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Mi querido, mi viejo, mi amigo

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Un libro de cosas de ciencia: evolución, prehistoria,

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MI QUERIDO, MI VIEJO, MI AMIGO

Jorge Ruiz Morales

Editado por ISBN: 978-84-92509-76-8Antequera, 2 28041 Madrid [email protected]

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ÍNDICE Malditos parásitosMalas pulgasLos últimos Neanderthales estuvieron en GibraltarFósiles y cambio climático Mi querido, mi viejo, mi amigoInventando la ruedaRetrovirus hace cinco millones de añosNuevos análisis de restos arqueológicos¿…y lloraban a los muertos?Arqueoastronomía ¿arqueo qué?Historias de científicosNuestros primos neanterthalesLa peste negra fue selectiva con sus víctimasMinifaldas en la prehistoriaUn cerveza por favorEl plan contable de los IncasKing KongTeatro romano en GuadixEl meteorito que arrasó Sodoma y GomorraUna columna de fuegoBacterias marinas ayudan a enfriar el planeta

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INTRODUCCIÓN Conocer como ha transcurrido la historia de la humanidad, nos permite saber más sobre nosotros ahora. Olvidar el devenir de los tiempos, la evolución de los primeros primates; el ambiente inhóspito donde transcurría la competencia con depredadores de todo tipo; los avances culturales,…toda una Historia que debemos recordar. Este es el objetivo de los textos que siguen, unas meras píldoras, unas notas, que en su anárquica mezcla nos ofrecen un retablo policromo que nos ayudará a comprender estos milenios de avances culturales. Mi trabajo en este caleidoscopio es meramente el de recopilador o compilador de algunas ideas y textos que diversos autores publicaron en el periódico Tecnociencia, y en diversos foros, conferencias y bitácoras.

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Malditos parásitos

La guerra contra nuestros congéneres ha sido constante a lo largo de la historia. Es innegable. Sin embargo, hay otro grave conflicto con el que hemos debido convivir desde nuestros inicios. Es el que nos ha enfrentado con nuestros parásitos naturales. Lucha milenaria, mucha gente ha temido sus plagas y las enfermedades a ellas asociadas mucho más que a ninguna tropa enemiga. Es

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por esa razón que Lenin, en 1919, con un ejército rojo lleno de problemas por el tifus, hizo su famosa declaración: «O los piojos derrotan al socialismo o el socialismo derrota a los piojos». En la antigüedad, su importancia y extensión fue también grande, probablemente más. Pero el saber acerca de ellos se complica a medida que nos adentramos en el pasado. No es fácil hacer un estudio arqueológico de estos ‘bichitos’ basándose en las pruebas físicas directas o indirectas (biomarcadores) que de ellos nos han llegado durante (o después de en el caso de los coprolitos, que son restos fosilizados de heces) su paso por nuestros antepasados. Pero, pese a todo, es muy importante llevar a cabo esta labor, dado que el conocimiento de su existencia nos puede proporcionar una información abundante sobre muchas cosas, como hábitos alimentarios de la persona infectada, medio en el que vivía, sus desplazamientos, etc. Gracias a muchos trabajos recientes nos hemos podido ir acercando mejor a los orígenes de la

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relación de los seres humanos con, por ejemplo, las pulgas o con diferentes tipos de gusanos intestinales. Y, así, descubrir su posible relación con los primeros pobladores de América. Siempre se había pensado que muchos de estos pequeños seres habían pasado a los seres humanos a partir de los inicios del Neolítico, como consecuencia del mayor contacto que implicaba el proceso de domesticación de los animales y la convivencia que ello suponía entre nuestra especie y otras en un espacio muy próximo, lo cual facilitaba el que en un momento u otro surgieran las condiciones necesarias para el tránsito entre especies —en ambos sentidos— de los parásitos. Pero tal vez esta suposición, como tantas otras, no sea correcta en muchos casos, dado que nuevas pruebas demuestran que muy posiblemente ya en el Paleolítico Superior, debido al ir y venir de humanos por el puente de tierra que unió varias veces Alaska y Siberia en los últimos cien mil años (y, en cualquier caso, antes del fin del periodo glacial conocido como Würm

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II, que es cuando se cree se abrió el estrecho por última vez), pudo haberse iniciado la relación con muchos de los principales parásitos que hoy conocemos. Y es que el haberlos datado a ambos lados del Atlántico antes de 1492 dC o de los viajes vikingos tiene eso, que obliga a tirar hacia atrás las cronologías. Lo veremos en los próximos meses, con la ayuda de pulgas y tricocéfalos. Malas pulgas

La pulga humana (Pulex irritans), surgió probablemente en el Nuevo Mundo en algún momento indeterminado, como fruto evolutivo de una de las especies de pulgas que abundaban por aquellas tierras. No hay certeza sobre el

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último animal sobre el que se ‘alojó’ y la transmitió a los humanos. Antes se creía que habían sido los pecaríes (en cualquiera de sus tres especies), pero actualmente la hipótesis más seguida es la que las liga a las cobayas o conejillos de indias (Cavia porcellus). En cualquier caso, tras llegar al hombre (quizás por la zona andina o amazónica), desde allí se desplazó por toda América sobre sus hospedadores de dos patas, pudiendo posteriormente cruzar el estrecho de Bering en dirección a Asia y viajar desde allí hasta África y Europa. Es tan bonito conocer mundo, debió pensar. Si la pulga es americana, y se encuentra en Europa antes de Colón, tuvo que pasar en algún momento anterior al final de la glaciación de Wurm por el llamado puente de Beringia, que se supone unió Alaska y Siberia en dos momentos, el primero entre el 34000 aC y el 30000 aC y el segundo desde el 24000 aC hasta el 17000 aC (aunque es posible que lo hiciera bastante antes, ya que restos —aún bajo discusión— como los

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de Cerro Toluquilla —México— o Monteverde —Chile—, parecen quizás mostrar restos de hombres en América de hace más de 30.000 años). Ello haría remontar al Paleolítico Superior el momento en que la pulga empezó a usarnos como residencia y por tanto, mucho antes del Neolítico, como se creía, por ser ésta la época de la domesticación en gran cantidad de los animales, cuando la interacción entre hombres y pecaríes (o cobazas) fue tan próxima que hacía pensar que había facilitado el salto de las pulgas de una especie a otra. Y, como hemos dicho, tras llegar a Asia ya nada las detuvo hasta alcanzar los confines de la Tierra, habiéndose hallado rastros de las mismas en excavaciones medievales por toda Europa, e incluso en Groenlandia, a donde debieron llegar con los vikingos. Luego, con Colón, volvieron a América otra vez. Los restos más antiguos en el Viejo Mundo son, de momento, los que se han podido documentar en la antigua ciudad de los artesanos de Tell-el-

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Amarna (Egipto), durante los reinados de los míticos faraones Ajenatón, Smenjare y Tutanjamón (c. 1350 – 1323 aC). En las excavaciones llevadas a cabo allí en los últimos años se han encontrado 39 especímenes de pulgas humanas. Incluso en una de ellas se ha encontrado la bacteria de la peste bubónica (Yersinia pestis), por lo que se cree que esta enfermedad tal vez surgiera aquí, entre las ratas del Nilo (y no entre las ratas negras, originarias de la India, que también conocemos con el nombre más prosaico de ratas de cloaca) a mediados del segundo milenio antes de nuestra era. La vida no debía ser muy cómoda en aquel barrio, además de las pulgas, los arqueólogos se han encontrado abundantes restos de chinches y moscas. Y es que en Egipto, probablemente, hubo bastantes más cosas que el fascinante mundo de sus faraones y pirámides para la gran mayoría de sus habitantes.

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Fósiles y cambio climático

Un grupo de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) dirigido por el investigador Miguel Araújo ha trabajado con fósiles de distintas especies para analizar el impacto que tendrá el cambio climático en la biodiversidad. Esta técnica, denominada hindcasting, reconstruye cuál era la distribución de una especie determinada en el pasado a través de su registro fósil, y la compara con la distribución actual. De esta forma, se puede obtener información sobre el efecto que han tenido los cambios del clima sobre esa especie y, por tanto, lograr una

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referencia independiente que permita calcular cómo puede afectarle en el futuro el calentamiento global. Araújo, que trabaja en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC), en Madrid, recoge este innovador modelo de medición de las interacciones entre las especies y el clima en un artículo recientemente publicado en la revista Science. En su artículo, junto con el investigador del Centro de Macroecología del Instituto de Biología de Copenhage (Dinamarca) Carlsten Rahbek, analiza un estudio reciente que utiliza 16 modelos bioclimáticos para descifrar el efecto que tiene el clima en la biodiversidad. El resultado de esta investigación ha sido comprobar que los modelos que mejor reflejan la distribución actual de las especies son los más recientes y complejos, especialmente los basados en programas de inteligencia artificial y en el análisis de las especies en comunidades. No obstante, Araújo considera que la mayoría de estos modelos caen en el error de intentar hacer previsiones sobre el efecto del cambio

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climático utilizando tan solo la distribución actual de las especies. El investigador del CSIC lo resume así: «Los modelos sobre alteraciones globales hacen previsiones de eventos que todavía no han ocurrido utilizando sus propios datos, por lo que son imposibles de validar». Para sortear este inconveniente, los expertos proponen en su artículo dos alternativas: una, el hindcasting, la otra, la evaluación de los modelos con distribuciones en otras regiones. En el primer caso, la investigación cuenta con el apoyo de lo ocurrido en el pasado, pero tiene el inconveniente de que sólo se puede aplicar a las especies que tienen un archivo fósil disponible. La segunda solución ha sido aplicada con éxito en el estudio de las plantas de los alpes austríacos, cuya distribución, relacionada con el clima de los Alpes suizos, ha sido calculada por un grupo de científicos. Los modelos bioclimáticos surgen por la necesidad de anticiparse a los potenciales efectos del calentamiento global en la biodiversidad, algunos de los cuales se pueden producir a corto

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plazo. En el caso de la Península Ibérica, Araújo ve una amenaza clara, la reducción de las precipitaciones en los meses de invierno y primavera, que puede causar estragos entre los anfibios de la zona en los próximos 50 años. Para frenar esta situación, Araújo propone las siguientes herramientas: «Se debe minimizar la magnitud de las alteraciones globales usando los mecanismos definidos por el Protocolo de Kyoto, y además es necesario incorporar reglas en el planeamiento del territorio que tengan en cuenta las necesidades de las especies».

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Los últimos neanderthales estuvieron en Gibraltar

Los últimos Homo neanderthalensis habitaron en el extremo meridional de Europa hasta hace 28.000 años, es decir, al menos 2.000 más de lo que se calculaba hasta ahora. Esta nueva datación, la más reciente, corresponde a los niveles de ocupación de esta especie en la cueva de Gorham, en Gibraltar. Las conclusiones de este trabajo multidisciplinar, en el que ha participado el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), están

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disponibles en la edición digital de la revista Nature. Entre los resultados del trabajo destaca la demostración de que los últimos neandertales sobrevivieron en la zona, en refugios aislados, después de la llegada del hombre moderno, el Homo sapiens, cuando ya se habían extinguido en el resto del Planeta. También que la transición entre el Paleolítico Medio y el Superior no se realizó, al menos en el sur de la Península Ibérica, de forma abrupta, ni existió una competición destructiva entre ambas especies. Los autores evidencian en su trabajo que en los últimos momentos de supervivencia de los neandertales éstos mantuvieron en el extremo sur europeo un contacto bastante restringido con el Homo sapiens. El trabajo de Yolanda Fernández Jalvo, del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC), ha permitido reconocer pautas de comportamiento y de aprovechamiento del medio de estos grupos antrópicos. Estos

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resultados cuestionan que la competitividad entre ambas especies fuera tan grande como para que la presencia del hombre moderno devastara al neandertal. Otros dos investigadores del CSIC, Francisca Martínez Ruiz y Francisco Jiménez Espejo, que trabajan en el Instituto Andaluz de Ciencias de la Tierra (centro mixto CSIC y Universidad de Granada), han sido los responsables de certificar la datación más temprana de restos de ocupación territorial de neandertales realizada hasta el momento. Jiménez Espejo explica que la caracterización geoquímica y mineralógica de los sedimentos que componen los distintos niveles estratigráficos de la cueva de Gorham confirmó la ausencia de contaminación entre dichos niveles, un factor que permite garantizar la exactitud de los datos proporcionados por el estudio. El trabajo apunta hacia la hipótesis de que la extinción de los neandertales en la zona pudo haber estado condicionada por cambios climáticos y ambientales, siguiendo en ese caso

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una tendencia de extinción diferente a la del norte de Europa. Mi querido, mi viejo, mi amigo

Seguimos con más parásitos. Ahora, los tricocéfalos (Trichuris trichiura), unos minúsculos gusanitos redondeados, cuyo tamaño de adulto no es mucho más que el de un hilo, que vive en los intestinos, en donde se apaña para poner sus

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huevos de manera que salgan con las heces, donde se desarrollan e infectan después a otros individuos. Así vive. Su registro arqueológico tenía hasta hace poco una antigüedad máxima que no parecía sobrepasar el Neolítico. Sin embargo, en los últimos años, y por todo el mundo, se han hallado huevos o restos suyos datables en el Paleolítico final. Tal como pasó con las pulgas, lo más seguro es que los tricocéfalos pasaran a los seres humanos a través de animales no domesticados, en un momento muy antiguo. Un ejemplo de estos hallazgos es el efectuado en Gales (Reino Unido), con una datación de hacia el 5000 aC aproximadamente. Antes, los restos europeos más antiguos estaban en Holanda, con una antigüedad de hacia el 3500 aC. Uno de los europeos de entonces que lo portaron fue Ötzi, el llamado hombre de los hielos, descubierto en un casi perfecto estado de momificación por congelamiento en el año 1991 en un glaciar de los Alpes italianos, donde murió hacia el 3300 aC.

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Este gusanito está acreditado así mismo en Sudáfrica, donde se han podido identificar sus restos más antiguos hacia el 8000 aC, o en el propio continente americano, donde en Brasil hay restos datados hacia el 6000 aC. También se han hallado sus trazas entre los indios pueblo de Arizona (EEUU) o en el norte de Chile, mostrando su gran difusión no sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Sus dataciones más antiguas, pues, están en África, pero las fechas que nos proporciona América son similares. Estos animales, por tanto, no llegaron al Nuevo Mundo tras el descubrimiento, sino muchísimo antes. En realidad, hemos compartido muchas cosas desde siempre, aunque por desgracia pocas que sean realmente de agradecer. ¿Y cómo llegaron a América? Para algunos, no pudo ser por Bering, dado que estos parásitos no son amantes del frío y necesitan temperaturas cálidas en el suelo para desarrollarse entre las heces. Según dichos autores, la fría Beringia glacial no debía ser el lugar adecuado.

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Pero no hay certezas. Ante la dificultad de pensar que pudiera haber existido una vía alternativa más cálida por mar muy al sur de la de Bering hace mucho más de 10.000 años mediante barcos (cuyo uso no se descarta por Bering, pero sí a medida que bajamos de paralelo) por el Pacífico o por el Atlántico –de lo que no hay pruebas–, seguramente es más racional deducir que –probablemente– también el tricocéfalo se lo montó de alguna manera para cruzar por Bering en el intestino de los primeros americanos. En todo caso, el mero sugerir es más fácil que el demostrar. Y es que el largo período que duró Würm II (11.000 años, que finalizaron hacia el 12.000 aC) o las glaciaciones anteriores, seguro que dio para todo. Incluso para intercambiar parásitos, en un primer intento de la naturaleza de demostrarnos que, nos guste o no, somos sólo una única especie humana, más allá del color de nuestra piel o del tipo de nuestra cultura o ideas.

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Inventando la rueda

Pocos descubrimientos, seguramente, son tan apreciados como el de la rueda. Sencillo y genial. Un descubrimiento redondo, se mire como se mire. Para muchos, incluso imprescindible. Y, sin embargo, no debe ser así ya que, básicamente, es un invento reciente (al menos, relativamente) y no es universal. Sí bien el otro famoso gran hallazgo de la antigüedad, el del fuego, es anterior a nuestra

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especie –con restos de hogares de hace medio millón de años–, la invención de la rueda fue muy posterior. Mucho. Su entrada en escena fue al final del Neolítico, de la mano de sociedades en las que la agricultura, el pastoreo y el comercio tenían una gran importancia. Es decir, sociedades en las que había un excedente importante para ser transportado. Evidentemente, no debe confundirse la rueda con objetos con forma redondeada o de disco, sino sólo en su sentido de ingenio para facilitar el movimiento o el transporte. Para muchos, su origen estaba en el Próximo Oriente en el cuarto milenio a.C. y se asociaba a los tornos de alfarero. Su uso para el transporte fue algo posterior y se dio en el mismo área, más exactamente en la Mesopotamia de época sumeria, donde hay representaciones de ruedas –sin radios– fechables en ese tiempo, y donde algunos hallazgos así parecían haberlo demostrado hasta hace poco.

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Así, la primera rueda conocida como tal procedía de la antigua ciudad de Ur, ubicada en el sur de lo que ahora queda de Irak. Dicha rueda no era de transporte, sino que era un disco de arcilla agujereado en el centro, con algunas pequeñas perforaciones en su zona media. Se trata de un objeto muy sencillo construido hacia el año 3250 a.C. La primera rueda con radios no nacería hasta mucho más tarde, hacia el 2000 a.C., tal como atestiguan sus representaciones más antiguas en bajorrelieves egipcios. Pero quizás, la cosa no fue tal como hasta ahora se suponía. En el año 2002, un equipo de arqueólogos liderado por Anton Velušček encontró en una zona pantanosa a 20 km de la ciudad eslovena de Liubliana –entre los restos arqueológicos de un poblado de palafitos (casas de madera, sostenidas sobre el agua por postes)– una rueda de madera compacta, hecha con dos paneles de fresno del mismo árbol –y con algún elemento de roble– y sin radios, que debía tener un

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diámetro de 1,40 m y unos 5 cm de grosor. Se halló cerca del que posiblemente fue su eje, hecho de roble, de 1,20 m de longitud. La rueda y el eje habían sido requemados. Según los expertos austriacos que la dataron mediante carbono 14, los restos hallados podían fecharse ente el 3350 y el 3100 a.C., siendo un siglo o dos más antiguos que otros similares encontrados con anterioridad en Suiza o Alemania. Y es que los récords no duran. Seguro que esta rueda tampoco es la más antigua, pero nos muestra que en el cuarto milenio ya habían ruedas no sólo en Mesopotamia sino también en Europa. ¿Un mundo sobre ruedas a partir de entonces? No exactamente, pero eso lo veremos el próximo mes. No debió ser fácil diseñar la primera rueda. Su forma, si le damos al tema un par de vueltas, no es muy natural. No hay animales dotados de ellas. Sólo era visible, quizás, en los troncos caídos de los árboles y sus ventajas sólo serían

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claras cuando éstos caían más rápido cuesta abajo. Especialmente si había humanos delante. Su invención y posterior mejora fue complicada. De los 150.000 años que nuestra especie lleva en este mundo, las cosas sólo le han ido sobre ruedas en sentido estricto en los últimos seis mil años (más o menos desde el año 4000 a.C.). Sólo un 4% del tiempo, pues. ¿Puede que se hallen más antiguas? Seguramente sí, pero no creo que su datación nos depare grandes sorpresas (quizás sí por la ubicación pero no por la cronología). Su uso no parece que fuera muy anterior a la fecha que hemos dado. Como mucho, el doble, pero no más. Tal vez se encuentren restos de ellas en algún poblado anatólico, sirio o iraquí asociado a alguna ciudad del preneolítico, de hace 8.000 años, pero no creemos que en ningún caso se diera antes. Sin duda, la rueda es –curiosamente– un invento de pueblos sedentarios —en los que había agricultores, ganaderos y comerciantes— y no de nómadas. Harían falta animales domesticados

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para el tiro y cargas pesadas para ser transportadas. Surgida la necesidad de transportar bienes, se «inventa» la rueda. Tras ello, en un proceso de retroalimentación, se facilitaría el transporte y éste se multiplicaría más allá de lo imaginable por los que la crearon. Nuestra «civilización» tal vez es más «hija» que no «madre» de la rueda. Su invención no era evidente ni tampoco imprescindible. Los pueblos que aún perviven de cazadores recolectores no la tienen como un atributo nacido entre ellos. No es, pues, consustancial con el genio humano, como sí lo es el aprovechamiento del fuego. Tampoco la conocían en la América prehispánica, ni en el África Subsahariana, ni en Oceanía. En medio mundo, vamos. Y es que la rueda tiene miga. Lo importante en ellas, aparte de su diseño, que evita la fricción al hacer sólo contacto con el suelo sobre un plano estrecho ¡que no se acaba nunca!, era también su eje y su ajuste con el mismo carro que llevaban encima. No era sencillo aprovechar una rueda, ni

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hacer un eje sólido, ni un agarre con el carro que girara de forma cómoda sin que el rozamiento rompiera el eje al cabo de poco. Tiene su técnica. Sin embargo, el carro existía, por lo que estas objeciones eran vencibles. Seguramente, su gran triunfo definitivo fue, aunque sorprenda, el ponerle palos a las ruedas o, es decir, el ponerle radios, lo que las hacía muchísimo más ligeras, y por ello rápidas y eficaces. Pero eso no pasó hasta la frontera entre los milenios tercero y segundo a.C., unos mil quinientos años después de ser inventadas. Antes, debían ser sólo un disco de madera (formado por uno o dos paneles de madera) fijado en un eje redondo mediante tacos (espigas) de madera.

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Retrovirus de hace cinco millones de años

Científicos franceses reconstruyeron la secuencia del ADN de un retrovirus que vivió hace cinco millones de años, según un estudio divulgado por la revista estadounidense Genome Research. Pero más importante que la reconstrucción del retrovirus, llamado Fénix, es el hecho de que todavía puede producir partículas infecciosas, según los científicos del Institut Gustave-Roussy, el Centro Nacional de la Investigación Científica, la Universidad de París y la Liga Nacional Contra el Cáncer, de Francia.