Tratado de Los Delitos y Las Penas (César Beccaria)

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  • 8/20/2019 Tratado de Los Delitos y Las Penas (César Beccaria)

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    2003

    Cesar BecariaPrimera edición

    01/11/2003

    Tratado de los delitos y de las

     penas

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    Índice

    Presentación de Chantal López y Omar Cortés.

    Al lector.

    Introducción.

    Origen de las penas y Derecho de penar.

    Consecuencias.

    Interpretación de las leyes.

    Obscuridad de las leyes.

    De la detención.

    Indicios y formas en los juicios.

    De los testigos.

    Acusaciones secretas.

    Preguntas sugestivas. Disposiciones.

    De los juramentos.

    Del tormento.

    Procesos y prescripciones.

    Atentados, cómplices, impunidad.

    Mitigación de las penas.De la pena de muerte.

    Bando y confiscaciones.

    Infamia.

    Prontitud de la pena.

    Certidumbres de las penas. Gracias.

    Asilos.

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    De poner a precio la cabeza de los reos.

    Proporción entre los delitos y las penas.

    Medida de los delitos.

    División de los delitos.

    Delitos de lesa majestad .

    Delitos contra la seguridad de los particulares. Violencias. Penas de losnobles.

    Injurias al honor.

    De los duelos.

    Hurtos.

    Contrabandos.

    De los deudores.

    De la tranquilidad pública.

    Del ocio político.

    Del suicidio y de los emigrantes.

    Delitos de prueba difícil.

    De un género particular de delitos.

    Falsas ideas de utilidad.

    Del espíritu de familia.

    El fisco.

    Cómo se previenen los delitos.

    Conclusión.

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    Presentación

    César Bonesana, Marqués de Beccaria, mejor conocidocomo César Beccaria (1735-1794), alcanzó la gloria en elcampo del derecho con su notabilísima obra Tratado delos delitos y de las penas, misma que ha sido traducida ainfinidad de idiomas.

    Curiosamente el primer libro que escribió César Beccariaen 1762, abordaba un tema de carácter mercantil

    relacionado con los desórdenes que el monetarismogeneraba, pero, en mucho debido a la influencia de dosamigos suyos, los hermanos Pedro y Alejandro Verri, fueque se interesó por irse adentrando en el terreno de la en

    aquéllos tiempos llamada, Práctica criminal, que no era más que una especiede almanaque de derecho consuetudinario de prácticas y costumbres, queservía de base para entender  todo lo relacionado con los juicios de ordenpenal.

    El medianamente comprender ese auténtico laberinto de conceptosantiquísimos que servían de base al criterio francamente escalofriante que

    sobre el derecho penal privaba, llevóle un considerable tiempo, pero la ayuda,explicaciones y consejos de los hermanos Verri sirviéronle mucho para ir pocoa poco entendiendo esa madeja de disposiciones y contradisposiciones que enmuchos casos se contradecían. Así, César Beccaria tardaría un poco más deun año en escribir la obra que a la postre le daría renombre universal, Tratadode los delitos y de las penas.

    Finalmente su libro aparecería publicado en el mes de julio de 1764 lograndoun enorme éxito, puesto que en dos años se hicieron cuatro ediciones.

    César Beccaria moriría el 24 de noviembre de 1794, legando a la humanidadsu magistral libro que en mucho serviría para sentar los mínimos criterios decertidumbre y claridad que siempre deben estar presentes en el derecho penal.

    Chantal López y Omar Cortés

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    Al Lector

     Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador, compiladapor orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en Constantinopla,envueltos en el fárrago voluminoso de libros preparados por obscurosintérpretes sin carácter oficial, componen la tradición de opiniones que unagran parte de Europa honra todavía con el nombre de Leyes; y es cosa tanfunesta como general en nuestros días, que una opinión de Carpzovio, unaantigua costumbre referida por Claro, un tormento ideado con iracundacomplacencia por Farinaccio, sean las leyes a que con obediencia seguraobedezcan aquéllos que deberían temblar al disponer de las vidas y haciendasde los hombres. Estas leyes, reliquias de los siglos más bárbaros, vamos aexaminarlas en este libro en aquélla de sus partes que se refiere al derechocriminal; y los desórdenes de las mismas osaremos exponérselos a losdirectores de la felicidad pública con un estilo que deje al vulgo no ilustrado eimpaciente la ingenua indagación de la verdad. La independencia de lasopiniones vulgares con que está escrita esta obra, se debe al blando e ilustradogobierno bajo el que vive el autor de ella.

    Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen,gustan de las verdades expuestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor desprovisto de fanatismo, propio sólo del que se atiene a la fuerza o a laindustria, pero rechazado por la razón; y para el que examine bien las cosas en

    todas sus circunstancias, el desorden actual es sátira y reproche propios de lasedades pasadas, pero no de este siglo, con sus legisladores.

    Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, antetodo, por comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que,bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si laopinión puede en los hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidadla justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críticas publicadas contraeste libro, se fundan sobre confusas nociones de su contenido, obligándome ainterrumpir por un momento mis razonamientos ante sus ilustrados lectorespara cerrar de una vez para siempre todo acceso a los errores de un tímido

    celo o a las calumnias de la maliciosa envidia.

    Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen alos hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de lasociedad. No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuantoal fin principal de ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidaden esta vida mortal. Considerar las relaciones de la última de las tres clases, nosignifica excluir las de las dos clases primeras; antes bien, así como hasta lasmás divinas e inmutables, por culpa de los hombres de las falsas religiones ylas arbitrarias nociones de delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modosdistintos en sus depravadas mentalidades, así también parece necesario

    examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y

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    utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y todosistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la queimpulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con losprincipios que impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales,

    y políticas. Estas tres clases nunca deben contradecirse; pero no todas lasconsecuencias y deberes que resultan de una de ellas, derivan de las demás.No todo lo que exige la revelación lo exige la ley natural; ni todo lo que exige laley natural lo exige la mera ley social; pero es importantísimo separar lo queresulta de los convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de loshombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamentede hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en tantoque la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no laobscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtudreligiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada

    inmediatamente por Dios y conservada por él.

     Así es que sería erróneo atribuir a quien habla de convenciones sociales y delas consecuencias de la misma, principios contrarios bien a la ley natural o a larevelación, puesto que no se trata ni de la una ni de la otra. Hablando de unestado de guerra antes del estado de sociedad, sería erróneo tomar estosconceptos en el sentido que los dio Tomás Hobbes, es decir como faltos deningún deber o de ninguna obligación anterior, en lugar de tomarlos como unhecho nacido de la corrupción de la naturaleza humana y de la falta de unasanión expresa. Sería erróneo acusar de delito a un escritor que consideraselas consecuencias del pacto social si antes no hubiese admitido primeramenteel pacto mismo.

    La justicia divina y la justicia natural son inmutables y constantes por esencia,porque la relación entre los dos mismos objetos es siempre la misma; pero la justicia humana, o sea la justicia política, como no es más que una relaciónentre la acción y el distinto estado de la sociedad, puede variar a medida que laacción en cuestión se haga necesaria y útil a la sociedad y sólo llega adistribuirse bien por el que analiza las complicadas y mutabilísimas relacionesde las convenciones civiles. Desde el momento en que estos principios, queson esencialmente distintos, se confunden, se pierde toda esperanza de

    razonar bien en asuntos públicos. Incumbe a los teólogos trazar los límitesentre lo justo y lo injusto, en cuanto se refiere a la malicia o a la bondad delacto, pero el establecer las relaciones de lo justo y de lo injusto desde el puntode vista político, o sea en relación con la utilidad o el daño de la sociedad, esasunto del publicista. Uno de estos objetos no podrá nunca prejuzgar al otro,pues todos vemos que la virtud puramente política debe ceder ante lainmutable virtud que emana de Dios.

    Volveré a repetir que todo el que quisiese honrarme con sus observacionescríticas, no debe comenzar suponiendo en mí principios destructores de lavirtud o de la religión, puesto que he demostrado que no son tales mis

    intenciones; y así, en vez de presentarme como incrédulo o sedicioso, lo quedebe hacer es procurar señalarme como un lógico malo o un político

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    imprevisor; no tiemble a cada proposición que sostenga los intereses de lahumanidad; convénzame de la inutilidad o del daño político que podrían nacer de mis principios y hágame ver las ventajas de las prácticas admitidas.

    En las Notas y observaciones, he dado público testimonio de mi religiosidad y

    sumisión a mi soberano, de modo que sería superfluo responder a otrosescritos semejantes. Todo aquel que escriba con la decencia que conviene alos hombres honrados, a la vez. que con la ilustración conveniente, medispensará de probar los primeros principios de cualquier carácter que sean yencontrará en mí más bien que un hombre que trata de contestar, unenamorado pacífico de la verdad.

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    prisión, aumentados por el verdugo más cruel de los desgraciados, laincertidumbre, además, debieran sacudir el corazón de los magistrados queguían las opiniones de los seres humanos.

    El inmortal Presidente Montesquieu ha tratado rápidamente este asunto y la

    indivisible verdad me fuerza a seguir las huellas luminosas de tan grandehombre, seguro como estoy de que los pensadores, a quienes me dirijo, sabrándistinguir mis pasos de los suyos. Me consideraré afortunado si llego aconseguir, como él, la secreta gratitud de los obscuros y pacíficos secuaces dela razón y si logro inspirar el dulce estremecimiento con que las almassensibles responden a los que sostienen los intereses de la humanidad.

    El orden de las cosas me conduciría ahora a examinar y distinguir las distintasclases de delitos y la manera de penarlos, si la naturaleza de ellos, variablesegún las diversas circunstancias de los siglos y de los lugares, no me obligasea un detalle inmenso y enojoso. Me bastará indicar los principios más

    generales, y los errores más funestos y comunes, para desengañar tanto aaquéllos que, por un mal entendido amor de libertad, quisieran introducir laanarquía, como a los que gustarían de reducir a los hombres a una regularidadclaustral.

    ¿Pero cuáles serán las penas convenientes a tales delitos?

    ¿La muerte es una pena verdaderamente útil y necesaria para la seguridad y elbuen orden de la sociedad? ¿el tormento es también justo y obtiene el fin quese proponen las leyes? ¿cuál es la mejor manera de prevenir los delitos? ¿lasmismas penas son igualmente útiles en todos los tiempos? ¿qué influenciatienen sobre las costumbres? Estos problemas merecen ser resueltos con laprecisión geométrica a que no pueden resistir la niebla de los sofismas, laseductora elocuencia y la duda tímida. Si yo no tuviese más mérito que ser elprimero que hubiera presentado a Italia con alguna mayor evidencia lo que enotras naciones se haya osado escribir y comenzado a practicar, meconsideraría afortunado sólo por ello; pero si, sosteniendo los derechos de loshombres y de la invencible verdad, contribuyese a arrancar de los espasmos yangustias de la muerte a alguna víctima infortunada de la tiranía o de laignorancia, igualmente fatales, las bendiciones y lágrimas de un solo inocenteen los transportes de su alegría, me consolarían del desprecio de los hombres.

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    Origen de las penas y derecho de penar

    No puede esperarse ventaja alguna duradera de la política moral, si ésta no sefunda en los sentimientos indelebles en el hombre. Toda ley que se desvíe deéstos, encontrará siempre una resistencia contraria que al cabo vencerá, delmismo modo que una fuerza, aunque sea muy pequeña, si se aplica muycontinuadamente, vence cualquier movimiento violento comunicado a uncuerpo.

    Consultemos el corazón humano y en él hallaremos los principiosfundamentales del verdadero derecho del soberano para penar los delitos.

    Ningún hombre ha hecho el don gratuito de parte de su libertad en vista delbien público; esta quimera sólo existe en las novelas. Si fuese posible, todosnosotros quisiéramos que los pactos que nos atan con los demás, no nosligasen; todo hombre se siente centro de todas las combinaciones del globo.

    La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero superior conmucho a los medios que la estéril y abandonada naturaleza ofrecía parasatisfacer las necesidades que cada vez más se enredaban entre sí, fue lo quereunió a loS primeros salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamenteotras para resistir a las primeras; y de este modo el estado de guerra se

    transportó desde el individuo a las naciones.

    Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientesy aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado deguerra, así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre deconservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertadsacrificadas al bien de todos, es lo que forma la soberanía de una Nación,siendo el soberano su legítimo depositario y administrador. Pero no bastabaformar este depósito; era preciso defenderle de las usurpaciones de cadahombre en particular, pues el hombre trata siempre de substraer del depósito,

    no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las porciones delos demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimodespótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de lasociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra losinfractores de las leyes.

    Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría noadopta principios estables de conducta ni se aleja del principio universal dedisolución que se observa en el Universo físico y moral, sino con motivos queafectan inmediatamente a los sentidos y que se presentan de continuo a lamente para contrapesar las fuertes impresiones de las pasiones parciales quese oponen al bien universal, sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aunlas más sublimes verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones

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    excitadas por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue lanecesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por tantoes cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el depósito públicomás que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a inducir a losotros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas porciones

    posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia; esun hecho, y no ya derecho.

    Las penas que superan la necesidad de conservar el depósito de la saludpública son justas por naturaleza; y las penas son tanto más justas cuanto mássagrada e inviolable es la seguridad y mayor la libertad que el soberanoconserva a los súbditos.

    ConsecuenciasLa primera consecuencia de estos principios es que tan sólo las leyes puedendecretar las penas de los delitos, sin que esta autoridad pueda residir más queen el legislador, que es quien representa a la sociedad entera, unida por uncontrato social. Ningún magistrado (que es una parte de la sociedad) puedecon justicia infligir penas contra otro miembro de la sociedad misma. Pero unapena aumentada más allá del límite fijado por las leyes, o sea de la pena justa,sería otra pena más; de modo que el magistrado no puede aumentar la penaestablecida para un delincuente ciudadano, aunque sea bajo el pretexto de uncelo mal entendido o del bienestar público.

    La segunda consecuencia es que el soberano representante de la sociedadmisma sólo puede dictar leyes generales que obliguen a todos los miembros deaquélla, pero sin que pueda juzgar más que al que haya violado el contratosocial, porque entonces la nación se dividiría en dos partes: una representadapor el soberano que afirma la violación del contrato, y otra por el acusado, quelo niega. De modo que es necesario que haya un tercero que juzgue de laverdad del hecho. Aquí tenemos la necesidad de un magistrado cuyassentencias sean inapelables, consistiendo en meras afirmaciones o negacionesde hechos particulares.

    La tercera consecuencia es que si llegase a probarse que la atrocidad de laspenas, inmediatamente opuesta al bien público y a la finalidad misma deimpedir los delitos, fuese inútil, también en este caso aquélla no sólo seríacontraria a las virtudes benéficas, efecto de una razón ilustrada que prefieremandar más bien a hombres felices, que no a una manada de esclavos en quese mantenga siempre una perpetua circulación de tímida crueldad, sino quesería también contraria a la propia justicia y a la naturaleza del mismo contratosocial.

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    Interpretación de las leyes

    Cuarta consecuencia. Ni tampoco la autoridad de interpretar las leyes penalespuede residir en los jueces del orden criminal, por la misma razón de que noson legisladores. Los jueces no han recibido las leyes de nuestros antiguospadres como una tradición doméstica y un testamento que sólo dejase a laposteridad el cuidado de obedecerlo; sino que le reciben de la sociedad viva, odel soberano que la representa como depositario legítimo del resultado actualde la voluntad de todos; es decir, que las reciben no como obligaciones de un juramento antiguo, nulo porque ligaba voluntades aun inexistentes, e inicuo,porque reducía a los hombres desde el estado de sociedad al de rebaño, sinocomo efectos de un juramento, tácito o expreso; hecho por las voluntadesreunidas de los súbditos vivos al soberano, como vínculos necesarios para

    refrenar y regir el fermento interior de los intereses particulares. Tal es laautoridad física y real de las leyes. Por consiguiente ¿quién será el intérpretelegítimo de la ley? ¿el soberano, que es el depositario de las voluntadesactuales de todos, o el juez, cuyo oficio es tan sólo determinar si tal o cualhombre ha realizado ó no una acción contraria a las leyes?

    El juez; debe hacer en todo delito un silogismo perfecto: la mayor de estesilogismo debe ser la ley general; la menor, será la acción conforme o no a laley; y finalmente, la consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena. Si el juezse ve obligado o pretende hacer, en vez de uno, dos silogismos, se abre lapuerta a la incertidumbre.

    No hay nada más peligroso que el axioma común de que precisa consultar elespíritu de la ley. Este es al modo de dique roto por el torrente de las opinionesy me parece demostrada esta verdad que parece una paradoja a losentendimientos vulgares a quienes afecta más un pequeño desorden presenteque las funestas, aunque remotas consecuencias, que nacen de un falsoprincipio arraigado con una noción.

    Nuestros conocimientos y todas nuestras ideas mantienen una conexiónrecíproca y cuanto más complicados son, los caminos que a ellos conducen yque de ellos parten son más numerosos. Cada hombre tiene su punto de vistay en cada diferente tiempo cada cual tendrá el suyo distinto. El espíritu de la leysería, por tanto, el resultado de la buena o de la mala lógica de un juezdependiente de una fácil o mala asimilación; dependería del impulso de suspasiones, de la debilidad del que sufre, de las relaciones del juez con elofendido y de todas aquellas fuerzas menudas que cambian las apariencias decualquier objeto en el ánimo oscilante del hombre. Vemos aquí la suerte de unciudadano cambiar con frecuencia en el tránsito que pueda hacerse a distintostribunales, siendo la vida de pobres gentes víctima de falsos raciocinios o delfermento actual de sus humores, cuando toma por interpretación legítima elvago resultado de la confusa perspectiva de nociones que se presentan en sumente. Por esto vemos las mismas clases de delitos penados por el mismotribunal diversamente en tiempos distintos, por haber atendido a la errante

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    inestabilidad de las interpretaciones y no a la constante voz de la ley, siemprefija.

    El desorden que nazca de la observancia rigurosa de la letra de una ley penal,no debe compararse con los desórdenes que nazcan de su interpretación. Un

    tal momentáneo inconveniente impulsa a la fácil y necesaria corrección de laspalabras de la ley motivo de su incertidumbre; pero impide la fatal licencia derazonar de que nacen las controversias venales y arbitrarias. Cuando un códigofijo de leyes que deben observarse a la letra no deja al juez otra tarea más quela de examinar los actos de los ciudadanos y juzgarlos conformes odisconformes con la ley escrita; cuando la norma de lo justo y de lo injusto, quedebe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante como del sabio, no esasunto de controversia, sino de hecho, entonces los súbditos no están sujetosa las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crueles cuanto menor es ladistancia entre el que sufre y el que ha de sufrir, y más fatales que las tiraníasde uno solo, porque el despotismo de muchos no es corregible más que por el

    despotismo de uno solo, y la crueldad de un déspota es proporcionada no a sufuerza, sino a los obstáculos que encuentra. Es así como los ciudadanosadquieren la seguridad de sí mismos, que es justa, pues éste es el objeto y elfin que llevó a los hombres a la sociedad; y que es, además, útil, porque loscoloca en situación de calcular con exactitud los inconvenientes de una malaacción; también es verdad que de este modo, los hombres adquirirán espíritude independencia, pero no para salirse de las leyes y oponerserecalcitrantemente a los supremos magistrados, sino para oponerse a quienesse hayan atrevido a llamar con el sagrado nombre de virtud  la debilidad deceder a las opiniones interesadas o caprichosas de los poderosos.

    Estos principios desagradarán a los que se hayan creado el derecho detrasmitir a los inferiores los golpes de tiranía recibidos de sus superiores. Tododeberá temerse si el espíritu de tiranía pudiese conciliarse con el de la lectura;o sea con la capacidad de comprender lo leído.

    Obscuridad de las leyes

    Si la interpretación de las leyes es un mal, es evidente que será otro mal laobscuridad que arrastra trás de sí a la interpretación necesariamente; y el malserá grandísimo cuando las leyes de un país estén escritas en lenguaextranjera para el pueblo, poniendo a éste entonces bajo la dependencia deunos cuantos que entiendan aquella lengua y sin que pueda juzgar por símismo cuál sería el éxito de su libertad o de sus propios miembros; en unalengua que haga de un libro solemne y público algo casi privado y doméstico.

    Cuando mayor sea el número de los que entiendan y tengan en sus manos elsagrado código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, pues esindudable que la ignorancia y la incertidumbre de las penas ayudan a la

    elocuencia de las pasiones. ¿Qué deberíamos pensar de esto, si tenemos encuenta la inveterada costumbre de gran parte de la culta e ilustrada Europa?

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    Una consecuencia de esta última reflexión es que sin la escritura, una sociedadno podrá tomar una forma fija de gobierno en que la fuerza sea un efecto deltodo, y no de las partes, y en que las leyes, inalterables sólo por la voluntadgeneral, no degeneren al pasar por la multitud de los intereses privados.

    La experiencia y la razón nos han hecho ver que la probabilidad y lacertidumbre de las tradiciones humanas disminuyen a medida que se alejan desu fuente. ¿Qué no será cuando no existe ningún monumento estable del pactosocial? ¿Cómo resistirían las leyes a la fuerza inevitable del tiempo y de laspasiones?

    Por esto vemos cuán útil sea la imprenta que hace depositario de las santasleyes al público en general, y no a unos pocos, y cuando tenga de disipado eltenebroso espíritu de cábala y de intriga que desaparece ante las luces y lasciencias, aparentemente despreciadas, pero temidas en realidad de lossecuaces de aquellas tendencias. Tal es la razón de que en Europa haya

    disminuido la atrocidad de los delitos que hacían gemir a nuestros antiguospadres, unas veces tiranos y otras esclavos. El que conozca la historia de hacedos o tres siglos y la nuestra, podrá ver como del seno del lujo y de la molicienacieron las virtudes más agradables, tales como la humanidad, labeneficencia, la tolerancia de los errores humanos. Y del mismo modo podráver cuáles fueron los efectos de aquélla que equivocadamente se llama antiguasencillez y buena fe: La humanidad gimiendo bajo la implacable superstición; laavaricia y la ambición de pocos tiñendo de sangre humana las arcas del oro ylos tronos del Rey; las traiciones ocultas, los públicos estragos; cada uno de losnobles tiranos de la plebe, los ministros de la verdad evangélica con las manosmanchadas de sangre, aquellas manos que día por día se alzaban hacia elDios de la mansedumbre ... Todo ello ha dejado de ser obra de nuestro sigloilustrado que algunos llaman corrompido.

    De la detención

    Un error no menos común que contrario a la finalidad social, que es elconvencimiento de la seguridad propia, es dejar que el magistrado ejecutor delas leyes sea dueño de aprisionar a un ciudadano, de quitar la libertad a unenemigo suyo por frívolos pretextos o de dejar impune a un amigo a despechode los indicios más fuertes de culpabilidad. La prisión es una pena quenecesariamente debe preceder a la declaración del delito, a diferencia decualquiera otra; pero este carácter distintivo suyo, no le quita otro carácter esencial, a saber: que sólo la ley puede determinar los casos en que unhombre pueda merecer la pena.

    La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito quemerezcan la custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena. Lafama pública, la fuga, la confesión extrajudicial, la de un compañero de delito,

    las amenazas y la enemistad constante del ofendido, el cuerpo del delito yotros indicios semejantes, son pruebas suficientes para hacer que se detenga a

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    un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar establecidas por las leyes, y nopor los jueces, cuyas providencias se oponen siempre a la libertad política,cuando no son proposiciones particulares de una máxima general que consteen el código público. A medida que las penas vayan siendo moderadas, que seacabe con la desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la

    humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a losinexorables y endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán contentarsepara detener a los ciudadanos con indicios que sean más débiles.

    Un hombre que haya sido acusado de delito, encarcelado y absuelto despuésno debería llevar en sí nota alguna de infamia. ¡Cuántos romanos, acusados dedelitos gravísimos y a quienes se estimó luego inocentes, fueron reverenciadospor el pueblo, y honrados con magistraturas! ¿Por qué razón es tan distinto ennuestro tiempo el éxito de un inocente? Porque parece que en el sistemacriminal actual, según opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza yde la prepotencia sobre la de la justicia, porque se arroja confundidos en la

    misma caverna a los acusados y a los convictos, porque la prisión más bien esun suplicio que la custodia del reo y porque la fuerza interna tutelar de las leyesmarcha separada de la externa, defensora del trono y de la nación, cuandodebieran estar unidas así. La primera, por medio del apoyo común de las leyes,se combinaría con la facultad de juzgar, pero no dependería de aquélla coninmediata potestad; y la gloria que acompaña a la pompa y el lujo de un cuerpomilitar, cancelaría la infamia, más unida al modo que a la cosa, como todos lossentimientos populares; y está probado que en la opinión común las prisionesmilitares no son tan infamantes como las forenses. Todavía duran en el pueblo,en las costumbres y en las leyes, inferiores siempre en más de un siglo enbondad a la ilustración actual de una nación, todavía duran las bárbarasimpresiones y las feroces ideas de los septentrionales longobardos queexpulsaron a nuestros padres...

    Indicios y formas de los juicios

    Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho: por ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas de un hechodependen unas de otras, o sea, cuando los indicios sólo se prueban entre sí,

    cuanto mayores sean las pruebas que se aduzcan, tanto menor será laprobabilidad del hecho, porque los casos que harían fallar las pruebasantecedentes, hacen fallar también las subsiguientes. Cuando todas laspruebas de un hecho dependen por igual de una sola, no aumenta el númerode las pruebas ni disminuye la probabilidad del hecho, porque todo su valor seresuelve en el de aquella única de que depende. Cuando las pruebas sonindependientes una de otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otromodo que por sí mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto máscrecerá la probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influyesobre la otra. Estoy hablando de probabilidades en materia de delito,probabilidades que deben ser ciertas, para merecer pena; pero se desvanecerála paradoja para quien considere que, rigurosamente considerada, lacertidumbre moral no es más que una probabilidad, probabilidad de tal género

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    que se llama certidumbre, porque todo hombre de buen sentido consiente enella necesariamente por una costumbre nacida de la necesidad de obrar, yanterior a toda especulación. Por tanto, la certidumbre que se requiere paraconsiderar reo a un hombre, es la misma que determina a todo hombre en losactos más importantes de la vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse

    en perfectas e imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidadde que alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no laexcluyen. De entre las primeras, una sola es suficiente para la condena; de lassegundas, son necesarias para ello tantas cuantas basten a formar unaperfecta. Es decir, que si en cada una de éstas en particular es posible quealguien no sea reo, mediante la unión entre sí sobre el mismo sujeto esimposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas imperfectas, de las cualesel reo puede justificarse, se hacen perfectas si el sujeto sobre quien recaendeja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral de las pruebas es más fácil desentir que de definir con exactitud. Por lo cual yo creo óptima la ley queestablece que el juez principal se halle asistido de asesores tomados a la

    suerte, y no por elección, pues en este caso será más segura la ignorancia que juzga por sentimientos que la ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyesson claras y precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar unhecho. Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza,si para presentar el resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar del resultado mismo de las cosas, sólo se necesita un buen sentido simple yordinario, menos falaz que el de un juez acostumbrado a ver reos en todo casoy que lo reduce todo a un sistema ordinario tomado a préstamo de susestudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una ciencia!

    Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado por sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un ciudadano,deben callar todos los sentimientos que inspira la desigualdad, dado que en el juicio no deben obrar ni la superioridad con que el hombre afortunado mira alinfeliz ni el desdén con que el inferior mira al superior. Pero cuando el delitosea una ofensa a tercero, entonces el juez debería ser, por mitad, parte del reoy parte del ofendido. Entonces, estando contrabalanceados todos los interesesparticulares, que modifican, incluso involuntariamente, las apariencias de lascosas, sólo hablarían las leyes y la verdad. También es conforme a justicia queel reo pueda excluir hasta un cierto punto a los que le sean sospechosos y queesta recusación se le conceda sin obstáculo por algún tiempo, con lo cual casi

    parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben ser los juicios ypúblicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso sea el cementoúnico de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones; para que elpueblo diga que no es esclavo y que se encuentra defendido: sentimiento queinspira valor y que equivale a un tributo para un soberano que comprende susverdaderos intereses. No añadiré más detalles ni cautelas de las que requierensemejantes instituciones. No habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.

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    De los testigos

    Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar conexactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito. Todohombre racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus ideas ycuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres, puede ser testigo. La verdadera medida de su credibilidad, o sea de la atención quepuede merecer la deposición suya, no es otra sino el interés que tenga endecir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el motivo de rehusar eltestimonio de las mujeres por causa de su propia debilidad; pueril la aplicacióna los condenados de los efectos de la muerte real a la civil e incoherente lanota de infamia a los infames cuando no tengan interés alguno en mentir. Entrelos abusos de la gramática que han influído no poco en los asuntos humanos,

    es notable el que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado.Los jurisconsultos peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba muertocivilmente y que un muerto no es capaz de acción alguna. Por sostener estabárbara metáfora, se ha sacrificado a muchas víctimas y muy a menudo y conseria reflexión se ha disputado si la verdad debiera ceder ante las fórmulas judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones de un reo condenado no lleguen aun punto que cierre el paso de la justicia? ¿por qué no habría de concederse,incluso después de la condena, tanto a la extremada miseria del reo como alinterés de la sociedad, un espacio suficientemente enérgico que, aduciendocosas nuevas que cambiasen la naturaleza del hecho, puedan justificar al reomismo o a otro con un nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son

    necesarias en la administración de la justicia, tanto porque no dejen nada alarbitrio de la administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un juicio no tumultuoso ni interesado, sino estable y regular, así como tambiénporque en los hombres, que son imitadores y esclavos de las costumbres,hacen más eficaz impresión las sensaciones que los raciocinios. Pero a menosde correr un peligro fatal, estas formalidades y ceremonias nunca podrán ser fijadas por la ley de una manera que perjudique a la verdad, la cual, por ser demasiado sencilla o demasiado complicada, necesita de alguna pompaexterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la credibilidad de untestigo tendrá que disminuir en proporción con el odio, la amistad o lasrelaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es necesario que halla más

    de un testigo, porque mientras uno afirma y otro niega, nada hay de cierto yprevalece el derecho de que todos deben ser creídos inocentes. La credibilidadde un testigo se hace tanto más sensiblemente menor cuanto más crece laatrocidad de un delito, o la inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por ejemplo, la magia y los actos gratuitamente crueles. Es muy probable que loshombres mientan en la primera acusación, porque es más fácil que secombinen en varios sujetos la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor,que no que un hombre ejerza una potestad que Dios no ha dado o que haquitado a todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda, porque el hombresólo es cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o con el temor concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento superfluo en elhombre; el sentimiento es siempre proporcional al resultado de las impresionessobre los sentidos. Del mismo modo, la credibilidad de un testigo puede

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    disminuir algunas veces, cuando el testigo pertenezca a alguna sociedadparticular cuyos usos y máximas sean no bien conocidos o distintos de lospúblicos. Un sujeto de esta clase, tendrá no sólo sus pasiones propias, sinotambién las ajenas.

    Finalmente, es casi nula la credibilidad de un testigo cuando se refiera a laspalabras que puedan mediar en un delito, porque el tono y el gesto, todoaquello que precede o que sigue a las diferentes ideas que los hombres unen alas mismas palabras, alteran y modifican de tal modo los dichos de un hombreque es casi imposible repetirlas tal como fueron pronunciadas. Además, lasacciones violentas y fuera del uso ordinario, como son los verdaderos delitos,dejan huellas de sí, con la multitud de circunstancias y efectos resultantes; ycuanto más número de circunstancias se aduzcan como prueba, tanto mayoresmedios de justificarse se suministran al reo. Pero las palabras sólo quedan enla memoria, que casi siempre es infiel y que a menudo sufre la seducción delos que las escuchan; por eso es mucho mas fácil una calumnia sobre las

    palabras de un hombre, que no sobre sus actos.

    Acusaciones secretas

    Desórdenes evidentes, aunque consagrados y que en muchas naciones se hanhecho necesarios por la debilidad de su propia constitución, son lasacusaciones secretas. Esta costumbre hace a los hombres falsos ysimuladores, porque cualquiera de ellos puede sospechar entre los demás undelator, es decir, un enemigo; y entonces los hombres se acostumbran adisfrazar sus sentimientos, escondiéndolos a los demás, con lo que, finalmente,

    llegan a esecondérselos a sí mismos. ¡Infelices los hombres cuando hanllegado a tanto! Sin principios claros e inmutables que les guíen, vaganextraviados y fluctuantes en el vasto mar de las opiniones, y siempre ocupadosen salvarse de los monstruos que les amenazan, pasan cada uno de losmomentos presentes amargados siempre por la incertidumbre del futuro;privados de los placeres duraderos de la tranquilidad y la seguridad, tan sóloalgunos de ellos, dispersos acá y allá en la triste vida que llevan, devorados por la prisa y el desorden de su existencia, se consuelan de haber vivido. ¿Yharemos nosotros de esta clase de hombres los soldados intrépidos defensoresde la patria y del trono? ¿Encontraremos entre ellos a los incorruptiblesmagistrados que con libre y patriótica elocuencia sostengan y desarrollen los

    verdaderos intereses del soberano y que lleven al trono, con sus tributos, elamor y las bendiciones de todos, conquistando para los palacios y las cabañasla paz, la seguridad y la industriosa esperanza de mejorar la suerte, fermentoútil y vida de los Estados?

    ¿Quién será el que pueda defenderse de la calumnia armada con el más fuerteescudo de la tiranía, que es el secreto? ¿qué especie de gobierno será aquélque quien le rija sospeche que tiene un enemigo en cada uno de sus súbditos,viéndose obligado, para el reposo público, a quitárselo a cada cual?

    ¿Cuáles son los motivos que justifican las acusaciones y las penas secretas?¿la salud pública, la seguridad, el mantenimiento de la forma de gobierno?¡Pero qué extraña constitución aquélla en que el que es dueño de la fuerza y

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    de la opinión, más eficaz que aquélla, teme de cada ciudadano! ¿Laindemnidad del acusador? Entonces es que las leyes no le defiendensuficientemente y que los súbditos son más fuertes que el soberano. ¿Lainfamia del delator? ¡Luego entonces se autoriza la calumnia secreta y secastiga a la pública! ¡La naturaleza del delito! Si las acciones indiferentes, si

    hasta las que sean útiles al público se llaman delitos, las acusaciones y los juicios nunca son suficientemente secretos. ¿Podrá haber delitos, es decir,ofensas públicas, en que al mismo tiempo no sea de interés para todos lapublicidad del ejemplo, o sea la del juicio? Yo respeto todo gobierno, sin hablar de ninguno en particular. Tal es a veces la naturaleza de las circunstancias,que puede tomarse como caso de extrema ruina suprimir un mal cuando éstesea inherente al sistema de una nación. Pero si yo tuviese que dictar leyesnuevas en cualquier abandonado rincón del Universo, antes de autorizar costumbre como ésta me temblaría la mano, teniendo toda la posteridad antemis ojos.

    Ha dicho Montesquieu que las acusaciones públicas son más conformes a laRepública, en que el bien público debe ser la primera pasión de losciudadanos, que a la Monarquía, en que este sentimiento es muy débil, por razón de la naturaleza misma del gobiemo, y donde es una institución óptima lade crear comisarios que en nombre público ejerzan la acusación contra losinfractores de las leyes. Pero todo gobierno, sea republicano o monárquico,debe imponer al calumniador la pena que correspondería al acusado.

    Preguntas sugestivas. DisposicionesNuestras leyes prohiben las preguntas que llaman sugestivas en un proceso;es decir, aquéllas que, según dicen los doctores, interrogan sobre la especie,cuando deben interrogar sobre el género en las circunstancias de un delito; laspreguntas, por tanto, que, teniendo una conexión inmediata con el delito,sugieran al reo una respuesta inmediata. Según los criminalistas, las preguntasdeben, por decirlo así, envolver espiralmente al hecho, en vez de dirigirse a élen línea recta. Los motivos de este método obedecen a no sugerir al reo unarespuesta que le exponga a la acusación, o acaso también porque parececontra naturaleza que el reo se acuse inmediatamente por sí mismo.

    Cualquiera que sea el mejor de estos dos motivos, es de notar la contradicciónde las leyes que autorizan el tormento a la vez que la costumbre de quehablamos, porque ¿podrá haber alguna pregunta más sugestiva que el dolor?El primero de estos motivos se presenta en el tormento, porque el dolor sugerirá al hombre robusto una taciturnidad obstinada, a fin de cambiar la penamayor con la menor, y en cambio, al hombre débil le sugerirá la confesión, paralibrarse del tormento presente, más eficaz entonces que no el dolor venidero. Elsegundo motivo es evidentemente el mismo, porque si una pregunta especialhace confesar al reo, contra el derecho de naturaleza, los espasmos del dolor producirán este mismo efecto con mayor facilidad; pero los hombres segobiernan más por la diferencia de los nombres que por la de las cosas.Finalmente, aquél que se obstinase en no responder a las preguntas que se ledirigen, merece una pena fijada por las leyes, y pena de las más graves que se

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    le intimen, para que los hombres no hagan fracasar la necesidad del ejemploque deben al público. Esta pena no será necesaria cuando sea indudable queun determinado acusado haya cometido un determinado delito, de modo quelas preguntas sean inútiles, de igual manera que es inútil la confesión del delitocuando hay otras pruebas que justifiquen la culpabilidad del sujeto. Este último

    caso es el ordinario, porque la experiencia enseña que en la mayor parte de losprocesos los reos se mantienen en una posición negativa.

    De los juramentos

    Una contradicción entre las leyes y los sentímíentos naturales del hombre nacedel juramento que se exige al reo, para que sea veraz aquél que tiene el mayor interés en ser falso; como si los hombres pudiesen jurar contribuyendo a supropia destrucción, como si la religión no callase, en la mayoría de loshombres, cuando habla el interés. La experiencia de todos los siglos ha hechover cuánto se ha abusado de este precioso don del Cielo. ¿Y por qué motivohabrían de respetarle los malvados, si los hombres tenidos por más prudentesle han infringido con frecuencia? Son muy débiles, por hallarse muy remotos delos sentidos, por lo menos para la mayoría, los motivos que la religióncontrapone al tumulto del temor y al amor a la vida. Los asuntos del Cielo serigen por leyes muy distintas de las que gobiernan los asuntos humanos. ¿Por qué comprometer los unos con los otros? ¿por qué colocar a un hombre en laterible condición de faltar a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley que

    obligue a tal juramento, mandará a la vez ser o un mal cristiano o un mártir.Poco a poco, el juramento se va convirtiendo en una simple formalidad, con locual se destruye a la vez la fuerza de los sentimientos y la de la razón, únicaprenda de honradez de la mayor parte de los hombres. La inutilidad de los juramentos la ha hecho ver inútiles, y por consigt1Íente perjudiciales, todas lasleyes que se oponen a los sentimientos naturales del hombre. Sucede con elloslo mismo que con lo que ocurre con los diques opuestos directamente al cursode un río, y que pronto son destruidos o superados, o bien un remolino formadopor las aguas los corroe y mina insensiblemente.

    Del tormento

    Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones, es eltormento del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle a confesar el delito, bien por causa de las contradicciones en que haya podido incurrir, opara descubrir los cómplices que pueda haber tenido, o por cierta metafísica eincomprensible purgación de infamia, o, finalmente, por otros delitos en quepudiera haber incurrido, aun cuando no se le acusara de ellos.

    No puede llamarse reo a un hombre antes de la sentencia del juez, ni lasociedad puede suprimirle la protección pública más que cuando este resuelto

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    que aquel hombre ha violado los pactos con los cuales se le concedió lamisma. ¿Cuál es, pues, el derecho, si no el de la fuerza, que concede a un juezla facultad de penar a un ciudadano mientras se duda si es verdaderamentereo o inocente? No es nuevo el siguiente dilema: o el delito es cierto, o incierto:si es cierto, no le conviene otra pena sino la que esté establecida por las leyes,

    siendo inútiles los tormentos, porque es inútil la confesión del reo; si el delito esincierto, no se debe atormentar a un inocente, pues tal es, según las leyes,todo hombre a quien no se le ha probado delito alguno.

    ¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Perocómo deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que latiranía del uso ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delitoevidente no quede impune. Pero es inútil que se revele quien haya cometido undelito que está sepultado en las tinieblas. Un mal ya hecho y para el que no hayremedio, no puede ser penado por la sociedad política más que en cuantoinfluya sobre los demás con el atractivo de la impunidad. Si es cierto que es

    mayor el número de los hombres que respetan las leyes, por temor o por virtud,que el de los que las quebrantan, el riesgo de atormentar a un inocente debeapreciarse tanto más cuanto mayor sea la probabilidad de que un hombre, enigualdad de términos, mejor las haya respetado que despreciado.

    Pero además, yo añadiré que es pretender confundir todas las relaciones,exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusado y acusador y que el dolor se convierta en el crisol de la verdad, como si el criterio de ella residiera en losmúsculos y fibras de un pobre hombre.

    La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el dolor; y si la naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor propio, si os haconcedido un derecho inalienable a defenderos, yo voy a crear en vosotros unafecto enteramente contrario, es decir, un odio heroico hacia vosotros mismos,y os mando que os acuséis, diciendo la verdad, aunque sea entre el desgarramiento de los músculos y el quebrantamiento de los huesos. Esteinfame crisol de la verdad es un monumento aún en pie, de la legislaciónantigua y salvaje, cuando se llamaba  juicios de Dios a las pruebas del fuego ydel agua hirviente y a la incierta suerte de las almas, como si los eslabones dela eterna cadena que inside en el seno de la Razón Primera a cada instantedebiesen soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La

    única diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y delagua, es que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo,mientras que el de las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente físicoy extrínseco; pero esta diferencia es sólo aparente, y no real, pues tampoco elhombre es libre de declarar la verdad entre los espasmos y los destrozos,como no lo era entonces impedir sin fraude alguno los efectos del fuego y delagua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es proporcionado siempre a lafuerza de la impresión sensible de que emana, pues la sensibilidad de todohombre es limitada. Por tanto, la impresión del dolor puede crecer a medidaque, ocupándola toda, no deje otra libertad al atormentado que la de elegir elcamino más corto para sustraerse de la pena en el momento presente.

    Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuegoo del agua en este caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo,

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    cuando él crea que con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferenciaentre ello desaparece por la acción del mismo medio que se pretende emplear para hallarla. Este es el medio seguro de absolver a los malvados robustos yde condenar a los inocentes débiles. Tales son los fatales inconvenientes deeste pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal, que los

    romanos, bárbaros también por más de un motivo, reservaban tan sólo a losesclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada.

    De dos hombres igualmente inocentes, o igualmente reos, el robusto y animososerá absuelto, el débil y tímido será condenado, en virtud de este razonamientoexacto: Yo, que soy vuestro juez, debo consideraros reo de tal delito; tú,vigoroso, has sabido resistir al dolor, y por ello te absuelvo; tú, débil, has cedidobajo él, y por ello te condeno. Creo que la confesión arrancada entre tormentos,carece de fuerza alguna, pero os volveré a atormentar si no confirmáis lo quehabéis confesado.

    De modo que el éxito del tormento es asunto de temperamento y de cálculo,que varía en los hombres a medida de la robustez y sensibilidad; tanto es así,que con este método, un matemático resolvería mejor que un juez esteproblema: Dada la fortaleza de los músculos y la sensibilidad de las fibras deun inocente, hallar el grado de dolor que le hará confesarse reo de un delito.

    La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdaddifícilmente puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía de unhombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en quien lasconvulsiones del dolor alteren todos los signos por los cuales, a pesar suyo, laverdad transpira en la mayoría de los hombres. Toda acción violenta confundey hace desaparecer las diferencias mínimas entre los objetos por los cuales aveces se distingue lo verdadero de lo falso.

    Una consecuencia extraña que deriva necesariamente del uso del tormento, esque al inocente se le coloca en peor condición que al reo, porque si se aplica eltormento a los dos, el primero tiene todas las combinaciones en su contra,pues, o confiesa el delito, y es condenado entonces, o si se le declara inocente,ha sufrido una pena indebida. Pero el reo cuenta con un caso favorabIe para él,cuando, habiendo resistido el tormento con firmeza, deba ser declaradoabsuelto como inocente, cambiando una pena mayor por otra menor. Así es

    que el inocente sale perdiendo siempre y el culpable sale ganando.En resolución, esta verdad la comprenden, aunque confusamente, aquellosmismos que se apartan de ella. La confesión prestada durante el tormento, noes válida si, cesado éste, no se la confirma después bajo juramento; pero si elreo no confirma su declaración durante el tormento, se le somete a tormentonuevamente. Hay doctores y hay algunas naciones que no permiten tan infamepetición de principio más que por tres veces; pero hay otras naciones ydoctores que lo dejan al albedrío del juez.

    Es superfluo redoblar la ilustración del caso citando los innumerables ejemplos

    de inocentes que se confesaron reos entre los espasmos del tormento; no haynación ni edad que no cite los suyos; pero ni los hombres cambian ni cosechan

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    consecuencias. No hay hombre alguno que haya impulsado sus ideas más alláde las necesidades de la vida, que alguna vez no corra hacia la naturaleza, quele llama así con voces secretas y confusas; el uso, que es tirano de lasmentalidades, le rechaza, asustándole.

    El segundo motivo es el tormento a que se somete a los presuntos reos cuandoincurren en contradicción; como si el temor a la pena, la incertidumbre del juicio, el aparato y majestad del juez, la ignorancia común a casi todos losmalvados y los inocentes, no hubiesen de hacer caer probablemente encontradicción así al inocente que teme como al reo que trata de defenderse;como si las contradicciones, comunes a los hombres cuando están tranquilos,no debieran multiplicarse en la turbación del ánimo, todo absorto en la idea desalvarse del peligro inminente.

    También se da tormento para descubrir si el reo tiene a su cargo otros delitosdistintos de aquéllos de que se le acusa, lo cual equivale a este razonamiento:

    Tú eres reo de un delito, de modo que es posible que lo seas de otro ciento y como esta duda me atormenta, quiero salir de ella sirviéndome de mi criterio deverdad: las leyes te atormentan porque eres reo, porque puedes ser reo, porque quiero que seas reo.

    Se somete a tormento a un acusado para descubrir los cómplices de su delito¿pero si está mostrado que el tormento no es medio oportuno para descubrir laverdad, cómo servirá para revelar a los cómplices, que es una de las verdadesque se trata de descubrir? Como si el hombre que se acusa a sí mismo, noacusara más fácilmente a los demás. ¿Y será justo entonces atormentar anadie por los delitos ajenos? ¿no podrá descubrirse a los cómplices por lasdeclaraciones de los testigos, por la indagatoria del reo, por las pruebas, por elcuerpo del delito, en una palabra, por todos aquellos medios que han de servir para comprobar el delito del acusado? Por lo general, los cómplices huyen tanluego como cae en prisión su compañero; la inseguridad de su suerte lescondena por sí mismos al destierro y libra a la nación del peligro de nuevasofensas, en tanto que la pena del reo, actuando con su fuerza sobre él, obtieneel único de sus fines, que es el de aterrorizar a los demás hombres, alejándolesde semejantes delitos.

    Otro ridículo motivo del tormento es la purgación de la infamia, según la cual el

    hombre a quien se considera infame por las leyes, debe confirmar sudeposición a costa de sus propios huesos. Este abuso no debería tolerarse yaen el siglo XVIII. Se cree que el dolor, que es una sensación, limpia de lainfamia que es una mera relación moral. ¿Acaso el dolor es un crisol y lainfamia un cuerpo mixto impuro? Pero la infamia es un sentimiento que no estásometido ni a las leyes ni a la razón, sino tan sólo a la opinión. El propiotormento ocasiona a su víctima una infamia real. De manera que con estemétodo, se trata de quitar la infamia produciendo la infamia misma.

    No es difícil remontarse a los orígenes de esta ridicula ley de purgación de lainfamia, porque los absurdos que adopta una nación entera tienen siempre

    alguna relación con otras ideas comunes respetadas por la propia nación. Estacostumbre parece proceder de las ideas religiosas y espirituales que tanto

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    influyen sobre el pensamiento de los hombres, sobre las naciones y sobre lossiglos. Un dogma infalible nos asegura que las manchas adquiridas por ladebilidad humana y que no han merecido el enojo eterno del Gran Ser, debenpurgarse mediante un fuego incomprensible; ahora bien, la infamia es unamancha civil y así como el dolor y el fuego limpian las manchas espirituales e

    incorpóreas ¿por qué los espasmos del tormento no borrarán la mancha civil dela infamia? Yo creo que la confesión del reo, que algunos tribunales exigencomo esencial a la condena, tiene un origen semejante, porque en el miteriosotribunal de la penitencia, la confesión del pecado es una parte esencial delSacramento. Aquí vemos como los hombres abusan de las luces más segurasde la Revelación, y como estas luces son las únicas que quedan en las épocasde ignorancia, a ellas recurre la dócil humanidad en todas las ocasiones,aprovehándolas para las aplicaciones más absurdas y lejanas.

    Estas verdades ya las conocieron los legisladores romanos, que no usaron eltormento sino en relación exclusiva con los esclavos, que carecían de toda

    personalidad; también las ha adoptado Inglaterra, nación en que la gloria de lasletras, la superioridad del comercio y de las riquezas, y por lo mismo del poder,y los ejemplos de virtud y de valor, no dejan duda alguna de la bondad de susleyes. El tormento ha sido abolido en Suecia y también le ha abolido uno de losmás sabios monarcas de Europa (Se refiere a Federico II de Prusia, nacido en 1712 ymuerto en 1786), el cual, habiendo llevado al trono la Filosofía y como legislador amigo de sus súbditos, les ha hecho iguales y libres en la dependencia de lasleyes, que es la única igualdad y libertad que los hombres razonables puedenexigir en las presentes combinaciones de las cosas. El tormento tampoco lehan creído necesario las leyes militares, es decir, del ejército, compuesto, en sumayoría, de la escoria de las naciones, aunque parezca que los soldadosdebieran servir mejor para ello. ¡Cosa extraña, para el que no considere cuángrande sea la tiranía del uso, ésta de que las leyes pacíficas deban aprender elmétodo más humano de juzgar de las almas endurecidas en la sangre y elestrago!

    Procesos y prescripciones

    Conocidas las pruebas y calculada la certeza del delito, es necesario conceder 

    al reo tiempo y medios oportunos para justificarse; pero un tiempo tan breveque no perjudique a la prontitud de la pena, la cual, como ya hemos visto, debeser uno de los frenos principales de los delitos. Un mal entendído amor dehumanidad, parece contrario a esta brevedad de tiempo; pero se desvanecerátoda duda si se reflexiona que los peligros de la inocencia crecen con losdefectos de la legislación.

    Las leyes deben fijar cierto espacio de tiempo a la defensa del reo y a laspruebas de los delitos; y el juez se convertiría en legislador si fuese él quiendebiese decidir del tiempo necesario para probar un delito. Del mismo modo,los delitos atroces, cuya memoria queda en los hombres cuando estánprobados, no merecen ninguna prescripción en favor del reo que se hayasustraído a la justicia con la fuga. Pero los delitos menores y obscuros deben,

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    con la prescripción, suprimir la incertidumbre de la suerte de un ciudadano,porque la obscuridad en que han estado ocultos largo tiempo, elimina elejemplo de impunidad y permite al reo la posibilidad de ser mejor. Me bastaráaludir aquí a estos principios, porque el límite preciso de las prescripciones sólopuede fijarse para una determinada legislación y en determinadas condiciones

    de cada sociedad. Añadiré tan sólo que una vez probada en una nación lamoderación de las penas, las leyes que proporcionadamente a los delitosdisminuyan o aumenten el plazo de la prescripción, o el de las pruebas,haciendo una parte de pena de la prisión preventiva y del destierro voluntario,suministrarían una fácil división de algunas penas leves para un gran númerode delitos.

    Pero los plazos de que hablamos no deberán crecer en la proporción exacta dela gravedad de los delitos, pues la probabilidad de los delitos está en razóninversa de su atrocidad. Por tanto, deberá disminuirse el tiempo para recibir laspruebas y aumentarse el plazo de la prescripción. Parecería esto una

    contradicción a lo que tengo dicho, o sea que pueden imponerse penas igualesa delitos desiguales, apreciando el tiempo de prisión y de la prescripción,anterior a la sentencia, como una pena. Para explicar al lector mi pensamiento,distinguiré dos clases de delitos: La primera clase es la de los delitos atroces,que principian por el homicidio, comprendiendo todas las perversidadesulteriores; la segunda clase es la de los delitos menores. Esta distinción tienesu fundamento en la naturaleza humana. La seguridad de la vida propia es underecho natural y la seguridad de los bienes es un derecho procedente de lasociedad. El número de motivos que arrastran a los hombres a despreciar elsentimiento natural de piedad, es mayor con mucho de aquellos otros que por la natural avidez de ser felices les impulsan a violar un derecho que noencuentran en sus corazones, sino sólo en las convenciones de la sociedad. Lamáxima diferencia de probabilidades de estas dos clases de delitos, exige quese regulen con principios diversos. En los delitos más atroces, como son losmás raros, debe reducirse el tiempo del examen para aumentar lasprobabilidades de inocencia del reo; pero debe crecer el tiempo de prescripciónporque de la sentencia definitiva de inocencia o culpabilidad de un hombredepende suprimir el atractivo de la impunidad, cuyo, daño crece con laatrocidad del delito.

    Pero en los delitos menores, como las probabilidades de inocencia del reo

    disminuyen, debe aumentar el tiempo del examen y debe disminuirse el tiempode la prescripción, por ser menor el daño de la impunidad. Semejante distinciónde los delitos en dos clases, no debería admitirse si el daño de la impunidadmenguase tanto como creciese la probabilidad del delito. Piénsese bien que unacusado cuya inocencia o cuya culpabilidad no consten, aunque sea puesto encondición libre por falta de pruebas, puede quedar sometido otra vez adetención y a indagatoria por causa del mismo delito, mientras no se agote eltiempo de la prescripción de éste. Por lo menos, me parece que éste es eltemperamento oportuno para defender la seguridad y la libertad de lossúbditos, pues es muy fácil que la una no se favorezca a expensas de la otra;de modo que ambos bienes, que forman el inalienable e igual patrimonio de

    todo ciudadano, no estén protegidos y custodiados, uno por despotismo abiertoo enmascarado, otro por la alteración anárquica popular.

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    Hay algunos delitos que a la vez son frecuentes en la sociedad y difíciles deprobar; y en estos delitos la dificultad de la prueba ocupa el puesto de laprobabilidad de la inocencia; en cuanto al daño de la impunidad, que es tantomenos apreciable cuanto la frecuencia de los delitos en cuestión depende deprincipios distintos que el peligro de la impunidad, el tiempo del examen y el de

    la prescripción deben disminuir igualmente. No obstante, los adulterios, laslascivias, que son delitos de prueba difícil, son los que, según los principiosrecibidos, admiten las tiránicas presunciones. las cuasi-pruebas, las semi-pruebas (como si un hombre pudiese ser semi-inocente o semi-reo o sea semi- punible o semi-absolvible) en que el tormento ejerce su cruel imperio en lapersona del acusado, en los testigos, y hasta en toda la familia de un infeliz,como con inicua frialdad enseñan algunos doctores que se señala al juez comonorma y ley.

    En vista de estos principios, parecerá extraño al que no reflexione que la razónno ha sido casi nunca legisladora de las naciones, que los delitos más atroces

    o los más obscuros y quiméricos, aquéllos cuya improbabilidad es mayor, seanprobados por conjeturas o por las pruebas más débiles y equívocas. Como silas leyes y el juez no tuviesen interés en investigar la verdad, sino en encontrar delitos; como si en condenar a un inocente no hubiese tanto mayor peligrocuanto la probabilidad de la inocencia supera a la del delito.

    En la mayoría de los hombres falta el brío necesario tanto para los grandesdelitos como para las grandes virtudes; por lo cual parece que los unos vansiempre contemporáneos con las otras, en las naciones que se sostienen máspor la actividad del gobierno y las pasiones que se dirigen al bienestar públicoque por su masa y la bondad constante de las leyes. En estas naciones de quehablo, las pasiones atenuadas parecen más aptas para mantener que paramejorar la forma de gobierno. Y de aquÍ se logra la importante consecuencia deque no siempre en una nación los grandes delitos prueban su decadencia.

    Atentados, cómplices, impunidad

    Porque las leyes no castiguen la intención, no por ello un delito que comiencecon algún acto que manIfieste la voluntad de realizarle, deja de merecer unapena, aunque ésta sea menor que la debida a la ejecución misma del delito. Laimportancia de prevenir el atentado autoriza la pena; pero como entre elatentado y la ejecución puede haber intervalo, la pena mayor, reservada para eldelito consumado, puede dar lugar al arrepentimiento. Otro tanto diremoscuando haya varios cómplices de un delito y no todos sean ejecutoresinmediatos, aunque por una razón distinta. Cuando varios hombres se unenpara un riesgo, cuanto tanto mayor sea éste, tanto más buscarán que sea igualpara todos, y por tanto será más difícil hallar quien se contente con ser suejecutor, corriendo un riesgo mayor que los demás cómplices. La únicaexcepción sería la del caso en que al ejecutor del delito se le fijase un premio,pues entonces, mediando una compensación por causa del riesgo mayor, lapena debería ser igual. Estas reflexiones parecerán demasiado metafísicas al

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    que no considere cuán útil debe ser que las leyes procuren los menos motivosposibles de acuerdo entre los compañeros de un delito.

     Algunos tribunales ofrecen la impunidad al cómplice de un delito grave quedescubra a sus compañeros. Este recurso tiene sus inconvenientes y sus

    ventajas. Los inconvenientes son que la nación autoriza las traiciones,detestables hasta entre los malvados; porque son menos fatales a una naciónlos delitos de valor que los de vileza; porque los primeros no son frecuentes por sus autores y porque sólo esperan una fuerza benéfica directora que leencamine al bien público; en tanto que los delitos de carácter vil son máscomunes y contagiosos, concentrándose siempre en sí mismos. Además, eltribunal pone en evidencia su misma incertidumbre y la debilidad de la ley, queimplora la ayuda de quien la ofende. Las ventajas, en cambio, son laprevención de delitos importantes que atemorizan al pueblo por ser manifiestossus efectos y ocultos sus autores; además de lo cual, contribuyen a mostrar que quien falta a la fe de las leyes o sea, al público, probablemente faltará a los

    particulares. A mí me parece que una ley general que prometiese la impunidadal cómplice que evidenciara cuaLquier delito, sería preferible a lasdeclaraciones especiales en cada caso particular, porque de este modopodrían preverse las maquinaciones con el temor recíproco que cada cómplicetendría de no exponerse más que a sí mismo, por lo cual el tribunal noacrecería la audacia de los malvados que ven solicitada su cooperación en uncaso particular. Sin embargo, esta ley a que aludimos debería agregar a laimpunidad la proscripción del delator, dejándole sometido a bando ... pero envano me atormento a mí mismo para acabar con el remordimiento que siento,autorizando a las sagradas leyes, monumento de la confianza pública y basede la moral humana, a la traición y el dísimulo. ¿Qué ejemplo se daría a lanación si se faltase a la impunidad prometida, y tras largas cavilaciones, searrastrase al suplicio, con vergüenza de la fe pública, al que hubieserespondido a la invitación de las leyes?; ejemplos de esta clase no son raros enlas naciones, como tampoco son raros los que sólo tienen de una nación laidea de una máquina complicada en que los más diestros y poderosos manejanlos resortes a placer suyo: fríos e insensibles a cuanto forma el goce de lasalmas tiernas y elevadas, excitan con imperturbable zagacidad los sentimientosmás caros y las pasiones más violentas, siempre que puedan ser útiles a susfines, tañendo los ánimos como los músicos los instrumentos.

    Mitigación de las penas

    De la simple consideración de las verdades hasta aquí expuestas, resultaevidentemente que la finalidad de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni deshacer un delito ya cometido. En un organismo político que lejosde obrar por pasión es el tranquilo modelador de las pasiones particulares¿puede albergarse crueldad tan inútil, instrumento del furor y del fanatismo, ode débiles tiranos?

    El grito de un infeliz, ¿podrá evitar que el tiempo, que no retrocede, deshagaacciones ya consumadas? La finalidad de las penas, por tanto, no es otra sino

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    la de impedir al reo que nuevamente dañe a sus conciudadanos, impidiendotambién que los delitos los cometan otros tantos. Con esto queremos decir quelas penas y el modo de infligirlas, deben estudiarse de tal manera queguardando la debida proporción, hagan una impresión más eficaz y duraderasobre el espíritu de los hombres, y a la vez menos tormentosa sobre el cuerpo

    de los reos.

    El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante lostormentos bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por hombres que se tenían por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse todassus partes más sensibles, contemplando los millares de infelices a quienes lamiseria, tolerada o querida de las leyes, que siempre han favorecido a pocos yultrajado a los demás, arrastraron a un desesperado regreso al primer estadode naturaleza, o a quienes acusó de delitos imposibles urdidos por la tímidaignorancia, o simplemente, reos tan sólo, de ser fieles a sus principios,hombres dotados de los mismos sentidos, y por tanto, de las mismas pasiones,

    lacerados con formalidades meditadas o con lentos tormentos, jocundoespectáculo de una fanática multitud?

    Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma excedadel bien que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse en cuenta lainfalibilidad de la pena y la pérdida del bien que produciría el delito. Todo lodemás es supérfluo y tiránico, por lo mismo. Los hombres se gobiernan por laacción repetida de los males que conocen, y no por la de los que ignoran.Tomemos dos naciones, en una de las cuales, en la escala de las penasproporcionada a la escala de los delitos, la pena mayor sea la servidumbreperpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un particular  método de ejecuciónsancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el año de 1532, el cualconsistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el verdugo, haciendouso de una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole severísimasfracturas en estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre lamisma rueda. Cabe precisar que este tormento-ejecución tan sólo se aplicaba ahombres condenados por delitos atroces. Este suplicio-ejecución fue aplicadoal célebre Calas, quien fuere condenado por el Parlamento de Toulouse en elaño de 1762, y tiempo después rehabilitado por el mismo Parlamento, despuésde que Voltaire demostrase su inocencia, así como el gravísimo error judicialcometido en ese tristemente célebre caso).

    Yo diré que la primera temerá tanto a su pena mayor como la segunda; y sihubiese alguna razón para transportar a la primera las mayores penas de lasegunda, esta misma razón serviría para acrecentar las penas de la última,pasando sensiblemente desde la rueda a tormentos más lentos y estudiados,hasta los últimos refinamientos de una ciencia que es muy conocida de lostiranos.

     A medida que los suplicios se hacen más crueles, el espíritu de los hombres,que, al modo de los líquidos, se pone siempre al nivel con los objetos que lecircundan, estos espíritus, pues, se irán endureciendo; y la fuerza siempre viva

    de las pasiones hace que después de cien años de crueles suplicios, la ruedaaterrorice tanto como antes aterrorizó la prisión. La propia atrocidad de la pena

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    hace atreverse tanto más para esquivarla, cuanto es más grande el mal contrael cual marcha, haciendo que se haya cometido más de un delito con estepropósito. Los países y los tiempos de los suplicios más atroces han sidosiempre los de las acciones más inhumanas y sanguinarias, porque el mismoespíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador era el que regía la del

    parricida y la de los sicarios; el Trono dictaba leyes de hierro a almas atrocesde esclavos obedientes y en la obscuridad privada palpitaba el estímulo ainmolar a los tiranos para crear otros.

    Hay dos funestas consecuencias que derivan de la crueldad de las penas,contraria al fin mismo de precaver los delitos. La primera es que no es tan fácilmantener la proporción esencial entre el delito y la pena, porque aun cuando laindustriosa crueldad de las penas llegue a variar muchísimo la especie deéstas, no pueden nunca traspasar la fuerza última a que está limitada laorganización; y la sensibilidad humana una vez que se ha llegado al extremo,no encontraría ya para los delitos más dañosos y atroces una pena mayor 

    correspondiente, como sería forzoso para prevenirlos. La otra consecuencia esque la propia impunidad nace de la atrocidad de los suplicios. Tanto para elbien como para el mal, los hombres están encerrados entre ciertos límites y unespectáculo demasiado atroz para la humanidad, sólo puede ser un furor pasajero, no un sistema constante, como deben ser las leyes. Pues siverdaderamente éstas son crueles, una de dos: o se reemplazan por otras ofatalmente la impunidad nace de las leyes mismas.

    Terminaré con la reflexión de que la magnitud de las penas debe ser relativa alestado de la nación misma. Muy fuertes y sensibles deben ser las impresionessobre las almas endurecidas de un pueblo que apenas ha salido del estado desalvajismo. Para abatir a un león feroz que resiste al disparo de un fusil, senecesita un rayo. Pero a medida que las almas se ablandan en el estado desociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ella, debe mermar la fuerza de lapena, si quiere mantenerse constante la relación entre el objeto y la sensación.

    De la pena de muerte

    La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar a loshombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente útil y justaen un gobierno bien organizado.

    ¿Cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres de destruir a sussemejantes? Seguramente no aquél del que derivan la soberanía y las leyes.La una y las otras son tan sólo la suma de mínimas porciones de libertadparticular de cada cual, y representan la voluntad general, que es unaagregación de las particulares. ¿Quién podrá ser aquél que haya querido dejar a otros hombres el arbitrio de matar? ¿Cómo en el mínimo sacrificio de lalibertad de cada cual puede estar incluído el del máximo entre todos los bienes,

    que es la vida? y si así fuese ¿cómo puede concertarse tal principio con aquelotro que enseña que el hombre no es dueño de darse la muerte? Pues en

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    realidad debiera serIo ya que ha podido conceder a otros este derecho, o a lasociedad entera.

    Por tanto, la pena de muerte no es un derecho, puesto que he demostrado queno puede serIo, sino que es una guerra de la nación con un ciudadano, en que

    se juzga necesaria o útil la destrucción de éste. Pero si llego a demostrar que lamuerte no es ni útil ni necesaria, habré ganado la causa de la humanidad.

    La muerte de un ciudadano sólo puede considerarse necesaria por dosmotivos.

    El primero, cuando, aun estando privado de libertad, tenga todavía tantasrelaciones y tal fuerza que su muerte interese a la seguridad de la nación; esdecir, cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la formade gobierno establecida. La muerte del ciudadano se hará necesaria cuando lanación recupere o pierda con ella su libertad, o bien en tiempos de anarquía,

    cuando el desorden reemplace a las leyes. Durante el reinado tranquilo de lasleyes, en una forma de gobierno en la que los votos de la nación se encuentrenreunidos, estando ella bien provista en el interior y en el exterior de susfronteras de fuerza y opinión, pues esta última acaso es más eficaz que lafuerza misma, en una nación cuyo mando pertenezca sólo al verdaderosoberano, en que las riquezas sirvan para comprar placeres, y no autoridad, yono veo que haya necesidad alguna de destruir a un ciudadano, sino tan sólocuando la muerte del mismo sea el verdadero y único freno para impedir a losdemás ciudadanos que cometan delitos. Este es el segundo motivo que puedehacer creer justa y necesaria la pena de muerte.

    Cuando la experiencia de todos los siglos durante los cuales el último suplicionunca disuadió a ciertos hombres de ofender a la sociedad; cuando el ejemplode los ciudadanos romanos y el de los veinte años de reinado de la EmperatrizIsabel de Moscovia, en los cuales ella dio a los directores de los pueblosejemplo tan ilustre, que equivale a muchas conquistas compradas con lasangre de los hijos de la Patria ( referencia directa a Isabel de Prusia, hija de Pedro el Grande, quien en diez años continuos de su periodo de reinado, esto es, de 1741 a 1751, nohubo ninguna ejecución) cuando todo esto no persuadiese a los hombres a quienesel lenguaje de la razón es siempre sospechoso, en tanto que el de la autoridades siempre eficaz, bastaría consultar la naturaleza del hombre para sentir laverdad de mi afirmación.

    No es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimohumano sino su extensión, la duración de la pena misma, porque nuestrasensibilidad es tal que actúan sobre ella con mayor facilidad estabilizadas lasimpresiones que, aun siendo mínimas, se repiten mediante un movimiento,aunque sea pasajero, más bien que fuerte. El imperio de la costumbre esuniversal, sobre todo ser que siente; y como el hombre habla, anda y atiende asus necesidades bajo su ayuda, así las ideas morales no se imprimen en sumente más que a través de sacudidas duraderas y repetidas. No es el terrible,pero pasajero espectáculo de la muerte de un malvado, sino el largo y

    prolongado ejemplo de un hombre privado de libertad que, convertido en bestiade carga, recompensa con sus servicios a la sociedad a quien ha ofendido,

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    como el freno más fuerte contra los delitos. Pues, en efecto, a menudo nosrepetiremos a nosotros mismos palabras como éstas: También yo me veréreducido a tan larga y mísera condición, si cometo iguales males, siendo éstauna idea más poderosa que la de la muerte, que los hombres ven siempre en,una obscura lejanía.

    La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple alpronto olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y que seve acelerado por las pasiones. Regla general : las pasiones violentassorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo, por lo cual son aptas paraproducir revoluciones como aquéllas que hicieron de hombres vulgares o bienpersas o bien lacedemonios; pero en un gobierno libre y tranquilo, lasimpresiones más bien deben ser frecuentes que fuertes.

    La pena de muerte se convierte en un espectáculo y en un motivo decompasión desdeñosa para algunos; ambos sentimientos ocupan más el ánimo

    de los espectadores que no el saludable temor que pretende inspirar la ley.Pero en las penas moderadas y continuas, el sentimiento dominante es elúltimo, porque es también el único que inspiran. El limite que el legislador debiera fijar al rigor de las penas, parece consistir en el sentimiento decompasión, cuando comienza a prevalecer sobre cualquiera otro en el ánimode los espectadores de un suplicio, más bien hecho para ellos que para el reo.

    Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidadque basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie quereflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito. De modo que laintensidad de la pena de esclavitud perpetua, o sea de la perpetua prisión,puesta en lugar de la pena de muerte, tiene lo suficiente para apartar acualquiera del ánimo determinado de delinquir. Añadiré que todavía hay más.Son muchísimos los que miran la muerte con rostro tranquilo y firme: éste por fanatismo, aquél por vanidad que casi siempre acompaña al hombre inclusomás allá de la tumba; quien por una última y desesperada tentativa de no vivir ode salir de la miseria. Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan de estar entrecepos y cadenas, bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro en queel desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimoresiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que al

    tiempo y al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él condensarse ensí mismo por un momento para resistir a los primeros pero su vigorosaelasticidad no basta para resistir la larga y repetida acción de los segundos.Con la pena de muerte cada ejemplo que se da a la nación, supone un delito; yen la pena de servidumbre perpetua, en cambio, un solo delito da muchísimosy duraderos ejemplos; y si es importante que los hombres vean con frecuenciael poder de las leyes, las condenas de muerte no deben distanciarse muchounas de otras a través del tiempo, de modo que suponen la frecuencia de losdelitos. De lo cual resulta que para que este suplicio sea útil, precisa que noejerza sobre los hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otramanera, que sea útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la

    servidumbre penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto,igualmente cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices

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    ellas mismas también uno, ordenando un homicidio público para alejar a losciudadanos del asesinato. ¿Cuáles son las leyes verdaderas y más útiles? ¿Loserán los pactos y condiciones que todos quisieran observar y proponer cuandocalla la voz, siempre escuchada, del interés privado o se combinan con la delinterés público?

    ¿Cuáles son los sentimientos de todos en cuanto a la pena de muerte?Podemos leerlo en la conducta de indignación o de desprecio con que todosmiramos al verdugo, inocente ejecutor de la voluntad pública, buen ciudadanoque contribuye al público bien, instrumento necesario para la seguridad interior como lo son los soldados para la exterior. ¿Por consiguiente, cuál es el origende esta contradicción? ¿y por qué es indeleble en los hombres tal sentimiento,a despecho de la razón?; porque los hombres, en lo más secreto de su ánimo,en aquella parte del mismo que conserva más que otra alguna todavía la formaoriginal de la antigua naturaleza, han creído siempre que la vida propia de cadacual no está en poder de nadie, a no ser la necesidad con que su centro de

    hierro rige el Universo.

    ¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y a losgraves sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente tranquilidadsuya, a un reo hasta la muerte; y cuando un desgraciado expira en las últimasangustias, esperando el golpe fatal, el juez, con insensible frialdad y acaso conla secreta complacencia de su autoridad propia, se dispone a gustar de losplaceres y comodidades de la vida? ¡Ay! , dirán los desgraciados, ¡estas leyesno son más que pretextos de la fuerza; y las meditadas y crueles formalidadesde la justicia sólo son un lenguaje convenido para inmolarnos con mayor seguridad como víctimas destinadas en sacrificio al ídolo insaciable del despotismo! El asesinato, que se nos predica como un terrible