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ALESSANDRO MANZONI Los novios

Manzoni Alessandro - Los Novios

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Considerado después de Dante como el escritor italiano más importante, Manzoni nos entrega una historia notable.

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ALESSANDRO MANZONI Los novios INTRODUCCIN La Historia puede ser considerada como una guerra contra el tiempo, pues hace revivir los olvidados hechos del pasado. Pero los historiadores son cual soldados que capturan nicamente los trofeos ms llamativos y superficiales: empresas guerreras, e intrigas polticas. Yo, en cambio, narrar hechos ocurridos a gentes sencillas, no por eso menos memorables. Mi relato ser como una representacin teatral en cuya escena dominar el mal, aunque habr tambin ejemplos de sublime bondad. Tales hechos acontecieron en mi pas, que se halla gobernado por el rey de Espaa (sol rodeado de sus ministros, iluminados cual astros por su luz) de modo tan perfecto que no podra encontrarse otra explicacin para este triunfo del mal, sino las artes del demonio. Al contar mi historia sucedida cuando yo era joven, callar los linajes de las personas ilustres que intervinieron en ella, y los lugares donde tuvo lugar, pero estas omisiones nada restarn a la verdad del relato por ser puramente circunstanciales Esta reflexin dubitativa, nacida ante el penoso esfuerzo de descifrar un garabato que vena despus de accidentes, me hizo suspender la transcripcin, y pensar ms seriamente en lo que convena hacer. Bien es cierto, deca para mis adentros, hojeando el manuscrito, bien es cierto que esta granizada de conceptillos y de figuras no contina con la misma profusin en toda la obra. El buen seiscentista ha querido dar al principio una muestra de su vala; pero luego, en el curso de la narracin, y a veces durante largos trechos, el estilo camina mucho ms natural y ms llano. S, pero qu adocenado!, qu descuidado!, qu incorrecto! Idiotismos lombardos a espuertas, frases hechas fuera de lugar, gramtica arbitraria, perodos deslavazados. Y luego, alguna que otra elegancia espaola aqu y all; y adems, lo que es peor, en los lugares ms terribles y lastimosos de la historia, en cualquier ocasin capaz de suscitar asombro, o de hacer pensar, en todos los pasajes, en suma, que requieren, s, un poco de retrica, pero retrica discreta, fina, de buen gusto, el buen hombre no deja nunca de emplear la suya del proemio. Y entonces mezclando con una habilidad admirable las cualidades ms contrapuestas, consigue resultar burdo y a la vez afectado, en una misma pgina, en un mismo perodo, en un mismo vocablo. He aqu declamaciones ampulosas, compuestas a fuerza de solecismos pedestres, y por doquier esa torpeza ambiciosa, que es el carcter propio de los escritores de aquel siglo, en este pas. Verdaderamente, no es algo que pueda presentarse a los lectores de hoy: demasiado escarmentados, demasiado hastiados de ese gnero de extravagancias. Menos mal que la feliz idea se me ha ocurrido al comienzo de este desdichado trabajo: y me lavo las manos. Sin embargo, al ir a cerrar el cartapacio, para volverlo a su sitio, me saba mal que una historia tan hermosa hubiese de permanecer, a pesar de ello, desconocida; porque, como historia, puede que el lector opine otra cosa, pero a m me haba parecido bella, como digo, muy bella. No podra, pens, tomar la serie de los hechos de este manuscrito, y rehacer su estilo? No habindose presentado ninguna objecin razonable, el partido qued tomado al punto. Y he aqu el origen del presente libro, expuesto con una ingenuidad semejante a la importancia del libro mismo. Con todo, algunos de aquellos hechos, ciertas costumbres descritas por nuestro autor, nos haban resultado tan inslitas, tan extraas, por no decir otra cosa, que antes de prestarles crdito, hemos querido interrogar a otros testigos; y nos hemos puesto a rebuscar en las memorias de aquel tiempo, para cerciorarnos de si verdaderamente el mundo caminaba entonces de aquella manera. Tal investigacin disip todas nuestras dudas: a cada paso tropezbamos con hechos semejantes, y ms fuertes an; y, lo que nos pareci decisivo, hemos dado incluso con algunos personajes de quienes, no habiendo tenido nunca noticia alguna salvo en nuestro manuscrito, dudbamos que hubieran existido en realidad. Llegado el caso, citaremos alguno de esos testimonios, para dar crdito a las cosas, a las cuales, por su carcter extraordinario, el lector se sentira tentado a negrselo. Mas, desechando como intolerable el estilo de nuestro autor, qu estilo hemos empleado en su lugar? He aqu el problema. Quienquiera que, sin ser solicitado por nadie, se entromete a rehacer la obra ajena, se expone a dar estricta cuenta de la suya, y contrae en cierto modo esa obligacin: es sta una regla de hecho y de derecho, a la cual no pretendemos de ningn modo sustraernos. Es ms, para acomodarnos de buen grado a ella, nos habamos propuesto dar aqu detallada cuenta del modo de escribir que hemos observado; y con este fin, durante todo el tiempo que ha durado el trabajo, hemos ido tratando de adivinar las crticas posibles e imaginables, con la intencin de rebatirlas todas por anticipado. Y no es en esto en lo que habra estribado la dificultad; ya que (hemos de decirlo en honor a la verdad) no se nos pas por la mente una crtica, que no viniese acompaada por una respuesta triunfante, una de esas respuestas, que, no es que resuelvan las cuestiones, pero s las transforman. A menudo tambin, enzarzando dos crticas entre s, hacamos que se derrotasen la una a la otra; o, examinndolas bien a fondo, cotejndolas atentamente, logrbamos descubrir y demostrar que, siendo tan opuestas en apariencia, eran en realidad de la misma naturaleza, nacan ambas de prestar poca atencin a los hechos y a los principios sobre los cuales el juicio deba fundarse; y una vez juntas, con gran sorpresa suya, juntas las mandbamos a paseo. Nunca hubiera habido autor que probase con igual evidencia haber obrado bien. Pero qu ocurri?, cuando bamos a reunir todas las mencionadas objeciones y respuestas para disponerlas con algn orden, vlgame Dios!, venan a formar un libro. En vista de lo cual, hemos abandonado la idea, por dos razones que el lector sin duda encontrar buenas: la primera, que un libro escrito para justificar otro, o mejor, el estilo de otro, podra parecer una cosa ridcula; la segunda, que de libros basta uno de cada vez, cuando no sobra. CAPTULO I ESE ramal del lago de Como, que tuerce hacia el Medioda, entre dos cadenas ininterrumpidas de montaas, todo l ensenadas y golfos, segn sobresalgan o se internen aqullas, viene, casi repentinamente, a estrechase, y a tomar curso y aspecto de ro, entre un promontorio a la derecha, y un amplio declive al otro lado; y el puente, que all enlaza las dos orillas, parece hacer an ms evidente a la vista esta transformacin, y sealar el punto en el que el lago cesa, y recomienza al Adda, para luego volver a tomar el nombre de lago all donde las riberas, alejndose de nuevo, dejan al agua dilatarse y remansarse en nuevos golfos y ensenadas. El declive, formado por los aluviones de tres grandes torrentes, desciende apoyado en dos montes contiguos, llamado el uno de San Martino, y el otro, con vocablo lombardo, el Resegonei, por sus muchos picachos en fila, que en verdad lo asemejan a una sierra: de tal manera que no hay quien, al verlo por primera vez, siempre que sea de frente, como por ejemplo desde lo alto de las murallas de Miln que miran hacia el norte, no lo distinga al punto, por esa seal, entre aquel largo y vasto macizo, de los otros montes de nombre ms oscuro y forma ms comn. Durante largo trecho, el declive asciende con una pendiente lenta y continua, luego se rompe en lomas y vallecitos, en repechos y explanadas, segn la osamenta de los montes, y el trabajo de las aguas. Su franja extrema, cortada por las desembocaduras de los torrentes, es casi toda ella arenilla y guijarros; el resto, campos y viedos, sembrados de pueblos, de aldeas, de caseros; en alguna parte bosques, que se prolongan montaa arriba. Lecco, la principal de esas poblaciones, y que da nombre al territorio, yace no lejos del puente, a orillas del lago, es ms, viene a hallarse en parte en el lago mismo, cuando ste sube de nivel: una gran villa en nuestros das, y que se encamina a convertirse en ciudad. En los tiempos en que ocurrieron los hechos que vamos a relatar, esta villa, ya considerable, era tambin castillo, y tena por tanto el honor de alojar a un comandante, y la ventaja de poseer una guarnicin estable de soldados espaoles, que les enseaban la modestia a las muchachas y a las mujeres del pueblo, le acariciaban de cuando en cuando las espaldas a algn que otro marido, a algn padre que otro; y, hacia el final del verano, no dejaban nunca de dispersarse por los viedos, para mermar las uvas, y aliviar a los campesinos la fatiga de la vendimia. Entre uno y otro de aquellos pueblos, entre las alturas y la ribera, entre collado y collado, discurran, y discurren an, caminos y veredas, ms o menos empinados, o llanos; a veces hundidos, sepultados entre dos muros, de modo que, alzando la mirada, no descubrs ms que un trozo de cielo y el pico de algn monte; otras veces elevados sobre terraplenes abiertos: y desde aqu la vista se extiende por perspectivas ms o menos amplias, pero ricas siempre y siempre algo nuevas, segn que los distintos puntos abarquen una parte mayor o menor del vasto escenario circundante, y segn que esta parte o la otra campee o quede recortada, asome o desaparezca. Aqu un trozo, all otro, ms all una gran extensin de aquel vasto y variado espejo de agua; en esta parte, lago, encajonado o ms bien perdido en un grupo, en un ir y venir de montaas, y gradualmente ms ensanchado entre otros montes que se van desplegando, uno a uno, ante la mirada, y que el agua refleja invertidos, con los pueblecitos colocados en la orilla; en la otra, brazo de ro, luego lago, despus otra vez ro, que va a perderse en reluciente zigzagueo por entre los montes que lo acompaan, menguando poco a poco, y casi desapareciendo tambin ellos en el horizonte. El lugar mismo desde el que contemplis esos variados espectculos, os convierte en espectculo desde todos los puntos: el monte por cuyas laderas paseis, os despliega, por encima, alrededor, sus cimas y barrancos, ntidos, recortados, cambiantes casi a cada paso, abrindose y curvndose en cadena de picos lo que primero os haba parecido un solo monte, y aparecindoseos en la cima lo que poco antes creais ver en el declive; y lo ameno, lo familiar de esas laderas mitiga agradablemente lo salvaje, y adorna ms an lo magnfico de los otros panoramas. Por una de esas veredas, volva plcidamente de su paseo hacia casa, en el atardecer del da 7 de noviembre del ao 1628, don Abbondio, prroco de uno de los pueblos antes mencionados: ni el nombre de ste, ni el apellido del personaje, se encuentran en el manuscrito, ni en este lugar ni en otro. Rezaba tranquilamente su oficio, y de cuando en cuando, entre un salmo y otro, cerraba el breviario, dejando dentro, como seal, el dedo ndice de la mano derecha, y, juntando luego sta con la otra detrs de la espalda, prosegua su camino, mirando al suelo, y lanzando con un pie contra el muro los guijarros que estorbaban en el sendero: luego alzaba el rostro, y, girando ociosamente los ojos en torno suyo, los fijaba en la parte de un monte, donde la luz del sol ya desaparecido, huyendo por las hendiduras del monte frontero, se dibujaba aqu y all sobre los peascos salientes, como en anchos y desiguales jirones de prpura. Despus de abrir nuevamente el breviario, y de rezar otro trocito, lleg a un recodo del sendero, donde sola levantar siempre los ojos del libro, y mirar ante s; y eso hizo tambin aquel da. Tras el recodo, el camino segua derecho, unos sesenta pasos, y luego se divida en dos veredas, a modo de y griega: la de la derecha suba hacia el monte, y conduca a la parroquia; la otra bajaba por el valle hasta un torrente; y por ese lado el muro llegaba slo a la cintura del caminante. Las paredes internas de las dos veredas, en vez de juntarse haciendo esquina, terminaban en una capillita, en la cual haba pintadas unas figuras alargadas, culebreantes, que acababan en punta, y que, segn la intencin del artista, y a los ojos de los lugareos, queran ser llamas; y entre llama y llama, otras figuras indescriptibles, que queran ser nimas del purgatorio: nimas y llamas de color ladrillo, sobre un fondo parduzco, con algn desconchn aqu y all. El cura, tras dar vuelta al recodo, y dirigiendo, como acostumbraba, su mirada a la capilla, vio una cosa que no se esperaba, y que no hubiera querido ver. Haba dos hombres, uno frente a otro, en la que podra llamarse confluencia de las dos veredas: uno de ellos, a horcajadas sobre el muro bajo, con una pierna colgando por fuera, y el otro pie posado en la calzada; su compaero de pie, apoyado en la tapia, con los brazos cruzados sobre el pecho. El traje, el porte, y lo que, desde el sitio a donde haba llegado el cura, se poda distinguir de su aspecto, no dejaban lugar a duda acerca de su condicin. Llevaban ambos en la cabeza una redecilla verde, que caa sobre el hombro izquierdo, rematada en una gran borla, y de la cual sala sobre la frente un enorme mechn de pelo; dos largos bigotes con las puntas enroscadas hacia arriba; un reluciente cinturn de cuero, con dos pistolas sujetas a l; un cuernecillo lleno de plvora, colgando sobre el pecho, a modo de collar; el mango de un gran cuchillo asomando por el bolsillo de los amplios y fruncidos calzones; un espadn, con una gran guarnicin calada de lminas de cobre, formando una especie de lenguaje cifrado, pulidas y relucientes: a primera vista se daban a conocer como individuos pertenecientes a la especie de los bravos. Esta especie, hoy totalmente extinguida, era entonces sumamente floreciente en Lombarda, y ya muy antigua. Para quien no tuviese noticia de ella, he aqu unos fragmentos autnticos, que le podrn dar alguna acerca de sus caractersticas principales, de los esfuerzos realizados para agostarla, y de su pertinaz y pujante vitalidad. Desde el ocho de abril del ao 1583, el Ilustrsimo y Excelentsimo seor Don Carlos de Aragn, Prncipe de Castelvetrano, Duque de Terranova, Marqus de Avola, Conde de Burgeto, gran Almirante, y gran Condestable de Sicilia, Gobernador de Miln y capitn General de su majestad Catlica en Italia, plenamente informado de la intolerable miseria en que ha vivido y vive esta Ciudad de Miln, a causa de los bravos y vagabundos, publica un bando contra ellos. Declara y determina estar comprendidos en este bando y deber considerarse como vagos y vagabundos... todos aquellos que, ya fueren forasteros o del pas, no tuvieren oficio alguno, o tenindolo, no lo ejercieren... mas, sin salario, o bien con l, apyanse en algn caballero o gentilhombre, oficial o mercader... para le dar proteccin y favor, o verdaderamente, como puede presumirse, para tender insidias a otros... A todos ellos ordena que, en el plazo de seis das, abandonen el pas, intima las galeras a los contumaces, y da a todos los ministros de la justicia las ms sorprendentemente amplias e indefinidas facultades, para la ejecucin de la orden. Pero, al ao siguiente, el doce de abril, enterado dicho seor, de que esta Ciudad hllase todava llena de los dichos bravos... que han vuelto a vivir como antes vivan, no habiendo mudado en nada sus costumbres, ni menguado su nmero, publica otro bando, an ms vigoroso y enrgico, en el cual, entre otras disposiciones, prescribe: Que cualquiera persona, ya fuere de esta Ciudad, o forastera, de quien por dos testigos constare ser tenido, y comnmente reputado por bravo, y poseer tal nombre, aun cuando no se le probare haber cometido delito alguno... por aquesta sola reputacin de bravo, sin ms indicios, pueda por los dichos jueces y por cada uno dellos ser puesto al castigo de la cuerda y al tormento, mediante proceso informativo... y aun cuando no confesare delito alguno, sea con todo llevado a galeras, durante el dicho trienio, por la sola fama y nombre de bravo, como dcese arriba. Todo ello, y lo dems que se omite, porque Su Excelencia est resuelto a ser obedecido por todos. Al escuchar palabras de tan alto seor, tan gallardas y seguras, y acompaadas por tales rdenes, entran grandes deseos de creer que, slo al orlas retumbar, todos los bravos habran desaparecido para siempre. Pero el testimonio de un caballero de no menos autoridad, ni menos dotado de nombres, nos obliga a creer todo lo contrario. Es ste el Ilustrsimo y Excelentsimo Seor Juan Fernnez de Velasco, Condestable de Castilla, Camarero Mayor de su Majestad, Duque de la ciudad de Fras, Conde de Haro y Castelnovo, Seor de la Casa de Velasco, y de la de los Siete Infantes de Lara, Gobernador del Estado de Miln, etc. El 5 de junio del ao 1593, plenamente informado tambin l de cun grande dao y ruina son... los bravos y vagabundos, y del psimo efeto que tal suerte de gente causa contra el bien pblico, y en menoscabo de la justicia, los intima de nuevo a que, en el trmino de seis das, desalojen el territorio, repitiendo poco ms o menos las mismas prescripciones y amenazas de su antecesor. Despus, el 23 de mayo del ao 1598, informado, con no poco desagrado del nimo suyo, de que... cada da ms en aquesta Ciudad y Estado va creciendo el nmero de esos tales (bravos y vagabundos) y dellos noche y da, otra cosa no se oye que heridas alevosamente dadas, homicidios y robos y toda otra clase de delitos, a los cuales entrganse con tanta mayor facilidad, confiando los dichos bravos en ser ayudados por sus amos y protectores,... prescribe de nuevo los mismos remedios, aumentando la dosis, como suele hacerse con las enfermedades obstinadas. Todos, pues, concluye luego, gurdense omnmodamente de contravenir en parte alguna el presente bando, porque, en vez de probar la clemencia de Su Excelencia, probarn su rigor, y su ira... estando resuelto y determinado a que sta sea la ltima y perentoria admonicin. Mas no fue se el parecer del Ilustrsimo y Excelentsimo Seor, el Seor Don Pedro Enrquez de Acevedo, Conde de Fuentes, Capitn, y Gobernador del Estado de Miln; no fue se su parecer, y por buenas razones. Plenamente informado de la miseria en que vive esta Ciudad y Estado por causa del gran nmero de bravos que en ella abundan... y resuelto a extirpar totalmente semilla tan perniciosa, publica, el 5 de diciembre de 1600, un nuevo bando lleno ste tambin de seversimas amenazas, confirme propsito de que, con todo rigor, y sin esperanza de remisin, sean omnmodamente cumplidas. Conviene creer, sin embargo, que no pondra en ello todo el empeo que saba emplear en urdir intrigas, y suscitar enemigos contra su gran enemigo Enrique IV, ya que, por ese lado, la historia deja constancia de cmo consigui armar contra aquel rey al duque de Saboya, a quien hizo perder ms de una ciudad; cmo logr hacer que se conjurara el duque de Biron, a quien hizo perder su cabeza; pero, por lo que se refiere a aquella semilla tan perniciosa de los bravos, lo cierto es que sta segua germinando, el 22 de septiembre del ao 1612. Aquel da el Excelentsimo e Ilustrsimo Seor, el Seor Don Juan de Mendoza, Marqus de la Hinojosa, Gentilhombre, etc., Gobernador, etc., pens seriamente en extirparla. Con ese fin, envi a Pandolfo y Marco Tullio Malatesti, tipgrafos de la Real Casa, el consabido bando, corregido y aumentado, con objeto de que lo imprimiesen para exterminio de los bravos. Pero stos vivieron todava para recibir, el 24 de diciembre del ao 1618, los mismos y redoblados golpes del Ilustrsimo y Excelentsimo Seor, el Seor Don Gmez Surez de Figueroa, Duque de Feria, etc., Gobernador, etc. Mas, no habiendo stos muerto tampoco de ellos, el Ilustrsimo y Excelentsmo Seor, el Seor Gonzalo Fernndez de Crdoba, bajo cuyo gobierno tuvo lugar el paseo de don Abbondio, se haba visto obligado a corregir y publicar nuevamente el consabido bando contra los bravos, el da 5 de octubre de 1627, es decir, un ao, un mes y dos das antes de aquel memorable acontecimiento. Y no fue sta la ltima publicacin; pero nosotros de las sucesivas no creemos necesario hablar, por ser algo que queda fuera del tiempo en el que nuestra historia se desarrolla. Aludiremos tan slo a una del 13 de febrero del ao 1632, en la cual el Ilustrsimo y Excelentsimo Seor, el Duque de Feria, por segunda vez gobernador, nos avisa de que las mayores fechoras provienen de esos que llaman bravos. Lo cual basta para confirmarnos que, en la poca de la que tratamos, segua habiendo, todava, bravos. Que los dos ahora descritos estaban all esperando a alguien, era cosa demasiado evidente; pero lo que ms desagrad a don Abbondio fue tener que percatarse, por ciertas seales, de que el esperado era l. Pues nada ms aparecer, los dos se haban mirado, levantando la cabeza con un movimiento claramente indicador de que ambos haban dicho al unsono: es l; el que estaba a horcajadas se haba levantado, sacando la pierna al camino; el otro se haba apartado del muro; y los dos se dirigan a su encuentro. l, con el breviario todava abierto ante s, como si leyese, empujaba la mirada hacia arriba, para espiar sus movimientos; y, vindolos venir, sin ninguna duda, a su encuentro, le asaltaron de golpe mil ideas. Se pregunt apresuradamente a s mismo, si, entre los bravos y l, haba alguna salida de carril, a derecha o izquierda; y al punto vio que no; hizo un rpido examen de conciencia, para ver si haba pecado contra algn poderoso, contra algn vengativo; pero, tambin ante esta turbacin, el testimonio consolador de su conciencia lo tranquilizaba no poco; los bravos, sin embargo, se acercaban, mirndolo fijamente. Se llev el ndice y el medio de la mano izquierda al collarn, como para ajustrselo; y, girando los dos dedos alrededor del cuello, volva mientras tanto la cabeza hacia atrs, torciendo al tiempo la boca, y mirando con el rabillo del ojo, hasta donde poda, por si llegaba alguien; mas no vio a nadie. Lanz una ojeada, por encima del muro, hacia los campos: nadie; otra ms modesta al camino de enfrente: nadie, salvo los bravos. Qu hacer? De volver atrs, ya no haba tiempo; salir por pies era igual que decir, seguidme, o peor. No pudiendo esquivar el peligro, corri a su encuentro, porque los momentos de aquella incertidumbre eran entonces tan penosos para l, que lo nico que deseaba era abreviarlos. Apresur el paso, rez un versculo en voz alta, compuso el rostro con toda la calma e hilaridad que pudo, se esforz lo imposible por preparar una sonrisa; cuando se hall frente a los dos hombres de bien, dijo mentalmente: ahora es ello; y se par en seco. Seor cura dijo uno de los dos, clavndole los ojos en la cara. Mande vuestra merced? respondi al instante don Abbondio, levantando los suyos del libro, que se le qued abierto de par en par entre las manos, como sobre un atril. Voac tiene intencin prosigui el otro con el aire amenazador e iracundo de quien sorprende a un inferior suyo a punto de cometer una fechora, voac tiene intencin de casar maa na a Renzo Tramaglino y a Luca Mondella! Bueno... respondi, con voz temblorosa, don Abbondio, bueno, vuestras mercedes son hombres de mundo, y saben muy bien cmo se hacen estas cosas. El pobre prroco no cuenta para nada: ellos se lo guisan, y despus... y despus, vienen a nosotros, como se ira a un banco a cobrar dinero; y nosotros,... nosotros somos los servidores del pueblo. Pues bien le dijo el bravo, al odo, pero con tono solemne de mando; esa boda no ha de hacerse, ni maana, ni nunca. Pero, Seores mos replic don Abbondio, con la voz mansa y amable de quien quiere convencer a un impaciente, pero, seores mos, dgnense ponerse en mi lugar. Si la cosa dependiese de m,... bien pueden ver que nada salgo yo ganando... Ea interrumpi el bravo, si el asunto hubiera de decidirse con charlas vuesa merced nos enredara. Nosostros no sabemos, ni queremos saber nada ms. A hombre avisado... ya nos entiende. Pero vuesas mercedes son demasiado justos, demasiados razonables... Pero interrumpi esta vez el otro compinche, que no haba hablado hasta entonces, pero la boda no se har, o... y aqu una buena blasfemia o quien la haga no habr de arrepentirse, porque no tendr tiempo y... otra blasfemia. Chitn intervino el primer orador, el seor cura es un hombre que conoce el mundo; y nosotros somos gente de bien, que no queremos hacerle dao, si es razonable. Seor cura, el ilustrsimo seor don Rodrigo, nuestro amo, le enva un carioso saludo. Este nombre fue, en la mente de don Abbondio, como, en lo ms recio de una tormenta nocturna, un relmpago que ilumina momentnea y confusamente los objetos, y aumenta el terror. Hizo, como por instinto, una profunda reverencia, y dijo: Si pudieran sugerirme... Oh!, sugerirle nosotros a vuesa merced, que sabe latn! volvi a interrumpir el bravo, con una carcajada entre desvergozada y feroz. Eso es cosa suya. Y sobre todo, ni una palabra de este aviso que le hemos dado por su propio bien; de lo contrario... ejem... sera lo mismo que haber celebrado la boda. Vamos, qu se le ha de decir al Ilustrsimo seor don Rodrigo en su nombre? Mis respetos... Expliqese mejor! ... Dispuesto... dispuesto siempre a la obediencia y, al pronunciar estas palabras, no saba ni siquiera l si haca una promesa, o un cumplido. Los bravos las tomaron, o aparentaron tomarlas en el sentido ms serio. Perfectamente, y buenas tardes, seor dijo uno de ellos, disponindose a marcharse con el compaero. Don Abbondio, que pocos momentos antes, hubiera dado un ojo de la cara para esquivarlos, ahora hubiera querido prolongar la conversacin y las negociaciones: Seores... empez a decir, cerrando el libro con ambas manos; pero aqullos, sin prestarle ya atencin, tomaron el camino por donde l haba venido, y se alejaron, cantando una soez coplilla que no quiero repetir. El pobre don Abbondio se qued un momento con la boca abierta, como pasmado; luego tom aqulla de las dos veredas que conduca a su casa, echando a duras penas una pierna tras otra, porque parecan agarrotadas. Cmo estaba por dentro se entender mejor cuando hayamos dicho alguna cosa acerca de su natural, y de los tiempos en que le haba tocado vivir. Don Abbondio (el lector ya se habr percatado de ello) no haba nacido con un corazn de len. Sino que, desde su ms tierna infancia, haba debido comprender que la peor condicin, en aquellos tiempos, era la de un animal sin garras ni colmillos, y que a pesar de ello, no se sintiera inclinado a dejarse devorar. La fuerza de la ley no protega en modo alguno al hombre pacfico, inofensivo, y que no tuviera medios de hacerse temer por los dems. No es que faltasen leyes y penas contra las violencias privadas. Antes bien, las leyes diluviaban; los delitos eran enumerados y detallados, con minuciosa prolijidad; las penas, monstruosamente exorbitantes y, como si no bastase, aumentables, casi en todos los casos, a arbitrio del legislador mismo y de mil ejecutores; los procedimientos penales, concebidos slo para librar al juez de cualquier estorbo que pudiera impedirle pronunciar una condena: los retazos de los bandos contra los bravos que acabamos de citar son una pequea, aunque fiel, muestra de ello. Con todo lo cual, o mejor dicho, a causa de lo cual, en gran medida, aquellos bandos, reproducidos y reforzados de gobierno en gobierno, no servan sino para atestiguar ampulosamente la impotencia de sus autores; o, si producan algn efecto inmediato, era principalmente el de aadir muchas vejaciones a las que ya sufran los pacficos y los dbiles por parte de los perturbadores, y el de acrecentar las violencias y astucias de stos. La impunidad estaba organizada, y tena races que los bandos no tocaban, o no podan arrancar. Tales eran los derechos de asilo, tales los privilegios de ciertas clases, en parte reconocidos por la fuerza legal, en parte tolerados con hostil silencio, o impugnados con vanas protestas, pero sostenidos de hecho y defendidos por aquellas clases, con actividad interesada, y con celoso pundonor. Ahora bien, esta impunidad, amenazada e insultada, mas no destruida por los bandos, deba naturalmente, a cada amenaza, a cada insulto, emplear nuevos esfuerzos y nuevos ardides, para mantenerse. As ocurra, en efecto; y, al aparecer los bandos encaminados a reprimir a los violentos, stos buscaban en su fuerza real nuevos medios ms oportunos para seguir haciendo lo que los bandos prohiban. Aqullos podan, s, estorbar a cada paso, y molestar al hombre pacfico, que careciese de fuerza propia y de proteccin; pues, con el fin de tener en el puo a cada hombre, para prevenir y castigar todo delito, sometan cada movimiento del ciudadano privado a la voluntad arbitraria de toda suerte de ejecutores. Pero quien, antes de cometer el delito, haba tomado sus medidas para refugiarse a tiempo en un convento, en un palacio, donde los esbirros nunca se hubieran atrevido a poner los pies, quien, sin ninguna otra precaucin, llevaba una librea que forzaba a tomar su defensa a la vanidad y el inters de una familia poderosa, de toda una casta, tena mano libre para sus manejos, y poda rerse de todo el gritero de los bandos. En cuanto a los mismos a quienes les estaba encomendado hacerlos respetar, algunos pertenecan por nacimiento a la parte privilegiada, otros dependan de ella por clientelismo; todos, por educacin, por inters, por costumbre, por imitacin, haban abrazado sus principios, y se habran guardado muy mucho de ofenderlos, por respeto a un pedazo de papel pegado en las esquinas. Adems, los hombres encargados de su ejecucin inmediata, aun si hubieran sido decididos como hroes, obedientes como frailes, y prontos al sacrificio como mrtires, no hubieran podido cumplir su cometido, siendo como eran inferiores en nmero a aquellos a quienes se trataba de doblegar, y con gran probabilidad de ser abandonados por quien, en abstracto, y, por as decirlo, en teora, les ordenaba actuar. Pero, adems de esto, tales hombres eran por lo general los ms abyectos e indeseables sujetos de su tiempo; su oficio era considerado vil incluso por aquellos que podan temerlo, y su mismo nombre, un insulto. Era, pues, muy natural que stos, en vez de arriesgar, ms an, de perder su vida en una empresa desesperada, vendieran su inoperancia, o hasta su complicidad a los poderosos, y se limitasen a usar su execrable autoridad y la fuerza que, con todo, tenan, en los casos que no entraaban peligro; es decir, en oprimir y humillar a los hombres pacficos e indefensos. El hombre que quiere hacer dao, o que teme, a cada momento, que se lo hagan a l, busca, como es natural, aliados y compaeros. As pues, en aquella poca haba alcanzado su culmen la tendencia de los individuos a coaligarse en clases, a formar otras nuevas, y a procurar cada cual el mayor poder posible para aquella a la que perteneca. El clero velaba por mantener y extender sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, el militar sus exenciones. Los mercaderes, los artesanos estaban afiliados a gremios y cofradas, los jurisconsultos formaban una sociedad, los mismos mdicos una corporacin. Cada una de estas pequeas oligarquas tena una fuerza propia y especial; en cada una de ellas el individuo hallaba la ventaja de emplear en beneficio propio, en proporcin a su autoridad y destreza, las fuerzas reunidas de muchos. Los ms honrados se valan de esa ventaja tan slo para su defensa; los astutos y facinerosos se aprovechaban de ella a fin de llevar a cabo fechoras, para las cuales sus medios personales no hubieran bastado, y a fin de garantizar luego su impunidad. Pero las fuerzas de estas distintas agrupaciones eran muy desiguales; y, en el campo principalmente, el hombre rico y violento, con una cuadrilla de bravos en torno suyo, y una poblacin de campesinos avezados a ello, por tradicin familiar, y empujados o forzados a considerarse casi como sbditos o soldados del amo, ejerca un poder, al que difcilmente ninguna otra faccin hubiera podido enfrentarse. Nuestro buen don Abbondio, ni noble, ni rico, an menos valeroso, se haba percatado, pues, casi antes de alcanzar el uso de razn, de que era, en aquella sociedad, como un jarrn de barro, obligado a viajar en compaa de muchos jarrones de hierro. Haba, pues, obedecido de muy buen grado a sus padres, que lo quisieron cura. A decir verdad, no haba meditado gran cosa en las obligaciones y los nobles fines del ministerio que abrazaba: sacar para vivir con cierto acomodo, y entrar en una clase respetada y fuerte, le haban parecido dos razones ms que suficientes para tal eleccin. Pero una clase, sea cual sea, no protege al individuo, ni le da seguridad, ms que hasta cierto punto: ninguna lo exime de construirse un sistema suyo particular. Don Abbondio, continuamente absorbido por la preocupacin de su propia tranquilidad, no se cuidaba de adquirir esas ventajas que, para conseguirlas, requieren empearse mucho, o arriesgarse un poco. Su sistema consista principalmente en evitar todos los conflictos, y en ceder ante aquellos que no poda eludir. Neutralidad desarmada en todas las guerras que estallaban a su alrededor, desde los litigios, entonces frecuentsismos, entre el clero y los poderes laicos, entre el militar y el civil, entre unos nobles y otros, hasta las rias entre dos campesinos, nacidas de una palabra, y arregladas a puetazos, o a cuchilladas. Si se vea absolutamente forzado a tomar partido entre dos contendientes, se pona del lado del ms fuerte, aunque siempre en retaguardia, y procurando hacer ver al otro que no era enemigo suyo por su voluntad; pareca decirle: pero, por qu no ha sabido vuestra merced ser el ms fuerte, y yo me hubiera puesto de su parte? Mantenindose a prudente distancia de los dspotas, fingiendo no ver sus abusos pasajeros y caprichosos, correspondiendo con sumisiones a los que venan de una intencin ms seria y meditada, obligando, a fuerza de reverencias, y de jovial respeto, incluso a los ms adustos y desdeosos, a concederle una sonrisa, cuando los encontraba por la calle, el pobre hombre haba conseguido pasar de los sesenta, sin grandes borrascas. No es que no tuviera l su poquito de bilis en el cuerpo; y aquel continuo acopio de paciencia, el dar tan a menudo la razn a los dems, tantos malos tragos engullidos en silencio, se la haban exacerbado hasta tal punto que, si no hubiera podido de vez en cuando desahogarla un poco, su salud se habra resentido sin duda. Pero como despus de todo haba en el mundo, y a su lado, personas que l conoca perfectamente como incapaces de hacer dao, con ellas poda algunas veces dar rienda suelta al malhumor largo trecho reprimido, y darse el gusto de ser tambin l un poco luntico, y gritar sin razn. Era adems un rgido censor de los hombres que no se conducan como l, mas cuando la censura poda ejercerse sin el ms remoto peligro. El apaleado era como mnimo un imprudente; el asesinado haba sido siempre un hombre algo turbio. Al que, habindose atrevido a defender sus razones contra un poderoso, sala descalabrado, don Abbondio saba encontrarle siempre alguna culpa; cosa no difcil, puesto que la razn y la culpa no se separan nunca con un corte tan ntido que cada parte tenga slo de la una o de la otra. Pero sobre todo clamaba contra aquellos colegas suyos que, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, tomaban partido por un dbil oprimido, contra un opresor poderoso. A eso l lo llamaba buscarle las cosquillas al len, querer enderezarles las patas a los perros; deca tambin severamente, que era meterse en cosas profanas, con menoscabo de la dignidad del sagrado ministerio. Y contra stos predicaba, pero siempre a solas, o en reducidsimo crculo, con tanta mayor vehemencia, cuanto ms se les saba incapaces de ofenderse por algo que los concerniera personalmente. Tena adems una mxima predilecta, con la cual sellaba siempre sus discursos sobre esas materias: a saber, que a un hombre de bien, que se meta en sus asuntos, y est en su sitio, no le acaecen nunca malos encuentros. Piensen ahora mis veinticinco lectores la impresin que causara en el nimo del pobre hombre, el que acabamos de relatar. El espanto de aquellas cartulas y de aquellas palabrotas, la amenaza de un seor conocido como uno que no amenazaba en vano, un sistema de vida sosegada, que tantos aos de estudio y paciencia le haba costado, desbaratado en un instante, y un mal paso del que no se poda ver cmo salir; todos estos pensamientos zumbaban tumultuosamente en la cabeza gacha de don Abbondio. Si a Renzo se lo pudiese uno quitar de encima con un simple no, bueno; pero querr saber razones; y qu puedo responderle yo, por amor de Dios? Y, y, y tambin l es una buena pieza: un cordero si nadie lo toca, pero si se le contradice... Huy! Y luego, y luego, loco perdido por esa Luca, enamorado como... Rapazotes, que, por no saber qu hacer, se enamoran, quieren casarse, y no piensan en otra cosa; no se hacen cargo de las tribulaciones que le acarrean a un pobre hombre de bien. Ay pobre de m! Por qu esos energmenos tenan que cruzarse en mi camino y tomarla conmigo! Qu tengo yo que ver? Soy acaso yo el que quiere casarse? Por qu no han ido a hablar en cambio...? Ah! qu mala estrella la ma!: siempre han de ocurrrseme las buenas ideas cuando ya ha pasado la oportunidad... Si hubiera pensado en sugerirles que fuesen a llevar su embajada... Pero, en aquel momento, advirti que el arrepentirse de no haber sido consejero y cmplice de una iniquidad era algo demasiado inicuo; y dirigi toda la rabia de sus pensamientos contra aquel otro que as vena a quitarle su paz. No conoca a don Rodrigo sino de vista y de fama, ni nunca haba tenido trato con l, salvo tocar el pecho con la barbilla, y el suelo con la punta del sombrero, las pocas veces que lo haba encontrado por la calle. Le haba acontecido defender, en ms de una ocasin, la reputacin de aquel seor, contra los que, en voz baja, suspirando y levantando los ojos al cielo, maldecan alguna accin suya: mil veces haba dicho que era un respetable caballero. Pero, en aquel momento, le dio en su fuero interno todos los calificativos que nunca haba escuchado en boca de los dems, sin interrumpirlos apresuradamente con un alto ah! Cuando lleg, entre el tumulto de tales pensamientos, ante la puerta de su casa, que estaba al final del pueblo, meti aprisa en la cerradura la llave, que ya tena en la mano; abri, entr, volvi a cerrar diligentemente: y, ansioso por encontrarse en compaa de confianza, llam al punto: Perpetua! Perpetua! encaminndose al mismo tiempo hacia la sala, donde seguramente aqulla estara preparando la mesa para la cena. Era Perpetua, como todos imaginarn, la criada de don Abbondio: criada afectuosa y fiel, que saba obedecer y mandar, segn los casos, tolerar a tiempo las regainas y las manas del amo, y hacerle soportar a tiempo las suyas, que de da en da se hacan ms frecuentes, desde que haba superado la edad sinodal de los cuarenta, quedndose soltera, por haber rechazado todos los partidos que se le haban presentado, segn deca ella, o por no haber encontrado perro que le ladrase, segn decan sus amigas. Ya voy respondi, colocando sobre la mesa, en el sitio de costumbre, el frasco con el vino predilecto de don Abbondio, y ech a andar lentamente; pero, no haba tocado an el umbral de la sala, cuando entr l, con un paso tan inseguro, una mirada tan sombra, un rostro tan alterado, que ni siquiera hubiesen hecho falta los ojos expertos de Perpetua, para descubrir a primera vista que le haba ocurrido algo verdaderamente extraordinario. Vlgame Dios! Qu le pasa, mi amo! Nada, nada respondi don Abbondio, dejndose caer jadeante encima de su silln. Cmo que nada? Va a engaarme a m! Con esa cara? Algo gordo ha pasado. Oh, por amor de Dios! Cuando digo que nada, o es nada, o es algo que no puedo decir. Que no me puede decir ni a m siquiera? Quin cuidar de su salud? Quin le dar un consejo? Ay de m! Callad y no traigis ms cena: dadme un vaso de mi vino. Y querr hacerme creer que no le pasa nada! dijo Perpetua, llenando el vaso, y quedndose luego con l en la mano, como si no quisiera darlo sino en premio por la confidencia que tanto se haca esperar. Traed, traed aqu dijo don Abbondio, cogindole el vaso, con mano no muy firme, y vacindolo aprisa, como si fuera una medicina. Quiere acaso que me vea obligada a ir preguntando por ah lo que le ha pasado a mi amo? dijo Perpetua, erguida ante l, con las manos en las caderas, y los codos en punta, mirndolo de hito en hito, como queriendo sorber de sus ojos el secreto. Por amor de Dios!, nada de chismes, nada de alborotos: me va en ello... me va en ello la vida! La vida! La vida. Bien sabe vuestra merced que cuando me ha hablado sinceramente, cuando me ha hecho una confidencia, yo nunca... S, s! como cuando... Perpetua comprendi que haba dado un paso en falso; de modo que, cambiando al punto de terreno Seor dijo, con voz conmovida y conmovedora, yo siempre le he tenido afecto; y, si ahora quiero saber lo que ocurre, es por cario, porque quisiera poder ayudarle, darle un buen consejo, levantarle el nimo... El hecho es que don Abbondio tena quiz tanta gana de descargarse de su doloroso secreto, como Perpetua de conocerlo; conque, despus de rechazar cada vez ms dbilmente los nuevos y ms apremiantes asaltos de ella, tras haberle hecho jurar repetidas veces que no rechistara, por fin, con muchas interrupciones, con muchos ay de m, le cont el desdichado suceso. Cuando se lleg al nombre terrible del emisario, fue menester que Perpetua pronunciase un nuevo y ms solemne juramento; y don Abbondio, una vez pronunciado aquel nombre, se desplom sobre el respaldo del silln, con un gran suspiro, levantando las manos, con un gesto a la vez de orden y de splica, y diciendo: Por amor de Dios! Una de las suyas! exclam Perpetua Ah, qu bribn!, ah, qu tirano!, ah, qu hombre sin temor de Dios! Queris callaros?, o queris acabar de perderme? Oh!, aqu estamos solos y nadie nos oye. Pero, qu va a hacer, pobre amo mo? Ah tienen dijo don Abbondio, con voz desabrida, ah tienen los buenos consejos que me sabe dar esta mujer! Me pregunta lo que voy a hacer, lo que voy a hacer!; como si fuera ella la que est en el aprieto, y me tocase a m sacarla de l. Ea, yo bien tendra un pobre consejo que darle; pero luego... Pero luego,... oigamos. Mi consejo sera que, como todos dicen que nuestro arzobispo es un santo, un hombre de mano firme, y que no tiene miedo de nadie, y, cuando puede pararle los pies a uno de esos tiranos, para apoyar a un prroco, disfruta; yo dira, vamos digo, que le escriba vuestra merced una buena carta, para informarlo de cmo mismamente... Queris callaros?, queris callaros? Son consejos estos para drselos a un infeliz? Cuando me pegasen un tiro por la espalda, Dios nos libre!, me lo iba a quitar el arzobispo? Huy!, los tiros no se dan por ah como rosquillas: Aviados estaramos si esos perros mordieran todas las veces que ladran! Yo he visto siempre que al que sabe ensear los dientes, y darse a valer, se le tiene respeto; y, precisamente, como vuestra merced nunca quiere plantarle cara a nadie, hemos llegado al extremo de que todos vienen, con perdn, a... Queris callaros? Ya me callo; pero es verdad que cuando la gente ve que uno siempre, en cualquier aprieto, est dispuesto a bajarse los... Queris callaros? Es ste momento para decir tales necedades? En fin: ya pensar en ello esta noche; pero entre tanto no empiece a hacerse dao por s mismo, a estropearse la salud; tome un bocado. Pensar en ello respondi, rezongando, don Abbondio, claro; yo pensar en ello, soy yo quien ha de pensar en ello y se levant, prosiguiendo: No quiero tomar nada; nada: de otra cosa tengo yo gana: ya lo s que he de pensar en ello. Ay!, a m precisamente haba de ocurrirme. Trate de tomar al menos este otro sorbito dijo Perpetua, escanciando. Ya sabe vuestra merced que eso le arregla siempre el estmago. Ah!, otra cosa hara falta, otra cosa, otra cosa. Diciendo esto, cogi el candil, y, sin dejar de rezongar: Una pequea bagatela! A un hombre de bien como yo! Y maana qu pasar? y otras lamentaciones por el estilo, ech a andar camino de su cuarto. Llegado al umbral, se volvi hacia Perpetua, psose el dedo en la boca, dijo, con tono lento y solemne: Por amor de Dios! y desapareci. CAPTULO II CUENTAN que el prncipe de Cond durmi profundamente la noche anterior a la jornada de Rocroi: pero, en primer lugar, estaba muy cansado; en segundo lugar, ya haba dado todas las disposiciones necesarias, y establecido lo que deba hacer, por la maana. Don Abbondio en cambio no saba an sino que el siguiente sera da de batalla; as pues, una gran parte de la noche la gast en deliberaciones angustiosas. No hacer caso de la feroz intimacin, ni de las amenazas, y celebrar la boda, era un partido que no quiso tan siquiera tomar en consideracin. Confiarle a Renzo lo sucedido, y buscar con l algn medio... Dios nos libre! Ni una palabra... de lo contraro... ejem!, haba dicho uno de aquellos bravos; y, al retumbar aquel ejem! en su mente, don Abbondio, no slo no pensaba en transgredir semejante ley, sino que se arrepenta incluso de haberse ido de la lengua con Perpetua. Huir? A dnde? Y despus! Cuntos embrollos, y cuntas explicaciones que dar! A cada partido que descartaba, el pobre hombre daba una vuelta en el lecho. El que, por todos conceptos, le pareci mejor o menos malo, fue el de ganar tiempo, dndoles largas a Renzo. Se acord muy a punto de que faltaban pocos das para la poca de prohibicin de las bodas; y, si puedo tener a raya por estos pocos das, a ese rapazote, me quedan luego dos meses de respiro; y, en dos meses, pueden pasar muchas cosas. Rumi posibles pretextos que sacar a relucir; y, aunque le parecieron un poco endebles, se tranquilizaba, sin embargo, con la idea de que su autoridad los hara parecer de mayor peso, y que su larga experiencia le dara ventaja sobre un mozuelo ignorante. Ya veremos, deca para s: l piensa en su novia; pero yo pienso en mi pellejo: el ms interesado de los dos soy yo, sin contar con que soy el ms hbil. Hijo mo, si te pican las ganas de casarte, all t; pero yo no quiero pagar los platos rotos. Aquietado as algn tanto su espritu en una resolucin pudo finalmente conciliar el sueo: pero, qu sueo! qu sueos! Bravos, don Rodrigo, Renzo, veredas, barrancos, huidas, persecuciones, gritos, disparos. El primer despertar tras una desgracia, o en un aprieto, es un momento muy amargo. La mente, apenas recobrada, acude a los pensamientos habituales de la tranquila vida anterior; pero la idea del nuevo estado de cosas se introduce de pronto sin contemplaciones; y el desagrado es ms vivo ante ese contraste repentino. Saboreado dolorosamente aquel momento, don Abbondio recapitul enseguida sus proyectos de la noche, se ratific en ellos, los orden mejor, se levant, y se puso a esperar a Renzo con miedo y, a la vez, con impaciencia. Lorenzo, o como decan todos, Renzo, no se hizo esperar mucho. Apenas le pareci buena hora para poder, sin indiscrecin, presentarse ante el prroco, fue, con el alegre mpetu de un hombre de veinte aos que va a casarse ese da con aquella a quien ama. Desde la adolescencia se haba quedado sin padres, y ejerca el oficio de tejedor de seda, hereditario, por decirlo as, en su familia; profesin, aos atrs, muy lucrativa; entonces ya en decadencia, pero no hasta el punto de que un operario diestro no pudiese sacar para vivir honradamente. El trabajo iba mermando de da en da; pero la continua emigracin de los obreros, atrados en los estados vecinos por promesas, privilegios, y buenas pagas, haca que no les faltase todava a quienes se quedaban en el pas. Adems, posea Renzo un pequeo terreno que le trabajaban y que trabajaba l mismo cuando la hilandera estaba parada; de modo que, para su condicin, poda considerarse acomodado. Y aunque aquel ao era an ms escaso que los anteriores, y ya empezaba a dejarse sentir cierta caresta, sin embargo, nuestro joven, que, desde que haba puesto los ojos en Luca, se haba vuelto ecnomo, se encontraba bastante bien provisto, y no deba combatir contra el hambre. Apareci ante don Abbondio, vestido de gran gala, con plumas de varios colores en el sombrero, su pual de mango fino en el bolsillo de los calzones, cierto aire de fiesta y a la vez de bravuconera, comn entonces hasta en los hombres ms pacficos. La acogida vacilante y misteriosa de don Abbondio produjo un contraste singular con la actitud jovial y resuelta del mozo. Puede que tenga alguna preocupacin, argy Renzo para sus adentros; luego dijo: Seor cura, he venido para saber a qu hora le conviene que nos encontremos en la Iglesia. De qu da me hablis? Cmo que de qu da? No recuerda que se ha fijado para hoy? Hoy? replic don Abbondio, como si oyese hablar de ello por primera vez. Hoy, hoy... tened paciencia, pero hoy no puedo. Que hoy no puede! Qu ha pasado? Ante todo, que no me encuentro bien, ya veis. Lo siento; pero lo que ha de hacer es cosa de tan poco tiempo, y de tan poco trabajo... Y adems, y adems, y adems... Y adems, qu? Y adems, hay embrollos. Embrollos?, qu embrollos puede haber? Quisiera veros en nuestro lugar, para que supierais cuntos enredos nacen en estos asuntos, cuntas cuentas se han de rendir. Yo tengo el corazn demasiado blando, no pienso sino en quitar de en medio los obstculos, en facilitarlo todo, en hacer las cosas a gusto de los dems, y descuido mi deber; y luego, cargo con las reprimendas, y con algo peor. Pero, en nombre el cielo, no me tenga sobre ascuas, y dgame sin rodeos lo que pasa. Sabis vos cuntas, cuntas formalidades hacen falta para celebrar un casamiento en regla? Algo tendr que saber yo dijo Renzo, empezando a inmutarse, puesto que bastante me ha trado ya vuestra merced de cabeza, estos das pasados. Pero, ahora no estaba ya todo arreglado?, no se haba hecho todo lo que deba hacerse? S, s, todo, eso creis vos: porque, mirad, el asno soy yo, que descuido mi deber, para no hacer penar a la gente. Pero ahora..., en fin, yo s lo que me digo. Los pobres prrocos estamos entre la espada y la pared: vos, impaciente; os compadezco, pobre joven; y los superiores... basta, no se puede decir todo. Y somos nosotros quienes pagamos los platos rotos. Pero, explqueme de una vez cul es esa otra formalidad que ha de hacerse, como dice vuestra merced; y la hacemos en un santiamn. Sabis vos cuntos son los impedimentos dirimentes? Qu quiere que sepa yo de impedimentos? Error, conditio, votum, cognatio, crimen, cultus, disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas, si sis affinis... empez a decir don Abbondio, contando con las puntas de los dedos. Se burla de m? interrumpi el joven Qu quiere que entienda yo de su latinorum. Pues, si no sabis las cosas, tened paciencia, y dejadlo en manos de quien sabe. Voto a...! Vamos, querido Renzo, no os encolericis, que yo estoy dispuesto a hacer... todo lo que dependa de m. Yo, yo quisiera veros contento; os tengo afecto. Ah!..., cuando pienso lo bien que estabais; qu os faltaba? Se os ha metido en la cabeza casaros... Pero, qu est diciendo, seor mo? estall Renzo, con un rostro entre atnito e iracundo. Hablaba por hablar, calmaos, hablaba por hablar. Quisiera veros contento. En resumen... En resumen, hijo mo, yo no tengo la culpa; la ley no la he hecho yo. Y, antes de celebrar una boda, nosotros estamos obligados a hacer muchas, muchas averiguaciones, para asegurarnos de que no hay impedimentos. Pero, bueno, dgame de una vez por todas qu impedimento se ha encontrado. Tened paciencia, no son cosas que puedan dilucidarse en un decir Jess. No ser nada, espero; no obstante, estas averiguaciones tenemos que hacerlas. El texto habla bien claro: antequam matrimonio denunciet... Ya le he dicho que no quiero latines. Pero tengo que explicaros... Pero, no ha hecho ya esas averiguaciones? No las he hecho todas, como hubiera debido, os digo. Por qu no las hizo a su debido tiempo?, por qu decirme que todo estaba arreglado?, por qu esperar...? Eso!, me reprochis mi excesiva buena voluntad. Lo he facilitado todo para atenderos antes: pero..., pero ahora me han llegado..., basta, yo s lo que me digo. Y qu quiere que haga yo? Tener paciencia por unos das. Hijo mo, unos das no son la eternidad: tened paciencia. Cunto tiempo? Ya estamos en buen puerto, pens para s don Abbondio; y con un tono ms persuasivo que nunca: Vamos dijo, en quince das tratar,... procurar... Quince das!, oh, sta s que es buena! Hemos hecho todo lo que ha querido vuestra merced; se ha fijado el da, el da llega; y ahora vuestra merced me sale con que espere quince das! Quince... prosigui luego, con voz ms alta y airada, extendiendo el brazo, y agitando el puo en el aire; y quin sabe qu disparate habra aadido detrs de aquel nmero, si don Abbondio no lo hubiese interrumpido, cogindole la otra mano, con ternura tmida y solcita: Vamos, vamos, no os alteris, por amor de Dios. Ver, tratar de ver si, en una semana... Y a Luca qu le digo? Que ha sido un error mo. Y las habladuras de la gente? Decidle a todos que me he equivocado yo, por demasiada prisa, por demasiado buen corazn: echadme a m toda la culpa. Puedo hablar ms claro? Vamos, una semana. Y luego, no habr ya ms impedimentos? Si os digo... Est bien: tendr paciencia por una semana; pero recuerde que cuando pase, no me contentar ya con palabras. Ahora, beso a vuesa merced la mano y dicho esto, se fue, haciendo a don Abbondio una reverencia menos profunda que de costumbre, y lanzndole una ojeada ms expresiva que respetuosa. Ya fuera, y andando con paso desganado, por primera vez, hacia la casa de su novia, en medio de su rabia, volva con la mente a aquel coloquio; y cada vez lo encontraba ms extrao. La acogida fra y embarazada de don Abbondio, aquel modo de hablar embarullado y al mismo tiempo impaciente, aquellos ojos grises que, mientras hablaba, escapaban de un lado para otro, como si tuvieran miedo de encontrarse con las palabras que salan de su boca, aquel hacerse casi de nuevas de la boda tan expresamente concertada, y sobre todo aquel aludir continuamente a algo muy grave, sin decir nunca nada claro; todas esas circunstancias reunidas hacan pensar a Renzo que debajo de ello deba de ocultarse algn misterio distinto del que don Abbondio haba querido hacer creer. Estuvo el joven dudando un momento si volver atrs, para apretarle las clavijas y hacerle hablar ms claro; pero, al levantar los ojos, vio a Perpetua que caminaba delante de l, y entraba en un huertecito poco distante de la casa. La llam, mientras abra la puerta, apresur el paso, la alcanz, la par en la entrada y, con el propsito de sonsacarle algo ms concreto, se puso a charlar con ella. Buenos das, Perpetua: yo esperaba que hoy lo festejaramos todos juntos. Ay!, es la voluntad de Dios, pobre Renzo mo. Hacedme un favor: ese bendito del seor cura me ha embarullado con unas razones que no he entendido bien: explicadme vos por qu no puede o no quiere casarnos hoy. Oh!, creis acaso que yo conozco los secretos de mi amo? Ya lo deca yo, que aqu haba algn misterio, pens Renzo; y para sacarlo a la luz, prosigui: Vamos, Perpetua; somos amigos; decidme lo que sabis, ayudad a un pobre joven. Mala cosa es nacer pobre, querido Renzo. Verdad es continu ste, confirmndose an ms en sus sospechas; e, intentando acercarse ms al meollo del asunto, verdad es aadi, pero, han de tratar los curas mal a los pobres? Odme, Renzo; yo no puedo decir nada, porque... nada s; pero lo que os puedo asegurar es que mi amo no quiere haceros dao, ni a vos ni a nadie; y que l no tiene ninguna culpa. Quin la tiene entonces? pregunt Renzo con un tono indiferente, pero con el corazn en vilo, y el odo alerta. Cuando os digo que no s nada... En defensa de mi amo, puedo hablar; porque me sabe mal or que se le culpa de querer hacerle dao a alguien. Pobre hombre!, si de algo peca, es de demasiado bueno. Hay en este mundo unos bribones, unos prepotentes, unos hombres sin temor de Dios!... Prepotentes!, bribones!, pens Renzo: esos no pueden ser los superiores. Vamos dijo luego, ocultando a duras penas su creciente agitacin, vamos, decidme quin es. Ah! queris hacerme hablar; y yo no puedo hablar, porque... no s nada: cuando digo que no s nada, es como si hubiese jurado callar. Podrais darme mancuerda, y no me sacarais una palabra. Adis; estamos perdiendo el tiempo los dos. Diciendo esto, entr aprisa en el huerto, y cerr la puerta. Renzo, contestndole con un saludo, volvi atrs muy despacito para que no se diese cuenta del camino que tomaba; pero, una vez estuvo fuera del alcance de su odo, apret el paso; en un segundo lleg ante la puerta de don Abbondio; entr, fue derecho a la sala donde lo haba dejado, all lo encontr, y corri hacia l, con ademn atrevido, y mirada extraviada. Eh!, eh!, qu novedad es sta? dijo don Abbondio. Quin es ese prepotente dijo Renzo, con la voz de un hombre que est resuelto a obtener una respuesta precisa, quin es ese prepotente que no quiere que yo me case con Luca? Qu?, qu?, qu? balbuci el pobre sorprendido, con un rostro que en un instante se puso plido y flccido como un trapo recin lavado. Y, sin dejar de farfullar, salt del silln, para lanzarse a la puerta. Pero Renzo, que deba esperarse aquel movimiento, y estaba alerta, se abalanz antes sobre ella, dio vuelta a la llave, y se la guard en el bolsillo. Ah!, ah! Va a hablar ahora, seor cura? Todos conocen mis asuntos, menos yo. Cuerpo de tal!, quiero conocerlos tambin yo. Cmo se llama ese hombre? Renzo! Renzo! Por Dios!, mirad lo que hacis; pensad en vuestra alma. Pienso que quiero saberlo enseguida, al instante. Y diciendo esto, puso, quiz sin advertirlo, la mano en el mango del pual que sobresala de su bolsillo. Vlgame Dios! exclam con voz desfallecida don Abbondio. Quiero saberlo. Quin os ha dicho...? No, no; se acabaron los embustes. Hable claro y enseguida. Queris verme muerto? Quiero saber lo que tengo que saber. Pero, si hablo, soy hombre muerto. No os importa nada mi vida? Hable, ya. Aquel ya fue pronunciado con tal energa, el aspecto de Renzo se volvi tan amenazador, que don Abbondio no pudo ni siquiera imaginar la posibilidad de desobedecer. Me prometis, me juris dijo que no hablaris con nadie, que no diris nunca... Le prometo que hago un disparate, si vuestra merced no me dice ahora mismo el nombre de esa persona. Ante aquella nueva intimacin, don Abbondio, con el rostro y la mirada de uno que tiene en la boca las tenazas del sacamuelas, profiri: Don... Don? repiti Renzo, como para ayudar al paciente a echar fuera lo dems; y estaba encorvado, con el odo inclinado sobre su boca, con los brazos extendidos y los puos apretados hacia atrs. Don Rodrigo! profiri aprisa el forzado, arrojando precipitadamente aquellas pocas slabas, y arrastrando las consonantes, en parte por la agitacin, en parte porque, dedicando la poca atencin que le quedaba libre, a hacer una transaccin entre los dos temores, pareca querer escamotear y hacer desaparecer la palabra, en el momento mismo en que se vea obligado a echarla afuera. Ah, perro! grit Renzo. Y cmo ha hecho? Qu le ha dicho para...? Cmo, eh?, cmo? respondi, con voz casi desdeosa, don Abbondio, el cual, despus de tan gran sacrificio, se senta en cierto modo ahora convertido en acreedor. Cmo, eh? Os hubiera querido ver a vos en ese trance, como me he visto yo, que nada tengo que ver en esto; y seguramente ya no tendrais todos esos pjaros en la cabeza y aqu se puso a pintar con terribles colores el mal encuentro; y, mientras hablaba, advirtiendo cada vez ms una gran clera que tena en el cuerpo, hasta entonces escondida y envuelta en el miedo, y viendo al mismo tiempo que Renzo, entre la rabia y la confusin, se haba quedado inmvil, con la cabeza gacha, prosigui tranquilamente: Bonita accin habis cometido!, buen favor me habis hecho! Jugarle semejante mala pasada a un hombre de bien, a vuestro prroco!, en su casa!, en lugar sagrado! Bonita proeza habis hecho! Para arrancarme de la boca mi desgracia, vuestra desgracia!, lo que yo ocultaba por prudencia, por vuestro bien! Y ahora que lo sabis? Bueno estara que me...! Por amor de Dios! No gastemos bromas. No se trata de culpa o razn; se trata de fuerza. Y cuando, esta maana, os daba un buen consejo... ah!, enseguida a gritar. Yo tena buen juicio por vos y por m; pero qui! Abrid al menos; dadme mi llave. Puedo haber faltado respondi Renzo, con voz dulcificada para con don Abbondio, pero en la cual se perciba el furor contra el enemigo descubierto, puedo haber faltado; pero, pngase la mano en el corazn, y piense si en mi caso... Diciendo esto, se haba sacado la llave del bolsillo, y echaba a andar para abrir la puerta. Don Abbondio fue tras l, y, mientras giraba la llave en la cerradura, se le acerc y, con rostro serio y ansioso, levantando ante sus ojos los tres primeros dedos de la mano derecha, como para ayudarlo tambin l. Jurad al menos... le dijo. Puedo haber faltado; y perdneme vuestra merced respondi Renzo, abriendo, y disponindose a salir. Jurad... replic don Abbondio, asindole el brazo con mano trmula. Puedo haber faltado repiti Renzo, soltndose; y sali disparado, zanjando as el debate, que, como cualquier disputa sobre literatura, filosofa u otra materia, habra podido durar siglos, pues cada una de las partes no haca sino repetir su propio argumento. Perpetua! Perpetua! grit don Abbondio, tras haber llamado en vano al fugitivo. Perpetua no responde: don Abbondio ya no saba en qu mundo viva. Les ha ocurrido ms de una vez a personajes de mucha ms alcurnia que don Abbondio, encontrarse en trances tan molestos, en tal incertidumbre sobre el partido que tomar, que les pareci un ptimo remedio meterse en cama con fiebre. Ese remedio, l no tuvo que buscarlo, porque vino por s solo. El miedo del da anterior, la vela angustiosa de la noche, el espanto que acababa de pasar en aquel momento, la ansiedad por el futuro, surtieron su efecto. Sin aliento y atronado, se sent de nuevo en el silln, empez a sentir escalofros en los huesos, se miraba las uas suspirando, y llamaba de cuando en cuando, con voz temblorosa y desabrida: Perpetua! vino ella finalmente, con una gran col bajo el brazo, y la cara impasible, como si nada hubiera ocurrido. Le ahorro al lector las lamentaciones, los reproches, las acusaciones, las defensas, los slo vos habis podido hablar, y yo no he hablado, en fin, todos los dimes y diretes de aquel coloquio. Baste decir que don Abbondio orden a Perpetua echar la tranca a la puerta, y no volver a abrir por ninguna razn, y, si alguien llamaba, contestar por la ventana que el seor cura estaba en cama con fiebre. Subi luego lentamente las escaleras, diciendo, cada tres peldaos: Estoy despachado y se meti de verdad en la cama, donde lo dejaremos. Renzo entre tanto caminaba con paso furioso hacia su casa, sin haber decidido lo que iba a hacer, pero con un gran deseo encima de hacer algo extraordinario y terrible. Los provocadores, los tiranos, todos los que, de un modo u otro, ofenden al prjimo, son reos, no slo del mal que cometen, sino tambin de la perversin que llevan al nimo de los ofendidos. Renzo era un hombre pacfico y enemigo de derramar sangre, un joven sincero e incapaz de cualquier insidia; pero en aquellos momentos, su corazn lata slo por el homicidio, su mente no estaba ocupada sino en imaginar alguna traicin. Hubiera querido correr a casa de don Rodrigo, aferrarlo por el cuello, y..., mas recordaba que era como una fortaleza, guarnecida de bravos por dentro, y vigilada por fuera; que slo los amigos y servidores bien conocidos entraban en ella libremente, sin ser registrados de pies a cabeza; que un pobre artesano desconocido no podra entrar sin previo examen, y que l sobre todo... l sera all quiz demasiado conocido. Se figuraba entonces que coga su escopeta, se agazapaba tras un matorral, esperando si acaso, si acaso aquel hombre pasaba solo por all; y, adentrndose, con feroz complacencia, en aquella fantasa, se figuraba or unas pisadas, aquellas pisadas, levantar sigilosamente la cabeza; reconoca al malvado, tenda la escopeta, apuntaba, disparaba, lo vea caer y dar las boqueadas, le lanzaba una maldicin, y corra al camino del confn para ponerse a salvo. Y Luca? Apenas esa palabra se interpuso en medio de aquellas turbias fantasas, los mejores pensamientos a los que estaba habituada la mente de Renzo, entraron en tropel. Acudieron a ella los ltimos recuerdos de sus padres, se acord de Dios, de la Virgen y de los santos, pens en el alivio que tantas veces haba sentido al hallarse libre de delitos, en el horror tantas veces experimentado al or contar un homicidio; y despert de aquel sueo de sangre, con espanto, con remordimiento, y a la vez con una especie de jbilo por no haber hecho otra cosa que imaginar. Pero el recuerdo de Luca, cuntos otros pensamientos traa consigo! Cuntas esperanzas, cuntas promesas, un futuro tan ansiado, y tan tenido por seguro, y aquel da tan suspirado! Y cmo, con qu palabras anunciarle una noticia como aqulla? Y luego, qu partido tomar? Cmo hacerla suya, a despecho de la fuerza de aquel inicuo poderoso? Y junto con todo esto, no una sospecha bien formada, pero s una sombra atormentadora cruzaba por su mente. Aquel abuso de don Rodrigo no poda haber nacido sino de una brutal pasin por Luca. Y Luca? Que le hubiese dado a aquel hombre la menor ocasin, la ms leve esperanza, no era un pensamiento que pudiera detenerse en la mente de Renzo un solo instante. Pero, saba ella algo? Poda l haber concebido aquella infame pasin, sin que ella lo advirtiese? Habra llevado las cosas tan lejos sin antes haberla tentado de alguna manera? Y Luca nunca le haba dicho una palabra a l!, a su prometido! Embebido en tales pensamientos, pas por delante de su casa que estaba en el centro del pueblo, y atravesndolo, se encamin a la casa de Luca, que se hallaba al final, o mejor dicho, ya un poco fuera. Tena aquella casita delante un pequeo corral que la separaba del camino, y estaba cercado por una tapia baja. Renzo entr en el corral, y oy un confuso y continuo zumbido que vena de una habitacin de arriba. Se figur que seran amigas y vecinas, llegadas para acompaar a la novia; y no quiso presentarse ante aquel comadreo, con la noticia que traa en el cuerpo y pintada en la cara. Una chiquilla que se hallaba en el patio corri a su encuentro gritando: El novio! El novio! Calla, Bettina, calla! dijo Renzo Ven aqu; sube donde Luca, llvala aparte, y dile al odo... pero cuidado con que nadie te oiga, ni sospeche nada, bueno... dile que debo hablarle, que la espero abajo, en la sala, y que venga enseguida la chiquilla subi a toda prisa las escaleras, contenta y ufana de llevar un recado secreto. Luca sala en aquel momento toda compuesta de las manos de su madre. Las amigas se disputaban a la novia, y le hacan fuerza para que se dejase ver; y ella se zafaba, con esa modestia un poco guerrera de las campesinas, poniendo el codo ante la cara como escudo, agachando sta sobre el pecho, y frunciendo las largas y negras cejas, mientras la boca, en cambio, se distenda en una sonrisa. Los negros y juveniles cabellos partidos en la frente, con una raya blanca y fina, se recogan detrs de la cabeza, en mltiples rodetes, atravesados por largos alfileres de plata, que se distribuan todo alrededor, casi a modo de rayos de una aureola, como todava se usa entre las campesinas milanesas. En torno al cuello tena una sarta de granates alternados con bolitas de oro afiligranado: llevaba un hermoso corpio de brocado floreado, con las mangas separadas y atadas con bonitas cintas: una falda corta de hiladillo de seda, de pliegues menudos y abundantes, unas medias carmes, unas zapatillas tambin de seda, bordadas. Adems de esto, que era el ornamento especial del da de la boda, Luca tena el cotidiano de una modesta belleza, realzada entonces por las variadas emociones que se pintaban en su cara: un jbilo mitigado por una leve turbacin, esa plcida congoja que asoma de cuando en cuando al rostro de las novias, y, sin alterar su belleza, le confiere un carcter particular. La pequea Bettina se meti en el corrillo, se acerc a Luca, le hizo entender hbilmente que tena algo que comunicarle, y le dijo su secreto al odo. Voy un momento y vuelvo les dijo Luca a las mujeres; y baj aprisa. Al ver la cara demudada, y la actitud inquieta de Renzo Qu pasa? dijo, no sin un presentimiento de terror. Luca! respondi Renzo por hoy, todo se ha ido al traste; y Dios sabe cundo podremos ser marido y mujer. Qu? dijo Luca toda azorada. Renzo le cont brevemente el suceso de aquella maana: ella escuchaba con angustia: y cuando oy el nombre de don Rodrigo Ah! exclam ruborizndose y temblando, hasta ese extremo! Luego vos sabais...? dijo Renzo. Por desgracia! respondi Luca, pero hasta ese extremo! Qu es lo que sabais? No me hagis hablar ahora, no me hagis llorar. Corro a llamar a mi madre, y a decirle a las mujeres que se vayan: tenemos que estar solos mientras ella se alejaba, Renzo murmur: Nunca me habais dicho nada. Ah, Renzo! respondi Luca, volvindose un momento, sin detenerse. Renzo comprendi muy bien que su nombre pronunciado en ese momento, con aquel tono, por Luca, quera decir: podis dudar que yo haya callado por motivos que no sean justos y puros? Mientras tanto la buena Agnese (as se llamaba la madre de Luca), intrigada y algo picada su curiosidad por el secretillo dicho al odo, y la desaparicin de su hija, haba bajado a ver qu pasaba. Su hija la dej con Renzo, volvi donde estaban reunidas las mujeres y, componiendo la cara y la voz lo mejor que pudo, dijo: El seor cura est enfermo; y por hoy no se hace nada dicho esto, se despidi de todas apresuradamente, y baj de nuevo. Las mujeres fueron desfilando, y se dispersaron para contar lo ocurrido. Dos o tres se llegaron hasta la puerta del prroco, a fin de comprobar si estaba enfermo realmente. Una fiebre de caballo respondi Perpetua desde la ventana; y la triste noticia, llevada a las dems, trunc las conjeturas que ya empezaban a rebulllir en sus cerebros, y a anunciarse entrecortadas y misteriosas en sus conversaciones. CAPTULO III LUCA entr en la sala, mientras Renzo estaba informando angustiosamente a Agnese, la cual angustiosamente lo escuchaba. Ambos se volvieron hacia quien saba ms que ellos, y de quien esperaban algn esclarecimiento, que no poda ser sino doloroso: ambos, dejando entrever en medio del dolor, y con el distinto amor que cada uno senta por Luca, un enojo tambin distinto, por haberles ocultado algo, y algo semejante. Agnese, aunque ansiosa por or hablar a su hija, no pudo contenerse de hacerle un reproche: No decirle nada a tu madre de semejante cosa! Ahora os lo dir todo respondi Luca, secndose los ojos con el delantal. Habla, habla! Hablad, hablad! gritaron a un tiempo la madre y el novio. Virgen santsima! exclam Luca Quin hubiera pensado que las cosas llegaran hasta este extremo! y con voz entrecortada por el llanto, cont cmo, pocos das antes, mientras volva del telar, y se haba quedado rezagada de sus compaeras, haba pasado por delante de ella don Rodrigo, en compaa de otro caballero; cmo el primero haba intentado retenerla con charlas, segn ella deca, nada bonitas; pero ella, sin hacerle caso, haba apresurado el paso, y haba alcanzado a sus compaeras; y mientras tanto haba odo lanzar una carcajada al otro caballero, y a don Rodrigo decir: Apostemos!. Al da siguiente, estaban otra vez en el camino; pero Luca iba en medio de sus compaeras, con los ojos bajos; y el otro caballero rea socarrn, y don Rodrigo deca: Ya veremos, ya veremos. Gracias a Dios continu Luca, aquel da era el ltimo en el telar. Yo le cont enseguida... A quin se lo contaste? pregunt Agnese, saliendo al paso, no sin cierto despecho, del nombre del confidente preferido. Al padre Cristforo, en confesin, madre respondi Luca, con un acento suave de disculpa. Le cont todo, la ltima vez que fuimos juntas a la iglesia del convento: y, si recordis, aquella maana yo me haca la remolona con esto y con aquello, para ganar tiempo, de modo que pasase ms gente del pueblo encaminada hacia all, y marchar en su compaa; porque, despus de aquel encuentro, las calles me daban mucho miedo... Al or el nombre venerado del padre Cristforo, el despecho de Agnese se mitig: Hiciste bien dijo, pero por qu no contrselo todo tambin a tu madre? Luca haba tenido dos buenas razones para ello: una, no apenar ni asustar a la buena mujer, por algo que no habra podido remediar; la otra, no arriesgarse a que corriese de boca en boca una historia que deba permanecer celosamente enterrada: tanto ms cuanto que Luca esperaba que su boda cortara al nacer, aquella detestada persecucin. De estas dos razones, sin embargo, no aleg sino la primera. Y a vos dijo luego, dirigindose a Renzo, con esa voz que se emplea para hacer reconocer su falta a un amigo, y a vos, iba yo a hablaros de esto? Por desgracia lo sabis ahora! Y qu te dijo el padre? pregunt Agnese. Me dijo que intentase apresurar la boda lo ms posible, y que mientras tanto no saliese de casa: que rogase mucho al Seor; y que esperaba que ese hombre, al no verme, no volvera a acordarse de m. Y fue entonces cuando me esforc prosigui dirigindose de nuevo a Renzo, pero sin levantar los ojos hacia su rostro, y ponindose como la grana, fue entonces cuando me port como una descarada, y os rogu que tratarais de apresurar las cosas, y arreglarlo todo para antes de la fecha convenida. Quin sabe lo que habris pensado de m! Pero yo lo haca por un buen motivo, y me lo haban aconsejado, y estaba segura... y esta maana, estaba tan lejos de pensar... aqu las palabras fueron cortadas por un violento estallido de llanto. Ah, bribn! Ah, condenado! Ah, asesino! gritaba Renzo, corriendo de un lado a otro de la estancia, y apretando de cuando en cuando el mango de su pual. Oh, qu embrollo, Dios mo! exclamaba Agnese. El joven se par de repente ante Luca que lloraba; la mir con una expresin de ternura triste y rabiosa, y dijo: Es la ltima que hace ese asesino! Ah no, Renzo, por el amor del cielo! grit Luca No, no, por el amor del cielo! El Seor est tambin para los pobres; y cmo queris que nos ayude, si obramos mal? No, no, por el amor del cielo! repeta Agnese. Renzo dijo Luca, con un aire de esperanza y de resolucin ms serena: vos tenis un oficio, y yo s trabajar: vmonos tan lejos, que ese hombre no vuelva a or hablar de nosotros. Ah, Luca!, y luego? No somos an marido y mujer! Querr darnos el prroco la fe de soltera? Un hombre como l? Si estuvisemos casados, ah, entonces...! Luca se ech otra vez a llorar; y los tres se quedaron en silencio, y en un abatimiento que contrastaba penosamente con la pompa festiva de sus trajes. Od, hijos mos; prestadme atencin dijo, al cabo de unos momentos, Agnese. Yo he venido al mundo antes que vosotros y lo conozco un poco. No hay para qu asustarse tanto: el len no es tan fiero como lo pintan. A nosotros los pobres, las madejas nos parecen ms enredadas, porque no sabemos dar con el cabo; pero, a veces un consejo, una palabrita de un hombre con estudios... yo me entiendo. Haced lo que os digo, Renzo; id a Leeco; preguntad por el abogado Azzecca-garbugli, contadle... Pero no lo llamis as, por amor de Dios, que es un apodo. Hay que decir el seor abogado... Cmo se llama? Diantres! pues no s el nombre verdadero: todos lo llaman as. Bueno, preguntad por ese abogado, alto, seco, calvo, con la nariz roja, y un antojo de frambuesa en la mejilla. Lo conozco de vista dijo Renzo. Bien continu Agnese, es una lumbrera ese hombre! Tengo yo visto a ms de uno que estaba con el agua al cuello, y no saba ya dnde volver la cabeza y, despus de estar una hora a solas con el seor Azzecca-garbugli (cuidado con llamarle as!), lo tengo visto, digo, rerse de todo. Coged esos cuatro capones, pobrecillos!, a los que deba retorcer el pescuezo para el banquete del domingo, y llevdselos; porque nunca hay que ir con las manos vacas a esos seores. Contadle todo lo ocurrido; y veris cmo en un periquete os dice unas cosas que a nosotros no se nos ocurriran ni pensando un ao entero. Renzo abraz de muy buena gana este consejo; Luca lo aprob; y Agnese, ufana de haberlo dado, sac, uno a uno, los pobres animales de la caponera, junt sus ocho patas, como quien hace un ramillete de flores, las enroll y las at con una cuerda, y se los entreg a Renzo; el cual, despus de dar y recibir palabras de esperanza, sali por el huerto, para que no lo vieran los chiquillos, que echaran a correr tras l, gritando: el novio!, el novio! As, cruzando los campos, o como all dicen, los lugares, fue por los senderos, temblando de rabia, pensando en su desgracia y rumiando las palabras que deba decirle al seor Azzecca-garbugli. Dejo imaginar al lector cmo haran el viaje aquellos pobres animales, atados de aquel modo y colgados de las patas, cabeza abajo, en la mano de un hombre que, agitado por tantas pasiones, acompaaba con los gestos los pensamientos que pasaban en tumulto por su mente. Ora extenda el brazo por la clera, ora lo alzaba por la desesperacin, ora lo blanda en el aire, como en son de amenaza, y, todas las veces les daba terribles sacudidas, y haca bailar aquellas cuatro cabezas colgantes; las cuales, mientras tanto, se las ingeniaban para picotearse una a otra, como demasiado a menudo ocurre entre compaeros de desventura. Llegado a la villa, pregunt por la casa del abogado; se la indicaron, y se dirigi all. Al entrar, se sinti invadido por esa cortedad que los pobrecillos iletrados experimentan ante la presencia de un seor o de un nombre docto, y se le olvidaron todos los discursos que traa preparados; mas lanz una mirada a los capones, y cobr valor. Cuando entr en la cocina, pregunt a la criada si se poda hablar con el seor abogado. sta le ech el ojo a los animales y, como avezada a tales regalos, les puso la mano encima, aunque Renzo tiraba de ellos, porque quera que el abogado viese y supiese que traa algo. Asom ste por all justo mientras la mujer deca: Dadme ac, y pasad Renzo hizo una profunda reverencia: el abogado lo acogi humanamente, con un: Venid, hijo mo y lo hizo entrar con l en su despacho. Era ste un camaranchn, sobre tres de cuyas paredes estaban distribuidos los retratos de los doce Csares; la cuarta, cubierta por una gran estantera de libros viejos y polvorientos: en medio, una mesa atestada de alegaciones, splicas, libelos, bandos, con tres o cuatro sillas alrededor, y un silln de respaldo alto y cuadrado al otro lado, rematado en las esquinas por dos adornos de madera, que se elevaban a guisa de cuernos, forrado de vaqueta, con grandes bullones, algunos de los cuales, desclavados haca largo tiempo, dejaban sueltas las puntas del tapizado, que se abarquillaban aqu y all. El abogado estaba en bata de casa, es decir, cubierto con una toga rada, que le haba servido, muchos aos atrs, para perorar, en los das de gran protocolo, cuando iba a Miln, por algn proceso importante. Cerr la puerta, y dio nimos al joven, con estas palabras: Hijo mo, exponedme vuestro caso. Quisiera decirle dos palabras en confianza. Aqu me tenis respondi el abogado, hablad y se arrellan en el silln. Renzo, de pie ante la mesa, con una mano en la copa del sombrero, que haca girar con la otra, empez: Quisiera que vuestra merced, que ha estudiado, me dijese... Vayamos al grano interrumpi el abogado. Vuestra merced ha de perdonarme: los pobres no sabemos hablar bien. Lo que quisiera saber... Bendita gente! Todos sois lo mismo: en vez de ir al grano queris preguntar, porque ya vens con vuestra idea en la cabeza. Disculpe, seor abogado. Quisiera saber si, por amenazar a un cura para que no celebre una boda, hay alguna pena. Entiendo, dijo para s el abogado, que en realidad no haba entendido. Entiendo. Y al punto se puso serio, mas con una seriedad entremezclada de compasin y solicitud; apret fuertemente los labios, haciendo salir de ellos un sonido inarticulado que aluda a un sentimiento, expresado luego ms claramente en sus primeras palabras: Un caso serio, hijo mo; un caso contemplado. Habis hecho bien en acudir a m. Es un caso claro, contemplado en mil bandos, y... precisamente, en uno del ao pasado, del actual seor gobernador. Ahora os lo muestro y os lo har tocar con mano. Dicho esto, se levant de su butacn, y hundi las manos en aquel maremgnum de papeles, hurgando entre ellos de arriba abajo, como quien mete trigo en un celemn. Y ahora, dnde est? Ya parece, ya parece. Hay que tener tantas cosas a mano! Pero debe de estar aqu de seguro, porque es un bando importante. Ah!, ya lo tengo, ya lo tengo. Lo cogi, lo desdobl, mir la fecha, y, poniendo un rostro an ms serio, exclam: el 15 de octubre de 1627! Pues claro: es del ao pasado: bando fresco; son los que ms miedo dan. Sabis leer, hijo mo? Un poquillo, seor abogado. Bien, seguidme con la vista, y veris. Y teniendo el bando desplegado en el aire, comenz a leer, farfullando precipitadamente en algunos pasajes, y recalcando detenidamente las palabras, con mucha entonacin, en otros, segn la necesidad. Si bien, por bando publicado de orden del Seor Duque de Vera el 14 de diciembre de 1620, y confirmado por el limo, y Exorno. Seor el Seor Gonzalo Fernndez de Crdoba, etctera, hase proveydo con remedios extraordinarios y rigurosos ante las opresiones, concusiones y actos tirnicos que algunos osan cometer contra estos Vasallos tan devotos a su S. M., sin embargo, la frecuencia de los excesos, y su malicia, etctera, ha crecido hasta tal punto, que ha puesto en la necesidad a su Excel., etctera. Por lo cual, con el parecer del Senado y de una Junta, etctera, ha resuelto que se publique el presente. Y comenzando por los actos tirnicos, mostrando la experiencia que muchos, as en las Ciudades como en las Villas... os? de este Estado, con tirana ejercen concusiones y oprimen a los ms dbiles en diversos modos, como son obrar para que se hagan contratos forzosos de compra, de arrendamiento... etctera: dnde ests? ah! ya te veo; od esto: que se celebren o no se celebren casamientos. Eh? Ese es mi caso dijo Renzo. Od, od, hay ms; y luego veremos la pena. Que se testifique o no se testifique; que uno se marche del lugar donde habita, etctera; que otro pague una deuda; aqul no lo moleste, aquel otro vaya a su molino: todo esto no tiene que ver con nuestro caso. Ah, aqu est: que algn sacerdote no haga aquello que est obligado a hacer por su ministerio, o haga cosas que no le correspondieren. Eh? Ese bando parece mismamente hecho a posta para m. Eh? verdad que s? Od, od: y otras violencias semejantes, que llevaren a efecto feudatarios, nobles, gentes medianas, villanos o plebeyos. No se escapa nadie: estn todos: es como el valle de Josafat. Od ahora la pena. Todas estas malas acciones y otras semejantes, aunque estn prohibidas, sin embargo, haviendo convenido poner por obra mayor rigor, S. E., por el presente, sin derogar, etctera, ordena y manda contra los contraventores de uno cualquiera de los dichos captulos, u otro semejante, que procedan todos los jueces ordinarios de este Estado con penas pecuniarias y corporales, y otros de destierro o galeras, y hasta de muerte... una bagatela! al arbitrio de su Excelencia, o del Senado, segn la naturaleza de los casos, personas y circunstancias. Y esto i-rre-mi-si-ble-men-te y con todo rigor, etctera. Hay para dar y tomar, eh? Y mirad aqu las firmas: Gonzalo Fernndez de Crdoba; y ms abajo: Platonus; y aqu: Vidit Ferrer: no le falta nada. Mientras el abogado lea, Renzo iba siguiendo lentamente con la vista, tratando de sacar bien claro el sentido de las frases, y de fijarse sobre todo en aquellas benditas palabras, que le pareca que podan ayudarlo. El abogado, viendo al nuevo cliente ms atento que aterrorizado, se maravillaba. Ser ste un pillo redomado!, pensaba para su coleto: Ah! ah! le dijo luego, os habis cortado el mechn. Habis sido prudente: pero si querais poneros en mis manos, no era preciso. El caso es serio; mas vos no sabis de lo que yo soy capaz, llegado el caso. Para comprender esta salida del abogado, hay que saber, o recordar, que, en aquel tiempo, los bravos de profesin, o los facinerosos de toda suerte, solan llevar un largo mechn de pelo, que se echaban luego sobre la cara, como una visera, cuando acometan a alguien, en los casos en que estimaban necesario no ser reconocidos y cuando la empresa era una de esas que requeran a la vez fuerza y prudencia. Los bandos no haban guardado silencio sobre esta moda. Ordena su Excelencia (el marqus de la Hinojosa) que aquel que llevare el cabello de tal largura que cubriere la frente hasta las cejas exclusivamente, o que llevare trenza, ya fuere por delante o por detrs de las orejas, incurra en multa de trescientos escudos; y en caso de insolvencia, de tres aos de galeras, la primera vez, y la segunda, adems de la antedicha, otra an mayor, pecuniaria y corporal, al arbitrio de su Excelencia. Permite empero, cuando se diere el caso de hallarse alguno calvo, o por otra causa razonable de seal o herida, que puedan aqullos por mayor decoro y salud suya, llevar el pelo tan largo como fuere menester para cubrir las tales faltas y nada ms; advirtiendo que no han de exceder lo debido y de pura necesidad, para (no) incurrir en la pena impuesta a los otros contraventores. Y manda otros a los barberos, bajo pena de cien ducados o de tres tratos de cuerda que sernles dados en pblico, y otra an mayor corporal, al arbitrio como arriba, que no dejen a aquellos a los que cortaren el pelo, suerte alguna de los dichos trenzas, copetes, rizos, ni cabello ms largo de lo ordinario, as en la frente como a los lados, y detrs de las orejas, sino que sea todo igual, como dcese arriba, salvo en el caso de los calvos, o de otros defectuosos, como dicho se ha. El mechn era, pues, casi una especie de armadura, y un distintivo de los perdonavidas y los maleantes; los cuales vinieron luego por ello a llamarse comnmente ciuffi. Este trmino se ha conservado y vive todava, con significado ms suave, en el dialecto: y no habr quiz uno solo de nuestros lectores milaneses, que no recuerde haber odo, en su niez, a sus padres, o al maestro, o a algn amigo de la familia, o a alguna persona de servicio, decir de l: es un ciuffo, es un ciuffetto. A decir verdad, como pobre honrado que soy respondi Renzo, yo no he llevado mechn en mi vida. As no vamos a ninguna parte replic el abogado, meneando la cabeza, con una sonrisa, entre maliciosa e impaciente. Si no confiis en m, no vamos a ninguna parte. El que miente a su abogado, sabedlo, hijo mo, es un necio que dir la verdad al juez. Al abogado hay que contarle las cosas claras: a nosotros nos toca luego embrollarlas. Si queris que os ayude, tenis que decrmelo todo, de cabo a rabo, con el corazn en la mano, como a vuestro confesor. Tenis que decirme el nombre de la persona de quien recibisteis la orden: ser naturalmente una persona de alcurnia; y, en ese caso, yo ir a verla para presentarle mis respetos. Mirad, no le dir que he sabido por vos que os mand l: confiad en m. Le dir que vengo a implorar su proteccin, para un joven calumniado. Y concertar con l los remedios oportunos, para zanjar el asunto honrosamente. Bien se os alcanzar que, salvndose a s mismo, os salvar a vos tambin. Si resultase que la travesura ha sido slo vuestra, ea!, no me retiro: a otros he sacado de peores atolladeros... Siempre que no hayis ofendido a una persona de renombre, entendmonos, me comprometo a sacaros del aprieto: con algn gasto, entendmonos. Debis informarme de quin es el ofendido, como suele decirse: y, segn sea la condicin, la naturaleza y el humor del amigo, se ver si conviene ms tenerlo a raya con las protecciones, o encontrar el modo de acusarlo nosostros de algn delito, y ponerle la mosca tras la oreja; porque, mirad, si se saben manejar bien los bandos, nadie es reo, y nadie es inocente. En cuanto al cura, si es persona sensata, no hablar; si fuera levantisco, hay remedio tambin para sos. De todos los atolladeros se puede salir; pero hace falta un hombre: y vuestro caso es serio, os lo repito, serio: el bando habla claro; y si el asunto hubiera de decidirse entre la justicia y vos, as, a solas, estarais fresco. Yo os hablo como un amigo: las travesuras hay que pagarlas: si queris salir con bien, dineros y franqueza, fiaros de quien bien os quiere, obedecer, hacer todo lo que se os sugiera. Mientras el abogado soltaba toda esta retahila, Renzo lo estaba mirando con una atencin exttica, como un bobalicn contemplando en la plaza a un titiritero, que despus de meterse en la boca estopa, estopa y ms estopa, empieza a sacar cinta, cinta y ms cinta, como si nunca fuera a acabar. Pero cuando entendi bien lo que el abogado quera decir, y el equvoco en que haba cado, le cort la cinta en la boca, diciendo: Oh!, seor abogado, qu ha entendido vuestra merced? Si es justo todo lo contrario. Yo no he amenazado a nadie; yo no hago esas cosas!: pregntele si quiere a todo el pueblo, y le dirn que yo nunca he tenido cuentas con la justicia. La bribonada me la han hecho a m; y vengo a ver a vuestra merced para saber qu debo hacer para obtener justicia; y bien me alegro de haber visto ese bando. Diablos! exclam el abogado, abriendo de par en par los ojos. Qu embrollo me habis armado? Es igual; todos sois lo mismo: por qu nunca sabris decir las cosas claramente. Dispnseme; vuestra merced no me dio tiempo: ahora le contar la cosa como es. Sepa que yo deba casarme hoy y aqu la voz de Renzo se quebr, deba casarme hoy con una joven, con la que hablaba desde este verano; y hoy, como le digo, era el da fijado por el seor cura, y tenamos todo preparado. Conque el seor cura empieza a poner unas excusas... bueno, para no aburrir a vuestra merced, yo le hice hablar claro, como era justo; y l me confes que le haban prohibido, bajo pena de la vida, celebrar esa boda. Ese prepotente de don Rodrigo... Alto ah! interrumpi al punto el abogado, frunciendo las cejas, respingando su roja nariz, y torciendo la boca Alto ah! Por qu vens a molestarme con esas patraas? Esas cosas, decidlas entre vosotros, que no sabis medir las palabras; y no vengis con ellas a un hombre de honra que sabe lo que valen. Marchaos, marchaos; que no sabis lo que decs; yo no trato con chiquillos; no quiero or esa clase de cosas, esas patraas. Le juro... Marchaos, os digo: qu se me da a m de vuestros juramentos? Yo no tengo nada que ver en esto: me lavo las manos y se las frotaba, como si se las lavase de verdad. Aprended a hablar: no se viene as a coger a traicin a un hombre de bien. Pero escuchad, pero escuchad repeta en vano Renzo: el abogado, sin dejar de gritar, lo empujaba con las manos hacia la puerta; y, en cuanto lo tuvo all, abri