándo se fueron en el furor de la bata-lla en los Adelfas, e hicieron la difícil decisión de completar su vital misión antes de volver “¿Hice lo suficiente?” Karou se había preguntado a sí misma entonces, sabiendo la respuesta. “¿Hice todo lo que pude?” “No” Y sus compañeros se habían perdido. Y muerto. Akiva la atrapó y la sostuvo, ella no habló, pero vio, impotente, se movía en el aire con la marea constante de aleteos de Akiva, y Jael aterrizó ante el cadáver del Lobo Blanco y rió.

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71 AUSENCIA

Karou se dirigió hacia cuerpo, después de que Jael se fuera. Sólo por un momento, por si acaso. Acercándo-se, recordó la última vez que la carne se había desangrado. Su propio cuchillo pequeño lo había matado entonces, y la herida limpia fue fácil de coser para preparar el recipiente para el alma de Ziri.

Esta herida no estaba... limpia.

Mira hacia otro lado.

Esta muerte no había sido fácil, y la mente de Karou gritó por el huérfano de ojos marrones, que en otro tiempo la había seguido por todo Loramendi, tímido y desgarbado como un cervatillo. A quién había besado una vez en la frente, y sólo lo recordaba porque él se lo había dicho. Sonrojado.

Ziri. Y conocía la sensación de su alma desde el momento en que la había puesto en este cuerpo, y la espe-ranza, la esperanza nunca aprendería.

Por supuesto, su alma se había ido. Nunca podría haber sobrevivido tanto tiempo a la intemperie, o un viaje como aquel. Por supuesto que se había desvanecido. Pero Karou abrió sus sentidos a la espera, porque ella debía intentarlo. ¿He hecho todo lo que pude? Y contuvo el aliento, mientras las lágrimas invisibles caían por sus mejillas invisibles. Y ella aún tenía esperanza.

La ausencia tiene presencia, a veces, y eso era lo que ella sentía. Ausencia como la hierba muerta y aplasta-da donde algo había sido y ya no lo era. Ausencia donde un hilo ha sido rasgado de manera desigual de un tapiz dejando un vacío que no puede ser reparado.

Eso fue todo lo que sintió.

Traducción: Kimi Nicole Corrección: Mell Kiryu

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72 EL EMPERADOR DE UNOS CUANTOS DÍAS

Con una gran mejora en su humor, Jael siguió su camino hacia su pabellón, con su séquito de guardias a ras-tras. Los soldados de las torres de vigilancia lo habían saludado cuando él pasó cerca, y uno bajó para deslizarse sigilosamente y dar zancadas a su lado.

—El reporte —ladró Jael, quitándose el casco y dándoselo al soldado—. ¿Los rebeldes?

—Los atrapamos en los montes Adelfas, señor…

Jael giró rápidamente hacia él. —¿Señor? —repitió. No reconocía al soldado—. ¿No soy tu emperador como también tu general?

El soldado inclinó su cabeza, azorado. —¿Su Eminencia? —osó expresar—. ¿Mi señor Emperador? Arrinco-namos a los rebeldes en los montes Adelfas. Ilegítimos y Resucitados juntos, si puede dar crédito a eso.

Oh, Jael lo acreditaba. Dejó salir el siseo de una risa.

—No estoy mintiendo, señor —dijo el soldado, malinterpretándolo. De nuevo, señor.

Los ojos de Jael se estrecharon. —¿Y?

—Presentaron una defensa valiente —dijo el soldado, y Jael leyó el resto en su sonrisa. Una defensa valiente era una defensa condenada. Era lo que él esperaba, especialmente después de ver el cadáver del Lobo Blanco, y era todo lo que necesitaba saber hasta ahora. La sangre de Jael estaba palpitando con reprimida frustración, y sus músculos estaban tensos de furia. Él había sido dócil como un conejo —un conejo castrado— durante días en aquel palacio infernal, sin atreverse a perjudicar su reputación respondiendo a sus propios apetitos. ¿Y todo para qué? ¿Para ser ahuyentado como un perro? Ni siquiera se atrevió a matar al Caído por miedo a desafiar la prohibición de derramamiento de sangre del bastardo Akiva.

Buscó con la mirada a su mayordomo. —¿Dónde está Mechel?

—No lo sé, mi emperador. ¿Puedo ayudarlo?

Jael dio un gruñido avaro. —Envíame una mujer —dijo él y se volteó para irse.

—No hay necesidad, señor. Ya hay una en su tienda, esperándolo —todavía tenía esa sonrisa. —Una cele-bración por la victoria.

Jael tomó impulso y con el dorso de la mano golpeó al soldado, cuya expresión apenas estaba alterada mientras el golpe volvía su cabeza de este a oeste. Un hilillo de sangre apareció bajo su labio y no hizo nada para limpiarlo.

—¿Luzco victorioso para ti? —Jael le espetó. Levantó sus manos vacías—. ¿Ves todas mis nuevas armas? ¡¡¡Seguramente no pude traerlas todas!!! ¡Esa es mi victoria! —sintió su rostro amoratarse y le recordó a su her-mano, cuyas rabietas habían sido famosas y sanguinarias. Jael se enorgullecía de sí mismo por ser una criatura as-tuta, no temperamental, y ser astuto significaba no matar con cólera sino con calma.

Así que sólo empujo al soldado a un lado —fijando su sonrisa en su memoria para un castigo más conside-rado para después— y se dirigió hacia a su pabellón, haciendo pedazos su ridículo traje de espectáculo y dando un siseo de dolor cuando arrancó donde la seda quemada había ardido contra la carne llorosa de su herida, reabrién-dola.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Mell Kiryu

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Maldijo. El dolor era un vibrante recordatorio de su fracaso y vulnerabilidad. Necesitaba recordar su propio poder. Necesitaba poner su sangre en marcha, su respiración fluyendo, probar quien…

Se detuvo en seco. La cama estaba vacía.

Sus ojos se estrecharon. ¿Había una mujer? ¿Escondiéndose? ¿Acobardándose? Bueno. Su calor aumenta-ba. Lo que haría un buen comienzo.

—Sal, sal de donde estés —dijo con un tono áspero, girando lentamente en círculo.

El pabellón estaba oscuro, las paredes de lona colgaban con pieles para mantener fuera el viento y la luz. No había linternas que iluminaran. La única iluminación procedía de las propias alas de Jael…

… y de la mujer.

Ahí.

No se estaba escondiendo. No se estaba acobardando. Ella estaba en su escritorio. A Jael se le pusieron los pelos de punta. La chica estaba sentada en su escritorio, lánguida sobre su silla, todos sus mapas de campaña esta-ba esparcidos en frente de ella mientras rodaba un pisapapeles sobre su palma. Su otra mano, él no lo pasó desa-percibido, descansaba sobre la empuñadura de una espada.

—¿Qué estás haciendo? —gruñó él.

—Esperándote.

No había miedo en su voz, ni timidez ni humildad. Estaba iluminada desde atrás con la luz de sus propias alas, y, además, una tranquilidad sombría parecía cubrirla, así Jael sólo podía ver su silueta mientras avanzaba ha-cia ella, listo para tirarla de su silla tomándola por el cabello. Y eso era mejor en lugar de que se estuviera escon-diendo, era mejor en lugar de que se estuviera acobardando. Tal vez se resistiría…

Vio su rostro y se detuvo.

Si fue lento para procesar las ramificaciones de esta visita era sólo porque era impensable. Había desplega-do a cuatro mil Dominantes para aplastar a los menos de quinientos rebeldes, y lo habían hecho, y habían traído el cuerpo del Lobo Blanco como prueba, y además, los guardias…

Detrás de él, el soldado que no había reconocido habló desde la puerta, había entrado sin ser llamado y sin permiso. —Oh, debí ser claro —dijo, sonriendo—. No me refería a una celebración por su victoria, señor. Sino la nuestra.

Jael farfulló.

Sacando la espada de su funda con un movimiento suave, Liraz se levantó de la silla.

***

—Karou —dijo Akiva, mientras se movían silenciosamente a través del campo.

—¿Sí? —susurró ella. El campo desierto era misterioso, pero ella sabía que no permanecería así por mucho tiempo. Las tropas pronto llegarían y para ellos, quedarse sería peligroso. Si iban a tratar con Jael, deberían hacerlo ahora.

Aunque para su sorpresa, Akiva de deshizo de su hechizo abruptamente.

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—¿Qué estás haciendo? —susurró ella, alarmada. Estaban a plena vista de una torre de vigilancia y la escol-ta personal de Jael apenas se había dispersado. Podían estar en cualquier lugar. Entonces… ¿porqué Akiva no pare-cía preocupado?

¿Por qué parecía… asombrado?

—Ese soldado —dijo él, señalando al pabellón del emperador, y el guardia que justo había entrado detrás de Jael—. Es Xathanael.

***

Liraz. Jael tuvo que parpadear porque la misteriosa capa de oscuridad se desplazó y parecía moverse con ella mientras se alejaba del escritorio. Piernas largas, pasos largos, sin prisa. Liraz de los Ilegítimos salió con una escolta de oscuridad, y sus manos estaban llenas de tinta negra con todas las vidas que había tomado, y la oscuri-dad que la cubría había tomado muchas más. Moviéndose como mercurio, la oscuridad se resolvió como dos for-mas a sus lados.

Había dos de ellas: aladas y felinas, con las cabezas y cuellos de mujer. Esfinges, y estaban sonriendo.

—Ilegítimos y Resucitados juntos, si puede dar crédito a eso —dijo el soldado detrás de él.

—Mi hermano Xathanael —dijo Liraz, de una manera tan calmada como si ella fuera la anfitriona e hiciera las debidas presentaciones—. Y, ¿conoces a Tangris y Bashees? ¿No? Entonces tal vez sí las conozcas por su nombre popular. ¿Las Sombras Vivientes?

Jael no podía dar crédito a esto, aunque lo vio con sus propios ojos: Liraz, era tanto mortífera como esplén-dida al lado de las Sombras Vivientes. Las Sombras Vivientes. En un campo como este, durante las campañas qui-méricas, no había terror más grande que esas misteriosas asesinas.

Hielo cortaba a través de él. Fue cuando pensó en llamar a sus guardias que el conocimiento descendió so-bre él, tardíamente y como una jaula: el campamento estaba tomado, y él también, y para ese entonces también sus guardias.

Sus guardias, tal vez, pero no su ejército. La esperanza de Jael se replegó. Ellos eran su salvación, aquí, y con números tan fáciles de aplastar con una miserable fuerza. Números. Que Akiva luche contra tales números. Jael no podía caer en la misma trampa al último momento, ni se dejaría ser tomado por la influencia. Miró a las esfinges. Una de ellas lo miró y él se estremeció.

—Una estrategia brillante —dijo él, evasivo—. Enemigos unidos.

—Es tu propio regalo para Eretz —respondió Liraz—. Y me aseguraré de que seas recordado por ello. Serás llamado “El emperador de unos cuantos días”, porque ese fue todo el tiempo que tuviste, y a pesar de todo, en esos días, no sólo disolviste el Imperio, consumaste la extraordinaria hazaña de unir a enemigos mortales en una perdurable paz.

—Perdurable —se burló Jael—. Tan pronto como muera estarán arrancándose las gargantas unos a otros.

Mala elección de palabras.

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—¿Muerto? —Liraz lo miró con sorpresa. —¿Por qué, tío? ¿Estás indispuesto? ¿Planeas morir pronto? —ella había cambiado. No era el ceceante y escupiente gato que había tratado ser en la Torre de la Conquista. “No hay nada en el mundo” había dicho él entonces, burlándose, “como cabalgar sobre una tormenta furiosa”, ahí no había tormenta ni furia. Había una nueva tranquilidad en ella, pero no se contrajo ni se marchitó con ella. Más bien parecía engrandecerla. Ya no era un arma que habían forjado, sino una mujer con todo el control de su poder, er-guida e indómita, y eso era algo peligroso.

Jael se tensó, agudizándo el oído por si su ejército se acercaba. Ella debió darse cuenta. Negó tristemente con la cabeza, como si sintiera lástima por él, luego buscó una pregunta en el sonriente, quien asintió.

—Bien —se volvió a Jael. —Ven. Hay algo que debes ver.

Jael no deseaba ver nada de lo que ella quería mostrarle. Pensó en sacar su espada, pero la esfinge que lo había mirado se acercó a él en un borrón medio—gato, medio—humo y se enrolló a su alrededor. Un aturdimiento lo sorprendió —un dulce y suave estupor— y perdió su oportunidad. Liraz lo desarmó como si fuera un niño o un borracho, lanzado la espada a un lado, lo empujó hacia la puerta y salieron al campo.

Antes de ver nada, vio al Terror de las Bestias. Instintivamente, se estremeció. ¿Vino a matarlo como dijo que haría y los guardias de Jael estaban dispersos e idos?

Pero el Terror de las Bestias ni siquiera lo miraba. —¡Liraz! —gritó, y había alegría en su voz que debió haber quemado a Jael, pero él apenas lo había notado, fijándose en lo que Liraz lo había llevado a ver.

Como una nube tormentosa en lo alto llegó la sombra de un ejército. Era tremendo, abarcaba todo el cielo visible.

Y no era el suyo.

Miró hacia arriba, con la cabeza estirada hacia atrás y todo lo demás olvidado, intentando furiosamente calcular el número de aquellas filas presentes. Ellos no debían tener a más de trescientos Ilegítimos, incluso si to-dos hubieran sobrevivido al ataque en los montes Adelfas. Incluso si…

El soldado sonriente. “Presentaron una defensa valiente”, había dicho y así parecía. De las tropas que se cernían arriba, una parte tenía en negro de los Ilegítimos. ¿Y el resto? Había quimeras entre ellos, sí. Ellas no man-tenían la misma formación estable de los serafines, pero eso era lo que se esperaría de ellas: bestias salvajes, sin uniformidad en su apariencia, tamaño o ropa. Era un bestiario agitado y que los Dioses Estrella ayuden a los ánge-les que se aliaron con ellos.

Los Dioses Estrella ayuden a la Segunda Legión entonces, a la vista de Jael, a través de una niebla de furia, que hizo el volumen de este cielo portador de fuerza, vestidos de acero y sin lujos en su armadura estándar, sin colores, sin estandartes, sin blasones ni escudos de armas. Sólo espadas y escudos. Oh, tantas espadas y escudos.

Y ahí, desde las cimas de las montañas, llegaron sus Dominantes vestidos de blanco, superados y atrapados con la guardia baja y Jael no tenía más opción que quedarse en el suelo mirando mientras las dos fuerzas se en-frentaban una a la otra en un golfo de cielo. Emisarios se aventuraron a salir de ambos lados para encontrarse en el medio y Jael escupió en el césped, riéndose en las caras de los bastardos y las bestias declarando: —¡Los Dominan-tes nunca se rinden! ¡Es nuestro credo! ¡Lo escribí yo mismo!

Déjenlos pelear, urgía con un fervor que se acercaba a la súplica. Déjenlos morir y si ganan o no, lleven a los traidores y a los rebeldes con ellos a sus tumbas.

Estaban muy lejos de él para ver quién hablaba por ellos, mucho menos para adivinar qué se decía, pero el resultado fue claro cuando los Dominantes descendieron del cielo—más allá del nacimiento del césped ondeante y fuera de su vista— y aterrizaron a modo de… rendición.

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—Tal vez no se están rindiendo —dijo el soldado sonriente con falsa consolación—. Tal vez todos ellos sólo se están preparando para orinar.

Jael no los vio bajar sus espadas. No tuvo que verlo. Sabía que estaba perdido.

Su Eminencia, Jael, el Segundo en Nacer, Jael, Cortado a la Mitad —el Emperador de unos cuantos días— había perdido su ejército y su imperio. Y ahora, seguramente, su vida.

—¿Qué estás esperando? —gritó, lanzándose hacia Liraz. Con un solo paso para apartarse, ella envió su cara al suelo y con una buena patada lo volteó, jadeando, sobre su espalda—. ¡Mátame! —le espetó desde el suelo—. ¡Quiero que lo hagas!

Pero ella negó con la cabeza y sonrió, y Jael quería gritar, porque en su sonrisa había… planes, y en esos planes, él vio que no sería fácil morir.

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73 UNA MARIPOSA EN UNA BOTELLA

Karou y Liraz se reunieron, sin acuerdo previo, para quitar el cuerpo de Thiago de la estacada.

Había un gran reparto de actividad en el campo desde que los Dominantes se rindieron, y sólo había habido tiempo para ver por eso en la mañana. Reuniones y presentaciones, exclamaciones y explicaciones, logística y es-trategias para debatir e implementar, y celebraciones, también aunque reducidas con una razonable porción de aflicción, porque hubieron pérdidas en los Adelfas, muchas de ellas irreparables.

Había algunos incensarios, y Karou había abierto cada uno de ellos para dejar que la impresión de las almas se frotara contra sus sentidos, pero en ninguno de ellos encontró a quien estaba buscando.

Se acercó con pasos pesados al cuerpo, con razones para odiarlo, pero encontró que no podía. ¿Todo era por Ziri, su dolor, o en alguna pequeña medida por el Lobo, quien, por todas sus grandes faltas, había dado mu-cho—durante muchos años, tantas muertes y tanto dolor—por su gente?

Para su sorpresa, Liraz estaba ahí, de frente a la estacada y al cadáver que colgaba de ella. —Oh —dijo Karou, atrapada con la guardia baja—. Hola.

No hubo un hola en respuesta. —Lo puse aquí —dijo Liraz sin voltear. Su voz estaba apretada.

Karou entendió que ella se lamentaba por él—Ziri—y aunque no sabía cómo había pasado, cómo como un sentimiento pudo haber tenido tiempo para crecer entre ellos, no estaba sorprendida. No por Liraz, ya no más.

—Era por Jael, en caso de que sospechara, para cuando llegara al campo cruzó su mirada tensa con la de Karou—. No por… ser irrespetuosa.

—Lo sé.

Parecía inadecuado, así que Karou añadió, suavemente. —No era él. No de ninguna manera.

—Lo sé —la voz de Liraz era tosca. No hablaron de nuevo hasta que cortaron las cuerdas y bajaron el cuerpo al piso. También bajaron el estandarte. Esas palabras—victoria y venganza—pertenecían a otro tiempo. Karou lo colocó sobre el cuerpo para cubrirlo y esconder la profanación de una muerte violenta.

—¿Podrías quemarlo? —Pidió ella. Esto no él, ella había dicho, porque eso era. Una cosa vacía, como una concha en una playa.

Liraz asintió y se arrodilló junto al cuerpo para tocar e incendiar el amplio y muerto pecho. Volutas de humo ondularon alrededor de su mano, y…

—Espera —dijo Karou, recordando algo. También se arrodilló, al otro lado, y metió la mano en el bolsillo del general. Lo que sacó fue un pequeño artículo con el largo de su dedo pequeño. Era negro y liso, con una punta al final—. De su cuerpo natural —dijo ella y se lo tendió a Liraz. La punta de su cuerno—. Eso es todo.

Entonces, él ardió. El fuego se elevó, limpio y espléndido e innaturalmente caliente, dejando sólo ceniza que el viento se llevó incluso antes de que las flamas murieran.

Sólo entonces Karou se dio cuenta del silencio que había caído en el campo, y giró hacia la puerta para ver a la multitud agrupada ahí, observando. Akiva estaba al frente, al igual que Haxaya, y miró a Liraz, y Liraz le regresó la mirada, y ya no había más enemistad entre ellos.

—Ven —dijo Akiva y apartó a la multitud, y entonces sólo eran Karou y Liraz de nuevo. Sin cadáver. Ni si-quiera ceniza. Karou no se movió. Había una pregunta que estaba desesperada por hacer, pero peleó contra ella.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Barbara Agüero

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No lo vi morir —dijo Liraz. Apretó el con el puño la punta del cuerno, apretado contra sus costillas.

Karou contuvo su silencio, contuvo una calma con él, sintiendo lo que se acercaba: la cosa que quería ex-tremadamente saber. —Regresando del portal, era un caos. Una vez lo vi pero no pude alcanzarlo, y cuando miré de nuevo, ya no estaba ahí. Después… —lucía llena de angustia, lanzó a Karou una mirada de soslayo y dijo, clara-mente—. No sé cómo sucedió. Cómo fue que ganamos. No hay explicación. Vi a los soldados caer del cielo, sin fle-chas ni heridas, sin nadie cerca para que los hiriera. Otros huyeron. Más huyeron, creo, en lugar de caer. No lo sé —negó con la cabeza como si así lo aclarara.

Karou había escuchado ya mucho de esto, desde el reporte inicial que Elyon dio a Akiva, seguido por Balie-ros. Una misteriosa—una imposible—victoria. ¿Qué podría significar eso?

—Finalmente, encontré su cuerpo. Había caído dentro de un barranco. En un arroyo —miró a Karou y todo en ella era cautela y guardia. Parecía que esperaba que Karou dijera algo.

¿Pensaba que Karou la culpaba? —No fue tu culpa —dijo Karou.

Lo que sea que Liraz quería decirle, no era aquello. Dejó salir un corto jadeo de impaciencia. —Agua —dijo ella—. ¿El agua, el agua en movimiento… acelera… la evanescencia?

Karou miró a Liraz mientras caían las palabras. Su calma se hizo más profunda. Estaba atrapada entre alien-tos. Esto era lo que no era capaz de preguntar. ¿Ella se refería…? Claramente, Karou recordó la devastación en el rostro de Liraz cuando ella le dijo, tan apaciblemente como pudo bajo las circunstancias, que el alma de Hazael estaba perdida. Cómo, por nada, ella había arrastrado su cadáver a través de dos cielos, y cómo lo llevó a un resuci-tador, en lugar de tirar su alma de la deriva.

¿Seguramente no fue por eso que arrastró el cuerpo de Thiago toda esa distancia?

La mirada de Karou se desvió hacia donde había estado el cadáver, lo cual no pasó desapercibido por Liraz. —¿Crees que no aprendí? —Preguntó el ángel, incrédula.

Y con eso, Karou casi se atrevió a tener esperanza. —¿Lo hiciste? —Preguntó y su voz era muy, muy baja.

¿Aprendiste?

¿Atrapaste el alma de Ziri?

Queridos dioses y polvo de estrellas, ¿lo hiciste?

Liraz comenzó a temblar. —No lo sé —dijo ella—. No lo sé —su voz se quebró, justo como si estuviera llo-rando. Hurgo entre su cinturón, después le estaba tendiendo algo a Karou con sus manos temblando salvajemente. Era su cantimplora.

—No es un incensario, pero se acerca. No tenía incienso y no pude encontrar a nadie, no cerca de ahí y pen-sé que sería peor esperar, pero entonces no podía decir si algo pasó. No podía sentir nada, ni ver nada, entonces me temo… me temo que ya se ha ido —ahora las palabras salían corriendo, ahora retrocediendo en una serie de silencios tirantes, y había una guerra en sus ojos entre la esperanza y la cautela—. Yo… yo canté —susurró—, si eso importa —y Karou sintió su corazón caerse en pedazos. La guerrera Ilegítima, la más fiera de todos ellos, se había acuclillado dentro de una cama de arroyo frío para cantarle al alma de una quimera y así entrara en su cantimplora, porque no sabía qué más hacer.

El canto no habría importado, pero no iba a decirle eso a Liraz. Si el alma de Ziri estaba en la cantimplora, Karou aprendería la canción que Liraz había cantado y la haría parte de su ritual de resurrección para siempre, sólo para que el ángel nunca sintiera que había sido tonta.

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¿Y quién sabe? Pensó Karou, tomando la cantimplora. ¿Quién sabe realmente? Porque estoy segura como el infierno que yo no.

Y sus manos también estaban temblando mientras giraba la tapa. Trató de calmarlas contra el cuello de la jarra de metal, el cual debería estar frío por el aire de la montaña pero estaba cálido por que descansó contra el cuerpo de Liraz.

Luego, tan delicadamente como podía con sus manos inquietas, levantó la tapa.

Se tensó, escuchando con sus sentidos. Extendiéndolos, esperanzada. Era como inclinarse hacia delante y respirar profundamente—sin inclinarse, sin respirar. Alguna desconocida parte de ella se desplazó hacia delante, se desenvolvía, se extendía. ¿Qué había dicho Akiva? Una proyección de energías, más que mente y más que alma. Se extendió con ella, fuera lo que fuera, y sintió…

… hogar.

Eso fue lo que llegó a ella. Su hogar y el de Ziri. Quizá el de todos ellos ahora. Ella lo compartiría con alegría. Podrían ser una gran, loca tribu, viene uno, vienen todos, ángeles y diablos descansando y enamorados, o discu-tiendo, o entrenando, o aprendiendo violín con Mik, o enseñando a sus bebés mestizos a volar con alas que no fueran Kirin ni seráficas, sino un tipo alas con plumas de ángel—murciélago. U otra cosa que fuera como el color de los ojos; podrías heredar uno u otro. ¿Estaba pensando en bebés? Karou estaba riendo y asintiendo, y Liraz estaba sollozando y riendo, y cayeron una sobre la otra, con la cantimplora entre ellas, su preciosa tapa removida, y su alivio era una tierra natal compartida, porque contra sus sentidos, Karou había sentido el movimiento de las alas de los cazadores de tormentas y el alto recorrido del viento de las montañas Adelfas, la hermosa, melancólica y eterna canción de las flautas de viento que llenaban sus cuevas con música, y también: una nota que no olvidaría nunca. Era fuego, sostenido en manos ahuecadas y pensó que sabía lo que eso significaba.

Liraz pudo haber capturado el alma de Ziri como a una mariposa en una botella, pero era sólo una formali-dad. La mariposa ya era suya.

Y, claramente, a juzgar por el estado de Liraz, riendo—sollozando en los brazos de Karou, ella también era de él.

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74 CAPÍTULO UNO

Entonces, Jael estaba destituido y los portales cerrados y ningún arma pasó a través de ellos para infligir nuevas destrucciones. Los Dominantes estaban vencidos, dejando a la Segunda Legión, también llamado el ejército común, como la fuerza principal de la región. Eran el ejército más grande y siempre habían ocupado un terreno neutral entre los Dominantes de alta cuna y los bastardos Ilegítimos, y si ellos tuvieran que elegir—como se habían encontrado a sí mismos en la impensable posición de hacerlo—se irían del lado de los bastardos.

Bajo los auspicios de un comandante llamado Ormerod a quien Akiva conocía y respetaba, habían hecho, de facto, la anulación de la sentencia de muerte a los Ilegítimos y la declaración del final a las hostilidades.

Declarando un final y llevando a cabo un final estando diferentes animales, haciendo a un lado las tensiones que existían entre los ejércitos seráficos, la Segunda Legión estaba lejos de considerar a las quimeras enemigas como compañeros de armas. Por ahora, habían hecho a regañadientes la misma promesa que los Ilegítimos habían hecho días antes y Karou esperaba que no se probara de la misma manera. Ellos no atacarían primero.

Una distensión no es una alianza, pero es un comienzo.

Elyon, resuelto—después de la mística victoria en los Adelfas—había sido el que fue al Cabo Armasin en el lugar de Akiva y alegó la causa rebelde, y claramente lo había hecho bien. Ahora él y Ormerod escoltarían a Jael de vuelta a Astrae para comenzar una nueva era de su vida. De capitán a emperador y de emperador a… exhibición.

El emperador de unos cuantos días iba a estelarizar su propio zoológico.

Nadie hubiera culpado a Liraz por matarlo y nadie lo hubiera lamentado.

Pero mientras ella estuvo sobre el montón chillante y retorcido que era él, había descubierto que no tenía la voluntad para hacerlo. No sólo por el bien de su cuenta y dejar de matar, sino también por la simple razón de que él claramente quería que ella lo hiciera.

En la Torre de la Conquista, había sido ella quien habría cortejado a la muerte en lugar de enfrentarse al destino que él había elegido para ella.

—Mátame con mis hermanos o desearás haberlo hecho —había espetado Liraz y él fingió ofenderse.

— ¿Preferirías morir con ellos en lugar de frotarme la espalda?

—Mil veces —ella había dicho. ¿Y él? Él había puesto una mano contra su corazón.

—Querida mía. ¿Es que no te das cuenta? Saber eso es lo que lo hace más dulce.

Ahora era ella la que conocía la dulzura de negarle la muerte en lugar de otorgársela.

—Estuve pensando —musitó, de pie en frente de él—, que haría el bien a la gente para ver con sus propios ojos la tiranía de la que se han librado. Es algo escuchar acerca de tu horror y otra experiencia de primera mano.

Él había detenido su forcejeo para mirarla, atónito.

—Vengan y vean, esto es un emperador —ella había dicho, regocijándose con su idea. Ahora recordaba lo que había presenciado en las Tierras Postreras, cuando Jael había ensartado las palmas de Ziri con sus espadas y lo forzó a comer las cenizas de sus compañeros—. Vengan y echen una mirada, vean de lo que se han salvado y esta-rán de rodillas agradeciéndonos. Y posiblemente vomitando.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Barbara Agüero

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A su respuesta salvaje—un chorro de saliva invectiva y una serie de contorsiones faciales que le concedió nuevas alturas de monstruosidad— ella sólo respondió, apaciblemente. —Sí, así. Haz exactamente eso cuando ellos vayan a verte. Es perfecto.

Como verdadera justicia, el Imperio no tenía dónde ponerlo y nadie sabía cómo emprender en construirlo, sin mencionar un nuevo sistema de gobierno que sustituyera al malo que justo habían derrocado. Y luego estaba la tarea de liberar a los esclavos, también encontrarles ocupaciones a los muchos hombres y mujeres que no cono-cían otro sustento más que la guerra. Si había una cosa que sabían esta noche a los pies de Veskal Range, era lo mucho que no sabían.

En esencia, habían escrito "Capítulo Uno" sobre la primera página de un nuevo libro y todo—todo—estaba por ser escrito. Karou esperaba que fuera un libro largo y aburrido.

— ¿Aburrido? —Akiva repitió, escéptico. Estaban sentados junto a una fogata, comiendo raciones de los Dominantes. Karou estaba intrigada de ver a Liraz entre Tagris y Bashees en el otro lado y pensó que se hacían buena compañía la una a las otras.

—Aburrido —afirmó Karou. La historia te condicionaba para una calamidad de escala épica. Una vez, cuan-do estaba estudiando el número de muertes en las batallas de la Primera Guerra Mundial, se había descubierto a sí misma pensando, Sólo ocho mil murieron aquí. Bueno, eso no es demasiado. Porque enseguida, decía, el millón que murió en la Suma, no lo era. Los estupendos números te amortiguaban la mera tragedia, y la historia no mediaba en los días habituales por balance. En este día, nadie en el mundo fue asesinado. Una leona parió. Las mariquitas almorzaron pulgones. Una chica enamorada soñó despierta durante toda la mañana, olvidando sus tareas y ni si-quiera la habían regañado.

¿Qué era más fantástico que un día aburrido?

—Aburrido en el buen sentido —aclaró ella—. Sin guerras que lo hagan interesante. Sin conquistas ni reda-das de esclavos, solo mejoras y construcciones.

— ¿Y cómo eso puede ser aburrido? —preguntó Akiva, divertido.

—Así —dijo Karou, aclarando su garganta y asumiendo que intentaba ser la cargada voz de la historia—. Once de enero del año del… Neek—Neek. La guarnición en el Cabo Armasin es desmontada por madera. Una ciu-dad es trazada en el sitio. Hay una indecisión por la altura de una torre de reloj propuesta. Los consejos se reúnen, discuten… —se detuvo para el suspenso, moviendo sus ojos de un lado a otro—. Se desintegran las diferencias. La torre del reloj se construye debidamente. Vegetales han crecido y han sido comidos.

Muchas puestas de sol admiradas.

Akiva rió. —Eso —dijo él—, es una deliberada falta de imaginación. Estoy seguro de que muchas cosas in-teresantes suceden en tu ciudad imaginaria.

—Bien, entonces. Adelante.

—Ok —se detuvo para pensar. Cuando habló, se aproximo a la voz de historia de Karou—. Once de enero del año del Neek—Neek. La guarnición de Cabo Armasin es desmontada por madera. La cuidad trazada en el sitio es la primera de razas mezcladas es todo Eretz. Quimeras y serafines viven lado a lado como iguales. Algunos inclu-so… —contuvo sus palabras, y cuando continuó, fue con su propia voz, una tierna y cuidadosa versión de ella—.Incluso algunos viven juntos.

Viven juntos. ¿A caso se refería a…?

Sí. A eso se refería. Sostuvo la mirada de Karou, firme y cálida. Ella lo había imaginado, o lo había intentado. Vivir juntos. Eso siempre tenía la irrealidad dorada y sin palabras de un sueño.

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—Algunos —prosiguió—, yacen juntos bajo una manta compartida y respiran la esencia del otro mientras duermen. Sueñan con un templo perdido en un bosque de réquiems y con los deseos que allí pidieron… y se hicie-ron realidad —ella recordó su atracción, como una marea. Su calor. Su peso. Se ruborizó pero no apartó la mirada.

—Algunos —dijo él, suavemente—, no tienen que esperar mucho más.

Karou tragó saliva, encontrando su voz. —Tienes razón —reconoció ella, prácticamente susurrando—. Eso no es aburrido.

* * *

No esperar mucho más. "No mucho" todavía era mucho, y por la mayor parte era tolerable.

No era tolerable: las dos noches que pasaron en el campamento, cuando Elyon, Ormerod, y un grupo de otros, incluyendo al toro centauro Balieros— tomando el lugar de Thiago—los mantuvieron ocupados planeando hasta el amanecer así que Karou, quien había determinado robar a Akiva dentro de una tienda de campaña vacía, nunca tuvo la oportunidad.

Era tolerable: irse a la tercera mañana—finalmente—porque se irían juntos.

Había alguna preocupación sobre eso. Ormerod sostenía que Akiva sería necesitado en la capital, lo cual to-davía debía ser traído, despacio, de algún otro modo, dentro de la nueva era post imperio. Akiva contestó que ellos estarían mejor sin la histeria que su presencia podría causar. —Además —dijo él—, tengo un compromiso más im-portante.

Cuando su expresión se suavizó entonces, con una mirada hacia Karou, la naturaleza de su "compromiso" fue fácilmente malinterpretada.

—Seguramente puede esperar —protestó Ormerod, incrédulo.

Karou se ruborizó, viendo lo que todos pensaban—y no estaban equivocados al pensar en eso. ¿Siempre habría tiempo para pastel? Besar a Akiva al fin no había facilitado nada la espera, sólo había servido de cebo para su hambre de él. Pero de ninguna manera ese no era el compromiso al que Akiva se refería. —Permite que te ayu-de —él le había suplicado de vuelta en las Cuevas de los Kirin, cuando Karou le había contado del trabajo que había más adelante para ella—. Es todo lo que quiero, estar a tu lado, ayudarte. Si nos toma toda la vida, qué mejor, si es para siempre y contigo.

Había parecido tan lejano entonces, pero aquí estaban. Con trabajo que hacer y diezmo que dar y pastel en los bordes.

Los bordes, ella juró, serían abundantes. ¿No se los habían ganado?

Liraz resolvió el asunto declarando que las quimeras necesitaban una escolta seráfica en estos tiempos críti-cos, cuando todavía estaban lejos de algo como una paz sencilla, y su misión era una de tal importancia. Habló en el mismo modo tranquilo y amilanado como en el consejo de guerra y con el mismo efecto: Liraz hablaba y la ver-dad nacía.

Era un poder, pensó Karou, mirándola con un respeto que siempre aumentaba, que el ángel no había co-menzado a explorar. Y le gustaba mucho más cuando ella lo usaba para ella, no contra ella.

Y no podía ser sólo la influencia que Liraz tenía sobre ellos, que una vez que los serafines habían entendido qué misión tan importante ahora comprometían las quimeras, intentaron ser voluntarios para eso.

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Fue entonces, viendo sus rostros, que Karou conoció la primer brisa de abundante esperanza para el futuro de Eretz. Como había sido antes, cuando Liraz admitió cantarle al a de Ziri dentro de su cantimplora, sintió su cora-zón caerse en pedazos.

Cada Ilegítimo que alcanzó a escuchar se ofreció para ir a Loramendi y ayudar con la excavación de almas.

Todos ellos eran guerreros; cada uno tenía sus recuerdos rondando y la mayoría, sus vergüenzas. Ninguno de ellos había tenido la oportunidad de… des—matar a una ciudad antes. En algún sentido, eso era lo que harían, desente-rrando las almas de la catedral de Brimstone—aquellas miles escondidas quienes habían elegido su muerte aquel día con la esperanza de renacer. La esperanza de Brimstone y la del Caudillo: que una chica resucitada humana, que no tenía memoria de su verdadera identidad ni conocimiento de la magia que ella tenía, podría de alguna manera, encontrar su camino hacia ellos y sacarlos.

Y la pesada esperanza permanecía: que pudiera haber un mundo en el que valiera la pena sacarlos.

Parecía loco ahora, en este lado de las cosas, que eso había llegado a pasar, y aunque Karou estaba entre al-gunos cientos de soldados de ambos lados quienes habían tenido su papel en esto, era como si un destello moviera su mirada hacia Akiva, de no ser por él jamás habría pasado. El hueso de la suerte. La vida de Ziri. El incensario de Issa. Pero antes, mucho antes, había sido el sueño. Un "deseo de vida," como ella había dicho una vez. Por una diferente forma de vida.

Una que otra vez, de vuelta a su vida humana como artista, había sucedido que Karou haría un dibujo que fuera mucho mejor que ninguno de los que había hecho antes de que eso la aturdiera. Cuando eso sucediera, ella no sería capaz de dejar de mirarlo. Ella habría regresado a él todo el día, e incluso despertado en medio de la no-che sólo para mirarlo, con sorpresa y orgullo.

Era como mirar a Akiva.

Él estaba tan fijo en ella como ella en él, y había hambre donde sus ojos se encontraban. No era simplemen-te de pasión o deseo, sino algo más grande que contenía esas cosas y muchas otras. Era hambre y saciedad al mis-mo tiempo —"querer" y "tener" encontrándose y ninguna extinguía a la otra.

Y si era la intervención de Liraz, o la fuerza de esa mirada, nadie se molestó en seguir discutiendo. ¿Y bajo qué cadena de comando él cayó?

¿Quién le podía decir a Akiva qué hacer? Él, por supuesto, acompañaría a Karou.

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Érase una vez, Un tiempo en el que todo era oscuridad

y había monstruos enormes como mundos que nadaban en ella.

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75 DESEO

Eran cuatro decenas de Ilegítimos e igual número de quimeras. Todos los demás — la fuerza unida que tan-to había oscurecido los cielos de Veskal Range — volarían al sur para presentarse ante Astrae.

—Vamos a necesitar turíbulos e incienso —dijo Amzallag, quien llevaría a cabo la excavación de la catedral de Brimstone. Él había perdido a su familia en Loramendi, y estaba ansioso por estar fuera y empezar. Palas y picos, carpas y alimentos que consiguieron del campamento de los Dominantes, pero sería más difícil conseguir estos suministros especializados, por lo que se decidió, por esta razón y otras, que iban a volar primero a las cuevas Kirin, que en cualquier caso quedaban de paso.

Karou estaba ansiosa por ver a Issa, y también estaba consciente de que los que se habían quedado en las cuevas no tenían suficiente comida para sostenerse por mucho tiempo, y debido a que la mayoría no tenía alas, no poseían los medios para salir y buscar alimentos.

Además, a pesar de que ella, Liraz y Akiva había mantenido, por ahora, esta noticia contenida entre ellos, estaba la cuestión de Ziri. Nadie más que ellos —y Haxaya— sabían que se había sacado el alma del cuerpo del Lo-bo Blanco, por lo que Karou tuvo la esperanza de que todo este episodio de engaño podría barrerse debajo de la alfombra y quedar en el olvido. Fue Thiago, el primogénito de Warlord y el enemigo más feroz de los serafines, quien había cambiado su corazón y unido con los bastardos marginados del Imperio para forjar un nuevo camino hacia el futuro. ¿Eso le robó la gloria que se merecía a Ziri por su importante función en esta victoria?

Tal vez. Pero Karou pensó que él estaría de acuerdo. Quizás, con el tiempo, podrían contar la verdad. En cuanto al último hijo de los Kirin, Karou sabía que tendrían que inventar una buena historia para explicar su repen-tino regreso, y mantenerlo libre de cualquier forma de asociación con la muerte del Lobo Blanco. Pero como su muerte había sido un misterio — él simplemente nunca había regresado de la última misión de Thiago que resultó en una masacre — y nadie más que Karou había visto su cuerpo, ella pensó que podrían encargarse del tema. Pare-cía justo que hiciera su reaparición entre ellos en la casa de sus ancestros y en la suya propia.

Quizás ahora Karou incluso podría encontrar el tiempo para visitar su propia aldea de la infancia en el inte-rior de la montaña.

Y por supuesto, había una razón más por su afán de volver a las cuevas, última pero no menos importante, y esa eran sus oscuros y ramificados pasillos, donde aquellos con voluntad fácilmente podrían escabullirse por una hora o tres. O siete.

Tenía voluntad para ello.

* * *

Liraz tenía su propia esperanza aguda. Se clavaba en su corazón como una estaca, y ella no la decía en voz alta. Tenía la punta del cuerno presionada en el fondo de su bolsillo, pero ahora Karou tenía la cantina, y Liraz ex-trañaba el peso de la misma en su cadera. ¿Cuándo iba a resucitarlo? Liraz no le preguntaría. No habían hablado de cuando lo haría. En ese momento, fuera de la empalizada, no parecía que hubiese sido necesario. ¡Las lágrimas y la risa! Si alguien le hubiera dicho que lloraría ante esa chica de pelo azul... bien. Ella les habría dado una mirada gla-cial. No más de eso, porque sería brutal.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Laia Gaitan

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No querrás ser bruta, imaginó la voz de Hazael en su cabeza, con su cadencia perezosa y risueña, Espantarás a todos tus pretendientes.

Era un tema que sólo él se habría atrevido a abordar. Liraz nunca había mirado a un hombre — o mujer — no de esa forma. Si sabía que la sola idea la aterrorizaba, él ciertamente nunca lo demostró. Hazael siempre había construido su fuerza.

"Cualquiera que moleste a mi hermana," había expresado él en una ocasión, pareciendo un bravucón infla-do, "tendrá que hacerle frente a... mi hermana". Y luego se había escabullido detrás de ella, encogiéndose.

Haz. ¿Qué haría con ella ahora, suspirando por... por el aire dentro de una cantina? ¿Era eso lo que estaba haciendo? ¿Suspirando? Liraz había sido testigo de las pasiones de sus hermanos, ambas muy diferentes. Las de Haz eran relaciones volátiles y frecuentes, y jugaba por el humor. Le pueden haber prohibido a un Ilegítimo los pla-ceres carnales, pero eso nunca lo había detenido. Se enamoraba como si fuera un pasatiempo, y se desenamoraba también así de rápido. Liraz suponía que aquello no era amor.

Akiva, sin embargo. Una vez y para siempre.

Silencioso y sufriendo. Liraz creyó que nunca había sentido un parentesco más cercano con él de lo que lo hizo ahora. Sabía que no era porque él había cambiado, ella lo había hecho. Era curioso. Sentir el anhelo de esta manera, con todo el miedo que conllevaba. Debería de haberlo odiado. Y una parte de ella lo hacía. Los sentimien-tos son estúpidos, todavía insistía una voz en su interior, pero era una voz que disminuía cada vez más. La voz más fuerte que reconoció como propia.

Deseo, dijo, y parecía venir de lo más profundo de su interior, tal vez de un lugar donde se encontraban mu-chas cosas esperando con paciencia a ser descubiertas. Para comenzar, una risa verdadera, del tipo de Haz: alegre, fácil, de músculos relajados, y gratis. Una caricia, la sola idea de aquello aceleraba su corazón.

Sabía lo que diría Haz. Él le daría una mirada de suficiencia y diría: "¿Ves? Hay una mejor manera de conse-guir que tu sangre entre en movimiento que la batalla". Y no dudaba que añadiría (porque ya lo había dicho sufi-cientes veces): “Y por favor, destrenza tu cabello. Me duele sólo de verlo. ¿Qué hizo para merecer tal castigo?”

Liraz rió al imaginarlo, y puede que también haya llorado un poco, porque lo extrañaba, pero nadie la vio, y sus lágrimas se congelaron antes de tocar las montañas, porque ahora habían subido muy alto hacia las Adelphas, y echó una mirada a Karou, sólo lo suficiente para mirar el destello de plata de su cadera donde se balanceaba la cantina.

¿Cuándo?, se preguntó.

¿Y luego qué?

* * *

Akiva, por la duración del viaje, se sentía dividido en dos.

Tenía el recuerdo de besar a Karou, y de todo lo que le había dicho, y de todo lo que había pensado, pero no le había dicho —que era la parte principal — y cada revuelo en él, cuando sus ojos trazaban las líneas de su vuelo, sus manos con deseo de rastrearlas... Ella debería haber sido todo en lo que podía pensar. Pasarían una noche en las cuevas Kirin para descansar del viaje, y sabía que no iban a pasar otra noche separados. Ya no iban a existir no-ches en las que no la pasaran juntos y sentía como una burbuja dentro de él, una gran presión en el pecho: alegría y hambre y un grito creciendo, un grito mudo de alegría a punto de estallar y hacer eco.

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Sólo quería sentarse en la entrada de la caverna, saludar apresuradamente a los que los esperaban, tirar sus cosas sobre el suelo con escarcha y dejarlas allí. Sujetar la mano de Karou, atraerla hacia él, y correr lejos de aquel lugar. Hacia lo profundo de las cuevas, abrazarla y sostenerla, y reír en su cuello sin poder creer que, finalmente, sería suya, y que el mundo sería suyo, y esto era todo lo que deseaba.

O más bien, era lo único que quería desear.

Pero había una intrusión en su mente. Había estado allí durante algún tiempo. Más recientemente: al escu-char los relatos de victoria en las Adelphas, y al ver la vaga perplejidad de los que relataron los hechos. La lógica soñada de ello, y cómo todos lo aceptaron porque había sucedido. La forma en que aceptaron lo que había pasado en las cuevas cuando se enfrentaron por primera vez, ensangrentados, dispuestos a matar y a morir — pero no lo habían hecho.

Pero la intrusión ya había estado allí. Cuando trató de alcanzar a sirithar en la batalla de las Adelphas y en su lugar consiguió un trueno. Y antes de eso, cuando había sentido una presencia en la cueva con él, o pensaba que lo había hecho. E incluso antes de eso también, con su primer logro de la verdadera sirithar, un estado de la ener-gía para el que su mente no tenía contexto y que lo hizo sentir, con sus consecuencias, como una cifra infinitesimal arrastrada en la estela de una fuerza catastrófica. Una inundación o un huracán. No podía controlarlo. De alguna manera, podía convocarlo, y eso no era lo mismo, en absoluto.

Había hablado con Karou acerca de un "esquema de energías" que era real, un lugar que había navegado, ciego, desde sus primeros encuentros torpes con la magia. Sintió la inmensidad que había en él, lo ilimitado, y se sentía humilde por ello, pero... esto no se sentía como aquello.

Esto era lo que más le preocupaba: la sospecha de que cuando alcanzó a sirithar — es decir, esta cosa que había decidido llamar sirithar, porque era la única palabra que sabía con un estado excepcional de claridad... no lo buscaba dentro de sí mismo, sino fuera. Más allá. Y lo que respondía — la fuente del poder — no era él, ni era su-ya.

Entonces... ¿Qué era?

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76 ESPERANDO LA MAGIA

Ellos eran observados.

Aquellos que se quedaron en las cuevas debieron haber mantenido un centinela siempre encargado de es-tar atento a su regreso, porque para cuando ellos se hallaron cerca— cautelosos, en caso de que cualquier cosa hubiera ido mal en su ausencia— todo el mundo se había reunido en la entrada de la caverna para recibirlos, y ha-cerlos sentir bien. Como volver a casa.

Karou voló directa a los brazos de Issa y allí se quedó el tiempo suficiente para que un nido de serpientes de Naja reclamaran su compañía —serpientes cegadas en la cueva por la humedad de los pasajes inferiores— la lastimó a ella, también, pálida y trémula, y se unió junto a ellas.

—Dulce niña—, susurró Issa, —¿todo está bien?—

—Y más que bien—, dijo Karou, y la embargó la emoción, sabiendo que esto era parecido a lo que hubiera podido acercarse nunca a sermonearla Brimstone desde que hubo comenzado : el improbable sueño, y el más dul-ce.

Después de las felicitaciones hubo noticias para compartir, y mucho más, aunque lo hicieron tan breve co-mo pudieron. Allí habría sido final ilógico para la conjetura que resultó, pero Issa había interceptado una mirada entre Karou y Akiva.

Era la mirada encendida, el espacio entre ellos justamente de calor abrasador, y los labios de Issa se prensa-ron en una sonrisa. No observaron que ella lo notó— ellos no veían nada más que a ellos mismos— y cuando ella dijo: —Bueno, me imagino que nuestros viajeros están cansados—, y comenzó a separarse de la reunión, ellos no adivinaron que era por ellos.

Todo el mundo parecía compartir el sentimiento de regreso al hogar, incluso los bastardos, y todo el grupo emocionado se reunió, acompañando a aquellos a quienes habían salido a felicitarlos. Y cuando llegaron a la gran caverna, donde la quimera podría haber seguido y bajado hacia el pueblo que anteriormente habían ocupado, no lo hicieron, pero se quedaron con los ángeles para preparar una comida juntos, bajo las estalactitas.

Karou no tenía hambre. No para robar raciones a Dominion, de todos modos.

Un sentimiento de mañana navideña se había apoderado de ella. Bueno, había tenido muy pocas mañanas de Navidad en su vida. La única con Esther se había sentido más como una obra de teatro— brillante y especial como algo que ella estaba destinada a observar,más que ser partícipe.— Ella había tenido dos con la familia de Zuzana, y aquellas estuvieron mucho mejor, y aunque ellas no habían sido precisamente niñas, se comportaron de la misma forma tanto como les fue posible. Los rituales de vacaciones en el hogar Novak eran inmutables, y al igual que el hermano mayor de Zuzana, quién se había esforzado mucho para impresionar a Karou con su dudosa virili-dad, había bajado corriendo las escaleras al amanecer en la mañana de Navidad para ver qué magia había sucedi-do durante la noche.

El sentimiento, era la sensación de espera a punto de finalizar. No le asustaba la espera, pero se entusias-maba esperando por aquello mejor: esperando por la magia.

Y la magia de Karou estaba esperando por ahora, a la espera y al alcance,— y ella podía sentirla regresar de nuevo, parecía un reflejo en el preciso instante antes de que la punta de sus dedos tocasen a sus gemelos en el cristal— era sin duda del tipo adulto.

Traducción: Ángeles Vázquez Corrección: Veronica Martin

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No podía dejar de mirar a Akiva. Y cada vez que lo hacía, o ella encontraba su mirada esperando, o si no sentía la suya llegando a la vez a su encuentro. Cada mirada era intensa y llena de vida. Hubo risas en el conjunto de su boca, porque se había vuelto divertido, por fin, al final de la espera. Sólo divertido porque estaba a punto de terminar, y todo lo que era... no ellos... era obstáculo. Fue una provocación ahora, este entretenimiento, un juego, para ver quién podía aguantar otro minuto, y un baile. Sus cuerpos— dos en medio de muchos— se acercaban por la atracción del mismo imán, no importaba quien se interpusiera entre ellos...

Karou sintió como si su piel se hubiese despertado. Había estado dormida y ella aún no lo sabía, pero desde el beso en el cielo—más exactamente, cuando los labios de Akiva habían tocado el lugar bajo su oreja—, algún in-terruptor se había vuelto loco. Pequeñas, exquisitas corrientes de electricidad estaban recorriendo por toda ella, causándole piel de gallina, escalofríos, oleadas de calor. No podía calmar sus manos. La —química amorosa— que ella conocía desde sus días de escuela: dopamina, norepinefrina. Recordó, en su lectura, cómo un científico lo ha-bía llamado el —cóctel de arrebato amoroso— y cómo ella y Zuzana no podían dejar de reírse de ello. Bueno, ella se llenó de ellos ahora. Sonrojada y temblando, su vientre un desorden de mariposas. Stomachus Papilio. Su latido era un zapateado y su respiración era superficial. Trató de dibujar respiraciones profundas para solucionarlo ella misma, pero cada uno se sentía como una boya negándose a hundirse. Al borde de la hiperventilación, pero de una manera apropiada—que parecía estúpido, pero se sentía como la gama completa de excitación, desde trinos de vértigo a la rica y lánguida baja nota de placer anticipado, lento y dulce como almíbar.

Todo esto estaba diciendo: Karou estaba en llamas.

Akiva atrapó su vista de nuevo. Era chispeante y llamativo. Luz y calor, ascendiendo rápidamente por un fu-sible. No más risas. Veía que sus manos en sus costados podrían no encontrar calma. Él contrajo las suyas en pu-ños. Las extendió, pero no podían estar tranquilas hasta que se les permitiese hacer lo que ellas deseaban y tocar-la. Todo su cuerpo estaba tenso. Así estaba ella. Eran cuerdas de violín, al compás, listos para entonar.

Una pregunta en sus ojos, en la inclinación de la cabeza, en el conjunto de sus hombros. Todo su ser era es-ta pregunta.

Y la respuesta fue muy fácil. Karou asintió, y el interruptor desconocido tenía al parecer un ajuste más alto, por que la transformó. Su piel prácticamente hervía.

Finalmente. Finalmente.

Volvió a desaparecer lejos bajo el pasillo que conducía a los baños—los baños?¿De dónde venía eso?, ¿esta idea? Su cara se puso caliente. Fue una muy buena idea—y, volviéndose, vio a Liraz.

Liraz, de pie, aparte, alto y calmado y siempre condenadamente serio, como si alguien—tal vez Ellai— hu-biese atado una cuerda a la parte superior de su cráneo y no pudiera apenas dejarle relajarse. Allí estaba su rigidez, y la mirada de suspenso agónico en su cara, y el interruptor de Karou, recién descubierto, dio un sonido vibrante. Se fue la luz. Las corrientes eléctricas nulas, normalizan la temperatura de la piel, cóctel de arrebato amoroso neu-tralizado. No más temblores, y su respiración hundiéndose de vuelta en ella como un ancla sumergiéndose en el mar.

Jesús, ¿qué estaba mal con ella? Ella parpadeó. El alma de Ziri colgaba de su cinturón y estaba a punto de...?

Ella sacudió su cabeza, duro, rápido y embargada de sí misma. Akiva, a través de la caverna, frunció el ceño. Ella le lanzó una mirada impotente, tocó la cantimplora, y él comprendió. Su mirada parpadeó para Liraz, que veía todo lo que había pasado entre ellos y parecía herido.

Ellos se reunieron en la misma puerta a la que Karou se había dirigido, pero con un propósito diferente aho-ra, y un destino diferente.

—No va a tomar mucho tiempo—, dijo Karou.

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—Yo te ayudaré—, Akiva contestó, y ella asintió con la cabeza.

Había estado preparada para esto desde antes que Ziri cortase su propia garganta para convertirse en el Lo-bo. Cuando había estado desaparecido, cuando todas las patrullas habían regresado a excepción de él, ella había recogido lo que iba a necesitar, todos los componentes para conjurar un cuerpo Kirin tan fuerte y verdadero como ella pudo hacerlo. Dientes de humanos y antílopes, tubos óseos de murciélago, hierro y jade. Incluso los diaman-tes, valiosamente acumulados sólo para él. Todos estaban agrupados en una bolsa de joyería pequeña de terciope-lo con su engranaje de la resurrección, guardada en la cueva con los incensarios e incienso.

Ingredientes para un Ziri.

Bueno, el ingrediente esencial para un Ziri estaba en la cantimplora. Ella quería, sin embargo, que este nue-vo cuerpo fuera lo más cercano posible a su verdadera carne Kirin. Su cabeza se levantó con un pensamiento. —Espera un segundo—, dijo, y cruzó la caverna donde Liraz quedó solo.

—No lo hagas, ahora—— Liraz comenzó.

Karou agitó la mano. —¿Tienes ese pedazo de cuerno que te di?—

Liraz se lo entregó, vacilando como si le apenara desprenderse de él, y Karou se encontró esperando, suave y profundamente, que los sentimientos de este ángel fuesen compartidos, no sólo por ella, sino por Ziri también, cuya soledad fue aún más profunda de lo que la suya hubo sido una vez. Ella, al menos, había tenido a Brimstone, y el recuerdo de sus padres y su clan.¿A quién había tenido nunca Ziri?

Que este sea otro improbable, glorioso comienzo, pensó. —¿Quieres venir?— Preguntó ella, pero Liraz negó con la cabeza y entonces ella lo dejó allí, fuera del círculo de los soldados, y se fue a hacer una última cosa.

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77 NO HEMOS SIDO PRESENTADOS

Liraz no podía quedarse en la gran cueva. Se sentía demasiado transparente, así que vagó y, finalmente, se encontró de nuevo en la entrada de la caverna. Una de las quimeras no voladora estaba de guardia y ella se hizo cargo de él, sentándose en una repisa.

Llegó el atardecer en ese momento, y la aparición de la luna creciente estaba en posición de atrapar todos los rayos de la misma. Observó, y parecía derretirse cuando tocó los picos lejanos, esparció un tono dorado y se fundió en toda la amplitud del horizonte.

La luz naranja acristalada, todo el mundo entre ellos; de él a ella, y llegó detrás de ella, lejos de la caverna, a la luz de las espumas de hielo con un brillo cegador.

Y entonces se puso pálido y se enfrió, los tonos dorados dando paso a los grises, y fue en ese momento de profundo azul del cielo, en los últimos segundos antes de que se muestra plenamente el negro y establece estre-llas, que escuchó una banda de rodadura detrás de ella, y tenía miedo a girar.

La banda de rodadura era lenta, un clip fuerte, clip. El anillo de los cascos. Esa fue su primera toma de con-ciencia de sí cascos—y ella no podía evitarlo, era demasiado largo entrenado en ella, y muy profundo: Ella sintió una oleada de aprensión, casi asco. Era una quimera, ¿Que se había apoderado de ella? Sólo porque alguien te salvó la vida no significaba que tenía que enamorarse de él.

¿El amor? Dioses estrella. Era la primera vez que la palabra se había atrevido a formarse, y sólo de esta ma-nera, en la negación de la misma. Aún así, la golpeó en el estómago: el miedo y la negación y el impulso de huir.

Fue una lucha, para permanecer inmóvil. Ella no había hecho nada, tuvo que recordarse a sí misma. Dicho y alentado nada. No antes de morir en la piel del lobo, ni nunca. No había nada entre ellos para lamentar o alejarse de él, y no hay razón para huir. Sólo tenía un camarada, sólo una— —No se nos ha presentado.— —El corazón de Liraz dio un portazo. Ella se había acostumbrado a la voz del lobo, pero eso no significaba que le gustara. Incluso cuando sólo Ziri había hablado con ella como a sí mismo—la única vez, los dos de ellos la altura del pecho en la extraña agua blanda del baño—no había habido una rugosidad a la misma, como que podría recurrir a un gruñido en el borde del un soplo. Había sido un partido para sus manos con garras, con la boca llena de colmillos. Brutali-dad latente.

Esta voz, sin embargo. Era tan sonoro como las flautas de viento Kirin, sin esfuerzo rico y suave.

Ella sabía que su propia parte en este diálogo. Encontrar a su voz, y haciendo una mueca al oír temblar, ella respondió: —Sabes quién soy, y sé quién eres y ——

—Que no va a servir.— Su voz se torció con la de ella, cambiando el guión. Y en el lapso después de sus pa-labras, le oyó espera. ¿Cómo se puede oír a la espera? Ella no lo sabía, pero lo consiguió. Ella lo hizo. Estaba espe-rando a que se diera la vuelta, y ella no podía posponerlo por más tiempo.

Se dio la vuelta, y Ziri de los Kirin estaba delante de ella, y Liraz apenas podía respirar.

Era alto. Ella lo sabía, después de haberlo visto pelear en medio de un grupo de Dominion que habían creci-do junto a él. Pero viéndolo a la distancia, y ver que antes tenías que inclinar la cabeza hacia arriba son dos expe-riencias diferentes. Liraz inclinó la cabeza hacia arriba. Y arriba, la localización de la longitud de los cuernos que se extendía el efecto de su altura a los extremos. Tenían que ser la longitud de sus brazos, al menos, largo y lacio, ne-gro y brillante. Intacto, señaló, fugazmente —No tiene sentido—y roto, se preguntó qué había sido de esa señal que había encajar tan en su palma.

Traducción: Nathalia Tabares Corrección: Brenda CAM

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Era delgado, largo y musculoso, menos amplio que Akiva y que ña mayor parte de los bastardos, pero esto sólo sirvió para acentuar su altura, y sus hombros eran cualquier cosa menos estrechos. Detrás de ellos, se plega-ban sus alas. Oscuras. Liraz podía adivinar su expansividad, contra la longitud de él. Llevaba blanco, y esto pareció mal, y él debe haber visto una arruga en la frente porque él tiró de su camisa y dijo: —Era del lobo. Yo no tenía nada de ... mi. Excepto ——él sonrió y, con ambas manos, hizo un gesto a sí mismo—— todo el resto. Supongo —.

Era la sonrisa. Ziri sonrió y Liraz lo vio. No pezuñas, cuernos, que no había estado examinando en pedazos, por él mismo . Fue así como él debe ser, y en cada forma llamativa y de infarto. Su belleza Kirin era de una especie irregular, salvaje. Afilados cuernos, pezuñas afiladas, y el corte de sus alas fuerte, también. Fue ángulos y las tinie-blas, su opuesto —una luna y la criatura a su sol, una sombra rebanar a su resplandor. Pero eso fue todo silueta. Fue en su sonrisa y en sus ojos y en su espera—que aún estaba esperando—que ella lo vio, y lo sabía. La fuerza y la gracia y de la soledad y la nostalgia.

Y la esperanza.

Y vacilación.

Estaba de pie todavía a dejarse juzgada y eso la avergonzaba. Ella lo vio en su quietud. Tenía miedo de que ella lo pensaría una bestia, y cómo podía asegurarle lo que ella misma, cinco segundos antes, había sido incierto? ¿Cómo podía decirle que era magnífico, y ella se humilló—no habla con disgusto, pero con respeto.

Trató. —Yo ... Tú ... es ...—

Nada más lejos. No hay palabras. Ella estaba fallando en esto. Fue más allá de su habilidad. ¿Qué tenía ella pensó que ella sería capaz de convocar a un poco de calor desde el interior de ella misma, cuando se había pasado toda su vida sofocarla? Se podría pensar que estaba disgustado por él, por la forma en que actuaba, tieso como una tabla, y en silencio como las estalagmitas olvidados por Dios a su alrededor. Tuvo que esforzarse más.

Ella ... asintió.

Oh, genial. Sigue haciendo eso. Por lo menos es uno para arriba en las estalagmitas.

Dobló un brazo sobre sus costillas, apretado, y con la otra alcanzado hasta como para pararse de asentir, y acabó poniendo la mano sobre su boca, como si quisiera evitarse a sí misma, incluso de hablar.

¿En serio? ¿Era realmente lo mejor que podía hacer? Él la estaba mirando a elle hecha un nudo, mano en la boca en un gesto que podría ser tan fácilmente malinterpretado, y llegó un destello de incertidumbre a sus anchas, de color marrón—dulce, ojos marrones cuestionar que la llevan a un último, esfuerzo monumental.

—Me gusta,— susurró, y su mano no la detuvo de asentir como una tonta, pero eso amortiguó sus pala-bras, lo que Ziri no entendía.

Él inclinó la cabeza en pregunta. —¿Qué?—

Movió su mano, y le dijo: tan claramente como pudo—lo cual no era mucho —me gusta. Usted, quiero de-cir. —Y entonces ella puso su mano derecha por encima de rostro enrojecido, y estaba a punto de hacer un llama-miento a lo que se cayó, diosa de asesinos de quimeras, a venir y sacarla de su miseria, cuando con un parpadeo de incertidumbre desapareció el de Ziri de ojos marrones.

Por lo que su sonrisa no debería, entonces, haberla irritado, ya que se extendió torcida con diversión—a costa de ella, en su extrema turbación, y Liraz nunca había sido capaz de soportar las burlas, pero ella no se detuvo allí. Se siguió su camino, su sonrisa, desde lo divirtió, a lo puramente complaciente hasta lo profundamente ali-viada. Era tan maravilloso lo que se sentía en su corazón.

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—Bien—, dijo. —Me gustas, también.—

Y ella se sonrojó más profundo, pero él se había sonrojado, también, ahora, por lo que no era tan malo. —

No, todavía estaba mal. ¿Y ahora qué? ¿Se suponía que tenía que encadenar frases más incoherentes jun-tos? Tal vez podría enumerar todas las otras cosas que le gustaban, como ella imaginaba que un niño puede, excep-to que—oh, bueno, ella no le gustaban muchas cosas, así que la lista sería breve, y sólo mataría a un momento.

No quería matar a un momento. Quería vivir una. Vivir muchos.

Entonces, ¿cómo en el nombre de los dioses estrella. Cómo se hace eso? Era demasiado tarde para apren-der?

—Uh—, dijo Ziri. Movió los hombros, rotandolos, y los sacudió al abrir sus alas. Ellos llamearon, pareciendo en el espacio cerca tan vasto como un cazador de tormentas, y él dijo, aclarándose la garganta, —Una de las peo-res cosas de ser el lobo era no ser capaz de volar. Voy a, ahora.— Era torpe, su detención voz, mientras hacía un gesto a través de la abertura de la media luna, donde el tiempo de azul más puro había pasado a negro, y las estre-llas eran gruesas como el azúcar.

Oh. Ok. Liraz estaba casi—casi—aliviada de tener esta charla terminada, para poder escabullirse. Derreti-da. Se Maldecía. Moría un poco.

Ziri se aclaró la garganta y miró. Tan serio. Así la esperanza. —¿Quieres ... quieres venir?—

¿Volar? Eso era algo que podía hacer. Ella ni siquiera tuvo que correr el riesgo de la sílaba que se tardaría en decir que sí. Sólo tenía que asentir.

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78 RESPIRO

Karou cepilló su cabello tranquilamente. Bueno, la tranquilidad era un ejercicio. Respiró. Bajó el cepillo. Lo había encontrado y era una reliquia Kirin: hueso labrado con una tosca silueta de un cazador de tormentas en el mango. Iba a quedárselo.

(Respiro).

A la luz de una antorcha parpadeante, se miró a sí misma. Todavía llevaba puesta la ropa que Esther le dio. Tenía un estado suficientemente decente, aunque no le gustaba saber que Razgut había babeado sobre su manga. Había dejado pocas cosas en las cuevas cuando se fue, pero todavía estaban sucias. Se preguntó si alguna vez co-nocería la simplicidad de un closet lleno de ropa, y el placer de elegir un conjunto—un conjunto limpio—con el cual vestirse y encontrarse con su… ¿qué? ¿Cómo podría llamar a Akiva? Novio sonaba muy terrícola. Amante era muy conmovedor, destinado a conmocionar. —¿Has conocido a mi amante? ¿No es divino? — nop . Eso es, síp, él era divino. Nop, no iba a llamarlo así, incluso si estaba mareada con la urgencia de hacerlo de ese modo.

(Respiro).

¿Compañero? Muy seco.

¿Alma gemela?

Una calidez se propagó a través de ella. ¿Cuándo eso había sido más verdadero de lo que era para ella y Akiva? Y sin embargo, como una palabra, esto, también, resonaba con pesarosas asociaciones. — —¿Te gustan los Pixies? Lo juro, ¡es como si fuéramos almas gemelas—

Bueno, no tenía que llamarlo de ningún modo justo ahora. Sólo tenía que ir con él y estaba bastante segura de que a él no le importaría lo que estuviera usando.

Un último respiro. Sus latidos estaban a un nivel superior, anunciando que era tiempo, realmente y verda-deramente tiempo, por fin. Akiva la había ayudado a conjurar el cuerpo de Ziri. Él había dado eldiezmo, por su in-sistencia, y él no necesitaba mordazas, lo cual era bueno, porque ella no creía que tocaría su piel desnuda para amordazarla sin disolverse de vuelta en el estado de trémula hambre que la había poseído en la gran Caverna. Se había hundido dentro de su estado de transe sabiendo que él estaba ahí, y luego, cuando estuvo terminado — el nuevo cuerpo forjado y extendido sobre el suelo, todavía inanimado—había vuelto en sí a la vista de Akiva viéndo-la. Él había lucido como aturdido, con felicidad y de forma inmediata el sentimiento floreció en ella.

—Este ha sido el mayor tiempo en que he sido capaz de mirarte— dijo él.

—Creo que vas a ver la resurrección— apuntó al nuevo cuerpo, glorificándose al verlo. Lucía casi exacta-mente como cuerpo natural de Ziri, y ella pensó que él podría aprobarlo como su yo natural. Incluso había omitido las hamsas, en parte porque el verdadero Ziri no las había tenido, y en parte porque ella quería volverlas obsoletas.

—Me refería a observar — dijo Akiva, avergonzado, y frotó con sus dedos su corto y espeso cabello en ese modo que siempre hacía. —Me distraigo—.

—Bueno, no fue justo. No pude devolverte la mirada—.

—Prometo quedarme quieto para ti más tarde— ¿más tarde? Después, quería decir. Después de que hu-biesen tenido su ración de no estar quietos

(Respiro).

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Nathalia Tabares

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—Acepto—.

Y entonces, y entonces, oh, Dios, por fin: la sonrisa. La sonrisa que no había visto todavía con esos ojos, sino que sólo la recordaba a través de los de Madrigal. Cálida con admiración, una sonrisa tan hermosa que dolía. Arru-gó sus ojos y dio forma a su belleza a otro tipo de sorprendente, un mejor tipo, porque era lo sorprendente de la felicidad y eso lo cambiaba todo. Hacía íntegros a los corazones y dignas a las vidas para vivirlas. Karou sintió cómo la llenaba, aturdida y delirante y se enamoró profundamente un poquito más. Le ofreció dejarla finalizar la resu-rrección sola y ella había aceptado, porque quería tener un momento a solas con Ziri, como él había imaginado que debía—había sido el momento más dulce en su carrera como resucitadora. Lo abrazó y lo sostuvo, y le contó que todo había terminado, no tenía que esconderse más, y su alivio había sido tan profundo que ya había profundizado en ella una apreciación muy profunda de todo lo que él había puesto por el bien de todos.

Entre ellos habían propuesto la simple explicación que podían por su ausencia y regreso y después se fue. Karou pensó que estaba muy feliz de tener forma Kirin de nuevo que solo quería volar, aunque tal vez él había sen-tido su propia distracción. O pudieron haber sido las noticias de quién había cargado su alma en una cantimplora, y estaba ahí afuera en algún lugar de las cavernas, esperando. Cualquiera que haya sido la razón, se había ido lo suficientemente rápido, y ahí estaba ella, su última tarea terminada, su propio tiempo. Se detuvo, tomó aliento. De su bolsillo tomó una pequeña cosa que había estado cargando desde el picnic de sultán en el suelo del hotel de-sierto en Marruecos, hacía un par de días. Un capricho.

Un hueso de la suerte. Sonriendo, cerró su mano en torno a él. Desde la primera noche, había sido parte de su ritual de despedida en el templo de Ellai: pedir un deseo. Estaba lista para el ritual otra vez, pero no para la par-te de la despedida. Habían tenido suficientes en sus últimas vidas.

Se fue. Caminó, sosteniendo el hueso de la suerte contra su corazón. O comenzó a caminar pero muy pron-to ya estaba flotando, echando ojeadas a lo largo, sin tocar el suelo. Uno puede volverse perezoso, pensó, pero no estaba especialmente preocupada por eso. Los pasajes se retorcían. Su antorcha parpadeaba verde, vigilando a lo largo y amenazando apagarse cuando ella fue muy rápido. Casi estaba consumida por completo, pero no la necesi-taría tan pronto como estuviera con Akiva.

Llegó a la entrada de la cueva de los baños. Había risa en su garganta mientras rodeaba la curva, lista para murmurar, riendo. Finalmente, finalmente, creo que podría morir, contra su boca, contra su garganta, hambrienta y riendo e impaciente y… Se detuvo en seco. Akiva no estaba allí. Por supuesto, susurró una pequeña y fría voz en su corazón. La asfixió. Todavía. Akiva no estaba allí todavía. Lo cual era extraño, porque el había dicho que vendría directamente. Bueno, bueno. No hay razón para preocuparse. Tal vez se perdió. No. Karou tenía más consideración a la ingeniosidad de Akiva como para creer eso. Tal vez fue a hacer algo, pensando que todavía podía regresar an-tes de que ella llegara.

Ella había llegado rápido; Ziri no se había demorado. El agua era verde pálido y humeaba, los cristales bri-llaban y las cortinas de musgo oscuro se balanceaban donde sus más largos zarcillos se arrastraban en la corriente. Karou consideró quitarse la ropa y entrar en el agua, pero sólo brevemente, y no seriamente. Un sentimiento de presagio estaba produciéndose en sus nudillos e iba hacia sus hombros. Era un sentimiento más avanzado que un presagio, de lo que se estaba preparando, y se dio cuenta cuando golpeó en que estaba esperando por el otro za-pato para que se cayera desde que regresaron a través del portal de Veskal. ¿Qué otro zapato? Ella no sabía. Esa pequeña voz de —por supuesto, tampoco lo sabia.— Eso sólo sabía—ella sólo sabia, de alguna manera — que todo había sido muy fácil. Era una sensación en la espina dorsal, como la que había tenido justo antes de que los Domi-nantes los emboscaran.

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Había algo que estaba perdiendo. Sí. Akiva. Eso era de lo que se estaba perdiendo. Él debería estar aquí. Trató de ser razonable. Sólo había estado ahí cinco minutos; el llegaría rodeando la curva en cualquier segundo. Pero no lo hizo. Por supuesto, por supuesto. ¿En verdad creíste que podrías tener felicidad? El pulso de Karou mar-tilló más rápido y su respiración se hizo más profunda, pero era pánico apenas contenido esta vez no, deseó. Akiva no llegó.

La antorcha de Karou farfulló y murió, y no tenía fuego seráfico para alumbrar su camino de regreso. Tenía se sentir su camino en la oscuridad, apretando su hueso de la suerte, no roto contra su corazón.

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79 LEYENDAS

—Mira.

Ziri vio al cazador de tormentas antes que Liraz.No señaló, sólo sopló las palabras, porque no quería hacerlo girar en la dirección opuesta. Ésas criaturas podían ver incluso los movimientos más pequeños desde distancias imposibles. De hecho había sido una maravilla que volara tan cerca de ellos.

Volaba hacia ellos.

Liraz observaba, Ziri se sorprendió más por como jugaba la luz de las estrellas en los finos planos y curvas del rostro de Liraz al ver a un cazador de tormentas volando directo a ellos. Más de hecho, y más fácilmente. Él observo como ella los admiraba, lo atrajo la maravilla de su asombro.

Hasta que entrecerrando los ojos ella dijo:

—Algo está mal.

Se volvió y observó lo que había estado mirando Liraz, la criatura se habían desviado, ya no estaba dirigién-dose a ellos. Estaba lejos aún, y por un segundo, no pudo ver qué era lo que alarmaba a Liraz. Se deslizaba en una ascendente. Se veía glorioso.

Ziri entornó los ojos.

—¿Es ése un…?

—Sí. — La voz de Liraz estaba tensa, y con buena razón. Parecía un anormalmente… bueno, parecía ser un Ángel volando, juntos a la luz de las estrellas.

—Extraño—, Ziri pensó que tendría que esforzarse más en el futuro.

Pero seguía, siendo extraño

.Era el inequívoco resplandor de alas serafín.

Su primer pensamiento era que el ángel lo estaba cazando, siguiéndolo de alguna manera. Pero nada en su manera de volar sugería amenaza alguna.

El cazador de tormentas estaba sólo volando, y un ángel volaba a su lado.

—¿Escuchaste alguna vez que eso pasara?—Él preguntó.

Liraz soltó una pequeña risa, apenas un suspiro.

—No, pero sé que Joram quería uno para su sala de trofeos. Fue un deporte, por un tiempo. Cada señor y dama lame culos en el Imperio tenía la esperanza de traerle uno. Sin suerte, por supuesto, y unos murieron inten-tándolo, finalmente llamó a cazadores y tramperos. Los mejores. ¿Sabes cuántos obtuvieron? — Era lo más que le había hablado desde que la había encontrado en la entrada de la caverna, restringiendo su lengua tan cautivadora, y de nuevo Ziri se encontró a si mismo impulsado a verla, medio olvidando al cazador de tormentas y el misterio de un serafín volando a su lado.

Traducción: Anna MarAl Corrección: Brenda CAM

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—¿Cuántos? — él preguntó.

—Ninguno.

—Me alegro.

—Yo también.

Se dio cuenta, con una punzada de dolor profundo, que aunque ella estaba directamente contra el viento hacia él, y el aroma a especias de ella era tan brillante a sus sentidos como un color, que ya no podía detectar el otro aroma —el perfume secreto, tan frágil, que se escondía dentro de ella.

Había inspirado su aroma mientras la llevaba en sus brazos, pero sus sentidos Kirin eran más apagados que los del lobo habían sido, y estaba perdido para él ahora.

Bueno, él siempre recordaría que estuvo allí.

Eso era algo.

Ser el Lobo le había dado eso por lo menos.

Mantuvieron su posición y observaron en silencio al cazador de tormentas, continuó inclinándose y girando, el ángel mantenimiento su ritmo con él, a veces adelante, a veces quedándose atrás.

—Vamos. — dijo Liraz, cuándo empezaron aponer distancia entre ellos, dirigiéndose hacia el norte —Vamos a seguirlos. Lo hicieron, y vieron que su camino era errático, llevándolos cerca de los acantilados frente a donde el viento empuja y carga, y luego hasta el círculo alrededor de un pico menor, enhebrando a través de un terreno de nubes. Finalmente se giraron y dirigieron una vez más hacia Liraz y Ziri

Ellos vieron al cazador de tormentas venir, y estaba muy cerca antes de que Ziri notara que la figura a su la-do no era su única compañía.

Había figuras montándolo. Él no lo había notado antes, porque no eran serafín, ellos no desprendían luz.

—¿Son…? Él empezó a decir estupefacto.

—Creo que lo son. — suspiró Liraz.

Lo eran. Y ellos al ver a Liraz y Ziri comenzaron a dar gritos agudos en su extraño lenguaje humano. Ziri po-día, por supuesto, no entender qué decían, pero la nota de la victoria en sus voces era evidente, al igual que la ale-gría delirante y pura.

¿Y quién podría culparlos por eso?

Mik y Zuzana habían domado a un cazador de tormentas.

Ellos se convertirían en leyendas.

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80 UNA ELECCIÓN

Akiva no sabía lo que le estaba pasando. Él estaba en la caverna del baño, con el corazón palpitante, espe-rando a Karou.

Y entonces él no era.

El Tiempo tartamudeó.

—Esta el pasado, y está el futuro—, había dicho a sus hermanos y hermanas no hace mucho. —El presente no es más que un solo segundo de división una de la otra.—

Se había equivocado. Había sólo el presente, y que era infinito. El pasado y el futuro eran sólo un antifaz que llevábamos para que el infinito no nos volviera locos.

¿Qué le estaba pasando?

Había perdido la conciencia de su cuerpo. Él estaba dentro de ese reino de la mente, el universo privado, la esfera infinita de sí mismo donde fue a hacer magia, pero él no había venido por su propia voluntad, y no podía subir de nuevo hacia fuera.

¿Lo habían puesto aquí?

Había una sensación de presencia. Una sensación de que las voces estaban pasando fuera de su alcance. No podía oírlos. Sólo los sintió como ondas descremadas en la superficie de su conciencia. A medida que el arrastre de los dedos en la cara oculta de la seda. Ellos estaban en discordia.

Energías compitieron. No solo la suya.

Su propia energía estaba enrollada, cerrada. Esto era todo lo que él sabía: él no estaba donde tenía que es-tar. Karou vendría y él no estaría allí. Tal vez ya había sucedido. El tiempo había pasado. ¿Han sido diez minu-tos? ¿Horas? No importaba. Enfoque. Había sólo el presente. Bastaba abrir los ojos en la dirección correcta para ser lo que sea que desearas.

Pero había un número infinito de direcciones y sin brújula, y no importaba porque Akiva no podía abrir los ojos. Él se presionó profundo. Contenido. Esto estaba hecho para él. Él no estaba donde tenía que estar. Fue lleva-do. La impotencia de la misma, y en un momento en que su esperanza había estado tan llena que no podía conte-nerla. Para ser aplastado por ahora y robado de la voluntad, cuando Karou lo esperaba, cuando por fin habían lle-gado a un momento que podría ser sólo suyo. Era insoportable.

Así que Akiva no podía soportarlo. Empujó.

A la vez, el trueno. El trueno como un arma, un trueno en la cabeza. Él retrocedió ante él, pero no por mu-cho tiempo. El trueno es el sonido, no una b arrera. Si eso era lo único que lo sostenía, entonces él no estaba real-mente retenido. Reunió todas las fibras de su fuerza en un rugido silencioso y empujó, y explotó en él, sin piedad, pero era explosivo, también, y sin fisuras.

Y fue a través de él, más allá de ella, en el silencio y los colores de réplicas de su paso violento, y... de si mismo. Se sintió. Sus birdes que se presionan sobre la roca. Estaba tendido en el suelo, y en el silencio que se había derramado, pero sólo en una pausa entre las voces, el tenso aire con el tirón de su desacuerdo.

—Es el camino equivocado.—

Traducción: Meli Montiel Corrección: Nathalia Tabares

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Era la voz de una mujer, extraña a él, sus inflexiones más suaves que el Seráfico lo sabían, aunque no del to-do desconocido.

—Hemos perdido bastante tiempo aquí.— Sharper, otra voz, y más joven. También una mujer. —¿Debería dejarlo tener su cita? ¿Crees que sería más fácil para que se fuera después de tener el sabor de ella? —

—¿Su sabor? Está enamorado, Scarab. Debes dejar que él elija—.

—No hay otra opción.—

—No hay. La estas dictando. —

—¿Al permitir que viva? Yo diría que tu estarías contento—.

—Lo estoy.— Un suspiro. —Pero tiene que ser su decisión, ¿no puedes verlo? O siempre será tu enemigo—.

—No me tientes, vieja. ¿Sabes lo que podría hacer con un enemigo de esa manera? —

Otro silencio cayó y se hizo eco, disonante con shock. Akiva entendido que estaban hablando de él, pero eso era todo lo que él entiende. ¿Qué opción? ¿Qué enemigo?

Scarab, el que fue llamado. Había algo allí. Algo que debe saber.

Cuando el otro hablaba, su voz era débil, saliendo de la boca del choque. —Haga una cuerda de arpa a él, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Eso es lo que haría con mi nieto? —

Nieto. Sólo por un momento, al oír esto, Akiva pensó, No soy yo, entonces, lo que se está discutiendo. Era nieto de nadie. Él era un bastardo. Era— —Sólo si tuviera que hacerlo.—

—¿Cómo podrías hacerlo?— Esto salió como un grito. —Es una cosa oscura que has comenzado, Sca-rab. Usted debe terminar con ella. Eso no es lo que somos. No somos guerreros—

—Debemos serlo.—

Las conmociones cerebrales de shock.

—Fuimos—, continuó Scarab. Había un tono de terquedad en ella, y la obstinación de los jóvenes chocan con la edad. —Y volveremos a serlo.—

—¿Qué estás diciendo?— de Akiva escichaba —¿su abuela...?— estaba horrorizado. Lentemente. Akiva su-po porque sintió su confusión a entrar, y él entendió. Se centró en él y se convirtió en si mismo, tal como lo había empujado a su desesperación a cada soldado en las cuevas Kirin, y se había convertido en la de ellos. Esta mujer le había llamado nieto, y no había otra pieza vital para este rompecabezas. Scarab.

Acompañando a la canasta audaz de los frutos que los Stelians habían enviado para responder a la declara-ción de guerra de Joram había escrito en una nota, sin firma, pero para un sello de cera que representa a un Sca-rab.

Stelians.

Akiva abrió los ojos y salió en posición vertical en un movimiento. Ellos estaban en una cueva, y se veía y se sentía como las cuevas Kirin, y sonaban como ellos, también, misterioso con las flautas de viento, y se registró un alivio en el fondo de su mente. No le habían quitado de sí mismo, entonces. Karou no estaría muy lejos. Él sería capaz de encontrarla, y hacer las cosas bien.

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Las dos mujeres estaban delante de él, y le dieron un nuevo comienzo en su repentina sacudida. Significaba algo que ni saltó hacia atrás, ni siquiera dio un paso hacia atrás. Los ojos de Scarab ni siquiera se abren, pero sólo los fijaba en él y él todavía estaba concentrado, estaba dedicado al acto de levantarse sobre sus pies, y de repente muy consciente, como lo había sido antes, cuando sintió una presencia invisible en la cueva, de la entidad discreta que era su vida.

Y, la fragilidad de esta.

Ellos lo mantuvieron inmóviles y miraron. Todo lo que podía hacer, porque no podía moverse, y porque era lo único que quería hacer de todos modos, fue mirar hacia atrás.

No había visto a un Stelian desde que tenía cinco años de edad y había tomado una última mirada desespe-rada sobre su hombro para ver a su madre mientras era arrastrado de ella. Aquí había dos mujeres, y el mayor de ellos... Akiva no podía decir que ella parecía Festival, porque no recordaba el rostro de su madre, pero mirando a esta mujer le hizo sentir como si él lo hiciera. Scarab la había llamado —vieja—, pero ella no era lo era, ni joven, tampoco. Cares la había tocado, profundizando el conjunto de sus ojos, el grabado de las esquinas de la boca. Su pelo era una trenza enrollada como una corona y plagado de plata suficientemente brillante como para parecer como ornamento. En sus ojos aún se hizo eco de los temblores de su reciente choque, y una, un pathos profundo profundo. Hacia ella, desde la primera vista, Akiva sentía parentesco.

La otra, sin embargo.

Su cabello negro estaba desatado y salvaje. Llevaba una túnica gris tormenta que envolvía su figura delgada en pliegues oblicuos, sujetando en su hombro para dejar al descubierto sus brazos morenos que se rodeaban mu-ñeca hasta el hombro con bandas doradas equidistantes. Su rostro era grave. No como el de Liraz o de Zuzana, hecho tan sólo por la expresión, pero esculpida por él desde el principio. De Sharp, con el disco, la frente la caza de un halcón, sombreado sus ojos en una línea. La forma en que sus pómulos y la mandíbula para cortar bordes pare-cía obra de un cincel, pero su boca estaba llena y oscura, su única suavidad.

Hasta que ella le sonrió a él, es decir, y él vio que sus dientes se afeitaron a puntos.

Akiva retrocedió.

Vio entonces, por primera vez, que había más además de las dos mujeres: otra mujer y dos hombres, cinco en total. Los demás se habían quedado en silencio y permaneció así, pero los miraba con la quema de intensidad.

—Inteligente—, dijo Scarab, tirando de la atención de Akiva nuevo a ella. Y ahora se dio cuenta de que sus dientes eran normales, blancos y rectos. —Nosotros no te subestimamos, supongo. Se volvió hacia la otra mu-jer. —¿O es que tu lo hiciste, Nightingale?—

Nightingale. Ella negó con la cabeza sin apartar los ojos de Akiva. —Yo no lo hice, reina.—¿Reina? —Pero no lo voy a enlazar de nuevo. Aquí es donde nosotros le otorgamos la dignidad debida a su nacimiento y lo dejamos hablar—

—¿Háblame de qué?—, Se preguntó. —¿Qué quieres de mí?—

Era Scarab quien respondió, con una mirada hacia un lado oscuro a Nightingale. Ella era real en su arrogan-cia, para que Akiva creyera que habría sabido ahora, si no lo hubiera oído ya, que ella era la reina. —Una elección se ha hecho en su nombre. Por mí—.

—¿Y cuál es esa?—

—No matarte.—

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No fue una sorpresa, teniendo en cuenta lo que había escuchado, pero había una fuerza, la misma, así que sin rodeo habló y dijo. —¿Y qué he hecho yo para poner a mi vida en tela de juicio?— Estar seguro de su propia inocencia, no esperaba que la vehemencia de su respuesta.

— Mucho —, le espetó ella, mordiendo un pedazo fuera del aire. —Nunca dudes que, vástago de Festi-val. Por los derechos estás muerto ya—.

Trató de ponerse en pie, pero se encontró a sí mismo siendo constreñidos. —¿Puedes dejarme ir—, se pre-guntó, y para su sorpresa, lo hizo.

—Porque yo no te tengo miedo—, dijo.

Se puso de pie. —¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por qué debo ponerte en peligro, incluso si pudie-ra? ¿Cuántas veces te he preguntado acerca de la gente de la sangre de mi madre? Y ni una sola vez con un pensa-miento de lastimar a ninguno de ustedes—.

—Y sin embargo, nadie ha llegado tan cerca de nosotros, en la destrucción de más de mil años.—

—¿De qué estás hablando?— Estalló. Él nunca había estado cerca de las islas lejanas, ni visto un Ste-lian. ¿Qué podría haber hecho?

Nightingale interrumpió: —Scarab, no te mofes de él. Él no lo sabe. ¿Cómo podría? —

—Saber qué—, se preguntó, más tranquilo ahora, porque cuando vinieron de Scarab, con ira, las acusacio-nes parecían absurdas, pero a partir de Nightingale, con tristeza, no lo hicieron. La intrusión en su mente. La marea del poder barrer a través de él. La forma en que se sentía... descartado después, ya pesar de que lo había usado, y no al revés. Vacilante, le preguntó: —¿Qué he hecho?—

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81 LA POLICÍA DE LOS DESEOS

Lo que en realidad dijo Zuzana, gritando desde la espalda del cazador de tormentas, fue: —¡Dios mío! ¡To-das las montañas tienen el mismo aspecto!—.

Ellos se perdieron, aunque era francamente asombroso que lo hubieran hecho tan lejos, por no decir nada del estilo del viaje.

Lo primero se debió principalmente a los mapas enterrados en la mente de Eliza, y la segunda a la música, y el encanto de Mik, con su violín, uno nuevo y mejor del que había dejado en la bañera, una criatura voladora de Esther del tamaño de un pequeño barco. Zuzana tenía ningún problema en anunciar su participación en los crédi-tos, sin embargo. Ella estaba segura de que su entusiasmo por todo había sido el verdadero motor de este esfuer-zo.

Desde el momento de la revelación de que Eliza conocía otro portal – uno de muchos, su bisabuela había sido exiliada a través de uno hace mil años— Zuzana había estado a punto de ir. Daba igual que fuera en la Pata-gonia (donde quiera que era... Oh. Infierno. Realmente lejos. ¿En serio? ), No tenían los medios para llegar allí.

Los deseos eran divertidos.

También eran raros, e irremplazables, y sagrados, habiendo sido hechos por Brimstone, y no debían ser de-rramados como el cambio de bolsillo en un mostrador de dulces. Además, era probable que Karou necesitara mu-chos más gavriels de los que podrían tener alguna vez, no iban a hacer ningún bien si no podían llegar a ella, por lo que el trato que habían hecho entre ellos era el siguiente: ellos la obtendrían a ella. Sencillo. Y ellos harían todo lo posible para hacerlo sin recurrir a gavriels. Mik había bromeado acerca de la —policía de deseos— una vez que, jugando con tres deseos de vuelta en las cuevas, y ahora se burlaban de Zuzana que ella se había convertido preci-samente eso.

—¿No hay habilidades de samurái?— Había hecho ojos de cachorro. —¿O tal vez alguna otra solicitud de superpotencia, con un enunciado más cauteloso?—

—Podemos obtener a Virko o alguien que nos enseñan a pelear—, le había dicho. —No es un deseo esen-cial.—

—Es un deseo vago. Ese es su atractivo. Aprender cosas es difícil—.

—Dice el violinista al artista.—

—De acuerdo. Bien.— Había vigas. —Sabemos totalmente cómo aprender cosas.— Él se había vuelto a Eli-za. —¿El científico y su compañero inteligente aprendiz de cosas, quieren hacer el entrenamiento samurái—monstruo con nosotros? Tenemos la intención de llegar a ser peligrosos—.

—Estoy en esto— Había dicho ella, así de fácil. Eliza Jones era lo que se conoce en la jerga de frutas como: un melocotón.

En serio. Si no estuvieran unidas por un capricho del destino y un loco propósito compartido, Zuzana toda-vía habría querido ser su amiga. Eso no sucedía a menudo, y ella estaba muy, muy contenta de que fuera el caso. Si Eliza había sido una llorona, o una prima donna, o algún tipo de masticador fuerte o algo, este viaje podría haber sido una pesadilla.

Traducción: Barbara Agüero Corrección: Nathalia Tabares

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Lo que había sido, en cambio, increíble.

En primer lugar, llegar a la Patagonia (que resultó ser en Argentina, sobre todo, con una rodaja de Chile tira-do; ¿quién sabe?). Sólo se requiere dinero, que no les faltaba, a causa de que las cuentas de Karou estaban en or-den, aparentemente sin ser molestados por la malvada Esther. En tu cara de nuevo, abuela falsa. Zuzana había la-mentado no poder regodearse por lo menos, o mejor aún, hacer valer su amenaza, pero Mik, por su parte, había sido optimista.

—Tener que mantener su propia compañía para el resto de su vida es la venganza suficiente—, dijo.

Poca imaginación.

Eliza, resultó, teniendo un gen malvado de venganza, también, que sólo hizo que a Zuzana le gustara más. Se veía tan dulce, con esos grandes y hermosos ojos, pero sabía cómo amamantar rencor. Ella se objetó de perder un deseo a su némesis, sin embargo, sonó como un pito rancio, hasta Zuzana la convenció de que un shing — de los cuales tenían docenas, y que eran demasiado modestos para ser de cualquier valor heroico real para Karou— podría todavía causar un bocado satisfacción de la venganza.

Ella le había contado sobre el excelentísimo tormento de Karou y Kaz, Mik tenía tanta risa desamparada que describió la visión de su cuerpo desnudo de Adonis con una danza—picazón espástica en el stand del modelo. Pero fue la pieza de acompañamiento para la venganza —constantemente crecían las cejas de Svetla— que habían sido la inspiración de Eliza.

Había besado el shing como dados de la suerte antes de pronunciar, —Deseo que el pelo justo entre la nariz de Morgan Toth y el labio superior crezca a un ritmo de una pulgada por hora, a partir de ahora, poniéndole fin en un mes.

Siempre hubo ese momento de preguntarse si su deseo supera el poder del medallón, pero el shing desapa-reció con su última sílaba.

—¿Se da cuenta,— Mik había dicho: —que acabas de describir un bigote de Hitler?—

En el brillo en sus ojos, se dedujo lo que ella hizo. La venganza no fue completa, sin embargo, si el sujeto no sabía quién era el responsable, le había enviado, a su correo electrónico del trabajo, una foto de ella con dedo le-vantado en su labio como un bigote. Línea de asunto: Disfrute.

—Tenemos que hacérselo a Esther, también,— Zuzana había declarado. —En este momento—.

Así lo hicieron, y comenzaron su andadura en el mejor de todas las maneras posibles: imaginando, en la so-lidaridad, el horror perplejo de sus enemigos.

Un vuelo largo, algunas compras para ropa de invierno y materiales de construcción, un largo viaje, una lar-ga caminata en la nieve; maldita sea, era invierno en el Hemisferio Sur, y que estaban allí. Lo suficientemente cerca al portal de contemplar un par de gavriels para el vuelo. Casi lo hizo, también, pero se había convertido en una cuestión de honor en este punto, para su conservación, por lo Mik dijo: —Vamos a ver lo que hay al otro lado antes de que nos decidamos. Eliza nos puede llevar.—

Lo hizo, y así fue como se enteraron de lo que nadie en toda Eretz sabía:

Dónde los cazadores de tormenta anidaron. Y lo que nadie podría haber imaginado:

Les gustaba la música.

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fue oficial: tres tareas de cuento de hadas de Mik se cumplieron. ¿Y el anillo haciendo un agujero en el bol-sillo? ¿El que había parecido tan crudo a la luz brillante baño de mármol en la Royal Suite?

Le pasó de tener un aspecto perfecto en stormhunter—back, con un balance de mar del norte por debajo de ellos, salpicados de icebergs y que violan las criaturas del mar que no estaban en ninguna ballena vías. No podía ir abajo en una rodilla y sin riesgo de caerse, pero eso era del todo bien, dadas las circunstancias. —¿Quieres casar-te conmigo?—, Le preguntó.

La respuesta fue afirmativa.

—Estoy contenta de verte—, Zuzana gritó, cantando a la vista de Liraz y Ziri. ¡Ziri! No es el lobo blanco, pero ¡Ziri! Oh. Eso significaba que debe tener... pero estaba bien, no era él, porque aquí estaba en forma Kirin de nuevo, y él parecía bastante casi exactamente el mismo que tenía en su carne natural. Estaba sonriendo ampliamente, muy guapo, y Liraz a su lado sonreía ampliamente, también, y hermosa, riendo con asombro sin límites, riendo. Riendo como una persona que se ríe. Liraz.

Eso parecía casi más asombroso que aparecer en una cazadora de tormentas maldita. Pero no lo era.

Porque nada era tan increíble como eso.

—¿Puedes decirles,— Zuzana preguntó a Eliza, después de la inicial de Jag riendo y gritando en mutuamente lenguas no comprensibles que habían comenzado a disminuir, —que no podemos encontrar las cuevas?—.

Eliza habló Seráfico, que era muy útil, pero también ligeramente irritante, ya que socava cualquier argumen-to sólido que Zuzana podría haber hecho para pasar un deseo de adquirir una lengua de Eretz para sí misma. Hu-biera sido Quimera, sin embargo, porque vamos.

—Vamos a tener que aprender, también,— dijo Mik con un suspiro que no engañó ni por un segundo. —¿Resurrección y la invisibilidad, y la lucha y ahora lenguas no humanas también? ¿Qué es esto, la escuela? —

Pero Eliza no estaba traduciendo y Zuzana se cuenta de que estaba mirando a Ziri emocionada. ¡Oh! Dere-cho. Su cuerpo. Ella había visto su cadáver en la fosa. Eso iba a tomar algunas explicaciones. —Es él—, confirmó Zuzana. —Le diremos más adelante.—

Y así las traducciones fueron dadas a Liraz, —quien a su vez le tradujo a Ziri en Quimera—y luego fueron guiando de vuelta al sur, preguntando cosas como de dónde habían salido y si el cazador de tormentas tenía un nombre, y cuando vio Zuzana la media luna, se dio cuenta de un fallo en su gran visión; todas las personas mayores con asombro y aleteos tornados de fuerza.

El cazador de tormentas —que no tiene nombre—, no iba a pasar a través de la media luna. Bueno, maldita sea.

Tenía que poner fin a la charla y hacerse entender. —Necesitamos una audiencia. Esto tiene que ser atesti-guado, y se habla por todas partes. Cantado. Quiero canciones que escriban sobre esto. ¿Te importa? ¿Podría ir por todo el mundo? ¿Y Karou?—

En ese momento tanto Ziri como Liraz están tímidos y raros, y Mik sugirió, con delicadeza, que tal vez Karou y Akiva estaban... ocupados.

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¡Colisión de emociones! Emocionaba la idea de que por fin Karou y Akiva estaban ¡—ocupados—! Y la injus-ticia, que debe coincidir con su propio momento de gloria. —Podemos interrumpirlos para esto, sin embargo, ¿no?— Rogó. Fueron cabotajes en círculos ahora, previniendo el momento en que tendrían que desembarcar y entrar en las cuevas a pie.

—No,— hablaba Mik, con la voz de la cordura.

—Pero—…

—No.—

—Está bien. Pero quiero que alguien nos vea.—

Todo el mundo los vio. Liraz fue en busca de ellos, y se apiñaron en la media luna, y hubo gritos de asombro gratificantes y más gritos. Zuzana oyó el cariñoso bramido de Virko de —¡Neek — neek!— Y luego sintió que, por último, que estaba bien para que este viaje llegara a su fin.

Trajeron a la enorme criatura tan cerca como pudieron de la pared de roca y saltaron revueltos en su espalda, abrazando su vasto cuello por primera vez en agradecimiento y despedida. Ellos pensaron que se iban a ir ahora dejándolos, pero esperaban que no fuera así (—Si no es así, estamos nombrándolo.—), Y se detuvieron a mirar, nostálgica, mientras se elevaba más y más alto hasta que era sólo un corte de forma de la bóveda brillante del cielo.

Sólo entonces, volviéndose hacia la quimera reunida y serafines, se dieron cuenta de que algo andaba mal. Había una sombra sobre su forma, y... Karou estaba allí. No había mucha gente. ¿Por qué no? Y ¿por qué estaba parada allá atrás? ¿Y dónde estaba Akiva?

Karou les dedico un —ola—, y una breve sonrisa maravillada y la trepidación de la cabeza, y sus ojos apare-cieron a la vista de las alas de Eliza, por supuesto, pero incluso eso no sacó de ella adelantarse para saludarlos. Ella estaba hablando con Liraz y Liraz ya no se reía como una persona que se ríe. Había vuelto a su lado más terrible de sí misma. Con los labios apretados y con las fosas nasales blancas de ira, más salvaje que nunca, el Lobo Blanco la había mirado.

Zuzana olvidó toda su gloria y corrió a su amiga. —¿Qué? ¿Qué qué qué? Dios, Karou, ¿qué?—

—Akiva.— Tan perdida. Karou veía tan perdida. No era así como se suponía que debía buscar. —Se ha ido.—

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82

ABERRACIÓN

— Existe una razón –

(—¿Qué he hecho?—)

—Existe una razón para el diezmo.

Esto no fue un discurso. Lo que Nightingale le transmitió a Akiva lo hizo en silencio, se lo envió mentalmente, y eran más que palabras. Recuerdos se abrieron ante él, sonidos e imágenes, al igual que las emociones, el horror y la angustia. No se podía malinterpretar. Se encontraba de pie ante Nightingale y Scarab, externamente las veía, como así también a los otros tres detrás de ellas, pero internamente, experimentó algo más, y se encogió ante aquello.

—Mantén la calma. Eres hijo de mi hija.

Festival. Nightingale se la mostró a Akiva en un recuerdo tan saturado de anhelo que él entendió, por su dura-ción, aquello para lo que él mismo no tenía un contexto: El amor de un padre por su hijo perdido.

—Desearía poder conocerte. Ayudarte, y no hacerte daño, por lo que debes escucharme. Tú eres el hijo de mi hija, pero nunca supe de ti. Para nosotros, Festival se perdió. Desapareció. Sólo por el hecho de que existes sé que pasó con ella. Sé que mi amada hija fue una concubina en el harén de un belicista que terminó con medio mundo.

Ella no disimuló la desolación que esto le causó, y Akiva se consideró a sí mismo como la raíz de ello, como si el tiempo funcionara al revés, y él hubiera causado que su madre tomara la decisión de darle vida.

—Y también sé que esto no le podría haber ocurrido... en contra de su voluntad. Ella era una Stelian, y era mía. Era fuerte, por lo que debió de haber elegido esto.

Los recuerdos eran tan constantes que Akiva sintió como si fueran propios. Deslizándose bajo la superficie de las palabras de Nightingale: una síntesis pura de la mujer que había sido Festival, hermosa y llena de problemas. ¿Llena de problemas? Por el sentido de una vara de zahorí para las venas de destino, y una compulsión de seguir-las, incluso en la oscuridad.

— Entonces, ella debe de haber tenido una razón.

De la mente de Nightingale a la de Akiva se transmitió el entendimiento de que para muchos Stelians, el des-tino era tan real como el amor o el miedo... una dimensión de sus vidas con la suficiente importancia como para darle forma. Se llamaba ananke, esta sensibilidad a la atracción del destino. Si tu ananke es fuerte, pues bien, pue-des seguirla o resistirte, pero la resistencia conllevaba una opresiva sensación de que se estaba haciendo lo inco-rrecto y esto atormentaría cada una de tus decisiones.

—Y tú debes ser la razón.

Los recuerdos se esfumaron, dejando un vacío, y Akiva se vio despojado de ellos.

Tú, tú, hacía eco en el vacío, y encontró otras palabras allí, esperando: —Mi hijo no se enredará en sus destinos débiles—. Pero antes de que pudiera empezar a procesar esto, un nuevo envío floreció en el espacio donde había estado Festival. Era muy diferente: frío, remoto e inmenso.

Traducción: Mell Kiryu Corrección: Brenda CAM

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—El Continuum que es el gran Todo está atado y limitado por las energías. Los llamamos velos. Tienen otros nombres, muchos, pero este es el más simple. Ellos se encuentran más allá de nuestro límite. Ellos son los primeros y el origen de todas las cosas, y sabemos esto: Los velos mantienen los mundos intactos y distintos. Rozándose, pero separados, ya que los mundos están destinados a ser. Cuando pasas a través de un portal, estás transgrediendo un corte en un velo.

Velos, el Continuum, el gran Todo. Akiva nunca había oído estos términos, pero estaba dotado con una idea de ellos, y existía una veneración hacia ellos que rayaba la adoración. No era una imagen o un recuerdo, porque eso era imposible. Nadie podía haber visto el Continuum. Era todo. La suma de los mundos.

Hasta ahora, Akiva sabía de dos: Eretz y la Tierra. En el envío de Nightingale comprendió que eran... muchos.

Esto era vertiginoso. Lo que vislumbró ante la idea del Continuum era suficiente para hacer que quisiera caer de rodillas. Él vio el espacio, todo a su alrededor, abriéndose. Y abriéndose, y abriéndose, sin fin, ni límites para sus dimensiones. Como un dios que educa sus miles y miles de cabezas, una tras otra tras otra tras otra, y que abren sus miles y miles de bocas para desatar un tremendo rugido a nivel mundial...

—Extraemos energía de los velos para hacer magia. Son la fuente... de todo. No es una cuestión simple. No se puede solo tomar el poder. Hay un precio, un intercambio de energías. Esto se realiza a través del diezmo.

—El diezmo del dolor— dijo Akiva. Habló, sin saber cómo comunicarse como ellos lo hacían, y vio como Scarab fruncía el ceño, pensativa, mientras que Nightingale desfrunció el suyo con suavidad. Ella lo miró curiosa, y su res-puesta impartió una lástima leve.

—El dolor es una forma. La más fácil y cruda. El diezmo del dolor como... usar un arado para arrancar una flor. ¿Es todo lo que sabes?

Él asintió. Este hablar sin verdaderamente hablar, era desconcertante.

—No todo— objetó Scarab, en voz alta—. O no estaríamos aquí.

La forma en que ella lo miraba, la culpa. Akiva comenzó a entender —Sirithar — dijo con voz ronca.

La mirada de Scarab era afilada. —Así que sí sabes.

—No sé nada— dijo con amargura, sintiéndolo con más intensidad de lo que nunca lo había hecho antes.

Al sentir su aflicción, Nightingale se adelantó. Ella no lo tocó, pero sintió como si lo hubiera hecho en una oca-sión anterior, un toque ligero en la frente, y sabía que había sido ella quien le había impedido obtener aquel poder en la batalla de las Adelphas, y quien, por un breve momento, lo tranquilizó después. Al instante siguiente, supo algo más que le asombró: El enigma de la victoria en las Adelphas. Por supuesto, habían sido ellos.

Estos cinco ángeles habían cambiado el rumbo en contra de cuatro mil Dominantes. Muchas veces durante los últimos años, Akiva había tratado de imaginar la magia de sus parientes, pero nunca se había imaginado una fuerza como ésta.

Nightingale habló ahora en voz alta, sin poner nada más en su mente, y Akiva se alegró de ello, en especial cuando se enteró que más le tenía que decir.

Ningún toque ligero podría mitigar aquello.

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—Sirithar— es la energía misma, la sustancia prima de los velos. Es... la cáscara del huevo, y también la yema del huevo. Protege y nutre. Da forma al espacio y al tiempo, y sin ella solo existiría el caos. Te preguntas qué es lo que has hecho. Has tomado a sirithar—.Ella sonaba triste. —Has tomado tanto a la vez que de haber otorgado un diezmo para ello te habría matado cientos de veces, pero no fue así, porque no otorgaste ningún diezmo. Hijo de mi hija, no has otorgado nada, sólo has tomado. No debería ser posible, y esto es algo muy grave. Lo que dijo Sca-rab es verdad. Te hemos seguido hasta aquí para matarte…

—Antes de que tú mates a todos—. Esto provino de Scarab, sin ninguna gentileza de su parte. No importaba.

Akiva sacudía la cabeza, no en negación, les creía. Sintió que aquello era verdad, y pudo responder la pregunta que lo carcomía. Pero seguía sin entender. —No sé nada— dijo nuevamente—. ¿Cómo podría llegar a matar...? — A todo el mundo.

La voz de Nightingale se volvió ronca. —No entiendo por qué ananke guió a mi hija hacia tu creación. ¿Por qué deberían los velos dar a luz a su propia destrucción?

Ananke. Los ecos y las reverberaciones del destino. — ¿La destrucción? —repitió Akiva, sintiendo un vacío dentro suyo. Durante toda su vida, había tenido en claro que su vida no le pertenecía, que no era más que un arma del Imperio, un eslabón de una cadena; incluso su nombre era solo prestado. Y él se había liberado de aquello, re-clamó su vida como propia. Había reclamado su vida como el medio para una acción — una acción de su propia elección — y había creído que finalmente era libre.

Todavía no comprendía lo qué Nightingale le estaba diciendo, o la razón por la que Scarab había hecho de su vida un interrogante, pero entendía esto: Desde el principio, había estado atrapado en una gran red del destino con la que nunca había soñado.

Su corazón latía con fuerza, y Akiva supo que no era libre.

—No debería ser posible tomar sin ofrecer un diezmo—repitió Nightingale. Lo dijo pesadamente, de manera significativa, para tener la certeza de que él entendía. Había consternación y recelo en su mirada, y otros destellos —¿culpa? ¿Quizás asombro? —Esto no es posible para nadie más— añadió, su mirada sin desviaciones, y una pala-bra vino a él — si era de un envío o de su propia mente, no lo podía decir.

Aberración.

—Pero lo has hecho tres veces. Akiva, tomar sin un diezmo disminuye el velo—. Su mirada parpadeó hacia Sca-rab. Ella tragó saliva. —Al disminuir los velos...—. Ella vaciló. Esto era todo, Akiva lo supo. Ésta era la verdad. Se escondía detrás de los ojos de aquella mujer, y era tan profunda y sombría como cualquier historia jamás contada. Atrapó ecos, jirones. Lo había escuchado antes. Elegido. Caído. Mapas. Cielos. Cataclismo. Meliz.

Bestias.

Nightingale trató de alejarse de lo que tenía que decir, pero Scarab no la dejó.

—Tú querías hablar con él, ¿no es así? Así que habla. Cuéntale lo que nosotros hacemos, hora tras hora, en

nuestras lejanas islas verdes, y por lo que tiene que darnos las gracias. Dile por qué hemos venido por él, y lo que casi hizo caer sobre nosotros. Háblale sobre el cataclismo.

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83 COSAS MÁS IMPORTANTES

Karou sostenía un gavriel en su alma.

Todo el mundo estaba reunido a su alrededor en la gran caverna.

Quimeras, ángeles y humanos. Y Eliza, y lo que sea que ella era ahora. Karou observó hacia donde la chica estaba de pie, de nuevo al lado de Virko, ella no sabía lo que era Eliza, pero sí sabía que compartían esto: Ellas no eran tampoco bastante humanas, sino algo más, y cada una era la única en su especie.

— ¿Cuál será tu deseo? — preguntó Zuzana.

Karou miró hacia el medallón, tan pesado en su mano.

Parecía que Brimstone la miraría. Era una pieza de fundición en bruto, pero aun así la llevó a casa en un parpadeo, a su voz, tan profunda que había sido como la sombra del sonido.

—Yo también tengo sueños niña— — él le había dicho en el calabozo mientras esperaba su ejecución, y ella deseó poder mostrarle lo que estaba frente a ella ahora pero, pensó que ningún deseo jamás podría lograrlo.

—Mira lo que he hecho. Mira como Liraz y Ziri están lado a lado.—

Ella apostaría cualquier cosa a que la piel de sus brazos, tan cerca de tocarse, fue electrificada como su pro-pia piel había sido antes, cuando Akiva estaba cerca de ella.

Y allí estaba Keita—Eiri, quien hace apenas unos días había destellando sus hamsas a Akiva y Liraz, riendo.

Ella estaba junto a Orit, el ángel del consejo de guerra que había fulminado con la mirada por encima de la mesa, discutiendo con el Lobo respecto a la disciplina de sus soldados.

Y Amzallag, que estaba listo, en el nuevo cuerpo que Karou había hecho para él, (no uno enorme y gris co-mo el anterior, o espeluznante) listo para ir y sacar las almas de sus hijos de las cenizas de Loramendi.

Ellos eran solemnes y unidos, camaradas que habían luchado juntos y sobrevivido a una batalla imposible, y que llevaron con ellos el misterio de ella e incluso eran más que solidarios. Después de los Adelphas, había una rastrera sensación de destino.

DESTINO. Una vez más, Karou no podía quitarse la sensación de que, si existía tal cosa como el destino, éste la odiaba.

Con respecto a la pregunta que Zuzana le hizo, ¿Qué pediría con su gavriel? ¿Qué podía desear que trajera a Akiva de regreso a ella, que podría acabar con este sentimiento cruel que se apoderaba ella de que podrían lograr todo lo que creían que necesitaban, y todavía no permitirse tenerse entre sí?

Brimstone siempre había sido claro en los límites de los deseos.

— Hay cosas más grandes que cualquier deseo. — él había dicho, cuando era una pequeña niña.

— ¿Cómo qué? — ella le peguntó, y su respuesta le obsesionaba ahora, éste pesado gavriel en su mano, y todo lo que ella quería era creer que esto podía resolver sus problemas.

— Cosas más importantes. — fue lo que Brimstone había dicho y ella sabía que estaba en lo correcto.

Traducción: Anna MarAl Corrección: Vane_B

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Ella no podía desear un sueño, o la felicidad, o que el mundo sólo los dejara existir.

Ella sabía lo que podría pasar.

Nada.

El gavriel podía solo yacer aquí, viéndola como Brimstone, acusándola por su estupidez.

Pero los deseos no eran inútiles tampoco, mientras respetaras los límites.

— Deseo saber dónde está Akiva— ella dijo, y el gavriel se desvaneció de su palma.

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84 EL CATACLISMO

Nightingale comenzó la historia, pero Scarab la terminó. La vieja mujer estaba siendo muy amable, tratando de minimizar el horror de una historia que era la esencia del horror—como si temiera que el guerrero en frente de ella no sería capaz de soportarlo.

Él lo soporto. Palideció. Su mandíbula estaba tan apretada que Scarab pudo oír el crujido de huesos, pero él lo soportó.

Le contó sobre el orgullo desmedido por la magia que había creído que ellos podían reclamar el Continuum en su totalidad, le contó sobre los Faerers y cómo sólo los Stelian se habían opuesto al viaje. Le contó sobre la per-foración de los velos, cómo los doce elegidos habían sido instruidos para perforar el verdadero tejido de la existen-cia, una sustancia más allá de su conocimiento que ellos pudieron haber sido aves carroñeras picoteando a los ojos de los dioses.

Y le contó lo que habían encontrado al otro lado de un velo distante. Y lo que soltaron.

Nithilam, así los llamaron, porque las bestias no tenían lenguaje para denominarse a sí mismas, sólo tenían hambre. Nithilam era la antigua palabra para la violencia, y eso eran.

No había una descripción acerca de ellos. Nadie que viviera los había visto, pero Scarab sentía su presencia, menos en este lugar que en su hogar, pero incluso ahora lo sentía. Ellos siempre estaban ahí. Nunca dejaron de estarlo. Presionan, desangran, carcomen...

Ser Stelian significaba irse a dormir cada noche en una casa donde monstruos reptaban por los techos, tra-tando de forzar su entrada. Pero el techo era el cielo. El verlo, en realidad, pero alineado con el cielo, en las Islas Lejanas donde todo era mar o cielo, y también hablaban de él, decían simplemente: el cielo sangra, el cielo florece. Se enferma, se debilita, cae.

Pero era el velo, hecho de incalculables energías—sirithar—que los Stelian nutrían, aguardaban y alimenta-ban cada segundo de cada día, con su propia vitalidad.

Ese era su deber. Así mantuvieron el portal cerrado cuando los mismos Faerers habían fracasado, y era por esto que sus vidas eran más cortas que las de sus primos oscuros del norte, quienes no daban nada sino sólo to-maban de este mundo al que ellos habían llegado por asilo y después lo reclamaron a la fuerza.

Los Stelian sangraban energía para el velo que los tontos habían dañado, para mantenerlo contra la fuerza apaleadora y sin sentido del nithilam. De los monstruos. Pero ellos eran más bárbaros que los monstruos, tan enormes y destructivos que, para Scarab, sólo una palabra podría describirlos:

Dioses.

¿Por qué tal mundo existió sino para expresar una inmensidad desconocida como esta? En cuanto a los —Dioses Estrella—, tan venerados por los de su especie, para Scarab no tenían más utilidad que como cuentos para la hora de dormir. ¿Qué bien traían los dioses llenos de luz que sólo miraban desde lejos mientras que los dioses oscuros luchaban a cada momento para devorarte?

Imaginaba el nithilam como inmensas cosas negras putrefactas, y sus grandes bocas—vibrantes, ventosas, cartilaginosas —fijas al velo como anguilas ceñudas a la carne de un mar de serpientes tiradas en una playa, con los pálidos vientres al sol, horribles y muriendo mientras sus parásitos todavía vibraban. Todavía chupaban. Delirantes al final para drenar cada gota mortal.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Mell Kiryu

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No le contó eso a Akiva. Esa era su propia pesadilla, lo que veía cuando cerraba sus ojos en la oscuridad y sentía cómo se retorcían contra el velo. Sólo le contó lo que el mito decía, en el mito estaba la verdad: había oscu-ridad y monstruos enormes como mundos nadando en ella.

Y cuando le contó de Meliz, vio el entendimiento barriéndose a través de él y luego la pérdida. Era un eco de lo que ella había visto poco antes, cuando Nightingale lo había sentido de Festival. Tal vez la vieja mujer había querido ser amable. O quizá estaba ciega por la pena de su propia pérdida. Le había sorprendido a Scarab ser la única que vio lo que esto le hizo a Akiva, tener a su madre dada a él en una transmisión—su primera transmisión, y su mente podría estar luchando para distanciarlo de la realidad—y después arrebatarla de nuevo de manera abrup-ta.

Y ahora, Meliz. Meliz, la corona del Continuum, jardín del gran Todo. La casa mundial de los serafines y toda la gracia de sus cien mil años de civilización. Observó el rostro de Akiva mientras al mismo tiempo ella le daba las inimaginables profundidades de su propia historia, la grandeza de su linaje, la gloria de los serafines de la Primera Era y luego arrebatada. Meliz, primera y última. Meliz, perdida.

Se recordó a sí misma qué era él y se endureció a las mareas de pérdida y dolor que explotaban a través de él, cada una parecía robar algo vital, dejándolo… inferior a como lo encontró.

¿Qué había deseado ella? ¿Disminuirlo? ¿Qué quería con él? No estaba completamente segura. Lo había ca-zado para matarlo, ahora sabía que la respuesta no era tan simple.

Después de la batalla en los montes Adelfas, cuando ella había guadañado los hilos de las vidas de los sol-dados atacantes, reuniéndolos para el principio de su yoraya—el arma mística de sus ancestros—el pensamiento de que el hilo de Akiva sería su gloria, se había fijado en ella. Su vida como cuerda para su arpa. Su poder, bajo su control.

Y tal vez esa era la respuesta. Tal vez sería el final del ananke de Festival que la había impulsado hacia delan-te todo ese tiempo.

Scarab podía desear que su propio ananke fuera más claro en el asunto.

En un asunto, era muy claro. El nithilam era su destino.

Y ella era de ellos.

Siempre estaba consciente de ellos, pero cuando se acostaba a dormir y la oscuridad se cerñía sobre ella, sentía que estaba enfrentándolos a través de una extensión. A través de una barrera, sí, pero siempre había habi-do—incluso antes de que hubiera alguna esperanza razonable para sostenerla—una… premonición de desafío. De bloquearse dentro de un lugar, poder contra poder y no más barreras. Ella, su enemiga; y ellos, los suyos.

Ella, su pesadilla; como ellos eran la de ella.

Scarab, el tormento de los dioses monstruo. Demandante de todos los devoradores de mundos.

Todavía no había ninguna esperanza razonable. Scarab vio lo que Nightingale sintió que estaba creciendo en ella—no sólo el yoraya comenzado, sino su propósito—y cómo ella se contraía desde él en horror. ¿Y quién no lo haría?

Los Stelian habían construido su vida en esta nueva era con la creencia de que el Cataclismo no podría ser derrotado, sino sólo retenido. Entonces ellos lo retenían. Lo retenían y morían muy jóvenes y sin gloria. Aceptaron un deber que sus antepasados habrían despreciado. Agazapando y sangrando su vitalidad, sin pensar en encontrar-se con sus enemigos en una batalla porque los enemigos eran devoradores de mundos, y los Stelian ya no eran guerreros.

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Y por lo que se arriesgaron, si fallaban, era… todo lo que quedaba. Todo lo que quedaba. Eretz era el corcho de un diluvio de oscuridad que no podría tener fin. Si los Stelian fallaban, el resto de los mundos caerían.

No le dijo nada de esto a Akiva. Hasta ahora sólo le había contado todo, menos su propia parte en esta his-toria.

Debería haber sido fácil para ella acabar. Mira lo que ha hecho él. Pero su voz se escondía de ella. Incon-gruentemente, enfrentada con la debilidad que le había causado, recordó la manera en que sonrió—hacia ella pero no por ella—y recordó el resplandor que hubo en él entonces, y la alegría, y cómo esto la había hecho tambalearse con descubrimiento, como un novato introducido a la léxica, sintiendo, por primera vez, un completo y resplande-ciente lenguaje secreto. Lo había visto de nuevo en la caverna de los baños donde esperaba por… por lo que ella había llamado, para Nightingale, —su cita—, no queriendo usar la verdadera palabra para lo que era. Por lo que la adorable, extraña de cabello azul atizaba en él, y el resplandor que nacía de eso.

Akiva estaba enamorado.

Era una pena, pero no era su problema. Junto al nithilam, era como una huella en la ceniza, tan pasajera y tan fácil de borrar.

Su pausa creció mucho y Nightingale, con enorme gracia, trató de retomar la historia como una maraña de hilo, para contar esta pieza final y así ella no tendría que hacerlo.

Scarab negó con la cabeza y encontró su voz, y ella misma le contó el resto a Akiva.

Lo sintió dentro de su pecho, cuando él cayó de rodillas. Pensó en Festival, a quien nunca había conocido, llamada a un destino tan terrible, alejada de medio mundo: dar su propia virginidad a un rey tirano por el bien de traer a este hombre a la existencia: Akiva de los Ilegítimos, quien, por alguna inefable razón, tenía un poder más allá que los otros.

Bueno, y era el feo destino de Scarab verlo caer de rodillas, pero pensó que Festival pudo haberlo entendi-do. El ananke cavaba tumbas tan profundas que podías seguirlo o vivir tu vida tratando de escalar los lados y esca-par.

Scarab no iba a intentar escapar. Siempre había crecido hacia esto, desde que escuchó el acorde de un arpa con vidas tomadas, e incluso después de eso, al momento precoz cuando las energías se unían para hacerla. Su camino estaba en frente de ella y Akiva estaba enredado en él.

Había hecho este viaje para cazar y matar a un mago.

Regresaría de él armada para cazar y matar dioses.

* * *

Érase una vez un tiempo en el que sólo existía oscuridad, y había monstruos enormes como mundos que na-daban en ella. Amaban las sombras porque ocultaban su horroroso aspecto. Dondequiera que otra criatura lograba crear luz, ellos la extinguían. Cuando las estrellas nacían, se las tragaban, y parecía que la oscuridad sería eterna.

Pero una raza de bravos guerreros oyó acerca de ellos y viajó desde su lejano mundo para enfrentárseles. La batalla entre la luz y la oscuridad fue larga, y muchos de los guerreros perecieron. Al final, cuando derrotaron a los monstruos, quedaban cien guerreros vivos, que se convirtieron en los Dioses Estrella y trajeron luz al universo.

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Akiva trató de recordar la primera vez que había escuchado el mito. Monstruos devoradores de mundos que nadaban en la oscuridad. Enemigos de la luz, traga—estrellas. ¿Lo había escuchado de su madre? No podía recordarlo. Sólo la había tenido cinco años, y tantos años después para borrar esos cinco. Lo había escuchado en el campo de entrenamiento, propaganda para construir su odio hacia las quimeras, porque así era cómo la historia había sido retorcida en el Imperio: un mito de origen tan horrible que era absurdo.

Él se lo había contado a Madrigal en su primera noche juntos, mientras yacían sobre sus ropas en una hilera de musgo, pesados y adormilados con placer. Ellos habían reído con él. —Mi feo tío Zamzumin, quien me creó a partir de una sombra —ella había dicho. Absurdo.

O no. Scarab, a diferencia de Akiva, los llamaba por otro nombre, pero éste hacía su propio sentido. Como el sirithar había llegado a significar, en el Imperio, el estado de calma en el cual los Dioses Estrella trabajan a través del espadachín, nithilam había sido lo opuesto: la falta de bondad, el frenesí del fragor de la batalla para matar en lugar de morir. Esos nombres una vez habían significado algo sobre la naturaleza de su mundo. De alguna manera, la verdad se había perdido.

Ahora Akiva aprendió que los monstruos eran reales.

Que cada segundo de cada día ellos abollaban el velo del mundo.

Que la gente que era su media sangre vivían sus vidas en la devoción de regenerar ese velo con la fuerza de su propia vida.

Y que él… él… casi había vuelto a abrirlo.

Estaba de rodillas. Sólo estaba tenuemente consciente de estar allí. Lo que los Faerers habían hecho era só-lo medio cataclismo. En su ignorancia, él casi lo iba a terminar.

—No sólo en la ignorancia —le transmitió Nightingale a su mente. Se puso de rodillas en frente de él, mien-tras Scarab se quedó plantada donde estaba, inmóvil—. Ignorancia y poder. Son una combinación poco favorable. El poder es misterioso como los mismos velos. El tuyo, más que el de cualquier otro. No podemos quitártelo si no es matándote y no deseamos hacer eso. Tampoco podemos dejarte y esperar que lo contengas por tu propia cuenta.

Y Akiva comprendió que su elección no era una elección. —¿Qué quieren de mí? —preguntó, ronco, aunque ya lo sabía.

—Ven con nosotros —dijo Nightingale, en voz alta. Su voz era suave y triste, pero Akiva miró sobre su hom-bro a Scarab y no vio tristeza ni misericordia. Su abuela añadió suavemente:

—Regresa a tu hogar.

Hogar. Se sentía como una traición incluso escuchando la palabra, mucho más mientras miraba a Scarab cuando la escuchó. Hogar era lo que crearía con Karou. Su hogar era Karou. Akiva sintió su futuro escapar de sus manos.

Pensó en la manta que todavía no existía, el símbolo de su más simple y profunda esperanza: un lugar para amar y soñar. ¿La romperían en dos, él y Karou, y cargarían sus mitades imperfectas a donde sus destinos determi-narían llevarlos? —No puedo —dijo él, desesperado, sin pensar en lo que eso significaría o en lo que pudiera ser interpretado como su elección.

Nightingale sólo lo miró, una sacudida de decepción en las esquinas de su boca. En cuanto a Scarab, su ros-tro no traslució nada, aunque la naturaleza de su voz había sido muy clara para él, en caso de que entendiera mal. Dos veces antes, él había sido vencido por esta rápida e intensa consciencia de su propia vida.

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Esta era la tercera vez, y con ella llegó una transmisión, más tosca que las de Nightingale, inconfundiblemente de Scarab, y no era cruel, sólo despiadada, y él comprendió que no había espacio para la pena, no para ella. Era la reina de un pueblo esclavizado por un peso tan grande que la totalidad del Continuum dependía de ellos. Ella no podía vacilar, nunca, y no lo hacía. Eso era fuerza, no crueldad. Su transmisión era una imagen: un filamento bri-llante sostenido entre dos dedos, y el entendimiento, con ella, que el filamento era la vida de Akiva, y los dedos eran de ella y podría acabarlo fácilmente, rompiéndolo.

Y lo haría.

Pero él sintió algo más en la transmisión, y lo sorprendió. Sería más seguro para todos, y más fácil para ella, matarlo ahora. Y no sólo más fácil, no sólo más seguro. Había algo que no podía comprender del todo en la imagen de ese filamento brillante. Una cuerda de arpa. Scarab y Nightingale habían discutido sobre esto antes, y Akiva sin-tió que la reina colocaba de alguna manera ganar para matarlo.

Pero ella no quería hacerlo.

—¿Y bien? —preguntó ella.

Su voz fue simple. Vida, primero. Tienes que estar vivo, después de todo, en regla para averiguar todo lo demás.

—Está bien —dijo Akiva—, iré con ustedes.

Y claro, porque Ellai caminó aquí—la diosa fantasma que había apuñalado al sol, quien traicionó a más amantes de los que ayudó—Karou entro en la caverna justo en ese momento y lo oyó.

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85 UN FINAL

—¿Akiva?

Karou no entendía lo que estaba mirando. El cumplimiento de su deseo había sido la simplicidad misma. El gavriel no se había desvanecido antes de que ella supiera dónde estaba él: cerca pero escondido en un profundo cuarto de las cuevas de los Kirin que a su grupo todavía le faltaba explorar. Así que los guió hasta allí, a través de muchas vueltas, llegando finalmente a esa curva para encontrar… a Akiva de rodillas.

Había otros cinco en el lugar, extraños de cabello negro, y oyó lo que les dijo pero no tenía sentido y ella no corrió hacia él. No corrió. Sus pies nunca tocaron la piedra sino que estaba dentro en un segundo, tirando de él y mirándolo, mirando dentro de él. Derramándose a sí misma dentro de él y sabiendo. Al instante.

Ahí había un final.

Le pareció un fuego consumido, y todas las cosas estaban perdidas y vacías. —Lo siento —dijo él, y ella no podía comprender que había pasado, en cuestión de horas, qué le habían hecho. ¿Dónde estaba la mirada de espe-ra, intensa y viva, la risa, la diversión, la danza, el hambre? ¿Qué le habían hecho? Se giró hacia los extraños y cuando vio sus ojos.

Oh.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, e inmediatamente estaba asustada de oír la respuesta. Aunque la esperó, y era lenta en llegar o ella estaba perdiendo la noción del tiempo otra vez, y entonces Akiva la tomó en sus brazos y presionó sus labios contra su cabeza, largo y persistente. Como van los besos, pudo haber estado bien, había caído a sus labios. Como van las respuestas, todo estaba muy mal. Era un adiós, completamente. Lo sintió en la rigidez de sus brazos, el temblor en su mandíbula, la derrota en sus hombros. Ella se zafó, fuera de la presión de su beso de despedida—. ¿Qué estás haciendo? —le preguntó. Tardíamente procesó lo que le había escuchado decir al prici-pio—. ¿A dónde vas?

—Con ellos —dijo él—. Tengo que hacerlo.

Karou dio un paso atrás, mirando una vez más a —ellos—. La gente de Akiva, Stelians. Sabía que él nunca había conocido a ninguno y no podía adivinar qué significaba eso, que estuvieran aquí. La mujer vieja estaba más cerca, y era bastante hermosa, pero era a la más joven a quien Karou no podía dejar de mirar. Tal vez era la artista en ella. Raras y pocas veces ves a alguien que no luce como nadie más, ni siquiera un poco, y a quien nunca, nunca confundirías o olvidarías. Así era ella, esta serafín. Ni siquiera era belleza—no porque no fuera hermosa en su oscu-ra forma. Era en extremo única. Ángulos extremos, intensidad extrema, y su postura regia radiaba a caudales. Era alguien, pensó Karou, envidiosa, que había sabido exactamente quién era desde el día en que nació.

Y se iba a llevar a Akiva con ella.

Porque cualquier cosa que fuera esto, ni por un segundo Karou dudó que Akiva la estaba dejando por su elección. Sintió la presencia de sus amigos y compañeros cerrando el espacio detrás de ella. Todos ellos estaban ahí: Issa, Liraz, Ziri, Zuzana, Mik, incluso Eliza. Más dos Ilegítimos y más de dos quimeras, todos preparados para pelear por Akiva cuando lo hallaron.

Sólo para encontrarse con que Akiva no estaba peleando por sí mismo.

—Tengo que hacerlo —había dicho él.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Mell Kiryu

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Fue Liraz quien respondió. —No —dijo, en esa manera que tenía para dictar una verdad y quedarse sobre ella como una leona que aguardaba una presa—. No tienes que hacerlo —sacó su espada y se enfrentó a los Ste-lian.

—Lir, no —Akiva levantó sus manos, apremiante—. Por favor. Baja eso. No puedes vencerlos.

Lo miró como si no lo conociera.

—No lo entiendes —dijo él—. En la batalla. Fueron ellos —miró a los Stelian, concentrándose en la vieja mujer—. ¿No fue así? Ustedes enfrentaron a nuestros enemigos por nosotros.

Ella negó con la cabeza. —No. Nosotros no lo hicimos —dijo ella, y Akiva parpadeó, confuso. Pero entonces ella añadió, con un gesto hacia la feroz joven a su lado—. Fue Scarab.

Y nadie habló. Recordaban la manera en que sus enemigos habían caído lánguidamente en la batalla y en picada desde el cielo. Una mujer. Una mujer había hecho eso.

Liraz puso su espada de vuelta en su funda.

—Por favor dime que está pasando —susurró Karou, y cuando Akiva volteó hacia la vieja mujer, pensó por un brevísimo momento que estaba ignorando su súplica. De hecho, él estaba haciendo una súplica.

—¿Podría? —pidió—. ¿Por favor? —y Karou no tenía idea de a qué se refería con eso, pero estaba conscien-te de que algo pasaba entre las dos mujeres: una discusión sin palabras. Después entendería que habían estado debatiendo en decirles—transmitirles—la respuesta a su pregunta y Nightingalehabía ganado. Porque después, Karou pudo entender todo.

Dentro de su mente—de las mentes de todos—llegó una experiencia de significado y sentimiento tan com-pleta que parecía como si la vivieran, y no era nada de lo que Karou deseara vivir. Supo por qué Akiva le había pe-dido a su abuela—su abuela—que les respondiera de esa manera, porque ninguna verdad contada podía igualarse a esto. La envolvió y penetró en ella: una historia de tragedia e indescriptible horror, despiadada y compleja y to-davía, de alguna manera, liberada con la mayor facilidad. Era simplemente dada a su mente, comprimida y precisa, como un universo contenido dentro de una perla. O como memorias presionadas dentro de un hueso de la suerte, pensó Karou. Pero esta historia era más profunda y más terrible que la suya. Era como un sueño.

Una pesadilla.

Y entendió lo que le había pasado a Akiva desde que lo vio por última vez, porque ahora ella también era fuego consumido y todas las cosas estaban perdidas y vacías.

¿Cómo aceptas algo tan masivo y tan espantoso? Karou lo supo. Te quedas ahí jadeando y te preguntas có-mo alguna vez te encontraste imaginando un final feliz.

Durante un largo momento nadie habló. Su horror era palpable, sus respiraciones más ruidosas de lo que deberían ser. Había estado, brevemente, en la transmisión de Nightingale, la sensación de un enorme peso y salva-jismo, hambre temblando, y ahora lo sabían, ninguno de ellos lo podría olvidar nunca: la presión del nithilam con-tra la piel de su mundo.

Karou estaba a no más de un paso alejada de Akiva, pero ya se sentía como un abismo. Su propia parte en la historia había sido muy clara en la transmisión y no había ninguna duda: él tenía que ir. La reformación de un impe-rio les había parecido tan grande, y ahora sólo era una nota al lado de la cuestión de la verdadera supervivencia de Eretz. Karou retrocedió. Akiva la miró a los ojos, y ella vio lo que él quería preguntar pero no lo haría, porque su propio destino no era alguna reflexión para unirlo con el suyo. Ella no podría irse sin él.

Sin ella, no habría un renacimiento para el pueblo quimérico.

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Era él quien estaba dispuesto a quedarse con ella——un compromiso más importante—, como le había di-cho a Ormerod—pero ahora no podía, y su historia, después de todo, no iba a ser la historia de todo Eretz: serafi-nes y quimeras juntos y una —forma distinta de vivir—. Sólo era un revoloteo de entre millones dentro de un mun-do sitiado, y una vez más, estaban alejados.

Fue Liraz quien por fin rompió el silencio. —¿Qué hay de los Dioses Estrella? —preguntó, como una súpli-ca—. En la historia, ellos combatieron a las bestias y ganaron.

—No hay Dioses Estrella —dijo Scarab, y con sus palabras llegó una breve y débil transmisión: sólo un cielo dividido y el entendimiento de que no había nada afuera en toda la vastedad que acechaba sobre ellos, y ninguna ayuda en camino. Por los muchos dioses que habían nombrado y venerado en tres mundos y más, ¿cuándo habían ido en su ayuda? Dijo Scarab, con una voz para mezclar sus palabras con la debilidad—. Y nunca los hubo.

Era lo peor, el momento más grave de todos, y Karou siempre lo recordaría como lo más oscuro de las som-bras—el tipo de oscuridad que las sombras sólo pueden alcanzar cuando yacen al lado de la luz más brillante.

Porque entonces otra transmisión llegó a ellos. Esta cortó a través de la otra, brillante y cegadora. Era luz, tambaleante y abundante. Una sensación de ligereza. Un ejército de luz. Había figuras dibujadas en ella, doradas y muchas, y Karou sabía qué y quiénes eran. Todos lo sabían, aunque las siluetas no se igualaban al mito. Era lógica de un sueño, y conocimiento en lo más profundo del corazón. Esos eran los bravos guerreros.

Los Dioses Estrella.

Karou vio la cabeza de Scarab levantarse, y también la de Nightingale, y leyó su conmoción y supo que la transmisión no era de ellas, ni de los otros Stelian, quienes lucían tan asombrados como ellas.

Entonces, ¿de dónde provenía?

—Todavía.

Una palabra que llegó desde detrás de Karou, de entre su propio grupo, y la voz era familiar pero también totalmente inesperada para que ella la reconociera en ese primer instante. Tuvo que voltearse y ver con sus ojos, y parpadear, y ver de nuevo, antes de que pudiera creerlo.

—La gente con destinos no debería hacer planes —Eliza diría después, riendo, pero lo que dijo justo en ese momento fue: —Nunca hubo Dioses Estrella, no todavía.

Porque era ella. Eliza. Fue hacia adelante, y estaba beatífica, prácticamente incandescente. Ella había sido sino olvidada en medio de las mezcladas criaturas de este mundo, y no era sorpresa, porque ninguno sabía lo que ella era, no realmente. Eliza le había dicho a Mik y a Zuzana que era una mariposa, pero ellos no tenían contexto de lo que eso significaba—las ramificaciones de aquello—y de todos modos, ella era mas que eso. Era un eco, y más que eso también. Era una respuesta. El misterio zumbaba desde su piel; estaba cubierta de él como una perla ne-gra. No había serafines de ébano en esta Segunda Era; aquellos de Chavisaery habían perecido con Meliz, y enton-ces los Stelian la miraron, asombrados.

Miraba fijamente a Scarab, y Scarab a ella. —¿Quién eres? —preguntó la reina, su severidad ya se había suavizado con el asombro. Sus ojos brillaron con invitación, Eliza asintió, llamando a Scarab para que la conociera—para que tocara el hilo de su vida—y Scarab lo hizo, con una sencilla punta de los dedos de su anima, una caricia de luz de plumas que corrió a lo largo de ella. Eliza se estremeció. La sensación era nueva y le puso la piel de gallina, y era capaz de pensar que era divertido, que su cuerpo debería responder en tal ordinaria manera como la piel de gallina con un toque de una dorada reina serafín al hilo de su vida. Lo que fuera que Scarab leyó allí, todos vieron fuego danzar en sus ojos, y ella también se volvió beatífica.

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Ninguno de ellos lo entendió entonces, a excepción de Eliza y Scarab. Ni siquiera Nightingale. Pero todos los presentes en las cuevas de los Kirin esa noche—serafines, quimeras y humanos—nunca podrían explicar después lo que sintieron, en ese instante, una oscura época se abrió camino tranquilamente, y un brillante florecer a la exis-tencia. Era un final superpuesto por un principio, y era emocionante y confuso, fundamental y terrorífico, eléctrico y delicioso.

Se sintió como enamorarse.

Scarab dio un paso al frente. Toda su vida había estado cazando por un ananke, el implacable tirón del des-tino. Había sido opresivo y también elusivo. Había causado su desconcierto y pavor. Pero nunca había experimen-tado la perfecta realización del rompecabezas como ahora.

Terminación. Más que eso. Consumación.

El ananke fue tranquilo. Su liberación desde él fue como el silencio, como cuando el llanto de un bebé se ha vuelto insoportable y después abruptamente cesa.

Estaba de pie enfrente de esta mujer—esta serafín salida de ningún lugar, de la línea perdida de los Chavi-saery a los que todo Meliz habían reverenciado como profetas—y todo el desconcierto y pavor de Scarab… se des-vaneció.

—¿Cómo? —preguntó ella. ¿Cómo era posible? ¿De dónde venía Eliza?

¿De dónde había venido su transmisión, y qué significaba?

¿Cómo? La mirada de Eliza fue hacia Karou y Akiva, a Zuzana, Mik y a Virko, quien, entendió, la había llevado sobre su espalda, lejos de la kasbah, lejos de los agentes del gobierno y quién sabe de qué más. Los cinco la habían rescatado de la infamia y la locura, y de una vida sin futuro. Gracias a ellos, estaba donde se suponía que debía estar, y oh, ahora tenía un futuro. Todos lo tenían, y qué futuro era ese.

Entró también en el resto de la compañía, y sintieron la misma realización que Scarab sintió. Esto era co-rrecto. Esto era significado, y a la vez era imposible e inevitable, como todos los milagros,

—Creo que ha llegado el tiempo —fue su respuesta. Habló con admiración, sus palabras tenían el peso del destino, e incluso si la compañía no entendía, estaban amilanados con la gravedad del momento, y sostuvieron sus lenguas.

Bueno, excepto por Zuzana. Ella y Mik se aferraban en uno al otro, tomando todo con sus ojos y oídos, tam-bién dándole sentido—a las palabras, al menos—porque antes de eso Zuzana había puesto deseos a hurtadillas en su bolsillo, maldita sea la policía de los deseos, y antes de que ellos hubieran entrado en la presencia de los desco-nocidos, había desvanecido dos lucknows, uno para ella y otro para Mik, dándoles a ambos el lenguaje de los ánge-les.

Aunque resultó de poca ayuda al interpretar el momento, y entonces Zuzana se aventuró a preguntar: —Emm, ¿el tiempo para qué?

Una onda de risas los agitó a todos—y alivio, de que alguien hubiera dado voz a la duda que todos querían que fuera respondida. De hecho. ¿El tiempo para qué?

—El tiempo para la liberación —dijo Eliza—. Para la salvación. El tiempo de los Dioses Estrella.

—Son un mito —habló Scarab, insegura y lista para ser persuadida. Como el resto de ellos, mantenía la vi-sión de la transmisión de Eliza en su mente, y no sabía que hacer con ella. Sólo sabía que quería creer en ella.

—Lo son —concedió Eliza, sonriendo. Todos la observaban. Todos escuchaban. Qué extraño, que pudiera volverse el centro de este momento— este tremendo momento en la historia de sus mundos.

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—Mi gente entiende que el tiempo es un océano, no un río —les dijo a todos—. No se derrama ni se vierte a sí mismo, hecho e ido. Simplemente es— eterno y entero. Los mortales podrán moverse a través de él en una dirección, pero ese no es un reflejo de su verdadera naturaleza—sólo de nuestras limitaciones. El pasado y el futu-ro son nuestras propias construcciones.

—Y en cuanto a los mitos, algunos están hechos de nada más que fantasía. Pero algunos mitos son verdade-ros. Algunos ya se han vivido. Y en la corriente del tiempo, eterno y entero, algunos todavía no —se detuvo, reuniendo las palabras que pudieran hacerles entender.

—Algunos mitos son profecías.

Una raza de bravos guerreros escuchó hablar del nithilam y viajó desde su lejano mundo para enfrentarse a ellos. Esos eran los Dioses Estrella, quienes trajeron la luz al universo.

Algún tiempo en el medio de esto, Karou y Akiva habían tendido un puente en el espacio entre ellos. Ahora se aferraban el uno al otro, su asombro hacía la cueva tambalearse a su alrededor. Su adiós no se había olvidado ni evadido. Su miedo se había ido, pero no su dolor. Lo que sea que pasó aquí esta noche, una separación todavía estaba por delante. Loramendi esperaba, todas esas almas quietas bajo ceniza. Karou seguía siendo la última espe-ranza de las quimeras, y Akiva era lo que era, incuantificable y peligroso. Pero ellos habían visto algo en esa trans-misión dorada, y el nuevo futuro que yacía abierto era tan magnificente como apaleador.

También era, de alguna manera, instantáneamente… certero. Como si la transmisión de Eliza se hubiera empalmado a sí misma dentro de todos sus hilos de vida y se convirtiera en parte de ellos.

No había vuelta atrás para esto.

Ziri tomó la mano de Liraz cuando la primera transmisión oscura se había apoderado de ellos, y todavía la sostenía. Era la primera vez que ellos habían sostenido la mano del otro, y sólo para ellos, la inmensidad de lo que reveló esa noche estaba eclipsada por la perfecta maravilla de sus dedos entrelazados— como si las manos siempre hubieran sido para eso, no para sostener ningún arma.

Su admiración también estaba socavada por el dolor, mientras el entendimiento crecía en ellos de que no habían terminado de sostener armas. Ni siquiera un poco.

Eliza era una profeta y también era una Faerer, y lo primero era magnífico, porque les regaló esta transmi-sión y todo lo que presagiaba, pero lo segundo era aún más magnífico, porque ella era la realización de su propia profecía. Los mapas y los recuerdos estaban en ella. Elazael de los Chavisaery había, hace mucho tiempo, viajado a través de los velos y hecho mapas de los universos, y todo porque ese mago ebrio de poder había hecho a los doce, aquellos mapas eran todos de Eliza, como fueron recuerdos de su antepasada y de las mismas bestias. Nadie vivo había contemplado el nithilam o viajado por las tierras devastadas, pero Eliza lo tenía todo.

Si Scarab iba a enfrentarse al Cataclismo, necesitaría un guía. Y lo iba a hacer, y también tenía un guía. Y más que un guía. Cualquiera podría verlo. Scarab y Eliza estaban resueltas en el destino y eran mitades enteras en el momento en que fijaron su mirada en la de la otra. Incluso Carnassial, silencioso todo el tiempo, renunció a sus esperanzas tan tranquilamente como siempre las sostenía.

En cuanto al resto, todos habían visto las siluetas en la transmisión, y todos la creyeron en la manera de los sueños, sin consideración o duda.

—Algunos mitos son verdaderos —había dicho Eliza—. Algunos ya han sido vividos. Y en la corriente del tiempo, eterno y entero, algunos todavía no.

Y el resto de ellos supo dos cosas a la vez: quiénes era los bravos guerreros y qué eran.

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El —qué— era simple, aunque no menos profundo. Ellos eran los Dioses Estrella, quienes en la corriente del tiempo todavía no habían llegado a ser.

¿Y en cuanto al —quién—?

Las siluetas estaban empapadas de luz, magnificentes y… familiares. Se vieron a ellos mismos, cada uno de ellos, desde Rath el chico Dashnag quien ya no era un chico, hasta Mik, el violinista de otro mundo, y Zuzana la fa-bricante de marionetas. Desde Akiva a Liraz, quienes nunca perderían el anhelo de tener a Hazael entre ellos. Hasta Ziri de los Kirin, afortunado después de todo, e incluso Isaa, quien nunca había sido una guerrera. Y hasta Karou.

Karou, quien había, hace una vida, comenzado esta historia en un campo de batalla, cuando se arrodilló al lado de un ángel moribundo y sonrió.

Podrías trazar una línea desde la playa de Bullfinch, a través de todo lo que había pasado desde entonces—vidas terminadas y comenzadas, guerras ganadas y perdidas, amor y huesos de la suerte y rabia y remordimiento y decepción y desesperación y siempre, de alguna manera, esperanza—y terminarla justo aquí, en esta cueva de las Montañas Adelfas, en esta compañía.

El destino tomó un arco, todo estaba tan arreglado, pero aún así robó sus alientos para escuchar a Scarab, reina de los Stelian y guardiana del Cataclismo, decir, con un fervor que envió estremecimientos a cada espina dor-sal, incluyendo la suya: —Habrá Dioses Estrella. Y seremos nosotros.

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EPÍLOGO

Karou despertaba casi todas las mañanas al sonido de los martillazos forjadores y se encontraba a sí misma sola en su tienda. Issa y Yasri habrían salido silenciosamente antes de la primera luz del día para ayudar a Vovi y Awar para ocuparse de las cantidades y cantidades de desayuno y comenzar con su jornada en el campamento. Haxaya estaba con el grupo de caza, lejos durante días siguiendo a los rebaños skelt subiendo el río Erling, y era quien sabía dónde Tagris y Bashees pasaban sus noches.

Al momento en que cayó el martillazo de Aegir—el reloj despertador de Karou en esos días era un yunque—el grupo de excavación de Amzallag ya había desayunado e ido al sitio, y los otros grupos de trabajadores estarían tomando su turno en la desordenada tienda.

A parte de los herreros—quienes ahora estaban forjando incensarios, no armas —había pescadores, aca-rreadores de agua, cultivadores. Se habían construido e impermeabilizado botes, tejido redes. Unas últimas pocas cosechas tardías de verano habían sido sembradas en buena tierra a unos pocos kilómetros de allí, aunque todos esperaban hambre durante este invierno, después de un año de graneros arrasados y campos quemados. Aunque había menos bocas que alimentar y esto no era una grieta de esperanza, sino una verdad que podría, sin embargo, ayudarlos a lograrlo.

El resto se preocupaba por la ciudad. Los huesos que habían sobrevivido a la incineración habían sido ente-rrados antes que nada y no había nada que salvar en las cenizas. Habría constructores eventualmente, pero por ahora las ruinas tenían que ser despejadas, y las torcidas barras de hierro de la gran jaula remolcadas.

Todavía estaban tratando de encontrar suficientes animales de carga para llevarlo a cabo, y no sabían qué harían con todo el hierro una vez que tuvieran el músculo para moverlo. Algunos pensaban que la nueva Loramen-di debía ser construida bajo una jaula como la anterior, y Karou entendió que era muy pronto para que las quime-ras sintieran cualquier tipo de seguridad bajo un cielo abierto, pero esperaba que con el tiempo si esa decisión tu-viera que hacerse, podrían elegir construir una cuidad propia de un futuro brillante.

Loramendi podría ser hermosa algún día.

—Traigan a un arquitecto cuando regresen —les dijo a Mik y a Zuzana en una media broma cuando iban a la Tierra a lomos del cazador de tormentas que habían llamado Samurái. En primer lugar, regresaban por dientes y en segundo lugar, por chocolate—conforme a Zuzana—y para ver cómo le iba a su planeta natal después de la visita de Jael. Karou los extrañaba. Sin Zuzana para distraerla, siempre estaba a un paso de la auto—compasión o de la amargura. Aunque estaba lejos de estar sola—y a un millón de kilómetros de la soledad que había sufrido en los primeros días de la rebelión, cuando el Lobo los había guidado a la matanza y ella pasaba sus días construyendo soldados para resucitar una guerra—la soledad que Karou conocía ahora era como una manta de niebla: sin sol, sin horizontes, sólo un continuo, progresivo e inevitable frío. Excepto en sus sueños.

Algunas mañanas cuando el martilleo la despertaba con su primer golpe resonante, se sentía a sí misma caer a su vida desde alguna dulce y dorada esfera que perdía toda la claridad del flujo de la consciencia—como una visión borrosa por las lágrimas. Se quedaba con sólo un sentimiento; le parecía la impresión de un alma, como la tenía cuando abría un incensario o iba a cosechar almas entre los muertos. Y aunque nunca había sentido su al-ma—porque, benditamente, él nunca había muerto—eso la dejaba inundada con una sensación de gracia, como estar al sol. Calidez y luz, y un sentimiento de la presencia de Akiva, tan fuerte, que casi podía sentir su mano con-tra su corazón, y la de ella contra el suyo.

Esta mañana había sido especialmente poderoso. Todavía estaba acostada, un fantasma de calor que permanecía sobre su pecho y su palma. No quería abrir sus ojos, sino sólo volver dentro de la esfera dorada, encontrarlo y que-darse allí.

Traducción: Itzel Alvares - Haba Rabiosa Corrección: Mell Kiryu

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Suspirando, recordó una tonta canción de la Tierra, decía que si querías recordar tus sueños, tan pronto como despertaras tenías que llamarlos como si fueran pequeños gatitos. Más o menos la canción entera iba —vuelve gatito gatito gatito gatito gatito gatito gatito gatito gatito gatito gatito…— y siempre la había hecho sonreír. Aunque ahora, la sonrisa era más una mueca, porque quería que funcionara, y no funcionó.

Y después, en la solapa de la puerta de la tienda: una garganta suavemente aclarándose: —¿Karou? —la voz fue lo suficientemente baja para no despertarla por si todavía seguía durmiendo, y cuando vio la figura enmarcada en la abertura, el sol se pintó a si mismo a lo largo de la línea de un brazo fuerte tan brillante como dorado hojean-do sobre una imagen, se irguió como un estallido de primavera.

Arrojó la cobija a un lado, hacia sus rodillas y se levantó antes de que se diera cuenta de su error.

Era Carnassial.

No pudo disfrazar su aflicción. Tuvo que cubrirse el rostro con las manos. —Disculpa —dijo ella, después de un momento, empujando todo profundamente, como lo hacía cada mañana, en regla para proseguir con su día. Bajó sus manos y sonrió al mago Stelian—. En realidad no es horrible verte —le dijo.

—Está bien —entró. Ella vio que llevaba té y su ración matutina de pan, así ellos podrían partir directamen-te al sitio—. Es bueno saber cómo lucir cuando alguien está feliz de verte. Aunque no imaginaba que la mayoría de la gente reaccione así. Nunca lo había visto, pero ahora esperaré eso toda mi vida.

—Tal vez es una maldición, de cualquier forma —dijo Karou, tomando el té.

Entendió que Carnassial había compartido algo con la reina, y que eso ya había terminado; sospechó que era por eso que se había ofrecido para venir a Loramendi, en lugar de regresar a las Islas Lejanas con los otros—. O tal vez es como el skohl —dijo ella. Esa era la planta de las altas montañas cuya fétida resina quemaban sobre sus antorchas en las cuevas—, que sólo crece en las peores condiciones —nunca encontrarías skohl en alguna pradera moteada de sol, sino sólo en un acantilado, con una corteza de escarcha. Tal vez el amor rompe corazones era lo mismo, y sólo podía crecer en ambientes hostiles.

Carnassial negó con la cabeza. Él en realidad no se parecía tanto a Akiva, pero aquí era confundido por él constantemente, ya que Akiva era el único Stelian conocido en esta parte del mundo.

—Él hizo lo mismo, sabes —le dijo a ella—. La primera vez que lo vimos. Habíamos venido a matarlo. Eso hubiera pasado entonces y allí si él no hubiera volteado para ver quien era. Scarab hizo un ruido y el volteó y man-tuvo fija la mirada donde ella estaba bajo el hechizo. Y sonrió como si la alegría misma lo hubiera arrinconado en la oscuridad —hizo una pausa—, porque pensó que eras tú.

La mano de Karou tembló, sosteniendo el té, y la calmó con la otra, para minimizar el efecto. ¿Cuándo re-gresaste? —preguntó, cambiando de tema. Él había estado en Astrae en su facultad de representante de la corte Stelian. Liraz y Ziri también habían ido, para encontrarse con Elyon y Balieros y discutir los planes para el invierno próximo.

—Anoche —Carnassial le dijo—. Algunos de los tuyos regresaron con nosotros. Ixander está furioso por ha-ber perdido la oportunidad, en sus palabras, de convertirse en un dios.

Un dios. Un Dios Estrella.

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Hubo mucha discusión sobre qué significaba eso desde la noche de la transmisión de Eliza, y la mayoría acordó que no por una interpretación factible ellos iban a convertirse en —dioses—. Aunque hubo una extraordi-naria unidad y solemnidad entre ellos, aceptando su destino. Podrían jugar una parte en la realización del mito. Pudo ser antes un mito seráfico, pero ahora le pertenecía a todos ellos. Mortales o inmortales estaba fuera de lu-gar. Amenazaba una guerra de tal extensión épica que hacía a las rodillas doblarse y a las mentes empañarse, y ellos eran los bravos guerreros que desvanecerían la oscuridad.

—Sólo seguiré adelante y me consideraré a mi misma un dios —había dicho Zuzana—. Ustedes crean lo que quieran.

Karou disfrutó la idea de que podías —creer lo que quisieras,— como si realmente hubiera una línea de bu-fé. Ojalá.

Triple porción de pastel, por favor.

Carnassial siguió hablando de Ixander. —Él dice que por derecho debería ser uno de los Dioses Estrella, ya que quiso regresar a las cuevas de los Kirin contigo, pero en su lugar estaba encargado a Astrae. Temía que él fuera a desafiarme por mi lugar —sonrió.

Karou encontró su propia sonrisa, imaginando al soldado ursino arguyendo lagunas con el destino. —Quién sabe —dijo ella—. No es como si pudiéramos congelar la transmisión de Eliza y hacer una lista de nombres —tampoco podían ver de nuevo la transmisión, porque Eliza se había ido a las Islas Lejanas con los Stelian y Akiva—. Tal vez todos vimos lo que quisimos ver.

—Tal vez —concedió Carnassial—. Aunque yo te vi a ti.

Karou no podía contestarle con lo mismo. Ella no lo había visto. Se había visto a sí misma en el resplandor de aquella visión con Akiva a su lado. Ver eso había sido como una boya para alguien que se ahoga, y Karou todavía estaba aferrada a ella.

Había creído que el tiempo llegaría cuando sus deberes los dejarían libres de estar juntos—o al menos a un tiempo cuando pudieran entrelazar y curvar y luchar sus deberes en alineamiento. Si estaban destinados a ser es-clavos obligados del destino para siempre, entonces, ¿tal vez no podrían al menos ser esclavos obligados del des-tino en el mismo continente, quizá incluso bajo el mismo techo?

Algún día.

Y con suerte antes de la guerra de Scarab que los llamaba a todos para encontrarse con el nithilam.

¿Y cuándo ocurriría? No sería pronto. Esa no era una confrontación a la cual apresurarse. La mera idea se había encontrado con violenta oposición cuando los Stelian regresaron a casa, de acuerdo con Carnassial, quien recibía transmisiones de su gente.

Aunque la oposición no era general. Aparentemente, muchos apoyaban a su reina con la esperanza de un futuro libre de su deber con el velo, —¿Has tenido noticias de casa? —Karou se permitió preguntar. Habían habido algunos mensajes de Akiva, y ella esperaba que hoy hubiera otro. Carnassial asintió. —Hace dos noches. Todos es-tán bien.

—¿Todos está bien? —repitió ella, deseando tener la expresión con la ceja característica de Zuzana para ex-presar lo que pensaba sobre la extensión de estas noticias—. ¿En serio bien?

—Entonces están más que bien —él concedió—. La reina está en casa, el velo está sanando y se acerca la estación de los sueños.

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Karou entendía que el velo estaba sanando porque Akiva ya no lo estaba consumiendo, y esa ordinaria es-tabilidad estaba regresando, pero no sabía qué era la estación de los sueños. Preguntó —Es… una buena época del año —contestó Carnassial con voz áspera y apartó la mirada.

—Oh —dijo ella, todavía sin entender—. ¿Qué tan buena?

Su voz seguía áspera cuando dijo: —Eso depende completamente con quién lo compartes —y esta vez fue Karou quien apartó la mirada.

Oh.

Se puso las botas y recogió su cabello hacia atrás, atándolo con una banda de tela que había arrancado de una de sus dos playeras. Lujoso. Trae bandas de goma, le ordenó a Zuzana, deseando tener telesthesia.

Ya estaba vestida. Esta no era una vida para pijamas, incluso si los tuviera. Alternaba dos juegos de ropa, durmiendo y despertando en uno hasta que fallaba la prueba del olfato—aunque, con toda honestidad, era bastan-te la indulgencia de la prueba del olfato en esos días. Era un poco divertido imaginar la boutique de Roma donde el comprador de Esther había comprado estas, que bajo condiciones de guerra, parecía, la siguiente playera en la pila se encontraba a sí misma en un día normal. Alguna chica italiana la estaba usando sobre un ciclomotor, tal vez, con los brazos de un chico asegurados ligeramente alrededor de su cintura. Con un corte de pelo de Audrey Hepburn, porque, ¿por qué no? Los ensueños de Roma merecían cortes de pelo de Audrey Hepburn. Una cosa era segura: que imaginar la playera de otra chica pudo haber comenzado idéntica a la de Karou, pero aquella no podría tener parecido al artículo manchado de cenizas, lavado en el río, áspero, decolorado por el sol y apestoso de sudor que Karou usaba ahora.

—Bien —dijo ella, terminando su té y tomando el pan para comerlo en el camino—. Cuéntame qué está pa-sando en Astrae.

Él le contó, y el aire matutino era dulce a su alrededor, y habían sonidos de risa en el campamento desper-tando—incluso risas de niños, porque los refugiados habían comenzado a encontrarlos—y a esta hora del día, cuando la tierra estaba bañada con el brillo del amanecer, no podrías decir que las colina distantes y descoloridas habían muerto. Karou podía ver el camino a la cresta donde estaba eltemplo de Ellai, una ruina oscurecida, aunque no podía distinguirla.

Había estado allí para recuperar el incensario de Yasri. Fue sola, preparada para ser atravesada hasta los huesos por los recuerdos de ese mes de noches dulces, pero ni siquiera parecía el mismo lugar. Si el bosque de ré-quiems había crecido de nuevo desde que Thiago le prendiera fuego dieciocho años atrás, había sido quemado de nuevo el año anterior, junto con todo lo demás. No había dosel de árboles antiguos, tampoco evangelinas—las aves serpiente cuyo hish—hish había sido la música de ese mes de amor, y cuyos chillidos al quemarse, marcaron el final de todo.

Bueno, pero no fue el final. Más capítulos habían sido escritos desde entonces, y habrían más, y Karou no creía, después de todo, que serían aburridos, como había esperado en el campamento de los Dominantes, aquella noche con Akiva. No con el nithilam allí afuera y una intrépida joven reina agarrando al destino por el cuello.

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Karou y Carnassial llegaron a la cima de una cuesta que ocultaba la ciudad en ruinas desde la vista del cam-pamento, y ahí estaba, delante de ellos, no hace mucho que Karou había volado aquí desde la tierra meses antes para encontrarla sin ninguna vida, sin almas que se frotaran contra sus sentidos y sin esperanza. Las barras de la jaula estaban igual, como los huesos de alguna enorme bestia muerta, pero debajo de ellas, se movían figuras. Equipos de quitinas, bueyes milpiés colándose delante de bloques de piedra negra que habían sido las murallas y torres de una enorme y negra fortaleza. Debajo de todo eso, Karou lo sabía, había una belleza oculta. La catedral de Brimstone había sido una maravilla del mundo, una caverna de tal esplendor que era la mitad de la razón por la que el Caudillo y Brimstone escogieron establecer ahí su ciudad hace mil años atrás. Ahora era una tumba en masa, pero desde el momento en que ella supo lo que la gente de Loramendi había hecho al final del ataque, Karou no pensaba en ella de esa manera. Pensaba en ella como Brimstone y el Caudillo la habían destinado a ser: como un incensario y un sueño.

Pasaba sus días allí, ayudando con la excavación, pero en mayor parte vagando por el paisaje muerto, sus sentidos se afinaban para el frote de las almas, alerta para el momento en cuanto los escombros removidos abrie-ran una grieta hacia lo que yacía enterrado debajo de sus pies. Nadie más podría sentirlas; sólo ella. Bueno, todavía no las sentía, pero lo haría, y las recogería, cada una, y no dejaría que ninguna se le escapara de entre los dedos. ¿Y entonces?

Y entonces.

Karou respiró profundamente y levantó la mirada. El cielo estaría azul hoy. Quimeras y serafines trabajarían debajo de él, lado a lado. En el sur corría la palabra de que Loramendi estaba siendo reconstruida, y más refugiados los encontraban cada día. Pronto, los esclavos liberados llegarían del norte, la mayoría de ellos habían nacido y sido criados ahí, en la esclavitud. También en Astrae, quimeras y serafines estaban trabajando juntos, una labor más sofocante que matadora. Cediendo un imperio. Qué cosa. Y en el otro lado del mundo, había cientos de islas mo-teando el mar con raras formas, luciendo más como las crestas de serpientes marinas que tierra inhabitada, su pueblo de ojos de fuego estaba preparado para la estación más dulce.

Bueno, Karou suponía que ellos lo merecían. Ahora entendía qué trabajo formaba sus vidas, y que alimen-taban ellos mismos al velo que mantenía intacto a Eretz. No sabía por qué la llamaban la estación de los —sueños—, pero cerró sus ojos y se permitió imaginar que podría encontrar ahí a Akiva, si en ninguna otra parte, en ese dorado lugar dentro de sus sueños y compartirlo con él.

* * *

Akiva nunca supo si sus transmisiones alcanzaban a Karou, pero seguía intentandolo mientras las semanas se convertían en meses. Nightingale le había advertido que una gran distancia requería un nivel de finura que era improbable conseguir por años. Ella enviaba algunos mensajes en su nombre, pero era difícil saber qué poner en palabras. Lo que quería enviar eran sentimientos—aunque le dijeron que los sentimientos eran para un nivel maes-tro de telesthesia, y que no esperara conseguirlo—y aquellos sólo podíran llegar a través de él.

Las Islas Lejanas estaban esparcidas a través del ecuador, entonces el sol se ponía temprano por la noche, a la misma hora durante todo el año. Era en el crepúsculo cuando Akiva se tomaba un tiempo para sí mismo cada día, intentando transmitir a Karou. Para ella, al otro lado del mundo, sería la hora justo antes del amanecer, y a él le gustaba la idea de que en alguna manera se despertaba con ella, incluso si no podía experimentarlo él mismo.

Algún día.

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—Pensé que te encontraría aquí.

Akiva volteó. Había ido al templo de la cima de la isla, como hacía la mayoría de las tardes, para estar a so-las. Ciento treinta y cuatro días y contando, y esta era la primera vez que encontraba a alguien además de uno de los ancianos arrugados que cuidaba la eterna flama. La flama honoraba a los Dioses Estrella, y los ancianos se ne-gaban a admitir que sus deidades no existían. Scarab no insistió en el asunto, y la flama seguía ardiendo.

Pero ahí estaba la hermana de Akiva, Melliel, a quien encontró aprisionada cuando llegó. Ella y el resto de su equipo habían sido liberados ese día, al igual que un número de soldados de Jael y emisarios que habían sido retenidos en confinamientos separados. A todos se les había dado la opción de irse o quedarse, y los Ilegítimos, al no tener familia con la que regresar, se habían quedado, al menos por ahora.

Unos pocos de ellos, incluyendo a Yav, el más joven, quien tenía un fuerte estímulo en forma de la estación de los sueños, la cual pronto llegaría a su final y muy probablemente vería la introducción de ojos azules a la línea de sangre de los Stelian. Por su parte, Melliel reclamó que su razón era el nithilam, y estar donde la próxima guerra se efectuaría. Pero Akiva pensó que lucía menos marcial cada día, y se había dado cuenta que pasaba más tiempo cantando que entrenando. Ella siempre tuvo una hermosa voz, y ahora su acento se había suavizado a algo pareci-do al de los propios Stelian, y estaba aprendiendo viejas canciones de Meliz, con magia en ellas.

La saludó, y no preguntó porqué lo estaba buscando. Se verían uno al otro en la cena, dentro de una hora, y entonces él pensó que si ella estaba buscándolo, debía ser para hablar en privado. Sin embargo, si había algo que ella quería decir, no lo dijo inmediatamente.

—¿Cuál es? —le preguntó a él, colocándose a su lado y contemplando hacia afuera con él a través de la perspectiva. En un día claro, desde aquí arriba, cerca de doscientas islas eran visibles. Un noventa por ciento de ellas estaba inhabitada y tal vez apenas habitable, y Akiva había reclamado una para él. Y para Karou, aunque nun-ca habló de esto en voz alta. Él apuntó a una isla agrupada hacia el oeste, con el sol poniéndose detrás de ella.

—La pequeña que parece una tortuga —dijo él, y ella hizo un ruido como si la hubiera divisado, aunque él pensaba que era improbable. No era una de las islas con características marcadas, todas solevantadas y antiguas excursiones de lava, y esta tampoco era una de las calderas, con sus perfectas lagunas ocultas.

—¿Tiene agua fresca? —preguntó Melliel.

—Siempre que llueve —dijo él, y ella rió. Llovía sin piedad en esta temporada del año—a cada pocas horas, una especie de diluvio tal como nunca habían experimentado en el norte: breve pero torrencial. Las cataratas que descendían desde esta cima aumentarían y se tornarían de azul a marrón en cuestión de segundos, y después dis-minuirían de vuelta a la normalidad casi así de rápido. El aire estaba denso, y las nubes fluían bajas y lentas, carga-das de vientres llenos de lluvia. Una de las cosas más fantásticas que Akiva había visto eran las sombras de esas nubes cazando a través de la superficie del mar, pareciéndose mucho a las siluetas de criaturas marinas sumergidas que a la primera él no había creído que no lo fueran, y todavía estaba atormentado por eso.

—Mira, ¡un rorcual! —diría Eidolon, apuntando a la sombra de una nube más grande que la mitad de las is-las, y rió ante la idea que nunca habría un gigante tan grande.nithilam fue lo que llegó a la mente de Akiva. Ellos nunca estaban lejos de sus pensamientos.

—¿Y la casa? —preguntó Melliel.

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Él le lanzó una mirada de reojo. —Es una extensa manera llamarla así. Aunque era algo. La esperanza man-tenía cuerdo a Akiva, y pensar en Karou lo mantenía trabajando, día tras día en las lecciones fundamentales de la anima que era el nombre propio de su —proyección de energías—, y el cual era el origen no sólo de la magia, sino también de la mente, el alma y la vida misma. Sólo cuando fuera certero que él era maestro de sí mismo y de su espantosa habilidad para consumir sirithar sería libre de ir a donde deseara. En cuanto a si Karou pudiera venir aquí y ver en lo que ocupaba su tiempo libre, su propia tarea la mantendría alejada durante mucho tiempo para que eso pasara. Era un consuelo para él saber que Ziri, Liraz, Zuzana y Mik estaban con ella, para asegurarse de que ella se cuidara.

Y también Carnassial, quien había prometido instruirla en un método más sutil que el dolor.

Aunque de alguna manera pensar las lecciones diarias de Karou con el mago Stelian eran menos que pura consolación para Akiva.

—¿Siquiera está progresando? —preguntó Melliel.

Él se encogió de hombros. No quería decirle que la casa estaba lista, que había estado lista, que cada maña-na cuando despertaba en la casa grande que compartía con sus hermanas y hermanos Ilegítimos él permanecía acostado durante un momento, con los ojos cerrados, imaginando cómo debería ser la mañana, en lugar de cómo era.

—¿Hay algo que necesites? Sílfide me dio una hermosa tetera y todavía no la he usado. Podrías tenerla.

Era una simple oferta, pero le provocó a Akiva mirar a Melliel con sospecha. Él no tenía una tetera, o mucho de todo lo demás, pero no sabía cómo ella pudo saber eso. —Está bien, gracias —dijo él, con un esfuerzo por ser gracioso. Tan amable como era la oferta, se sentía intrusa. En mayor parte, desde que llegó aquí, la vida de Akiva había sido un libro abierto. Su rutina, su entrenamiento, su progreso, incluso su ánimo parecía ser discusión gene-ral a cualquier hora. Uno de los magos —más a menudo era Nightingale—mantenía contacto con su anima a todo momento, un proceso de monitoreo que había sido comparado a sostener un pulgar contra su pulso. Su abuela le aseguró que nadie estaba leyendo sus pensamientos, y él esperaba que fuera cierto, también esperaba que en su inexperiencia no estuviera esparciendo sus intentos de transmisiones como confeti sobre la población entera.

Porque eso sería embarazoso.

De cualquier forma, que con un sentimiento como el proyecto comunal de los Stelian, él quería guardárselo para sí mismo. Él nunca hablaba sobre esto—la isla, la casa, sus esperanzas—aunque aparentemente ellos sabían todo de todas maneras. Y por supuesto él nunca había llevado a nadie más ahí. Karou sería la primera. Algún día. Era un mantra: algún día.

—Bien —dijo Melliel, y Akiva esperó un momento para ver si ella diría lo que fuera por lo que había venido, pero ella estaba callada y la mirada que le dio era casi tierna—. Te veré en la cena —dijo ella, finalmente y tocó su hombro al irse.

Fue una interacción extraña, pero él la sacó de su mente y se concentró en formar la transmisión del día pa-ra Karou. Fue después, cuando bajó de la cima y regresó a la casa grande para la cena, que esa extrañeza percutió un acorde, porque más extrañeza lo aguardaba ahí, en la galería con techo de paja que seguía a lo largo de la es-tructura. Vio primero la tetera, y entendió que el resto también eran regalos. Subió los escalones y miró todas esas cosas que no habían estado ahí una hora antes. Un taburete bordado, un par de linternas de latón, un gran tazón de madera barnizada llena de frutas mixtas de la isla. Había esloras de blanca tela diáfana pulcramente dobladas, una jarra de barro, un espejo. Estaba examinándolo todo con perplejidad cuando escuchó que alguien llegaba vo-lando detrás de él y volteó para ver a su abuela descender. Ella sostenía un paquete envuelto.

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—¿Usted también? —él le preguntó, levemente acusador.

Ella sonrió, y su ternura era igual a la de Melliel. ¿Qué traman las mujeres? Se preguntó Akiva, mientras Nightingale subía los escalones y le entregaba su regalo. — Tal vez debas llevar todo a la isla de inmediato —dijo ella.

Durante un momento, Akiva sólo la miró. Si fue lento en comprender su a lo que se refería fue sólo porque él mantenía su esperanza tan cuidadosamente contenida como su magia indomable. Y cuando pensó que lo había entendido, no dijo ni una palabra. Sólo empujó una transmisión hacia ella que emocionaba su mente como un gri-to. No era nada más que una interrogación, la esencia de la interrogación, y la golpeó con una fuerza que la hizo parpadear y luego reír.

—Bueno —dijo ella—, creo que tu telesthesia está progresando.

—Nightingale —dijo él, tenso, con su voz un poco más que aliento y urgencia.

Y ella asintió. Sonrió. Y le envió a su mente una oteada de figuras en el cielo. Un cazador de tormentas, un Kirin. Una media docena de serafines u otra más de quimeras. Y con ellos, una que volaba sin alas, planeando, su cabello era una birla de azul contra el cielo crepuscular.

Más tarde, Akiva pensaría que fue Nightingale quien había ido a darle las noticias con razón, en su alegría, sin saberlo, él explotó el sirithar. No lo hizo. Porque lo estaban entrenando para reconocer los límites de su propia anima y contenerse a sí mismo dentro de ella, y lo hizo. Su alma se encendió como los fuegos artificiales que ha-bían estallado sobre Loramendi hace muchos años, cuando Madrigal lo había tomado de la mano y lo guió hacia una nueva vida, una vivida durante la noche, por amor.

Ahora, la noche se acercaba y, sin aguardar, inesperadamente, tan pronto que se había permitido a sí mis-mo soñar, por lo que era el amor.

* * *

Fue Carnassial quien había sido enviado adelante para anunciar su llegada, pero las mujeres dispusieron to-do lo demás. Yav y Stivan de los Ilegítimos, e incluso Rapto y Fantasma de los Stelian, arguyeron que era cruel en-ciar lejos a Akiva cuando lo hicieron, pero las mujeres no escucharon. Sólo se reunieron en la terraza del modesto palacio que daba al acantilado de Scarab, y esperaron. Pero la noche estaba sobre ellas, y uno de los rapidos chu-bascos implacables de lluvia también, así que los recién llegados estaban aterrizando incluso antes de que el brillo de las alas de los serafines entre ellos pudieran verse en la tormenta.

Fueron recibidos sin fanfarria. Los hombre fueron separados como pajas de trigo y los dejaron donde esta-ban. Carnassial y Rapto compartieron una mirada de gran solidaridad de sufrimiento antes de guiar a Mik y a Ziri junto con Virko, Rath, Ixander y unos pocos Ilegítimos con ojos como platos fuera del aguacero.

Mientras tanto, Scarab, Eliza y Nightingale guiaron a Karou, Zuzana, Liraz, Issa y a las Sombras Vivientes a través de las propias cámaras de la reina y dentro de los baños del palacio, donde un fragante vapor las envolvía en lo que todas convinieron que era la mejor de las bienvenidas.

Bueno, excepto por una. Karou había buscado a Akiva en los segundos entre el aterrizaje y siendo llevadas misteriosamente, y no lo había visto. Nightingale había apretado su mano y sonreído, y hubo consuelo en eso, aunque nada sería verdadero consuelo hasta que lo viera y sintiera la entera conexión entre ellos.

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Creía que así era. Entera. Cada mañana se despertaba con la certeza de que así era, casi como si hubiera dormido con él.

—¿Cómo es que vinieron? —preguntó Scarab, cuando todas se habían desvestido y asentado en la espumo-sa agua, sosteniendo cálices de barro con algún licor extraño, sus propiedades refrescantes fraguaba el casi inso-portable calor del baño—. ¿Ya han terminado su trabajo?

Karou estaba agradecida de que Issa respondiera. No se sentía con ganas de improvisar su ánimo en cual-quier interacción social.

¿Dónde está él?

—La recolección está hecha —dijo Issa—. Las almas han sido recuperadas y están a salvo. Pero se espera que un invierno difícil, y más refugiados llegan cada día. Fue considerado mejor esperar una estación más favorable para comenzar las resurrecciones.

Era una bonita manera de decir que habían optado por no traer de vuelta a los muertos de Loramendi a la vida para que no se amontonaran ni pasaran hambre en una estación de fría lluvia y lodo de ceniza. No había sufi-ciente comida para emprenderlo, ni albergue. No era lo que Brimstone y el Caudillo habían previsto cuando de-rrumbaron la larga escalera de espiral que conducía hacia dentro de la tierra, encerrando a su gente bajo tierra. Y tampoco era por lo que aquellos que se quedaron arriba se habían sacrificado—que otros, algún día, pudieran co-nocer una vida en una época mejor.

Ese día aún no había llegado. El tiempo era insuficientemente mejor.

Era la decisión correcta, Karou lo sabía, pero porque la dejaba libre de hacer lo que más quería, se había mantenido alejada del debate y dejado decidir a los otros. No podía evitarlo, pero veía sus propios deseos como egoístas, y en toda su esperanza acumulada como un regalo que no tenía que llevar con ella alrededor de la curva del mundo para gastarla con una sola alma, mientras tantas otras estaban es éxtasis.

Como si sintiera el conflicto en ella, Scarab dijo: —Fue una decisión valiente, e imagino que no una fácil. Pe-ro todo saldrá bien. Las ciudades pueden ser reconstruidas. Es cuestión de músculo, voluntad y tiempo.

—Y con respecto al tiempo —dijo Nightingale—, ¿cuánto tiempo se quedarán?

—La mayoría de nosotros sólo un par de semanas —contestó Liraz—, pero ha sido decidido —le dio a Karou una mirada severa—que Karou debe quedarse con ustedes hasta la primavera.

Este era el conflicto más profundo de Karou. Tanto como lo deseara—pasar el invierno entero aquí, con Akiva—no podía evitar pensar en las frías condiciones que los otros soportarían. Cuando la partida se vuelve difícil, pensó ella, lo difícil no se va de vacaciones.

—La salud de tu anima es de extrema importancia para tu gente —dijo Scarab—. Nunca lo olvides. Necesi-tas sanar y descansar.

—Como el dolor hace un diezmo brusco, también lo hace la miseria produciendo un poder brusco.

—Estando feliz —dijo Eliza, luciendo como si supiera de lo que estaba diciendo—, el anima florece.

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Issa asintió a todo lo que las mujeres dijeron, un Te lo dije estaba fijo en su rostro. Claro que ella había dicho las mismas cosas, sin usar los mismos términos. —Es tu deber dulce niña —ella intervino—, estar bien en cuerpo y alma.

La felicidad tiene que ir a algún lado, recordó Karou, y se sumergió más profundamente en el agua con un suspiro. Algunos destinos eran difíciles de aceptar, pero este no era uno de ellos. —Bueno, está bien —dijo ella simulando renuencia—. Si tengo que hacerlo.

Se lavaron. Y Karou salió de la piscina sintiéndose purificada en cuerpo y espíritu. Era bueno ser atendida por mujeres, y qué grupo eran ellas. Las más mortales de las quimeras al lado de los más mortales serafines, con una Naja, una feroz neek—neek en una engañosa adorable forma humana, un par de Stelian de ojos de fuego con un poder insondable, y Eliza, quien había sido la respuesta. La llave que encajó en la cerradura. Y también, una chi-ca realmente encantadora.

Cepillaron el cabello de Karou y lo entrelazaron, todavía húmedo, en vides enroscadas que caían sobre su espalda desnuda. Brillaban como rayos de seda al estilo Stelian y colocaron esloras de tela sobre su piel. —El blan-co no te queda — dijo Scarab, echando a un lado un vestido—, pareces un fantasma—en su lugar, con un susurró, sacó uno de seda con el color de la media noche, centelleante con racimos de diminutos de cristales como conste-laciones, y Karou rió. Dejó que pasara sobre sus manos como si fuera agua, junto con el pasado.

—¿Qué? —Zuzana preguntó.

—Nada —respondió ella, y dejó que la vistieran. Era una clase de sari que se sostenía sobre un hombro, de-jando sus brazos desnudos, y Karou casi deseó un tazón de azúcar y una borla con la cual empolvarse a sí misma. Un eco de otra primera noche. El vestido era tan parecido al que usó en el baile del Caudillo, cuando Akiva había ido a buscarla.

—¿Quieres conservar tu ropa? —Eliza preguntó, empujando la pila desechada con su pie.

—Quémalas —dijo Karou—. Oh, espera —buscó dentro de un bolsillo de su pantalón por el hueso de la suerte que había llevado con ella todos esos meses—. Bien —dijo ella—. Ahora quémalas.

Se sintió como una novia mientras la guiaban de vuelta afuera. La lluvia se había detenido, pero la noche es-taba viva con su memoria de gotas y riachuelos, y con criaturas gorgoteando y esencias de miel, el aire fragante y vivo con vaho.

Y ahí estaba Akiva.

Con la piel mojada y con un halo de vapor donde el calor de su cuerpo estaba cocinando la lluvia. Sus ojos estaban brillantes, estaba frenético con la espera. Sus manos temblaban y se apretaban y se calmaron cuando vio a Karou. El tiempo tartamudeó, o sólo se sintió como si lo hubiera hecho. No era necesaria más espera, en esos se-gundos invasores en los cuales no se estaban tocando. Ya habían tenido suficiente de ella, e hicieron corto el logro de esa última.

Volaron juntos. El mismo tiempo salió del camino, y Karou y Akiva estaban girando, y la tierra estaba dismi-nuyendo. El cielo los atraía y las lunas se escondían tras las nubes, guardándose sus lágrimas para ellas junto con su lamento, el que pertenecía a una época terminada.

Labios y aliento y alas y baile. Gratitud, alivio y hambre. Y risa. Risa aspirada y saboreada. Rostros besados, ningún punto olvidado. Pestañas húmedas con lágrimas, sal besada labios contra labios. Labios al fin, suaves y cáli-dos—el suave y cálido centro del universo—y latidos no al unísono sino pausados de ida y vuelta a través de la pre-sión de sus cuerpos, como una conversación hecha sólo con la palabra sí.

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Y así era. Karou y Akiva se sostuvieron el uno al otro y no se soltaron.

No era un final feliz, sino un intermedio feliz—al menos, después de tantos principios llenos de tensión. Su historia será larga. Mucho será escrito sobre ellos, en versos, en canciones, en prosa, en volúmenes escritos de los archivos de ciudades aún no construidas. En contra del deseo inmediato de Karou, ninguno de ellos sería aburrido.

Por lo cual ella estaría motivada para estar contenta un millón de veces, comenzando esta noche.

Volaron a través de nieblas cambiantes, con las manos entrelazadas. Una isla entre cientos. Una casa sobre una pequeña playa de media luna. Akiva había hablado en serio cuando le dijo a Melliel que era extenso llamarla casa. Había imaginado una vez una puerta para cerrar al mundo, pero ahí no había ninguna puerta, así que la pala-bra parecía una extensión de la casa en sí misma. Mar y estrellas para siempre.

La estructura era un pabellón: un techo de paja sobre postes, ajustados contra el acantilado y protegido por él, su suelo era de suave arena, con vides vivas bajando desde el acantilado para hacer verdes muros sobre ambos lados. Eso había hecho Akiva antes de hoy. Y había una mesa y sillas. Bueno, estaban labradas con madera corrien-te, pero la —mesa— tenía un mantel sobre ella, más fina de lo que merecía. Sobre ella había un tazón de madera con fruta, y una hermosa tetera también, con una caja de té y un par de tazas. Linternas colgaban de ganchos y esloras de tejido diáfano hacían un tercer muro suavemente ondulante, transparente como la niebla del mar.

El regalo de Nightingale había sido desenvuelto y puesto en su propio sitio, cuando Akiva llevó a Karou al hogar que había hecho para ella—un lugar salido de la fantasía, tan perfecto que ella olvidó como respirar y tuvo que aprender de nuevo en un apuro—su deseo ya se había hecho realidad.

Sobre la cama: una manta para cubrirlos, una manta que era de ellos dos. Y durante algún momento de la noche ellos se encontraron en ella y se miraron el uno al otro a través del espacio disminuido, rodillas curvadas bajo ellos mismos y un hueso de la suerte sostenido entre ambos.

Y engancharon sus dedos alrededor de sus delgados estribos, y tiraron.

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FIN

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AGRADECIMIENTOS

Hemos llegado a un final. Es muy satisfactorio, un poco desconcertante, e increíblemen-te triste cerrar este capítulo de mi vida. ¡Una trilogía terminada! Todavía estoy aturdida. También estoy a la espera de que Razgut me muestre un portal. Porque claro, Eretz es real.

¿Qué, crees que lo inventé todo?

En verdad no hay manera de priorizar los agradecimientos ya que son demasiados. Es-toy llena de gratitud hacia todas estas personas maravillosas:

¡Los lectores! Mi más profundo agradecimiento a todos los lectores que me han alentado tanto a mí como a Karou desde la publicación de Hija de humo y hueso, y que me han hecho compañía en todo este viaje. Gracias por estar allí, y por estar emocionados, y por esperar. Los lectores de sagas son los mejores. Y gracias a los fans que me entretienen sin fin, por el arte, el humor y el cariño.

¡Aquí está! Espero que lo amen.

Y gracias al equipo de Little, Brown por otorgarme el tiempo y el espacio necesarios para que pudiera ter-minar este libro como yo quería y necesitaba, sin dejar de asegurar su publicación en tiempo. Estoy profundamen-te agradecida por el apoyo. A Alvina Ling por los comentarios editoriales invaluables y su entusiasmo crucial que era como combustible, siempre cuando lo necesitaba. Y a Betania Strout, Lisa Moraleda, Melanie Chang, Faye Bi, Andrew Smith, Victoria Stapleton, Ann Dye, Nellie Kurtzman, Tina McIntyre, Adrian Palacios, Julia Costa, Amy Ha-bayab, Kristin Dulaney, Nina Pombo, JoAnna Kremer, Andy Ball, Christine Ma, Rebecca Westall, Renée Gelman, Tracy Shaw, y Megan Tingley: mi más profundo agradecimiento por haber creado una casa editorial tan excepcio-nal.

Y como tengo la suerte de vivir en un mundo paralelo a este, a mi segunda e increíble casa editorial de Ho-dder & Stoughton en Londres: Gracias por tener siempre ideas tan grandes y brillantes, y por creer en mí de todo corazón. En especial para Kate Howard, quien cruzó un océano y un continente por Karou, desde el principio. ¡Tú sí que sabes cómo enamorar a un escritor! Para Jamie Hodder -Williams, Carolyn Mays, Lucy Hale, Katie Wickham, Naomi Berwin, Veronique Norton, Lucy Foley, Fleur Clarke, Catherine Worsley, Claudette Morris, y Linnet Mattey: ¡Gracias!

Para Jane Putch, mi "mucho-más-que-solo-mi-representante": así que ¡"mucho-más-que-gracias-para-ti! ¡Ha sido un año loco, cinco años locos en esta trilogía!, y no lo podría haber hecho sin ti. Ni siquiera cerca. Brindo por el pasado, el presente y el futuro. ¡Salud!

Y mi familia. En primer lugar, a mi hermana, la Doctora Emily Taylor, profesora, investigadora y domadora de serpientes de cascabel: Gracias por las consultas científicas y las revisiones. ¡Espero que al final haya realizado correctamente el trabajo de Eliza! (Los lectores astutos habrán recordado a una "herpetóloga joven y rubia" a quien Karou compra dientes en Hija de humo y hueso, esa era Emily). A mis padres, Patti y Jim Taylor, por todo y más, y a mi hermano Alex.

Gracias a Tono Almjhell por la heroica lectura de último minuto y la revisión de cordura.

Y por sobre todo, como siempre, a Jim, quien me alentó para que volviera a escribir después de que me rindiera - o al menos lo había puesto en una espera indefinida- hace ya tantos años, y quien ha sido mi mayor ani-mador desde entonces. Soy muy afortunada. ¡Brindo por trecientos años más!

Por último, a Clementine, quien nació un mes antes que Karou (aunque Karou se gestó por más tiempo), y quien la ha conocido toda su vida. Gracias por ser una pequeña soldado, siempre, la mejor niña del mundo.

Traducción: Mell Kiryu