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1 RELATOS

Para gustos... Colores

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Compendio de relatos variopintos.

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RELATOS

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Para gustos colores…

Irene Mariñas

http://ta-lentosediciones.com/book/para-gustos-colores/

Fotografía portada de Mónica Ordoñez

https://www.flickr.com/photos/monibike70/

Ta-Lentosediciones.com

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Gracias por

estar aquí.

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LA PATA

Vive en una casita de campo, añorando los días en que

rodeada de árboles se alimentaba de lo que el suelo del

bosque le proporcionaba y bebiendo del agua del riachuelo

y de la lluvia.

Ahora pasa las horas rodeada de personas. Los niños

siempre andan por allí alborotando y en más de una

ocasión recibe puntapiés de alguno de los habitantes de la

casa que al pasar tropiezan con ella.

Añora la luz del sol, la sombra del follaje, el trino de

los gorriones y el corretear de las ardillas. En el bosque se

sentía libre, a pesar de no poder moverse de allí. Pero un

buen día llegaron unos hombres que, mientras cantaban

alegres canciones de leñadores, talaron un montón de

antiguos pinos y robles. Al terminar la jornada, Pata ya no

estaba en medio de una arbolada sino que se encontraba en

una serrería. No pudo gritar al ver que se acercaba a la

sierra mecánica, ni cuando el carpintero la talló con una

navaja.

Ahora pasa las horas rodeada de personas, es la

tercera pata de la mesa de la cocina de una casita de campo

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y recuerda con nostalgia el tiempo en que era la rama más

hermosa de un antiquísimo y sabio pino.

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A RITMO DE BOLERO

Todos tenemos alguna historia sorprendente o muy linda

sobre nuestro nacimiento, sobre las circunstancias que lo

envolvieron y de cómo, todo ello, lo convirtió en un

momento sumamente especial.

Macarena quiso nacer un anochecer de mayo y con los

primeros dolores logró que su madre dejara de limpiar

judías verdes (esa era la cena prevista para ese jueves), para

prestarle atención sólo a ella. A la tercera contracción,

Magdalena, que así se llamaba su madre, avisó a su marido

y éste, corriendo como alma que huye del diablo, fue a

buscar a su cuñada que vivía unas casas más abajo y a la

vecina que hacía de comadrona en el pueblo.

Nació en una época en que todos los partos, en los

pueblos pequeños y las aldeas, eran en casa. Todos nacían

en la misma cama donde meses antes habían sido

concebidos.

Nada más llegar las dos mujeres, instalaron a la

parturienta en la cama matrimonial y echaron al padre de

allí. El pobre estaba hecho un manojo de nervios y comenzó

a dar vueltas por el comedor, de vez en cuando pegaba la

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oreja a la puerta de la habitación , a ver si conseguía

escuchar algo, pero, de momento, todo estaba silencioso,

únicamente se escuchaba el cuchicheo de las mujeres.

De golpe, se abrió la puerta, el pobre hombre, tenso

como estaba, dio un respingo y dejó escapar un tenue

chillido. La vecina-comadrona le espetó: “¡Vamos hombre!

no te quedes ahí parado como un pasmarote, se nota que

eres primerizo, si tuvieras seis hijos como mi Manolo, ya

sabrías lo que hay que hacer en estos casos. Vamos, venga,

pon a calentar agua y tráeme sábanas blancas”. Únicamente

las comadronas saben para qué piden siempre agua caliente

y sábanas blancas, nadie más tiene el honor de saber qué

hacen con todo ello, por lo menos en las películas antiguas

nunca lo han explicado.

En pocos minutos lo tuvo todo preparado y quiso

entrar en el cuarto para dejarlo todo allí y así, de paso,

echar un vistazo a lo que pasaba, pero casi no había tocado

el pomo de la puerta cuando la vecina la abrió solo una

rendija, le arrebató las cosas de las manos y lo volvió a

echar de allí: “Este no es lugar para hombres, fuera de aquí,

ya te avisaremos cuando sea el momento.”

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Magdalena era primeriza, así que dilataba lentamente,

las contracciones se hacían esperar. Dentro de la habitación,

las mujeres charlaban con relativa tranquilidad mientras

esperaban preparadas para recibir al nuevo bebé cuando se

decidiera a salir. Pero fuera, en el comedor, el pobre padre

de la criatura y esposo de la parturienta se retorcía las

manos, se comía las uñas, fumaba un cigarrillo tras otro y

no paraba de dar vueltas por la sala como un animal

enjaulado.

Su cuñada Remedios, más piadosa que la comadrona e

imaginando lo que debía estar pasando el pobre Genaro, se

asomó a la puerta y le dijo: “Anda hombre, estate tranquilo

que todo va bien, lento, pero bien. Ponte la radio y así te

entretienes un poco”.

Genaro, hombre obediente, le hizo caso y encendió la

radio. Sonaba un bolero que hablaba de amores furtivos y

pasiones sin remedio.

…Adoro…la forma en que me miras

Y hasta cuando suspiras,

Yo te adoro, vida mía…

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Yo te adoro,

Yo te adoro…

Dentro del cuarto, las contracciones se hicieron más

continuadas, Magdalena empujaba con ganas, resoplaba y

dejaba escapar algún gritito de dolor. Parecía que la

cabecita de la criatura comenzaba a salir. En la estancia de

al lado, el padre, que no soportaba escuchar los quejidos de

su mujer, subió el volumen de la radio justo en el momento

en que comenzaba a sonar un pasodoble de esos típicos de

las corridas de toros.

…piénsalo y párate,

Mátalo a volapié,

Anda, no ves que ya se humilla

Busca que ruede sin puntilla

Suena un ¡olé! Y la plaza entera

Es un clamor toda puesta en pie…

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Por debajo de la música escuchaba voces alteradas, y

para sí mismo mascullaba: “Algo va mal, seguro que algo

va mal.” Se asomó a la habitación y las tres mujeres le

gritaron a la vez: “¡Largo de aquí!”

Justo cuando la cabeza ya asomaba, cuando el parto

parecía seguir su proceso normal, Magdalena no tuvo ganas

de empujar más, la cabeza se deslizó hacia el interior del

útero. La comadrona le decía: “¡vamos mujer, empuja, no

pares ahora!” Pero ella no podía empujar, algo se lo

impedía.

Mientras Remedios, subida sobre la panza de la

parturienta, intentaba con firmes masajes estimular las

contracciones, la comadrona, con manos hábiles sabedoras

de lo que hacen, tanteaba los interiores de Magdalena para

comprobar dónde se encontraba la cabecita.

Genaro siguió retorciéndose en el comedor dando

vueltas a la mesa redonda, marcando círculos cada vez más

cerrados, hasta que tropezó con una silla y encendió otro

cigarrillo. Los acordes de una ranchera que decía que es

mejor cantar que llorar, se dejaba sentir en la casa.

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…Ay,ay,ay,ay

Canta y no llores

Porque cantando se alegran,

Cielito lindo los corazones…

El buen hacer de Remedios y Mercedes, que así se

llamaba la vecina-comadrona, parecían haber surtido efecto

y regresaron las contracciones y las ganas de empujar. Se

asomaba de nuevo la cabecita morena. Ya estaba

completamente fuera, la comadrona agarró a la criaturita

suavemente para ayudarle a sacar los hombros. Magdalena

dio un grito de sufrimiento y, agarrándose a los barrotes del

respaldo de la cama, se quejaba de agotamiento y de dolor.

“Ya falta poco, tranquila”, le dijeron las dos mujeres.

Genaro no escuchó esa frase tranquilizadora, a sus

oídos sólo llegaron el grito y las quejas de su mujer y un

sentimiento de culpabilidad le fue subiendo hasta la

garganta, convirtiéndose en un nudo que casi no le dejaba

respirar. Él le había pedido un hijo, ella aún no quería, pero

él insistió y en ese momento arrepentido se le encrespaban

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los nervios y el miedo, sólo de pensar que algo pudiera salir

mal.

En la radio sonaba un tango, trágico de muerte.

…Hoy ya solo abandonado

A lo triste de su suerte

Ansioso espera la muerte

Y entre la frialdad que invade su corazón

Sintió la cruda sensación

De su maldad

Él no lo podía oír, el latir de su corazón era tan potente

y atronador que lo ensordecía todo.

La comadrona vio cómo iban saliendo los hombros y

soltó al bebé, creyendo que la naturaleza haría lo siguiente.

Pero… en lugar de salir, entró. La dichosa criaturita parecía

jugar al escondite con ella. Intentó agarrarla pero se le

escurrió entre los dedos y Macarena consiguió volver a

entrar en las calientes entrañas de su protectora madre.

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Pasaron unos tres minutos interminables, otra vez

comenzaron los masajes en la abultada barriga y los dedos

que buscaban en el interior de la parturienta. Había nervios,

voces más altas que antes y Genaro lo presentía, lo

escuchaba y habría querido entrar y saber más, pero no le

dejaban. Su amada mujer gritaba de dolor, soltaba

maldiciones y rogaba a Dios que la ayudase.

Subió más el volumen de la radio, no queriendo

escuchar lo que le llegaba del otro lado de la puerta. En ese

preciso momento la casa se llenó del bolero que bailaron

por primera vez siendo novios.

…ansiedad de tenerte en mis brazos

Musitando palabras de amor

Ansiedad de tener tus encantos

Y en la boca volverte a besar…

Contracciones, ganas de empujar, todo comenzaba

otra vez, parecía que la cosa ahora iba en serio. Todo era

más rápido, ya casi estaba fuera del todo y en el momento

en que aparecieron las sonrosadas nalgas, descubrieron que

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era una niña. Remedios gritó: “¡Es una niña, Genaro has

tenido una niña!” En el comedor, el padre lloraba de

alegría porque, al parecer, todo había terminado. Pero no

logró escuchar bien, ¿qué le había dicho su cuñada? Un

niño o una niña. Apagó la radio para preguntar sin abrir la

puerta.

La niña, de repente, no quiso salir, las mujeres

tuvieron la sensación de que intentaba entrar de nuevo y las

tres a la vez vociferaron: “¡Genaro, enciende esa maldita

radio!” El bolero siguió sonando y Macarena por fin nació,

la comadrona no tardó ni un segundo, le cortó el cordón

umbilical a toda prisa dejando escapar un suspiro. “¡Menos

mal, ahora ya no hay vuelta atrás!”

En la radio estaban poniendo un anuncio de un

famoso refresco que prometía, (y que hoy en día sigue

prometiendo), que bebiéndolo, la vida sería más feliz. Lo

acompañaba una melodía suave, alegre.

…la chispa de la vida…

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La comadrona le dio las palmaditas pertinentes para

que arrancase el llanto, pero la criaturita no lloraba, no

parecía tener ningún problema, todo lo contrario, tenía cara

de complacencia, pero no lloraba. Remedios y la vecina-

comadrona se miraron desesperadas. “¿Y ahora qué?”

Mercedes exclamó: “¡Claro!” y comenzó a entonar el

mismo pasodoble que sonaba antes en la radio. La tía de la

criaturita la miró como si se hubiese vuelto loca, pero

enseguida lo entendió y se unió al canto. Magdalena, desde

la cama, entre lágrimas y con las pocas fuerzas que le

quedaban también entonó el pasodoble.

…el torito aquel pisa el redondel

Y es un león.

Sale a correr con alegría,

Sueña, la plaza es mía,

Y el matador que desconfía

Dice al pasar con valentía:

“Sin compasión te he de matar”

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Las tres mujeres se animaron y cantaban como si

quisieran espantar al mismísimo demonio.

Fuera, Genaro, creyendo que se habían vuelto majaras,

sin esperar más, abrió la puerta justo en el momento en que

su hija comenzaba a berrear.

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GRACIAS A LA VIDA

Un piso en propiedad, del banco, claro, porque con treinta

años de hipoteca por delante…un coche y una plaza de

parquin, en Barcelona es imposible aparcar, dos armarios

llenos de ropa, zapatos y complementos, en fin, una vida

repleta de cosas, pero no una vida plena.

Me enseñaron que para ser feliz tienes que rodearte de

propiedades y que no puedes considerarte lo

suficientemente buena si no utilizas determinados

productos. Así que con más de veinticinco años tenía todo

lo que se supone que necesitas para ser feliz. Pero, ¡qué va!

lo que tenía era días de estrés, días de diez horas de trabajo

y un par de horitas más de atascos interminables,

malhumor y poco tiempo para hacer lo que realmente me

apetecía o para no hacer nada.

Siempre andaba con la cabeza llena de cosas por hacer,

de deberes y obligaciones. Sintiéndome víctima de la

sociedad consumista en que me tocó vivir (¡que fácil y

dañino es echar la culpa a los demás de tus errores!). Hasta

que un día, cayó en mis manos un libro, de esos que

denominan de autoayuda y leí que no poseemos las cosas,

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sino que las cosas nos poseen a nosotros. Aquella

afirmación me caló dentro y comprendí que era cierta.

“Mi piso”, comprado en un impulso de propietarismo,

me tenía atrapada en un barrio demasiado tranquilo y

húmedo para mi gusto, además de que casi todo mi sueldo

se iba en la hipoteca e impuestos. Descubrí que en la ciudad

es más fácil moverse con el trasporte público que en coche,

así que lo vendí y, poco después, también puse a la venta la

plaza de aparcamiento. Con ese dinero me tomé un año

sabático.

Me dediqué a darme cuenta de que ya era adulta y que

podía hacer lo que me apeteciera. Retomé la buena

costumbre de correr por las mañanas y, después de una

gratificante ducha, paseaba por la ciudad. Recorrería las

calles sin prisas, sonriendo a la gente que me cruzaba.

Increíblemente, la mayoría de las personas te responden

con otra sonrisa.

Hice limpieza del armario ropero. ¡Madre mía!

Cuántas prendas que jamás usaba y solo servían para coger

polvo. Doné un montón de libros, que no recordaba por qué

los había comprado y que no pensaba leer, a una pequeña

biblioteca de barrio…

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En definitiva, que me deshice de muchas cosas que

realmente no necesitaba y es que, ¿quién necesita una

fuente de chocolate o dos televisiones? Cuando terminé, el

piso estaba casi vacío y pensé que era el momento ideal

para venderlo. Ahora vivo de alquiler en un diminuto y

coqueto apartamento del centro y es que me encanta el

bullicio de la ciudad.

A la vez que hacía limpieza de mi casa iba haciendo

limpieza de mis armarios mentales y tiré a la basura

muchas culpabilidades y recuerdos dañinos. En ese proceso

aprendí a perdonar y a perdonarme. Comprendí que en

cada momento de la vida haces lo que puedes y lo que,

muchas veces, tus miedos te permiten.

En ese año de excedencia abrí nuevas puertas y me

atreví a traspasarlas. Ahora que he retornado a mi puesto

de trabajo, ya no lo siento como una carga, sino como un

medio para satisfacer mis necesidades económicas y he

comenzado a sentirme a gusto hasta con mi jefe. “Pobre, él

no tiene la culpa de ser un refunfuñón” así que le sonrío en

lugar de discutir y lo tengo tan desconcertado que, a veces,

hasta él mismo se sorprende sonriendo a alguien.

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De todas formas, estoy pensando en pedir una

reducción de jornada, aunque mi sueldo también se verá

reducido. Ahora, sin hipoteca, coche y parquin mis gastos

son menores.

Mi vida por fuera ha cambiado porque yo por dentro

he cambiado y aunque parezca increíble sé que el universo

está de mi parte, me ayuda y me trae lo que necesito.

Últimamente le estaba pidiendo un novio guapetón,

buena persona y buen amante. Pero ayer mientras meditaba

escuché una voz que decía: “Ten paciencia, él aparecerá

cuando los dos estéis preparados.”

Así que, aquí estoy armándome de paciencia y

rezando para que llegue antes de que tengamos que

apuntarnos juntos a las ofertas de viajes para jubilados.

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CORAZÓN DE PATATA

Montado en su yegua recorre los campos de patatas, es la

época de la recogida y jornaleros venidos de los pueblos

cercanos trabajan para él. Desde lejos escucha sus cánticos,

y ve cientos de espaldas doblarse al ritmo de la melodía

cadenciosa que sobrevuela la tierra.

Cuando se acerca callan y aunque les insiste para que

sigan cantando, los temporeros le miran con cara de no

entender nada, entonces se da media vuelta pensando:

“Definitivamente, estos pueblerinos sólo saben trabajar

como mulos y poner la mano para recibir el jornal.”

Al alejarse el terrateniente al trote, los cánticos se

vuelven a oír. Los braceros se miran y después de encogerse

de hombros retornan a la faena, pero no cantan, ni tan

siquiera silban, sachar patatas es demasiado duro, no hay

ganas ni fuerzas para otra cosa que no sea arrancar los

tubérculos de la tierra.

Son las patatas quienes callan al escuchar los cascos

del caballo que se acerca, son ellas quienes retoman la

melodía cuando el terrateniente se aleja, son ellas las que

marcan el ritmo cadencioso del trabajo. Les gusta cantar y

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revolcarse en el barro, frotarse con las botas de los

jornaleros. Pero el trote de la yegua les trae a la memoria

otros tiempos en que nadie se ocupaba de recogerlas,

tiempos en que languidecían y se podrían en la tierra,

mientras los niños desnudos en las calles lloraban de

hambre. Tiempos de guerra en que sobre aquellas fértiles

tierras se libraban cruentas batallas y eran regadas por

sangre de soldados y caballos, que las ahogaba y las

ulceraban hasta la descomposición.

Son las patatas las que con sus himnos celebran el final

del verano y los días de recolección.

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H2O

Era lunes, pero las escuelas estaban vacías, las tiendas

cerradas y las luces del ayuntamiento apagadas.

Las campanas de la iglesia parecían compartir la

felicidad de los aldeanos y repicaban alegremente, dichosas

de poder dar tan buena noticia.

Grandes y chicos salían a las calles, cantando y

bailando.

Con gran alborozo, festejaban ¡el milagro! Todos reían

y se abrazaban mirando al cielo. Los más tímidos gritaban

con entusiasmo desde su interior. No podían dejar de

sonreír y acabaron con dolor de mejillas.

Los más mayores, por su parte, dejándose acariciar por

la naturaleza y con los ojos cerrados, se transportaban hacia

las primaveras de otros tiempos. Cuando regresaron de sus

ensueños pudieron contemplar el trébol verdeando reflejos

y las brillantes gotas colgando de las hojas de los árboles.

Los jardines chorreaban, la hierba crecía anárquica y

desmelenada, los almendros comenzaban a brotar, las

hortensias explotaban en azules y el granado y el tilo en

amarillos, se abrieron las primeras rosas y la lavanda de la

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maceta irguió la cabeza, dejando el aire impregnado con un

intenso aroma a ropa limpia.

Algunas plantas nuevas miraban atónitas extendiendo

sus hojas para refrescarse.

Los peces en el estanque de la alameda, abriendo

mucho los ojos, aleteaban felices.

En la plaza del pueblo todo eran palmaditas en la

espalda, enhorabuenas y felicitaciones, cruces de manos y

besos a propios y extraños, a lugareños y paseantes…

Tras el primer momento de efusión, llegó el silencio,

grandes y chicos, hombres y mujeres, perros, gatos y hasta

los ratoncillos de campo permanecían callados, disfrutando

de aquel sonido que lo envolvía todo.

Dentro de aquella paz, tan cargada de energía positiva,

se empezó a escuchar un jolgorio de trinos, ¡los pájaros

regresaban!, aquellos amigos tan necesarios volvían

después de años de obligado exilio. Vieron cómo se

acercaban golondrinas, gorriones, lavanderas y tantas otras

aves menudillas y cantoras.

Tras los pájaros llegó el zumbido de los abejorros y las

abejas hacedoras de miel. Las coloristas mariposas también

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hicieron su aparición, para deleite de los niños, que solo las

conocían por las ilustraciones de los libros escolares.

El pueblo boquiabierto contemplaba el regreso de la

naturaleza a sus hogares.

Nadie quiso perderse el espectáculo, así pues, los

comercios permanecieron cerrados, las escuelas calladas,

los coches aparcados en el mismo lugar del día anterior.

Nadie acudió al trabajo, ni a las faenas y quehaceres diarios.

Los niños jugaban en las calles a correr, a empaparse,

liberados del calor sofocante que despedía aquel sol sin

tregua. Las mujeres y hombres sacaron sus sillas y se

sentaron, como si se cobijaran a la sombra en una calurosa

tarde de verano, charlaban entre risas y carcajadas mal

disimuladas. Sólo el párroco se refugió en la iglesia para dar

gracias por aquella bendición inesperada, le acompañaba

un monaguillo, que hacía sonar las campanas, como cuando

repicaban a fiesta.

Era lunes y llovía.