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PANDEMONIUM NICARAGUA Febrero 2013 / Año 1 / El monstruo MITOS Y LEYENDAS DE NICARAGUA

Pandemonium Nicaragua

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Mitos y Leyendas de Nicaragua

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Febrero 2013 / Año 1 / El monstruo

MITOS YLEYENDASDE NICARAGUA

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Índice

IntroducciónEl espanto del guacimo rencoLa mona brujaLa lloronaEl punche de oroLa leyenda del capitán blackburnLa carretanaguaEl cadejoLa leyenda de chico largo de charco verdeEl barco negroEl perro y el lagartoLa taconudaLos siete negritosEl monolito de cuapaLa leyenda del coronel Arrechavala

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Nicaragua, país de grandes tradiciones e historias que lo hacen una puerta al más allá.

En esta edición, hemos recapitulado algunos mitos y leyendas que le han dado personalidad a nuestro pais, ha-ciendo de nuestra tierra un lugar con entradas a lo desconocido.

Introducción

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El espanto del Guacimo Renco

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Don Cosme sabía la historia. Allí en el camino barria-loso de Santo Tomás estaban los restos del difunto Pacheco García. Una cruz negra que había cogido

un tono verdoso por la pátina del tiempo, era todo lo que quedaba de aquel célebre bandido que asolara antaño las co-marcas y haciendas de aquel lugar. Diez años tenía de haber entregado el fardo de malas cuentas ante Dios, pero con todo y eso, el recuerdo de aquel hombre siniestro persistía en las mentes de los humildes y sencillos moradores de la comarca de Santo Tomás. El alma de Pacheco García vaga por las noches en el llano. Esa era la voz popular que se había regado en todos los ran-

chos y haciendas del lugar. Nadie intentaba cruzar el llano de noche, temeroso de encontrarse con el espanto, y si por un atraso involuntario sorprendían al viandante las sombras de la noche, detenía la marcha, para pernoctar en algún rancho mientras llegara el alba para emprender de nuevo su camino. La cruz del muerto estaba al pie de un guácimo gacho, y de allí la gente cogió en llamarle “El Espanto del Guácimo Renco”. -”Es algo que crispa los nervios, oír aquel gemido y ver

aquella luz”, me decía doña Mercedes, una anciana, parienta de don Cosme. Y esa misma noche que doña Mercedes me contó lo del espanto, también estaba don Cosme, viejo no-venteño y uno de los supervivientes de aquellos aciagos días en que el temible Pacheco García pasaba por sus viviendas como un huracán devastador. Don Cosme me hizo señas. -”Venga para acá, que le voá

contar la historia; yo la sé mejor que naide”. Y en un sitio donde nadie podía escuchar, el viejo finquero me contó la historia de “El Espanto del Guácimo Renco”. Pacheco García era jefe de una cuadrilla de veinte saltea-

dores. Aquellos días se vivían con el Credo en la boca. Era en el tiempo que aquel otro sanguinario que se llamara Pedrón Altamirano, hacía de las suyas en los desgraciados pueblos segovianos. Las haciendas eran continuamente saqueadas; era en la

época en que la vida de un caballo valía más que la de un cristiano. Pacheco García, cierto día tuvo un disgusto con Pedrón; de ahí vino que el primero se desligara del segundo, llevándose en su separación a veinte de los más empeder-

nidos asesinos. Santo Tomás del Nance, aquel humilde pueblito enclavado en las inmediaciones de la frontera hondureña, era pasto de aquellas hordas de salvajes, y allí en las afueras, como a dos kilómetros, don Cosme tenía lo suyo. Pacheco García, nunca fue cazado por las

fuerzas del Gobierno; conociendo como sus propias manos toda la región, era posible que se ocultara en las espesuras de aquellos montes. Este siniestro bandolero no salía de día;

sus andanzas las hacía amparado en las sombras de la noche. Pacheco García era implacable; no se satisfacía con robar, sino que también quitaba vidas por el capricho de ver correr la sangre. Cuando llegaba a las haciendas escogía los me-jores potros de los hatos, y si sus ojos se fijaban en alguna hembra, no tenía más que hacerle una señal a su ayudante y montarla en ancas de un caballo, y si el padre de la raptada protestaba por el honor de la hija, le daba en recompensa un par de tiros y allí quedaba boca arriba en medio del llanto de sus deudos. Así pasó mucho tiempo aquella bestia

humana, sin que nadie se interpusiera en su camino. Don Cosme era viudo, pero vivía acom-

pañado de sus tres hijas: Isabel, la mayor; Carmen, la de en medio, y Dolores, la cumiche. Eran tres sencillas y bonitas campesinas

que su padre, férvido creyente en la re-ligión católica, las había educado bajo el santo temor de Dios. Don Cosme tenía un pariente, doña Mercedes, a quien ya me referí antes. Las niñas quedaron huérfa-nas desde muy tiernas y doña Mercedes, mujer de nobles sentimientos, se hizo cargo del cuido de las criaturas. Las instruía en el catecismo y les con-

taba por las tardes, al amparo del alero,

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pasajes de la vida de Jesús; de allí que las niñas, a pesar de que eran campesinas, nunca sus virginidades fueron marchitadas por los sátiros. Don Cosme las tenía aleccionadas,

les hablaba con sencillez, sin malicia alguna, como padre verdadero, con-sciente en el deber sagrado de con-ducir a sus hijas por el camino recto de la honestidad. Nunca las niñas oyeron que los labios de su padre pronunciaran palabras obscenas. Así fueron creciendo, sencillas y

bonitas, como las flores de los cam-pos y como sus vestidos de zarazas. Don Cosme las adoraba, pero tenía especial predilección por Dolores, la cumiche, y la más bonita de las tres. Sin duda, porque la niña no cono-

ció madre, pues cuando la que le había dado el ser abandonaba este mundo, la niña apenas llegaba a los diez meses. Dolores tuvo que despe-charse con la leche de una yegua que su padre solicitó de un vecino. El rancho de don Cosme era de te-

cho pajizo con forro dé tabla; tenía además, por separado una pequeña troje donde almacenaba el fruto de sus cosechas, lo mismo que un chiquero para los curros, dos vacas de mediana calidad y un par de bueyes aradores, sus amigos queri-dos que le daban el sustento. Tenía un desmonte que, por su

abundancia en troncos, lo sembraba a bordón, pero le sacaba el jugo año con año. Ese era todo el patrimonio del viejo finquero. Cierto día aquella paz y alegría

que reinaba en el humilde hogar campesino se vió pronto apartada, para darle paso a la tragedia y el dolor, y... una noche se oyó sobre el

camino silencioso del llano el tropel desenfrenado de una caballería. Era Pacheco García que, olfateando

la presa se encaminaba a lo de don Cosme. Era una noche oscura, sin estrellas, sin luciérnagas que pringa-ran de plata los campos; apenas en las sombras se destacaba como una fantas-magoría el pabilo amarillento de velas y candiles en los ranchos. El viejo comarcano a la vera de la

puerta de su rancho y sentado en una pata de gallina, conversaba con don Blas Urbina, su vecino más cercano. Sus hijas adentro, rezaban con doña

Mercedes el rosario. El grupo de bandidos rodeó el rancho y Pacheco, desmontándose, entró sin saludar. Don Cosme se incorporó al ver que

aquella pandilla de forajidos allanaba su casa. Quiso ir en busca del arma, pero las

manos de un bandido lo trabaron por detrás haciendo otro tanto con don Blas, que quiso largarse para dar la voz de alarma en el vecindario. Pacheco arrastró a Dolores al patio

entre las protestas y lamentos de doña Mercedes, que les lanzaba maldiciones. Por las mejillas de don Cosme corrier-

on dos lágrimas que se fueron a perder en el bigote. La alarma cundió en el caserío y

hubo algunos que, queriendo defender el honor de las hijas de don Cosme, tomaron sus armas que no eran más que rústicas escopetas fabricadas por ellos mismos. Cuatro comarcanos con sus cuer-

pos perforados por las balas asesinas quedaron tendidos en las puertas de sus ranchos. Los bandidos se largaron entre risotadas sarcásticas e interjec-ciones obscenas.

Don Cosme, con el alma desgarrada vió a su hija que se alejaba prisionera de aquella partida de salvajes. De Dolores no se volvió a saber nada

en la comarca. Su padre denunció el caso ante las autoridades del pueblo, pero desde el soldado hasta el Coman-dante y el Alcalde eran una partida dé cobardes. El Comandante, que obedecía órdenes

del propio Alcalde, no hacía por donde se interesara este último en dar una orden en busca del bandido; la voz popular era que estos individuos tenían amistad con el bandolero. Pacheco García era dueño de vidas y

haciendas. Era ésa la triste situación de aquel padre ofendido, que decidió beberse su dolor mientras llegara la hora de hacerse justicia con sus propias

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manos. En ese tiempo don Cosme tenía ochenta

años, pero era un viejo fuerte, macizo y lleno de salud, que disparaba su escopeta sin importarle la patada. Se había criado en los campos desde muy pequeño, ayudando a su padre en los rodeos de la hacienda y en los viajes que hacían las tropillas de reses donde se tragaban leguas de leguas en medio de los llanos calcinantes. Don Cosme no representaba la edad que

tenía; de su pelo hirsuto no asomaba ni una cana y aunque sus brazos eran delgados y coyundosos, no por eso rehuía el mango del hacha. Era un indio de los que muy pocos quedan ya. Pasaron algunos meses. Doña Mercedes se entristeció tanto que

hubo un día se temiera por su vida. Ya no era la misma doña Mercedes de antes. Ya no les contaba por las tardes a las sobrinas los pasajes de la vida de Jesús. Muy poco se le miraba y hasta se decía que estaba perdi-endo la razón, porque la oían algunos que hablaba a solas pronunciando el nombre de la sobrina ida. Don Cosme también ya no era el mismo. Se había vuelto huraño hasta con sus mis-

mas hijas; todo le molestaba, su espíritu se había tornado susceptible, a la menor cosa se irritaba, dándole escape a las lágrimas. Era huidizo, ya no visitaba a nadie, siempre

andaba solo; todas las tardes se le miraba pasar escopeta al hombro con dirección al llano. Así pasaba el tiempo. Un año había pasado

desde lo de Dolores; don Cosme, como de costumbre, seguía en sus paseos por el llano. Cierto día, cuando ya la tarde declinaba

y las sombras de la noche comenzaban a cubrir el llano de rumores misteriosos, el finquero, que regresaba de su cacería con un par de aves en la mano, oyó el grito de alcaravanes que habían levantado el vuelo

asustados. Volvió la mirada para indagar el motivo

y advirtió en la distancia la silueta de un hombre a caballo. El jinete, al llegar junto al viejo se des-

montó y sus primeras palabras fueron para pedir perdón. Don Cosme no lo había reconocido, pero el hombre le refrescó la memoria cuando le contó que había sido ayudante del bandido que se raptara a su Dolores. El viejo levantó el arma con la intención

de volarle los sesos de una perdigonada. -¡Máteme si quiere!, pero antes voy a decirle una cosa- fue la respuesta del hombre ante la hostilidad del otro. Don Cosme bajó el arma y escuchó. -”Pacheco mató a su hija de un balazo

porque quiso juirse; eso jué hace un mes, tá enterrada en el fondo de una cañada; yo tuve intenciones de venir hasta aquí para decírselo, pero ese pendejo de García podía matarme. Hoy que ya me separé de él no me im-

porta, porque agorita estaré al otro lao de la frontera y hasta allí no se atreve a perseguirme. Yo no quiero seguir más en esa vida; si antes anduve con su pan-dilla jué porque necesitaba dinero para mi pobre vieja que vivía enferma; hoy que ya murió ella, nada me liga con él”. El hombre, después de una breve pausa prosiguió: -”Y para su conocimiento le digo; Pacheco pasa temprano de la noche por el camino de “El Guácimo Renco” con dirección a la majada de Rancho Pando donde tiene una querida, para regresar endespués a la medianoche”. El hombre montó de nuevo y sin des-

pedirse arrió al caballo, que se tendió al galope con invariable rumbo por el llano oscuro y solitario. Don Cosme llegó a su rancho con media

hora de retraso. No dijo nada. Tomó su

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tumba de café negro con un tasajo de carne; luego se fue a un baúl desven-cijado y sacando una lámpara vieja de cazar empezó a limpiarla. Luego de haber terminado se puso

el sombrero, cogió la escopeta, salió del rancho sin decir nada y se metió en la noche. Sus hijas, que sorprendi-das habían observado sus movimien-tos, vieron nomás en medio de la densa oscuridad la brasa del puro de don Cosme que, como una luciérnaga de oro, iba denunciando su camino. El “Guácimo Renco” distaba del

caserío un poco más de tres kilómet-ros y hacia él se encaminaba don Cosme. Un cuarto de hora faltaba para alcanzar la medianoche, ya se advertían tras el espinazo de los cer-ros los resplandores de la luna. El cielo, antes sucio de espesos

nubarrones, se había despejado, presentando el maravilloso cuadro sideral de sus mundos luminosos. El llano también había silenciado

sus rumores, pero de vez en cuando aquel silencio solemne y misterioso era roto por el canto de alcaravanes asustados o por el graznido de aves nocturnas que buscaban caza en los pajonales de los charcos. Don Cosme, el estoico campesino

que por espacio de un año se bebiera su pena y su dolor, allí estaba sobre las ramas mismas del “guácimo ren-co” esperando se llegara el momento de vengar su sangre ultrajada. Todo estaba completamente en silencio. De pronto se oyó el galope de un

caballo. Era él, el violador, el que no bastándole con haber desflorado a su hija de quince años, le había quitado también la vida. El corazón de don Cosme aceleró

sus latidos; estuvo a punto de dejar caer el arma, pero sobreponién-dose se aferró con ella a una rama. Su cerebro daba vueltas como las

aspas de un molino. Pensaba. ¿Y si no fuera el propio Pacheco García el que galopaba a esas horas, y si fuera por desgracia algún pacífico caminante al que le hubiese caído la noche en el llano? Don Cosme se deshacía en terribles meditaciones, vacilaba por momentos y tuvo in-tentos de bajarse y salir corriendo a campo traviesa; tenía miedo que no fuera el hombre que esperaba. Pero en medio de aquella lucha in-terna una voz le decía: -”¡Detente, no te acobardes!, el hombre que viene es el asesino de tu hija”. La batalla de presentimientos que

sostenía aquel espíritu se aplacó. El galope del caballo, que se oía más cerca, tenía resonancias de tambores en medio del silencio. Don Cosme montó su escopeta y esperó. La luna, que bañaba de luz la in-

mensa vastedad del llano, alumbró el rostro del jinete en los precisos momentos que pasaba junto al ár-bol fatídico. Era él, le reconoció en el instante. Ponerse la escopeta a la cara, apuntar y apretar el gatillo fueron contados segundos. El estampido del disparo despertó

a la noche, saliendo de las entrañas mismas del llano un pandemo-nium de ruidos. Las aves que viven a la orilla de

los grandes charcos y los gritones alcaravanes se desbandaron en el aire como una legión de brujas chillonas, y el ruido del disparo, que se fue tragando la distancia,

se convirtió en un eco vago, algo así como el gemir del viento o el llamado de ultratumba donde a esa hora volaba el alma del bandido. Don Cosme se bajó, cogió de los

extremos el cuerpo y arrastrándolo hacia el pie del árbol lo dejó sen-tado en el tronco. El caballo, que al estampido se había disparado, pas-taba tranquilo como a cien varas del suceso: don Cosme lo espantó, cogiendo el animal al tranco por entre los jicarales. La muerte de Pacheco García

quedó en el misterio y desde en-tonces, dicen los lugareños que su alma en pena vaga por las noches en el llano, donde se ve una luz y se oyen unos gemidos. Esa es la historia que me contó

don Cosme, de la cual fue el único protagonista. El espíritu de aquel bandido, en un apagamiento ter-restre, ha quedado espantando por las noches al caminante que se atreve a cruzar por el camino del llano donde está el “guácimo renco”.

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LaMonaBruja

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Herculano Rojas vivía en la co-marca de Mapachín. Allí tenía su pedazo de tierra a la que le

sacaba el jugo año con año. Su mujer, que ya tenía una marimba de cipotes, le metía también el hombro en el trabajo. Cuando llegaba la época de las siembras y se daba principio a las limpias de las huertas, ella, bajo el sol calcinante de Abril, se embrocaba a la par de su hombre a recoger la basura, y cuando se procedía a romper la tierra cogía también el arado o lle-vaba la yunta.“Es mi brazo derecho”, decía Her-

culano por cualquier cosa, poniendo siempre de ejemplo la abnegación y diligencia de su mujer en el trabajo. La Carmen, como casi todas las mu-jeres de la clase campesina, era muy fecunda. La pobre, en ese particular y como las huertas de Herculano, nunca tenía descanso; no había ter-minado de destetar un cipote, cuando ya le venía el otro, y eso por no cipi-arlo, como decía doña Eligia, la vieja comadrona que la asistía en todas sus tenencias.Por una vida vivía en cinta, y si no

estaba en la huerta ayudándole al hombre, era en la piedra moliendo el maíz de las tortillas o el pinol para el tiste. De once hijos se componía la familia de Herculano Rojas y la Car-men Montoya. Catorce años de vida marital habían dejado en la pareja de campesinos un saldo de once vivos y dos muertos por delante: la primicia que se da a la madre tierra, como solía decir filosóficamente Herculano. Pero la Carmen no presentaba aquel

cuerpo ajado que se ve en la mayoría de las mujeres por la crianza con-

tinua. Por el contrario, era de una contextura vigorosa, a la par que se gastaba unos brazos de marca-dos bíceps. Era alta, morena, de cabellos negros y lacios que con-trastaban con una dentadura tan blanca, capaz de provocar envidia a nuestras mujeres. Es decir, en la Carmen todavía se descubrían restos de sangre indígena bien marcados. Herculano adoraba a su mujer y a sus hijos, tenía el vicio de los tragos, y cuando se iba pero pueblo para hacer las compras del yantar, regresaba muy entrada la noche, ebrio y embrocado en el caballo.Herculano no tenía enemigos,

porque a nadie le había hecho ni males ni bienes, pero su mu-jer, siempre que él se iba para el pueblo, se quedaba con el credo en la boca temerosa de que le pudiera suceder algo. Hombre honrado y consciente de su deber.Si yo quiero echarme tragos, lo

hago con mi propia plata y no con la que sirve votos -les decía Hercu-lano a los amigos que sustenta aún sus mismas opiniones. Un domingo por la mañana, Her-

culano se fue con unos amigos que lo invitaron para ir a la cantina. Las conversaciones menudearon entre trago y trago y la cosa se hizo larga, al extremo que el sol ya se había inclinado anunciando la tarde. Dos litros de aguardiente se habían escanciado entre él y los amigos.-Vos, Herculano -habló uno-,

¿nunca has oído decir de la mona bruja que sale en la quebrada del

Mapachín? Los ojos achinados del dueño de la taberna parpadearon sorprendidos ante la pregunta curiosa del parroquiano, en tanto que él interpelado, encogiéndose de hombros y con una indiferen-cia muy común en el incrédulo, contestó: -Pues como nó, ya había oído

decir, pero la verdad, yo nunca la he vido; será por las reliquias que mi mujer me ha puesto pa librarme de esas cosas o porque cuando he pasado por la quebrada ni siquiera me doy cuenta, porque, como dice el dicho, voy “hasta donde amarra la yegua Jacinto”. Según me han contado -volvió’ a hablar el parroquiano -, la tal mona se aparece en las ramas de un chilamate viejo, un poco antes de llegar a la quebrada; eso lo supe por la mujer de un compadre mío a quien le salió y se le encaramó en las ancas del caballo.El pobre ya no sirve para nada,

desde que lo jugó la mona ha que-dado idiota. Dicen los que la han visto, que es grande y coluda. La mujer de mi compadre, según me contó, tuvo que regar agua bendita en contorno de su casa, porque la maldita había cogido de llegar todas las noches con intención de entrar al cuarto donde duerme mi compadre. Desde las ramas de un mamón se descolgaba al techo y allí se estaba hasta que los luceros comenzaban a juir del alba.Todo el resto de la tarde que

quedaba se concretaron los hom-bres a conversar del animal embru-jado. Herculano se fue de regreso

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para el rancho cuando el lucero de la tarde con sus cuatro puntas de luz hincaba el infinito azul del cielo. Los cascos de la yegua al pasitrote sonaban

como claves en el silencio del camino. La noche ya había entrado, tornando las cosas diferentes. Los árboles entre las frondas dormidas tenían semejanza a fantasmas en acecho del viandante, y las alimañas, al paso de las bestias salían asustadas sonan-do bulliciosas la hojarasca, en tanto que los pocoyos con sus agudas notas de ¡caballer-roo!, presentaban sus ojos que parecían un puñado de lentejuelas rojas en el clamasco

negro de la noche. La yegua de Herculano se detuvo casi ya

para llegar a la quebrada, y parando la cola soltó su necesidad. Herculano, ebrio como iba, sintió que una cola larga y peluda le golpeaba la riñonada; y atribuyendo que era el animal embrujado, sacó con la rapidez del rayo su cutacha, al tiempo que le espetaba colérico, ¡mona puta!, y zas... descargó con tanta fuerza el arma, que se oyó caer la cola cortada tajo a tajo.El hombre siguió su camino pensando que

había terminado con el hechizo que asolaba la comarca; en tanto que la yegua no cabía en el estrecho camino, sufrida por la fuerte mano de Herculano. Al llegar al Rancho le quitó el freno a la yegua y, sin desensillarla, le pegó dos palmadas en las ancas para que se fuera a comer al corral.Por la mañana el hombre le contó a su mujer la aventura que había corrido en el camino y creyendo ser el héroe de la zona, no cabía en sí de júbilo. Pero la realidad fue otra, y toda la resaca de la borrachera anterior se le fue como por encanto cuando su mujer llegó del patio espantada convertida en la mona bruja.

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La

Llorona

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En Nicaragua se oyen los lamen-tos de la Llorona transporta-dos vertiginosamente por los

caprichosos vientos que provienen de las cuatro esquinas del mundo. Hasta donde cuenta la gente, la Llorona se manifiesta a través de un quejido largo y lastimero, seguido del llanto desgar-rador de una mujer cuyo rostro nadie ha visto.En el barrio de El Calvario de León, se

sabía que cerca del río, allá detrás del Zanjón, pasaba el florido de la Llorona. Las lavanderas del río contaban que apenas sentían caer el sereno de la no-che debían recoger la ropa aún húmeda y en un solo montón se la llevaban, de lo contrario la Llorona se la echaba al río. Según el comentario de las lavan-deras la Llorona es el espíritu en pena de una mujer que había botado a su chavalito en el río. Sobre la Llorona se oyen muchas

versiones pero algunas explican que ese llanto misterioso es la expresión de una mujer, mientras lavaba la ropa en el río. Pero ¿quién era esa mujer? ¿Quién podrá decirnos más sobre la vida de esta misteriosa alma en pena? Siempre en búsqueda de conocer más

y más sobre éste y otros personajes de la tradición oral de nuestro pueblo, nos embarcamos rumbo a la isla de Om-etepe. (...)

...Doña Jesusita, se llamaba la anciana solitaria que viendo nuestro interés por conocer las historias del pueblo empezó a contarnos sobre el origen del llanto de la madre en pena. «...En aquellos tiempos de antigua,

había una mujer que tenía una hijita de unos 13 años, ya sazoncita estaba la mujercita. Ella ayudaba a lavar la ropita de sus nueve hermanitos meno-res y acarreaba el agua para la casa. La mamá no se cansaba de repetir a la hija cada vez que la veía silenciosa moler el maíz o palmear la masa cuando el chisporroteo de la leña tronaba debajo del comal de barro: -Hija, nunca se mezcla la sangre de los

esclavos con la sangre de los verdugos. Ella le decía verdugos a los blancos

porque la mujer era india. La hija, en la tarde salía a lavar al río y un día de tantos arrimó un blanco que se detuvo a beber en un pocito y le dijo adiós al pasar. Los blancos nunca le hablaban a los indios, sólo para mandarlos a traba-jar. Pero la cosa es que ella se encantó del blanco y los blancos se aprovecha-ban siempre de las mujeres. Entonces bajo un gran palencón de ceibo que sirve para lavar ropa, allí por el río, se veían todos los días y ella se metió con él. -Mañana, blanco, nos vemos a esta

misma hora -le decía siempre.Claro, el blanco llegaba y la indita

salió pipona, pero la familia no sabía que se había entregado al blanco. Di-cen que ella se iba a ver bajo el Guana-caste, aquí en Moyogalpa. Ya se iba el blanco, se iba para su

tierra y entonces como ella estaba por criar, ella le lloraba para que se la llevara. Pero ¡dónde se la iba a llevar! la indita lloraba y lloraba, inconsolable,

a moco tendido. Él se embarcó y a ella le dio un ataque, cayó privada. Cuando ella se despertó al día sigu-iente, estaba un niño a su lado y en lugar de querer aquel muchachito, lo agarró y con rabia le dijo: -Mi madre me dijo que la sangre

de los verdugos no debe mezclarse con la de los esclavos. Entonces se fue al río y voló al

muchachito y ¡pan! se oyó cuando cayó al agua. Al instante se oyó una voz que decía: -¡Ay! madre... ¡ay madre!... ¡ay

madre!... La muchacha al oír esa voz se

arrepintió de lo que había he-cho y se metió al agua queriendo agarrar al muchachito pero entre más se metía siguiéndolo, más lo arrastraba la corriente y se lo llevaba lejos oyéndose siempre el mismo lamento: ¡Ay madre!... ¡ay madre!... ¡ay madre!... Cuando ya no pudo más se salió

del río. El río se había llevado al chavalito, pero el llanto del niño que a veces oía lejos, otras veces aparecía cerquita: ¡Ay madre!... ¡ay madre!... iay madre!... La muchacha afligida y trastor-

nada con la voz, enloqueció. Así anduvo dando gritos, por eso le encajaron la Llorona. Ahora las madres para contentar

a los chavalitos que lloran por pura malacrianza, les dicen: -Ahí viene la Llorona... La mujer enloquecida se murió

y su espíritu quedó errante, por eso se le oyen los alaridos por las noches...”Por ahí se anda La Llo-rona, hasta la vez se le oye por todo el río.”

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ELPUNCHEDE ORO

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El oro, metal precioso, eter-namente brillante y resplan-deciente, imperecedero frente

la acción corrosiva del tiempo, guarda en el recuerdo colectivo un valor simbólico con resabios sagrados. El oro no solamente simboliza la luz que enciende con su poderoso fulgor la ardiente llama de la ambición.En el pensamiento del pueblo, el oro

también brota mágicamente de la oscuridad del pasado como el eterno símbolo sagrado con el cual se celebra la divinidad en toda su perfección, materializándose en el vigor ancestral del espíritu comunal. Con este valor sublime se proyecta una aparición noc-turna que deambula como el alma en pena en las oscuras noches, desde que emerge intempestivamente en el medio del furibundo oleaje del océano pací-fico, envuelta en una aureola cegadora, como luces de bengala que viene ilu-minando su recorrido desde las playas

de Poneloya hasta la Iglesia de Sutiava donde se detiene para hacerle una rev-erencia al sol suspendido en la bodega del vetusto templo. Sobre este aluci-nante y misterioso personaje nocturno, nos habla una guardiana de las ruinas de Veracruz: “Aquí en Sutiava hay un inmenso tesoro enterrado y el espíritu de este tesoro sale por las noches. Es un inmenso Punche de Oro”.Las personas que lo han visto dicen

que es un punche gigante que brilla como el oro, éste cuida el tesoro de la comunidad indígena, sale por las noches, después de la muerte del úl-timo cacique, ADIAC.Don Juan un auténtico Sutiava nos

contó, que ese punche es una maravilla ya que brilla como oro y sus ojos son como diamantes de fuego. Este punche sale dos veces en el año, a mitad de la Semana Santa o antecito y en la mitad del invierno. Todo el mundo sabe que el día que agarren el punche de oro van a desencantar al cacique ADIAC que fue ahorcado en el Tamarindón de Sutiava. Este punche es el espíritu pre-cioso de los Sutiava que los ha guiado siempre en sus desesperadas luchas por no sucumbir bajo la pesada cruz que les impusieron los colonizadores.

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LaLEYENDADELCapitÁnBlackburn

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Según la leyenda, cuando Walker se instaló en Rivas en noviembre de 1856, se hacía acompañar del capitán Black-

burn, “hombre que cifraba los 35 años, de buena estatura complexión fuerte, ágil. Vestía impecable, ya fuera con el uniforme o de civil, botas brillantes con espuelas de plata, de su faja, colgaba un brillante sable, pistola calibre 44 y un rifle Minnie siempre engrasado. Su mirada era amable, sonri-

ente burlona, mostrando decisión, no tenía señas particulares, salvo una quemadura en la oreja izquierda, el conjunto inspiraba confianza y simpatía, casi siempre montaba un caballo negro azabache”. En resumen, Blackburn había llegado de Tennessee para integrarse a la lucha de Walker y éste lo nombró su asistente, llegán-dole a profesar gran cariño. Sucedió que en el combate de “las cuatro esquinas” donde la feroz refriega llegó hasta la lucha cuerpo a cuerpo, las fuerzas de Walker sufrieron grandes pérdidas y salieron en desordenada retirada.Al llegar a Rivas, el capitán Blackburn no apareció por ningún lado, entonces Walker envió una compañía en su búsqueda y re-gresaron con el cadáver del capitán, pero no traía la cabeza. El jefe filibustero mandó de nuevo la patrulla en busca de la cabeza de su amigo y regresaron al anochecer sin haber encontrado nada. Desde entonces, relatan los lugareños que por las noches un caballo ronda las calles en busca de la cabeza del Capitán Blackburn, entre Santa Ana y las Cuatro Esquinas, “en idas y venidas”.

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La

Carretanagua

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Algunos creen que pasa anunciando la muerte de alguien y es en la carreta misma que la Muerte Quirina maneja y acarrea con todas las almas en pena, de aquellos que hici-eron maldades en el pueblo. Pues de plano ya se ha visto, asegura la gente, de que al

día siguiente de haberse aparecido la carretanagua… alguien ha muerto en el pueblo.“Se la llevo la Muerte Quirina en La Carretanagua”, creando entre la gente la incerti-

dumbre y desasosiego...¿Por quién pasa esta noche La Carretanagua? ¿Por vos? ¿Por mi? ¿Estaremos en la

raya esta noche?Julia de Sutiava dice: “La Carretanagua se escuchaba desde lejos; yo estaba

solita, íngrima, ya eran las once de la noche y Chon su marido, no había llegado. Yo sabia que el no vendría temprano a la casa porque había ido a la vela de la aguela de Chilo. De pronto se escuchó un estrepito, los perros aullaban, y las gallinas cacareaban, todos los animales estaban asustados.”“No había luna y las calles estaban bien oscuras… oscuras no se miraba un

alma.”“Mis patas me temblaban del terror… hasta sudaba frio, pero me decidí a

asomarme a ver que es lo que pasaba.’“Vi una inmensa carreta, la mas grande que jamás había visto... en ella dos

pasajeros quirinas que llevaban una vela prendida en cada mano. Sus cabezas estaban cubiertas con capuchas blancas, eran las ánimas del purgatorio. Aquellas que andan penando...”reza por mi alma” reza por mi alma... De pronto no aguante mas y perdí y me desplome, la vista se me nublo y des-mayada amanecí en el suelo.”“Al día siguiente tenia una tremenda calentura, pase mas de dos días con la

terrible fiebre. No podía hablar. El sonido de mi voz no me salía.”La gente se siente sobrecogida de terror cuando oye pasar la carretanagua,

que sale como a la una de la madrugada en las noches oscuras y tenebrosas.La carretanagua al caminar hace un gran ruidaje; pareciera que rueda sobre un

empedrado y que va recibiendo golpes y sacudidas violentas a cada paso. Tam-bién pareciera que las ruedas tuvieran chateaduras. La verdad es que es grande el estruendo que hace al pasar por las calles silencias a horas de la noche.Los que han tenido suficiente valor de asomarse por alguna ventana al pasar, han

dicho que es una carreta muy vieja y floja, más grande que las carretas comunes y corrientes. Cubierta de una sabana blanca muy grande, de manera de tolda. Va con-ducida por la Muerte Quirina, envuelta también en un sudario de sabanas blancas, con su Guadana sobre el hombro izquierdo.Va tirada por dos bueyes encanijados y flacos, con las costillas casi de fuera; uno de

color negro y el otro overo.La carreta al parecer no puede dar vueltas en las esquinas. Pues si al llegar a una esta

tiene que doblar, desaparece, para luego reaparecer sobre la otra calle.Los indios de Monimbo en aquel tiempo no sabían con certeza el objetivo de la carretanagua

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El cadejo

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EL CADEJO BLANCO

El cadejo blanco existe en todo el país, de él se cuentan muchas historias, se dice que es un es-

píritu bueno, que es por ese motivo que protege a las personas que acompaña. “Es un guardián que permanentemente protege al hombre”.Don Sergio, un señor de 79 años,

del barrio el Calvario de León, dice que salió el cadejo a la media noche, después de salir de echarse unos bue-nos tragos de cususa.Del barrio de Guadalupe se escuchan

más testimonios sobre este misterioso animal. Doña Mariíta, una anciana de 93 años nos cuenta que, el cadejo es un animal que no a toda persona le sale y que protege a los caminantes nocturnos, y les digo esto, porque a mi papa el cadejo le salió y a mi hermano nunca, y los dos trasnochaban. Mi papa no tenía ningún vicio, pero le gustaba jugar billar, una noche venía sobre la calle de Guadalupe del billar a la casa de mi mama, sintió que un perro le

venia siguiendo los pasos. El perro venía tras él y entonces él se voltea y le dice: “Váyase este animal jodido que me anda siguiendo, oliéndome los pasos”. El lo espantaba todo el tiempo, pero al llegar a casa el pero desaparecía y el misterioso animal a donde él iba lo acompañaba. Nunca le hizo algo mal a mi papa”.Doña Argentina Barcia, una madre

de origen campesino nos relata que a su papa también le salió el Cadejo: “Mi papa trabajaba haciendo compras de ganado y cerdo, por eso andaba por todos los caminos y el cadejo blanco siempre lo acompañaba. Un día le dijo a mi mama: “Miró, mañana tengo que madrugar, tengo que ir a ver un ganado. Así fue, pero al salir de casa unos ladrones lo estaban esperando y lo mataron, después lo metieron a un fango de lodo. El animal no se sabe que fin tendría, no se sabe si el animal lo defendió, pero la cosa es que no-sotros supimos la muerte de él por un perro. El pero llegó a la casa y le olía las patas enlodadas. A mi mama la olía y ella preguntaba: ¿por qué este animal me huele los pies? Y el perro seguía insistiendo, por fin mi mama le agarró la seña al perro de que la quería llevar a algún lugar. Mi mama entonces siguió al perro, el perro caminaba y ella lo seguía hasta que llegó a una zanja lodo-sa puro fango y ahí encontró el cuerpo de mi papa. Así nos dimos cuenta de su muerte. Cuando mi mama buscó al perro, este ya había desaparecido.Dicen que existen dos cadejos, uno

bueno y otro malo. Cuando el perro blanco olfatea al perro negro lo ataca para proteger al que acompaña.

EL CADEJO NEGRO

El cadejo existe” dice Don Paulo Silva, un señor de 98 años del barrio de

Sutiava, que existen dos clases de cadejos nos dice Don Paulo con una hermoniosa jícara llena de Liste en su mano derecha. El blanco es bueno, camina detrás de los caminantes solitarios para protegerlos por la noche de otros espíritus burlones. Sin embargo, el cadejo negro es un espíritu malo que trata de matar a los caminantes nocturnos como nos dice su relato Don Paulo: “En el barrio de Guadalupe a Bacilio, un muchacho recio y muy cono-cido por andar trasnochando, lo mató una noche el cadejo negro, lo encontraron en la esquina de los billares Darce. Tenía un veci-no que era muy valiente, al darse cuenta lo que le pasó a su amigo dijo: “Yo quiero que el cadejo me mate. Voy a ir a espiarlo maña-na”. Así fue salió con un machete a esperar al cadejo y se escondió en el mero Tamarindón cerquita del Río Chiquito, cuando el animal se le apareció. Ra… Ra... Ra... Ra... Se lo hechó encima. El pobre hombre amaneció muerto.En este mundo todos estamos

rodeados del bien y el mal.El cadejo negro, color tenebro-

so que simboliza el mal en todas sus manifestaciones.

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LA LEYENDA DE CHICO LARGO DE CHARCO VERDE

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La leyenda cuenta que el Viernes Santo a mediodía aparece una mujer en el

centro de la Laguna Charco Verde, se le puede ver peinándose con un peine de oro... Se dice que aquí es también es la

entrada a “un sitio encantado”…aquel lugar en donde esta preciosa mujer aparece... que también vive en ese encantado mundo en donde se dice se encuentran todas aquel-las personas que “han sido ven-didas por el endemoniado “Chico Largo”. Chico Largo convierte a la gente

en ganado… y que ese ganado encantado se vende en algunas ocasiones al matadero publico de Moyogalpa o Altagracia. Muchas personas han oído el

lamento del toro o la vaca, o el cerdo, igualito al quejido hu-mano... que ahora está convertido en animal, pero que habría sido en otra vida un cristiano. Fue este otro un individuo que

había hecho “pacto” con “Chico Largo”. Por medio de ese pacto, vendió su

alma, por el gozo de riquezas por cierto tiempo en su vida. Es un pacto post muerte...después

de la cual ocurre, el individuo es llevado por muchos demonios, a la ciudad perdida en el Charco Verde.

Personas, decentes vecinos de esta isla paradisiaca dicen haber presenciado la muerte de alguien, de quien se decía estaba “vendido a Chico largo”, se cuentan que a media noche aparecen jinetes en briosos caballos negros haciendo ladrar a todos los perros, y cacarear a las gallinas... lo caballos relin-chan y el ganado balea de espanto. Luego se apagan y se encienden

unas luces brillantes…las lu-ces alumbran el cadáver de un muerto...y los jinetes en medio de un estrepito infernal, recogen el cadáver. Cuando alguien se atreve a

encender la luz porque ha cesado el ruido, se encuentran que el cadáver ha desaparecido y se dice que se lo llevo Chico Largo, porque ya se había cumplido su plazo, el plazo del pacto con el demonio. También se dice que el individuo

que ha pactado con Chico Largo recibe “7 negritos”, Estos están para ayudarle en sus momentos difíciles y le sacan de cualquier apuro. Pero siete años, solo siete años

puede tenerlos, luego debe pasárselos a otra persona, o pena de ser llevado al “Mundo encan-tado” en cuerpo y alma. Según mi informante hubo, hace

ya mas de sesenta anos, un com-

erciante árabe, uno de esos que el pueblo mal-llama “turcos”. Este quien hacia su ruta de comercio

de tela entre Moyogalpa y Altagra-cia, cubría Esquipulas, Los Ángeles, Trigueros, El Tenidero, San José del Sur, Las Pilas y Urvaite. En una oportunidad, yendo de San

José del Sur a Altagracia, se encontró el turco vendedor con un camino desconocido, donde no tenía march-antes... Lo siguió por curiosidad y a cierta distancia divisó una gran casa-hacienda, con mucho trajín de gente en todas las dependencias y poblada de un hato de ganado muy gordo. El turco, llamado Umanzor, saludo

una y otra vez a los pobladores…”Marchanta aquí las telas…tengo blancas, azules y rojas” y así persistía ofreciendo sus telas pero nadie le contestaba. Y en vista de esa desatención, en un

lugar no tan hospitalario, al cual ya se había acostumbrado en Ometepe, tomo sus maletas y se las hecho al hombro en busca del camino hacia la salida.... De pronto y sin que notara en que momento, se encontró de nuevo en el camino real que lo había traído al lugar, es decir, el camino de Altagracia. El narrador, viejo experto, me había

dicho antes de empezar su relato, que seguramente no lo creería, pero que Umanzor, el turco vendedor del caso, había pasado por su casa y pregun-tado por la hacienda desconocida. Nadie le había dado referencias de ella.

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ElBarcoNegro

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Hace ya mucho tiempo...tiempales que una lancha cru-zaba de Granada a San Carlos, una vez muy cerca de la Isla redonda, alguien hacia señas con una sabana

blanca para que esta lancha atracara. Cuando los marineros se acercaron a la isla solo escucha-

ban: Ay.....Ay......Ay.....Ay...Las dos familias que Vivian en la isla se estaban muriendo

envenenadas, pues se decía habían comido de una res que había sido picada por una culebra Toboba.“Por favor llévennos a Granada” dijeron y el Capitán pregunto de que quien pagaría por el pasaje…“No tenemos reales” dijeron los envenenados, pero le paga-

mos con plátanos. “¿Quien corta la leña o los plátanos?” pregunto el marinero.“Yo llevo una carga de chanchos para Los Chiles y si me

entretengo allí ustedes se me mueren en la barcaza”... les dijo el capitán.“Pero nosotros somos gente” dijeron los moribundos.“También nosotros” -dijeron los lancheros- “con esto nos

ganamos la vida.”“Por Diosito!” gritó el mas viejo de la isla. “¿no ven que si

nos dejan nos dan la muerte?”“Tenemos compromiso” dijo el Capitán. Y en facto se volvió con los marineros y ni por mas que se

estuvieran retorciendo del dolor, los dejaron abandonados. No sin antes la abuela de una familia de la isla, levantándose del tapesco en donde estaba postrada, les echo una mal-dición:“Malditos, a como se les cerró el corazón, así se les cerrara

el lago”...La lancha se fue. Cogió altura buscando San Carlos y desde

entonces perdió tierra. Eso cuentan. Ya Ellos no vieron nunca tierra. Ni los cerros podían ver, mucho menos las es-trellas en el cielo les pueden servir de guía....Ya tienen siglos de andar perdidos.Ya el barco esta negro, ya tiene las velas podridas y las

jarcias rotas.Muchos lancheros en el Lago de Nicaragua aseguran que

los han visto. Se topan en las aguas altas con el barco negro... Sus marineros barbudos y andrajosos les gritan:¿Donde queda San Jorge? ¿Donde queda Granada? Pero el

viento se los lleva y no ven tierra. Están malditos.

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ElPerroy elLagarto

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Esta historia, según cuentan, ocurrió hace muchos años cuando los pueblos de las difer-entes tribus se peleaban entre si.En ese entonces había un valiente y aguerrido cacique, para quien las mujeres con-

stituían un permanente obstáculo, pues impedían que los soldados cumplieran a cabalidad con las tareas de la guerra. Por esta razón, ordenó mediante una ley que las mujeres de la tribu fueran separadas de los

hombres. El decreto decía claramente que las mujeres fueran trasladadas de inmediato a la ribera dere-

cha de un caudaloso río sin dejarles medio de transporte para que mantuvieran relación con los soldados. El decreto también decía que si alguien quebrantara esa ley, seria fusilado en el acto.Cuentan que uno de los soldados empezó a desobedecer esa ley, pues secretamente iba a la

orilla del río en espera de alguna oportunidad para cruzarlo, atravesarlo a nado significaba una muerte segura bajo las garras de las fieras que deambulaban por el río.Una noche estando sentado a la orilla del río se le apareció un gran lagarto y le dijo: - Hombre, ¿que haces aquí a estas horas de la noche?Muy atemorizado, le respondió. - Estoy intentando como cruzar el río.Iba a pedirle que lo cruzara cuando el lagarto moviendo su enorme cola se le acercó más y le

dijo en voz bajita:- No te preocupes que yo te ayudaré. Pero debes jurarme que no le dirás a nadie que yo te ayudé

a cruzar el río.- Trato hecho - le respondió con jubilo y sin esperar mas se acomodó sobre la espalda del ani-

mal quien con extremada rapidez lo condujo a la otra orilla.- Acuérdese de mantener esto en secreto - le recordó al retirarse.Antes del alba, el hombre se despidió de su recién conquistada mujer y se regresó al río donde

hacia rato que el lagarto lo esperaba con impaciencia.- Apresúrese que ya esta amaneciendo - le amonestó -. Y con rapidez zarparon hacia la otra

orilla.Si la vigilancia me descubre, o si ir el llega a oídos del propio cacique que yo estoy ayudando a

cruzar el río, soy un lagarto muerto - pensaba.El hombre le agradeció el servicio y acordaron repetir la acción dentro de dos días.Cuando llegó el día señalado, los dos amigos se encontraron nuevamente y como la primera vez,

el lagarto, lo trasladó hacia el otro lado del río.- Acuérdese de guardar esto en secreto - le volvió a recordar.EI hombre asintió con la cabeza y partió a grandes pasos hacia la casa de su mujer.

Sin embargo, esta vez se despertó gran curiosidad en la mujer por saber como hacia para cruzar el peligroso río. Al notar que el soldado no quería confesar la verdad, lo amenazó con romper el lazo amoroso que los tenia unidos.Mientras tanto el lagarto que no se la había alejado, pudo escuchar parte de la discusión y

para no perder ningún otro detalle afinó aún mas el oído para escuchar el desenlace.

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Con sorpresa e indignación atada escuchó lo siguiente: - El lagarto es quien me ayuda a cruzar el río.El lagarto sintiéndose traicionado

decidió tomar venganza. Cuando el soldado regreso al río en la madrugada, lo recibió con toda normalidad como si no hubiese ocurrido nada, y emprendieron el viaje hacia la otra orilla. Cuando iban en medio del río, se detuvo y disgustado le hizo ver el error en que había caído y el alto precio que tendría que pagar.- Pagarás muy cara esta traición -

le dijo. Desde ese momento nadó en

dirección al mar. El desdichado soldado trataba

de convencerle diciendo que el no había roto el pacto, y que le perdonara si había cometido un error... Sin embargo el lagarto le re-

spondió que se necesitaba un ce-menterio muy grande para enter-rar los errores de los amigos.Dicen que el lagarto para desa-

hogar su cólera le pidió consejo a un toro que pasaba cerca de la orilla del rio.¿Que harías tú, si alguien a quien

le haces un favor, te traiciona?- Yo lo haría pedazos con mis cu-

ernos - le contesto solidarizándose.

Con el apoyo que le acababa de brindar, el lagarto nadó mas aprisa en dirección al mar y como buscando mas opiniones le pidió parecer a un caballo flaco.- ¿Que harías tú, si alguien a quien le

haces un favor, te traiciona?- Yo lo mataría a patadas - respondió

el caballo.Mientras el lagarto se sentía cada

vez mas ufano ante el apoyo unánime que recibía, el hombre estaba cada vez más triste ante la proximidad de su muerte.Ya iba cerca del mar, y hasta el ruido

de las olas se oía, cuando vieron a un perro sentado en la punta de un pipante.- ¿Que harías tú, amigo, si le haces

favor a un hombre y te traiciona después? - le preguntó el lagarto.- Dispénseme señor, soy sordo de

nacimiento y si me hablan de largo no logro escuchar - le respondió agitan-do la cola.Ante esto el lagarto se aproximó más

a la orilla y le repitió la pregunta, pero el perro no logró entender nada.Entonces se le acerco aun más, y

teniéndolo cerquita, le grito al oído:- ¿Que harías tú, si le haces favor a

un hombre y te traiciona después?El perro que en realidad había fin-

gido ser sordo, aprovechó la oportu-nidad para ayudar al hombre quien pudo saltar a tierra y escaparse de una muerte segura.El lagarto burlado, lanzó todo tipo

de maldiciones al perro, jurando comérselo en la primera oportunidad. Mientras tanto, el hombre y el perro sellaron una amistad que perdura hasta el día de hoy.

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LaTaconuda

Es una mujer de 7 pies, de estatu-ra, joven, pelo largo que le llega hasta la pantorrilla, delgada, za-

patos de tacones altos y curvos, de cara seca, de ojos hondos, labios pronuncia-dos pintados y risueños, chalina negra, bustos respingados, vestido blanco con un fajín de plata y hebilla cuadrada grande y un cintillo dorado en el pelo.Esta linda joven era hija de un cacique

que era dueño de todas las haciendas desde la línea hasta llegar a Masaya, su padre le heredó todas sus riquezas por ser la única hija, es de apellido Sánchez.Dicen que sale en los cafetales en las

cuchillas cerca de las haciendas que llevan por nombre Corinto y Las Mer-cedes.El encanto de ella es agarrar a los

hombres y ponerlos locos, le sale a los capataces y los lleva a las curvas de los caminos, dejándolos adormecidos y desnudos hasta que sus familiares los encontraban.Cuando la taconuda pasaba dejaba

un gran aroma de perfume y por eso la identificaban, pero no a todo hombre se llevaba.Dicen los que la han visto que le gusta

que la llamen taconuda.En 1968 aparece por primera vez en

el sector de El Crucero; cuenta Don Mario que la oyeron carcajear y gritar a las 8 de la noche, luego se dieron cuenta al señor Don Goyo era que se lo habían llevado, empezaron a buscarlos, lo hallaron desnudo, inconsciente y con restos de palos podridos en la boca, a este señor le decían en aquel entonces El Gato.

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LosSiete Negritos

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Era notorio en el pueblo que Filemón Suárez había sufrido un completo fra-

caso económico. En los últimos dos años, como aparente víctima de una maldición, había venido dando traspiés en sus negocios y empresas; pues sus frecuentes fallas no parecían obedecer a contingencias de ordinaria ocur-rencia, sino que los golpes desa-fortunados habían caído sobre él sucesiva e implacablemente, sin alternativas de pasajeras bonan-zas, hasta liquidarlo totalmente... iPobre Filemón! Todo lo había

perdido: sus dos fincas de agri-cultura, su ganado, su hermosa casona en el pueblo, su bien sur-tida tienda de abarrotes... Todo. Los acreedores, que no eran pocos, no habían tenido piedad de él; así como tampoco la había tenido Filemón con los deudores suyos, en sus tiempos de pros-peridad. A la verdad que la gente no se condolía de la quiebra; más bien se alegraban; la considera-ban como merecido castigo de la ambición y avaricia, de la ma-levolencia de aquel hombre. Ahora Filemón era un cualqui-

era, pero sabía trabajar -de eso no cabía duda- y estaba más o menos joven, pues frisaba en los cuarenta años; así que con inquebrantable resolución y firmeza decidió irse a buscar tra-bajo de jornalero a las haciendas del Cerro. Todo el mundo lo miró irse, con

alforjas al hombro, de caites y con aire resuelto. Las comadres comentaron: -¡Así terminan los malvados...! -iY peor que lo hemos de ver...! -¡Nadie se va de esta vida sin

pagar sus pecados...! No había transcurrido una

semana de la partida de Filemón, cuando éste regresó; y por cierto, de muy distinto talante de como se había ido. El pueblo todo se quedó pasmado de asombro, estupefacto, no querían dar crédito a sus ojos; creían estar alucinados; pero no... allí estaba Filemón Suárez; ¡y había que verlo cómo regresaba...! Efectivamente, había que ver-

lo... Caballero en un magnifico caballo tordillo, bien enjaezado, con un mantillón azul marino y riendas de cuero de excelente cal-idad, calzando espuelas platea-das, el que se suponía quebrado y fracasado se paseaba desafiante por las cuatro calles del pequeño poblado, en todas direcciones, como un flamante cirquero, en plan de exhibición. -¿Se habrá sacado la lotería el

gran bandido...? -¿A quién habrá desvalijado...? -¿Se habrá hallado alguna

botija...? -¿Le habrán dejado una buena

herencia...? Estas y otras preguntas pareci-

das se hacían las gentes; pues no atinaban a encontrar la razón del repentino cambio de fortuna de

su odiado coterráneo. Pero volvió la calma a reinar en el

ambiente; y el enigmático Filemón volvió a recuperar sus propiedades rústicas, su vieja casa, su ganado; compró dos haciendas más, montó una gran tienda de abarrotes mejor que la primera e instaló una curti-embre. El dinero le entraba a manos

llenas... La suerte había cambiado radicalmente para él; ahora le era enteramente favorable. Todo le salía bien. Si sembraba, obtenía opimas cosechas: si apostaba a los gallos o jugaba a los dados, ganaba inexpli-cablemente; si comerciaba, ganaba y ganaba... ¡Oh... como se reía de su excelente fortuna...! Indiscuti-blemente que él era segura carta de triunfo en todas las empresas Ante el poderío adquirido por

Filemón, la gente no tuvo más que resignarse y no volver a murmurar; porque -como decían los viejos-, ese hombre había nacido parado... y además, él tenía y daba trabajo a todo el mundo. ¿Pero, de dónde habría sacado tanta plata, si había quedado arruinado? ¿La habría tenido enterrada? Serían ya como las siete de la

noche, cuando Filemón regresaba de su hacienda de ganado sita en las faldas occidentales del cerro. El aire estaba fresco y la noche comenzaba a cubrir la tierra. Era por el vera-nillo de San Juan. La bestia que tro-taba sosegada y acompasadamente, de pronto empezó a inquietarse. El amo, extrañado de la alteración

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nerviosa del animal, le habló con suavidad, lo palmoteó en el pescuezo y le acarició las crines; pero el ca-ballo, lejos de calmarse, continuaba en su excitación. Y cuando Filemón menos lo esperaba, dio el animal un formidable relincho y se paró violentamente asegurándose sobre las patas traseras; que sí no hubiese sido por la destreza del montado, habría dado con su humanidad en el suelo. No queriendo exponerse más, se apeó de la bestia; y no bien lo había hecho, cuando ésta dio media vuelta, y salió a todo galope por el camino que traían. Ya solo Filemón en el camino,

tuvo miedo. Una idea punzante le taladraba las sienes. ¿Será posible? -se decía-. No, no puede ser -se con-testaba en voz baja. Pero el miedo, como viento helado, le corría por la espalda y le estaba corroyendo el corazón. Y sin darse cuenta, abrió los brazos en actitud implorante, y gritó a pleno pulmón: ¡No puede ser...! ¡No puede ser!... -Sí, puede ser; tiene que ser -le

contestó una voz desagradable y fuerte que salió de las sombras. Y acto seguido, el dueño de la voz se le plantó enfrente. Cuando Filemón lo reconoció, se

le tiró al suelo como haría el siervo más desgraciado; y se puso a besarle los pies. -De nada te sirven todas esas

humillaciones -le espetó agriamente el otro. Y con timbre mandón, le ordenó: -Levántate. Por estar disfrutando

de la felicidad que te ha proporcio-nado el dinero, te has olvidado del transcurso del tiempo... y del pacto

que suscribiste con tu propia sangre. Levántate, infeliz. Obedeció Filemón como verdadero

autómata. Había sufrido en un instante una notable transformación: estaba convertido en un anciano tembloroso y encorvado. ¡Pobre Filemón! Ahora sí que era digno de compasión. Había caí-do en las redes del mismísimo Diablo y no habla manera de cómo escaparse. ¡Que de angustias y penas lo atormen-

taban! ¡Como estaba de arrepentido: pero de nada le servía...! Ahora lo recordaba todo: como en una

cinta cinematográfica pasaban por su mente los recuerdos de los abomina-bles sucesos de aquella tarde calurosa de julio, hacía siete años. Sí, todo se le presentaba con meridi-

ana claridad. Cuando salió del pueblo en busca de

trabajo, lo había alcanzado un hombre con apariencia de jornalero, descalzo, con su machetillo debajo del brazo y con el rostro medio tapado por un sombrero alado. Bien lo recordaba. El individuo en cuestión le había

metido plática, sobre la carestía de la vida, la pobreza, las calamidades, etc.; y él, Filemón, entrando en confianza, le había contado su reciente fracaso y el rudo golpe sufrido... -¿Y ahora qué piensas hacer? -le había

preguntado el hombre. -Pues buscar trabajo, para pasar la

vida; pero quién sabe si me podré acomodar acostumbrado como estaba a tener mucho dinero... No bien había acabado Filemón de

pronunciar la palabra dinero, cuando el compañero dio un gran salto y fue a caer sentado en una piedra grande que estaba a la vera del camino. Se quitó el sombrero aludo y ensayando su

mejor sonrisa, llamó a Filemón, y éste, insensiblemente, se fue acercando y acercando, hasta quedar bien cerca de aquél... -Acércate, no temas -le dijo a Filemón. -¿No es dinero lo que quieres? -agregó

interrogante. -Lo tendrás -continuó, con la voz

más melosa del mundo-. ¡Que... nada contestas! -prosiguió malhumorado-. Oh no, bien veo que eres un cobarde, un hombre y pusilánime: por eso fracasaste y fra-

casarás siempre. ¡Basta, contigo nada se puede...! Y acto seguido hizo ademán de levan-

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tarse e irse. Entonces Filemón, al ver que su amigo se le iba; lo detuvo te, diciéndole: -¡No, espere...! Perdone. Explíqueme,

no le comprendo. -¡Ah, eso es otra cosa! Ya le explicaré. Y acomodándose bien en la piedra

que le servía de asiento, el desconocido habló así: «Yo soy un ser poderoso, podero-

sísimo. Yo soy el amo del mundo y sus riquezas. Yo doy las riquezas y el poder a quienes lo desean y están dispuestos a aceptar mis condiciones, que no son muchas». «Si tú quieres hacerte rico, tener

poder y que todos te teman y respeten, consíguete siete gatos negros y una lata grande, y te vas mañana a la cumbre del cerro, en donde te esperaré a las tres de la tarde. Llevas también un cán-taro de agua, un manojo de leña bien seca y fósforos». Y diciendo las últimas palabras, de-

sapareció. Filemón se quedó atónito. Pero desgraciado como andaba y sin qué comer, tomó la inquebrantable resolución de acatar el consejo del misterioso desconocido. Y así, se dio a la tarea de conseguir los gatos y demás «materiales». Empeñó o malvendió sus alforjas, su poca ropa que le quedaba y aun los caites; y a la hora convenida ya había subido a la cumbre del cerro, por tercera y última vez (pues tuvo que hacer tres viajes de acarreo); y se dispuso a esperar a su amigo. No tardó en aparecer. Y tomando éste

la palabra, con voz grave y pausada le ordenó: -Prepara una fogata, echa el agua en

la lata y espera que hierva. Cuando esté en ebullición, echa los siete gatos en el agua y tapas la lata con esta tabla.

Y le dio una tabla burda. Filemón obedeció al pie de la letra,

Cuando el agua comenzó a hervir metió los gatos y tapó el recipiente. No había acabado de hacerlo, cuando

los gatos se pusieron a dar aullidos terribles, horrorosos, despavoridos, escalofriantes... atronaban el espacio, como si fueran mil tormentas juntas... Luego se empezaron a oír chirridos

de cadenas y grillos, grandes voces y lamentos sin cuento como de personas torturadas... La atmósfera se puso densa, saturada

de humo azufrado y mal oliente, y por momentos se perdió la visibilidad de los objetos. Filemón estaba aterrado, deses-

perado. Y pensó en huir y abandonarlo todo. Y ya iba a poner en ejecución su pensamiento, cuando una altisonante carcajada lo detuvo, y lo dejó como petrificado. Cesaron los aullidos, chir-ridos y lamentos, se disipó la humareda y todo volvió a la normalidad, como antes había estado. Se volvió del lado de donde provenía la carcajada, y violo que nunca sus ojos habían visto ni habrían querido ver: ¡El Diablo! ¡El Diablo en su espeluznante figura! Allí estaba: con sus ojos llameantes y pavo-rosos, su cuerpo peludo, sus cuernos, su cola, sus uñas, su aliento azufrado y humeante... Filemón creía estar soñando, ser presa

de alguna pesadilla,.. ¡Horror, horror...! Allí estaba El Malo, tal cual era, como le habían contado que era... -Bueno -le dijo el Diablo-. ¡Manos a la

obra! Destapa esa lata y saca lo que hay dentro. Hizo Filemón lo que le mandaron;

y sacó siete hombrecitos negros, bien formados pero chiquitos, como de dos

pulgadas de estatura. -Échalos en tu cajita de fósforos; y

llévalos siempre contigo. Que ellos te darán todo lo que quieras... pero durante siete años solamente, a contar de hoy. Son los Siete Negri-tos parte de mí, algo así como hijos míos... Filemón acató las instrucciones, y

se guardó la cajita con su preciosa adquisición. -Ahora -agregó el Diablo- vas a

firmar el contrato. Y desenrollando un documento

que llevaba preparado, le pinchó una vena del brazo derecho al pobre hombre, humedeció en la sangre de éste una pluma de zopilote y lo hizo firmar. Todo aquello se realizó en un abrir y cerrar de ojos. -Bueno, ya está -prosiguió el Diab-

lo-. Toma esta bolsa con dinero para que comiences a trabajar; que todo lo demás te llegará por añadidura. Y desapareció. Ahora Filemón recordaba todo

aquello. Efectivamente, no se había dado cuenta del transcurso del tiempo. Ya iban a vencer los siete años. -Te faltan sólo siete días -le dijo el

Diablo-. Te lo vengo a recordar para que estés preparado. Eres mío en cuerpo y alma. Yo te he cumplido mi palabra, todo has tenido; ahora a ti te toca cumplirme. No trates de evadirte; que donde quiera que estés, allí te encontraré y de allí te llevaré para mis dominios. Y desapareció. Filemón se fue a sentar bajo un ár-

bol, y recostó la cabeza en el tronco, bien cansado y sudoroso, como que había realizado una pesada labor; y

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se quedó dormido. Cuando despertó, se halló acostado en

una tijera en su hacienda de ganado. Estaba prendido en calentura. Trini-dad, su hermano de leche, hijo de la Nacha, su nodriza, cuando vio llegar el caballo de regreso a la finca, se alarmó en extremo: se imaginó que a Filemón lo habían asaltado y matado en el camino, y se fue a buscarlo en com-pañía de unos mozos. Lo reconocieron por el traje y el sombrero; alquilaron una carreta en una huerta vecina, y se lo llevaron a la hacienda. -Dame agua, Trinidad, que me estoy

quemando -fue lo primero que habló. Le pasó el agua; y aquél se la bebió

con avidez. -Cierra esa puerta bien -le dijo a su

hermano de leche-. Afiánzala con el aldabón y la tranca. Trinidad hizo como se le mandaba. -Ahora, acércate -prosiguió el enfer-

mo-; aquí, aquí... Siéntate en la tijera. Quiero revelarte mi gran secreto, que sólo tú lo oigas. Se acercó Trinidad, y con gran perple-

jidad y estupefacción oyó el relate fiel que le hizo el calenturiento, de su pacto con el Diablo. Cuando hubo terminado, Trinidad se apeó de la tijera y se hincó al pie, exclamando: -¡Oh, no; no puede ser, no puede ser,

Filemón! -Así decía yo ayer, pero la realidad es

otra... Estoy condenado. Condenado, hermano; condenado por mi ambición, por mi insaciable sed de dinero... Yo hubiera trabajado como el más hu-milde mozo, y me hubiera ganado la vida honradamente... Pero ahora, ya no tengo salvación; ya no tengo... Y prorrumpió en amargos sollozos.

Trinidad lo acompañaba en su dolor, llorando inconsolablemente. -Bien -dijo Filemón, reponiéndose-

¡Valor! Llama a un notario ahora mismo. Voy a testar distribuyendo todos mis bienes entre los pobres. Tú serás el albacea. A tí no te dejaré nin-guno de esos bienes, porque conoces el secreto. Toma mi anillo, que es lo único legítimo y bueno que poseo, recuerdo de mi santa madre. Trinidad tomó el anillo, y fue a traer al

cartulario. Una hora después, todo había que-

dado arreglado. -Despide a los mozos, Trinidad; dales

permiso y sueldo adelantado. No des en qué sospechar nada. Déjame solo, enteramente solo. Atranca bien las puertas y ventanas; ponles candado por fuera y vete. Vete; y no regreses hasta el cabo de seis días justos, Trinidad se fue. Filemón quedó como quería quedar,

en la más absoluta soledad. En una pequeña alacena había aprovi-

sionado sus escasos alimentos: tortillas frías, queso, pinol y agua, A medida que se acercaba el día

señalado en el maldito pacto, la sere-nidad y presencia de ánimo lo aban-donaban. Ya no comía; a duras penas calmaba su sed. Los ojos los tenía des-orbitados, el pelo se le había vuelto casi blanco, y era presa de grandes crisis nerviosas, semejantes al delirium tre-mens. Reía, gritaba, pataleaba, bailaba, cantaba, lloraba; pasando de un estado a otro, con gran rapidez. Estaba Loco, loco de remate, Como a las once de la noche del

día indicado, un caballero de negro, montado en un caballo negro de buena

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estampa, llegó a la casa de la hacienda. Dio tres golpes

fuertes en la puerta principal. Cuando Filemón los oyó,

comenzó a reírse a grandes carcajadas; y entrando en luci-dez, se acordó de un revólver que tenía en su cofre. Y sacándolo se puso a disparar hacia el lugar de donde provenían los golpes, que se habían reanudado con mayor fuerza. De pronto la puerta se desprendió, entró el de negro; y abalanzándose sobre Filemón, lo apretó violentamente en el cuello, hasta estrangularlo. Luego lo tomó de los cabellos y lo arrastró hasta el patio; lo ató de los mismos cabellos a la cola de la bestia, y se lo llevó. El velorio y el entierro estuvieron

muy concurridos. La gente decía que a Filemón se le había ablandado el corazón y había renunciado a sus bienes en favor de los pobres. -¡Pero cuánto pesaba! -dijo uno. -Sí, a mi me dejó chollado el lomo -co-

mentó otro. -Y yo he quedado con dolor en la nuca -agregó

un tercero-. Pero no nos fue mal, porque el alba-cea fue muy generoso. Trinidad oía y lloraba en silencio, conociendo como

conocía el otro gran secreto: que en el ataúd sola-mente iban piedras.

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ElMonolitode Cuapa

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La alcaldesa de Cuapa, profesora Leslie López Martínez nos da la versión de la leyenda del Monolito de Cuapa que a ella le contaron cuando era niña.

“En Cuapita, había dos señores que eran padres de una muchacha bien linda, que se llamaba Florita, y vivía cerca de esa piedra (la del monolito) donde existían duendes. Sucedió entonces que los duendes eran enamorados de la muchacha, y los señores se ponían enojados porque éstos les hacían la vida imposible, por ejemplo, le escondían los reales y todas las cosas a la señora”.“Resulta que una vez que ella iba a encender el fuego, se le

habían perdido los reales, y para todo le echaba la culpa a los duendes, y grande fue su sorpresa cuando miró los reales en-vueltos en un papelito donde ella los tenía guardados, que casi se le quemaban; entonces la señora, enojada empezó a hablar mal de los duendes: -Estos condenados duendes que mucho molestan- y así vivían haciendo zanganadas”.“Ella manejaba un radio con música para correrlos y traía

gente que tocara guitarra porque decían que con música los duendes se corrían. Pero resulta que un día los duendes dicen: “Me las van a pagar, me les voy a llevar el burro [con] que jalan el agua”. Entonces se llevaron el burro y lo encaramaron en lo alto de la piedra. Sucedió que en la mañana el señor empieza a buscar su burro para jalar agua y no lo encuentra, en eso oyó que el burro rebuzna arriba: “Ya sabía yo que habían sido estos bandidos duendes que no tienen nada que hacer, que ya dejen de hacerme la vida imposible, me voy a tener que ir de aquí”, vociferaba el señor”.“Al oírlo, los duendes se aparecieron y le dijeron: “Mire, si

usted nos da a la muchacha, nosotros le bajamos ese burro”. Entonces les dijo que sí y le bajaron el burro, pero los engañó y no les dio la muchacha. Los duendes los siguieron molestando”.“Resulta que al final los señores se fueron del lugar llevándose

a la muchacha, motetes de ropa, cántaros y todas sus cosas. Según ellos, ya iban a vivir tranquilos en otro lugar lejos de los duendes. Pero en eso, la señora se detuvo y dijo: “¡Ahh!, saben qué se me olvidó.... se me olvidó la bacinilla.”Pero cuando ella dice eso, los duendes contestan: “No, si aquí

se la llevamos”. Entonces enojados tuvieron que regresar a su mismo lugar porque dijeron que a donde anduvieran, siempre iban a ir detrás esos duendes”.

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La

Leyenda

del Coronel

Arrechavala

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Vino a Nicaragua enviado por el Rey de España Carlos II de Borbón. Fue ascendido a coro-

nel el 14 de febrero de 1791 grado que ostentó hasta 1821 cuando se proclamó la independencia de Centroamérica en Guatemala. Murió en el año de 1823 a los 95 años

de edad.La riqueza (en Latino América es

siempre condenada por la comunidad), y cuando una persona rica muere, se queda errante en la tierra entre los vivos (según la creencia popular en aquellos tiempos), se quedan los espíri-tus asustando a la gente. Entonces es común entre la gente decir que el rico jamás conoce lo que es paz eternal, y todo esto dura hasta que su riqueza no se distribuya de alguna manera.En la Ciudad de León, Santiago de los

Caballeros, Arrechavala es el personaje más popular, cuyo espíritu asusta por las noches en las calles de la ciudad. Doña Mireyita que vive en el Barrio Guadalupe, lo ha visto pasar delante de su casa y nos cuenta el testimonio:“Era de noche super oscura, tan os-

cura que no miraba mi mano, y eso que

estaba sentada en la acera delante de mi puerta a eso de las once de la noche... (que hacia esta señora a las once de la noche... esa es otra historia.. ) En áquella época los americanos ocupaban el país. De pronto se oyó un ruido

extraño. De repente oí el tropel de un caballo que venía de Laborío (el pueblo indígena),.. En mi casa anterior había nacido el grandioso músico compositor leones José de La Cruz Mena, dicen que murió de lepra y pasa que en donde hoy queda el Museo Rubén Darío, todavía allí se encuentran las señas de las barras de las ventanas torcidas ante su rabia que quería salir de la cama en que se encontraba postrado. Entonces allí era donde yo vivía... el caso es que oí el tropel del caballo que cogió para el lado del Cuartel de la 21. El Jinete se paró y amarró el caballo. Yo decía para mi misma:¿Quién será ese americano que va a pasar por aquí ?... la sangre cristo !!!Y Yo pidiéndole a Dios que no me fuera a decir nada por estar a deshoras de

la noche en la puerta de mi casa. Yo me encomendé a Dios y a todos los santos, Santo Dios mío… Santo fuerte... Santo Inmortal... líbrame de todo susto y de todo mal. Dios mio, yo no sabía que hacer. Así entonces cuando éste iba pasando cerca de mi casa, y en dirección mía. Dios mío yo no sabía que hacer. El volvió atrás y yo le vi el perfil de su cara; era un hombre simpático. El siguió caminando después le oí sonar la espuela.¿Que cosa era eso? dije yo. Siguió caminando hasta que llegó a la esquina de

los Montenegro y entonces se bajó ahí y se paró en medio de la calle haciendo maniobras militares. Ya cogió él para lo que ahora es la casa de los Madrices y le dió tres golpes a la puerta. Yo me dije: ahí vive ese americano, pero le mire la capa era antes de color café, cuando paso delante de mi casa se miraba azul turquí, después se paró en la propia esquina de los Madrices y volvió a hacer las mismas maniobras y cogió para el trasero del Colegio San Ramón y de la Asunción. Pero cuando iba ya a llegar a la esquina encontró a un hombre, que al pasar cerca de mi le pregunté:-¿Vistes a aquel americano que va allá? -No he visto a nadie, lo que usted vió seguramente fué Arrechavala-.Efectivamente ese era Arrechavala que había dejado su caballo cerca de mi

casa. De estos relatos existen muchos, según se relata. Arrechavala Apoyó la construcción de la Capilla de San Sebastián y dió un donativo para reconstruir la Recolección. También obsequió la imagen de San Sebastián de Jesús Atado a la Columna y la Virgen de Dolores.El Coronel Arrechavala solo se dejaba ver por algunas muchachas, y los hom-

bres decían ya lo vamos a atrapar pero cuando sentían el coronel les estaba dando latigazos (este no se dejaba ver por ellos). Cuando venían las festivi-dades de la Virgen de Guadalupe, él mandaba a comprar todas las flores de los jardines de León para adornar a la Virgen. Se cuenta que él tenía muchas ha-ciendas y casas. Una de sus haciendas fué la que tenía el nombre de los Arcos y también fué según se cree fue el propietario del ingenio San Jacinto.

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Director Editorial / Arte / ProducciónDanilo José González Medina

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