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PRESENCIAS REALES El sentido del sentido George Steiner  Traducción hecha por Josefina Berrizbeitia y Luis Miguel Isava del texto Real Pres ence s, the Lesl ie Stephen Memorial Lecture, pronunciada en la Universidad de Cambridge el 1 de noviembre de 1985 y publicada por la Cambrid ge University Press en 1986.  Nota introduct oria Con la publicación, en 1988, de “Presencias reales”, la obra de Steiner parece cumplir con exactitud y devoción un ciclo. Ya en Lenguaje y silencio (1967) se destacaban claramente los temas que habrían de marcar toda su obra posterior: las relaciones entre lo humano y lo inhumano, la “crisis del lenguaje”, el acercamiento ético a las manifestaciones estéticas y la presencia del silencio como una categoría del lenguaje. Estos aspectos  se han revelado tan indisociables, a la luz de sus reflexiones, que han llegado a conformar el núcleo vital de su  pensamiento. Tes tigo insobornable en el s iglo de las grandes guerr as, del holocausto, de los total itarismos, de la tortura política y el terrorismo, Steiner nos recuerda insistente e inapelablemente que asistimos al derrumbe de los valores en que se fundamenta la civilización occidental. La palabra “humanismo” se quiebra ahora en nuestras bocas ante el peso de mentira y barbarie que se le ha hecho soportar. “¿Cómo devolver un sentido a la  palabra ‘humanismo’?, preguntaba en este sentido Jean Beau fret. Heidegger, en uno de los pasajes de su carta, respondía: “el humanismo consiste en esto: reflexionar y velar porque el hombre sea humano y no inhumano, ‘bárbaro’, es dec ir fue ra de su esencia” (Car ta sobre el huma nismo). Ste ine r par ece res ponder a este  planteamiento, sólo que su presencia vigilante no se deja ganar por la ilusión de la “cultura”. Así ha mostrado cómo lo inhumano puede convivir con la humanitas y lo que es más repugnante, ampararse en ella; ha apuntado  —como Karl Kraus y Fritz Mauthner antes que él— a que la “cr isis del lenguaje” es un s íntoma insoslayable de la profunda crisis de valores, de la “crisis espiritual” de occidente; ha insistido en la imperiosa necesidad de un acercamiento ético a la literatura y al arte —en la perspectiva crítica y en la creativa— como única respuesta eficaz y cónsona con estos tiempos a ambas crisis y a la barbarie que las acompaña; ha explorado, por último, las posibilidades del silencio no sólo desde el punto de vista ontológico-verbal, como fractura del lenguaje ante una realidad que lo sobrepasa, sino también como alternativa moral ante la verborrea que nos acosa y como actitu d humana que se nie ga a traspa sar los límites que demarc an su “e sen cia ”. Un lar go camino de investigación lo ha traído de vuelta a sus preocupaciones originales; un camino que lo llevó a adentrarse en la lingüística, en la filosofía del lenguaje (en el campo de la traducción y en el de las relaciones lenguaje-

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PRESENCIAS REALES

El sentido del sentido

George Steiner 

 Traducción hecha por Josefina

Berrizbeitia y Luis Miguel Isava del

texto Real Presences, the Leslie

Stephen Memorial Lecture,

pronunciada en la Universidad de

Cambridge el 1 de noviembre de

1985 y publicada por la Cambridge

University Press en 1986.

 Nota introductoria

Con la publicación, en 1988, de “Presencias reales”, la obra de Steiner parece cumplir con exactitud y

devoción un ciclo. Ya en Lenguaje y silencio (1967) se destacaban claramente los temas que habrían de marcar 

toda su obra posterior: las relaciones entre lo humano y lo inhumano, la “crisis del lenguaje”, el acercamiento

ético a las manifestaciones estéticas y la presencia del silencio como una categoría del lenguaje. Estos aspectos

 se han revelado tan indisociables, a la luz de sus reflexiones, que han llegado a conformar el núcleo vital de su

 pensamiento. Testigo insobornable en el siglo de las grandes guerras, del holocausto, de los totalitarismos, de la

tortura política y el terrorismo, Steiner nos recuerda insistente e inapelablemente que asistimos al derrumbe de

los valores en que se fundamenta la civilización occidental. La palabra “humanismo” se quiebra ahora en

nuestras bocas ante el peso de mentira y barbarie que se le ha hecho soportar. “¿Cómo devolver un sentido a la

 palabra ‘humanismo’?, preguntaba en este sentido Jean Beaufret. Heidegger, en uno de los pasajes de su carta,

respondía: “el humanismo consiste en esto: reflexionar y velar porque el hombre sea humano y no inhumano,

‘bárbaro’, es decir fuera de su esencia” (Carta sobre el humanismo). Steiner parece responder a este

 planteamiento, sólo que su presencia vigilante no se deja ganar por la ilusión de la “cultura”. Así ha mostrado

cómo lo inhumano puede convivir con la humanitas y lo que es más repugnante, ampararse en ella; ha apuntado

 —como Karl Kraus y Fritz Mauthner antes que él— a que la “crisis del lenguaje” es un síntoma insoslayable de

la profunda crisis de valores, de la “crisis espiritual” de occidente; ha insistido en la imperiosa necesidad de un

acercamiento ético a la literatura y al arte —en la perspectiva crítica y en la creativa— como única respuesta

eficaz y cónsona con estos tiempos a ambas crisis y a la barbarie que las acompaña; ha explorado, por último,

las posibilidades del silencio no sólo desde el punto de vista ontológico-verbal, como fractura del lenguaje ante

una realidad que lo sobrepasa, sino también como alternativa moral ante la verborrea que nos acosa y como

actitud humana que se niega a traspasar los límites que demarcan su “esencia”. Un largo camino de

investigación lo ha traído de vuelta a sus preocupaciones originales; un camino que lo llevó a adentrarse en la

lingüística, en la filosofía del lenguaje (en el campo de la traducción y en el de las relaciones lenguaje-

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 pensamiento), en las matemáticas y la lógica simbólica e incluso en la biología, para intentar explorar las

 posibles relaciones entre los códigos neurofisiológicos, genéticos y el lenguaje.

Todas esas búsquedas reflejan su profundo interés por lo humano, concebido desde una perspectiva

integradora y compleja. Es esa concepción la que penetra e invade “Presencias reales”. Para Steiner la

literatura, así como la música, la pintura y el arte en general, es casi lo humano por excelencia: allí el hombrealcanza definición y realidad, es decir, sentido. Por ello, oponiéndose solitaria y valientemente al coro de la

crítica más reciente, nos invita a llevar a cabo un acto fundamental —pues en él nos va el ser—, un acto

decisivo: “saltar al sentido”, redescubrir la verdad “suprimida” de que las obras dicen algo, algo crucial que

hemos olvidado o perdido. Apoyándose en lo que considera uno de los aspectos fundamentales en la obra de sus

maestros, Walter Benjamín y Martin Heidegger, reivindica para sí un papel a la vez modesto y central: el de

maître à lire (maestro de la lectura), capaz de reconocer la iluminación que se produce en la lectura y entregado

a la paciente labor de transmitir esa experiencia que es a un tiempo personal y trascendente. La literatura nos

informa —en el sentido etimológico de la palabra—, revela al mundo y nos revela, “encarna una presencia real 

de ser significante”. Lamentablemente esto ha dejado hace mucho de ser una evidencia. ¿No es hora ya de que

la voz de una conciencia lúcida nos la devuelva y con ella la posibilidad de ser hombres articulados e

integrales? Por encima del espectro de estos tiempos, quizá haya que comprometerse con la apuesta que

 presenta Steiner; no hacerlo sería tal vez negarnos, entregarnos a una escandalosa autoanulación.

Luis Miguel Isava

Caracas, julio de 1989

P. S.: Dos breves agradecimientos. En primer lugar a Rafael Tomás Caldera quien nos estimuló en la traducción e hizo posible su

impresión. Luego al profesor George Steiner que nos aclaró dudas y generosamente autorizó la publicación de esta plaquette.

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El último cambio de siglo presenció una crisis filosófica en los fundamentos

de las matemáticas. Lógicos, filósofos de las matemáticas y de la semántica

formal tales como Frege y Russell investigaban la estructura axiomática de la

prueba y el razonamiento matemáticos. Las antiguas disputas lógicas y

metafísicas en lo concerniente a la verdadera naturaleza de las matemáticas —

¿son arbitrariamente convencionales?, ¿son un constructo “natural” que

corresponda a realidades en el orden empírico del mundo?— renacieron y se les

dio rigurosa expresión técnica y filosófica. La célebre prueba de Gödel de la

necesidad de una adición “exterior” a todo sistema matemático

autoconsistente y a toda regla operacional, adquirió relevancia formal y

aplicada mucho más allá del campo estrictamente matemático. A la vez es

 justo decir que algunos de los interrogantes que surgieron a finales del siglo XIX

y comienzos del XX en relación con el fundamento lógico, la coherencia interna

y las fuentes psicológicas o existenciales de la prueba y del razonamiento

matemáticos, permanecen abiertos.

Una crisis comparable se encuentra en el concepto y en la comprensión del

lenguaje. Una vez más las fuentes lejanas de interrogación y disputa son las del

pensamiento platónico, aristotélico y estoico. La gramatología, la semántica, el

estudio de la interpretación del sentido y de la vigente práctica interpretativa

(hermenéutica), los modelos de los orígenes posibles del habla humana, el

análisis formal y pragmático y la descripción de los actos y la ejecución

lingüísticos tienen su precedente en el Cratilo y el Teeteto platónicos, en la

lógica aristotélica, en las anatomías clásicas y post-clásicas y en las artes de la

retórica. Sin embargo, el actual “giro lingüístico”, en cuanto afecta no sólo a la

lingüística, a las investigaciones lógicas de la gramática, a las teorías de la

semántica y de la semiología, sino también a la filosofía en su totalidad, a lapoética y a los estudios literarios, a la psicología y a la teoría política, es una

ruptura radical con la sensibilidad y las suposiciones tradicionales. Las fuentes

históricas de las “crisis del sentido” son en sí mismas complicadas y

fascinantes. Aquí puedo referirme a ellas sólo sumariamente.

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Aunque conservadora en muchos aspectos, la revolución kantiana llevaba

dentro las semillas de una revisión y una crítica fundamentales de las

relaciones entre palabra y mundo. La localización lógica y psicológica de las

percepciones básicas dentro de la razón hecha por Kant, su convicción de que

la “cosa en sí”, la última realidad-substancia “allá afuera”, no podía ser definida

o demostrada analíticamente, por no decir articulada, puso las bases del

solipsismo y la duda. Una disociación del lenguaje y la realidad, de la

designación y la percepción, es ajena al idealismo kantiano del sentido común;

pero es un potencial implícito. Este potencial no será aprovechado, al

comienzo, por la lingüística o la lógica filosófica, sino por la poesía y la poética.

Nuestros debates actuales sobre la gramática transformacional y generativa,

sobre los actos de habla, sobre los modos estructuralista y desconstruccionista

de lectura textual, en resumen, nuestra presente concentración en el “sentido

del sentido”, derivan de la poética y la práctica experimental de Mallarmé y

Rimbaud. Es el período que va desde 1870 hasta mediados de los años 90 el

que genera la agenda actual de nuestros debates, el que sitúa el problema de

la naturaleza del lenguaje en el mismo centro de las sciences de l’homme —

tanto filosóficas como aplicadas—. Llegados después de Mallarmé y de

Rimbaud, sabemos que una antropología seria tiene en su meollo formal ysubstantivo una teoría o una pragmática del Logos.

A partir de Mallarmé surge el intento programático de disociar el lenguaje

poético de la referencia externa, de fijar la de otro modo indefinible,

inaprehensible textura y olor de la rosa en la palabra “rosa” y no en alguna

ficción de correspondencia y validación externa. El discurso poético que es, de

hecho, discurso esencial y, al grado máximo, significante (meaning-ful),

constituye una estructura o un conjunto internamente coherente, infinitamenteconnotativo e innovativo. Es más rico que el de la experiencia sensorial,

ampliamente indeterminada e ilusoria. Su lógica y su dinámica están

internalizadas: las palabras se refieren a otras palabras; el “nombrar el mundo”

—esa imagen adánica que es el mito primigenio y la metáfora de todas las

teorías occidentales del lenguaje— no es una cartografía descriptiva o analítica

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del mundo “allá afuera”, sino una construcción, una animación, un

develamiento literal de posibilidades conceptuales. El habla (poética) es

creación. El Je est un autre de Rimbaud está en la base de todas las historias y

teorías subsecuentes de la dispersión de la individualidad, del eclipse histórico

y epistemológico del ego. Cuando Foucault anuncia el fin del “yo” clásico o

 judeo-cristiano, cuando los desconstruccionistas rechazan la noción de la

autctoritas personal, cuando Heidegger exige “hablar al lenguaje” desde un

pozo-fuente anterior al hombre, que es sólo el medio, el instrumento más o

menos opaco de significado autónomo, están, cada uno en su propio marco de

intenciones tácticas, desarrollando y sistematizando el manifiesto anárquico de

Rimbaud, su dérèglement extático del realismo tradicional e inocente.

Esta dispersión, esta diseminación del “yo”, esta subversión de la ingenua

correspondencia entre la palabra y el mundo empírico, entre la enunciación

pública y lo que en realidad se dice, se acentúa con el psicoanálisis. La

concepción y el uso freudiano del habla humana, de los textos escritos (con sus

inequívocos análogos en las técnicas talmúdicas y cabalísticas de

desciframiento en profundidad, de descenso revelador a los escondidos niveles

de la etimología y la asociación verbal), desquician y minan radicalmente las

bases de las viejas estabilidades del lenguaje. El sentido común —obsérveseesa frase— de nuestras palabras habladas o escritas, los ordenamientos

visibles y los valores de nuestra sintaxis, se revelan como una superficie

enmascaradora. Bajo cada estrato de significado léxico consciente yacen otros

estratos de significados más o menos percibidos, confesados, buscados. Los

impulsos de la intencionalidad, de la significación declarada o encubierta se

extienden desde la quebradiza superficie hasta las insondables, nocturnas y

profundas estructuras o preestructuras del inconsciente. Ninguna asignación desentido es definitiva; ninguna secuencia asociativa o campo de posibles

resonancias es llevado a término (la disensión de Wittgenstein con Freud se

afianza en este punto). Los significados y los aspectos psíquicos que los

enuncian, o más exactamente, que los codifican, están en perpetuo

movimiento. “¿Debemos dar sentido a lo que decimos?” dice el epistemólogo;

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“¿podemos dar sentido a lo que decimos?” dice el psicoanalista. ¿Y qué es,

después de Rimbaud, esa ficticia identidad estable que denominamos “yo” o

“nosotros”?

El positivismo lógico y la filosofía lingüística, tal como surgen en Europa

central al cabo del siglo y se institucionalizan en la práctica anglo-americana,

son ejercicios de demarcación: entre el sentido y el sinsentido, entre lo que se

puede decir razonablemente y lo que no, entre las funciones de verdad y la

metáfora. El intento de “purgar el lenguaje” de sus impurezas metafísicas, de

sus expugnables fantasmas de inferencia no examinada, se emprende en

nombre de la lógica, de la formalización transparente y del

escepticismo sistemático. Pero la imagen catártico-terapéutica, el ideal, tan

vivido en el Círculo de Viena, en Frege, en Wittgenstein y sus herederos, de

limpieza y regreso a una claridad ascética, se vincula obviamente al famoso

imperativo mallarmeano: “limpiemos las palabras de la tribu”, que la lengua se

haga translúcida para sí misma.

La cuarta área principal de la crítica del lenguaje y de las desconstrucciones

de la inocencia clásica en cuanto a la palabra y el mundo, es histórica y

cultural. Aquí también, y con pocas excepciones, la fuente es judaica y centro-

europea. (Es innecesario enfatizar el carácter judaico de

todo el movimiento filosófico, psicológico, literario, político-cultural al que me

refiero, o la tensa superposición de este movimiento y el destino trágico del

 judaísmo europeo. Desde Roman Jakobson, Freud, Wittgenstein, Karl Kraus,

Kafka o Walter Benjamin, hasta Lévi-Strauss, Jacques Derrida y Saul Kripke, las

dramatis personae de nuestra indagación muestran un campo de relaciones

más amplio). Esta cuarta área es la de la crítica del lenguaje como un

instrumento inadecuado y como un instrumento no sólo de falsedad socio-política, sino de barbarie en potencia. La Carta de Lord Chandos de

Hofmannsthal, las parábolas de Franz Kafka, las reflexiones de Mauthner sobre

el lenguaje (una fuente capital, y por ello no confesada, del Tractatus de

Wittgenstein) hablan de la incapacidad del hombre para expresar en palabras

sus más profundas verdades, sus experiencias sensoriales, sus intuiciones

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morales y trascendentales. Esta desesperación ante las limitaciones del

lenguaje culminarán en el grito final del Moisés y Aarón de Schönberg: “¡Oh

palabra, palabra que me falta!”. O en la inagotable parábola de Kafka sobre el

silencio mortal de las Sirenas. El asalto político-estético al lenguaje es el de Karl

Kraus, de su oyente Canetti, o de George Orwell (una versión más pálida, pero

razonablemente utilizable, de Kraus). La retórica política, la periódica falsedad

de la prensa y de los medios de comunicación de masas, el idioma trivializador

de los modos del discurso público, aprobados socialmente, han hecho de casi

todo lo que dicen, oyen o leen los modernos hombres y mujeres de la ciudad,

una jerga vacía, una locuacidad cancerosa (el término de Heidegger es

Gerede). El lenguaje ha perdido la capacidad real para la verdad, para la

honestidad política o personal. Ha comerciado, y comerciado en masa sus

misterios de intuición profética, su capacidad de responder a la remembranza

precisa. En la prosa de Kafka, en la poesía de Paul Celan o de Mandelstam, en

la lingüística mesiánica de Benjamin, y en la estética y la sociología política de

Adorno, el lenguaje opera desconfiando de sí, en el extremo filoso del silencio.

Ahora sabemos que si la Palabra “era en el principio”, también puede estar al

final: que existe un vocabulario y una gramática de los campos de la muerte,

que detonaciones termonucleares pueden denominarse “Operación Sol”. Seríacomo si la quintaesencia, el atributo identificador del hombre —el Logos, el

“organon” del lenguaje— se hubiese roto en nuestras bocas.

Las consecuencias y los correlatos de estas subversiones filosóficas y

psicológicas, y los de la experiencia occidental de la más completa inhumani-

dad política, son ubicuos. Son demasiado numerosos y variados como para ser

designados con precisión. Gran parte de la cultura clásica, de las litterae

humaniores, tal como ha sido entendida, enseñada y practicada desde lostiempos helenísticos hasta las dos guerras mundiales, se ha desgastado. El

retiro de la palabra es drástico no sólo en los códigos especiales —cada vez

más numéricos y simbólicos— de las ciencias exactas y aplicadas, sino también

en los de la filosofía, la lógica y las ciencias sociales. La imagen y los rótulos

dominan esferas cada vez más amplias de la información y la comunicación.

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Los valores implícitos en la retórica, en la referencia, en el cuerpo canónico de

los textos, están bajo una severa presión. Es más que posible que la ejecución y

la recepción personal de la música se muevan ahora hacia el eje cultural

ocupado una vez por el cultivo del discurso y de las letras. La devaluación

metódica del habla en la propaganda política y en el esperanto del mercado de

masas es demasiado poderosa y difusa para ser definida sin dificultad. En

aspectos decisivos, la nuestra es una civilización “después de la palabra”.

Lo que quiero examinar es un fundamento más específico de crisis y de

discusión.

El acto y el arte de la lectura seria comporta dos movimientos principales del

espíritu: el de interpretación (hermenéutica) y el de valoración (crítica, juicio

estético). Ambos son estrictamente inseparables. Interpretar es juzgar. Ningún

desciframiento, por filológico, por textual —en el sentido más técnico— que

sea, está libre de valor. De la misma manera, no hay apreciación, no hay

comentario crítico que no sea, a la vez, interpretativo. La misma palabra

“interpretación”, que comprende los conceptos de explicación, traducción y

representación (como en la interpretación de un rol dramático o de una

partitura musical) nos habla de esta múltiple interacción.

La relatividad, la arbitrariedad de toda proposición estética, de todo juicio de

valor, es inherente a la conciencia y al habla humana. Cualquier cosa puede

decirse de cualquier cosa. Las afirmaciones de que Rey Lear de Shakespeare

“está por debajo de toda crítica seria” (Tolstoi) y de que Mozart compone

simples trivialidades son totalmente irrefutables. No pueden ser falseadas ni en

el campo formal (lógico) ni en el existencial. Las filosofías estéticas, las teorías

críticas, los constructos de lo “clásico” o lo “canónico” no pueden ser sino más

o menos persuasivos, más o menos comprensibles: descripciones más o menosconsecuentes de este o aquel proceso de preferencia. Una teoría crítica, una

estética, es una política del gusto. Busca sistematizar, hacer visiblemente

aplicable y pedagógico un “conjunto” intuitivo, una inclinación de la

sensibilidad, la orientación conservadora o radical ya de un maestro en la

percepción ya de una alianza de opiniones. No puede haber ni prueba ni

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refutación. Las lecturas de Aristóteles, Pope, Coleridge, Sainte-Beuve, T.S. Eliot

y Croce no constituyen una ciencia del juicio y la refutación, del avance

experimental y la confirmación o el falseamiento. Ellas constituyen el juego y

contrajuego metamórficos de la respuesta individual, de (para usar la frase

burlona de Quine) “la intuición inocente”. La diferencia entre el juicio de un

gran crítico y la de un semiletrado o charlatán yace en el rango de la referencia

citada o inferida, en la lucidez y fuerza retórica de la articulación (el estilo del

crítico) o en el addendum accidental del crítico que es también un creador por

derecho propio. Pero no es una diferencia científica o lógicamente demostrable.

Ninguna proposición estética puede calificarse de “correcta” o “incorrecta”. La

única respuesta apropiada es el asentimiento o el disentimiento personal.

¿Cómo manejamos, en la práctica real, la naturaleza anárquica de los juicios

de valor, la identidad formal y pragmática de todas los hallazgos críticos?

Contamos cabezas y, en particular, lo que consideramos como cabezas

calificadas y laureadas. Observamos, a través de los siglos, que una gran

mayoría de escritores, críticos, profesores y hombres honorables han estimado

a Shakespeare un poeta y dramaturgo de genio y han considerado la música de

Mozart tanto emocionalmente enriquecedora como inspirada técnicamente.

Observamos a la recíproca que los que juzgan de otra manera están en unaminoría diminuta, literalmente excéntrica, que sus críticas comportan poco

peso y que los motivos que descubrimos detrás de su disensión son

sospechosos desde el punto de vista psicológico (Jeffrey sobre Wordsworth,

Hanslick sobre Wagner, Tolstoi sobre Shakespeare). Luego de esas

observaciones válidas proseguimos con el asunto de la apreciación y el

comentario cultos.

Ahora y de nuevo, como salida de una irritante penumbra, percibimos lacircularidad parcial y la contingencia de todo el argumento. Nos percatamos de

que no puede haber votación en cuanto a valores estéticos se refiere, de que

un voto mayoritario, por constante y masivo que sea, no puede nunca refutar,

no puede nunca impugnar el rechazo, la abstención, la opinión a

contracorriente del solitario o del contestatario. Entendemos, con más o menos

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claridad, hasta qué punto “el sentido común cultivado”, los límites aceptables

del debate, la transmisión del programa generalmente aceptado de los

principales textos y obras de arte, es un proceso ideológico, un reflejo de las

relaciones de poder dentro de una cultura y una sociedad. La persona cultivada

es aquella que concuerda con los reflejos de aprobación y disfrute estético que

le han sido sugeridos y ejemplificados por el legado dominante. Pero dejamos

de lado tales preocupaciones. Aceptamos como inevitable y como adecuado el

simple peso estadístico del “consenso institucional”, de la autoridad del sentido

común. ¿De qué otra forma podríamos ordenar y guiar nuestras escogencias

culturales y sentirnos a gusto con nuestros placeres?

 Justo en esta coyuntura es donde, por tradición, se ha trazado una distinción

entre la crítica estética por una parte y la interpretación o el análisis estricto,

por la otra. La indeterminación ontológica de todo juicio de valor, la

imposibilidad de cualquier procedimiento comprobable, lógicamente

consistente, para decidir entre visiones estéticas contrapuestas, han sido

reconocidas. De gustibus non disputandum. La determinación del significado

verdadero o más probable de un texto ha sido considerada, por contraste, el

objetivo razonable y el mérito de la lectura informada o de la filología.

Factores lingüísticos, formales e históricos pueden impedir tal determinación

y tal análisis documentado. El contexto en el que fue compuesto el poema o la

fábula puede sustraérsenos. Las convenciones estilísticas pueden haberse

tornado esotéricas. Podemos simplemente carecer de la requerida densidad

crítica de información, de comparaciones de control necesarias para llegar a

una escogencia segura entre lecturas variantes, entre diferentes glosas y

explications du texte. Pero estos son problemas accidentales y empíricos. En el

caso de escrituras antiguas, nuevos materiales léxicos, gramaticales ocontextuales pueden salir a la luz. Donde las inhibiciones de la comprensión

son más modernas, nuevos datos biográficos o referenciales pueden aparecer y

ayudar a dilucidar las intenciones del autor y el campo del eco supuesto. A

diferencia de la crítica y de la valoración estética que son siempre sincrónicas

(el “Edipo” de Hölderlin no niega ni supera al de Aristóteles, como tampoco el

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de Freud mejora ni elimina el de Hölderlin), el proceso de la interpretación

textual es acumulativo. Nuestras lecturas resultan más informadas, la evidencia

progresa, crece la fundamentación. Idealmente —aunque sin duda no en la

práctica misma— el corpus de conocimiento léxico, de análisis gramatical, de

substancia semántica y contextual, de hechos históricos y biográficos, bastarán

al final para llegar a una determinación demostrable de lo que significa el

pasaje. Esta determinación no necesita reclamar para sí exhaustividad; se

reconocerá susceptible de enmienda, de revisión, y aun de rechazo al hacerse

disponibles nuevos conocimientos, al afinarse las intuiciones lingüísticas o

estilísticas. Pero en cualquier punto de la larga historia de la comprensión

disciplinada, la decisión en lo que concierne a la mejor lectura, a la paráfrasis

más plausible, a la aprehensión más razonable del propósito del autor, será una

decisión racional y demostrable. Al final del camino filológico, hoy o mañana,

hay una lectura mejor, hay un significado o una constelación de significados

que han de percibirse, analizarse y elegirse en lugar de otros. En su sentido

auténtico, la filología es ciertamente el pasaje practicable, a través de las artes

de la confianza ( philein) y el acatamiento escrupulosos, desde las

incertidumbres de la palabra hasta la estabilidad del Logos.

Es la credibilidad racional y la práctica de este pasaje, de este avanceacumulativo hacia el entendimiento textual, lo que hoy está en serias dudas. Es

la posibilidad hermenéutica misma lo que las “crisis del sentido”, tal como las

esbocé al comienzo, han puesto en tela de juicio.

Permítaseme contraer, y así radicalizar, las exigencias de la nueva

semántica. El post-estructuralista, el desconstruccionista nos recuerda (con

propiedad) que no hay diferencia substancial entre el texto primario y el

comentario, entre el poema y la explicación o la crítica. Todas las proposicionesy enunciaciones, ya sean primarias, secundarias o terciarias (el comentario

sobre el comentario, la interpretación de interpretaciones previas, la crítica de

la crítica, tan familiares a nuestra actual cultura bizantina), son parte de una

intertextualidad comprehensiva. Son equivalentes como écriture. De allí que,

en un juego profundamente retador con las palabras (y ¿no es todo discurso,

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todo escritura, un juego con las palabras?), un texto primario y todos y cada

uno de los textos a los que da pie u ocasión, no sean ni más ni menos que pre-

texto. Ocurre que viene antes, en el tiempo, por un accidente de cronología. Es

la ocasión más o menos contingente, más o menos azarosa, del comentario, la

crítica, la variante, el pastiche, la parodia y la cita. No tiene ningún privilegio de

originalidad canónica aunque sea sólo porque el lenguaje precede siempre a su

usuario e impone siempre a su uso reglas, convenciones, opacidades de las que

éste no es responsable y sobre las que su control es mínimo. Ninguna frase

hablada o compuesta en cualquier lenguaje inteligible es, en el sentido riguroso

del concepto, original. Es apenas una del conjunto formalmente ilimitado de

posibilidades transformacionales dentro de una gramática reglamentada. El

poema, la pieza de teatro o la novela son, considerados en forma estricta,

anónimos. Pertenecen al espacio topológico de las estructuras y

disponibilidades gramaticales y léxicas subyacentes. No necesitamos saber el

nombre del poeta para leer el poema. Más aún, ese mismo nombre es una

asignación ingenua e inoportuna de identidad, allí donde no hay, en el sentido

filosófico y lógico, identidad demostrable. El “ego”, el moi, después de Freud,

Foucault y Lacan no es sólo —como en Rimbaud— un autre, sino una especie

de nube de Magallanes de energías interactuantes y cambiantes, deintrospecciones parciales, de momentos de conciencia consolidada, móvil,

inestable, por así decir, en torno a una región central aún más indeterminada o

“hueco negro” del subconsciente, del inconsciente o del preconsciente. La

noción de que podemos aprehender la intencionalidad de un autor, de que

deberíamos atender en nuestra comprensión de su texto a lo que él nos diría de

su propósito, es del todo ingenua. ¿Qué sabe él de los significados escondidos

por o proyectados desde el juego de potenicialidades semánticas que ha

circunscrito y formalizado por un momento? ¿Por qué deberíamos confiar en

sus propios auto-engaños, en la supresión de los impulsos psíquicos que muy

probablemente lo han impelido, en primer lugar, a producir una “textualidad”?

Lo dice el adagio: “no confíes en el narrador sino en el cuento”. La

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desconstrucción pregunta: “¿por qué confiar en alguno?” La confianza no es la

nota hermenéutica relevante.

Invocando la verdad manida pero capital de que en toda interpretación, en

toda afirmación del entendimiento, el lenguaje se refiere simplemente al

lenguaje, en una serie infinita de auto-multiplicaciones (la galería de espejos),

el lector desconstruccionista define así el acto de leer: la asignación de sentido,

la preferencia de una posible lectura sobre otra, la escogencia de esta

explicación y paráfrasis y no de aquella no es más que la opción o ficción

lúdica, inestable e indemostrable de un escrutador subjetivo que construye y

desconstruye señales puramente semióticas tal como se lo exigen sus propios

placeres momentáneos, sus políticas, sus necesidades psíquicas o auto-

decepciones. No hay procedimientos racionales o falseables para decidir entre

una multitud de interpretaciones que difieren o de “constructos de

proposición”. A lo sumo seleccionamos (por un tiempo al menos) la que nos

impresiona como la más ingeniosa, la más rica en sorpresa, la más poderosa en

descomponer y recrear el original o pre-texto. Derrida tratando a Rousseau es

mayor diversión que, digamos, un viejo literato e historicista como Lanson. ¿Por

qué laborar a través de exégesis filológico-históricas de la cabala luriánica

cuando pueden leerse los constructos de los semióticos de Yale? Ningunaauctoritas externa al juego puede dictaminar entre estas alternativas.

Gaudeamus igitur .

Permítaseme decir desde ahora que no percibo ninguna refutación adecuada,

lógica o epistemológica, de la semiótica desconstruccionista. Es evidente que la

abolición lúdica del sujeto estable contiene una circularidad lógica, pues es un

“ego” que observa o se propone su propia disolución. Y hay una regresión

infinita de la intencionalidad en la simple negativa de la intención. Pero estasfalacias formales o peticiones de principio en realidad no invalidan el juego de

lenguaje desconstruccionista o la afirmación fundamental de que no hay

procedimientos de decisión válidos entre asignaciones de sentido

contendientes y hasta antitéticas.

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El sentido común (pero, nos desafía el desconstruccionista, ¿qué es “un

sentido común”?) y el movimiento espontáneo poseen una capacidad más o

menos despreocupada para sortear estas prescripciones. El carnaval y las

saturnalia del post-estructuralismo, de la jouissance de Barthes, o el incesante

 juego de palabras y la insistente etimologización de Lacan y Derrida, pasarán,

como lo han hecho muchas otras retóricas de la lectura. “La moda”, nos

asegura Leopardi, “es la madre de la muerte”. El “lector común” —la positiva

rúbrica de Virginia Wolf—, el estudioso, el editor y el crítico seguirán adelante,

como siempre, trabajo en mano, con la dilucidación de lo que se considera un

auténtico aunque a menudo polisémico e incluso ambiguo sentido, y

enunciarán lo que se considera preferencias y juicios de valor informados,

racionalmente argumentables, aunque siempre provisionales y auto-

cuestionadores. A través de los milenios, una mayoría decisiva de receptores

informados no sólo llegó a una visión múltiple aunque amplia y coherente de lo

que tratan La Ilíada, El rey Lear o Las bodas de Fígaro (los significados de su

significado), sino que ha concordado en juzgar a Hornero, Shakespeare y

Mozart como artistas supremos en una jerarquía de reconocimientos que se

extiende desde las cimas clásicas hasta lo trivial y lo falso. Esta amplia

concordancia, con su innegable residuo de disensión o de disputashermenéuticas y críticas, con sus márgenes de incertidumbre y su cambiante

“localización” ( placement  es la palabra de F. R. Leavis), constituye un

“consenso institucional”, un manual de referencia y ejemplaridad acordadas a

través de los tiempos. Esta concurrencia general provee a la cultura con sus

energías de memoria, y aporta las “piedras de toque” (Mathew Arnold) con las

que medimos la nueva literatura, el arte nuevo, la nueva música.

Un pragmatismo tan robusto y fértil es seductor. Nos permite, más aún nosautoriza a “continuar el trabajo”. Nos exige intuir, reconocer con una

iluminadora mirada de reojo, que todas las determinaciones de significado

textual son probabilísticas, que todas las apreciaciones críticas son finalmente

inciertas, pero para extraer confiada seguridad del peso acumulativo —es decir,

estadístico— del acuerdo histórico y de la persuasión práctica. El ladrido y las

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ironías de la desconstrucción resuenan en la noche pero la caravana del

“sentido común” pasa de largo.

Sé que esta praxis de consenso liberal satisface a la mayoría de los lectores.

Sé que es el garante general de nuestras culturas literarias y búsquedas

comunes de comprensión. Sin embargo las actuales “crisis del sentido”, la

actual identificación de texto y pre-texto, las aboliciones de la auctoritas, me

parecen radicales al punto de mover a una respuesta que no sea pragmática,

estadística o profesional (como en la protección de la academia). Si vale la

pena explorar las argumentaciones contrarias, éstas serán de un orden no

menos radical que las de los anárquicos —y hasta “terroristas”— gramatólogos

e ilusionistas de espejos. Las exigencias del nihilismo requieren respuesta.

El movimiento inicial es alejarse de la autista cámara de ecos de la

desconstrucción, de una teoría y práctica de juegos que —en esto reside el quid

e ingenium del asunto— subvierte y altera sus propias reglas en el transcurso

del juego. Un movimiento que está palpablemente en deuda con la tríada

kierkegaardiana de lo estético, lo ético y lo religioso. Pero el recurso a ciertas

categorías o postulados éticos en lo concerniente a nuestras interpretaciones y

evaluaciones de la literatura y las artes, es anterior a Kierkegaard. La creencia

de que la imaginación moral se relaciona con la imaginación analítica y crítica

es por lo menos tan antigua como la poética de Aristóteles. Esta es en sí misma

un intento por refutar la disociación platónica de la estética y la moral. Un

movimiento hacia lo ético se entronca con la hermenéutica de Tomás de Aquino

y Dante y la estética del desinterés en Kant (él mismo blanco obligatorio y

representativo del desconstruccionismo reciente). Creo que es el abandono de

este campo elevado y riguroso, en nombre del positivismo del siglo XIX y la

psicología secular del siglo XX, lo que en gran parte ha provocado la anarquía(intensamente estimulante) en la que nos encontramos.

Si queremos trascender lo meramente pragmático, si queremos enfrentar el

reto de la textualidad autista o, de manera más precisa, “anti-textualidad” en

terrenos tan radicales como el suyo propio, debemos hacer que la fuerza de la

intuición moral actúe en su entereza sobre el hecho de la significación, sobre el

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entendimiento de la significación. Los agentes vitalmente concentrados son los

del tacto, la cortesía del espíritu, el buen gusto, no en un sentido decoroso o

cívico sino interior y ético. Tales enfoques y agentes no pueden ser

formalizados lógicamente. Son modos existenciales.

Su compromiso es, como estaremos impulsados a proponer, de tipo trascen-

dental. Esto los hace en extremo vulnerables. Pero también “de la esencia”, es

decir, esenciales.

Acudo a la inferencia ética para concluir lo siguiente, para hacerlo

moralmente, no lógica ni empíricamente, evidente por sí mismo.

El poema es anterior al comentario. El texto original viene antes y no sólo en

el tiempo. No es un pre-texto, una ocasión para un ulterior tratamiento

exegético o metamórfico. Su prioridad es de esencia, de necesidad ontológica y

de auto-suficiencia. Incluso la crítica o el comentario más importante, aunque

sea el de un escritor o un pintor o un compositor sobre su propia obra, es

accidental (la distinción aristotélica capital). Es dependiente, secundario,

contingente. El poema a través de una ejecución particular, contiene y da

cuerpo a su propia raison d'etre. El texto secundario no contiene un imperativo

de ser. De nuevo las diferenciaciones aristotélicas y tomistas entre esencia y

accidente son iluminadoras. El poema es; el comentario significa. El significado

es un atributo del ser. Ambas fenomenologías son, según la naturaleza del

caso, textuales. Pero identificar y confundir sus textualidades respectivas es

confundir  poiesis, el acto de creación, de otorgar existencia autónoma, con la

razón derivativa, secundaria, de interpretación y adaptación. (Sabemos que el

violinista, por dotado y penetrante que sea, “interpreta” la sonata de

Beethoven, no la compone. Para mantener tentativo nuestro conocimiento de

esta diferencia nos recordamos que el status existencial de una obra norepresentada, un texto no leído, un cuadro no visto, es filosófica y

psicológicamente problemático.)

De estos postulados éticos e intuitivos se sigue que la actual inflación de

comentario y crítica, que la igualdad de peso y fuerza que el descons-

truccionismo asigna a los textos primario y secundario, son espurios. Repre-

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sentan esa inversión en el orden natural de los valores y del interés que

caracteriza un período alejandrino o bizantino en la historia de las artes y del

pensamiento. De allí que la afirmación propugnada por un líder académico de la

nueva semántica —“Es más interesante leer lo que dice Derrida sobre

Rousseau que leer a Rousseau”— es una perversión no sólo de la vocación del

profesor sino del sentido común, donde el sentido común es una expresión

lúcida y concentrada de la imaginación moral. Tal perversión de los valores y

de la práctica receptiva, por más lúcida que sea, no es sólo despilfarradora y

confusa per se: es potencialmente corrosiva para las fuerzas creativas, para la

verdadera invención en literatura y en arte. La presente crisis del significado

parece coincidir con un período de enervación y de profundo auto-

cuestionamiento en las artes y las letras. Donde los tigres no “arden brillantes”

(Blake) los gatos reinan soberanos.

Pero por más liberadora que yo la considere, la inferencia ética no asegura

ninguna finalidad. No confronta en lo inmediato la suposición nihilista. Es

formalmente concebible y argumentable que todo discurso y todo texto sea

idioléctico, es decir, que sea un criptograma “de un solo tiempo” cuyas reglas

de uso y desciframiento no son repetibles. Si Saul Kripke tiene razón ésta sería

la versión fuerte de la visión de Wittgenstein sobre reglas y lenguaje. “Nopuede existir algo así como querer decir, significar por la palabra. Cada nueva

aplicación que hacemos es un salto en la oscuridad; cualquier criterio presente

puede ser interpretado para concordar con cualquier cosa que escojamos

hacer. No puede haber entonces ni acuerdo ni conflicto”.

De igual forma, es concebible y argumentable que toda asignación y

experiencia de valor no sólo es indemostrable, no sólo es susceptible de irrisión

estadística (en votación libre, la humanidad escogería el bingo antes que aEsquilo), sino que está vacía, es sin sentido (meaningless) en el manejo lógico-

positivista del concepto.

Conocemos la solución axiomática de Descartes a tal posibilidad. El postula

el sine qua non de que Dios no confunde o falsea de modo sistemático nuestra

percepción y comprensión del mundo, de que Él no alterará arbitrariamente las

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reglas de la realidad (en tanto éstas gobiernan la naturaleza y en tanto son

accesibles a la deducción y aplicación racionales). Sin alguna presuposición

fundamental de este tipo en relación con la existencia de sentido y valor no

puede haber ninguna respuesta responsable, ninguna capacidad de respuesta

eficaz (answering answerability ) ni al acto de habla ni al ordenamiento o la

selección de este acto de habla que llamamos texto. Sin algún salto axiomático

hacia un postulado de la significación (meaning-fulness), no puede haber

esfuerzo hacia la inteligibilidad o hacia juicios de valor, por más provisionales

que sean (y nótese la parte de “visión” en lo provisional). Donde elude lo

“radical” —la raíz etimológica y conceptual— del Logos, la lógica es en realidad

un juego vacuo.

Debemos leer como si.

Debemos leer como si el texto ante nosotros tuviera significado. Este no será

un único significado si el texto es serio, si nos hace corresponder a su fuerza

vital. No será un significado —o figura (estructura, complejo) de significados—

aislado de las presiones transformativas y reinterpretativas debidas a cambios

históricos y culturales. No será un significado alcanzado por ningún proceso

determinante o automático de acumulación y consenso. La(s) verdadera(s)

comprensión(es) del texto, de la pieza musical o del cuadro puede(n) estar,

durante un mayor o menor período de tiempo, en custodia de unos pocos,

incluso de un testigo y responsable único. Sobre todo, el significado hacia el

que tendemos no será nunca uno que la exégesis, el comentario, la traducción,

la paráfrasis, la descodificación psicoanalítica o sociológica puedan agotar,

puedan definir como total. Sólo poemas flojos pueden ser exhaustivamente

interpretados o comprendidos. Sólo en textos triviales o de ocasión la suma del

significado es la de sus partes.Debemos leer como si la situación temporal y ejecutiva de un texto

importase. Los entornos históricos, las circunstancias culturales y formales, el

sustrato biográfico, lo que podamos comentar o conjeturar de las intenciones

de un autor, constituyen ayudas vulnerables. Sabemos que deberían ser

severamente ironizadas y examinadas por lo que hay en ellas de azar subjetivo.

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Sin embargo importan. Enriquecen los niveles de atención y deleite; generan

limitaciones a las complacencias y licencias de la anarquía interpretativa.

Este “como si”, esta condicionalidad axiomática es nuestra apuesta

cartesiano-kantiana, nuestro salto al sentido. Sin esto, la cultura literaria se

convierte en narcisismo transitorio. Pero esta apuesta necesita a su vez un

fundamento claro. Permítaseme señalar someramente los riesgos de finalidad,

las suposiciones de trascendencia que, al comienzo y al final, subyacen en la

lectura de la palabra como yo la concibo.

Donde en verdad leemos, donde la experiencia ha de ser la del significado, lo

hacemos como si el texto (la pieza musical, la obra de arte) encarnase (la

noción se fundamenta en lo sacramental) una presencia real de ser significante.

Esta presencia real, como en un icono, como en la metáfora actuada del pan y

el vino sacramentales, es finalmente irreductible a cualquier otra articulación

formal, a cualquier desconstrucción analítica o paráfrasis. Es una singularidad

en la que concepto y forma constituyen una tautología, coinciden punto por

punto, energía por energía, en ese exceso de significación sobre todos los

elementos discretos y códigos de sentido que llamamos el símbolo o el agente

de lo transparente.

Estas no son nociones ocultas. Poseen la evidencia del lugar común. Son

perfectamente pragmáticas, experienciales, repetitivas, cada una de las veces

que una melodía viene a habitarnos, a poseernos incluso sin ser convocada;

cada una de las veces que un poema, un pasaje en prosa se apodera de

nuestro pensamiento y nuestros sentimientos entrando en la médula de

nuestra memoria y nuestro sentido del futuro; cada una de las veces que una

pintura transmuta los paisajes de nuestras percepciones previas (los álamos

están en llamas después de Van Gogh, los viaductos caminan después de Klee).Estar “habitado” por música, arte, literatura, responder y corresponder a esa

ocupación como un anfitrión a un huésped —quizás desconocido, inesperado—

en la noche, es experimentar el misterio usual de una presencia real. No

muchos de nosotros nos sentimos movidos a, tenemos los medios expresivos

para registrar la cualidad rectora de esta experiencia —como lo hace Proust

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cuando cristaliza el sentido del mundo y de la palabra en la pequeña mancha

amarilla que es la presencia real de una puerta en la ribera de un río en el

cuadro Vista de Delft  de Vermeer, o como Thomas Mann cuando ejecuta en

palabra y metáfora el abalanzarse sobre nosotros, el “vencernos” de la sonata

Opus 111 de Beethoven. No importa. Es ésta una experiencia en la que nos

encontramos completamente como en casa —un giro revelador— todas y cada

una de las veces que vivimos un texto, una sonata, una pintura.

Más aún, aunque lo hemos olvidado por mucho tiempo, esta experiencia,

este compromiso con una presencia real es la fuente de la historia, los métodos

y las prácticas de la hermenéutica y la crítica, de la interpretación y los juicios

de valor en la herencia occidental.

Las disciplinas de la lectura, la idea misma de interpretación y comentario

ceñidos, la crítica textual tal como la conocemos, derivan del estudio de las

Sagradas Escrituras o, más precisamente, de la incorporación y desarrollo en

ese estudio de prácticas más antiguas de gramática, cotejo y retórica

helenísticas. Nuestras gramáticas, nuestras explicaciones, nuestra crítica de

textos, nuestros intentos por pasar de la letra al espíritu, son los herederos

inmediatos de las textualidades de la teología occidental judeo-cristiana y de la

exégesis bíblico-patrística. Lo que hemos hecho desde el enmascarado

escepticismo de Spinoza, desde las críticas del iluminismo racionalista y desde

el positivismo del siglo XIX, es tomar moneda vital, inversiones vitales y

fedeicomisos del banco o la casa del tesoro de la teología. Es de allí de donde

hemos tomado nuestras teorías del símbolo, nuestro uso de lo icónico, nuestras

expresiones de aura y creación poética. Son préstamos de terminología y

referencia, tomados de las reservas de teología, los que proporcionan a los

lectores maestros de nuestro tiempo (tales como Walter Benjamín y MartinHeidegger) su licencia para practicar. Hemos tomado en préstamo,

mercadeado, cambiado en moneda pequeña las reservas de autoridad

trascendental. Muy pocos de nosotros hemos hecho algún pago. En sus puntos

clave de discurso e inferencia, la hermenéutica y la estética, en nuestra

civilización secular y agnóstica, son actos de pillaje más o menos conscientes,

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más o menos vergonzantes (y es precisamente esta vergüenza lo que hace

resonante y tensamente iluminador el comentario de Benjamin sobre Kafka o el

de Heidegger sobre Trakl o Sófocles).

¿Qué significaría reconocer, más aún, pagar estos préstamos masivos?

Para Platón el rapsoda es alguien poseído por el dios. La inspiración es literal;

el daimon entra dentro del artista, dirigiendo y extendiendo los límites de su

persona natural. Buscando alguna seguridad por la imperiosa oscuridad, por la

gran explosión hacia lo irregular de sus poemas, Gerard Manley Hopkins no

contó ni con la percepción de unos pocos espíritus elegidos ni con la autoridad

pedagógica del tiempo. El no sabía si su lenguaje y su prosodia serían alguna

vez entendidos por otros hombres y mujeres. Pero esa comprensión no era de

la esencia. La recepción y la validación, decía Hopkins, estaban en Cristo, “el

único crítico verdadero”. Tal como está expuesto en Clio, el análisis y la

descripción de Péguy del acto completo de la lectura, de la lecture bien faite,

sigue siendo el más incisivo, el más indispensable que tenemos. Aquí está la

proposición clásica de la simbiosis entre el escritor y el lector, de la generación

colaboradora y orgánica del significado textual, de la dinámica de necesidad y

esperanzas que enlaza el discurso con la vivificante (life giving) respuesta del

lector y “recordador”. En Péguy las prerrogativas y la lógica del argumento son

explícitamente religiosas; el misterio de la creación poética y artística y el de la

recepción vital no son nunca del todo seculares. Un terrible sentido de

blasfemia respecto del acto primigenio de creación, de ilegitimidad a los ojos de

Dios, habita en todo movimiento de espíritu y de composición en la obra de

Kafka. El soplo de la inspiración, contra el cual el verdadero artista buscaría

cerrar sus labios aterrorizados, es el de aquellos vientos paradójicamente

animados que soplan desde “las regiones inferiores de la muerte” en lasentencia final de El cazador Gracchus de Kafka. Tampoco son ellos de

proveniencia secular, racional.

En lo esencial, el arte, la música y la literatura occidentales, desde la época

de Hornero y Píndaro a la de los Cuatro cuartetos de Eliot, el Doctor Zhivago o

la poesía de Paul Celan, han hablado inmediatamente a la presencia o a la

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ausencia del dios. A menudo ese discurso ha sido agónico y polémico. El gran

artista ha tenido a Jacob como patrono, luchando con el terrible precedente y el

poder de la creación original. El poema, la sinfonía, la bóveda de la capilla

Sixtina son actos de contra-creación. “Yo soy Dios”, dijo Matisse cuando

terminó de pintar la capilla de Vence. “Dios, el otro artesano”, dijo Picasso en

abierta rivalidad. En realidad bien podría ser que el modernismo se definiese

mejor como esa forma de música, literatura y arte que ya no siente a dios como

un competidor, un predecesor, un antagonista en la larga noche (la de San Juan

de la Cruz, que es la de todo verdadero poeta). Bien pudiera haber en la música

atonal o aleatoria, en el arte no figurativo, en ciertos modos de escritura

surrealista, automática o concreta, una especie de boxeo de sombra. El

adversario es ahora la forma misma. El boxeo de sombra puede ser

técnicamente deslumbrante y formativo. Pero como gran parte del arte

moderno sigue siendo solipsista. El retador soberano se ha ido. Y gran parte de

la audiencia.

No imagino que Él pueda ser convocado a volver a nuestra condición

agnóstica y positivista. No supongo que una teoría de la hermenéutica y de la

crítica cuyo compromiso sea teológico, o que una práctica de la poesía y las

artes que denote, que implique la presencia real de lo trascendente o su“ausencia substantiva” de una nueva soledad del hombre, pueda obtener el

asentimiento general. Lo que he querido clarificar es la duplicidad espiritual y

existencial en gran parte de nuestros modelos actuales de significación y valor

estético. Conscientemente o no, con vergüenza o indiferencia, estos modelos

recurren y metaforizan en forma crucial la lengua, las imaginaciones y las

garantías —abandonadas, no canceladas— de una teología o, al menos, de una

metafísica trascendente. Las trivializaciones astutas, el lúdico nihilismo de ladesconstrucción tienen el mérito de su honestidad. Nos informan que “de la

nada, nada resultará”.

En lo que a mí concierne, no veo cómo una teoría secular del significado y el

valor, fundada estadísticamente, pueda afrontar a través del tiempo tanto el

desafío desconstruccionista como su propia fragmentación en eclecticismo

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liberal. No puedo llegar a ninguna concepción rigurosa de una posible

determinación de sentido o de alcance que no apueste a una trascendencia, a

una presencia real, en el acto y el producto del arte serio, ya sea verbal,

musical o de formas materiales.

 Tal convicción conduce a suposiciones lógicas que son excesivamente

difíciles de expresar con claridad, por no decir de demostrar. Pero la posible

confusión y, en nuestro clima actual de sentimiento aprobado, el embarazo

inevitable que debe acompañar a toda confesión de misterio, me parecen

preferibles a las evasiones resbalosas y los déficits conceptuales de la her-

menéutica y la crítica contemporáneas. Son éstas las que me resultan infieles a

la experiencia común, incapaces de dar testimonio de fenómenos tan

manifiestos como el de la creación de una persona literaria que sobrevivirá

mucho más allá de la vida de su creador (el grito de Flaubert moribundo contra

“esa perra” de Emma Bovary), incapaces de aprehender desde dentro la

invención de la melodía o las transmutaciones evidentes de nuestras

experiencias del espacio, de la luz, de los planos y volúmenes de nuestro propio

ser, provocadas por un Mantegna, un Turner o un Cézanne.

 Tal vez sólo dispongamos de la ausencia de Dios. Completamente sentida y

vivida, esa ausencia es un agente y un misterium tremendum (sin lo cual un

Racine, un Dostoievsky, un Kafka son de hecho irrelevancias o alimento para la

desconstrucción). Inferir tales términos de referencia, aprehender algo del

costo que se debe estar preparado a pagar al declararlos, es quedar desnudo

para el no-saber. Creo que se debe correr el riesgo si se ha de tener el derecho

de esforzarse hacia el ideal perenne, nunca totalmente realizado, de toda

interpretación y valoración: que consiste en que, un día, Orfeo no se volverá, y

la verdad del poema regresará a la luz del entendimiento íntegra, inviolada,vivificante, incluso fuera de la oscuridad, de la omisión y de la muerte.