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Bajo el signo de la discordia

En 1910, LA NACION celebró el Primer Centenario con un ensayo que hizo historia: El juicio

del siglo , de Joaquín V. González. Para el Bicentenario, Natalio Botana retoma el espíritu de

ese texto y asume el desafío de pensar los últimos cien años de la vida política argentina e

imaginar lo que vendrá.

Por Natalio R. Botana Para LA NACION

El 25 de mayo de 1910, Joaquín V. González publicó, en el suplemento que LA NACION dedicó

al Centenario, un ensayo "crítico histórico" acerca del desenvolvimiento de la Argentina en su

primera centuria. Escrito a la manera de Macaulay y Prévost-Paradol, El juicio del siglo

pretendía extraer de nuestro pasado unas tendencias sociológicas que permitiesen

comprender el porqué de "las llamas de las pasiones de cada época". Entre 1810 y 1910, en la

Argentina se habían transformado la sociedad y la economía mientras que la política

permanecía aferrada, según aquel polifacético hombre de Estado, jurista, historiador,

sociólogo y educador, a un conjunto de problemas recurrentes.

El texto, una cruza fecunda de la experiencia con la especulación teórica, desplegó ante el

lector tres tendencias que habían marcado con su sello nuestro pasado: "la ley de las

discordias civiles"; la "representación tácita" que perturbaba el ejercicio de la representación

política; por fin, la configuración que iban adoptando el Estado y la sociedad. Para J. V.

González, estas tres tendencias cerraban en 1910 un ciclo histórico. Para quien esto escribe,

estas constantes bien podrían proyectarse hacia el siglo siguiente, entre 1910 y 2010, para

intentar acaso otra exploración sobre "las llamas de las pasiones" de nuestra circunstancia.

De entrada nomás, el argumento de El juicio del siglo nos confronta con un "elemento

morboso" que, al compás de los "odios de facción", sembraba "la semilla del odio" y arrastraba

a los argentinos hacia el "vértigo sangriento de las querellas fratricidas". J. V. González creía

que el rol pacificador de la Constitución Nacional podía encauzar los combates hacia "armonías

cada vez más estrechas e íntimas." Nada de esto ocurrió entre 1930 y 1983. En el momento en

que él escribía este ensayo, la Argentina parecía encaminarse por el itinerario de la reforma

política que condujo al radicalismo a la presidencia en 1916, pero veinte años más tarde, en

1930, un golpe de Estado hizo trizas ese proyecto y abrió curso, hasta 1983, a una larga crisis

de legitimidad. El signo de la discordia fue la irrupción en la política del poder irrestricto de las

armas, una fuerza ligada a sectores civiles que, de allí en más, mostraría un creciente

potencial.

Sobre el fondo del golpe de Estado se destacaba en 1930 la crisis económica que había

despuntado un año antes, pero al lado de ese factor es posible advertir en esta caducidad del

temperamento reformista el ánimo belicoso con que la opinión pública, azuzada por algunos

diarios, comenzó a dividir el campo, como en el siglo XIX, en facciones antagónicas. Esas

dicotomías no sólo cobraron entidad en las filas del antiguo conservadurismo, sino también en

las del radicalismo (donde las principales fueron las del yirigoyenismo y antiyrigoyenismo) y en

el seno del socialismo, los partidos que, junto con la democracia progresista, deberían haber

servido de guía para apuntalar esa primera transición a la democracia. La "pasión de partido" y

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las "querellas domésticas", lejos de calmarse con la puesta en práctica del sufragio universal

masculino, secreto y obligatorio, se exacerbaron hasta deponer una trabajosa legalidad

constitucional que, con sus imperfecciones, ya tenía casi setenta años de duración

ininterrumpida y a la cual J. V. González había rendido un fiel servicio.

Una rutina basada en el engaño

El golpe de 1930 significó el regreso al poder de la dirigencia desplazada en 1916, junto con

sectores adictos provenientes del radicalismo y del socialismo. J. V. González no asistió a ese

súbito cambio. Había muerto en 1923 , a los sesenta años, y tal vez la placidez que emanaba de

aquellos prósperos años en que gobernaba Marcelo T. de Alvear no auguraba la tormenta que

se avecinaba. El régimen que resultó de aquella fractura amalgamó de nuevo, durante trece

años, la praxis de la proscripción y del fraude electoral que nuestro autor tanto temía. El rigor

aplicado a los partidos de oposición adormeció las creencias públicas que aceptaban

tácitamente esa rutina basada en el engaño.Sobre esta escenografía, en 1943 cayó el telón de

un nuevo golpe de Estado, cercano en su origen a las fórmulas autoritarias que, por aquel

entonces, campeaban en Francia y en la Península ibérica.

Nadie supuso en aquel momento que, tres años después, el peronismo iba a poner en marcha

la transformación más ambiciosa de la Argentina: transformación desde el vértice del poder en

el marco de una débil legitimidad de las instituciones políticas. Se disparó así una generosa

legislación social cuyo vacío previo había presentido J. V. González en 1904, cuando presentó

un proyecto de Código del Trabajo que no gozó de apoyo parlamentario. El peronismo colmó

ese vacío con un ambicioso plan movilizador. Se acentuaron los sentimientos de igualdad y la

movilidad social, y entraron a tallar en el repertorio de las valoraciones colectivas los derechos

sociales. Los efectos de estos cambios escindieron las libertades públicas, férreamente

controladas desde el Estado, de los sentimientos de igualdad por fin adquiridos en anchas

franjas de la población. En los términos de Tocqueville, lejano maestro de J. V. González a

través de Prévost-Paradol, ese caudaloso movimiento dividió la democracia en bandos

irreconciliables. Para sus adherentes, el peronismo era la afirmación de la democracia en tanto

conciencia igualitaria de participación; para quienes lo enfrentaban, el peronismo era la

negación de las libertades.

Estas dicotomías sembraron otra "la semilla del odio". Se generalizó el odio al compás del

incremento del autoritarismo sobre las libertades públicas y de la violenta interrupción del

proceso político y social del peronismo con el golpe de Estado de 1955. Entonces "los odios de

facción" llegaron a los extremos del bombardeo, el incendio y los fusilamientos. Para quienes

recordamos aquel invierno de 1955, la ciudad olía a pólvora y cenizas. Tan implacable fue el

odio acumulado que tuvimos que soportar el pasaje de casi treinta años, entre proscripciones,

nuevos golpes militares a los presidentes civiles y mayores dosis de violencia, para que esos

bandos maltrechos reconociesen en 1983 que la democracia era una obra común.

La instauración de 1983 implicaba ensamblar un pluralismo político, por fin amplio y sin

cortapisas, con el deber de justicia. En la década anterior, los trágicos años setenta, la

dialéctica del odio descendió hacia el infierno de la sistemática eliminación física de quien era

considerado enemigo. Este quiebre de los resortes básicos de la convivencia se revistió con la

peor de las justificaciones. El odio recíproco se vistió con ideologías de exterminio y la política

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se confundió con la guerra. Jamás en el siglo XX la política llegó a semejante nivel de

indignidad, como si hubiesen estallado con estrépito los depósitos del encono abastecidos

durante tantos años.

Ficciones electorales

1983 fue entonces un año decisivo a partir del cual tuvimos que superar la rémora de un

sistema viciado de representación política. J. V. González lo calificó con el concepto de

"representación tácita", aludiendo a la "ficción" electoral que montaban los "filibusteros" de la

política. El reverso de este juego engañoso para desnaturalizar la sinceridad del sufragio fue la

"centralización" del poder de la república en los presidentes y gobernadores de las provincias.

La dialéctica entre representación tácita y centralización no amainó en el siglo XX. J. V.

González entreveía en esta tendencia una tradición "ejecutiva" negadora del registro propio de

un "gobierno popular". En 1910, una parte de la dirigencia confiaba en que una reforma

electoral podría al fin clausurar aquella tramoya y renovar la obsolescencia de un federalismo

en el cual las provincias eran meras "estipendiarias del poder central".

La Argentina del Centenario había establecido por fin un Estado y consolidado sus límites

territoriales. Hasta había perfeccionado su política exterior, a tono con las ideas de Alberdi, de

acuerdo con "la ley suprema de la solidaridad internacional" (un principio que las ideologías

nacionalistas, precursoras de la guerra de Malvinas, después desmentirían de plano), pero en

cuanto a la política interna "el furor del mando" incrustado en el Poder Ejecutivo impondría

más tarde una férula sólo doblegada parcialmente en las últimas décadas de democracia.

El desenvolvimiento de la reforma electoral hasta 1930, si bien alentó un ejercicio más abierto

de la libertad política, reforzó la centralización en el Poder Ejecutivo mediante la aplicación

continua de la intervención federal a las provincias. Este método fue acentuado por los

gobiernos del radicalismo para desplazar a las oposiciones aún tributarias del antiguo orden

conservador, o para dirimir conflictos en las filas oficiales. Luego del golpe de 1930, la ficción

del sistema de "representación tácita" reapareció con nuevos bríos. Aunque el fraude fue su

principal agente, el objetivo de los gobiernos en los años treinta fue el de invertir el sentido del

control republicano. En lugar de que la oposición, con pleno acceso a las posibilidades de la

alternancia, controlase al Gobierno, este debía, al contrario, controlar a las oposiciones

asegurando su propia sucesión.

Esta matriz del control político se reprodujo en el curso del ciclo popular que comenzó en

1946. El peronismo dejó atrás la esclerosis que previamente había sufrido la participación

ciudadana. Se amplió el padrón electoral, las mujeres obtuvieron el derecho al sufragio en

1947, las urnas rebosaron de votos. En cuanto al origen del poder, el peronismo tuvo pues una

robusta legitimidad; en cuanto a su ejercicio, el vínculo entre el electorado y sus

representantes se fusionó en el episodio más personalista del siglo XX, superior al

yrigoyenismo pues el presidente disponía del resorte de la reelección inmediata e ilimitada

estipulada por la reforma constitucional de 1949. El peronismo centralizó la conducción de los

asuntos del Estado al paso que, gracias al control de las libertades de prensa y de reunión,

impedía que las oposiciones se expresaran libremente, antes y después de la celebración de

comicios regidos por sistemas electorales poco equitativos.

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El personalismo, la imagen y realidad de un líder sobresaliente identificado con el pueblo

reforzó en nuestra política "la tradición ejecutiva"; y lo que antes evocaba una trama

oligárquica entre facciones rivales se transformó en un régimen donde la participación popular

brotaba resueltamente. La soberanía del pueblo se desembarazó así de los límites

republicanos y del condimento pluralista de la representación política. Esto lo entendió Juan D.

Perón cuando regresó del exilio, asumió por tercera vez la presidencia en 1973, se

desembarazó de las corrientes guerrilleras que antes había alentado y, sobre la base de una

experiencia de odio y represiones, pactó acuerdos con la oposición.

No tuvo tiempo para ello. Más allá de su desaparición física y de una sucesión matrimonial

partera del terrorismo de Estado, en la Argentina las raíces de la violencia crecían con fuerza.

Una raíz se encontraba en el régimen de "representación tácita" que se impuso en el país a

partir de 1955 y en "el furor del mando" que, en grados diferentes, encarnaron sendos

capítulos de autoritarismo militar. La otra raíz estaba en las acciones tributarias de una nueva

épica revolucionaria, con epicentro en Cuba, también dotadas de un "furor del mando"

dispuesto a conquistar el poder a punta de fusil.

Tales fueron los legados de la democracia inaugurada en 1983. No fue sencillo y no lo es

todavía. La "representación tácita" carece del arraigo de antaño. Reconcentrada en algunas

provincias e intendencias, donde los gobernantes reproducen el ejercicio hegemónico del

poder, el pluralismo de partidos que debería contrarrestar esta tendencia sigue siendo frágil.

Esta situación se verifica no tanto porque las libertades públicas se hayan suprimido (todo lo

contrario), sino por el hecho de que la tradición "ejecutiva" prosigue segando las reservas de

autonomía de la sociedad civil. Con rastros del furor de antaño, los partidos gobernantes están

recreando lo que J. V. González constataba como la "corrupción persistente de la práctica

política". El unitarismo fiscal, que ha trastocado los principios del federalismo, es uno de los

principales responsables de este estado de cosas, así como la transferencia de un amplio poder

de decisión al Presidente por parte del electorado y del Congreso.

Los excluidos

¿Qué decir entre tanto de la sociedad? En El juicio del siglo la sociedad estaba expuesta a una

asombrosa mutación. Más que un dato conservador de lo existente, la sociedad era un

proyecto guiado por la inmigración y "la acción educativa de la democracia". Tal el horizonte,

puesto que "todo el problema, el más hondo, el más primordial de los problemas, después de

sancionada la Constitución, era comenzar por la enseñanza, la transformación del pasado para

adoptarlo a las nuevas formas de vida".

Inspirado en estos propósitos, el Estado que proponía poner en forma J. V. González era una

empresa educadora dotada de los atributos suficientes para soldar una triple escisión: la que

existía entre los valores heroicos y guerreros del pasado y los mucho más pacíficos del

presente; la que resultaba del inagotable caudal de inmigrantes que "permanecía ajeno a la

esfera pública", y la que obedecía a la configuración de un Estado que, al concentrar la

población en el área metropolitana, debilitaba a las provincias del interior.

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En el primer caso, un relato proclive a resaltar la superioridad racial surge de estas páginas. Es

una imagen que subraya las concepciones predominantes en las élites de hace un siglo. La

sociedad del pasado estaba en efecto condenada a desaparecer, a medida que "los

componentes degenerativos o inadaptables, como el indio y el negro" iban cediendo ante el

influjo de la población blanca proveniente de las corrientes inmigratorias. No obstante, esa

masa de recién llegados no se incorporaba a la vida política y, para colmo, tenía un costado

perverso, fruto de la "irrupción informe y turbia de todo género de ideas, utopías y credos

filosóficos".

Este choque se produjo con estrépito en el siglo XX. En contra de lo que pensaba J. V.

González, el pasado regresó al compás de las grandes migraciones internas, semejantes por su

dinamismo a la externas, que produjeron en las ciudades europeizadas por la inmigración

desconcierto y rechazo. El "cabecita negra" reemplazó en el imaginario al inmigrante peligroso.

Y mientras el impacto poblacional de la inmigración fue cerrando su parábola, integrándose en

la sociedad civil y luego en la política, los sectores bajos de origen mestizo de la provincias

tradicionales, cuyo ascenso alentaba J. V. González, permanecieron mucho más distantes,

cuando no excluidos, de aquel proceso. A la vuelta de un siglo, la exclusión social se mide hoy

también por el color de piel. Esta injusta situación en los años del Bicentenario habría

desconcertado al optimismo de J. V. González. Fiel discípulo de John Stuart Mill, en cuanto a

compartir la visión generosa que se cifra en un sistema educativo con "orientación utilitaria de

la enseñanza" científica, técnica e innovadora, él apostaba con confianza por esa empresa

dadora de capacidad ciudadana y apetito de progreso a una sociedad en formación.

El paso de las décadas fue mostrando los logros de aquel esfuerzo educativo y de un desarrollo

científico que apuntaba al reconocimiento internacional con la obtención de tres premios

Nobel en ciencias. Al mismo tiempo, la intolerancia de los regímenes autoritarios y la astenia

fiscal del Estado durante el siglo XX, con su secuela de crisis, defaults e ineptitud en el diseño y

aplicación de las leyes impositivas, fue dejando atrás aquel designio de mejorar con la

educación pública la vida en común de poblaciones bien distribuidas a lo largo de nuestra

geografía.

A la postre, esa deseable disposición de los recursos humanos, adaptada a los requerimientos

del régimen federal, soportó en el siglo XX el peso desmesurado de la centralización urbana. J.

V. González había percibido ese riesgo al advertir, en el tamaño desproporcionado de Buenos

Aires, una "ciudad-estado" que no tenía parangón en el resto del país: un gigante demográfico,

en efecto, absorbente e invertebrado. La ciudad de Buenos Aires fue en el siglo XX uno de los

emblemas de la inmigración; el otro fue Rosario, con clases medias y movilidad social, mientras

que las inmensas barriadas del Gran Buenos Aires, hoy con más de nueve millones de

habitantes, sin servicios básicos ni acceso a la vivienda, representaban (lo hacen todavía de

manera lacerante) la otra cara de las migraciones, aquella que llegaba desde el interior y ahora

también desde varios países limítrofes.

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Así se fueron extendiendo las luces y las sombras de las aglomeraciones urbanas. Dadas estas

incógnitas, J. V. González confiaba en el gradualismo de la legislación social (un punto de

partida que le fue negado, como hemos visto, en 1904) y en la promesa que yacía latente en el

futuro desarrollo de las nuevas tierras del sur, en la vasta Patagonia. En los hechos, la

legislación social se impuso en la Argentina con escaso gradualismo y, cuando llegó hasta el

punto de su plena maduración, los derechos sociales se marchitaron porque el régimen fiscal

que debía sostenerlos se derrumbó ante el vendaval de las crisis económicas. En la actualidad,

el empleo resguardado por la legislación social y un poderoso sindicalismo sobrevive al lado de

otra clase de empleo que carece de esas protecciones tan recomendadas en El juicio del siglo

junto con la libertad sindical (hoy no reconocida en los hechos, aunque sí por la Corte Suprema

de Justicia).

¿Qué quedaba en pie entonces del programa de colonizar por medio del trabajo la frontera del

sur? J. V. González venía del norte, de La Rioja, de aquellos espacios de la vieja Argentina, el

contorno de Mis montañas . El sur abría pues una oportunidad siempre que en aquellos

territorios no se reprodujera la estructura rentística de los "latifundia". Paradojas de la

historia: al paso de un siglo, la Patagonia se modificó, emporio de producción energética y de

turismo. Mucho menos cambiaron los estilos de hacer política que, curiosamente, se

reencontraron con las tradiciones del norte. Desde La Rioja a Santa Cruz, los hijos de

inmigrantes reclamaron con éxito su condición ciudadana y ascendieron a las más altas

responsabilidades, pero no dejaron de lado la matriz hegemónica, reeleccionista y personalista

de la antigua política. La descripción de esta mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre herencias

del pasado e innovaciones del presente, en una Argentina que inicia en el siglo XXI su tercera

trayectoria, recupera una de la intenciones teóricas de El juicio del siglo : cambios y

continuidades en un mismo fresco histórico para marcar nuestra futura carta de navegación.

En este escenario de procesos políticos, movilizaciones sociales ambiciosas y retrocesos no

menos contundentes, la ética reformista que esbozó J. V. González quizás señale un camino,

no para repetir servilmente lo que dijo sino para recuperar un espíritu atento a la combinación

de los valores de libertad, justicia e igualdad. La defensa de la civitas democrática en este

planeta globalizado, su recreación y asiento en las creencias públicas es ahora tan actual como

en 1910. Además, la humanidad ha padecido en el siglo XX un pavoroso conjunto de

consecuencias impredecibles. ¿Quién hubiese imaginado en 1910, con las creencias exultantes

acerca del porvenir típicas de aquella época, que un lustro más tarde el mundo estaría

envuelto en un exterminio en masa que aumentaría sin cesar? Son lecciones a no echar en

saco roto. Porque la historia no está predeterminada de antemano, ahora sabemos que

nuestro país no está inevitablemente arrojado al éxito ni tampoco condenado al fracaso. Estos

itinerarios dependen de nosotros, de la libertad ciudadana que tanto padeció a lo largo del

siglo XX. Razón de más, como sugería J. V. González, para retemplar el ánimo "bajo el amplio

escudo republicano".

La Nación – Suplemento Enfoques - Domingo 23 de mayo de 2010


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