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memorias nomada de Cultura y Arte Numero 4 - Ano 1

Memorias de nómada numero 4

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Revista cultural

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Page 1: Memorias de nómada numero 4

memorias nomadadeCultura y Arte Numero 4 - Ano 1

Page 2: Memorias de nómada numero 4

2 E l D I S E Ñ O E D I T O R I A L C O m o Ta m i z

5 L a m u s i c a d e n u e s t r o s r u m b o s J h o n n y E u a n

9 A r t e s v i s u a l e s : U n p o c o m á s d e 1 0 a ñ o s R a m ó n G o n z á l e z

1 1 U n a m o r m u y e s p e c i a l H u g o C o c o m y G r a c i e l a M o n ta lv o

1 2 G a l e r í a : V i | L at e r a l M o n s e r r at L ó p e z

1 6 P e c e s P o d r i d o s A n d r é s C a s t i l l o

2 E l D I S E Ñ O E D I T O R I A L C O m o Ta m i z

2 1 L a l i t e r at u r a d e l a s i d e a s M i g u e l C i v e i r a

2 4 E n t r e l a v i d a y e l p a p e l Yo b a í n Vá z q u e z

2 8 M e m o r i a s d e u n V i a j e r o e n e l t i e m p oK at i a y J e s ú s

INDICE

INDICE

Page 3: Memorias de nómada numero 4

EDITORIAL retrospectiva

En una de las presentaciones de la revista comenté que este proyecto comenzaba en medio de un cambio evidente en la oferta de los espacios culturales en Mérida, y especí�camente en el centro de esta ciudad. Como ejemplo mencioné los foros musicales y las galerías que hace diez años eran escasas, y hoy han conformado una red, algo así como una hermandad que ofrece variados eventos para un público también diverso.

La mayoría de nosotros nació un poco antes del cambio de siglo y es difícil comparar la ciudad de hoy a como era cuando teníamos diez años. La memoria es tacaña. Decidimos intentar una retrospectiva del centro en sus primeros años en el Siglo XXI. En Bitácora de supervivencia, Jhonny Euán explora un poco del ambiente musical de esas épocas, habla de cómo y quiénes eran los protagonistas de la música sobre todo del rock yucateco. Por otro lado, Jesús Cámara Ríos y yo nos aventamos un cuaderno de viaje de �cción títulado "Memorías de un viajero en el tiempo" dividido en tres partes, que trata de incluir detalles y un bosquejo de cómo era Mérida en el año dos mil.

Yobaín Vázquez publica una crítica al antilector en su sección Síndrome de papelera a propósito del libro "El último lector" de David Toscana. Hugo Cocom y Graciela Montalvo colaboran con la reseña de la pelícu-la italiana "Un amor muy especial" cuya traducción en español no le hace mucha justicia al título original "Ti voglio bene, Eugenio" , pero prometemos que la reseña sí.

Nuestros artistas invitados en las secciones de Galería y Hoja de arce son Monserrat López Mácias con su proyecto fotográ�co "Vi|Lateral", y Andres Castillo Martínez con el cuento ganador del premio Beatriz Espejo 2014, "Peces podridos".

El artista visual Ramón González colabora con una columna acerca de las artes visuales en la península. Maik Civeira aceptó participar con una columna sobre ciencia �cción, y como introducción explica por qué es importante éste género en la literatura. Natalia Macías escribe en nuestras primeras páginas sobre el diseño editorial y su función en armonía con el texto. En cuanto a ilustración Samantha Nuñez realiza una obra para el cuento “Peces Podridos”, Carlos Dzul para "La literautra de las ideas", desde Chiapas el poeta e ilustrador Alonso Gordillo nos manda unos caracoles, la metáfora del libro: duro por fuera y suave por dentro; y Luis Cruces Gómez, el ilustrador de la casa y el encargado de que todo se vea y se lea muy chulo, los bosquejos del cuaderno y el rockero de Bitácora de supervivencia.

Katia Rejón

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Imagen de portada por Luis Cruces

Page 4: Memorias de nómada numero 4

n el diseño editorial convergen dos entornos: se trata de una labor que realiza una persona versada en el manejo estético de las formas, y que al mismo tiempo debe encontrarse inserta en un contexto que organiza, presenta, distribuye y comercializa un producto editorial. Esto coloca al diseñador edito-rial en una posición especial y a veces conflictiva pues, empapado de ambas esferas, debe valorar

tanto la textualidad como la materialidad del producto que ha de confeccionar.

Por sí mismo, el diseño gráfico orientado a las publicaciones posee una narrativa propia que pronuncia con muy variadas estrategias visuales que van más allá de los elementos paratextuales. Es decir, el diseño editorial es un lenguaje y no constituye únicamente un soporte para la textualidad; dota a esa textualidad porque el diseño es, por naturaleza, narración, relato, historia. Así, en una publicación, el contenido se encuentra tanto en el texto como en la materialidad del diseño que lo soporta, lo lee, lo acompaña, lo interpreta. No sólo contribu-ye al texto sino que media su recepción de forma determinante.

Es claro que habría que hacer distinciones acerca del tipo de publicación al que nos referimos cuando hablamos de las tensiones entre el lenguaje verbal y el visual, pues sin duda encontraremos mucha menos resis-

tencia en admitir las posibilidades que el diseño proporciona en una editorial que confecciona una novela o un poemario que en el equipo editorial de una revista de filología. Y no porque la segunda requiera de procedimientos menos susceptibles a ser diseñados, sino por ciertas características que son comunes a sus lectores: en ambientes científicos y académicos suelen subestimarse las posibilidades del diseño, pues se piensa que las intervenciones de éste le quitan seriedad al texto**.

Pensar en el diseño como una narración refiere dos planteamientos: el primero es que el diseño de la publicación particular cuenta por sí mismo una historia que debe mantener una relación lógica con la textualidad; el segundo, que existe una carga sociohistórica que envuelve al acto de diseñar. Porque si afirmamos que el diseño es lenguaje, hay que agregar entonces que el diseño es discurso, es cultura y es identidad: contiene y despliega siglos de desarrollo cultural, y en él pueden rastrearse tensiones, motivaciones, memoria.

En esta línea, que pareciera comenzar a tocar una sociología del diseño, cabe preguntarnos, ¿podemos hablar de un diseño mexicano?, si es así, ¿qué dice de nosotros el diseño mexicano?, ¿qué códigos, qué relatos, qué apropiaciones prefe-rimos?, ¿con qué clase de intertextos hemos formulado nuestra identidad visual? Y es que actualmente, como afirma Marina Garone Gravier, investigadora del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, “no podríamos entender el diseño sin pensar en sincretismo, migración, préstamos, adopción de códigos –sean tipográfi-cos, cromáticos, tecnológicos o conceptuales–” (Garone, 2011: 20).

Para abordar de forma muy breve estas reflexiones voy a referirme al diseño que se practica dentro de editoriales independientes mexicanas. Para empezar, el fenómeno editorial independiente tiene fundamentos muy parecidos a los que dieron origen al diseño como práctica social: el primero posee entre sus motivacio-nes distanciarse de la mecanización con la que se conducen ciertas editoriales trans-nacionales, y el segundo surge en el siglo xx, con la misión de “devolverle el sentido y la identidad a los espacios y objetos (…) en la ciudad industrial de masas” (Kloss, 2013: 197). Así, el diseño en estas editoriales se vuelve parte de un discurso –políti-co, si se quiere–, y se vuelca a evidenciarlo con estrategias que conciben claramente al libro como un objeto estético (como apelando al coleccionismo o fetichismo del lector); priorizan la inclusión de elementos gráficos, involucran al autor en la totalidad del proceso y no temen utilizar recursos artesanales, aunque esto suponga elevar los costos o ralentizar los procesos (la ganancia monetaria no es lo más importante).

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Las maneras del disenadorSobre esta misma línea, hay que apuntar que si bien para el diseñador editorial es imprescindible mantenerse actualizado en las tendencias emergentes en cuanto a tipología del papel, ilustración, encua-dernación o tipografía, debe también estar consciente del origen y desarrollo histórico de estas tenden-cias, pues van a proveerle directrices y conexiones que complejizarán el trabajo y lo dotarán de profundi-dad.

Para aproximarse a la responsabilidad de preparar el diseño editorial, la fase de visualización de cual-quier publicación, hay que tener en cuenta ciertos atributos: para comenzar el texto debe ser comprendi-do, o mejor dicho: su complejidad debe ser dimensionada. En este punto hay que actuar con especial cuidado, prudencia y claridad por lo siguiente: si, como vimos, el diseño es narración, cuando éste se encuentra con la carga simbólica de la textualidad que arropa, pueden crearse tensiones, ironías, descartes o pueden lograrse tonos que en un principio no se pretendían. La coherencia de una publicación es la convivencia, ya sea armónica, violenta o contradictoria, pero siempre consciente e intencional, entre la materialidad del diseño y la textualidad. Debe poseerse la mayor claridad posible en cuanto a los requeri-mientos y propósitos de las publicaciones. Posteriormente, deben cuestionarse los elementos y las estruc-turas de un diseño, para decidir si éstas se mantienen en el diseño final y conformarlo, o si por el contrario serán descartadas.

Es particularmente interesante el tema del conflicto y la armonía que el diseño produce dentro de las publicaciones. Todo comienza en la página, la cual puede albergar un equilibrio visual o estar pensada para producir en el lector cierto grado de incomodidad o irritación.

Entre los factores del diseño susceptibles a ser maniobrados por el diseñador se encuentran: las cues-tiones espaciales, el predominio de la forma, la forma a través del color, la tensión, la repetición, la fluidez, el contraste, el equilibrio y profundidad. Dos elementos, el papel y la tipografía, son particularmente signifi-cativos en el lenguaje visual; ambos tienen una carga simbólica importante pues están anclados al origen de los libros, la invención de la imprenta.

Concluyo estas breves reflexiones apuntando que aunque pudiera parecer frívolo o desconectado de la dimensión literaria, académica o científica de las publicaciones, el diseño editorial no le resta protagonis-mo al contenido, en su variante de signo lingüístico, puesto que es en sí mismo contenido, cultura impresa y discurso visual.

Algunas ideas acerca del diseño en la labor editorial* Natalia Macías Mendoza

*Este artículo se desprende de la ponencia “Libros, texto e imagen: consideraciones acerca del diseño en la labor editorial”, presentada en la Mesa “Interrogando los paradigmas literarios: senderos editoriales y nuevos géneros literarios” el de 17 de marzo de 2016, en el marco de la Feria Internacional de la Lectura de Yucatán (FILEY).

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n el diseño editorial convergen dos entornos: se trata de una labor que realiza una persona versada en el manejo estético de las formas, y que al mismo tiempo debe encontrarse inserta en un contexto que organiza, presenta, distribuye y comercializa un producto editorial. Esto coloca al diseñador edito-rial en una posición especial y a veces conflictiva pues, empapado de ambas esferas, debe valorar

tanto la textualidad como la materialidad del producto que ha de confeccionar.

Por sí mismo, el diseño gráfico orientado a las publicaciones posee una narrativa propia que pronuncia con muy variadas estrategias visuales que van más allá de los elementos paratextuales. Es decir, el diseño editorial es un lenguaje y no constituye únicamente un soporte para la textualidad; dota a esa textualidad porque el diseño es, por naturaleza, narración, relato, historia. Así, en una publicación, el contenido se encuentra tanto en el texto como en la materialidad del diseño que lo soporta, lo lee, lo acompaña, lo interpreta. No sólo contribu-ye al texto sino que media su recepción de forma determinante.

Es claro que habría que hacer distinciones acerca del tipo de publicación al que nos referimos cuando hablamos de las tensiones entre el lenguaje verbal y el visual, pues sin duda encontraremos mucha menos resis-

tencia en admitir las posibilidades que el diseño proporciona en una editorial que confecciona una novela o un poemario que en el equipo editorial de una revista de filología. Y no porque la segunda requiera de procedimientos menos susceptibles a ser diseñados, sino por ciertas características que son comunes a sus lectores: en ambientes científicos y académicos suelen subestimarse las posibilidades del diseño, pues se piensa que las intervenciones de éste le quitan seriedad al texto**.

Pensar en el diseño como una narración refiere dos planteamientos: el primero es que el diseño de la publicación particular cuenta por sí mismo una historia que debe mantener una relación lógica con la textualidad; el segundo, que existe una carga sociohistórica que envuelve al acto de diseñar. Porque si afirmamos que el diseño es lenguaje, hay que agregar entonces que el diseño es discurso, es cultura y es identidad: contiene y despliega siglos de desarrollo cultural, y en él pueden rastrearse tensiones, motivaciones, memoria.

En esta línea, que pareciera comenzar a tocar una sociología del diseño, cabe preguntarnos, ¿podemos hablar de un diseño mexicano?, si es así, ¿qué dice de nosotros el diseño mexicano?, ¿qué códigos, qué relatos, qué apropiaciones prefe-rimos?, ¿con qué clase de intertextos hemos formulado nuestra identidad visual? Y es que actualmente, como afirma Marina Garone Gravier, investigadora del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, “no podríamos entender el diseño sin pensar en sincretismo, migración, préstamos, adopción de códigos –sean tipográfi-cos, cromáticos, tecnológicos o conceptuales–” (Garone, 2011: 20).

Para abordar de forma muy breve estas reflexiones voy a referirme al diseño que se practica dentro de editoriales independientes mexicanas. Para empezar, el fenómeno editorial independiente tiene fundamentos muy parecidos a los que dieron origen al diseño como práctica social: el primero posee entre sus motivacio-nes distanciarse de la mecanización con la que se conducen ciertas editoriales trans-nacionales, y el segundo surge en el siglo xx, con la misión de “devolverle el sentido y la identidad a los espacios y objetos (…) en la ciudad industrial de masas” (Kloss, 2013: 197). Así, el diseño en estas editoriales se vuelve parte de un discurso –políti-co, si se quiere–, y se vuelca a evidenciarlo con estrategias que conciben claramente al libro como un objeto estético (como apelando al coleccionismo o fetichismo del lector); priorizan la inclusión de elementos gráficos, involucran al autor en la totalidad del proceso y no temen utilizar recursos artesanales, aunque esto suponga elevar los costos o ralentizar los procesos (la ganancia monetaria no es lo más importante).

Las maneras del disenadorSobre esta misma línea, hay que apuntar que si bien para el diseñador editorial es imprescindible mantenerse actualizado en las tendencias emergentes en cuanto a tipología del papel, ilustración, encua-dernación o tipografía, debe también estar consciente del origen y desarrollo histórico de estas tenden-cias, pues van a proveerle directrices y conexiones que complejizarán el trabajo y lo dotarán de profundi-dad.

Para aproximarse a la responsabilidad de preparar el diseño editorial, la fase de visualización de cual-quier publicación, hay que tener en cuenta ciertos atributos: para comenzar el texto debe ser comprendi-do, o mejor dicho: su complejidad debe ser dimensionada. En este punto hay que actuar con especial cuidado, prudencia y claridad por lo siguiente: si, como vimos, el diseño es narración, cuando éste se encuentra con la carga simbólica de la textualidad que arropa, pueden crearse tensiones, ironías, descartes o pueden lograrse tonos que en un principio no se pretendían. La coherencia de una publicación es la convivencia, ya sea armónica, violenta o contradictoria, pero siempre consciente e intencional, entre la materialidad del diseño y la textualidad. Debe poseerse la mayor claridad posible en cuanto a los requeri-mientos y propósitos de las publicaciones. Posteriormente, deben cuestionarse los elementos y las estruc-turas de un diseño, para decidir si éstas se mantienen en el diseño final y conformarlo, o si por el contrario serán descartadas.

Es particularmente interesante el tema del conflicto y la armonía que el diseño produce dentro de las publicaciones. Todo comienza en la página, la cual puede albergar un equilibrio visual o estar pensada para producir en el lector cierto grado de incomodidad o irritación.

Entre los factores del diseño susceptibles a ser maniobrados por el diseñador se encuentran: las cues-tiones espaciales, el predominio de la forma, la forma a través del color, la tensión, la repetición, la fluidez, el contraste, el equilibrio y profundidad. Dos elementos, el papel y la tipografía, son particularmente signifi-cativos en el lenguaje visual; ambos tienen una carga simbólica importante pues están anclados al origen de los libros, la invención de la imprenta.

Concluyo estas breves reflexiones apuntando que aunque pudiera parecer frívolo o desconectado de la dimensión literaria, académica o científica de las publicaciones, el diseño editorial no le resta protagonis-mo al contenido, en su variante de signo lingüístico, puesto que es en sí mismo contenido, cultura impresa y discurso visual.

MEXICO

**En Historia, diseño y edición (2013), Gerardo Kloss abunda en esta relación, y menciona como “el otro lado de la moneda” a los diseñadores editoriales que desdeñan a la textualidad y trabajan con ella con resignación, como si se tratara de una interferencia, de una molestia inevitable.

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n el diseño editorial convergen dos entornos: se trata de una labor que realiza una persona versada en el manejo estético de las formas, y que al mismo tiempo debe encontrarse inserta en un contexto que organiza, presenta, distribuye y comercializa un producto editorial. Esto coloca al diseñador edito-rial en una posición especial y a veces conflictiva pues, empapado de ambas esferas, debe valorar

tanto la textualidad como la materialidad del producto que ha de confeccionar.

Por sí mismo, el diseño gráfico orientado a las publicaciones posee una narrativa propia que pronuncia con muy variadas estrategias visuales que van más allá de los elementos paratextuales. Es decir, el diseño editorial es un lenguaje y no constituye únicamente un soporte para la textualidad; dota a esa textualidad porque el diseño es, por naturaleza, narración, relato, historia. Así, en una publicación, el contenido se encuentra tanto en el texto como en la materialidad del diseño que lo soporta, lo lee, lo acompaña, lo interpreta. No sólo contribu-ye al texto sino que media su recepción de forma determinante.

Es claro que habría que hacer distinciones acerca del tipo de publicación al que nos referimos cuando hablamos de las tensiones entre el lenguaje verbal y el visual, pues sin duda encontraremos mucha menos resis-

tencia en admitir las posibilidades que el diseño proporciona en una editorial que confecciona una novela o un poemario que en el equipo editorial de una revista de filología. Y no porque la segunda requiera de procedimientos menos susceptibles a ser diseñados, sino por ciertas características que son comunes a sus lectores: en ambientes científicos y académicos suelen subestimarse las posibilidades del diseño, pues se piensa que las intervenciones de éste le quitan seriedad al texto**.

Pensar en el diseño como una narración refiere dos planteamientos: el primero es que el diseño de la publicación particular cuenta por sí mismo una historia que debe mantener una relación lógica con la textualidad; el segundo, que existe una carga sociohistórica que envuelve al acto de diseñar. Porque si afirmamos que el diseño es lenguaje, hay que agregar entonces que el diseño es discurso, es cultura y es identidad: contiene y despliega siglos de desarrollo cultural, y en él pueden rastrearse tensiones, motivaciones, memoria.

En esta línea, que pareciera comenzar a tocar una sociología del diseño, cabe preguntarnos, ¿podemos hablar de un diseño mexicano?, si es así, ¿qué dice de nosotros el diseño mexicano?, ¿qué códigos, qué relatos, qué apropiaciones prefe-rimos?, ¿con qué clase de intertextos hemos formulado nuestra identidad visual? Y es que actualmente, como afirma Marina Garone Gravier, investigadora del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, “no podríamos entender el diseño sin pensar en sincretismo, migración, préstamos, adopción de códigos –sean tipográfi-cos, cromáticos, tecnológicos o conceptuales–” (Garone, 2011: 20).

Para abordar de forma muy breve estas reflexiones voy a referirme al diseño que se practica dentro de editoriales independientes mexicanas. Para empezar, el fenómeno editorial independiente tiene fundamentos muy parecidos a los que dieron origen al diseño como práctica social: el primero posee entre sus motivacio-nes distanciarse de la mecanización con la que se conducen ciertas editoriales trans-nacionales, y el segundo surge en el siglo xx, con la misión de “devolverle el sentido y la identidad a los espacios y objetos (…) en la ciudad industrial de masas” (Kloss, 2013: 197). Así, el diseño en estas editoriales se vuelve parte de un discurso –políti-co, si se quiere–, y se vuelca a evidenciarlo con estrategias que conciben claramente al libro como un objeto estético (como apelando al coleccionismo o fetichismo del lector); priorizan la inclusión de elementos gráficos, involucran al autor en la totalidad del proceso y no temen utilizar recursos artesanales, aunque esto suponga elevar los costos o ralentizar los procesos (la ganancia monetaria no es lo más importante).

Las maneras del disenadorSobre esta misma línea, hay que apuntar que si bien para el diseñador editorial es imprescindible mantenerse actualizado en las tendencias emergentes en cuanto a tipología del papel, ilustración, encua-dernación o tipografía, debe también estar consciente del origen y desarrollo histórico de estas tenden-cias, pues van a proveerle directrices y conexiones que complejizarán el trabajo y lo dotarán de profundi-dad.

Para aproximarse a la responsabilidad de preparar el diseño editorial, la fase de visualización de cual-quier publicación, hay que tener en cuenta ciertos atributos: para comenzar el texto debe ser comprendi-do, o mejor dicho: su complejidad debe ser dimensionada. En este punto hay que actuar con especial cuidado, prudencia y claridad por lo siguiente: si, como vimos, el diseño es narración, cuando éste se encuentra con la carga simbólica de la textualidad que arropa, pueden crearse tensiones, ironías, descartes o pueden lograrse tonos que en un principio no se pretendían. La coherencia de una publicación es la convivencia, ya sea armónica, violenta o contradictoria, pero siempre consciente e intencional, entre la materialidad del diseño y la textualidad. Debe poseerse la mayor claridad posible en cuanto a los requeri-mientos y propósitos de las publicaciones. Posteriormente, deben cuestionarse los elementos y las estruc-turas de un diseño, para decidir si éstas se mantienen en el diseño final y conformarlo, o si por el contrario serán descartadas.

Es particularmente interesante el tema del conflicto y la armonía que el diseño produce dentro de las publicaciones. Todo comienza en la página, la cual puede albergar un equilibrio visual o estar pensada para producir en el lector cierto grado de incomodidad o irritación.

Entre los factores del diseño susceptibles a ser maniobrados por el diseñador se encuentran: las cues-tiones espaciales, el predominio de la forma, la forma a través del color, la tensión, la repetición, la fluidez, el contraste, el equilibrio y profundidad. Dos elementos, el papel y la tipografía, son particularmente signifi-cativos en el lenguaje visual; ambos tienen una carga simbólica importante pues están anclados al origen de los libros, la invención de la imprenta.

Concluyo estas breves reflexiones apuntando que aunque pudiera parecer frívolo o desconectado de la dimensión literaria, académica o científica de las publicaciones, el diseño editorial no le resta protagonis-mo al contenido, en su variante de signo lingüístico, puesto que es en sí mismo contenido, cultura impresa y discurso visual.

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La musica

de nuestros

rumbos

Por Jhonny Euan

Ilustración de Luis Cruces

B i tá c o r a d e s u p e r v i v e n c i a 5

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Page 8: Memorias de nómada numero 4

Siempre que tengo la oportunidad de charlar con mi amigo Rodrigo llegamos, por instinto, al tema de la música. Por los años que me aventaja resultan interesantes sus anécdotas. Amante desde joven de la música, empezó a conocer la cultura urbana de la ciudad de Mérida gracias a sus primos, músicos de El Astro de la Rumba.

Me contó que durante los años 90 todo el asunto de la música rockera en Mérida era de carácter clan-destino. Los “toquines” se efectuaban en lugares discretos donde se disparaba la venta de alcohol y el consumo de drogas.

Rodrigo acudió a muchas de estas fiestas salvajes repletas de jóvenes deseosos de pasar un rato agra-dable con buena y potente música. En esos años no había redes sociales ni esa interacción con la tecno-logía que hoy es muy recurrente. Los eventos se difundían entre voces, razón por la que siempre acudían amigos de amigos y conocidos de los músi-cos.

Por su característica de “ilegales” o “secretas”, las fiestas del rock siempre estuvieron en la mira de la policía. Hubo muchas redadas, recuerda Rodrigo. Sin embargo, con el paso de los años los “toquines” fueron organizándose mejor y la cultura musical urbana se fortaleció.

De 2000 a 2010 subsistieron las ganas de hacer música de algunos, y el deseo de otros por escuchar, bailar y agitar las cabezas al ritmo de las guitarras. La ola musical tomó un nuevo impulso y eso permi-tió menos opresión de las autoridades y más even-tos “underground” que ofrecían una alternativa a los conciertos masivos con estrellas nacionales del rock patrocinados por reconocidas empresas de espectáculos. Esto, en gran parte fue gracias a Roc-kultura y otras organizaciones como Colectivo Radiacción, que junto a varios grupos de músicos emprendedores han fomentado el talento local por medio de tocadas de Punk, Metal, Ska y otros géne-ros.

En 2010 la onda musical de la ciudad se encontraba en un buen momento. Se hacían con bastante frecuencia “tocadas” en bares o centros culturales como La Quilla, el Foro Santiaguero, el bar Agoz-zar, que por varios años fueron sede de estas y otras manifestaciones urbanas. Parte vital de la buena secuencia de eventos fueron las nuevas bandas musicales que surgieron en la ciudad y otras que ya empezaban a consolidarse en el gusto de los jóve-nes yucatecos. Por esos años grupos como Ayudan-tes de Caska, Denso Slam, Inutilators y la Mamá Ruda y los Skatastróficos Hijos del Henequén eran ya referentes de la cultura urbana.

Los parques empezaron a ser un área importante de interacción juvenil de la mano de Mamá Ruda, una banda que con su mezcla de sonidos de Ska y Swing se ganó el aprecio de muchas personas. Se retoma-ron festivales y otros más tuvieron sus primeras ediciones. Un ejemplo es el festival Paso a Paso que tuvo seis ediciones en varios parques como Mejora-da, Alemán, Ibérica; con bandas como Jam Gorila, Maya Roots, Los Llamados Superpuestos, entre otras.

A la par de estas intervenciones en espacios públi-cos, seguía la diversidad de “toquines” en lugares cerrados. La Quilla realizaba entretenidas veladas musicales para celebrar sus aniversarios. El Colec-tivo Propuesta Rocanrolera coordinó una sola edición de “Monstruos del Rock Yucateco” que se llevó a cabo en un local del barrio de Santiago y que regresó a los escenarios a varias bandas yucatecas con largo recorrido como Potaje Nuclear, Corroxxión y Niños Suburbanox. En estas fiestas musicales hechas en lugares cerra-dos se distribuía alcohol y el humo de la mariguana era algo tan normal como el “slam” o “mosh pit” que se formaba entre los oyentes. Por lo general, todos los eventos eran con bandas locales. Eran pocos los grupos foráneos que integraban el cartel de un evento. Sin embargo, con la perseverancia de colectivos como el Santiaguero, se empezó a disfru-tar en Mérida más ritmos de grupos de distintas partes de la república. Todos de carácter “under-ground”, de pocos reflectores y popularidad.

Una fecha destacada de la música local fue el 2 de abril de 2011, pues se realizó el festival de Rockul-tura, una importante organización del rock yucate-co. El éxito del evento, efectuado en la Unidad Deportiva La Inalámbrica, obligó a que se repitiera en 2012, con más expectativa y un cartel más varia-

do que incorporó a los grupos sobresalientes del momento en aquel entonces: Mamá Ruda, La Ven-ganza del Padre García, Vortigen, Inutilators, que junto a leyendas yucatecas como I&I y Maldita Gallina deleitaron a todos los asistentes.

La ola musical en Mérida era buena, los rockeros yucatecos podían disfrutar casi cada fin de semana de una buena “tocada” y pasar una agradable noche, ya sea en un parque o en un bar; como los ya citados antes, o nuevos como el Mayan Pub, e incluso más lugares públicos como el malecón de Progreso.

Otra fecha que marcó al medio local fue el 29 de diciembre de 2013, cuando agentes de SSP detuvie-ron a 38 personas en una “fiesta clandestina”. Se trataba de un “toquín”, en el cual se distribuía alco-hol y muchos fumaban mariguana. Según la prensa, durante el operativo de vigilancia por las fiestas decembrinas acudieron al lugar tras el aviso de dos jóvenes y corroboraron que el organizador de la “fiesta clandestina” no tenía los permisos necesa-rios para un evento de esa índole, y menos para vender bebidas embriagantes.

Esa noche detuvieron a muchas personas que esta-ban en el lugar, incluidos varios músicos. Rodrigo considera que la redada de esa noche fue la causa para que el auge y la armonía del movimiento musi-cal que imperaba en la ciudad perdiera fuerza. Por un tiempo los eventos dejaron de hacerse y empeza-

ron a ser vigilados por las autoridades.

Mamá Ruda se despidió de los escenarios. Otras bandas que hoy en día se mantienen vigentes desa-parecieron por largos periodos de tiempo, incluso algunas no han regresado de sus descansos tempo-rales. Otras más continuaron su inercia pero sin tanta difusión en las redes sociales, que en su momento fueron un medio para difundir los “toqui-nes”. En la actualidad ya son pocos los eventos que se realizan y todos con un muy bajo —pero cons-tante— número de asistentes.

El Festival Rockultura no ha tenido otra edición sobresaliente desde 2013 que se hizo en el Poli-fórum Zamná, en parte porque sus organizadores comenzaron a interesarse en proyectos televisivos para seguir impulsando el talento local.

Tal vez fue una evolución. Un cambio de propues-tas o estilos. Lo cierto es que hoy en Mérida las preferencias del público han cambiado y ya se tienen más opciones a la hora de elegir un buen espectáculo.

Todavía se hacen “tocadas” que organizan Rockul-tura y producciones pequeñas con bandas nuevas y algunas ya veteranas, pero es menos frecuente. Ahora, mucho público joven prefiere acudir a tribu-tos y shows con bandas nacionales en bares y luga-res comerciales. O entrarle a la propuesta de Sines-tesia, una organización difusora de talento local que promueve y efectúa eventos, ya sea en espacios públicos, o en lugares privados como Café Momen-to, su “sede oficial”.

Sinestesia trajo a Mérida artistas como Caloncho, Mon Laferte, Siddhartha, Comisario Pantera, y ha impulsado en gran medida la música de agrupacio-nes de la ciudad como Alice True Colors, Los

Lásgori, Vulpes Vulpes, Los Macabra, entre otras. Por otro lado, han surgido más proyectos musicales como Santiaguito Brass, un ensamble de varios músicos cuya onda es puramente callejera.

Pese a esta realidad musical de 2016, Rodrigo piensa que muchos rockeros de corazón extrañan los “toquines” extremos, en lugares poco decentes y con el riesgo constante de ser golpeado por una botella de cerveza. Él es uno de esos rockeros, y pese a que todo ese rollo sigue vigente, en otros bares y con el mismo público fiel de muchos años atrás, considera que esa movida ya no es “lo de hoy”, ya no es la principal opción de entretenimien-to en la ciudad. Al menos no cuando se habla de espectáculos musicales de corte local.

Los públicos y la música siguen alterando toda la diversión urbana, y así seguirán. “Sólo queda disfrutar”, dice Rodrigo.

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Siempre que tengo la oportunidad de charlar con mi amigo Rodrigo llegamos, por instinto, al tema de la música. Por los años que me aventaja resultan interesantes sus anécdotas. Amante desde joven de la música, empezó a conocer la cultura urbana de la ciudad de Mérida gracias a sus primos, músicos de El Astro de la Rumba.

Me contó que durante los años 90 todo el asunto de la música rockera en Mérida era de carácter clan-destino. Los “toquines” se efectuaban en lugares discretos donde se disparaba la venta de alcohol y el consumo de drogas.

Rodrigo acudió a muchas de estas fiestas salvajes repletas de jóvenes deseosos de pasar un rato agra-dable con buena y potente música. En esos años no había redes sociales ni esa interacción con la tecno-logía que hoy es muy recurrente. Los eventos se difundían entre voces, razón por la que siempre acudían amigos de amigos y conocidos de los músi-cos.

Por su característica de “ilegales” o “secretas”, las fiestas del rock siempre estuvieron en la mira de la policía. Hubo muchas redadas, recuerda Rodrigo. Sin embargo, con el paso de los años los “toquines” fueron organizándose mejor y la cultura musical urbana se fortaleció.

De 2000 a 2010 subsistieron las ganas de hacer música de algunos, y el deseo de otros por escuchar, bailar y agitar las cabezas al ritmo de las guitarras. La ola musical tomó un nuevo impulso y eso permi-tió menos opresión de las autoridades y más even-tos “underground” que ofrecían una alternativa a los conciertos masivos con estrellas nacionales del rock patrocinados por reconocidas empresas de espectáculos. Esto, en gran parte fue gracias a Roc-kultura y otras organizaciones como Colectivo Radiacción, que junto a varios grupos de músicos emprendedores han fomentado el talento local por medio de tocadas de Punk, Metal, Ska y otros géne-ros.

En 2010 la onda musical de la ciudad se encontraba en un buen momento. Se hacían con bastante frecuencia “tocadas” en bares o centros culturales como La Quilla, el Foro Santiaguero, el bar Agoz-zar, que por varios años fueron sede de estas y otras manifestaciones urbanas. Parte vital de la buena secuencia de eventos fueron las nuevas bandas musicales que surgieron en la ciudad y otras que ya empezaban a consolidarse en el gusto de los jóve-nes yucatecos. Por esos años grupos como Ayudan-tes de Caska, Denso Slam, Inutilators y la Mamá Ruda y los Skatastróficos Hijos del Henequén eran ya referentes de la cultura urbana.

Los parques empezaron a ser un área importante de interacción juvenil de la mano de Mamá Ruda, una banda que con su mezcla de sonidos de Ska y Swing se ganó el aprecio de muchas personas. Se retoma-ron festivales y otros más tuvieron sus primeras ediciones. Un ejemplo es el festival Paso a Paso que tuvo seis ediciones en varios parques como Mejora-da, Alemán, Ibérica; con bandas como Jam Gorila, Maya Roots, Los Llamados Superpuestos, entre otras.

A la par de estas intervenciones en espacios públi-cos, seguía la diversidad de “toquines” en lugares cerrados. La Quilla realizaba entretenidas veladas musicales para celebrar sus aniversarios. El Colec-tivo Propuesta Rocanrolera coordinó una sola edición de “Monstruos del Rock Yucateco” que se llevó a cabo en un local del barrio de Santiago y que regresó a los escenarios a varias bandas yucatecas con largo recorrido como Potaje Nuclear, Corroxxión y Niños Suburbanox. En estas fiestas musicales hechas en lugares cerra-dos se distribuía alcohol y el humo de la mariguana era algo tan normal como el “slam” o “mosh pit” que se formaba entre los oyentes. Por lo general, todos los eventos eran con bandas locales. Eran pocos los grupos foráneos que integraban el cartel de un evento. Sin embargo, con la perseverancia de colectivos como el Santiaguero, se empezó a disfru-tar en Mérida más ritmos de grupos de distintas partes de la república. Todos de carácter “under-ground”, de pocos reflectores y popularidad.

Una fecha destacada de la música local fue el 2 de abril de 2011, pues se realizó el festival de Rockul-tura, una importante organización del rock yucate-co. El éxito del evento, efectuado en la Unidad Deportiva La Inalámbrica, obligó a que se repitiera en 2012, con más expectativa y un cartel más varia-

do que incorporó a los grupos sobresalientes del momento en aquel entonces: Mamá Ruda, La Ven-ganza del Padre García, Vortigen, Inutilators, que junto a leyendas yucatecas como I&I y Maldita Gallina deleitaron a todos los asistentes.

La ola musical en Mérida era buena, los rockeros yucatecos podían disfrutar casi cada fin de semana de una buena “tocada” y pasar una agradable noche, ya sea en un parque o en un bar; como los ya citados antes, o nuevos como el Mayan Pub, e incluso más lugares públicos como el malecón de Progreso.

Otra fecha que marcó al medio local fue el 29 de diciembre de 2013, cuando agentes de SSP detuvie-ron a 38 personas en una “fiesta clandestina”. Se trataba de un “toquín”, en el cual se distribuía alco-hol y muchos fumaban mariguana. Según la prensa, durante el operativo de vigilancia por las fiestas decembrinas acudieron al lugar tras el aviso de dos jóvenes y corroboraron que el organizador de la “fiesta clandestina” no tenía los permisos necesa-rios para un evento de esa índole, y menos para vender bebidas embriagantes.

Esa noche detuvieron a muchas personas que esta-ban en el lugar, incluidos varios músicos. Rodrigo considera que la redada de esa noche fue la causa para que el auge y la armonía del movimiento musi-cal que imperaba en la ciudad perdiera fuerza. Por un tiempo los eventos dejaron de hacerse y empeza-

ron a ser vigilados por las autoridades.

Mamá Ruda se despidió de los escenarios. Otras bandas que hoy en día se mantienen vigentes desa-parecieron por largos periodos de tiempo, incluso algunas no han regresado de sus descansos tempo-rales. Otras más continuaron su inercia pero sin tanta difusión en las redes sociales, que en su momento fueron un medio para difundir los “toqui-nes”. En la actualidad ya son pocos los eventos que se realizan y todos con un muy bajo —pero cons-tante— número de asistentes.

El Festival Rockultura no ha tenido otra edición sobresaliente desde 2013 que se hizo en el Poli-fórum Zamná, en parte porque sus organizadores comenzaron a interesarse en proyectos televisivos para seguir impulsando el talento local.

Tal vez fue una evolución. Un cambio de propues-tas o estilos. Lo cierto es que hoy en Mérida las preferencias del público han cambiado y ya se tienen más opciones a la hora de elegir un buen espectáculo.

Todavía se hacen “tocadas” que organizan Rockul-tura y producciones pequeñas con bandas nuevas y algunas ya veteranas, pero es menos frecuente. Ahora, mucho público joven prefiere acudir a tribu-tos y shows con bandas nacionales en bares y luga-res comerciales. O entrarle a la propuesta de Sines-tesia, una organización difusora de talento local que promueve y efectúa eventos, ya sea en espacios públicos, o en lugares privados como Café Momen-to, su “sede oficial”.

Sinestesia trajo a Mérida artistas como Caloncho, Mon Laferte, Siddhartha, Comisario Pantera, y ha impulsado en gran medida la música de agrupacio-nes de la ciudad como Alice True Colors, Los

Lásgori, Vulpes Vulpes, Los Macabra, entre otras. Por otro lado, han surgido más proyectos musicales como Santiaguito Brass, un ensamble de varios músicos cuya onda es puramente callejera.

Pese a esta realidad musical de 2016, Rodrigo piensa que muchos rockeros de corazón extrañan los “toquines” extremos, en lugares poco decentes y con el riesgo constante de ser golpeado por una botella de cerveza. Él es uno de esos rockeros, y pese a que todo ese rollo sigue vigente, en otros bares y con el mismo público fiel de muchos años atrás, considera que esa movida ya no es “lo de hoy”, ya no es la principal opción de entretenimien-to en la ciudad. Al menos no cuando se habla de espectáculos musicales de corte local.

Los públicos y la música siguen alterando toda la diversión urbana, y así seguirán. “Sólo queda disfrutar”, dice Rodrigo.

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Page 10: Memorias de nómada numero 4

Siempre que tengo la oportunidad de charlar con mi amigo Rodrigo llegamos, por instinto, al tema de la música. Por los años que me aventaja resultan interesantes sus anécdotas. Amante desde joven de la música, empezó a conocer la cultura urbana de la ciudad de Mérida gracias a sus primos, músicos de El Astro de la Rumba.

Me contó que durante los años 90 todo el asunto de la música rockera en Mérida era de carácter clan-destino. Los “toquines” se efectuaban en lugares discretos donde se disparaba la venta de alcohol y el consumo de drogas.

Rodrigo acudió a muchas de estas fiestas salvajes repletas de jóvenes deseosos de pasar un rato agra-dable con buena y potente música. En esos años no había redes sociales ni esa interacción con la tecno-logía que hoy es muy recurrente. Los eventos se difundían entre voces, razón por la que siempre acudían amigos de amigos y conocidos de los músi-cos.

Por su característica de “ilegales” o “secretas”, las fiestas del rock siempre estuvieron en la mira de la policía. Hubo muchas redadas, recuerda Rodrigo. Sin embargo, con el paso de los años los “toquines” fueron organizándose mejor y la cultura musical urbana se fortaleció.

De 2000 a 2010 subsistieron las ganas de hacer música de algunos, y el deseo de otros por escuchar, bailar y agitar las cabezas al ritmo de las guitarras. La ola musical tomó un nuevo impulso y eso permi-tió menos opresión de las autoridades y más even-tos “underground” que ofrecían una alternativa a los conciertos masivos con estrellas nacionales del rock patrocinados por reconocidas empresas de espectáculos. Esto, en gran parte fue gracias a Roc-kultura y otras organizaciones como Colectivo Radiacción, que junto a varios grupos de músicos emprendedores han fomentado el talento local por medio de tocadas de Punk, Metal, Ska y otros géne-ros.

En 2010 la onda musical de la ciudad se encontraba en un buen momento. Se hacían con bastante frecuencia “tocadas” en bares o centros culturales como La Quilla, el Foro Santiaguero, el bar Agoz-zar, que por varios años fueron sede de estas y otras manifestaciones urbanas. Parte vital de la buena secuencia de eventos fueron las nuevas bandas musicales que surgieron en la ciudad y otras que ya empezaban a consolidarse en el gusto de los jóve-nes yucatecos. Por esos años grupos como Ayudan-tes de Caska, Denso Slam, Inutilators y la Mamá Ruda y los Skatastróficos Hijos del Henequén eran ya referentes de la cultura urbana.

Los parques empezaron a ser un área importante de interacción juvenil de la mano de Mamá Ruda, una banda que con su mezcla de sonidos de Ska y Swing se ganó el aprecio de muchas personas. Se retoma-ron festivales y otros más tuvieron sus primeras ediciones. Un ejemplo es el festival Paso a Paso que tuvo seis ediciones en varios parques como Mejora-da, Alemán, Ibérica; con bandas como Jam Gorila, Maya Roots, Los Llamados Superpuestos, entre otras.

A la par de estas intervenciones en espacios públi-cos, seguía la diversidad de “toquines” en lugares cerrados. La Quilla realizaba entretenidas veladas musicales para celebrar sus aniversarios. El Colec-tivo Propuesta Rocanrolera coordinó una sola edición de “Monstruos del Rock Yucateco” que se llevó a cabo en un local del barrio de Santiago y que regresó a los escenarios a varias bandas yucatecas con largo recorrido como Potaje Nuclear, Corroxxión y Niños Suburbanox. En estas fiestas musicales hechas en lugares cerra-dos se distribuía alcohol y el humo de la mariguana era algo tan normal como el “slam” o “mosh pit” que se formaba entre los oyentes. Por lo general, todos los eventos eran con bandas locales. Eran pocos los grupos foráneos que integraban el cartel de un evento. Sin embargo, con la perseverancia de colectivos como el Santiaguero, se empezó a disfru-tar en Mérida más ritmos de grupos de distintas partes de la república. Todos de carácter “under-ground”, de pocos reflectores y popularidad.

Una fecha destacada de la música local fue el 2 de abril de 2011, pues se realizó el festival de Rockul-tura, una importante organización del rock yucate-co. El éxito del evento, efectuado en la Unidad Deportiva La Inalámbrica, obligó a que se repitiera en 2012, con más expectativa y un cartel más varia-

do que incorporó a los grupos sobresalientes del momento en aquel entonces: Mamá Ruda, La Ven-ganza del Padre García, Vortigen, Inutilators, que junto a leyendas yucatecas como I&I y Maldita Gallina deleitaron a todos los asistentes.

La ola musical en Mérida era buena, los rockeros yucatecos podían disfrutar casi cada fin de semana de una buena “tocada” y pasar una agradable noche, ya sea en un parque o en un bar; como los ya citados antes, o nuevos como el Mayan Pub, e incluso más lugares públicos como el malecón de Progreso.

Otra fecha que marcó al medio local fue el 29 de diciembre de 2013, cuando agentes de SSP detuvie-ron a 38 personas en una “fiesta clandestina”. Se trataba de un “toquín”, en el cual se distribuía alco-hol y muchos fumaban mariguana. Según la prensa, durante el operativo de vigilancia por las fiestas decembrinas acudieron al lugar tras el aviso de dos jóvenes y corroboraron que el organizador de la “fiesta clandestina” no tenía los permisos necesa-rios para un evento de esa índole, y menos para vender bebidas embriagantes.

Esa noche detuvieron a muchas personas que esta-ban en el lugar, incluidos varios músicos. Rodrigo considera que la redada de esa noche fue la causa para que el auge y la armonía del movimiento musi-cal que imperaba en la ciudad perdiera fuerza. Por un tiempo los eventos dejaron de hacerse y empeza-

ron a ser vigilados por las autoridades.

Mamá Ruda se despidió de los escenarios. Otras bandas que hoy en día se mantienen vigentes desa-parecieron por largos periodos de tiempo, incluso algunas no han regresado de sus descansos tempo-rales. Otras más continuaron su inercia pero sin tanta difusión en las redes sociales, que en su momento fueron un medio para difundir los “toqui-nes”. En la actualidad ya son pocos los eventos que se realizan y todos con un muy bajo —pero cons-tante— número de asistentes.

El Festival Rockultura no ha tenido otra edición sobresaliente desde 2013 que se hizo en el Poli-fórum Zamná, en parte porque sus organizadores comenzaron a interesarse en proyectos televisivos para seguir impulsando el talento local.

Tal vez fue una evolución. Un cambio de propues-tas o estilos. Lo cierto es que hoy en Mérida las preferencias del público han cambiado y ya se tienen más opciones a la hora de elegir un buen espectáculo.

Todavía se hacen “tocadas” que organizan Rockul-tura y producciones pequeñas con bandas nuevas y algunas ya veteranas, pero es menos frecuente. Ahora, mucho público joven prefiere acudir a tribu-tos y shows con bandas nacionales en bares y luga-res comerciales. O entrarle a la propuesta de Sines-tesia, una organización difusora de talento local que promueve y efectúa eventos, ya sea en espacios públicos, o en lugares privados como Café Momen-to, su “sede oficial”.

Sinestesia trajo a Mérida artistas como Caloncho, Mon Laferte, Siddhartha, Comisario Pantera, y ha impulsado en gran medida la música de agrupacio-nes de la ciudad como Alice True Colors, Los

Lásgori, Vulpes Vulpes, Los Macabra, entre otras. Por otro lado, han surgido más proyectos musicales como Santiaguito Brass, un ensamble de varios músicos cuya onda es puramente callejera.

Pese a esta realidad musical de 2016, Rodrigo piensa que muchos rockeros de corazón extrañan los “toquines” extremos, en lugares poco decentes y con el riesgo constante de ser golpeado por una botella de cerveza. Él es uno de esos rockeros, y pese a que todo ese rollo sigue vigente, en otros bares y con el mismo público fiel de muchos años atrás, considera que esa movida ya no es “lo de hoy”, ya no es la principal opción de entretenimien-to en la ciudad. Al menos no cuando se habla de espectáculos musicales de corte local.

Los públicos y la música siguen alterando toda la diversión urbana, y así seguirán. “Sólo queda disfrutar”, dice Rodrigo.

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Page 11: Memorias de nómada numero 4

A nivel nacional hay una discusión entre “bandos” de interesados en el arte que quieren un regreso de lo tradicional y desdeñan sin argumentos sólidos el arte contemporáneo; y viceversa, hay personas que defienden lo con-temporáneo desdeñando lo tradicional. Las licenciaturas de artes visuales y plásticas son incluyentes: aceptan todas las manifestaciones artísticas y proponen métodos para su estudio y enseñanza. La calidad de cómo se hace es otro tema de discusión. Es decir, es más flexible una institución y hay muchas posturas en las perso-nas interesadas en el arte. Pero son las personas con estudios en el área en su mayoría quienes tienen una mentalidad más abierta.

En Yucatán se “institucionalizó” el arte contemporáneo con las licenciaturas en Artes Visuales por parte de la Escuela Superior de Artes de Yucatán y Universidad Autónoma de Yucatán hace un poco más de 10 años. Hubo descalificación y rechazo de algunos artistas locales, autodidactas en su mayoría, hacia esa manera de producción artística. Existió un movimiento en las aguas cuando se anexó los modos de producción de lo contemporáneo porque no hubo una ruptura con lo anterior, ya que continúan los modos de producción que estaban desde antes de la llegada de las escuelas. Esto significa que sí hay un avance y se producen manifestaciones artísticas en Yucatán contrario a las tesis que sustentan que el arte está estancado.

Lo que habría que empezar a hacer es una crítica de arte de exposición por exposición, hablar de obras si funcionan o no, de cuerpo de obra de artistas, como funcionan las instituciones relaciona-das con el arte en todos los niveles, hacer esta especie de corte de caja para saber en dónde esta-mos y hacia dónde vamos. Hay personas que escribimos sobre el tema: Alberto Arceo, Ricardo Tatto, Christian Nuñez, Ricardo Javier Martínez Sánchez, Gloria Serrano y yo. Sin embargo, siento que aún no son las suficientes voces.

En estos últimos diez años han abierto más lugares que brindan su espacio a las artes visuales en diferentes niveles, prácticamente cada semana hay una inauguración; antes la oferta era árida. Es decir, se ha incrementado lo que se puede ver. Si bien esto es un avance no es lo suficiente, hay que elevar la calidad de lo mostrado y como se muestra, pocos lugares tienen un proceso curato-rial y museográfico. Se trivializa el arte como un evento y se deja de lado las obras tanto de manera oficial como privada.

Hay esfuerzos que dejan de lado la trivialización, pero son aislados y las autoridades con tal de cumplir un cierto número de exposiciones para decir que “cumplieron”, no dejan trabajar con suficiente planeación una muestra. Quieren inauguraciones cada 15 días, cuando sería mejor algo que valga la pena con una investigación adecuada por un curador, un trabajo de museografía planeado, con duración de 6 meses a un año expuesto. Pero prefieren algo exprés que se hace por cumplir con un número.

Son pocos los artistas que han egresado de ambas escuelas ya mencionadas. La responsabilidad de ejercer en el arte es personal, esto significa que muchos que estudian no tienen un interés real en ningún área de las artes visuales. Esto sucede en muchas carreras, pero artes, al ser una carrera en la que la mayoría de lo que se hace es público, brillan por su ausencia las nuevas generaciones. Esto es una provocación para que se apropien de espacios, expongan y escriban sobre arte.

Por Ramón González Valle

Artes Visuales

Un poco más de 10 años

Ilustración de Luis Cruces

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Page 12: Memorias de nómada numero 4

A nivel nacional hay una discusión entre “bandos” de interesados en el arte que quieren un regreso de lo tradicional y desdeñan sin argumentos sólidos el arte contemporáneo; y viceversa, hay personas que defienden lo con-temporáneo desdeñando lo tradicional. Las licenciaturas de artes visuales y plásticas son incluyentes: aceptan todas las manifestaciones artísticas y proponen métodos para su estudio y enseñanza. La calidad de cómo se hace es otro tema de discusión. Es decir, es más flexible una institución y hay muchas posturas en las perso-nas interesadas en el arte. Pero son las personas con estudios en el área en su mayoría quienes tienen una mentalidad más abierta.

En Yucatán se “institucionalizó” el arte contemporáneo con las licenciaturas en Artes Visuales por parte de la Escuela Superior de Artes de Yucatán y Universidad Autónoma de Yucatán hace un poco más de 10 años. Hubo descalificación y rechazo de algunos artistas locales, autodidactas en su mayoría, hacia esa manera de producción artística. Existió un movimiento en las aguas cuando se anexó los modos de producción de lo contemporáneo porque no hubo una ruptura con lo anterior, ya que continúan los modos de producción que estaban desde antes de la llegada de las escuelas. Esto significa que sí hay un avance y se producen manifestaciones artísticas en Yucatán contrario a las tesis que sustentan que el arte está estancado.

Lo que habría que empezar a hacer es una crítica de arte de exposición por exposición, hablar de obras si funcionan o no, de cuerpo de obra de artistas, como funcionan las instituciones relaciona-das con el arte en todos los niveles, hacer esta especie de corte de caja para saber en dónde esta-mos y hacia dónde vamos. Hay personas que escribimos sobre el tema: Alberto Arceo, Ricardo Tatto, Christian Nuñez, Ricardo Javier Martínez Sánchez, Gloria Serrano y yo. Sin embargo, siento que aún no son las suficientes voces.

En estos últimos diez años han abierto más lugares que brindan su espacio a las artes visuales en diferentes niveles, prácticamente cada semana hay una inauguración; antes la oferta era árida. Es decir, se ha incrementado lo que se puede ver. Si bien esto es un avance no es lo suficiente, hay que elevar la calidad de lo mostrado y como se muestra, pocos lugares tienen un proceso curato-rial y museográfico. Se trivializa el arte como un evento y se deja de lado las obras tanto de manera oficial como privada.

Hay esfuerzos que dejan de lado la trivialización, pero son aislados y las autoridades con tal de cumplir un cierto número de exposiciones para decir que “cumplieron”, no dejan trabajar con suficiente planeación una muestra. Quieren inauguraciones cada 15 días, cuando sería mejor algo que valga la pena con una investigación adecuada por un curador, un trabajo de museografía planeado, con duración de 6 meses a un año expuesto. Pero prefieren algo exprés que se hace por cumplir con un número.

Son pocos los artistas que han egresado de ambas escuelas ya mencionadas. La responsabilidad de ejercer en el arte es personal, esto significa que muchos que estudian no tienen un interés real en ningún área de las artes visuales. Esto sucede en muchas carreras, pero artes, al ser una carrera en la que la mayoría de lo que se hace es público, brillan por su ausencia las nuevas generaciones. Esto es una provocación para que se apropien de espacios, expongan y escriban sobre arte.

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Page 13: Memorias de nómada numero 4

Un amor muy especialPor Hugo Cocom y Graciela Montalvo

1 1R e c o m e n d a c i o n e s

El escritor y novelista francés, Alejandro Dumas (hijo) pronunció esta frase: “Debemos amar, no importa a quién, no importa cómo, mientras se ame”, la cual puede ser utilizada como trasfondo de la película italia-na, escrita y dirigida por Francisco José Fernández Un amor muy especial (Ti voglio bene Eugenio) estrenada en 2002.

Cuenta la historia de Eugenio (Giancarlo Giannini), un hombre maduro con Síndrome de Down que invierte su tiempo trabajando como jardinero y es a su vez volun-tario en el centro de traumatología de un hospital. Es ahí donde conoce a Laura (Chiara de Bonis) joven que resultó gravemente herida debido a un accidente de auto, y a quien ayuda en su proceso de rehabilitación. La historia adquiere intensidad cuando Elena (Giuliana de Sio), una vieja amiga de Eugenio de la cual estaba enamorado, regresa para confesarle un secreto.

Ganadora del premio del festival cinematográfico de Palm Springs 2002 y con una duración de 95 minutos, el filme es una muestra de los diferentes contrastes a los que un ser humano con ésta discapacidad se puede enfrentar: ya sea la imposibilidad de poder ser corres-pondido desde un plano sentimental o mostrarse autén-ticamente independiente para hacer cambiar la opinión de una mujer que tiene por solución abortar a su bebé (como se ve en la escena donde Eugenio intervie-ne para convencer a un personaje sobre su decisión de abortar a su hijo que ha sido diagnosticado con dicho síndrome) y sobre todo, la capacidad de dar amor por encima de los estigmas impuestos por la sociedad.

Francisco José Fernández nos presenta al amor en el personaje de Eugenio: alguien capaz de expresar y recordar que el tiempo no afecta las emociones verda-deras, pues rompe con aquellas barreras interpuestas para evocar lo que es una promesa. Eugenio es un transmisor de emociones. El personaje permite al espec-tador contagiarse de la visión del director, quien da una menor perspectiva a las condiciones en la que nos desenvolvemos rutinariamente. El director pone en

marco la relevancia de aquellas personas que padecen este síndrome y nos asegura, con un toque cómico y dramático, que ellos pueden ser completamente productivos e independientes, como se muestra en la escena donde Eugenio cocina para Elena o cuando Eugenio pone en tela de juicio sus sentimientos y recha-za a Elena al no querer tener relaciones sexuales con ella mientras ésta se encuentra borracha.

Nadie se cuestiona que los seres humanos con este síndrome son capaces de elevar la dignificación humana, sin embargo es preciso señalar la importancia de esta disparidad de pensamiento. La película presenta una visión del colectivo con discapacidad y contribuye a recibir con empatía y percibir con admiración, cómo se puede expresar amor por encima de las circunstan-cias. A modo de ejemplo, el director elimina por com-pleto las barreras que derriban el miedo que pudieran impedir mantener una buena comunicación familiar, como la de Eugenio y su hermano mayor, incluso el conservar las memorias de una amistad del pasado, tal como se muestra en los Flasbacks de la vida del prota-gonista.

Pese a ser una cinta poco difundida, ésta no debe estar exenta en recibir mayor recibimiento. La temática, la ambientación y la historia son la triada de un guión perfectamente entendible que tiene por esencia enca-minar a las nuevas generaciones en la inclusión de una deseable tendencia de pensamiento, donde todos los individuos son capaces de sentir y ser autosuficientes, basándose en el respeto hacia los demás, sin importar su condición social, racial, de género y salud.

Un amor muy especial nos invita a explorar más allá del cine hollywoodense para darle una bienvenida calurosa al cine independiente.

Page 14: Memorias de nómada numero 4

Vi|LateralNació el 29 de Noviembre de 1988 en Chiapa de Corzo, Chiapas, actualmente radica en Mérida, Yucatán, México. Realizó estudios en la Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha participado en exposi-ciones colectivas e individuales en galerías privadas en la ciudad donde reside.

 Sus obras han formado parte de la Feria de Artes Visuales de Yucatán FAVY (2011). Su interés por la tridi-mensionalidad la ha llevado a tomar cursos como Construcción en Madera en la Fundación Gruber Jez A.C. Por otra parte su interés por manifestaciones bidimensio-nales la condujo a tomar cursos de dibujo, pintura, grá�ca y fotografía con artistas como Jordi Boldó, Renato González,  Mario Reyes, Teresa Vázquez, Juan José Herrera y Lizette Abraham. Su trabajo artís-tico está relacionado con la experi-mentación; algunas obras mues-tran la estética de la deconstruc-ción de la imagen, representando panoramas urbanos, sociales y paisajísticos.

Monserrat López Macías― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

1 2 G a l e r í a

Page 15: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

Vi|LateralFotografía Digital

(Proyecto en proceso)Monserrat López Macías

2016

Vi|LateralFotografía Digital

(Proyecto en proceso)Monserrat López Macías

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― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

Vi|LateralFotografía Digital(Proyecto en proceso)Monserrat López Macías2016

Vi|LateralFotografía Digital(Proyecto en proceso)Monserrat López Macías2016

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Page 17: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

Vi|LateralFotografía Digital(Proyecto en proceso)Monserrat López Macías2016

Vi|LateralFotografía Digital

(Proyecto en proceso)Monserrat López Macías

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Page 18: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

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Ilustración porSamantha Nuñez

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Page 19: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

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― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

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Page 21: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

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― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

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Page 23: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

¿Por qué leer ciencia ficción? Esta pregunta se me presentó cuando preparaba una clase sobre este género para el curso de historia de la literatura que impartí en un bachillerato. ¿Cuál es el punto de dedi-carle nuestra atención a historias que sabemos que no son reales? A partir de aquella clase preparé una presentación que después evolucionó en conferencia y que he estado retrabajando una y otra vez desde hace poco más de un año. Aquí les ofrezco algunas respuestas.

A la ciencia ficción se le ha llamado "la literatura de las ideas". No es porque no existan ideas en toda la literatura, claro está, pero en este género tienen un papel central. Es decir, si en otras formas de creación predominan elementos como el manejo del lenguaje prosístico, la psicología de los personajes, la repre-sentación de la realidad social o la experimentación con la estructura narrativa; en la ciencia ficción las ideas se encuentran al centro.

Esto no significa que aquellos otros elementos queden necesariamente descuidados (no lo están en

los mejores autores), aunque es cierto que en mucha de la ciencia ficción clásica sucede. Isaac Asimov es un ejemplo primordial, pues sus personajes suelen ser planos y la estructura de sus cuentos muy linea-les. Sucede que la especulación, la exploración de conceptos variados, los experimentos mentales, la creación de mundos, las alegorías sobre la realidad presente y el afán de llevar premisas hasta sus últimas consecuencias, por lo general tienen un mayor peso que lo demás. Por lo tanto, la ciencia ficción es literatura que hace pensar, que desencade-na reflexiones y cavilaciones que pueden ser el inicio de un viaje o incluso una revolución de la propia mente. Es cierto que toda la gran literatura (y todo el gran arte) puede hacer esto, pero en la ciencia ficción es precisamente su punto fuerte.

Mucho se discute sobre el origen de la ciencia ficción y cuál puede ostentar el título de LA primera obra del género, pero lo cierto es que, como todo, ha tenido una lenta evolución desde la mitología y las alegorías filosóficas. En lo personal, considero que no hay ciencia ficción sin ciencia, y que las primeras

obras a las que podemos dar inequívocamente el nombre son aquellas que surgieron en el contexto de la revolución científica, es decir, el siglo XVII. La Nueva Atlántida de Francis Bacon y el Sueño Astro-nómico de Johannes Kepler, como muchísimas obras de ciencia ficción que les siguieron, tenían el propó-sito de presentar y explorar ideas científicas y filosó-ficas.

En esa capacidad para desencadenar el pensamiento reflexivo, creativo y analítico, es donde se nota con mayor fuerza la influencia de la ciencia ficción en la cultura. Dejemos de lado la capacidad predictiva del género: puede ser impresionante cuando un autor adivina qué nuevas tecnologías pueden surgir o cómo éstas impactarán la sociedad, pero vieran ustedes que no muy a menudo los escritores le atinan a lo que predicen, y en realidad poco importa si es así. Obviamente, mucha de la tecnología de la que disfrutamos actualmente existió como mera especu-lación en la literatura durante mucho tiempo, desde la inteligencia artificial hasta los viajes espaciales. Pero más importante es que algunos conceptos útiles para comprender la realidad fueron introducidos al imagi-nario colectivo a través de la ciencia ficción, ya sean en el campo de la tecnología (como la palabra robot, introducida por Karel Capek en una novela de 1920) o en el del lenguaje político (como la neolengua o el doblepensar de George Orwell en 1984).

Pero importa sobre todo que vivimos en un mundo de ciencia ficción, en el que adelantos apenas imagina-dos por algunos visionarios (Arthur C. Clarke descri-bió algo muy parecido a Internet) afectan profunda-mente nuestras vidas a nivel individual y colectivo. Vivimos en un mundo en el que se discute con toda seriedad cómo será posible colonizar Marte y en qué momento ocurrirá la Singularidad (es decir, cuando la inteligencia artificial adquiera conciencia de sí misma). La premisa primordial de toda obra de CF es

¿Qué pasaría si...? Desarrollar la capacidad de imagi-nar escenarios variables y sus consecuencias es vital en un mundo en el que el cambio es constante y lo imposible se va haciendo realidad.

Esas posibilidades no son necesariamente tecnológicas, pueden ser sociales. Las utopías y distopías (formas básicas del género desde el Renacimiento) nos han mostrado los mundos con los que soñamos y las posi-bles realidades a las que tememos. Una de las maestras, Ursula K. Le Guin, imaginó cómo podría funcionar una sociedad anarquista a nivel planetario o una civiliza-ción sin géneros. La ciencia ficción brinda conceptos que estimulan la imaginación y alientan la osadía, poco importa si todos ellos pueden aplicarse al mundo real. Lo trascendente es que nos mantienen pensando,

soñando, imaginando.

La ciencia ficción se ha alimentado de los conoci-mientos científicos disponibles en tiempos de cada

autor, pero también han inspirado a muchos futuros científicos, pues no han sido pocos de ellos los que han

crecido leyendo el género. Konstantin Tsiolkovski, el padre de los cohetes modernos, fue siempre un declara-do fan de Julio Verne. Carl Sagan, el mayor divulgador del siglo XX, siempre mencionó el impacto que las novelas de John Carter de Marte tuvieron en su imagi-nación infantil, dirigiéndolo hacia el estudio de la astronomía.

Los ejemplos de personas que encontraron inspira-ción en la CF son muchísimos, pero me gustaría reparar en un caso espectacular: Star Trek. Estricta-mente hablando, aquí nos salimos del terreno de la literatura, pues se trata de una serie de televisión, si bien fue aclamada por los grandes del género, y en la que colaboraron algunos escritores consagrados. Muchos episodios eran prácticamente muy buenos cuentos de ciencia ficción. Esta serie cuenta entre sus fans a científicos de la talla de Stephen Hawking, quien tuvo la oportunidad de aparecer en un episodio de The Next Generation.

Leonard Nimoy, el famoso Sr. Spock, contaba que a veces científicos profesionales, seguidores de la serie se le acercaban para discutir con él cuestiones complejas, esperando que, como oficial científico del Enterprise, entendiera de estos temas. El actor, por supuesto, no sabía de qué hablaban, pero por amabilidad (y por los lulz) se ponía muy serio y les seguía el juego.

Pero la inspiración va más allá de las ciencias. Nichelle Nichols, quien interpretaba a la oficial de comunicaciones del Enterprise, Nyota Uhura, fue la primera mujer afroamericana en tener un papel prin-cipal en una serie de TV estadounidense. Además, fue la primera en protagonizar un beso interracial en televisión. Eso ya era de por sí inspirador, pero hubo más. La actriz y cantante quiso unirse al movimiento de Martin Luther King quien, resulta, era un gran admirador de Star Trek. King le dijo que no abando-nara la serie, pues su papel era muy importante como símbolo para la lucha por los derechos civiles de las personas negras. Nichols siguió su consejo. Muchos años después, Mae Jemison se convirtió en la prime-ra mujer afroamericana en viajar al espacio, y siem-pre citó a Uhura como su primera inspiración.

Hay un botón de muestra más que quisiera presentar-les. No hace mucho, el escritor británico Neil Gaiman viajó a China para asistir a la primera convención de ciencia ficción en la historia de este país. Durante muchos años la ciencia ficción había sido vista con malos ojos por el gobierno comunista chino como un género potencialmente subversivo, y Gaiman lo sabía, de modo que se acercó a un funcio-nario y le preguntó a qué se debía que el gobierno ahora se había decidido no sólo a permitir una convención, sino a organizarla.

El funcionario respondió que los chinos eran muy buenos para copiar la tecnología de otros países. La veían, la analizaban y podían producirla a mucho

menor precio. Pero no eran buenos innovando. La creatividad original les fallaba mucho. Así que unos años antes habían enviado unos analistas a Silicon Valley y al indagar sobre qué leían los técnicos de las empresas de vanguardia; se toparon con que todos ellos habían sido lectores de ciencia ficción en la infancia. El gobierno chino ahora quería preparar generaciones capaces de innovar, y para ello empe-zaba a impulsar la lectura de ciencia ficción entre los niños y los jóvenes.

Doy una razón más para tomarse la ciencia ficción en serio. En 1959 el científico y novelista C.P. Snow advirtió que uno de los grandes problemas de la civilización occidental contemporánea es que la vida intelectual se encontraba dividida en dos culturas: la científica y la de las humanidades, muchas veces ininteligibles entre sí, que se miran con desdén o desconfianza. Pues bien, la ciencia ficción puede ser uno de los puntos de encuentro entre ambas culturas, ya que desde siempre ha sido el territorio de literatos apasionados por la ciencia, de científicos apasiona-dos por la literatura y de los lectores apasionados por ambas. La ciencia ficción puede ser una herramienta para acercar estas dos tradiciones que han estado divergiendo en los últimos siglos.

Pero más allá de todas estas razones prácticas, quizá lo más importante de la ciencia ficción es que es asombrosa. Es una fuente inagotable de maravillas, de ensueños y fantasías. Es un tipo de literatura que hace soñar, viajar y disfrutar de la lectura. Sobre todo, las grandes obras de ciencia ficción son en sí mismas grandes obras de la literatura, punto. Valgan las anteriores reflexiones como introducción a este espacio, en el que conversaremos sobre cien-cia ficción, los géneros fantásticos y la cultura pop en general. ¡Les doy la bienvenida!

LA LITERATURA DE LAS IDEASpor Maik Civeira

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Page 24: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

¿Por qué leer ciencia ficción? Esta pregunta se me presentó cuando preparaba una clase sobre este género para el curso de historia de la literatura que impartí en un bachillerato. ¿Cuál es el punto de dedi-carle nuestra atención a historias que sabemos que no son reales? A partir de aquella clase preparé una presentación que después evolucionó en conferencia y que he estado retrabajando una y otra vez desde hace poco más de un año. Aquí les ofrezco algunas respuestas.

A la ciencia ficción se le ha llamado "la literatura de las ideas". No es porque no existan ideas en toda la literatura, claro está, pero en este género tienen un papel central. Es decir, si en otras formas de creación predominan elementos como el manejo del lenguaje prosístico, la psicología de los personajes, la repre-sentación de la realidad social o la experimentación con la estructura narrativa; en la ciencia ficción las ideas se encuentran al centro.

Esto no significa que aquellos otros elementos queden necesariamente descuidados (no lo están en

los mejores autores), aunque es cierto que en mucha de la ciencia ficción clásica sucede. Isaac Asimov es un ejemplo primordial, pues sus personajes suelen ser planos y la estructura de sus cuentos muy linea-les. Sucede que la especulación, la exploración de conceptos variados, los experimentos mentales, la creación de mundos, las alegorías sobre la realidad presente y el afán de llevar premisas hasta sus últimas consecuencias, por lo general tienen un mayor peso que lo demás. Por lo tanto, la ciencia ficción es literatura que hace pensar, que desencade-na reflexiones y cavilaciones que pueden ser el inicio de un viaje o incluso una revolución de la propia mente. Es cierto que toda la gran literatura (y todo el gran arte) puede hacer esto, pero en la ciencia ficción es precisamente su punto fuerte.

Mucho se discute sobre el origen de la ciencia ficción y cuál puede ostentar el título de LA primera obra del género, pero lo cierto es que, como todo, ha tenido una lenta evolución desde la mitología y las alegorías filosóficas. En lo personal, considero que no hay ciencia ficción sin ciencia, y que las primeras

obras a las que podemos dar inequívocamente el nombre son aquellas que surgieron en el contexto de la revolución científica, es decir, el siglo XVII. La Nueva Atlántida de Francis Bacon y el Sueño Astro-nómico de Johannes Kepler, como muchísimas obras de ciencia ficción que les siguieron, tenían el propó-sito de presentar y explorar ideas científicas y filosó-ficas.

En esa capacidad para desencadenar el pensamiento reflexivo, creativo y analítico, es donde se nota con mayor fuerza la influencia de la ciencia ficción en la cultura. Dejemos de lado la capacidad predictiva del género: puede ser impresionante cuando un autor adivina qué nuevas tecnologías pueden surgir o cómo éstas impactarán la sociedad, pero vieran ustedes que no muy a menudo los escritores le atinan a lo que predicen, y en realidad poco importa si es así. Obviamente, mucha de la tecnología de la que disfrutamos actualmente existió como mera especu-lación en la literatura durante mucho tiempo, desde la inteligencia artificial hasta los viajes espaciales. Pero más importante es que algunos conceptos útiles para comprender la realidad fueron introducidos al imagi-nario colectivo a través de la ciencia ficción, ya sean en el campo de la tecnología (como la palabra robot, introducida por Karel Capek en una novela de 1920) o en el del lenguaje político (como la neolengua o el doblepensar de George Orwell en 1984).

Pero importa sobre todo que vivimos en un mundo de ciencia ficción, en el que adelantos apenas imagina-dos por algunos visionarios (Arthur C. Clarke descri-bió algo muy parecido a Internet) afectan profunda-mente nuestras vidas a nivel individual y colectivo. Vivimos en un mundo en el que se discute con toda seriedad cómo será posible colonizar Marte y en qué momento ocurrirá la Singularidad (es decir, cuando la inteligencia artificial adquiera conciencia de sí misma). La premisa primordial de toda obra de CF es

¿Qué pasaría si...? Desarrollar la capacidad de imagi-nar escenarios variables y sus consecuencias es vital en un mundo en el que el cambio es constante y lo imposible se va haciendo realidad.

Esas posibilidades no son necesariamente tecnológicas, pueden ser sociales. Las utopías y distopías (formas básicas del género desde el Renacimiento) nos han mostrado los mundos con los que soñamos y las posi-bles realidades a las que tememos. Una de las maestras, Ursula K. Le Guin, imaginó cómo podría funcionar una sociedad anarquista a nivel planetario o una civiliza-ción sin géneros. La ciencia ficción brinda conceptos que estimulan la imaginación y alientan la osadía, poco importa si todos ellos pueden aplicarse al mundo real. Lo trascendente es que nos mantienen pensando,

soñando, imaginando.

La ciencia ficción se ha alimentado de los conoci-mientos científicos disponibles en tiempos de cada

autor, pero también han inspirado a muchos futuros científicos, pues no han sido pocos de ellos los que han

crecido leyendo el género. Konstantin Tsiolkovski, el padre de los cohetes modernos, fue siempre un declara-do fan de Julio Verne. Carl Sagan, el mayor divulgador del siglo XX, siempre mencionó el impacto que las novelas de John Carter de Marte tuvieron en su imagi-nación infantil, dirigiéndolo hacia el estudio de la astronomía.

Los ejemplos de personas que encontraron inspira-ción en la CF son muchísimos, pero me gustaría reparar en un caso espectacular: Star Trek. Estricta-mente hablando, aquí nos salimos del terreno de la literatura, pues se trata de una serie de televisión, si bien fue aclamada por los grandes del género, y en la que colaboraron algunos escritores consagrados. Muchos episodios eran prácticamente muy buenos cuentos de ciencia ficción. Esta serie cuenta entre sus fans a científicos de la talla de Stephen Hawking, quien tuvo la oportunidad de aparecer en un episodio de The Next Generation.

Leonard Nimoy, el famoso Sr. Spock, contaba que a veces científicos profesionales, seguidores de la serie se le acercaban para discutir con él cuestiones complejas, esperando que, como oficial científico del Enterprise, entendiera de estos temas. El actor, por supuesto, no sabía de qué hablaban, pero por amabilidad (y por los lulz) se ponía muy serio y les seguía el juego.

Pero la inspiración va más allá de las ciencias. Nichelle Nichols, quien interpretaba a la oficial de comunicaciones del Enterprise, Nyota Uhura, fue la primera mujer afroamericana en tener un papel prin-cipal en una serie de TV estadounidense. Además, fue la primera en protagonizar un beso interracial en televisión. Eso ya era de por sí inspirador, pero hubo más. La actriz y cantante quiso unirse al movimiento de Martin Luther King quien, resulta, era un gran admirador de Star Trek. King le dijo que no abando-nara la serie, pues su papel era muy importante como símbolo para la lucha por los derechos civiles de las personas negras. Nichols siguió su consejo. Muchos años después, Mae Jemison se convirtió en la prime-ra mujer afroamericana en viajar al espacio, y siem-pre citó a Uhura como su primera inspiración.

Hay un botón de muestra más que quisiera presentar-les. No hace mucho, el escritor británico Neil Gaiman viajó a China para asistir a la primera convención de ciencia ficción en la historia de este país. Durante muchos años la ciencia ficción había sido vista con malos ojos por el gobierno comunista chino como un género potencialmente subversivo, y Gaiman lo sabía, de modo que se acercó a un funcio-nario y le preguntó a qué se debía que el gobierno ahora se había decidido no sólo a permitir una convención, sino a organizarla.

El funcionario respondió que los chinos eran muy buenos para copiar la tecnología de otros países. La veían, la analizaban y podían producirla a mucho

menor precio. Pero no eran buenos innovando. La creatividad original les fallaba mucho. Así que unos años antes habían enviado unos analistas a Silicon Valley y al indagar sobre qué leían los técnicos de las empresas de vanguardia; se toparon con que todos ellos habían sido lectores de ciencia ficción en la infancia. El gobierno chino ahora quería preparar generaciones capaces de innovar, y para ello empe-zaba a impulsar la lectura de ciencia ficción entre los niños y los jóvenes.

Doy una razón más para tomarse la ciencia ficción en serio. En 1959 el científico y novelista C.P. Snow advirtió que uno de los grandes problemas de la civilización occidental contemporánea es que la vida intelectual se encontraba dividida en dos culturas: la científica y la de las humanidades, muchas veces ininteligibles entre sí, que se miran con desdén o desconfianza. Pues bien, la ciencia ficción puede ser uno de los puntos de encuentro entre ambas culturas, ya que desde siempre ha sido el territorio de literatos apasionados por la ciencia, de científicos apasiona-dos por la literatura y de los lectores apasionados por ambas. La ciencia ficción puede ser una herramienta para acercar estas dos tradiciones que han estado divergiendo en los últimos siglos.

Pero más allá de todas estas razones prácticas, quizá lo más importante de la ciencia ficción es que es asombrosa. Es una fuente inagotable de maravillas, de ensueños y fantasías. Es un tipo de literatura que hace soñar, viajar y disfrutar de la lectura. Sobre todo, las grandes obras de ciencia ficción son en sí mismas grandes obras de la literatura, punto. Valgan las anteriores reflexiones como introducción a este espacio, en el que conversaremos sobre cien-cia ficción, los géneros fantásticos y la cultura pop en general. ¡Les doy la bienvenida!

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Page 25: Memorias de nómada numero 4

― Eran demasiados para mí sola; hice algunos, pero olvidé los demás, perdón. Sabes que me fastidia comer mucho pescado y no soporto tener que guar-darlo en la nevera.― Al menos hubieras ido al mercado a venderlos y no dejar que se pudrieran y desperdiciaran así como si nada. ¿Qué hiciste con los que traje hoy?―Ya los guardé, no se me van a olvidar estos, de veras.― Eso espero.― Mejor ven a cenar.

Terminada la cena ambos se dirigieron al baño para asearse. Irene desvestía a Ricardo y aspira-ba con profundidad las ropas, él se dejaba desnudar, mojar con el agua tibia y enjabonar y tallar con una piedra marina para quitar la piel marchita por sus días de pesca. Yendo de su cuerpo al de Ricardo, Irene refrescaba sus miembros y los relajaba disponiéndo-los para la noche. Después de quitarse el exceso de humedad con las toallas, salieron del baño y se tendieron en la hamaca del cuarto. A veces el bochor-no acumulado incomodaba el acostarse en una sola hamaca y dormían por separado, pero el frescor de los cuerpos limpios estimulaba el deseo. El vaivén de la hamaca, como un oleaje suspendido, los arrastraba como la marea alta. Después de amarse, con caricias por el cuerpo intentaban conciliar el sueño que se resistía a acogerlos.

―Irene, ¿no te gustaría tener hijos? Ya tenemos más de un año de casados.―Mi cielo, aún no lo sé; no me siento lista para cuidar hijos.―Pero ya te lo he dicho varias veces, los vamos a crecer juntos; vas a ser una buena mamá.―No sé, Ricardo, ¿no te parece que aún estamos jóvenes para pensar en eso?―Pero ya estamos casados, en eso mismo debemos

pensar ahora, sino en qué, mi amor.―Bueno, pues ya veremos.

Acostumbrado a levantarse antes que el sol, Ricardo abandonó la hamaca y se dirigió al patio para remen-dar redes, preparar anzuelos y afilar cuchillos que le servirían ese día. La ausencia de su pescador junto a ella obligó a Irene a dejar el sueño y preparar algo para el desayuno. Un par de besos y caricias al ama-necer despidieron a Irene.

―Me gustaría que vinieras conmigo.―No ando con muchas ganas para ir al mar, mi amor; mejor me quedo y arreglo la casa y preparo la comida cuando vuelvas.―Está bien, entonces, nos vemos al rato.―Cuídate, amor.

Cuando la compañía pesquera no contrataba personal, Ricardo iba al astillero para rentar una pequeña lancha de motor junto a otros compañeros pescadores; se lanzaban a altamar y atrapaban mer-cancía por su cuenta; al volver la ofrecían en el mer-cado dividiéndose las ganancias que les permitían esperar hasta el siguiente viaje. En el astillero trabaja-ba Arón como reparador de lanchas y carpintero. De vez en cuando acompañaba a quienes iban de pesca, la fuerza de sus brazos podía ser un valioso apoyo para jalar redes en días de abundancia. En grupos de tres o cuatro salían los hombres a hacer la labor en el mar, ya acordado el respectivo trabajo y cómo se repartirían los gastos de alquiler y la futura ganancia. Salían desde temprano aprovechando la marea baja y la tenue luz del día para sorprender los cardúmenes. Varias horas en el océano pasaban como olas veloces; por la altitud y la fuerza del sol calculaban el medio-día para retornar al puerto. Ricardo se entregaba a su oficio con vigor y entusiasmo; él solía mantener el buen humor entre sus compañeros mientras espera-

El aroma del pan le dio la bienvenida a Ricardo. Irene estaba en la cocina terminando de hornear y preparar café para el desayuno. Era media mañana y ella sabía la hora en que llegaba su marido; él volvía después de haber estado tres días en altamar en el buque de la compañía pesquera. Al tocar puerto los pescadores van hacia el almacén donde limpian de escamas los peces, les sacan la hiel y reciben una parte, además de algún dinero como sueldo. Cuando Ricardo entró a la cocina Irene abordó sus labios; sus manos calentadas por el horno lo arrastraron hasta el baño. Él sólo quería saciar su hambre, mitigar su fatiga de la larga jornada, pero Irene también quería saciarse con su pescador; a pesar del cansancio, Ricardo se dejó hacer en el suelo del baño. Un tibio vapor, sucio de

escamas y arena, envolvía los cuerpos, mientras en la cocina se enfriaba el desayuno.

Después de matar el hambre, Ricardo se desplomó en un sueño cálido de mediodía. Cuando despertó, el sol moría en el mar. Su pequeña casa quedaba cerca del monstruo de agua y la luz reverbe-raba en las paredes tiñéndolas de rojo. Irene había lavado la ropa y la tendió en la soga del patio trasero; limpia y blanca, la ropa flotaba como gaviotas atrapa-das en el viento. Una peste pútrida atrajo a Ricardo hacia la cocina; vio una bolsa con peces podridos en el suelo; Irene disponía algo de cenar.― ¿Volviste a olvidar los pescados que te traje?, ¿por qué no los cocinaste?

ban llenar las redes. El movimiento de la marea creaba una armonía en su ritmo de trabajo, se acopla-ba al océano y su oficio como pescador le resultaba placentero. En casa, Irene sabía cuándo volvería su pesca-dor. Las labores domésticas no le llevaban mucho tiempo y al terminar podía salir a entregar sus encar-gos. Solía aceptar prendas para zurcir, algunos pedi-dos de bordado o ropa que necesitara arreglo. No era media mañana cuando salió para recorrer el puerto, entregando su labor, cobrando algún dinero, pasar por el mercado y conseguir algo para la despensa. Cuando sus pendientes estaban listos iba al astillero. Como ese día Arón no acompañó a los pescadores, se quedó en la parte del taller trabajando en algún bote; su faena iniciaba raspando los crustáceos que se pegaban en el fondo; adheridos con moho y podre-dumbre, era necesario forzarlos con navajas y rastri-llos agudos para dejar limpia el área a reparar. En esto se encontraba cuando llegó Irene. Dejando sus herra-mientas sus manos buscaron el cuerpo de ella, aferrándola como si le perteneciera. En el desorden de esas manos rudas, sucias de moho y sudor, Irene se dejaba poseer por él y disfrutaba el vigor de ese hombre diferente, distinto al pescador, con la fuerza y la energía de alguien que tiene los pies en la tierra, pero sabe manejar los embates del océano.

―En dos días saldrá un viaje de la compañía.― ¿Vas a irte con ellos?― No, voy a quedarme, tengo mucho trabajo.― Entonces, no podré venir, no tendrás tiempo.― Los viajes de la compañía siempre duran varios días, además en la noches no trabajo, lo sabes.― De todos modos le preguntaré a Ricardo cuanto tiempo tardará el viaje, él nunca desaprovecha esas oportunidades.

El caldo de pescado llegaba a su segundo hervor. Ricardo lo disfrutaba en cada sorbo, se manchaba los dedos, chupaba los huesos precavido, se llenaba el estómago hasta el empacho. La digestión lo amodo-rraba en la hamaca sin dormir, Irene cosía alguna ropa en la otra hamaca. La tarde se volvía perezosa en los días que una llovizna cubría el puerto. Boleros de amor roto se dejaban escuchar por la radio, los interrumpían las noticias sobre el clima, la llegada de la temporada de huracanes, el primer frente frío. Irene tarareaba con descuido un bolero de serenata. Ricardo iba recobrando el ardor cuando escuchaba hablar sobre los riesgos de las tormentas.

― Irene, ven, vamos a jugar a la sirena.― ¿Qué?, ¿cómo te acordaste?, ya no hacemos eso.― Por eso, hace tiempo que no jugamos, ven, vamos a hacerlo.― Estoy cansada, Ricardo, salí por la mañana, además como que ya no me emociona jugar así.― Con más razón, vente te digo, vas a ser mi sirena.

Jugar a la sirena era provocar la fantasía hasta alcanzar la realidad. Antes de casarse lo jugaban mucho en la playa, por las noches; durante su primer año de matrimonio fueron abandonando el juego hasta casi olvidarlo. Irene consintió a la insistencia de Ricardo y se volvió sirena que tentaba al marinero. Ella fingía ser la criatura mitológica escurridiza de las profundidades; él la perseguía en su embarcación de velas hinchadas; con su canto ella lograba hipnotizar-lo y doblegar su voluntad, pero no se entregaba a sus antojos; haciendo uso de un hechizo de pescadores, él conseguía encontrar el rastro, lograba atrapar a la sirena en sus brazos como redes, la tendía en su lancha de hilos y la poseía, cayendo él mismo en las profundidades marinas. Una siesta los envolvió el resto de la tarde. Al volver del sueño había escampa-do y un frescor dominaba la noche.

― Voy con los muchachos.― Mejor quédate, no me gusta que vayas, siempre te pones mal.― Sólo vamos a pasar el rato, hace días que no voy a Las mojarras.― Pero siempre te pones mal, y me habías dicho que no volverías a ir porque siempre terminan en pleitos.― Sólo es juego, Irene, voy un rato nada más, de veras.

Todos los pescadores que se dignaban de profesar ese oficio acostumbraban nutrir la concu-rrencia de Las mojarras, la cantina del puerto. Además de la cerveza y el aguardiente que se derra-maban como olas, en el lugar podían conseguirse por unos billetes los placeres de la piel. Cada pescador que hubiese entrado al menos una vez, había probado alguna delicia que ofrecían las mujeres. El alegre humor de Ricardo, animado de alcohol, se extendía por la cantina; en las mesas se jugaba al dominó o a la baraja y las apuestas sacaban la ira de unos y el entu-siasmo de otros, pero el aguardiente apaciguaba a la mayoría y a los que no, las caricias de alguna mal pagada se los llevaban en privado. Un pescador dies-tro despabilaba en su guitarra la trova; en el aire alco-holizado se dibujaban espirales que confundían el humo del cigarro con el de los pitillos de marihuana. Las conversaciones de los camaradas iban desde el arduo trabajo en el océano, los misterios que vislum-braban en altamar, la vida en el puerto y el placer de las mujeres. Antes de que empezaran a caer en la inconciencia, cada hembra iba en busca de un cliente a quien ya hubiesen tirado el anzuelo. La madrugada apenas descendía, pero la ebriedad ya se elevaba en los pescadores.

―Véngase conmigo, Ricardo, sabe que tengo lo bueno para usted.

― Yo… siempre voy… con lo bueno…― Venga papi, que ya eres macho calado.― Vamos sirena… te voy a… atrapar…

Los borrachos salían sin prisa de la cantina acompañados de su respectiva prostituta. En una calleja oscura o en un cuartucho sucio, las parejas de cliente y servidora cumplían el contrato de los cuer-pos. En ebriedad, Ricardo no controlaba sus dientes ni sus manos; ante un hombre como él, no eran fingi-dos los jadeos que dejaba escapar su compañera. Tras expirar el tiempo del encuentro, ella lo ayudaba a vestirse, le compartía un cigarro y lo encaminaba hacia su casa en medio de la madrugada. El escándalo siempre despertaba a Irene, quien envuelta en un resignado silencio ayudaba a Ricardo a caer en el sueño. Había pasado media mañana cuando Ricardo se levantó y pidió de desayunar; con fingido malhu-mor Irene se puso a servirle. Los días de resaca hundían a ambos en un tácito silencio donde se ocul-taban reclamos.

La compañía pesquera contrató a más personal para su viaje, iban a hacer más días que de costumbre. El buque saldría antes del mediodía. Irene y Ricardo se entregaron esa mañana antes de la partida de él hacia altamar. La preocupación por el ligero retraso en su período se esfumó entre los brazos de él, su ansiedad se apaciguó como una tormenta.

―Volveré en unos días, mi cielo.―Cuídate mucho, Ricardo. Un abandono parecía habitar el astillero. El ajetreo de Arón y de alguno que otro ayudante mante-nían el ambiente de trabajo. Irene llegaba con la noche, cuando el reparador de botes quedaba solo. Ella se dejaba maltratar con las manos ásperas que le lijaban la piel. Sucia de aserrín y barnices, ella volvía

a su casa por la madrugada; pocas veces amanecía junto al carpintero. Con la excusa de tener encargos que entregar al día siguiente prefería estar en su casa para recibir el día; aprovechaba la oscuridad para que no la vieran salir del astillero, aunque en el puerto los rumores son como la sal en el mar.

― Nos vemos mañana.― Hay algo que debes saber, Irene. Me voy del puerto en un par de días.― ¿Por qué, Arón?― Me ofrecieron trabajo en la ciudad y quiero tomar-lo. Creo que es lo mejor.― ¿Y yo?, ya no podré verte.― Tienes a tu esposo; además seguramente llegará otro encargado del astillero.― ¿Entonces mañana ya no estarás?― Si quieres puedes venir.

En la última noche, Irene y Arón despertaron juntos al nacer el día. Unos nubarrones oscuros reves-tían el cielo; la lluvia dejaba caer sus primeras gotas humedeciendo el viento. Panes de coco y huevos con tocino fue el desayuno que compartieron; el café caliente les ayudaba a combatir el viento que se torna-ba más frío. El aguacero arreció con rapidez, y como amenazaba volverse más violento, Irene se despidió de él con besos tibios y atravesó la lluvia hasta llegar a casa. Una vez guarecida, se despojó de sus ropas empapadas, tomó un baño y se recostó, olvidándose en los rugidos de la lluvia convertida en tormenta. Los truenos que partían el cielo le hicieron recordar a Ricardo; se inquietó por el hecho de saberlo en altamar y la preocupación le erizó el cuerpo. Pensan-do en él cayó dormida. La centella de un trueno la despertó; asomándose por el umbral vio muros de agua que ascendían del mar al cielo oscuro y revuelto de relámpagos; el viento aullaba lastimando sus oídos. La corriente eléctrica se había cortado mientras

dormía; con veladoras combatió la penumbra. Iba y venía de un lado a otro como un pez atrapado en una estrecha pecera. El agua entró en la casa sin poder evitarlo; levantó del suelo lo que pudiese mojarse y guardó lo que podía donde mejor se protegieran las cosas. Sin poder hacer más, Irene se mecía en su hamaca; suspendida por los hilos y en el vaivén de su balanceo extrañó a Ricardo. Arrullada por el viento, la tormenta, al ritmo de la hamaca, volvió a dormir.

Su casa estaba invadida por el agua cuando despertó al siguiente día. Tendió ropas, zapatos y mantas que por descuido el agua empapó; la calidez solar aún era tierna. El océano había olvidado su bravura y parecía un animal en reposo. Irene se dedicó a secar los suelos con jergas y trapeadores, comprobó el retorno de la energía al encender la radio y aprovechó limpiar también la nevera. Entre bolero y bolero se anunciaban noticias sobre el clima y los efectos de la tormenta pasada. Después de una canción de amor sin corresponder, mientras Irene embolsaba la basura de la nevera, informaron sobre el hundimiento del buque de la compañía pesquera. Decían que durante la tormenta la comunicación se había interrumpido; una avioneta de la misma empre-sa desde muy temprano salió en su búsqueda, siguió las últimas coordenadas recibidas desde el buque. No hallaron nada. Un frío descendió por la espalda de Irene dejándola inmóvil; apenas escuchaba el mur-murar de la marea; una mano descendió a su vientre amenazado por los cólicos de su período, en la otra aún sostenía los peces podridos.

¿Por qué leer ciencia ficción? Esta pregunta se me presentó cuando preparaba una clase sobre este género para el curso de historia de la literatura que impartí en un bachillerato. ¿Cuál es el punto de dedi-carle nuestra atención a historias que sabemos que no son reales? A partir de aquella clase preparé una presentación que después evolucionó en conferencia y que he estado retrabajando una y otra vez desde hace poco más de un año. Aquí les ofrezco algunas respuestas.

A la ciencia ficción se le ha llamado "la literatura de las ideas". No es porque no existan ideas en toda la literatura, claro está, pero en este género tienen un papel central. Es decir, si en otras formas de creación predominan elementos como el manejo del lenguaje prosístico, la psicología de los personajes, la repre-sentación de la realidad social o la experimentación con la estructura narrativa; en la ciencia ficción las ideas se encuentran al centro.

Esto no significa que aquellos otros elementos queden necesariamente descuidados (no lo están en

los mejores autores), aunque es cierto que en mucha de la ciencia ficción clásica sucede. Isaac Asimov es un ejemplo primordial, pues sus personajes suelen ser planos y la estructura de sus cuentos muy linea-les. Sucede que la especulación, la exploración de conceptos variados, los experimentos mentales, la creación de mundos, las alegorías sobre la realidad presente y el afán de llevar premisas hasta sus últimas consecuencias, por lo general tienen un mayor peso que lo demás. Por lo tanto, la ciencia ficción es literatura que hace pensar, que desencade-na reflexiones y cavilaciones que pueden ser el inicio de un viaje o incluso una revolución de la propia mente. Es cierto que toda la gran literatura (y todo el gran arte) puede hacer esto, pero en la ciencia ficción es precisamente su punto fuerte.

Mucho se discute sobre el origen de la ciencia ficción y cuál puede ostentar el título de LA primera obra del género, pero lo cierto es que, como todo, ha tenido una lenta evolución desde la mitología y las alegorías filosóficas. En lo personal, considero que no hay ciencia ficción sin ciencia, y que las primeras

obras a las que podemos dar inequívocamente el nombre son aquellas que surgieron en el contexto de la revolución científica, es decir, el siglo XVII. La Nueva Atlántida de Francis Bacon y el Sueño Astro-nómico de Johannes Kepler, como muchísimas obras de ciencia ficción que les siguieron, tenían el propó-sito de presentar y explorar ideas científicas y filosó-ficas.

En esa capacidad para desencadenar el pensamiento reflexivo, creativo y analítico, es donde se nota con mayor fuerza la influencia de la ciencia ficción en la cultura. Dejemos de lado la capacidad predictiva del género: puede ser impresionante cuando un autor adivina qué nuevas tecnologías pueden surgir o cómo éstas impactarán la sociedad, pero vieran ustedes que no muy a menudo los escritores le atinan a lo que predicen, y en realidad poco importa si es así. Obviamente, mucha de la tecnología de la que disfrutamos actualmente existió como mera especu-lación en la literatura durante mucho tiempo, desde la inteligencia artificial hasta los viajes espaciales. Pero más importante es que algunos conceptos útiles para comprender la realidad fueron introducidos al imagi-nario colectivo a través de la ciencia ficción, ya sean en el campo de la tecnología (como la palabra robot, introducida por Karel Capek en una novela de 1920) o en el del lenguaje político (como la neolengua o el doblepensar de George Orwell en 1984).

Pero importa sobre todo que vivimos en un mundo de ciencia ficción, en el que adelantos apenas imagina-dos por algunos visionarios (Arthur C. Clarke descri-bió algo muy parecido a Internet) afectan profunda-mente nuestras vidas a nivel individual y colectivo. Vivimos en un mundo en el que se discute con toda seriedad cómo será posible colonizar Marte y en qué momento ocurrirá la Singularidad (es decir, cuando la inteligencia artificial adquiera conciencia de sí misma). La premisa primordial de toda obra de CF es

¿Qué pasaría si...? Desarrollar la capacidad de imagi-nar escenarios variables y sus consecuencias es vital en un mundo en el que el cambio es constante y lo imposible se va haciendo realidad.

Esas posibilidades no son necesariamente tecnológicas, pueden ser sociales. Las utopías y distopías (formas básicas del género desde el Renacimiento) nos han mostrado los mundos con los que soñamos y las posi-bles realidades a las que tememos. Una de las maestras, Ursula K. Le Guin, imaginó cómo podría funcionar una sociedad anarquista a nivel planetario o una civiliza-ción sin géneros. La ciencia ficción brinda conceptos que estimulan la imaginación y alientan la osadía, poco importa si todos ellos pueden aplicarse al mundo real. Lo trascendente es que nos mantienen pensando,

soñando, imaginando.

La ciencia ficción se ha alimentado de los conoci-mientos científicos disponibles en tiempos de cada

autor, pero también han inspirado a muchos futuros científicos, pues no han sido pocos de ellos los que han

crecido leyendo el género. Konstantin Tsiolkovski, el padre de los cohetes modernos, fue siempre un declara-do fan de Julio Verne. Carl Sagan, el mayor divulgador del siglo XX, siempre mencionó el impacto que las novelas de John Carter de Marte tuvieron en su imagi-nación infantil, dirigiéndolo hacia el estudio de la astronomía.

Los ejemplos de personas que encontraron inspira-ción en la CF son muchísimos, pero me gustaría reparar en un caso espectacular: Star Trek. Estricta-mente hablando, aquí nos salimos del terreno de la literatura, pues se trata de una serie de televisión, si bien fue aclamada por los grandes del género, y en la que colaboraron algunos escritores consagrados. Muchos episodios eran prácticamente muy buenos cuentos de ciencia ficción. Esta serie cuenta entre sus fans a científicos de la talla de Stephen Hawking, quien tuvo la oportunidad de aparecer en un episodio de The Next Generation.

Leonard Nimoy, el famoso Sr. Spock, contaba que a veces científicos profesionales, seguidores de la serie se le acercaban para discutir con él cuestiones complejas, esperando que, como oficial científico del Enterprise, entendiera de estos temas. El actor, por supuesto, no sabía de qué hablaban, pero por amabilidad (y por los lulz) se ponía muy serio y les seguía el juego.

Pero la inspiración va más allá de las ciencias. Nichelle Nichols, quien interpretaba a la oficial de comunicaciones del Enterprise, Nyota Uhura, fue la primera mujer afroamericana en tener un papel prin-cipal en una serie de TV estadounidense. Además, fue la primera en protagonizar un beso interracial en televisión. Eso ya era de por sí inspirador, pero hubo más. La actriz y cantante quiso unirse al movimiento de Martin Luther King quien, resulta, era un gran admirador de Star Trek. King le dijo que no abando-nara la serie, pues su papel era muy importante como símbolo para la lucha por los derechos civiles de las personas negras. Nichols siguió su consejo. Muchos años después, Mae Jemison se convirtió en la prime-ra mujer afroamericana en viajar al espacio, y siem-pre citó a Uhura como su primera inspiración.

Hay un botón de muestra más que quisiera presentar-les. No hace mucho, el escritor británico Neil Gaiman viajó a China para asistir a la primera convención de ciencia ficción en la historia de este país. Durante muchos años la ciencia ficción había sido vista con malos ojos por el gobierno comunista chino como un género potencialmente subversivo, y Gaiman lo sabía, de modo que se acercó a un funcio-nario y le preguntó a qué se debía que el gobierno ahora se había decidido no sólo a permitir una convención, sino a organizarla.

El funcionario respondió que los chinos eran muy buenos para copiar la tecnología de otros países. La veían, la analizaban y podían producirla a mucho

menor precio. Pero no eran buenos innovando. La creatividad original les fallaba mucho. Así que unos años antes habían enviado unos analistas a Silicon Valley y al indagar sobre qué leían los técnicos de las empresas de vanguardia; se toparon con que todos ellos habían sido lectores de ciencia ficción en la infancia. El gobierno chino ahora quería preparar generaciones capaces de innovar, y para ello empe-zaba a impulsar la lectura de ciencia ficción entre los niños y los jóvenes.

Doy una razón más para tomarse la ciencia ficción en serio. En 1959 el científico y novelista C.P. Snow advirtió que uno de los grandes problemas de la civilización occidental contemporánea es que la vida intelectual se encontraba dividida en dos culturas: la científica y la de las humanidades, muchas veces ininteligibles entre sí, que se miran con desdén o desconfianza. Pues bien, la ciencia ficción puede ser uno de los puntos de encuentro entre ambas culturas, ya que desde siempre ha sido el territorio de literatos apasionados por la ciencia, de científicos apasiona-dos por la literatura y de los lectores apasionados por ambas. La ciencia ficción puede ser una herramienta para acercar estas dos tradiciones que han estado divergiendo en los últimos siglos.

Pero más allá de todas estas razones prácticas, quizá lo más importante de la ciencia ficción es que es asombrosa. Es una fuente inagotable de maravillas, de ensueños y fantasías. Es un tipo de literatura que hace soñar, viajar y disfrutar de la lectura. Sobre todo, las grandes obras de ciencia ficción son en sí mismas grandes obras de la literatura, punto. Valgan las anteriores reflexiones como introducción a este espacio, en el que conversaremos sobre cien-cia ficción, los géneros fantásticos y la cultura pop en general. ¡Les doy la bienvenida!

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Entre la vida y el papel

Por Yobaín Vázquez Bailón

Ilustraciones de alonso gordillo

2 4 S í n d r o m e d e p a p e l e r a

Entre la vida y el papel

Page 27: Memorias de nómada numero 4

Peor que no ser lector: ser un anti-lector.

Hay gente que nunca ha podido leer un libro por razones que van desde la desidia hasta el analfabe-tismo. No hay problema, a los primeros se les puede convencer y a los segundos alfabetizar. Pero hay otro tipo de personas que se precian, se enorgullecen y hasta cacarean no haber abierto un libro en toda su vida. Lo peor es que uno de sus motivos para despreciar la lectura es porque no le asignan un valor a esa actividad que les puede robar aproxima-damente 20 minutos al día (si es que deciden hacer caso a esos infames promocionales de lectura). Estos anti-lectores prefieren el cine o la televisión porque, claro, un libro nunca les proporcionará entretenimiento. Son además los que impulsan un conjunto de ideas erróneas sobre la lectura. David Toscana lo sabe expresar muy bien en el libro El último lector: “Si acerco las manos al fuego […], me quemo; si me encajo un cuchillo, sangro; si bebo tequila, me emborracho; pero un libro no me hace nada, salvo que me lo arrojes en la cara”. Esos son los anti-lectores: una punta de ignorantes.

Los libros inciden en el comportamiento humano más de los que muchos pueden imaginar. De acuerdo con la encuesta Religion and Atheism Index, el 57% de la población en el mundo es creyente de alguna religión; pues bien, al menos las tres religiones más importantes se basan en un libro. Esos libros religiosos cuentan historias cosmogóni-cas, fábulas ejemplificadoras y poemas estimulan-tes; cuando no ofrecen consejos, legislan la vida pública y privada, entre otras cosas. El 57% de la población mundial debería ser atenta masa lectora y paladines del libro, porque al menos en uno de ellos ha encontrado que no se puede ser solamente

humano, sino que es mejor convertirse en humano lector. El problema es que hay cristianos que nunca han leído la Biblia y musulmanes que leen exclusivamente el Corán. Los judíos tal vez se salven de estas generalizaciones imprudentes. El punto al que quiero llegar es que la religión demuestra el deseo que tiene la humanidad para dejarse embelesar por las palabras: creerlas, malin-terpretarlas, hacerlas ley, desafiarlas, profanarlas… La lectura no es, entonces, una actividad que parali-za y hace pasar el tiempo tediosamente; todo lo contrario: pone al lector en movimiento y al tiempo de cabeza. Vuelvo a citar a David Toscana: “creen en la novelas de la Biblia, en resucitados, ángeles, botes que cargan con toda la fauna, infierno y paraí-so, el sol que se detiene, serpientes parlanchinas y marranos que se lanzan por un barranco, ángeles, demonios, crucificados y tantas cosas que nadie ha visto ni verá más que a través de las palabras; entonces no me explico […] por qué piensan que hay un abismo entre la vida y el papel”. Creer o no creer en lo que cuenta un libro es un falso dilema, toda composición literaria y todo ejercicio de escri-tura conlleva un engaño al lector. Es un engañar para cautivar.No hay tal abismo entre la vida y el papel: hay un puente.

Pobre del anti-lector que se priva de una buena lectura. Nunca sabrá en qué momento le pudo haber sido útil hojear el Quijote. Va a ignorar por toda la eternidad lo que es la prosa de Dostoievski. Se mar-chitará sin haberle encontrado sentido a las novelas de Joyce. A lo mejor no se perdió de mucho: una montaña de best-sellers policiacos y una carreta de libros de auto superación. Quizá pudo descubrir a García Márquez y ponerlo a dialogar con Paulo

Coelho. Sus neuronas pudieron haber hecho millo-nes de sinapsis más tan solo con revisar cualquier novela de Del Paso. Pudo presumir de leer a Isabel Allende aunque sus neuronas murieran peor que si hubiera consumido la droga más podero-sa. ¿Acaso un cuento de Borges le habría hecho reflexionar o uno de Stephen King hacer que se emocione? ¿Cómo saberlo? Nunca le dio importan-cia a la lectura. El anti-lector se parece a un anti-ma-temático: “¿para qué me han de servir las ecuacio-nes?”; y se asemeja a un anti-historiador: “¿para qué recordar cosas del pasado?”. El anti-lector es, ante todo, un ser pragmático y tal como menciona Tosca-na en su novela, si un libro no le causa un efecto inmediato, no sirve. Ojalá que leer a Tolstoi previniera la calvicie: hoy tendríamos miles de expertos y melenudos tolstoya-nos.Para este siglo de premuras, la gran desventaja de la lectura es que sus efectos no son inmediatos y regu-larmente no se visibilizan externamente. Un buen lector, al terminar un libro, suspira hondamente. Nadie sospecha, ni siquiera ese lector, las revolucio-nes que empiezan a gestarse en su interior. No son

pocos los científicos que eligieron esa profesión por lecturas tempranas de ciencia ficción. Y qué sería de la juventud sin lecturas precoces de Nietzsche o Camus. Me imagino que los pornógrafos se inicia-ron por el Marqués de Sade u otra lectura erótica. De nuevo, es algo que no sé con certeza, pero claramen-te los libros no entran por un ojo y salen por el otro. Siempre dejan algo en el lector: una palabra nueva, información desconocida, un modo nuevo de ver lo cotidiano, un concepto rimbombante, una idea descabellada, un cliché, un razonamiento que desa-fía el sentido común, un prejuicio, un estereotipo…

El lector mete la nariz en su libro: el libro mete la nariz en su lector. Los habitantes del siglo XIX lo fueron en la medida que leyeron a Freud, Darwin, Marx, Dickens, Stevenson y otros. El pensamiento y la imaginación de ese tiempo fueron labrados por libros que sacudieron bases dogmáticas y despeja-ron la ceguera del mundo en que vivían. Esos libros eran la continuación de una larga tradición literaria y filosófica en la que se vertía conocimiento y espe-culaciones, argumentos y contraargumentos, dimes y diretes: la esencia humana a fin de cuentas. ¿Qué tipo de habitantes tiene el siglo XXI si la lectura es desdeñada a menos que se limite a 140 caracteres o sean frases motivacionales debajo de una foto con muchos filtros?

Hoy más que nunca hace falta una misión evangeli-zadora de la lectura. Llevar libros donde los anti-lectores pululan. Lo dice bien David Toscana en su novela: “así como el agua hace más falta en el desierto y la medicina en la enfermedad, los libros son indispensables donde nadie lee”. México lo necesita en toda su vastedad territorial: allí donde los pobres no pueden comprar bellísimos, placente-

rísimos y carísimos libros; así como donde se pudren los ricos y corruptos en casas blancas que valen millones pero no tienen bibliotecas, o si las tienen son ornamentales. Y si ya hay libros, pues a desempolvarlos y promocionarlos: la lectura con seducción entra. Y si ya hay lectores, pues a desper-tarlos, no necesitamos ratas de biblioteca ni tímidos tras los libros; se necesitan —urgen— escandalo-sos y parlanchines promotores de lectura. Uno nunca sabe si recomendando a Julio Verne alguien quiera dar la vuelta al mundo en ochenta días. O si recomendar el Popol Vuh alguien manifieste interés por la cultura maya. A lo mejor leer a Juan Rulfo alguna vez nos salve la vida. Yo tengo una frase que pienso soltar el día que me tope con un ave de mal agüero: “¡Diles que no me maten!” Con suerte tenga más posibilidades de sobrevivir que el protagonista de ese cuento. Peor que un anti-lector: ser un lector muerto.

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Peor que no ser lector: ser un anti-lector.

Hay gente que nunca ha podido leer un libro por razones que van desde la desidia hasta el analfabe-tismo. No hay problema, a los primeros se les puede convencer y a los segundos alfabetizar. Pero hay otro tipo de personas que se precian, se enorgullecen y hasta cacarean no haber abierto un libro en toda su vida. Lo peor es que uno de sus motivos para despreciar la lectura es porque no le asignan un valor a esa actividad que les puede robar aproxima-damente 20 minutos al día (si es que deciden hacer caso a esos infames promocionales de lectura). Estos anti-lectores prefieren el cine o la televisión porque, claro, un libro nunca les proporcionará entretenimiento. Son además los que impulsan un conjunto de ideas erróneas sobre la lectura. David Toscana lo sabe expresar muy bien en el libro El último lector: “Si acerco las manos al fuego […], me quemo; si me encajo un cuchillo, sangro; si bebo tequila, me emborracho; pero un libro no me hace nada, salvo que me lo arrojes en la cara”. Esos son los anti-lectores: una punta de ignorantes.

Los libros inciden en el comportamiento humano más de los que muchos pueden imaginar. De acuerdo con la encuesta Religion and Atheism Index, el 57% de la población en el mundo es creyente de alguna religión; pues bien, al menos las tres religiones más importantes se basan en un libro. Esos libros religiosos cuentan historias cosmogóni-cas, fábulas ejemplificadoras y poemas estimulan-tes; cuando no ofrecen consejos, legislan la vida pública y privada, entre otras cosas. El 57% de la población mundial debería ser atenta masa lectora y paladines del libro, porque al menos en uno de ellos ha encontrado que no se puede ser solamente

humano, sino que es mejor convertirse en humano lector. El problema es que hay cristianos que nunca han leído la Biblia y musulmanes que leen exclusivamente el Corán. Los judíos tal vez se salven de estas generalizaciones imprudentes. El punto al que quiero llegar es que la religión demuestra el deseo que tiene la humanidad para dejarse embelesar por las palabras: creerlas, malin-terpretarlas, hacerlas ley, desafiarlas, profanarlas… La lectura no es, entonces, una actividad que parali-za y hace pasar el tiempo tediosamente; todo lo contrario: pone al lector en movimiento y al tiempo de cabeza. Vuelvo a citar a David Toscana: “creen en la novelas de la Biblia, en resucitados, ángeles, botes que cargan con toda la fauna, infierno y paraí-so, el sol que se detiene, serpientes parlanchinas y marranos que se lanzan por un barranco, ángeles, demonios, crucificados y tantas cosas que nadie ha visto ni verá más que a través de las palabras; entonces no me explico […] por qué piensan que hay un abismo entre la vida y el papel”. Creer o no creer en lo que cuenta un libro es un falso dilema, toda composición literaria y todo ejercicio de escri-tura conlleva un engaño al lector. Es un engañar para cautivar.No hay tal abismo entre la vida y el papel: hay un puente.

Pobre del anti-lector que se priva de una buena lectura. Nunca sabrá en qué momento le pudo haber sido útil hojear el Quijote. Va a ignorar por toda la eternidad lo que es la prosa de Dostoievski. Se mar-chitará sin haberle encontrado sentido a las novelas de Joyce. A lo mejor no se perdió de mucho: una montaña de best-sellers policiacos y una carreta de libros de auto superación. Quizá pudo descubrir a García Márquez y ponerlo a dialogar con Paulo

Coelho. Sus neuronas pudieron haber hecho millo-nes de sinapsis más tan solo con revisar cualquier novela de Del Paso. Pudo presumir de leer a Isabel Allende aunque sus neuronas murieran peor que si hubiera consumido la droga más podero-sa. ¿Acaso un cuento de Borges le habría hecho reflexionar o uno de Stephen King hacer que se emocione? ¿Cómo saberlo? Nunca le dio importan-cia a la lectura. El anti-lector se parece a un anti-ma-temático: “¿para qué me han de servir las ecuacio-nes?”; y se asemeja a un anti-historiador: “¿para qué recordar cosas del pasado?”. El anti-lector es, ante todo, un ser pragmático y tal como menciona Tosca-na en su novela, si un libro no le causa un efecto inmediato, no sirve. Ojalá que leer a Tolstoi previniera la calvicie: hoy tendríamos miles de expertos y melenudos tolstoya-nos.Para este siglo de premuras, la gran desventaja de la lectura es que sus efectos no son inmediatos y regu-larmente no se visibilizan externamente. Un buen lector, al terminar un libro, suspira hondamente. Nadie sospecha, ni siquiera ese lector, las revolucio-nes que empiezan a gestarse en su interior. No son

pocos los científicos que eligieron esa profesión por lecturas tempranas de ciencia ficción. Y qué sería de la juventud sin lecturas precoces de Nietzsche o Camus. Me imagino que los pornógrafos se inicia-ron por el Marqués de Sade u otra lectura erótica. De nuevo, es algo que no sé con certeza, pero claramen-te los libros no entran por un ojo y salen por el otro. Siempre dejan algo en el lector: una palabra nueva, información desconocida, un modo nuevo de ver lo cotidiano, un concepto rimbombante, una idea descabellada, un cliché, un razonamiento que desa-fía el sentido común, un prejuicio, un estereotipo…

El lector mete la nariz en su libro: el libro mete la nariz en su lector. Los habitantes del siglo XIX lo fueron en la medida que leyeron a Freud, Darwin, Marx, Dickens, Stevenson y otros. El pensamiento y la imaginación de ese tiempo fueron labrados por libros que sacudieron bases dogmáticas y despeja-ron la ceguera del mundo en que vivían. Esos libros eran la continuación de una larga tradición literaria y filosófica en la que se vertía conocimiento y espe-culaciones, argumentos y contraargumentos, dimes y diretes: la esencia humana a fin de cuentas. ¿Qué tipo de habitantes tiene el siglo XXI si la lectura es desdeñada a menos que se limite a 140 caracteres o sean frases motivacionales debajo de una foto con muchos filtros?

Hoy más que nunca hace falta una misión evangeli-zadora de la lectura. Llevar libros donde los anti-lectores pululan. Lo dice bien David Toscana en su novela: “así como el agua hace más falta en el desierto y la medicina en la enfermedad, los libros son indispensables donde nadie lee”. México lo necesita en toda su vastedad territorial: allí donde los pobres no pueden comprar bellísimos, placente-

rísimos y carísimos libros; así como donde se pudren los ricos y corruptos en casas blancas que valen millones pero no tienen bibliotecas, o si las tienen son ornamentales. Y si ya hay libros, pues a desempolvarlos y promocionarlos: la lectura con seducción entra. Y si ya hay lectores, pues a desper-tarlos, no necesitamos ratas de biblioteca ni tímidos tras los libros; se necesitan —urgen— escandalo-sos y parlanchines promotores de lectura. Uno nunca sabe si recomendando a Julio Verne alguien quiera dar la vuelta al mundo en ochenta días. O si recomendar el Popol Vuh alguien manifieste interés por la cultura maya. A lo mejor leer a Juan Rulfo alguna vez nos salve la vida. Yo tengo una frase que pienso soltar el día que me tope con un ave de mal agüero: “¡Diles que no me maten!” Con suerte tenga más posibilidades de sobrevivir que el protagonista de ese cuento. Peor que un anti-lector: ser un lector muerto.

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Peor que no ser lector: ser un anti-lector.

Hay gente que nunca ha podido leer un libro por razones que van desde la desidia hasta el analfabe-tismo. No hay problema, a los primeros se les puede convencer y a los segundos alfabetizar. Pero hay otro tipo de personas que se precian, se enorgullecen y hasta cacarean no haber abierto un libro en toda su vida. Lo peor es que uno de sus motivos para despreciar la lectura es porque no le asignan un valor a esa actividad que les puede robar aproxima-damente 20 minutos al día (si es que deciden hacer caso a esos infames promocionales de lectura). Estos anti-lectores prefieren el cine o la televisión porque, claro, un libro nunca les proporcionará entretenimiento. Son además los que impulsan un conjunto de ideas erróneas sobre la lectura. David Toscana lo sabe expresar muy bien en el libro El último lector: “Si acerco las manos al fuego […], me quemo; si me encajo un cuchillo, sangro; si bebo tequila, me emborracho; pero un libro no me hace nada, salvo que me lo arrojes en la cara”. Esos son los anti-lectores: una punta de ignorantes.

Los libros inciden en el comportamiento humano más de los que muchos pueden imaginar. De acuerdo con la encuesta Religion and Atheism Index, el 57% de la población en el mundo es creyente de alguna religión; pues bien, al menos las tres religiones más importantes se basan en un libro. Esos libros religiosos cuentan historias cosmogóni-cas, fábulas ejemplificadoras y poemas estimulan-tes; cuando no ofrecen consejos, legislan la vida pública y privada, entre otras cosas. El 57% de la población mundial debería ser atenta masa lectora y paladines del libro, porque al menos en uno de ellos ha encontrado que no se puede ser solamente

humano, sino que es mejor convertirse en humano lector. El problema es que hay cristianos que nunca han leído la Biblia y musulmanes que leen exclusivamente el Corán. Los judíos tal vez se salven de estas generalizaciones imprudentes. El punto al que quiero llegar es que la religión demuestra el deseo que tiene la humanidad para dejarse embelesar por las palabras: creerlas, malin-terpretarlas, hacerlas ley, desafiarlas, profanarlas… La lectura no es, entonces, una actividad que parali-za y hace pasar el tiempo tediosamente; todo lo contrario: pone al lector en movimiento y al tiempo de cabeza. Vuelvo a citar a David Toscana: “creen en la novelas de la Biblia, en resucitados, ángeles, botes que cargan con toda la fauna, infierno y paraí-so, el sol que se detiene, serpientes parlanchinas y marranos que se lanzan por un barranco, ángeles, demonios, crucificados y tantas cosas que nadie ha visto ni verá más que a través de las palabras; entonces no me explico […] por qué piensan que hay un abismo entre la vida y el papel”. Creer o no creer en lo que cuenta un libro es un falso dilema, toda composición literaria y todo ejercicio de escri-tura conlleva un engaño al lector. Es un engañar para cautivar.No hay tal abismo entre la vida y el papel: hay un puente.

Pobre del anti-lector que se priva de una buena lectura. Nunca sabrá en qué momento le pudo haber sido útil hojear el Quijote. Va a ignorar por toda la eternidad lo que es la prosa de Dostoievski. Se mar-chitará sin haberle encontrado sentido a las novelas de Joyce. A lo mejor no se perdió de mucho: una montaña de best-sellers policiacos y una carreta de libros de auto superación. Quizá pudo descubrir a García Márquez y ponerlo a dialogar con Paulo

Coelho. Sus neuronas pudieron haber hecho millo-nes de sinapsis más tan solo con revisar cualquier novela de Del Paso. Pudo presumir de leer a Isabel Allende aunque sus neuronas murieran peor que si hubiera consumido la droga más podero-sa. ¿Acaso un cuento de Borges le habría hecho reflexionar o uno de Stephen King hacer que se emocione? ¿Cómo saberlo? Nunca le dio importan-cia a la lectura. El anti-lector se parece a un anti-ma-temático: “¿para qué me han de servir las ecuacio-nes?”; y se asemeja a un anti-historiador: “¿para qué recordar cosas del pasado?”. El anti-lector es, ante todo, un ser pragmático y tal como menciona Tosca-na en su novela, si un libro no le causa un efecto inmediato, no sirve. Ojalá que leer a Tolstoi previniera la calvicie: hoy tendríamos miles de expertos y melenudos tolstoya-nos.Para este siglo de premuras, la gran desventaja de la lectura es que sus efectos no son inmediatos y regu-larmente no se visibilizan externamente. Un buen lector, al terminar un libro, suspira hondamente. Nadie sospecha, ni siquiera ese lector, las revolucio-nes que empiezan a gestarse en su interior. No son

pocos los científicos que eligieron esa profesión por lecturas tempranas de ciencia ficción. Y qué sería de la juventud sin lecturas precoces de Nietzsche o Camus. Me imagino que los pornógrafos se inicia-ron por el Marqués de Sade u otra lectura erótica. De nuevo, es algo que no sé con certeza, pero claramen-te los libros no entran por un ojo y salen por el otro. Siempre dejan algo en el lector: una palabra nueva, información desconocida, un modo nuevo de ver lo cotidiano, un concepto rimbombante, una idea descabellada, un cliché, un razonamiento que desa-fía el sentido común, un prejuicio, un estereotipo…

El lector mete la nariz en su libro: el libro mete la nariz en su lector. Los habitantes del siglo XIX lo fueron en la medida que leyeron a Freud, Darwin, Marx, Dickens, Stevenson y otros. El pensamiento y la imaginación de ese tiempo fueron labrados por libros que sacudieron bases dogmáticas y despeja-ron la ceguera del mundo en que vivían. Esos libros eran la continuación de una larga tradición literaria y filosófica en la que se vertía conocimiento y espe-culaciones, argumentos y contraargumentos, dimes y diretes: la esencia humana a fin de cuentas. ¿Qué tipo de habitantes tiene el siglo XXI si la lectura es desdeñada a menos que se limite a 140 caracteres o sean frases motivacionales debajo de una foto con muchos filtros?

Hoy más que nunca hace falta una misión evangeli-zadora de la lectura. Llevar libros donde los anti-lectores pululan. Lo dice bien David Toscana en su novela: “así como el agua hace más falta en el desierto y la medicina en la enfermedad, los libros son indispensables donde nadie lee”. México lo necesita en toda su vastedad territorial: allí donde los pobres no pueden comprar bellísimos, placente-

rísimos y carísimos libros; así como donde se pudren los ricos y corruptos en casas blancas que valen millones pero no tienen bibliotecas, o si las tienen son ornamentales. Y si ya hay libros, pues a desempolvarlos y promocionarlos: la lectura con seducción entra. Y si ya hay lectores, pues a desper-tarlos, no necesitamos ratas de biblioteca ni tímidos tras los libros; se necesitan —urgen— escandalo-sos y parlanchines promotores de lectura. Uno nunca sabe si recomendando a Julio Verne alguien quiera dar la vuelta al mundo en ochenta días. O si recomendar el Popol Vuh alguien manifieste interés por la cultura maya. A lo mejor leer a Juan Rulfo alguna vez nos salve la vida. Yo tengo una frase que pienso soltar el día que me tope con un ave de mal agüero: “¡Diles que no me maten!” Con suerte tenga más posibilidades de sobrevivir que el protagonista de ese cuento. Peor que un anti-lector: ser un lector muerto.

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P o r K a t i a R e j ó n y J e s ú s C á m a r a

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P a r a l e e r e n l a w e bw w w . m e m o r i a s d e n o m a d a . c o m

E s c a n e a l o s c o d i g o s Q R c o n t u c e l u l a r p a r a a c c e d e r a l c o n t e n i d o

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