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COLEGIO INSTITUTO INGLÉS DEPARTAMENTO DE LENGUAJE Y COMUNICACIÓN

SÉPTIMO AÑO BÁSICO

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PERSEO Y LA CABEZA DE MEDUSA

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EL MITO DE NARCISO

Eco era una joven ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Con

su charla incesante entretenía a Hera, esposa de Zeus, y estos eran los

momentos que el padre de los dioses griegos aprovechaba para

mantener sus relaciones extraconyugales. Hera, furiosa cuando supo

esto, condenó a Eco a no poder hablar sino solamente repetir el final de

las frases que escuchara, y ella, avergonzada, abandonó los bosques

que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva cercana a un riachuelo.

Por su parte, Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope.

Cuando él nació, el adivino Tiresias predijo que si se veía su imagen en

un espejo sería su perdición, y así su madre evitó siempre espejos y

demás objetos en los que pudiera verse reflejado. Narciso creció así

hermosísimo sin ser

consciente de ello y

haciendo caso omiso a las

muchachas que ansiaban

que se fijara en ellas.

Tal vez porque de alguna

manera Narciso se estaba

adelantando a su destino,

siempre parecía estar ensimismado en sus propios pensamientos, como

ajeno a cuanto le rodeaba. Daba largos paseos sumido en sus

cavilaciones, y uno de esos paseos le llevó a las inmediaciones de la

cueva donde Eco moraba. Nuestra ninfa le miró embelesada y quedó

prendada de él, pero no reunió el valor suficiente para acercarse.

Narciso encontró agradable la ruta que había seguido ese día y la repitió

muchos más. Eco le esperaba y le seguía en su paseo, siempre a

distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día, un ruido que hizo al

pisar una ramita puso a Narciso sobre aviso de su presencia,

descubriéndola cuando, en vez de seguir andando tras doblar un recodo

en el camino, se quedó esperándola. Eco palideció al ser descubierta y

luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella.

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- ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues?

- Aquí… me sigues… -fue lo único que Eco pudo decir, maldita como

estaba, habiendo perdido su voz.

Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba.

Finalmente, como la ninfa que era acudió a la ayuda de los animales,

que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el amor que Eco le

profesaba. Ella le miró expectante, ansiosa… pero su risa helada la

desgarró. Y así, mientras Narciso se reía de ella, de sus pretensiones,

del amor que albergaba en su interior, Eco moría. Y se retiró a su cueva,

donde permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz queda, un

susurro apenas, las últimas palabras que le había oído… ―qué estúpida…

qué estúpida… qué… estú… pida…‖. Y dicen que allí se consumió de

pena, tan quieta que llegó a

convertirse en parte de la propia

piedra de la cueva…

Pero el mal que haces a otros no suele

salir gratis… y así, Némesis, diosa

griega que había presenciado toda la

desesperación de Eco, entró en la vida

de Narciso otro día que había vuelto a

salir a pasear y le encantó hasta casi

hacerle desfallecer de sed. Narciso

recordó entonces el riachuelo donde

una vez había encontrado a Eco y,

sediento, se encaminó hacia él. Así, a punto de beber, vio su imagen

reflejada en el río.

Y como había predicho Tiresias, esta imagen le perturbó enormemente.

Quedó absolutamente cegado por su propia belleza en el reflejo. Y hay

quien cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente

en su contemplación. Otros dicen que enamorado como quedó de su

imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las

aguas. En cualquier caso, en el lugar de su muerte surgió una nueva flor

al que se le dio su nombre: el Narciso, flor que crece sobre las aguas de

los ríos, reflejándose siempre en ellos.

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Los doce trabajos de Heracles

El león de Nemea

En primer lugar, Euristeo le ordenó traer la piel del león de Nemea,

animal invulnerable nacido de Tifón. Yendo en busca del león, llegó a

Cleonas y se alojó en casa de un jornalero llamado Molorco; cuando

Molorco se disponía a inmolar una víctima, Heracles le pidió que

esperara treinta días y, si

regresaba indemne de la

cacería, ofreciera el sacrificio a

Zeus Salvador, mientras que, si

moría, se lo dedicara a él como

héroe. Una vez en Nemea y

habiendo rastreado al león,

primero le disparó sus flechas,

pero al darse cuenta de que era

invulnerable, lo persiguió con la

maza enarbolada; cuando el

león se refugió en una cueva de

dos entradas, obstruyó una,

entró por la otra en busca del animal, y rodeándole el cuello con el

brazo lo mantuvo apretado hasta que lo estranguló; luego lo cargó

sobre sus hombros hasta Cleonas. Encontró a Molorco en el último de

los treinta días dispuesto a ofrendarle una víctima por creerlo muerto, y

entonces dedicó el sacrificio a Zeus Salvador y llevó el león a Micenas.

Euristeo, receloso de su vigor, le ordenó que en lo sucesivo no entrara

en la ciudad sino que expusiera la presa ante las puertas […].

La Hidra de Lerna

Como segundo trabajo, le ordenó matar a la Hidra de Lerna. Esta, criada

en el pantano de Lerna, irrumpía en el llano y arrasaba el campo y los

ganados. La Hidra tenía un cuerpo enorme, con nueve cabezas, ocho

mortales y la del centro inmortal. Heracles, montado en un carro que

guiaba Yolao, llegó a Lerna y refrenó los caballos; al descubrir a la Hidra

en una colina, junto a la fuente de Amimone donde tenía su madriguera,

la obligó a salir arrojándole flechas encendidas, y una vez fuera, la

apresó y dominó, aunque ella se mantuvo enroscada en una de sus

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piernas. De nada servía golpear las cabezas con la maza, pues cuando

aplastaba una surgían dos. Un enorme cangrejo favorecía a la Hidra

mordiendo el pie de Heracles. Él lo mató y luego pidió ayuda a Yolao,

quien, después de incendiar parte de un bosque cercano, con los tizones

quemó los cuellos de las cabezas e impidió que volvieran a crecer.

Evitada así su proliferación cortó la cabeza inmortal, la enterró y le puso

encima una pesada roca, cerca del camino que, a través de Lerna,

conduce a Eleúnte. Abrió el cuerpo de la Hidra y sumergió las flechas en

su bilis. Pero Euristeo dijo que este trabajo no sería contado entre los

diez porque no había vencido a la Hidra Heracles solo sino con ayuda de

Yolao.

La cierva de Cerinia

Como tercer trabajo le ordenó traer viva a Micenas a la cierva cerinitia.

Tenía cuernos de oro y estaba en Énoe consagrada a la diosa Artemis;

por eso Heracles no quería matarla ni herirla y la persiguió durante un

año. Cuando la cierva fatigada por el acoso huyó al monte llamado

Artemisio, y desde allí al río Ladón. Al ir a cruzarlo, Heracles, disparando

sus flechas, se apoderó de ella y la transportó sobre sus hombros a

través de Arcadia. Pero Artemis, acompañada por Apolo, se encontró

con él, quiso arrebatársela y le reprochó haber atentado contra un

animal consagrado a ella. Heracles, alegando su obligación e inculpando

a Euristeo, aplacó la cólera de la diosa y llevó el animal vivo a Micenas.

El jabalí de Erimanto

Como cuarto trabajo, le mandó traer vivo el jabalí de Erimanto; este

animal devastaba Psófide, bajando del monte que llamaban Erimanto.

Heracles, al atravesar Fóloe, se hospedó en casa del centauro Falo, hijo

de Sileno y de una ninfa Melia […]. Cuando con sus gritos hubo

ahuyentado al jabalí de un matorral, lo hizo adentrarse, ya exhausto, en

un lugar de nieve espesa, y cargándoselo a las espaldas lo condujo a

Micenas.

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El establo de Augías

Como quinto trabajo Euristeo le ordenó sacar en un día el estiércol del

ganado de Augías. Este era rey de Élide, hijo de Helios, y […] poseía

muchos rebaños de ganado. Heracles se presentó a él y sin revelarle la

orden de Euristeo le dijo que sacaría el estiércol en un solo día a cambio

de la décima parte del ganado. Augías, aunque incrédulo, aceptó el

trato; Heracles, puesto por testigo Fileo, el hijo de Augías, abrió una

brecha en los cimientos del establo y desviando el curso del Alfeo y el

Peneo, que discurrían cercanos, los encauzó hacia allí e hizo otra

abertura como desagüe. Al enterarse Augías de que esto se había

realizado por orden de Euristeo, no quiso pagar lo estipulado, y además

negó haberlo prometido, y se manifestó dispuesto a comparecer en

juicio por ello. […] Euristeo tampoco aceptó el trabajo entre los diez,

alegando que se había hecho por salario.

Las aves del lago Estínfalo

Como sexto trabajo le encargó ahuyentar las aves estinfálidas. En la

ciudad de Estínfalo, en Arcadia, había un lago llamado Estinfálide, oculto

por abundante vegetación, donde se habían refugiado innumerables

aves, temerosas de ser presa de los lobos. Heracles no sabía cómo

hacerlas salir de la espesura, pero Atenea le proporcionó unos crótalos

de bronce, regalo de Hefesto, y él entonces, haciéndolos sonar en una

montaña próxima al lago, espantó a las aves, que incapaces de soportar

el ruido alzaron el vuelo atemorizadas y, de esta manera, Heracles las

alcanzó con sus flechas.

El toro de Creta

Como séptimo trabajo le impuso traer el toro de Creta […]. Poseidón lo

había hecho surgir del mar cuando Minos prometió ofrendarle lo que

saliera del mar: se dice que, admirado de la belleza del toro, Minos lo

envió a la manada y en su lugar sacrificó otro a Poseidón, por lo cual, el

dios encolerizado hizo salvaje al toro. Heracles marchó a Creta en su

busca, y al pedir ayuda a Minos este le contestó que luchara por

capturarlo; una vez capturado el toro, Heracles lo llevó a Euristeo, quien

al verlo lo dejó en libertad […].

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Las yeguas de Diómedes

Como octavo trabajo, le ordenó llevar a Micenas las yeguas de

Diomedes el tracio. Este, hijo de Ares y Cirene, era rey de los bístones,

pueblo tracio muy belicoso, y poseía yeguas antropófagas. Heracles

zarpó con algunos voluntarios y, dominando a los guardianes de los

pesebres, condujo a las yeguas en dirección al mar. Cuando los bístones

acudieron armados a rescatar las yeguas, él las encomendó a la

custodia de Abdero, hijo de Hermes, oriundo de Opunte, en Lócride, y

favorito de Heracles; pero las yeguas lo mataron arrastrándolo.

Heracles, en combate con los bístones, dio muerte a Diomedes y obligó

a huir a los restantes; fundó la ciudad de Abdera junto al sepulcro del

desaparecido Abdero, y reuniendo las yeguas las entregó a Euristeo.

Este las soltó y las yeguas se dirigieron al monte Olimpo donde

acabaron devoradas por las fieras.

El cinturón de Hipólita

Como noveno trabajo, ordenó a Heracles conseguir el cinturón de

Hipólita. Esta era la reina de las amazonas, que habitaban cerca del río

Termodonte, pueblo sobresaliente en la guerra […]. Hipólita ostentaba el

cinturón de Ares, símbolo de su soberanía. Heracles fue enviado a

buscar este cinturón porque Admete, hija de Euristeo, deseaba poseerlo.

Acompañado por voluntarios, se hizo a la mar con una sola nave y

arribó a la isla de Paros, entonces habitada por los hijos de Minos,

Eurimedonte, Crises, Nefalión y Filolao […]. Llegado al puerto de

Temiscira, se presentó ante él Hipólita, le preguntó por qué había ido y

le prometió entregarle el cinturón; pero Hera, bajo la apariencia de una

de las amazonas, iba y venía entre la multitud diciendo que los

extranjeros recién llegados habían raptado a su reina; así ellas

cabalgaron con las armas hacia la nave. Cuando Heracles las vio

armadas, creyendo que se trataba de un engaño, mató a Hipólita y la

despojó del cinturón; después de pelear con las restantes se hizo a la

mar y arribó a Troya […]. Luego llevó el cinturón a Micenas y se lo

entregó a Euristeo.

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Los bueyes de Gerión

Como décimo trabajo, le encargó traer de Eritía las vacas de Gerión.

Eritía, ahora llamada Gadir, era una isla situada cerca del Océano; la

habitaba Gerión, hijo de Crisaor y de la oceánide Calírroe; tenía el

cuerpo de tres hombres, fundidos en el vientre, y se escindía en tres

desde las caderas y los muslos. Poseía unas vacas rojas, cuyo vaquero

era Euritión, y su guardián Orto, el perro de dos cabezas nacido de Tifón

y Equidna. Yendo, pues, en busca de las vacas de Gerión a través de

Europa, después de matar muchos animales salvajes, entró en Libia […].

Ya en Eritía, pasó la noche en el monte Abas; el perro, al darse cuenta,

lo atacó, pero él lo golpeó con la maza y mató al vaquero Euritión, que

había acudido en ayuda del perro. Menetes, que apacentaba allí las

vacas de Hades, comunicó lo sucedido a Gerión, quien alcanzó a

Heracles cerca del río Antemunte cuando se llevaba las vacas, y,

trabado combate, murió de un flechazo. Heracles embarcó el ganado en

la copa, y habiendo navegado hasta Tartesos, se las devolvió a Helios.

Tras pasar por Abdera, llegó a Liguria, donde Yalebión y Dercino, hijos

de Poseidón, intentaron robarle las vacas, pero los mató y siguió a

través de Tirrenia. En Regio, un toro descarriado se arrojó de repente al

mar, y nadó hasta Sicilia después de atravesar la región llamada por él

Italia (pues los tirrenios llaman italus al toro), llegando al territorio de

Érix, rey de los élimos. Érix, hijo de Poseidón, incorporó el toro a su

propia manada. Entonces, Heracles encomendó los bueyes a Hefesto y

se apresuró a ir en busca del toro. Cuando lo encontró en la vacada de

Érix, este dijo que no se lo devolvería a menos que lo venciese en la

lucha; Heracles, después de abatirlo tres veces, lo mató y recuperando

el toro lo condujo con el resto al mar Jónico. Al llegar a las zonas de

ensenadas, Hera envió un tábano contra las vacas, que así se

dispersaron por las faldas de las montañas de Tracia. Heracles las

persiguió y reuniendo algunas las trasladó al Helesponto; las que

quedaron allí se hicieron salvajes. […] Llevó las vacas a Micenas y las

entregó a Euristeo, quien las sacrificó a Hera.

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Las manzanas de las Hespérides

Cumplidos los trabajos en ocho años y un mes, al no aceptar Euristeo ni

el del ganado de Augías ni el de la Hidra, como undécimo trabajo le

ordenó hacerse con las manzanas de oro de las Hespérides. Estas

manzanas […] estaban en el Atlas, entre los Hiperbóreos. Gea se las

había regalado a Zeus cuando se desposó con Hera. Las guardaba un

dragón inmortal, hijo de Tifón y Equidna, que tenía cien cabezas y

emitía muchas y diversas voces. Con él vigilaban también las

Hespérides, Egle, Eritía, Hesperia y Aretusa. Heracles en su viaje llegó al

río Equedoro. Cicno, hijo de Ares y Pirene, lo desafió a un combate

singular. Ares defendía a Cicno y dirigía la pelea, cuando un rayo

arrojado en medio de ambos hizo cesar el combate. Heracles a través de

Iliria se dirigió apresuradamente al río Erídano y llegó ante las ninfas,

hijas de Zeus y Temis. Estas lo encaminaron a Nereo, a quien Heracles

apresó mientras dormía y, aunque el dios adoptó toda clase de formas,

lo ató y no lo soltó hasta que supo por él dónde se encontraban las

Hespérides y sus manzanas […]. Al llegar, por tierras de Libia, al mar

exterior, recibió la copa de Helios: habiendo cruzado al continente

opuesto flechó en el Cáucaso al águila, nacida de Equidna y Tifón, que

devoraba el hígado de Prometeo […].

Prometeo había advertido a Heracles que no fuera él mismo a buscar las

manzanas, sino que enviase a Atlante, y que sostuviera entretanto la

bóveda celeste; así, cuando llegó al país de los Hiperbóreos ante

Atlante, lo reemplazó, según el consejo recibido.

Atlante, después de coger de las Hespérides tres manzanas, regresó

junto a Heracles. Y para no cargar de nuevo con el cielo dijo que él

mismo llevaría las manzanas a Euristeo, y ordenó a Heracles que

sostuviera la bóveda celeste en su lugar. Heracles accedió, pero con

astucia consiguió devolvérsela a Atlante. Aconsejado por Prometeo lo

invitó a soportarla mientras él se colocaba una almohadilla en la cabeza.

Al oír esto, Atlante dejó las manzanas en el suelo y sostuvo la bóveda;

entonces Heracles recogió las manzanas y se marchó […]. Obtenidas las

manzanas, las entregó a Euristeo. Este, tomándolas, las regaló a

Heracles, se las entregó a Atenea, que las devolvió, pues era impío que

estuviesen en cualquier otro lugar.

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El can Cerbero

Como duodécimo trabajo, se le ordenó traer del Hades a Cerbero. Este

tenía tres cabezas de perro, cola de dragón y en el dorso cabezas de

toda clase de serpientes. Antes de

ir en su busca Heracles se

presentó ante Eumolpo, en Eleusis,

con el deseo de ser iniciado.

Entonces a los extranjeros no se

les permitía la iniciación, pero al

ser adoptado por Pilio la consiguió

[…]. Al llegar a Ténaro en Laconia,

donde estaba la entrada del

Hades, bajó por ella […]. Cuando

Heracles pidió el Cerbero a Plutón,

este le concedió llevárselo si lo

dominaba sin hacer uso de las

armas que portaba. Heracles,

cubierto con la coraza y con la piel

de león, lo encontró a las puertas

del Aqueronte, rodeó con sus

brazos la cabeza de la bestia, y

aunque lo mordió la serpiente de la

cola, lo soltó, oprimiéndolo y ahogándolo, hasta que se hubo rendido.

Tras la captura subió de regreso por Trezén […]. Heracles, una vez

mostrado el Cerbero a Euristeo, lo devolvió al Hades.

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PANDORA Y LA CAJA MISTERIOSA

Prometeo era uno de los Titanes, a quien el dios Zeus había

enseñado astronomía, arquitectura, medicina, metalurgia, navegación y,

en fin, todo lo necesario para desarrollar la vida humana. Prometeo, de

gran inteligencia y destreza en todas las artes, traspasó sus

conocimientos a los humanos, que habían sido creados por él.

No contento con todo eso, pensó que los hombres también debían

disponer de fuego y decidió robarlo a los dioses. Cortó una larga rama

seca de un árbol, subió rápidamente hasta el cielo para encenderla en el

carro del Sol y con aquella llama volvió a la Tierra.

Hasta entonces, los hombres comían

carne cruda, no podían trabajar los

ricos metales que Prometeo les había

hecho descubrir en las entrañas de la

tierra, y debían soportar el frío y la

oscuridad de la noche.

Junto al fuego, la humanidad

comenzó a desarrollarse. Nació el

lenguaje, pues al reunirse alrededor

del calor y de la luz, los hombres

necesitaron comunicarse. Y con las

enseñanzas de Prometeo, aprendieron a cultivar la tierra, inventaron el

alfabeto, los números y empezaron a registrar el tiempo en rústicos

calendarios de madera.

El progreso de los hombres comenzó a disgustar profundamente a Zeus

y a los demás dioses. Los seres humanos se sentían ya tan poderosos

que olvidaban recurrir a la divinidad y presentarle ofrendas para obtener

sus favores. Alarmados, los dioses decidieron poner atajo a la soberbia

de los hombres y hacer que estos volvieran a obedecerles y a temerles.

Entonces, para desconcertar a los mortales, formaron a una mujer tan

bella que ninguna de las diosas, exceptuando la dorada Venus, se le

podía comparar. Minerva le regaló un maravilloso vestido, colocó un

transparente velo sobre su rostro y coronó su cabeza con una guirnalda

de flores. Las Gracias la adornaron con infinitos dones: le concedieron

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una voz armoniosa capaz de entonar las más dulces melodías y le dieron

también una manera de hablar graciosa y discreta. Vulcano esculpió su

cuerpo tan perfecto como el de una estatua. Mercurio, dios de la

elocuencia, del comercio y del engaño, le dio un espíritu insinuante,

pero a la vez le enseñó palabras engañosas y de doble significado.

Estaba dotada de tantas gracias y de tantos dones que los dioses se

pusieron de acuerdo para buscarle un nombre que reflejara tan

inimaginables atributos. Decidieron que se llamaría Pandora, que quiere

decir ―dotada de todas las cualidades‖.

Antes de enviarla al mundo de los hombres, Zeus le entregó una caja

muy bien cerrada y le dio instrucciones. Mercurio fue el encargado de

conducir a Pandora y presentarla a Epimeteo, que era hermano de

Prometeo. Éste no se encontraba allí, pues –lo que los hombres no

sabían- Zeus lo había hecho encadenar a unas rocas, en el Cáucaso. Sin

embargo, él había alcanzado a aconsejar a su hermano:

- Desconfía de Zeus y de sus engaños y, sobre todo, ten mucho cuidado

con sus regalos. No aceptes nada que venga de él.

Pero Epimeteo –cuyo nombre significa ―el que reflexiona tarde‖-,

completamente subyugado por la belleza y la perfección de Pandora, la

aceptó de inmediato. Ante aquella hermosa mujer, olvidó todas las

advertencias de su hermano, y sin sentir la menor desconfianza anunció

su decisión de casarse con ella.

Pandora había entrado ya en el palacio de Epimeteo. Entre los regalos

de boda que comenzaron a llegar, ella colocó la misteriosa caja:

-Es un regalo de Zeus – dijo a Epimeteo.

La caja estaba hecha de una hermosa madera y su superficie era tan

brillante que Pandora podía ver su rostro reflejado en ella. Los ángulos

estaban esculpidos maravillosamente. Alrededor de la tapa había

graciosas figuras de hombres, mujeres y niños, entre profusión de flores

y follaje.

Sin embargo, al principio y pensando sólo en su felicidad, Epimeteo no

dio mayor importancia a aquel objeto, ni sintió ninguna curiosidad por

saber lo que contenía. Sencillamente supuso que Pandora guardaría en

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esa caja sus perfumes y sus joyas. Algunos decían que se abría con una

llave de oro, pero nadie la había visto.

Pasó el tiempo y Epimeteo se dio cuenta de que jamás había visto a

Pandora abriendo la caja. Entonces se despertó su curiosidad.

-Dime, Pandora -preguntó-, ¿qué hay en ese misterioso cofre enviado

por Zeus? Nunca lo he visto que lo abras. ¿Tienes tú la llave?

La joven sabía muy bien lo que tenía que hacer y había estudiado su

papel. Por expresa recomendación de los dioses, debía estimular

constantemente la curiosidad de su esposo, sin decirle nada. Guardó,

pues, el más absoluto silencio.

-Contéstame, Pandora. ¿Qué hay en esa caja? –insistió Epimeteo-.

¿Dónde está la llave?

Pero ella se limitó a sonreír enigmáticamente.

Pasó el tiempo, y Epimeteo comenzó a obsesionarse y sin poder dominar

más su curiosidad, se dedicó a perseguir a su mujer. Ni siquiera la

dejaba descansar. No le importaba que fuera de día o de noche. A toda

hora la acosaba a preguntas. Por fin llegó a amenazarla con separarse

de ella.

- Si no abres ese cofre en el acto, te echaré de mi lado y te devolveré a

Vulcano...

Éste era el instante que Pandora aguardaba. Simulando estar muy

asustada ante tales amenazas, no se hizo de rogar esta vez. Sacó de su

pecho la llave dorada que llevaba colgada de una cinta de seda y abrió

la caja en presencia de Epimeteo.

En el acto, como en una horrible visión, la guerra, la peste, la muerte, el

hambre, la envidia, la venganza, la locura, los vicios y toda clase de

males, encerrados allí, comenzaron a esparcirse sobre la tierra.

Los hombres, que hasta ese entonces habían vivido en una edad de oro,

en paz, cultivando los campos y ocupándose en los trabajos que el Titán

Prometeo les había enseñado, empezaron a sufrir calamidades y

desgracias.

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Empezaron las peleas, las rencillas y las discusiones... El odio y la

codicia se hicieron muy presentes y el mal invadió hasta el último rincón

del Universo, perturbando la paz de la tierra.

Sin embargo, en el fondo de aquella terrible caja quedaba un tesoro que

podía terminar con todas las plagas esparcidas por el mundo: era la

Esperanza.

Cuentan algunos que Zeus no quiso que los hombres esperaran nada y

con un gesto ordenó a Pandora que cerrara la caja para siempre.

Pero otros dicen que la Esperanza logró salir de aquel encierro y

que no abandona a quienes la buscan y confían en ella

Cuentos mitológicos griegos. 2000. Selección de Amelia Allende. Editorial Andrés Bello. Santiago. Pp 5- 9.

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Ícaro y Dédalo

Dédalo era el ingeniero e inventor más hábil de sus tiempos en la

antigua Grecia. Construyó magníficos palacios y jardines, creó

maravillosas obras de arte en toda la región. Sus estatuas eran tan

convincentes que se las confundía con seres vivientes, y se creía que

podían ver y caminar. La gente decía que una persona tan ingeniosa

como Dédalo debía haber aprendido los secretos de su arte de los dioses

mismos.

Sucedió que allende el mar, en la isla de Creta, vivía un rey llamado

Minos. El rey Minos tenía un terrible monstruo que era mitad toro y

mitad hombre, llamado el

Minotauro, y necesitaba un

lugar donde encerrarlo.

Cuando tuvo noticias del

ingenio de Dédalo, lo invitó

a visitar su isla y construir

una prisión para encerrar a

la bestia. Dédalo y su joven

hijo Ícaro fueron a Creta,

donde Dédalo construyó el

famoso laberinto, una

maraña de sinuosos pasajes

donde todos los que entraban se extraviaban y no podían hallar la

salida. Y allí metieron al Minotauro.

Cuando el laberinto estuvo concluido, Dédalo quiso regresar a Grecia

con su hijo, pero Minos había decidido retenerle en Creta. Quería que

Dédalo se quedara para inventar más maravillas, así que los encerró a

ambos en una alta torre junto al mar. El rey sabía que Dédalo tenía la

astucia necesaria para escapar de la torre, así que también ordenó que

cada nave que zarpara de Creta fuera registrada en busca de polizones.

Otros hombres se habrían desalentado, pero no Dédalo. Desde su alta

torre observó las gaviotas que flotaban en la brisa marina.

—Minos controla la tierra y el mar —dijo—, pero no gobierna el aire. Nos

iremos por allí.

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Así que recurrió a todos los secretos de su arte, y se puso a trabajar.

Poco a poco acumuló una gran pila de plumas de todo tamaño. Las unió

con hilo, y las modeló con cera, y al fin tuvo dos grandes alas como las

de las gaviotas. Se las sujetó a los hombros, y al cabo de un par de

pruebas fallidas, logró remontarse en el aire agitando los brazos. Se

elevó, volteando hacia uno y otro lado con el viento, hasta que aprendió

a remontar las corrientes con la gracia de una gaviota.

Luego construyó otro par de alas para Ícaro. Enseñó al joven a mover

las alas y a elevarse, y le permitió revolotear por la habitación. Luego le

enseñó a remontar las corrientes de aire, a trepar en círculos y a flotar

en el viento. Practicaron juntos hasta que Ícaro estuvo preparado.

Al fin llegó el día en que soplaron vientos propicios. Padre e hijo se

calzaron sus alas y se dispusieron a volar.

—Recuerda todo lo que te he dicho —dijo Dédalo—. Ante todo, recuerda

que no debes volar demasiado bajo ni demasiado alto. Si vuelas

demasiado bajo, la espuma del mar te mojará las alas y las volverá

demasiado pesadas. Si vuelas demasiado alto, el calor del sol derretirá

la cera, y tus alas se despedazarán. Quédate cerca de mí, y estarás

bien.

Ambos se elevaron, el joven a la zaga del padre, y el odiado suelo de

Creta se redujo debajo de ambos. Mientras volaban, el labriego detenía

su labor para mirarlos, y el pastor se apoyaba en su cayado para

observarlos, y la gente salía corriendo de las casas para echar un

vistazo a las dos siluetas que sobrevolaban las copas de los árboles. Sin

duda eran dioses, tal vez Apolo seguido por Cupido.

Al principio el vuelo intimidó a Dédalo e Ícaro. El ancho cielo los

encandilaba, y se mareaban al mirar hacia abajo. Pero poco a poco se

habituaron a surcar las nubes, y perdieron el temor. Ícaro sentía que el

viento le llenaba las alas y lo elevaba cada vez más, y comenzó a sentir

una libertad que jamás había sentido. Miraba con gran entusiasmo las

islas que dejaban atrás, y sus gentes, y el ancho y azul mar que se

extendía debajo, salpicado con las blancas velas de los barcos. Se elevó

cada vez más, olvidando la advertencia de su padre. Se olvidó de todo,

salvo de su euforia.

—¡Regresa! —exclamó frenéticamente Dédalo—. ¡Estás volando a

demasiada altura! ¡Acuérdate del sol! ¡Desciende! ¡Desciende!

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Pero Ícaro sólo pensaba en su exaltación. Ansiaba remontarse al

firmamento. Se acercó cada vez más al sol, y sus alas comenzaron a

ablandarse. Una por una las plumas se desprendieron y se

desparramaron en el aire, y de pronto la cera se derritió. Ícaro notó que

se caía. Agitó los brazos con todas sus fuerzas, pero no quedaban

plumas para embolsar el aire. Llamó a su padre, pero era demasiado

tarde. Con un alarido cayó de esas espléndidas alturas y se zambulló en

el mar, desapareciendo bajo las olas.

Dédalo sobrevoló las aguas una y otra vez, pero sólo vio plumas

flotando sobre las olas, y supo que su hijo había desaparecido. Al fin el

cuerpo emergió a la superficie, y Dédalo logró sacarlo del mar. Con esa

pesada carga y el corazón destrozado, Dédalo se alejó lentamente.

Cuando llegó a tierra, sepultó a su hijo y construyó un templo para los

dioses. Luego colgó las alas, y nunca más volvió a volar.