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Travesia Del Horizonte - Marias, Javier

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Javier Marías

Travesía del horizonte

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Para Carmen García Mallo

LIBRO PRIMERO

Aún no sé si sus intenciones eran, como élmanifestaba con demasiada reiteración,puramente románticas, o si bien todoaquel artificio respondía a un postreresfuerzo por restablecer su menguadareputación de intrépido aventurero; obien, incluso -y aunque no creo que asífuera-, si se debía a las vulgares ofertasde alguna institución científica. Bien esverdad que los que nos vimos envueltos

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en ello nos dejamos convencer conexcesiva facilidad por su entusiasmo, yhasta me atrevería a decir, aunque mecueste confesarlo a la vista de losresultados, que cuando surgieron losprimeros inconvenientes, todavía entierra, y se habló de abandonar lo que aúnno era más que un proyecto, fuimosnosotros, y no los oportunistas hombres deciencia que amparados por lasautoridades ya se nos habían agregado,quienes más empeño pusimos ensuperarlos y más insistimos en que, apesar de las adversidades y aun en laspeores condiciones, debíamos zarpar.

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Tal vez no sea muy honesto y lo másprobable es que trate de consolarmemediante erróneas suposiciones, peropienso que en otras circunstancias, enParís, por ejemplo, las cosas se habríandesarrollado de muy distinta manera. Sinuestro primer encuentro hubiera tenidolugar en los Italianos, una mañanaprimaveral, o en la ópera, durante eltranscurso de un sabroso entreacto en elpalco de Mme D' Almeida, en vez dehaberse producido de forma abrupta enmedio de la inmensidad de nauseabundasaguas que día tras día nos cercaban, esmuy posible que ahora mis quejas, almenos, estuvieran revestidas de ciertaelegancia y privadas de tanto rencor.

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En Alejandría el clima es inconstantedesde diciembre hasta marzo, peropredominan los días fríos y soleados y devez en cuando hay fuertes precipitacionesde lluvia y granizo acompañadas devientos tormentosos. Agosto es el mesmás cálido, y aunque en esta época delaño la brisa del mar modera lastemperaturas, la humedad es notable ysumamente perjudicial para la salud. Laciudad, Al Iskandariyah para sushabitantes, se encuentra sobre una faja deterreno que separa al Mediterráneo dellago Mareotis y sobre un promontorio enforma de T que da pie a la existencia depuertos al este y al oeste. La vertical de laT era, antiguamente, una mole que llegaba

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hasta la isla de Faros, en cuya parteoriental Ptolomeo II mandó construir sufaro por el elevado precio de 800talentos. Tal vez la zona más bella de laurbe sea la del puerto; o quizá no, en talcaso lo sería la Grand Square (antes Placedes Consuls), con la iglesia anglicana deSt Mark al norte, edificada sobre unterreno regalado por Mohammed Ali elGrande a la comunidad británica en 1839,la zona más europea de la ciudad.

La sensación de hacer el ridículo, deperder una oportunidad largo tiempoansiada, de comportarse de manerainnoble, de desbaratar unos planes parasiempre, de no estar a la altura de las

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circunstancias, de carecer de tacto y demesura, de resultar impertinente y pocosutil, de perder las simpatías de otrapersona, y, en resumen, de ser un patán, esquizá la más dolorosa y humillante que uncaballero puede experimentar.

Sin embargo, una reconsideración de loshechos, unas horas más tarde, tranquila ydespejada mi mente gracias a la brisanocturna, logró aliviar mis pesares ydevolverme la serenidad: para aquellaspersonas que, como yo, tienden a serdóciles y fáciles de contentar, no esproblema hallar argumentos que, una vezdesechado un proyecto o perdida unailusión, nos convenzan de su banalidad eincluso consigan que nos regocijemos y

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nos sintamos liberados ante dichaprivación. A la mañana siguiente todo -ocasi todo- había sido olvidado.

LIBRO SEGUNDO

Al ser mencionada cierta persona que,según uno de los asistentes, había muertoen bancarrota a causa de su desmedidoamor por la pintura después de habergozado durante muchos años de unaposición de privilegio, un caballero, cuyonombre no había podido captar dos horasantes, cuando me había sido presentado,

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comentó con pesadumbre el reciente fin enparecidas circunstancias de un buen amigosuyo que había dedicado su vida y sufortuna a tratar de averiguar los motivosque habían impulsado a Victor Arledge,en su primera madurez, a abandonar laliteratura y refugiarse en la mansión de unlejano pariente escocés, donde habíafallecido tres años más tarde, a la edad detreinta y ocho. Interrogado por una de lasseñoras, que, de acuerdo con lainformación que se me dio conposterioridad, había realizado una tesissobre la figura del famoso autor ydesconocía la existencia -y por tanto lasinvestigaciones- del amigo del señorHolden Branshaw -o Hordern Bragshawe-éste manifestó que, sin embargo su amigo

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aunque no había llegado a establecer en sutotalidad las causas que nos habían hechoperder prematuramente a tan firme valorliterario había descubierto datossuficientes para trabar una historia tanambigua y atractiva acerca de personajeen cuestión que durante el último año desu vida se había dedicado a verterla enforma de novela, obra que, con el título deLa travesía del horizonte, se encontrabaahora en su poder y que, en su opinión,representaría una vez publicada la tristeconsagración de su amigo como uno delos mejores novelistas de los últimostiempos, y que por ello, si bien, comoantes había señalado, éste había perdidosu vida y su dinero, se podría decir, desdeun punto de vista no demasiado exigente,

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que no había perdido su tiempo.

Las categóricas afirmaciones del señorBranshaw no suscitaron ninguna reacciónentre los presentes y, puesto que la nocheavanzaba y la reunión había idolanguideciendo desde hacía media hora,los invitados se levantaron con unaunanimidad que demostraba queconstituían un verdadero grupo, sedespidieron de mí no sin antes habermedado las gracias por tan agradable velada,y partieron. Cuando regresé al salón tuveocasión de comprobar que, sin embargo,ni el señor Branshaw ni la dama que habíarealizado su tesis sobre Victor Arledge sehabían movido de sus asientos y que

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charlaban con reservada amistosidad. Meserví una copa de oporto y, haciendo elmenor ruido posible para nointerrumpirles, me senté en un sillón. Ladamita, menuda y de edad indefinida,tanto como lo eran el color de su sencillovestido y las causas de su presencia en misalón, seguía interrogando, si bien concortesía también con cierta avidez maldisimulada, al señor Branshaw acerca dela novela de su amigo. Después de unvelado forcejeo en el que la señorallevaba la peor parte -las respuestas deBranshaw eran más que lacónicas y eraevidente que tenía prisa- ella se decidió apedirle que le prestara la novela duranteunos días, ya que su publicación, aldepender todavía del permiso que habrían

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de otorgar los parientes de Arledge parala revelación de secretos de la vida delautor, no era definitiva. Ante mi relativoasombro -tal vez fueron las prisasmencionadas y el visible afán deBranshaw por zafarse de momento de laspreguntas de la damita lo que le impulsó ahacer aquella proposición- concertaronuna cita para el día siguiente por lamañana con la perspectiva de una lecturaen voz alta que evitaría al señor HoldenBranshaw tener que desprenderse, aunquesolo fuera por unos días, del original de laobra. No se Si por deferencia o por temora encontrarse totalmente a solas con laseñora, Branshaw me rogó que, si elasunto me interesaba o despertaba micuriosidad, no dejara de acudir a su casa

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al día siguiente, a lo que yo, sin duda pordeferencia contesté que no faltaría y quele agradecía mucho su gentileza. HoldenBranshaw y la damita, ella con el rostroencendido de satisfacción, se despidierony partieron por diferentes caminos.

Cuando me desperté a la mañanasiguiente, más tarde de lo que acostumbro,sin acordarme para nada del señorBranshaw, algo aletargado tal vez por laúltima copa de oporto, una sirvientaestaba poco menos que aporreando mipuerta y me anunciaba con insistencia quela señorita Bunnage me aguardaba en elsalón desde hacía diez minutos. Mepregunté durante unos segundos quiénpodría ser la señorita Bunnage y acto

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seguido me levanté, ordené a la criadaque preparara desayuno para dos y que lecomunicara a la señorita la Bunnage quebajaría en cinco minutos, y me apresuré alavarme y vestirme sin volver apreguntarme por la posible identidad deaquella dama que, de hecho, ¿por qué nodecirlo?, había tenido el descaro depresentarse en mi casa sin previo aviso alas nueve y media de la mañana. De nomuy buen talante bajé por fin y, antes deque atravesara la puerta del salón, ladamita de la noche anterior salió arecibirme, llena de excitación.

–Perdone mi atrevimiento -dijo-. Iba yahacia la casa del señor Branshaw y alpasar por aquí pensé que podría

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recogerlo. Tengo un coche esperandofuera y ya llegamos tarde a la cita. Norecordaba a qué hora habíamos quedadocon el señor Branshaw y por ello, conescaso éxito de todas formas, sólo meatreví a insinuar la conveniencia de tomaralgo antes de encerrarnos en una casa paraescuchar una novela de quién sabía quélongitud. Pero la señorita Bunnage eraintransigente y no quiso ni oír hablar deello. Me cogió de un brazo mientrasrepetía una y otra vez que el coche estabaesperando y me vi obligado a seguirla.Una vez puestos en marcha pareciócalmarse y pude observar que llevaba unacarpeta llena de hojas en blanco.

–¿Cree usted que el señor Branshaw me

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dará algo de comer si se lo pido? – dije.

La señorita Bunnage sonrió y contestó: -No se preocupe, se lo pediré yo. – Yañadió-: ¿Sabe? Esta cita es muyimportante para mí. Si todo resulta comoyo espero, podré evitar una injusticia.

–Creí que simplemente le interesabaVíctor Arledge -comenté yo.

–Y así es.

–Ah.

Callé, entre divertido y molesto. El señorBranshaw nos acogió con más simpatía dela que había demostrado la noche anterior

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en mi casa durante aquella velada cuyasconsecuencias, por el momento,empezaban a resultarme intolerables. Nosintrodujo en una espaciosa biblioteca deestanterías blancas, y mientras preparabaalgo de desayuno para mí a instancias delcensurable desparpajo de la señoritaBunnage -que en más de una ocasión meharía sonrojar-, pude inspeccionarlas ycomprobar que el señor Branshaw sóloleía filosofía y poesía, y muy poca novelaSobre la chimenea, en lugar de laobligada escena de caza de mal gusto ocopia de un Constable, había un grantablero de madera en el que se podía leer,inscrito:

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“’Tis to yourself I speak; you cannot know

Him whom I call in speaking Duch a one,

For you beneath the Herat lie buried low,

Which he alone as living walks upon:

You may at times have heard him speak toyou,

And often wished perchance that you werehe;

And I must ever wish that it were tare,

For then you could hold fellowship withme:

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But now you hear us talk as strangers, met

Above the room where in you lie a bed;

A word perhaps loud spoken you may get,

Or hear our feet when heavily they tread;

But he who speaks, or him who’s spokento,

Must both remain as strangers still to you”

La señorita Bunnage, acomodaba sin dudaen el mejor sillón de la habitación, habíaabierto su carpeta, extraído de ella sus

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inmaculados folios y, pluma en mano,esperaba con impaciencia a que Branshawreapareciera con una bandeja y después aque yo, desasosegada y precipitadamente,acabara de tomar mi café y mis tostadascon mermelada de frambuesa. Cuando lohube hecho Branshaw retiró la bandeja ysalió de la biblioteca para reaparecerunos minutos más tarde con el deseadomanuscrito encuadernado en azul marino.Agitó el libro levemente y lo puso sobrelas rodillas de la señorita Bunnage, que seconformó con mirar la cubierta y me lodio a mí (La travesía del horizonte, sin elnombre del autor: abrirlo me pareciódescortés). Branshaw, entonces, volvió acogerlo de mis manos, tomó asiento, loabrió por la primera página y dijo:

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-La travesía del horizonte: libro primero.«'Tis to yourself I speak.» -y leyó la citaentera.

–¿De quién es el poema? – pregunté yomirando hacia el tablero que colgabasobre la chimenea.

Branshaw iba a contestar cuando laseñorita Bunnage se le anticipó:

–De Jones Very -dijo, y añadió-:Continúe, por favor, y de ahora enadelante les rogaría que guardasensilencio absoluto.

El señor Branshaw volvió a leer la cita de

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Very con delectación, hizo una brevepausa, nos miró, y por fin dio comienzo asu lectura:

«Acababa de regresar la partidacapitaneada por el veterano médico de laExpedición Ballenera de Dundee WilliamSpeirs Bruce, y Jean Charcot, desde elFrançais, enviaba noticias queapasionaban a la alta sociedad parisinacuando Kerrigan concibió la idea deorganizar una expedición cuyoscomponentes fueran hombres y mujeres deletras, es decir, aquellas personas quediariamente devoraban las informacionesprocedentes de la península de Palmer yse reunían en los cafés para comentar unay otra vez la audacia de aquellos pioneros

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y expresar sus fervientes deseos deembarcarse, aunque sólo fuera en calidadde lavaplatos, en alguno de aquellosnavíos nórdicos o británicos, en pos deaventuras plagadas de riesgos o eincomodidades, pero también deinsospechadas experiencias cuyanarración podría hacer las delicias de susamistades o lectores.

El plan de Kerrigan, hombre encantadorpero dominado por una inconsciencia másdigna sin duda de un adolescente que deun hombre de su edad, era desde elprincipio tan descabellado comoatractivo, y fue a todas luces esta falta derigor y la jovialidad que rodeó a todo elasunto lo que hizo que una mañana,

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mientras el escritor Victor Arledgedesayunaba en su terraza y hacía trabajara su imaginación en busca de algunaexcusa tan veraz y extravagante a unmismo tiempo que le permitiera dejar deasistir al estreno de la adaptación teatralde su última obra sin que la expectacióndel público decayera a falta de supresencia, fue esto y no otra cosa, repito,lo que hizo que la prudencia y laserenidad que por lo general precedían asus decisiones desaparecieran sinoposición ante los sugerentes argumentosde Kerrigan. Era aquella idea tan insólita,tan ingenua la excitación de Kerrigan, queal principio Arledge no pudo por menosde sonreír; pero a medida que lalocuacidad de su amigo le iba

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proporcionando imágenes llenas deexotismo e inverosimilitud, y sobre todocuando éste, morosamente, sacó de sucartera un papel con la lista de personasque ya habían aceptado su ofrecimiento yse la mostró no si cierta ostentación, susya muy debilitadas defensas se vinieronabajo de manera definitiva y no tuvo elmenor reparo en estampar su firma en unatarjeta de embarque que ya llevabaimpresos su nombre, dirección ynacionalidad.

Pocos días después la noticia se hizopública, y los futuros pasajeros delTallahassee se vieron asediados porperiodistas de toda Europa; lospreparativos, fines y carácter del viaje

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fueron objeto de concienzudos análisis einformaciones hasta el punto de que losexpedicionarios llegaron a saber, pormedio de la prensa, algo que habíanignorado (y quizá habían tratado deignorar) hasta entonces: cuáles eran susintenciones. Los titulares de las primeraspáginas, por lo general, rezaban así:"Proyecto literario más allá de todaambición. Un numeroso grupo de ilustresescritores y artistas ingleses y francesesrealizará un viaje a la Antártida con el finde hacer, a su regreso, una obra literariaconjunta y un gran espectáculo musicalbasados en sus experiencias en el polo".

Pasaron diez semanas entre el día en quelo Victor Arledge recibió la visita de

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Kerrigan y el de la partida, y duranteaquella temporada, por otra parteimpregnada de un encanto poco común,aquél se vio obligado a alterar su pausadomodo de vida y ello le produjo algunostrastornos. No es que se sintiera nerviosoante la perspectiva de un largo viaje decuya suerte ya empezaba a dudar, pero laagitación y el desbarajuste que por todaspartes le agobiaban; las reuniones, detodo punto innecesarias, que losexpedicionarios franceses convocabaninsistentemente en un obstinado afán poragotar el tema y prever las sorpresas y alas que se vio obligado a asistir; losinsaciables reporteros que solicitabanentrevistas (justo es reconocerlo: tambiénél las concedía); y, sobre todo, el gran

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malestar que le producían sus ardientes,obsesivos e impotentes deseos de borrarde la lista de pasajeros a Léonide Meffre,hicieron que, muy a su pesar, la desazón yel caos reinaran en su diminuto piso de larue Buffault. Esperaba con ansiedad lafecha señalada para zarpar, no sólo por elviaje en sí, que por capricho de lospasajeros (que al fin y al cabo costeabanla expedición casi en su totalidad) incluíaun breve crucero por el Mediterráneodesde Marsella hasta Esmirna, conescalas en Italia y Grecia, para regresar,bordeando la costas del norte de África,hasta Gibraltar: entonces adentrarse en unocéano escandalosamente vasto, sinotambién por la satisfacción -que ledepararía el día de la marcha- de

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encontrarse con sus buenos amigosEsmond y Clara Handl, los doscomediógrafos más brillantes e ingeniososque Inglaterra había dado hasta elmomento. Conversadores deliciosos einfatigables, sus libretos de cancioneseran conocidos por toda Europa y parte deAmérica, y su presencia a bordo, tandichosa para Arledge que ya la saboreabade antemano, daba a la travesía un toquede amenidad y agudeza que la hacía aúnmás prometedora. Confiaba Arledge,además, en que una vez puestos los piesen el barco, podría instalarseconfortablemente en un camarote,recobrar su natural y pacífico ritmo devida y dedicarse a pasear por cubierta consus mejores galas siempre y cuando el

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cielo y el vaivén del velero loaconsejaran. Todo esto hizo que supaciencia, inquebrantable y duradera porlo general, empezara a agotarse. Durantela espera se vio forzado a mantenercontacto con personas que no eran de suagrado, a contestar numerosas cartas deeditores alemanes, polacos, españoles eitalianos que al saber de su participaciónen la aventura le escribían con el fin decontratar los derechos de traducción sobrela novela que, como era de esperar,escribiría a su regreso; tuvo que hacer unenojoso recorrido en tren para despedirsede sus padres, y otro, en un pequeñobuque de vapor, para hacer lo propio consu hermana; y durante cinco días no pudosalir de su casa, ocupado en ordenar y

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archivar sus papeles, esparcidos sinconcierto por mesas, cajones, carpetas ysecretaires.

Huelga decir que Arledge no tuvo nadaque a ver con los preparativos y laorganización del viaje: para eso estabanlos expertos y Arledge se limitó aescuchar, de vez en cuando, las quejas deKerrigan, que se desahogaba con élcuando las dificultades que ibansucediéndose parecían insuperables.Gracias a él supo que el gobierno inglés,a través de una empresa privada, habíaaportado una considerable cantidad dedinero, y que casas de tejidos, pieles,jabones, calzados, patines, bujías,raquetas, alimentos, fósforos, bebidas

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alcohólicas y un sinfín de artículos máshabían ofrecido sus productoscompletamente gratis, con lo cual losgastos de los expedicionarios se reducíansensiblemente. Supo también que Kerriganhabía tenido grandes problemas paraencontrar tres docenas de poneys deManchuria, bestias que se le antojaron, enel momento, un tanto inadecuadas para suspropósitos; y durante aquellos días estabatan harto de preámbulos y tan deseoso deemprender la marcha que se abstuvo depreguntar cuál era su finalidad. Recibió ladesagradable visita de un sastre, petulantey ambicioso, encargado de confeccionarlos fuertes ropajes que habrían de utilizaral llegar a las zonas frías, y la de unzapatero, cordial en exceso, que le calzó

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con gran destreza y sin previo aviso, sinque Arledge pudiera impedirlo, variospares de botas casi informes por suextremada sencillez y su desmedidogrosor, tras de lo cual, sin ningún motivoaparente que lo justificara, pues todasellas, a pesar (o quizá por ello) de losdefectos reseñados, eran igualmentecómodas y cálidas, apartó dos pares decolor hueso y decidió adjudicárselos.Desfilaron por su casa, asimismo, unmédico, que lo sometió a un severoreconocimiento; diversos funcionarios delgobierno que trataron de cobrarleimpuestos especiales sin resultado algunoa pesar del admirable despliegue que detérminos burocráticos y amenazashicieron; un empleado de Franchard cuyo

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objetivo era lograr un seguro de vida deelevado presupuesto; su banquero; sunotario, que, alarmado por su partida,insinuó la conveniencia de dejar hechotestamento antes de que se embarcara entan arriesgada aventura, y un largoetcétera de personajes más, como Arledgelos llamaba: viles estafadores yadvenedizos protegidos por las leyes, alos que primero escuchó con indiferenciay más tarde despachó sin contemplacionesy con no muy buenos modales.

Pero no todo fue malestar: duranteaquellos dos meses y medio Arledge gozóde la compañía de Kerrigan con másfrecuencia de la acostumbrada. Pocosabía de él, pero su conversación, y más

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aún los relatos con que le obsequiaba,expuestos siempre de la manera másabstracta que pueda concebirse y sinlocalizar nunca ni en el tiempo ni en elespacio, representaban para Arledge unlibro interminable de aventuras y peligrosque hacía revivir con toda intensidad lasemociones suscitadas por sus lecturas deinfancia; y la imaginación de Arledge, afalta de datos concretos que le permitieransituar sus andanzas en algún puntodeterminado del globo, le presentaba laaudaz figura de Kerrigan en los másvariados escenarios o atuendos; tan prontolo veía con una gorra blanca de capitánsurcando los mares de China comovistiendo un uniforme gris en Vicksburg,burlando a los aduaneros de Liverpool o

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junto a los anarquistas de la Mano Negra,en medio de los desiertos árabes ovagando por los muelles de cualquierciudad portuaria del mundo, cicerone enFlorencia en compañía de bellas damas,como único superviviente de la voladuradel Maine o con Gordon Bajá en elSudán. De él sólo sabía cuatro cosasseguras: que era americano, que en suprimera juventud había trabajado comopiloto de un barco de vapor en el ríoMississippi, que en una ocasión habíasido protagonista de una apasionadahistoria de amor -aunque por desgraciadesconocía los pormenores, trágicos sinduda-, y que había descubierto una isla enel Pacífico de cuya existencia sóloKerrigan sabía y que guardaba algo muy

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querido para él, motivo de extraños viajesy largas ausencias. Aquello era todo loque las disimuladas y cortesesindagaciones de Arledge habían podidoaveriguar: su familia, su pasado, susocupaciones, y por encima de todo, elorigen de su fortuna, necesariamenteinmensa, que le permitía vivir con holgurasin tener que hacer nada en absoluto, todoello era un misterio por desvelar. Suinglés, muy maleado seguramente por losconstantes viajes, conservaba aún, sinembargo, un acento que delataba suelevada procedencia social, y suconversación, siempre ágil e ingeniosa,revelaba unos conocimientos difíciles deadquirir entre océanos, desiertos, batallasy conspiraciones. Aunque el blanco y el

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amarillo se confundían en su cabello y ensu frondoso bigote, no debía de rebasarlos cincuenta años, y su figura, todavíaesbelta y erguida, hacía pensar en menos.Su manera de vestir, llamativa en exceso,denotaba cierta falta de buen gusto y susincondicionales botas altas hacíandemasiado ruido al andar, pero lo que aademanes y a costumbres se refiere era unperfecto caballero sin tacha. Supopularidad en París, ciudad en la queresidía desde 1899, era enorme, y supresencia, requerida en las grandesocasiones, hacía las delicias deinsoportables damas entradas en años que,como Mme D' Almeida, alimentaban sintregua su vanidad y ponían en peligro suvida, merced a sus indiscretos

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comentarios, con más frecuencia de ladeseada.

Kerrigan, sin embargo, no se llevaba muybien con la mayoría de los ilustresexpedicionarios franceses; él gozaba desus simpatías pero ellos no de la suya.Solía tratarlos con una reservadatolerancia que a veces rayaba en unsoterrado desprecio que se manifestabamediante un repentino laconismo que losdemás tomaban por excentricidad, cuandomás bien respondía -eso al menos intuíaArledge- a un estado de tremendadesilusión y tristeza. En tales momentosnada podía hacerle recuperar su ampliasonrisa; buscaba un sillón y permanecíaallí durante largo rato, casi acurrucado,

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meditativo; su mirada despedíainsatisfacción por todo lo que había a sualrededor. Estos mutismos, que por logeneral iban seguidos de una de sussúbitas partidas hacia tierras bañadas porel mar, eran escasos, pero en los mesesque precedieron a su visita matinal a larue Buffault se habían hecho másfrecuentes, suceso tal vez motivado por unartículo sobre los americanos instaladosen Europa que había aparecido pocoantes, bajo pseudónimo, en una revistabritánica y en el que le eran dedicadasunas frases descorteses («…envejecidohombre de acción, intenta que la atenciónrecaiga sobre su persona mediante laexplotación de pequeñas incógnitas querodean a su vida, cuando su imagen, tras

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cinco años de sosegada y confortableestancia en París, se ha convertido en lade un potentado en conservador de lasociedad de medianoche, falto deambiciones y enemigo del riesgo…»), ypor ello, dejando de lado la naturalexcitación que su plan, una vez aceptado,despertó en Arledge, éste no pudo dejarde sentir una inmensa alegría alcontemplarle de nuevo lleno de vitalidady entusiasmo, derrochando energías, losojos brillantes. Este desdén por el restode los viajeros llevó a Kerrigan a confiaral escritor inglés afincado en Francia losproblemas con que se iba topando amedida que el tiempo avanzaba y la fechaseñalada se aproximaba; y aunqueArledge no podía ayudarle a resolverlos,

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le ofrecía la oportunidad de retroceder enel pasado y de regresar a los paisajes enque había transcurrido su juventud, con loque su momentáneos abatimientosencontraban un rápido fin. La distanteamistad de Arledge y Kerrigan seintensificó y se hizo más cordial duranteaquella temporada, sin que ellosignificara que los extremos siempremolestos que invitan a la confianza fueranalcanzados.

A esta serie de inconvenientes eincentivos (todos ellos de idénticaconsecuencia: avivar el deseo de partir)se añadió, entre los segundos, uno que,enriquecido por una mala costumbre,llegó a arrebatarle el sueño a Arledge más

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de una noche. La curiosidad, pues de ellase trataba, fue en Victor Arledge, desdeniño, más que una característica, unmétodo, y entre sus futuros compañeros deviaje había un personaje que llamaba suatención en este sentido con más fuerza delo normal. Era un expedicionario inglés,residente en Londres, llamado HughEverett Bayham, pianista joven yprometedor, hijo de un acomodadoterrateniente, asiduo de la vida nocturnalondinense, casado con la conocida actrizMargaret Holloway. Pero no eran estosdatos, vulgares y carentes de atractivo, losque hacían que los oídos de Arledge seagudizaran cada vez que aquel nombre eramencionado en su presencia. Poco antesde que Kerrigan concibiera la realización

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de aquella travesía, Arledge habíarecibido una larga carta de Esmond Handl-solían escribirse aproximadamente cadados meses- en la que le hablaba deBayham y de un extraño suceso que habíatenido lugar en torno a él. Cuando Arledgetuvo noticia de ello sintió impulsos detrasladarse a Londres y, por medio deHandl, ponerse en contacto con Bayham,tal era el misterio que rodeaba a supersona; pero la pereza, tan arraigada enél como la curiosidad si no más, ledisuadió, y aquel asunto cayó en elolvido; mas no por mucho tiempo: unasemana después de haber firmado latarjeta que decidía su participación en laaventura del Tallahassee Kerrigan leanunció que cuatro músicos ingleses

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habían dado su conformidad para serparte integrante de la expedición. Y unode ellos era Hugh Everett Bayham. Desdeentonces, espoleado por la perspectiva deun encuentro con él, el interés de Arledgeno sólo volvió a aparecer sino que se fueincrementando a medida que los días sesucedían. La carta de Handl fue rescatadade entre sus gigantescas pilas decorrespondencia, ocupó un lugarprivilegiado en su mesa de trabajo y fuereleída con regularidad.

"Mi querido amigo:

Por una vez voy a poder omitir lasnoticias consabidas y monocordes con que

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acerca de nuestras actividades yprogresos te suelo atosigar. En estaocasión tengo algo mucho más interesanteque contar y estoy seguro de que el relatoque voy a ofrecerte será de tu agrado; ellopermite que por adelantado goce de tuagradecimiento. Sin embargo, antes denada, y para que esta carta no resultedemasiado extraña a tus ojos, te diré queClara se encuentra en perfecto estado desalud después de una ligera afecciónpulmonar que la retuvo en cama: durantediez días y que todo marcha muy bienentre nosotros, que Adiós, queridaBárbara cosecha éxitos diarios depúblico y de crítica, que, MargaretHolloway ha accedido a pasarse por unavez a la comedia e interpretar el papel

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principal de nuestra próxima obra al ladode Roger Gaylord, y que te deseo gloria yvítores en el teatro Antoine. Y una vezdemostrado que soy yo y no un impostorel que escribe, pasaré a narrarte lasinauditas jornadas de Hugh EverettBayham, buen amigo -si bien reciente-,músico de indudable talento, hombre degran imaginación -aunque nodesmesurada-, figura continental delmomento, de quien, como recordarás, yate hablé en mi última carta con motivo denuestra presentación.

Pues bien; Bayham gusta de dar largospaseos nocturnos, a solas, por las callesde nuestra ciudad; y esta afición seconvierte en hábito cuando su velada ha

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consistido en una de sus algo teatrales, untanto aparatosas y sin duda agotadorasactuaciones. Hace un par de semanas,después de un apoteósico concierto(Brahms y Clementi) y de los naturalesagasajos que lo sucedieron, Bayham,como ya va siendo costumbre, se despidióde todos a las puertas del salón deconciertos, montó en un coche con suesposa y, tras dejarla en casa, se dispusoa dar su obligado paseo. Poco podíamosimaginar entonces que durante los cuatrodías siguientes habríamos de empleartodas nuestras fuerzas (dignas de otraclase de actividades, menos inquietantes ymás reposadas) en hallar su paradero. Enefecto, Margaret Holloway se despertósola en el lecho aquella mañana, y desde

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aquel instante ninguno de sus conocidospudimos vivir tranquilos. Margaret nosobligó a dar una batida por calles,establecimientos públicos y hogaresprivados (omitiré mis pesquisas, llenas deinfortunios y de embarazosas situacionesen las que una persona como yo nuncadebería encontrarse), y al segundo seavisó a la policía, la cual, con másexperiencia en esta clase de asuntos y conmejores medios que nosotros, obtuvoidéntico resultado.

Finalizaba el cuarto día con Margaretpresa de un lamentable ataque de histeriacuando Bayham se presentó en mi casa(allí se encontraba su esposa, sollozando)limpio, fresco e impecablemente vestido.

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Sonrió cuando yo le abrí la puerta,estrechó mi mano mientras me preguntabaa qué se debía el cansancio que denotabami rostro, pasó al salón, abrazó concariño pero sin calor a Margaret y, unavez que todos nos hubimos sentado antesus ruegos y mientras él saboreaba uncigarro que había sacado de su chaqueta,empezó a hablar de la siguiente manera:

'Supongo, mis queridos amigos, a juzgarpor el cuadro que acabo de contemplar alentrar en esta casa, que tendré que dar unaexplicación detallada de lo sucedido; ydado que mi figura, si no popular, sí esconocida, me alegro de que esta primeraversión de los hechos que naturalmente lededico a mi esposa, tenga también otros

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oyentes. Quizá, de esta forma, me ahorremás de una repetición del relato, el cual,no me cabe la menor duda, interesarávivamente a nuestras amistades, que tantose han preocupado por mí durante miausencia y que por ello mismo, me temo,exigirán una relativa satisfacción; por estemotivo, y sin que esté en mi animocausarles la menor molestia, les guardaréeterno agradecimiento si nos eximen aMargaret y a mí, todavía excitados ynerviosos por los acontecimientos, de estaobligación que, pese a su indiscutibleencanto, puede llegar a resultar, al cabodel tiempo, sumamente aburrida.'

–Por favor, Hugh, basta de preámbulos -dijo Margaret.

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Hugh la miró con frialdad y contestó: -Yahas visto otras veces, querida, a lo quenos ha llevado tu mal carácter. Déjameseguir como yo lo juzgue conveniente -y,como si el incidente no hubiera existido,prosiguió:

'No es sencillo hacer una exposición claray completa de lo sucedido durante estoscuatro días puesto que ni yo mismo lo sécon certeza; sin embargo, con lasoportunas reservas (que no atañen a lahistoria en sí, sino al vocabularioempleado por uno de los comparsas y aalgunos pasajes que me veré obligado asuavizar en atención a las señoras), lointentaré.

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Todo empezó cuando aún no había dadoquinientos pasos desde la puerta de micasa y el aire aún no había tenido tiempode disipar, el olor a tabaco de mi traje.Yo no me había dado cuenta de que uncoche tirado por dos caballos me seguía aunos metros por la calzada hasta que, alpararme para mirar un escaparate, oí quese detenía a mi lado, que una portezuelase abría y una voz dijo: -¿El señor HughEverett Bayham, por favor?

No es del todo infrecuente que algúnentusiasta de la música me reconozca porla calle y me salude, por lo que me volvíen absoluto sorprendido, esperandoencontrarme con uno de ellos o bien con

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algún conocido, pero la pésimailuminación de la calle y el color oscurode la tapicería del carruaje sólo mepermitieron adivinar un elegante traje decaballero y unos rasgos finos y correctos.

–En efecto -respondí-. ¿Con quién tengoel placer de hablar?

–Señor Bayham -contestó el caballero-,como tal vez habrá notado, vengosiguiéndole desde hace un rato sinatreverme a abordarle, tan…

–Vamos, vamos -le interrumpí-. No habíaadvertido nada. ¿Qué se le ofrece?

–Verá, señor Bayham, no son éstos

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momentos ni lugar para presentaciones. Laurgencia y la gravedad del asunto que meobliga a dirigirme a usted de manera tanpoco ortodoxa lo impiden. Le ruego, noobstante, que suba a mi coche sin perderun segundo, donde estaremos máscómodos y más dispuestos a entablarconversación. Por favor.

En menos de quince segundos todo unproceso de comparación pasó por mimente; si subía al coche corría el riesgode arrepentirme más tarde; si no lo hacía,tal riesgo no existía: me arrepentiría sinduda. Me dispuse a entrar. El caballerome ofreció su mano como apoyo, y altocarla, a pesar del guante que la cubría,tuve la impresión de estrujar algo blando

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y frío que se dispersaba entre mis dedoscomo gelatina. El contacto de las manosfue breve y anecdótico y no le di mayorimportancia. Me acomodé junto alcaballero, cuyo rostro ahora podíadiscernir con claridad (el pelo canoso, lafrente despejada, los ojos grises, las cejasarqueadas, la nariz recta) y dije:

–¿Y bien?

Pero no obtuve respuesta. En aquelmomento el caballero dio una rápidaorden al cochero, éste se la transmitió alos caballos por medio del látigo, y lasdos bestias se pusieron en marcha, agalope tendido. Entonces me fijé en que

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no eran animales de tiro ni lospercherones que estamos acostumbrados aver por la ciudad, sino verdaderoscaballos de carreras. Iban a granvelocidad por las calles ya desiertas, y eltraqueteo me arrojaba una y otra vezcontra el caballero, asimismo zarandeadopor el movimiento, y contra las paredesdel carruaje, impidiéndome proferir quejao protesta alguna, tan ocupado estaba enno perder definitivamente el equilibrio.La carrera duró unos diez minutos y porfin noté que los caballos aminoraban sumarcha y pude ver que nos acercábamos aVictoria Station. El coche se detuvo yentonces, sin que tuviera tiempo parareponerme del ajetreado viaje ni paramostrar mi indignación ante tales

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procedimientos, dos hombres me sacaronde él y me llevaron prácticamente envolandas hasta un andén. Un tren estaba yaen marcha. Corrieron junto a él y meempujaron a su interior; pude ver cómo elcaballero corría detrás de nosotros ysubía también, con grandes dificultades.Me arrastraron con idéntica precipitaciónhasta un compartimento vacío quecerraron con pestillo y me arrojaron demala manera contra uno de los asientos.El caballero (quizá ya no deba llamarleasí) se sentó frente a mí y los dos hombresme flanquearon. Uno de ellos, entonces,empezó a insultarme con un cerradoacento escocés que difícilmente mepermitía comprender sus palabras, y aacusarme de oportunista. Su lenguaje era

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intolerable y su voz, que más tarde meperseguiría como una pesadilla que serepite durante varias noches seguidas,chillona y graznadora. Pareció calmarseal cabo de cuatro o cinco minutos y calló.Por primera vez el silencio reinó en elcompartimento y yo, dicha sea toda laverdad, no me atreví a aprovecharlo. Nome habían amenazado con armas ni mehabían coaccionado con palabras, pero eleficaz salvajismo con que el secuestro(creo que puedo llamarlo así, a pesar detodo) se había llevado a cabo, la granseguridad de no equivocarse y de tenerrazón en sus afirmaciones de la que todoshacían gala y la evidente violencia de susactitudes me aterraban hasta límitesinsospechados. Sólo cuando hubieron

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transcurrido más de diez minutos, y envista de que ninguno de los tres hombresparecía dispuesto a darme unaexplicación, o por lo menos a darmeinstrucciones, me atreví a hablar,tímidamente:

–¿Qué significa esto, señores? Debe dehaber algún error…

–¡Silencio! – gritó el caballero, al mismo,tiempo que el hombre que me habíainsultado me golpeaba en un costado conun objeto duro y punzante que no pudever.

–Pero díganme al menos por qué -volví aintentarlo.

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Esta vez fue el caballero quien me dio unabofetada. Como podrán imaginar, dadoque conocen de sobra mi carácterindolente, amigo de la sutileza, cualquiertipo de violencia me causa pavor, y másaún el daño físico. Ello hizo que mi muyteórico y quebrantado valor acabara deesfumarse a la vista de tal incidente. Opté,pues, por no volver a hablar a menos quese me preguntara y por esperar aldesarrollo de los acontecimientos. Elhaber tomado una decisión proporcionócierto desahogo a mi maltratado cuerpo yalgún descanso, ya que no lucidez, a miconfundida mente. Quizá les parezcaextraño que el sueño pudiera vencerme enuna situación tan apurada como la mía en

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aquellos momentos, pero así fue; tenganen cuenta que sólo dos horas antes habíaestado interpretando a Brahms y que elcansancio, a veces, está más allá de lostemores y las tensiones. No pensé,siquiera, en la posibilidad de salvaciónque suponía un cobrador o un inspectorque tarde o temprano tendría queaparecer. Y tampoco medité sobre lasdiversas clases de secuestros conocidas.Mis asaltantes habían bajado la cortina dela ventanilla y no tenía ni el consuelo dedistraerme mirando el paisaje nocturno.Cuando mis ojos se cerraron ya habíaaceptado los hechos; no los comprendía nilos aprobaba, pero sí los aceptaba, eincluso me atrevería a decir que aún nome arrepentía de haber subido al coche.

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Creo que ahora tampoco me arrepiento.Todas estas ideas eran muy vagas yfugaces: desfilaban por mi cabeza sinhacer alto y yo tampoco hacía esfuerzospor retenerlas.

Cuando me desperté ya era de mañana yhabía un fuerte olor a brezos. Miré por laventanilla, descubierta, y vi un paisajerural, verde y gris, puede que escocés.Recobré, dentro de lo que cabe, misentido del humor, y dije a misacompañantes:

–Buenos días, caballeros.

Ninguno de ellos, que ya estaban -o quizátodavía seguían- despiertos, me contestó,

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así que me dediqué a observarlos condetenimiento: el caballero, cuyo rostro yahabía podido escrutar levemente antes delengaño, parecía un hombre educado, y sumirada, aunque muy fría y un pocorepugnante, era inteligente. Los otros dos,que llevaban gorras caladas y gabardinasblancas, eran tan vulgares que lo másprobable es que no los reconociera si losvolviera a ver.

Transcurrió más de una hora sin que eltren hiciera paradas y empecé a temer queaquel viaje resultase interminable. La filade vagones bordeaba una costadesconocida para mí cuando de repente sedetuvo ante una estación de pueblo,modesta y anodina, carente de letreros que

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indicaran en qué lugar nos encontrábamos.La parada duró unos minutos y cuando eltren se puso de nuevo en marcha los treshombres se levantaron, me cogieron porlos brazos y apresuradamente -cómo no-descendimos de un salto. Mientras el trenya se alejaba atravesamos aquelladestartalada estación con la mismarapidez que habíamos empleado enVictoria Station y nos instalamos en unadesvencijada diligencia que nosaguardaba fuera (el caballero, el hombreque me había insultado y yo en el interior;el otro en el pescante, junto al cochero).Fue entonces cuando me pusieron unavenda negra sobre los ojos, a pesar de misreiteradas protestas, ya que si algo valíala pena de aquella aventura, ello era el

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paisaje, muy hermoso en verdad. Noté quepasábamos por una aldea muy breve paraluego seguir por caminos pedregosos yestrechos; más tarde, las ruedas de ladiligencia se deslizaron por arena deplaya, y el mar, sin duda, estaba muycerca, tan cerca que el barro sustituyó a laarena y la marcha se hizo dificultosa.Aquí terminó mi viaje. Me hicierondescender y, siempre empujado por losdos esbirros del caballero, entré en unacasa precedida por dos escalones y unporche. Dentro había un exquisito olor aperfume floral y yo pisaba sobrealfombra. Aquellas fueron mis dos últimassensaciones claras y totalmente reales. Depronto sentí que me golpeaban en la nucay supongo que perdí el conocimiento. Y

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aquí, querida Margaret, queridos amigos,comienza una parte del relato cuyocontenido, prácticamente, ignoro porcompleto. No puedo dar detalles acercade lo que sigue, pues desde el instante enque desperté perdí todo sentido deltiempo y no lo he vuelto a recobrar hastaque, hace una hora, compré un periódico ycomprobé que sólo habían transcurridocuatro días desde que acepté la invitacióndel caballero del coche. Los tres últimoshan sido excesivamente confusos comopara dar una explicación coherente ycronológicamente ordenada de lo quesucedió. Sólo puedo hablarles de lassensaciones que me invadieron, de lasescenas que se repetían y de la mujer queme sedujo.

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Vivía yo en un salón lleno de libros y deanticuados muebles rurales dispuestos conexcelente gusto, en un segundo piso de unacasa de campo cuya fachada nunca pudever y que, efectivamente, estaba junto almar. Aunque pasé largas horas allí, nopodría describirlo con exactitud, nitampoco- a pesar de que recuerdo que leíade vez en cuando- citar las obras que seapiñaban en las estanterías. Creo quedormía con frecuencia, lo cual explica enparte mi creencia de que permanecíencerrado durante meses en aquel amplioy espacioso cuarto. A veces entraba elhombre que me había insultado en el trenportando una bandeja con leche o cerveza,pan y carne, sopa o verduras, que

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depositaba sobre una mesa, yaprovechaba su visita para darmepuñetazos en los brazos y ejercer suirrepetible lenguaje en una jerga, para midesgracia, no del todo incomprensible. Enmás de una ocasión escuché vocesfemeninas que, alegres o divertidas,bromeaban entre sí. Sin duda, la casaestaba habitada por tres o cuatro mujeresademás del caballero, y todas, menos unatal vez, eran muy jóvenes. Aunque nuncapude captar las palabras quepronunciaban -siempre procedentes delpiso inferior- sé, por el tono de las voces,por los agradables murmullos quellegaban hasta mí y por la cadencia de losdiálogos, que se trataba de una madre yvarias hijas, dos o tres, no lo sé con

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certeza. Una de ellas tocaba el piano casiconstantemente, y tanto su repertorio comosu estilo eran impecables y magistrales.La música penetraba en mi habitación através del suelo y las ventanas, y aunqueyo me asomé muchas veces para tratar dever algo del cuarto que había bajo misalón, nunca pude discernir más que -arriesgándome no sólo a caer sinotambién a que uno de los dos hombres deltren, que vigilaba permanentemente misventanas desde el exterior de la mansión,me descubriera-la parte derecha de unteclado -el piano, necesariamente, teníaque estar pegado a la pared- y, de vez encuando, la mano derecha de la joven quelo tocaba desplazándose con suavidadhasta aquellas teclas, las más agudas.

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También pasaba largos ratos con el oídosobre el entarimado, tratando de descifrarlas palabras de las mujeres, con escasoéxito. Sólo cuando la joven intérpreteempezaba a tocar una nueva pieza, yo, alre conocerla, comprendía que una de laspalabras que previamente habíaescuchado respondía al nombre del autorde dicha pieza. El ambiente que demanera difusa envolvía a aquellos brevesconciertos era el de una lección familiarde piano. Quiero decir que la joven eraseguramente una estudiante de música muyaventajada, quizá demasiado, y que elresto de la familia -la madre, lashermanas, raramente el padre, cuya voz yoidentificaba con la del caballero- gustabade asistir, embelesada, a las prácticas

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virtuosas de aquélla. Yo me distraíaejercitando mis dedos sobre una mesa conlas obras que ella interpretaba, y en másde una ocasión deseé fervientementepoder salir de aquel salón, bajar ysustituir mi mesa por el piano de la joven,o más aún, poder tocar aquellas piezas desu elección en su compañía, a cuatromanos. Ahora ya no recuerdo cuáles eranexactamente, pero sí que eran muyconocidas en su mayoría. Sólo tengopresente una ocasión, en la que todo fuedistinto. Mi guardián subió a mihabitación y cerró las contraventanas demanera que yo, desde dentro, no pudieraabrirlas. Yo estaba tendido sobre el lechoy le dejé hacer, débil como estaba,preguntándome a qué se debería la

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novedad. Poco después empezaron allegar hasta mis oídos murmullos másnumerosos de lo habitual, como si abajohubiera una concurrencia expectante. Depronto se hizo el silencio y sonaron lasprimeras notas de la sonata en re menorpara piano y violín de Schumann. Todoello delataba un recital. Creo que estosucedió el segundo día de mi encierro,pero, debo insistir en ello, no podríaasegurarlo. El violín, pensé, debía de sertocado por alguno de los invitados -cuyallegada, ahora era evidente, se me habíaprohibido ver- o por el caballero, que talvez sólo practicaba en las grandesconmemoraciones. Cuando acabaron hubouna pausa y pude oír el tintineo de vasos ylas toses características de los entreactos

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y, poco después, el piano de la joven y elviolín de su padre interpretando la sonataa Kreutzer. Mi asombro fue mayúsculo,sobre todo al comprobar que aquellosaficionados se podían codear con los másprestigiosos profesionales, y no tuve másremedio que admirarlos. Fue entoncescuando me pregunté si mi secuestro no sedebería a los celos de la competencia o alexcesivo entusiasmo de algún amante dela música que más tarde -puesto que estoyaquí- habría de arrepentirse de su bárbaraacción. Me temo que jamás llegaré asaberlo. Todos estos recuerdos sonborrosos y alucinantes, lo cual me lleva asuponer que me hacían ingerir algúnnarcótico o droga con la leche, o, quiénsabe, tal vez me la inyectaban mientras

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dormía. A pesar de todo, mi estancia allí,desde luego, fue monótona; nadie más queaquel hombre que me golpeaba me visitó,hasta el último día, es decir, ayer, por lamañana -o al menos esa es la impresiónque tengo, ya que, aparte de las sonataspara violín y piano, es lo único que vienea mi memoria con nitidez y proximidad-.Creo que estaba leyendo una aburridanovela de Thackeray y escuchando unabonita pieza para piano que sin duda eracomposición de la joven cuando la puertase abrió y una muchacha de unos quinceaños entró y se acercó a mí. Sus ojosazules despedían dulzura e inteligencia, sulargo cabello negro caía por sus hombrosdesnudos y enmarcaba un pálido rostro depómulos pronunciados y delicados rasgos.

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No recuerdo que dijera nada, ni tampocolo que sucedió después de que acariciaramis labios con los suyos por primera vez.Es fácil imaginarlo, sin embargo, yperdonen, señoras, la crudeza de lanarración. No es mi intención ofender, yno creo que, de hecho, lo esté haciendo,pues es evidente que mi estado no teníanada que ver conmigo ni con misverdaderos sentimientos, dando pordescontado (y tal vez no debería hacerlo)que lo que relato fue real y no un productode mis fantasías. He de confesar, noobstante, que, fuera en un sueño o en unacasa junto al mar de Escocia, yo no opuseninguna resistencia. La joven partió y yodormí largo tiempo, acompañado por lashermosas notas del piano que tocaba su

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hermana.

Esta mañana me desperté en Maidstone,sobre la hierba de un parque, con dinerosuficiente para regresar a Londres. Puedencreerme o no, sé que mi historia es hartoinverosímil y no muy digna de atención,pero les doy mi palabra de honor de quees así como la recuerdo. Aquí está mibillete desde Maidstone, y mis ropas seencuentran en mi casa, sin lavar,desgastadas y llenas de guijarros y dearena de playa; mis hombros estánamoratados y mi nuca presenta un ligeroabultamiento; mañana iré a hacerme unreconocimiento médico a fin decomprobar si en efecto he sido drogado, yya he avisado a la policía para que

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efectúe las indagaciones pertinentes. Porlo demás me encuentro perfectamente ypresumo que todo ha sido un error de missecuestradores, quienes, al advertir suequivocación, me dejaron en libertad.Todo ha pasado y desearía que no sevolviera a hablar de ello en mi presencia.Seamos serios y yo trataré de que, por miparte, los hechos acaecidos durante estoscuatro días sólo permanezcan,imborrables pero inofensivos, en mimemoria. Gracias por escucharme,queridos Esmond y Clara.'

Al día siguiente un médico comprobó lassuposiciones de Hugh Everett Bayham. Lapolicía continúa investigando sin ningúnresultado positivo, y todo el mundo,

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salvando el episodio de la hermosaadolescente, cree en la veracidad de laaventura y la comenta con entusiasmo. Ycon ellos -es bien patente-, yo, que mehonro en tener la exclusiva de la versióndirecta. Sólo he visto a Margaret y aBayham en una ocasión desde entonces, ala salida de un teatro, y si bien estaban unpoco más graves o menos joviales que decostumbre, parecían haber olvidado loocurrido.

Y bien, eso es todo por hoy, queridoVíctor. Espero tus noticias, y desde luego,si hay alguna novedad referente a esteasunto, te lo comunicaré inmediatamente,Saludos de Clara y los mejores deseos detu amigo

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Esmond Handl"

No hubo novedades. También Arledge,como Handl y sus amigos, pensaba queparte de aquella fantástica historia eramentira, pero no se sentía inclinado, comoellos, a dudar de la existencia de la joven.Las palabras que Handl ponía en boca deBayham eran, con toda seguridad, exactas,pues Esmond era un hombre capaz derecitar de memoria, con haberlo oído tansólo una vez, el papel de uno de lospersonajes de cualquier obra de teatro. Yera precisamente el tono empleado por elpianista lo que llamaba la atención deArledge; su impertinente desenfado del

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comienzo, su repentino alto en lanarración para anunciar la nebulosidadque envolvía a lo que iba a seguir, susúbita seriedad al contar la aparición dela muchacha, sus denodados esfuerzos pormostrar pruebas que garantizaran laautenticidad de los hechos, y aquel tratohosco y frío que había dispensado a sumujer tras cuatro días de angustiosaseparación, todo ello le hacía pensar quela media semana que Hugh EverettBayham había pasado fuera de Londres lehabía afectado -en uno u otro sentido- másde lo que a primera vista parecía, yfomentaba sus ya de por sí muy lógicosdeseos de conocerle, que, unidos a otrosmás ocultos y animosos, convertían suviaje en una verdadera obsesión.

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Arledge no había querido saber cuánto ibaa el durar la travesía con exactitud,temeroso de que a la respuesta a estapregunta pudiera disuadirle de participaren la aventurada empresa en el últimoinstante, pero llegó un momento,aproximadamente diez días antes deiniciar la marcha, en que tuvo la ocasiónde comprobar que las bellas imágenes conque Kerrigan le había tentado yconvencido aquella mañana en la rueBuffault habían pasado a segundo término,e incluso era posible que hubierandesaparecido de su mente. Bajo ningunacircunstancia pensaba en el Tallahasseecomo un barco que iba a ser su lugar deresidencia durante mucho tiempo, ni en la

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expedición como lo que -dejando de ladoel improcedente crucero previo- enrealidad era: un vanidoso intento deadentrarse en la Antártida más de lo quelo habían hecho Bruce, Larsen, Scott yNordenskjöld; y mientras el resto de losexpedicionarios dedicaba la mayor partede su tiempo a informarse acerca de losanteriores viajes realizados al polo sur ya aprender cosas tan útiles como qué hayque hacer si el suelo se resquebraja yalguien queda a merced del agua helada,Arledge no se preocupó por estascuestiones más de lo que lo hizo -desdeque supo que habría de conocer a HughEverett Bayham en Marsella- por borrarde la lista de pasajeros a Léonide Meffre.Y así, cuando diez días antes recibió la

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visita de un Kerrigan apesadumbrado endemasía por la noticia de que uno de losmás populares expedicionarios ingleseshabía anulado su tarjeta de embarque,tuvo la ocasión de comprobar, mientraspreguntaba intentando guardar la calma dequién se trataba, que el único motivo quele impulsaba ya a tomar parte en laaventura era el frenético deseo de saberqué le había sucedido realmente a HughEverett Bayham en Escocia. La respuestade Kerrigan, sin embargo, no sólo letranquilizó a este respecto sino que leproporcionó una información que venía aconfirmar el turbio carácter que elsecuestro del pianista inglés tenía:Margaret Holloway se había separado desu marido y, por tanto, renunciaba a la

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travesía.

El día que zarpó el Tallahassee -velerocon casco metálico, tres mástiles ymáquina de vapor, clasificado por elLloyd's Register of Shipping como buquemixto, propiedad de la Cunard White Star,construido por Newport NewsShipbuilding and Dry Dock Company(Estados Unidos), cuya matrícula fuecambiada en Liverpool al ser comprado yabanderado por Gran Bretaña en 1896(aunque conservándose comoidentificación el nombre de la ciudad quelo bautizó), con una velocidad de 11,5nudos, con capacidad para setentapasajeros, y al mando del capitán de

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navío Eustace Seebohm, inglés, y delprimer oficial J D Kerrigan, americano-hubo un gran alboroto en el puerto deMarsella. Globos, confetti y serpentinasinvadieron el navío y sembraron de colorlas aguas cercanas. Todos losexpedicionarios, según se ibanembarcando, fueron vitoreados.Finalmente, a las diez de la mañana,después de las ceremonias obligadas, elvelero se alejó de la costa llevando abordo cuarenta y dos pasajeros decategoría, quince hombres de ciencia, yuna inevitable, furibunda, maldicientetripulación.

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LIBRO TERCERO

Victor Arledge empezaba a aburrirse enexceso cuando desapareció elcontramaestre. Hasta entonces, el tedio ylas mujeres estúpidas habían controladolos proyectos iniciales de correr riesgos ydesobedecer el itinerario previamenteacordado; y lo que era aún peor, habíancontrolado la cubierta. Esmond Handl,desde el segundo día de viaje, seencontraba encerrado en su camarote,fácil presa de la inestabilidad del barco, yClara, su esposa, con una abnegaciónrayana en la abominable solicitud con que

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se suele tratar a las personas de edad, sehabía esfumado tras él; Kerrigan estabademasiado atareado con sus idas yvenidas, sus atenciones para con lasdamas y sus temores por la salud de losponeys de Manchuria; y Bayham, quédecepción, se pasaba los días y las másde las noches jugando al whist en el salónde fumadores, y cuando no (contadas eranlas ocasiones), se dedicaba a pasear ocontemplaba las aguas con gesto vago encompañía de una hermosa joven de negroscabellos (la cual, por cierto, apenas si sedejaba ver a solas) cuya identidadArledge aún desconocía, impidiendo asícualquier tentativa por su parte deentablar amistad, o al menosconversación, sin tener que rebajarse a

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aprender el significado de los naipes oentrometerse en la charla privada de dospersonas a las que -por culpa de laindisposición de Handl y de la idea,común a todos los pasajeros excepto alque suponía tal cosa, de que todos los allíconvocados se conocían íntimamente-todavía no había sido presentado. Y nisiquiera Léonide Meffre se dignabairritarle con sus observaciones de malgusto. La abulia se había apoderado de ély tan sólo, para su desgracia, algunasseñoras abrumadoras le obsequiaban conatenciones que había de tener en cuenta,más que nada por la prolijidad de lasmismas. Los investigadores, por otrolado, le anonadaban con sus espesas ymetódicas descripciones de la Antártida,

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llenas de detalles técnicos y de erudiciónque para nada le interesaban; yúnicamente la presencia (menos constantede lo deseado en tales circunstancias)tranquila y sosegada en extremo de unviejo cuentista inglés muy conocido en laépoca, cuyo nombre de letras era LedererTourneur -de salud delicada y semblanteclaro, siempre sentado en las sillas ohamacas de mimbre que abarrotaban lapopa, en compañía de su otoñal esposanorteamericana-, era lo que le hacíadesechar sus reiterados impulsos deabandonar el barco en la siguiente escala.Las escalas, por su parte, habían suscitadoacaloradas discusiones y losconsiguientes rencores generales.Kerrigan, Seebohm y los investigadores

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eran partidarios de hacerlas breves yescasas con el objeto de acelerar lamarcha, y, en cambio, un grupo bastantenutrido de pasajeros, que habían dedesembarcar en Tánger para regresardesde allí a sus respectivos lugares deresidencia, exigía paradas continuas. Elresultado de esta divergencia deopiniones (el peso de las órdenes deSeebohm no alcanzaba a losexpedicionarios, que pagaban su salario)fue que el Tallahassee se detuvo en todaslas ciudades costeras de Italia, Grecia yTurquía durante unas horas (o a lo sumoun día, en algunos casos excepcionales).El descontento general, avivado por lasveladas rencillas de las señoras y por lasprotestas de la tripulación, llegó a

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alcanzar límites inadmisibles. En talesocasiones Tourneur, su esposa y Arledgese inclinaban por alterar el rumbodefinitivamente y atravesar el Canal deSuez para visitar Etiopía y la India, perosus iniciativas nunca tenían seguidores yhabían de resignarse a soportar, cada vezcon menos fuerzas, aquel insípidocrucero. Tourneur y Marjorie, su mujer,formaban parte del grupo que habría dequedarse en Tánger (no por falta de ganasde aventura, sino porque la endebleconstitución del escritor les obligaba avivir en zonas de clima caluroso), yArledge, en vista del desastroso panoramaque tenía ante sí, pensaba en laposibilidad de permanecer junto a ellos yrenunciar al resto de la travesía, y con

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ello al enigma escocés y a todo lo demás,cuando la desaparición del contramaestrevino a proporcionarle diversión e interéspor lo que desde aquel instante pudierasuceder a bordo del Tallahassee. Era elcontramaestre un hombre de mal carácter,con el que Arledge, como con el resto dela marinería, no tenía el más levecontacto. Sin embargo, en sus abundantesratos de ocio le había visto con frecuenciainsultar y maltratar a sus subordinados, yello le hizo suponer que durante la nochehabría sido sacado de su camarote ylanzado al agua con una piedra atada alcuello. No había pruebas de ello (yArledge, de haberlas tenido, seguramenteno las habría puesto en manos de lasautoridades) y tanto Seebohm,

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responsable de su suerte, como lospasajeros, que deseaban alejar de susmentes toda sensación de peligro,decidieron que lo más probable era que elcontramaestre hubiera desertado,suposición harto infundada, ya queCollins, ese era su nombre, gozaba con sutrabajo, sus abusos y sus desmanes.

Todo quedó, pues como estaba hasta queel Tallahassee llegó a Alejandría,territorio entonces de jurisdicciónbritánica, y recibió, nada más atracar enel puerto, la visita de la policía,representada por un anciano coronel decaballería, veterano de la batalla deInkerman y reacio a la jubilación. Subió al

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velero con paso firme y gesto severo ymalhumorado y preguntó por el capitándel barco. Seebohm y Kerrigan salieron asu encuentro, le saludaron y, después delas presentaciones (coronel McLiam, jefedel Cuerpo de Policía Británica enAlejandría), los tres pasaron al despachode Seebohm.

–Bien, capitán Seebohm -dijo McLiamentonces-, tengo entendido que hanperdido a uno de los hombres de sutripulación.

–En efecto, coronel -dijo Seebohm,titubeando.

–Y sin embargo no lo han notificado -

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continuó el coronel McLiam.

–Cierto, señor -dijo Kerrigan-.Pensábamos hacerlo aquí.

–Pero han pasado por Chipre, cuyaadministración es británica -replicóMcLiam-. Debieron dar parte a lasautoridades allí mismo.

–Era una escala que no estaba prevista,señor. Y ya hacemos demasiadas; hemosperdido mucho tiempo y juzgamosconveniente esperar hasta que llegásemosa Alejandría -dijo Kerrigan-. ¿Haaparecido Collins acaso?

–¿Es ese su nombre, Collins? ¿Qué cargo

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ocupaba?

–Era el contramaestre.

–¿Un oficial? Eso es mucho más grave,señores. Su cadáver ha sido hallado cercadel puerto. Su oficial, capitán Seebohm,fue asesinado. Pero ¿cómo se explica quesi lo perdieron antes de pasar junto aNicosia Collins haya aparecido enAlejandría?

–Lo ignoro, señor, pero también echamosen falta un bote -mintió Seebohm, sin dudaal ver las consecuencias que sunegligencia había tenido-. Es posible quefuera atacado por bandidos turcos,después de desertar. Su campo de acción

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es muy extenso. Sé que se los ha vistocerca de Port Said en más de una ocasión.¿Cómo se produjo la muerte?

–Tenía un balazo en la cabeza, peroademás su cuello presentaba grandesmarcas, quizá del roce de una cuerda muycortante. Parece que su muerte se debió aeso. Su cuello está prácticamentedesgarrado.

–Pienso que es muy posible que losbandidos lo ahorcaran y más tarde loremataran pegándole un tiro en la frente.

–El tiro lo tenía en la nuca, y no he dichoque fuera ahorcado ni estrangulado, sinoque tenía profundos cortes en el cuello

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que no eran de arma blanca. Por lo demás,supongo que, en efecto, todo es obra debandidos turcos. Seguramente lotorturaron y murió. Bien, lamento tenerque decirles que no podrán reanudar suviaje hasta que yo lo permita. Les esperoen la comandancia dentro de dos horas,señores: a las doce en punto. Tienen quereconocer el cadáver, darme sus datospersonales y entregarme un informe enregla sobre la desaparición. Espero queya lo tendrán redactado. Collins nollevaba documentación alguna en suspantalones, la única prenda que teníapuesta. En los bolsillos sólo encontramosbriznas de tabaco y tres fajas de cigarrospublicitarios gratuitos, de los queutilizaron para llamar la atención sobre su

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viaje. Las fajas llevan impreso el nombredel Tallahassee. Por eso supimos quehabían perdido un hombre. Hasta pronto,señores.

Una vez que McLiam hubo abandonado elbarco, el miedo y el desconciertocundieron entre los expedicionarios,informados por Kerrigan acerca de laconversación. Alarmados, le asaetearon apreguntas con la pretensión implícita deque les asegurara que no había bandidosturcos ni de ningún otro país a sualrededor y les dijera, prácticamente, quela visita del coronel había sido unproducto de su imaginación y que podríancontinuar su crucero en cuanto lodesearan. El resto de los pasajeros, que

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no había presenciado la llegada deMcLiam, atraídos por el alboroto,aparecieron en cubierta y pidieron todaclase de explicaciones; y algunas mujeres,incluso, sugirieron que lo más prudentesería dar por terminada la travesía ypermanecer en Alejandría hasta quepudieran regresar a Europa escoltados portropas británicas. Mientras tanto,Seebohm reunió a los oficiales, cuyosentido de la responsabilidad eraprecario, y les dio órdenes para queconfirmaran, siempre que fueranpreguntados, la desaparición de un bote.

Arledge se alejó del griterío y seencaminó hacia la popa, en busca deLederer Tourneur y su esposa, pero allí no

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había nadie salvo una joven que, ajena alo que sucedía en otras partes del velero,descansaba sobre una hamaca con gestode preocupación. Arledge la reconoció enseguida: era la muchacha de cabellosnegros que a veces paseaba con HughEverett Bayham. Excitado, se sentó junto aella -dejando una hamaca libre pormedio- sin que ella, echada hacia el ladocontrario, le viera. Arledge pensó queaquella era una buena ocasión para darsea conocer y con ello introducirse en laesfera del pianista, pero no sabía cuálpodría ser la frase más indicada parainiciar una conversación, sobre todocuando, por culpa de las voces alteradasde los pasajeros, que se oían a lo lejos yque delataban la irregularidad del

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momento, el tema del tiempo resultabademasiado artificial y por ello quedabadescartado. Hacer algún comentarioacerca de la muerte de Collins y de lasconsecuencias que había traído consigo leparecía de mal gusto, puesto que setrataba de una desconocida; y lapreocupación de la joven no era tanevidente que le permitiera ofrecerle suincondicional ayuda para resolvercualquier problema que se le hubieraplanteado. Optó, pues, por dejar caer alsuelo su tabaquera de metal mientrassacaba un cigarrillo. Al oír el ruido lajoven se volvió sin sobresalto y Arledgeaprovechó el momento para excusarse porsu torpeza que tal vez la habríadespertado y presentarse. Ella, de ojos

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azules y rostro dulce, elegante perosencillamente trajeada, dijo que no teníaimportancia, que no dormía y que estabamuy contenta de conocerlo; había leídocuatro de sus novelas y le parecíanexcelentes, aunque nunca había tenido laoportunidad de ver sus famosasadaptaciones teatrales ya que vivía en elcampo y el teatro es un privilegio de lasgrandes ciudades. Su dicción era perfecta,quizá levemente amanerada -lo cual, lejosde deslucirla, la hacía encantadora-, y suvoz sosegada, melódica en extremo.Aunque cordial, era discreta, y tanto ellocomo su falta de reservas hicieron queArledge olvidara pronto sus primerasintenciones: entablaron una animada -dentro de lo que es aconsejable entre dos

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personas tímidas y bien educadas- charlasobre la mediocridad del drama de laépoca y sobre el vacío que había dejadocon su muerte el autor de Una tragediaflorentina y La duquesa de Padua, asícomo acerca de las limitaciones del oficiode actor, y ella escuchaba y, de vez encuando, hacía observaciones muyacertadas y llenas de criterio. Nadie lesimportunó durante más de hora y media, yde estos temas pasaron a otros, y a otros,sin que el interés decayera, hasta queoyeron pasos que se aproximaban y vieronaparecer a un Hugh Everett Bayhamacalorado, que, llamando a la jovenFlorence, pidió disculpas por haberinterrumpido la conversación, dijo quehabía estado buscando a la joven por todo

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el barco y le comunicó que ya era la horadel almuerzo y que su padre requería supresencia.

–No se conocen, ¿verdad? El señor VíctorArledge, el señor Hugh Everett Bayham.

Los dos hombres se estrecharon las manosy Florence se puso en pie, expresó suferviente deseo de proseguir laconversación en algún otro momento, sedespidió y se fue del brazo de Bayham.

Víctor Arledge esperó unos minutos parano correr el riesgo de alcanzarlos ydespués encaminó sus pasos hacia elcomedor.

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Durante los días siguientes Arledgeestuvo muy contento y recobró su naturalbuen humor.

La muerte de Collins, por un lado, y suprimer contacto con Bayham y su jovenamiga, por otro, lograron que su apatía sedesvaneciera y que sus horas no fueranperdidas en vano. Desde aquella fecha,aunque se encontrara desocupado enapariencia, sus sentidos estaban siemprealerta y a la expectativa, avisados de laposibilidad de un nuevo intercambio deimpresiones, ya con alguno de lospasajeros restantes, que tal vez podríadarle datos acerca de Florence y su padre,ya con ellos mismos o con Bayham. Puededecirse sin reservas que la joven se había

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convertido, quizá por otros motivos, enobjeto de los pensamientos de Arledgetanto como Bayham lo había sido hastaentonces por motivos de curiosidad; yello, lejos de preocuparle, le hacía reviviraún más. Aunque no sabía por quéFlorence Bonington llamaba tanto suatención sin haber hecho nada, endefinitiva, para merecerlo, lo cierto esque los movimientos de Arledge estabanpendientes de los de ella, a la espera deuna conversación, un saludo, una sonrisa,una mirada furtiva. Pero pronto supoaveriguarlo. Florence Bonington era muyjoven -no más de diecinueve años- y,aunque desde luego no era unaadolescente quinceañera, su bellezaperfecta y un tanto fría y sus rasgos

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generales coincidían con los de lahermana de la aventajada estudiante depiano que había seducido a Hugh EverettBayham. Era aquel parecido físico lo quehacía que Arledge tratara por todos losmedios de complacerla y ganarse sussimpatías. No negaré que la primeraexplicación que dio Arledge a surepentino interés por la joven tuvieraalgunos visos de veracidad, pero síañadiré que tal explicación tenía tambiéncomo fundamento la carta de EsmondHandl y no los evidentes encantos de laseñorita Bonington. Si Arledge, unhombre que tenía con las mujeres el éxitonecesario para no verse forzado a dargrandes pasos para conquistarlas, se tomótantas molestias para entablar amistad con

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Florence Bonington fue porque, por unlado, a través de Bayham -su objetivoprincipal- había sabido del muy especialéxtasis que aquella joven, de ser la que élsospechaba, era capaz de proporcionar, yporque, por otro, especulaba con laposibilidad de que fuera ella la que, unavez rendida, le contara los verdaderospormenores de la aventura de Bayham enEscocia, seguramente, además, con mayorconocimiento de causa. Y esperaba conansiedad el momento de ver al padre de lajoven, que aún no había hecho acto depresencia sobre la cubierta delTallahassee, y de comprobar si se trataba,como suponía, de un caballero de sienesplateadas, nariz recta, cejas arqueadas ymirada inteligente.

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Kerrigan y Seebohm tardaron tres días ensolventar los papeleos derivados de lamuerte del contramaestre y obtener elpermiso de McLiam para proseguir elviaje, y este corto periodo de tiempo,pese a verse amenazado por la suspensiónde la travesía y por las difusas sombrasde feroces bandidos, sirvió para que lospasajeros calmaran sus ánimos yaplacaran sus inquietudes y para queEsmond Handl superara su malestar yvolviera a ser el mismo de siempre.Alejandría, además, se reveló como unade las ciudades más hermosas ydeslumbrantes del mundo para losexpedicionarios, que tuvieron tiemposuficiente para recorrer sus calles con

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tranquilidad. Todo mejoró, pues, ymientras el Tallahassee estuvo anclado enel puerto egipcio las tentaciones deArledge de dar por terminado su viaje enTánger se vieron momentánea peroestrepitosamente vencidas.

Uno de estos tres días, concretamente laantevíspera de aquel en que el velerohabría de abandonar Alejandría, Arledge,tras haber dado un largo paseo por losbarrios más pintorescos de la metrópolien compañía de los Handl, que se habíanseparado de él durante unos minutos parahacer compras, se sentó en un café denombre italiano con el propósito desacudir el polvo que casi privaba de colora su traje y tomar un refresco, cuando vio,

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a cierta distancia, que Bayham, FlorenceBonington y un caballero cuyos rasgos noacertaba a adivinar trataban de hacerseentender o discutían -era difícilasegurarlo- con un vendedor ambulante.Pidió una limonada a un camarero que sehabía acercado para atenderle, le dijo quevolvería inmediatamente y, haciendo loque se podría llamar -no del todoimpropiamente: sus intereses estaban enjuego- acopio de valor, fue hacia ellos.Bayham hacía gestos con las manos alvendedor; Arledge presumió queregateaba sin mucho éxito.

–Buenos días -dijo dirigiéndose aFlorence Bonington-. Me da la impresiónde que tienen dificultades con este experto

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comerciante. Si puedo servirles deintérprete…

–Oh, buenos días, señor Arledge -contestóla joven volviéndose hacia él; el señorBonington, un hombre bajo, rechoncho,mal vestido y vulgar, también lo hizo, yella añadió-: Creo que no conoce usted ami padre. El señor Arledge, mi padre, eldoctor Bonington.

–Encantado -dijo el novelista sin poderdisimular cierta expresión de desencanto.

El doctor Bonington hizo una leveinclinación de cabeza.

–Al parecer, este vendedor trata de

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engañarnos, señor Arledge, y Hugh, comopodrá observar, no logra entenderse muybien con él: -dijo Florence, y dio ungolpecito en el hombro de Bayham, queseguía proponiendo números con losdedos y aún no se había percatado de laintervención de Arledge. Hugh Bayham sevolvió y, después de saludar con cortesía,explicó su problema.

–Este hombre quiere tres libras por esejarrón que tiene entre las manos. Meparece excesivo e intento hacérselocomprender.

–¿Qué precio le parece justo?

–Una libra y media, por ejemplo.

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–Me temo que nunca hubiera podido hacerque entendiera esa cifra valiéndoseúnicamente de los dedos, señor Bayham.

–No me importa pagar tres libras por algoque me gusta, aunque no lo valga -dijoFlorence Bonington-, pero me molesta quese obstine en estafarnos.

–No se preocupe, señorita Bonington -dijo Arledge-. Creo que podré arreglarlo.

Se encaró con el vendedor y en suaceptable árabe le explicó la situación.Una libra y media le pareció poco, peroacabó por acceder y Arledge le pagó.Miró a Florence con el jarrón entre las

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manos y dijo:

–Señorita Bonington, este vaso es unobsequio.

–Gracias, señor Arledge, pero no eranecesario que…

–Por favor, ni una palabra más. Y ahora,sin excusa posible, serán tan amables dedejar que les invite a un refresco en aquelcafé. Tengo una mesa y también unalimonada que hace un rato estabaverdaderamente fría. Por favor.

El doctor Bonington pareció dudar; peroBayham se le anticipó.

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–No tenemos intención de negarnos, señorArledge. Con sumo gusto leacompañaremos.

–Alejandría es una ciudad muy hermosa -dijo Florence cuando ya se hubieronsentado-. Creo que podría quedarme avivir aquí.

–Sería un tanto incómodo -dijo Arledge-.Hay demasiada mezcla de razas y eso essiempre poco tranquilizador. Los distintostemperamentos chocan y los disturbios sesuceden sin interrupción.

–Pero tenga en cuenta, señor Arledge -dijo Bayham-, que a partir de ahora, conla renuncia de Francia y el británico como

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único control, las cosas sin dudamejorarán.

–Quizá, pero de todas formas es unaciudad muy insegura. Añada usted a estaamalgama la cantidad de marinos de todaslas nacionalidades que dan rienda suelta asus bárbaros impulsos en esta urbe. Unaciudad portuaria, es doblementepeligrosa. Les aseguro que no meatrevería a estar donde estoy ahora a lasnueve de la noche.

–Me parece que exagera un poco, señorArledge, y además, está ustedestropeándonos nuestros planes.Pensábamos dar una vuelta esta noche -dijo Florence-. Tengo entendido que la

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puesta de sol es todo un espectáculo.

–No era mi intención, pero creo mi deberadvertirles del riesgo que ello encierra.La vigilancia no es del todo satisfactoria ycruzar la zona del puerto a esas horas espoco menos que un suicidio. Hayatracadores profesionales y todos loshabitantes, en realidad, lo son en potencia.Ya lo ha visto con ese vendedor. Sihubiera tenido unos años menos noshabría despojado de todo lo que tenemosen lugar de tratar de arañar unos chelinescon no demasiado énfasis.

–Sigo pensando que exagera, señorArledge -dijo Bayham-. Hay algúnpeligro, sí, pero no es mayor que el de

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otras grandes ciudades.

–¿Londres, por ejemplo? – Londres, porejemplo, no es una ciudad absolutamentesegura.

–Nunca mejor dicho, señor Bayham.Tengo entendido que sufrió usted unaagresión hace no mucho.

–Yo sigo pensando que, a pesar de todo,la ciudad es muy hermosa -le interrumpióFlorence.

–Eso es innegable -respondió Arledge-.Pero no es óbice para que…

En aquel instante Arledge vio aparecer a

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Léonide Meffre, que iba directamentehacia la mesa que él, Bayham y losBonington ocupaban. Otra vez interrumpiósu frase, y se levantó al ver que lo hacíansus interlocutores.

–Hola, Meffre -dijo el padre de Florenceestrechándole la mano-. Siéntese connosotros.

Arledge no pudo reprimir una mueca dedisgusto, pero no tuvo más remedio quehacer sitio para el poeta francés, que sesentó y dijo:

–Tengo un recado para usted, Arledge.Me encontré con sus amigos, no recuerdosu nombre… los que escriben canciones.

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–Los Handl -apuntó Arledge conhosquedad.

–Exacto. El señor Handl no se encontrabamuy bien después de tan larga caminata yél y su esposa han regresado al barco. Mepidieron que me acercara hasta dondeusted estaba y que le transmitiera susexcusas.

–Se lo agradezco mucho, Meffre -dijo elnovelista haciendo un esfuerzo para que eltono de su voz coincidiera con la frase. Yañadió-: Parece que Esmond nunca va apoder disfrutar de este crucero.

Se hizo un silencio y Meffre, algo

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incómodo, se apresuró a decir:

–Lamento haberles interrumpido. Sigancon su conversación, por favor.

El doctor Bonington se pasó una mano porla cabeza y dijo:

–Ya no recuerdo de qué hablábamos.Arledge aprovechó la ocasión.

–Charlábamos sobre un desagradableincidente que tuvo el señor Bayham enLondres hace unos meses.

El pianista pareció sentirse violento. Elgiro que Arledge había dado a laconversación le había cogido

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desprevenido. Titubeó y dijo:

–Bueno, en realidad no puede decirse quefuera un desagradable incidente. Más biense trató de un lance cuyas…

–Perdona que te interrumpa, Hugh -dijo derepente Florence-, pero ¿no es aquél -yseñaló a un hombre que pasaba a ciertadistancia del café- Lambert Littlefield?Apenas si se le ha visto por cubierta.

Todos miraron en la dirección queFlorence Bonington había indicado yescrutaron durante unos segundos alhombre en cuestión.

–No, no es él -dijo Bayham-. Littlefield es

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más alto y más elegante.

–Es muy rico, ¿verdad?

–En efecto: millonario. Por eso escribetanto. No tiene que hacer absolutamentenada para ganar las ingentes cantidades dedinero que diariamente se embolsa. Eso ledeja libre todo el tiempo que necesitepara escribir sus novelas.

–¿Ha leído alguno de ustedes su obraLouisiana?

–No -contestaron los cuatro hombres acoro.

–Es buena, pero demasiado truculenta. Da

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la sensación de que Nueva Orleáns sóloestá poblada por especuladoresdespiadados.

Arledge no pudo resistir la tentación deintervenir, a pesar de que, mientras hacíasu observación, se daba cuenta de que sumétodo resultaba torpe e inadecuado.

–Tal vez Nueva Orleáns sea aún máspeligrosa que Londres o Alejandría.

–Es muy posible -dijo Meffre-. Un amigomío estuvo allí tres meses y le atacaroncuatro veces.

–¿A usted le atacaron en Londres, señorBayham? – dijo Arledge rápidamente.

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–No -respondió Bayham.

–¿Qué le sucedió entonces? – volvió ainsistir el novelista inglés. Se dio cuenta,de nuevo, de que su interés era demasiadoevidente. No acababa de comprender aqué se debía su impaciencia y su falta detacto, y por su cabeza cruzó, fugazmente,la idea insólita -e inmediatamentedesechada- de que tal vez no deseaballegar a saber nunca los pormenores deaquel argumento, de que quizá lo que enverdad quería era no llegar a desentrañarnunca aquel misterio y poder observarlosiempre en su primer e insatisfactorioestado. Iba a añadir, sin embargo, algo asu pregunta con el objeto de hacerla más

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casual cuando el doctor Bonington habló.

–Yo fui atacado una vez en Leyden.

Arledge, nervioso y exasperado, se irguióen su silla, dispuesto a no permitir que elhilo de la conversación se perdiera denuevo. Tal vez se había precipitado alinterrogar tan directa e insistentemente aBayham cuando apenas si le conocía, peroseguramente, pensó, había actuado deforma tan insensata al comprobar condesilusión que el doctor Bonington norespondía en absoluto a las característicasdel caballero del coche. Ello le habríairritado y ahora no iba a dejar que aquélechara a perder definitivamente susimpulsivos avances. Pero no pudo

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evitarlo. El doctor Bonington empezó acontar, con tono evocador, anécdotas desu vida estudiantil en Leyden queversaban sobre gran cantidad de temas,todos igualmente insípidos: una cantantede cabaret, un misterioso estudiante algomayor que él cuya familia había idodesapareciendo de forma inquietante(cada miembro había sido visto porúltima vez el 6 de abril de cuatro añosconsecutivos), un profesor que había sidoacusado de asesinato, un relojero quecoleccionaba manos, un amor adolescentey otras mentiras. Arledge pensaba quenunca tendría la oportunidad de sonsacara Bayham con calma y discreción y, mudo,observaba con rencor al doctorBonington, que le aburría lo indecible con

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aquel relato acerca de las estúpidasandanzas de un frívolo y vulgar estudiantede medicina y que no parecía dispuesto aterminar nunca. Al parecer tampoco aLéonide Meffre le divertían las historiasdel padre de Florence, porque -como casisiempre: incorrecto- le interrumpió parapedir más cerveza a un camarero, si biense disculpó al instante y le rogó quecontinuara.

Pero el doctor Bonington parecía habersedado cuenta de lo que ocurría.

–No se preocupe, querido Meffre. Micharla no es agradable ni delicada y debode estarles aburriendo. Además, siqueremos almorzar en el barco hemos de

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emprender el regreso ahora mismo. Se hahecho muy tarde; será mejor que anule lacerveza.

Meffre así lo hizo, y Bayham, a pesar delas protestas de Arledge y Bonington,pagó; y todos, de no muy buen humor, porcierto, se encaminaron hacia el muelle.Meffre se puso junto a Florence y supadre, que iban delante, y Arledge seemparejó con Bayham. Caminaban ensilencio, algo incomodados y sin saberqué decir; Arledge se repetía una y otravez que aquella era la ocasión propiciapara interrogarle sin testigos acerca de losucedido en Escocia, pero los fallidosavances que había hecho durante laconversación en el café retenían

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involuntariamente sus palabras. Por fin,casi sin darse cuenta de que lo hacía, dijo:

–No acabó usted de contarme su aventura,señor Bayham. ¿Sería demasiado pedirque lo hiciera ahora?

Bayham se paró en seco. – ¿Por qué tienetanto interés, señor Arledge? Dígame.

–Simple curiosidad.

–¿Simple curiosidad? Me parece que esalgo más. Ha insistido sobre este puntodurante todo el rato que hemos estado ahísentados. Creí que se habría dado cuentade que no me gusta hablar de ese asunto.Confiaba más en su perspicacia.

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Aquella contestación tan directadesconcertó a Arledge, que no supo quédecir.

–Me he dado cuenta -dijo al cabo de unossegundos- de que ni el doctor Boningtonni su hija querían hablar de ello, no deque usted no quisiera hacerlo. Cada vezque usted iba a empezar a contar lo quesucedido, ellos le cortaban.

–Estimado señor Arledge, si ellos mecortaban es porque saben que no me gustahablar de ello. Lo hicieron con el fin deevitarme lo que usted, con cierta falta detacto, debo decirlo, me está obligando ahacer ahora: darle una negativa clara y

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rotunda. No deseo hablar de aquelepisodio, si a usted no le molesta.

Arledge pareció abochornado y su rostrose tornó púrpura; miró hacia otro y echó aandar. Bayham también lo hizo. Este, porsu parte, pensaba si sus palabras nohabrían sido demasiado duras.

–¿Cómo se enteró de mi aventura? –preguntó ya en otro tono, más afable-¿Porla prensa? La noticia que dieron losperiódicos carecía de interés.

–Lo supe por Handl -respondió Arledge.

–¿Por Handl? Entonces no veo el porquéde tanta curiosidad. Handl fue la primera

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persona que escuchó mi relato; la únicaque lo escuchó de mis propios labios,junto con su esposa y… Debe de saberlousted todo.

–Supongo que sí -admitió Arledge muyavergonzado-. Me temo que todo estohaya sido innecesario, sobre todo cuandoha hecho que nuestras relaciones sean,desde tan pronto, frágiles y difíciles. Creoque le debo una explicación. Le ruego queacepte mis disculpas.

–Por favor, señor Arledge, no se lo tomeusted así. Una vez aclaradas las cosas, elasunto no tiene ninguna importancia.Quizá yo debería haber sido más claro ytajante en el café. Así nos habríamos

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ahorrado esta ridícula escena. Comprendoque exagero un poco, pero no me gustahablar de aquello. Me trae a la memoriadiscusiones de mal gusto que deseoolvidar para siempre.

–Por favor, no es necesario que justifiquesu postura. Lamento haberme comportadode manera tan estúpida. Le aseguro que novolveré a tocar el tema y le ruego queacepte mis más sinceras excusas y quecrea en mi total arrepentimiento.

–Yo también lamento haber estado tanbrusco, sobre todo tratándose de usted,una persona a la que admiroprofundamente. Hasta cierto punto, señorArledge, me halaga que se preocupe por

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algo relacionado conmigo. Mirándolodesde otro punto de vista, es todo undetalle por su parte.

–Gracias, señor Bayham. Le agradezco amucho esas palabras. Es usted todo uncaballero.

–De ello me precio.

Apretaron el paso y alcanzaron, ya juntoal puerto, a los Bonington y a LéonideMeffre. Seguían hablando de Leyden o deLouisiana. Las sensaciones de Arledgeeran muy confusas.

La última noche de Alejandría fue

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lúgubre. Los pasajeros, conscientes deque habían terminado las vacaciones -porllamarlo de alguna manera aproximada-que la dilatada estancia en la ciudadegipcia había supuesto y de que,precisamente por haberse producido porcausas ajenas a su voluntad, no hallaríancontinuación, se agruparon taciturnos ycabizbajos en el salón. Los únicos queconservaban cierta alegría cansina eranaquellos pasajeros para los que el finaldel viaje no estaba demasiado lejos: enTánger; pero el resto de losexpedicionarios, entre los que seencontraban Bayham, los Handl, Florencey el doctor Bonington, Kerrigan, Meffre yVictor Arledge, empezaron a advertir loefímero de sus propósitos, condenados al

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fracaso desde mucho tiempo antes, y adesear veladamente que el Tallahasseesufriera una avería de tal calibre que larealización de la ambiciosa empresaresultara imposible. Es más que probableque si los descontentos y las dudashubieran sido expresados aquella nochepor uno solo de los pasajeros la totalidadde ellos habría exigido un inmediatocambio de rumbo hacia Marsella; perotodos, inseguros acerca de lossentimientos de los demás, acallaron susquejas, y al día siguiente el velero zarpóde nuevo dejando tras de sí no sólo ellugar que aquellos hombres y mujeres, enaquellas circunstancias, habían llegado aadorar, sino también los únicos alicientesque el crucero le había ofrecido a Victor

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Arledge: la muerte del contramaestreCollins y la posibilidad de averiguaralgún día el verdadero significado de lasinauditas jornadas de Hugh EverettBayham. El coche, los secuestradores, lamúsica, la casa junto al mar, el encierro ylos celos y rencores de las tres hermanasno tendrían ya explicación.

Durante seis días el Tallahassee navegórápidamente y tranquilo, siempre junto alas costas del norte de África, sin quesurgieran nuevos incidentes a bordo.Aparte del desencanto que había invadidoel espíritu de los expedicionarios,sabedores de que el final de la primeraetapa se avecinaba, el calor aplastante lesrestaba fuerzas para imponer sus por

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entonces vaguísimos deseos en lo que anuevas escalas y a la administracióninterna del barco se refería. Las señorasdejaban caer sus abanicos sobre el piso alser vencidas por el sueño; los hombres seencerraban en sus camarotes o, sinchaqueta y con los botones del chalecodesabrochados, jugaban partidas denaipes o ajedrez; la iracunda tripulaciónhabía aplacado sus ánimos y empleaba susabundantes ratos de ocio en entonarbaladas y canciones obscenas que seconvertían, al cabo de unas horas, en unmurmullo continuo, adormecedor einofensivo; los investigadores, rechazadospor el resto del pasaje desde un principio,se esforzaban por realizar cálculos quedieran algún sentido a su estancia en el

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velero: enclaustrados en la cabina deSeebohm, el bochorno los desconcertaba;Kerrigan, habiendo dejado susobligaciones en manos de algún inferiornegligente, lamentaba las muertes de tresponeys de Manchuria y, desconsolado yabatido, bebía licores sin parar sentado enun taburete de lo que había dado en llamarpestilente burdel y que no era otra cosaque el bar del salón de fumadores.

Hasta que una noche, mientras elTallahassee se alejaba de los muellestunecinos y cuando la mayoría de los queuna vez habían deseado ser aventurerosestaba reunida en el salón, ya con lasluces encendidas, Lederer Tourneur, almirar los titulares de un periódico que

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acababa de traerle un camarero yexclamar:

–¡Qué barbaridad! – consiguió que laanimación volviera a reinar en el velero.

–¿Qué sucede? – preguntó Amanda Cook,la violonchelista, visiblemente alarmadapor el comentario rotundo ydesaprobatorio del cuentista inglés.

Tourneur no le hizo caso y procedió a leerpara sí la noticia, con detenimiento yhaciendo aspavientos de incredulidad,mientras ella, inquieta y nerviosa como decostumbre, dirigía su mirada hacia losdemás en busca de una respuesta queevidentemente sólo Tourneur podía darle.

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–Parece que el señor Tourneur hadescubierto algo -susurró Léonide Meffreal oído de Amanda Cook, pero en voz nolo suficientemente baja como para que losdemás no escucharan también sudesafortunada e incorrecta observación.

–¡Es terrible, terrible, sin duda alguna! –murmuraba Tourneur mientras sus ojosrecorrían rápidamente las columnas de laprimera página-. ¿Dónde van a ir a parar?

–Perdone que interrumpa su lectura, señorTourneur -dijo entonces LambertLittlefield, el rico y célebre autor deLouisiana, único americano a bordoaparte de Kerrigan y Marjorie Tourneur-,

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pero nos gustaría saber qué ha sucedidopara que su voz se altere de ese modo.

Tourneur levantó la vista del periódico ymiró a la concurrencia expectante.Algunos jugadores, entre ellos Bayham yel señor Bonington, que estaban en unamesa vecina a los sofás que ocupaba elgrupo de Littlefield y Tourneur, habíansuspendido su partida para acercarse alcírculo, atraídos por las exclamaciones deéste, que contestó con gravedad:

–Raisuli, señores, ha secuestrado a otrohombre y a un niño.

–¿Raisuli? – repitió Florence Bonington-.¿Quién es Raisuli?

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–¿No leyó usted la prensa de hace unmes? – preguntó Meffre con impaciencia-.

Entonces secuestró a Walter Harris, elcorresponsal del London Times. Se estabatramitando su rescate cuando secuestra aotras dos personas. ¡Es inaudito!

–Nunca leo la prensa -observó Florence-.¿Quién es Raisuli?

–¿A quién ha secuestrado esta vez? –preguntó Meffre a su vez, tratando dehacerse notar.

–A un ciudadano norteamericano y a suhijastro -respondió Tourneur-. Atienda,

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señor Littlefield: se llama Ion Perdicaris.¿Sabe usted algo acerca de él?

–Es la primera vez que escucho tanextravagante nombre. ¿No da ningún datoel periódico?

–Tan sólo dice que son ciudadanosamericanos. Ahora tienen ustedes elmismo problema que nosotros, ¿eh, señorLittlefield?

–Me temo que mi gobierno pedirá al suyoque se encargue de rescatarlos. Si hayalguna representación, digamossemioficial, de Occidente en Marruecos,esa es la británica.

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–Ah -intervino Esmond Handl-, lamentorecordarle que dentro de unos días habráuna cesión de poderes a Francia por partede Inglaterra a cambio de total libertad deacción en Egipto. Su gobierno tendrá quepagar, y el suyo, Meffre, será elencargado de llevar a buen término lasnegociaciones.

–No opino lo mismo -dijo Meffreentonces-. El secuestro se ha efectuadoahora y no dentro de unos días, y es portanto asunto que incumbe a las autoridadesbritánicas. En Marruecos hace falta manodura y Francia la empleará. Dentro deunos días, como usted dice, las cosashabrán mejorado notablemente y se habrápuesto un punto final a los desmanes.

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–¿Dónde han sido secuestrados…Perdicarius dijo usted que se llamaban? –inquirió Littlefield. –

–En Tánger y a la luz del día -respondióTourneur-. Es una vergüenza. Y llevarse aun niño es abominable.

–Por favor -dijo Florence Bonington-, voyenterándome de lo sucedido, pero ¿seríaalguno de ustedes tan amable de decirmequién es Raisuli? Lamento ser tanignorante.

–Tampoco yo lo sé, querida -dijoMarjorie Tourneur poniéndole una manosobre el brazo cariñosamente.

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Víctor Arledge vio que Bayham sedisponía a satisfacer el interés de laseñorita Bonington y se le anticipó:

–Ahmed Ben Mohammed Raisuli es unjefe local bereber: un caudillo. El puebloestá molesto porque el sultán Abdul Azizintenta introducir normas europeas en elpaís. Las tribus bereberes, ante esto, sehan rebelado aprovechándose deldescontento de la población, que les daayuda y esconde cuando lo necesitan.Tienen sus campamentos junto a lafrontera con Argelia. Raisuli secuestró aWalter Harris y pide por él una suma dedinero elevadísima. Supongo que ahorahará lo mismo con Perdicarius.

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–Se olvida usted de algo, señor Arledge -dijo Meffre-. Con ese dinero piensancomprar armas.

–¿Armas? ¿Acaso piensan en unaverdadera revolución? – preguntóAmanda Cook.

–En una insurrección -dijo Littlefield. –

–Pero eso dañaría nuestros intereses, ¿noes cierto?

–En efecto. El momento es crítico. – Unabuena medida sería la de evacuar a lapoblación civil europea -apuntó Handl.

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–¿Cree usted que el peligro es tan grande?– preguntó Florence-. ¿Tan inminente?

–Nunca se sabe, señorita Bonington. Si lavida de esos dos hombres y ese niño sólopuede salvarse pagando la suma quepiden, es más que posible que losbereberes intenten tornar Melilla con lasarmas que consigan con ese dinero y esoya sería un problema de grave solución.

–Que no paguen entonces -dijo Meffre

–Esa es una cuestión muy delicada -intervino Bayham-. Las vidas de trespersonas inocentes están en juego. Nodebería usted hablar tan a la ligera.

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–Quisiera saber… -empezó Clara Handl.

–No hablo a la ligera, señor Bayham,téngalo en cuenta. No suelo hacerlo.

–Es una gran verdad -apuntó Arledge.

–Quisiera saber si no correremos ningúnpeligro.

–Su ironía, señor Arledge, está fuera delugar.

–No había ironía en mi observación,señor Meffre. Usted nunca habla a laligera, aunque, tal vez para contradecirme,acabe de hacerlo.

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–Arledge, le advierto que no piensoconsentir sus impertinencias un minutomás.

–Señor mío, el único que está resultandoimpertinente es usted. Yo me he limitado acorroborar una afirmación suya. ¿Qué másdesea?

–Yo hablaba con el señor Bayham, no conusted. Intervenir en una conversaciónprivada es una impertinencia.

–¿Una conversación privada con unadocena de personas a su alrededor? Voy aempezar a pensar que el señor Bayhamtenía razón. No debe usted hablar conligereza, señor Meffre, pero, sobre todo,

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creo que debe aprender a hacerlo conpropiedad.

–¡Me insulta usted!

–No es mi intención. Le aseguro que si lofuera ya se habría sonrojado.

–Caballeros, por favor, tenganmoderación -dijo Littlefield-.Hablábamos de algo serio.

–Cierto: de tres vidas -comentó Arledge,que gustaba de decir siempre la últimapalabra de una discusión.

Miró hacia Hugh Everett Bayham, que lesonrió con complicidad y agradecimiento.

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Mientras el doctor Bonington lanzabadenuestos contra Raisuli con el fin deacabar con la tensión que se habíaextendido por toda la habitación,Littlefield, Tourneur y Handl atacaban laexcesiva cautela del sultán, sin cuyoconsentimiento las tropas británicas nopodían dar un escarmiento a los rebeldes.Arledge pensó que gracias a la ridículaaunque bien fundada susceptibilidad deLéonide Meffre, Bayham y él habíanestablecido un contacto que sin duda losharía íntimos amigos: el que provocan lasalianzas tácitas y las impunidadescompartidas. Sus esperanzas de averiguaralgún día lo sucedido en Escocia, que sehabían desvanecido (pensó asimismo enaquel momento: en realidad sin fuerte

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oposición) cuando abandonaronAlejandría, volvieron a aparecer conintensidad cuando se alejaban de Túnez.

El Tallahassee surcaba las aguas y desdela orilla se divisaban sus resplandecientesluces.

En aquel velero nada era previsible, y así,por muy irrevocable que pareciera unadecisión o por muy condenable queresultara una conducta, las cosas, merceda una simple insinuación de otras sendasmás halagüeñas, se encontraban con lacapacidad (siempre inadvertida y nuncatenida en cuenta por sus beneficiarios enlos momentos difíciles, pese a susabundantes demostraciones) de

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presentarse ante los ojos de los pasajeros,tras haberlos desalentado poco antes, tanprometedoras como el día en que elTallahassee había zarpado de Marsella.Cuando esta capacidad hizo una nuevademostración de fuerza y de poderíosirviéndose de la primera plana de unperiódico, la alegría y los endeblesímpetus volvieron a apoderarse del ánimode los viajeros, muy en especial delnovelista Víctor Arledge. ¿Fue tal vezaquella potente energía que flotaba sobreel Tallahassee -incapaz, sin embargo, dellevar una vida duradera: minada por losaltibajos-, o fue quizá el deseo de ponerfin a la tensión que los continuos cambiosde propósito y el no saber a qué atenerseprovocaban en él lo que hizo que Víctor

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Arledge tomara la inusitada decisión dedejar de lado temores, cortesía,prevenciones y cautelas para poner enjuego su reputación en el empeño -suimportancia inicial ya rebasada y yaentonces desmedida- de averiguar por quéHugh Everett Bayham había sidosecuestrado y llevado a Escocia y cuál erala identidad de la joven que le habíaotorgado sus encantos? Nunca logrósaberse; y mucho importaría saberlocuando tal decisión trajo comoconsecuencia la desaparición del granescritor; su reclusión, su abandono, surenuncia y finalmente su muerte encircunstancias quizá no del tododesdichadas pero que probablementeningún creador, es decir, ninguna persona

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que aspire a la inmortalidad, habríadeseado.»

LIBRO CUARTO

Mientras observaba los dibujos de laalfombra, aguardando a que el señorBranshaw continuara tras tan larga pausa,oí el ruido que hacía el libro al cerrarse, yal levantar la cabeza algo sobresaltadopor el golpe, que no esperaba, vi que laseñorita Bunnage, con gran diligencia ycomo si corroborara con su actitud que elfin de la lectura había llegado, ponía el

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capuchón a su pluma y guardaba concuidado y aplicación las hojas sobre lasque, casi ininterrumpidamente desde queel señor Branshaw había empezado a leer,ella había garabateado sus impresionessobre La travesía del horizonte, o cosaparecida, puesto que a pesar de que enmás de una ocasión el roce de la plumacon el papel me había distraído einducido a tratar de descifrar a distancialos apuntes de la señorita Bunnage, sumenuda y abigarrada letra, al menos desdela posición en que yo me encontraba, erailegible, y por tanto, aunque lo imaginaba,desconocía el contenido de su constantetarea. He de admitir, aunque mi gestopueda resultar pueril e indicar que misdotes de observación son nulas, que

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durante unos segundos no supe a quéatenerme: lo que hasta entonces habíaleído el señor Holden Branshaw, aunquehubiera ocupado toda la mañana en ello,no era demasiado extenso -yo calculabamenos de ochenta páginas, insuficientespara constituir por sí solas toda unanovela: por corta que fuera, a juzgar porel grosor del original, La travesía delhorizonte-, pero al mismo tiempo pensabaque el tono del último párrafo podía muybien responder al de un final abierto, sinverdadero desenlace, y puesto que nuestroanfitrión había señalado la noche anteriorque su amigo no había llegado aestablecer con exactitud las causas quehabían motivado la retirada de VíctorArledge, dudaba entre emitir una opinión

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o preguntar cuántos capítulos quedabantodavía. Y cuando me decidí a hablar,más que nada para romper el embarazososilencio que tanto la señorita Bunnage,ocupada en recoger sus instrumentos detrabajo, como Branshaw, que nos mirabaimpertérrito y a la espera de algúncomentario, habían provocado, sólo se meocurrió decir, en cierto modo tambiénpara contentar al dueño de la casa, cuyaimpaciencia yo adivinaba al verlerepiquetear con los dedos sobre lacubierta del libro, que la novela era másque interesante aunque a veces el relatoresultara un poco premioso y a pesar deque las partes dialogadas fueran muyinferiores a las otras. Al oír estoBranshaw pareció incomodarse y, todavía

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durante unos segundos, guardó silencio.Esto me hizo temer que cuando hablarasería para echarnos de allí sin máscontemplaciones, tan hostil fue laexpresión que adquirió su rostro ante miinocente observación, que yo creía unelogio. Pero cuando por fin rompió sumutismo fue para exponer sus deseos deproseguir la lectura en otro momento,quizá a la mañana siguiente, ya que, segúnmanifestó, por un lado se encontrabademasiado fatigado para continuarleyendo en voz alta con claridad -lo cualera imprescindible- después del almuerzo,y por otro tenía compromisos ineludiblesdurante la tarde, concertados muchos díasantes de que la idea que nos había reunidoen su casa hubiera surgido. La señorita

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Bunnage, más perspicaz que yo (en aquelinstante me di cuenta de que si habíaactuado con tanta decisión cuandoBranshaw cerró el libro era porque habíaadivinado en el acto que el gesto de éstesignificaba un descanso y no un puntofinal), se precipitó hacia la salida sintitubeos y, después de dar las gracias alseñor Branshaw y despedirse de él hastael día siguiente, insinuó que lo correctopor mi parte sería acompañarla hasta sucasa, a lo cual yo respondí, temo que concierto rubor en las mejillas, que lo haríacon mucho gusto.

Salimos a la calle y echamos a andar;ella, vivaracha y con paso ligero, parecía

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tal vez un poner de Manchuria que trotaba;yo, aún no del todo satisfecho por lasderivaciones que mi fiesta estabateniendo, me limitaba a ofrecerle el brazo.

Cuando llegamos a su casa (un edificiobajo de fachada blanca, puertas ycontraventanas verdes, aspecto agradabley anticuada sencillez) y yo ya me disponíaa despedirme, ella me invitó a almorzar; yante mi negativa inicial insistió tanto quetuve que aceptar, muy a regañadientes. Alparecer, vivía sola con una criada entradaen años que salió a recibirnosrefunfuñando, y su fortuna, a todas lucesheredada, debía de ser considerable ajuzgar por los cuadros que adornaban lasparedes y por la calidad de los muebles.

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La señorita Bunnage me introdujo en unespacioso comedor y me preguntó sideseaba algún aperitivo. Salió de lahabitación en su busca -aunque volvía atener mucha hambre y en absoluto queríaavivarla preferí evitar el riesgo de tenerque soportar un nuevo despliegue deruegos e insistencias- y luego, mientras yobebía una copa de sack a pequeñossorbos, ella y la criada pusieron mesapara dos.

El primer plato dejó mucho que desear, ylos prolongados silencios que sesucedieron entre las múltiples,distanciadas y aburridas indagaciones quela señorita Bunnage pretendía hacer sobremi persona fueron intolerables; pero ya en

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el segundo plato, advertido de que lasituación no podría cambiar a menos queyo lo quisiera, y reacio a permitir laaparición de violencias excesivas ysuperfluas, toqué el para mí carente deinterés tema de La travesía del horizontecon la esperanza de que por lo menos lasonrisa de la señorita Bunnage, que habíadesaparecido para ceder su puesto a unmohín continuo de decepción mal llevada,retornara. Pero en contra de lo que yosuponía, al escuchar de mis labios eltítulo de la obra en cuestión, la señoritaBunnage dio un respingo y su rostro setornó grave. Yo, sorprendido por sureacción, dejé de hablar durante unossegundos para darle tiempo a que serepusiera, y cuando ya se hubo serenado

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con la ayuda de su servilleta -que habíaocultado su alterada faz mientrasprocuraba sosegarse-, volví a insistirsobre el tema, no con el deseo de quevolviera a pasar un mal rato -nada máslejos de mis intenciones- sino con el finde que no se diera cuenta de que yo habíaadvertido que su turbación se habíadebido a la mención de la novela delamigo muerto de! señor Branshaw. Y enefecto, así fue: esta vez la señoritaBunnage, sabedora de mis intereses ypreparada para cualquier eventualidad,sonrió ante mi pregunta -¿sabe usted sirealmente Víctor Arledge emprendió elviaje que narra el manuscrito deBranshaw y si existieron los demáspersonajes?-, tomó un bocado de carne,

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volvió a sonreír enigmáticamente y dijo:

–Piensa que la historia es disparatada,¿verdad? Bueno, en cierto modo lo es.Pero he de advertirle que de momento nopuedo decirle mucho acerca de esteasunto; y lo siento de veras, porque creoque usted y yo ya somos comocompañeros de armas o de viaje, y portanto me parece justo que sepa la verdad.Pero no hoy; mañana tal vez, cuando elseñor Branshaw haya dado por finalizadasu lectura. Verá, si ahora contestara a supregunta tendría la impresión de estarmecomportando como uno de esos escritoresque dejan leer sus novelas antes de queestén terminadas, y eso no me gustaría:demostraría que soy muy impaciente y que

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no sé callar en los momentos adecuados.Hay que saber prolongar la incertidumbre.Le ruego que me disculpe y le prometoque mañana le daré una respuestaconvincente y satisfactoria, queseguramente le sorprenderá.

He de recalcar que si había hecho aquellapregunta no había sido en aras de recibiruna contestación que sanase micuriosidad, pues tal no existía, y por ellono dejó de intrigarme la incomprensibleparrafada de la señorita Bunnage, que porun lado no me aclaraba si los hechos deLa travesía del horizonte eran verídicos -ya que lo había preguntado, ¿por qué nosaberlo?– y por otro, sin que yo me lohubiera propuesto, abría incógnitas en mi

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mente que tal vez no en aquel instante,pero sí en algún otro momento dado -en elque no hallara nada mejor o másinteresante para objeto de mispensamientos-, me podrían resultarmolestas. Pienso que mi sorpresa fuevisible y que la señorita Bunnage, quizáadivinando mi incipiente y desconcertadointerés, gozó con ello, por lo que lejos deintentar hacer más averiguaciones, melimité a decir:

–No faltaba más.

El resto de la comida discurrió sinvariaciones palpables y la charla fuetrivial, pero cuando, ya tarde, abandoné lacasa de la señorita Bunnage, la opinión

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que en un principio me había formado deella había cambiado notablemente. Ahora,no puedo evitarlo, la recuerdo con másque cariño, y aunque sólo la vi dos vecesen mi vida, su frágil figura, que ellatrataba de investir con atributosingenuamente misteriosos sin lograr conello disimular su buen carácter, tiene unmuy especial significado para mí que noacierto a concretar. No habíamos vuelto amencionar la novela del amigo del señorBranshaw, pero, superada la tensasituación de las primicias del almuerzo,habíamos encontrado múltiples temas,banales pero entretenidos, de qué hablar,y el tiempo había pasado rápidamentemientras tomábamos té o mirábamos elatardecer. Durante aquellas tres o cuatro

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horas que pasé en Finsbury Road descubríque aquella damita indefinida yseguramente otoñal era mucho másinteligente de lo que había supuesto en unprincipio, y fue tal vez esta nuevaapreciación lo que hizo que mi interés porLa travesía del horizonte, primero pasivoy más tarde indolente, se hiciera -más quenada, me temo, como un tributo a lasimpatía y a la admiración que poco apoco me fueron provocando las opinionesde la señorita Bunnage- muy agudo ytentador; tanto que, al despedirme de ellahasta la mañana siguiente, estuve a puntode recordarle la promesa que me habíahecho: me pareció indelicado y callé,quedando así a merced de sus deseos, desu capricho, de sus sentimientos, de su

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voluntad y del azar.

El señor Branshaw me recibió con sucortesía característica que nada tenía decordial y me rogó que le acompañara enla bebida mientras aguardábamos lallegada de la señorita Bunnage, que ya seretrasaba. Durante la espera el señorBranshaw y yo nos limitamos a beber vinoitaliano y a cruzar frases anodinas. Sufalta de vitalidad me hacía preguntarmequé habría tenido de especial su amigopara que a su muerte Branshaw se hubieraerigido en proclamador de las excelenciasde su única obra y hubiera asumido unpapel para el que, en teoría, se requeríaun entusiasmo del que él carecía enabsoluto: a medio camino entre el albacea

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y el biógrafo, el señor Branshaw noreunía los requisitos necesarios paraadoptar ninguna de las dos posturas, y porotro lado, si bien no rebosaba de felicidadpor el hecho de tener que leer a dosextraños lo que él consideraba la másimportante novela de los últimos tiempos,tampoco, sin lugar a dudas, se lamentabapor tener que hacerlo. Si aquella frialdadera realidad, apariencia o adquisición yono lo sabía, y en otras circunstanciashabría dicho que poco me interesaba, peroaquel día, tal vez como continuación delhomenaje que con mi curiosidad acerca deLa travesía del horizonte le habíarendido a la señorita Bunnage, saber elporqué de su conducta me resultabaimprescindible. Enemigo de las

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indagaciones, no preferí callar, sinembargo, una vez más, y, ya con ciertaimpaciencia, confiar en los conocimientosde la señorita Bunnage sobre la materia yen que su decisión de la tarde anteriorfuera irrevocable.

El señor Branshaw, sentado en un butacóncon la novela entre sus manos,carraspeaba, inquieto por la tardanza dela señorita Bunnage, y cuando ya habíantranscurrido veinte minutos desde la horade la cita, me propuso reanudar la lecturasin más dilaciones, alegando que no podíaperder más tiempo con aquella historia yque si la señorita Bunnage no habíaacudido sería porque su interés habríadecaído hasta el punto de no desear

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conocer el desenlace del libro. Yo insinuéque aquello no era posible y le rogué queaguardara todavía diez minutos más.Accedió, pero todo fue en vano: la damitano llegó, y entonces, trastornado por elnerviosismo y el temor, me atreví apedirle un nuevo aplazamiento que mepermitiera -su teléfono no contestaba- irhasta la casa de la señorita Bunnage paraver qué había sucedido y regresar conella, si no había impedimentos, tan prontocomo me fuera posible. Pero el señorBranshaw parecía estar harto de nosotros:hizo una levísima alusión al comentarioque yo había hecho acerca de la novela eldía anterior y mostró su descontento porla informalidad y la inconstancia de laseñorita Bunnage, para añadir con tono de

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reproche:

–Señor mío, no puedo negar que cuandovi el entusiasmo y la emoción quesuscitaba la existencia de la novela de miamigo en el ánimo de la señorita Bunnageno pude por menos de sentirme halagado,tan esencial en mi vida resulta laaclamación de esta obra; y si bien misintenciones eran las de mantener secretosu contenido hasta que fuera publicada,pensé que, por un lado, bien valía la penadar una satisfacción a tan alta autoridad enVíctor Arledge como es la señoritaBunnage, y que, por otro, el que ellatuviera conocimiento del texto y loaprobara serviría de punto de base parasu lanzamiento. Por ello, y teniendo que

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hacer pese a todo un gran sacrificio paratomar tal decisión, acepté lo que ella meproponía. Usted, como ya se habráimaginado (lamentaría decepcionarleahora), fue invitado por no violar las máselementales reglas de educación. Peroahora me doy cuenta de que cometí ungrave error. Me temo, como ya le he dichoantes, que la señorita Bunnage encontrótambién el relato un poco premioso y losdiálogos sin calidad y decidió que novalía la pena venir aquí esta mañana, locual, sin duda, va a dañar a La travesíadel horizonte hasta límites imprevisibles.No intente contradecirme, por favor. Nohay ninguna otra explicación plausible, ysobre todo no deseo prolongar durante undía más -quién sabe si inútilmente- esta

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situación, que me es en verdad dolorosa.No obstante suelo presumir de hombrejusto, y aprecio su… digamos relativointerés por una cuestión que hasta ahorano le había preocupado. Por ello, y paraacabar de una vez, voy a leerle el resto dela novela. Creo que si usted se ha tomadola molestia de venir hoy y de venir ayeraquí es por algo más que simpledeferencia, y merece ser correspondido.Le ruego que no diga ni una palabra más yse limite a escuchar, si no lo considerauna pérdida de tiempo.

Intimidado por su discurso, sumiso yafectado, asentí con la cabeza en señal deagradecimiento y, todavía alterado por lainexplicable ausencia de la señorita

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Bunnage, me acomodé en el sillón, algoabrumado, algo abochornado, pero almismo tiempo lleno de ilusión. HoldenBranshaw abrió el ejemplar, anunció ellibro segundo y me miró en busca de unaconfirmación. Yo sonreí y murmuré queestaba dispuesto, pero antes de queterminara mi frase él ya había proseguidola lectura de La travesía del horizonte:

«El capitán J D Kerrigan, que habíarelegado su autoridad a bordo delTallahassee en provecho del capitánEustace Seebohm, inglés, a fin de evitardificultades de tipo burocrático, fue talvez la única persona del velero que nocambió de actitud después de la noticiadel secuestro de Ion Perdicaris y su

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hijastro. Si antes de saberlo Kerriganhabía bebido sin moderación y habíalamentado la muerte de tres poneys deManchuria, después de saberloincrementó las dosis de alcohol hasta elpunto de que las reservas de whisky quecon propósitos eminentementemedicinales los expertos y losinvestigadores habían almacenado en lasbodegas del Tallahassee se vieronreducidas a lo justo, y tuvo que lamentarla muerte de cuatro poneys más. Ello noquiere decir, evidentemente, que ladesaparición de los Perdicaris le afectaraen especial, sino que su estado de tristezay desconsuelo se hacía cada vez másgrave y patente y que su dejadez y supesadumbre iban aumentando y

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haciéndose más inmediatas de día en día.Para aquellos que le conocían bien -dentro de lo que era posible cuando taltérmino se aplicaba al capitán J DKerrigan- su descomposición les era pocomenos que familiar y sabían que la únicasolución consistía en dejarle marchar adonde quisiera ir. Y ello fue lo queprovocó nuevos trastornos a bordo, que,tal vez de no haberse tratado de Kerrigan,habrían también divertido a VictorArledge y le habrían ayudado a levantardefinitivamente sus ánimos.

El capitán Seebohm, hombre de bastantebuen carácter y mucha experiencia, tomóla crisis de Kerrigan, en un principio,como simples devaneos lógicos en un

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marino. Esta errada consideración, que talvez se vio inducido a aceptar como ciertapor culpa precisamente de su muchaexperiencia y de su carácter tolerante, fuelo que hizo que el mismo Seebohmmontara en cólera cuando los deslices deKerrigan adquirieron mayoresproporciones y su presencia en el barcose convirtió en un hecho inadmisible paralos pasajeros y su conducta en un pésimoejemplo para la tripulación. El censurablecomportamiento de Kerrigan alcanzó sumás alta cota dos días después de que elTallahassee tuviera conocimiento de lanueva fechoría de Raisuli, cuando,habiéndose confinado en su camarotedurante más de veinticuatro horas concinco botellas de whisky, se decidió a

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abandonar su encierro para ir en busca demás bebida, y al encontrar las puertas dela bodega cerradas con llave por orden deSeebohm y a una pareja de marinerosvalentones custodiando el cerrojo ysordos a sus mandatos y a susimproperios, se encaminó vociferando,con paso tambaleante que intentaba serdecidido, hacia los dominios de susuperior: y en su alocada carrera tropezócon los pies de Amanda Cook, que estabasemiechada sobre una hamaca, y cayó alsuelo; la violonchelista, asustada ysolícita, se levantó inmediatamente y leofreció su mano para que se incorporaraal tiempo que le pedía mil excusas.Kerrigan, soliviantado e iracundo, selevantó, cogió a Amanda Cook por la

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cintura, la elevó por encima de su cabezay la lanzó por la borda ante eldesconcierto -pues en aquellos momentosmás se trataba de eso que de otrossentimientos más loables- del resto de lospasajeros que se encontraban en aquellazona de la cubierta. Varios marinos setiraron al agua tras ella, pero Kerrigan,como si con su impulsiva eimpremeditada acción hubiera hallado lasolución que le habría de permitir abrirlas puertas de la bodega, se precipitóhacia Florence Bonington, atónita entre lahamaca que había dejado vacía AmandaCook y la que ocupaba en aquellosinstantes Hugh Everett Bayham, la tomó ensus brazos, la levantó como si se tratarade una pesa menor y, manteniéndola en el

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aire, amenazó con hacerle correr la mismasuerte que la violonchelista si no se ledaba acceso inmediato a la bodega y a sucontenido. Sorprendido por el griterío queKerrigan había provocado al tirar por laborda a Amanda Cook, el resto delpasaje, hasta aquel momento disperso porlas demás zonas del navío, se habíaconcentrado ante Kerrigan; entre otros, elcapitán Seebohm y Víctor Arledge, queobservaban boquiabiertos la imagen queofrecían la señorita Bonington izada y elsegundo de a bordo enajenado. Ésteestaba de espaldas a la barandilla, por loque no era posible reducirlo por detrás, yun grupo de fornidos tripulantes, que lecercaban a derecha y a izquierda, noparecían inclinados a dar el paso

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definitivo por temor a que su superiorrepitiera lo que había hecho con laseñorita Cook, a pesar de que otros seis osiete, igualmente bien dotados, seencontraban ya en posición de tirarse almar en caso de que la señorita Boningtoncayera, fortuita o intencionadamente -sibien la casualidad o el resbalón teníanpoco lugar en tan desusada situación-, alagua. Mientras todos estos comparsascomponían tan tensa y hierática escena loshombres que habían acudido en auxilio deAmanda Cook ya habían logradorescatarla y subían por unas escalerillascon la violonchelista a cuestas, pues elTallahassee se había parado en cuantoalguien dio la voz de mujer al agua y losespontáneos salvavidas habían sido más

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que eficientes. Kerrigan, por su parte,seguía amenazando con cumplir loprometido si no se satisfacían en el actosus exigencias y la señorita Bonington,sobrepuesta ya al terror inicial, selimitaba a emitir leves quejidos de dolory de cansancio. Seebohm y Bayham eranlos que estaban más cerca de Kerrigan yhacían amagos de abalanzarse sobre él,quien, al percibirlos, con una rapidez casiinexplicable en un hombre tan bebido, lesrespondía con uno y otro amago de tirar aFlorence por la borda. Por fin sonó unavoz: la de Victor Arledge, queimponiéndose a los murmullos de losdemás, se dirigió a Kerrigan en un tonotemplado y conciliador. Los argumentosque Arledge expuso a Kerrigan podría

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haberlos concebido cualquiera, pero talvez si hubiera sido cualquier otra personala que los hubiese expuesto no habríansurtido el mismo efecto. Arledge hablabapausadamente, sin agresividad ni temor ycon cierto paternalismo, y Kerrigan,lentamente, empezó a calmarse y arespirar con menos agitación hasta quepor fin bajó los brazos y, casi condelicadeza, depositó a FlorenceBonington en el suelo. El momento fueaprovechado por Seebohm y sus secuacespara lanzarse sobre él, pero Kerrigan, alverse agredido, se revolvió contra ellos yuna expresión de fiereza apareció en surostro. Mientras se debatía entreempellones y puñetazos sacó una navajade su bolsillo y se la clavó en el vientre, o

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muy cerca, al capitán Eustace Seebohm.Se oyó un ruido semejante al que hacenlas palomas cuando se persiguen unas aotras, brotó la sangre y el capitán delTallahassee se desplomó. La marinería,acobardada, encontró muchas dificultadespara reducir al segundo de a bordo.

La herida que en un principio pareciómortal de necesidad resultó ser, al cabode las horas y de acuerdo con el veredictode los médicos, de pronóstico reservado,y el capitán Seebohm, a quien de hecho elresto de los ocupantes del velero habíadado por muerto en el momento en quecayó al suelo ensangrentado, sólo tuvoque temer por su vida durante día ymedio, pues pasado este tiempo, y a pesar

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de que su estado continuó siendo grave, sele consideró fuera de todo peligro y se leauguró, salvo imprevistos, una prontarecuperación. El capitán Kerrigan, por suparte, tardó poco en restablecerse de susmagulladuras y de una superficial brechaen la cabeza, pero en cambio fuearrestado y encerrado en su camarote bajoestrecha vigilancia; y el inepto oficialllamado Fordington-Lewthwaite que, endefecto de sus superiores, se hizo cargode la jefatura del barco, aconsejó al febrilSeebohm -y obtuvo su consentimientopara llevar a cabo tal propuesta- que seabriera expediente a Kerrigan con vistas aun futuro juicio que habría de celebrarseen cuanto el Tallahassee hiciera escala enun puerto de jurisdicción británica.

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El porqué de la conducta de Kerrigan eraalgo que todos los pasajeros sepreguntaban a excepción de VíctorArledge y Léonide Meffre, quienes porhaber tratado al misterioso americano -sibien de muy distinta manera- durantecierto tiempo, sabían que precisamentepreguntárselo era inútil y no conducía aningún fin. Seguramente por ello fueronArledge y Meffre los únicosexpedicionarios que (dejando de lado lasnaturales condolencias por lo ocurrido, nomuy hondas, que compartieron con losdemás) no se vieron excesivamenteafectados por los acontecimientos, y losúnicos, por tanto, que persistieron en susprevios intereses particulares, en medio

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de los sombríos y agónicos sentimientosdel resto de los viajeros y del crecientemalhumor de la tripulación, cuyoscomponentes, embravecidos por latimidez y el academicismo de Fordington-Lewthwaite, se insubordinaban cada vezcon más frecuencia y mayor desfachatez.Florence Bonington, por el contrario -y ensu caso aún había alguna justificación-, ycon ella su padre, Hugh Everett Bayham,los Handl, los Tourneur, y por supuestoAmanda Cook y el humanitario señorLittlefield, quedaron poco menos quepostrados por los sucesos: sus ánimos,frágiles y una vez más zarandeados por elazar, decayeron, y su postura de entoncesha contribuido a hacer fuerte miconvencimiento de que el que producían

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las aguas no era el único vaivén cuyasinfluencias eran notables a bordo delTallahassee. La cubierta quedó desiertadesde entonces; los pasajeros procurabanreunirse en los salones, que les ofrecíancobijo y seguridad, y sólo algúnaventurado que necesitaba del calor delsol o de la brisa nocturna osabadesplazarse muy de cuando en cuandohasta las hamacas de popa, bien provistode naipes, licores o tabaco que a falta decompañeros le guardaran de la soledad.Entre éstos se encontraban VictorArledge, Léonide Meffre y -una vez quese hubo repuesto del susto experimentadoal ver en los brazos de un demente a laque muy bien podría llegar a ser su damaalgún día- Hugh Everett Bayham, el

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pianista prometedor. Estos tres caballerosno habían mantenido hasta entonces unasrelaciones muy cordiales entre sí; Arledgey Meffre se ignoraban por no decir que sedetestaban; Bayham y el primero habíantenido encuentros poco felices yguardaban las distancias; Meffre y elmúsico se habían conocido dos años antesen un balneario de Baden- Baden. Sucontacto había sido más bien casual, yaunque un leve roce que habían tenido enAlemania referente a un palco y a unaseñora durante una representación delUlises de Monteverdi parecía haberpasado a la historia, aún quedaba comoconsecuencia de ello una veladareticencia, por parte del francésprincipalmente, a entablar conversación

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directa cuando las ocasiones no sólo lopropiciaban sino que tal vez también lorequerían.

Ello explica que las primeras veces quelos tres hombres coincidieron en lashamacas de popa el silencio absorbierasus personalidades, tan brillantes.Bayham, consumado jugador de cartas, nisiquiera se atrevía a proponer partidas yse conformaba con sus solitarios, y Meffrereducía sus actividades a leer de arriba aabajo los periódicos que hubieran caídoen su poder y a fumar un apestoso tabacode pipa. Arledge, por el contrario, juntabasus manos y se enfrascaba en lacontemplación del mar, a la espera dealgún comentario por parte de los otros, o

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-incluso- de que Léonide Meffredesapareciera de escena durante unosminutos, hecho que quizá le daría el valornecesario, el impulso definitivo paraabordar de nuevo con sus interrogacionesal pianista inglés.

Aquella situación duró más tiempo de loque en un principio podría habersesupuesto: no hubo entre los demáspasajeros ningún lance o evento capaz dehacerles recuperar el optimismo y el buenhumor de manera colectiva, y,decepcionados y meditabundos, susánimos se fueron extinguiendo sin apenaslucha. Cada día más reacios a abandonarsus refugios, hartos de aquella travesía -pero sin llegar a darse verdadera cuenta

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de que lo estaban: la apatía se lo impedía-, aburridos y perezosos, ni siquierarecordaban el motivo de su presencia enaquel barco. La ausencia de Kerrigan, yaechado de menos durante su crisis, se hizonotar, tan abundantes habían sido sus idasy venidas por el velero: cuidándose detodos los detalles, inspeccionando sintregua el estado de salud de los poneys deManchuria, supervisando las maniobrasde la tripulación, había conseguido que supersona fuera imprescindible para laarmonía de la cubierta. La ineficacia deFordington-Lewthwaite, para colmo demales, era monocolor.

Tras algunos intentos fallidos VictorArledge obtuvo por fin un día permiso de

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Fordington-Lewthwaite para ir a visitar aKerrigan a su camarote, habiéndosecomprobado previamente que el contactocon el capitán americano no representabaningún peligro para el novelista. Kerrigan,según los informes de sus guardianes, nohabía superado su desconsuelo y pasabalos días echado sobre la cama, inquieto ydesasosegado, pero, ya sereno, sin bebiday bien alimentado, se mostrabafísicamente recuperado e inofensivo.

Cuando Arledge entró en su camaroteKerrigan estaba durmiendo. Al sentir lamano del escritor sobre su hombro seincorporó sobresaltado, y luego, alreconocerle, sonrió con agradecimiento.Arledge le estrechó en un abrazo,

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murmuró unas palabras de calor y se sentóa los pies del lecho, mientras instaba aKerrigan a que volviera a tumbarse. Lepreguntó cómo se encontraba y si sabía delos propósitos de Fordington-Lewthwaitey Seebohm con respecto a él. Kerriganrespondió afirmativamente sin darlesmucha importancia, y, preocupado,preguntó a su vez cómo había sido sucomportamiento, en la opinión deArledge, el día en que había apuñalado aSeebohm y había puesto en peligro la vidade dos mujeres. Sus recuerdos eran muydifusos.

–Desastroso, sin duda alguna -contestóArledge con una sonrisa no carente decierta complicidad.

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Al comprobar que no había ninguna clasede reproche en la visita de Arledge,Kerrigan respiró con alivio y sonrió másabiertamente y con mayor confianza,aunque todavía con cierto nerviosismo. Sehabía vuelto a tumbar en la cama y sefrotaba los brazos, quizá porque tenía frío,quizá como preámbulo de la conversaciónque -lo presentía- iban a mantener, quizáporque la contestación de Arledge, aunquepronunciada en un tono amistoso, habíahecho embarazosa la situación. Arledge,para tranquilizarle, añadió:

–Pero ya todo ha pasado y no tieneimportancia. Por lo menos, no la tienepara mí.

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–Pero sí la tiene para mí -dijo entoncesKerrigan y, como si con su respuestahubiera encontrado la manera apropiadapara empezar un relato, se puso aexplicar, de forma inconexa y con la vozentrecortada, las causas que le habíanimpelido a actuar tan bárbaramente aqueldía.

Victor Arledge fue siempre un acérrimoenemigo de la confianza y de lo que éstapor lo general lleva consigo, pero sobretodo no estaba acostumbrado a queKerrigan le hiciera confidencias y menosaún a escuchar de sus labiosjustificaciones o disculpas, y por ello sesintió incomodado. Intentó detener su

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discurso alegando que no eraprecisamente a él a quien tenía que pedirexcusas, pero Kerrigan insistió sin atendera razones. Manifestó su necesidad dedesahogarse para poder seguir viviendo(¿a quién si no a él podría contar suspesares?) y le rogó que se encargara detransmitir sus inaceptables disculpas a laseñorita Cook, al capitán Seebohm y alresto de los pasajeros, y que contara a laseñorita Bonington y a Hugh Bayham -delos que esperaba inteligencia ycomprensión-, en privado y si lo juzgabaconveniente, lo que él ahora iba a decirle.Arledge, que nunca hasta entonces habíavisto a Kerrigan en tan humilde actitud, ysintiéndose violento por ello, trató dedisuadirlo de sus intenciones una vez más,

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pero sin éxito: sus esfuerzos fueron vanos;sus argumentos, desoídos o rebatidos porKerrigan, no surtieron el menor efecto. Yasí el capitán, con aún mayordeterminación que al principio, diocomienzo a un largo e impúdicomonólogo: más de uno hubiera pagado porno escucharlo.

Cuando Víctor Arledge abandonó elcamarote de Kerrigan una hora más tarde,su rostro tenía una expresión que eramezcla de alegría, cansancio y estupor.Anduvo ensimismado, con lentitud, por lacubierta, hasta que llegó a las tumbonasde popa. Allí se apoyó en una de ellas,luego se apartó para acodarse en labarandilla y otear el horizonte a la usanza

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de los viejos marinos; buscó a Bayham y aMeffre con la mirada sin hallarlos, y porfin, pesadamente, se dejó caer sobre unade aquellas hamacas de lona verde y cerrólos ojos. Así permaneció durante treinta ycinco minutos; meditó acerca de Kerrigandurante aquel tiempo.

Los días fueron pasando y con ellos lasansias de Arledge -aunque el sustantivo espoco elegante es sin duda el másadecuado- por averiguar las verdaderasdimensiones del secuestro de Bayhamfueron en aumento. Una vez que habíadecidido dejarse de miramientos y hablarcon franqueza, no encontrar el momentooportuno para hacerlo le exasperaba.

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Como los demás pasajeros, si bien pordistintos motivos, también él olvidó elporqué de su presencia en aquel barco, ysus solitarios vagabundeos a lo largo delvelero se hicieron continuos, a falta deescalas -los expedicionarios, sumisos, sehabían entregado a la voluntad de losinvestigadores científicos- y deconversaciones interesantes que ledistrajeran. Aunque nunca habíaconsiderado seriamente la posibilidad deque las aventuras de Bayham terminaranallí donde él, según Handl, les había dadopunto final, aquella alternativa, dehabérsela planteado después de tomar sudecisión, le habría parecido inadmisible,a tal extremo llegaron sus obsesiones. Ensu ofuscación empezó a ver en Bayham a

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un ser odioso que se complacía entorturarle con su tenaz silencio. HughEverett Bayham era tal vez la persona abordo que mejor había reaccionado tras elarresto de Kerrigan. Siempre discreto ynunca agobiante, hacía lo posible poranimar a los viajeros, en especial aFlorence Bonington y a su padre, quehabían quedado profundamente afectadospor los acontecimientos; pasaba largashoras en los salones intentando divertirlescon chistes, bromas y juegos de manos,les leía en voz alta las noticias másdestacadas y los artículos más amenos delos periódicos, y organizó, todo por elbienestar de sus protegidos, un baile dedisfraces que se malogró por culpa delexcesivo vaivén del barco en la fecha

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señalada. E incluso, en un alarde degenerosidad, preguntó un par de veces porel estado de salud del capitán Kerrigan.

Era al anochecer, cuando los Bonington yase habían retirado, o muy de mañana,mientras los aguardaba, cuando Bayhamse dirigía a las hamacas de popa y pasabaun rato haciendo solitarios en lasilenciosa compañía de Victor Arledge yLéonide Meffre. Aquellos eran los únicosmomentos en que Arledge tenía ocasiónde hablar con él, pues el pianista estabamuy ocupado durante el resto del día consus atenciones para con la familiaBonington: hasta el punto de que llegó afundirse con sus componentes en un grupoinseparable y despersonalizado que,

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aparte de poco tentador, eraabsolutamente restringido. Tal vez VictorArledge debería haberse dado cuenta,durante aquellos días de abulia y rutina,de que la personalidad de Hugh EverettBayham -inédita, de hecho, hasta aquelmomento- no podía ser ni muy vigorosa nimuy atractiva, y por ende haber supuestoque lo que se ocultaba detrás de suforzado viaje a Escocia no merecía ni suatención, ni sus desvelos, ni, másadelante, su desolación. Pero VictorArledge careció durante aquella travesíade la lucidez que siempre le fuecaracterística y, obcecado por lo quehabía dejado de ser simple curiosidadpara convertirse en un mero trastorno, eraincapaz de separar las virtudes de los

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defectos en una persona. Empezó adetestar a Léonide Meffre, el únicoobstáculo de sus planes, de maneradesmesurada. El poeta francés disfrutabaen verdad de la brisa que alcanzaba a lapopa del Tallahassee y pasaba la mayorparte del día echado sobre una hamaca deesta zona, impidiendo involuntariamente,con su presencia, que Arledge hicierarealidad sus propósitos. Nunca se retirabaantes que Bayham, y éste, por lasmañanas, siempre llegaba después queMeffre. Arledge, sin perder la esperanzade que algún día sucediera lo contrario, selevantaba al amanecer y sin haberdesayunado se encaminaba hacia el lugarde coincidencia rogándole al cielo queBayham hubiera madrugado más de lo que

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solía o que Meffre hubiera muerto durantela noche.

A medida que, pese a todo, los treshombres se fueron familiarizando con sumutua compañía, la conversación entreellos se hizo más rica y frecuente. Delmero saludo pasaron a comentar lasnoticias de la prensa y de esto a entablarlargas charlas -las más de las veces sobretemas anodinos y triviales- que incluso, enalguna ocasión, llegaron a retrasar elobligado encuentro de Bayham con losBonington. Arledge, que consideraba aMeffre un pésimo conversador, pensabaque aquellos avances se debían única yexclusivamente al aprecio que Bayhamhabía empezado a sentir por él -en su

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opinión todo ello- el día en que ambos,sin proponérselo, se habían aliado contrael francés en una discusión sobre Raisuli.Todo, pues, le hacía suponer con mayorseguridad que Bayham responderíagustoso a sus preguntas el día en que selas formulara, y este convencimiento fueel que le llevó a cometer un acto que,conociendo su frío temperamento, no fuetan siquiera la causa fundamental de queVictor Arledge se refugiara en la casa decampo de un pariente lejano y abandonarala literatura, pero que, sin lugar a dudas,sí contribuyó a hacer de los últimos añosde su vida un verdadero tormento.

Victor Arledge conocía el carácterorgulloso y pendenciero de Léonide

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Meffre y por ello es de suponer que lo quehizo no fue fortuito desde ningún punto devista, sino probablemente intencionado yplaneado hasta el último detalle. Hastaque ideó su estratagema había desechadola posibilidad de contar a la señoritaBonington y a Bayham la historia deKerrigan, pues aunque éste -por otro ladoen un estado de excitación que no lepermitía conservar su sentido de laproporción- la había insinuado, la idea lehabía parecido a Arledge descabellada eimpracticable. Al concebir, sin embargo,la escena que habría de brindarle mástarde la oportunidad de encararse conBayham, recurrió a aquella insensatapetición que Kerrigan le había hecho, apesar de que sabía ya entonces -un esbirro

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de Fordington-Lewthwaite le habíatransmitido el mensaje del capitánamericano- que éste, arrepentido, la habíaretirado.

Una mañana, en popa, con Bayham yMeffre como de costumbre, Arledge sacóel tema de los recitales de piano ycomentó lo mal que se interpretaban en laactualidad los impromptus y valses deSchubert, a los que, dijo, los pianistastrataban como obras frívolas y menoresque no merecían su virtuosismo. Bayham,en parte dándose por aludido, en parteinteresado por la cuestión en sí, seenzarzó animadamente en la discusión, ala que Meffre asistía más bien comoespectador, y el tiempo pasó con gran

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rapidez. Bayham olvidó, divertido por losderroteros que iba tomando laconversación (Brahms y Schumann, susautores favoritos), su obligada cita conlos Bonington, como ya había sucedido enalguna otra ocasión. Pero esta vez seretrasó demasiado, tanto que al cabo detres cuartos de hora de animada charlaFlorence Bonington apareció, vestida deamarillo y con una sombrilla en la mano y,desautorizando en broma las apresuradasdisculpas de Bayham, le reprendió, conuna sonrisa que delataba lo falso de susseveras palabras, por su negligencia y porla falta de interés que con su tardanzahabía demostrado tener por ella. A estacomedia se unió Meffre con sus risas ycon comentarios que no le tocaba hacer a

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él, y, después de unos minutos, cuando labroma pasó, Bayham ofreció su brazo a laseñorita Bonington y se despidió de loscaballeros. Fue entonces cuando Arledge,haciéndose sorprendido, exclamó:

–¡Pero cómo! ¿Ya se van? Esperen unmomento. Precisamente me alegraba deque estuviera usted aquí, señoritaBonington, porque hacía tiempo queesperaba la ocasión de tenerlos reunidos austedes dos. He de contarles algoreferente al capitán Kerrigan, muyprivado. Me encargó que les transmitierasus excusas y me rogó que les relatara unahistoria a fin de que comprendieran yperdonaran su actitud. Les estaría muyagradecido si se dignaran perder unos

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minutos y escucharme.

La joven pareja pareció dudar y por fin elpianista, tras consultar con la mirada a laseñorita Bonington y recibir una respuestaafirmativa de los ojos de ella, contestó:

–Como guste, señor Arledge, siempre queno nos entretenga demasiado tiempo.

–No más de media hora.

–De acuerdo entonces -dijo Florence-.Pero, si me lo permiten, voy acomunicarle a mi padre que no nosreuniremos con él todavía.

Y, con paso ligero y grácil, la señorita

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Bonington desapareció. Los tres hombresvolvieron a quedarse solos y durante unossegundos reinó el silencio. Se miraronentre sí y entonces Arledge, dirigiéndosea Léonide Meffre, dijo:

–Antes he dicho que la historia que he derelatar al señor Bayham y a la señoritaBonington es muy privada; pues bien, nosólo lo es, en efecto, sino que también esde muy delicada índole y constituye unsecreto que sólo puedo revelar a estas dospersonas. Lo contrario sería unaindiscreción y un abuso de confianza. Portanto, señor Meffre, lamentoprofundamente tener que pedirle esto y leruego que me disculpe por ello, pero meveo obligado a exigirle que nos deje a

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solas durante no más de treinta minutos.

Léonide Meffre se incorporó en suhamaca, miró fijamente a Arledge yrespondió:

–¿Quiere usted decir que debo retirarme?

–Si es tan amable; si es un caballero.

–¿Insinúa que no lo soy?

–En absoluto: creo que sí lo es y por elloespero que satisfaga mi petición.

–¿Y si no lo hiciera?

–Me decepcionaría usted. ¿Lo hará?

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–Aún no lo he decidido -contestó Meffre,e, insolente, se volvió a echar sobre lahamaca.

–Señor Meffre, creo que no es muchopedir que nos deje a solas un rato. Leaseguro que no lo haría si supiera dealguna otra parte del barco en la quepudiéramos estar tan tranquilos y aisladoscomo aquí. Pero ya sabe usted que no lahay; y en los camarotes, tan reducidos,hace demasiado calor durante el día.

Meffre volvió a incorporarse y, ya sinningún disimulo, inquirióimpertinentemente:

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–¿No se le ha ocurrido pensar quetambién a mí me puede interesar la vidaoculta del capitán Kerrigan? Y no sóloeso: ¿no se le ha ocurrido pensar tampocoque yo me sentí tan ofendido por sucomportamiento como el que más y que seme debe una explicación?

–Su primera pregunta, señor Meffre, sólotiene como respuesta el mayor desprecio,y en cuanto a la segunda, el capitánKerrigan me pidió que me disculpara ensu nombre ante todos los pasajeros. Creoque ya lo hice ante usted y por tanto notiene derecho a saber más. Lo que he deconfiar al señor Bayham y a la señoritaBonington tiene un carácter muy distinto y,sobre todo, no tengo permiso para

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contárselo a nadie más.

–El capitán Kerrigan no tiene por quéenterarse de que me lo ha contado a mítambién.

–Señor Meffre, me está usted insultandocon sus palabras. ¿Cree que no tengosentido de la responsabilidad?

Bayham intervino entonces:

–Tal vez, señor Arledge, a la vista delcomportamiento del señor Meffre,deberíamos dejarlo para otro momento.

–Ya es muy tarde para eso, señor Bayham.El descaro y la falta de educación del

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señor Meffre han ido demasiado lejoscomo para que ahora nos retiremos. Porúltima vez, señor Meffre, ¿va usted adejarnos a solas o no? Estamos perdiendomucho tiempo y el señor Boningtonaguarda a su hija y al señor Bayham.

En aquel instante reapareció Florence,que había oído las últimas palabras deArledge. Desconcertada, la joven,preguntó con timidez qué sucedía.

Nadie le respondió y Meffre, con ciertasorna, dijo:

–Señor Arledge, nadie puede obligarme aabandonar este lugar excepto Fordington-Lewthwaite. Hablen con él-y, acto

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seguido, cogió uno de sus periódicos, loabrió y se puso a leer.

–Señor Meffre, se lo advierto por últimavez: o cambia usted de actitud y accede alos ruegos que con toda cortesía le heformulado o me veré obligado a darle unescarmiento.

Meffre cerró el periódico y se volvióhacia Arledge, iracundo.

–¿Me está usted amenazando?

–En efecto, usted lo ha dicho.

Florence, habiendo comprendido lo quesucedía, intentó relajar la tensión.

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–Caballeros, tengan moderación. La cosano es para tanto.

–Tal vez no lo era, señorita Bonington -dijo Arledge-, pero ahora ya se haconvertido en una cuestión personal entreel señor Meffre y yo; entre este insolenteimbécil y yo.

El insulto, por fin, había brotado de loslabios de Arledge, y Meffre reaccionócomo aquél había supuesto. El poeta selevantó bruscamente, avanzó hasta elnovelista y le abofeteó.

–No consiento que nadie me insulte, señorArledge. Le exijo una satisfacción

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inmediata.

Arledge no pudo evitar una leve sonrisade triunfo y respondió:

–Como guste, señor Meffre. Mañana alamanecer. El señor Bayham y el señorTourneur serán mis padrinos, si no tieneninconveniente.

–Piense en lo que hace, Arledge -dijo elpianista-, piénselo bien.

–¿Está usted dispuesto a ser mi padrino?

–Sí, por supuesto -contestó Bayham,sumiso.

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–Fijemos las armas -dijo Meffre.

–Pistolas.

–De acuerdo. Le espero aquí mañana a lasseis. Confío en que no faltará.

–Tenga por seguro que no faltaré. Quedausted encargado de traer las armas, sipuede conseguirlas y no tieneinconveniente.

–Las conseguiré, no se preocupe.

Meffre volvió a echarse sobre la hamaca,abrió de nuevo su periódico y se enfrascóen la lectura. Arledge sonrió a Bayham y aFlorence y dijo:

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–Lamento haberme visto obligado aofrecerles esta sórdida escena. Les hehecho perder, además, su valioso tiempo,y no me lo perdonaré. Excúsenme ante supadre, señorita Bonington, por haberlesretenido en balde. Me temo que tendremosque dejar la historia del capitán Kerriganpara mañana.

Bayham y Florence, visiblementeimpresionados por lo que acababan decontemplar, murmuraron unas palabras deánimo o de cortesía y desaparecieron.Víctor Arledge, entonces, se sentó en lahamaca contigua a la que ocupaba Meffre,encendió un cigarrillo y se puso aobservar el ir y venir de las olas cruzadas

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por la estela del Tallahassee.

Fordington-Lewthwaite reaccionó ante lossucesos de la manera prevista: al serconsciente de sus responsabilidades comoeventual capitán del Tallahassee montó encólera al principio, indignado sobre todoporque se hubiera celebrado un duelo abordo sin haberse él enterado. Pero luego,y puesto que su integridad era sóloaparente, aceptó los hechos con calma y,temeroso de las quejas que losexpedicionarios podrían elevar a sussuperiores una vez terminada la travesíasi no se dejaba regir por sus caprichos,procedió a arrojar al mar, sin ningunasolemnidad y casi a escondidas de los

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pasajeros, el cadáver de Léonide Meffre.

La muerte de éste no sorprendió a los queconocían bien a Arledge y por tantosabían de su destreza con las armas defuego. El novelista inglés afincado enParís se había batido ya en más de tresocasiones mientras que el señor Meffre -que había sido siempre lo suficientementehábil como para esquivar en últimainstancia los desafíos que por culpa de suincorregible impertinencia había visto confrecuencia cernirse sobre su cabeza- eraun verdadero novato en tales lides. Elporqué de su imprudencia al retar a VictorArledge es, por tanto, un pequeñomisterio. Si lo hizo por odio al novelista,por impresionar a la señorita Bonington

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(nadie podría demostrar que la adoraba,pero tampoco lo contrario) o simplementeporque perdió el control de sus nervios,es algo que nunca se sabrá y que quizá, sinembargo, de haber sido Léonide Meffre unautor de primera fila, estaría ahoraocupando el tiempo y los pensamientos dealgún biógrafo inocente y trabajador.

El duelo no tuvo historia: al ser Arledgeel ofendido tuvo el derecho a hacer elprimer disparo. No hubo más. Su bala seincrustó en la frente de Meffre. Éste sedesplomó sin un quejido y seguramentesin tiempo para darse cuenta de que habíasido alcanzado. Sus padrinos (elhorrorizado señor Littlefield y el señorBeauvais), graves y compungidos,

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recogieron su cuerpo del suelo y sin decirni una palabra se retiraron con el cadáver.El disparo seco, por suerte, no habíadespertado a nadie: probablemente losvigías se habían dejado vencer por elsueño con la llegada del alba. LedererTourneur, disgustado pero convencido deque se había hecho justicia, les siguió unminuto después, y Arledge y Bayham,entre indiferentes y afectados, seencaminaron hacia el camarote deFordington-Lewthwaite con el fin deinformarle acerca de lo que habíaocurrido.

Léonide Meffre no era una personaagradable, como es bien sabido, nitampoco un personaje interesante. Sin

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embargo, el odio y el desprecio queArledge le profesaba no eran exactamentecompartidos por el resto de los viajeros,que veían en él a un hombre mediocre conínfulas de gran señor y de mayor poeta:aburrido, falto de buen gusto y deimaginación, charlatán, indiscreto y amenudo agobiante, pero, por lo demás,totalmente inofensivo. Por ello el impactoque produjo su muerte entre los pasajerosdel Tallahassee no fue muy hondo enningún sentido y puede decirse que -yacansados, imperturbables e incapaces deexperimentar sorpresa o dolor conanterioridad- adoptaron la postura no sólomás cómoda sino también más lógica decuantas se les ofrecían: esto es, ignorar -que no olvidar- los hechos acaecidos. Tal

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vez tachar de inocente a la señoritaBonington por esperar si noarrepentimiento sí al menos condolenciapor parte de Arledge tras la muerte de suadversario pecaría de injusto, pues ella,huelga decirlo, nunca supo del verdaderocarácter del novelista, y menos aún de susmaquinaciones o de la premeditación queacompañaba a todos sus actos a bordo deaquel velero. Pero, inocente o no, locierto es que lo esperó, primero conconfianza y luego con indignación,siempre en vano. De no haber sido poresto la muerte de Léonide Meffre nohabría tenido ninguna resonancia y sehabría limitado a desempeñar la funciónque Arledge le había encomendado; peroal entrar en juego cierto tipo de

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sentimientos imprevistos, con los queArledge apenas si había especulado y antelos cuales, más que nada porinexperiencia, se sentía indefenso ydesarmado, sus aspiraciones, una vez más,se vieron amenazadas por el fracaso y laconsecución de sus propósitos demorada.La indiferencia con que los navegantes delTallahassee acogieron la noticia delduelo y sus resultados, lejos de aplacar laviolenta reacción de la señoritaBonington, le dio una dimensión mayor. Siel descontento hubiera sido general y laexistencia de Arledge unánimementecondenada, los arrebatos de la jovenhabrían pasado inadvertidos y susacusaciones habrían carecido de todarelevancia, pero, aislados y portadores de

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un furor poco menos que adolescente, susconsecuencias fueron nefastas para losplanes del novelista. La señoritaBonington, quizá tan afectada después dela muerte de Meffre precisamente por nohaber tratado de evitarla cuando ellohabía estado en su mano, reprendió enprimer lugar a Hugh Everett Bayham porsu participación en lo que ellaconsideraba un verdadero asesinato. Elpianista, en vez de defender -como hastaentonces había hecho- los planteamientosgenerales del duelo, se limitó a justificarsu presencia en cubierta a las seis de lamañana alegando en su descargo que uncaballero nunca podía negarse a apadrinara un amigo en tales circunstancias, sobretodo cuando éste se lo había pedido

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directamente. Interesante sería saber -yme temo que Victor Arledge llegó aaveriguarlo- cuáles eran con exactitud lostérminos de la relación entre Bayham y laseñorita Bonington, pero por lo que yo helogrado desentrañar hasta el momentoimagino que respondía a esa clase desituaciones, sumamente penosas decontemplar y que por lo general llevan ala despersonalización de una de las dospartes, que tanto se dan entre las jóvenesparejas próximas a contraer matrimonio:el más absoluto servilismo (o buenconformar) por un lado -el del enamoradoverdadero; en este caso, sin duda alguna,el de Hugh Everett Bayham- y el caprichoinconsecuente y doblemente perniciosopor el hecho de saberse de antemano

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complacido por otro -el del quesimplemente se deja querer: en la mayoríade los casos, en contra de lo que podríasuponerse, el menos inteligente-. O almenos este esquema -sencillo y un tantorudo, he de reconocerlo- corresponderíaperfectamente con los motivos que -casode preguntárnoslos- debieron de impulsara Hugh Everett Bayham a tomar ladecisión, al día siguiente de la muerte deLéonide Meffre, de no volver a poner lospies sobre la popa del velero, y de -talvez no como producto de una reflexiónpero sí de un razonamiento intuitivo-retirar el saludo a Victor Arledge. Comodigo, la resolución del pianista fueapresurada en exceso y es muy probableque ni siquiera la palabra razonamiento

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sea aplicable al caso; tal vez se trató deinstinto y de una torpe asociación deideas, léase unir el descontento de suamada con la figura del novelista inglés,que muy remotamente lo había provocado,pero que, para su infortunio, desde luegosufrió las consecuencias.

Hay un momento en los intereses depersonas, cuando el recorrido para laconsecución de aquellos es arduo ydifícil, o cuando son duraderos y por tantosu progresión o disminución es gradual,en que a la persona en cuestión se leplantea una alternativa trascendental.Víctor Arledge, tal vez, creyó que lo quese le presentó al abandonar Alejandría eraesa alternativa y en aquel momento tomó

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una decisión que más tarde pospondría enfavor de la opción contraria, animado porlo que él -frívolamente- consideró unavance de tal magnitud en sus relacionescon Hugh Everett Bayham que pocoimportaba dar un vuelco a susprevenciones. Pero ello, evidentemente,indicaba que sus intereses aún no habíantenido tiempo suficiente para hacerseacreedores de la necesidad de escoger laalternativa mencionada, y por ello -porhaber ya gozado en una ocasión delprivilegio de decidir, por haberatravesado ya esa experiencia-, cuando laverdadera necesidad apareció podríadecirse que le pilló desprevenido, y sesintió confuso, aturdido y dubitativo.Victor Arledge, para entonces, se había

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visto obligado ya en dos ocasiones avencer prejuicios, a desoír reparos y aactuar según los dictados de suimaginación, haciendo caso omiso de lasreglas y principios que habían hecho de élun hombre lúcido y conservador; y a cadauna de estas ocasiones o decisiones habíaseguido la absoluta certeza de que, unavez ejecutados sus planes, conseguiríallevar a cabo sus propósitos finales. Perosus propósitos, que habían empezado porconsistir en descubrir qué le habíasucedido con exactitud a Hugh EverettBayham en Escocia, así como las causasde su secuestro, con el transcurrir deltiempo habían cambiado: sus propósitos -lo que deseaba hacer y no lograba, lo queconstituía su interés duradero de arduo y

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difícil recorrido- entonces, concretamenteantes y después de la muerte violenta deLéonide Meffre, eran otros; sus propósitosconsistían en lograr hablar, en conseguirmantener una larga conversación conHugh Everett Bayham. Y las obsesiones,obcecaciones y ofuscaciones a las queantes hice referencia tenían como punto departida esa demanda insatisfecha y no, enconsecuencia, sus iniciales deseosprovocados por la curiosidad. Por todoello la postura que señorita Boningtonadoptó después de los últimos sucesos,así como las derivaciones de su enconadoreproche, representaron para Arledge unduro golpe cuyo impacto ni siquiera tratóde atenuar mediante infundadosoptimismos que aconsejan no darse nunca

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por vencido. Ante aquel nuevo revés tuvoque reaccionar con paciencia, y fueentonces cuando verdaderamente hubo detomar una decisión ante el dilema que sele presentaba: la suerte no le favorecía y apesar de sus muchas y hábilesestratagemas no lograba alcanzar suspropósitos. Volvió a la realidad y porunos instantes divisó la costa y vislumbróel rumbo que llevaba el Tallahassee.Acodado sobre la barandilla, alanochecer, observando las costas deArgelia, llegó incluso a preguntarse sitodos aquellos esfuerzos valían la pena.Por su mente desfilaron imágenes dehechos y lugares que había olvidado hacíatiempo: su piso de la roe Buffault, elteatro Antoine, Mme D'Almeida, la visita

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de Kerrigan, la carta de Handl, elapartamento de su hermana, la recientemuerte de su amigo Francis Linnell, eltrayecto en tren que tuvo que hacer paradespedirse de sus padres, el coronelMcLiam, el puerto de Marsella y algunosversos de Jones Very. Encendió uncigarrillo y, sin darse cuenta, dejó que lacerilla se consumiese entre sus dedos. Latiró al agua y se frotó la mano contra suelegante chaqueta beige. Con un gesto defatiga aspiró la brisa de la noche reciénllegada y, apoyándose en el bastoncillocon empuñadura de oro y marfil que enalgunas ocasiones llevaba -las más de lasveces a manera de adorno-, se encaminóhacia la asfixia de su camarote.

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LIBRO QUINTO

Las andanzas del capitán Kerrigan nopueden ser resumidas en una solaconversación y por ello lamento no tenerla capacidad de concisión que tienenalgunos de mis colegas, pero trataré deajustarme en lo posible a lo que él mecontó y procuraré no olvidar -es decir,omitir-, entre tanta acumulación de hechosy tanto pintoresquismo, lo fundamental desu historia y al mismo tiempo ser tanriguroso en los detalles como el tiempo deque disponemos me permita. Como ustedquizá ya sepa, Kerrigan ha pasado la

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mayor parte de su vida yendo de un sitio aotro; puede decirse sin temor a faltar a laverdad que hasta que hace cinco años -enseptiembre del 99- se instalócómodamente en París, no habíapermanecido en el mismo lugar más dedos o tres meses si exceptuamos,precisamente, la temporada durante lacual transcurrió lo que le voy a relatar.Esto, por supuesto, desde que en 1863,cuando contaba catorce años, abandonó suhogar de Raleigh. Pero espere, creo queno lo estoy contando bien: me temo queestos preámbulos -un tanto incoherentes,además, por no ser intencionados- nohacen sino demorar lo esencial de estanarración y aburrirle, cosa que en ningúncaso debería suceder. No diré que el

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relato haya por fuerza de agradarle odivertirle. No es agradable ni divertido,pero, al menos en principio y en teoría,nunca debería aburrirle. Tal vez se hayausted ya fijado en la fecha que hemencionado, la fecha en que Kerrigansalió de su casa para no volver más:1863. En efecto, lo hizo para incorporarsea filas a pesar de su extrema juventud y,según me dejó entrever en su abrumadoracharla, combatió sin descanso hasta elfinal de la guerra. Cuando regresó a sucasa la encontró en ruinas, quemada ysaqueada, y aunque no halló los cadáveresde sus padres y su hermana, no se dedicó,como hacían muchos otros soldados de laépoca, a buscar su paradero, pues lasposibilidades de encontrarlo eran en

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aquellos tiempos y en aquellascircunstancias, al parecer, nulas o en todocaso mínimas. Las familias que habíanescapado con vida de las matanzas deSherman y Schofield se refugiaban en loslugares más insospechados y a veces, siles era posible, emprendían largos viajeshacia el oeste sin mirar atrás. Por otraparte, Kerrigan supo que su hermanomayor, Alastair, había perecido de formahorrible en la segunda batalla de BullRun. A partir de entonces -en realidad yalo había hecho antes, al dejar su casa parair al frente- decidió que la única manerade sobrevivir era no preocupándose másque de sí mismo y se propuso seguir solosu camino, cuya única meta clara, desdeentonces y a lo largo de toda su vida, fue

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la de hacerse inmensamente rico. Nuncahe tenido que empuñar un arma en uncampo de batalla, pero me imagino quehacerlo lleva consigo más de unadeterminación, entre ellas, sin duda, la dedejar de lado todos los escrúpulos que sepuedan tener. Exactamente fue en eso enlo que Kerrigan se convirtió a la edad dedieciséis o diecisiete años: en un hombresin escrúpulos. No es que con su forzadaparticipación en una guerra a tan tempranaedad intentara justificar todos los delitosque ha cometido, pero sí quiso darme aentender que, en su situación de 1865 -después de haber sido derrotado y con tansólo unos leves conocimientos de francésy cultura general-, no tenía más opciónque la de hacerse un hombre duro e

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incluso cruel, sin miramientos de ningunaclase. La cantidad de fechorías y crímenesque Kerrigan ha cometido a lo largo de suazarosa existencia es incontable y no seréyo quien los divulgue, por dos razonesesenciales: la primera es que, si bien node una manera convencional, Kerrigan yyo hemos llegado a ser buenos amigos yno me parecería elegante ni correctorelatar, aun con su consentimiento, losdetalles de sus desmanes, de los que, porotro lado, está completamente arrepentidoen la actualidad; la segunda razón es mássimple y menos noble: a nadie puedegustarle escuchar sus sanguinariashazañas, en las que tienen cabida desde elrobo a la mutilación, desde la violación ala trata de esclavos, desde la traición al

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asesinato, desde la tortura a la estafa y aldesfalco, desde la calumnia a la delación.Espero que no me lo reproche, pero enverdad me siento incapaz de repetir,palabra por palabra, las confesiones queKerrigan me hizo hace unos días. Lo quenos atañe, por lo demás, lo que en ciertomodo provocó su enclaustramiento concinco botellas de whisky y más tarde sucensurable actuación sobre la cubierta delbarco, que puso en peligro, entre otras, lavida de la señorita Bonington, su…¿prometida? – no conteste, por favor, alfin y al cabo no es asunto de miincumbencia: es tan sólo, una vez más, mireprobable, insaciable y nuncaescarmentado afán de saberlo todo-, notiene mucho que ver con la figura de un

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desalmado. Le diré, no obstante, y paraevitar que la opinión que se está ustedformando de él -lo adivino en suestupefacta mirada- se asientedefinitivamente en su cabeza, que elcapitán Kerrigan no es en la actualidaduna persona despreciable, miserable,perversa o ruin. El cambio que se haoperado en él con el transcurso de losaños es más que notable, y hoy en día nosencontramos ante un típico caso dehombre atormentado por su pasado, casitotalmente arrepentido de él, yrelativamente redimido. Por ello le pidoque no lo juzgue con demasiadaseveridad; recuerde que fue el mismoKerrigan, en definitiva, quien me rogó queles contara esta historia a la señorita

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Bonington (de cuya ausencia ahora casime alegro) y a usted, señor Bayham, conel fin de obtener su comprensión -por nodecir su perdón-. Lo cual, al parecer -yello le honra-, tiene una enormeimportancia para él. Corría el año 1892 yKerrigan, con ya cuarenta y tres, seencontraba, arruinado y prematuramenteenvejecido, en la ciudad portuaria deAmoy, en el estrecho de Formosa. Durantesiete largos años había permanecido enlos Mares de China traficando -unas veceslegalmente, las más sin autorización- entodo tipo de artículos. No era uncontrabandista a gran escala; quiero decirque los trayectos que hacía con supequeña embarcación no eran largos. Losproductos que transportaba nunca

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procedían de América o Europa, y sucomercio, por tanto, se reducía al MarMeridional de la China, al Mar de Java,al Golfo de Bengala y en alguna ocasiónexcepcional -cuando se trataba de llevaralgún artículo de primer orden o una cargacuyo transporte ilegal estuvieraespecialmente penado- al Mar de Omán.Era, pues, un contrabandista local; aunquelas distancias que he mencionado seanciertamente considerables así sonllamados los traficantes que se limitan ahacer ese recorrido. A pesar de que losfocos más importantes de comercio en esazona están situados en Hong-Kong,Macao, Shanghai, Singapur y Batavia,Kerrigan, modesto en sus ambiciones ypreviendo que en esta ciudad la

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competencia sería prácticamente nula, sehabía instalado en Amoy, un puerto desegunda o tercera categoría, con escasocontrol por parte de la policía y mayorfacilidad para encontrar buenas ofertaspor productos de mediocre calidad, comoeran los que él introducía en el país. Sunegocio, como podrá usted suponer, noera ni demasiado espectacular nidemasiado rentable, pero siete años sonmucho tiempo y poco a poco Kerrigan sefue haciendo rico hasta lograr montar conla ayuda de un socio, casi dos años antesde su quiebra, nada menos que unacompañía de navegación. Aunque ésta erade corto alcance -tenía una docena deembarcaciones que hacían recorridosentre Amoy y Malaca, entre Singapur y

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Bintulu, entre Fu-Cheu y Luzón- empezó adar frutos al poco tiempo, y Kerrigan y susocio, un alemán llamado Lutz, con el quetambién compartía sus negocios decontrabando, comenzaron a nadar en laabundancia y se convirtieron en unaespecie de caciques de la ciudad deAmoy. Al tener dinero se hicieronprestamistas y, con la impunidad que lesproporcionaba su condición deoccidentales, se dedicaron a explotar a lapoblación. Los intereses que cobraban alos confiados nativos por sus préstamoseran desorbitados, y cuando alguno deellos no podía pagar dentro del plazoestablecido, Lutz, un rubicundo de fuertecomplexión y aún mayor crueldad que ladel capitán Kerrigan, lo buscaba por toda

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la ciudad hasta encontrarlo y lo apaleabasin compasión hasta la muerte. Estecaballero era en verdad temible, insolentey despótico. Gordo más que corpulento,de cara redonda coronada por unaestropajosa mata de cabellos rubios yondulados, no rebasaría los cuarenta.Todo él era sonrosado y cuando seexcitaba o enfurecía su rostro se hinchabaalarmantemente y una gruesa venaaparecía en su frente o en su cuello, segúnla estación del año. Vestía siempre con lamisma ropa: un traje blanco y arrugadocuyos pantalones le quedaban demasiadoanchos, unos botines negros que -quizáporque contrastaban con su desaliñogeneral- relucían mucho, camisas de colorcrudo o azul claro y una corbata granate

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tan ancha que cuando se desabrochaba losbotones del chaleco cubría por completosu voluminoso estómago. A estas prendasañadía, de vez en cuando, un desgastadosombrero panamá y un bastón descomunal.Sus ojos eran diminutos y por ello decolor indescifrable, su mentón inexistentey su nariz indudablemente alemana. Deestatura mediana, la grasa hacía de él unhombre bajo y desproporcionado; y apesar de que llevaba el cinturón muy alto,sus piernas resultaban cortas. Solía paseartodas las mañanas por el puertoobservando con mirada displicente lasmaniobras de los marinos y losestibadores; con su bastón en la mano,adoptaba los ademanes de un estrictogeneral pasando revista a sus tropas, y

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aunque los nativos se mofaban de él a susespaldas, su presencia en cualquier lugarde la ciudad imponía respeto y temor.Kerrigan era, seguramente, tan despiadadocomo él, pero sus ambiciones eran másabstractas y por tanto mayores que las deLutz y por ello dejaba que el alemán seocupara como era su deseo de lascuestiones públicas -por llamar de algunamanera a sus obligaciones: tratar con lossubordinados, cobrar las deudas, sobornara las autoridades y en definitiva ser lacabeza visible de Kerrigan Lutz /Compañía de préstamos y navegación-,haciéndose él cargo de la administración.Por ello era Lutz quien despertaba elmiedo entre los habitantes de la ciudad yquien recibía todas las peticiones y

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ruegos, pues aquéllos, acostumbrados atratar con él y a sufrir sus frecuentesarrebatos de ira, le consideraban el dueñoy señor de la sociedad, cuando enrealidad Lutz, en muchas ocasiones, selimitaba a cumplir las órdenes que enforma de sugerencias Kerrigan le daba.Huelga decir que éste era el verdaderocerebro y organizador de Kerrigan Lutz,no sólo porque era más inteligente y astutosino también porque nuestro capitán, antesde instalarse en Amoy, había ejercidonumerosas profesiones, entre las que secontaban más de una de índole semejantea la que desempeñaba en aquel puertochino. La aportación de Lutz al negociohabía sido principalmente monetaria.Había conocido a Kerrigan diez años

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antes en África, cuando ambos sededicaban al negocio de trata de esclavos;Kerrigan, tal vez pensando que aquelloera demasiado innoble -como creo que yale dije, su arrepentimiento fue aregañadientes y gradual-, lo habíaabandonado rápidamente, pero Lutz habíaseguido con ello cuatro años más, durantelos cuales se había enriquecido. Y,enriquecido, había huido del continenteafricano perseguido por la justicia devarios países y se había establecido enBatavia sin ningún fin determinado. Allíempezó a dilapidar la fortuna queprincipalmente había acumulado en elSudán hasta que Kerrigan, en uno de susviajes a esa capital, se lo encontró y lepropuso la fundación de la compañía. Lutz

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era, pues, un hombre poco inteligente,menos previsor y un tanto tosco que vivíasin planes y perdía el dinero con la mismarapidez con que lo ganaba. Para él nohabía más futuro que el inmediato y siaccedió a tener una participación en elproyecto de Kerrigan fue porque cuandoéste se lo sugirió no tenía nada que hacerni ninguna fechoría en perspectiva y noporque, como Kerrigan, pensara que yaiba teniendo edad para retirarse y queestablecerse en algún lugar concreto conalgún negocio concreto fuera la únicaforma de hacerlo con tranquilidad y deasegurarse el porvenir -pues el capitánKerrigan, ya desde entonces (al fin y alcabo sólo siete años antes de instalarse enParís), pensaba seriamente en la

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posibilidad de poner un punto final a suscontinuos traslados-. Así pues, Kerrigandejaba hacer a Lutz, a quien deseaba tenercontento, y con ello, además, lo manteníaapartado de los asuntos que no leincumbían, tales como la contaduría y loscontratos de la sociedad. No quiero decircon ello que Kerrigan engañara a susocio; conociéndolo como lo conocía esonunca se le hubiera ocurrido. Lutz, aunqueno inteligente, era listo -no en balde habíaactuado al margen de la ley durante todasu vida sin haber sido apresado más queuna vez- y procuraba inspeccionarmensualmente las cuentas de Kerrigan ycomprobar los números con granminuciosidad. Aun siendo copropietarioprefería cobrar un sueldo semanal de

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manos de Kerrigan a tener que hacerbalances, presupuestos, deducciones degastos y demás para luego extraer la cifraque le correspondía de las gananciasnetas. Permitía -y en realidad tambiénagradecía- que Kerrigan se ocupara deello y él se limitaba a revisar lasoperaciones del americano y a cuidarsede no ser estafado. Él escogía, endefinitiva, las actividades más ruines.Pero el método de cobro que Lutz habíaideado para sí no era perfecto ni muchomenos y, sobre todo, tenía un grandefecto: las cantidades que Lutz percibíacada semana eran, obviamente, algoreducidas. Y el alemán, como siemprehabía hecho durante toda su agitadaexistencia cuando había dispuesto de

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dinero, se lo gastaba. Mientras Kerrigan,que sacaba su parte de la cajamensualmente, guardaba casi el total desus ganancias particulares o lo invertía,Lutz, en algunas ocasiones, hasta; se veíaobligado a pedirle que adelantara enveinticuatro o cuarenta y ocho horas lafecha -sábado- señalada para cobrar, a talvelocidad consumía sus honorarios. Yesto sucedía eminentemente porque Lutzno tenía capacidad de organización.Kerrigan había hecho su hogar de treshabitaciones desocupadas del edificio -demadera y de una sola planta- que hacía lasveces de oficina de Kerrigan Lutz,mientras que éste vivía en el único hoteleuropeo de la ciudad; Kerrigan vivía conmás que holgura pero sin alardes mientras

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que Lutz despilfarraba el dinero sin elmenor reparo; Kerrigan, en definitiva,llevaba una existencia sobria mientras queLutz la llevaba desenfrenada. Por culpa detodo ello y de las muchas horas quepasaba en los fumaderos de opio de laciudad, el alemán, en realidad, era máspobre que cuando llegó a Amoy, y si bienno se dio cuenta de ello durante los seisprimeros meses de su asociación conKerrigan, sí lo notó a partir de entonces ysobre todo cuando, al año de su alianza, elcapitán le propuso comprarle su parte delnegocio. Se habían reunido en la casa deéste para celebrar con una cena el primeraniversario de Kerrigan Lutz. El festejofue alegre y brillante, y ya estaban en lospostres cuando Lutz, que en contra de lo

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que se podría suponer a juzgar por sudescripción era abstemio, decidió haceruna excepción para poder brindar por lacontinuidad y la creciente prosperidad dela firma, como él llamaba a la compañía.Kerrigan, como bien sabemos, no esabstemio, y aquella noche había bebidoalgo más de la cuenta. Creyó que elbrindis de Lutz era sarcástico y sintiódescubiertas sus intenciones; y torpe yatolondradamente, sin haber podidopreparar su discurso ni la manera dedecirlo, le hizo su oferta. Lutz no pudodisimular su sorpresa y se quedóparalizado en su silla. Pero Kerrigan no loadvirtió, borracho como estaba, y siguióesbozando argumentos para justificar suspropósitos de adquisición sin que el

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alemán pudiera sentirse ofendido. Éste,por una vez más astuto que su socio, callóy le dejó exponer sus ideas, y cuandoKerrigan hubo terminado Lutz levantó sucopa en alto, repitió el brindis y se labebió de un trago. Kerrigan hizo otro tantoy se quedó a la expectativa de lo que elotro pudiera decir o hacer. Lutz, entonces,se puso en pie, cogió su sombrero y subastón y ya en la puerta se despidió de élhasta el día siguiente y dijo:

“Lo pensaré”, para salir de la casainmediatamente después.

Pasó cierto tiempo sin que ninguno de losdos hombres volviera a mencionar aquella

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noche ni aquella cuestión. Kerrigan,puesto que Lutz había dicho que lopensaría, no quería insistir en el asuntopor temor a que su socio montara encólera -aunque estaba dispuesto aenfrentarse con él y a matarle si eranecesario, prefería evitarlo- y decidiódejarle todo el tiempo que deseara parameditar su resolución. Lutz, por su parte,continuó inspeccionando los muelles ypropinando palizas a los nativos como sinada hubiera pasado. Así transcurrió unmes y Kerrigan empezó a sospechar queLutz estaba maquinando algo aunque sucomportamiento ni siquiera lo insinuara.Por ello tomó una medida: la de hacerleviajar. Alegando que los empleados delas embarcaciones destinadas al

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contrabando hacían escalas imprevistas enHong-Kong y Victoria y allí vendían partede la carga sin su consentimiento,quedándose ellos con los beneficios de laventa, que luego, claro está, nodeclaraban, le indicó la necesidad de queuno de los dos -no tenían ningún hombrede confianza que pudiera suplirles-acompañara personalmente los envíos ytomara parte en las expediciones.Kerrigan no podía dejar la administracióny su presencia en Amoy era indispensable;las ocupaciones de Lutz, en cambio,podían muy bien ser encomendadas a unapareja de matones. Aunque al alemán nole satisfizo la idea de tener que pasartanto tiempo fuera de la ciudad no pudooponerse a los razonamientos de Kerrigan

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y empezó a dirigir personalmente losviajes al Golfo de Bengala y al Mar deJava. Tanto Kerrigan como Lutz eranexpertos en el oficio y por tanto lasexpediciones en busca de mercancía norepresentaban un gran peligro para éste,que conocía a la perfección las rutas denavegación menos vigiladas y tambiénsabía sortear las asechanzas o escapar delas persecuciones de las patrullas de lapolicía británica. Pero en muchasocasiones la llegada de las cargas a lasciudades que las suministraban -Madras ySingapur principalmente- se retrasaban, yLutz y su embarcación se veían forzados apermanecer esperando en los puertosvarias semanas, con lo que las ausenciasdel alemán duraban a veces más de dos

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meses -bien entendido que, por supuesto,Lutz sólo viajaba cuando el género eramuy delicado o de primera categoría-.Ello dejó las manos completamente libresa Kerrigan en Amoy. Por un lado empezóa estafar a Lutz, que ahora se veíaimposibilitado para cobrar sus honorariossemanalmente y para revisar las cuentascon tanta frecuencia como lo había hechohasta entonces; Kerrigan le pagaba cadavez que Lutz regresaba de una travesía,pero siempre menos de lo que lecorrespondía. Con esto descartaba unpeligro: el de que Lutz hubiera decididodemorar su respuesta hasta que tuvieraahorrado suficiente dinero como parasuperar la situación desventajosa en quese hallaba cuando Kerrigan le propuso

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comprarle su parte del negocio y paragozar de cierto bienestar monetario. Porotra parte, compró con favores la lealtadde la mayoría de los empleados de lacompañía y -quizá pecando un poco deprevisor- instaló en sus oficinas unverdadero arsenal: escopetas, rifles derepetición, municiones, pólvora ypistolas, por lo que pudiera suceder si undía Lutz daba rienda suelta a su rencor eintentaba tomar el local con una cuadrillade maleantes. Kerrigan comenzó a sentirseseguro y a confiar en que la compañíasería exclusivamente suya en un plazo muybreve. Lutz, con sus constantes idas yvenidas -al prosperar el negocio lasdemandas se habían hecho enormes-,estaba cada vez más desligado de lo que

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concernía a la dirección de la firma y sehabía convertido en un capataz; o, por lomenos, sus tareas no eran ya las propiasde un copropietario acaudalado, sin dudaalguna. Los meses pasaron y Lutz, por otraparte, siguió sin hacer la menor referenciaa la proposición que Kerrigan le habíahecho la noche del primer aniversario dela fundación de la compañía. Kerriganllegó incluso a pensar que se le habíaolvidado y a preguntarse si tal vez nodebería volver a hacerle su ofrecimiento -muy generoso ya entonces- aumentando lacantidad. Hasta que, once meses despuésde aquella noche, Lutz explotó. Como yahe dicho antes, la mayoría de los viajesdel socio del atormentado capitán delTallahassee tenían como meta Madras o

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Singapur, y era en esta última ciudad en laque con mayor frecuencia los encargos seretrasaban y Lutz tenía que pasar variassemanas aguardándolos con suembarcación anclada en el puerto. Ello, alparecer, le permitió familiarizarse con lascostumbres y bares de la ciudad y haceralgunos conocimientos. Aproximadamenteonce meses después de aquella noche,como digo, Lutz desembarcó en Amoy deregreso de un viaje a Singapur; pero nollegó solo: lo acompañaba un hombre deunos treinta y cinco años, rubio, alto,delgado, cetrino, con un frondoso bigotebajo su nariz, mirada algo torva quetambién podía deberse a una pronunciadamiopía sin corregir, vestido exactamenteigual que Lutz con la diferencia de que el

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traje blanco -tan arrugado como el deéste- le sentaba bastante mejor, yportando, por lo menos, un enormepistolón cuya culata asomaba por elbolsillo derecho de sus pantaloneshaciendo que el faldón de su chaqueta,levantado, se viera especialmentearrugado. Kerrigan los vio descender delbarco desde la ventana de su despacho enKerrigan Lutz / Compañía de préstamosy navegación, e, intrigado, se preguntóquién podría ser el amigo de su socio.Parecía un hombre decidido a pesar deque su figura era desvaída y, desde luego,su mirada no era noble. Su aspecto era elde un rufián, en suma. Los dos hombres,en vez de dirigirse inmediatamente hacialas oficinas de la compañía, tomaron el

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camino que llevaba al hotel en quesiempre se había hospedado Lutz, yKerrigan pensó que éste, haciendo underroche de educación y buenas manerasque no estaba acostumbrado a ver en él,había considerado oportuno acompañar asu invitado hasta su alojamiento yaguardar a que se hubiera dado un baño yhubiera descansado un poco de la fatigadel viaje para presentárselo y paraentregarle el informe de la operaciónefectuada en Singapur, que en aquellaocasión era un cargamento de seda deóptima calidad. Sin embargo, ante lodesusado de la situación, tomó susmedidas: envió a un chino al hotelCleveland para que saludara en su nombrea Lutz y a su acompañante y les preguntara

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por el resultado del viaje, y por otra partecargó dos de sus pistolas y se guardó una,de tamaño reducido, en uno de losbolsillos de su chaqueta y puso la otra enel cajón central de su mesa de trabajo.También llamó a dos de sus empleados yles advirtió que estuvieran alerta y que nose alejaran demasiado del edificio por siél los llamaba. Hecho lo cual se sentóante una ventana desde la que se divisabala puerta principal del hotel y se dispuso aesperar la llegada de Lutz y de su amigode paso firme y desviación en la mirada.Se hicieron tardar los dos sujetos yKerrigan no los vio salir y encaminarsehacia su local hasta hora y media mástarde. Durante este lapso de tiempo elchino que había enviado al hotel regresó

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diciendo que el señor Lutz se habíanegado a recibirle. Cuando se cercioró deque se dirigían hacia Kerrigan LutzKerrigan se apartó de la ventana, se sentóante su mesa y esparció algunos papeles ydocumentos por encima de ella, con elobjeto de hacerles creer, cuando entraran,que su llegada no había logrado apartarlede su trabajo. El recorrido desde el hotelhasta las oficinas de la compañía depréstamos y navegación no era demasiadocorto, por lo que el capitán aún tuvotiempo de asomarse un par de veces a laventana y observar la marcha de los doshombres. Ambos caminaban ahora conpaso decidido y Lutz no disimulaba unaexpresión de felicidad en su rostro queKerrigan no había visto desde la famosa

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noche, y esto le inquietó todavía más. Porfin, de nuevo sentado ante su mesa,Kerrigan oyó el ruido que hacían losbotines de Lutz y los zapatos de sucompañero al subir los escalones delporche y luego unos golpecitos suaves enla puerta de madera. Dijo:

«Adelante», y ésta se abrió dando paso alos recién llegados.

Lutz, muy sonriente, avanzó hastaKerrigan y le ofreció su mano. Su actitudera cordial y Kerrigan se la estrechó.Entonces Lutz se volvió hacia el hombrealto y delgado y lo presentó como el señorKolldehoff, holandés. Kerrigan, que sehabía puesto en pie sin separarse de la

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mesa, estrechó también su mano y, trasrogarles que tomaran asiento, volvió adejarse caer sobre su silla. Lutz yKolldehoff atendieron a las indicacionesde Kerrigan y entonces el primero empezóa hablar. Dijo que el cargamento, comosiempre, había llegado sin novedad y queesperaba que Kerrigan encontrara mejoresofertas de las que había tenido por elanterior envío de seda, a lo cual elamericano contestó que haría lo posible, yañadió, dirigiéndose más bien aKolldehoff, que la competencia estabaempezando a abrirse paso también en laciudad de Amoy y que no era ya tan fácilcolocar los géneros a buen precio comocinco años atrás. Kolldehoff se limitó aasentir con la cabeza en silencio. Fue

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entonces cuando Kerrigan cometió unaimprudencia, aunque me imagino que deno haberlo hecho poco habrían variadolos resultados de aquella entrevista: seencaró con Lutz y comenzó a hablarle desu próximo viaje, esta vez a Batavia, pararecoger un cargamento de habanosprocedentes de América. Le dioinstrucciones, órdenes, le hizo ver laimportancia de la mercancía -por primeravez americana-, le comunicó que habríade prescindir del timonel habitual pordesconfiar de su fidelidad, le indicó laruta que habría de seguir, le informó de lacontraseña que habría de emplear parareconocer al hombre que leproporcionaría las cajas de habanos y, sinembargo, no observó que el rostro de Lutz

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se iba ensombreciendo más y más amedida que él hablaba. EntoncesKolldehoff miró al alemán conimpaciencia y éste dio un puñetazo sobrela mesa. Kerrigan, sorprendido,interrumpió su torrente de palabras einstintivamente abrió un poco el cajóndonde había escondido la pistola -con lamano izquierda- y se llevó la derecha albolsillo de su chaqueta. Lutz, con muchoaplomo, se puso en pie y dijo que nodeseaba demorar por más tiempo el felizmomento de comunicarle la buena noticiade que ya tenía una respuesta a la ofertaque Kerrigan le había hecho once mesesantes. Nuestro amigo se separó un poco dela mesa y preguntó:

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«¿Y cuál es esa respuesta?»

«Deseo comprar tu parte, Kerrigan»,contestó Lutz.

En todos aquellos meses lo único queKerrigan no había previsto era lo queentonces estaba sucediendo: él nuncacreyó muy hábil a su socio. Aunquesuponía cuál iba a ser la contestación delalemán, dominó su nerviosismo, soltó unacarcajada e inquirió con cierta sorna:

«¿Puedo saber con qué dinero, Lutz?»

La respuesta de éste no le defraudó:

«Con el del señor Kolldehoff, que será mi

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nuevo socio.»

Kerrigan podría haber intentado jugar lamisma carta que Lutz y haber dicho que lopensaría, pero por un lado estabaconvencido de que éste no se dejaríaengañar tan estúpidamente como él y porotro se imaginaba que ante talcontestación los otros le pondrían unplazo. Por ello tomó la determinación dehacer de una vez frente al problema y,sacando de su bolsillo la diminuta pistola,encañonó a Lutz y a Kolldehoff y dijo:

«Ya estoy harto de tenerte aquí, Lutz. Noquiero matarte ni tampoco a tu amigo, aquien acabo de conocer y contra el cualno tengo nada. Has sido un mal socio y la

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compañía, lo sabes muy bien, es mía. Esmi idea y mi trabajo. Largaos de aquí parasiempre y no volváis a poner los pies eneste edificio si no queréis obligarme amataros. ¿Lo oyes bien, Lutz? Si me dejasalgunas señas te enviaré lo que tecorresponde por tu parte en el negocio,aunque si no te fías de mí no te loreprocharé. Has de correr el riesgo. Yahora fuera de aquí. Te lo advierto, Lutz:te mataré si intentas algo. Y a ustedtambién, señor Kolldehoff.»

Los dos hombres retrocedieron hasta lapuerta, la abrieron y salieron. Antes decerrar Lutz exclamó lleno de ira:

«¡Tendrás noticias mías, Kerrigan!»

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Kerrigan sabía que Lutz no seatemorizaría por unas simples amenazas, ysi no lo mató entonces fue, según él mismoconfiesa, porque ya se iba haciendo mayory empezaba a costarle trabajo matar a unapersona a sangre fría. Estaba seguro,mientras los veía alejarse en dirección alhotel desde la ventana, de que Lutz yKolldehoff, aquel holandés impasible,volverían para tratar de matarle al cabode unos días, cuando hubieran configuradoun plan.

Efectivamente, pasaron tres días sin quenada demasiado anormal sucediese yKerrigan, no obstante, tuvo ocasión decomprobar cuál era el plan -o al menos

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los primero pasos del plan- de los doscentroeuropeos. Durante aquellos tresdías los empleados de Kerrigan -cuyalealtad, como usted recordará, habíacomprado durante las prolongadasausencias de Lutz- fueron desapareciendode forma aparentemente misteriosa; y digoaparentemente porque Kerrigan sabía concerteza que Kolldehoff y su dinero losestaban sobornando para que loabandonaran. Sin embargo, conocía a loschinos y su peculiar sentido de la amistad:él no los había comprado con dinero, sinocon favores y buenos tratos y por tantosabía que sus subordinados no levantaríanuna mano contra él por mucho que lesofreciese Kolldehoff y les intimidase Lutz;se limitarían a no apoyarle y a hacerse a

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un lado en la rencilla. No estarían de suparte, pero tampoco estarían de la de susenemigos. Por ello, cuando al cuarto díala última pareja de empleados se esfumó,Kerrigan tuvo la seguridad de que tendríaque luchar para guardar sus posesionesaquella misma noche, solo, y de que sólotendría que hacerlo contra dos hombres.

Pasó la mañana ocupado en cargar, unapor una, todas las armas de que disponía yen colocarlas en sitios estratégicos detoda la casa: puso un rifle de repeticiónjunto a todas las ventanas (que atrancó,así como las puertas, con gruesas estacasde madera) de tal manera que pudieradesplazarse con gran agilidad -sin el pesode un arma- de una zona del edificio a

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otra sabiendo que en cualquiera de ellastendría algo con que disparar preparado asu alcance. Confiaba, además, en que conello lograría dar la impresión de que eranvarios hombres los que hacían fuego y, sino ahuyentar a sus atacantes, sí al menoshacerles dudar de su superioridadnumérica y desconcertarles. La tarde, sinembargo, con todo ya bien calculado ynada que hacer sino esperar, le resultóinaguantable. Nervioso, paseaba por lashabitaciones vacías, intentaba leer sinconseguirlo, bebía sin demasiadas pausasentre copa y copa. Cuando llegó la nocheestaba muy excitado y algo ebrio. La casade Kerrigan estaba rodeada pormatorrales que él, desde una ventana,vigilaba constantemente. Empezó a ver

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sombras y a creer que oía pisadas y quelos matorrales se movían hacia las nuevede la noche. A las nueve y media oyó ungriterío lejano y vio cierto fulgordesacostumbrado sobre la zona delpuerto, que apenas si se divisaba desdeKerrigan Lutz: No hizo mucho caso y alas diez, cuando volvía a sospechar de losmatorrales, la voz de Lutz le sobresaltó y,al oírla, apagó las luces de todo eledificio.

«¡Kerrigan! Tus barcos están ardiendodesde hace media hora; sal a verlo sitienes valor», había gritado la voz delalemán.

Kerrigan comprendió dos cosas en aquel

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instante: por un lado, que el resplandorproveniente de la zona portuaria se debíaal incendio de sus embarcaciones, y porotro, que Lutz no tenía el menor interés enquedarse con la compañía; sólo leinteresaba vengarse de la oferta que lehabía hecho la noche en que celebraron elprimer aniversario de la fundación de lafirma y para lograrlo estaba dispuesto adestruirlo todo: los barcos, lasmercancías, las oficinas, todo. Se diocuenta de que había enfocadoerróneamente la defensa de suspropiedades y, rabioso, contestó con unadescarga hacia el lugar de donde habíasalido la voz de Lutz. Oyó como éste sereplegaba y se escondía entre losmatorrales y casi al mismo tiempo varias

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balas acribillaron las contraventanasdesde las cuales había disparado. Seretiró de allí y esperó un rato hasta quevolvió a oír la voz de Lutz:

«Ya no tienes nada, Kerrigan, sólo esasmalditas oficinas. Abandónalas si noquieres perderlas también, y con ellas lavida. He quemado las embarcaciones,pero todavía queda el dinero. Si nosentregas todo lo que tienes, nos iremos.»

Kerrigan volvió a disparar contra losmatorrales, pero aún escuchó la risa deLutz cuando dejó de hacer fuego. No veíanada y empezó a perder el control de susnervios. Le pareció oír un ruido en lapuerta trasera; corrió hasta allí y vació un

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cargador sobre ella. Creyó también oír unquejido y, curioso, abrió la puerta paraechar un vistazo. Recibió una lluvia debalas y una de ellas le alcanzó en unapierna. Era, por supuesto, Kolldehoff.Cerró apresuradamente, se sentó en elsuelo, comprobó que la herida no eragrave y que el proyectil no había rotoningún hueso y podía andar, y trató decalmarse. Mientras, seguía oyendo la vozde Lutz, que se burlaba de él y leamenazaba. De pronto se le ocurrió unaidea. Elevó la voz y llamó a Kolldehoff.Éste no respondió, pero Kerrigancontinuó:

«No sé quién eres ni me importa,Kolldehoff, pero sé que eres un miserable

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y que no tienes dinero ni para comprar lacompañía ni para volver de aquí aSingapur. ¿Cuánto te paga Lutz por haceresto? Sea lo que sea yo te pagaré el triplesi te pones de mi lado. Acabemos con él,¿eh, Kolldehoff ¿Estás de acuerdo?»

Hubo un rato de silencio y entonces laparca contestación del holandés se oyóclara y nítida:

«¡No!.», gritó.

Y acto seguido Lutz volvió a hablar contriunfalismo. Lanzó varia carcajadas yrepitió una y otra vez que Kerrigan estabaperdido sin remisión. El capitán corrió denuevo hasta la puerta delantera y disparó

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una vez más contra los matorrales, sinningún éxito. Entonces hubo unos minutosde silencio hasta que, procedente de laparte trasera de la casa, se oyó el ruido deuna ráfaga de aire. Kerrigan fue hasta allíy vio que Kolldehoff había lanzado unaantorcha que había entrado a través de loscristales rotos por las balas del holandésy que había prendido las cortinas de loque era su dormitorio. Las arrancó ysofocó el fuego, pero mientras acababa deextinguirlo dos teas más penetraron por laventana rota y oyó cómo Lutz, por el otrolado, estaba a su vez lanzando antorchasencendidas. Notó que una de ellas caíasobre el tejado, de paja, y las llamasempezaron a extenderse por toda la casa.Recordó entonces que tenía pólvora

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almacenada y corrió al cuarto en queestaba guardada. Abrió una ventana yechó fuera tres o cuatro cajas; no le diotiempo a más porque el humo le atosigabay hacía llorar a sus ojos y además oyó queuno de los dos estaba intentando echarabajo la puerta delantera. Se trasladóhasta allí, algo renqueante ya a causa de lamucha sangre que había perdido, yaguardó, escondido detrás de un enormearchivador de madera muy gruesa, a quela entrada cediera, con una pistola en cadamano. Cuando la puerta se abrió de golpeKerrigan no pudo ver a nadie hasta que derepente Lutz entró, disparando hacia todoslos puntos de la habitación. Kerriganesperó un poco más, y cuando vio que elhumo empezaba a irritar los ojos de Lutz y

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a cegarle, salió de su escondite y abriófuego contra él. Lutz soltó la escopeta quellevaba entre las manos y se desplomó. Enrealidad cayó al suelo aparatosamente yen pocos segundos su cabello rubioestropajoso y su traje blanco se tiñeron derojo. Kerrigan vio borrarse sus faccionesy aprovechó el momento para salir de lacasa, próxima a explotar, con tantarapidez como su pierna herida le permitía,pero mientras corría hacia los matorralessintió el impacto de una bala en el hombroizquierdo. Tuvo tiempo de volverse y dever a Kolldehoff, que sin duda habíaentrado por la puerta que hasta entonceshabía asediado, en el umbral. Un segundodespués lo que quedaba de Kerrigan Lutzvoló por los aires. Kerrigan no sabe a

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ciencia cierta si Kolldehoff murió, puesasí como se encontraron los pies y partedel tórax de Lutz, nada se pudo hallar quedemostrara que el holandés silenciosohabía sido partido en pedazos en aquellugar; ni tampoco, nunca, se volvió asaber de él.

Como le dije muy al principio de estanarración, Kerrigan, en el año 1892, seencontraba en la ciudad de Amoyarruinado y prematuramente envejecido,rabioso y desolado. Había cifrado susesperanzas de regenerarse y llevar unavida apacible en la compañía denavegación, que le había costado cincoaños poner en marcha. La destrucción de

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todo lo que poseía, incluido el dinero, queguardaba en las oficinas, fue un durogolpe para él y lo hizo aún más amargadoy rencoroso. Decidió que nada valía lapena y comprendió que jamás llegaría aconvertirse en un caballero digno yrespetable y que la única manera de vivirera por y para el presente y sin tenerningún tipo de consideración hacia losdemás. Usted se preguntará que cómopuedo decir que fue entonces cuando tomóestas decisiones, pero le diré queKerrigan siempre tuvo el deseo recónditode abandonar su vida aventurera y llegar aser lo que por ejemplo fue su padre: unterrateniente querido y admirado por sufamilia y por sus vecinos. Si Kerrigan seendureció y fue un hombre cruel y

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despiadado fue principalmente por culpade las aciagas circunstancias que siemprelo rodearon. Fue entonces, como digo, en1892, cuando tomó aquellas decisiones, yprecisamente que fuera entonces cuandolo hizo, hace sólo doce años, hace aúnmás admirable su figura actual, que pocotiene que ver con la de aquella época. Nocrea usted que es fácil que un hombre tandesengañado como Kerrigan cambiedespués de haber rebasado los cuarenta; yél lo hizo, créame, a pesar de que haceunos días tirara por la borda a AmandaCook y apuñalara al capitán Seebohm.También yo disparé contra LéonideMeffre hace unos días y no por ello meconsidero un desalmado aun en contra dela opinión de la señorita Bonington. Bien,

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reanudaré mi relato: el capitán Kerriganconsiguió llegar hasta Hong-Kong y allípermaneció, vagando por los muelles yviviendo de pequeñas chapuzas que leofrecían, hasta que se hubo restablecidoplenamente de sus heridas. Entonces tratóde enrolarse en la tripulación de algúnbarco con destino a América, peroaquello no era fácil: era la época de lasgrandes emigraciones al nuevo continentey los asiáticos que aspiraban a lo mismoque Kerrigan se contaban por millares. Nisu experiencia ni su condición deamericano le sirvieron de nada y -esto esmuy confidencial- su grado de capitán estan sólo imaginario. Salir de China seconvirtió en una verdadera obsesión paraél hasta el punto de que llegó a asesinar a

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dos marinos, uno americano y otrofrancés, con el fin de apoderarse de sudocumentación y sus uniformes ysuplantarlos. Pero en ambas ocasiones -enuna porque la víctima era el hijo delcomandante del navío y en otra porque susconocimientos de francés eran muy leves-fue descubierto y se vio obligado a huirprecipitadamente y a permanecerescondido hasta que las embarcaciones delos marinos hubieran zarpado. Susituación era tan desesperada que inclusotrató de ahorcarse, pero fue salvado enúltima instancia, aunque no recuerdoahora por quién. Llevó esta miserableexistencia plagada de reveses, infortuniosy traspiés durante casi un año, hasta quepor fin, y de forma un tanto casual,

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encontró la oportunidad de abandonarHong-Kong. Kerrigan, entre otros muchosoficios, había aprendido el de carterista, ydurante la temporada que siguió a ladesaparición de Kerrigan Lutz se vioobligado a desempeñarlo con muchaasiduidad. Por ello frecuentaba losvestíbulos de los grandes hoteles. Aúnconservaba uno de los elegantes trajes dedirector de una compañía de navegación ysus relucientes botas altas, y con estaindumentaria y un sombrero que robó coneste fin, su presencia en los lugares másfinos de la ciudad no desentonaba ni erarechazada por porteros, gerentes,ordenanzas y demás ralea. Sus hurtos noeran espectaculares y las más de las vecesno eran denunciados hasta que él ya se

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había alejado del lugar del delito, por loque su rostro no era conocido ni sus pasosseguidos por los detectives del hotel. Porotra parte, los que pagaban siempre entales circunstancias eran los botones yporteadores nativos, con lo que Kerrigan,en sus fechorías, gozaba poco menos quede total impunidad. Un día estaba en elvestíbulo del hotel Empire, tal vez elsegundo mejor de la ciudad, sentado enuno de los sofás de espera y al lado de uncaballero cincuentón y de aspecto severo,elegantemente trajeado y que llamaba laatención por su cuidadísimo bigote y porsu monumental monóculo y que, según sededucía de su actitud impaciente,aguardaba la bajada de alguna dama quese habría entretenido en el tocador más

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tiempo del calculado. Kerrigan leía unperiódico y con poco disimulo -sudestreza le hacía confiado- iba acercandosu mano al bolsillo derecho de lachaqueta del caballero; justo en elmomento en que la introducía y, trastantear y sentir el familiar contacto,sacaba lentamente con los dedos índice ycorazón una cartera de cuero, el caballerose incorporó levemente para dar labienvenida a otro hombre, más joven queél, pero igualmente bien vestido. Kerrigantuvo tiempo de guardarse la cartera sin servisto, e inmediatamente después de que lohubiera hecho, el caballero se volvióhacia él y le rogó que se corriera un pocopara hacer sitio a su amigo. Kerriganobedeció atentamente y entonces los dos

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hombres mantuvieron una breveconversación. El de más edad estaba depésimo humor por dos motivos: su esposa-Kerrigan no había fallado en sussuposiciones- se retrasaba insolentemente,y sus gestiones para contratar a un expertomarino habían constituido un rotundofracaso. El joven -en realidad tendría muypocos años menos que el mismo Kerrigan,por entonces ya un cuarentón- contestóque tampoco él había tenido éxito ypropuso como explicación al hecho deque los marinos se negaran aacompañarles que todos deseaban cobrarpor adelantado. A esto el caballero delmonóculo respondió con violencia ymalos modos que no se trataba de eso sinode que los tiempos habían cambiado y ya

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no había gente amiga del riesgo. Según él,todos aquellos marinos eran un hatajo decobardes que no se movían de sus casas sino sabían antes de partir hacia dónde sedirigían y cuánto tiempo duraría el viaje.Reconocía que ellos eran unosexcéntricos, pero encontrabadesmesuradas las prevenciones deaquellos individuos. Como podrá ustedimaginar, Kerrigan no lo dudó un instante.La conversación de los dos caballeros nole había dado ningún detalle acerca deltipo de travesía que se traían entre manos,pero poco le importaba un sitio u otro contal de abandonar aquel país en el que lamala suerte se había ensañado con él. Asíque aprovechando que el caballero delmonóculo le daba la espalda al estar

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vuelto hacia su compañero, sacó de subolsillo la cartera que le había robado, letocó suavemente en un hombro y,ofreciéndosela, le advirtió que se le habíacaído al suelo. El caballero, que debía deestar de muy mal talante, ni siquiera sellevó la mano a la chaqueta paracomprobarlo y, mirándola condesconfianza, le preguntó si estaba segurode que aquella era su cartera. Kerrigan,entonces, contestó que sí utilizando lafórmula que emplean los marinos de laarmada inglesa para ello (aye, are, señor)y dijo que la había visto deslizarse de subolsillo cuando el caballero había hechoun movimiento brusco con el brazo. Comousted sabe, esta peculiar forma de decir síque tienen nuestros marinos es

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universalmente conocida y además, enaquella ocasión, los dos caballeros eraningleses que residían en la India, de modoque al escuchar la contestación deKerrigan sus rostros se iluminaron y el demás edad, sin siquiera recoger de susmanos la cartera perdida, le preguntó siera marino.

«Aye, are, señor», volvió a decirKerrigan con un acento exageradamentebritánico, «durante quince años he sidocapitán de un buque al servicio de SuMajestad». Y añadió: «Capitán JosephDunhill Kerrigan, a sus órdenes.»

El caballero del monóculo cogió por finla cartera, le dio las gracias y se presentó

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como el doctor Horace Merivale y actoseguido el hombre más joven hizo lopropio como Reginald Holland, y ambos,casi al unísono, le invitaron a tomar algoen el bar del hotel. Kerrigan aceptó debuen grado y los tres se encaminaronhacia el lugar no sin antes haber advertidoa un conserje que si la señora Merivalebajaba le indicaran en qué sitio podríaencontrarles. Una vez que se hubieronsentado a una mesa y tuvieron ya suscopas, Reginald Holland se atrevió apreguntarle a Kerrigan si aún estaba enservicio activo, pero antes de queKerrigan pudiera contestar que ya estabaretirado y que se hallaba en Hong-Konghaciendo turismo -aunque tuvo ocasión demanifestarlo más tarde- el doctor

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Merivale intervino y, haciendo votos porque la franqueza imperase en todas lasrelaciones, fueran personales ocomerciales, reprendió a Holland porandarse con rodeos y se encaró conKerrigan directamente. Le explicó sinambages que necesitaban con urgencia lacooperación de un hombreextremadamente familiarizado con el mary sus secretos que estuviera dispuesto aadentrarse en el Océano Pacífico sinrumbo determinado y a la búsqueda deislas paradisíacas. Kerrigan, un tantosorprendido por estos fines, le preguntóque a qué se refería con exactitud alhablar de islas paradisíacas. El doctorMerivale se sonrojó un poco, quizápensando que Kerrigan lo tomaba por un

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ingenuo, y le amplió la información: tantoHolland como él eran enormemente ricos-no dijo por qué y Kerrigan supuso quehabrían heredado minas o el control degrandes empresas- y tenían la intención decomprar -a instancias de la caprichosaseñora Merivale: se excusó- una isla en elPacífico de clima constantemente cálido yque estuviera deshabitada. Allí podríanconstruir una gran mansión o, quién losabía, tal vez fundar una ciudad de la queellos serían dueños y a la que podríanbautizar, por ejemplo, con el nombre deMerry Holland -y aquí fue el de menosedad quien enrojeció más, no se sabe side vergüenza o de placer-. AñadióMerivale que, por supuesto, no habíacontado tal historia a los marinos chinos o

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tabernarios por estimar que eran gente deescasa agudeza y de menos escrúpulosque se habrían reído de sus intenciones ohabrían tratado de desvalijarlos a laprimera oportunidad. En su lugar leshabían hecho creer que eran arqueólogosen busca de islas inexploradas; y agregó,con cierta ampulosidad servil, que la cosacambiaba al tratarse de un marino de laArmada Real Británica de fino espíritu,de un conocedor del mundo y de lacomplejidad de la vida, de un oficial dehonor. Kerrigan, que había escuchado aaquellos dos megalómanos con unaindiferencia en verdad británica ymarcial, se limitó a responder queaceptaba la oferta, a manifestar que loshonorarios que habría de cobrar no eran

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una cuestión que tuviera importancia paraél y que por tanto les rogaba que fueranellos los que decidieran la cantidad, y apreguntar si disponían ya de unaembarcación. Los dos hombres,alborozados por su respuesta afirmativa,contestaron que ya habían adquirido, porun precio razonable si se tenía en cuentaque las excelencias de la embarcación noeran escasas, un pequeño velero que sólonecesitaba de un capitán -con el que yacontaba- y de dos marineros -los cuales,dijeron, esperaban que fueran fáciles dereclutar entre los muchos muertos dehambre que veían por las calles- paralanzarse al océano; y estrecharon la manode Kerrigan con mucho énfasis y calor.

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Éste expresó sus deseos de ver el barcoantes de partir y prometió estar listo parazarpar en un plazo de treinta y seis horas yencargarse de contratar a los dos esbirros.El doctor Merivale y el señor Hollandrieron de buena gana ante la ocurrencia deKerrigan, que tan ingeniosamente habíaapodado a los que habrían de ser pocomenos que sus compañeros de viaje,pagaron, y después de haber concertadouna cita con él para el día siguiente con elfin de que comprobara el buen estado delvelero y si era adecuado para realizar susextravagantes propósitos, y con el deestudiar con detenimiento y con el consejodel capitán la ruta que habrían de seguir,se retiraron, seguramente decididos asubir de una vez a los aposentos de la

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señora Merivale.

El Uttaradit, un pesquero cuyadescripción es superflua, zarpó setenta ydos horas después de que estaconversación tuviera lugar con las seispersonas previstas a bordo; y lo cierto fueque, en contra de lo que en buena lógicacabría haberse esperado a juzgar por elprevio comportamiento de suspropietarios, los dos megalómanos y laseñora Merivale, una vez que hubieronabandonado el puerto de Hong- Kong y sevieron verdaderamente privados delcontacto -tan habitual que se haceindispensable- con inferiores dispuestos aservirles, se desentendieron por completo

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del rumbo que el velero había tomado yprácticamente se abstuvieron de dirigirlela palabra a Kerrigan. Genuinosrepresentantes de una sociedad que -comola nuestra- sólo concibe la existenciacomo una travesía del horizonte liberadade obstáculos y colinas, como unatravesía realizada con fineseminentemente contemplativos, dejaron enmanos de Kerrigan no sólo lo queconcernía al gobierno del barco, sinotambién, de hecho, todo cuanto afectaba asus ambiciosos proyectos. Ello norepresentó un motivo de disgusto paraKerrigan, antes al contrario. Puesto queMerivale y Holland andaban a labúsqueda de una isla de clima permanentey cálido, la dirección que el velero estaba

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obligado a tomar era meridional, pues lasislas del Pacífico que se encuentran en elmismo paralelo que Hong-Kong, aparte deser escasas, no gozan de tan estimablestemperaturas. Pero como ya le he dicho,Kerrigan deseaba regresar a su país natal,y después de haber viajado durante unosdías con rumbo sur, al comprobar que suspatrones eran tan confiados comoignorantes, viró en ángulo recto y tomó unrumbo que Merivale y Holland, dehabérseles ocurrido pensar alguna vez queel sol sale por oriente, habríanidentificado con gran facilidad como este.Y los esbirros, claro está, demostraronque lo eran y no osaron rechistar.Kerrigan tomó la decisión de engañar asus patrones sin antes haber configurado

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un plan que le permitiera salir indemne delas iras de los excéntricos cuando éstos -tarde o temprano tendrían que advertirlo-se dieran cuenta de que se habíaaprovechado de su ingenuidad. Pero pocole importaba. Atareados como estaban losdos hombres en tomar el sol, preservarsus estómagos del balanceo y jugar albridge en sus cabinas, Kerrigan confiabaen que no se darían cuenta del engañohasta por lo menos alcanzar las islasBrooks, y para entonces confiaba, mejordicho, estaba seguro de disponer de unbuen plan o del valor necesario paraacabar con ellos sin pestañear.

La señora Merivale, de nombre Beatrice,era, sin embargo, otra cuestión. Rubia,

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muy bella, caprichosa y arrogante, parecíadesdeñar a la humanidad entera,incluyendo en ella a su marido y al señorHolland. Mucho más joven que aquél, sinduda se había casado por dinero, y, consus amplios pantalones blancos y suspañuelos al cuello, los tres primerosbotones de la blusa siempredesabrochados y un aire que era mezclade ausencia y provocación, se paseabapor el velero o permanecía sentadadurante largo rato cerca de Kerrigan,distrayéndole con su fragancia. E incluso,muy de cuando en cuando, le distraía conespaciadas preguntas acerca del mar y delos criterios de navegación, formuladas enun tono que más que otra cosa parecíaindicar que consideraba a Kerrigan un

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simple manual que encerraba todas lascontestaciones. Esto, y que con frecuenciapeinara su largo cabello rubio sobrecubierta, eran dos cosas que exasperabana Kerrigan, quien se sentía impedido parahacer cualquier tipo de avance oinsinuación respecto a ella. No parecíatonta, sino más bien lo contrario, y poreso el capitán, así como tenía la certezade que ninguno de los dos hombres habíaadvertido el cambio de rumbo, ignoraba siBeatrice Merivale lo había hecho. Aveces, mientras su marido y ReginaldHolland estaban ocupados con sus naipes,se quedaba mirándole fijamente durantelargo rato, como pidiéndole explicacionespor su conducta desobediente, con ungesto de desafío cuyo alcance Kerrigan no

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llegaba a comprender. Y sobre todo,cuando los dos caballeros, al cabo de diezdías de viaje, preguntaron extrañadoscómo aún no habían encontrado ningunaisla en su camino y la señora Merivale lestranquilizó diciéndoles, a manera dereproche por su ingenuidad, que elUttaradit no era uno de aquellos nuevos ytremendos buques de vapor que avanzabantan rápidamente y en los que ellos estabanacostumbrados a viajar, Kerrigan empezóa sospechar que, tácitamente, BeatriceMerivale se había entregado a suvoluntad.

Pasaron los días y Kerrigan, avisado deque los dos hombres ofrecían el peligrode ser tan impacientes como inocentes,

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cambió de actitud y decidió alterar susplanes. Aminoró la forzada marcha quehabían llevado hasta entonces y unamañana reunió a los tres pasajeros delvelero y les anunció que se estabanaproximando a un archipiélago. La noticiafue acogida con enorme alborozo porparte del doctor Merivale y ReginaldHolland y con una expresión de extrañezapor parte de la señora, que no hizo sinofortalecer las suposiciones del capitán.Este no sólo había decidido detenerse enla isla Marcus -cuyos islotes adyacenteseran incontables, no figuraban en losmapas y, por decirlo de alguna manera,estaban por descubrir- para contentar asus patrones, sino que también lo habíahecho porque empezaban a estar

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necesitados de provisiones y porque juzgóque el Uttaradit, inadecuado para el tanlargo recorrido que se proponía hacer,debería ser inspeccionado en un puerto, oincluso cambiado -quiero decir sustituido-por otra embarcación de mayorenvergadura. Los millonarios, sinembargo, estaban tan encantados ante laperspectiva de visitar de una vez algunasislas, que a pesar de que Kerrigan inventóuna pequeña avería que aconsejabadirigirse en primer lugar a la islaprincipal -ya habitada- para repararla,insistieron en que si ello era factibledeseaban echar un vistazo a sus posiblesposesiones con anterioridad; y Kerrigan, aquien no interesaba indisponerse conellos, no tuvo más remedio que acceder a

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sus peticiones. Enfiló el velero hacia losislotes (que se encuentran situados uncentenar de millas al sur de la islaMarcus) aturdido por los infantiles vítoresde Merivale y Holland. Pasaron el restode la mañana en un islote feo, diminuto ycarente de atractivos que hizo disminuir elentusiasmo de aquéllos. Por fin, cansadosy un tanto decepcionados, pusieron rumboa la isla principal. La isla Marcus, oMinamitorijima para los japoneses, es unatolón elevado -veinte metros sobre elnivel del mar- de forma triangular yrodeado en su perímetro por arrecifes decoral. El puerto, según Kerrigan, era deínfima categoría y las embarcacionesancladas en él se podían contar con losdedos de una sola mano. No había ninguna

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que superara al Uttaradit en potencia yvelocidad y Kerrigan se vio obligado adesechar la idea de abandonarlo. Había,un pueblo pesquero de una veintena dehabitantes con un solo establecimiento quehacía las veces de cantina y almacén. Enél pudieron comprar víveres y algúnobjeto -sombreros, chales o abalorios-que a los Merivale y a Holland se lesantojaron exóticos. Kerrigan propusopasar la noche allí y aguardar a que losesbirros y un técnico austriaco queencontraron en el pueblo dejaran en buenestado el maltrecho velero para al díasiguiente, muy de mañana, reemprender labúsqueda de islas paradisíacas. Mientrasel Uttaradit era inspeccionado alanochecer, el capitán y los pasajeros

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esperaron en la cantina y pidieron vino alempleado que la custodiaba. Seacomodaron en la única mesa que habíaallí y, de no haber sido por laintervención del austriaco, que en unmomento dado apareció paracomunicarles que el barco no teníaninguna avería y sin ser invitado se sentócon ellos, Kerrigan habría emborrachadoal doctor y a su amigo y habría partidoaquella misma noche con la señoraMerivale como única pasajera. Pero aqueltécnico perdido en aquel lugar quién sabepor qué razones ocultas echó a perder susplanes. Era un hombre tosco y locuaz, debarriga prominente, grandes mostachosazulados, pésimo acento inglés y grotescoapellido: Flock. Mostró excesivo

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asombro por que el capitán Kerriganhubiera proclamado que el pequeñovelero chino tenía una avería, bebiódemasiado impidiendo con ello que lohicieran Merivale y Holland e interrogótambién en exceso y con avidez a laseñora. Kerrigan estaba molesto por todoello y no dijo ni una palabra durante eltiempo que permanecieron en aquelestablecimiento ruinoso. Pero hubo unmomento en el que sintió casi irresistiblesimpulsos de propinar un puñetazo a Flocky tuvo que morderse los labios para nohacerlo: Beatrice apenas si contestaba conmonosílabos a las improcedentespreguntas que le hacía el austriaco, perolos megalómanos, en parte para evitar queFlock siguiera dirigiéndose a ella, en

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parte porque habían recobrado suoptimismo y buen humor con el vino quehabían ingerido, empezaron a hablar másde la cuenta y acabaron por confesar altécnico cuáles eran los motivos que leshabían llevado a aquel paraje. EntoncesFlock que probablemente era un buenhombre y no tenía malas intenciones,exclamó sorprendido:

«¡Ah, pero para eso tienen que ir más alsur! Aquí no encontrarán nada que sea desu agrado.»

«¿Más al sur?», preguntó entoncesHolland, y añadió: «¿En qué paralelo nosencontramos?»

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Fue entonces cuando Kerrigan estuvo apunto de derribar a Flock, pero tuvo quereprimirse y éste respondió:

«Estamos un poco más al norte, casilindando con el Trópico de Cáncer.»

Merivale, entonces, se encaró conKerrigan y le preguntó que cómoexplicaba aquello. El capitán, algonervioso, respondió que había tomadoaquella dirección sin consultarles por supropio bien: él conocía la zona a laperfección y sabía de la existencia denumerosas islas que cumplían todos losrequisitos necesarios para satisfacerles,pero los había visto tan empeñados en irhacia el sur que no se había atrevido a

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comunicarles que se había desviado portemor a que se hubiesen enfadado y lehubieran obligado a alterar el rumbo antesde llegar a aquella zona. Había supuestoque, al constatar la belleza de sus islas, lehabían de agradecer su iniciativa. Peroentonces Flock, respaldado por losmillonarios -que súbitamente recordaronsu desilusión de la mañana cuando habíanrecorrido el primer islote-, le dijo quedebía de estar equivocado. Él, manifestó,conocía muy bien aquella zona y tenía lacerteza de que las islas que se podíanencontrar por allí no tenían comparacióncon las que había más al sur, en lasCarolinas, y les aconsejó que tomaranaquella dirección. Kerrigan, tenaz,desautorizó las palabras del austriaco y

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dijo con tono ofendido que él sabía muybien lo que se traía entre manos y lesaseguraba que no habría virado si noestuviera convencido de que los islotesMarcus eran los más hermosos de todo elOcéano Pacífico. Flock soltó unacarcajada y se enzarzó en una discusiónsin fin. Él repetía una y otra vez que noencontrarían nada que fuera de su agradoen aquel lugar y Kerrigan, cada vez másexcitado, sostenía lo contrario. Losmillonarios se limitaban a decir que desdeluego lo que habían visto por la mañanano era digno de los elogios de Kerrigan ymás bien parecía demostrar que era Flockquien llevaba la razón. Así continuarondurante más de media hora hasta que derepente Beatrice Merivale dio, golpe en la

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mesa y dijo:

«Basta, caballeros. ¿A quién vamos acreer ¿A un miserable técnico que, comoes obvio», y miró a Flock con infinitodesprecio de arriba a abajo, «nunca hallegado a nada o a un marino de SuMajestad que ha demostrado conocer suoficio a la perfección, que goza de unaposición digna y seguramente de unbrillante historial que la modestia leimpide confesar, y que ha tenido lagenerosidad de aceptar nuestro insólitoofrecimiento cuando estábamosdesesperados y sus planes eran muydistintos? Parece mentira, señores, quetodavía puedan dudar sobre quién estádiciendo la verdad.»

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Merivale y Holland callaron y se miraronentre sí, abochornados. Hubo unossegundos de silencio y Kerriganaprovechó la ocasión para intervenir:

«Gracias, señora Merivale», dijo; «leagradezco lo que ha hecho por mí.Caballeros, si ustedes así lo desean, nosdirigiremos mañana hacia las Carolinas.No les reprocho que duden de mí porhaberles traído hasta aquí sin su permiso.Pero, créanme, lo hice impulsado por losmotivos que ya he mencionado y creo que,de una u otra forma, ya que estamos aquí,no perderán ustedes nada por que mañanaal amanecer visitemos las islas cercanas.Que nos haya defraudado el islote que hoy

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hemos visto no significa nada en absoluto.¿Acaso pensaban ustedes adquirir laprimera isla que encontraran? De ser así,no habrían necesitado de mis servicios.Les pido que confíen en mí y les prometoque si mañana no han hallado lo quedesean, partiremos inmediatamente hacialas Carolinas.»

Merivale y Holland volvieron a mirarse yentonces el primero expresó suconformidad y, en compañía del segundo,se excusó ante Kerrigan por haber dudadode sus conocimientos y de su integridad.Flock, que había permanecido callado yprobablemente humillado desde queBeatrice Merivale había golpeado la mesacon energía, se puso en pie y, sacando de

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su raída chaqueta un papel, se lo ofreció aReginald Holland al tiempo que decía:

–Como ustedes quieran. Al fin y al caboes asunto suyo. Pero permítanme que lesdé este mapa de la isla Marcus y susalrededores hecho por mí mismo. Síganlo;no dejen de ver una sola de las islas queestán señaladas en él. Véanlas y tengan enmejor opinión, después, a Dieter Flock.Comprobarán que era yo quien teníarazón.

Holland cogió el mapa de sus manos, lodesdobló, lo miró y se lo entregó aKerrigan no sin antes haber dejado que eldoctor Merivale le echara un vistazo porencima de su hombro. Kerrigan se lo

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guardó en el bolsillo superior de suchaqueta. Dieter Flock, cabizbajo, saliódel establecimiento; y cinco minutosdespués Kerrigan, Reginald Holland y elmatrimonio Merivale le siguieron.Llegaron hasta el Uttaradit y, trasdespedirse los unos de los otros hasta lamañana siguiente, todos se retiraron a susrespectivas cabinas para descansar delagitado día.

Como ve usted, señor Bayham, si losacontecimientos se precipitaron no fueprecisamente por culpa de Kerrigan quienhabía calculado que hasta que llegaran alas islas Brooks la paz reinaría en elbarco, sino que fue, como casi siempre

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sucede, por culpa del azar.

Al día siguiente Kerrigan se encontró conla desagradable sorpresa de que los dosesbirros chinos, demostrando ahora queno lo eran tanto, habían desaparecido.Interrogó a la gente del pueblo sobre suposible paradero y fue el mismo Flockquien, en la puerta del almacén deprovisiones y con una insolencia que teníamucho de venganza, le dijo que los habíavisto partir en una especie de canoa deremos antes del amanecer y le aseguró queno encontraría en la isla Marcus otros dosmarinos que los reemplazaran. Y así fue:Kerrigan no tuvo más remedio que zarparsin tripulación, o, mejor dicho, sin mástripulación que el doctor Merivale y el

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señor Holland, a los que hizo ver lagravedad del caso y forzó a desplegarvelámenes, trepar por escalerillas ymaniobrar con el timón bajo susinstrucciones. Kerrigan, durante la noche,había cavilado acerca de lo que tenía quehacer para demostrar que había sido él yno Flock quien había dicho la verdad. Lazona era desconocida para él y estabaconvencido de que el mapa del austriaco -una concienzuda obra hecha por unapersona que sabía de cartografía- eraexacto y de que la belleza de los islotesadyacentes a la isla Marcus erainexistente. Y decidió que lo mejor seríallegarse a toda marcha hasta las islasMarianas, de clima mucho más benigno yde mayores atributos paradisíacos, y

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hacer creer a los millonarios que éstas setrataban de aquéllos, confiando en que nose dieran cuenta del engaño cuando lesexplicara que se había visto obligado adar un gran rodeo para esquivar un tifónque se les acercaba y que ello había sidoel motivo de que hubieran tardado enllegar mucho más de lo que lo habíanhecho el día anterior desde los islotes a laisla. Por supuesto, todos lo creyeron,excepto seguramente Beatrice Merivale,que por entonces ya se había convertidoen una verdadera aliada del capitánKerrigan merced a su intervención encontra de Dieter Flock. Kerrigan estabacada vez más seguro de esto, pero lamezcla de incondicionalidad y pasividadque, por otra parte, ponía de manifiesto la

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señora Merivale en todos sus actos lehacía mantenerse todavía a la expectativa,algo confundido, sin atreverse a darningún paso por temor a que sussuposiciones fueran erróneas. Lo que elcapitán Kerrigan no advertía -poco y malconocedor de las mujeres- era queBeatrice Merivale pertenecía a una clasede personaje femenino que por timidez,por falta de afecto y por estaracostumbrado a que todo se lo den hecho,jamás pide las cosas directamente pormuy ardientes que sean sus deseos, sinoque siempre espera a que se las ofrezcan.

No sé qué maravillas logró hacer elcapitán Kerrigan con su improvisadatripulación -bueno, tampoco me haga

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caso; nada sé acerca de navegación y talvez no recuerdo los tiempos que me dionuestro infortunado capitán-, pero el casoes que divisaron las islas Marianas antesde que terminara la mañana. El doctorMerivale y Reginald Holland, para losque en realidad no existían ni eldesaliento ni el escepticismo, volvieron amostrarse entusiasmados por la vista quese les ofrecía. Se apuraron aún más en sustareas y en menos de una hora hubierondesembarcado en una isla que prometíareunir todos los requisitos indispensablespara convertirse en la futura ciudad deMerry Holland. Los dos hombres sedispusieron a recorrerla en cuantohubieron ayudado a Kerrigan a fijar laembarcación junto a la orilla e invitaron a

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Beatrice y al capitán a que losacompañasen. Ella contestó que no teníaganas y que se fiaba del buen gusto de sumarido y rechazó la sugerencia, yKerrigan hizo lo propio alegando quedeseaba revisar la avería que Flock habíasido incapaz de descubrir y que él seguíanotando cuando navegaba a ciertavelocidad.

De manera que los megalómanos,especialmente joviales por intuir que laisla iba a ser de su agrado, se adentraronsolos por aquellos parajes tropicales ybrindaron a Kerrigan y a la señoraMerivale la primera oportunidad de estara solas.

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Cuando al atardecer regresaron, Kerriganya había seducido a Beatrice Merivale, o-si usted lo prefiere así- BeatriceMerivale ya había seducido a Kerrigan.Como ya le dije antes, señor Bayham, fueel azar, disfrazado de Dieter Flock, lo queprecipitó los acontecimientos: el doctorHorace Merivale y su amigo Reginaldregresaron de su expedición tansatisfechos que no se dieron cuenta de loque había sucedido durante su ausencia -la ternura que es capaz de sentir el capitánKerrigan al parecer lo revelaba- y, llenosde gozo, comunicaron a éste y a la señoraMerivale que habían decidido comprar laisla y que sólo esperarían hasta el díasiguiente para ponerse de nuevo enmarcha y dirigirse hacia Hong-Kong,

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desde donde harían las gestionespertinentes para la adquisición legal.Como anteriormente le había sucedidocon su socio Lutz, Kerrigan se viosorprendido por lo único que no habíaprevisto. Rápidamente sopesó laposibilidad, de seguir engañándoles yhacerles creer que volvían al puerto chinopara en realidad continuar viajando haciaSan Francisco, pero -como también lehabía sucedido cuando, ante lacontraoferta de Lutz y Kolldehoff, decidióno seguir anticipándose a los hechos oesquivándolos y enfrentarse a ellos- ladesechó. Que Merivale y Holland nohubieran advertido que llevaba rumbonoroeste cuando lo suponían sureste erauna cosa; que no se dieran cuenta de que

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iban hacia el este cuando querían ir haciael oeste, otra muy distinta y, se le antojó,imposible. Aunque comportarse de estamanera (después de haber sorteadoinfatigablemente los peligros y lassituaciones apuradas abandonar la lucha)es algo muy característico de Kerrigan,creo que en aquella ocasión la existenciade Beatrice Merivale influyó en sudeterminación: Kerrigan sacó una pistoladel bolsillo derecho, de su chaqueta yencañonó a sus patronos. Estos, alprincipio, creyeron que se trataba de unabroma y Holland se permitió rogarle queapuntara hacia otro lado, pero cuandoKerrigan disparó contra la arena, los doshombres, sobresaltados, fruncieron elceño y esperaron a que el capitán hablase:

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«Ustedes no van a ir a ningún lado», dijo.«Se quedarán en esta isla que tanto lesgusta. Yo necesito el Uttaradit para llegarhasta Luzón y allí sacar un pasaje hastaSan Francisco con el dinero que medeben.»

Los dos caballeros no comprendían muybien de qué hablaba Kerrigan, peroempezaron a extrañarse de que hubieraperdido su fuerte acento inglés y supronunciación marcial para sustituirlospor una jerga inequívocamente americanay barriobajera, y, viendo que la cosa ibaen serio, se abstuvieron de hacerpreguntas y simplemente trataron dehacerle razonar. Le dijeron que para

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conseguir lo que se proponía no hacíafalta que los encañonase con un arma.Podían llegar todos hasta Hong- Kong yallí Kerrigan podría obtener un pasaje deprimera clase para San Francisco.Aseguraron que pensaban pagarleespléndidamente por sus servicios y quetendría todo lo que quisiera una vez quehubieran llegado a la ciudad china.Kerrigan, él mismo lo confiesa, dudó.Usted habrá podido comprobar a lo largode la narración que tenía más escrúpulosde los que él mismo se imaginaba. No lehabría costado ningún trabajo desvalijar yasesinar a sus pasajeros el mismo día quesalieron de Hong-Kong, y sin embargo nolo hizo. Pudo haberlos mantenido a raya yobligado a acatar sus órdenes cuando

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Flock les reveló que se encontrabanmucho más al norte de lo que pensaban,pero tampoco lo hizo; trató de guardar lasapariencias y de causarles el menor dañoposible. Se comportó con aquel par deimbéciles con benevolencia digna deelogio. Kerrigan, a pesar de su dureza,nunca fue un hombre seguro de sí mismo.Por todo ello dudó ante los razonamientosdel doctor Horace Merivale y de ReginaldHolland. Se volvió hacia Beatrice y leconsultó con la mirada. Ella hizo un gestoafirmativo.

«Pero hay otra cuestión, doctorMerivale», dijo entonces Kerrigan. «Suesposa quiere venir conmigo. ¿Qué diceusted a eso? Tengo que dejarles aquí y lo

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siento. No me son ustedes antipáticos.»

El doctor Merivale comprendió entonceslo que había sucedido durante su ausenciay su rostro alargado se contrajo de rabia.Miró a su esposa, luego a Kerrigan, y derepente, con un rápido ademán, levantó suafilado bastoncillo hasta ponerlo enposición horizontal y arremetió contra elcapitán, desgarrándole un costado. Alfallar parcialmente en su blanco el doctorMerivale perdió el equilibrio y cayó debruces al suelo, a espaldas de Kerrigan.Éste se volvió y le disparó en la nucacuando se estaba incorporando. Merivaletuvo tiempo todavía de oír cómo algunoshuesecillos de su cabeza se quebraban yvolvió a caer de bruces, muerto. Reginald

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Holland, presa de la histeria por lo queacababa de contemplar, se lanzó sobre elcapitán y lo derribó al suelo de unpuñetazo. Kerrigan cayó aturdido yHolland corrió hasta la embarcación,fondeada a muy pocos metros del lugar enque se hallaban, y se introdujo en una delas cabinas para salir inmediatamentedespués con una escopeta entre las manos.De pie sobre la popa del Uttaradit,apuntó a Kerrigan, pero éste ya se habíapuesto en pie y le aguardaba con el brazoderecho extendido. Disparó cuatro vecesantes de que Holland pudiera hacer fuegopor primera vez. Su bala se hundió en lafina arena de playa y él cayó al agua, juntoa la orilla, con la camisa ya empapada.

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Lo que sigue ya es otra historia. Lo quedio a Kerrigan el impulso necesario paracambiar definitivamente fue, en suma, unsimple affaire d'amour. No le hablaréacerca de él porque yo nunca he sabidohablar acerca del amor, usted lo habrácomprobado si ha leído mis novelas. Perodebería usted haberle escuchado…Kerrigan es un hombre de muy finasensibilidad. Pero yo no puedo hacerlo;caería en demasiados tópicos, no séhacerlo. Sólo le diré que su historia fuemuy hermosa.

Enterraron los cuerpos de Merivale yHolland y, sin más dilación, estuvieronamándose en aquella isla hasta que se les

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acabaron las provisiones. Discúlpeme sisoy prosaico, pero no puedo evitarlo.Beatrice Merivale no sólo pertenecía a laespecie de personajes femeninos queantes le describí: también era una mujerlánguida y amorosa. Bajo su aparentefrialdad había sentimientos apasionados,desenfrenados; e hizo feliz a Kerrigan, unhombre que nunca había tenido tiempo deenamorarse. Permanecieron en lo quejamás pudo ser Merry Holland durante unmes, y entonces pusieron en marcha elUttaradit y volvieron a Hong-Kong,desde donde se trasladaron a Jamshedpurpor vía férrea, ciudad en la que Beatrice,su marido y Holland habían residido.Beatrice heredó la fortuna del doctorMerivale y a los pocos meses se casó con

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Kerrigan. Se establecieron -por fin llegóallí el segundo de a bordo delTallahassee- en San Francisco ycompraron la isla, que no tiene nombre.Pasaban largas temporadas en ella, en unacasa que mandaron construir, y porsupuesto no tenían problemas de dinero.Ya sabe usted de dónde procede la fortunade Kerrigan, que abandonódefinitivamente sus vagabundeos yconsiguió alcanzar su vieja meta dehacerse inmensamente rico. La historia,aunque bonita, es vulgar, y lamento que mirelato termine así: preferiría que suasociación con Lutz fueracronológicamente posterior; me gusta másesa parte. Pero no es así. Olvidabadecirle que la versión que dieron de la

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muerte de Merivale y Holland fue bastanteimaginativa: aquella pareja de pobresmajaderos murieron para el mundo comoverdaderos héroes. Luchando contra loselementos, en pugna por vencer unahorrible tormenta en el Océano Pacífico,sus cuerpos fueron arrojados al mar por eloleaje. Kerrigan y Beatrice estuvieroncasados cuatro años y al cabo de estetiempo ella murió trágicamente en unacatástrofe ferroviaria cerca de SanFrancisco, cuando iba a reunirse con éltras una corta separación. Desde entoncesKerrigan no ha vuelto a ser el de antes.Nunca la ha olvidado y de vez en cuandola nostalgia es tan grande que no puedesoportarla. El único remedio que tienecontra estas crisis es abandonarlo todo e

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irse a pasar una temporada en su isla.Nadie más que él y Beatrice ha puesto lospies allí, si exceptuamos al doctor HoraceMerivale ya Reginald Holland, que allíyacen enterrados para siempre. En estelugar sus recuerdos se avivan y, lejos deentristecerle aún más, actúan como unsedante para él.

De toda esta historia yo sólo suponíaalgunas cosas hasta que hace unos días elcapitán Kerrigan me reveló lospormenores. Su borrachera se debió aque, sorprendido por una de sus crisisdurante la travesía, no pudo soportar laidea de tener que permanecer a bordo delTallahassee sin poder trasladarse a suisla. Si puso en peligro las vidas de la

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señorita Cook, el capitán Seebohm y laseñorita Bonington fue porque estabadesesperado y no sabía lo que hacía, peroen ningún momento se propuso hacerlesdaño. Por eso me pidió que lo excusaraante todos ustedes y que le relatara estahistoria. Sí, decididamente me alegro deque la señorita Bonington no la hayaescuchado; tal vez sea demasiado crudapara los oídos de una mujer tan frágilcomo ella parece ser. Pero de momento yatodo ha pasado y el capitán Kerrigan havuelto a comportarse como un caballero.Crea que lo es y espero que mi narraciónhaya servido para hacerle cambiar deopinión con respecto a él. Le he contadoalgunos de los desmanes y abusos quecometió pero pienso que tal vez haya sido

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lo suficientemente hábil como para dejardeslizar también algunos detalles quedemuestran que dejó de ser un hombre sinescrúpulos para convertirse en un serzarandeado por las circunstancias yatormentado por el pasado. ¿Sabe?Kerrigan no ha vuelto a matar a nadiedesde que acabó con Reginald Holland.Aunque ahora, si lo pienso bien, me doycuenta de que apenas si le he hablado delproceso que experimentó desde que seenamoró de Beatrice Merivale hasta hoydía. Su cambio fue gradual -tiene laprueba en su falta de dureza para congente como Lutz, Kolldehoff, Merivale yHolland-, pero cuando se enamoró deBeatrice dejó de serlo. No le he habladode esto apenas porque, se lo repito una

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vez más, nunca he sabido decir cosasinteligentes acerca del amor; aunque talvez debería aprender a hacerlo. Algunosde mis colegas son genios para esto yescriben páginas inolvidables, pero yo mesonrojo sólo de pensar en ello. Tampocohe sido nunca capaz de hacerlo con lasmujeres que he amado; yo… – VíctorArledge se interrumpió. Con gestomalhumorado miró su reloj y comprobóque ya era tarde. Se levantó de su butaca,se observó con detenimiento en el espejodel armario de su camarote: se atusó elpelo y se estiró la corbata. Y entoncescogió su bastoncillo y se encaminó haciael comedor con la esperanza de quetodavía le dieran de cenar.

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LIBRO SEXTO

Todo empeoró aún más cuando se supoque el capitán Joseph Dunhill Kerriganhabía matado al contramaestre EugeneCollins. Fordington-Lewthwaite, unhombre que tenía el ambicioso proyectode escalar los peldaños que fuerannecesarios para llegar a ser capitánpropietario, no había quedado muysatisfecho, desde su posición de merooficial, con la explicación que se habíadado de la muerte de Collins y que más omenos todo el mundo había aceptado

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como cierta -incluido el coronel McLiamdel Cuerpo de Policía Británica enAlejandría-, y una vez que tuvo en supoder el gobierno del barco, creyó queaveriguar lo que realmente había sucedidole valdría una recompensa. Guiándoseúnicamente por su intuición, decidió queun hombre tan violento como Kerrigan -quien, de no haber lanzado por la borda aAmanda Cook, se habría quedado ensimple borracho- tenía por fuerza quehaber intervenido en la desaparición delcontramaestre. Sobre todo cuando éste,pendenciero y provocador, se llevaba muymal con el segundo oficial delTallahassee. Fordington-Lewthwaite seamparó en el hecho de que el capitánKerrigan estaba ya absolutamente

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desprestigiado entre los pasajeros delvelero -y que por tanto éstos, a cuya másservil disposición estaba Fordington-Lewthwaite, no pondrían objeciones a quese le declarara culpable de la muerte deCollins- y una semana después de queLéonide Meffre fuera arrojado a las aguasdel Mediterráneo reclutó a dosvoluntarios y se encerró con ellos yKerrigan en el camarote de este último.Víctor Arledge y Lederer Tourneur losvieron entrar con paso decidido, y,extrañados, aguardaron, paseando por losalrededores, a que salieran. Fordington-Lewthwaite y sus subordinados tardaronuna hora en hacerlo y durante este tiempolos dos escritores oyeron golpes y gritosque procedían del camarote de Kerrigan y

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empezaron a alarmarse, pero no seatrevieron a irrumpir en la habitación.Cuando Fordington-Lewthwaite salióestaba sudando, en mangas de camisa ymuy satisfecho a juzgar por la expresiónde su rostro. Arledge y Tourneur salierona su encuentro y le interrogaron con lamirada; y entonces aquel oficial pomposoy academicista les dio la noticia: Kerriganhabía confesado ser el asesino de Collins.

Al parecer, la intuición de Fordington-Lewthwaite no se había equivocado y,aunque en un principio obróarbitrariamente y desde luego sus métodosno eran recomendables, había acertado ensus suposiciones. Kerrigan y Collins, una

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noche, se habían enzarzado en unadiscusión acerca del trato que éste daba ala marinería y habían acabado por llegar alas manos. Collins había sacado un puñaly Kerrigan, en defensa propia según todoslos indicios -si bien Fordington-Lewthwaite se guardó bien de decirlo-, lehabía cortado el cuello con una de lasgruesas cuerdas que, enrolladas enespiral, abundaban sobre la cubierta delTallahassee. Y después -y en ello sebasaba principalmente Fordington-Lewthwaite para acusarle de asesinato- lohabía rematado pegándole un tiro en eloccipucio -a quemarropa, por lo quenadie había oído la detonación- y habíadeslizado el cadáver por la borda lenta ycuidadosamente para que nadie pudiera

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tampoco escuchar el ruido que habríahecho al entrar en contacto con el agua,colocado en una postura verdaderamentegrotesca sobre uno de los rollos de cuerdacon la ayuda de unas poleas. AunqueArledge se sintió ofendido porqueKerrigan no hubiera incluido esteepisodio -tal vez demasiado reciente paraser revelado- en sus confidencias, nopudo creer al principio aquella versión delos detalles del crimen. Sin embargo sevio obligado a hacerlo cuando dos díasdespués Fordington-Lewthwaite presentópruebas irrefutables: el arma con queKerrigan había disparado contra la cabezade Collins, una confesión en toda reglahecha por escrito y al parecer voluntaria,y algunos objetos personales del

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contramaestre que se habían encontradoen uno de los cajones de la cómoda delcamarote del capitán y que demostrabanque Kerrigan no sólo era un asesinoirascible sino también un ladrón. Yaunque Arledge, asimismo, podría haberpensado que las pruebas eran falsas y quehabían sido preparadas por el mismoFordington-Lewthwaite, sabía que éste, apesar de ser un bárbaro ambicioso, pornada del mundo habría pisado el terrenode la ilegalidad -aparte de carecer de laimaginación necesaria para urdir talespormenores.

Aquella mala nueva sirvió paradesentumecer un poco y hacer salir de suensimismamiento a los expedicionarios,

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que consideraron la revelación deFordington-Lewthwaite como algo que yano se podía consentir. Hastiados y todavíaafectados por el comportamiento deKerrigan en cubierta, no habían sabidoreaccionar con indignación -si olvidamosa la señorita Bonington- cuando Arledge,con mucha sangre fría, mató a Meffre.Pero cuando supieron que Kerrigan habíaasesinado a Eugene Collins -del cual lamayor parte de ellos ni se acordaba-montaron en cólera y, espoleados por laira liberada, sacaron a relucir la muertedel poeta francés como uno más de lospeldaños que la violencia y la impunidadhabían escalado a bordo de aquel navíoendemoniado, y Arledge sufrió lasconsecuencias. La señorita Cook, el señor

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Littlefield y el señor Beauvais le retiraronel saludo repentinamente; FlorenceBonington, con la satisfacción que otorgael acatamiento final de proposiciones unavez desoídas, llegó a insultarle durante eltranscurso de un almuerzo; los Handl,inéditos durante toda la travesía,mantuvieron su postura y no salieron en sudefensa; Hugh Everett Bayham se mostrócon él aún más seco de lo que lo habíahecho hasta entonces; y sólo LedererTourneur -un caballero que acabó porresultar cargante pero que sin duda eraecuánime- no cambió de actitud conrespecto a él, si bien tampoco osóenfrentarse a sus compañeros y se limitó apermanecer en una posición digna peropasiva. Es evidente que aquel rencor que

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se desató de manera general en contra deVictor Arledge no se debíaprincipalmente al hecho de que se hubierabatido con Léonide Meffre y hubierasalido airoso del lance, sino más bien aque de todos era bien sabido que Arledgeera el único, amigo de Kerrigan, y al estarencerrado y lejos de su alcance elverdadero causante de todos sus males,los viajeros tomaron como blanco de suspullas y redentor de sus sufrimientos alnovelista inglés afincado en Francia, elmás cercano al capitán Kerrigan. Arledgetrató de reaccionar ante aquel trato que sele dispensaba con tanta altanería comopudo y procuró dejarse ver lo menosposible; ya no volvió a meditar sentado enlas hamacas de popa, sus paseos se

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hicieron infrecuentes, ordenó que lellevaran el almuerzo a su camarote y sólosalía para cenar en el último turno, cuandosólo algunos trasnochadores y tahúresimprovisados ocupaban los comedores.Incluso pasó días enteros encerrado en sucabina, garabateando frases inconexas quepor desgracia no están ahora en mi poder.Pero el desdén de sus compañeros deviaje no fue lo que acabó de trastornar aVictor Arledge. Sus deseos de averiguaren qué habían consistido las peripecias deHugh Everett Bayham en Escocia, desaber quiénes eran las hermanas quehabitaban el piso inferior de la casa enque había sido recluido, de desvelar elmisterio que había tras de la joven que losedujo, seguían atormentándole; y se dio

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cuenta de que a medida que el tiempo ibapasando, por unas u otras causas susposibilidades de llegar algún día adesenterrar todo aquello disminuían apasos agigantados. Sus relaciones conaquel caballero, que habían empezado porser tirantes, más tarde se habíanenmendado levemente y después se habíanhecho frías, habían terminado por noexistir. Las pocas veces que se cruzabanen un pasillo o en la cubierta del veleroHugh Everett Bayham daba por salvada subuena educación con una simpleinclinación de cabeza y tanto él como losdemás pasajeros se retiraban con pocodisimulo cuando él aparecía en algunahabitación en la que los otros estuvieranreunidos. Lo más probable es que Victor

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Arledge, de haberse inclinado por la otraalternativa después de la muerte deLéonide Meffre -aquella noche de su tristecavilar-, habría obligado a Fordington-Lewthwaite a hacer una escala en Orán oMostaganem y habría abandonado elTallahassee para siempre. Pero sucuriosidad -en verdad cargada deoptimismo- y la pérdida total del sentidode la proporción -entre muchos otros- selo impidieron. Y le impelieron a soportaraquel crucero hasta el final.

Pero -como se suele decir en casi todaslas situaciones que han alcanzado unelevado grado de humillación- todavía nohabía llegado lo peor: Kerrigan logróescaparse y ello agravó de forma

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inesperada la situación de Victor Arledge.

Una mañana dos de los secuaces deFordington-Lewthwaite, encargados devigilar y alimentar al capitán,descubrieron -cuando se disponían adejarle su parco desayuno y tal vez apropinarle la diaria paliza que, segúnalgunos informes, Fordington-Lewthwaiteexigía- que el capitán Kerrigan habíaconseguido abrir su puerta y burlar lacustodia de sus guardianes nocturnos -unapareja de fornidos marineros muy dados aabandonar su puesto para ir a ingerirscotch y taconear ruidosamente con suscompañeros y que se dejaban vencer porel sueño con gran facilidad- y,aprovechando algún descuido de éstos,

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había huido del velero. Se echó en falta unbote y obviamente se supuso que Kerriganlo había utilizado para llevar a cabo sufuga. Fordington-Lewthwaite acogió lanoticia con voces y juramentos y seencargó personalmente de castigar a losnegligentes; pero no sólo se limitó a eso:indignado, iracundo, excesivamentealterado, se dirigió hacia el camarote deArledge, derribó la puerta de un empellóny penetró -decir sólo abruptamente seríafaltar a la verdad- en los aposentos delescritor inglés, que en aquel instante seestaba acabando de vestir y que le recibiócon una mirada tan fría como el viento delas colinas.

–¿Cómo lo hizo? – preguntó Fordington-

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Lewthwaite-. ¿Cómo lo consiguió?¡Contésteme!

Arledge lo miró de arriba a abajo yrespondió:

–No sé de qué me está usted hablando,pero debo advertirle que no será fácilarreglar esa puerta. Mejor sería que fueraya avisando a algunos de sus hombrespara que empiecen a intentarlo.

Fordington-Lewthwaite obsequió a susojos con un brillo de furor mal contenido,se acercó a Arledge y le cogió por lassolapas de la chaqueta que se acababa deponer. Algunos viajeros contemplaban laescena desde el quicio de la puerta

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derribada.

–¡Le he hecho una pregunta, señorArledge, y quiero que me conteste! ¿Cómologró abrir la puerta? ¿Fue usted? ¡Claroque fue usted!

Arledge, a pesar de su abatimientogeneral, aún conservaba gran parte de suvalor. Sin pestañear, y mirando fijamentea Fordington- Lewthwaite, dijo:

–Mi querido amigo, le aconsejo que quitesus manos de mi traje si no quiere verseen la misma situación que el poetaLéonide Meffre, que era un hombre muchomás sensato que usted.

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Fordington-Lewthwaite, algo acobardadopor el gélido tono que había empleadoVictor Arledge y tal vez por el recuerdodel cuerpo de Meffre cayendo al mar,volvió en sí y retiró sus manos de lassolapas de la chaqueta de aquél; ya conmenos convicción volvió a preguntar:

–¿Le ayudó usted a escapar?

Arledge se estiró el traje y respondió:

–Sigo sin saber de qué me habla, oficial.

–No trate de fingir, Arledge. Lo sabeperfectamente. Kerrigan ha huido.

El tono de Arledge se hizo aún más duro y

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despectivo.

–Usted, marino, es tan poco sutil -dijo-que nunca podría darse cuenta de cuándoestoy fingiendo y cuándo no, y por ello nole reprocho que piense que ahora lo hago.Pero está usted muy equivocado. Mehabría gustado ayudar a escapar al capitánKerrigan, pero no lo hice y crea que lolamento de veras. Debió habérsemeocurrido.

Entonces Fordington-Lewthwaite perdiódefinitivamente el control de sus nervios.Se volvió hacia la cada vez más numerosaconcurrencia y gritó:

–¿Lo han oído? ¿Lo han oído todos bien?

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¡Ha confesado que fue él quien ayudó aescapar a Kerrigan!

Lederer Tourneur intervino entonces:

–No diga estupideces, Fordington-Lewthwaite. Todos hemos oído lo que elseñor Arledge ha dicho;

Fordington-Lewthwaite se encaró denuevo con Arledge y dijo:

–Usted ha confesado que le habría gustadoayudar a escapar a Kerrigan, ¿no escierto?

–Así es.

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–¿Cómo sabemos, entonces, que no lo hahecho?

–Una pregunta tan idiota no merececontestación -respondió Arledge.

Fordington-Lewthwaite dio entonces unospasos hacia el umbral de la puerta y dijo:

–¡Wonham! ¡Venga con unos hombres yarreste inmediatamente a este sujeto!

Algunos marinos y el citado Wonham sellegaron hasta el lugar en que estabaFordington-Lewthwaite, pero entoncesLederer Tourneur se interpuso y dijo:

–Escuche, Fordington-Lewthwaite. Está

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usted exagerando. No abuse de su poder,que al fin y al cabo no le va a durarmucho. Ya sabe que el capitán Seebohmestá prácticamente restablecido, y yotambién puedo darle mi versión de loshechos. Está usted obrando de formailegal. Tenga por seguro que si arresta alseñor Arledge le acusaré de más de uncargo en cuanto estemos en territorio dejurisdicción británica.

Fordington-Lewthwaite, seguramente,recordó sus aspiraciones de llegar a sercapitán propietario algún día y pareciócalmarse un poco con las palabras queTourneur en un aparte -en voz losuficientemente baja como para que losdemás pasajeros sólo oyeran un

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murmullo- le había dirigido.

–Está bien -respondió-. Pero lo que no meimpedirá es que lo tenga bajo vigilancia.Soy el responsable provisional de estebarco y ya ha habido demasiadascatástrofes a bordo. No estoy dispuesto aconsentir que este individuo puedacometer ningún otro delito. Es de lamisma calaña que Kerrigan. Y por tantoes muy peligroso.

–Creo que se equivoca usted, pero, si asílo desea, puede vigilarlo, que yo no se loimpediré. Lo que no estoy dispuesto atolerar es que se arreste a un hombre sintener pruebas de que haya cometidoninguna fechoría. Y le advierto que no

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aceptaré ninguna prueba que demuestreque el señor Arledge ayudó a escapar aKerrigan que no sea auténtica.

El rostro de Fordington-Lewthwaite setomó grave.

–Jamás haría eso, señor Tourneur -dijo yaen un tono contemporizador-. Lamento loocurrido. Estaba fuera de mí. Le ruegoque me disculpe.

–A quien debería pedir disculpas es alseñor Arledge, Fordington- Lewthwaite, yno a mí.

Fordington-Lewthwaite miró a Arledge,que se había sentado en una butaca y había

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encendido un cigarrillo, y contestó:

–Eso es pedir demasiado.

Y acto seguido dio una orden y Wonham,sus marinos y él se retiraron con pasoligero.

Sin embargo, el mal ya estaba hecho:Lederer Tourneur, a pesar de su buenavoluntad, cometió el error de hablar envoz baja con Fordington-Lewthwaite y deno dar posteriormente más explicacionesa sus compañeros de viaje. O tal vez nofue un error. El cuentista inglés era unhombre que se daba por satisfecho conactuar justamente, pero no tenía ningún

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interés por que su ecuanimidad fuerareconocida públicamente; su satisfacciónera personal, privada, y lo que élconsideraba importante era estar en pazconsigo mismo y no con los demás. Yfueron estos modestos planteamientos losque hicieron que Lederer Tourneurinterviniera en favor de Arledge, y no suaprecio por el novelista. Tourneur secontentó con la retirada de Wonham y susmarinos y con ello dio pie a que lospasajeros, que sólo habían escuchado lasacusaciones de Fordington-Lewthwaite ylas impertinentes respuestas de VíctorArledge, retuvieran en sus memorias sóloaquellas palabras. Arledge ni siquiera sehabía tomado la molestia de defenderse yhabía mantenido una postura antipática

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según el criterio de los expedicionarios; yéstos, ya previamente en contra de él,dieron por supuesto que Fordington-Lewthwaite llevaba la razón yconsideraron que sus improperios habíanestado justificados. Víctor Arledge, unavez más, sufrió las consecuencias delcarácter rebelde y aventurero del capitánKerrigan, quien, sin saberlo, tanto mal lehizo y tan relevante papel desempeñó enlos tormentos de los últimos años de lavida del escritor.

Cuando el Tallahassee estaba ya surcandoaguas marroquíes y aquellos pasajerosque ponían fin a su travesía en la ciudadde Tánger salían de sus escondites y

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comentaban animados sobre cubierta elinminente término del crucero, VíctorArledge, después de tres amargos días deenclaustramiento, salió de su camarote yse encaminó hacia las hamacas de popa,desiertas como de costumbre. Se sentó enuna de ellas y permaneció durante quinceminutos en tensión, contemplando elhorizonte y después se levantó y buscócon la mirada a algún miembro de latripulación. Cuando lo encontró -unmuchacho de corta edad que seguramentedesempeñaba el cargo de grumete- sellegó hasta él y le entregó una notaordenándole que se la entregara al señorHugh Everett Bayham en persona. Elgrumete prometió hacerlo en el acto yArledge regresó a las hamacas de popa y

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volvió a tomar asiento. Allí aguardóensimismado y consumiendo cantidadesingentes de cigarrillos durante cerca decuarenta y cinco minutos, hasta que por finoyó pasos que se aproximaban y se pusoen pie. Eran Lederer y Marjorie Tourneur,que, joviales por la idea de que prontoiban a desembarcar en Tánger y con ello aperder definitivamente de vista elTallahassee, estaban dando un paseo porel barco cogidos del brazo. Al ver aArledge sonrieron, estrecharon su manocon calor y se sentaron junto a él.Arledge, al parecer, se mostró nervioso eintranquilo durante toda la conversaciónque sostuvo con el matrimonio.

–¿Cómo se encuentra usted? – le preguntó

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Tourneur-. Hace días que no sale.

–Bueno, señor Tourneur -contestóArledge-, usted sabe mejor que nadie quemi presencia no es bien acogida enninguna parte del Tallahassee.

Los Tourneur estaban de buen humor yLederer le dio una improcedente palmadaen la espalda y repuso:

–No debe usted acobardarse, Arledge.Piense que todavía le queda por pasar eneste barco mucho tiempo. Si sigue ustedasí, no podrá proseguir el viaje.

–Bueno, ya saben ustedes la última noticiaacerca de esto, me imagino. Lo más

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probable es que el Tallahassee nocontinúe hasta la Antártida. Fordington-Lewthwaite se ha reunido con los demásoficiales y les ha dado un detalladoinforme de la situación. Estamos en unascondiciones irrisorias para acometer talempresa. Es descabellado.

–No sabía nada -dijo Tourneur-, y lo queme pregunto es cómo usted, que está tanapartado de la vida social del velero,tiene esa información.

–Como sabe, dos gigantones guardan mimaltrecha puerta. Anoche oí suscomentarios. Creí que la noticia era deldominio público y que yo era el último enenterarme. Verá: el capitán Seebohm,

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aunque prácticamente restablecido, estámuy débil para adentrarse por quién sabecuántos meses en el Atlántico; Kerrigan…todos sabemos qué ha sido delorganizador de esta aventura disparatada;Fordington- Lewthwaite no tienesuficiente experiencia para suplantarlesdurante tanto tiempo y además no posee elgrado de capitán; los poneys deManchuria han muerto en su mayoría y nocreo que en Tánger podamos conseguir nitan siquiera perros adecuados; lospasajeros están cansados, arrepentidos dehaber exigido este crucero previo, yalgunos de ellos han manifestado ya susdeseos de cancelar la expedición ydesembarcar también en Tánger -o bienponer rumbo a Marsella- para regresar

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desde allí a sus hogares; y la tripulación,tácitamente, también apoya a este grupo.Sólo los investigadores científicosinsisten en llegar hasta el polo sur. Aleganque, de ser suspendida la expedición,ellos no habrán hecho más que perder suvalioso tiempo y amenazan con exigir unafuerte indemnización si el Tallahassee sequeda en Tánger. Pero, ya sabe, somosnosotros quienes finalmente financiamosel proyecto y supongo que serán nuestrosdeseos los que prevalecerán. Es casiseguro que todos desembarcaremos enTánger.

Lederer Tourneur suspiró, se pasó unamano por su larga cabellera rubia, ypreguntó:

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–¿Y usted qué opina, Arledge?

–Yo me alegro, señor Tourneur, comopodrá usted imaginar. Deseoardientemente estar de nuevo en miconfortable piso de la rue Buffault o pasaruna temporada en el campo. Crea queecho mucho de menos todo eso: latranquilidad, la vida ordenada, el sosiego.Aunque el capitán Seebohm ha de tomartodavía una decisión -por culpa de losinvestigadores únicamente-, espero conalegría el momento de llegar a Tánger.Estoy convencido de que mi viajeterminará allí.

–¿Aunque, por un azar, se decida

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proseguir hasta la Antártida? – intervinoMarjorie Tourneur.

–Aun así -respondió Arledge-. El únicointerés que este viaje tenía para mí está apunto de ser satisfecho -e, inquieto, sevolvió para mirar hacia atrás.

–Sí, comprendo que el crucero no hayaresultado muy agradable para usted. Lascosas se han complicado tontamente yusted ha pagado por ello. Elcomportamiento de Lambert Littlefield yde la señorita Cook, sobre todo, ha sidoexasperante.

–Sí -respondió Arledge agradecido por lasimpatía de la señora Tourneur-, pero

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tampoco importa ya. Tal vez mis gestioneshabrían tenido el éxito asegurado deantemano de no haber sido por ellos y porla señorita Bonington, pero el resultadode esas gestiones ahora no depende ya degente como ellos. Por otra parte -añadió-,creo que cometí un error al aceptar eldesafío de Meffre y por ello me temo queparte de la culpa de todo ha sido mía.

Tourneur le interrumpió con calor:

–Usted no tuvo más remedio que aceptar,Arledge. No diga tonterías. El duelo fuelegal, y si usted es buen tirador nadietiene la culpa de ello. Todos lamentamosla muerte de Meffre como habríamoslamentado la suya, pero el error lo

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cometió él al retarle sabiendo que ustedtenía todas las de ganar. ¿Qué otra cosapodía usted haber hecho? Todos somoscaballeros, ¿no es así?

Arledge no sólo estaba nervioso eintranquilo; también parecía enormementefatigado. Guardó silencio durante unossegundos y entonces dijo pausadamente:

–Sí, señor Tourneur, todos somoscaballeros, incluido el capitán Kerrigan.

Lederer Tourneur y su esposa, algoconfundidos por el extraño estado deArledge y por las alusiones que habíahecho a gestiones e intereses cuyosignificado y contenido eran desconocidos

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para ellos, se pusieron en pie y sedespidieron cordialmente de él hasta otrorato y se dispusieron a reanudar su paseopor cubierta.

Lo que ahora sigue lo he logrado saber através de un sobrino de Lederer Tourneur.Su tío, hoy muerto, se lo contaba comouna de las escenas más deplorables quejamás había contemplado. Censuraba laconducta de Víctor Arledge y la tachabade verdadero insulto a la dignidad de lapersona. Ojalá que Lederer Tourneur nohubiera sido tan estricto ni tan caballero.Ahora podríamos saber con exactitudcuáles fueron las causas decisivas delretiro y muerte de Arledge y notendríamos que contentarnos con vagas

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suposiciones y más o menos acertadasconclusiones.

Cuando el matrimonio Tourneur, comodigo, se disponía a reanudar su paseo porla cubierta, Hugh Everett Bayham sepresentó en las hamacas de popa, saludócon una ligera y apresurada inclinación decabeza al cuentista y a su esposa -quienesal verle con el rostro enrojecido,preocupados por lo que pudiera suceder,se detuvieron y permanecieron allídurante unos tres minutos hasta quecomprobaron a qué se debía suindignación y, violentos, se retiraronprecipitadamente- y se encaró con VictorArledge. Éste contuvo la respiracióncomo si temiera que Bayham pudiera

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golpearle y estuviera dispuesto a recibirla agresión sin inmutarse. Pero el pianistase limitó a agitar en el aire la nota queArledge había entregado al grumete y apreguntar de malos modos:

–¿Qué significa este mensaje, Arledge?

Arledge, sin duda, se sentía cohibido porla presencia del matrimonio Tourneur, ydudó un instante para inmediatamentedespués hacer un movimiento con lacabeza que indicaba que había tomado unaresolución y contestar:

–Significa lo que dice su texto. Supongoque lo habrá leído. Y creo que no haymotivo para alterarse tanto.

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Bayham desdobló el papel y lo leyó envoz alta:

–«Estimado señor Bayham: le ruego quese reúna conmigo en las hamacas de popatan pronto como le sea posible. Deseoconversar con usted acerca de un tema degran importancia (al menos para mí latiene): su reciente estancia en tierrasescocesas. Espero que no tengainconveniente en acceder a mi petición.Créame que no la haría si la cuestión nofuera de vital importancia para mí -se lorepito una vez más-. Atentamente, VictorArledge.»

El novelista no pudo por menos de

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sonrojarse y dijo:

–No creo que fuera necesario leer eso enpúblico, señor Bayham, pero, ya que lo hahecho, me parece que todos estaremos deacuerdo en que la nota es clara aunque elestilo no esté muy cuidado.

–La nota es demasiado clara, señorArledge, y por eso me choca. Creía quehabíamos zanjado este asunto de una vez ypara siempre en Alejandría.

–Usted lo zanjó, señor Bayham, no yo. Esuna cuestión que me sigue interesandovivamente.

–¿Pero por qué? – No sabría explicárselo,

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y aunque supiera creo que no podríahacerlo. Usted no lo entendería.Conformémonos con decir que me sugirióuna nueva novela. Tal vez esa respuesta lesatisfaga, señor Bayham.

–Desde luego que no lo entiendo. Nosabía que la curiosidad estuviera tanarraigada en usted y debo decirle que ellome sorprende desagradablemente.

–Tan arraigada está, señor Bayham -leinterrumpió Arledge.

–Cuando tuvimos aquel roce enAlejandría -prosiguió el pianista- meextrañó su constancia, pero creí que todohabía quedado aclarado mientras

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veníamos hacia el velero, durante aquellaconversación que sostuvimos de caminohacia el puerto. Pero ahora me encuentrocon que usted ha estado rumiando estacuestión desde entonces. Es usted muytenaz.

En aquellos momentos Arledge todavíaconservaba su tibieza y su sentido delhumor.

–Aunque su figuración animal no mehonra, señor Bayham -dijo-, reconozcoque es la más exacta de cuantas podríausted haber empleado y le felicito porello.

–No es momento de hacer bromas,

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Arledge. Vuelvo a hacerle mi pregunta:¿qué significa este mensaje?

–Significa que deseo que me diga laverdad -respondió entonces Arledge algoimpacientado- acerca de lo que le sucedióa usted en Escocia tras haber sidosecuestrado por tres hombres en un cocheal que usted subió por su propia voluntaddespués de haber interpretado, una noche,un brillante concierto para piano cuyoprograma consistía en obras de Brahms yClementi.

Bayham le miró estupefacto y entoncesgritó:

–¡Maldición! Nunca hubo tal coche. El

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rostro de Víctor Arledge se descompusodefinitivamente al oír aquellaexclamación. Cogió a Bayham del faldónde su chaqueta y, permaneciendo aúnsentado, lo atrajo hacia sí.

–¿No hubo nunca tal coche? – repitió.¿Qué quiere usted decir con eso?

Hugh Everett Bayham pareció darsecuenta de que había hablado demasiado.Se zafó de Arledge con un violentomanotazo y dijo:

–No he querido decir nada. Déjeme enpaz. Arledge se levantó y volvió acogerle, esta vez por las solapas de lachaqueta. Gritó en un tono que era mezcla

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de ruego y exigencia:

–¡No, ahora tiene que decírmelo! ¡Ahoratiene que contármelo todo!

Bayham volvió a soltarse de la presión delas manos de Arledge y repuso:

–No le contaré nada, señor Arledge. Notengo por qué hacerlo. Mis asuntos sonprivados y sólo a mí me conciernen.Olvide esa historia de una vez.

Pero Arledge, al parecer, había perdidotodo control sobre sí mismo. No meatrevo a transcribir sus vehementessúplicas, pero, según el relato del sobrinode Lederer Tourneur, fueron bochornosas.

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Imploró incansablemente; una y otra vezagarraba a Bayham y lo zarandeaba hastaque éste se volvía a zafar: inclusolloriqueó. Sin duda Lederer Tourneur, uncaballero tan sobrio y contenido, se sintióafectado por aquella escena y la reprobódesde el principio hasta el final. No quisover más y, cogiendo del brazo a suesposa, se retiró silenciosamente.Mientras se alejaban aún pudo oír la vozde Hugh Everett Bayham que -seguramente al ver a Arledge en aquelestado de desesperación y más que otracosa por temor a que hiciera algunalocura- accedía a contarle lo querealmente había sucedido en Escocia:algo que para Lederer Tourneur no teníael menor significado ni, por supuesto, el

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menor interés.

Nadie ha logrado averiguar hasta la fechaqué le sucedió realmente a Hugh EverettBayham en Escocia, pero lo que esindudable es que, fuera lo que fuese,defraudó a Victor Arledge. Si todo erauna mentira y no sólo fue el coche lo quenunca existió, si todo fue un invento deBayham para justificar una ausenciainjustificable, si se trató de una simpleartimaña para despertar los celos de suesposa Margaret Holloway y provocar laseparación, o si sólo fue el coche lo queno existió pero la historia acababa allídonde Esmond Handl en su carta le habíapuesto punto final, es algo que nunca

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sabremos o que por lo menos yo he sidoincapaz de averiguar. Pero a veces piensoque poco importa y que en verdad, fueralo que fuese, no merecería ser contado.

A la mañana siguiente Victor Arledgesalió de su camarote a hora muy temprana.Su aspecto era más saludable que durantelos días anteriores y su semblanterezumaba serenidad.

Se dirigió hacia los comedores ydesayunó en compañía de los demáspasajeros, que si bien no se mostraroncordiales con él, sí le saludaron concortesía -tal vez permitida gracias a laalegría que les invadió durante aquellosúltimos días de crucero-. Pasó el día

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dedicado a las ocupaciones que hasta lamuerte de Léonide Meffre habían sido lashabituales en él y sólo cruzó algunaspalabras con Esmond y Clara Handl; perono se esforzó, como había venidohaciendo hasta entonces, por evitar lasmiradas de reproche y los cuchicheos delos demás expedicionarios a su alrededor.Su conducta ya no volvió a experimentarningún cambio durante el resto de latravesía: se mostró tímidamente amable yparece ser que intentó reconciliarse conalgunos pasajeros, en especial con laseñorita Cook, con el señor LambertLittlefield y con el señor Beauvais. Eincluso, en un verdadero acto de renuncia,pidió al señor Bayham y al doctorBonington que le enseñaran a jugar a las

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cartas y pasó toda una velada en sucompañía aprendiendo a distinguir losdistintos valores de los naipes.

El capitán Eustace Seebohm se recuperódefinitivamente de su herida y se encontrócon las fuerzas suficientes para volver ahacerse cargo del barco, y aunque elloreavivó el recuerdo del capitán JosephDunhill Kerrigan y del mal que habíahecho, los pasajeros del Tallahassee,demasiado contentos para sentir de nuevoirritación, no se ensañaron en susacometidas contra Victor Arledge ysimplemente procuraron no sacar aquellostemas de conversación que no eran gratosy no permanecer excesivos minutos encompañía del novelista. Fordington-

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Lewthwaite retornó a su puesto de oficialsin recibir las felicitaciones de susuperior, quien consideró que susubordinado se había inmiscuido endemasía en los asuntos privados de lospasajeros; con su afán por esclarecerlotodo, sólo había conseguido erigirse encausante de disgustos y lograr que eltemor y el desasosiego reinaran a bordodel velero.

El destino del Tallahassee fue,evidentemente, Tánger, y el capitánSeebohm ni siquiera se vio obligado atomar una decisión al respecto: losmismos acontecimientos la tomaron.Bordeaba el Tallahassee la costa

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marroquí aún próxima a la que lindabacon Argelia cuando sonaron tirosprocedentes de la orilla. Los viajeros y latripulación, alarmados, se echaron alsuelo, pero el fuego siguió arreciando.Las maderas de la embarcaciónempezaron a saltar hechas añicos y losbotes, que, bien visibles, pendían degruesas cuerdas, fueron agujereados porlas balas. El capitán Seebohm, con susprismáticos, no pudo discernir lasindumentarias de los atacantes, que,pensó, se hallaban refugiados tras unasdunas. Durante unos minutos, mientrasalgunos valientes marinos cumplían susórdenes de trepar hasta la punta del palomayor y desde allí tratar de averiguar laidentidad de los que disparaban contra el

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velero, dudó entre dirigirse hacia la orillay hacerles frente al mando de su inexperta-en cuestiones de lucha y abordaje-tripulación o adentrarse en el mar hastaencontrarse fuera del alcance de las balas.Los marinos descendieron con lainformación de que desde las alturas no seveía ningún hombre y menos aún ningúnhombre que estuviera disparando con unrifle de repetición, como parecían ser lasarmas de los atacantes a juzgar por lacantidad de balas que llegaban hasta elTallahassee. El pánico empezó a cundirentre los pasajeros -muchos de los cualesse encontraban sobre cubierta en elmomento de producirse la agresión y nohabían tenido tiempo de escondersedentro de los camarotes- y Seebohm

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desechó la idea de enfrentarse al enemigoinvisible. Dio las órdenes pertinentes y elbarco se alejó de la orilla. Pero cuandodejó de oírse el tiroteo y el peligropareció haber pasado, y losexpedicionarios se levantaron del suelo y,preguntándose extrañados por lamisteriosa personalidad de los que habíanabierto fuego contra ellos, empezaron asacudir el polvo de sus trajes y vestidos ya tantear si tenían algún hueso roto, todospudieron comprobar que los desperfectosque había ocasionado aquel aluvión deproyectiles en el casco del Tallahasseeeran tan graves que bien podrían darsepor satisfechos si conseguían llegar hastaTánger sin demasiados contratiempos.

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Los atacantes -tal vez para que la únicapregunta de Clara Handl no se quedara sinrespuesta- habían sido Raisuli, el rebelde,y su grupo de insurrectos.»

LIBRO SÉPTIMO

La travesía del horizonte había terminadoy el señor Holden Branshaw, con un golpeseco y sonoro, cerró el libro y, sin deciruna sola palabra, se levantó del mullidosillón que durante casi tres horas habíaocupado, se acercó a uno de los estantesque estaban a su espalda y colocó el

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ejemplar cuidadosamente junto a un tomomuy bien editado de obras de George DuMaurier. Después se sirvió un vaso devino italiano, me ofreció a mí, y ante minegativa en provecho de uno de miscigarrillos turcos de importación, volvió asentarse con un suspiro de fatiga y bebióun poco de vino. Al darse cuenta de queyo estaba hurgando en mis bolsillos enbusca de fósforos se apresuró a sacar unmechero y darme fuego solícitamente.Entonces fui yo quien me levanté y,mientras daba algunas bocanadas dehumo, paseé por la habitacióncurioseando algunos raros volúmenes desu colección y tocando algunas piezas decerámica que había sobre la repisa de lachimenea. Parecía como si ninguno de los

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dos nos atreviéramos a hablar; es decir -puesto que ya Branshaw me habíapreguntado si deseaba vino o alguna otrabebida y yo había denegado, a mi vez, suofrecimiento con una frase-, a hacer lamenor referencia a la obra cuya lecturaacababa de finalizar. Branshaw, tal vezporque era un hombre ordenadosimplemente o porque había pensado queel manuscrito llevaba ya demasiadotiempo fuera de su sitio, se había dadomucha prisa en guardar el libro en el lugarque le correspondía y con ello habíahecho desaparecer de escena el obligadoobjeto de nuestros comentarios; y aunquemi mirada se desviaba insistentementehacia el estante que albergaba las obrasilustradas de George Du Maurier como si

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me sintiera incómodo por haber perdidode vista la novela del amigo del señorBranshaw, tenía la impresión de que milengua se negaría a hacer ninguna alusióna ésta a menos que el ejemplar volviera aformar parte de la figura de Branshaw.Con esta intención, por fin, me atreví apreguntar si podía verlo, pero mi anfitrióncontestó, con una ligera sonrisa, que eraya hora de dejarlo reposar tranquilo y queprefería que no lo hiciera si no meimportaba demasiado. Por supuesto,respondí que no tenía ningunaimportancia, si bien me molestaronaquellos ridículos escrúpulos deBranshaw para con un simple original yvolví a guardar silencio. Me dediqué aobservar a Branshaw y pude advertir que,

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mientras daba pequeños sorbos a su vasode vino italiano, no aguardaba -comohabía hecho en otra ocasión, cuando diopor terminada la lectura de la primeraparte de La travesía del horizonte- a queyo emitiera una opinión, sino que, sinhacerme ningún caso, estaba ensimismadoen la contemplación de la alfombra y teníaen su rostro cierta expresión dedesencanto. También parecía estarcansado, pero esto no me llamó laatención -lo achaqué al esfuerzo de haberestado leyendo en voz alta durante variashoras- tanto como su mohín de disgusto ysu aparente desinterés por conocer miveredicto. Aquello me ofendió, y cuandoya me disponía a decir que la novela de suamigo muerto me parecía excelente y que

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en verdad era una lástima que tanimportante autor hubiera desaparecidoprematuramente, Holden Branshaw salióde su ensimismamiento y se me anticipódiciendo con un tono casi conmovedor:

–¿Sabe usted? Acabo de descubrir que lanovela de mi amigo no es tan buena comocreía.

Aquel comentario me sorprendió y meapresuré a contestar con mi elogiosaopinión, pero Branshaw movió la cabezade un lado a otro como si con elloestuviera dando a entender que no hacíafalta que intentara consolarle con mentirasy dijo:

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–Verá: yo había leído y releído estanovela cerca de diez veces en el silenciode mi habitación y siempre me habíaparecido una pequeña obra maestra quesuperaba a casi todo lo que hoy en día seescribe. No es que la considerara originalo grandiosa, genial o inimitable, pero leprofesaba un especial cariño, meinteresaba enormemente la historia deVictor Arledge y, dentro de su sobrioestilo, la juzgaba inmejorable. Pero todoesto había sido, como le digo, en elsilencio de mi habitación. Aunquesiempre, desde la muerte de mi amigo,había pensado que su publicación eranecesaria y que su divulgación colocaría aEdward entre los mejores novelistas

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actuales, no había asociado La travesíadel horizonte más que conmigo y con lascuatro paredes de mi despacho, sincalcular el efecto que podría hacer enotras personas, en otros lectores. Sinpensar verdaderamente en ello, estabaconvencido de que sólo podrían opinar lomismo que yo. Pero esta impresión erafalsa y ha sido ahora, al leerle a usted lasegunda parte del libro, cuando me hedado cuenta de ello. La novela de miamigo no deja de ser mediocre. Tan sólorevela las pretensiones literarias de unjoven entusiasta. Bueno, quizá no deba sertan duro ahora que probablemente elrencor me domina. Es incluso posible queLa travesía del horizonte sea una bastantebuena novela, pero ¿qué es eso al lado de

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lo que yo le tenía destinado? Unatremenda desilusión, téngalo por seguro.No, por favor, no me interrumpa. Lo quele digo es cierto. La novela de mi amigonunca deberá publicarse y nunca debiótener otro lector u oyente que no fuera yo.Tal vez así no habría perdido su encanto yyo seguiría aguardando indefinidamente,lleno de ilusión, a que algún día viera laluz. Pero no ha sido así y tal vez haya sidopreferible de esta manera. ¿Sabe? Durantela segunda parte de la novelaconstantemente me preguntaba cuál seríasu opinión y en más de una ocasión estuvetentado de interrumpirme y preguntársela.Ahora, sin embargo, ya no tengo interés ensaberla. Me basta con la opinión que yo, através de imaginarme cuál sería la suya -

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es decir, cuál sería la de una persona quenunca hubiera leído la novela, que nuncahubiera conocido a Edward Ellis, quenunca hubiera sabido que Víctor Arledgepasó los últimos años de su vidarefugiado en la mansión que un lejanopariente escocés tenía en el campo acausa de una curiosidad decepcionada-,me hice. Y según ésta -según, por tanto, lade una persona que nunca hubiera sabidonada de esto-, la novela deja mucho quedesear. Pensará usted que misrazonamientos son arbitrarios, que soninfantiles, que carecen de perspectiva yque son producto de un mal momento.Pero no es así. Mi opinión está bienmeditada y lo único que temo es que, amedida que pase el tiempo y a través de

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una meditación aún más serena, distante yobjetiva de la que ahora puedo llevar acabo, esta opinión se vaya haciendo cadavez más rigurosa. Por lo pronto creo queusted tenía razón al decir que el relato erapremioso -no importa que ahora ya no lopiense: lo dijo y la idea se afincó en mimente- y que la señorita Bunnage ha hechomuy bien al no acudir hoy a la cita. Sí, laseñorita Bunnage, a pesar de lo que hayapodido decir de ella en otras ocasiones,siempre me ha parecido una mujer muyinteligente.

El discurso del señor Branshaw, aunqueme interesaba, tenía visos de hacerse cadavez más evocador y de resultarinterminable. No comprendía muy bien a

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qué se debía su repentino descrédito haciala novela de Edward Ellis -por fin habíatenido ocasión de saber el nombre delautor-, sobre todo cuando, en efecto, susrazonamientos me parecían un tantopueriles y caprichosos. Pero lo que sobretodo me obligó a interrumpirle fue lamención de la señorita Bunnage. La habíaolvidado por completo, y al oír su nombrey acordarme de ella, volví a sentirmeintranquilo por su ausencia y apreguntarme qué podía haberle sucedido.Así que pregunté:

–Señor Branshaw, ¿sabe usted cómo elseñor Ellis logró averiguar tantos detallesacerca de la travesía del Tallahassee? Lanovela está llena de ellos.

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El señor Branshaw pareció despertar deun sueño y me pidió que repitiera lapregunta. Yo así lo hice, añadiendo misdisculpas por haberle interrumpido, yentonces él repuso:

–Bueno, tenga en cuenta que lo que miamigo escribió fue una novela y no unrelato biográfico. Hay muchos diálogos ymuchas situaciones, por ejemplo, queinventó. En ningún sitio consta que fueranasí exactamente.

–No me refería a eso en concreto, señorBranshaw -dije yo-. Lo que preguntaba escuál fue su método de trabajo, aparte deinterrogar a un sobrino de Lederer

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Tourneur, por ejemplo.

–Ah -dijo Branshaw entonces-. Pues verá:interrogó a muchas más personas que alsobrino de Tourneur, entre ellas a EsmondHandl, que murió hace sólo cuatro años, ygracias al cual supo acerca de la carta yotros pormenores. Muchos otros pasajerosdel Tallahassee están vivos y gozan debuena salud. Pero donde principalmenteencontró fuentes de información fue en lamansión del pariente escocés de Arledge,en las cercanías de Perth. Allí habíadejado Víctor Arledge algunas notasreferentes al viaje: material que no erapublicable por ser mínimo,incomprensible, disperso y esquemático,pero que Edward, teniendo ya algunos

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datos previos y sabiendo a qué aludíanmuchas de estas notas, sí supoaprovechar.

–Me ha parecido observar -dije- que hayalgunos errores técnicos. Por ejemplo, meparece que el Tallahassee, según lanovela, tardó demasiado en ir deAlejandría a Tánger.

–Sin duda los habrá. Por un lado, EdwardEllis no sabía nada de navegación; porotro, murió sin poder corregir la novela,y, por un tercero, lo que escribía eraficción, y, según su criterio, este tipo deerrores sólo son imperdonables en unensayo.

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–Ya comprendo -murmuré, y al hacerlome puse en pie.

–¿Ya se va? – me preguntó Branshawlevantándose a su vez.

–Sí. Mis obligaciones me reclaman -contesté-. Le agradezco mucho sugentileza, señor Branshaw, y confío enque tendremos oportunidad de volver ahablar sobre La travesía del horizonte enotra ocasión, tal vez cuando no esté tanreciente su lectura y usted haya tenido mástiempo para meditar su opinión.

–Como usted guste, pero le advierto quemi decisión ya está tomada y esirrevocable. La novela no se publicará.

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Yo sonreí, anduve hasta la puerta, que élabrió, y al estrecharle la mano en señal dedespedida dije:

–Espero que podré hacerle cambiar deopinión.

Branshaw volvió a sonreír y respondió: -No puedo impedirle que lo espere, peroserá en vano, se lo aseguro. Adiós.

–Hasta pronto, y gracias por todo, señorBranshaw.

Salí y la puerta se cerró tras de mí,silenciosamente.

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Tardé más tiempo del previsto en llegar acasa de la señorita Bunnage, en FinsburyRoad. Estaba ansioso por verla, por saberqué le había impedido acudir aquellamañana a la mansión de Holden Branshaw-no compartía en absoluto lassuposiciones de éste- y por que merevelara -si no se había arrepentido de supromesa o no la consideraba sin validezal no haber ella asistido a la segundaparte de la lectura- los misterios querodeaban y envolvían a La travesía delhorizonte. El libro, en verdad, me habíaentusiasmado y, más que la obra deEdward Ellis en sí, lo que había acabadode despertar mi curiosidad había sido lahistoria y la personalidad de Victor

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Arledge, un autor del que hasta dosnoches antes lo había ignorado todo. Porello, desde el momento en que me habíaacordado de la existencia de la señoritaBunnage me encontraba en un inusitadoestado de excitación, tan impacienteestaba por saber detalles -que al parecerni Edward Ellis había logrado averiguar-acerca del asunto que entonces ya meobsesionaba. No encontré un coche confacilidad y por este motivo no pude llegaral número cuatro de Finsbury Road hastatres cuartos de hora después de haberabandonado la casa del señor Branshaw.

Llamé a la puerta, pero nadie respondió,de modo que volví a llamar y aguardé, envano. Insistí tres veces más sin ningún

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resultado y entonces pensé en tratar dedescubrir algo a través de las ventanas.Fue entonces cuando me di cuenta de quetodas las contraventanas menos una delpiso de abajo estaban cerradas. Miré porla ventana que estaba descubierta, pero,obviamente puesto que la luz sólopenetraba por aquel hueco, la oscuridadimpedía discernir nada -o casi nada:apenas si logré vislumbrar las cuatropatas de una silla-. Extrañado, mepregunté a qué podrían deberse aquelsilencio y aquel abandono, y variasrespuestas desfilaron por mi cabeza, entreellas la acertada.

Mi excitación disminuyó y entonces meinvadió una terrible sensación de

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cansancio que me obligó a tomar otrocoche y dirigirme hacia mi casa.

Allí me di un baño y almorcé en compañíade una prima mía de veintiocho años,hermosa e inteligente, recién llegada aLondres, que me había estado esperandopacientemente y a la que yo había invitadoa comer una semana antes, habiéndololuego olvidado por completo. Constance,ese es su nombre, me notó intranquilo yagitado, y, solícita, me preguntó qué mesucedía. Yo, entonces, cada vez másnervioso, me levanté de la mesa y busquéel teléfono de la señorita Bunnage en ellistín. Llamé, pero nadie respondió.Estaba ya dispuesto a llamar a la policíacuando Constance, visiblemente alarmada

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por mi estado y mi comportamiento,repitió su pregunta. Me senté de nuevo ala mesa y le conté, muy por encima, todolo que había ocurrido en los dos últimosdías. Se mostró interesada por el relato ypreocupada por la suerte de la señoritaBunnage y me propuso que volviéramoslos dos hasta Finsbury Road ypreguntáramos a los vecinos oesperáramos sentados en los escalonesdel portal hasta que la señorita Bunnage osu criada apareciesen. Yo, cómo no -agradecido por que hubiera sido ella y noyo quien hubiera tenido la ocurrencia,impidiendo con ello que yo la considerararidícula o improcedente-, aplaudí su ideae inmediatamente los dos nos pusimos enmarcha. Constance había traído su coche y

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en pocos minutos nos encontramos ante lapuerta verde oscuro de la damita.

Constance, mucho más decidida que yo,llamó al timbre de la casa contigua, peroallí tampoco nadie salió a abrir, de modoque nos sentamos en los peldaños deacceso al número cuatro y nos dispusimosa esperar. No tuvimos que hacerlo durantemucho tiempo, porque cuando llevábamosallí no más de diez minutos vimosaparecer tres coches negros seguidos -lacalle apenas si tiene tráfico- que sedetuvieron a nuestra altura, y de ellosdescendieron unas doce personas, entrelas que estaba la vieja criada de laseñorita Bunnage. Mis sospechas sevieron confirmadas al observar que todos

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iban vestidos de gris o negro y estabanmuy compungidos. La vieja criada,ayudada por dos hombres -sin duda losdemás eran los vecinos ausentes-, seencaminó hacia el lugar en que Constancey yo habíamos estado esperando. Nospusimos en pie y yo, con gravedad,pregunté:

–¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está laseñorita Bunnage? – y al ver que la criadano me reconocía, añadí-: ¿No se acuerdausted de mí? Ayer estuve almorzando enesta casa.

La vieja criada me miró y pareció caer enla cuenta de quién era yo. La presencia deConstance debía de haberla

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desconcertado.

–Acabamos de enterrarla -respondió, ycon un ademán pidió paso para entrar enla casa.

Constance y yo nos hicimos a un lado,pero antes de que la vieja criadadesapareciera tras la puerta, le pregunté sila señorita Bunnage había dejado algúnmensaje para mí y dije mi nombre. Ella sevolvió y respondió que no con la cabeza.

Los vecinos me explicaron que la señoritaBunnage estaba muy delicada del corazóny que durante la noche anterior habíasufrido un ataque que le había provocadola muerte instantánea. Su testamento había

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sido en favor de la vieja criada: ahora lacasa, los cuadros, los muebles, los librosy algún dinero le pertenecían.

LIBRO OCTAVO

Pasaron dos años, durante los cuales -quién sabe hasta qué punto influyó en elloaquella tarde- me casé con mi primaConstance y me fui a vivir, por cuestionesde trabajo, a los Estados Unidos. Poco apoco fui olvidando a la señorita Bunnage,al señor Holden Branshaw -o HordernBragshawe, nunca llegué a saberlo- y a La

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travesía del horizonte. Pero no de maneradefinitiva; de vez en cuando, mientras midulce y encantadora esposa me aguardabaen la cama y yo retrasaba unos minutos lahora de acostarme por culpa de la lectura,me preguntaba por las revelaciones que laseñorita Bunnage había prometidohacerme acerca de la novela de EdwardEllis, y también, aunque es un autor pococonocido en América y sus obras no sonfáciles de encontrar allí, cayeron en mismanos casualmente algunas novelas deVíctor Arledge, que por lo general meparecieron muy inferiores a La travesíadel horizonte, de la que no había sidoautor sino personaje. Ello, a su vez, mehacía preguntarme por qué el amigo delseñor Branshaw había dedicado su vida y

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su fortuna a averiguar los motivos quehabían impulsado a retirarse de laliteratura a un autor tan poco excepcional.

Aproximadamente dos años después deaquella tarde, como digo, mi esposa sevio obligada a trasladarse a Inglaterrapara visitar a su padre, que estabaagonizando y deseaba verla antes demorir. Cuando regresó, entristecida perocontenta de volver a estar en casa y dereunirse nuevamente conmigo, me trajo unregalo: había estado en el número cuatrode Finsbury Road y había conseguidocomprarle a la vieja criada de la señoritaBunnage una carpeta llena de papeles quehabía pertenecido a esta última y que

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aquélla aún no había vendido a losestudiosos que se interesaban por lostrabajos críticos de la damita. Examinécon interés el contenido de aquellacarpeta, y entre muchas cartas, apuntes ycomentarios de texto, encontré cuatropáginas desgastadas por el tiempo yescritas en primera persona por una letraque parecía masculina y que desde luegono era la de la señorita Bunnage. Saquémis conclusiones, pero me quedé con laconvicción de que ella había sabidomucho más acerca de La travesía delhorizonte de lo que aquellas cuatropáginas delataban.

Julio de 1971 – Septiembre de 1972

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08/07/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/