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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATOLICA FACULTAD DE DERECHO RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL Profesor: Joel González Castillo [email protected]

Responsabilidad Extracontractual (Joel González)

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATOLICA FACULTAD DE DERECHO

RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL

Profesor: Joel González Castillo [email protected]

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RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL

El Título 36 del Libro 4º, arts. 2.314 a 2.334, trata “De los delitos y cuasidelitos”.

El Código otorga a los delitos y cuasidelitos civiles la categoría de fuente de obligaciones en los arts. 1.437 y 2.284.

El art. 1.437 señala que: “Las obligaciones nacen...; ya a consecuencia de un hecho que ha inferido injuria o daño a otra persona, como en los delitos y cuasidelitos;...”; y el art. 2.284 precisa que: “Si el hecho es ilícito, y cometido con intención de dañar, constituye un delito. Si el hecho es culpable, pero cometido sin intención de dañar, constituye un cuasidelito”.

Puede definirse el delito civil como el hecho ilícito cometido con intención de dañar que ha inferido injuria o daño a otra persona (arts. 1437, 2284, 2314). Cuasidelito civil es, en cambio, el hecho culposo pero cometido sin intención de dañar que ha inferido injuria o daño a otra persona (arts. 1437, 2284, 2314).

El delito y cuasidelito se caracterizan porque son hechos ilícitos y causan daño.

El art. 2.314 dice: “el que ha cometido un delito o cuasidelito que ha inferido daño a otro, es obligado a la indemnización; sin perjuicio de la pena que le impongan las leyes por el delito o cuasidelito”.

El hecho ilícito es fuente de obligaciones, porque da origen a una obligación que antes de él no existía: indemnizar los perjuicios causados. La responsabilidad nace al margen de la voluntad del acreedor o deudor; aunque se haya actuado con dolo (delito civil), o sea, con la intención de causar daño, el autor no ha querido adquirir una obligación, ha querido el daño, no ha querido convertirse en deudor de la reparación. Si sólo hay culpa (cuasidelito civil), o sea, negligencia o imprudencia, no hay intención de perjudicar y mucho menos de asumir una obligación.

División de la responsabilidad civil en contractual y extracontractual

La imputación a una persona de la obligación de reparar un perjuicio es lo que constituye el contenido esencial del concepto de responsabilidad civil.

Responsabilidad contractual es la obligación del deudor de indemnizar al acreedor los perjuicios que le ha originado el incumplimiento, cumplimiento imperfecto o cumplimiento tardío de la obligación.

Responsabilidad extracontractual, que se suele también llamar delictual o aquiliana (por la ley aquiliana que reglamentó la materia en la Roma antigua) consiste en la

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obligación en que se encuentra el autor de indemnizar los perjuicios que su hecho ilícito, delito o cuasidelito, ha ocasionado a la víctima.

El Código Civil de Portugal contiene una definición legal de responsabilidad civil: “La responsabilidad civil consiste en la obligación para el autor del hecho o de la omisión, de reponer a la persona lesionada en la situación de que gozaba antes de la lesión, y de indemnizarla de todo el daño que ella ha sufrido” (art. 2364).

Las principales diferencias que se señalan entre ellas son fundamentalmente dos: a) en la responsabilidad contractual existe un vínculo jurídico previo; la responsabilidad extracontractual da origen al vínculo, y b) en la primera, la culpa por el incumplimiento, cumplimiento imperfecto o cumplimiento tardío se presume, no así por regla general en la aquiliana.

No obstante estas diferencias y otras de menor trascendencia, una corriente doctrinaria moderna tiende a equipararlas en lo que se llama la teoría unitaria de la responsabilidad civil. Para estos autores la responsabilidad civil es una sola, fuente siempre de la obligación de reparación, y sus diferencias son de mero detalle.

Funciones de la responsabilidad civil

La responsabilidad civil extracontractual o derecho de daños apunta ciertamente a un gran y fundamental fin: reparar el daño causado, dejar a la víctima indemne.

Existen sistemas de Derecho de daños que cumplen también una función punitiva en forma explícita y declarada. Es el caso del régimen de responsabilidad que existe en el sistema jurídico angloamericano (Tort Law). En este esquema se reconoce que el Derecho de Torts cumple tres funciones: compensation (reparación), deterrence (disuación) y punischment (sanción). La aplicación de los llamados punitive damages frente a ilícitos civiles (torts) es la forma de cumplir esta función punitiva. Así, por ejemplo, en el sistema inglés, existen tres categorías de daños punitivos: los casos de acción represiva, arbitraria e inconstitucional de los funcionarios del gobierno; los casos en que el demandado calculó su conducta dañina de manera de sacar un provecho superior a la indemnización meramente reparatoria que correspondería al demandante; y finalmente los casos en los que tales daños son expresamente autorizados por algunos statute, por ejemplo, el Copyright, Designs and Patent Act de 1988 (Markesinis, B.S. y Deakin, S.F.: Tort Law, Claredon Press, Oxford, 4ª edic., 1999, pp. 726-730, citados por Corral Talciani, Hernán: Lecciones de Responsabilidad Civil

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Extracontractual, U. de los Andes, Documento Docente Nº 10, 2002, pp. 19-20).

En los sistemas de Derecho civil continental, la figura de los daños punitivos es desconocida y resulta repudiable por prácticamente toda la doctrina moderna. Se estima que el acordar al demandante una cantidad de dinero no como reparación sino como pena privada atentaría contra los principios constitucionales que reglan el debido proceso y la aplicación de penas en atención que el proceso civil no concede al demandado todas las garantías que se le aseguran en el proceso criminal. Además, se considera que la función represiva de la responsabilidad es una incoherencia que sólo puede estimarse un resabio de épocas superadas, cuando no se hacía la distinción entre sanción penal y sanción civil, y la indemnización cumplía el rol de reparación y también de pena privada.

Fundamentos de la responsabilidad extracontractual

Dos tendencias existen principalmente para fundamentar la responsabilidad por el hecho ilícito: la clásica de la responsabilidad subjetiva o por culpa, y una moderna de la responsabilidad objetiva o sin culpa.

La responsabilidad subjetiva

La doctrina clásica señala como fundamento de la obligación que la ley impone de indemnizar el daño causado, la culpabilidad del agente, esto es, la actitud reprochable del autor del delito o cuasidelito, que puede recorrer una cierta graduación desde el dolo a la más leve negligencia, pero que le impone la necesidad de responder de su conducta. Para esta doctrina, dos son los requisitos fundamentales de la responsabilidad extracontractual: el daño y que él haya sido originado por la culpa o dolo de quien lo ha provocado.

Precisamente se la llama subjetiva o por culpa, porque la razón de existir de la obligación indemnizatoria es la actuación ilícita del agente del daño.

Aunque el punto ha sido discutido por algunos autores franceses, es indudablemente la doctrina del Código Civil francés y del nuestro y demás seguidores de aquél.

El desarrollo de la técnica y la ciencia en el siglo pasado dejó al desnudo la pobreza de una reglamentación hecha para otros tiempos. Se comenzó a advertir que raramente la víctima obtenía reparación, y sin mucho estudio fue fácil concluir que la razón principal estribaba en sus dificultades para probar la culpa.

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Nadie podía discutir que si ésta es requisito de la responsabilidad extracontractual, debe acreditarla quien alega, pues de ello depende que exista obligación de indemnizar y la obligación debe establecerla quien pretenda cobrarla (art. 1.698).

Pues bien, los partidarios de ampliar y facilitar la indemnización a la víctima, aun con sacrificio de principios provenientes de muy antiguo, concentraron sus críticas en el requisito de la culpa, el más difícil de probar por su subjetivismo.

En primer lugar, se señaló que exigir culpa en la responsabilidad civil es confundirla con la responsabilidad moral y penal, en que justamente se sanciona una actitud culpable del agente; en la primera, en cambio, lo único que importa es el daño ocasionado.

Luego se la criticó por motivos de justicia social. En efecto, el problema adquirió caracteres más dramáticos en los accidentes del trabajo, en que los obreros quedaban prácticamente desamparados para luchar en pleitos largos y engorrosos con las empresas. Generalmente la víctima es de menos recursos que el autor del daño, y el legislador debe protegerla. Por ello se criticó a la doctrina subjetiva que mira más a la actuación del autor del daño que hacia la situación de la víctima, que evidentemente merece mayor protección.

En R.D.J, t. 39, sec. 2ª, p. 55, se analiza el fundamento de la responsabilidad extracontractual.

La responsabilidad objetiva

Esta teoría fue formulada en Alemania por Mataja (1888), en Italia por Orlando (1894) y en Francia por Saleilles y Josserand (1897). Josserand publicó “De la responsabilité du fait des choses inanimées”, proponiendo la nueva teoría que se basaba en el adagio ubi emolumentum, ibi onus; según el cual el que saca provecho del riesgo debe soportar sus cargas.

Fruto de estas críticas y de la realidad social y económica que las inspiraba, fue la aparición de la doctrina de la responsabilidad objetiva, estricta (derecho anglosajón) o por riesgo (derecho francés), como también se la llama, porque ella no atiende como lo anterior a la conducta del agente, a su culpabilidad, sino meramente al resultado material que de ella ha derivado: el daño. Se la llama responsabilidad objetiva por prescindir de los contenidos subjetivos (dolo o culpa) del modelo clásico. La obligación de indemnizar exige fundamentalmente la existencia de un perjuicio ocasionado a otro por la conducta del autor del mismo.

En el plano dogmático, se comenzó a contraponer a una responsabilidad objetiva indiscriminada que se fundaba sólo en la causalidad material

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entre el agente y el daño, diferentes tipos de responsabilidad sin culpa pero atribuibles a otros factores de imputación diversos del mero nexo causal. El más recurrido de todos ello fue el concepto de riesgo, en sus dos versiones: “riesgo provecho” (el que realiza una actividad riesgosa de la cual obtiene beneficios económicos, debe responder por los perjuicios que se causen en ella), y “riesgo creado” (el que dirige una actividad que crea riesgos en su propio interés, sea o no pecuniario, debe responder de los daños causados). De allí que muchas veces se usa como sinónimo el concepto de responsabilidad objetiva y el concepto de responsabilidad por riesgo.

A diferencia del modelo general de responsabilidad por culpa o negligencia, la responsabilidad estricta u objetiva tiene como antecedente el riesgo creado y no la negligencia, de modo que es indiferente el juicio de valor respecto de la conducta del autor del daño.

La responsabilidad es un problema de causalidad y no de imputabilidad.

En este tipo de responsabilidad, la obligación de indemnizar es impuesta sin necesidad de calificar la acción, bastando que el daño se produzca en el ejercicio de una actividad considerada riesgosa. En términos generales, se exige que el hecho se verifique dentro del ámbito de la actividad sujeta al régimen de responsabilidad estricta y que exista una relación de causalidad entre el hecho y el daño, prescindiendo del juicio de negligencia propio del régimen de responsabilidad por culpa.

Las dos diferentes concepciones de la responsabilidad, objetiva y subjetiva, se aclaran con el siguiente ejemplo. Una persona atropella a otra que atraviesa un cruce teniendo a su favor la luz verde del semáforo; el conductor responde por culpa, pues ha infringido el Reglamento respectivo. En cambio, en el mismo ejemplo, el conductor tenía a su favor la señalización y ha respetado en todas sus partes el mencionado Reglamento, manejaba con prudencia sin que nada pueda reprochársele. En la responsabilidad subjetiva no tiene obligación de indemnizar, pues no tiene culpa. En la objetiva, sí, porque el sólo hecho de manejar un vehículo crea un riesgo de accidente.

La doctrina objetiva, especialmente cuando se lleva a un extremo como el señalado, ha recibido severas críticas, que importan otras tantas defensas de la doctrina clásica.

Se destaca, en primer lugar, que es peligrosa: si bien, por una parte, ampara a la víctima frente al daño que se le ha ocasionado facilitándole el cobro de la indemnización, por otro lado fomenta la existencia de nuevas víctimas, porque si de todos modos habrá que reparar, puede introducirse en la conciencia general la idea de que ante el Derecho da igual

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actuar con diligencia o sin ella, ya que siempre se responderá del daño que pueda llegarse a ocasionar. Para defenderse de esta posibilidad se contratarán seguros de riesgos a terceros, todo lo cual puede conducir a un aumento de los hechos ilícitos.

Enseguida, se señala que el subjetivismo informa todo el Derecho Civil, que no puede dejar de considerar a las personas para adoptar un criterio meramente material del efecto producido. Hay numerosas instituciones de desarrollo reciente impregnadas del mayor subjetivismo: abuso del derecho, causa ilícita, etc.

Finalmente, referido al problema de la víctima y del autor, se señala que no es equitativo que siempre la primera resulte indemne, pues debe mirarse a ambas partes y no sancionar a quien nada ha puesto de su parte para que el accidente ocurra.

Con todo, como dice Enrique Barros, conviene advertir que los sistemas de responsabilidad por culpa y objetiva admiten variaciones que los acercan.

En los sistemas de responsabilidad por culpa, la tendencia a la objetivación de la culpa (el juicio de valor respecto de la conducta se efectúa sobre la base de un patrón objetivo o abstracto de comparación), por una parte, y la expansión del régimen de presunciones de culpabilidad, por otra, tienden, en la práctica, a ampliar la responsabilidad casi hasta las fronteras de la responsabilidad objetiva.

A su vez, la responsabilidad objetiva también admite variaciones que tendencialmente la acercan a la responsabilidad por culpa. En efecto, no toda responsabilidad objetiva está construida sobre la base de la pura causalidad entre la acción y el daño. Así, en la responsabilidad del Estado, por ejemplo, se requiere que el órgano respectivo haya incurrido en falta de servicio (art. 44 de la Ley Nº 18.575 Orgánica Constitucional sobre Bases Generales de la Administración del Estado; y art. 83 de la Ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades). La falta de servicio importa un juicio objetivo acerca del funcionamiento del servicio respectivo, que es cercano al juicio de culpabilidad. Por otra parte, el régimen de responsabilidad por daños causados por productos defectuosos, ampliamente generalizada en el derecho comparado, supone que el producto tenga una falla y se muestra que la tiene si no presta la seguridad que legítimamente podría esperarse. Así, es necesario distinguir entre el producto defectuoso y aquél que no lo es, cuestión que también presenta una cierta analogía con el juicio de culpabilidad en la responsabilidad por negligencia.

En la práctica, la diferencia entre los regímenes de culpa presumida y de responsabilidad estricta suele ser sólo de matiz: en un régimen de culpa (aunque sea presumida) el juicio de antijuricidad reside en la conducta de quien provoca el daño; en la responsabilidad estricta por falta de servicio o por defecto del producto, radica en el

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resultado. (Barros Bourie, Enrique: Responsabilidad Extracontractual, Apuntes, U. de Chile, 2001, pp. 21-22).

El derecho comparado muestra una tendencia a la conservación del principio de responsabilidad por negligencia como régimen general, reservando estatutos especiales de responsabilidad estricta para actividades específicas.

Por eso los estatutos de responsabilidad estricta son excepcionales y se basan en ciertos criterios recurrentes: que exista la percepción de que el riesgo no puede ser controlado aunque se emplee el mayor cuidado, porque siempre hay una probabilidad de accidente (como ocurre con la energía atómica o con la actividad aeronáutica); que la amplitud del universo de personas sujetas al riesgo justifique prevenirlo y distribuirlo, radicándolo en quienes lo generan y controlan (como ocurre con los productos defectuosos); o simplemente que resulte injusto, atendida la relación entre autor y víctima del daño, que esta última soporte el riesgo (como ocurre, por ejemplo, en el derecho laboral).

Véanse Acosta Ramírez, Vicente: La responsabilidad objetiva, Cuadernos Jurídicos U. Adolfo Ibañez, Nº 6, Viña del Mar, 1996; Yuseff Quirós, Gonzalo: Fundamentos de la responsabilidad civil y la responsabilidad objetiva, Editorial La Ley, Santiago, 2000.

Sistemas de responsabilidad en Chile

El sistema de responsabilidad civil por culpa o negligencia es el régimen común de responsabilidad en el derecho nacional, aplicable a todos aquellos casos que no están regidos por una regla especial diversa. Así lo entiende Alessandri: “Nuestro Código Civil consagra la teoría clásica de la responsabilidad subjetiva en toda su amplitud; la teoría del riesgo no la admite en caso alguno. No podría ser de otro modo si se considera que fue dictado en una época -1855- en que nadie discutía ni ponía en duda la necesidad de la culpa o dolo de parte del autor del daño para comprometer su responsabilidad” (Alessandri Rodríguez, Arturo: De la responsabilidad extracontractual en el Derecho Civil chileno, Imprenta Universitaria, Santiago, 1943, Nº 77, p. 123).

Casos de responsabilidad objetiva en Chile

La responsabilidad estricta es un régimen especial y como tal de derecho estricto, que opera sólo respecto de ciertas actividades o riesgos previamente definidos. Su fuente es la ley. En nuestro país pueden citarse los siguientes casos:

1. Daño causado por animales fieros.

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El art. 2327 establece una regla de responsabilidad estricta bajo la forma de una presunción de derecho, aplicable a todo aquel que tenga un animal fiero de que no reporte utilidad para la guarda o servicio de un predio, por los daños que éste haya ocasionado.

2. Daño ocasionado por las cosas que se arrojan o caen desde la parte superior de un edificio.

Según lo dispuesto en el art. 2328, el daño es imputable a todas las personas que habitan la misma parte del edificio, y la indemnización se dividirá entre todas ellas, a menos que se pruebe que el hecho se debe a la culpa o mala intención de alguna persona exclusivamente, en cuyo caso será responsable esta sola. Como se advierte, en el primer caso se trata de responsabilidad sin culpa o estricta, que se distribuye entre todos quienes pudieron provocar el daño.

3. Accidentes del trabajo.

Esta materia está regulada en la Ley Nº 16.744 sobre seguro social contra riesgos de accidente del trabajo y enfermedades profesionales, y en ella coexiste un principio de responsabilidad estricta del empleador con un sistema de seguro obligatorio.

En efecto, la ley define el accidente del trabajo como toda lesión que una persona sufra a causa o con ocasión del trabajo, y que le produzca incapacidad o muerte, incluso por accidentes ocurridos en el trayecto directo, de ida o regreso, entre la habitación y el lugar de trabajo, exceptuando únicamente los accidentes debidos a fuerza mayor extraña o que no tenga relación alguna con el trabajo, y aquellos producidos intencionalmente por la víctima (Ley Nº 16.744, art. 5). Estos accidentes están cubiertos por un seguro obligatorio financiados principalmente por aportes del empleador, y contempla prestaciones por incapacidad temporal, invalidez parcial o total y muerte.

La negligencia inexcusable del trabajador no excluye la responsabilidad del empleador, y sólo da lugar a la aplicación de una multa (art. 70 inc. 1º).

Si el accidente se debe a culpa o dolo del empleador, la víctima y las demás personas a quienes el accidente causa daño tienen acción para reclamar de éste una indemnización complementaria por todo perjuicio no cubierto por el sistema de seguro obligatorio, inclusive el daño moral; además, el organismo administrador del seguro tendrá acción contra el empleador para obtener el reembolso de lo pagado (art. 69).

4. Daños ocasionados por el conductor de un vehículo motorizado.

Para proteger a las víctimas de accidentes la Ley de Tránsito contempla la responsabilidad estricta del propietario del vehículo por los daños ocasionados por el conductor (art. 174). Esta regla contiene una hipótesis de responsabilidad estricta por el hecho ajeno, en virtud de la cual el propietario del vehículo responde solidariamente con el conductor, y sólo puede eximirse probando que el vehículo le fue tomado sin su conocimiento o sin su autorización expresa o tácita, circunstancias que equivalen a casos de fuerza mayor.

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5. Responsabilidad del explotador de aeronaves por daños ocasionados en caso de accidente aéreo.

Ley Nº 18.916, Código Aeronáutico, arts. 142 y siguientes.

6. Daños ocasionados por aplicación de plaguicidas.

Decreto Ley Nº 3.557, art. 36.

7. Daños ocasionados por derrames de hidrocarburos y otras sustancias nocivas en el mar.

Decreto Ley Nº 2.222, arts. 144 a 146.

8. Daños nucleares.

Ley Nº 18.302, Ley de seguridad nuclear, arts. 49 y siguientes.

9. Código de Minería.

Arts. 14 y 113.

Requisitos de la Responsabilidad Extracontractual

Para que haya lugar a la responsabilidad extracontractual deben concurrir los siguientes requisitos:

1º Una acción u omisión culpable o dolosa del autor;2º El daño a la víctima, y3º La relación de causalidad entre la acción u omisión culpable o dolosa y el daño

producido.

Parte de la doctrina comparada contemporánea y también alguna doctrina nacional, agrega la capacidad delictual o cuasidelictual como un cuarto elemento de la responsabilidad civil. Aunque existen buenas razones para considerarla como un elemento autónomo, porque atiende al aspecto subjetivo de la responsabilidad, también es posible tratarla como la parte subjetiva del concepto de acción culpable.

La acción u omisión culpable o dolosa del agente

Dolo y delito civil

La clasificación tradicional entre delitos y cuasidelitos civiles ha descansado en la diferente actitud del agente; todos sus demás elementos son comunes, pero en el delito hay

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dolo del autor del daño y culpa en el cuasidelito civil. Salvada esta separación, no hay otras entre éste y aquél, y no es mayor la responsabilidad en el caso de dolo que en el de la culpa, pues su intensidad se mide por el daño y no por la actuación del agente.

De ahí que las legislaciones de este siglo hayan abandonado la distinción entre delito y cuasidelito civil; así ocurre en los Códigos alemán, suizo, italiano, de Brasil, Perú, etc.

“El dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro” (art. 44, inc. final). Definido en el Título Preliminar, el dolo se presenta en varias circunstancias en el Derecho Civil, principalmente como vicio del consentimiento, como agravante de la responsabilidad contractual y como elemento del delito civil, pero siempre, según la teoría unitaria del dolo es uno mismo: la intención del agente de causar daño a otro.

El dolo se aprecia in concreto según las circunstancias del actor, ya que incluye un elemento psicológico: la intención, el deseo de causar el daño, cuya prueba corresponderá siempre al demandante, ya que el dolo no se presume.

Culpa y cuasidelito civil

La culpa aquiliana da origen según la distinción antes señalada al cuasidelito civil.

Ni el Código francés ni el nuestro definieron la culpa, pero el art. 44, en el Título Preliminar, señaló una triple distinción, en grave, leve y levísima y dio los conceptos de cada una, y aunque esta diferenciación no se aplica en materia extracontractual, permite dar la noción de culpa en nuestra legislación.

Se la ha definido habitualmente como la falta de diligencia o cuidado en la ejecución de un hecho o en el cumplimiento de una obligación. En el primer caso, la culpa es extracontractual, delictual o aquiliana, y en el segundo es contractual. Existen claras diferencias en nuestra legislación entre ambas clases de culpa: a) la culpa extracontractual da origen al vínculo, mientras la segunda lo supone; b) la culpa contractual admite grados, y la aquiliana no; y c) finalmente, la extracontractual no se presume, mientras la contractual sí (por ello se habla de culpa probada y culpa presunta).

Formas de apreciar la culpa: en abstracto o en concreto

Para apreciar la culpa existen en doctrina dos concepciones que reciben, respectivamente, las denominaciones de culpa objetiva o en abstracto, y de culpa subjetiva o en concreto (la primera designación no es aconsejable, pues puede inducir a error en relación a la responsabilidad objetiva y subjetiva, distinción que se funda en la concurrencia de culpa como requisito de la indemnización).

En la culpa en abstracto, se compara la actitud del agente con la que habría tenido en el caso que ocasiona daño una persona prudente expuesta a la misma situación; o sea, se adopta un tipo ideal y se determina cómo habría éste reaccionado.

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En la responsabilidad in concreto o subjetiva, se procede, al igual que en el dolo, a determinar la situación personal del sujeto al tiempo del accidente.

La doctrina (por ej. Alessandri, ob. cit., Nº 124, p. 173) sostiene casi unánimemente que en nuestra legislación se adopta el primer criterio, y el sujeto ideal de comparación es el buen padre de familia (bonus pater familias), según el concepto del art. 47.

Para Alessandri, el concepto de culpa del artículo 44 del Código Civil es aplicable igualmente en materia contractual y extracontractual. Señala el autor: “Nuestro Código Civil, en cambio, ha definido la culpa en el art. 44. Aunque las definiciones que da se refieren más bien a la culpa contractual, por ser la única que admite graduación, son aplicables igualmente en materia de delitos y cuasidelitos, tanto porque la culpa es una misma en materia contractual y en materia cuasidelictual, cuanto porque el art. 44 se limita a decir que la ley distingue tres especies de culpa o descuido, que enseguida define, sin referirlas a una materia determinada. De esas definiciones se desprende que la culpa, que ese artículo y otros (arts. 2319 y 2329) hacen sinónima de descuido o negligencia, es la falta de aquella diligencia o cuidado que los hombres prudentes emplean ordinariamente en sus actos y negocios propios” (Alessandri, ob. cit., Nº 123, p. 172). Sin embargo, el mismo autor sostiene que en materia extracontractual la culpa no admite graduación, y que por lo mismo, la clasificación en grave, leve y levísima del art. 44 no se le aplica, por lo que se respondería de toda culpa, inclusive la levísima, lo que, sin embargo, resulta contradictorio con la exigencia de cuidado que luego considera exigible a una persona corriente. Señala Alessandri: “En materia delictual y cuasidelictual, en cambio, la culpa no admite graduación: toda falta de diligencia o cuidado, por levísima que sea, engendra responsabilidad” (Alessandri, ob. cit., Nº 26, p. 48). Constituye una contradicción afirmar que la culpa se aprecia en abstracto, aplicando el patrón de cuidado del hombre prudente, y al mismo tiempo señalar que en materia extracontractual se responde incluso de culpa levísima, pues se trata de grados de cuidado asimétricos. No es razonable que se exija al hombre medio emplear en sus actos “aquella esmerada diligencia que un hombre juicioso emplea en sus negocios importantes” (Véanse Barros, Enrique, ob. cit., pp. 45-48 y Meza Barros, Ramón, T. II, pp. 264-265, quienes sostienen que el grado de culpa de la que se responde en materia extracontractual es la culpa leve).

Ver Rosso Elorriaga, Gian Franco: “El buen padre de familia como criterio de apreciación de la culpa y su aplicación a la responsabilidad civil cuasidelictual” en Derecho de Daños, LexisNexis, Santiago, 2002, pp. 3-51.

Prueba de la culpa

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Por regla general la culpa extracontractual deberá probarla la víctima.

En materia contractual, el art. 1.547, inc. 3º, dispone que “la prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo”, lo que equivale a decir que dicha clase de culpa se presume, pues el deudor debe probar que no ha incurrido en ella.

No existe norma semejante en materia extracontractual, por lo cual corresponde aplicar las reglas generales en materia de prueba; de acuerdo al art. 1.698, toca acreditar la existencia de la obligación a quien la alega. La víctima que cobra indemnización sostiene que ha existido de parte del demandado un acto u omisión doloso o culpable que le causa daño, por lo cual está obligado a la reparación, o sea, afirma la existencia de una obligación, para lo cual deberá acreditar que concurren los requisitos legales para que ella tenga lugar, sus elementos constitutivos, uno de los cuales es la culpa o el dolo.

La prueba no tiene restricciones, como que se trata de probar hechos, y puede recurrirse a las presunciones, testigos, confesión, peritajes, etc., sin limitación alguna.

En relación con esta materia -prueba de la culpa- hay que tener presente:1º Teoría de las obligaciones de medio y resultado, y2º Presunciones de culpa.

Teoría de las obligaciones de medio y de resultado

La doctrina y jurisprudencia francesas han establecido una distinción entre las llamadas obligaciones determinadas o de resultado, y obligaciones generales de prudencia y diligencia o de medios.

En las primeras, la obligación es concreta: el deudor debe obtener un resultado determinado, y así el vendedor ha de entregar la cosa vendida en la época convenida. En las segundas, en cambio, el deudor se obliga a poner de su parte la diligencia necesaria, a conducirse con prudencia para obtener el resultado deseado, pero no a conseguir éste. El ejemplo más corriente es el de ciertos profesionales, como el médico, quien no se obliga a mejorar al enfermo, sino a prestar toda su diligencia para conseguirlo; como el abogado, para ganar el pleito que se le ha encomendado, etc.

Como consecuencia de esto, en el primer caso el deudor ha incurrido en incumplimiento si no se ha producido el resultado prometido, en el ejemplo entregar lo vendido en el día señalado, y en el segundo si no ha prestado los cuidados prudentes y diligentes para obtener el resultado buscado. Puede que éste no se produzca, pero no por ello está incumplida la obligación siempre que se haya puesto toda la diligencia para conseguirlo.

La importancia de la clasificación estriba precisamente en materia de prueba, porque en las obligaciones de resultado el acreedor nada debe probar, pues al deudor de ellas le corresponde acreditar que se obtuvo el resultado prometido, y si él no ha tenido lugar, que no hubo culpa suya en este hecho. En cambio, en las obligaciones de medios no basta establecer que no se obtuvo el resultado, o sea, en los ejemplos, se murió el paciente, se

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perdió el pleito, sino que el deudor no se ha comportado con la diligencia o prudencia necesarias, y esta prueba corresponde al acreedor.

Las obligaciones contractuales son normalmente de resultado; sin embargo, en la responsabilidad profesional que es normalmente contractual, la culpa, según la doctrina en examen, corresponde probarla al acreedor.

En materia extracontractual, se ha establecido, a la inversa, la existencia de obligaciones de resultado en relación a la responsabilidad por el hecho de las cosas. El guardián de ellas esta obligado a impedir que la cosa produzca daño a terceros y si de hecho los produce, a él le corresponde probar que no fue por culpa suya.

La importancia estriba, pues, en que la presunción de culpa no opera únicamente y siempre en materia contractual, sino que en una y otra responsabilidad es preciso distinguir según si la obligación infringida es de medios, en que el peso de la prueba corresponde al acreedor, o de resultado, en que el deudor deberá probar su ausencia de culpa (Véase Mazeaud, Henri, León y Jean: Lecciones de Derecho Civil, Ediciones Jurídicas Europa-América, Bueno Aires, 1959, Parte 2ª, T. I, Nº 21 y T. II, Nos. 377 y 510, pp. 12 y 215, respectivamente).

Según Abeliuk (Abeliuk Manasevich, René: Las Obligaciones, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1993, Nº 221, p. 181), y Alessandri (Alessandri, ob. cit., Nota 2 a la p. 55) la distinción no resulta aceptable, pues la disposición del art. 1.547 presume la culpa contractual sin hacer diferencias y no es posible sostener la existencia de obligaciones de resultados extracontractuales porque la regla general en nuestro país en materia de responsabilidad es la contractual.

Presunciones de culpa

Si la prueba de la culpa es uno de los elementos que dificultan la obtención de la reparación, el legislador ha tratado de paliarla estableciendo presunciones de culpabilidad para ciertos y determinados casos.

La responsabilidad por el hecho ajeno y de las cosas constituye una presunción de culpa. También en materia de accidentes causados por vehículos existen algunas presunciones de culpa.

En relación con esta materia se ha discutido el alcance del art. 2.329. El precepto en su inc. 1º dispone que: “Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”. Y agrega a continuación: “son especialmente obligados a esta reparación...”, enumerando tres casos.

Para muchos, hay una mera reiteración en el inc. 1º del artículo 2.329 de la norma del art. 2.314, que impone al que ha cometido un delito o cuasidelito la obligación de repararlo (R.D.J., T. 3, sec. 1ª, p. 60; T. 29, sec. 1ª, p. 549), pero Alessandri (ob. cit., Nº 195, pp. 292 y sgtes.) ha sostenido que hay una presunción de responsabilidad por el hecho propio “cuando el daño proviene de un hecho que, por su naturaleza o por las circunstancias

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en que se realizó, es susceptible de atribuirse a culpa o dolo del agente”. Se funda este autor:

1º En la ubicación del precepto, a continuación de las presunciones de responsabilidad por el hecho ajeno y de las cosas;

2º La redacción de la disposición, pues habla del daño que “pueda” imputarse y no que “sea” imputable, esto es, basta que sea racional y lógico entender que ha habido culpa, y

3º Los casos del precepto, que sostiene son por vía ejemplar y suponen por sí solos la demostración de culpa.

Abeliuk (ob. cit., Nº 222, p. 182) y Meza Barros (Meza Barros, Ramón: De las fuentes de las obligaciones, T. II, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1997, Nº 420, p. 277) discrepan pues nada hay en el precepto realmente que permita sostener una presunción de culpa, cuyos exactos alcances no se alcanzan a precisar en la ley.

Existen también algunas presunciones de derecho de culpabilidad; se pueden citar en el Código, el art. 2.327, para el daño causado por un animal fiero de que no se reporta utilidad para la guarda o servicio de un predio, y el art. 2.321, referente a la responsabilidad de los padres por los hechos ilícitos de sus hijos menores si reconocidamente provienen de mala educación o hábitos viciosos que les han dejado adquirir.

No es lo mismo presunción de culpa que responsabilidad objetiva, pues en el primer caso el autor del daño puede eximirse probando su falta de culpa, mientras que como ésta no es elemento de la responsabilidad objetiva, semejante prueba no lo libera de ella. En cambio, la presunción de derecho es equivalente en sus efectos a la responsabilidad objetiva, pues precisamente no se admite la prueba de falta de culpa.

La culpa infraccional (o culpa contra la legalidad)

En este tipo de culpa, los deberes de cuidado son establecidos por el legislador u otra autoridad con potestad normativa, por medio de una ley, reglamento, ordenanza, etc.

Aquí la culpa consiste en haber violado la ley o los reglamentos. El principio básico es que cuando el accidente se produce a consecuencia de la infracción de alguna de estas reglas, el acto es considerado per se ilícito. En otros términos, existiendo culpa infraccional el acto es tenido como ilícito sin que sea necesario entrar a otra calificación. Señala Alessandri: “Cuando así ocurre, hay culpa por el solo hecho de que el agente haya ejecutado el acto prohibido o no haya realizado el ordenado por la ley o el reglamento, pues ello significa que omitió las medidas de prudencia o precaución que una u otro estimaron necesarias para evitar un daño” (Alessandri, ob. cit., Nº 125, p. 175).

Una sentencia de la Corte de Apelaciones de Santiago concluyó que acreditado por medios legales que el demandado no detuvo su vehículo frente a un disco PARE “su responsabilidad se encuentra establecida en el proceso” (R.D.D., t. LVI, sec. 4ª, p. 195).

Culpa por omisión

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La culpa puede ser de acción (in commitendo), esto es, por obrar no debiendo hacerlo, o por omisión o abstención (in ommitendo), esto es, por dejar de actuar.

Lo normal será, sin embargo, que la omisión se produzca en el ejercicio de una actividad, o sea, consiste en no tomar una precaución que debió adoptarse, en no prever lo que debió preverse, como por ejemplo, si un automovilista vira sin señalizar previamente su intención de hacerlo. Esta culpa es lo que algunos llaman negligencia, por oposición a la imprudencia, que sería la culpa por acción.

Todas estas culpas dan lugar a responsabilidad, pero una corriente de opinión sostiene que también la hay en la mera abstención, esto es, cuando el agente no desarrolla ninguna actividad en circunstancias que debió hacerlo. Es el caso de una persona que pudiendo salvar a otra sin riesgo grave para sí misma no lo hace o del médico que sin razón de peso, se niega a atender a un herido, etc. (un caso en la G. de T. de 1940, p. 380).

Naturaleza jurídica del juicio de culpabilidad

La tendencia inicial de la jurisprudencia nacional fue a considerar el juicio de culpabilidad como una cuestión de hecho (R.D.J., T. 6, sec. 1ª, p. 393; T. T. 32, sec. 1ª, p. 93; T. 35, sec. 1ª, p. 173; T. 36, sec. 1ª, p. 90; T. 43, sec. 1ª, p. 495) . En la actualidad no existe un criterio uniforme en la materia, aún cuando puede observarse una cierta tendencia a calificarlo como una cuestión de derecho, en el que la culpa es tratada como una materia esencialmente de carácter jurídico (R.D.J., T. 36, sec. 1ª, p. 544; T. 55, sec. 1ª, p. 35).

Por su parte, la doctrina nacional se manifiesta en forma unánime por calificar el juicio de culpabilidad como una cuestión normativa, susceptible de ser revisada por la Corte Suprema mediante el recurso de casación en el fondo (así, Alessandri, ob. cit., Nº 136, p. 204; Ducci, ob. cit, p. 84).

Es indiscutible que precisar los hechos que pueden constituir la culpa, por ejemplo, si hubo choque o no, si existía disco “Pare”, la velocidad del conductor, etc., corresponde a los jueces del fondo, salvo que los hayan dado por establecidos con infracción de las leyes reguladoras de la prueba (R.D.J., t. 23, sec. 1ª, p. 577; t. 57, sec. 4ª, p. 7). Pero calificarlos, esto es, si ellos constituyen dolo, culpa, caso fortuito, es cuestión de derecho y susceptible de revisión por la casación en el fondo, puesto que se trata de conceptos establecidos en la ley. El dolo y la culpa son conceptos legales, definidos por la ley; se trata de determinar la fisonomía jurídica de los hechos establecidos por los jueces del fondo para hacerlos calzar con los conceptos de culpa o dolo.

Eximentes de responsabilidad

Las causales de justificación tratándose de la responsabilidad civil actúan sobre el ilícito eliminando la culpabilidad. Sirven de excusa razonable para el hombre prudente.

1º La ejecución de actos autorizados por el derecho

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2º Caso fortuito;3º Estado de necesidad;4º El hecho del tercero;5º La culpa de la víctima;6º Legítima defensa

En opinión de Enrique Barros el caso fortuito o fuerza mayor, la culpa exclusiva de la víctima y el hecho de un tercero, si bien determinan la inexistencia de responsabilidad, no lo hacen por la vía de excluir la culpa, sino actuando sobre otros elementos de la responsabilidad por negligencia, como la relación causal (ob. cit., p. 71). En el mismo sentido Ducci: “Hemos dicho que puede suceder que el daño no tenga como antecedente una falta del demandado sino que se deba a una causa extraña. Estas causas extrañas pueden consistir en que el daño se deba a un caso fortuito o fuerza mayor, o que haya sido determinado por una falta personal de la víctima o de un tercero y no del demandado” (ob. cit., p. 215).

Actos autorizados por el derecho

El ejercicio de un derecho elimina la ilicitud de la acción que causa el daño y, por ello, en principio no hay ilicitud en el hecho de que un restaurante se instale a media cuadra de otro ya existente y le prive de parte de su clientela, siempre que respete las normas de la libre competencia o el mero ejercicio de una acción judicial, aunque los tribunales no la acojan en definitiva, no constituye injuria o daño por sí solo.

El límite a esta justificación está constituido por el abuso del derecho, esto es, el actuar formalmente dentro del marco del derecho que se ejercita, pero desviándose de sus fines.

Por regla general, cuando una persona actúa en virtud de un derecho, aunque ocasione daño a otro, no tiene responsabilidad, y así el importante crítico teatral que califica mal una obra, por lo cual ésta constituye un fracaso económico, ha ocasionado un perjuicio, pero sin culpabilidad de su parte, pues ha ejercitado legítimamente su derecho.

Pero el mismo ejercicio puede acarrear responsabilidad a su titular si lo hace en forma abusiva; es la teoría del abuso del derecho, con raigambres romanistas, pero que ha adquirido su máximo desarrollo del siglo pasado a esta parte.

Constituye una reacción contra el criterio exageradamente individualista de los Códigos clásicos que habían erigido en verdaderos santuarios los derechos subjetivos, de manera que su titular podía disponer de ellos a su antojo y con prescindencia total del interés ajeno. Como actualmente se ha impuesto el principio de que los derechos subjetivos no existen para la mera satisfacción egoísta, y se da mayor preeminencia al contenido social de los mismos, la teoría que comentamos sostiene que si el titular hace uso excesivo de los derechos que le corresponden y concurren los demás requisitos legales de la

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responsabilidad extracontractual, puede verse obligado a indemnizar los perjuicios que ocasione.

Desarrollado por la doctrina y jurisprudencia francesas, este principio, inspirado en el afán ya señalado de moralizar las relaciones jurídicas, ha sido acogido ampliamente por los Códigos modernos.

Como toda doctrina en elaboración, no hay pleno acuerdo cuándo procede su aplicación; sin embargo, se señalan los siguientes como los más aceptados presupuestos del abuso del derecho:

1º Existencia de un derecho.Si se actúa sin que exista un derecho, evidentemente que estamos frente a los casos

generales de responsabilidad.

2º El derecho debe ser de ejercicio relativo.La regla general es que los derechos sean de ejercicio relativo, pero hay algunos a

los cuales la ley no les señala limitaciones o les otorga expresamente el carácter de absolutos. En ellos no cabe invocar la doctrina en estudio; por ejemplo, en caso de incumplimiento del contrato bilateral, el contratante diligente puede a su arbitrio exigir el cumplimiento o la resolución. Si puede hacerlo “a su arbitrio”, el deudor no puede oponerse a la acción alegando el mero ánimo de perjudicarlo del acreedor.

3º Que el ejercicio sea abusivo.Aquí si que las doctrinas y legislaciones se dividen, pues es difícil realmente

precisar cuándo el ejercicio de un derecho es abusivo. Incluso se ha criticado la denominación, diciéndose que no puede abusarse de un derecho, sino que hay un exceso en su ejercicio (véase Alessandri, ob. cit., Nº 165, p. 254); sin embargo de lo cual la denominación se ha arraigado definitivamente.

Pueden señalarse varias corrientes de opinión.

Para algunos, como es el caso del Código alemán y algunos inspirados en él, “el ejercicio de un derecho no está permitido cuando no puede tener otro fin que causar daño a otro” (art. 226). Prácticamente equivale al dolo, o sea, habría abuso del derecho si éste se ejercita en el solo afán de causar perjuicios, y sin utilidad alguna para su titular.

Para otros, debe atenderse al fin económico y social para el cual existe o se ha otorgado el derecho. Extrema en esta posición era la legislación soviética, que exigía que los derechos se ejercitaran conforme “a su destino económico y social” (art. 1º).

Otra fórmula semejante es la del Proyecto Franco-Italiano de las Obligaciones que dispone que está obligado a la reparación el que causa un daño a otro en el ejercicio de un derecho, excediendo “los límites fijados para la buena fe o por el fin en vista del cual ese derecho le ha sido conferido” (art. 74).

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Códigos como el suizo, se limitan a sancionar el abuso del derecho, pero han preferido no definirlo, dejando en consecuencia al criterio del juez su calificación: “el abuso manifiesto de un derecho no está protegido por la ley” (art. 2º).

El Código italiano, por su parte, prefirió no establecer una regla general sino casos particulares de abuso del derecho en relación con el ejercicio de algunos de ellos.

Finalmente, y es la posición que parece más adecuada y sustentan, entre otros, Mazeaud, Colin y Capitant, Demogue y Alessandri (ob. cit., Nº 171, p. 261) entre nosotros, el abuso del derecho no difiere de cualquier otro caso de responsabilidad extracontractual, y por lo tanto habrá lugar a él siempre que concurran los requisitos de la misma: una actuación dolosa o culpable que cause daño, con la particularidad únicamente de que la actuación corresponda al ejercicio de un derecho.

Nuestra legislación, al igual que la francesa, no contiene disposición expresa relativa a la institución que comentamos; hay casos como el ya señalado del art. 1.489, en que la rechaza y otros en que la aplica, pero la doctrina y jurisprudencia no tienen reparos en aceptarla con amplitud en las situaciones no legisladas.

Un caso típico de aceptación de esta doctrina en nuestro Código era el del art. 945, hoy trasladado con ciertas modificaciones al art. 56, inc. 1º del Código de Aguas, y que permite a cualquiera cavar en suelo propio un pozo (hoy únicamente para la bebida y usos domésticos), aunque de ello resultare menoscabarse el agua de que se alimenta otro pozo; “pero si de ello no reportare utilidad alguna, o no tanta que pueda compararse con el perjuicio ajeno será obligado a cegarlo”. Otros casos son el art. 2.110, que prohíbe la renuncia de mala fe o intempestiva a la sociedad; y en general, los que sancionan con indemnización el ejercicio de acciones judiciales temerarias (arts. 45, inc. 3º de la Ley de Quiebras; 280 del C.P.C. para las medidas prejudiciales precautorias; 467 del mismo Código en el juicio ejecutivo y C.P.P. para las acciones criminales).

Fallos sobre abuso del derecho: R.D.J., T. 52, sec. 2ª, pp. 29 y 73, y T. 62, sec. 3ª, p. 10).

Un derecho en cuyo ejercicio se presentan numerosos casos de abuso del derecho es el de dominio, especialmente en las relaciones de vecindad.

Una de las limitaciones que se señalan al derecho de dominio es la que imponen las relaciones de vecindad, por elementales razones de convivencia social.

Normalmente la obligación de indemnizar los daños ocasionados a los vecinos se ha fundado en el abuso del derecho de dominio; en Francia hubo casos famosos que mucho ayudaron al desarrollo de esta doctrina, como el de un propietario que construyó una chimenea superflua con el único objeto de privar de luz y vista a un vecino, y el de otro que elevó un cerco divisorio para perjudicar a una cancha de aterrizaje colindante y obligarles a comprar su terreno, etc.

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Otro caso en que los roces entre vecinos pueden ser muy frecuentes y se exige un respeto mayor al derecho ajeno, se presenta en la propiedad horizontal; de ahí que los Reglamentos de Copropiedad contienen prohibiciones muy minuciosas para prevenir molestias a los cohabitantes del edificio, y sancionadas privadamente en ellos, sin perjuicio de la procedencia de la indemnización al perjudicado, de acuerdo a las reglas generales.

En estos hechos ilícitos, la reparación puede ser de distinta índole: demoler la chimenea o muralla inútil, hacer las transformaciones destinadas a evitar los ruidos u olores, o sea, se acepta la reparación en especie, si ella es posible. Caso contrario, habrá que recurrir a la indemnización, según las reglas generales.

Si se reúnen los requisitos ya estudiados del abuso del derecho y los generales de la responsabilidad extracontractual, se condenará al que ha hecho un uso excesivo de sus facultades a indemnizar los perjuicios causados.

Lo que cabe destacar es que en numerosos casos del abuso del derecho, procederán ciertas formas de reparación en especie, que no son frecuentes en la responsabilidad extracontractual, como ser, por ejemplo, el citado caso del pozo, en que se obliga a cegarlo, la publicación de sentencias absolutorias, etc.

Igualmente quien actúa en cumplimiento de un deber impuesto por la ley no comete ilícito alguno. Tal es el caso del agente de policía que priva de libertad al detenido, o del receptor judicial que traba un embargo. Algo más complejo es el tema de la observancia de órdenes emanadas de autoridad competente. Por regla general, la circunstancia de actuar en cumplimiento de una orden de autoridad actúa como causal de justificación siempre y cuando dicha orden no sea manifiestamente ilegal.

Caso fortuito

Según el art. 45 del Código, “se llama fuerza mayor o caso fortuito el imprevisto a que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto, un apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc.”.

Si hay caso fortuito o fuerza mayor, no hay culpa del autor del daño y queda exento de responsabilidad; ello ocurre tanto en materia contractual como extracontractual, pero tiene mayor importancia en la primera, pues se presume la responsabilidad del deudor.

Sin embargo, en materia extracontractual interesará al demandado probar el caso fortuito, ya sea para reforzar su defensa, o porque la ley presume su culpa.

Coustasse, Alberto e Iturra, Fernando: El caso fortuito ante el Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1958.

Estado de necesidad

El estado de necesidad es aquel en que una persona se ve obligada a ocasionar un daño a otra para evitar uno mayor a sí misma o a un tercero.

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Ejemplo de aplicación de esta excusa: se produjo un incendio en un puerto, y la autoridad, para evitar su propagación, se vio obligada a echar al mar unos barriles de aguardiente. Por considerar que se había actuado para evitar un daño mayor, se negó lugar a la responsabilidad del Estado (G. de T. de 1890, Nº 3211, p. 999).

Desde la perspectiva de la culpa, el estado de necesidad opera como causal excluyente de la responsabilidad en cuanto es propio del hombre prudente optar por un mal menor para evitar un mal mayor.

Los requisitos para que opere esta causal son: a) que el peligro que se trata de evitar no tenga su origen en una acción culpable, y b) que no existan medios inocuos o menos dañinos para evitar el daño.

En relación con el segundo de los requisitos, en un caso en que la fuerza pública que custodiaba un puerto, obedeciendo una orden superior, arrojó al mar cajones de cerveza de propiedad de un particular para impedir que cayeran en poder de unos huelguistas, la Corte de Apelaciones de Santiago señaló que “el deber de la autoridad de mantener ante todo el orden público, no la faculta para adoptar el primer medio que se le presente, ni la exime de la obligación de recurrir entre varios, a los que menos daños ocasionen al derecho de los particulares” (R.D.J., T. 5, sec. 2ª, p. 55).

El estado de necesidad se diferencia del caso fortuito en que si bien hay un hecho imprevisto, él no es irresistible; puede resistirse pero a costa de un daño propio. Al igual que la fuerza mayor, puede presentarse también en la responsabilidad contractual.

Nuestra legislación no contempla para efectos civiles esta institución (lo establece como eximente de responsabilidad penal el Nº 7 del art. 10 del Código Penal), por lo que para acogerla debe asimilarse a alguna otra situación reglamentada, como la ausencia de culpa, el caso fortuito, la fuerza mayor, etc. (véase Alessandri, ob. cit., Nº 527, p. 608 y Coutasse, Alberto e Iturra, Fernando: El caso fortuito ante el Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1958, Nº 77, pp. 174 y sgtes.)

El estado de necesidad excluye la acción indemnizatoria de la víctima por el daño ocasionado, pero no obsta al ejercicio de la acción restitutoria, pues el Derecho no puede amparar el enriquecimiento injusto de aquel que salva un bien propio con cargo a un patrimonio ajeno.

Al respecto señala Rodríguez: “Nótese que en este caso, la responsabilidad no se extenderá a todos los perjuicios sufridos, sino única y exclusivamente a la compensación de los daños materiales que haga posible restaurar el equilibrio existente entre ambos patrimonios antes de que surgiera el estado de necesidad” (Rodríguez Grez, Pablo:

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Responsabilidad Extracontractual, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1999, p. 157).

El hecho del tercero

Si el hecho culpable o doloso del tercero es la única causa del daño para el autor directo constituye un caso fortuito, y deberá la indemnización el tercero culpable.

Por ejemplo, si un automovilista pasa un cruce con señalización a su favor y por la otra vía atraviesa otro vehículo infringiendo aquélla, por lo cual el primero, a fin de esquivar el choque, atropella a un peatón, este conductor es el autor del daño, pero responde el único culpable que fue el del vehículo que infringió la señalización.

La culpa de la víctima

Al respecto, cabe efectuar el mismo distingo anterior: la culpa de la víctima ha sido la única causa del daño; en tal caso es evidente que no hay responsabilidad para el autor del mismo, porque no hay culpa suya, como si un peatón cruza de improviso la calzada a mitad de cuadra y es atropellado por un vehículo que transita respetando las exigencias reglamentarias (R.D.J., T. 64, sec. 4ª, p. 386).

Pero puede existir también concurso de culpas, esto es, tanto del que causa los daños como de la víctima. Tal situación se encuentra prevista en el art. 2.330: “La apreciación del daño está sujeta a reducción, si el que lo ha sufrido se expuso a él imprudentemente”. O sea, procede una rebaja de la indemnización, que los tribunales determinarán soberanamente (R.D.J., T. 27, sec, 1ª, p. 530; T. 28, sec. 1ª, p. 117; T. 64, sec. 4ª, p. 386, y F.M., Nº 233, p. 57, Nº 259, p. 168, Nº 264, p. 378; Nº 275, p. 480 y Nº 277, p. 581).

La culpa de la víctima sólo afecta la indemnización, pero no la responsabilidad penal (R.D.J., T. 70, sec. 4ª, p. 91).

Una vieja cuestión en la materia es la de si la reducción procede sólo respecto de la reparación solicitada por la víctima a la que es imputable directamente el comportamiento imprudente, o si también la deben sufrir los que piden indemnización de los perjuicios morales derivados por repercusión del daño causado a la víctima imprudente. Los fallos manifiestan criterios diversos. Así, por una parte se ha dicho que la norma se aplica también a víctimas por repercusión: respecto del daño moral reclamado por parientes de las víctimas fallecidas, se ha resuelto que se debe regular la indemnización considerando también “...la exposición imprudente al daño recibido por parte de los fallecidos” (R.D.J., t. 84, sec. 4ª, p. 166). No sería equitativo ni racional imponer al demandado la reparación de la totalidad de un daño que no ha causado sino en parte. Además, de no ser así resultaría que las víctimas indirectas obtendrían una reparación superior a la que hubiera recibido la víctima directa. En sentido inverso se ha dicho que si los beneficiados con indemnización del daño moral no fueron los que se expusieron al daño que reclaman, no procede la reducción, y que su acción es propia e independiente. La sentencia sostiene que “La disminución de la indemnización que forzosamente debe hacerse con relación a la víctima

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imprudente, no cabe aplicarla respecto de sus progenitores, por no haber sido los causantes de tal comportamiento, ...” (R.D.J., t. 88, sec. 4ª, p. 141).

En otras ocasiones, los tribunales buscan fundar la reducción en la misma imprudencia de los parientes que reclaman el daño moral. En un caso de muerte de un infante en un accidente, si bien la sentencia deja en claro que no procede reducción por parte de la víctima por su incapacidad, sí se da lugar a la reducción respecto de los padres que al ausentarse del hogar y dejar solo al niño en un sitio donde se realizaban faenas de excavación donde ocurrieron los hechos, incurrieron en una manifiesta imprudencia, que autoriza la reducción de la indemnización pedida (R.D.J., t. 88, sec. 1ª, p. 96).

Cuestión compleja es la de decidir si, para aplicar la norma de la reducción, debe tratarse de una persona con capacidad delictual. Según Corral: “aquí no hay propiamente una exención de responsabilidad del autor fundada en la responsabilidad de la víctima, por lo que no es necesario acreditar que exista responsabilidad civil por parte de ésta con todos sus elementos. Se trata más bien de una conducta de la víctima por la que ella misma interviene el proceder causal que da como resultado el daño. Siendo así la exposición imprudente puede ser debida a un menor de edad o a una persona inimputable. Sería difícil sustentar la rebaja de la indemnización cuando una misma conducta ha sido desarrollada por una víctima capaz y negarla cuando ha sido llevada a cabo por un menor o incapaz.

La jurisprudencia se pronuncia por la exigencia de capacidad delictual de la víctima menor imprudente, pero se deja en claro que sí procede la reducción respecto de los padres que demandan indemnización por la muerte del niño si hubo descuido en su atención (R.D.J., t. 83, sec. 1ª, p. 96)” (Corral Talciani, Hernán: Lecciones de responsabilidad civil extracontractual, Documento Docente Nº 10, U. de los Andes, 2002, pp. 129-130).

Véase Domínguez Aguila, Ramón: El hecho de la víctima como causal de exoneración de la responsabilidad civil, en Revista de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Concepción, Nº 136, 1966.

Legítima defensa

La legítima defensa opera en derecho civil de modo análogo que en derecho penal. Así, actúa en legítima defensa quien ocasiona un daño obrando en defensa de su persona o derechos, a condición que concurran las siguientes circunstancias: a) que la agresión sea ilegítima, b) que no haya mediado provocación suficiente por parte del agente, c) que la defensa sea proporcionada al ataque, d) que el daño se haya producido a causa de la defensa.

El art. 2.044 del Código Civil italiano dispone: “No es responsable quien ocasiona el daño para legitima defensa de sí mismo o de otro”.

Convenciones sobre responsabilidad

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Es punto que mucho se ha discutido, tanto en materia contractual como extracontractual, la validez de las estipulaciones destinadas a suprimir o modificar la responsabilidad del autor del daño; lógicamente tienen más aplicación en la primera, pero pueden presentarse también en relación a los hechos ilícitos, como por ejemplo si antes de un evento deportivo -una carrera automovilística, verbi gracia- se establece entre los participantes la recíproca irresponsabilidad por los accidentes que puedan ocurrir, o si entre vecinos se conviene ella por los daños que posiblemente ocurran, etc.

Se distinguen dos clases de convenciones sobre responsabilidad: las unas eximen a la persona de toda obligación de indemnizar; las otras la limitan en cierta forma; por ejemplo, a una determinada suma de dinero.

No deben confundirse con las causas eximentes de responsabilidad, pues éstas impiden la existencia del hecho ilícito, mientras que aquí existe, pero no se indemniza total o parcialmente; ni tampoco con los seguros a favor de terceros, ya que en éstos únicamente cambia la persona del indemnizador, mientras las convenciones de irresponsabilidad hacen desaparecer la obligación de indemnizar.

La existencia de una estipulación sobre responsabilidad no hace derivar ésta en contractual, porque ella supone una obligación previa que no se ha cumplido.

En materia contractual, aunque con limitaciones, se han aceptado las estipulaciones que alteran las reglas legales sobre responsabilidad; en cambio, respecto de los hechos ilícitos se sostenía en forma casi invariable su ilicitud, por estimar que se trata de normas de orden público inderogables por las partes, pues a la sociedad interesa que no se cometan delitos o cuasidelitos, agregándose que la existencia de una exención de responsabilidad puede debilitar el cuidado de quien se siente protegido por ella. Sin embargo, nunca se discutió que a posteriori la víctima puede renunciar, transigir, etc., respecto de la indemnización que le corresponde.

Hay actualmente una tendencia en la doctrina, legislación y jurisprudencia, aunque no en forma unánime, a discutir la posición antes expuesta, porque el interés social está representado por la represión penal del hecho ilícito, pero la indemnización es un problema particular de la víctima, que si la puede renunciar cuando el daño se ha producido, no se divisa razón para que no le sea posible hacerlo de antemano, con algunas limitaciones.

Eso sí, hay ciertas situaciones en que no se admiten las cláusulas de irresponsabilidad:

1º Si la ley lo ha expresamente dispuesto, como ocurre en materia del trabajo, en que los derechos del trabajador son irrenunciables;

2º En caso de dolo o culpa grave.

Según el art. 1.465, la condonación del dolo futuro no vale, y como en materias civiles, la culpa grave equivale al dolo (art. 44), se concluye tanto en materia contractual como extracontractual que las convenciones de irresponsabilidad no cubren las

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indemnizaciones que se deban por actos dolosos o de culpa grave. Si de hecho se pactan adolecen de nulidad absoluta.

3º El daño a las personas.

Tampoco se libera el autor de un hecho ilícito de indemnizar el daño a las personas porque se estima que éstas se encuentran al margen del comercio jurídico y, en consecuencia, no se podría estipular la exención de responsabilidad por los daños que ellas sufran. En el ejemplo propuesto de la carrera automovilística, la convención de irresponsabilidad cubriría el daño a los vehículos, pero no a los participantes.

Todo lo cual no es óbice, como se ha dicho, para que una vez producido el hecho ilícito la víctima renuncie a la indemnización, la componga directamente con el responsable, transe con él, etc., porque en tales casos no se condona el dolo futuro sino el ya ocurrido, ni se comercia con la personalidad humana, sino con un efecto pecuniario: la indemnización, que es netamente patrimonial.

Junto a los pactos de irresponsabilidad ha de estudiarse la aceptación voluntaria de los riesgos.

La mera aceptación de los riesgos o el consentimiento de la víctima no exime de responsabilidad por el daño causado. Sólo autoriza a reducir el monto de la indemnización si se estima que la víctima actuó con imprudencia (art. 2330).

Sin embargo, la doctrina ha ido forjando algunos supuestos en los que el consentimiento de la víctima o la aceptación de los riesgos funciona como causa legitimante. Se aplica así el adagio volenti non fit injuria.

Cuando la víctima se expone al daño a sabiendas y con la debida información de que puede sobrevenir, no podrá después demandar su reparación. Por ejemplo, los que participan en un duelo, o la persona que consiente en que se le aplique un tratamiento médico riesgoso, o los que participan en deportes o actividades en las que las lesiones o incluso la vida es puesta en peligro. Debe tratarse de un consentimiento previo al daño, ya que si la voluntad se manifiesta con posterioridad estaremos más bien en el ámbito de la renuncia al derecho de demandar reclamando la responsabilidad ya surgida. El consentimiento de la víctima en ponerse en situaciones de riesgo puede funcionar como legitimante de la conducta del agresor, siempre que no haya dolo, y cuando el riesgo tenga un valor socialmente relevante. Se exige también que el autor de la lesión actúe en interés del lesionado y de acuerdo con la voluntad presumible de éste.

En los juicios de responsabilidad por daños atribuidos al consumo de tabaco instruidos en las Cortes norteamericanas una de las cuestiones más discutidas ha sido justamente la relevancia de la aceptación voluntaria de los riesgos como causal de exoneración. La litigación en contra de la industria tabacalera en los Estados Unidos ha tenido varias etapas: La primera ola de demandas contra las empresas del tabaco (1950-1960) se fundaron en la teoría del engaño (deceit), incumplimiento

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de garantías contractuales y en el tort de negligence. En Lartigue vs. R.J. Reynolds Tobacco Co (317 F.2d 19,5th Cir. 1963), el jurado exoneró a la empresa demandada pues sostuvo que las compañías de tabaco no podían haber previsto los efectos dañinos del fumar. En la mayoría de estos casos se desecharon las demandas por no haberse acreditado el nexo causal por imprevisibilidad de los daños. Esta primera etapa concluye con el Restatement (Second) of Torts, consolidación de los criterios sobre Derecho de Daños, que en un comentario sobre la responsabilidad por productos defectuosos, asentó que “good tobacco is not unreasonably dangerous merely because the effects of smoking may be harmful” (el tabaco no es irrazonablemente peligroso sólo por el hecho de que fumar pueda ser dañino) (402A cmt. y).

La segunda etapa se inicia cuando oficialmente el Surgeon General concluyó que fumar podía ser una amenaza para la salud de las personas. Sobre la base de esta conclusión, el Congreso aprobó las Cigarette Acts de 1965 y 1969, que ordenaron que se pusiera en toda cartilla la siguiente leyenda: “Caution: Cigarettes Smoking May Be Hazardous to Your Health” y prohibió cualquier otra advertencia al respecto. Los demandantes fundaron ahora sus alegaciones en la teoría de la responsabilidad objetiva por productos defectuosos o inseguros (product sttrict liability). Sin embargo, las demandas nuevamente volvieron a ser rechazadas, básicamente por estimar las Cortes que los fumadores eligieron una actividad que conocían como dañosa. Ante el reclamo de que las compañías de tabaco no informaron suficientemente sobre los riesgos del consumo de tabaco, las compañías demandadas paradójicamente se ampararon en las leyes que les prohibían colocar otras leyendas que las impuestas por la ley. Así, lo sostuvo la Corte Suprema en Cipollone vs. Ligget Group, INC (789 F.2d 181 3D Cir. 1986), aunque concedió tutela a la viuda del fumador fallecido sobre la base de un intentional tort.

La tercera etapa de la litigación comienza en los años noventa, en la que los demandantes cambian de estrategia para hacer frente a los cuantiosos recursos financieros de la industria tabacalera. Ya no se intentan juicios individuales, sino colectivos, de miles o millones de fumadores representados por equipos de abogados, bien provistos y organizados. Además, se suman a las demandas los Procuradores de Justicia de los Estados que piden que se indemnicen los gastos en salud que se han debido invertir para tratar las enfermedades atribuidas al tabaquismo. La primera demanda la interpuso el Attorney General del Estado de Missisipi en 1994 en conjunto con el abogado Richard Scruggs que representaba a demandantes particulares. Esta vez se trató de refutar la teoría de la aceptación voluntaria de los riesgos mediante la presentación de víctimas que sufrieron el daño por exposición no voluntaria al tabaco. Además, se presentó evidencia de que las compañías tabacaleras tenían información incluso antes del Surgeon General de que el tabaco era

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peligroso y que la nicotina tenía carácter adictivo en una serie de personas, y optaron por ocultar y negar la existencia de esta información. De esta manera, las demandas comienzan a ser consideradas por los jurados aunque no ya sobre la base de la teoría de la responsabilidad por productos sino por conspiración (conspiracy), dolo (deceit) y fraude (fraud). En el año 2000, una Corte del Estado de Florida permitió una class action contra la industria tabacalera. El jurado concedió una indemnización, culpando a la industria por fraude y dolo, de 145 billones de dólares en favor de 500.000 fumadores de Florida. Se sostiene que esta indemnización ha sido la más cuantiosa en la historia de la jurisdicción civil estadounidense y que excedió el valor de mercado de las cinco compañías demandadas. Finalmente, las cinco empresas demandadas llegaron a un acuerdo con Missisipi, Florida, Texas y Minnesota por 40 billones de dólares. Luego ha llegado a acuerdos con otros 46 Estados para pagar 206 billones de dólares en los próximos 25 años.

La forma en que se ha enfrentado el juicio a las tabacaleras amenaza con reproducirse contra otras industrias “impopulares” como las fábricas de armas y de pinturas Lo que es criticado puesto que lleva a los tribunales a pronunciarse sobre lo que es más propio de las autoridades políticas, en cuanto a las decisiones para que funcione y con qué costos una determinada actividad empresarial. Se señala que el acuerdo de las tabacaleras con sus demandantes no ha servido para reducir los riesgos del tabaco, desarrollar programas contra la adicción, etc., y puede ser comprendido más bien como la compra de una licencia para continuar con el negocio como hasta ahora (Jensen, Brayce A.: “From Tobacco to health care and beyond. A critique of lawsuits targeting unpopular industries”, en Cornell Law Review, vol. 86 (6), 2001, pp. 1334 y ss., citado por Corral T., Hernán, ob. cit., pp. 90-91).

La capacidad extracontractual

En nuestra legislación, como en la mayoría de ellas, la capacidad en materia de delitos y cuasidelitos está sujeta a reglas especiales.

La regla general en materia extracontractual, más ampliamente aún que en otros campos, es la capacidad para responder de los daños ocasionados por un hecho ilícito.

En efecto, de acuerdo al art. 2.319, sólo hay tres categorías de incapaces:

1º Los infantes, esto es, los menores de 7 años;

2º Los dementes.

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Respecto a ellos, se ha considerado que es responsable si ha actuado en un intervalo lúcido, a diferencia de lo que ocurre en materia contractual, en que si se ha declarado la interdicción no se acepta dicha excepción (art. 465).

3º Los mayores de 7 años y menores de 16 años, que pueden ser o no capaces, según el inciso 2º del precepto.

“Queda a la prudencia del juez -dice la disposición- determinar si el menor de 16 años ha cometido el delito o cuasidelito sin discernimiento”; es decir, el juez decide y si declara que obraron sin discernimiento los mayores de 7 años y menores de 16 años, serán también incapaces.

En consecuencia, la plena capacidad para los hechos ilícitos se adquiere a los 16 años, pero puede extenderse en el caso señalado hasta los 7 años.

Al influjo de la concepción objetiva de la responsabilidad, la legislación contemporánea tiende a abolir, en mayor o menor grado, la irresponsabilidad del incapaz.En algunas legislaciones el incapaz debe reparar el daño cuando la reparación no ha podido obtenerse de quien lo tiene a su cuidado (Código alemán); otras otorgan al juez la facultad de condenar al incapaz, cuando la equidad lo exija (Código suizo de las obligaciones); el incapaz, en fin, suele ser plenamente responsable (Código mexicano).

Responsabilidad del ebrio.

Nuestro Código se preocupa en el art. 2.318 de establecer la responsabilidad del ebrio por los actos ilícitos que cometa: “El ebrio es responsable del daño causado por su delito o cuasidelito”.

Su responsabilidad se funda en su culpabilidad por haberse colocado en tal estado; por ello, no obstante la amplitud del precepto, la doctrina concluye que no estaría obligado por su hecho ilícito si ha sido colocado en este estado por obra de un tercero y contra su voluntad, lo que se extiende igualmente a cualquier otra intoxicación, como por estupefacientes. En tal caso, el intoxicado o ebrio no tiene culpa, y ella correspondería a quien lo colocó en tal situación.

Responsabilidad del guardián del incapaz

En materia de responsabilidades el término “guardián” se usa para designar a la persona que tiene a su cargo a otra o a una cosa y debe vigilarla; si no cumple este deber es responsable de los daños que ocasione esa persona o cosa, y su culpa consiste precisamente en haber faltado a dicha obligación.

Así ocurre con los incapaces; responde de los daños por ellos causados quien debe vigilarlos. Así lo señala el inc. 1º del art. 2.319 en su parte final: “pero serán responsables

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de los daños causados por ellos (los incapaces), las personas a cuyo cargo estén si pudiere imputárseles negligencia”.

Esto es, la víctima debe probar la negligencia del guardián. En el artículo siguiente (2.320), el Código trata la responsabilidad por el hecho ajeno, como la del padre por los hechos ilícitos del hijo menor, etc., que difiere fundamentalmente de la que establece el art. 2.319 en un doble sentido: a) en ésta no hay hecho ilícito del incapaz, pues falta el requisito de la capacidad; lo hay del guardián por su negligencia. Este responde del hecho propio, mientras en la responsabilidad indirecta del art. 2.320 se responde del hecho ilícito de otra persona capaz, y que también es responsable, y b) en la responsabilidad indirecta se presume la culpa del responsable por el hecho ajeno, y a él corresponderá probar su ausencia de culpa, mientras que tratándose de un incapaz, la víctima debe probar la negligencia del guardián. A primera vista podría pensarse que la distinción es injusta y odiosa; pero la verdad es que hay una diferencia fundamental entre un caso y otro. Tratándose de un incapaz, el guardián soporta definitivamente la indemnización; no puede repetir contra aquél, pues éste no ha cometido hecho ilícito. En cambio, en la responsabilidad indirecta hay derecho a cobrar la indemnización pagada al autor del daño.

El daño o perjuicio

Véanse Diez Schwerter, José Luis: El daño extracontractual. Jurisprudencia y doctrina, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1997; Domínguez Aguila, Ramón: “Consideraciones en torno al daño en la responsabilidad civil. Una visión comparatista”, en Revista de Derecho, Universidad de Concepción, Nº 188, 1990.

El daño que sufre la víctima es un requisito indispensable de la responsabilidad civil, que no persigue, como la penal, castigar, sino reparar el perjuicio sufrido.

Es posible que concurran los demás requisitos, dolo o culpa, capacidad y que exista responsabilidad penal, pero si no hay daño no habrá delito o cuasidelito civil. De ahí que el delito frustrado no provoque responsabilidad civil. A la inversa, en los casos de responsabilidad objetiva, hay obligación de indemnizar el daño aunque no hay culpa ni dolo.

En nuestra legislación, daño y perjuicio son términos sinónimos y se usan indistintamente, mientras que en otras legislaciones se reserva la primera expresión para el daño emergente y la segunda para el lucro cesante. En Francia se habla también de daños e intereses para efectuar el mismo distingo.

El concepto más difundido de daño o perjuicio es el que lo considera como todo detrimento o menoscabo que sufra una persona en su patrimonio o en su persona física o moral.

“Es todo menoscabo que experimente un individuo en su persona y bienes, la pérdida de un beneficio de índole material o moral, de orden patrimonial o extrapatrimonial” (R.D.J., T. 70, sec. 4ª, p. 68).

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Requisitos del daño para ser indemnizable

Para que el daño de lugar a reparación, debe reunir las siguientes características:1º Ser cierto;2º No haber sido ya indemnizado, y3º Lesionar un derecho o interés legítimos.

Certidumbre del daño.

Que el daño sea cierto, quiere significar que debe ser real, efectivo, tener existencia (R.D.J., T. 24, sec. 1ª, p. 567).

Con esto se rechaza la indemnización del daño eventual, meramente hipotético, que no se sabe si existirá o no (R.D.J., T. 39, sec. 1ª, p. 203).

Sin embargo, en Francia se está aceptando una cierta categoría de daño eventual: la pérdida de una probabilidad u oportunidad cierta como ocurre en el caso, por ejemplo, de que por negligencia un procurador judicial deje transcurrir un término sin deducir un recurso legal; como no hay forma de determinar si el tribunal superior habría acogido el recurso, el daño es en cierta forma hipotético (Mazeaud, Henry, León y Jean, ob. cit., 2ª Parte, T. 2, Nº 412, p. 62. Ver además “Consideraciones en torno al daño en la responsabilidad civil. Una visión comparatista”, en Revista de Derecho, Universidad de Concepción, Nº 188, 1990, pp. 150-154).

Pero que el daño sea cierto no elimina la indemnización del daño futuro, que no ha sucedido aún, con tal que sea cierto, esto es, que no quepa duda de que va a ocurrir. En el fondo el lucro cesante es siempre un daño futuro. Por ello no se discute la indemnización del daño futuro cierto (Alessandri, ob. cit., Nº 140, p. 214. R.D.J., T. 27, sec. 1ª, p. 744; T. 32, sec. 1ª, p. 538, y T. 39, sec. 1ª, p. 203. Sobre la certeza de remuneraciones futuras ver R.D.J., t. 41, sec. 1ª, p. 228. Este sentencia tiene un interesante comentario de Arturo Alessandri R.).

El daño no debe estar indemnizado

En principio no puede exigirse la indemnización de un perjuicio ya reparado. Y así hay casos en que la víctima tiene acción en contra de varias personas para demandar los daños; por ejemplo, si los autores del hecho ilícito son varios, por ser solidaria la acción (art. 2.317), la víctima puede cobrar el total a cualquiera de ellos, pero indemnizada por el demandado no podrá volver a cobrar los daños a otro.

Igualmente en la responsabilidad por el hecho ajeno, como en el caso del padre por sus hijos menores, la víctima puede demandar al hechor o a aquél, pero no puede exigir a ambos que cada uno pague el total de la indemnización.

Se presenta en este punto el problema del llamado cúmulo de indemnizaciones (véase Alessandri, ob. cit., Nº 487 y sgtes., pp. 580 y sgtes.), esto es, que la víctima haya

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obtenido de un tercero ajeno al hecho ilícito una reparación total o parcial del daño sufrido. Este tercero podrá ser una compañía aseguradora o un organismo de la Seguridad Social, etc. La solución más aceptada, aunque se ha discutido, pues el hechor se aprovecha para disminuir su responsabilidad liberándose del todo o parte de la indemnización de un acto jurídico que le es totalmente ajeno, es que si tales beneficios tienden a reparar el daño, éste se extingue, ya no existe, y no puede exigirse nuevamente su reparación.

El que ha pagado ésta, por regla general no podrá repetir contra el hechor, a menos que se le cedan las acciones correspondientes, o la ley se las otorgue.

El daño debe lesionar un derecho o interés legítimo

Lo normal es que resulte lesionado por el hecho ilícito un derecho subjetivo, ya sea patrimonial como el de dominio, o extrapatrimonial, como el honor de la persona.

Ahora bien, en el daño a las personas se pueden presentar casos dudosos si la víctima fallece.

En cualquier clase de daños si el afectado perece con posterioridad al acto ilícito, pero sin haber cobrado la indemnización esta es perfectamente transmisible.

Pero si la muerte es instantánea, nada transmite a sus herederos, porque nada ha alcanzado a adquirir (R.D.J., T. 45, sec. 1ª, p. 526).

Sin embargo, los que son herederos de la víctima pueden tener un perjuicio personal a consecuencia del fallecimiento de ésta, y en tal caso, concurriendo los requisitos legales, habrá derecho a indemnización pero no la cobran como herederos, sino por el daño personal que experimentan.

En esto se encuentran en igual situación que cualquiera otra persona que no sea heredera de la víctima, y a la que el fallecimiento de ésta lesiona un derecho, y por ello se ha concedido indemnización a un hermano del occiso, a quien éste proporcionaba alimentos (R.D.J., T. 14, sec. 1ª, p. 498). El hermano no es heredero forzoso, de modo que si no es llamado por testamento, sólo puede tener derecho de herencia si no es excluido por otros herederos abintestato de mejor derecho, como descendientes y ascendientes. En el caso fallado no tenía derecho a la herencia, no era heredero, pero el hecho ilícito había vulnerado un derecho suyo: el de alimentos.

Pero no sólo hay lugar a la indemnización cuando se vulnera un derecho, sino también un interés legítimo; así se aceptó en el siguiente caso: el padre ilegítimo, si no es llamado por testamento, que no era el caso, no es heredero ni tiene derecho a alimentos del hijo ilegítimo. Este falleció atropellado por un tren, pero como vivía a expensas del hijo, el padre demandó la indemnización y le fue otorgada (R.D.J., T. 30, sec. 1ª, p. 524).

Se exige sin embargo que el interés sea legítimo, lícito, y por ello la doctrina rechaza en general que los concubinos puedan cobrar indemnización por los daños personales que les produzca el fallecimiento de su conviviente a causa de un hecho ilícito.

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Clasificación de los daños

Los perjuicios admiten diversas clasificaciones, las cuales no tienen tanta trascendencia en materia extracontractual, porque el principio imperante en ella es que todos ellos se indemnizan, a la inversa de la contractual en que existen algunas limitaciones.

La única excepción es la del daño indirecto que nunca se indemniza en materia extracontractual, pues le falta el requisito de la causalidad entre el hecho ilícito y el daño.

1º Daños materiales y daños morales.

Atendiendo a la naturaleza del bien lesionado, los daños reparables han sido clasificados tradicionalmente en dos grandes categorías: daños materiales o patrimoniales y daños morales o extrapatrimoniales.

Daño patrimonial o material es el que consiste en una pérdida pecuniaria, en un detrimento del patrimonio.

Daño moral es el que afecta los atributos o facultades morales o espirituales de la persona (R.D.J., T. 39, sec. 1ª, p. 203). En general, es el sufrimiento que experimenta una persona por una herida, la muerte de una persona querida, una ofensa a su dignidad u honor, la destrucción de una cosa de afección, etc. Como han dicho otras sentencias, es el dolor, pesar, angustia y molestias psíquicas que sufre una persona en sus sentimientos a consecuencia del hecho ilícito (R.D.J., T. 57, sec. 4ª, p. 229, T. 60, sec. 4ª, p. 447 y T. 70, sec. 4ª, p. 68); un hecho externo que afecta la integridad física o moral del individuo (R.D.J., T. 58, sec. 4ª, p. 375 y otras definiciones en T. 31, sec. 1ª, p. 462; T. 45, sec. 1ª, p. 526; T. 56, sec. 4ª, p. 195, y T. 57, sec. 4ª, p. 144).

Siguiendo a Hernán Corral el daño moral, entendido en su sentido amplio como todo daño extrapatrimonial que sufre la persona en sus sentimientos, atributos y facultades, ha dado lugar a una tipología bastante abierta de categorías, no del todo delineadas y aceptadas. En un esfuerzo por resumir los principales rubros de daño moral que se reconocen en la doctrina y jurisprudencia comparada pueden mencionarse las siguientes categorías.

1º) El daño emocional: éste es el concepto original del daño moral, el clásico “pretium doloris”. La indemnización intenta paliar o compensar hasta donde sea posible el sufrimiento psíquico que el hecho ilícito ha producido a la víctima.

2º) La lesión de un bien o derecho de la personalidad.

Con independencia del dolor psíquico que ha producido a la víctima, habrá daño moral si se lesiona en forma directa o ilegítima un derecho de la personalidad, como la honra, la intimidad, la imagen, el derecho de autor. En este sentido, se hace posible que las personas jurídicas, que no pueden sentir o sufrir, sean no obstante dañadas moralmente, si

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se lesionan algunos de sus derechos propios de naturaleza extrapatrimonial (buen nombre, reputación, imagen, etc.)

3º) El “préjudice d’ agrément”

En la doctrina y jurisprudencia francesa el perjuicio del gusto de vivir (lo que en la experiencia inglesa se denomina loss of amenities of life), es uno de los más importantes rubros de las indemnizaciones de daño moral. Se suele definir como “la privación de las satisfacciones de orden social, mundano y deportivo de las cuales se beneficia un hombre de la edad y de la cultura de la víctima”. Por cierto hay nociones restringidas y otras más abiertas de este perjuicio, pero en general se señala que debe contabilizarse el daño físico que produce incapacidad permanente o temporal, y que la indemnización debe aumentarse si se prueba que la víctima presenta un daño superior al medio por haber cultivado con éxito alguna capacidad creativa, un talento particular, un hobby, etc.

4º) El daño corporal o fisiológico

La tesis de la autonomía de un daño biológico o a la salud surgió en Italia como una forma de eludir la limitación contenida en el art. 2059 del Código Civil italiano respecto de la reparación del daño moral (sólo indemnizable en caso de delito penal). Luego ha sido retomada por otros ordenamientos. El daño es corporal cuando afecta la integridad física y psíquica de una persona natural, y se distingue del daño puramente moral en que no recae como éste en la pura esfera emotiva o espiritual: “cuando los daños afectan al cuerpo, es decir, a la integridad física de la persona, tanto desde el punto de vista externo como interno, los conocemos como daños corporales, entre los que se encuentran también las lesiones a la integridad psíquica, cuando médicamente sea posible identificarlas, como por ejemplo los supuestos de shock nervioso o de depresiones”. El daño corporal puede traer consecuencias patrimoniales indemnizables: los gastos de atención médica y la pérdida de una ganancia por la inhabilidad física (lucro cesante). Además puede dar lugar a otros rubros de daños extrapatrimoniales como el sufrimiento o dolor psíquico, el daño estético y la privación del gusto por la vida.

En Chile, Elorriaga ha propiciado la autonomía del concepto de daño corporal, de manera de excluirlo de la categoría de daño material donde sólo se aprecian las consecuencias patrimoniales pero no el daño físico en sí. En concepto de este autor, el daño corporal debe situarse como una categoría de daño extrapatrimonial de carácter personal independiente del daño moral.

Véase Elorriaga de Bonis, Fabián: Configuración, consecuencias y valorización de los daños corporales en Cuadernos Jurídicos, Facultad de Derecho, Universidad Adolfo Ibañez, Santiago, Nº 1, y “Daño Físico y Lucro Cesante” en Derecho de Daños, LexisNexis, Santiago, 2002.

5º) El daño estético

Como una consecuencia del daño corporal ha sido advertida la necesidad de reparar el daño estético o a la apariencia física. “La reparación del perjuicio estético –señala

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Elorriaga– está orientada a compensar los sufrimientos que experimenta el sujeto en su fuero interno al saberse y sentirse negativamente modificado su aspecto”. (Ver Corral T., Hernán: ob. cit., pp. 100-102).

Procedencia de la indemnización del daño moral

En sus princios la procedencia de la indemnización del daño moral fue resistida porque se decía que la indemnización tiene por objeto hacer desaparecer el daño y el moral es imposible dejarlo sin efecto; que la indemnización es muy difícil de establecer, y que puede llegarse a abrir al aceptarla una avalancha de demandas por este capítulo de las personas amigas, familiares, etc., de la víctima, todas ellas alegando su aflicción.

Sin embargo, hoy en día las legislaciones, doctrina y jurisprudencia universales son unánimes prácticamente para aceptar la indemnización del daño moral, ampliamente o en los casos que enumeran (Códigos alemán e italiano).

Las razones son las siguientes:

1º No es efectivo que la indemnización sea siempre reparadora, pues puede también ser compensadora; tampoco ciertos daños materiales es posible hacerlos desaparecer; la indemnización pecuniaria tiende a hacer más llevadero el dolor por las satisfacciones que el dinero produce; además, puede ser posible una reparación en especie, como la publicación de la sentencia, en caso de ofensas al honor o crédito, etc.

2º La dificultad de fijar la indemnización y los posibles abusos no pueden servir de pretexto para negar la compensación, pues también se presentan en los daños materiales.

3º Porque las disposiciones que establecen la indemnización de perjuicios en materia extracontractual (arts. 2.314 y 2.329) son amplias y no distinguen, y ordenan indemnizar todo perjuicio;

4º Porque en un precepto, el art. 2.331, el legislador negó expresamente la indemnización del daño moral; es el caso de las imputaciones injuriosas contra el honor o el crédito de una persona, que sólo dan derecho a demandar una indemnización pecuniaria si se prueba un daño emergente o lucro cesante apreciable en dinero. Si lo dijo expresamente en esta situación el legislador, quiere decir que en los demás se indemniza el daño moral, pues si no el precepto estaría de más, y

5º La legislación posterior al Código Civil es confirmatoria en tal sentido, pues menciona expresamente el daño moral entre los indemnizables: art. 19, Nº 7, letra i de la Constitución Política; art. 69 de la Ley 16.744 sobre accidentes del trabajo; art. 40 inc. 2º de la Ley Nº 19.733 sobre Libertades de Opinión e Información y Ejercicio del Periodismo, sucesora de la Ley de Abusos de Publicidad; art. 3 letra e) de la Ley Nº 19.496 sobre protección de los consumidores.

Con lo expuesto, nada de extraño tiene que nuestra jurisprudencia se haya afirmado en la plena aceptación de la indemnización del daño moral (R.D.J., T. 38, sec. 1ª, p. 239; T.

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39, sec. 1ª, p. 203; T. 59, sec. 4ª, p. 28 en materia de abusos de publicidad; T. 60, sec. 4ª, p. 47; T. 57, sec. 4ª, p. 229. Se deben aunque no se demanden: R.D.J., T. 72, sec. 4ª, p. 160).

Prueba del daño moral

En cuanto a la prueba del daño moral numerosos fallos sostienen que en determinadas situaciones el daño moral no requiere de una acreditación por medios formales, ya que su ocurrencia se desprende de las circunstancias en las que ocurre el hecho y las relaciones de los partícipes, como ocurre con la muerte de un hijo.

Según una posición más extrema el daño moral no requiriría prueba puesto que la sola constatación de una lesión a un derecho extrapatrimonial genera el perjuicio, quedando el juez atribuido de la facultad de evaluarlo.

Otros en cambio, sostienen que como todo daño -requisito de la acción de responsabilidad-, el de carácter moral debe probarse.

Avaluación del daño moral

Respecto de la avaluación del daño moral los tribunales se enfrentan a la dificultad de traducir lo que es un concepto intangible en una realidad monetaria y lucrativa. Están contestes los tribunales en que la avaluación del daño moral es una facultad privativa de los tribunales del fondo y no es susceptible del control de casación (así, R.D.J., t. 95, sec. 1ª, p. 38). Los criterios de avaluación que se emplean son las consecuencias físicas, psíquicas, sociales o morales que se derivan del daño causado; las condiciones personales de la víctima; el grado de cercanía o de relación afectiva que el actor tenía con la víctima; la gravedad de la imprudencia de la conducta del autor que causó el perjuicio; la situación patrimonial o económica del ofendido y del ofensor; la clase de derecho o interés extrapatrimonial agredido; la culpabilidad empleada por el ofensor y la víctima; etc.

Véanse además de las citadas los siguientes trabajos: Dominguez Hidalgo, Carmen: El Daño Moral, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2.001; Aedo Barrena, Cristian: El daño moral en la responsabilidad contractual y extracontractual, Editorial Libromar Ltda., Santiago, 2001; Fueyo Laneri, Fernando: El daño moral es materia que siempre dependerá de la sabiduría de los jueces, Gaceta Jurídica Nº 123, Santiago; Lecaros Sánchez, José Miguel: “La determinación del ´cuantum` en la indemnización del daño moral”, en AA.VV., Instituciones Modernas de Derecho Civil. Homenaje al profesor Fernando Fueyo Laneri, Conosur, Santiago, 1996, pp. 455-462; Domínguez Aguila, Ramón: “Responsabilidad civil del empresario por el daño moral causado a sus trabajadores”, en Responsabilidad civil del empresario, Cuadernos de Extensión Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Santiago, 1996, y “Reparación del daño moral por despido injustificado”, en Revista Chilena de Derecho, 1998, vol. Nº 25, Nº 2; Court Murasso, Eduardo: “Indemnización del daño moral por

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despido injustificado” en Derecho de Daños, Editorial LexisNexis, Santiago, 2002, pp. 203-230.

2º Daño emergente y lucro cesante.

El daño material puede ser de dos clases.

Daño emergente es el empobrecimiento real y efectivo que sufre el patrimonio de una persona.

Lucro cesante es la pérdida de una ganancia o utilidad que deja de percibirse, derivados del incumplimiento de una obligación o del hecho dañoso.

No dice el Código expresamente en el Título 35 que ambos son indemnizables, como lo hace el art. 1.556 en materia contractual, pero tanto la doctrina, como la jurisprudencia (R.D.J., T. 26, sec. 1ª, p. 234) en forma unánime igual lo entienden así, dada la amplitud de los preceptos que establecen la indemnización delictual. En efecto, el art. 2.314 al contemplar la obligación del autor del hecho ilícito a la indemnización, habla de “daño” sin distinguir, y el art. 2.329 por su parte dispone que “todo daño” imputable a una persona obliga a ésta a la reparación. Finalmente el art. 2.331 menciona expresamente para un caso especial -injurias- ambas clases de daños.

El parágrafo 252 del Código Civil alemán (BGB) señala que “considérase ganancia frustrada la que con cierta probabilidad fuese de esperar, atendiendo al curso normal de las cosas o a las especiales circunstancias del caso concreto, y particularmente a las medidas y previsiones adoptadas”.

Véase Elorriaga de Bonis, Fabián: “Daño Físico y Lucro Cesante” en Derecho de Daños, LexisNexis, Santiago, 2002, pp. 53-110, en que se hace un interesante análisis de la prueba y los diferentes métodos de cálculo del lucro cesante, como también la incidencia que tienen en su fijación los beneficios previsionales, seguros y liberalidades recibidos por la víctima, y las herencias y legados que reciban quienes reclamen el lucro cesante.

3º Daños directos e indirectos

Los perjuicios pueden ser directos o indirectos, siendo los primeros “una consecuencia cierta y necesaria del hecho ilícito” (Alessandri, ob. cit., Nº 149, p. 232). Por oposición, el daño es indirecto cuando entre éste y el hecho doloso o culpable han intervenido causas extrañas, que impiden que pueda ser razonablemente atribuido a este último.

En el clásico ejemplo de Pothier para ilustrar el concepto de daño indirecto, el suicidio del comprador de una vaca enferma, que luego de ser introducida en el rebaño, contagia y causa la muerte de todas las

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demás ocasionándole la ruina, no puede atribuirse razonablemente al hecho del vendedor que oculta el vicio.

En materia contractual, el art. 1.558 excluye los perjuicios indirectos de la indemnización, y en materia delictual debe llegarse a igual conclusión, porque respecto de ellos falta el requisito de la causalidad.

4º Daños previstos e imprevistos.

Los daños directos pueden ser previstos e imprevistos. Esta es una clasificación más propia de los contratos, pues sólo se responde por regla general de los previstos al tiempo de su celebración, y de los imprevistos únicamente en caso de dolo o culpa grave.

La distinción no cabe hacerla en materia de hechos ilícitos, pues, por las mismas razones anteriores (arts. 2.314 y 2.329), debe concluirse que se indemnizan tanto los perjuicios que pudieron preverse como los imprevistos a la época de su comisión (R.D.J., T. 50, sec. 4ª, p. 40).

Alessandri señala: “Sea que se trate de un delito o de un cuasidelito, la reparación comprende tanto los perjuicios previstos como los imprevistos que sean su consecuencia necesaria y directa. El art. 1558 es inaplicable en materia delictual o cuasidelictual; se refiere a las obligaciones contractuales. Sólo en ellas las partes han podido prever los daños que su incumplimiento podría irrogar. Tratándose de un hecho ilícito, esta previsión no es posible: en materia delictual y cuasidelictual el daño es por su naturaleza imprevisto” (Alessandri, ob. cit., Nº 458, p. 552).

Sin embargo, parte de la doctrina y jurisprudencia señalan como requisito de la culpa la previsibilidad. “La culpa supone la previsibilidad de las consecuencias dañosas del hecho, porque el modelo del hombre prudente nos remite a una persona que delibera bien y actúa razonablemente, y como lo imprevisible no puede ser objeto de deliberación, dentro del ámbito de la prudencia sólo cabe considerar lo previsible... Que la previsibilidad sea un elemento esencial de la culpabilidad, tiene consecuencias en cuanto a los efectos de la responsabilidad por culpa, pues si sólo respecto de los daños previsibles ha podido el autor obrar imprudentemente, sólo estos daños deberán ser objeto de la obligación de indemnizar” (Barros, Enrique: ob. cit., pp. 48-49) (R.D.J., t. LXIX, sec. 4ª, p. 168).

5º Daños en las personas y en las cosas.

El perjuicio puede repercutir en la persona, como la lesión que imposibilita para el trabajo; la muerte, para las personas que vivían a expensas del difunto, etc., o en las cosas, si ellas se destruyen o menoscaban a causa del hecho ilícito, como un automóvil que es chocado.

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Ambos se indemnizan, pues el Código no distingue, y así, se refiere al daño en las cosas el art. 2.315, y en las personas el art. 2.329.

6º Daño contingente.

Es el que aún no ha ocurrido, pero que fundadamente se teme, y se refiere a él el art. 2.333.

7º Daño por repercusión o rebote.

Es el que sufre una persona a consecuencia del hecho ilícito experimentado por otra.

El principal problema del daño por repercusión o rebote estriba en determinar quiénes son las personas que están verdaderamente legitimadas para pretender ser indemnizadas por parte del causante de los daños, puesto que la cadena de perjudicados a consecuencia de un hecho dañoso podría llegar a ser verdaderamente insospechada.

El art. 45 del Código de las Obligaciones de Suiza dispone que “en caso de muerte de un hombre, la indemnización comprende los gastos, especialmente los de entierro. Si la muerte no sobreviene inmediatamente, la indemnización comprende en particular los gastos de tratamiento, como el perjuicio derivado de la incapacidad para el trabajo. Cuando, por causa de la muerte, otras personas han sido privadas de su sustento, tienen derecho a ser indemnizadas en esta parte”. Agrega el art. 47 del mismo Código que “el juez puede, teniendo en cuenta las circunstancias particulares, otorgar a la víctima de lesiones corporales o, en caso de muerte del sujeto, una indemnización a la familia a título de reparación moral”.

Véase Elorriaga de Bonis, Fabián: “Del daño por repercusión o rebote”, en Revista Chilena de Derecho, vol. 26 (2), 1999, pp. 369-398.

Extensión de la reparación

La Corte Suprema ha resuelto que la ley “obliga a indemnizar el daño, a reparar el perjuicio causado por el hecho ilícito, reparación que, es obvio, deberá ser completa, esto es, igual al daño que se produjo, de modo que permita a la víctima reponer las cosas al estado en que se encontraban a la fecha del acto ilícito” (R.D.J., t. 57, sec. 4ª, p. 424).

En opinión de Alessandri, de este principio emanan las siguientes consecuencias: 1º El monto de la reparación depende de la extensión del daño y no de la gravedad del hecho; 2º La reparación comprende todo el perjuicio sufrido por la víctima que sea una consecuencia necesaria y directa del delito o cuasidelito; y 3º El monto de la reparación no puede ser superior ni inferior al daño (Alessandri, ob. cit., Nº 454, p. 545).

Por otra parte, la doctrina y jurisprudencia nacional están de acuerdo en que la indemnización debe incluir tanto el daño material como el daño moral.

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Además, la indemnización debe considerar elementos que permitan dejar a la

víctima en la situación en que probablemente se encontraría de no haber ocurrido el accidente, y en consecuencia, debe incluir reajustes e intereses.

Según Abeliuk (ob. cit., Nº 302, p. 254) hoy en día la jurisprudencia y la doctrina se han uniformado en torno a aceptar la reajustabilidad, por dos razones: por la regla general del art. 2.329, de que todo daño imputable debe indemnizarse, o sea la reparación debe ser integral y no lo sería si el acreedor la recibiera desvalorizada, y porque sobre todo, a partir de la dictación del D.L. 455 (hoy reemplazado por la Ley Nº 18.010), la regla normal de la legislación chilena es la reajustabilidad de las deudas de dinero.

Abeliuk (ob. cit., Nº 302, p. 253) y Alessandri (ob. cit., Nº 469, p. 558) creen que la única manera de que la reparación sea cabal es que ella considere todas las variaciones ocurridas durante el pleito, y si la manera de obtenerlo es el pago de intereses desde la demanda, el juez está facultado, dentro de la relativa libertad que tiene en materia extracontractual, y siempre que ello le haya sido pedido, para fijarlos.

Con todo, determinar el momento a contar del cual deban aplicarse los reajustes y los intereses ha sido objeto de discusión en la jurisprudencia.

En relación con el daño patrimonial, algunas sentencias se pronuncian por aplicar reajustes e intereses desde la fecha del ilícito. En otros casos se ha fallado que deben aplicarse aquí las normas que regulan la mora (art. 1551 del C.C.), y que en consecuencia, los reajustes e intereses corren sólo desde la presentación o desde la notificación de la demanda. Por último, algunos fallos han sostenido que los reajustes e intereses deben considerarse sólo desde la dictación de la sentencia que impone la obligación de indemnizar, e incluso desde que ésta queda ejecutoriada.

Según Enrique Barros “En verdad sólo se cumple el principio de que la indemnización (del daño material) deba ser completa si los reajustes e intereses son contabilizados desde que el daño se produce. Estos sólo expresan la cautela del valor (reajustes) como el costo de haber estado privado del goce del bien perdido o lesionado (intereses). Por lo demás, las normas sobre la mora tienen marcado carácter contractual, como se infiere del análisis más detallado del art. 1551 del C.C. A diferencia de lo que ocurre en materia contractual, la obligación indemnizatoria en sede extracontractual nace con ocasión del mero ilícito que causa daño; no existe una obligación preexistente que se deba tener por incumplida como condición de la responsabilidad” (Barros, Enrique, ob. cit., p. 114).

La jurisprudencia se inclina en materia de daño moral a que reajustes e intereses se calculan desde la presentación o notificación de la demanda o bien desde la dictación de la sentencia.

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“Tratándose del daño moral, en cambio, la determinación del cómputo del reajuste e intereses debe regirse por reglas diversas. La valoración de esta especie de daño sólo puede hacerse en la sentencia que ordena indemnizarlo, considerando las circunstancias relevantes del hecho; antes de la sentencia el daño moral no puede ser cuantificado. Por consiguiente, debe preferirse la opinión de que corresponde aplicar reajustes e intereses sólo a contar de la dictación de la sentencia” (Barros, Enrique, ob. cit., p. 114).

Prueba del daño

La prueba del daño corresponde a la víctima.

El daño material puede ser acreditado haciendo uso de todos los medios de prueba. En lo que respecta al lucro cesante, estos medios consistirán usualmente en presunciones e informes periciales.

Respecto del daño moral tanto la doctrina como la jurisprudencia mayoritaria coinciden en señalar que no requiere prueba. Según la opinión dominante, basta que la víctima acredite la lesión de un bien personal para que se infiera el daño, por ejemplo, la calidad de hijo de la víctima que fallece en un accidente.

Naturaleza jurídica de la regulación del monto de la indemnización

Se ha considerado en general por nuestros tribunales que la determinación del monto del daño es cuestión de hecho, no susceptible de revisión por la vía de la casación (R.D.J., T. 22, sec. 1ª, p. 912; T. 39, sec. 1ª, p. 203; T. 95, sec. 1ª, p. 38), pero la calificación de ellos, aunque se ha vacilado mucho, o sea, si es daño eventual, indirecto, moral, etc., es cuestión de derecho (R.D.J., T. 32, sec. 1ª, p. 419).

La relación de causalidad

Para que una persona quede obligada a indemnizar un perjuicio no basta que éste exista y que haya habido un acto culpable o doloso suyo; es preciso, además, que el daño sea por causa directa y necesaria del hecho del autor, de manera que sin éste no se habría producido.

No lo dice en esta parte la ley expresamente, como en materia contractual (art. 1.558), aunque se puede deducir de las expresiones que utiliza: “inferir daño a otro”, “daño que pueda imputarse a otro”, y por simple lógica: si la acción u omisión del demandado nada ha tenido que ver con el daño no se ve a qué título tendría éste que indemnizarlo.

La exigencia de este requisito conduce a la exclusión de los daños indirectos.

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En materia contractual, el art. 1.558 excluye los perjuicios indirectos de la indemnización, y en materia delictual debe llegarse a igual conclusión, porque respecto de ellos falta el requisito de la causalidad.

Finalmente, debe advertirse que en el daño indirecto hay una falta total de relación entre el hecho ilícito y el perjuicio; si la hay, aunque sea mediata, como ocurre en los daños por repercusión, existe obligación de indemnizarlos.

Pluralidad de causas

El daño puede resultar de la concurrencia de varias causas, la ausencia de cualquiera de las cuales habría evitado su generación.

En la pluralidad de causas, el daño no se habría producido de no concurrir todas las causas que lo provocan. Se presenta en variadas circunstancias, como por ejemplo cuando hay culpa tanto del hechor como de la víctima, o de un tercero, o del acaso; en la responsabilidad por el hecho ajeno, en que concurren la culpa del hechor y del que lo tiene a su cuidado; cuando interviene una causa posterior que provoca o agrava el daño; en el caso de que alguien robe un vehículo y cause un accidente culpable, habiendo negligencia del conductor por haberlo dejado abierto y con las llaves puestas, etc.

Para determinar si hay responsabilidad en estos casos, existen principalmente dos tendencias en la doctrina:

1º Teoría de la equivalencia de condiciones

Formulada por el jurista alemán Von Buri y que inspira, en gran parte, a la doctrina y jurisprudencia francesas, y es seguida, entre nosotros, por Alessandri (ob. cit., Nº 156, p. 242).

Tradicionalmente, la doctrina y jurisprudencia han estimado suficiente para dar por acreditada la causalidad que el hecho sea una condición necesaria del daño, sin el cual éste no se habría producido, aunque concurrieren otras causas.

Esta doctrina se conoce como de la equivalencia de las condiciones o condictio sine qua non. Todas las causas son equivalentes, en la medida que individualmente sean condición necesaria para la ocurrencia del resultado dañoso. Así, un daño tendrá tantas causas como hechos hayan concurrido para su ocurrencia. Para determinar si un hecho es condición necesaria basta intentar su supresión hipotética. Si eliminado mentalmente el hecho, el daño no se produce, de ello se sigue que tal hecho es causa necesaria de ese daño. Al revés, si suprimido el hecho, el daño igualmente se habría producido, la causalidad no puede darse por establecida.

De este modo si en un resultado dañoso interviene una secuencia de causas necesarias, como en caso de lesiones sufridas en un accidente del tránsito que devienen mortales por un erróneo tratamiento médico, cada una de ellas por separado de lugar a un

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vínculo causal a efectos de determinar las responsabilidades civiles por la muerte de la víctima.

Aplicando este criterio, si en la producción del daño han intervenido como condición necesaria otros hechos ilícitos atribuibles a terceros, la persona obligada a indemnizar podrá repetir contra sus autores por la parte que a cada uno corresponda, pero frente a la víctima estará obligada íntegramente por el daño causado (según la regla de solidaridad contenida en el art. 2317 del C.C.).

Nuestra jurisprudencia ha aplicado en general la doctrina de la equivalencia de las condiciones (R.D.J., T. 31, sec. 1ª, p. 144; T. 32, sec. 1ª, p. 10; T. 51, sec. 1ª, p. 488; T. 57, sec. 4ª, p. 7; T. 65, sec. 4ª, p. 21; T. 82, sec. 4ª, p. 288; T. 88, sec. 4ª, p. 141), y así, por ejemplo, en dos casos ha resuelto que si una persona fallece de una gangrena sobrevenida a causa del accidente, el daño es directo y debe indemnizarse, porque civilmente se responde de todos los daños inmediatos como también de los mediatos o remotos que sean consecuencia necesaria del acto, pues a no mediar ése no habrían ocurrido (G.T. de 1939, T. 2º, sent. 161, p. 672 y R.D.J., T. 60, sec. 4ª, p. 374). En otros casos la ha rechazado (G. de T. de 1887, sent. Nº 849, p. 501).

Esta doctrina tiene a su favor su sencillez y el favor que otorga a la víctima, pero ha sido criticada, ya que puede llevar a extremos absurdos, pues una causa insignificante culpable, entre muchas más determinantes, puede obligar a la indemnización total.

La principal objeción que se le ha dirigido es de carácter conceptual. La supresión mental hipotética sólo es eficaz si se ha hecho un juicio previo sobre si el factor suprimido es o no causa del resultado.

Roxin plantea esta refutación en los siguientes términos: “Si p. ej. se quiere saber si la ingestión del somnífero ´contergan` durante el embarazo ha causado la malformación de los niños nacidos subsiguientemente..., no sirve de nada suprimir mentalmente el consumo del somnífero y preguntar si en tal caso habría desaparecido el resultado; pues a esa pregunta sólo se puede responder si se sabe si el somnífero es causal o no respecto de las malformaciones, pero si eso se sabe, la pregunta está de más. En una palabra: la fórmula de la supresión mental presupone ya lo que debe averiguarse mediante la misma” (Roxin, Claus: Derecho Penal. Parte General, trad. D. Luzón, M. Díaz y J. De Vicente, Civitas, Madrid, 1997, t. I, p. 350).

2º Teoría de la causa eficiente, adecuada o determinante.

Preconizada por el jurista alemán Von Kries, para la cual entre todas las causas que concurren a la producción del daño debe elegirse aquella que normalmente ha de producirlo, o sea, es necesario preferir el acontecimiento que ha desempeñado el papel

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preponderante en la ocurrencia del perjuicio. Esta teoría tiende a abrirse paso entre los autores y tribunales en Francia (Mazeaud, ob. cit., Parte 2ª, T. 2, Nº 566, p. 314).

Según la doctrina de la causa adecuada, la atribución de un daño supone que el hecho del autor sea generalmente apropiado para producir esas consecuencias dañosas. Si desde la perspectiva de un observador objetivo, la ocurrencia del daño es una consecuencia verosímil del hecho, entonces se puede dar por establecida una relación de causa adecuada y habrá lugar a la responsabilidad. La causa no es adecuada cuando responde a factores intervinientes que resultan casuales, porque según el curso normal de los acontecimientos con posterioridad al hecho resultan objetivamente inverosímiles en la perspectiva de un observador imparcial.

La pluralidad de causas en la legislación chilena

Nuestra legislación no tiene una solución directa al problema, sino parciales para ciertos casos.

Si existen varios responsables que actúan simultáneamente ejecutando un mismo hecho, el art. 2.317 las hace responsables solidariamente frente a la víctima, esto es, cada uno está obligado a la reparación total.

Si existen varios responsables por hechos distintos, todos los cuales son antecedentes necesarios del daño (por ejemplo, el caso del peatón víctima de un accidente de tránsito ocasionado por la negligencia concurrente de dos conductores), en principio, a esta situación no se aplicaría literalmente el art. 2317, pues no se trata de un solo delito o cuasidelito, sino de hechos ilícitos distintos, que generan responsabilidad separadamente para sus autores.

Sin embargo, como el autor de cada hecho ilícito debe responder de la totalidad del daño, y la víctima en caso alguno puede obtener una indemnización que exceda el monto de los perjuicios efectivamente sufridos, es necesario dividir la responsabilidad entre los autores de los diversos hechos, en proporción a su participación en el daño. El efecto, en consecuencia, es análogo al del art. 2317 que establece la solidaridad: cada autor será responsable por el total del daño, sin perjuicio de su acción contra los demás para obtener reembolso en proporción a sus respectivas participaciones.

En el caso de la concurrencia de la culpa de la víctima el Código atenúa la responsabilidad del hechor (art. 2.330). Usualmente, la culpa de la víctima contribuye a la ocurrencia del daño o colabora a aumentar su intensidad. Así sucede, por ejemplo, cuando ésta omite usar el cinturón de seguridad al conducir, a consecuencia de lo cual los daños ocasionados por el choque de otro vehículo son mayores a los que se habrían producido sin esta circunstancia.

Intervención de una causa posterior al hecho (causa sobreviniente)

Hay más o menos acuerdo para concluir que si el daño se debe a una causa posterior al hecho ilícito, falta la relación de causalidad; el daño es indirecto y no indemnizable.

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El ejemplo en la materia también es clásico: una persona sufre en un accidente una herida levísima y sin ninguna importancia o trascendencia. El hechor debe indemnizar, si tuvo culpa, el leve daño ocasionado, pero puede ocurrir que por descuido de la víctima o error médico, la herida se agrave, llegando a producir la muerte de la víctima. Este daño es totalmente indirecto y no responde el autor del hecho ilícito, porque su causa generadora es la negligencia de la víctima o del médico.

Prueba de la relación causal

Por regla general corresponderá al actor probar el vínculo de causalidad, ya que es presupuesto de la obligación, salvo los casos en que la ley lo presuma, como ocurre en los que establece el art. 2.329. Por ejemplo, si se remueven las losas de una acequia o cañería en calle o camino, sin las debidas precauciones, y alguien cae en ellas, el actor no necesita probar que se cayó por la remoción de las losas; al demandado corresponderá acreditar la causa extraña.

Calificación jurídica de la determinación de la causalidad

La Corte Suprema ha considerado que es cuestión de hecho determinar la concurrencia del vínculo de causalidad, y como tal, privativa de los jueces de fondo (R.D.J., T. 32, sec. 1ª, p. 358; T. 39, sec. 1ª, p. 79; T. 50, sec. 4ª, p. 40; T. 51, sec. 1ª, p. 488; T. 89, sec. 1ª, p. 41), lo que según Abeliuk (ob. cit., Nº 260, p. 211) parece erróneo; de la misma opinión es Alessandri: “Los jueces del fondo establecen soberanamente los hechos materiales de donde el actor pretende derivar la relación causal. Pero determinar si esta relación existe, si el daño ha tenido o no por causa necesaria el hecho ilícito, es una cuestión de derecho susceptible, por tanto, de ser revisada por la Corte de Casación” (Alessandri, ob. cit., Nº 161, pp. 248-249).

Véase Araya Jasma, Fernando: La relación de causalidad en la responsabilidad civil, LexisNexis, Santiago, 2003.

Responsabilidad por el Hecho Ajeno

La responsabilidad por el hecho ajeno y la responsabilidad por el hecho de las cosas han solido agruparse bajo distintas denominaciones.

Así, es frecuente oír hablar, sobre todo en textos antiguos, de responsabilidad extracontractual compleja; la simple sería aquella en que se responde por el hecho propio. La responsabilidad por el hecho ajeno o de las cosas se llama así porque la causa del daño es directamente el hecho de otra persona o de una cosa (en que se incluyen los animales), pero responde el que tiene a su cuidado la persona o cosa, por presumir la ley que ha faltado a su deber de vigilancia.

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Efectivamente, la diferencia fundamental entre una y otra responsabilidad es que por regla general la llamada simple no se presume, y en cambio en la compleja hay presunciones de responsabilidad en contra del que deberá reparar el daño ajeno o de las cosas.

Otra denominación que se usa es la de responsabilidad indirecta, porque no se indemniza el daño ocasionado directamente, sino por otra persona o una cosa.

Se ha criticado la denominación de responsabilidad por el hecho ajeno (al igual que por el hecho de las cosas), porque se dice que no se está respondiendo por el hecho de otro, sino por la propia culpa de haber descuidado el deber de vigilancia. Pero la verdad es que el hecho ilícito es ajeno, y lo que ocurre es que en su comisión hay culpa también de otra persona que tenía deber de cuidado respecto del hechor.

La responsabilidad por el hecho ajeno está reglamentada por el Código en los arts. 2.320 a 2.322; el primero de estos preceptos comienza diciendo: “Toda persona es responsable no sólo de sus propias acciones, sino del hecho de aquellos que estuvieren a su cuidado”.

La enumeración que hace el art. 2.320 no es taxativa; en el art. 2.322 se contiene uno más y fuera del Código existen otros.

Esta responsabilidad es solamente civil y no penal, aunque el hecho ilícito de que se trate constituya delito o cuasidelito sancionado por la ley criminal. La responsabilidad penal es siempre personal. El que responde civilmente por el hecho ajeno puede figurar en el proceso criminal, constituyendo la figura del tercero civilmente responsable, pero que nada tiene que ver con la acción penal.

Fundamento de la responsabilidad por el hecho ajeno

En términos generales, y desde luego en los casos del Código, la responsabilidad por el hecho ajeno se funda en la culpa que la ley presume en la persona que tiene a otra a su cuidado y abandona su vigilancia. No se trata de responsabilidad objetiva, sin culpa; ésta existe y por ella se responde y la negligencia es haber faltado al deber de cuidado.

Tanto es así que el responsable del hecho ajeno puede destruir la presunción probando que por las circunstancias no le ha sido posible evitar el hecho.

Pero más allá de esto, la responsabilidad del hecho ajeno se funda en que normalmente el autor del hecho ilícito, precisamente por depender de otro, será insolvente, no tendrá con qué responder a la indemnización. Se procura, pues, asegurar la indemnización de la víctima.

Requisitos de la responsabilidad por el hecho ajeno

Para que proceda la responsabilidad por el hecho ajeno deben concurrir tres circunstancias:

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1º Un determinado vínculo entre hechor y responsable, que generalmente será de subordinación o dependencia;

2º Que ambos, hechor y responsable, tengan capacidad extracontractual, y

3º Que el hechor haya cometido un hecho ilícito, concurriendo todos los requisitos propios de éste.

Vínculo entre hechor y responsable

En las responsabilidades por el hecho ajeno existe un vínculo entre el responsable y el hechor, que, en general, y desde luego en todas las del Código, es uno de subordinación y dependencia, porque si el fundamento de ellas es una falta de vigilancia, es necesario que se tenga autoridad respecto de la persona por quien se responde (R.D.J., T. 29, sec. 1ª, p. 542). Esto es lo que la ley dice al hablar de aquellos que “estuvieren a su cuidado”.

En los casos expresamente enumerados por la ley se presume la existencia del vínculo de subordinación y así, por ejemplo, el padre para eximirse de responsabilidad deberá probar que no tenía al hijo a su cuidado. En los demás deberá probarse por el que invoca la responsabilidad del hecho ajeno el mencionado vínculo.

Aplicando este requisito se ha resuelto que el ejecutante no responde de los hechos del depositario definitivo (R.D.J., T. 25, sec., 1ª, p. 117. Si se trata de depositario provisional designado por el ejecutante, éste es responsable, porque así lo dispone expresamente el art. 443, Nº 3 del Código de Procedimiento Civil), ni el que encargó la obra por los del contratista que ejecuta ésta por su cuenta (R.D.J., T. 3, sec. 2ª, p. 86), ni el mandante por los hechos ilícitos del mandatario (G.T. de 1938, T. 2º, sent. Nº 72, p. 321; R.D.J., T. 39, sec. 1ª, p. 148 y T. 51, sec. 1ª, p. 40. Es un punto que en el extranjero se discute, pero en el nuestro no admite dudas: Stichkin Branover, David: El Mandato Civil, Editorial Jurídica de Chile, 1975, Nº 207 y sgtes., pp. 381 y sgtes.; Alessandri, ob. cit., Nº 217, p. 312. Excepcionalmente, el mandante (y en términos más amplios, el representado) responderá si ha participado también personalmente en el hecho ilícito, y si ha recibido provecho del dolo ajeno, conforme a la regla general del art. 2.316, inc. 2º: R.D.J., T. 30, sec. 1ª, p. 413), porque los mandatos se otorgan para ejecutar actos lícitos, y el mandatario no está al cuidado del que le dio poder.

Capacidad extracontractual del hechor y responsable

El art. 2.319, que establece el requisito de la capacidad en los hechos ilícitos, no distingue si se trata de responsabilidad por el hecho propio o ajeno, y por tanto se aplica a ambos. En consecuencia, tanto el que cometió el hecho ilícito como quien lo tenía a su cuidado no deben estar comprendidos en las causales de incapacidad para que haya lugar a la responsabilidad por el hecho ajeno.

Si es incapaz quien cometió el hecho ilícito, tiene aplicación el art. 2.319 citado, y responden únicamente los que tienen a su cuidado al incapaz: “si pudiere imputárseles

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negligencia”. La gran diferencia que existe entre los arts. 2.319 y 2.320 es que la responsabilidad por el hecho ajeno no excluye la del hechor y se presume la culpa de quien tiene a su cuidado a otro, en cambio, tratándose de un incapaz, debe acreditarse la culpa del guardián.

Y si el incapaz resulta ser la persona a quien se pretende responsabilizar del hecho ajeno, el mismo art. 2.319 lo impedirá, ya que excluye de toda obligación de indemnizar tanto por el hecho propio como por el ajeno o de las cosas. Y así, por ejemplo, el padre demente no responderá del hecho de sus hijos menores que vivan con él, pues mal puede cuidar de otra persona quien no puede atenderse a sí mismo. Así se ha fallado (G.T. de 1939, T. 2º., sent. Nº 161, p. 672).

Comisión de un hecho ilícito por la persona de cuyos actos se responde

En la responsabilidad por el hecho ajeno hay obligación de indemnizar la comisión de un delito o cuasidelito civil de otro; en consecuencia, el hecho cometido por la persona de quien se responde debe reunir todos los requisitos de la responsabilidad extracontractual.

Aún más, la víctima debe probarlo, a menos que a su respecto exista otro tipo de presunción legal; a falta de ella, deberá acreditar la acción u omisión culpable o dolosa, el daño y la relación de causalidad, todo ello conforme a las reglas generales. La única diferencia es que establecido el hecho ilícito, esto es, probadas todas las circunstancias señaladas, la víctima queda liberada de acreditar la culpa del tercero civilmente responsable. Ella es la que se presume. Por tal razón se ha fallado que no hay responsabilidad de terceros si el hechor ha sido declarado absuelto por falta de culpa (R.D.J., T. 59, sec. 4ª, p. 67).

Los casos de responsabilidad por el hecho ajeno

Algunos de ellos están expresamente establecidos en el art. 2.320, otros caben en la regla general del inc. 1º del mismo y los hay establecidos fuera del Código:

1º El padre o la madre respecto de los hijos menores; 2º Guardador por el pupilo;3º Jefes de escuelas y colegios por los discípulos;4º Patrones y empleadores por el hecho de sus dependientes;5º Otros casos de personas al cuidado de tercero, y6º Propietario del vehículo por el conductor.

Responsabilidad del padre o madre por sus hijos menores que habiten con ellos

Dice el inc. 2º del art. 2.320: “Así el padre, y a falta de éste la madre, es responsable del hecho de los hijos menores que habiten en la misma casa”.

En la actualidad, de acuerdo con la regla contenida en el art. 224, el cuidado personal de la crianza y educación de los hijos toca de consuno a los padres, o al padre o madre sobreviviente. En los casos de filiación no matrimonial (definida en el art. 180), el

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cuidado personal del hijo corresponde al padre o madre que lo hubiese reconocido y, si ninguno lo ha reconocido, a un tutor o curador designado por el juez.

Si los padres viven separados, se aplica la regla contenida en el art. 225, que asigna el cuidado personal de los hijos a la madre, lo cual no obsta a que, por acuerdo celebrado con las formalidades y los plazos que la citada disposición prescribe, el cuidado personal pueda corresponder al padre. También corresponde al padre la tuición si el juez se la atribuye en consideración al mejor interés del niño, según la regla de clausura del art. 242 inc. 2.

Para que tenga lugar esta responsabilidad por el hecho ajeno es necesario que se cumplan las siguientes circunstancias:

1º Debe tratarse de hijos menores de 18 años.Estos son los hijos menores en nuestra legislación. Por los hijos mayores no

responden los padres; en consecuencia, en el caso del art. 251, o sea, si el hijo de familia comete un hecho ilícito en la administración de su patrimonio profesional o industrial, no responderán los padres, porque el hijo “se mirará como mayor de edad”.

2º El hijo debe habitar en la misma casa con sus padres.Así lo exige la ley, pues en tal caso podrán ejercer la vigilancia necesaria; de ahí que

en principio los padres no responden de los hechos de sus hijos menores que no conviven con ellos, salvo el caso de excepción del art. 2.321, según se verá a continuación.

3º Que el padre o la madre, con la autoridad y cuidado que su calidad les confiere, no haya podido impedir el hecho (art. 2.320, inc. final).

Los dos primeros requisitos los debe probar el demandante; el último se presume, y toca a los padres acreditar que no pudieron impedir el hecho ilícito, prueba que no se les acepta en el caso del art. 2.321. Dice el precepto: “los padres serán siempre responsables de los delitos o cuasidelitos cometidos por sus hijos menores, y que conocidamente provengan de mala educación, o de los hábitos viciosos que les han dejado adquirir”. Como la disposición usa la expresión “siempre” se concluye que es una presunción de derecho, de manera que probado el hecho ilícito y que él proviene conocidamente, esto es, notoriamente de alguna de las circunstancias señaladas, nada obtendrían los padres con probar que no se reúnen los requisitos anteriores, como el caso del hijo que no vive con el padre, o que con su autoridad y cuidado fue imposible evitar el hecho; siempre será responsable mientras el hijo sea menor.

Responsabilidad del guardador por el pupilo

“Así el tutor o curador es responsable de la conducta del pupilo que vive bajo su dependencia o cuidado” (art. 2.320, inc. 3º).

Corresponde esta responsabilidad al tutor por los hechos del impúber mayor de 7 años que ha obrado con discernimiento y a los curadores generales del menor adulto, o sea menor de 18 años, pero siempre que teniendo menos de 16 años haya obrado con

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discernimiento, del disipador y del sordomudo que no puede darse a entender por escrito; no del demente, dada la incapacidad extracontractual de éste. El guardador del incapaz sólo responderá si se le prueba negligencia de acuerdo al art. 2.319.

La ley no exige que el pupilo viva en la misma casa del guardador, como lo hizo respecto del padre o madre; basta que lo haga bajo su dependencia y cuidado; por ello no puede aplicarse a los curadores adjuntos, de bienes y especiales, que no tienen a su cuidado al pupilo, y de acuerdo a la regla general del inc. final del art. 2.320, el tutor o curador se libera de responsabilidad, probando que con la autoridad y vigilancia que su cargo le confiere no ha podido impedir el hecho.

Responsabilidad de los jefes de escuelas y colegios por sus discípulos

Dice la primera parte del inc. 4º del art. 2.320: “Así los jefes de colegios y escuelas responden del hecho de los discípulos, mientras estén bajo su cuidado”.

La responsabilidad afecta al jefe o quien ejerza el cargo equivalente, director, rector, etc., por los hechos ilícitos de sus discípulos mayores o menores de edad, ya que el precepto no distingue como en otros casos. Y sólo subsiste mientras los tenga a su cuidado, o sea, mientras permanezcan en el establecimiento o bajo su control. Se libera de ella de acuerdo a la regla general, o sea, si prueba que con su autoridad y cuidado no habría podido impedir el hecho.

Patrones y empleadores por sus dependientes

Todas las legislaciones contemplan la responsabilidad del patrón o empleador por los hechos que ejecuten sus trabajadores en el ejercicio de sus funciones de tales.

Mucho se ha discutido sobre el fundamento de la responsabilidad del empleador; para algunos es motivada por la culpa in eligendo, o sea, por la negligencia en la selección de su personal; para otros es la culpa in vigilando, porque ha descuidado la vigilancia. Empero, la tendencia más reciente, todavía sin consagración alguna en la práctica chilena, la cual se destaca en Italia, España y en Gran Bretaña, es la de la responsabilidad objetiva del empresario, sin culpa suya, por el llamado riesgo de empresa; el empresario crea un riesgo con su actividad que realiza hoy más que nunca a través de sus trabajadores, siendo lógico que responda por los hechos ilícitos cometidos por éstos en sus funciones (Véase Zelaya Etchegaray, Pedro: La responsabilidad civil del empresario por los daños causados por su dependiente. Naturaleza y requisitos, Editorial Aranzadi, Pamplona, 1995, y La responsabilidad civil del empresario por el hecho de su dependiente, en R.D.J., T. 90, sec. 1ª, pp. 119 y sgtes.).

Según Abeliuk (ob. cit., Nota 229, p. 218), en doctrina no cabe otra justificación que la responsabilidad objetiva del empresario mientras el dependiente esté en funciones. En el volumen de la empresa actual es imposible hablar de culpa de elección, y así el empleado u obrero puede tener antecedentes excelentes y sin embargo cometer un hecho ilícito, porque con la complejidad moderna a ellos todos estamos expuestos.

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Además, no debe olvidarse que la inamovilidad de los trabajadores ha restringido la facultad del empresario de despedir a su personal, a los casos en que la falta se ha cometido. No puede actuar por prevención. Tampoco es posible sostener que el empresario, salvo casos de excepción en la pequeña industria o comercio, domésticos, etc., tenga a su cuidado al dependiente y menos cuando éste actúa fuera del recinto de la empresa, que es el caso más frecuente hoy en día de responsabilidad de ésta, por accidentes del tránsito. Finalmente, es la solución más justa; no hay responsabilidad sin culpa, porque debe haberla en el dependiente, y es necesario que éste actúe por cuenta de la empresa al cometer el hecho ilícito. Es realmente ésta y no el dependiente quien creó el riesgo.

En nuestra legislación hay que fundarla en alguno de los dos primeros principios, pues el empresario, patrón, empleador, etc., puede eximirse de responsabilidad probando su falta de culpa.

Nuestro Código contiene tres disposiciones diferentes en relación con la materia, de redacción no muy afortunada, aunque justificable en la época de su dictación, pero que afortunadamente no ha producido mayores tropiezos, porque la jurisprudencia fundada en una u otra ha hecho una aplicación amplísima de esta responsabilidad indirecta.

Estas disposiciones son:

1º Los artesanos responden por el hecho de sus aprendices, mientras están bajo su cuidado (inc. 4º del art. 2.320).

Son artesanos los que ejercitan algún arte u oficio mecánico, sin maquinarias complejas y en pequeña escala; el aprendiz es el que está adquiriendo bajo su dirección el mismo arte u oficio. La responsabilidad del primero por los hechos del segundo subsiste mientras el aprendiz esté bajo vigilancia del artesano; puede suceder que viva con él, y en tal caso es permanente. Es indiferente que el aprendiz sea mayor o menor de edad, y que esté unido al artesano por un contrato de trabajo o no. Este se libera de responsabilidad conforme a la regla general del inc. final del art. 2.320: probando que con su autoridad no habría podido evitar el hecho ilícito.

En realidad, esta responsabilidad se funda más bien en la relación casi patriarcal entre artesano y aprendiz que en el vínculo de trabajo que entre ellos existe;

2º Los empresarios responden por el hecho de sus dependientes mientras estén a su cuidado (inc. 4º del art. 2.320).

El Código habló de “empresario” y “dependiente”, expresiones que no son muy precisas en la legislación, pero que los tribunales han entendido en un sentido sumamente amplio. Otras legislaciones, como la francesa e italiana, usan un término más extensivo que el de empresario, “comitentes”.

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En consecuencia, debe entenderse por “empresario”, aunque en el Código y en el idioma la expresión es más restringida, a todo patrón o empleador, y por dependiente a todo trabajador suyo, cualesquiera que sean las condiciones en que presten sus servicios.

La única condición señalada por la ley es que se encuentren al cuidado del empresario, y se ha entendido que es así mientras presten sus servicios o desempeñen las funciones encomendadas (G.T. de 1901, T. 2º., sent. 3.025, p. 1.174).

Y el empresario se exime de responsabilidad conforme a la regla general del inc. final del art. 2.320: probando que con su autoridad y cuidado no habría podido evitar el hecho.

3º Finalmente, los amos responden por sus criados o sirvientes.

Este caso está contemplado no por el art. 2.320, sino por el art. 2.322: “los amos responderán de la conducta de sus criados o sirvientes en el ejercicio de sus respectivas funciones; y esto aunque el hecho de que se trate no se haya ejecutado a su vista”.

La expresión “amos” y “criados” tiene significación bien precisa en el Código; son éstos los domésticos. Sin embargo, la jurisprudencia ha interpretado el precepto a veces en forma amplia, aplicándolo en forma general a toda clase de obreros e incluso empleados (por ejemplo, R.D.J., T. 7, sec. 1ª, p. 146).

Más allá de la formulación del art. 2322, que se refiere a la relación de amos con criados, los arts. 2320 y 2322 presentan ciertas diferencias.

Tanto la doctrina como la jurisprudencia nacionales han señalado que los arts. 2320 inc. 4 y 2322 contienen supuestos distintos y presentan peculiaridades diversas. Así, por ejemplo, Alessandri respecto del primero fue partidario de una interpretación extensiva, pues el empresario respondería mientras el dependiente esté a su cuidado no sólo de los daños causados “en el ejercicio de sus funciones”, sino tembién de aquellos causados “con ocasión” e incluso “en abuso de las mismas”.

Por el contrario, respecto del art. 2322, el referido autor fue muy restrictivo, por cuanto -en su opinión- el amo sólo debería responder de los delitos y cuasidelitos que cometan sus criados o sirvientes “en el ejercicio de sus respectivas funciones”. Por ello, el amo no debería responder ex art. 2322 de los delitos y cuasidelitos cometidos por sus criados sólo “con ocasión de sus funciones”, esto es, aprovechándose de las circunstancias o de la oportunidad que esas funciones le proporciona (clásico ejemplo del pasajero invitado o transporte benévolo, es decir, cuando el dependiente/conductor del vehículo, sin contar con la autorización del empresario, autoriza que un tercero suba al vehículo y durante su trayecto, por descuido o negligencia en la conducción, causa un accidente con daño para el tercero transportado). Tampoco debería responder ex art. 2322 -en opinión del autor- de los daños causados en claro abuso de sus funciones, es decir, cuando las ejerce en pugna con los intereses del amo, como si ese mismo chofer, contraviniendo las órdenes del amo, en ausencia de éste o sin su permiso o conocimiento, saca el automóvil del mismo para pasear con unos amigos y atropella a un transeúnte (Alessandri, ob. cit., pp. 369 y ss.).

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Nuestra jurisprudencia, sin embargo, ha señalado todo lo contrario pues ha dicho que el art. 2320 inc. 4 es más limitado, en su esfera de aplicación, pues exige que el daño haya sido causado mientras el aprendiz o dependiente esté bajo el cuidado del empresario, es decir, en condiciones inmediatas de poder impedir el hecho, valiéndose de la autoridad y el cuidado que su respectiva calidad les confiere. En cambio, el art. 2322 establece que el amo responde no sólo cuando el criado o sirviente está en el ejercicio de sus funciones sino también cuando ha causado el daño en el ejercicio impropio de las mismas, si el amo estuvo en situación de preverlo o impedirlo, empleando el cuidado ordinario y su autoridad competente (R.D.J., t. 51, sec. 4ª, p. 62).

Según Abeliuk (ob. cit., Nota 231, p. 219) el art. 2.322 al cambiar la expresión “a su cuidado” por “ejercicio de sus respectivas funciones”, y agregar todavía: “aunque el hecho... no se haya ejecutado a su vista”, es revelador de que el cuidado no comprende esta última situación. En consecuencia, no podría fundarse en el art. 2.320 la responsabilidad del empresario por el conductor que trabaja en la calle, cosa que la jurisprudencia siempre ha aceptado: R.D.J., T. 55, sec. 1ª, p. 28. La verdad es que el art. 2.322 es más propio para las empresas que el anterior. Afortunadamente la jurisprudencia ha prescindido un tanto del texto legal para darle una interpretación amplia.

Más allá de lo dicho, en nuestra legislación la responsabilidad de todo empleador o patrón es ampliamente aceptada por la doctrina y jurisprudencia, ya sea fundada en el inc. 4 del art. 2.320 (R.D.J., T. 65, sec. 4ª, p. 39), ya en la regla general que señala este precepto (“toda persona es responsable... del hecho de aquellos que estuvieren a su cuidado”), ya en el art. 2.322, excediendo con mucho su texto estricto. Ello mientras los dependientes se encuentran en el ejercicio de sus funciones y las realicen del modo que es propio, aun cuando las efectúen fuera del recinto de la empresa, como conductores de vehículos (R.D.J., T. 55, sec. 1ª, p. 28), o reparadores de artefactos a domicilio, etc.

Otros casos de personas a cuidado de terceros

La enumeración del art. 2.320 no es limitativa; lo revela el encabezamiento general: “toda persona es responsable... del hecho de aquellos que estuvieren a su cuidado”, y los casos expresamente contemplados van todos ellos precedidos de la expresión “así”, demostrativa de que se trata de meras aplicaciones de una regla general.

Por ello dicho precepto siempre se aplicará cuando una persona tenga a otra a su cuidado, debiendo así probarlo la víctima.

Naturalmente que no se podrá asilar la víctima en la regla general para eludir alguno de los requisitos del precepto en los casos específicos señalados, como por ejemplo, si el hijo no vive con su padre, y tampoco cabe aplicar el art. 2.321.

Hay numerosas disposiciones legales que contienen también aplicación del principio general señalado, como el art. 886 del C. de Comercio que contempla la responsabilidad

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civil del naviero por los hechos del capitán y tripulación (R.D.J., T. 17, sec. 1ª, p. 375), el art. 909 del mismo Código que establece la del capitán por ciertos hechos de estos últimos, etc.

Propietario del vehículo por el conductor

Los accidentes del tránsito se han convertido en uno de los más frecuentes hechos ilícitos; ello ha obligado al legislador en todas las latitudes a tomar medidas especiales para este tipo de cuasidelitos; entre ellas muchas contemplan la responsabilidad del propietario del vehículo por el hecho del conductor que él ha colocado al volante o si el accidente deriva del mal estado del vehículo.

Nuestra legislación se ha hecho eco de esta tendencia. Actualmente la materia la contemplan la Ley del Tránsito Nº 18.290 (arts. 174 y sgtes.) y la Ley Nº 18.287 sobre Procedimiento ante los Juzgados de Policía Local.

Estas disposiciones se refieren a toda clase de medios de transporte. En efecto, la Ley del Tránsito en su art. 2º define el vehículo como “medio en el cual, sobre el cual o por el cual toda persona o cosa puede ser transportada por una vía”. La misma disposición menciona varios, a título de ejemplo, vehículos de emergencia, de locomoción colectiva, a tracción humana o animal, triciclos, etc. En consecuencia, las presunciones que ellas establecen se aplican a toda clase de vehículos.

La misma Ley define al conductor como “toda persona que conduce, maneja o tiene el control físico de un vehículo motorizado en la vía pública; que controla o maneja un vehículo remolcado por otro; o que dirige, maniobra o está a cargo del manejo directo de cualquier otro vehículo, de un animal de silla, de tiro o de arreo de animales”.

Finalmente, debe tenerse presente que en conformidad al art. 38 de la misma Ley del Tránsito “Se presumirá propietario de un vehículo motorizado la persona a cuyo nombre figure inscrito en el Registro, salvo prueba en contrario”. La disposición se refiere a la inscripción de los vehículos en el Registro de Vehículos Motorizados que lleva el Servicio de Registro Civil e Identificación, y antes correspondía al Conservador de Bienes Raíces.

A la víctima, en consecuencia, le bastará acompañar, una copia de dicha inscripción, y al que en ella figure le corresponderá probar que ya no es el dueño.

De ahí el peligro de la mala práctica de no efectuar oportunamente las transferencias de los vehículos que se enajenan, a fin de evitar o postergar el pago de los impuestos que las gravan o por no tener justificación tributaria de los dineros con que se adquieren. Además del riesgo señalado de continuar legalmente como propietario, están los propios entre adquirente y enajenante, por ejemplo, si éste fallece.

Véase F.M. Nº 189, pp. 141, 215 y 242, fallos que se refieren a la inscripción en el Registro de Vehículos Motorizados.

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La ley contempla tres situaciones diferentes de responsabilidad del propietario: por el conductor a quien ha facilitado el vehículo; por el conductor que no ha sido individualizado y, finalmente, en el caso de mal estado del vehículo.

1º Conductor a quien se ha entregado el vehículo.

A esta situación se refiere el art. 174, inc. 2º de la Ley del Tránsito: “sin perjuicio de la responsabilidad de otras personas en conformidad al derecho común, están obligadas solidariamente al pago de los daños y perjuicios causados el conductor y el propietario del vehículo, a menos que éste pruebe que el vehículo le ha sido tomado sin su consentimiento o autorización expresa o tácita”.

Muy discutida es la naturaleza jurídica de esta responsabilidad; desde luego cuando el vehículo lo entrega el propietario a otro conductor, hay una presunción de culpa suya totalmente análoga a los casos de responsabilidad por el hecho ajeno: sólo se libera de responsabilidad probando que el vehículo ha sido tomado sin su conocimiento o autorización.

En cierto sentido hay responsabilidad objetiva, porque el propietario al dar el vehículo al conductor ha creado el riesgo del accidente, y debe responder del mismo. No tiene posibilidad de liberarse de esta responsabilidad aun probando la debida diligencia o cuidado, o que con su autoridad no pudo evitar el hecho ilícito, como es la regla del Código, sino la falta de conocimiento o autorización, única forma de eludir su responsabilidad. Podría pensarse también que hay presunción de derecho de culpa, pero tales presunciones muy poco se diferencian de la responsabilidad objetiva.

Otra particularidad es que la responsabilidad del propietario es solidaria con el conductor. En los casos antes señalados de responsabilidad por hecho ajeno no hay solidaridad.

2º Conductor que no ha sido individualizado.

En íntima relación con la disposición que hemos comentado se encuentra el inc. 2º del Art. 175 de la Ley del Tránsito: “también serán imputables al propietario, las contravenciones cometidas por un conductor que no haya sido individualizado, salvo que aquél acredite que el vehículo le fue tomado sin su conocimiento o sin su autorización expresa o tácita”. Dicho de otra forma, la responsabilidad del propietario subsiste, aunque no pueda individualizarse al conductor. Su responsabilidad es única, puesto que justamente no puede identificarse al hechor. La ley precave el caso, que era tan frecuente, de que éste, muchas veces el propio propietario, huyera del sitio del hecho y se excusara de la responsabilidad. Actualmente hay una presunción en su contra, y sólo puede destruirla conforme a la regla general: que le fue tomado el vehículo sin conocimiento o consentimiento. Nada sacaría con acreditar sólo quién es el conductor desaparecido, pues de todos modos quedaría sujeto a la responsabilidad solidaria antes referida.

3º Mal estado del vehículo.

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El otro caso de responsabilidad del propietario está definido por el art. 175, inciso 1º de la Ley del Tránsito “salvo prueba en contrario, las infracciones que se deriven del mal estado y condiciones del vehículo serán imputables a su propietario, sin perjuicio de la responsabilidad que corresponde al conductor”. Aquí la responsabilidad se funda en la evidente negligencia del propietario que mantiene su vehículo en condiciones de causar accidentes. Nada tiene de objetiva, y en consecuencia se permite la prueba de que el mal estado no le es imputable, por corresponder a una negligencia del conductor, del establecimiento que lo arregla, etc. Tampoco es solidaria, pues la ley no lo dice, ni nada obtendría el propietario con probar que el vehículo le fue tomado sin su autorización o conocimiento, tanto porque la ley no le faculta dicha prueba, como porque el fundamento de su responsabilidad no es el hecho de dar el vehículo, sino tenerlo en condiciones de causar accidentes.

Véase Zelaya Etchegaray, Pedro: “Responsabilidad civil del empresario en el uso de vehículos de transporte. Un estudio de la jurisprudencia chilena”, en Responsabilidad civil del empresario, Cuadernos de Extensión Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Santiago, 1996.

Efectos de la responsabilidad por el hecho ajeno

1º Por regla general establecen una presunción solamente legal;

2º La víctima puede también cobrar al hechor, y

3º El tercero que paga la indemnización puede repetir contra el autor del hecho ilícito.

La presunción de responsabilidad por el hecho ajeno es legal

La responsabilidad del hecho ajeno se funda en la concepción de que ha habido un descuido, una culpa por falta de vigilancia en la persona que tiene autoridad sobre otra, y por ello se presume su responsabilidad, presunción que normalmente es meramente legal.

La regla general la contempla el art. 2.320, inc. final: “pero cesará la obligación de esas personas si con la autoridad y el cuidado que su respectiva calidad les confiere y prescribe, no hubieren podido impedir el hecho”.

La víctima, en consecuencia, no tiene que probarle culpa al tercero civilmente responsable, sino que éste debe acreditar que no la tiene rindiendo la probanza antes transcrita. Y la jurisprudencia ha sido estricta en este sentido, porque exige una imposibilidad total de evitar el hecho para que el responsable pueda eximirse (G.T. de 1926, T. 2º., sent. 114, Nº 513). Se ha resuelto también que es cuestión de hecho determinar si con su autoridad pudo evitarlo (R.D.J., T. 32, sec. 1ª, p. 66, y T. 63, sec. 1ª, p. 234).

En el Código esta regla tiene dos excepciones: la del inc. 2º del art. 2.322 respecto a la responsabilidad de los amos por el hecho de sus criados y sirvientes, en que la prueba de

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exención varía ligeramente, y la del art. 2.321 respecto de los padres, por los hechos de sus hijos menores provenientes de la mala educación o hábitos viciosos, en que la presunción es de derecho.

La responsabilidad por el hecho ajeno no excluye la del hechor

No lo ha dicho expresamente la ley, pero deriva de la aplicación de las reglas generales: el hechor ha cometido un acto ilícito, y es plenamente capaz. En consecuencia, queda comprendido en las disposiciones generales de los arts. 2.314 y 2.329, inc. 1º, no habiendo precepto legal que la excluya. Antes por el contrario el inc. 2º del art. 2.322 señala que si el amo se exonera de responsabilidad por los hechos de sus criados “toda la responsabilidad” recae sobre éstos.

En consecuencia, la responsabilidad del guardián sólo extingue la del hechor cuando aquél paga la indemnización.

La víctima si no la ha percibido del responsable, podrá entonces cobrarla al hechor, pero lo normal será lo contrario, ya que uno de los fundamentos de la responsabilidad por el hecho ajeno es la probable insolvencia del autor.

Según Abeliuk no puede, eso sí, demandar a ambos, porque la ley no establece solidaridad; podría sí hacerlo pero en forma subsidiaria, porque lo que no puede es pretender cobrar a ambos (Abeliuk, ob. cit., Nº 277, p. 226). Alessandri dice que la víctima tiene dos responsables “a cada uno de los cuales podrá demandar separada o conjuntamente la reparación total del daño”, pero “esto no significa que haya entre ellos solidaridad; según el art. 2317 ésta existe entre los coautores de un mismo delito o cuasidelito. El responsable civilmente y el autor directo del daño no tienen este carácter, pues el delito o cuasidelito ha sido cometido por una sola persona. El civilmente responsable es una especie de caución o de deudor subsidiario, pero a quien se puede demandar desde luego sin necesidad de demandar antes al autor directo del daño” (Alessandri, ob. cit., Nº 226 y su nota 3, p. 323). En cambio Enrique Barros (ob. cit., pp. 143 y 162) sostiene que hay solidaridad. Según Corral no se trata propiamente de una obligación solidaria, aunque en la práctica pueda funcionar como tal en un aspecto: la opción para demadar el total indistintamente al responsable directo o al terecro civilmente responsable (Corral, ob. cit., p. 154).

Según parte de la jurisprudencia cuando se demanda con fundamento en el art. 2320: “sí puede demandar primero a uno de los responsables; y en el evento de no tener éxito, hacerlo con el otro; pero en caso alguno a ambos conjuntamente por el total de la obligación; porque ello imputa ejercer una facultad inherente a la solidaridad pasiva, que en la presente situación el precepto mencionado no autoriza” (R.D.J., t. 86, sec. 2ª, p. 113). En otros fallos, los tribunales han aceptado que se trata de una obligación solidaria entre el empresario y el dependiente (R.D. J., t. 75, sec. 4ª, p. 343; t. 81, sec. 4ª, p. 206; G. J. Nº 206, p. 160).

Tampoco podría acumular las responsabilidades por el hecho ajeno provenientes de diferentes causales, como si, por ejemplo, el hijo menor que vive con su padre comete un

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hecho ilícito mientras está en el colegio. La responsabilidad por el hecho ajeno corresponde en tal caso al jefe del colegio, porque él tiene a su cuidado al menor, y no al padre.

Finalmente, no hay tampoco inconveniente para que la víctima demande al responsable de acuerdo al derecho común, por ejemplo, por no reunirse los requisitos legales, como si el hijo menor no vive con su padre y el hecho ilícito no deriva de su mala educación o hábitos viciosos, pero en tal caso deberá probarle su culpa al padre, según las reglas generales.

Derecho a repetir del responsable que ha pagado la indemnización contra el hechor

Dice el art. 2.325: “Las personas obligadas a la reparación de los daños causados por las que de ellas dependen tendrán derecho para ser indemnizadas sobre los bienes de éstas, si los hubiere, y si el que perpetró el daño lo hizo sin orden de la persona a quien debía obediencia, y era capaz de delito o cuasidelito, según el artículo 2.319”.

En consecuencia, para que exista el derecho a repetir, deben concurrir las siguientes circunstancias:

1º El acto ilícito debe haber sido cometido por una persona capaz.

El guardián del incapaz sólo responde si se le prueba culpa propia. El incapaz no es responsable ante nadie ni tampoco respecto del guardián culpable que por su negligencia se vio obligado a pagar indemnización.

2º El responsable debe haber pagado la indemnización.

En caso contrario no tendría que repetir. El fundamento de esta disposición es evitar el enriquecimiento sin causa del hechor. A la inversa, si se pudiera repetir sin haber pagado habría enriquecimiento injustificado para el tercero responsable.

3º Es preciso que el acto se haya ejecutado sin orden de la persona que pretende repetir.

El autor del hecho ilícito debe obediencia a la persona responsable; es posible, pues, que haya actuado por orden suya, y en tal caso se le niega a ésta la posibilidad de repetir, y

4º El precepto destaca, finalmente, que el hechor debe tener bienes.

Responsabilidad por el Hecho de las Cosas

El otro caso de responsabilidad indirecta o compleja, o de presunción de culpa, se encuentra en el hecho de las cosas, que es un punto en el cual existe una fuerte división en las legislaciones.

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A diferencia de la responsabilidad por el hecho propio y por el hecho ajeno, en que existen presunciones generales de culpabilidad (arts. 2329 y 2320, respectivamente), en materia de responsabilidad por el hecho de las cosas la ley sólo contempla presunciones específicas, referidas a los daños causados por el hecho de animales, por la ruina de edificios y, por la caída de objetos desde la parte superior de un edificio.

El Código Civil se aparta en materia de responsabilidad por el hecho de las cosas del Código francés, cuyo art. 1384 dispone, en general, que se responde por el hecho de las cosas que se tienen bajo custodia (garde). Esta norma ha tenido gran importancia en la evolución del sistema de responsabilidad en ese país, pues a partir del caso de la muerte de un trabajador debido a la explosión de una caldera defectuosa (1896), se ha desarrollado una jurisprudencia que tiende a plantear la responsabilidad objetiva de aquel que tiene la cosa bajo su custodia, de modo que no se acepta la excusa de diligencia y sólo es admitida la prueba de una causa ajena al custodio (caso fortuito o fuerza mayor; hecho de la víctima). De este modo, la jurisprudencia francesa ha dado lugar a un amplio ámbito de responsabilidad objetiva, que comprende todos los accidentes en que ha intervenido activamente una cosa que haya estado bajo custodia ajena (accidentes del tránsito, productos defectuosos, accidentes del trabajo, entre otras aplicaciones).

Responsabilidad por el hecho de las cosas en nuestra legislación

Esta limita las presunciones a los tres casos clásicos señalados, y en que la cosa causa el daño sin intervención de la mano del hombre, fundándose la presunción de responsabilidad en la ausencia de vigilancia o conservación de ella.

Responsabilidad por el hecho de los animales

El art. 2326 presume la culpabilidad del dueño por los daños causados por un animal, aún después que se haya soltado o extraviado. El dueño podrá exculparse probando que el daño, la soltura o el extravío del animal no se deben a su culpa ni a la del dependiente encargado de su guarda o cuidado. En este último caso, a la presunción de culpabilidad por el hecho del animal se agrega una presunción de culpabilidad por el hecho del dependiente.

La misma presunción se aplica a toda persona que se sirve de un animal ajeno, quien será responsable en los mismos términos que el dueño frente a terceros, pero tendrá acción de reembolso contra este último, si el daño causado se debió a un vicio del animal que el dueño debió conocer e informarle.

El art. 2.327 contempla una presunción de derecho de responsabilidad o según otros un caso de responsabilidad objetiva al decir que: “El daño causado por un animal fiero, de que no se reporta utilidad para la guarda o servicio de un predio, será siempre imputable al que lo tenga, y si alegare que no le fue posible evitar el daño, no será oído”.

Responsabilidad por ruina de un edificio

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Se refieren a esta materia los arts. 2.323 y 2.324, en relación con los arts. 934 y 2.003, regla 3ª.

Las expresiones “edificio” y “ruina” son utilizadas en sentido amplio; la primera comprende toda construcción que adhiere al suelo en forma permanente, y la ruina no implica necesariamente la íntegra destrucción de la obra; la hay cuando una parte cualquiera del edifico, adherida al mismo, sufre un deterioro que causa daño a terceros; así se falló en el caso de una persona que transitaba por calle Ahumada y sufrió lesiones provenientes de la caída de una cornisa de un edificio (R.D.J., T. 39, sec. 1ª, p. 203).

Esta responsabilidad corresponde al propietario si ha omitido las reparaciones necesarias o ha faltado de alguna u otra manera al cuidado de un buen padre de familia. Al propietario le cabe la obligación de mantener el edificio en buenas condiciones, y de ahí que se presuma su responsabilidad en los dos casos citados.

Tratándose de vicios de construcción, corresponderá al constructor de acuerdo a las normas del contrato de construcción de obra.

Responsabilidad del propietario:

Dispone el inc. 1º del art. 2.323: “el dueño de un edificio es responsable a terceros (que no se hallen en el caso del artículo 934), de los daños que ocasione su ruina acaecida por haber omitido las necesarias reparaciones, o por haber faltado de otra manera al cuidado de un buen padre de familia”.

La referencia al art. 934 significa que entre los terceros que sufren daño por la ruina del edifico es preciso distinguir a los vecinos de los demás terceros. La diferencia entre los primeros y éstos es que aquéllos han tenido los medios de advertir el posible daño, y el legislador los protege únicamente si tomaron las medidas necesarias para defenderse.

El art. 934 reglamenta la denuncia de obra ruinosa que puede efectuar quien teme que la ruina de un edificio vecino le ocasione daño. De acuerdo a este precepto, es necesario distinguir si el vecino ha notificado la querella al tiempo de producirse el daño o no.

Si no hubiere precedido notificación de la querella a la ruina del edificio, “no habrá lugar a la indemnización” (inc. 2º del art. 934).

Si se ha notificado previamente la querella, es fuerza efectuar un subdistingo en caso de daño al vecino:

Si el edificio cayere por efecto de su mala condición, se indemnizará de todo perjuicio a los vecinos; pero si cayere por caso fortuito, como avenida, rayo o terremoto, no habrá lugar a indemnización, a menos de probarse que el caso fortuito, sin el mal estado del edificio, no lo hubiera derribado (inc. 1º del art. 934).

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La ley se pone también en el caso de que el edificio perteneciere a dos o más personas proindiviso; en él la indemnización se divide entre ellas a prorrata de sus cuotas de dominio (inc. 2º del art. 2.323). La disposición constituye una excepción a la norma general del art. 2.317 que establece la responsabilidad solidaria entre los coautores de un mismo delito o cuasidelito civil.

Daños provenientes de vicios de construcción:

“Si el daño causado por la ruina de un edificio proviniere de un vicio de construcción, tendrá lugar la responsabilidad prescrita en la regla 3ª del artículo 2.003” (art. 2.324).

Si la ruina del edificio proviene de un vicio de construcción, la responsabilidad recae sobre el constructor, y se rige por lo dispuesto en el art. 2003 Nº 3, relativo al contrato de construcción de obra.

De este modo, en sede de responsabilidad extracontractual se hace una referencia a la regla que establece la responsabilidad contractual del constructor de una obra material respecto del dueño. Así, la responsabilidad del constructor es idéntica tanto respecto del dueño como de terceros que sean afectados por la ruina, siempre que se reúnan las siguientes condiciones:

1º Que la ruina total o parcial del edificio ocurra dentro de los 5 años subsiguientes a la entrega, y

2º Que ella se deba:a) A vicios de la construcción;b) A vicios del suelo que el empresario o las personas empleadas por él han debido

conocer en razón de su oficio;c) A vicio de los materiales suministrados por el empresario, od) A vicio de los materiales suministrados por el dueño, siempre que sean de

aquellos que el empresario por su oficio ha debido conocer o conociéndolos no dio aviso oportuno.

Daño causado por una cosa que cae o se arroja de la parte superior de un edificio

De acuerdo al inc. 1º del art. 2.328: “el daño causado por una cosa que cae o se arroja de la parte superior de un edificio, es imputable a todas las personas que habitan la misma parte del edificio, y la indemnización se dividirá entre todas ellas; a menos que se pruebe que el hecho se debe a culpa o mala intención de alguna persona exclusivamente, en cuyo caso será responsable ésta sola”.

La cosa que se arroja o cae del edificio no debe formar parte de éste, estar adherida al mismo, porque en tal caso estaríamos frente a la ruina de un edificio, de la cual responde el dueño.

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Se hace responsables a todas las personas que habitan la parte del edificio de donde provino el objeto, salvo que se pruebe la culpa o dolo de una sola de ellas, quien deberá íntegra la indemnización. En el primer caso hay una nueva excepción a la regla general del art. 2.317, ya que la indemnización no se debe solidariamente, sino que se divide entre los que habitan la parte correspondiente del edificio, con la salvedad ya indicada.

Esta responsabilidad se funda en la manifiesta negligencia del que arroja un objeto a la calle, o coloca cosas, como maceteros, que pueden caerse lesionando a un peatón.

El inc. 2º del precepto otorga acción popular para solicitar la remoción de cualquier objeto que amenace caída o daño.

Algunos Hechos Ilícitos en Especial

1º Responsabilidad de las personas jurídicas;2º Responsabilidad del Estado;3º Responsabilidad por productos defectuosos4º Responsabilidad médica

Responsabilidad de las personas jurídicas

En nuestra legislación existe texto expreso que establece la responsabilidad de las personas jurídicas: “La responsabilidad penal sólo puede hacerse efectiva en las personas naturales. Por las personas jurídicas responden los que hayan intervenido en el acto punible, sin perjuicio de la responsabilidad civil que afecta a la corporación en cuyo nombre hayan obrado” (art. 39, inc. 2º del C.P.P.)

Esta responsabilidad abarca a toda clase de personas jurídicas, ya sea que persigan fines de lucro o no, fundaciones, corporaciones, sociedades de personas o de capitales, etc.

Las personas jurídicas responden civilmente tanto por el hecho propio y por el hecho ajeno.

Tradicionalmente se ha sostenido que la persona jurídica responde por el hecho propio cuando el ilícito ha sido cometido por un órgano en ejercicio de sus funciones.

La Corte Suprema se ha pronunciado expresamente sobre el punto, aclarando que no es efectivo que las personas jurídicas no tenga voluntad ya que ésta radica en sus órganos y por lo tanto es perfectamente posible que respondan extracontractualmente por hechos propios (R.D.J., t. 96, sec. 1ª, p. 192).

Sin embargo, el concepto de órgano carece de límites bien definidos en materia civil. En principio, son órganos de una persona jurídica todas las personas naturales que actuando en forma individual o colectiva, están dotadas por la ley o los estatutos de poder

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de decisión, como ocurre, por ejemplo, con la junta de accionistas, el directorio y el gerente en una sociedad anónima.

Véanse Carey B., Guillermo: De la sociedad anónima y la responsabilidad civil de los directores, Editorial Universitaria, Santiago, 1993; Concha Gutiérrez, Carlos: “Responsabilidad civil de los directores de sociedades anónimas”, en Responsabilidad civil del empresario, Cuadernos de Extensión Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Santiago, 1996; Illanes Ríos, Claudio: La responsabilidad civil de los Directores y Gerentes de sociedades anónimas y empresas bancarias, publicación del Colegio de Abogados de Chile, Santiago, 1998.

La noción de órgano ha sido extendida a todas aquellas personas dotadas permanentemente de poder de representación, es decir, facultadas para expresar la voluntad de la persona jurídica (R.D.J., t. 71, sec. 4ª, p. 261).

A pesar de que la responsabilidad de la persona jurídica por el hecho de sus órganos da lugar a una responsabilidad por el hecho propio, nada obsta para que ella accione para hacer efectiva la responsabilidad personal de las personas que conforman el órgano, repitiendo en su contra, según el principio establecido por el art. 2325.

Aplicando este principio, el art. 48 inc. 4º de la Ley Nº 18.046 sobre sociedades anónimas señala que: “el director que quiera salvar su responsabilidad por algún acto o acuerdo del directorio, deberá hacer constar en el acta su oposición, debiendo darse cuenta de ello en la próxima junta ordinaria de accionistas por el que presida”.

La persona jurídica responde por el hecho de sus dependientes en los mismos términos que el empresario persona natural, es decir, también se aplica la presunción de culpabilidad por el hecho ajeno y, en consecuencia, se aplica lo expuesto en relación con la responsabilidad del empresario (R.D.J., T. 39, sec. 1ª, pp. 203, 343).

Véase Zelaya Etchegaray, Pedro: Sobre la responsabilidad extracontractual de las personas jurídicas en el Código Civil Chileno, Revista Chilena de Derecho, Vol. 13 Nº 3, Santiago, 1986.

Responsabilidad del Estado

Véase Alessandri, ob. cit., Nº 217 bis, p. 314.

Es uno de los puntos más complejos y difíciles de definir, porque a la dificultad ya señalada de las personas jurídicas que propiamente no tienen actuación propia, sino a través de sus órganos, se agrega el poder de soberanía de que goza el Estado y que le permite imponerse a los particulares. De allí que primeramente se haya negado toda posibilidad de que el Estado fuere responsable por los actos ilícitos de los funcionarios (resabio de que the king can not do wrong), perteneciendo exclusivamente a éstos la obligación de indemnizarlos.

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Posteriormente, se fundó la responsabilidad del Estado en la doctrina que distingue entre los actos de autoridad y de gestión, aceptándose en éstos pero no en los primeros, porque es en ellos que el Estado actúa como poder.

En Francia, desde el surgimiento del absolutismo y del Estado la responsabilidad del Estado ha atravesado por varias etapas. Desde un período de absoluta irresponsabilidad del Estado y de sus agentes, se pasó a una segunda instancia, que llevó a distinguir entre los actos de autoridad y actos de gestión. Los primeros no daban origen a responsabilidad, pues suponían ejercicio de la soberanía. En cambio los segundos sí originaban responsabilidad, pues se trataba de actuaciones del Estado como un particular cualquiera, y determinaban la reparación del daño en el evento que éste constituyese una “falta perjudicial para los ciudadanos”. Pero a comienzos del siglo XX la doctrina y jurisprudencia francesas acogen la idea de que el Estado incluso es responsable de los daños causados a consecuencia del ejercicio de actos de autoridad.

Hay que dejar a un lado a las empresas del Estado, porque en ellas la solución no difiere de lo dicho en cuanto a las personas jurídicas en general. Por considerarse actos de gestión siempre se ha aceptado su responsabilidad indirecta por los hechos de su personal de acuerdo al art. 2.320 (R.D.J., T. 39, sec. 1ª, p. 343, respecto de la antigua Empresa de Agua Potable). Hoy la mayor parte de las empresas del Estado son sociedades anónimas, sujetas, por ende, a la misma legislación de todas ellas.

Véase Illanes Ríos, Claudio: “Responsabilidad civil de las empresas públicas por el hecho de sus órganos directivos”, en Responsabilidad civil del empresario, Cuadernos de Extensión Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Santiago, 1996.

Según Abeliuk es preciso dejar al margen de la responsabilidad del Estado todo daño derivado de la dictación de una ley o una sentencia judicial, porque se trata de actos legítimos, y si ha habido ilicitud (como es el caso de prevaricación) responde el funcionario. Sin embargo, se acepta la responsabilidad del Estado por los actos judiciales de persecución penal injusta (Abeliuk, ob. cit., p. 237).

La doctrina administrativista es favorable a reconocer la responsabilidad del Estado cuando los órganos legislativos dictan una normativa que produce una lesión que no resulta autorizada por la Constitución (Caldera Delgado, Hugo: “La responsabilidad extracontractual por el hecho de las leyes en la Constitución Política de 1980 ¿Espejismo o realidad?” en R.D.J., t. 79, sec. Derecho, pp. 9-29) o por quiebre del principio de igual repartición de las cargas públicas (Martínez Estay, José Ignacio: “La responsabilidad patrimonial del Estado por infracción al principio de igualdad y al derecho de propiedad en el Derecho Público chileno”, en AA.VV., Derecho de Daños, Editorial LexisNexis, Santiago, 2002, pp. 196-201). Igualmente se sostiene la responsabilidad del Estado por su actividad jurisdiccional.

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Sobre responsabilidad por error judicial véanse: R.D.J., t. 62, sec. 1ª, p. 93; Luis Cousiño Mac-Iver: “Derecho de las personas detenidas, procesadas o condenadas injustamente a ser indemnizadas de todos los daños ocasionados”, en R.D.J., T. 55, Parte 1ª, p. 43; García Mendoza, Hernán: La responsabilidad extracontractual del Estado. Indemnización del error judicial, Conosur, Santiago, 1997; Fernández González, Miguel Angel: “Indemnización por error judicial en la perspectiva del Nuevo Procedimiento Penal”, en Rvista de Derecho (U. Católica del Norte), Nº 8, 2001, pp. 275 y ss.; Martínez Estay, José Ignacio: ob. cit., pp. 199-201.

Respecto de los demás actos del Estado, tradicionalmente, la responsabilidad que a éste puede caberle, se ha fundado en la distinción entre los actos de autoridad y de gestión.

Una sentencia basándose en ella, definía los actos de autoridad como aquellos que directamente emanan de una ley o reglamento, y siempre que el funcionario actúe de acuerdo a ellos (R.D.J., T. 62, sec. 1ª, p. 6, con un interesante voto disidente del Ministro Integrante don Luis Cousiño Mac-Iver en que señala algunas de las modernas tendencias de Derecho Público al respecto); otra dijo que “el Fisco, aunque persona jurídica de Derecho Público, puede estar sujeto a responsabilidad extracontractual cuando se trata de meros actos de gestión, por lo cual responde de actos ejecutados por un dependiente suyo, con imprudencia temeraria, con culpa, pues en tal caso el dependiente no actúa como autoridad pública, sino en acto de gestión privada. Por el contrario, cuando el Fisco actúa como poder público no tiene responsabilidad alguna por daños causados por funcionarios que realizan actos de autoridad, ejerciendo funciones que corresponden sólo a los poderes públicos, salvo las que establezcan leyes especiales para determinados servicios públicos” (R.D.J., T. 81, Nº 2, sec. 4ª, p. 206), y la jurisprudencia ha sido constante para rechazar respecto de los actos de autoridad la responsabilidad del Estado, como por ejemplo en cuanto a los actos de policía legítimos, o sea, en que ésta actúa conforme a las leyes y reglamentos. Y así, se ha resuelto que el Estado no responde de los daños ocasionados durante la represión de una turba (R.D.J., T. 36, sec. 1ª, p. 278; T. 42, sec. 1ª, p. 392; T. 62, sec. 1º, p. 93).

En cambio, se acepta la responsabilidad del Estado en los actos de gestión, y por ello se ha resuelto que si un radiopatrullas infringe la Ley de Tránsito y comete un hecho ilícito no hay acto de autoridad, sino de gestión y responde el Estado (R.D.J., T. 62, sec. 1ª, p. 6).

Ahora bien, respecto de los actos de gestión de los funcionarios se aplica el mismo criterio que para las personas jurídicas de derecho privado: si el funcionario representa al Estado, responde éste directamente, y en caso contrario, la responsabilidad es indirecta, de acuerdo al art. 2.320. O sea, el problema es resuelto con un criterio estrictamente de Derecho Privado.

Ello ha permitido que se dirijan fundadas críticas a esta distinción entre actos de autoridad y gestión. En primer lugar, porque la relación entre el Estado y sus funcionarios no es de Derecho Privado, sino de Derecho Público; no se trata de un contrato de trabajo, sino que sujeto a una regulación legal, como es el Estatuto Administrativo que el Estado impone unilateralmente. Se agrega que el funcionario no se encuentra al cuidado del

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Estado, ni tampoco puede aplicarse el fundamento de la responsabilidad por el hecho de los dependientes, que según sabemos es la culpa in eligendo o in vigilando. Finalmente, no hay justicia alguna en dejar al margen de la responsabilidad del Estado todos los actos de autoridad.

Hay doctrinas modernas que buscan fundar la responsabilidad del Estado en principios del Derecho Público: para algunos el Estado es responsable cuando hay una falta en el servicio público, o sea, una ausencia de servicio, servicio deficiente o servicio tardío que causa daño. Para otros se distingue entre la actividad reglada y discrecional de los funcionarios. En la primera sólo puede existir responsabilidad si el funcionario excede sus atribuciones, que están claramente deslindadas y señaladas en la ley, reglamento, decreto u otra resolución, y en tal caso la responsabilidad es en principio del funcionario. Distinta es la situación en los actos discrecionales del servicio público, en que si se causa un daño a terceros, el Estado debe responder objetivamente, pero siempre naturalmente que se trate de un hecho ilícito cometido por el funcionario. El Estado con su actividad administrativa crea un riesgo de daños ilegítimos a los particulares, y debe indemnizarlos en virtud del principio de la igual repartición de las cargas públicas.

Según Abeliuk (ob. cit., Nota 258, p. 239) trátese de la responsabilidad de las empresas, personas jurídicas, ya sean de Derecho Privado o Público, su propia responsabilidad directa o indirecta es siempre objetiva; el dolo y la culpa es requisito de la actuación del agente que obra por ellas y en ciertos casos ni siquiera debe exigírsele. Y así, cuando la autoridad actúa en la represión de un delito y causa daño a terceros ajenos al hecho, debería siempre indemnizarlos.

Osvaldo Oelckers fundado en el art. 38 inc. 2 de la Constitución Política sostiene que “Estos actos administrativos que originan la responsabilidad de la Administración del Estado, de sus organismos o de las Municipalidades, según de donde ella provenga, todos condensados en la denominada responsabilidad extracontractual del Estado Administrador, pueden deberse tanto a actuaciones regulares o legales, como a actuaciones irregulares o ilegales. O sea, es posible que la responsabilidad surja por actuaciones lícitas, como por actuaciones ilícitas de la Administración Pública y ello se debe a que la Constitución en su art. 38 inc. 2 no ha considerado a los elementos de ilicitud y culpa para constituir la institución de la responsabilidad pública y se apoya en su nuevo criterio, que ´es el de la lesión`. Por lo tanto, cabe una actuación lícita que, sin embargo, ocasiona lesión en el patrimonio de las personas y origine responsabilidad” (Oelckers Camus, Osvaldo: “La responsabilidad civil extracontractual del Estado Administrador en la Constitución Política de 1980 y su imputabilidad por falta de servicio”, en Revista Chilena de Derecho, Número Especial, 1998, p. 346).

El art. 38 inc. 2º de la Constitución Política señala: “Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales que determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario que hubiere causado el daño”. En forma armónica con lo prescrito por esta disposición, el art. 4 de la ley Nº

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18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado declara -ahora desde el punto de vista del Estado y no del particular afectado- que: “El Estado será responsable por los daños que causen los órganos de la Administración del Estado en el ejercicio de sus funciones, sin perjuicio de las responsabilidades que pudieren afectar al funcionario que los hubiere ocasionado”,

¿El art. 38 inc. 2 de la Constitución consagra o no la responsabilidad objetiva del Estado?

Dicen que es objetiva los destacados profesores de Derecho Administrativo Enrique Silva Cimma, Eduardo Soto Kloss y Hugo Caldera.

Doctrinariamente, la responsabilidad objetiva o sin culpa fundada en el riesgo, en el derecho público ha tomado fuerza en razón del principio de la igualdad ante las cargas públicas, lo que va a significar que el daño puede recaer sobre un tercero por la acción administrativa, que deberá repartirse entre todos por intermedio del tesoro público. También se han dado otras bases para afirmar esta responsabilidad: teoría de la expropiación, del sacrificio especial, del enriquecimiento sin causa y abuso del derecho, de los derechos adquiridos, del seguro social, de la solidaridad humana.

En Chile, para algunos, el modelo recogido y establecido por la Constitución de 1980 se aparta totalmente de los esquemas decimonónicos del Código Civil, toda vez que el referido art. 38 “ingresó al ordenamiento jurídico nacional un sistema de responsabilidad que no se basa en la culpa o el dolo del causante del daño, es decir, en la ilicitud del actuar del autor de la lesión, sino que, por el contrario, se sustenta en la existencia de una ´víctima` que ha sufrido un daño en sus derechos, con absoluta independencia de la licitud o ilicitud del comportamiento del que lo hubiere ocasionado”. Se concluye que “la responsabilidad de la Administración del Estado chileno procede cada vez que esta haya causado un daño, incluso cuando haya actuado dentro de la más estricta legalidad” (Fiamma, Gustavo: “La acción constitucional de responsabilidad y la falta de servicio”, en Revista Chilena de Derecho, 1989, Vol. 16 Nº 2, pp. 434-435).

Por su parte, don Eduardo Soto Kloss sostiene que al ser una responsabilidad de una persona jurídica, imposible de estructurar sobre la base del dolo o la culpa, resulta ser una responsabilidad objetiva, fundada sobre la base de la causalidad material; vale decir, atendida la relación causal entre un daño antijurídico (que la víctima no estaba jurídicamente obligada a soportar) producida por un órgano del Estado en el ejercicio de sus funciones, nace la obligación para éste de indemnizar aquella (Soto Kloss, Eduardo: Informe Constitucional Nº 290, de 9 de abril de 1992).

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Pero hay autores que discrepan.

Así, Alvaro Quintanilla señala que no es posible que la responsabilidad del Estado tenga carácter objetivo, porque “la responsabilidad objetiva es, al interior de nuestro derecho positivo y en nuestra tradición jurídica, un régimen claramente excepcional y de derecho estricto. Exige una formal y explícita consagración”. A su juicio, si existiera responsabilidad objetiva para el Estado “se consagraría tal tipo de responsabilidad sin concurrir ninguno de los fundamentos que tradicional, doctrinaria y positivamente la justifican: la teoría del riesgo creado y la del riesgo provecho”. Por último, en su opinión “los casos excepcionales de responsabilidad objetiva están siempre referidos a actividades materiales intrínsecamente riesgosas que amagan la posición general de seguridad de las personas. No miran a la calidad de los sujetos. De este modo, responsabilizar bajo la forma de responsabilidad objetiva y de modo indiscriminado al sujeto Estado, sólo por ser tal, rompe esta realidad jurídica, a la vez que importa un atentado al principio de igualdad” (Quintanilla, Alvaro: “¿Responsabilidad del Estado por actos lícitos?” en Revista de Derecho, Consejo de Defensa del Estado, Santiago, año 1 (julio 2000), Nº 1, pp. 47-48).

A lo anterior, Jaime Rojas agrega que el art. 38 inc. 2 de la Constitución “tiene como propósito establecer la competencia de los tribunales para conocer de la actividad administrativa, toda vez que en su concepción original aparece claramente como el reemplazo que la Constitución Política de 1980 hizo del art. 87 de la Carta de 1925, ubicado en el capítulo del Poder Judicial. Lo que se pretendió por parte del Constituyente de 1980, como señala acertadamente don Pedro Pierry, teniendo varias opciones entre las cuales elegir en cuanto a los requisitos del actor para interponer la acción contenciosa administrativa, optó por la solución de exigir al reclamante -para utilizar el término del art. 38- que invoque un derecho subjetivo violado por la Administración, acercando de este modo el recurso de nulidad al contencioso administrativo subjetivo. En otros términos, la expresión ´persona que sea lesionada en sus derechos` está referida al requisito para poder recurrir ante los tribunales y no tiene el sentido de aceptar un sistema de responsabilidad extracontractual del Estado”. Añade que “entender que la mencionada norma consagra un sistema de responsabilidad objetivo, provocaría necesariamente que todos los órganos comprendidos en la misma, es decir, aquellos que integran la Administración del Estado quedarían comprometidos por el solo hecho que existiera un vínculo o relación de causalidad entre el hecho y el daño, olvidándose que gran parte de ellos se rigen por normas distintas, que tienen exigencias y contenidos absolutamente diversos. No puede, por ejemplo, considerarse que el mismo tipo de responsabilidad afecta a un servicio centralizado del Estado con aquella que afectaría a una empresa estatal, especialmente si

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ésta, por expresa disposición constitucional, se rige en esta materia por el Código Civil, de eminente raigambre subjetiva (Rojas Varas, Jaime: “Bases de la responsabilidad extracontractual del Estado administrador”, en Revista Chilena de Derecho, Número Especial, 1998, pp. 357-358).

También se discute si la falta de servicio constituye o no responsabilidad objetiva (ambas posturas pueden verse en Rojas Varas, Jaime: “Bases de la responsabilidad extracontractual del Estado administrador”, en Revista Chilena de Derecho, Número Especial, 1998, pp. 358-359, y Oelckers Camus, Osvaldo: “La responsabilidad civil extracontractual del Estado Administrador en la Constitución Política de 1980 y su imputabilidad por falta de servicio”, en Revista Chilena de Derecho, Número Especial, 1998, p. 351).

El art. 44 de la Ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado señala que: “Los órganos de la Administración serán responsables del daño que causen por falta de servicio.No obstante, el Estado tendrá derecho a repetir en contra del funcionario que hubiere incurrido en falta personal”.

Por su parte, el art. 137 de la Ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades establece que: “Las municipalidades incurrirán en responsabilidad por los daños que causen, la que procederá principalmente por falta de servicio.No obstante, las municipalidades tendrán derecho a repetir contra el funcionario que hubiere incurrido en falta personal”.

La jurisprudencia de nuestros tribunales, desde el conocido fallo “Tirado con Municipalidad de La Reina” (R.D.J., t. 78, sec. 5ª, p. 35) estableció en forma más o menos reiterada que la responsabilidad por falta de servicio importaba la consagración de una responsabilidad objetiva.

El art. 62 inc. 2 de la derogada Ley de Municipalidades (D.L. 1.289/76) prescribía: “La responsabilidad extracontractual procederá principalmente para indemnizar los perjuicios que sufran uno o más usuarios de los servicios municipales cuando éstos no funcionen debiendo hacerlo o lo hagan en forma deficiente”. Por eso, dicho fallo concluyó que “se consagra aquí la responsabilidad objetiva, en que el perjudicado es relevado de probar si hubo culpa o dolo del agente, como también la identidad de éste, bastando acreditar que el perjuicio se debió a un servicio deficiente que la Corporación edilicia debió subsanar” (Cons. 15)

Responsabilidad por productos defectuosos

A mediados del siglo XIX, los juristas no habían comenzado a preocuparse por los problemas propios a los daños derivados para los consumidores de la fabricación y

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distribución masiva de bienes. Por eso, ni el Código Civil de Bello, ni los Códigos extranjeros en general, entraron a regular lo que hoy constituye la responsabilidad por productos defectuosos.

Inicialmente los autores enfocaron la temática de los daños por productos manufacturados como un tópico propio del saneamiento de los vicios ocultos o redhibitorios. Así se restringía enormemente la materia, al solo terreno contractual de la compraventa. En el caso chileno, a los arts. 1857 y siguientes del Código Civil. Es obvio que tal derrotero era a veces inservible, pues a menudo el contrato que sirve de antecedente a la responsabilidad por productos es un arrendamiento, un leasing, u otro distinto a la compraventa. Además que las leyes sobre vicios ocultos discurren a partir de la acción quanti minoris o de la acción rescisoria, y sólo muy de paso se refieren a indemnizaciones de perjuicios, siendo éstas, sin embargo, el quid de la responsabilidad por productos.

La jurisprudencia y doctrina extranjera han configurado una tipología de cuatro defectos:

1. Defectos de fabricación: el bien tiene una falla que no se detectó en los controles de calidad;

2. Defectos de información: el producto no advierte al consumidor de lo necesario para que se haga un uso inocuo del mismo;

3. Defectos de diseño o concepción: con ellos se prentende estimar que el bien fue ideado o concebido de un modo que no era el que correspondía para otorgar suficiente seguridad a los consumidores. Las Cortes norteamericanas se debaten entre dos criterios para saber si el diseño de un producto es defectuoso: el risk-utily test y el consumer-expectation test. Según este último el diseño es defectuoso si de acuerdo a lo que podían esperar los consumidores el productor debió optar por un diseño más seguro, independientemente de los costos que éste pudiera tener. En cambio, por el risk-utily test los jueces deben ponderar el mayor costo que hubiera representado el diseño alternativo en relación con el riesgo de daños. La directiva eurocomunitaria, si bien no se pronuncia sobre estos estándares, señala sí que un producto no puede ser considerado defectuoso por el solo hecho de que ingrese al mercado un producto más perfeccionado, por más seguro;

4. Riesgos de desarrollo: dice relación con aquellas fallas que no eran susceptibles de ser detectadas a la hora de la puesta en circulación del producto y que sólo son descubiertas gracias al avance científico posterior. Es muy debatido si debe recaer en el fabricante el peso de soportar los daños sufridos por las víctimas cuando no tenía modo de preverlos, atendido el estado de los conocimientos científicos a la fecha de producción y comercialización del bien. La teoría norteamericana del deep-pocket, es decir, que debe soportar el costo de los accidentes el que esté en mejor situación para asumirlos y distribuirlos en la población, lleva rechazar la exoneración de responsabilidad por la causal denominada “state of the art”. La directiva europea dejó libertad a los Estados para aceptar o excluir los defectos de desarrollo. Pocos son los países que la han incluido; algunos, como España y Francia, los contemplan sólo para

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ciertos productos (alimentarios y farmacéuticos, en España y productos derivados del cuerpo humano, en Francia).

En Estados Unidos y la Unión Europea la responsabilidad por productos defectuosos es un tema sumamente desarrollado por la doctrina y jurisprudencia que consagran la responsabilidad objetiva.

En USA el primer caso que aplicó la strict liability de un modo definitivo tuvo lugar en 1963. El Tribunal Supremo de California afirmó la responsabilidad del fabricante frente al consumidor por el solo hecho de haber puesto en circulación un producto defectuoso, sin que fuera necesaria la prueba de culpa: “A manufacturer is estrictly liable in tort, when the article he places on the market, knowing that it is to be used without inspection for defects, proves to have a defect that causes injury to a human being”.

A favor de la aplicación de esta teoría de responsabilidad objetiva, adoptada rápidamente por la mayor parte de los tribunales de USA, se han esgrimido varios argumentos. En primer lugar el fabricante debe soportar el coste de los daños atribuibles al carácter defectuoso de su producto, no solo porque al lanzarlo al mercado ha creado el riesgo, sino además porque está en mejores condiciones que la víctima para asumirlo. En este sentido se dice que el fabricante puede fácilmente distribuir los daños sufridos por la víctima entre todos los consumidores de su producto, mediante un pequeño incremento del precio del mismo. En segundo lugar, y puesto que el fabricante ejerce un control sobre la actividad de producción, la imposición de una responsabilidad sin culpa, lograría mayores efectos en el ámbito de la prevención de productos defectuosos. En tercer lugar se pone el énfasis en que el público tiene derecho a esperar y confiar en que los bienes que puede adquirir en el mercado no le causarán ningún perjuicio.

A nivel de la Unión Europea existe la Directiva 85/374/CEE del Consejo, de 25 de julio de 1985, relativa a la aproximación de las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros en materia de responsabilidad por los daños causados por productos defectuosos; y la Directiva 2001/95/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 3 de diciembre de 2001, relativa a la seguridad general de los productos.

Según el art. 6.1 de la Directiva 85/374/CEE “Un producto es defectuoso cuando no ofrece la seguridad a la que una persona tiene legítimamente derecho, teniendo en cuenta todas las circunstancias, incluso:a) la presentación del producto;b) el uso que razonablemente pudiera esperarse del producto;c) el momento en que el producto se puso en circulación”.

Igualmente señala que “el productor será responsable de los daños causados por los defectos de sus productos” (art. 1) y que para tal efecto bastará que el perjudicado pruebe “el daño, el defecto y la relación causal entre el defecto y el daño” (art. 4).

En Chile el tema de la responsabilidad por productos defectuosos está embrionariamente presente (sin llegar a la responsabilidad objetiva) en los arts. 18 a 27 y

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44 al 49 de la Ley Nº 19.496 sobre protección de los consumidores. Además, son pertinentes los arts. 3 letras d) y e) y el 12 de dicha ley.

Véase López Santa María, Jorge: “La responsabilidad civil por productos” en Derecho de Daños, Editorial LexisNexis, Santiago, 2002, pp. 149-170.

Responsabilidad médica

La responsabilidad médica es uno de los tópicos más analizados en la hora actual, puesto que, de un tiempo a esta parte, la salud se mira como un derecho y se ha perdido esa veneración casi religiosa que se tenía respecto del médico. Hoy se le ve como un profesional más que debe responder por sus hechos como cualquier otro profesional. Es cierto sí que de un extremo puede pasarse a otro: y es que se atribuya al médico todo tipo de riesgos y males que se produzcan a consecuencia del desarrollo de una enfermedad y su tratamiento, no distinguiéndose entre errores médicos excusables por imprevisibles, de las negligencias o malas prácticas inexcusables por impericia o imprudencia. La línea no es fácil siempre de fijar, y un proceso de reparación del daño médico a “ultranza” por medio de la objetivación de su responsabilidad, puede presentar serios inconvenientes en la organización del sistema de salud de un país y en los costos que la atención médica representa para la población. Es conocida la situación norteamericana en que el médico debe procurarse todo tipo de “consentimientos” antes de intervenir, pedir todo tipo de exámenes previos y contratar un seguro que lo respalde económicamente ante una posible demanda. Todo ello redunda en un encarecimiento del sistema de salud y, en el fondo, las indemnizaciones recibidas por las víctimas terminan siendo soportadas por todos los usuarios del sistema y, más aún, por todos los contribuyentes.

En nuestro país, el proceso de la judicialización de la mala praxis médica está todavía en ciernes, pero se aprecia un importante número de casos recientes que permiten prever que podemos ir por una senda similar.

La doctrina jurídica tradicional de nuestro país (Alessandri, ob. cit., p. 75-78; Abeliuk, ob. cit., p. 766; Tomasello, Leslie: “La responsabilidad civil médica”, en Estudios de Derecho Privado, Edeval, Valparaíso, 1994, pp. 34-35; Court M., Eduardo: Algunas consideraciones sobre la responsabilidad civil médica a la luz de la doctrina y jurisprudencia nacionales, Cuadernos Jurídicos, U. Adolfo Ibañez, Nº 7, p. 2, etc.) sostiene que la responsabilidad de un médico por los daños que cause al paciente es contractual.

En caso de contratación directa entre paciente y médico los servicios de estos profesionales se sujetarían, de acuerdo a la doctrina en comento, a las reglas del mandato (art. 2.118 del Código Civil) y a las que rigen el arrendamiento de servicios inmateriales (art. 2.012). Luego, incumbirá al médico probar que el daño sufrido por el paciente no le es imputable, esto es, que al hacer el diagnóstico o en la operación o tratamiento empleó la debida diligencia o cuidado y que si el daño sobrevino, fue por un caso fortuito de que no es responsable o por culpa del paciente; que no hubo negligencia en los cuidados que le prestó; que tuvo justo motivo para no seguir prestándole sus servicios, etc. (art. 1.547, inc. 3º: presunción de culpa en materia contractual).

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También serían las reglas de la responsabilidad contractual las que se aplicarían en caso de servicios prestados por el médico en establecimientos públicos o privados. La responsabilidad del médico es contractual tanto respecto del establecimiento, como de los enfermos que a ellos concurran en demanda de sus servicios. En ambos casos el vínculo que liga al profesional es contractual: respecto del establecimiento no cabe duda, puesto que fue quien contrató con el médico. En cuanto a los enfermos, si bien no contrataron con el profesional (ni lo eligieron libremente en muchas ocasiones, sobretodo en el sector público), son los beneficiarios de una estipulación a favor de otro, ya que así puede calificarse el contrato celebrado entre el respectivo establecimiento y el profesional, desde que, en virtud de ella, éste se obligó a prestar sus servicios a terceros, y el hecho de que los enfermos concurran al establecimiento y reciban los cuidados y atenciones que el profesional les presta, importa aceptación del derecho creado en su favor (art. 1.449).

La responsabilidad de los médicos será exclusivamente extracontractual a) si con la muerte o las lesiones causadas al paciente causan daño a un tercero, por ejemplo, a las personas que vivían a las expensas de aquél, quienes en lo sucesivo se verán privadas de su ayuda, a condición, naturalmente, de que tales personas invoquen su propio daño, puesto que entonces ningún vínculo jurídico las liga con el autor del daño, y b) en general, cuando con cualquier acto de su profesión, ejecutado con dolo o culpa, dañan a un tercero con quien no están ligados contractualmente, por ejemplo, los servicios prestados por amistad o en la vía pública a un accidentado.

Sin embargo, toda la tesis tradicional expuesta fue refutada en Francia ya en 1939 por Savatier quien estima que es el paciente quien debe probar la culpa del médico, porque, en su concepto, la obligación de éste es de medio y no de resultado: el médico no se obliga a sanar el enfermo sino a hacer todo lo necesario para que sane (Savatier, René: Traité de la responsabilité civile en droit francais, Librairie Générale de Droit et Jurisprudence, París, 1939, T. II, Nº 775, p. 390 y Nº 778, p. 395). Se salva así el principal inconveniente de aplicar las reglas de la responsabilidad contractual que llevan ineludiblemente, en virtud del art. 1.547 inc. 3º del Código Civil, a presumir la responsabilidad del médico correspondiéndole a éste probar, para liberarse de responsabilidad, que actúo con la debida diligencia o cuidado. La sola falta del resultado esperado: la salud recuperada, no basta para estimar incumplido el contrato y presumir la culpa del médico. Aunque no siempre las obligaciones médicas son de actuación o de medios. Así por ejemplo, las intervenciones de cirugía plástica pueden ser concebidas como resultado en cuanto el médico ha prometido lograr una determinada reparación estética. Lo mismo puede predicarse de la hemoterapia, la radiología, la anatomopatología y los análisis bioquímicos, en que lo contratado es un determinado resultado o fin (Pérez de Leal, Rosana: Responsabilidad civil del médico. Tendencias clásicas y modernas, Edit. Universidad, B. Aires, 1995, p. 89). Con todo, como dice Yzquierdo Tolsada, la propia jurisprudencia (española) se está ocupando de suavizar un esquema probatorio que, como el apuntado, pone las cosas muy difíciles a todo paciente damnificado que pretenda demandar una responsabilidad por daños. Ello se consigue a través de diferentes expedientes, todos muy visibles por explícitos. Uno de ellos consiste en una argumentación que quiere ver la “mejor posición probatoria” en que se encuentra un facultativo frente a sus pacientes: cabe que se atenúe el rigor del principio que hace recaer sobre el actor la carga de probar los hechos constitutivos de su pretensión, desplazándola sobre la parte que se halle en mejor posición probatoria, aunque sea la demandada, por su

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libertad de acceso a los medios de prueba y su mejor posición en el conocimiento de la esfera técnica del caso. Un segundo expediente es la denominada “culpa virtual”: no se excluye la presunción desfavorable que pueda generar un mal resultado, cuando éste, comparativamente, es desproporcionado con lo usual, según las reglas de la experiencia y el sentido común (Yzquierdo Tolsada, Mariano: Sistema de responsabilidad contractual y extracontractual, Dykinson, Madrid, 2001, p. 228. Vid. además: De Ángel Yágüez: Responsabilidad civil por actos médicos. Problemas de prueba, Madrid, 1999, y Díaz-Regañon García-Alcalá: El régimen de prueba en la responsabilidad civil médica. Hechos y Derecho, Madrid, 1996).

Por otra parte, la actual judicialización del “daño médico” ha llevado a la contratación de seguros que respalden económicamente al médico ante una posible demanda, trasladándose entonces toda la problemática, ya de por sí compleja de los seguros, a un área tan sensible como lo es la salud de las personas.

Atendido que en nuestra masificada sociedad la mayoría de las prestaciones de salud se otorgan por instituciones públicas o privadas y muchas veces por un equipo médico, resulta necesario abordar estos dos aspectos.

En cuanto a la responsabilidad del equipo médico que interviene en una determinada operación parece claro que el personal auxiliar que se subordina (sea por contrato directo o por contrato con el centro hospitalario), al médico que ejerce de jefe, compromete a éste bajo responsabilidad indirecta por el hecho del dependiente, sea en virtud del art. 1.679 o 2.320 según exista o no relación contractual entre el médico jefe y el paciente (así, Paillás, Enrique: Responsabilidad médica, ConoSur, Santiago, 1999, p. 45). La responsabilidad que corresponde a los otros médicos que colaboran en la intervención sin tener un vínculo de dependencia del médico-jefe, puede ser concebida en dos formas: individualmente considerada, es decir, cada médico responde sólo por sus actos; colectivamente considerada, esto es, por el acto dañoso de uno responden todos. En este segundo caso, la responsabilidad colectiva puede ser simplemente conjunta (el monto de la indemnización se reparte entre las partes) o solidaria: cualquiera de ellos puede ser demandado por el total. A juicio de H. Corral, si la responsabilidad es contractual podría estimarse que se trata de una obligación indivisible y que procede aplicar el art. 1.526 Nº 3. En cambio, parece complejo aplicar al mismo supuesto la norma del art. 2.317 para la responsabilidad extracontractual, salvo que el hecho negligente haya sido de autoría de todo el equipo (Corral T., Hernán: Lecciones de responsabilidad civil extracontractual, Documento Docente Nº 10, U. de los Andes, Santiago, 2002, p. 187).

Por otra parte, la organización empresarial de los servicios médicos plantea la cuestión de cómo atribuir responsabilidad, no ya al médico o profesional de la salud directamente culpable del daño, sino a la empresa hospitalaria en que se produjo el daño. En nuestra legislación, se ha recurrido a las normas generales de la responsabilidad por el hecho del dependiente, que existen tanto en sede contractual (art. 1.679) como en sede extracontractual (art. 2.320). Aunque formalmente la jurisprudencia parece afrontar el tema con los criterios de la responsabilidad indirecta del art. 2.320, lo que en teoría permite a la empresa hospitalaria el exonerarse si prueba que no habrá podido evitar el hecho con la diligencia debida, hay indicios de que en la práctica se está introduciendo –como en otros

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ámbitos de responsabilidad del empresario- una objetivación de la responsabilidad, de modo que la empresa hospitalaria, como cualquiera organización de prestación de servicios debe responder directamente de los daños causados por una actuación deficiente. Se sostiene que hoy se estaría transitando de un sistema de responsabilidad presunta por el hecho ajeno a un sistena de responsabilidad vicaria, según el cual, acreditado una culpa en el agente directo (que incluso no necesita ser individualizado) la empresa debe responder sin que quepa la posibilidad de exoneración por haber desarrollado una diligencia debida (en este sentido, Zelaya E., Pedro: “Responsabilidad civil de hospitales y clínicas (modernas tendencias jurisprudenciales)”, en R.D.J., t. 94, primera parte, pp. 70 y ss.). El sistema público de prestaciones médicas recae en los Servicios de Salud que son personas públicas organizadas regionalmente y dotados de autonomía técnica, administrativa y patrimonial (D.L. 2.763, de 1979). Cuando se produce un daño a un paciente atendido por un consultorio, clínica u hospital dependiente de alguno de estos servicios se presenta el problema de la responsabilidad del Estado en virtud de sus órganos o empresas. La jurisprudencia en estos casos se mantiene adherida a la tesis de que corresponde aplicar la responsabilidad indirecta del empresario por el hecho de sus dependientes, en conformidad con el art. 2.320, o incluso una responsabilidad directa en virtud del art. 2.314. La doctrina critica esta solución y sostiene la inadecuación de las normas civiles para resolver estos problemas (así, Vásquez R., Andrés: Responsabilidad del Estado por sus Servicios de Salud, ConoSur, Santiago, 1999, p. 21). Se piensa que la invocación de la falta de servicio regulada por el art. 44 de la Ley Nº. 18.775 puede otorgar un mejor fundamento a las sentencias condenatorias de los Servicios de Salud, o incluso la aplicación de una responsabilidad objetiva o por riesgo basada directamente en preceptos constitucionales (Vásquez, A.: ob. cit., pp. 48-49 y 83 y ss.). Una consecuencia de esta opinión es que no se aplicará a este tipo de responsabilidad la prescripción prevista en el art. 2.332, y que, a falta de un precepto de derecho público al respecto, debería sostenerse que la acción de la víctima es imprescriptible. Para Corral resulta curioso que la legislación civil sea el Derecho común para todos, menos para el Estado, y le parece que la consecuencia que se extrae sobre la prescriptibilidad de la acción es atentatoria contra el principio de igualdad ante la ley: “¿por qué el paciente atendido en un hospital privado tendría una acción que se extingue a los cuatro años y el que sufre el mismo daño pero en un hospital público gozaría de una acción imprescriptible?” (Corral, H.: ob. cit., p. 189).

Juicio Indemnizatorio y Reparación del Daño

Concurriendo los requisitos antes señalados (acción u omisión culpable o dolosa, daño a la víctima y relación de causalidad), nace para el autor de un hecho ilícito la obligación de indemnizar el daño ocasionado.

Los caracteres más importantes que presenta la acción de indemnización son los siguientes:

1º Es una acción personal, pues corresponde ejercerla contra el responsable del daño;

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2º Es siempre mueble, pues normalmente persigue el pago de una suma de dinero, y en ciertos casos la ejecución de un hecho. De acuerdo al art. 581 los hechos que se deben se reputan muebles.

3º Es una acción netamente patrimonial, y como consecuencia de esto:

a) Es renunciable.

De acuerdo a la regla general del art. 12 no hay duda de que puede renunciarse a la reparación del daño, una vez producido (R.D.J., T. 62, sec. 4ª, p. 213). Existen serias limitaciones para la condonación anticipada de la indemnización, pero ninguna para su remisión una vez nacida la obligación;

b) Es transigible (R.D.J., T. 62, sec. 4ª, p. 213)

Así lo señala el art. 2.449: “La transacción puede recaer sobre la acción civil que nace de un delito; pero sin perjuicio de la acción criminal”. Las partes pueden componer libremente la indemnización ya devengada. Es obvio que no puede transarse la acción penal pública;

c) Es cedible.

Tampoco hay inconveniente alguno para que la víctima ceda la acción indemnizatoria, como cualquier otro crédito, pero no se acepta por algunos autores en cuanto a la reparación del daño moral, que se considera personalísimo;

d) Es prescriptible.

Nuestro Código, a diferencia del francés, que nada dijo, por lo cual se han originado discusiones en la doctrina y jurisprudencia, señaló un plazo especial de prescripción parar la acción de indemnización.

Dice el art. 2.332: “Las acciones que concede este título por daño o dolo, prescriben en cuatro años contados desde la perpetración del acto”.

Este plazo de prescripción sólo se refiere a la acción de indemnización que nace del delito o cuasidelito civil, y no a otras acciones que pueden corresponder a la víctima, como la reivindicatoria si ha sido objeto de robo, hurto, usurpación, etc., que se rige por su propio término de prescripción. Y es sin perjuicio de los plazos señalados en leyes especiales, y en el propio Código en caso de ruina de un edificio, en que el plazo es de 5 años en cuanto a la responsabilidad del empresario; y de un año por los daños a los vecinos (art. 950, inc. 1º).

Como el precepto habló de la “perpetración del acto” como momento inicial del transcurso de la prescripción, la jurisprudencia y la doctrina entendían habitualmente que ella comenzaba a correr desde el instante de la acción u omisión imputable del hechor, aunque el daño se ocasionara posteriormente. De ordinario ambos momentos van a coincidir, pero no ocurre siempre en esta forma.

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Así se había fallado habitualmente en relación a la responsabilidad extracontractual de los conservadores de bienes raíces, por el otorgamiento de certificados de gravámenes y prohibiciones con omisión de una hipoteca debidamente inscrita; con el mérito de ellos los acreedores habían facilitado dineros al deudor, y al tiempo de rematar la propiedad no alcanzaron a pagarse por haberse hecho presente el acreedor de la hipoteca omitida en el certificado. No se negaba la responsabilidad del Conservador por este daño, pero de acuerdo a la distinción antes mencionada, se contaba el plazo de la prescripción desde el otorgamiento del certificado erróneo, y no desde la fecha del daño, que ocurre cuando la segunda hipoteca no puede cancelarse (R.D.J., T. 25, sec. 1ª, p. 501; T. 32, sec. 1ª, p. 538).

Para Abeliuk (ob. cit., Nº 296, p. 245) esta interpretación es inaceptable, pues conduce al absurdo de que la acción resulte prescrita antes de nacer, porque es requisito de la indemnización la existencia del daño. Antes de que éste se produzca, la víctima nada puede demandar, pues no ha sufrido perjuicio. Los hechos ilícitos se definen precisamente como las acciones u omisiones culpables o dolosas que causan daño; al hablar de perpetración del acto, el Código se está refiriendo a este concepto que incluye el daño. Evidentemente, la víctima no podría cobrar pasado el cuadrienio otros perjuicios sobrevenidos posteriormente, porque desde el momento que hubo daño se completó el hecho ilícito y comenzó a correr la prescripción.

Es por estas razones que en un fallo relativamente reciente la Corte Suprema cambió de opinión y contó el plazo de prescripción desde el momento en que se produjo el daño (R.D.J., t. 64, sec. 1ª, p. 265).

En un caso más reciente, la Corte de Apelaciones de Santiago consideró que la prescripción comienza a correr desde que se comete el hecho ilícito, y no desde la fecha en que se ocasiona el daño (R.D.J., t. 77, sec. 2ª, p. 29). Pero la Corte Suprema, acogiendo un recurso de queja, desestimó la prescripción por entender que los hechos ilícitosfueron continuados hasta una fecha muy posterior (R.D.J., t. 78, sec. 5ª, p. 326). De lo cual se dedude que, tratándose de hechos ilícitos concatenados, la prescripción debe correr desde el último.

Tradicionalmente se ha sostenido que se trataría de una prescripción de corto tiempo especial y que por tanto se aplicaría el art. 2524 que declara la improcedencia de la suspensión. Así lo estiman Alessandri (ob. cit., Nº 345, p. 528) y Abeliuk (ob. cit., Nº 296, p. 245).

En este sentido se pronuncia una sentencia de la Corte de Santiago (R.D.J., t. 85, sec. 2ª, p. 63). En cambio, otra sentencia de la misma Corte se decanta por la posición contraria, estimando inaplicable la disposición del art. 2524 en razón de que ella se refiere a los “actos o contratos”, y en cambio la prescripción que regula el art. 2332 se refiere a hechos y no a negocios jurídicos (R.D.J., t. 85, sec. 2ª, p. 1).

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Se interrumpe naturalmente por reconocer el deudor expresa o tácitamente su obligación, y civilmente, por la demanda judicial. Si el hecho es ilícito civil y penal, la víctima tiene una opción para su acción de indemnización: deducirla ante el mismo Juzgado que conoce del proceso criminal, o ante el que es competente en lo civil; en este último caso el juicio civil puede quedar en suspenso hasta la terminación del proceso criminal (art. 167 del C.P.C.); naturalmente que mientras dure la suspensión, la prescripción no corre.

El art. 103 bis. del C.P.P. dispone que: “El ejercicio de la acción civil durante el sumario, debidamente cursada, interrumpe la prescripción”.

El juicio indemnizatorio

1º Legitimación activa;2º Legitimación pasiva;3º Competencia y procedimiento;4º Influencia de la sentencia criminal en lo civil.

Legitimación activa en el juicio indemnizatorio

En términos generales podemos decir que la acción de indemnización corresponde a la víctima, sus herederos o cesionarios. Nada de extraño tiene esto último por el carácter plenamente transmisible y cedible de la acción indemnizatoria.

Es necesario distinguir el daño en las personas, en las cosas y los casos de acción popular.

1º Daño en las personas.

Normalmente, la acción corresponderá al sujeto pasivo mismo del hecho ilícito, aquel que sufre el daño en su persona.

Pero, el daño en la persona de la víctima misma puede repercutir en otras personas, quienes también pueden demandar los daños. Estas personas pueden ser, a su vez, herederos de la víctima.

En este punto, existe una cuestión que ha devenido en clásica: ¿Pueden los herederos intentar la acción para pedir reparación del perjuicio causado a la víctima cuando el hecho ilícito ha provocado su muerte?. Se trata obviamente del caso en que la muerte se produce inmediatamente como consecuencia del hecho dañoso, y no del evento de lesiones que producen la muerte a corto plazo, ya que en esta última situación parece que el derecho a la indemnización, incluidos los daños morales, han ingresado al patrimonio del causante y es transmitido a su sucesión.

La cuestión estriba en el caso de muerte instantánea. Según una posición, los herederos no podrían reclamar esa reparación porque el ofendido, al morir, no habría alcanzado a ingresar en su patrimonio el derecho a pedir

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la indemnización y por ende no ha podido transmitirlo a sus sucesores. Para otros autores, el hecho ilícito es anterior a la muerte y en el instante que se produce existe en el patrimonio del ofendido el derecho a pedir la indemnización: “el crédito se transmite, ya que la víctima muere por su crédito, lo cual no significa que haya muerto antes de ser acreedora, sino que ha muerto porque se convertía en acreedora” (ver Corral T., Hernán: ob. cit., p. 203 y los autores por él citados que sustentan una y otra posición).

2º Daño en las cosas.

De acuerdo al art. 2.315, puede pedir la indemnización “no sólo el que es dueño o poseedor de la cosa que ha sufrido el daño, o su heredero, sino el usufructuario, el habitador, el usuario, si el daño irroga perjuicio a su derecho de usufructo o de habitación o uso. Puede también pedirla en otros casos el que tiene la cosa con obligación de responder de ella; pero sólo en ausencia del dueño”.

O sea, la acción pertenece al dueño, al poseedor e incluso al mero tenedor, pero este último sólo en ausencia del dueño. Este requisito debe entenderse en cuanto el mero tenedor pretenda cobrar los perjuicios del dueño, pero no si el arrendatario, por ejemplo, cobra los que a él le acarrea la destrucción de la cosa arrendada. Respecto de ellos, a él corresponde la acción. Pertenece igualmente a todo el que tiene un derecho real sobre la cosa de que se ve menoscabado o extinguido. Y finalmente a los herederos de todas estas personas.

3º Acción popular.

La ley en general otorga acción popular para la prevención del daño contingente, pero si él amenaza solamente a personas determinadas, a ellas pertenecerá la acción. Así lo señala el art. 2.333: “por regla general, se concede acción popular en todos los casos de daño contingente que por imprudencia o negligencia de alguien amenace a personas indeterminadas; pero si el daño amenazare a personas determinadas sólo alguna de éstas podrá intentar la acción”.

La ley señala, además, reglas particulares para ciertos casos, como ocurre con la denuncia de obra ruinosa, de que tratan los arts. 932 y siguientes del Código, y el inc. 2º del art. 2.328.

Dispone este precepto: “si hubiere alguna cosa que, de la parte superior de un edificio o de otro paraje elevado, amenace caída y daño, podrá ser obligado a removerla el dueño del edificio o del sitio, o su inquilino, o la persona a quien perteneciere la cosa o que se sirviere de ella; y cualquiera del pueblo tendrá derecho para pedir la remoción”.

Finalmente, el art. 2.334 señala el efecto de estas acciones populares: si ellas “parecieren fundadas, será el actor indemnizado de todas las costas de su acción, y se le pagará lo que valgan el tiempo y diligencia empleados en ella, sin perjuicio de la remuneración específica que conceda la ley en casos determinados”.

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Legitimación pasiva en el juicio indemnizatorio

En términos generales la acción de indemnización de perjuicios se dirigirá contra todo aquel que responde del daño. En consecuencia:

1º Antes que todo, en contra del autor del mismo (art. 2.316, inc. 1º).En el autor del daño se comprende al cómplice (R.D.J., T. 58, sec. 4ª, p. 58), pero no al encubridor.

Es posible que los autores sean varios, y en tal caso nuestro Código, reparando la omisión del Código francés, estableció entre todos ellos la responsabilidad solidaria.

Dice el art. 2.317: “si un delito o cuasidelito ha sido cometido por dos o más personas, cada una de ellas será solidariamente responsable de todo perjuicio procedente del mismo delito o cuasidelito, salvas las excepciones de los artículos 2.323 y 2.328”.

Estas excepciones son las ya vistas: del edificio cuya ruina causa daños y pertenece a una comunidad, en que la indemnización se divide entre los copropietarios a prorrata de sus cuotas, y de las cosas que se arrojan o caen de la parte superior de un edificio, en que la indemnización, si no puede imputarse dolo o culpa a persona determinada, se divide por partes iguales entre todos quienes habitan dicha parte del edificio.

Para que proceda la solidaridad es necesario que dos o más personas hayan participado como autores o cómplices en la comisión de un mismo delito o cuasidelito. Si se han cometido distintos delitos o cuasidelitos respecto de la misma víctima, como si por ejemplo, una persona es atropellada primero por un vehículo, y vuelve a ser atropellada por otro por haber quedado botada en el camino, no hay solidaridad (la disposición supone pluralidad de sujetos y unidad en el hecho: R.D.J., T. 68, sec. 4ª, p. 22).

Otro caso de solidaridad previsto por la ley es el de la responsabilidad del propietario de un vehículo que lo ha dado o prestado a otra persona para su conducción;

2º Responsable del hecho ajeno.

La acción podrá intentarse contra la persona que responde del hecho ajeno, como por ejemplo, contra el padre por los hechos ilícitos del hijo menor que vive con él; que figurará en el proceso criminal si el juez en lo penal conoce de la demanda civil, como tercero civilmente responsable, pero sin que lo afecte naturalmente responsabilidad penal;

3º El que recibe provecho del dolo ajeno.

De acuerdo al inc. 2º del art. 2.316: “el que recibe provecho del dolo ajeno, sin ser cómplice en él, sólo es obligado hasta concurrencia de lo que valga el provecho”.

El hecho de que el precepto excluya al cómplice es el argumento para decidir que su responsabilidad es la misma del autor. En cambio, el encubridor del delito queda afecto a

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esta obligación de indemnizar hasta el monto del provecho recibido (R.D.J., T. 58, sec. 4ª, p. 58; T. 64, sec. 4ª, p. 175. El primero de estos fallos agregó que el encubridor no responde del lucro cesante, que no puede beneficiarlo).

La responsabilidad se limita al caso de dolo, pero no de culpa, o sea, tiene lugar únicamente en los delitos, pero no en los cuasidelitos, y es la misma solución que da el art. 1.458, inc. 2º, respecto del dolo en la formación del consentimiento: si es incidental no vicia éste, pero da acción contra los que lo han fraguado o aprovechado de él, respecto de estos últimos hasta concurrencia del provecho que han reportado del dolo;

4º Los herederos.

Finalmente, la obligación de indemnizar es transmisible conforme a las reglas generales.

Véase Bidart Hernández, José: Sujetos de la acción de responsabilidad extracontractual, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1985.

Competencia y procedimiento

La regla general es que si el hecho ilícito lo es a la vez civil y penalmente, la competencia pertenece indistintamente al juzgado civil o penal, a elección de la víctima. A normas especiales queda sujeta la indemnización por accidentes del tránsito.

Si el hecho es ilícito penalmente, corresponderá conocer de la indemnización al mismo tribunal que juzga el delito o cuasidelito (véase De la Fuente Hulaud, Felipe: “La Acumulabilidad de la Acción Civil en el Proceso Penal” en Derecho de Daños, LexisNexis, Santiago, 2002, pp. 111-147), o al juez civil que sea competente de acuerdo a las reglas generales; si el hecho ilícito no tiene sanción criminal es únicamente competente el juez civil, como por ejemplo si se trata de un cuasidelito de daños (R.D.J., T. 62, sec. 4ª, p. 205). Pero si la acción civil tiene por objeto la mera restitución de una cosa (por ejemplo, si ella ha sido hurtada, estafada, robada, etc.), forzosamente debe deducirse ante el juez que conoce del proceso penal (art. 5º del C.P.P.).

Si tratándose de un delito de acción privada se ejerce solamente la acción civil, se entiende por ello renunciada la penal (art. 12 del C.P.P.).

El juicio indemnizatorio ante los juzgados del crimen se sujeta en cuanto a su procedimiento a las reglas que señala al efecto el C.P.P., pero no por ello deja de ser civil (R.D.J., T. 64, sec. 4ª, p. 245); ante los juzgados civiles, sigue las reglas del juicio ordinario sin variantes especiales. Cabe tener presente únicamente que el juicio civil puede quedar en suspenso, según lo dispuesto por los arts. 167 del C.P.C. y 5º, inc. 2º del C.P.P., hasta la terminación del juicio criminal, y siempre que en éste se haya dado lugar al plenario.

Conviene eso sí tener presente que según jurisprudencia reiteradísima, uniforme y compartida por la doctrina, en materia extracontractual no se aplica el art. 173 del C.P.C., que permite reservar para la ejecución del fallo o en juicio diverso lo relacionado con la

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especie y monto de los perjuicios, siempre que estén establecidas las bases para su liquidación. En los delitos y cuasidelitos, en un solo juicio deben establecerse todos estos factores.

Por regla general, para cada uno de los elementos cuya presencia conjunta determina la existencia de un hecho ilícito, la prueba corresponderá a la víctima, sin limitaciones de ninguna especie, puesto que se trata de acreditar un hecho: puede valerse de todos los medios de prueba que la ley franquea (R.D.J., T. 27, sec. 1ª, p. 557).

Influencia de la sentencia criminal en materia civil

Como es posible que de la acción civil conozca el juzgado civil correspondiente, y de la penal el juzgado del crimen, conviene tener presente la influencia que una sentencia puede tener en la otra. Al respecto es forzoso efectuar un primer distingo entre la sentencia civil y la criminal. Por regla general, la primera no tiene influencia en lo penal (art. 14 del C.P.P.).

En cambio, respecto de esta última es fuerza hacer un distingo nuevamente, según si ella es condenatoria o absolutoria (que incluye el sobreseimiento definitivo).

La primera puede hacerse valer en juicio civil (art. 178 del C.P.C.); no significará por sí sola la acogida de la acción de indemnización, porque deberá probarse el daño, pero acredita la comisión del hecho y la culpa (art. 13 del C.P.P.).

La segunda sólo tiene influencia en lo civil en los tres casos que señala el art. 179 del C.P.C.: si se funda en la no existencia del delito o cuasidelito, a menos que la absolución provenga de una eximente de responsabilidad penal; en no existir relación alguna entre el hecho que se persigue y la persona acusada, salvo los casos de responsabilidad por el hecho ajeno o por daños que resulten de accidentes, y finalmente, en no haber en autos indicio alguno contra el acusado, pero en tal caso la cosa juzgada afecta únicamente a las personas que hayan intervenido en el juicio criminal como partes directas o coadyuvantes.

El inc. final del precepto señala que no producen nunca cosa juzgada en materia civil las sentencias absolutorias respecto a las personas que hayan recibido valores u objetos muebles por un título de que nazca obligación de devolverlos, como guardadores, albaceas, etc.

Conforme al art. 180 del mismo Código: “Siempre que la sentencia criminal produzca cosa juzgada en juicio civil, no será lícito en éste tomar en consideración pruebas o alegaciones incompatibles con lo resuelto en dicha sentencia o con los hechos que le sirvan de necesario fundamento”.

RELACIONES DE LAS RESPONSABILIDADESCONTRACTUALES Y EXTRACONTRACTUALES

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Diferencias entre ambas responsabilidades

1º En cuanto a su generación.

La responsabilidad contractual supone la existencia de un vínculo jurídico previo, de una obligación que no se cumple o se cumple tardía o imperfectamente. El hecho ilícito da, en cambio, nacimiento a una obligación que antes de él no existía.

De esto deriva que en la primera las partes tienen un campo más amplio de acción a su voluntad, pues han estado en situación de prever la regulación jurídica en caso de infracción a la obligación; por ello, las normas legales son en general meramente supletorias, se aceptan con cierta amplitud las convenciones modificatorias de la responsabilidad y las partes pueden fijar anticipadamente los perjuicios mediante una cláusula penal.

Respecto a los hechos ilícitos, es la ley la que fija cuándo nace la obligación de indemnizar; la única facultad de las partes es componer como estimen conveniente el daño, derogando las normas legales que lo determinan; las cláusulas de irresponsabilidad son más bien excepcionales, aunque se tiende actualmente a aceptarlas, pero con limitaciones.

2º La capacidad.

Sólo son incapaces de delito o cuasidelito civil los dementes, los menores de 7 años, y los mayores de esta edad, pero menores de 16 años cuando han obrado sin discernimiento.

Las incapacidades contractuales son más amplias; desde luego, la mayor edad es a los 18 años, y existen otras fuera de la edad o privación de razón: disipador interdicto, etc.

Esta diferenciación se la justifica diciendo que es más fácil distinguir lo lícito de lo ilícito que responder de los daños en el cumplimiento de un contrato.

3º Dolo o culpa.

En cuanto al dolo como elemento constitutivo de ambas responsabilidades, si su concepción es la misma de acuerdo a la teoría unitaria del dolo, sus efectos son diferentes; en materia extracontractual no produce otros distintos a la culpa, mientras que es una agravante de responsabilidad en el cumplimiento de los contratos.

Las diferencias entre culpa contractual y extracontractual se refieren fundamentalmente a la presunción que existe en materia contractual y a la graduación que ella misma admite; la que deriva de los hechos ilícitos debe probarla la víctima, salvo los casos de excepción en que la ley la presume, y no admite grados: en materia extracontractual toda culpa, incluso la levísima, genera obligación.

4º Perjuicios indemnizables.

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La indemnización extracontractual es más completa que la contractual; la facultad de los jueces es por ello más amplia en la primera.

En ninguna de las dos se responde de los perjuicios indirectos, salvo que en la contractual se haya así expresamente convenido.

En ambas se responde de los perjuicios previstos.

En la responsabilidad contractual sólo se responde de los perjuicios imprevistos en los casos de convención en tal sentido, dolo o culpa grave, mientras que en la extracontractual se responde siempre de ellos.

Del daño moral se responde incuestionablemente si se ha cometido un hecho ilícito; en materia contractual el punto se discute.

5º Mora

En la responsabilidad extracontractual la obligación de indemnizar nace cuando se produce el hecho ilícito dañoso; en materia contractual para que se deban perjuicios se requiere colocar al deudor en mora (R.D.J., T. 68, sec. 4ª, p. 270).

6º Pluralidad de deudores

Tratándose de los contratos, la obligación de indemnizar es por regla general conjunta, salvo casos de excepción, principalmente por dolo o culpa grave.

Los autores del hecho ilícito responden solidariamente.

7º Prescripción

La de acción de indemnización por incumplimiento de una obligación es de largo tiempo: 5 años desde que se hizo exigible; la extracontractual es de corto plazo: 4 años desde la perpetración del hecho ilícito, sin perjuicio de las excepciones en uno y otro sentido.

Determinación de cuándo se aplica una y otra responsabilidad

1º Regla general en materia de responsabilidad

En caso de infracción de las obligaciones que no sean ni contractuales ni provenientes de un delito o cuasidelito civiles qué normas se le aplican, las de responsabilidad contractual o de la extracontractual. Puesto que el legislador no ha dado otras, es necesario escoger.

En Francia se sostiene que las normas sobre responsabilidad extracontractual son la regla general, aplicables a lo no previsto por el legislador. La razón es, además de la mayor

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semejanza que tienen entre sí todas las obligaciones no contractuales, que el Código francés trata específicamente “de los daños y perjuicios resultantes del incumplimiento de la obligación”, para más adelante, en el Titulo 4º del Libro 3º reglamentar “las obligaciones que se forman sin convención”.

Pero entre nosotros la situación es diferente, porque el Titulo 12 del Libro 4º trata de la responsabilidad por incumplimiento de las obligaciones bajo el epígrafe: “del efecto de las obligaciones”, expresión que las involucra a todas, y se exceptúan los hechos ilícitos por el tratamiento separado que les otorga bastante más adelante (Alessandri, ob. cit., Nº 28, p. 54; Claro Solar, Luis: Explicaciones de Derecho Civil chileno y comparado, Santiago, 1939, T. 11, Nº 1.067, p. 521; Tomasello Hart, Leslie: El daño moral en la responsabilidad contractual, Editorial Jurídica de Chile, 1969, Nº 32, p. 193. En contra Carlos Ducci, ob. cit., Nº 11, p. 8). Se cita, además, en apoyo de esta tesis el contenido de los arts. 201, 250, 391, 427, 2308 y 2288, que hablan de culpa leve, de buen padre de familia y culpa levísima, etc. (graduaciones de culpa admisibles sólo en el terreno contractual), no obstante referirse a obligaciones legales o cuasicontractuales.

Así se ha fallado también (R.D.J., T. 59, sec. 1ª, p. 112), pero como la misma sentencia tuvo que advertirlo, el punto resulta muy relativo, porque el Titulo 12, como se aprecia en todos sus preceptos, discurre sobre la idea de una estipulación previa de las partes, y por la razón ya apuntada de que estructuralmente las obligaciones extracontractuales se asemejan más entre sí, y resisten la asimilación a las normas dadas para las convenciones.

Puede agregarse que el art. 2284 agrupa a las obligaciones que se contraen sin convención, refiriéndose a las obligaciones que nacen de la ley o del hecho voluntario de una de las partes, en este último caso hablamos de los delitos y cuasidelitos civiles y de los cuasicontratos, dando a entender claramente que dichas obligaciones tienen una naturaleza similar diferente de las obligaciones que emanan de la responsabilidad contractual (igual cosa hace el art. 578 respecto de los derechos personales o créditos). En consecuencia, aplicando una razón de analogía, y en consideración a que estamos frente a un vacío de la ley, que no establece cuál es el derecho común, puede decirse que la distinción precedente debe aplicarse para establecer la regla general en materia de responsabilidad. En consecuencia, habría que agrupar las obligaciones de la misma naturaleza bajo unas mismas reglas supletorias.

2º Responsabilidad precontractual

Es un punto que se ha discutido mucho en doctrina si la responsabilidad que puede derivar para alguna de las partes por los daños originados a la otra en la etapa previa a la formación del contrato, es contractual o extracontractual.

La opinión más general se inclina por esta última doctrina, puesto que la contractual supone un contrato y éste no se forma aún; Ihering en cambio sostenía que se daba en este caso la culpa in contrahendo, de orden contractual, como lo es el acto que se iba a otorgar (Claro Solar, ob. cit., T. 11, Nº 1.072 y sgtes., pp. 529 y sgtes.).

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Alessandri (ob. cit., Nº 29, p. 57) distingue las responsabilidades expresamente previstas por la ley, en los casos de los arts. 98, inc. final, y 100 del Código de Comercio, que por ser legales, se rigen, según lo dicho anteriormente, por la responsabilidad contractual, que es la regla general entre nosotros; toda otra responsabilidad precontractual derivada de la ruptura de las negociaciones preliminares es extracontractual, pues tales negociaciones no crean entre las partes ningún vínculo jurídico.

Esta responsabilidad se presentará cuando en forma dolosa o negligente se ha dado a la contraparte la seguridad de la celebración del contrato, lo que la ha hecho incurrir en gastos, desechar otras proposiciones, etc. Requiere en todo caso un examen atento de la conducta de ambas partes, porque tampoco puede buenamente defenderse al imprudente que da por hecho lo que no es sino una proposición para estudiarse.

Por último, el contrato preliminar, como una promesa de contrato, dado que es contrato, origina responsabilidades netamente contractuales.

Véase Rosende, Hugo: “La responsabilidad precontractual en la formación del consentimiento en los contratos reales y solemnes”, en AA.VV., Instituciones Modernas de Derecho Civil. Homenaje al profesor Fernando Fueyo Laneri, Conosur, Santiago, 1996, pp. 337-348.

3º La obligación de seguridad

Hay contratos que por su ejecución implican un riesgo de daño a la persona misma de uno de los contratantes, como ocurre muy principalmente en el de transporte. Es un presupuesto para que la responsabilidad sea contractual que el daño provenga de la infracción de alguna de las obligaciones del contrato.

De ahí que, en caso de accidentes, se discute si éste puede considerarse incumplimiento de una obligación del deudor, sosteniéndose por algunos que se trataría de una responsabilidad extracontractual, pues era imposible la vigilancia permanente de éste sobre los actos del acreedor durante la ejecución del contrato.

Otra tesis que tiende a imponerse hoy en día y elaborada principalmente por la doctrina y jurisprudencia francesas (véanse Tomassello, ob. cit., pp. 239 y sgtes. y Alessandri, ob. cit., Nº 41, pp. 67 y sgtes.) sostiene que en este tipo de contratos existe una obligación de seguridad que obliga al deudor a ejecutar el contrato de manera que el acreedor resulte sano y salvo (obligación que además sería de resultado), de manera que si no cumple esta obligación, y el acreedor sufre algún daño en su persona, la responsabilidad es contractual. La importancia capital que ello tiene es eximir a éste de la prueba de la culpa.

La noción de que el deudor tiene la obligación de garantizar la seguridad del acreedor surge, jurisprudencialmente, en Francia, en un caso de transporte marítimo de personas (sentencia de 1911), siendo pronto ampliada a todos los empresarios de transportes de pasajeros, por cualesquiera vías. En esa nación, los fallos han sido muy numerosos y

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reiterativos: el transportista debe conducir al pasajero sano y salvo al lugar de destino.

En nuestra legislación, según Abeliuk (ob. cit., Nº 933, p. 765), no cabe duda que en el contrato de transporte existe para el acreedor esta obligación de seguridad; el art. 2.015 lo señala expresamente: “el acarreador es responsable del daño o perjuicio que sobrevenga a la persona por la mala calidad del carruaje, barco o navío en que se verifica el transporte”, responsabilidad que se ve confirmada por el art. 207, inc. 2º, en relación con el art. 171 del Código de Comercio. Es la opinión de nuestra doctrina (Tomassello, ob. cit., pp. 239 y sgtes.; Alessandri, ob. cit., Nº 41, pp. 67 y sgtes; Somarriva Undurraga, Manuel: Las obligaciones y los contratos ante la jurisprudencia, Nascimento, Santiago, 1939, Nº 433, p. 291) y jurisprudencia (R.D.J., T. 13, sec. 1ª, p. 110).

Esta obligación de seguridad, cuya máxima trascendencia incide en el contrato de transporte, también se señala doctrinariamente que existe en el contrato para el uso de aparatos mecánicos en ferias de diversiones, en el hospedaje, en la enseñanza de la equitación, de manejo de vehículos, etc.

4º Responsabilidad profesional

Si un profesional, médico, abogado, dentista, ingeniero, etc., en el desempeño del encargo que se le ha otorgado causa por culpa o dolo un daño a quien le encargó sus servicios, la responsabilidad que le cabe es evidentemente contractual.

Si el daño lo ocasiona a un tercero ajeno (como si el abogado bajo su sola firma injuria a la contraparte), o sin que haya mediado contrato de prestación de servicios, como si atiende a un accidentado, la responsabilidad es extracontractual. También lo será respecto de los perjuicios que, por ejemplo, la muerte del paciente por negligencia médica, y otras, ocasione a personas que vivían a expensas de la víctima.

Finalmente, en el caso de servicios prestados a través de organismos públicos o privados, como ser hospitales, asistencias, etc., la responsabilidad del profesional respecto al que recibe el servicio es contractual, pues se considera que ha existido una estipulación (art. 1.449), entre el respectivo establecimiento y el profesional, en favor del enfermo (Alessandri, ob. cit., Nº 42, p. 75).

Así expuesto el problema, parece estar de acuerdo con los principios generales de la responsabilidad, pero en la práctica conduce al absurdo de considerar, por ejemplo, que si al médico se le muere un paciente, si el abogado pierde un pleito, etc., se les presume la culpa, porque tal es la norma en materia de responsabilidad contractual. De ahí una notoria tendencia en la doctrina a considerar al profesional afecto a responsabilidad extracontractual, a fin de esquivar el absurdo apuntado. La teoría de las obligaciones de medio y de resultado soluciona muy adecuadamente el problema.

Cúmulo u opción de responsabilidades

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El problema llamado del cúmulo de responsabilidades tiene dos posibles enfrentamientos.

Por un lado, determinar si es posible que la víctima del incumplimiento puede cobrar a la vez indemnizaciones por las vías contractual y extracontractual; el hecho es en sí mismo un incumplimiento, pero al mismo tiempo reúne los requisitos del hecho ilícito. En tal sentido en que propiamente puede hablarse de acumulación, en forma casi unánime se rechaza la posibilidad de unir las dos responsabilidades para el cobro de doble indemnización, y sólo en Suiza se la suele aceptar a fin de procurar a la víctima una íntegra reparación.

Más propiamente, el problema se concibe como una opción de la víctima; si el incumplimiento inviste a la vez el carácter de un hecho ilícito por concurrir los requisitos propios de éste, ¿podría la víctima, según le fuere más conveniente, cobrar los perjuicios conforme a las reglas de la responsabilidad contractual o extracontractual a su elección? Así, por ejemplo, el pasajero conducido por una empresa podrá cobrar a ésta conforme a la responsabilidad contractual por la obligación de seguridad ya señalada, y así favorecerse de la presunción de culpa del demandado, o demandarla conforme a los arts. 2.314 y siguientes, y así poder, por ejemplo, cobrar daños imprevistos, o sin discusión posible los morales.

Dicho de otra manera, se trata de saber si el demandante podría decir que, según el Título 35 del Libro 4º, todo daño que revista los caracteres de delito o cuasidelito civil, obliga a indemnizarlo conforme a dichas disposiciones, y en consecuencia, cobrarlos de acuerdo a ellas, dejando a un lado las que gobiernan la responsabilidad contractual.

Según Abeliuk (ob. cit., Nº 935, p. 767) se trata de un falso problema porque no hay cúmulo, esto es, acumulación de responsabilidades, sino que opción entre ellas, y más limitadamente aún, posibilidad de abandonar la responsabilidad contractual para asilarse en la delictual. El cúmulo se produce en el hecho mismo, que es considerado a un tiempo como incumplimiento imputable y hecho ilícito.

Agrega, que es un falso problema, porque resulta evidente que si el legislador, a falta de estipulación de las partes, ha reglamentado la responsabilidad del deudor por el incumplimiento, dichas normas (de la responsabilidad contractual) son las que deben aplicarse y no otras. Es la opinión predominante en la doctrina y jurisprudencia (Alessandri, ob. cit., Nº 46, p. 84; Tomasello, ob. cit., pp. 259 y sgtes.; Fueyo Laneri, Fernando: De las obligaciones, Universo, Santiago, 1958, T. 1º, Nº 241, p. 255. En cuanto a la jurisprudencia: R.D.J., T. 13, sec. 1ª, p. 110; T. 27, sec. 1ª, p. 323; T. 47, sec. 1ª, p. 127, y T. 48, sec. 1ª, p. 252), tanto nacional como extranjera.

Ello no impide, naturalmente, que un mismo hecho pueda generar responsabilidad contractual respecto del acreedor (daños a éste) y extracontractual hacia otras personas, por los perjuicios personales que el incumplimiento les ha ocasionado (parientes que vivían a expensas de la víctima de un accidente, por ejemplo); ni tampoco es obstáculo para que entre las mismas partes puedan darse coetáneamente responsabilidades contractuales y

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extracontractuales, como el vendedor que debiendo la entrega del vehículo, atropella con el mismo al acreedor.

Alessandri (ob. cit., Nº 51, p. 91) y la jurisprudencia (R.D.J., T. 47, sec. 1ª, p. 127, T. 48, sec. 2ª, p. 252) señalan dos casos de excepción en que el demandante podría elegir entre demandar la responsabilidad contractual y la extracontractual:

1º Si las partes así lo han convenido.

En ello no hay nada excepcional a las reglas de la responsabilidad contractual, porque las partes pueden modificar las normas legales supletorias como estimen conveniente, y si están facultadas para hacer aplicables una por una todas las soluciones de la extracontractual, con mayor razón para hacerla aplicable integralmente o darle opción al acreedor.

Ver R.D.J., t. 48, sec, 1ª, p. 252.

2º Cuando la infracción al contrato constituye típicamente un delito o cuasidelito penal, como ocurre en los casos del art. 470 Nº 1 y 491 del C.P., porque -se dice- de todo delito nace acción penal para el castigo del culpable, y puede nacer una civil para obtener la indemnización establecida por la ley a favor del perjudicado (art. 10 del C.P.P., antes de la reforma de la ley 18.857) (Según Abeliuk, ob. cit., nota 911, p. 768, esto es muy dudoso, porque el art. 10 del C.P.P. no dice que siempre nazca acción civil, sino que puede nacer cuando está establecido en la ley, o sea, se remite lisa y llanamente a las normas del Derecho Civil).

Ver R.D.J., t. 80, sec, 2ª, p. 79.

Teoría de la unidad de la responsabilidad civil

Véanse Alessandri, ob. cit., Nº 25, p. 42; Tomasello, ob. cit., pp. 169 y sgtes.; Claro Solar, ob. cit., T. 11, Nº 1.065, p. 519; Coustasse, Alberto e Iturra, Fernando: El caso fortuito ante el Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1958, Nº 3 a 6, pp. 15 y sgtes.

Sobre la base de la distinción romana de las fuentes de las obligaciones, recogida en el art. 1437, el estudio de la responsabilidad civil ha sido dividido históricamente en dos grandes estatutos: la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual. Según la opinión mayoritaria, ambos pertenecen a esferas distintas; así, mientras la responsabilidad contractual se origina en el incumplimiento de un contrato, la segunda tiene su fuente en un hecho que ocasiona un daño, sin que exista un vínculo previo entre el autor de ese daño y la víctima.

Sin embargo, ambos estatutos de responsabilidad comparten un objetivo común: dar lugar a una acción civil de indemnización de perjuicios, que persigue la reparación pecuniaria de los daños sufridos por el hecho de un tercero. Por ello, parte de la doctrina comparada ha sostenido que la responsabilidad civil debe ser tratada bajo un estatuto único.

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Esta teoría reconoce diferentes graduaciones entre los autores, pero tiende fundamentalmente a equiparar ambas categorías de responsabilidad, considerando que siempre representan una actuación contraria a derecho que da origen a la obligación de indemnizar los perjuicios que ocasiona la contravención.

Se funda en varias argumentaciones que pueden sintetizarse así:

1º La responsabilidad civil como fuente de obligaciones.

Si bien en la responsabilidad contractual, las partes estaban unidas previamente por un vínculo jurídico: una obligación, la que nace del incumplimiento constituye una nueva, la de indemnizar los perjuicios, que es la misma que a su vez origina el hecho ilícito.

Aquí se diversifican las opiniones, porque algunos llegan al extremo de considerar que el incumplimiento no sería sino una categoría dentro de los hechos ilícitos, una especie de este género, porque reúne los caracteres de tal: acción u omisión dolosa o culpable que causa daño.

Para Planiol, la asimilación entre ambas responsabilidades se produciría, en cambio, porque en la extracontractual también existe una obligación legal infringida, cual sería no actuar imprudentemente, no lesionar, no robar, etc.; su vulneración haría nacer la obligación de indemnizar los perjuicios, tal cual ocurre con el rompimiento de un compromiso contractual. Esta posición no ha prosperado porque, como dice Abeliuk (ob. cit., Nº 937, p. 769), se trata normalmente de deberes de conducta de carácter jurídico (y de ahí que su infracción se sancione), y no propiamente de obligaciones en el sentido técnico de los créditos; para tener esta categoría le faltan elementos estructurales indispensables: sujetos determinados y prestación también precisa.

Por ello es más comúnmente aceptada la posición que considera que hechos ilícitos e incumplimiento son ambos manifestaciones de una actuación contraria al derecho, y sancionados civilmente con el resarcimiento del daño ocasionado; esta obligación nace con el hecho ilícito o la infracción del contrato, y en este último caso pasa a sustituir a la obligación propia de éste.

Se ha replicado que ello no es efectivo, porque desde luego la indemnización moratoria no viene a sustituir a la obligación anterior, sino que coexiste con ella; y enseguida, porque el incumplimiento no da necesariamente lugar a esta transformación de la obligación sino cuando el cumplimiento en naturaleza deja de ser posible. Si puede obtenerse aun el cumplimiento, se dará lugar a éste forzadamente, y podrá proceder, además, la indemnización moratoria. El incumplimiento no ha dado necesariamente nacimiento a una obligación nueva, como ocurre en el hecho ilícito.

Para Abeliuk (ob. cit., Nota 916, p. 772) el argumento esgrimido contra la teoría unitaria en base a la indemnización moratoria no es válido, porque justamente ella no existía antes: nace con el incumplimiento, y por el otro lado ella, unida al cumplimiento

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forzado o la indemnización compensatoria, integran la obligación no cumplida oportunamente.

2º Identidad de elementos fundamentales.

Ambas responsabilidades suponen elementos comunes; sus presupuestos de existencia son los mismos: una acción u omisión imputable al causante del daño, la existencia de éste y la relación de causalidad entre la conducta del responsable y el perjuicio de la víctima.

En opinión de Mazeaud y Tunc, no existe diferencia fundamental entre los dos estatutos de la responsabilidad civil, sino únicamente algunas diferencias accesorias, y prueba de que ambas son instituciones de la misma naturaleza es que deben reunir los mismos requisitos: “un daño, una culpa, un vínculo de causa a efecto entre la culpa y el daño” (ob. cit., pp. 113 y sgtes.).

Dentro de estos elementos, el dolo es reconocidamente uno mismo siempre que se presente; pero esta doctrina ha tropezado con dos diferencias fundamentales en la culpa: su graduación y presunción en la responsabilidad contractual.

Sin embargo, Abeliuk (ob. cit., Nº 831, p. 681) señala que el problema de la graduación (por mucho que el Código en el art. 44 haya tratado de precisarla) es bien relativo, y en la práctica la tendencia actual es permitir al juez la calificación de si ella ha concurrido, lo que en definitiva ocurre aun en legislaciones que admiten la división como la nuestra.

En cuanto a la presunción de culpa, también se tiende a equiparar ambas responsabilidades, mediante la teoría de las obligaciones de medios en que es necesario probar la culpa y las presunciones que se establecen en la delictual, cada vez con mayor frecuencia.

Por último, la doctrina de responsabilidad objetiva y su aceptación en ciertos casos, igualmente exime a la víctima de probar la culpa en materia extracontractual.

3º Accesoriedad de las restantes diferencias.

Todas las demás distinciones entre ambas categorías de responsabilidad son de cuantía menor: ellas existen, y por ello siempre deberá darse una reglamentación especial, pero no alcanzan a darles una distinta naturaleza, e incluso tienden a atenuarse, como ocurre con la aceptación del daño moral en materia contractual, y de las cláusulas limitativas o eximentes de responsabilidad en la extracontractual.

Hoy es difícil sostener que la responsabilidad civil no es una sola, pero dividida en dos grandes capítulos: el de la contractual por un lado y el de la extracontractual por el otro. Con normas comunes para ambas, y especiales para cada una. Ya no se justifica en forma alguna la reglamentación separada e integral de la mayoría de los Códigos, y en cambio es

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lógico el método del Código alemán, que trata de la responsabilidad en conjunto en los arts. 249 y siguientes, y luego da normas especiales para cada una de sus especies: arts. 276 y siguientes y 823 y siguientes para la contractual y extracontractual, respectivamente.

La teoría de la unidad en la legislación chilena

Con la excepción de Claro Solar (tampoco le da una aceptación plena), los autores nacionales y la jurisprudencia (R.D.J., T. 26, sec. 1ª, p. 234; T. 15, sec. 1ª, p. 324; T. 47, sec. 1ª, p. 127; T. 48, sec. 1ª, p. 252) rechazan la doctrina de la unidad de la responsabilidad civil.

En efecto, el Código distingue claramente ambas responsabilidades, como que las trató tan separadamente y en forma integral cada una de ellas.

Enseguida, ninguno de los postulados fundamentales de esta teoría puede aceptarse en nuestra legislación. El incumplimiento no es fuente de una nueva obligación, desde luego porque no está enumerado entre ellas en los arts. 1.437 y 2.284, y enseguida, porque para el Código cuando el incumplimiento natural ya no es posible, la obligación no se extingue, pero varía de objeto. Es la misma obligación, pero que de su prestación original pasa a la indemnizatoria. Por último, la indemnización de perjuicios deriva evidentemente del contrato; el deudor debe indemnizar porque infringió la obligación que él le impuso (Alessandri, ob. cit., Nº 25, p. 44).

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