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t . ?1. LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON SU CUERPO 1. La problematic-id¿ , d de la risa y del llanto La risa y el llanto son formas de manifestación de las que, en el pleno sentido de la palabra, sólo el hombre dispone; y a la vez formas de manifestación de una especie que contrasta raramente con tal posi- ción de monopolio. Pues no tiene nada en común con el lenguaje y los ademanes, gracias a los cuales el hombre aparece como superior a los demás vivientes y da una expresión demostrativa y conciliadora, objetiva y discutible a sus pensamientos, sentimientos e intenciones. La risa y el llanto no están en el mismo estrato que el lenguaje, no están a su nivel. Quien ríe o llora pierde en cierto sentido el dominio y de momento hace imposible el estudio objetivo de la situación. El carácter eruptivo de la risa y del llanto se mueve en la cercanía de los movimientos de expresión emocionales. Del mismo modo que el poder del agotamiento y del estar conmovido por los sentimientos se expresa en la mímica y en los gestos, el motivo alegre o triste, có- mico o conmovedor, se apodera de nosotros y tiene que descargarse. Más parecidos al grito inarticulado que al lenguaje disciplinadamente articulado, la risa y el llanto suben desde la profundidad de la vida sentimental. También de los movimientos expresivos de emociones se distingue su forma de manifestación. Mientras que la ira y la alegría, el amor y el odio, la compasión y la envidia, etc., logran en el cuerpo una expre- sión simbólica, que hace manifestar el afecto en el movimiento expre- sivo, la forma de manifestación de la risa y del llanto permanece im- penetrable y a pesar de toda su capacidad de modulación sigue siendo fija, en gran medida, a lo largo de su desarrollo. Desde este punto de vista pertenece al círculo de los procesos del ruborizarse, palidecer, 45

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LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON SU CUERPO

1. La problematic-id¿,d de la risa y del llanto

La risa y el llanto son formas de manifestación de las que, en el pleno sentido de la palabra, sólo el hombre dispone; y a la vez formas de manifestación de una especie que contrasta raramente con tal posi-ción de monopolio. Pues no tiene nada en común con el lenguaje y los ademanes, gracias a los cuales el hombre aparece como superior a los demás vivientes y da una expresión demostrativa y conciliadora, objetiva y discutible a sus pensamientos, sentimientos e intenciones. La risa y el llanto no están en el mismo estrato que el lenguaje, no están a su nivel. Quien ríe o llora pierde en cierto sentido el dominio y de momento hace imposible el estudio objetivo de la situación.

El carácter eruptivo de la risa y del llanto se mueve en la cercanía de los movimientos de expresión emocionales. Del mismo modo que el poder del agotamiento y del estar conmovido por los sentimientos se expresa en la mímica y en los gestos, el motivo alegre o triste, có-mico o conmovedor, se apodera de nosotros y tiene que descargarse. Más parecidos al grito inarticulado que al lenguaje disciplinadamente articulado, la risa y el llanto suben desde la profundidad de la vida sentimental.

También de los movimientos expresivos de emociones se distingue su forma de manifestación. Mientras que la ira y la alegría, el amor y el odio, la compasión y la envidia, etc., logran en el cuerpo una expre-sión simbólica, que hace manifestar el afecto en el movimiento expre-sivo, la forma de manifestación de la risa y del llanto permanece im-penetrable y a pesar de toda su capacidad de modulación sigue siendo fija, en gran medida, a lo largo de su desarrollo. Desde este punto de vista pertenece al círculo de los procesos del ruborizarse, palidecer,

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vomitar, toser, estornudar y otros, a las influencias caprichosas de los procesos vegetativos, en gran parte sustraídos a nuestro dominio.

La eruptividad y forzosidad de la forma expresiva junto con la falta de expresión simbólica aparecen de nuevo especialmente acen-tuadas en la risa y en el llanto (en comparación con las reacciones arriba mencionadas). Como manifestaciones externas que son, no pueden pasar desapercibidas en la vida social. No son únicamente reacciones a la respectiva situación como el ruborizarse, palidecer, etc. (que primariamente están limitadas a quien se avergüenza o se horroriza), sino que se dirigen a la situación misma, aunque sin que-rerlo quizá, e interrumpen el paso normal de la vida. Tal vez en esto tenga también importancia el hecho, digno de ser tenido en cuenta, de que la risa y —en menor medida— el llanto pueden ser desenca-denados voluntariamente con más facilidad que las reacciones espe-cialmente sometidas al sistema simpático y parasimpático.

Y si la risa y el llanto, como formas de manifestación específica-mente humanas y de carácter impenetrable, que se salen del círculo de las manifestaciones transparentes y comprensibles del lenguaje, gestos y mímica, excitan ya la atención natural, el interés por ellas se pro-fundiza a la vista de la pluralidad de sus motivos. También los moti-vos son raros y saltan el marco de lo ordinario como hace la forma de expresión. Corresponde a la tradición científica el haberse ocupado preferentemente de ellos. Desde antiguo han interesado a los filósofos los fenómenos de lo cómico y de lo trágico, del chiste y de lo sublime. La manifestación, en sí misma insignificante en cierto modo, del vi-viente «hombre» empuja aquí a perspectivas verdaderamente dignas del hombre, porque son objetivas y pertenecen a la legalidad estéti-ca. Desde que existen la psicología y la fisiología aparecen también los otros aspectos de la risa y del llanto: los movimientos embarazosos y liberatorios del ánimo en el estar contentos y en la tristeza, en el arre-pentimiento y vergüenza, en el ser afectados -y conmovidos, en la ti-midez; los movimientos corporales de expresión según su juego mus-cular y su regulación nerviosa y probablemente también glandular.

El descubrimiento de esta pluralidad y su elaboración en diver-sas ciencias, metódicamente divididas unas de otras, provoca así la pregunta contraria sobre la unidad de los fenómenos de la risa y del llanto. Esta unidad hace necesario, incluso metódicamente, un pun-to de partida propio frente al aspecto especializado de los estetas, psicólogos y fisiólogos. Pues en tal unidad no se trata del producto ulteriormente accesible de una síntesis, sino de la unidad del punto de partida en que originalmente vivimos, mantenida sin duda a la vista por los estetas, psicólogos y fisiólogos, aunque unilateralmente en-tendida por ellos, conforme a sus intereses profesionales. Desde este

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punto de vista se puede comprender la recíproca implicación de las dimensiones corporales anímicas y espirituales, pero no a la inversa: desde las dimensiones aisladas unas de otras no se puede comprender el mecanismo de su unidad.

Y la conocemos. La afirmación, hecha al principio, de que sólo el hombre, y no el animal, puede reír y llorar, no dice una sospecha, que pueda ser refutada alguna vez por ciertas observaciones, sino que expresa una certeza. Pues sabemos que los conceptos de reír y llorar exigen la mayor envergadura del comportamiento humano; exigen una relación para la que no tenemos más nombres que espíritu, alma y cuerpo. Es cierto que se dice que el cosquilleo puede desatar la risa, y en el chimpancé, por ejemplo, se encuentra la risa, la boca ensan-chada:, los sofocados gritos del bienestar. Estos movimientos expre-sivos que, aunque no siempre provocados por reflejos, permanecen en la esfera de lo vital-sensible, son risa en tan corta medida como la risa de ciertos enfermos del cerebro. A la risa (y al llanto) pertenece —y si no los conceptos no están correctamente usados— la relación consciente y con sentido de la manifestación —que irrumpe erupti-vamente, se desarrolla con forzosidad y no está simbólicamente acu-ñada— con un motivo. No es mi cuerpo, soy yo quien río y lloro por alguna razón, «de algo» o ((por algo». Mientras que el rictus y los ges-tos elaboran inmediatamente el motivo en una expresión simbólica y lo reflejan directamente, en la risa y en el llanto yo mantengo una distancia frente a él: respondo a él.

Con esto el problema no se plantea como el de una deducción de estas formas de expresión, específicamente humanas, a partir de la esencia de la naturaleza humana, pues en tal esencia no puede esconderse más que lo que está contenido en la risa y en el llanto y nos da la certeza de su humanidad. Se plantea como cuestión sobre la compatibilidad de su forma de expresión con la esencia humana, tal como aparece también en otras capacidades específicamente hu-manas, como el lenguaje y el trabajo. La risa y el llanto tienen que hacer de algún modo posible la relación con los órdenes espiritua-les, exigida y activamente atestiguada por el hombre; de otro modo la comicidad y la tragedia, el chiste y el dolor no obrarían como obran. No se discute si la risa y el llanto son monopolio del hombre, sino cómo lo son. El modo raramente impenetrable de expresión del cuerpo humano debe ser comprendido desde la relación del hombre con su cuerpo (y no desde la problemática ((relación)' del espíritu con el cuerpo o del alma con el cuerpo, es decir, desde la problemática relación de entidades aisladas).

Esta tarea exige, naturalmente, tanto una especial concepción de la esencia humana como una especial caracterización de su situación

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corporal. Comúnmente, cuando se habla de los monopolios huma-nos —lenguaje, invención de instrumentos de trabajo y su uso, ves-tido, habitación y costumbres— uno suele darse por satisfecho con la racionalidad o espiritualidad e intenta enraizar de algún modo lo humano en ellas. Hasta la verticalidad permanente del cuerpo con su liberación de las manos, alivio de la cabeza, ampliación del campo de visión y distancia del entorno, se ajusta a tal teoría. Todos saben qué es lo que tiene el hombre en esos monopolios y entienden la conexión con la característica tradicional de su especial posición: la razón, el espíritu. Pero sigue siendo oscuro qué es lo que tienen que ver con esas propiedades la risa y el llanto y por qué han sido negados preci-samente a los demás seres vivos. Lo eruptivo, forzoso e inarticulado de sus formas de manifestación está en contradicción de por sí con la unión a la razón y al espíritu y apunta en la dirección de lo infrahu-mano, alimentado exclusivamente de fuentes afectivas. Por otra parte, si no fueran más que manifestaciones afectivas y movimientos emo-cionales de expresión, no se podría comprender tampoco por qué no pueden reír y llorar al menos los animales más parecidos al hombre.

El conocimiento de las razones que determinan al hombre a ma-nifestarse en circunstancias especiales así y no de otra manera, da tam-bién respuesta a la cuestión de por qué puede hacerlo él solo, y no los demás seres vivos. Presupuesto de este conocimiento es ante todo una mirada sin prejuicios hacia el fenómeno con toda la variedad de sus aspectos espirituales, anímicos y corporales y —hablando metódica-mente— una actitud propia frente a él. Por los caminos tantas veces comenzados de las interpretaciones biológicas, psicológico-instintivas y psicológico-sociales no llegamos a la meta. Dejemos la cuestión de si la risa y el llanto son procesos que sirven para un fin oculto. La naturaleza, la vida instintiva y la comunidad tienen sin duda parte en ellos. Pero desgraciadamente no conocemos esa parte y por eso nos parece radicalmente absurdo confiar totalmente el problema a uno de esos poderes anónimos. Y con explicaciones causales tampoco se va muy lejos: enseguida se pierde uno en la división entre el motivo anímico-espiritual y su efecto físico.

Antes de explicar un fenómeno por factores o interpretarlo por fines, es en todo caso indicado intentar comprenderlo en su ámbito empírico original. La risa y el llanto son formas de manifestación hu-mana, formas de explicación y trato, modos de conducta, tipos de comportamiento. Esto implica dificultades, pero también posibilida-des de comprensión.

Las teorías que lo olviden, por prejuicios metafísicos o científi-cos, andarán de seguro descaminadas. El estudio sobre el motivo de la risa y del llanto ha tropezado continuamente en tales prejuicios.

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2. Contra el prejuicio de la concepción bilateral del hombre y las falsas alternativas

Para lograr una imagen completa del estado corporal del hombre que ríe o llora, tendríamos que relacionar las variaciones en la muscula-tura, respiración y secreción glandular con las variaciones del sistema nervioso central. Pues para las formas de expresión características, tanto en el terreno de la vida animal como en el de la vida vegetativa, se sospechan mecanismos de iniciación en el sistema nervioso central. Como hay una regulación central de la respiración, temperatura, cir-culación y también de los procesos limitados, como, por ejemplo, el acto de tragar, de ruborizarse, palidecer, bostezar y vomitar, es natural suponer un mecanismo de regulación central para la risa y el llanto. Se trata de valorar con esto el fenómeno de ciertas enfermedades del cerebro, que tienen como manifestaciones la risa y llanto forzados.

Pero no es necesario pensar inmediatamente en los «centros». La risa y el llanto más bien parece que se fundan en interrupciones de la complicación normal de las funciones; tal explicación es más verosímil que la que dice que son procesos que tienen su «asiento» en determinadas partes del cerebro (siempre dentro de los límites en que una función, en general, puede tener «asiento» o sitio). Supongamos que la fisiología llega a decisiones claras en este tema. ¿Qué habría ganado con ello para el problema de la risa y el llanto?

Una representación para el mecanismo de la risa y del llanto, de los medios de realizarse una manifestación; nada menos que eso, pero tampoco nada más. Sin embargo la idea de la cooperación de los componentes físicos sigue estando tan falta de relación con el proceso total del hombre que ríe o llora, que a partir del «senti-do» del proceso en conjunto no se puede lograr ninguna indicación de que sean éstos precisamente y no otros los componentes físicos. Pero el conocimiento exacto del mecanismo de la risa y del llanto no puede responder tampoco a la cuestión de por qué el hombre se ríe y no llora a causa de un chiste, y de por qué llora y no ríe cuando se arrepiente. El chiste y el arrepentimiento pueden provocar una excitación corporal exactamente delimitada en el cerebro —en esto nuestras presunciones sólo tienen vagos límites— y a partir de tales excitaciones específicas poner en marcha la risa y el llanto, sus repre-sentantes físicos en cierto modo. Pero precisamente esa caracteriza-ción fisiológica de algo que no es físico, sino estructura significativa o proceso anímico, lejos de ser una solución es un desvarío.

El chiste se dirige a hombres de entendimiento y espíritu. El arre-pentimiento es vivido por hombres de conciencia moral y corazón. Siempre es el hombre quien, al reír o llorar, es afectado superficial o

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profundamente. El cuerpo, escenario de los mecanismos fisiológicos, no es afectado ni excitado por el chiste o el arrepentimiento, sino sólo por «estímulos» físicos que son de tipo acústico o visual, cuando, por ejemplo, intervienen las palabras. Pero cuando faltan el entendi-miento y el espíritu, la conciencia moral y el corazón, las palabras no se convierten en «estímulos», aunque sean oídas o leídas. No se forma entonces la correspondiente configuración liberadora «en el cerebro». ¿Por qué? La fisiología no sabe ninguna respuesta para ello; la investigación se estanca en la separación de lo físico y lo psíquico.

Más allá de la división, en el terreno del aspecto interior, es com-petente la psicología. En ella se abre la comprensión para la alegría y el dolor, buen humor y tristeza, para los sentimientos sensibles y espi-rituales, para los afectos, acordes y pensamientos. En ella no se pone ningún límite al análisis de los estados dé ánimo complejos, como el arrepentimiento y el pensar, el ser afectados y conmovidos, ni al aná-lisis de los contenidos de conciencia y combinaciones representativas lógica o estéticamente relevantes. La competencia de la psicología sólo termina en el proceso corporal. No está en situación de com-prender el fenómeno de expresión física.

Aquí aparece la dificultad típica de todo el ámbito de la conduc-ta, del comportamiento, la dificultad que no puede ser dominada con nuestros medios científicos, divididos en fisiología y psicología. En cuanto acción, gesto, expresión mímica, el proceso corporal está acuñado por lo psíquico y referido a ello. Pero ese cuño y esa refe-rencia se balancean en cierto modo entre los dominios del cuerpo fi-siológicamente entendido y del alma psicológicamente concebida. En cuanto suceso físico, la acción, el gesto y la expresión no permanecen en el dominio interior de lo psíquico. Pero si se trata de comprender-los dentro del juego de las articulaciones y músculos, sólo se verán procesos y se habrá perdido lo característico.

Mientras la ciencia siga estando en la alternativa de los métodos fisiológicos o psicológicos, le estará vedado el ámbito de la conducta con toda la abundancia de sus formas. Para lograr un acceso a ella, necesita un acercamiento propio y original a los fenómenos mismos y una confianza nueva en la experiencia diaria; en ella percibimos la conducta con nosotros mismos y con los demás; tenemos que reac- cionar frente a ella y entendérnoslas con ella. Tal confianza tropieza con un prejuicio importantísimo, continuamente alimentado por las ciencias exactas: que la naturaleza humana debe ser estudiada bajo as- pectos irreconciliables en el fondo, porque se compone de dos sustan- cias, el cuerpo (como cosa extensa) y el alma (como cosa pensante).

Este modelo, acuñado por Descartes, ha impedido el acuerdo entre el hombre como cosa natural y el hombre como ser ético-espi-

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ritual. La física no podía ser sacrificada a las exigencias de la teología y de la moral; y la teología y la moral no podían ser sacrificadas a las exigencias de la física. En esta atención a dos legalidades absolu-tamente diversas se apoya la fuerza del modelo, que se ha impuesto continuamente contra todos los reparos filosóficos y sobre todo en las épocas de mayor florecimiento de las ciencias naturales. Se ha intentado atenuar o interpretar sus durezas metafísicas. Pero ha per-manecido la concepción bilateral del hombre con su obligación de separar lo físico y lo psíquico o con su fatal posibilidad de enfrentar lo uno contra lo otro. Nada fundamental ha cambiado en este esque-ma, aunque se conserven en el aspecto interior accesos diferenciados hacia lo «psíquico» y hacia lo «espiritual'>. La evolución de la especia-lización científica ha seguido en todo caso este característico modelo. Sólo en el siglo xix ha sido revelada la artificiosidad e inaplicabilidad de tal modelo a la experiencia por las nuevas ciencias de la vida y del hombre: biología, sociología y ciencias históricas.

Lo más natural era, después, sustituir la ontología del cartesia-nismo por una contra-ontología monista, lo que podía suceder, y sucedió de hecho, sobre la base del ser corpóreo o anímico-espiritual o sobre la base de una tercera realidad, como la vida, por ejemplo, que abarca a las otras dos. Tales construcciones monistas —muchas veces bajo la invocación de Spinoza— tuvieron su época de oro en el siglo xix, pero no pudieron influir en la marcha de la evolución cien-tífica. El principio monista se diluyó más bien en una hipótesis, que representaba las experiencias logradas por los medios ordinarios y usuales y que «sólo» metafísicamente pretendía construir una unidad.

Contra esta concepción luchó la teoría del conocimiento, pero el golpe último no le vino de consideraciones filosóficas, sino del en-riquecirniento y profundización del campo de experiencias humano, ocurrido en el siglo xix. En la historia, etnología, sociología, psico-logía y psicopatología el hombre se enfrenta con el hombre de otras épocas y culturas, de diversa actitud ante la vida, con unos hombres que se entienden a sí mismos de modo distinto. La evidencia de la propia existencia se hace cuestionable, y su interpretación, valedera y seguida durante siglos, pierde su fuerza de convicción. Los viejos modelos de la esencia del hombre perdieron su valor, pero la disposi-ción a sustituirlos por otros nuevos fue debilitada por el relativismo.

De esta actitud de desconfianza en la razón, típica de nuestro tiempo, ha surgido otra oposición al cartesianismo, distinta de la mo-insta y que no pretende sustituir sencillamente el modelo bilateral del ser del hombre por otro modelo, sino que quiere hacerlo superfluo. No se mete de ningún modo en la problemática cuerpo-alma, sino que intenta destruirla como dificultad artificiosa, como innecesaria

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construcción, como malentendido. En realidad la elude, remitiéndose a un estrato original del ser y de la existencia, a un estrato, supuesto sin problemas, que equivale en nivel —si así puede decirse—, pero no en estructura interna, al estrato de la conducta, del comporta- miento. Mediante una técnica, en todo caso plausible —como luego veremos más de cerca—, de caracterizar a priori las formas de con- ducta de manera que no sea visible el abismo entre el «dentro» y el «fuera» surge la apariencia de una original falta de problemas en la situación humana, al menos en lo que atañe a la relación del alma, o del hombre, con el cuerpo.

Frente a esta falta de compromiso y ligereza del anticartesianis- mo de moda, fenómenos como la risa y el llanto obligan a definirse y a plantearse la verdadera dificultad de la existencia humana. El len- guaje, la acción, la configuración y los ademanes no obligan de por sí a ello'. El cuerpo humano se ajusta en ellos a impulsos e intenciones de tipo anírnico-espiritual; acompaña, se deja acuñar, soporta, y, pre- cisamente por ser tan dócil y acomodadizo, no exige más papel que el de la materia corporalizadora, el de los medios representativos. En cuanto materia y medio significan aquello de que puede emanciparse el contenido de sentido. Este aspecto se acomoda a la concepción tra- dicional del hombre bajo el imperio del esquema dualista: el cuerpo es el estrato envolvente, inevitable para la vida, insustituible para la expresión, de un ser que en lo más propio se sabe emancipado de él y que dispone de él hasta los límites de la enfermedad y de la muerte.

La risa y el llanto dan una visión diversa de la relación del hom- bre con su cuerpo. Su forma de manifestación, sea expresiva o inex- presiva, diga muchas cosas o no diga nada, no muestra, en cuanto tal, ningún caracter simbólico. Aunque motivados desde el hombre, aparecen como erupciones desbocadas e informes del cuerpo en cier- to modo autonomizado.

El hombre cae en ellos: prorrumpe a reír y rompe a llorar. En ellos contesta a algo, pero no con una configuración correspondien- te que pudiera ponerse al lado de la organización lingüística, de los

1. Por eso creen no sólo los filósofos de la existencia sino también los teóricos de la expresión y los antropólogos que pueden deshacerse del problema cuerpo-alma. «Está de más, por así decirlo, porque tenemos un tercer punto de vista', dice Arnold Gehien DerMensd2, Berlin, 1940 [El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, trad. de C. Cienfuegos, Sígueme, Salamanca, 21987]). No le falta culpa a Klages en esta ligereza, como se ve, por ejemplo, en E Helwig, Seele alsAuferung, Leipzig, 1936. Cf. también F. Gehrung, Das Seelische. Wider die Verdoppelung des Menschen, Berlin, 1938. Por lo demás, la fuerte unión de la doctrina de la expresión a los modos expre-sivos objetivanres y mediadores de sentido, como son los ademanes, gestos, habla y acción, aparece con toda claridad en K. Bühier,Ausdrucktheorie, Jena, 1933 [Teoría de la expresión, trad. de H. Rodríguez Sanz, Alianza, Madrid, 1980].

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ademanes mímicos, de los gestos o acciones. Contesta con su cuerpo en cuanto cuerpo como desde la imposibilidad de encontrar una res-puesta. Y en el perdido dominio sobre sí mismo y sobre su cuerpo se muestra a la vez como un ser extracorporal que vive en tensión respecto a su existencia física, totalmente ligado a ella.

El análisis ha retrocedido hasta ahora ante esa inescrutabilidad de la relación del hombre con su cuerpo. Incluso en autores que es-taban sobre los prejuicios de una psicofísica bilateral (en la dirección determinada por Klages, por ejemplo, en muchos psicólogos y pa-tólogos existencialistas) se ha limitado al círculo de las formas con sentido racional, de las formas simbólicamente acuñadas, es decir, se ha limitado a las acciones, ademanes y gestos. El análisis perseguía a priori la interacción y complicación de los componentes psíquicos y físicos bajo el punto de vista de su mayor aproximación posible, o incluso de su unidad. Todo lo que estorbaba esa imagen o no quería ajustarse sin más a ella, todo lo que, en su estática y dinámica, no era deducible de las formas impulsivas, se dejaba a un lado y se abando-naba a la supuestamente competente fisiología.

Se olvidaba que el hombre no tiene una relación unívoca sino doble con su cuerpo, que su existencia le impone el doble sentido de un ser «corporal» y de un ser «en el cuerpo>) lo cual significa una esci-sión real en su existencia. Con esta escisión se caracteriza la inescru-tabi]idad de la relación del hombre con su cuerpo, a la que apuntan fenómenos como la risa y el llanto.

El tema de la siguiente investigación será demostrar que esta po-sición de doble sentido, típica del hombre en cuanto organismo en un cuerpo, y que se manifiesta también en sus demás monopolios —lenguaje, ademanes, uso de instrumentos y vestido—, constituye la base de la risa y del llanto. Para ello debe liberarse del prejuicio de la concepción cartesiana sobre la existencia humana. La teoría de las dos sustancias, que en cuanto teoría bilateral pervive en la rígida alternativa de lo físico o de lo psíquico, no es capaz de comprender el fenómeno de la risa y del llanto. Sería, por tanto, un gran mal-entendido el reducir el «doble sentido» de la existencia física a una concepción doble, es decir, a la conciencia. La escisión en la relación del hombre con su cuerpo es, más bien, la base de su existencia, la fuente —pero también el límite— de su poder.

3. La posición excéntrica

La risa y el llanto en cuanto reacciones corporales deben ser com- prendidos desde la concreción original de la existencia humana. En

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el añadido «en cuanto reacciones corporales» no se expresa, por tan-to, ninguna renuncia a la comprensión desde la perspectiva unitaria del hombre que se alegra y padece, que con el espíritu y el corazón está unido a un mundo total. Por otra parte nos hemos convencido de que, dados los límites de competencia de la fisiología, el proble-ma puede ser confiado a ella en tan corta medida como a la psicolo-gía o a la ciencia bilateral de la psicofísica. El añadido no hace más que acentuar que esta investigación no elude la verdadera dificultad de comprender un proceso corporal, como suele ser, por lo demás, la costumbre de la filosofía, porque al parecer ella nada tiene que ver con tal problema. La perspectiva, hábilmente elegida, del análisis existencial pasa por alto los auténticos problemas de la existencia humana y, por tanto, su verdadero conocimiento.

Comparados con el lenguaje, gestos y movimientos mímicos de expresión, la risa y el llanto manifiestan una incalculable emancipación del proceso corporal respecto a la persona. En esta desproporción e

1 independencia sospechamos lo propiamente revelador del fenómeno. En ninguna otra forma de manifestación se descubre la secreta com-posición de la naturaleza humana con más inmediatez que en la risa y el llanto.

El lenguaje y la acción muestran al hombre en su dominio sobre la altura a él concedida del libre poder disponer gracias a la razón. Si aquí pierde el dominio, se hunde por debajo de su nivel. Este hundi-miento da sin duda testimonio de la altura originalmente supuesta, pero no revela la especie de unión del hombre con su cuerpo.

Mucho menos sabemos de tal unión, cuando el hombre pierde el dominio sobre sí mismo en casos de estrechamiento, turbación o interrupción de su conciencia por obra de las pasiones o de narcóti-cos, por ejemplo. Pues en tales casos se destruye la unidad humana de la persona.

Y finalmente, tampoco revelan nada de la especie de tal unión procesos, en parte reflejos y basados en una escisión más o menos ar-tificiosa, como el ruborizarse, palidecer, sudar, vomitar, toser o estor-nudar. Pues sin duda pueden ser desencadenados psíquicamente en situaciones de vergüenza, horror, angustia, repugnancia y asco, timi-dez y excitación; pero les falta el carácter consciente de respuesta. La persona no se siente inmediatamente responsable de su simbolismo; simbolismo que la medicina psicoanalítica toma actualmente más en cuenta que hace treinta años. Como en los casos de enfermedades cor-porales psíquicamente condicionadas, el proceso no hace aquí más que reflejar sintomáticamente una perturbación de la existencia personal.

En la risa y el llanto, en cambio, la persona humana pierde indu-dablemente su dominio, pero sigue siendo persona ya que el cuerpo

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acepta en cierto modo el responder y contestar por ella. Con esto se r revela una posibilidad de la interacción entre la persona y su cuerpo, que de ordinario está oculta, porque no es requerida.

La mayoría de las veces, en situaciones unívocas que se dejan con-testar y dominar unívocamente, el hombre responde corno persona y se sirve para ello de su cuerpo, como instrumento del habla, como ór-gano prensil, de choque, de protección y de soporte, como medio de locomoción, como medio de significación, como suelo de resonancia para sus emociones. Domina el cuerpo, aprende a dominarlo.

Este dominio, individualmente vacilante, tiene trazados ciertos límites, probablemente no muy rígidos, que seguramente no coinci-den con los límites entre la regulación voluntaria e involuntaria. La división de los procesos nerviosos en sistema de funciones animales que trabaja en parte consciente y en parte inconscientemente (círculo funcional sensomotor), y sistema de funciones vegetativas que trabaja inconscientemente (sistema que regula los procesos de la circulación, del metabolismo y de la secreción interna, y que tiene importancia para el «medio interno» y para el equilibrio interior, para el estado afectivo y para el modo de estar acordado), tampoco decide sobre el ámbito en que el hombre domina al cuerpo.

(Si se puede dar fe a ciertos relatos, algunos hombres llegan a poder dominar la circulación, respiración, e incluso la regulación de la temperatura. Los procesos autónomos —todo el que entrene un poco su voluntad puede convencerse de ello— son en todo caso más accesibles a la influencia de la actitud del hombre total, de lo que su-pone la actual fisiología, que tiene a la vista el hombre civilizado. Su entrenamiento deportivo dirigido totalmente al sistema animal senso-motor también domina sin duda algunos procesos autónomos, pero avanza desde fuera y no recorre el camino de las técnicas clásicas de autodominio mediante la autoabsrracción.)

La meta del dominio, sea al servicio de la afirmación de la exis-tencia corporal en el sentido del máximo rendimiento o en el sen-tido del pleno desarrollo o gracia, sea al servicio de la negación del cuerpo, de la ascética y de la huida del mundo, es propuesta al hom-bre por su existencia física, al hombre en cuanto organismo en un cuerpo. Con este doble papel tiene que encontrarse cada uno desde el día de su nacimiento. Todo aprender —a asir y a adaptarse a las distancias visuales del asir, a estar de pie, a correr, etc.— se realiza sobre la base y en el marco de este doble papel. Jamás es saltado ese marco. Un hombre siempre es a la vez organismo (cabeza, tronco y extremidades con todo lo que esto contiene) —aunque está conven-cido de su alma inmortal que de algún modo está «en él»— y tiene este organismo como este cuerpo.

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La posibilidad de usar para la existencia física tantos giros verbales distintos radica en el carácter bifronte de esta misma existencia. El hombre la tiene y la es. Está frente a ella como frente a un algo que do-mina o pierde, que usa como medio o instrumento; está en ella y coin-cide con ella (hasta cierto grado). Por eso la existencia orgánico-corpo-ral es para el hombre una relación no unívoca sino bifronte en sí, una relación entre sí mismo y sí mismo (o, si se quiere, más exactamente: entre sí mismo y él). Quien está en esta relación puede además perma-necer abierto. Expresiones como espíritu, yo y alma —cuando se las entiende sin sentido religioso-dogmático— no dicen, en primer lugar, más que lo que da a conocer concluyentemente la experiencia usual y diaria en la contraposición al cuerpo y en el ser incluido por el cuerpo.

Concluyente y fundamentalmente, porque nuestro comporta~ miento con el entorno, en su realización práctica y en su concepción por el hombre, está caracterizado por ese doble papel. Dada su evi-dencia, sólo se hace consciente a quien reflexiona. Pues nos hemos conformado con ello incluso teóricamente de un modo que engaña y oculta la inmediatez del doble papel.

Todos hablan de su «yo», cuyo dominio no pasa en todo caso de las superficies-límite del propio cuerpo, pero que se enfrenta por otra parte a ese dominio como inespacial. Se afirma a sí mismo en el interior, ya en la región pectoral, como sujeto de participación, de sentimientos y de deseos, ya en la región de la cabeza, como sujeto de reflexión, observación y atención. «En lo interior», en la altura del pecho o de la cabeza y «en el centro del propio cuerpo» hay por otra parte determinaciones persistentes y en contradicción con la esencia inespacial del yo, que sólo apelan a la experiencia que cada uno tiene de sí mismo. Esta paradójica intuición puede ser reforzada, pero no superada, por experimentos mentales: detrás de los ojos y de los oídos está el yo como centro de mi conciencia, entre el pecho y la espalda viven el ánimo y el «corazón». Mis pensamientos y deseos, escondidos para los demás, parecen pertenecer a una profundidad inespacial, están como encerrados en el interior del cuerpo.

Esta posición interna de mí mismo en mi cuerpo está cruzada del modo más evidente con un inmediato estar empotrado de mí mismo en el espacio de las cosas. No estoy separado del mundo (<exterior>) por un estrato intermedio, que vivo y aprehendo desde dentro, sino que yo mismo soy una parte del mundo exterior, en cualquier parte, en un cuarto o en la calle. Mi cuerpo en cuanto contenido de mi campo de visión o de tacto, de mis sensaciones viscerales, motoras o de tensión, está aquí en la misma línea que las demás cosas corpó-reas, que aparecen en el horizonte de mi percepción. Lo mismo si me muevo y hago cualquier cosa que si reposo y dejo que obren sobre

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mí las imágenes del mundo exterior, incluido mi propio cuerpo a él perteneciente, la situación de mi existencia es bifronte: como cuerpo en el cuerpo.

Ambos órdenes2 se entrecruzan y forman una curiosa unidad. Sin duda se dejan caracterizar y distinguir al estudiarlos, pero no pueden ser separados. Voy a pasear con mi conciencia, el cuerpo es su porta-dor, de cuyo lugar respectivo dependen el sector y la perspectiva de la conciencia; y voy a pasear en tui conciencia, y el propio cuerpo, con sus variaciones de lugar, aparece como contenido de su esfera.

Querer decidir entre ambos órdenes significaría malentender la necesidad de su recíproco entrecruzamiento. Tengo que perseverar con iguales derechos en los dos órdenes que se excluyen entre sí: en la absoluta referencia central de todas las cosas del entorno a mi cuerpo o al centro, persistente (<en>) él, de la percepción, pensamien-to, iniciativa y participación, en la referencia a mí o «al yo» en mí; y tengo que abandonarla a favor de la relativa relación de reciprocidad de todas las cosas, incluido mi cuerpo (junto con mi conciencia). Am-bos órdenes se manifiestan en el doble papel del hombre como cuerpo y en el cuerpo. Ambos significan motivos y argumentos poderosos a favor de las teorías idealistas y realistas sobre el mundo y la concien-cia, cuya polémica es tan imposible acabar como impedir, porque la situación en que se basan es necesariamente equívoca.

En esta situación es dado conocer la posición humana como una posición excéntrica. De cualquier modo que se me revelen y se dejen dominar por mí el mundo y el propio cuerpo, en cuanto que entran en relación conmigo, con mi yo, conservan por otra parte su pre-ponderancia sobre la conexión en esta perspectiva, como un orden indiferente frente a mí y que me implica en reciprocidades relativas.

Pero aunque el hombre no pueda decidir entre ambos órdenes —el centralmente referido y el excéntricamente referido—, tiene que encontrar a pesar de todo una relación con ellos. Pues no se agota en ninguno de los dos órdenes. Ni es sólo cuerpo, ni tiene sólo organis-mo (cuerpo). Cada exigencia de la vida física requiere un equilibrio entre el ser y tener, entre el fuera y el dentro.

En el transcurso normal de la vida, con su estabilización en las metas acostumbradas, no extraña esta necesidad de equilibrio. Pero en las situaciones desacostumbradas tropieza, en cambio, con difi-cultades. Puede tratarse de cuestiones de orientación espacial, de la

2. Para R. Reininger (Das psychologische Frobiem. Eme erkenntnistheoretische Untersuchung zur Unterscheidung des Physischen und Psychiscben überhaupt, Wien, 1916), las raíces del problema cuerpo-alma están «en los tránsitos de una conciencia directa del cuerpo a una conciencia indirecta de él».

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LA RISA Y EL LLANTO

estimación de magnitudes y distancias en el campo de la percepción, de coordinación de movimientos respecto al mundo exterior y al propio cuerpo. Ya por propia experiencia saben todos cuán fácil es confundirse en cosas de simetría, de imágenes reflejadas y de relación derecha-izquierda. Además de eso las experiencias clínicas han saca-do últimamente a la luz un abundante material de perturbaciones en el terreno de las afasias, ataxias y apraxias, a que puede estar someti-da la relación del hombre con su cuerpo. Precisamente la idea de que aquí se trata de la relación con el cuerpo, o dicho con más precisión, del equilibrio entre el ser-cuerpo y el tener-cuerpo en las situaciones más diversas, y no de meros fenómenos de decaimiento debidos a perturbaciones del aparato nervioso, pertenece a las concepciones centrales de este estudio.

Por lo demás no es necesario más que incitar al cuerpo a cual-quier actividad desacostumbrada, para encontrarse de nuevo ante una tarea como la del niño que aprende a andar. La forzosidad de equilibrar ambos modos de existencia física se manifiesta entonces, por ejemplo, como problema de equilibrio o de división de pesos. «Hay que hacerlo carne y hueso» no significa, por tanto, simplemente que el movimiento conscientemente provocado y controlado debe convenirse en reflejo, sino que la igualación y equilibrio entre el ser-cuerpo y tener-cuerpo se tiene que encontrar a punto. Todos tienen que llevar a cabo esa tarea, cada uno a su modo, y en cierto modo jamás terminarán con ella.

En esto el animal aventaja al hombre, porque el animal no se vive a sí mismo como interior y «yo» dentro del aislamiento frente a la existencia física, y en consecuencia no tiene que superar ninguna es-cisión entre sí mismo y sí mismo, entre sí mismo y la existencia física. Su ser-cuerpo no le aparta de su tener-cuerpo. Vive sin duda en esta separación, porque sin ella no sería posible ningún movimiento ni sal-to (a los que precede la estimación y cálculo de la distancia). También el animal tiene que poner en juego su organismo y ponerlo según la situación; de otro modo no consigue su meta. Pero la conversión del ser en tener y del tener en ser, que el animal realiza continuamente, no se le representa nunca, y en consecuencia no le plantea ningún «problema» 3 .

La falta de trabas, por la que el animal es superior al hombre en dominio, condiciona a la vez su estar ligado al papel que se le indica sólo biológicamente. No puede llegar a ninguna idea y, por tanto,

3. Cf. la narración de H. von Kleisr Über das Mario7zettentheater [Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, trad. de J. Riechmann Fernández, Hiperión, Madrid, 1988].

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i . LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON SU CUERPO

tampocoa la idea de ensayar con su cuerpo algo que no esté designa-do inmediatamente y de antemano por la motricidad y los instintos. Por muy bien que le vaya, un verdadero asno nunca anda por encima del hielo.

Sólo el hombre es objetiva y circunstancialmente consciente de su situación corporal, lo cual es un continuo entorpecimiento, pero también un continuo estímulo para superarla. Su relación consigo mismo en cuanto cuerpo tiene a priori carácter instrumental, porque lo vive como «medio». En la forzosidad de tener que encontrar con-tinuamente un equilibrio entre el cuerpo-cosa,, que él de algún modo es, y el organismo habitado y dominado por él —y no gracias a una artificiosa abstracción— se le descubre al hombre el carácter de me-dio, el carácter instrumental de su existencia física.

4. Mediatez y expresividad. Rostro y voz

: Las últimas consideraciones sobre el puesto especial y modo espe- cífico de existencia del hombre nos han alejado aparentemente del

:4. tema. En realidad constituyen los fundamentos de su estudio. Si la 3. risa y el llanto son monopolio del hombre, tienen que ser entendi-

dos desde su esencia. Para ello no basta la usual caracterización por conceptos como espíritu y alma. Prescindiendo de la multivocidad y

• oscuridad que les inhiere debido a su pasado teológico y metafísico, 3 en la cuestión de la relación con el cuerpo nos dejan en la estacada. f Objetar contra las últimas consideraciones, que no aportan nada que

no se pueda entender desde la naturaleza personal del hombre, ca-racterizada por su tener-yo y por su espiritualidad, es malentender su esfuerzo. Tratan de asegurarse a priori la determinación de la exis-tencia física y de perfilar en su campo de vista la característica de la existencia humana.

Por eso se ha elegido intencionadamente un concepto como el • de. «posición excéntrica», neutral y ajeno a toda interpretación de la

esencia y características del hombre. Bajo la intencionada evitación de palabras equívocas e inconvenientes, que ocultan el dato intuiti-vo fundamental concepto apunta a él como a una constitución y modo de la existencia corporal. El concepto conserva también la neutralidad frente a la tentación de hacerse partidario del aspecto interior o exterior del modelo bilateral del hombre, de definir, por tanto, la constitución de la existencia conforme a categorías físicas o psíquico-espirituales, y también frente a la de llegar a un compromi-so entre lo interior y lo exterior, para reparar los daños de la unilate-ralidad. Es, si no indiferente, sí neutral, frente a la desviación visual

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LA RISA Y EL LLANTO

a que nos fuerza inicialmente la existencia viviente y totalmente la existencia humana. En cuanto determinación formal de un «estar-en» abarca el doble aspecto de lo interno y externo y posibilita por ello la concepción diferenciada de la relación del hombre con su cuerpo.

Si con él se ha encontrado el modo humano de ser-corporal en el mundo, tiene que ser posible desarrollar desde él las características específicamente humanas como el habla, uso de instrumentos, vesti-do, religiosidad, formación de comunidades, desarrollo del poder, arte; es decir, las zonas de manifestación y representación del hom-bre. Como posibilidades necesarias de que puede disponer un ser de posición excéntrica, se pueden reducir en múltiples sentidos.

En mi Die Stu [en des Organischen und der Ivlensch, que intro-dujo el concepto de posición excéntrica y lo fundamentó mediante un análisis categorial de lo orgánico, resumí estas posibilidades ne-cesarias en tres puntos de vista: naturales-artificiales, inmediatas-me-diatas, y radicadas-desraizadas. Las leyes antropológicas fundamenta-les de la artificiosidad natural, de la inmediatez mediata y del lugar utópico median así entre la concepción fundamental de la posición excéntrica y el típico modo del obrar humano. Están en conexión con la interpretación, históricamente atestiguada, del ser humano, sin pretender registrar completamente todas las posibilidades en ella escondidas. Los puntos de vista, desde los que se resumen, no son propuestos como los únicos imaginables, aunque no han sido elegi-dos arbitrariamente, sino a la vista de los grandes dominios del crear humano.

La posición excéntrica posibilita, por ejemplo, el don del habla y la necesidad de vestido (por tanto, la idea y conciencia de la desnu-dez), de la misma manera que la posición erecta y la conciencia reli-giosa, o el uso de instrumentos y el sentido del adorno. Lo mismo de originalmente están fundadas en ellas las «propiedades» corporales y espirituales, en que el hombre se muestra como hombre, que las di-recciones, potencias, capacidades o sea cual sea el nombre que se dé a los modos de interpretarse y manifestarse de la existencia humana.

Ese estar-fundadas no puede, por lo demás, ser imaginado como un simple manar, como si todas las propiedades posibles aparecieran a partir de una constitución fundamental. Pues estos dones específi-camente humanos dependen entre sí del modo más íntimo posible y se necesitan mutuamente o en todo caso se provocan recíproca-mente. El uso de instrumentos y la marcha erecta, por ejemplo, for-man unidad gracias a la mano prensil liberada, prescindiendo de las. ventajas dadas con la posición erecta del cuerpo para la ampliación del campo de percepción, la emancipación del medio más próximo, la evolución del cerebro —y con esto a su vez la diferenciación de la

LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON SU CUERPO

inteligencia— o, en otra dirección, para la concepción instrumental del propio cuerpo y con ello para el don del habla.

En la posición excéntrica está indicada la condición formal, bajo la que aparecen las características y monopolios humanos en su co-nexión indisoluble (según el sentido), independientemente de a qué aspecto de la existencia humana —corporal, anímico o espiritual—sean atribuidos. En consecuencia, la risa y el llanto, supuesto que pertenecen a los monopolios humanos, tienen que poder ser compren-didos —en unión de las demás características— bajo la condición formal de la posición excéntrica.

Importará encontrar la recta posición en la red de recíprocas co-nexiones. Vecinos, en cuanto formas de manifestación, del habla y mímica, pertenecen al ámbito de la expresividad. Se verá que este ámbito está en estrecha relación con la situación ya esbozada del aprisionamiento en el propio cuerpo. El análisis vuelve por tanto a tomar los hilos y a anudar con lo últimamente dicho sobre el carácter de medio e instrumento del cuerpo.

Se dijo que sólo al hombre le es dada objetiva y circunstancialmen-te su situación como cuerpo. Se siente como cosa y en una cosa, que sin embargo se distingue absolutamente de todas las cosas, porque es él mismo, porque obedece sus intenciones o en todo caso simpa-tiza con ellas. Soportado por él, rodeado por él, obrando con él y desarrollado mediante él constituye a la vez una resistencia jamás superada del todo. En esta unidad, tarea continua del hombre, de la relación con su existencia física objetiva y circunstancialmente dada, se le descubre su cuerpo (organismo) como medio, es decir, como algo que puede usar para andar, llevar cosas, sentarse, yacer, agarrar, gol-pear, etc. La ensambladura con las cosas independientes y objetivas convierte al cuerpo en instrumento.

Esto vale también para el animal, sólo que con la limitación de que realiza esa instrumentalidad sin darse cuenta de ella y sin tener que encontrar primero una relación con ella. En el raro destacar y elevarse sobre su existencia física, que hace posible al hombre llamarse «yo», se le representa esta su situación en el mundo como mediatamente inmediata. Por medio de mi cuerpo yo estoy en contacto inmediato e inmediatamente vivido con las cosas del entorno. El ver, oír y to-car, toda sensación, contemplación o percepción tienen el sentido de cumplirse en una inmediata actualización de los colores y formas, del sonido, de la superficie y dureza de las cosas. La observación del hecho de que para ello son necesarios ciertos procesos mediadores en los órganos de los sentidos, en los nervios y en el sistema nervioso central, complica sin duda la fundamentación de esta verdad, pero no la niega en cuanto tal. La imagen del objeto en la retina está in-

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vertida, pero no necesito darle vuelta (en mi cabeza) para que se pro-duzca la impresión correcta, tal como la tengo en realidad. Pues no veo la imagen de la retina, ni mi cerebro la ve tampoco; es sustancia plasmática que no puede ver.

Por supuesto, de tales hechos (entre los que se puede contar tam-bién la energía específica de los sentidos) nace la fundamental descon-fianza en la objetividad y fidelidad-al-original de nuestras sensaciones y percepciones. Han sido subjetivadas las cualidades sensoriales se-cundarias, y después también las primarias, y en la posterior evolu-ción el idealismo subjetivo no se ha arredrado ante la total absorción incluso de la última representatividad y presencia de lo real en la conciencia. La conciencia quedó al fondo como mero escenario de ilusiones y perdió con ello todo sentido. En la exageración unilateral del ser mediador y mediato tenían que sucumbir la inmediatez y el contacto del yo con el mundo en el saber y obrar.

No tiene ningún fin el oponerse al hecho de la inmediatez media-ta e intentar continuamente poner en su lugar modelos más sencillos a favor de la inmanencia o de la trascendencia, de la cerrazón o de la abertura frente a lo existente. Deberían haber pasado tales tiem-pos de la gnoseología. Sólo con el entrecruzamiento del destacarse y del estar ahí, de la lejanía y cercanía, cumple la inmanencia de la conciencia su sentido descubridor y patentizador de realidad. Sólo en la mediación de mi cuerpo, de ese cuerpo que yo soy corporalmente (aunque lo tengo), está el «yo» con las cosas, contemplando y obran-do. La existencia —sin duda demostrable— de miembros intermedios como los procesos químicos, contenidos de conciencia, imágenes y procesos anímicos, interrumpe para nuestra compresión el sentido de la mediación, como cualquier análisis; lo mismo que la presentación aislada de cada tono interrumpe el sentido musical. En la actividad de la mediación, en cambio, cumplen su sentido: extinguirse a sí mismos para crear la inmediatez de la relación entre los miembros de ella.

La inmediatez mediatizada se puede explicar en tan corta me-dida como otros modos existenciales «más bajos'> de la vida. Es una base para la explicación del papel de los procesos espacio-materiales en la construcción, por ejemplo, de la conciencia, de sus ilusiones y correcciones. Si se la toma como fundamento se avanzará más en las cuestiones cerebro-alma y conciencia-objeto que lo que fue posible hasta ahora con el método del usual modelo de las dos sustancias, dos componentes o dos aspectos.

En el marco de la inmediatez mediata, es decir, de la posición ex-céntrica —del modo en que aparece como relación del yo y del cuer-po— pueden ser captados con más precisión y buscar una solución futura problemas en los que dentro del antiguo marco se tropezaba

LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON SU CUERPO

casi con los límites de todo conocimiento. Como modo de existencia la posición excéntrica puede reducirse a ciertas leyes estructurales de todo lo vivo —y no sólo superficial, sino exactamente—; por tanto puede ser comprendida. Sólo que no puede ser explicada desde la materia, por ejemplo. Ciertos modos de ser originales y elementales tienen que ser supuestos; a ellos pertenecen la vida y sus caracteres de posición, es decir, sus relaciones con el entorno. Una de esas posi-ciones es la posición excéntrica del hombre con las aporías y mono-polios específicos de ella, con sus debilidades y fuerza.

Ya se explicó que en la inmediatez mediata, tal como nos es co-nocida desde hace tiempo por los problemas de la inmanencia de la conciencia —por lo demás, aquí sólo desde el punto de vista del conocimiento—, radica la especial posibilidad, reservada al hombre, de apoderarse objetivamente en el saber y en la acción del ser del mundo. Le corresponde la instrumentalidad del cuerpo, que, sin em-bargo, sólo destaca un aspecto de la relación con la existencia física (importante, porque en él anclan en gran medida el uso de los instru-mentos, la inteligencia inventora, el horno faber).

Un aspecto no menos importante de esta relación es la expresi-vidad del cuerpo, que se manifiesta de modos muy diversos en los gestos, mímica, postura, habla y, naturalmente, también en formas expresivas como la risa y el llanto. Pero su esencia no se agota en ninguna de sus caracterizaciones. «La necesidad de expresión», «la tendencia a manifestarse (o comunicar con otros)» la reflejan tam-bién, no sin cierta oblicuidad. La expresividad es un rasgo funda-mental de la inmediatez mediata y corresponde, lo mismo que la instrumentalidad del cuerpo o la objetividad del saber, a la tensión y entrecruzamiento, continuamente renovados a pesar de los esfuerzos de equilibrio, del ser-éuerpo y tener-cuerpo. La expresividad es un modo original de acabar con el hecho de habitar un cuerpo y ser a la vez un cuerpo.

También esto vale para los animales con la limitación de que son expresivos sin saberlo y sin tener que tomar postura ante la expresi-vidad. Viven en ella y su cuerpo refleja, por tanto, el cambio de ex-citación en movimientos típicos de expresión (cambio de color, en-zarse de las plumas, hinchazón de la cresta, sonidos), ya que carecen totalmente de gestos y habla, de risa y llanto. En los gestos y postura se hace visible lo «interior», sale hacia fuera. Esta exteriorización, al nivel animal, se realiza como irradiación directa desde el centro de excitación a la periferia de las superficies del cuerpo. En tanto que el hombre vive también al nivel animal —la posición excéntrica implica la céntrica, propia de los animales y configurada por la primera—, no se porta expresivamente de modo fundamentalmente diverso al

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de los animales. Muchos gestos expresivos en el terreno de la mímica y de los sonidos son comunes al hombre y al animal. Codicia, miedo, terror, sorpresa, bienestar, depresión, alegría, desasosiego y tranqui-lidad, ira, vacilación, acecho y muchos otros tipos de estar acordado (Gestimrntheit) en el comportamiento vital, muestran en el hombre y en el animal la misma morfología dinámica.

La manifestación en cuanto exteriorización y caracterización de lo «interior» se realiza sin duda al nivel del movimiento expresivo en los seres vivos perturbados inmediatamente por la irritación. Pero el hecho de que pueda realizarse testifica a favor de una relación entre el fuera y el dentro, que es equívoca, en cuanto que el fuera y el den-tro se refieren el uno al otro. El cuerpo en cuanto superficie de ex-presión tampoco es en los animales una envoltura o estrato externo en que se destaquen las excitaciones de dentro, sino una superficie-límite vivida frente el entorno. Aunque fuera, pertenece a priori a lo interior. Esta relación es vivida por los animales y por el hombre, en tanto que esté a su nivel. Pero sólo el hombre la conoce.

Este conocerla no es un acto ocasional de la reflexión, que deje intacta la relación expresiva y se realice solamente por encima de ella o junto a ella. Es una claridad y una distancia, en que se mueve la propia vida expresiva. Por eso puede llevar a ser material de una relación expresiva independizada (en los gestos y en el habla). Pero independientemente de esto las superficies del cuerpo y la voz —fon-do natural de resonancia de la expresión— reciben transitoriamente el carácter de «órganos» de la expresión. La expresividad se emanci-pa y se constituye en un poder, más o menos obediente a cada uno, que a veces pone al hombre en situación de adoptar una máscara o postura artificial, como muestra el actor. A cada paso sabe el hombre que tiene que contar continuamente con ese poder, para encontrar una relación equilibrada con su existencia física. Pues es difícil se-guir siendo natural, hablar y portarse espontáneamente; a todos se les ocurre (y necesitan) tomar la postura de su estado, de su patria, de su profesión, de su modelo. La naturalidad es una tarea que se plantea a cada hombre de modo diverso, cuando en su evolución personal o social ve que su existencia es artificiosa.

Las superficies del cuerpo y la voz, fondo original de resonancia de la expresión, tienen el carácter de órganos expresivos del poder y «potencia» de la expresividad. Es decir, aparecen como medio y cam-po de la expresión; en ellas se hace exteriormente accesible. En ello toma la dirección, y (dentro de ciertos límites) también la representa-ción, la parte del cuerpo naturalmente sustraída a la propia visión, el rostro. Si la postura de todo el cuerpo refleja ya de por sí la situación anímica, el rostro —y en sentido más pleno la mirada— se convierte

LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON SU CUERPO

en espejo, en «ventana» del alma. Como campo de la visión y de la manifestación vocal el rostro es para el hombre invisible y abierto a la vez. Desde él ve, mira y habla, en él capta las miradas de los otros y las imágenes del mundo. El ocultamiento y la patencia convierten al rostro en superficie mediadora y limítrofe de lo propio frente a lo externo. Pues lo mismo que ya en el animal lo exterior no es un mero recipiente que contenga lo íntimo, sino que está implicado en lo interior y, viceversa, lo implica; el rostro es un auténtico límite debido a la independización de esta doble relación fuera-dentro. No sólo exterioriza la «reciprocidad de perspectivas» y vive de ella, sino que la expresa. Por eso el rostro no se compone de ojos, boca y nariz, pues entonces también lo tendrían los animales. Sólo la posición ex-céntrica respecto al mundo le da ese sentido unitario, cuyo desarrollo favorecen la posición erecta, la evolución de la frente, mentón y na-riz, y la libre movilidad de la cabeza.

Lo mismo que el rostro con su incognoscible fisonomía, la voz es fondo original de resonancia de la expresión, y para el hombre su órgano. En ella y con ella agita y conmueve a los demás del mis-mo modo que él está afectado y conmovido. Al rostro corresponden el ocultamiento ante sí y la abertura frente a lo exterior, por eso el hombre es puesto fuera de sí por su rostro y entregado a cualquier contra-reacción, antes de poder protegerse con la mímica; la voz es el medio ideal del desarrollo.que va desde dentro hacia fuera, gra-duable según la fuerza, altura y fuerza emocional de los sentimientos y cambios de opinión, modelable y articulable como sonido cantado y hablado, como <'portadora» de una comunicación musical o vocal.

La patencia frontal hacia fuera y ocultamiento hacia dentro —por la que el rostro confronta a los hombres entre sí y con el mundo en dos direcciones, viendo y pareciendo, no sin paulatinas transicio-nes— completa la fuerza y transparencia de la voz. En ella apare-cemos —oyendo continuamente— abiertos y cerrados hacia fuera y hacia dentro en una transición paulatina del desarrollo regulable en la conexión social del manifestar y percibir 4 .

También esto vale —dentro de los límites dichos— para los ani-males que respiran. La inspiración y expiración condicionan la po-sibilidad de voz y dan la base de todos los sonidos de atracción y

4. Lo que significan el rostro y la voz en relación con la expresividad, significa la mano respecto a la instrumentalidad: el órgano conductor y representativo, medio y Campo. ¡Problemas de Herder! Compárese con esto mi libro DieEinheit derSinne, Bonn, 1923, y mi artículo «Sensibilité er raison»: Recherches philosophiques (1936-1937); y además las finas observaciones de H. Lipps, Untersuchungen zu einer hermeneutischen Logik, Franicfurt a.M., 1938, especialmente pp. 71 ss., 109 ss., y F. J. J. Buytendijk, Grondprablemen van bat dierlijiz levan, Antwerpen, 1938, sobre todo pp. 121 Ss.

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LA RISA Y EL LLANTO

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Ramada o de atención que acompañan como señales o puros gestos de expresión a las situaciones biológicamente importantes. Produ-cen un contacto que muchas veces provoca la apariencia del habla, del entenderse o incluso del canto (como en los pájaros), aunque ni siquiera en los antropoides desatan jamás las ataduras vitales ni se independizan nunca de las emociones. Los animales «producen soni-dos» y la abundancia de sus gestos sonoros muestra cierto parentesco con los gestos sonoros del hombre. El grito y gemido, la quejumbre y. sollozo, el jadear y gimotear, formas de presión bajo un peso interior muy fuerte, provocadas por el dolor, paralización, insatisfacción o cansancio, aparecen a veces en los vertebrados superiores. Más raros son los gestos sonoros del sentirse a gusto o de placer en estados de saturación y distensión; y más frecuentes, en cambio, los sonidos de alegría, de sorpresa física y de agresividad, en los que la presión interna es lo suficientemente fuerte para desahogarse.

Desahogarse significa también el aspecto vital-funcional de las superiores formas expresivas, reservadas al hombre, de los gestos, del habla, del refr y llorar, sobre todo cuando una fuerte emoción o ten-sión tiende a descargarse. El estancamiento de una excitación que de pronto irrumpe súbitamente en un comportamiento se encuentra por todas partes en el reino animal. Para que se distienda en risa o llanto, tiene que haber motivos y posibilidades de solución, de las que sólo el hombre dispone debido a su excéntrica posición respecto al mundo y a su existencia física. Estudiaremos aparte los motivos específicos. Las posibilidades de solución, en cambio, sólo pueden ser correcta-mente entendidas sobre el fondo de las formas de manifestación. Los modos humanos de expresión se entrecruzan continuamente en la vida diaria, se completan recíprocamente y crecen tan juntos, que el habla, los ademanes, los gestos mímicos y fisonómicos no pueden ser distinguidos exactamente. A pesar de todo, la caracterización de los modos de manifestación es el ánico camino para poder llegar a una clara delimitación de lo específico de la risa y del llanto.

El hecho de que en los estudios científicos prepondere en gran medida el tema de la risa muestra cuán inseguro se está en este as-pecto. El tema de la risa prepondera tanto, que hay que preguntarse en serio si la risa y el llanto constituyen una pareja de expresiones y representan una auténtica oposición, tal como cree la convicción general. El análisis de los modos humanos de manifestación tendrá siempre a la vista el problema de su emparejada ordenación.

MODOS DE EXPRESIÓN DE LA RISA Y DEL LLANTO

¿En la oposición de risa y llanto se refleja únicamente el dualismo de alegría y pesar, placer y dolor, según el cual solemos clasificar nuestra relación con el mundo? De ordinario los acentos se reparten de ma-nera análoga: se ríe de contento, se llora de dolor. El rostro luminoso y la tersura de la frente, los ojos chispeantes y la boca abierta con el rictus tenso hacia arriba, las mejillas mofletudas, el juego de los pár-pados, y los pliegues y arrugas en los ojos y nariz, la salva perlada de una voz libre y suelta son el reflejo de un mundo radiante, sin peso. En el rostro velado y soñoliento del que llora con los ojos lacriman-tes que ya no miran, en el rictus caído y la frente arrugada, en los incontenibles sollozos, suspiros y lloriqueos que prorrumpen como a golpes, se pinta un mundo oscurecido bajo la presión de un enorme peso. El contraste de las imágenes expresivas parece corresponder del modo más claro al contraste de las sensaciones. Elevación y movi-lidad en el primer caso, depresión y languidez en el segundo.

¿Es realmente tan sencillo? ¿No nos veremos tentados a ordenar la oposición risa-llanto bajo la de placer-displacer, debido a nuestra inclinación a pintarlo todo en blanco y negro, y a agrupar las cosas en buenas y malas, verdaderas y falsas, bellas y feas, agradables y desagradables?

Por parte de la risa, a primera vista, el cálculo va bien en cierto modo. Pues sea la que sea en cada caso la fuente de la alegría —una Sorpresa agradable, un visaje cómico, un chiste o incluso la alegría forzada y la autoironía—, siempre se trata de un ser-separado y ele-vado, que se manifiesta en la risa. Pero por parte del llanto las cosas son más complicadas. Aquí cambian las fuentes del dolor y de la pena Y también el afecto que se descarga en el llanto. Se podrá descubrir