I. Concepto y formas
Absolutismo designa el gobierno de un individuo cuya
legitimidad se funda exclusivamente en su origen según la sangre
(monarquía hereditaria); su ejercicio es fundamentalmente
imparticipable y no consiente ningún poder intermedio que sea
relativamente autónomo; su competencia es regulada únicamente por
el mismo que ostenta el poder. Las formas de dominio absoluto
aparecieron por primera vez en las culturas superiores antiguas y
fundaron la autoridad sobre todo en la dimensión divina del poder;
el soberano se tenía por representante de Dios, o por hijo suyo, o
por una manifestación de la divinidad. El cristianismo se encontró
con el absolutismo primeramente durante la época de las
persecuciones, al imponerse el culto romano al César, y después en
la concepción sagrada del poder que tuvieron Constantino el Grande
y sus sucesores, los cuales se arrogaron un lugar religioso
especial en la liturgia crístiana y ejercieron derechos de
importancia en la dirección de la Iglesia (era de ->
Constantino).
La situación cambió gracias a la creciente autonomía jerárquica de
la Iglesia, especialmente en occidente, donde, juntamente con la
monarquía germánica de los pueblos transmigrantes, surgió un mundo
político en el que la monarquía hereditaria desempeñaba, sin duda,
un gran papel, aunque el rey fue elegido durante mucho tiempo por
sus compañeros de la nobleza, que participaban en la gloria de la
estirpe, y, con los feudos, se desarrolló un sistema de poder
profundamente desmembrado. La realeza sagrada recibió un carácter
laico con la reforma gregoriana dentro de la Iglesia, sin que por
ello perdiera su significado religioso en el mundo político.
Pero el desarrollo de la libertas ecclesiae, el auge de unos
episcopados nacionales conscientes de sí mismos y el esplendor del
papado desde Gregorio vii hasta Inocencio iii, condujeron en
occidente a un dualismo del poder espiritual y del político,
dualismo que se oponía a un absolutismo de la misma forma que se
oponían entre sí el rey y la nobleza. De cara a la constitución de
la sociedad medieval, la formación del absolutismo de los príncipes
tiene que ser calificada como el primer vuelco revolucionario, como
la revolución desde arriba, que sirvió de condición histórica para
que en el s. xix le siguiera la revolución burguesa desde
abajo.
Los adversarios contra los cuales tuvo que imponerse el absolutismo
fueron la nobleza feudal - dotada de propios derechos públicos,
pero transformada después en una nobleza oficial, despojada de sus
privilegios políticos y dependiente de la corona-, y la jerarquía
autónoma de la Iglesia, cuya posición polar frente al Estado había
de desaparecer a causa de su transformación en Iglesia nacional,
situación que no afectaba necesariamente al primado del papa en los
Estados católicos con tal que el ejercicio del poder papal no se
opusiera a los intereses del Estado.
del monarca y un impulso económico por parte del Estado al comercio
y a la industria, que a la vez ayudaron con sus tributos a sostener
la burocracia y el ejército.
La meta del absolutismo fue el desarrollo de un poder ilimitado que
penetrara en todos los sectores de la vida de los súbditos y que
movilizara hasta lo último los recursos económicos, las relaciones
de la producción y los rendimientos laborales. Ese poder debía
estar concentrado incondicionalmente en el soberano y, de cara al
exterior, se hallaba asegurado por un ejército preparado en todo
momento para intervenir y por una política de alianzas que rodeaba
a cualquier enemigo potencial con frentes que cambiaban según lo
exigiera la ocasión. Al principio de un continuo crecimiento de
todo el organismo estatal en lo interior, correspondía en la
política exterior una tendencia a la expansión, sobre todo por el
camino de la sucesión hereditaria, tendencia que quedaba limitada
por la racionalidad política y, hasta cierto punto, por el
principio universalmente válido de la legitimidad dentro de la
<familia» dinástica. Se concibió como suprema forma de poder la
unidad perfecta de una sociedad idéntica con el Estado -un roi, une
loi une fo¡-, organizada burocráticamente según puntos de vista
raciales ,en cuyas aras, ora se sacrificaron, ora se utilizaron los
productos históricos de la sociedad antigua. Allí donde se
conservaron las instituciones nacidas de la sociedad feudal, esto
aconteció, no en virtud de un justo derecho antiguo, sino gracias a
la utilidad que tales instituciones tenían para el Estado universal
racionalmente planificado. Únicamente a éste se le atribuyó la
capacidad de garantizar el mayor bien posible de todos. Esa
garantía estaba personificada en el soberano absoluto, dado por
Dios a los hombres como su lieutenant (Luis xiv) o, en el
despotismo ilustrado, como abogado de la razón suprema, que está
encarnada en el Estado. El ser premier domestique (Federico
el Grande) de ese Estado constituye una variante -ciertamente
esencial, pues incluye plenamente el movimiento espiritual de la
ilustración - de aquel carisma exclusivo en virtud del cual el
soberano absoluto es el único regente, legislador y juez, así como
el primer jefe del ejército. El absolutismo, con su progresivo
aumento de las posibilidades humanas, introdujo la edad moderna en
todos los Estados, fue la época de la cultura clásica de todos los
pueblos europeos y puso las bases de la educación y formación
modernas con la promoción de la ilustración (-->
barroco).
ciertamente se excluyera con ello la arbitrariedad en la práctica,
lo cual, sin embargo, por contradecir a los intereses racionales
del Estado, no pertenecía a la esencia del absolutismo real.
II. Historia del absolutismo europeo
La historia del absolutismo comienza en la transición del s. xv al
xvi, puesto que algunas manifestaciones anteriores, como el estado
absolutista y burócrata de Federico II Hohenstaufen (t 1250) en el
sur de Italia, o como la concepción estatal de Felipe IV el Hermoso
(t 1314) en Francia - respaldada por juristas inspirados en el
derecho romano como G. de Nogaret -, están completamente marcadas
por rasgos premodernos (política imperial de Federico II, plan de
cruzada de Felipe); «la vigorosa corriente de aire moderno» de que
habla Ranke, sólo actuaba allí en forma de golpes aislados, que no
caracterizan la situación total. Puesto que el dualismo entre el
poder espiritual y el poítico representaba, junto con la nobleza,
la resistencia más fuerte a la tendencia absolutista y tenía su
apoyo en la validez universal de las normas religiosas y
eclesiásticas, el paso más importante hacia el absolutismo fue la
formación de las Iglesias nacionales, cuyos primeros brotes
aparecieron ya antes de la reforma. Entre otras fuentes
propulsoras, estas Iglesias nacionales recibieron un impulso de los
concordatos firmados para defenderse del conciliarismo, los cuales
concedían privilegios a los reyes en la designación de obispos y en
la administración de los asuntos temporales. En Inglaterra la
acción política de la radical Iglesia nacional de Enrique viii
precedió a la reforma religiosa y eclesiástica; la situación así
creada fue una base esencial del absolutismo de la casa Tudor
(1485-1603) y un motivo de las luchas entre el absolutismo de la
casa Estuardo (16031688) y la oposición puritana. Pero las
limitaciones de los reyes ingleses desde el s. XIII se habían
enraizado demasiado profundamente y a pesar de la fuerza de la
Iglesia nacional anglicana, el absolutismo no pudo mantenerse en
Inglaterra, aunque él había introducido la edad moderna tanto allí
como en todos los Estados europeos.
En el imperio alemán la competencia eclesiástica que se atribuyó a
los príncipes de cada país en virtud de la reforma protestante
fomentó las Iglesias regionales; y en las naciones que siguieron
siendo católicas se desarrolló la Iglesia estatal. Con el principio
cuius regio, eius religio de la paz religiosa de Augsburgo (1555),
se entregaba prácticamente a la omnipotencia del soberano la
decisión confesional de los súbditos. El absolutismo se convirtió
en el estilo de gobierno en todos los Estados soberanos alemanes,
incluso en los territorios regidos por eclesiásticos; pero las
condiciones en que podían crecer grandes potencias absolutistas se
dieron únicamente en el imperio de los Habsburgos (no sin la
competencia del absolutismo bávaro) y en Prusia.
nobles en la constitución de la autoridad central. Consciente del
favor divino, María Teresa veía en sus ministros solamente los
«peones» de su poder, que supo basar no menos en una severa
política financiera que en un sistema escolar creado por ella. En
María Teresa, contemporánea del odiado Federico I el Grande, de
Prusia, sobrevivió aquella forma de absolutismo que propiamente
había fundado y desarrollado hasta la perfección del sistema Felipe
II de España. Ciertamente, a pesar de respetar los derechos de los
protestantes, también la Austríaca veía en ellos a los enemigos
destructores del orden querido por Dios; pero supo distinguir
sabiamente entre los países de sucesión hereditaria y Hungría.
El Habsburgo español había servido con todo su poder a la unidad de
la santa fe en todos sus dominios y había utilizado para ello la
inquisición, con cuya ayuda -cosa típica del absolutismo
confesional- venció al mismo tiempo la oposición del reino
aragonés. Entenderíamos falsamente el absolutismo si
juzgáramos que para él la fe religiosa constituía una
superestructura ideológica del poder político; ahora bien, la
soberanía real era tan inviolable como la fe religiosa, y así se
explica la cláusula de salvedad de Felipe al aceptar las decisiones
conciliares de Trento, la cual es un ejemplo típico de la relación
del absolutismo católico con la Iglesia.
EL absolutismo francés se caracterizó de modo especial por la
relación entre las luchas religiosas y la oposición de los nobles,
no sólo hugonotes sino también católicos; pero, en su desarrollo,
el principio une foi tampoco fue sencillamente una función del
principio un roi. Fueron razones políticas las que impulsaron a
Richelieu, con la conquista de La Rochelle (1628), a romper el
estatuto de los hugonotes establecido en el edicto de Nantes (1598
), y fueron también razones de este tipo las que no le permitieron
derogar el edicto mismo, en contra de la tendencia de su hombre de
confianza, el capuchino padre José, no menos significativo que
Richelieu para el absolutismo francés. Dotado de una naturaleza
religiosa con inclinaciones místicas, él luchó fanáticamente por la
unidad de la fe, y, sin embargo, defendió incondicionalmente la
política de Richelieu en favor del poderío francés, llegando hasta
la alianza con Suecia (1634) y la declaración de guerra a España
(1635), que significó la debilitación decisiva del partido católico
en la guerra de los treinta años. Cuando finalmente Luis xiv derogó
en 1685 el edicto de Nantes, realizó un acto de absolutismo
político. El absolutismo «palaciego» del «Rey Sol», a pesar de su
glorificación pagana y cultual del monarca y de su exuberante
estilo de vida, es inconcebible sin los presupuestos históricos del
absolutismo católico.
madre. El episcopalismo, desarrollado en 1763 por el obispo
trevirense J.N. von Hontheim (Febronius), por la adhesión a la
Iglesia estatal del absolutismo debía dar independencia a los
obispos frente al absolutismo curial, pero con relación al imperio
alemán se quedó en teoría y dentro de los territorios particulares
se practicó bajo formas muy varias. José II, en cambio, puso la
Iglesia católica sistemáticamente al servicio del Estado
absolutista y de su programa educativo; y para este fin la creación
de parroquias le pareció más importante que los monasterios,
suprimidos en gran número.
Así como no se puede calificar sin más de anticlerical al
josefinismo, tampoco cabe afirmar de modo general que la
ilustración influyera sólo negativamente en la vida de la Iglesia.
La ilustración fomentó un despertar cultural y religioso, y
pastoral en particular, especialmente en los territorios de los
señores eclesiásticos del imperio, los cuales, aun permaneciendo
encuadrados en el absolutismo, en virtud de las limitaciones
impuestas por los cabildos y por gastar menos en empresas militares
- en beneficio de la vida civil-, adoptaron una forma popular de
gobierno (siendo la más célebre la dinastía clerical de los
Schánborn).
Pero en último término la ilustración contenía aquellos elementos
que llevarían a la disolución del absolutismo. No sólo destruyó el
nimbo carismático del señor absoluto, sino que además desarrolló
una teoría política que, en nombre del derecho natural, argumentó
contra la concentración del poder y en favor de la división de
potestades, y basó en los postulados de los derechos humanos la
revolución contra la revolución del absolutismo (--> revolución
francesa). Desde John Locke (+ 1704) hasta Montesquieu (+ 1775), la
crítica a la monarquía absoluta exigía primero su limitación, pero
luego condujo a su caída revolucionaria. Y aunque el fisiócrata
ordre naturel de F. Quesnay (1774) en su racionalidad parecía
conciliarse con la racionalidad del despotismo ilustrado, a fin de
cuentas desembocó en los principios del liberalismo. En la Iglesia
católica, algunos representantes aislados de la escolástica barroca
desarrollaron una crítica política del absolutismo, especialmente
mediante la polémica sobre el derecho de oposición y mediante la
fundamentación del derecho de gentes, que intentaba restringir la
expansión política exterior. Pero el interés esencial se centraba
en la lucha con la Iglesia nacional (-> galicanismo, regalismo
español, ->
josefinismo), con la cual, sin embargo, se pudo en caso
necesario llegar a compromisos dentro de la perspectiva de la
contrarreforma (->reforma católica). La resistencia propiamente
religiosa contra el secularismo del absolutismo transcurrió al
margen o fuera de la ortodoxia: dentro de la Iglesia católica en el
-->jansenismo y dentro de las Iglesias protestantes en el ->
pietismo. La lucha victoriosa contra el Estado absolutista y en
favor de una separación entre el Estado y la sociedad como
condición de la libertad moderna se realizó fuera de la Iglesia y
contra ella. La Iglesia en la época de la restauración, hasta muy
entrado el s. xix, se aferró a la unión entre trono y
altar.
xiii - contra la sociedad liberal y democrática (cf. historia de la
Iglesia en la -- >edad moderna).
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Oskar Kóhler
ABSOLUTO (LO ABSOLUTO)
2. La existencia real de lo absoluto así entendido parece ser
(supuesto que exista algo) una evidenció primera que resulta de su
mismo concepto. Los contenidos de las nociones de «absoluto» y
«relativo» son contradictorios: no puede darse un tercer término
que no sea ni independiente ni dependiente en su ser. Lo relativo,
empero, apunta de por sí a aquello de que depende, y, en último
término, a lo que no es relativo, sino absoluto La suposición de
una serie sin principio de meros relativos, en un regressus in in
finitum, no haría tampoco desaparecer esta referencia a lo absoluto
que sale de lo relativo, siquiera falle, ante ese ensayo mental,
nuestra representación ligada al tiempo y al espacio. Pero sería
sobre todo sencilla imposibilidad un anillo o círculo cerrado y,
por ende, sin principio ni fin de términos exclusivamente
relativos: A tendría que haber dado la existencia a B, a pesar de
que A misma, pasando por C, D, etc., dependería de B precisamente
en su existencia. Si en verdad existe algo, lo existente no puede
ser meramente relativo, es decir, referido a otro, pues, en
definitiva, tiene que referirse a lo absolutamente otro y, por
tanto, existe necesariamente lo absoluto.
3. Con la evidencia per se con que lo absoluto se afirma como
aquello que, a par de pensarse necesariamente, existe también
necesariamente, concuerda la tradición filosófica de dos milenios.
La universal experiencia religiosa de lo «otro», que posee poder
último e incondicionado, se convierte para la reflexión de la India
en el Todo-Uno, cuya apariencia es el mundo; y, para el temprano
pensamiento griego, en el fundamento primero (árjé) del mundo.
Platón ve en la idea suprema del bien la carencia de supuesto y el
subsistir en sí; que constituyen lo absoluto. Esta visión determina
al neoplatonismo y, a par de la revelación judía y cristiana, los
siglos de la patrística (cf. p. ej., Gregorio Nacianceno;
posteriormente, al Maestro Eckhart, a Jakob Báhme, a Franz v.
Baader, que hablan del «principio sin principio», y también del
«no- principio». En Aristóteles se dibuja el ser absoluto de la
causa eterna e inmóvil en su «separación» de todas las cosas
sensibles del mundo.
tiempo, que es norma para la masa, se orienta más y más hacia la
tendencia empírica del pensamiento moderno, la cual, como la
sofística antigua, en lo relativo a lo absoluto se inclina a la
negación (/ateísmo) o, más bien, a la duda (/agnosticismo, /
escepticismo).
4. Para la conciencia actual, por influjo sobre todo de Kant, se ha
oscurecido la evidencia primera de la existencia necesaria de lo
absoluto. Esa evidencia se funda en un paso o salto del
pensamiento, por el que lo relativo o condicionado es conocido como
tal, es abordado en su conjunto y se lo sobrepasa en su totalidad
en dirección a loabsoluto o incondicionado. Ahora bien, según Kant,
eso no es posible al conocimiento humano. A juicio de Kant, sólo
podemos conocer propiamente un objeto en cuanto nos es dado bajo
las condiciones del espacio o, por lo menos, del tiempo. Algo
relativo y condicionado sólo puede ser conocido como dependiente de
otra cosa, que es a su vez relativa y está condicionada por un
tercero de la misma especie, y así sucesivamente. El proceso sin
término de un fenómeno a otro, en el horizonte de la experiencia
posible dentro del espacio y del tiempo, es el esquema de
conocimiento trazado por Kant en la Crítica de la razón pura. Con
ello dio Kant la clásica fórmula epistemológica del programa
metódico de la ciencia natural moderna, y le señaló su campo de
investigación, en principio sin limites dentro del ámbito
fenoménico llamado «mundo». Esta concepción, partiendo de la
ciencia -donde, sépase o no su origen filosófico, ella tiene su
puesto de todo punto legítimo-, repercute ilegítimamente como
actitud fundamental más o menos marcada de un positivismo
relativista sobre la visión filosófica del mundo. Datos
psicológicos y sociológicos parecen ofrecer hoy en gran medida una
confirmación empírica y científica del relativismo en las
posiciones intelectuales. Goethe expresó esta estructura mental en
términos de un optimismo vital: «Si quieres llegar a lo infinito,
recorre por todos sus lados lo finito».
5. Aun el intento de hacer de nuevo comprensible la fundamental
evidencia primera de la realidad absoluta puedes aceptar que Kant
le señale la dirección, ya que éste recibió sugerencias de la
tradición, sobre todo de Agustín y Buenaventura.
La idea de lo incondicionado tiene en el esquema epistemológico de
Kant la función de un «principio regulador»; ella pone en marcha,
como meta teóricamente inalcanzable, el preguntar, e investigar.
Sólo en otro campo se abre para el Kant de la Crítica de la razón
práctica el acceso a la realidad «constitutiva» de lo
incondicionado: en la experiencia de la obligación moral, en el
imperativo categórico (= incondicionado) de la conciencia. No la
investigación teórica de la naturaleza en su necesidad, pero sí el
deber moral de orden práctico, cuyo prerrequisito inmediato es la
libertad del hombre, presupone la existencia necesaria del
absoluto, al cual podemos llamar Dios, como postulado fundamental
para que su exigencia tenga verdadero sentido; sentido que para
Kant está fuera de toda duda. Dios es el garante del orden moral
del mundo (/ ética).
ante toda constelación posible de objetos del mundo. El contenido
del conocimiento puede estar todo lo condicionado y limitado que se
quiera en tiempo y espacio; puede tal vez afectar sólo al hic et
nunc de una de mis sensaciones, desaparecidas de nuevo
inmediatamente; pero la exigencia de validez de la verdad, que
conviene al enunciado sobre ella, está de todo en todo por encima
del tiempo y del espacio. Aun el fenómeno más casual y pasajero es
aprehendido en el conocimiento verdadero en cuanto es como ente; y
con ello se abre el espacio universal e incondicionado del ente
como tal, del ser en general. Pero precisamente este modo de
conocer era el supuesto previo para que lo relativo o condicionado
pudiera ser conocido como tal y, con ello, fuera conocida su
esencial e inamisible referencia a lo absoluto e incondicionado.
Con ello queda abierto el camino para subir desde el modo lógico de
incondicionalidad del conocimiento verdadero en el horizonte
indefinido e infinito del ente, al actus purus de orden
ontológico, al principio absoluto, determinado e infinito de la
verdad y de la realidad.
Hay que atender no sólo al «qué» fenoménico, p. ej., del nexo
funcional científico entre datos observados, sino también al
«hecho» ontológico (de que efectivamente es así); pero esto exige
una irrupción a través de la perspectiva y «tras» la perspectiva
metódicamente limitada de la problemática de cada ciencia
particular, a la que sólo se manifiesta la apariencia de los
fenómenos, hacia una actitud intelectual de tipo filosófico, que
está abierta al ser en sí de la realidad cósmica. Esta irrupción «a
través» es obra, en su realización efectiva, de la libertad que
brota de un llamamiento dirigido al hombre en su totalidad. En este
sentido, la preparación para entender la realidad del absoluto en
el campo del conocimiento teórico, en el cual Kant y con él gran
parte de la mentalidad actual piensan que no se la puede encontrar,
está en efecto entrelazada con el ejercicio de la libertad del
hombre, a la que apelaba Kant. Pero esta apelación a la libertad
moral puede recibir también una fundamentación teórica.
Otro camino, tampoco puramente irracional, para poner de manifiesto
la realidad de lo absoluto, podría consistir en resaltar cómo el
carácter incondicional que va anejo a la esencia del amor personal
ha de tener el fundamento de su posibilidad y de su consumación en
la existencia real del absoluto en persona.
Con la sola noción de lo absoluto, como lo incondicionado en
general, nada se dice acerca de la estructura fundamental, teística
o panteística, del universo. Pero las pruebas apuntadas de la
existencia de lo absoluto, no meramente deducidas de su concepto,
sino apoyadas en la experiencia, pruebas que existencialmente son
las más convincentes, empujan hacia una interpretación teísta
personal, hacia un principio primero y fin último de la verdad y
libertad en la personal realización del ser propio del hombre. En
el modo de doble negación que es irremediablemente propio del
conocimiento humano de lo absoluto (= lo no-condicionado; donde
«condicionado» significa a su vez limitación, finitud y negación),
se anuncia desde el principio el permanente carácter misterioso de
lo absoluto.
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Walter Kern
ACCIÓN CATÓLICA
I. Organización
1. Origen
La acción católica nació de aquellos movimientos católicos de los
s. xvIII y xix, cuyas metas fundamentales eran: liberar a la
Iglesia de las tendencias revolucionarias de la ilustración y de
las aspiraciones absolutistas de la época por lograr una Iglesia
estatal; y solucionar los problemas sociales, que a partir de la
revolución industrial eran cada día más apremiantes. Para poner en
práctica estos propósitos, en muchos países europeos se celebraron
asambleas y congresos de católicos y se fundaron asociaciones y
obras católicas. Con frecuencia se perseguían objetivos políticos
muy concretos, como la emancipación de los católicos en Gran
Bretaña. De esta forma, se mezclaban objetivos temporales y
profanos con fines espirituales y eclesiásticos. La autoridad
eclesiástica subrayaba, sin distinguir apenas la diversidad de
campos, su competencia y el derecho de control incluso sobre las
asociaciones católicas de carácter económico, social y político,
apelando para esto: a la obediencia que se debe a la Iglesia; a la
unidad del cuerpo de Cristo y del apostolado, y a la necesidad de
unificar todas las fuerzas. Esto es particularmente comprensible
con relación a Italia, que se encontraba bajo la presión de la
cuestión romana. Paulatinamente fue madurando un enfoque más
matizado (reconocimiento de la autonomía fundamental de las esferas
profanas: León xiii) y fueron formándose dos tendencias en el
movimiento popular católico: una hacia la democracia cristiana, el
movimiento social católico y los partidos cristianos; y otra
representada por la a.c. Pero no sólo había, llegando incluso hasta
nuestros días, organizaciones que por sus objetivos pertenecían a
ambas tendencias, sino que la nomenclatura misma no, era uniforme,
ni mucho menos.
primeras, que vienen a prestar directamente un auxilio al
ministerio espiritual y pastoral de la Iglesia, se dice que «deben
estar subordinadas a la autoridad de la Iglesia incluso en la menor
cosa»; respecto a las segundas, aunque se exige su dependencia
«frente al consejo y a la dirección de la autoridad eclesiástica»,
se habla también de la «libertad racional que les corresponde» y de
la responsabilidad propia «sobre todo en los asuntos temporales y
económicos».
Por consiguiente no hay razón para afirmar que la a.c. es una
fundación exclusivamente romana o italiana: sus raíces las
encontramos en Francia, Bélgica y sobre todo en Alemania. Tampoco
ha surgido exclusivamente desde arriba, sino que tiene una larga
historia, lo mismo que sus diversas ramas. Tampoco está articulada
de acuerdo con las cuatro «columnas de los estados naturales», ya
que las asociaciones de universitarios y trabajadores se cuentan
entre sus organizaciones más antiguas y las ramas de hombres y
niños entre sus agrupaciones más modernas. Ni fue concebida desde
el principio exclusivamente como una ayuda pastoral dentro de la
Iglesia, pues, incluso después de apartarse de las obras que
primariamente servían a fines temporales recalcó su derecho a
estudiar los problemas individuales, familiares, profesionales,
culturales y sociales, a la luz de los principios católicos y a
formar la conciencia de los católicos de acuerdo con esto.
Precisamente Pío xi, en conexión con la a.c., habla del reinado
mundial de Cristo, de la Iglesia que actúa en la sociedad. Con esto
se viene abajo asimismo la afirmación de que la a.c. fue creada
pensando sólo en la situación creada por la opresión fascista, y no
pensando en tiempos normales, pues su historia es mucho más antigua
que el fascismo; las reformas decisivas tuvieron lugar en 1915 y
1919, mientras que el fascismo llegó al poder el 28-
10-1922.
2. Forma
Pío xi repetidas veces definió la a.c. como «participación y
colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico de la
Iglesia». Pío xii prefirió la palabra colaboración, para no
provocar la confusión de una participación en la
jerarquía misma.
muy floja) o unitariamente (aunque con algunas secciones totalmente
dependientes); d) a.c. con carácter de élite (congregaciones
marianas) o como organizaciones profesionales, las cuales deben
estar sostenidas y guiadas por grupos selectos (modelo de la JOC);
e) a.c. general (para los problemas comunes a varios estratos de
edad o de ambiente o a varios campos de actividad) y a.c.
especializada (para ambientes concretos respecto a la edad,
profesión o forma de vida); ambas pueden complementarse; f) formas
de a.c. organizadas a escala parroquial o sólo de forma
supraparroquial: por ciudades, arciprestazgos, diócesis, naciones
(asociaciones de académicos o artistas); tampoco estas formas se
excluyen unas a otras; g) a.c. que de antemano se limita a ciertos
sectores parciales dentro de las posibilidades que se le ofrecen,
p.ej., a la ayuda pastoral directa.
El Vaticano II ha rechazado por una parte todos los intentos
realizados por convertir un determinado sistema de a.c. en el
sistema universal, pero, por otra, ha hecho resaltar los elementos
que, independientemente de métodos, formas y nombres ligados al
tiempo o al lugar, son esenciales a una genuina a.c. Por tanto, el
problema de la organización es secundario y está subordinado al
interés apostólico que se persigue.
3. Relación con otras organizaciones
Al principio, las obras que servían a la santificación personal se
consideraron como auxiliares de la a.c.; respecto de las obras que
tienen un fin primariamente temporal se recomendó colaborar con
ellas, y con relación a las obras propiamente apostólicas se
pensaba en una cierta incorporación o al menos asociación. El
decreto Sobre el apostolado de los laicos (Vaticano II) reconoce el
derecho de libre asociación de los seglares y sus ventajas,
previniendo naturalmente contra la fragmentación (gremios para la
colaboración y coordinación) y dejando a salvo las múltiples y
necesarias relaciones con la jerarquía (a lo que en el orden
temporal sólo compete la vigilancia sobre los principios
cristianos): Arts. 19, 24, 26.
II. Objetivo
1. Características esenciales
Si nos atenemos a su origen histórico y al decreto Sobre el
apostolado de los seglares (art. 20), cuatro son en conjunto las
características que constituyen una verdadera a.c., prescindiendo
de que se emplee o no este nombre, p. ej., cuando existen ya otros
nombres, o cuando el término a.c. pueda dar lugar a
interpretaciones falsas -p. ej., políticas - (países anglosajones):
como servicio a las múltiples necesidades humanas, o tiene sólo
carácter de estímulo. La edificación inmediata del mundo no le está
ya encomendada a ella. La transformación cristiana del mundo
corresponde ciertamente a la misión de la Iglesia, pero la Iglesia
sólo puede ejercer esta misión a través de aquellos a quienes está
confiada la edificación del orden temporal. La Iglesia - y también
la a.c. - debe ayudar a los hombres a que conozcan los principios
generales de la revelación, pero no está llamada a transmitirles
los igualmente necesarios conocimientos técnicos. Por eso, los
miembros de la a.c. deben «distinguir claramente entre lo que como
ciudadanos guiados por su conciencia cristiana realizan en nombre
propio, individualmente o en asociaciones, y lo que hacen en nombre
de la Iglesia juntamente con sus prelados» (Constitución pastoral:
Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, art. 76).
b) Los seglares aportan una experiencia específicamente laica y
asumen parte de la responsabilidad en la dirección, en la
planificación y en la acción. Esto exige de los jerarcas un margen
de libertad, de confianza y colaboración, que permita a los
seglares adultos, expertos y con iniciativa personal desarrollar
sus facultades e incluso realizar tareas auténticamente laicas
dentro de la Iglesia.
c) Los laicos están unidos por una constitución y acción colegial y
corporativa.
d) Los laicos actúan «bajo la dirección de la jerarquía misma», que
con ello asume una cierta responsabilidad suprema, lo que a su vez
implica el derecho - aunque restringido únicamente a esto- a
determinar las líneas generales de orientación, a confirmar en el
cargo a los funcionarios responsables, a ratificar las resoluciones
y estatutos más importantes, pero también a emitir el juicio sobre
la existencia de las cuatro características. La relación especial
con la
jerarquía se llama mandato; éste no confiere una misión con
nuevas atribuciones, pero sí un cierto carácter oficial. El
concilio ha dejado en suspenso intencionadamente las controversias
teológicas sobre la doctrina del mandato. La suprema dirección por
parte de la jerarquía y el carácter laico no deben eliminarse
mutuamente; entre ambos polos hay tensión, pero no contradicción.
También en el mundo sólo existen responsabilidades divididas de
diferente grado; pero en la comunidad de Cristo, por principio, hay
una responsabilidad universal y colegial de todos para con todos.
Con una a.c. así entendida en el fondo también queda superada la
«clásica» definición de la misma, según la cual el laico podría ser
considerado de una forma exagerada como el brazo prolongado de la
jerarquía, como su instrumento y órgano de ejecución. Es cierto que
todavía se encuentra la definición en el art. 20 del decreto Sobre
el apostolado de los laicos, pero sólo en la introducción
histórica. De hecho, solamente un reducido sector de la a.c. puede
describirse como colaboración, como participación en el
apostolado
jerárquico. Pero así no aparece suficientemente el carácter
específicamente laico o cristiano de orden temporal de este
apostolado, ni la auténtica y característica corresponsabilidad de
los seglares en la Iglesia. Es cierto que la a.c. no puede actuar
más allá de su cometido eclesial, pero incluso en este cometido no
se puede considerar a los laicos como meros colaboradores de
la
lo contrario, no podrían prestar su contribución específica a la
Iglesia. Según la concepción actual sería mejor, por tanto,
describir la a.c. como «participación oficial de los laicos en el
apostolado de la Iglesia».
La consideración seria de estas cuatro características y de la
necesaria tensión existente entre ellas aclara también algunas
disputas de los últimos años referentes a la a.c., p.ej.: sobre las
relaciones entre el reino de Dios y la edificación del mundo
terrestre, entre la evangelización o santificación y la
configuración cristiana del orden temporal; sobre una estructura
eclesial, en la que el cristiano pueda integrarse plenamente con
todo su mundo, incluso profano, es decir, sobre un concepto nuevo,
más amplio y completo, de cristianismo, y, más concretamente, sobre
el compromiso temporal, tal vez político, de la a.c.; y sobre la
libertad que tienen los laicos en la Iglesia con relación a la
reforma interna y a la acción frente al mundo ateo, así como con
relación a la edificación del -mundo en general. Según el Vaticano
ii la acción temporal del cristiano debe considerarse como misión
de la Iglesia y, por ello, como apostolado, si la ejecuta con
espíritu evangélico; pero el creyente ha de realizarla bajo su
propia responsabilidad y no la puede hacer en nombre de la Iglesia.
Por otra parte, la a.c. es auténtico apostolado laico y no sólo
ayuda a la pastoral; pero tampoco constituye un medio para volver a
clericalizar el mundo en el sentido de un nuevo integrismo.
2. Importancia de la a.c.
La importancia de una a.c. que permanezca fiel a su esencia parece
que reside precisamente en esta función mediadora: en que, gracias
a su auténtico carácter profano y laico, es capaz de proporcionar a
la Iglesia una visión del mundo y una aportación mundana, la cual
puede ayudarle incluso en la elaboración y proclamación de los
principios religiosos y morales; y en que, por el lado contrario,
en virtud de su carácter simultáneamente oficial y eclesial, puede
transmitir al mundo una visión de la Iglesia y, a los cristianos
que están en el mundo, la ayuda de la Iglesia para el cumplimiento
cristiano de sus tareas profanas, formándolos teórica y
metódicamente para el apostolado. De este modo, la a.c. une la
fuerza de los seglares y su conocimiento objetivo del mundo con la
obra de los pastores (Constitución sobre la Iglesia, art. 37). Y
aun cuando en la Iglesia siempre se dio de alguna forma este tipo
de apostolado, es de especial importancia en una sociedad y en una
Iglesia que necesitan más que nunca de una estrategia planeada a
escala mundial. Así se comprende que el decreto Sobre el
apostolado de los seglares, a pesar de que en principio valora
positivamente todas las iniciativas apostólicas, recomiendo con
especial «insistencia» las organizaciones a las que se pueden
aplicar las características esenciales de una auténtica a.c.,
lleven o no lleven este nombre. Esto, lejos de justificar una
pretensión de monopolio, obliga a un especial servicio fraterno.
soziale Bewegung Deutschlands im 19. Jh. und der Volksverein (Kti
1954); Satzung der Diijzesankomitees der Katholikenausschüsse ¡in
Erzbistum Ktiln (Kü 1954); Y. Congar, Jalones para una teología del
laico (Estela Ba 1961); S. Tromp, De laicorum apostolatus
fundamento, indole, formis (R 1957); K. Buchheim, Katholische
Bewegung: LThK2 VI 77-81 (bibl.); J. Verscheure: LThK2 VI
74-77 (bibl.); F. Klostermann, Das christliche Apostolat (1 1962)
(bibl.); E. Michel, Das christliche Weltamt (F 21962); Rahner II
339-373 (sobre el apostolado de los laicos); Commissio permanens
conventuum intemationalium apostolatui laicorum provehenda. De
laicorum apostolatu organizato hodie toto in orbe terrarum diffuso.
Documenta collecta et systematice exposita pro Patribus Concilii
Oecumenici Vaticani II (Typ. polygl. Vat. 1963); Vaticanum 11,
Decretum de apostolatu laicorum (Typ. polygl. Vat. 1965); F.
Klostermann: LThK Vat II 587-701; J. Gómez Sobrino, Nuevos
estatutos de la A. C. española (Ma 1967); M. Arboleya Martínez, Dos
modos de enfocar la A. C. (Ba 1948).
Ferdinand Klostermann
ACOMODACION
1. Lo que el concepto a. (= adaptación, asimilación) significa en
teología no está en modo alguno fijado; en todo caso se refiere a
la relación de la Iglesia, de su teología y de los cristianos con
el socio histórico o el que está enfrente, con aquel que está extra
ecclesiam, con el «otro». La concepción de la a. depende de la
interpretación teológica de la situación del «otro» en la historia
única de Dios con la humanidad y, más próximamente, de la
caracterización de la singularidad concreta de los no cristianos,
es decir, de su religión, cultura, lenguaje, sociedad, etc. Esto
significa que el sentido de la a. se interpreta en cada momento en
virtud de la concepción de la Iglesia que entonces prevalece. En
cuanto una uniformidad de la teología no es ni posible ni deseable,
también las opiniones sobre la a. serán cada vez divergentes. Por
consiguiente no cabe buscar una doctrina invariable de la a.; más
bien es en la misma historia de la relación entre la Iglesia y el
«otro» donde hay que descubrir la historia de la inteligencia de la
a. La palabra a. apunta pues a la habitudo ecclesiae ad extra, y
concretamente bajo el interés especial de si y de qué manera la
Iglesia se comunica a lo distinto de ella.
2. Toda respuesta debe partir del hecho de que la Iglesia
no-mediada, la ecclesia pura, no existe e incluso no puede existir,
así como tampoco se dan la doctrina y la verdad no-mediadas, el
cristianismo, por así decir, en su forma «pura», no acomodada; pues
la revelación histórica implica eo ipso la a. de Dios a lo
humano y a lo histórico, ya que de otro modo lo divino - a causa de
los límites impuestos por la creación de Dios a la capacidad humana
de recepción - no podría ser jamás experimentado. Por esto toda
«aparición» y todo «hacerse visible» de Dios (en las religiones, en
Israel, en Jesús, la historia de la Iglesia y, principalmente, el
de la historia de las misiones.
verdad bíblica antes de producirse la a. a ellos. Con relación a la
espiritualidad cristiana, especialmente a la recepción de formas
religiosas de expresión, parece que las concesiones alguna vez han
ido demasiado lejos.
6. El que la misión católica (y también la protestante) desde el
principio de la moderna actividad misionera fuera de Europa en
general recibió una orientación europea, es una realidad conocida y
cada vez más lamentada desde los años veinte del siglo actual. Se
exportó liturgia, gestos de plegaria, arte, formas de piedad,
costumbres y concepciones sociales del mundo greco-
romano-germánico, ideas filosóficas y políticas de Europa, etc.; es
más: la condena de lo indígena fue el presupuesto de este
ofrecimiento del totalitarismo europeo. R. Panikkar ha hablado con
razón de un «colonialismo teológico». Los jesuitas Roberto de
Nobili (1577-1565) y Mateo Ricci (1552- 1610 ), así como los
escasos partidarios de sus métodos, pueden valer como testimonio
excepcionales de la a., que ellos, es verdad, entendían
primariamente todavía de una manera psicológica y pedagógica. Su
valentía y su renuncia a un éxito cuantitativo condujeron a la
llamada disputa de la a. o de los ritos (cf. LThK2 VIII 13221324),
la cual duró casi dos siglos, entre los
jesuitas por un lado y los dominicos, los franciscanos y el
papa con la curia, por otro. El motivo de la disputa y el objeto
que estaba en primer plano era si se podían permitir en la Iglesia
determinados ritos chinos (confucionistas o budistas) e hindúes,
principalmente el culto a los muertos. En esta disputa,
caracterizada tanto por la obcecación y la ignorancia como por las
calumnias y las desfiguraciones, triunfó el integrismo (cf. la bula
de Benedicto xiv Ex quo singular¡, 1742). Esa problemática disputa
y victoria han desacreditado ampliamente hasta nuestros días la
misión, ya que ésta cayó desde entonces totalmente del lado del
europeísmo (y del colonialismo). La decisión del año 1742 no se
revisó hasta el año 1939. El desarrollo global eclesiástico de los
últimos treinta años ha superado teóricamente el europeísmo (cf.
las enc. misionales de los años 1926, 1951, 1954, así como la Enc.
Ecclesiam suam del año 1964). Desde hace algunos años hay no pocos
intentos de a.; y especialmente las reformas litúrgicas del
Vaticano ii, así como los esfuerzos por entender más a fondo las
religiones no cristianas y las filosofías extraeuropeas, han
conducido a intentos más fuertes de a. Pero, en conjunto, la
Iglesia no está todavía acomodada a Asia y a África. Con todo, se
muestran ya nuevas lineas evolutivas, las cuales, guiadas por la
«astucia de la historia», hacen que de las omisiones brote lo
positivo.
seguro que la Iglesia logre adaptarse a los estratos profundos de
las culturas; pero la novedad de su mensaje y de su doctrina exige,
no simplemente la sustitución global de las «ordenaciones antiguas»
por las nuevas, sino más bien una novedad de la vida humana «ante
Dios», la cual presupone, permite y aplaude formas plurales de
realización. Por más que hoy comprendemos la razón y el deber de la
a. (y hayamos de lamentar que esto no sucediera siglos antes), el
terminus ad quem de las acomodaciones actualmente necesarias es muy
incierto. El secularizado mundo futuro exigirá evidentemente formas
de teología y de vida creyente, o sea, de a., distintas de las
exigidas por las zonas de África y de Asia, que en gran parte
todavía son religiosamente homogéneas. Si se juzga que la
«humanización» del mundo es imparable (J.B. Metz) y que, por tanto,
la estructura formalmente cristiana ha de marcar la pauta del
futuro, la posición frente al problema de la a. será ciertamente de
reserva. Mas eso no significa en modo alguno que las formas más
simples de a., las fundadas en la convivencia humana, p. ej., la
acomodación del idioma, de la forma de vestir, de las costumbres,
del arte, etc., permitan el más pequeño aplazamiento. El análisis
teológico, histórico y filosófico de la problemática de la a. a
gran escala, junto con su importancia para una visión mundial del
futuro, no quiere ni puede impedirnos realizar «hic et nunc» en lo
pequeño y cotidiano la a. exigida por el bien de los hombres y de
sus posibilidades de fe. Y, a este respecto, no hay una distinción
de principio, sino solamente gradual, entre los llamados «países de
misión» y los «países cristianos».
Heinz Robert Schlette
I. Enfoque psicológico y filosófico
1. Visto psicológicamente, el punto de partida del obrar
moral es la toma de posición personal, es decir, consciente y
libre, en el conflicto entre las necesidades impuestas por la
realización de las tendencias del yo y las exigencias de la
sociedad; según esto, el obrar moral presupone el desarrollo de la
conciencia del yo, la cual se produce, por la victoria sobre el
ambiente en medio de un diálogo con él. La condición es la vivencia
de la situación de conflicto entre la necesidad de satisfacer las
tendencias inmanentes y las exigencias del ambiente que se opone a
esa necesidad. Esta situación surge en el niño cuando experimenta
el beneficio de ser amado, cuando él es aceptado y promovido por el
contorno ambiental. Así el niño renunciará a satisfacer sus
impulsos cuando éstos sean perjudiciales a la simbiosis afectiva
con la madre. Pero si no se presenta la situación de conflicto, la
preparación y el desarrollo del obrar moral quedan impedidos.
concreto; se produce, pues, una intosuscepción de los
comportamientos ajenos, normalmente, primero del padre, de la madre
y de los hermanos, de manera que la conducta de estos modelos
directivos se puede convertir en norma del propio obrar por medio
de la identificación. Con la ampliación del entorno y el desarrollo
de la conciencia crítica el niño se ve colocado ante nuevos
conflictos, puesto que ahora le salen al encuentro en medida cada
vez mayor maneras de comportarse de los modelos directivos que se
contradicen mutuamente, y él debe ahora decidir qué modelo
directivo quiere seguir. En la decisión juegan su papel, no sólo
las necesidades propias, sino también, y en una medida que aumenta
cada vez, la inteligencia de la oportunidad de una conducta
practicada y exigida y, evidentemente, también la fuerza de la
vinculación afectiva a determinados modelos.
Tan pronto como el niño está en situación de conocer que
determinadas acciones tienen sentido por sí mismas, p. ej., el
decir la verdad, y es al mismo tiempo consciente de que estas
acciones son exigidas, a causa de su valor, por las personas
normativas, se llega simplemente a las acciones morales, en tanto
el niño está en situación de distanciarse interiormente de sus
inmanentes estímulos espontáneos en tal medida que pueda comparar
las exigencias de lo debido con sus necesidades subjetivas y tomar
libremente posición frente a ello a base de su inteligencia. Si
reinan buenas relaciones familiares, esto sucede normalmente hacia
los 6 ó 7 años, cuando el niño llega al así llamado uso de razón o
a la edad de la discreción; sin embargo, esta madurez también puede
producitse mucho más tarde.
Esta conciencia crítica frente a las normas del ambiente, aceptadas
en forma no crítica, y frente a las exigencias de las tendencias
del yo, naturalmente, existe primero en medida muy limitada y, en
principio, se alcanza siempre con lentitud, con una lentitud
gradualmente distinta en cada caso, puesto que la actitud y el
clima reflexivos dependen siempre de los conocimientos directos y
de las deciciones, que se transforman con el desarrollo progresivo
de la personalidad y nunca pueden quedar sometidos a una reflexión
plena. Debido a ello, una crítica actuación ética que se distancie
de una moral falta de crítica, en todos los casos sólo es posible
en una medida limitada y depende de la acuñación del desarrollo de
la personalidad.
Por lo menos hasta cierto grado, la ética implicada en el
«super-yo» señala a dicho desarrollo un cauce que dificulta las
tomas de posición genuinamente éticas, pues, sin fundamento, sólo a
causa de la educación, se atribuye un valor absoluto a determinadas
concepciones tradicionales (--> ética).
medida que el comportamiento contrario a ella se presente a su
autor como algo que, no sólo hace mala la acción particular, sino
que hace malo al hombre.
Únicamente cuando la maduración de la personalidad haya alcanzado
ese punto, se podrá hablar de una actuación moral cualificada. La
presuposición para ello es:
a) la experiencia subjetiva de la propia singularidad, la cual se
inicia generalmente por el confrontamiento con el despertar de la
-> sexualidad y con todos los fenómenos que lo acompañan;
b) el desarrollo de la capacidad crítica de distinción, basado en
la experiencia y en la enseñanza, en tal medida que se pueda
comprender la transcendencia de la acción para la propia vida y se
tenga capacidad de ponderar suficientemente, es decir,
esencialmente, la importancia definitiva para el futuro de las
relaciones con el mundo circundante.
c) una vinculación tan amplia a la dignidad de la persona, que ésta
sea reconocida como algo que debe ser respetado y amado por sí
mismo; pues ahora el joven, debido a una capacidad de amor que le
libera de la prisión en el yo, está en situación de comprender
suficientemente al otro en su subjetividad y en las exigencias que
ella comporta. Precisamente esta capacidad de distinción y sobre
todo esta capacidad de amor, por lo común, no se dan ya con el
final de la pubertad física, y no deberían ser precipitadamente
supuestas en los años jóvenes.
2. Bajo la perspectiva filosófica, podemos hablar de un a.m.
cuando el hombre se realiza en su condición de -> persona
consciente por -->decisión libre y sintiendo la responsabilidad
ante él mismo y ante los otros (--> libertad). Según esto, para
que un a.m. tenga efecto debe haber conciencia y voluntad libre, y
éstas han de ser actualizadas en vistas al desarrollo de las
personas implicadas, entre las cuales se halla siempre la propia
persona. Lo cual debe hacerse sintiendo responsabilidad ante las
personas, ya que ellas pueden exigir respuesta y cuentas. Esto
significa que el a.m. es siempre: una toma de posición frente a la
norma transcendental de conducta; un perfeccionamiento y una
perfección; y, en armonía con eso, una incitación a la fe, la
esperanza y la caridad «metafísicas». Expresado de otra forma: el
a.m. según su estructura formal es bueno en la medida en que,
reconoce a Dios como sumo bien y por ello cree, confía en la
salvación de Dios y así espera, lo afirme como el sumo bien y así
lo ama.
Pero además es siempre un acto de -> esperanza. Y lo es porque
un acto consciente sólo puede hacer más perfecto o imperfecto a un
hombre en la medida en que se le presente como dotado o desprovisto
de sentido y, con ello, arbitrario. Esto, a su vez, solamente es
posible en la medida en que un comportamiento conforme con el ser
es reconocido como absolutamente obligatorio. Ahora bien, por un
lado, la conciencia del sentido del obrar es una presuposición
transcendental y necesaria para la operación consciente, pues la
acción consciente está necesariamente dirigida a un fin; y, por
otro lado, el reconocimiento del principio de que la actuación
dotada de sentido es la conforme con el ser constituye un acto
libre de esperanza, pues la prueba de la exactitud del
reconocimiento de ese principio sólo cabe esperarla del futuro, de
modo que es posible afirmarlo o negarlo libremente.
En cuanto el hombre toma posición frente a una cosa conocida como
obligatoria, se decide en último término a seguir o no seguir la
llamada moral y, en consonancia con ello, al --> amor de lo que
es bueno en sí o a su repulsa arbitraria y despojada de amor. Pues
el hombre, en su obrar consciente, por una parte aspira
necesariamente a lo perfecto y, con ello, al bien en sí, pero, por
otra parte, él tiene que decidirse por el amor de lo bueno en sí,
ya que nosotros solamente en medida limitada podemos conocer eso
que es bueno en sí y, por tanto, nos es posible rechazarlo
desamoradamente en pro de un bien elegido a nuestro antojo.
Según esto, el punto de partida para la determinación del a.m. debe
ser la relación transcendental a Dios. Y ésta sólo se halla tan
desarrollada que podamos hablar de un a.m. en sentido pleno, cuando
el hombre está referido a Dios en tal grado que, o bien él afirma a
Dios con fe, esperanza y amor en la concreta decisión moral, o bien
lo rechaza incrédulamente, arbitrariamente, en el fondo,
desesperadamente y, en último término, egoístamente. Con todo, no
es necesario que la relación a Dios se actualice in actu reflexo,
es suficiente que se realice in actu exercito. Esta relación a la
fe, la esperanza y la caridad va inherente al a.m. con necesidad
transcendental; y, en nuestro orden de salvación, ella experimenta
una ampliación fáctica por la que se extiende al campo
sobrenatural. Esta triple relación transcendental y sobrenatural
del a.m. a Dios debe ser desarrollada en lo que sigue.
II. Toma de posición frente a la norma transcendental de la moral:
toma de posición frente a la fe
Todo lo demás es bueno en la medida en que se ordena a un fin
transcendental, el cual, por su parte, tiene un sentido inmanente
en sí mismo. De ese modo todo es afirmado en la medida en que
participa de la perfección de Dios y desarrolla sus tendencias en
armonía con el ser. La criatura dotada, de espíritu (-> ángel,
-> hombre) tiene parte en la perfección de Dios en tal modo que
ella, por un lado goza de sentido en sí misma, de manera que su
autorrealización está llena de sentido; y, por otro lado, sólo
puede autorrealizarse por la subordinación al fin transcendente, a
saber, a todo lo que tiene un sentido en sí mismo y, por tanto,
reviste un carácter absoluto (notemos que el grado de subordinación
depende del grado de absolutez). Esto significa exactamente: es
moralmente bueno todo lo que promueve al hombre en su condición
humana, realizada en conformidad con los demás hombres, y promueve
a todos los hombres en conformidad con Dios. En consecuencia, son
moralmente buenos aquellos actos que perfeccionan al sujeto que
obra en su relación con Dios y con el prójimo, o sea, en último
término es bueno todo lo que fomenta la intersubjetividad, la
relación entre las personas bajo todos los aspectos.
Y, además, como la naturaleza infrahumana (-> creación) sólo
tiene sentido en cuanto sirve a la autorrealización del hombre, la
ordenación a ella es moralmente buena en el plano objetivo en tanto
se la puede poner a servicio del desarrollo del hombre. Esto
significa que el mundo de las «cosas», o sea, La realidad
infrasubjetiva u objetiva, o puramente categorial, sólo puede tener
un carácter mediata o materialmente moral.
Según esto, un acto es moralmente bueno .n el plano subjetivo
cuando por él se proiuce una ordenación consciente a la
autorrea.ización en armonía con el prójimo y con dios, y cuando por
él la realidad material es puesta a servicio de la subjetividad
personal.
En consonancia con lo dicho, el primer presupuesto para la
actuación moral es que se conozca suficientemente cómo la persona
no puede compararse con lo infrahumano, o sea, que se conozca el
abismo existente entre las personas y las cosas. Un hombre que no
sepa distinguir conscientemente entre personas y objetos carece,
pues, de capacidad moral.
Este conocimiento de lo bueno en sí puede darse bajo diversos
grados de claridad, no se requiere incondicionalmente que se
produzca en forma consciente y temática. Pero él ya está sin duda
iniciado siempre que se percibe por lo menos en manera directa e
indistinta cómo determinados valores, p. ej., la -> verdad, la
perfección, la -> libertad, la -> justicia, en resumen, las
virtudes, deben ser apetecidos por sí mismos. Pues en las virtudes
siempre se trata necesariamente de valores que están al servicio
del desarrollo de la intersubjetividad, siempre se trata,
consecuentemente, de valores transcendentales, en el sentido de que
la ordenación a ellos siempre realiza necesariamente la perfección
del que obra y, por cierto, en conformidad con su condicionamiento
intersubjetivo.
necesariamente, lo orientan hacia una ordenada o desordenada
relación intersubjetiva.
Esto significa: cuando el hombre juzga que una acción está
permitida, prohibida o mandada, él no puede equivocarse al formular
la permisión, la prohibición o el mandato en la medida en que,
necesariamente por la razón y tendencial o voluntariamente por la
disposición subjetiva, se halla dirigido a lo verdadero en sí y, a
pesar de la mediación de la subjetividad, por la transparencia de
lo objetivo goza de una evidencia que ilumina el campo de la
subjetividad y de la intersubjetividad. Y en la misma medida la
permisión, etc., se refiere inmediatamente a la afirmación o
negación personal de sujetos, a una toma de posición buena o mala
en sí.
Esto significa que el a.m. inmanente, en su toma de posición frente
a la norma moral, frente a lo bueno en sí, tiene una estructura
formal lo mismo que el acto de fe en su asentimiento creyente, de
modo que lleva en sí mismo su propia seguridad. O sea, lleva su
evidencia en sí mismo, pues el hombre realiza en él una inmediata
comunicación intersubjetiva, teniendo tanta conciencia directa
-aunque no refleja- de la estructura de dicha comunicación como de
la comunicación misma.
En efecto, incluso bajo el aspecto de la ordenación a lo verdadero
y bueno en sí, a lo absoluto en general, el a.m. se refiere
directamente a Dios, aun cuando esto no siempre sucede en forma
explícita, ya que la relación transcendental a lo absoluto no es
otra cosa que la ordenación a Dios, por más que la elaboración
temática de esa ordenación esté expuesta a
falsificaciones.
Ahora bien, el hombre debe llevar a la práctica estas tomas de
posición intersubjetiva a través de acciones externas, objetivas y,
en este sentido, transcendentales. Lo cual ocurre cuando él usa su
corporalidad y los bienes de esta tierra como medios de expresión y
de autorrealización, y los pone para este fin en relación con la
subjetividad y la intersubjetividad. A este respecto, ciertamente
el hombre está vinculado a la ley propia de la realidad
infrapersonal o categorial, pero, en virtud de su personalidad la
usa de tal manera que ella, en su ser así y no de otro modo, se
halla determinada, ya no por interrelaciones causales
independientes del hombre, sino por él mismo.
En el enjuiciamento de esta ley propia el hombre puede equivocarse.
Dicho de otro modo: el hombre puede equivocarse en lo que ella
permite, manda o prohíbe, o sea, en sus tomas de posición objetiva.
El fundamento para la posibilidad del error en la interpretación
objetiva de sus tomas de posición subjetiva se basa:
a) En nuestra necesidad de abstracción. Con lo cual, por
definición, se realiza un conocimiento incompleto de la esencia,
por la razón de que lo esencial se nos desarrolla históricamente y,
en consecuencia, no se nos revela definitivamente, e igualmente por
la razón de que nosotros comprendemos selectivamente, es decir,
prescindiendo de ciertas notas.
introducirse errores, pues nosotros sólo conocemos la identidad
entre lo subjetivo y lo objetivo en medio de las diferencias.
c) Hemos de pensar que nosotros - aun cuando nuestra razón esté
necesariamente ordenada a la verdad en sí-, puesto que el
conocimiento depende de la disposición del sujeto y dicha verdad
siempre es aprehendida en forma limitada y objetivada, tenemos la
posibilidad de adoptar una postura libre frente a esa verdad
concretamente captada, en cuanto ella es interpretable para
nosotros. Por eso, nuestra aprehensión fáctica de la verdad depende
también de las tendencias del sujeto y del libre amor a ella. En
consecuencia, el hecho de que la verdad no sea captada está
condicionado, no sólo por los límites de la razón, sino también por
la disposición de la voluntad.
De ahí se deduce lo siguiente: los juicios morales pueden reflejar
lo moralmente permitido, etc. -más exactamente, la voluntad de
Dios- en manera conforme a la verdad. Pero, a causa de su carácter
abstractivo y de la limitada ordenación tendencial a la verdad, lo
hacen siempre de una manera imperfecta, e incluso pueden caer en el
error. Sin embargo, al formular la permisión, etc., nosotros
conocemos infaliblemente la voluntad de Dios en cuanto estamos
ordenados a la verdad en sí. Mas esta ordenación a la voluntad de
Dios, en tanto es libre, implica siempre un cacto metafísico de
fe», pues, aun cuando la afirmación libre de lo verdadero y de lo
bueno en sí descanse en las condiciones transcendentales de nuestro
conocer y querer, sin embargo, éstas sólo pueden ser afirmadas como
tales mediante un acto transcendental no necesario, es decir,
libre.
2. Puesto que., en consecuencia, nosotros podemos expresar
afirmativamente, pero no exclusiva ni definitivamente, la esencia
de hechos objetivos y la finalidad de ciertas maneras categoriales
de comportamiento, podemos decir algo en general y objetivamente
acerca de la bondad o maldad de tales acciones, sólo en forma
afirmativa, pero no en forma exclusiva ni definitiva; es decir,
cabe decirlo materialmente, pero no formalmente. Expresado de otro
modo: es posible que la esencia de una acción categorial, de una
acción realizada, incluso en el caso de que la hayamos comprendido
correctamente, revista un aspecto que nos ha pasado desapercibido,
y que el acto tenga una finalidad que nosotros no hemos captado. La
cual significa que, en principio, acerca de determinados actos
externos no se puede decir que ellos son moralmente buenos o malos
siempre y bajo todas las circunstancias. Eso sólo puede decirse en
sentido material, es decir, el acto, cuando se realiza, tiene
siempre un aspecto materialmente bueno o malo, aspecto que no se
pierde cuando ese acto, a causa de otras posibles finalidades, haya
de ser considerado como moralmente ambivalente en el plano
objetivo.
consiguiente, el que el asesinato siempre sea formalmente malo se
debe, no al acto objetivo y externo de la occisión, sino a la
actitud interna, la cual siempre es necesariamente mala, por ser
injusta en el caso presupuesto.
De estos actos hay que distinguir los materialmente indiferentes,
los cuales son concretamente buenos o malos en el terreno objetivo
(y no sólo en el subjetivo) según el fin a que sirven en virtud de
la intención fáctica del que obra.
III. Toma de posición frente a la perfección transcendental: una
toma de posición frente a la esperanza
1. Para que un acto sea moral debe ser comprendido como bueno o
malo para mí. La aprehensión de la congruencia o incongruencia de
un acto, de lo recto y verdadero en sí, no implica todavía el
conocimiento del sentido correspondiente, así como del valor y del
carácter obligatorio que de ahí se desprenden. Para que este
conocimiento tenga efecto hay que añadirle la visión de que el acto
considerado como bueno o malo redunda en salvación o pérdida de
quien obra o de otros, y la de que, en consecuencia, quien actúa
debe rendir cuentas ante sí mismo o ante otros, o sea, es necesario
comprender el concreto carácter obligatorio del acto y la
consecuente responsabilidad del que obra. En efecto, una actuación
responsable no significa otra cosa que una acción conscientemente
dotada de sentido. Pero el hombre sólo puede obrar conscientemente
con sentido cuando se pone a sí mismo en relación con un fin
reconocido, el cual tenga su sentido en sí mismo y con ello
constituya su propia meta. Pero el referirse conscientemente a un
fin todavía no es sin más una actuación responsable, pues cabe la
posibilidad de que el hombre se refiera a una meta establecida
arbitrariamente. Ahora bien, el ordenarse conscientemente a un fin
arbitrariamente escogido no sólo carece de sentido, sino que,
además, a causa de la elección conscientemente arbitraria,
constituye un auténtico sinsentido y contrasentido, ya que la
conciencia siempre está intencionalmente orientada hacia el ser en
sí. Por tanto, para que la ordenación consciente a un fin tenga
sentido, ese fin ha de presentarse al que actúa como digno de ser
apetecido en sí mismo, o sea, la meta debe tener su sentido en sí
misma y la ordenación a ella debe ser conveniente para el que
actúa, pues la subjetividad busca siempre con necesidad
transcendental la autorrealización y, sólo realizándose a sí misma,
puede ella seguir siendo subjetividad.
sentido, a saber, el de servir de medio para la autorrealización
del hombre. El hombre tiene una responsabilidad inmediata con
relación a la subjetividad percibida conscientemente, pues ésta
lleva su sentido en si misma. Para ello el hombre debe haber
comprendido concretamente el sentido o el contrasentido del acto en
sí, o sea, se debe haber dado cuenta de las personas implicadas, y,
entonces, según la medida de esa comprensión tendrá conciencia del
carácter obligatorio del acto.
Esto se desprende de que la subjetividad tiende siempre con
necesidad transcendental a su propia realización. Por definición,
la realización subjetiva es siempre autorrealización. Y, en
consonancia con eso, 1a propia realización consciente se lleva a
cabo con responsabilidad ante sí mismo. De ahí que incluso el amor
desinteresado del hombre sólo sea posible bajo el presupuesto de
que ese amor tenga sentido para él y le lleve a su propio
perfeccionamiento. O, por aducir otro ejemplo, el hombre sólo puede
suicidarse guiado por la intención de alcanzar una plenitud de sí
mismo adecuada a las circunstancias.
Esto se desprende también de que la subjetividad, la cual está en
relación con otras subjetividades, sólo puede realizarse a sí misma
respetando la subjetividad de los otros. Pues Dios sería infiel a
sí mismo si aniquilase la criatura espiritual una vez que la ha
creado. Pero aquella subjetividad que sólo puede realizarse en
dependencia de otro haría imposible su autorrealización en la
medida en que no se realizara en conformidad con su dependencia. La
subjetividad obra irresponsablemente en la medida en que niega su
dependencia. Dicho de otro modo: la responsabilidad humana sólo es
posible en cuanto el hombre comprende conscientemente su
subjetividad en su dependencia objetiva e intersubjetiva. En
efecto, el hombre depende tanto de la realidad categorial como de
las personas. 0.1 necesita la realidad categorial, o sea, su
corporalidad y el mundo de las cosas, como un medio para la propia
realización. Y de las personas, en cambio, tiene necesidad como
compañeras en el camino de la propia realización, hasta tal punto
que él sólo puede actualizarse como persona en cuanto adopta una
postura para con la personalidad ya actualizada, es decir, el
hombre sólo puede amar, afirmarse personalmente a sí mismo y
afirmar a otros en cuanto él ha sido amado. Según esto, la
posibilidad de la afirmación moral de otros presupone un
conocimiento suficiente de que la ordenación a los demás, de que la
aceptación de la dependencia con relación a ellos contribuye, no a
la destrucción, sino a la realización de sí mismo. Así, hombres que
-por no haber experimentado suficientemente el amor personal- no
han podido desarrollar lazos personales, tampoco son responsables
de crímenes contra otros, incluso en el caso de que en forma
puramente racional comprenden con claridad que obrar así está
prohibdo; y no lo son porque desconocen el valor negado en su
acción. Una parte del fenómeno de la criminalidad en el mundo del
confort, la cual muchas veces resulta tan incomprensible, sin duda
debe explicarse por la falta de lazos personales y por la
consecuente irresponsabilidad.
eso, nuestra actividad productiva consiste en una toma de posición
frente a las posibilidades que se nos ofrecen y no en un
comportamiento auténticamente creador. En último término, lo único
que nosotros podemos hacer es adoptar una postura personal con
relación a las posibilidades que nos vienen de fuera y, así,
actualizar nuestra personalidad mediante una singular toma de
posición ante las posibilidades incesantemente renovadas. Por esto
el hombre desde su raíz es un ser individual y social y, de esa
manera, una criatura. P-1 sólo puede decir «yo» en la medida en que
puede decir «tú» y, en último término, «mi Dios». únicamente así
está en condiciones de realizar su originalidad en forma singular
dentro de la historia (-> sociedad; -> historia e
historicidad).
Por consiguiente, según lo dicho, autorrealizaci6n es siempre un
dar sentido a la acción propia y a la vida propia en dependencia de
otras cosas y de otros. Pero esa dependencia solamente adquiere
rango moral cuando y en la medida en que una determinada forma de
comportamiento es adecuadamente conocida como el sentido de una
acción actual o de la vida en general y, en consecuencia, es
reconocida como obligatoria. Éste es el caso cuando tanto las
personas y sus tomas de posición frente a otras como la realidad
categorial son referidas a personas.
Puesto que nosotros sólo aprehendemos nuestra subjetividad por
mediación del campo objetivo de la intersubjetividad y lo objetivo
únicamente llega al sujeto bajo los límites del espacio y del
tiempo, solamente captamos nuestra propia subjetividad y nuestra
dependencia intersubjetiva en cuanto nos desprendemos del pasado,
del presente y del futuro objetivos, y al mismo tiempo referimos la
subjetividad a la objetividad sometida a mutación. Ahora bien,
puesto que todo obrar moral es una actuación subjetiva, la acción
ética sólo se realiza en la medida en que el sujeto operante, a
base de su operación objetiva, adopta una postura frente a la
subjetividad; frente a una subjetividad que, por una parte, en
virtud de su misma naturaleza - precisamente por ser subjetividad -
está substraída al manejo del hombre y, por otra parte, maneja la
realidad objetiva. De ahí se deduce que todo a.m. reviste un
aspecto singular, pues cada situación objetiva frente a la cual el
hombre debe tomar una posición moral, dada su dependencia de las
personas que actúan en ella, tiene un carácter irrepetible, y,
además, todo sujeto operante ha de actuar en armonía con su
singularidad subjetiva.
Esto significa simplemente que el hombre sólo puede rendir cuentas
de su actuación en cuanto su toma de posición subjetiva, mediada
por la realidad objetiva, está referida a la subjetividad. De donde
se deduce que el hombre sólo puede tener responsabilidad en el
grado en que ha comprendido la finalidad de la subjetividad propia
y de la ajena y al mismo tiempo la relación del obrar propio con
esta finalidad.
teologal de la -> esperanza. Ella constituye el presupuesto para
un amor libre, abnegado, y, por esto, virtuoso, ya que el hombre
solamente puede entregarse en la medida en que ha tomado posesión
de sí mismo y se ha afirmado a sí mismo.
Si el hombre niega el futuro tal como éste llega hacia él y
pretende darle un sentido arbitrario, obra irresponsablemente, es
decir, obra, no en conformidad con el sentido de la subjetividad y
de la intersubjetividad, el cual se revela en el conocimiento y
exige reconocimiento, sino a tenor del propio arbitrio y, por
tanto, absurdamente.
2. En cuanto aquí se trata de responsabilidad ante uno mismo,
hablamos de autonomía y, en cuanto se trata de responsabilidad ante
otros, hablamos de heteronomía. Puesto que el hombre es al mismo
tiempo responsable ante sí mismo y responsable ante otros, él es a
la vez autónomo y heterónomo, si bien desde diversos puntos de
vista.
El hombre es autónomo en cuanto debe rendirse cuentas a sí mismo,
en cuanto su acción subjetiva está en consonancia con el fin
conocido de su subjetividad. El fundamento de esta conciencia de
responsabilidad ante sí mismo está, por un lado, en que el hombre,
mediante su toma de posición personal, de tal modo configura
consciente y libremente las tendencias que laten en él y buscan su
satisfacción, que éstas, aun conservando necesariamente su
constitución, ya no se hallan determinadas por una red de causas
independientes del sujeto humano, sino que se convierten en
expresión y realización de su autointeligencia y autonomía. Y, por
otro lado, la conciencia de responsabilidad ante sí mismo se funda
en que el hombre siempre decide en su acción moral apoyándose en un
pasado previamente existente, así como en sus propios lazos con el
presente, y proyectándose desde allí hacia el propio futuro que le
viene de fuera, hacia un futuro lleno de importancia para su
salvación. Puesto que de esa manera el hombre es la causa y el fin
de su propio obrar, él es responsable frente a sí mismo.
El hombre es heterónomo en cuanto debe rendir cuentas ante el
prójimo y ante Dios, en cuanto su acción subjetiva está conforme
con la subjetividad de éstos. En tanto el hombre refiere a otros el
fruto de su acción, orienta -dentro del margen de sus
responsabilidades morales- lo entrañado en sus actos al bienestar y
al desarrollo personal de las personas implicadas y, con ello, a la
propia salvación, que él sólo puede esperar en armoniosa
conformidad con los demás. El hombre es, pues, heterónomo por su
dependencia de otras personas y cosas, dependencia que, en interés
de la realización de sí mismo, exige que se tenga en cuenta la ley
propia de aquellas personas y cosas de las cuales él
depende.
conocimiento a lo verdadero en sí y, con ello, una necesaria
ordenación a una autorrealización llena de sentido. Ciertamente,
esto no excluye el error objetivo ni lo exime de sus efectos
objetivamente malos, pero así se convierte en expresión - aunque
inadecuada - de una postura personalmente buena, de una actitud
amorosa, de una autorrealización verdadera y dotada de sentido. La
posibilidad de error es ineludible. Mas no por eso se pierde la
dignidad de la conciencia (Vaticano zi, Constitución pastoral, n.
16), ya que permanece su ordenación a lo verdadero, a lo bueno en
sí, a lo que tiene sentido en sí mismo.
Pero si el error de conciencia tiene su raíz en una ordenación
culpablemente deficiente a la verdad y, con ello, en un amor
culpablemente deficiente del sujeto a la verdad, se da también una
ordenación irresponsable a una autorrealización inadecuada, pues el
hombre, a causa de un amor desordenado, no actualiza aquel amor a
la verdad que él conoce como obligatorio. El error es querido en su
causa.
En cuanto el hombre, en virtud de su ordenación necesaria a la
verdad, se inclina conscientemente hacia ella, queda ordenado a lo
verdadero en sí y, en consecuencia, él concibe como sentido de su
existencia la tarea de adecuar sus propias acciones y toda su vida
a las exigencias del futuro, y concretamente, por una toma
responsable de posición frente a lo que conoce como obligatorio
para la autorrealización en dependencia de otras personas y
cosas.
Según esto, en el plano objetivo hay una acción calificadamente
moral y responsable cuando por la acción propia se toma posición de
una manera subjetivamente definitiva, y se di una acción
simplemente moral y responsable cuando se toma posición de una
manera subjetivamente transitoria. En el primer caso, objetivamente
se trata de una acción
justificante, o de un pecado grave, o de una acción que
modifica esencialmente la propia constitución subjetiva o la
relación intersubjetiva (->
justificación, -> pecado, -> conversión