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1 Pesadilla en Oriente Tokio, Japón 1.993 1995 Juan Carlos Giraldo Autor Armenia, Quindio COLOMBIA 2005

Libro pesadilla en oriente

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Pesadilla en

Oriente

Tokio, Japón

1.993 – 1995

Juan Carlos Giraldo

Autor

Armenia, Quindio

COLOMBIA

2005

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Nunca lo olvides:

paseamos sobre el

infierno

contemplando las flores.

Kobayashi Issa

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Pesadilla en Oriente

3. INTRODUCCIÓN

Soy un colombiano raso, pero la verdad de aquellos que llevan ese espíritu

aventurero y aquella sangre de arranque que es admirada en todas las

partes del mundo. Personalmente, me considero emprendedor, mujeriego,

libertino, dicharachero, alegre y buen amigo; inquieto a morir y siempre con la

mente puesta en el dinero, aclarando que después de muchas vueltas de la

vida y de la dura experiencia japonesa, aprendí a valorar las cosas del

adentro; nuestro ser interno, las satisfacciones no materiales y las grandes

posibilidades que nos regala la metafísica.

Haciendo valer ese espíritu de colombiano ambicioso, luego de montar

empresas y negocios en mi tierra en medio del derroche y la vida buena,

decidí viajar, para explorar otras latitudes, buscar nuevas experiencias,

conocer gente nueva para satisfacer mis instintos locuaces de buen

relacionista, pero siempre con el signo pesos marcado en la frente. Así, este

"enanito escribidor y gozón" por los años 90 comenzó su aventura, para dar

cumplimiento a la profética advertencia de un brujo que me marcó el destino

con mucho dinero por delante pero también con el "terrible canazo" que

tendría que soportar, como han de comprobarlo los lectores de este especial

"panfleto" que les escribo.

Le digo "panfleto", cariñosamente, porque nunca imaginé que yo Juan Carlos,

negociante, rebuscador y gocetas, fuese a atreverse a deglutir las líneas de la

escritura hasta llegar a la pasmosa visión de encontrarme con un libro mío al

frente de mis ojos. Dijo alguien que la "necesidad es la madre de la inventiva"

y a ese refrán le debo mi osadía para haberme aventurado en el difícil arte

de las letras. La necesidad de desahogarme ante mis amigos y ante la

humanidad entera, para narrar una terrible pesadilla de que fui sujeto y

juguete por parte de una de las razas más adelantadas del mundo, la

japonesa; eso hizo que me atreviera a zambullirme con cabeza testaruda con

un lápiz y un papel.

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Por lo que les he dicho, es que quiero advertirles a quienes lean esta historia

que me perdonen, porque no fue mi pretensión presentar un libro de alta

literatura. Mi gran deseo consistió en satisfacer una imperiosa necesidad de

contar burdamente, a mi manera y a mis capacidades, narrándoles la historia

patética, descarnada, objetiva y desgarradora que me tocó vivir como

colombiano en una prisión extranjera.

Es mi deseo que lo tomen como una experiencia que demuestra la bajeza

humana; hasta donde llega la capacidad maquiavélica y depravada de

muchos jueces del mundo, al coger un ser humano inocente y a quien no se

le pudo demostrar nunca la culpabilidad, pero que utilizando artimañas,

trampas, enredos, presiones y torturas psicológicas y físicas, tenían que llevarlo

a la picota, como si una fuerza maldita les ordenara que ese ser humano

tenia que ser condenado a toda costa.

Tengo que repetir que es la narración no de un escritor sino de un hombre

emprendedor y aventurero que forzosamente se tuvo que emparentar con el

conocimiento, los textos, las revistas y los libros, pues en el cautiverio, mientras

tuve las posibilidades y luego de aquietar una mente destruida por el dolor y

la tortura, me sirvió ese cautiverio para convertirlo en una pequeñita aula de

estudio en donde por fin el alumno tuvo que aplicarse y entender finalmente,

que era mejor superar el dolor y la adversidad y buscar en los caminos de la

lectura y la escritura, las distracciones para apaciguar la pena y lograr

conocimiento.

Ese diploma imaginario que me entregaron en Kosugue, con una tesis

laureada en. "Amarguras, Pesadillas, Humillaciones, Aguantes, Injusticias y

Traiciones" es el que me otorga la carta para decirle a un país y a la

humanidad entera que obtuve "Grado de Sobreviviente” en la espantosa y

terrible Universidad de Kosugue.

Si todos toman mi libro sobre la advertencia noble de que es un testimonio y

una vivencia de un hombre común y corriente que le cumplió al destino la

tarea que le impuso, quedo satisfecho y feliz. Los que por sus exigencias o su

personalidad, no lo puedan tomar así, les ruego que me perdonen por

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haberme atrevido a escribirlo.

De todas maneras, para unos y otros, a pesar de los baches, de los errores en

el manejo del lenguaje, esta narración constituye un ejemplo y una

advertencia para el hombre "MADE IN COLOMBIA", porque esa chapa de

Colombiano debo decirlo como es mi estilo franco y rasgado, es un sello que

merece ser reconstruido desde el punto de vista cultural, de imagen y de

aceptación, porque de lo contrario, cualquier compatriota por privilegiado

que sea, está sometido al riesgo de correr la triste suerte que me tocó correr y

que deseo en lo profundo de mi corazón no le ocurra a ninguno de mis

coterráneos.

Si esta advertencia a manera de conclusión, es bien recibida, habrá

cumplido su misión este humilde libro.

BUSCO PERSONA O EMPRESA EDITORIAL QUE CREA EN MI

PROYECTO DE VENDER ESTA HISTORIA DE VIDA Y

EXPERIENCIA TESTIMONIAL OCURRIDA EN EL JAPON; SÓLO

EN JAPON HAY UN MERCADO POTENCIAL DE 130.000.000

CIENTO TREINTA MILLONES DE HABITANTES ESPERANDO

POR ELLA , AHÍ FUE DONDE OCURRIÓ Y VIVÍ LA HISTORIA .

PESADILLA EN ORIENTE La búsqueda de un mejor porvenir, conduce a nuestro autor y protagonista a intentar cristalizar la

realización del “sueño del emigrante” Es conocido el término del “Sueño Americano” refiriéndose a los inmigrantes que llegan a los Estados Unidos tras la oportunidad de su vida. En los actuales tiempos podríamos entonces, hablar del “sueño Español”, del “sueño Europeo” u otros sueños. Cantidad de países se nos presentan como alternativa para realizar el propósito de dar un cambio positivo a nuestras vidas, principalmente económico, a partir de una oportunidad laboral y productiva que no encontramos en nuestra nación. Visto así, podríamos decir que nuestro protagonista, se instaló en el lejano oriente queriendo realizar su “Sueño Japonés”. Lo que no estaba en sus planes era que el destino le cambiaría ese sueño por una PESADILLA EN ORIENTE. Todo estaba marcado desde el inicio por una suma de factores: las predicciones de un brujo, antes de partir de su tierra natal. El paisano Wilson que llegó a vivir como vecino de apartamento y con quien entabló cierta amistad sin conocer las actividades ilícitas a las cuales él se dedicaba. El allanamiento en el momento que departía con su vecino. El estar en el lugar equivocado, a la hora precisa del traumático suceso. El estigma del narcotráfico, que lo señalaba por el sólo hecho de ser colombiano. Comienza la pesadilla. En un instante, se pasa de ser un hombre libre, recreando su futuro lleno de planes y de ilusiones, a ser un prisionero acusado del delito de narcotráfico. Viene todo un proceso judicial, de interrogatorios plagados de presiones sicológicas, de violación del derecho a un debido proceso, una serie de audiencias, todo dejando entrever el afán de las autoridades

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japonesas de mostrar resultados positivos, aunque ello conllevara el hecho de encontrar en Juan Carlos a un chivo expiatorio, aun a costa de su inocencia. En este período transcurren dos años en la prisión de Kosugue, tiempo durante el cual vivió situaciones encontradas de tortura física y sicológica, instantes de locura, tal vez fingidos o bordeando los límites de la cordura, casi hasta desfallecer en su propósito de no claudicar ante la inquisidora actuación de sus carceleros y jueces. Aflora aquí su admirable tenacidad para resistir en la continua espera, en la fijación mental del instante de libertad. Y así se dio. Al final su probada inocencia, el retorno a su tierra natal, la inesperada indemnización por parte del gobierno japonés. El libro tiene total vigencia en los actuales tiempos. Siempre vemos personajes de todas las latitudes en la búsqueda del “Sueño del Emigrante”. El narcotráfico extendiendo sus tentáculos, no importa como afecte a quienes tengan la desgracia de cruzarse en su camino. La historia es real, y como tal deja una reflexión en el lector, la cual la podemos enfocar desde dos puntos de vista. El primero, una prevención para aquellos que eligen el camino del bien, pero que deben permanecer alertas ante el peligro de involucrarse con personas o en situaciones que lo conduzcan a vivir la “Pesadilla del Emigrante”. El segundo punto de vista, una advertencia para aquellos que eligen el camino fuera de la Ley, y las consecuencias que esta actuación les puede acarrear. J.R.M.T.

E. mail: [email protected] Teléfono (57) 3146464424 [email protected]

JUAN CARLOS GIRALDO C. ARMENIA, QUINDIO, COLOMBIA

1. El Señor Wilson El subdesarrollado esnobismo que sentimos en nuestra atribulada patria, hace que nos lancemos a la aventura de buscar en otra parte lo que no somos capaces de hacer y

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conseguir en nuestra tierra. Este ignorante sentimiento hizo que un día me montara en un avión y fuera a parar al otro lado del mundo, donde mi escasa cultura se estrelló con lo más avanzado y civilizado del planeta, Japón. Después de haber viajado por Europa y parte de Asia, me encontré buscando trabajo en Tokio, capital del país del Sol Naciente. Luego de pasearme por Madrid, Frankfurt, Bangkok y Singapur, decidí quedarme en el Japón probando suerte. No sabía que habría de vivir allí la peor pesadilla de mi vida. Llegué a la gran urbe en febrero de 1992. Me paseé extasiado, viendo el derroche de tecnología en aeropuertos, trenes y en las colosales estaciones, que pasan a ser verdaderas ciudades o urbes portuarias. Por donde se anduviera, se veía que la cibernética había hecho de las suyas con esta pujante y opulenta raza; era impresionante el respeto que habían desarrollado por la vida humana, después de la beligerante experiencia que tuvieron. Lo mismo que la organización política y social es algo de admirar en todas sus formas y conductas, se podía palpar también la aplicada técnica y la destreza cultural desarrolladas a través de la milenaria experiencia. Claro que esta vida social de libertad y desarrollo no dejaba de estar marcada por alguna de las torcidas costumbres, como las denominó su Emperador en otro tiempo. Una de estas costumbres es la degradante y depravada vida sexual que se vive a lo largo y ancho del Japón. Esto puede ser un contrasentido a su avance pero no deja de ser una realidad cultural. Después de deambular algunos días por Tokio, un pakistaní me ayudó a conseguir trabajo en un sector retirado, en una fábrica de autopartes; allí pude trabajar por varios meses y llevar una vida tranquila, lejos de la ciudad. Como este país también había entrado en una depresión económica, hubo una disminución de personal y yo fui uno de los afectados. Volví a Tokio, y a los pocos días conseguí trabajo en un restaurante, en horario nocturno. Era muy duro, porque me tocaron jornadas de hasta catorce y dieciséis horas diarias; pero a la vez fue muy gratificante porque con este trabajo sufragaba todos mis gastos, podía mandar dinero a mi familia y en mis días libres viajaba a conocer algunas ciudades y sitios importantes del Japón. Me fui a vivir en un suburbio de Tokio, por los lados de Sinjiku, que era donde yo trabajaba. Pude disfrutar de las comodidades que goza la gran raza. Uno de los juguetes que más me impresionó fue el imponente y veloz tren bala, el cual se desplaza a una velocidad exorbitante, produciendo un expectante vértigo. A pesar del impacto cultural que todo esto produce, fue una experiencia muy enriquecedora el poder compartir con otras idiosincrasias, ya que la gran metrópoli alberga una variopinta muchedumbre de todo el mundo. El contacto con exóticas y distintas experiencias me hizo cambiar el primario concepto que tenía sobre la urbe y la gama pluricultural que la cubre. Mi vida se dividía solamente en trabajo y esparcimiento. Nunca pensé que la curiosidad y admiración que yo desplegaba por los japoneses, por su excitante forma de vivir y de ser, se fuera a amalgamar con la más sórdida experiencia de purulenta degradación, producida por un pozo séptico que tienen en un rincón de su isla, atiborrado de seres humanos a los que se les está aplicando el más primitivo de los correctivos.

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Todo empezó cuando un paisano mío llegó a vivir al lado de mi apartamento en el mes de diciembre de 1992. Este señor llegó con su bellísima esposa; era un hombre cordial y afable con el cual empecé a trabar amistad. Dio la casualidad de que esta relación se suscitó en el decembrino añoramiento, lo cual hizo que nos volviéramos más amigos, celebrando y departiendo en algunas ocasiones en esa época navideña. Por haber estrechado esta amistad, me vi involucrado en las ilícitas actividades del señor Wilson. Al pasar los festejos de diciembre, el once de Enero de 1993, cuando salía de trabajar, me encontré con Wilson en la puerta de su apartamento. Entraba él con unas bolsas de supermercado en la mano y me invitó a seguir. Como se trataba de apartaestudios en los que todo está integrado, me hizo señas de que habláramos bajito porque su esposa yacía en un colchón, durmiendo en el piso. Cruzamos algunas palabras y ya me disponía a marcharme, cuando de repente tumbaron la puerta; mi cara quedó gélida frente a una pistola de grueso calibre. Detrás de la pistola un individuo gritaba: “Polic, polic”. Mientras varios de estos individuos nos apuntaban fría y fijamente, otros empezaron a desarmar el apartamento, encontrando a la esposa de Wilson y debajo de su almohada un bolso que contenía cocaína y marihuana. Subieron el techo del apartamento y encontraron una bolsa con 300 gramos de cocaína y 170 de marihuana. Cuando terminaron la búsqueda pasaron a hacer unas pruebas técnicas con unos reactivos, los cuales dieron positivo a estupefaciente. De inmediato nos dijeron: “Quedan todos arrestados”. Nos esposaron y sacaron del apartamento, para ser introducidos en vehículos diferentes cada uno. Esta fue la última vez que vi a Wilson en muchos días, a su bellísima esposa nunca más la volví a ver.

2. El Interrogatorio Fui conducido por Tokio a un rústico edificio; después de pasearme por unos cavernosos corredores, me encontré prensado en un minibúnker al frente de una escrutadora y desafiante mirada. Me separaba de este hombre un arcaico escritorio que a la vez me cercaba y aprisionaba en un sofocante metro cuadrado. Este señor empezó a apremiarme fuertemente en su idioma; le contesté que yo sabía hablar muy poco japonés. El hombre, enfurecido, insistía en que yo sabía hablar japonés. La verdad es que yo hablaba algo de japonés, pero no para sostener una conversación fluida y coherente, y mucho menos en ese desdichado instante. El hombre me gritó e insistió de mil formas diferentes por espacio de tres o cuatro horas para hacerme hablar un elocuente japonés que, por más que quise, no me fluyó. Después que desistió de su primer intento de asesinato moral, al cual me iba a confinar por algunos años, me extendió una taza de agua caliente con una hogaza de pan, desapareciendo por la fortificada puerta y dejándome solo en el pequeño búnker; pero no sin antes de despojarme de todas mis pertenencias, como pasaporte, billetera y setecientos veinticinco yenes (ocho dólares). Media hora más tarde se abrió la puerta y ahí estaba el desafiante policía con una bolsita, unas tijeras y un frasco en la mano; se me ordenó orinar en el frasco, después me cogió por los cabellos y tijereteó uno de mis mechones, el cual introdujo en la bolsita. El policía desapareció para regresar acompañado de una delgada señora que llevaba un saco en hombros abrochado por el cuello y unas gruesas antiparras. Con estas dos inocentes criaturas empezó la maquinación policiva y fiscal de violación a mis más elementales derechos. Si hubiera podido acogerme a algunas de las leyes

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constitucionales del Japón me habría defendido de los abusos, pero nunca me nombraron siquiera mis derechos, y cuando en algunos momentos se me ocurría pedir algunas prerrogativas que la ley me daba, como el teléfono, no hablar, o comunicarme con la embajada de mi país, olímpicamente soslayaban mis más elementales derechos. En medio del infernal acoso al que me vi sometido durante casi un mes, desde las ocho de la mañana hasta las siete u ocho de la noche, pedí en repetidas ocasiones que por favor me facilitaran ayuda, sin ni siquiera imaginarme que era un derecho y para ellos un deber judicial habérmela facilitado. Pero era tal el mórbido y violento desenfreno del organismo policivo, que no hubo poder humano posible para evitar que me mandaran, ya degradado intelectual, moral y físicamente, durante dos años a un purulento pozo séptico que los japoneses tienen en un rincón de su isla. Y todo por una cocaína que ellos le habían encontrado a una persona que en esos momentos estaban poniendo en libertad. Con lo primero que empezaron a impresionarme fue con el cuento de que yo pertenecía a un gigantesco cartel de operación mundial y cuyo máximo jefe estaba en Medellín, que lo mejor era que confesara ya porque ellos tenían todas las pruebas y evidencias sobre esto. Supuestamente tenían fotografías, vídeos y había cantidad de testimonios. Este fascinante guión cinematográfico, rodado durante muchas horas, fue completado con una vil calumnia: que yo era un depravado, drogadicto, marihuanero y ellos me habían visto. Decían que lo mejor era que confesara ya que iba a ser peor, cuando salieron los resultados de laboratorio se iba a revelar mi aberrante vicio; decirle al obtuso policía que ni cigarrillo fumaba era atizar la feroz y hambrienta cacería que tenían por su presa. Fueron tantas las veces y los días que se me tildó de drogadicto que, alterado y en vista que hacía días me habían recogido la orina y había sido víctima de la mutilación capilar, lo cual, por cierto, fue ilegal ya que la ley no lo permite; me tenía tan fastidiado este señor con la muletilla de drogadicto, que un día lo apremié a que me trajeran los resultados de laboratorio, que ellos ya los debían tener. Cuando lo enfrenté en esta forma, dejó translucir en sus gestos que no tenía cómo probar técnicamente su calumnia. Tenía que constituir su prueba a punta de engaño y amenaza, fabricándola sobre un escritorio, valiéndose de artimañas para ver si yo lo aceptaba. Así acabó el proceso en mi contra como drogadicto (en Japón la adicción a las drogas es castigada penalmente) porque nunca más volví a ser vilipendiado por este concepto. Durante el tiempo que estuve bajo la “benigna protección” de este organismo policivo, por ahí a las ocho, muchas veces a las nueve de la noche, me llevaban a pernoctar en una elegante y fortificada estación de policía. Después de ser conducido por salones y corredores, llegábamos a una sofisticada puerta de seguridad que parecía una bóveda bancaria; ésta escondía detrás unas elegantes celdas de seguridad dotadas con una mullida alfombra, calefacción, aire acondicionado, impecable porcelana sanitaria, lo que contrastaba perfectamente con el amarillo y tierno pastel de la pared. Este derroche de elegancia y pulcritud con lo que sí no hacía contraste era con un solo baño y una muda de ropa a la semana, ni siquiera la ropa interior nos podíamos cambiar a diario. Esta historia tendrá como característica un infantil y sádico contrasentido: recuerdo que dentro de la celda sólo había como elemento de aseo un lavamanos y un elegante sanitario ridículamente encerrado en una urna de cristal, para que un escrutador guardia desde su garita pudiera ojear nuestras olorosas necesidades.

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A las seis de la mañana me hacían levantar, me daban un pocillo de agua caliente con un pan y a los pocos minutos llegaban los afectos oficiales para llevarme a su central de operaciones; este fue la misma rutina durante casi un mes. El modus operandi, como empezaba la programación en la cual circundaba toda la trama montada por ellos, era que la cocaína y la marihuana eran mías, que Wilson y Dora ya habían confesado que eso era mío; también algunas personas que habían sido detenidas por los alrededores del edificio donde yo vivía habían declarado en mi contra. De esta ilegal opresión fui víctima todo el tiempo. A los muchos meses de la dantesca odisea, me enteré de que, como extranjero y desconocedor de las leyes japonesas, yo tenía el derecho, y ellos estaban en la obligación judicial y legal, de haberme puesto en contacto con mi embajada, cosa que nunca hicieron. Este diestro oficial, después de calumniarme y bombardearme todo el día con insidiosas y mal intencionadas preguntas, a eso de las siete u ocho de la noche cogía sus notas y empezaba a armar su fantasía policiaca. Antes de retirarme la leían, y yo me daba cuenta de que estaba plagada de inconsistencias, apuntando todas a que yo era el dueño de la droga. Cuando yo objetaba algo, este señor se desencajaba y empezaba a gritarme que yo había dicho eso. Le pregunté por qué él no escribía toda la declaración tal y como yo la decía, y me contestó que yo hablaba mucho. Así es que nunca firmé la declaración que di, sino la que ellos construían a su libre albedrío, después que le hacían cantidad de tachones y correcciones. La solícita traductora hacía una fugaz traducción, clavaba sus rayados ojos en mí como puñaletas y decía: “Firme aquí”. Esas traducciones nunca fueron hechas al español por escrito. A los pocos días de estar en esta situación la rutina cambió. No fui llevado a la Central de Operaciones sino a otro edificio, donde fui conducido por unos corredores hasta un punto donde había una cantidad de personas esposadas. Las iban haciendo pasar por una puerta y entre esas pasé yo. Me encontré frente a un escuálido anciano japonés que me saludó cordialmente y me hizo la ya conocida pregunta: ¿de quién era la cocaína y la marihuana?. Le contesté que no sabía, y me quedé esperando que me dijera narcotraficante, drogadicto, mentiroso, pero vaya sorpresa que me llevé cuando, en un tono circunspecto, me dijo que no me podía dar la libertad hasta cuando no se aclarara de quién era la droga. Inmediatamente me di cuenta de que era un juez. Fui retirado de allí y llevado a la Central de Operaciones que sabemos. Otra de las fascinantes experiencias que viví en el pequeño búnker era que, de un momento a otro, se empezaban a oír varios gritos muy fuertes, como cuando están apremiando a alguien. El detective que me interrogaba hacía acopio de lo que escuchaba e inmediatamente empezaba a gritarme; mi instinto de conservación y mi temor me hacía callar y solamente pedía que por favor me comunicaran con la embajada de mi país. Recuerdo que cuando yo hacía demandas sin saber que eran derechos legales, este señor entraba en pánico y se convertía en la más dócil de las bestias. Empezaba a darme unos tiernos y consoladores consejos, me decía que él lo único que quería era ayudarme, porque le tenía muy preocupado mi situación, y yo le decía arigato (gracias). Cuando este señor se sentía frustrado y cansado de ejercer presión, al ver que no lograba hacerme decir que la cocaína y la marihuana eran mías, una virulenta enfermedad nerviosa hacía metástasis, ya que su mandíbula empezaba a temblar. Al principio creí que era un mecanismo para infundirme temor, pero después pude darme cuenta de que era otro ser humano patológicamente afectado por las purulentas vicisitudes de la vida.

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Otra de las particularidades que pude compartir con mi compañero de búnker, fue la irregular dieta que llevamos los dos por los días que compartimos el cautiverio. Mientras a mi amigo policía le traían un almuerzo, como decimos en mi tierra “con todos los fierros”, a mí me traían una taza de agua caliente con una hogaza de pan. Así, mientras el preocupado policía digería su almuerzo, yo engullía mi banquete; esta grotesca actividad la hacíamos dentro del más cordial de los compartires. En esta forma departimos la mesa por muchos días. A esta rigurosa dieta agregaba él un complemento vitamínico; era que este señor fumaba compulsivamente todo el día. Claro que esto en los japoneses no es raro ya que están catalogados entre los mayores consumidores de tabaco en el mundo. Lo que sí era salido de tono es que los japoneses son muy pulcros en el cumplimiento del reglamento dentro de su trabajo, y fumar dentro del trabajo es casi un delito: mientras se labora no se fuma. Pero este funcionario violó el reglamento durante todo el tiempo. Claro está que después se develó que el trabajo que ese organismo hizo conmigo era una operación clandestina, al margen de la ley, y por lo tanto no era algo oficial; tal vez a eso se debió la fumadera. Esta situación del tabaco se volvió tan bochornosa, que a los pocos días la traductora le dijo al policía que la tenía afectada el humo, que mientras estuviera fumando permaneciéramos con la puerta abierta, porque el pequeño búnker no tenía ninguna ventilación. El policía muy cordialmente aceptó, cosa que me favoreció también por lo de la ventilación, y empecé a solazarme con la puerta abierta, por donde veía pasar a mis anfitriones con otros desdichados que tenían en sus manos. Uno de los tantos interrogantes era que yo dónde tenía el dinero de la venta de la cocaína, que lo confesara porque de lo contrario, cuando ellos lo encontraran, iba a ser peor para mí. Como ellos se habían apoderado de mis documentos personales, ahí estaban los comprobantes de pago de lo que había ganado en Japón, lo mismo que los comprobantes del dinero que había girado a mi país. El policía me dijo que todo eso lo estaban investigando y muy pronto saldría a la luz. De tanto ahondar en busca de evidencia tangible que me ligara directamente con la droga para poderme acusar, iban cayendo en el mórbido deseo de mandarme a la podredumbre, no quedándoles otro camino que el de fabricar la evidencia sobre ese escritorio. Estos interrogantes tenían una variante: cada cuatro o cinco días, antes de llevarme al Centro de Operaciones, era llevado ante el Fiscal. Este señor, en tono apremiante y como enojado, con un grueso expediente en la mano, leía y soltaba acusadoras preguntas que yo iba negando. Este funcionario quedaba enojado porque no lograba hacerme declarar confeso. La letárgica y desagradable visita terminaba con un dictado que le hacía a un escribiente, se lo extendía a la traductora, que en un martillado español machacaba una indescifrable traducción y luego de que todos me clavaran sus miradas, la traductora estiraba su espatulada mano con un lapicero y la gutural frase: ¡Firme aquí!. Inmediatamente después de haber estampado mi rúbrica, los afables policías se disponían a poner lazos y grilletes para conducirme nuevamente al pequeño búnker o sofisticada “lavadura cerebral”. Quiero aclarar al lector que esta parte de la historia es difícil de contar cronológicamente con fechas exactas. Primero por el impacto emocional al que estaba expuesto, y segundo porque todos esos días estuve bajo los efectos atolondradores de un salvaje lavado cerebral a pan y agua, al cual fui sometido durante aproximadamente cuatrocientas horas casi ininterrumpidas de la más cobarde opresión. Todo giraba en torno a que esa droga era mía y que yo era un degenerado drogadicto criminal.

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A los muchos días de estar en esta situación la táctica cambió; empezaron a decirme que todo se había aclarado, que Wilson había confesado que él me había dado a guardar esa droga, a lo cual yo me había negado. A mí me tenían convencido de que si decía que esa droga era mía, me iban a soltar; estoy firmemente seguro de que lo iba a hacer para que me dejaran en paz, porque el agotamiento cerebral y la presión emocional eran muy fuertes. Otra cándida en la que caí fue que pensé en pedir ayuda a mi familia o amigos y por eso insistí en comunicarme con la embajada, a lo que siempre me contestaban que ellos llamaban, pero que nadie se ponía al teléfono. Les dije una vez que, por favor, me pusieran en contacto con un abogado. Me contestaron que yo no tenía con qué pagarlo y también debería contratar los servicios de un traductor. Como esta idea de buscar ayuda en alguna parte la expresé muchas veces, la solícita traductora se compadeció de mi situación haciéndose cargo del asunto, sembrando en mis deshilachadas entrañas la esperanza de que ella se haría cargo de comunicarse con la embajada, llamaría a mi familia y para rematar me contactaría con un excelente abogado amigo de ella. Con tan mala suerte para mi ya sentenciado destino que la señora nunca se pudo comunicar, ya que los teléfonos siempre estuvieron ocupados o no contestaban y a su amigo nunca lo encontró en la oficina. Esta luminosa esperanza se apagó cuando tenía ya metida la perdiz en la podredumbre del refinado pozo séptico de Kosugue. Recuerdo que en los últimos momentos que les quedaban para construir una prueba que me ligara a la droga y así poder mandarme al purulento destino que ya tenían determinado para mí, el interrogador se sentó con el atiborrado arsenal de declaraciones que me habían hecho firmar durante un mes; en una presurosa y desesperante excitación iba devorando y haciendo preguntas y a la vez fabricando sobre su escritorio la estocada con la que me mandaría a la cárcel los próximos dos años. Como yo dije haber visto a Wilson con paquetes y dije que nos habíamos hecho favores, este diestro guionista policivo hizo el coherente y convincente guión de que las bolsas o paquetes que yo le había visto a Wilson eran cocaína, y que los favores que él me había hecho eran la participación en las utilidades. Cuando me hicieron la traducción, olí muy mal todo eso, más cuando les oí decir que yo la había entregado tres gramos de cocaína a un iraní. Yo objeté que todo eso era falso, pero la hábil pareja se dedicó a convencerme de que eso sólo hacía parte de una teoría ya pasada que no me perjudicaba porque Wilson había confesado que él era el dueño y responsable de todo. Con este engaño lograron el puntillazo final al ya zanjado destino que me esperaba (recordando en retrospectiva esta sórdida situación, no se me olvida la cara de placer del policía; para mí fue sólo otro día más, lo único que deseaba era estar solo en mi elegante celda). Al otro día amanecí muy mal, mis neuronas eran como entumecidas. La patética situación en la que me encontraba era el caldo de cultivo perfecto para lo que ellos necesitaban. Ese día, muy temprano, fui conducido ante el Fiscal, que me volvió a dictar el guión hecho por el policía el día anterior. Intenté objetar nuevamente pero me dijo que por qué primero decía una cosa y después otra. En medio de esta discusión me dijo: “Va a firmar o no”, y como por arte de magia cometí el error que ese organismo había buscado durante días, que firmara mi propia acusación.

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Cuando salí de la oficina, el Fiscal me dijo que él me veía muy mal, que si me provocaba ver a un médico, a lo cual le contesté que lo único que yo quería era estar en paz, y me llevaron. Ya sabía para dónde iba. Cuando me encontraba en el oprimente metro cuadrado al que había sido confinado durante todos esos días, hubo un momento en el que el detective me estaba apremiando y se detuvo para preguntarme si quería ver a un médico. Le pedí que, por favor, me dejaran en paz. Lo vi tan impactado por mi aspecto que suspendió el interrogatorio de inmediato; esa fue la única vez que fui devuelto a la celda en las horas de la mañana, también fue la última vez que vi a mi abnegado amigo policía. Firmé esas declaraciones porque me dieron la palabra de que Wilson había confesado todo, que él era el dueño y responsable, y ya sabían que yo no tenía nada que ver con esa droga. Con esta acechadora y veraz teoría fui asaltado en mi ignorante y buena fe, con lo cual pusieron dos años de mi vida en la sombra. Toda esta remembranza es una estela de destellos de las letárgicas horas del lavado cerebral. No se me olvida la cara de cándida oveja que ponía el policía cuando con sus rayaditos ojos me decía que confiará en él, que él era digno de toda mi confianza y que me desahogara; cuando le dije que yo también era digno de estar en libertad, estalló en un ataque de ira, creí que me iba a pegar. Tampoco puedo olvidar ese último día cuando muy tierna y cordialmente se despidió de mí con una deplorable cara, conmovido y preocupado por mi situación. Esa digna preocupación me tuvo dos años ardiendo en la caldera del diablo, chupando su exquisita miel. Siempre he querido publicar esta historia, pero no he tenido oportunidad. Ojalá que el día que se publique, todas las personas que estuvieron en el teatro donde se desarrolló esta pantomima, saquen toda la evidencia que se develó durante catorce audiencias y deben tener en sus anaqueles, con la cual se prueba jurídicamente mi inocencia. Lo más grave es que, omitiendo descaradamente y habiéndose probado que a la esposa del señor Wilson le encontraron el bolso con cocaína y marihuana, me condenaron por posesión de él, después de haberla declarado a ella inocente y darle la libertad; todo esto sería sustentado y probado jurídicamente, al final del juicio. Cuando me condenaron, le pedí al señor Juez Presidente el favor de que me fuera entregada copia del proceso y me dijo que yo no podía tenerlo. Así terminó esta primera etapa del secuestro en el que estuve. Digo “secuestro” porque las únicas personas que sabían dónde me encontraba eran los del Ministerio Público y sus lugartenientes, y porque se obstaculizó deliberadamente la comunicación con mi embajada y con cualquier otra persona ajena a ellos que me hubiera ayudado a recobrar la libertad y muy seguramente hubiera evitado la chamuscada en el asador del diablo a que me sometieron durante dos años.

3. Kosugue Al otro día de haber firmado mi propia acusación, en las horas de la mañana, fui subido con todos mis bártulos en un viejo bus, amarrado hasta las pelotas. Dimos un paseo por Tokio, hasta llegar a un rústico edificio; nos apeamos y entramos a un lugar muy espacioso que parecía un hangar o un galpón, lleno de jaulas a lado y lado, con un gran

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derroche de espacio en el centro. Me hicieron entrar en una de estas jaulas con otros individuos; a los pocos minutos se acercó un guardia y en un gutural japonés me dijo: “No se puede hablar, mover, hacer ejercicios, rezar, pelear, estas actividades están prohibidas, y deberán permanecer en el mismo sitio”. Este reglamento fue la constante durante los siguientes dos años de esta historia de mi vida. En este sitio hubo una vaga ilusión de que las cosas iban a mejorar, pues la ración fue duplicada a dos exquisitos panes. Pensé: “Ahora sí se compuso esto”; en comida sí, pero sólo el diablo sabía lo que se venía ya que me dirigía a su casa (Kosugue). Al mucho rato de estar ahí me pasaron un desprendible que decía que el Fiscal me procesaría, y desde ese momento hasta cuando se dictara sentencia quedaba en “retención preventiva”. Me pusieron grilletes y nos dirigimos a donde iba a pasar mis próximos anquilosados y deprimentes dos años de depravado cautiverio, suspendido en la guillotina seca, por una cocaína que le fue encontrada a una persona que fue puesta en libertad y declarada inocente por el mismo organismo que en ese momento me iba a procesar. Sería el último paseo en vehículo por muchos días; la verdad es que nunca había cambiado tanto de vehículo pues todos los días me movilizaban en un modelo diferente, pero este privilegio había terminado. Llegamos a Kosugue. Al apearnos del bus, entramos en el avanzado desarrollo de rehabilitación carcelaria de la gran potencia del Sol Naciente. ¡Qué ironía! Es una edificación medieval. Después de recorrer un rato esta ruina arqueológica, nos encontramos en un estadio muy grande, con una cantidad de nichos alrededor. Una de las personas que iba detrás de mí empezó a decir algo sobre este campo, inmediatamente se le abalanzaron unos guardias que prácticamente lo pusieron en el pabellón de fusilamiento. Seguidamente se nos hizo el recordatorio correctivo: que estaba totalmente prohibido mirar o hablar con alguien. Nos introdujeron en un nicho unipersonal donde uno no se podía ni medio voltear. Nos tuvieron así no sé cuántas inagotables horas de depresiva expectativa. Cuando tuve la osadía de curiosear, fui violentamente agredido por un gendarme que, por los alaridos que dio, estoy seguro de que me hizo un consejo de guerra. No me volví a atrever siquiera a voltear los ojos. A las muchas horas me hicieron pasar al salón, se me hizo llenar un formulario donde se hacía una exhaustiva investigación de mi árbol genealógico y una cantidad de impertinentes preguntas respecto a mi vida; como si en Kosugue la vida valiera alguna cosa. Después nos hicieron estacionar con nuestros bártulos en unos parqueaderos que hay demarcados en el piso del gigantesco salón. Dentro de esta demarcación nos hicieron empelotar y regar todos nuestros objetos personales para hacer un aburrido inventario. Cuando terminamos con esto, caminamos en fila india hasta donde se encontraban unos galenos que hicieron un minúsculo escrutinio de nuestro cuerpo y un menguado examen médico que consistió en meternos un copito por el culo. Con el esmerado cuidado que mostraban con nosotros creí que había llegado al paraíso. ¡No sabía yo en qué país me encontraba! Pensaba que estaba en las mejores manos del planeta, que estaba entrando en esos momentos al sistema de rehabilitación carcelaria más avanzado y desarrollado del orbe. Mis pensamientos fueron: deporte, trabajo, estudio, superación, rehabilitación, “avance y

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desarrollo”. No imaginé jamás que acababa de entrar al más retrógrado y depravado de todos los sistemas carcelarios. Por esta joya arqueológica se veía gente trabajando jardinería, plomería, pintura. Inmediatamente me vi en esos menesteres de rehabilitación. Pero sólo fue una ilusión de mi conciencia para apaciguar mi desesperación. ¡Qué equivocado estaba! Aquí continuó la inagotable cadena de atropellos y violaciones a mis derechos como ser humano y a las leyes constitucionales del Japón. Después de haber pasado por todos los protocolos médicos y de advenimiento a mi nuevo hogar, fui conducido por una legión de hombres a un pabellón de máxima seguridad. Allí fui entregado a un desdentado cumplidor del régimen que muy calurosamente me recibió. La primera instrucción didáctica que recibí de este bien adaptado y depravado carcelero, fue que embutió su dedo en mi pecho unas cien veces, para que aprendiera a decir muy juiciosamente el número de presidiario que me habían asignado, ya que me costó bastante trabajo aprender a decirlo en la lengua vernácula de los ojirrasgados; cada vez que me equivocaba estrellaba su índice en mi pecho, y a pesar del doloroso método su efectividad fue de un ciento por ciento pues nunca se me ha borrado de la memoria: tres mil seiscientos setenta y nueve (san-ropi-jiaku-nona-ju-kiu-bom). Aprendida la lección fui introducido en una microcelda llamada por ellos “habitación”, que es un cubículo de tres metros por uno con cincuenta, con un sanitario. Había en el suelo un colchón y unas cobijas. En medio de esta esquizofrénica confusión, lo único que pudo mi cerebro sugerirle a mi limitada humanidad, fue que se metiera a invernar en ese lecho de espinas. Tiré mis ciento cincuenta y seis centímetros en el piso, metí mi perdiz debajo de esas frazadas y empecé a sentir que mi vida caía en el más profundo de los abismos. Estaba en este dulce viaje a los infiernos cuando sentí el estrepitoso sonido de una puerta corrediza que se abrió a toda mierda, y alguien que luego me agarró a patadas. Cuando volví de los infiernos a la dulce realidad, estaba mirando al desdentado carcelero que me clavaba los ojos como puñales mientras decía una letanía en japonés; en medio de este aberrante desamparo me pregunté: ¿Pero qué hice? ¿Qué pasó?. Cuando mi estado de vigilia pudo dilucidar un poco a mi anfitrión con su elocuente comunicación, me dio a entender con sus bien aprendidos modales ¡que no me podía acostar! Y debía permanecer sentado todo el tiempo, señalando con su dedo el piso y el lugar donde debería estar siempre. La información que siguió a esto fue una ilustración, con lujo de detalles, de cómo debía permanecer todo el tiempo. Todas las posibilidades de moverme dentro de la celda quedaban totalmente prohibidas, ni siquiera podía adoptar posturas distintas a estar sentando, y sólo podía pararme para hacer mis necesidades fisiológicas. En medio de mi sometida resignación, pensé que la estadía en esta celda era una especie de cuarentena; qué equivocado estaba, me esperaban dos años de retención preventiva. Encima de la puerta de la celda hay un parlante incrustado en la pared. A las cinco de la tarde sonó una musiquita, que era la señal de que se podía uno acostar. El amable carcelero, o box, que es como lo llaman o se hace llamar, se acercó a la ventana de la celda para informarme que me podía acostar, pero dejando muy en claro que no podía ponerme a caminar por la celda. En medio de maremágnum neurótico me embullí en los

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trapos sin querer saber nada de lo que nosotros llamamos vida; lo que más deseaba era que mis signos vitales se detuvieran. Ahora sí deseaba con toda mi alma quedarme en el sueño eterno. Comencé a vivir un soporífero ciclo de ensoñación y desgarro emocional, a vivir mi primera noche de condena brutal, porque sin ni siquiera imaginármelo había sido ya condenado a la más brutal de las penas. Este agujero tenebroso e interminable acabó con una melancólica alborada, acompañada por la más dulce bienvenida mañanera; a las siete de la mañana sonó el parlante entonando un tierno y melifluo contrapunto musical con trinar de pajaritos. Este enternecedor recibimiento matutino es el contraste pintoresco de las aberrantes manías carcelarias de la raza rara. Como el día anterior había comprendido que a las siete de la mañana me tenía que levantar, doblar las cobijas y el colchón como estaban, y así lo hice, empecé a lavarme la cara en un fregadero cuando escuché un grito, acompañado de la cordial y más cotidiana frase del penal: vaquerro, koñerro, sore damc (¡hijueputa, malparido eso no!). A los pocos segundos se abrió la puerta, era el cortesano con su ya acalorado disgusto, haciéndome entender que no podía hacerme ninguna clase de aseo dentro de la celda, a no ser lavarme las manos o los dientes. Luego empezó a estrujarme y a tratar de tirarme al suelo, yo no podía entender qué pasaba. El instructor carcelario me decía en japonés, suacate (al suelo); después de recibir por un rato esta cariñosa instrucción me quedó muy claro que debería hincarme de rodillas todos los días ante ellos frente a la ventana para decir mi número de presidiario. Luego de este plato fuerte, me trajeron un frugal desayuno. Era la primera vez en un mes que podía degustar un desayuno que no fuera agua caliente con una hogaza de pan. Engullí todo esto en una exhalación, mis jugos gástricos hicieron fiesta y mi organismo también porque el largo ayuno me tenía muy débil. Estaba sentado donde me lo habían ordenado. Mi cerebro no podía percibir que mi cuerpo había sido depositado en una tumba con sanitario. Mis neuronas trabajaban al máximo, todo mi sistema sensorial trataba de hacer una evaluación coherente del por qué los japoneses, con su bien labrada reputación, le hacían esto a un ser humano. Me decía: “¡Pero, por Dios, si estamos entrando al siglo XXI y estoy en una luminaria potencia! ¿Qué pasa?”. No podía creer que esta superpotencia utilizara como rehabilitación la anacrónica guillotina seca. Estaba en mi volátil e incipiente ensoñación carcelaria cuando el cartero tocó a mi puerta. El Tribunal de Tokio me había escrito; me entregaron un panfleto con la desvirtuada fotografía de un criminal en la portada: ese era yo. Era la acusación que el Ministerio Público hacía en mi contra; el noventa por ciento de este documento estaba en caracteres japoneses, lo único que decía en español, era lo siguiente:

El Fiscal ha presentado una acusación contra usted en este Tribunal. El juicio criminal por este acto es convocado a sesión. Se adjuntan a este aviso dos anexos; el anexo uno es una copia de la acusación, el anexo dos es una notificación y el estudio en cuanto al derecho de contratar un Abogado defensor. Por favor, lea atentamente estos documentos y envíe su contestación Tribunal. Si usted solicita el nombramiento de un Abogado defensor, el Tribunal llevará a cabo los procedimientos necesarios para ello.

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Este era el único camino que me quedaba, ya que siempre quise pedir ayuda a mi familia, a mis amigos o a la embajada, y ahora era peor porque me encontraba totalmente incomunicado en una solitaria celda; el único camino era que ellos me defendieran.

Usted será informado por el Tribunal de la fecha del juicio. Los procedimientos del juicio criminal son los siguientes: primero su identidad será confirmada por el Juez Presidente, a continuación el Fiscal leerá la acusación, luego el Abogado defensor y usted podrán hacer una declaración sobre el cargo, posteriormente el Tribunal examinará la evidencia, el Fiscal y el Abogado defensor expondrán sus alegatos finales, se le brindará a usted una oportunidad de realizar su última declaración y finalmente el Tribunal pronunciará su sentencia. Estas actuaciones podrán completarse en un día; sin embargo, si toma más tiempo, se fijará un nuevo juicio en la fecha que el Tribunal determine. La acusación formulada contra usted es como sigue: violación de la ley de narcóticos y sicotrópicos del Japón, por posesión ilegal de trescientos gramos de cocaína y ciento setenta de marihuana.

Al rato el carcelero me entregó un folleto escrito a mano alzada en español, donde se me informaba de la rutina u orden del día que llaman, sobre lo que por cierto ya me habían dado una buena inducción. Este documento se limitaba más que todo a informar de las horas de comida y cuándo tenía que levantarme y cuándo me podía acostar. A las siete y quince de la mañana y cuatro y treinta de la tarde debía doblar los goznes de mis rodillas ante ellos para verificar mi reseña. En lo que más sobresalía y se extendía este folleto era en el despliegue comercial que hacían de una variada gama de productos, desde cacharro hasta lo más refinado en comestibles y abarrotes; lo único que faltaba en oferta era tabaco y licor. Era sorprendente que, ante tanta opresión, represión y atropello, después de haberme despojado de todas mis pertenencias, ahora, como por arte de gracia, tenía por catálogo todo a mi disposición. Lógicamente esto tenía una motivación oculta porque ellos abiertamente cobraban un exorbitante sobrecosto por este servicio, ya que esta actividad mercantilista es un privilegio para nosotros los retenidos, según el estatuto carcelario. Cuando fui arrestado tenía 725 yenes y no era mucho lo que podía comprar. El privilegio, entonces, se desvaneció para convertirse en un sueño que en la prisión nunca se hizo realidad. Sólo me deleitaba cuando veía pasar los carritos llenos de viandas y mercancías y le daba gusto a la pupila. La caja de pandora que es la prisión de Kosugue seguía dando sorpresas. El box, muy sonriente, se acercó con unas revistas en la mano. Eran revistas pornográficas. El carcelero dejaba traslucir en sus ojos lo que estaba pensando, que yo iba a derramar toda mi ira y rencor sobre esas orgías de papel. No niego que fueron muchas las noches en que esas vedettes irrumpieron en mi celda e hicimos derroche de libidinez y pasión, pero al principio mostré rechazo porque la pornografía hace mucho tiempo dejó de deleitarme, y en esos momentos mi ánimo maltrecho no estaba para hacer parte de esas juergas. Me hice entender como pude para que, por favor, me prestaran otro tipo de lectura. El box se disgustó, me dio a entender que la recibía o nada. Yo la recibí porque, si no, me quedaba sin la soga y sin la ternera. No voy a negar que mis recién adquiridas amigas desfilaron una a una cada noche por mi celda; fueron muchas las noches de idilio y pasión que pasé con ellas.

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A este lujurioso privilegio no podía faltarle el toque grotesco. Resulta que en Japón el comercio de la lujuria es algo poderoso, casi un rubro de la economía. Este tipo de revistas se encuentran por miles en cualquier negocio. Pero los pulcros legisladores prohibieron mostrar las partes nobles, que son sobrepuestas con cuadrículas. Nos corresponde a los lectores hacer uso de la imaginación para completar las escenas. Empecé a meditar en la acusación que me hacían de la posesión de una droga que no era mías y que tampoco me encontraron a mí. Decían que podía contratar un Abogado o ellos me facilitarían uno; pensé en las muchísimas veces que les pedí a los desalmados policías que me facilitaran un Abogado, que me dejaran hablar por teléfono, que llamaran a mi embajada. Nunca se me permitió. Ahora no entiendo la propuesta que me hacen; me tienen con una lápida pegada del culo en una tumba, en el más completo ostracismo, y me dicen que me puedo defender. Al lado de este avance jurídico y de rehabilitación de los japoneses, la Santa Inquisición es una inocente doncella. Lo único que me quedó claro es que, ante el organismo que me procesó, se es culpable o culpable. Para ellos nunca existió la presunción de inocencia. No hubo posibilidad distinta a la condena. Ser estigmatizado como colombiano es la peor de las cadenas, y ser presa de un estamento judicial en muchos países es sinónimo de diabólica condena. El tornado borrascoso en que se había convertido mi vida en tan poco tiempo me tenía al borde de un colapso. Mis neuronas giraban a millón. Estaba juicioso en el enclave que me habían asignado cuando mis ojos se detuvieron; enfrente de mí había un calendario del año en curso, con unos números de aproximadamente tres centímetros. Me pregunté ¿y el reloj?, pero no lo encontré. Tuve que visualizarlo encima del hostigante y apremiante marcapasos de tortura que me ponían a visualizar durante las interminables horas de vigilia diarias. No encontraba razón para este contrasentido con el avance y desarrollo de esta nación. Pensaba firmemente que la Isla del Diablo del famoso Papillón era tan sólo una leyenda, pero en las puertas del siglo XXI era casi un exabrupto pensar que en una superpotencia esto existiera. Me encontraba atenazado y asfixiado dentro de ella en el más refinado y pervertido avance de putrefacción. El pensamiento que tuve de que me iban a tener en cuarentena no estaba tan errado, no porque fueran a cambiar mis condiciones ilimitadas de hostigamiento y asfixia, sino porque la cárcel no se queda del todo en el subdesarrollo y el atraso. Conserva de su medieval sistema dos destacadas actividades; no sé hasta dónde las tendrían como rehabilitadoras, pues se convierten en las gotas de agua que se le dan a un moribundo por deshidratación. Consisten en darnos primero dos humillantes y grasientos baños a la semana; grasientos porque nos hacen meter a cincuenta presos en la misma agua. Cuando a uno le toca de primero puede decir uno que se bañó, de lo contrario sólo fue un intercambio de manteca. De todas maneras, llegamos a añorar este baño por el solo hecho de cambiar de ambiente; aunque no hay dicha que dure, porque esta dinámica dura tan solo diez minutos y no ha podido uno cogerle el sabor cuando le pegan un grito: ¡ovari! (Fin). Con estos baños fui premiado desde un principio. La segunda consiste en un recreo que nos dan sacándonos a una jaula dos veces por semana, por espacio de diez minutos. Estas jaulas son un poco más grandes que la celda. Yo digo que me tuvieron en cuarentena porque a esta actividad me hice acreedor a la tercera semana de estar en prisión. Y así, con estas dos actividades de convaleciente resurrección, nos hacen sentir que estamos vivos.

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Estas actividades están conceptuadas dentro del régimen carcelario de Kosugue como extraordinarios privilegios y no como necesidades primarias o derechos humanos. El recreíto lo más agradable que tenía era poder fijar los ojos en el firmamento. Esto daba una falsa sensación de libertad, que por cierto era truncada casi cuando estábamos alzando la vista al cielo, porque el recreo se acababa en una exhalación. Un guardia entraba con un reposado sonido en sus labios: ¡jo-jo-jo!. Esto me recuerda mis días en una finca lechera en Colombia, porque con ese sonido llamábamos las vacas al establo y con ese mismo sonido, al otro lado del mundo, es conducido un abyecto rebaño de seres humanos a su establo vegetativo. Recuerdo a un guardia que parecía disfrazado de Robin Hood que pasaba por todas las celdas diciendo ¡undoooo!, invitando al rebaño a salir a la jaula de esparcimiento matutino. Esta palabra, undo, me ponía a reflexionar por lo que significa en español, y yo pensaba: pero más hundido para dónde. La prisión de Kosugue es una colosal construcción que encierra en sus ancestrales muros no sólo a miles de desdichados sino también un calidoscopio de situaciones y costumbres en las que se amalgaman sutilmente el refinamiento, la tecnología, el sadismo y la depravación del sistema. Admiro mucho a los japoneses por lo que son, por la capacidad de ejecutar una acción al unísono. Para ellos el respeto jerárquico es una cuestión sagrada, no lo controvierten por mediocre u obsoleto que pueda ser. A los japoneses se les ordenó guerrear y todos pelearon en nombre de su Majestad, el Emperador. El Emperador se rindió y ordenó a sus súbditos ponerse a trabajar, y así lo hicieron. A eso se debe lo que son hoy como potencia y como nación: Tienen un objetivo común. Sin embargo, desde mi estrecho concepto, veo una cantidad de inconsistencias e ineptitudes en sus comportamientos y reglamentos. Por ejemplo, en la prisión los guardias son de una impecable pulcritud, con su elegante y planchado uniforme, pero no hay uniformidad en el calzado; unos van en chanclas, guayos o tenis. La verdad es que la gran mayoría son bastante desatinados para combinar el calzado con el vestido. Claro que algunos lucen impecablemente perfectos. Detalles de procedimiento son miles los que se salen de toda lógica. Algunas veces he tratado de ponerme en la posición de ellos, pero siempre quedo atrapado en el desatino. ¿Será por parte mía, será que por ser yo víctima del subdesarrollo y el atraso, el avance y desarrollo no me han permeado en el más mínimo y mi mediocre educación no me permitió ver mas allá de mis propias narices? Ante la inmovilización, mi cuerpo, mis extremidades y articulaciones se fueron anquilosando, se me fue paralizando hasta el tuétano. Estábamos en invierno y ya no gozaba de las comodidades y libertades de la elegante celda de aquella estación de policía donde me prestaron abrigo con una mimosa calefacción. Ahora estoy en el otro extremo hospitalario de los japoneses, dentro de mi pulcra caverna primitiva, dando abrigo con cuatro trapos a mi resquebrajada humanidad. Lo único que se desea todo el día es que lleguen las cinco de la tarde para poder reposar y así el atenazado cuerpo pueda cambiar su posición y articular. Esperar las cinco de la tarde es como si nos tuvieran todo el día en un patíbulo; cuando suena la tierna música nos encontramos con la escalofriante humillación de estar vivos, con el lazo en nuestras manos, listos para que nos vuelvan a colgar al otro día. Todo esto seguido de la hostigante humillación de

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amenaza si no cumplía a cabalidad con el reglamento; el box no pierde oportunidad para amenazar con un penalty. Esa fue una de las muletillas del carcelero después de todos los atropellos vividos. ¿Qué será “pena máxima” para estos tecnodepravados?. Estaba en mi mazmorra mirando el calendario cuando se abrió la puerta de la celda y se me ordenó salir. Se podría decir que esta era la primera salida oficial ya que era para entrevistarme con un Abogado que muy generosamente el Estado Japonés me brindada para menguar en algo el calvario al que estaba sometido. Estas salidas de la celda son acompañadas de un ridículo protocolo de requisa y ratificación de reseña. Es de admirar que nunca se desvían un ápice del conducto regular ya establecido. Ante la dantesca situación sólo se percibe una enriquecida mezcla de géneros literarios de pasión y tortura, acompañada de la depravada candidez de este personal, que parece sacado de una supercomedia de Chaplin, el Chapulín Colorado o la Pantera Rosa. Cuando ya estaba sentado frente al que era mi defensor de oficio, recibí un cortante saludo traducido por un funcionario que el Estado había facilitado. El Jurista empezó a hablar en japonés y el traductor hacía una traducción literal de lo que decía. Este traductor hablaba un perfecto español y fue la primera vez en muchos días que pude establecer una conversación coherente y fluida en mi lengua. El Abogado empezó a preguntar si yo sabía por qué estaba ahí. Le contesté que me habían involucrado con la cocaína que habían encontrado en el apartamento de Dora y Wilson. Me dijo que yo había sido acusado de posesión de esa droga. Le dije que eso era falso, que a mí no me la habían encontrado, que desafortunadamente me encontraba de visita donde Wilson y su esposa y que esa droga la habían encontrado en el apartamento de ellos y parte se la habían encontrado a Dora. La otra cosa era que la policía me había dicho que Wilson ya había confesado que eso era de él; me dijo que eso era verdad, que Wilson había confesado que eso era de él, pero que la policía y la Fiscalía habían pasado un expediente donde ellos aseveraban que yo estaba involucrado en el delito. Le dije que eso no se me hacía raro, ya que la policía me había repetido lo mismo durante un mes, que incluso llegó un momento en que pensé que era mía, porque me llegaron a convencer de que si yo declaraba que esa cocaína era mía me iban a soltar. Me dijo que yo había declarado haber tocado cocaína; le dije que eso hacía parte de una teoría que no me perjudicaría, según la policía. Me preguntó que si yo iba a aceptar la acusación. Yo argumenté que no iba a aceptar algo que no era mío y no me lo habían encontrado. Muy sutilmente el abogado empezó a sugerirme que yo debía aceptar la acusación, ya que esto me podía ayudar, porque yo podía recibir una condena simbólica y los jueces me condenarían pero me podrían mandar para mi país. Contesté que yo no aceptaba. El abogado empezó a acalorarse, me amenazó con no defenderme si yo no aceptaba la acusación. Estábamos en esta discusión cuando se abrió la puerta del cubículo y el guardia muy serio dijo: ¡ovari! (Fin) Ni siquiera pude despedirme cordialmente de mi Abogado defensor. Fui sacado de escena y cuando fui descargado de nuevo en mi mazmorra el calidoscopio en que se había convertido mi mente empezó a girar y a dar los más escalofriantes destellos de terror. A la depresión que este sistema había incrustado en mi vida no se le atisbaba ningún alivio. El objetivo era no dejarme alzar la cabeza del fangoso pozo al que me habían metido; no sabía qué seguía, si algún día podría volver a mi patria, o mis días estaban contados en este país, ya que sólo veía la muerte y mi único deseo era estar bajando al hoyo negro.

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Lo más tormentoso de todo era la cantidad de incógnitas, mi cerebro disparaba preguntas por miles pero el eco desgarrador del infierno guardaba el más tenebroso de los mutismos. En esos momentos se piensa que estamos en la caldera más candente de los infiernos. ¿Y Dios?; se podría decir que Dios no tiene entrada en este rincón del planeta. No estaba equivocado, Dios había sido expulsado hacía mucho tiempo de este paraíso, la única esperanza era gozar de la sustanciabilidad que teníamos de él dentro de nosotros mismos. Esperé a que se terminara ese letárgico día. Podría decirse que el tiempo se detiene, es una gran hazaña lograr pasar o vivir los ochenta y seis mil cuatrocientos segundos que tiene un día. A las cinco de la tarde metí mi cabeza a invernar, nunca había usado la almohada de dotación; es un saco lleno de semillas. Cuando traté de acomodarme en ese peligroso artefacto pensé en pedir el manual de instrucciones, porque la verdad es que, como almohada, era un torticuloso atentado que lo expone a uno a descalabrarse. Con el privilegio de este objeto, el curso de dormir sin almohada también lo superé con lujo de detalles. Empecé a sumirme en el reposo de esta pesadilla. La verdad es que el cerebro empieza a estar todo el tiempo como caliente y entumecido, entrando en una completa transición de adaptación a este desbordante masoquismo. No había entrado en el trance de reposo cuando de súbito se sintió el estrepitoso ruido de una cantidad de vidrios, seguido del más macabro de los alaridos de terror acompañado de la resonancia de muchos golpes a puertas y paredes. Este espectáculo duró quince o veinte minutos hasta que llegó una legión de hombres, alcancé a contar más de ochenta; en pocos minutos pasaron con el malvado criminal por el frente de mi mazmorra. El dantesco cuadro que me tocó ver por primera vez, porque no fue el único, era desgarrador y paralizante: el desdichado hombre llevaba hilachas de carne colgando de su cuello y cara, bañado en sangre, y unos hombres detrás gritándole enfurecidos. No faltaba la frase: ¡vaquerro coñerro!. Lo llevaban caminando con las muñecas retorcidas por encima de su cabeza ya a punto de arrancarle los brazos, los alaridos de este desdichado criminal desgarraban el alma y a la vez se apoderaba de mí el más gélido de los pánicos. Mi maltrecha integridad no era capaz de sobreponerse a lo que estaba sucediendo. No podía entender lo que pasaba, después de haber admirado en los japoneses el más opulento desarrollo tecnológico y el respeto por el ser humano. Hoy en día es una de las culturas más pacíficas y respetuosas. ¿Cómo es posible que en un rincón de su isla

tengan una fosa común en tal estado de putrefacción ? Luego de todos los festejos de recibimiento empecé a ser parte de toda la idiosincrasia enervante que producía vivir la odisea carcelaria. No se podría llamar a esto adaptación o acople o compenetración, el nombre que todo esto representaba para mí era inefable; sólo fluía una palabra coherente para darle nombre: “asesinato”, porque desconectar a un ser humano de su luz intelectual, moral y física al enterrarlo en una tumba con un sanitario es asesinarlo espiritualmente. En esos días no volvió nunca a brillar la vida para mí, el transcurrir era lento pero seguro. Bien el dicho que dice: no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. El box, en repetidas ocasiones, se acercaba a la ventana con una cantidad de papeles para que firmara y estampara mi huella. Esto sonaba sospechoso porque todo era en

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japonés, pero ante el acorralamiento no podía uno ni siquiera a chistar. A los muchos días me pude percatar que eran puros trámites burocráticos de mi estadía carcelaria y una completa estadística de mis salidas de celda a juicios o visitas.

4. El Juicio El diez de marzo de 1993 me cogieron por sorpresa cuando muy temprano se me ordenó salir de mi celda. No tenía la sospecha de que ese día la justicia japonesa me requería ante su tribunal. Después de cantidad de rituales protocolarios fui conducido al primer piso (yo estaba en un tercero); allí tenían cantidades de presos, pero la legión de guardias era exorbitante. En una estadística que hice después me di cuenta de que eran doce guardias por preso. Luego de cumplir con su cantidad de rituales protocolarios y militares me pusieron las esposas y me amarraron junto a otros once desdichados, porque no permitían más en un lujoso bus que nos conduciría por todo Tokio para llevarnos al gran palacio. El bus quedaba prácticamente vacío pero era atiborrado con centenares de guardias. Después de un largo paseo por la urbe llegamos a un colosal y elegante edificio. De repente el bus sucumbió en un hueco: estábamos en el sótano del edificio. Para subir y bajar del vehículo nos hicieron una calle de honor de centenares de hombres que nos iban conduciendo hasta un lugar en el que nos quitaron los lazos y las esposas, para luego reseñarnos por enésima vez. Fui conducido a una celda con el más ostentoso derroche de lujo y elegancia. Parecía una suite de un hotel cinco estrellas. Estaba allí cuando un grosero grito me hizo ponerme de rodillas para verificar mi reseña. Había perdido la cuenta de cuántas veces me habían reseñado. Se abrió la fortificada puerta y se me ordenó salir, protocolo de reseña y marché. Fui conducido a un lujoso cubículo, ahí estaba el Abogado con el traductor. Nos saludamos y me preguntaron que si iba a aceptar la acusación. Les dije que no, entonces me dijeron que lo mejor era que me defendiera otro Abogado y se despidieron. De nuevo en la suite, encontré en una mesita un material con una inacabable lista de “se prohibe”. Era prohibido hacer ejercicios, hablar, cantar, rezar. Busqué “se prohibe respirar”, pero me percaté de que ese es un privilegio. Al mucho rato volvieron los gendarmes y me condujeron a la espaciosa sala de audiencias. Allí se encontraban, como es tradicional, los dos bandos de buenos y malos a lado y lado. En el centro estábamos el señor Wilson y yo, rodeados por la legión de guardias. Me quedé sorprendido al no ver a la esposa de Wilson, creí que más tarde llegaría, cosa que nunca pasó. Al frente de nosotros estaban sentados el traductor con una taquígrafa. A los pocos minutos se abrió una puerta por la que entraron tres elegantes querubines vestidos de negro. Inmediatamente nos quitaron los grilletes, nos ordenaron ponernos de pie y hacer la ceremonial venia japonesa a nuestros jueces. El Juez Central, en tono circunspecto, dijo que nos habíamos reunido allí para celebrar un juicio criminal en contra de Wilson y yo, y todo lo que se dijera allí podría ser usado a favor o en contra nuestra, y pidió al fiscal leer la acusación. El abogado que me habían asignado pidió que no se leyera la acusación porque él no me iba a defender y que lo mejor era que me nombraran otro abogado. El Juez Presidente secreteó con los otros dos y aceptaron que se me nombrara otro abogado, la próxima audiencia para el 30 de abril, se levantó la sesión y desaparecieron detrás de la puerta ondeando sus fúnebres togas.

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Wilson y yo íbamos a empezar a murmurar algo. Yo iba expresar el por qué de este insuceso cuando sentí un coscorrón en uno de mis parietales seguido de la muletilla: ¡vaquerro coñerro, honasi damc¡ (malparido, hijueputa, no puede hablar). No me había recuperado del golpe y ya me estaban poniendo en la suite. Hice cuentas del tiempo que faltaba para el 30 de abril, lo que me producía profundo desconsuelo. Como nunca más tuve contacto con Wilson, estaba seguro, por lo que la policía me había dicho, que Wilson iba a afirmar que la droga era mía. Eso me hacía presa del peor de los horrores por la injusticia de que me condenaran por algo que no era mío. Otra cosa que daba vueltas por mi cabeza era el por qué Dora, la esposa de Wilson, no estuvo con nosotros, a pesar de que nos habían arrestado juntos. A estas preguntas respondía el escalofriante eco del silencio. Estuve todo el día estático en la lujosa celda, especulando y quejándome de mi suerte. Este quejumbroso letargo fue interrumpido por una voz celestial que salía del techo; me puse de rodillas y di gracias al Creador por haber oído mis plegarias. La dicha de pensar que El Hacedor del universo había hecho material su omnipresente aparición no duró mucho tiempo, pues la suave y angelical voz no se volvió a escuchar. Me puse a analizar detenidamente una rejilla que había en el techo y pude ver un parlante detrás de ella. A los muchos días y después de muchas visitas al Palacio de Justicia, me pude dar cuenta de que este edificio no tenía nada que envidiarle en el servicio de llamado al sofisticado Aeropuerto de Narita, pues cuando se acercaba la hora de volver a la prisión se nos avisaba por el parlante para que no nos fuera a dejar el vuelo y no se nos fuera a quedar el abultado equipaje. Volvimos a la prisión en medio del turbulento tráfico vespertino de la gran ciudad. Llegamos muy entrada la tarde o noche y deshicimos maletas. Me llevé la sorpresa de que los gendarmes de la prisión me habían dejado la comida en el suelo, cosa que les agradecí, aunque dos cucarachas ya estaban departiendo mi cena. Me senté a compartir la mesa con mis abusivas amigas. Los días que siguieron fueron acompañados por el pensamiento doloroso que se puede sentir cuando se está en un pozo lleno de pirañas que ríen y muerden pero no satisfacen el más ardiente de los deseos, la muerte. Después pude comprender que este sistema carcelario hace parte de un acervo cultural japonés de dos o tres mil años, para el cual adaptaron creencias religiosas y tabúes, y la práctica de agotadores ejercicios físicos de inmutabilidad del cuerpo. Pero por virtuoso que esto pueda ser, aplicárselo a una persona durante veinticuatro horas es completamente destructivo. Los japoneses, después de la guerra, recibieron una transferencia de tecnología y cultura muy grande, tanto así que tanto sus costumbres políticas y sociales como la cotidiana vida popular están completamente occidentalizados. Deberían también transferir a sus filas la sofisticada y avanzada capacidad que tienen algunos países de Occidente en rehabilitación delincuencial. Es inconcebible que aquí dejen pudrir a un ser humano en el suelo durante años, perdiendo sus más elementales derechos de poderse mover, hablar y pensar, enterrado en una tumba con un sanitario. Ante esta absurda situación que estaba viviendo, empecé a contemplar firme y fríamente la posibilidad del suicidio. Es una decisión de valeroso y grueso calibre; por duro que fuera lo que estaba pasando era muy difícil tomarla, lo

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mismo que ante la oprimente limitación a la que estaba sometido, era casi imposible conseguir los medios para suicidarme. No obstante, después empecé a buscar un medio que cercenara mi vida o algo que acabara de apagar la luz para así irme del todo. De improviso fueron apareciendo todos los elementos para el más sofisticado ahorcamiento ritualista. Resulta que ante las fuertes medidas de seguridad, las autoridades tomaron todas las precauciones para que sus desdichados no fueran a tomar la sabia decisión del suicidio. A la celda la dotan con todos los implementos de un perfecto patíbulo; la celda tiene el piso cubierto con una especie de estiba que en el Japón llaman tatami, algo parecido al mimbre. Este artefacto es entretejido con mas de ochenta hilos de nylon de aproximadamente dos metros cada uno, con una resistencia de unos cincuenta a cien kilos. Furtivamente fui sacando las puntas y de rato en rato fui deslizando suavemente su entretejido camino y logré sacar diez hebras. Logré hacer debajo de mis cobijas el nudo ritual del ahorcado, quedando ya terminada con lujo de detalles la primera fase de la ejecución. Me faltaba la segunda y esta fue fácil porque la celda era un perfecto patíbulo, pues la mazmorra en su parte posterior estaba fortificada con una gran reja de seguridad atravesada por gruesos barrotes. Empecé a soñar con mi cuerpo ondulando de lo último de los barrotes, así empezaba a hacerse realidad mi primer sueño presidiario. A esto siguió el torturador pensamiento de autosugestión de que el único camino que me quedaba era colgarme de ese barrote y así acabar con esta mierda. Esta descarnadora ambivalencia me duró varios días; que sí, que no, estuve a punto de tomar la decisión pero mi cobarde cinismo me lo impidió. Estaba en esta dicotomía cuando empecé a sentir unos cambios neurológicos muy fuertes seguidos de náuseas, vómito y fiebre, con un profundo dolor de cabeza. Perdí la percepción en la coordinación de mis facultades mentales y físicas, lo más duro era darme cuenta de que mi cerebro había perdido el dominio de mis actitudes y no podía hacer nada, ni siquiera era capaz de tomar la decisión de suicidarme. Estaba casi boqueando cuando se acercó el box y me preguntó qué me pasaba. Le expresé que me sentía muy mal. Me miraba con una risita sardónica; a los pocos minutos se fue para volver al mucho rato con otro compañero. Empezaron a cuchichear y a sonreír, se fueron nuevamente para volver con una legión de hombres, abrieron la puerta, me sacaron a rastras y me llevaron a lo que parecía una improvisada enfermería de posguerra. No había un solo utensilio o instrumento de la época, todo lo que vi allí tenía una valiosa antigüedad. El examen al que fui sometido consistió en la toma de presión con un exótico y mohoso aparato y la escrutadora mirada de la muchedumbre que me acompañaba, ya que me miraban como bicho raro. Intercambiaron algunas frases y me volvieron a internar en mi mazmorra. Me desconecté por completo del reglamento, perdí el apetito, no me importaba nada, no decía número, no me levantaba, no volví a hacer uso de las actividades de rehabilitación del baño o del recreíto a la jaula, pero era agredido constantemente porque me salía o no permanecía en el enclave. A los pocos días de esta situación fui sacado de la celda a estrujones porque no quería salir. Había hecho un dibujo a Jesucristo no porque fuera creyente sino porque en estas condiciones uno se sube en lo primero que pase y Él había sido el Salvador que más cerca había tenido a lo largo de mi vida. Me aferré fuertemente a este dibujo y un gendarme me lo arrebató, lo rompió y lo arrojó a la basura. Me puse a

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llorar y a gritar y ellos hicieron lo mismo, y a punta de gritos y estrujones me llevaron hasta otra sala de enfermería, que esta estaba mejor dotada. Lo mismo que antes, el mismo examen con la diferencia de que esta vez me amarraron para hacerme un examen de sangre y aplicarme una cantidad de droga. Después de que me soltaron comencé a despegar en el más agradable de los viajes espaciales, no volví a sentir la vida por muchos días, fui conducido a una mazmorra con circuito cerrado de televisión. El sadomasoquismo de reforma y dotación al que había sido sometida esta mazmorra para desequilibrados mentales era como salido de una parodia de circo romano. Nerón fue un pendejo al lado de los que se recrearon ambientando estas celdas; me quitaron todo, no podía escribir, sólo me dejaron las revistas pornográficas. Aquí empecé a vivir, se podría decir, una segunda fase de las más fascinante y refinada perversión carcelaria, donde estos destacados especímenes humanos alcanzan el más depravado éxtasis metiéndonos en un tubo de ensayo como microbios o conejillos de indias. Porque lo que nos ponen a vivir en estas refinadas celdas es para ellos la más grande emoción, con los depravados cuadros de la más degradante mutación y mutilación humana. Este pabellón al que había sido confinado era el campo de concentración de miles de enfermos mutilados y desequilibrados mentales. Todo el día se veían pasar desdichados arrastrando muletas o jalados, empujados por hombres que los apuraban brutalmente, porque a la prisión de Kosugue se vino a pagar un delito criminal; la integridad humana no importa para nada, aquí no se respeta ni la más terminal de las enfermedades. Teniendo en cuenta que en esta fase carcelaria somos inocentes y esta cárcel es una casa de retención preventiva, ¿qué será de los que ya están condenados?. La pregunta es: ¿por qué se penaliza brutalmente a una persona que está retenida preventivamente y no ha sido condenada? Este pabellón de enfermos es coordinado por un depravado y desadaptado gorila que todo el día está haciendo el más hostigante de los acosos para que uno permanezca en el enclave asignado. Por la tutoría de este carcelero me tomé la más exquisita miel del diablo, apaciguada por la cantidad de calmantes que siguieron suministrándome después de haberme instalado en la sofisticada celda. Me daban entre ocho y diez antidepresivos diarios; esto me produjo un insidioso reposo en la más trágica vida contemplativa que haya vivido alguna vez. La droga que me daban me permitía transportarme a otras dimensiones donde hice contacto con seres muy importantes de ultratumba, como mi madre; a pesar de que ella siempre ha estado a mi lado, después de ser sometido a la barbitúrica dieta nunca volví a perder contacto con ella, a no ser cuando el guardia me hacía un escándalo porque me encontraba platicando con ella. En medio del pánico que este hombre nos provocaba, mi madre se esfumaba y cuando veía que no había moros en la costa entraba furtivamente a compartir mi cautiverio. El más refinado sistema de seguridad en ese lugar era un ojo biónico que salía del techo de la celda y hacía un cubrimiento a la redonda de más de ciento ochenta grados. Ya no volví a tener problemas con mis anfitriones porque el eficaz tratamiento había hecho el efecto deseado y me convirtió en la más dócil de las criaturas. Una tarde me sacaron de la celda y fui conducido a los ya conocidos cubículos; allí estaba el traductor con un desdentado anciano bonachón. Este señor expresaba una lozana

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simpatía, me extendió un cordial saludo y se presentó como mi Abogado. Qué lejos estaba yo de imaginarme que este simpático anciano probaría mi inocencia jurídica y me haría indemnizar por la nación japonesa. Empezó con las mismas preguntas. ¿Qué que tenía que ver yo con esa droga?. Le contesté lo mismo, que no sabía nada. Me preguntó que para qué había yo declarado haber tocado la cocaína. Le dije que prácticamente había sido obligado a ello con la mentira de que eso no me perjudicaría porque Wilson había confesado todo. Me dijo que lo que a mí me perjudicaba era que la policía y la Fiscalía me habían involucrado fuertemente, que teníamos que tratar de desvirtuar todo eso, pero que lo que sí estaba claro era que la droga era de Wilson, pues él lo había confesado Le hice la inocente pregunta de cuándo podía terminar eso para mí. Me dijo que muy pronto porque había sido involucrado en la comisión de un delito grave, pero no era el responsable ni autor de él y los jueces me podrían encontrar culpable de un delito menor, que era excarcelable fácilmente. Yo nunca había violado las leyes japonesas y las de ninguna parte del mundo, pues las autoridades japonesas hacían las investigaciones pertinentes a este respecto, y que muy pronto estaría en mi país. Habíamos terminado cuando se abrió la puerta y se oyó el llamado de fin. Salí feliz de ahí; fue la primera vez que no me importó que me hubieran limitado en tiempo para hablar con mi Abogado. ¡Qué me iba a importar en medio del éxtasis de saber que muy pronto estaría volviendo a mi país! Ya me imaginaba subido en el pájaro de aluminio haciendo el viaje transoceánico. Esta falsa ilusión fue mi consuelo por algunos días. No imaginaba que después de la pesadilla que había vivido en Kosugue, faltaba la parte más sutil y degenerada de toda esta parodia, atizada por la torpe indiferencia de tres jueces indolentes. El 14 de abril, muy temprano, se abrió la puerta y fui conducido a una zona especial. Había gran cantidad de enfermos mentales. Nunca olvidaré los rictus y las amargas huellas en la expresión de esa gente. ¿Cómo sería la mía? Después del ritual carcelario,

fuimos incrustados en el bus, en profundo silencio. Hicimos el acostumbrado paseo, llegamos al Palacio de Justicia y fui llevado a la celda palaciega. Cuando llegó la hora del juicio, el Juez Central dijo que nos habíamos reunido para celebrar un juicio criminal, y todo lo que se dijera allí podría ser usado a favor o en contra mía, y pidió al fiscal leer la acusación El Fiscal dijo: “Señor Juez, estos hombres han sido encontrados en posesión de esta cocaína y marihuana”, y mostró la evidencia. El Juez preguntó si aceptábamos la acusación, Wilson la aceptó, yo no; el Fiscal llamó a Wilson al estrado. Cuando Wilson se sentó allí yo estaba convencido de que me iba a involucrar, ya que eso era lo que la policía había dicho. Asombrado me quedé cuando le oí contestar al Fiscal la apremiante pregunta de ¿por qué me había dado a guardar esa droga?. Él contestó que yo no tenía nada que ver ya esa cocaína y esa marihuana eran suyas y yo no tenía ningún conocimiento de eso porque él nunca compartió conmigo que tenía esas cantidades de droga. Esto fue dicho por Wilson en cien formas diferentes, pero el Fiscal siempre le puso cortapisas y palos en la rueda para que Wilson me incriminara. Luego siguió una interminable y meticulosa letanía de preguntas impregnadas de la más absoluta candidez y mediocridad jurídica, sin ningún sentido.

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Yo, en medio de todo esto, reflexionaba sobre la acusación de posesión que me hacían. Cuando Wilson declaró que yo no tenía nada que ver, pues no tenía conocimiento de la existencia de esa droga y que era de él, la manera coherente y fácil en que veía todo me decía que no había más nada que decir; apague y vámonos. Pero no, se tornó en el círculo vicioso más mediocre que haya visto jamás. El Fiscal duró no menos de cuatro horas dándole vueltas al interrogatorio. Mientras el histriónico funcionario se paseaba haciendo preguntas con los dedos pulgares metidos en las mangas de su chaleco, por mi cabeza rondaba la pregunta: ¿dónde estaba Dora, la esposa de Wilson?. Ni sonaba ni tronaba, pero al frente mío estaba el bolso con cocaína que le habían encontrado a ella. Para mí era un exabrupto pensar que ya la habían soltado y declarado inocente. Llegué a pensar que ante el gran desarrollo, la justicia singularizaba y no era mixta, y a ella la estaban juzgando en otra parte. Mientras este parlanchín de circo barato hacía su perorata, uno de los jueces bostezaba y cabeceaba. Yo decía para mis adentros que, pensara lo que pensara el señor Fiscal, esta farsa ya estaba por terminar; qué equivocado estaba, era tan sólo la incipiente y más ridícula de las pesadillas jurídicas caracterizada por la soslayada protección y aprobación paternal por parte de los jueces. La decisión que tomaron desde ese momento fue brindarle todas las garantías condenatorias a su querido Fiscal para que jugara con sus muñequitos de cuerda durante años. Estaba el Fiscal en uno de sus paseos cuando el Juez le dijo que el tiempo se había acabado. El Fiscal dijo que, para terminar, presentaría las declaraciones tomadas en mi contra por parte de unos individuos. El Tribunal preguntó que dónde estaban esas personas. El Fiscal dijo que no sabía porque habían sido puestas en libertad. El Juez dijo que revisarían las declaraciones y darían su concepto. El Fiscal pidió más tiempo para presentar pruebas. Mi Abogado argumentó que no podían ser tomadas ni tenidas en cuenta porque esas personas ni siquiera se sabía si existían y no estaban allí para probar su veracidad Determinaron que nos volveríamos a reunir en la Sala el 30 de abril, se levantó la sesión y desaparecieron los tres angelitos negros ondeando sus fúnebres trajes. De regreso pensaba en todo lo que había pasado ese día; me tenían caviloso las supuestas declaraciones que el Fiscal le entregó al Juez. A pesar de las lagunas que dejaban tantas incógnitas, yo descansaba sobre la hipótesis de que el delito había sido ya declarado y asumido por Wilson, y ante la confesión de él que yo no tenía nada que ver, la acusación en mi contra quedaba sin piso jurídico. De nuevo en la prisión las cosas siguieron igual. La misma rutina, diez horas sentado en el mismo sitio, catorce horas acostado, la ración de calmantes que me suministraban diariamente, los tiros de pena máxima que nunca dejaron de pitar. La comida es uno de las cosas buenas del gran centro, aunque fue un poco duro adaptarme a la cantidad de legumbres y verduras que dan. Pero todo está lleno de un contrasentido, porque unas veces respetan la libertad motriz pero aguanta uno hambre, y en otras lo inmovilizan y le llenan la barriga. El caso de Kosugue era una política del garrote y la zanahoria. Me encontré de nuevo en la tecnodepravada celda esperando un lejano juicio para definir algo que hacía mucho rato estaba definido. Al otro lado de mi hábitat natural, sin ni siquiera poder escribir a mi familia, pues no contaba con un céntimo para comprar estampillas, papel y lápiz, lo más doloroso era saber que mi familia estaba sufriendo a brazo partido por no saber nada de mí, pero daba gracias a Dios porque no se enteraron de lo que yo vivía en esos momentos.

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Sin trabajo, sin amigos, sin Dios, sólo contaba con mis anfitriones. Empecé a verlos como máquinas de hacer mierda, unos pedazos de carne biotecnificados, unos bípedos biotecnificados para sacar de nuestras entrañas todo el horror que más pudieran; ni así saciaban la sed de su infinita justicia estos programados bípedos. Había algo de lo que no gozaban, o para lo que no estaban programados, y era la sensibilidad humana. Siempre se muestran impasibles ante la ejecución de su trabajo; lo más admirable es que no hay uno solo que se salga de la disciplina. Después de haber investigado un poco sobre los japoneses, pude darme cuenta de que al más alto nivel jerárquico le practicaron los más atroces castigos y torturas a los chinos y coreanos durante los muchos años de ocupación. Si esto se lo hicieron a sus más emparentados hermanos y a su propia raza, por qué voy a pensar que a mí no. Claro está que después de que el emperador se rindió y pidió disculpas al mundo, también pidió a sus súbditos que cambiaran todas las costumbres torcidas y acogieran con los brazos abiertos las buenas costumbres de otros pueblos. Esto último, en materia de rehabilitación carcelaria, no ha sido acogido. Llegó el tan anhelado treinta de abril. Me veía durmiendo en mi calientito lecho familiar. Pero qué sueño más lejano. Empezamos el viaje por la gran metrópoli en el viejo bus, con mis manos encholadas en los grilletes y amarrado por la cintura. Pensar que esto terminaría pronto me daba valor. Llegamos al Palacio, se cumplieron los ortodoxos procedimientos rutinarios y yo fui el primero en llegar al Salón de la Justicia. Luego fueron llegando los Abogados, Wilson, el Fiscal con sus lugartenientes y los Jueces. Cuando todos los cortesanos estábamos listos hicimos la gran venia de honor. En alguna parte leí que todos los juicios estaban revestidos por una histriónica representación teatral, pero nunca pensé que fuera algo paralelo y literalmente tomado de la comedia. El Gran Tribuno, sin anteponer ninguna palabra, dijo que las declaraciones en mi contra de un supuesto sujeto eran tomadas como prueba. Inmediatamente llamó a Wilson al estrado y apremió al Fiscal para que empezara a interrogarlo. El Fiscal se paró con su arrogante, desafiante y escrutadora mirada y empezó su fascinante paseo palaciego. Estaba este señor haciendo su pueril interrogatorio y mi ya perturbada imaginación empezó a hacer conjeturas, el revolcón en que se había convertido mi cerebro es algo indefinible. Desde ese preciso momento se empezó a despejar que había caído en la más maquiavélica y enmarañada celada jurídica. Ante el pronunciamiento del Juez pensé que muy pronto estarían atiborrados de correspondencia y anónimos para poderme condenar. Esta forma facilista de mandar a un ser humano a la podredumbre no distaba mucho de la época del imperio romano que había condenado al buen Jesús, o a la Santísima Inquisición, que por mera murmuración y secreteo, subió al asador a más de un desdichado. Supuestamente son muchas las naciones que en sus aulas y medios dicen que estas son cosas del ayer y ya nuestro doloroso y revisado pasado no nos permite hacer esto, pero siempre nos daremos cuenta de que el hombre es un pervertido cavernícola y un asesino en potencia desde su amanecer, hasta cuando nos hayamos asesinado entre todos después de haberle echado candela a este rancho llamado planeta. Este señor se paseó por espacio de cuatro o cinco horas haciendo el más descarado y ridículo recuento de todo lo que se había dicho, haciendo un infantil interrogatorio para

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hacer alarde de sus dotes como jurisconsulto, todo relacionado con la cocaína y la marihuana, pero de cada pregunta desprendía cien irrelevantes y ridículas preguntas más como ¿a qué hora la guardó?, ¿porqué tan temprano?, ¿con qué mano la puso?, ¿estaba

lloviendo?, ¿cómo se subió?, ¿cómo se bajó?, ¿con el pie izquierdo o con el derecho?,

¿la bolsa en que la guardó era nueva o vieja?. Esto podía parecer ridículo y hasta sonar

que es una redundante mentira de mi parte, pero estas fueron las luminarias dotes de este Abogado estatal durante los meses que me procesó, esta la fuerte argumentación evidencial con que me procesó y siempre quiso probar que esa droga era mía. Omitiendo recalcitrantemente la confesión de Wilson. Este funcionario nunca fue objetado en lo más mínimo, el Tribunal alcahueteó a este titiritero barato para que moviera los hilos desgarradores de mis ya mutiladas entrañas, sin tener ningún argumento ni piso jurídico fuerte sobre la acusación que se me hacía, sin tener en cuenta que el delito y la acusación estaban totalmente aclaradas y sólo por el capricho jubiloso de humillar a un ser humano en la palestra como otrora se haría en el regocijante circo romano, nos tiran a los hambrientos leones para su satisfacción y no la mía. Estas fieras mordían bocados grandes de mi vida, pero no mataban. El Gran Tribuno miró su reloj y dijo que el tiempo se había acabado. Como al Fiscal no le alcanzó el tiempo para terminar su alegato, pidió que le prolongaran para presentar más evidencia. El complaciente tribunal miró sus agendas y dio cita para el veintitrés de Mayo. Otra vez en casa, en mi lujosa cloaca, compartiéndola con el impertinente ojo escrutador que sale del techo dando la apariencia de un depravado mutante venido de otro mundo, seguí con mi balanceada dieta de barbitúricos que siempre me mantuvo en una placentera degradación. Como ya he dicho, me quitaron todo; lo único que tenía era la compañía de mis concubinas, las cuales mitigaban las eternas y amargas noches de pasión y lujuria; no podía escribirle a mi familia porque no tenía dinero. Volví a recuperar las actividades de baño y recreo, y me empezaron a poner con otros extranjeros, pero sólo en los minutos de recreo en la jaula. Allí comenté mi situación de desamparo y que no había podido escribirle a mi familia. Muy comedidamente uno de estos desdichados quiso compartir conmigo sus denarios y se ofreció a facilitarme estampillas para que pudiera escribir. Esta renovadora generosidad me llenó de alegría. Como estas salidas sólo eran los martes y viernes, esperé con ansiedad la próxima para que me dijera qué había pasado, ya que todo lo relacionado con nuestras pertenencias y dinero lo manejaba el estado mayor del presidio. El amigo me transmitió la fatídica noticia de que entre compañeros de infortunio no se podían hacer favores porque esto se podría prestar para la comisión de algún delito y así quedó interrumpido el lazo que había yo anhelado y empezado a hacer con mis seres queridos. Muchas veces me frenaba, pensaba y me preguntaba ¿esto sí será Japón?. No podía creer que al otro lado de esos muros estuviera una de las democracias más grandes del mundo y que ese avance y desarrollo cultural no haya asomado las narices por esta cloaca. En esta brillante cultura es algo salido de toda lógica que las costumbres torcidas que el emperador Hirohito en su rendición pidió a su pueblo fueran cambiadas, ni siquiera habían sido sometidas a una somera valoración.

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En los días venideros mi situación empezó a mejorar. El personal vio en mi malogrado destino un evidente cambio, en el que sufrí la más cruel domesticación acompañada de una dulce mansedumbre narcotizada. En contraprestación con este nuevo cambio existencial, me fueron permitidos otros privilegios, el box me regaló una mina y cuatro hojas de papel acompañadas de una vieja revista farandulera editada hacía cuatro años. Hacerme merecedor a esto era ya algo que distaba de mis inoperantes días de ocio y lujuria, y pude entrar en la lúdica y diestra actividad de la lectura y la caligrafía; para completar esta dicha no hacía falta sino poder escribir a mi familia. Llegó el veintitrés de Mayo. Ese día fui sacado de mi celda muy temprano para presenciar uno de los dramas más deplorables de un ser humano. Como ya he dicho, me encontraba en uno de los pabellones de máxima seguridad, donde sólo había peligrosos desequilibrados mentales. Esa mañana me hicieron parar al pie de un señor de origen oriental del que se desprendía el más desagradable de los hedores, el aspecto conmovedor de este hombre era como para llorar, pues se percibía que no coordinaba la más mínima de sus facultades mentales y físicas. Su mirada pertenecía a otro mundo, su capacidad motriz era activada por el diligente lazo de cabestro que nos ponían, al cual el hombre respondía con soltura. Cumplido el itinerario, nos encontramos en el sagrado Palacio de Justicia, frente a mis pervertidos justicieros. El señor Juez pidió al Fiscal seguir exponiendo el interrogatorio de evidencia probatoria en mi contra. Volvió por las mismas. Lo que más me interesó fue que Wilson aceptó de nuevo su culpa, exonerándome de cualquier responsabilidad sobre la cocaína y la marihuana. Esto fue aseverado abierta, clara y contundentemente. Sus textuales y literales palabras fueron: “Yo he dicho que Juan Carlos no tiene que ver con esa cocaína y la marihuana, él no sabía de la existencia de ellas y tampoco participó en mis negocios”. Por lo demás, no hubo ningún aporte a no ser un riguroso control dietético que el poderoso jurista le hizo a Wilson, más o menos así: ¿Cómo comía, por qué comía, qué comía, a qué horas, sentado o parado, salado, frío, caliente?. Esto parecerá ridículo y mentiroso, pero fueron muchas las horas dedicadas a contemplar esta evidencia criminal presentada por este Fiscal al Tribunal, el cual se la tomó muy en serio. Ojalá esto lo dejaran sacar de sus polvorientos anaqueles, ya que el Tribuno, al finalizar el juicio, me dijo que no podía tener copia del proceso, El tiempo para presentación de pruebas y evidencias no fue suficiente y el Fiscal pidió nuevamente a sus protectores que necesitaba más tiempo para presentar su acervo probatorio, cosa que contó con la unanimidad de los tres angelitos negros. Se dispusieron a programar la siguiente audiencia para el dieciocho de Junio. Héme otra vez frente al escrutador ojo que nunca volvió a quitarme la mirada de encima. Esta interminable pesadilla empezó a ser contraprestada con algunos privilegios, acompañados de un socorredor milagro; lo primero fue que entré a hacer parte de una actividad más, los Martes y Viernes el carcelero se arrimaba a la ventana de mi celda con su ya conocida morbosa y socarrona sonrisa, blandiendo un viejo ejemplar literario en su mano; hay que agradecer y elogiar este gesto de generosidad por parte de este estado mayor, ya que después de que empecé a recrear mi desesperación silenciosa con esta actividad, mi vida dio un vuelco total. Esas lecturas fueron un pequeño bálsamo reparador.

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Ahora, en retrospectiva, recuerdo textos que, si tuviera que leerlos ahora, me pondría a llorar. De nuevo reitero mis agradecimientos por este acto de esparcimiento que me salvó la vida. El socorredor milagro fue que un día me sacaron de mi celda y me llevaron al pequeño cubículo de visitas. Este cubículo estaba dividido por un grueso tabique de concreto y un vidrio blindado en la parte superior. Al otro lado se encontraba una mujer que al azar quiso visitar algunos compatriotas. Quedé sorprendido cuando a mi lado se quedó uno de los gendarmes que me ordenó que no podía hablar en español. Empecé a balbucir algunas palabras en japonés, sin poder siquiera armar una frase coherente que pudiera comunicar la alegría que esto me estaba produciendo y poder contar algo de mi tortuoso calvario. Hasta que no aguanté y empecé a hablar en mi añorado y melodioso español, alcancé a cruzar algunas frases y decirle que no había podido escribirle a mi familia por la falta de dinero, pero fui retirado brutalmente de allí. Esta generosa mujer me alcanzó a gritar, con lágrimas en los ojos, que me dejaría algún dinero para que cubriera esta imperiosa necesidad. Así terminó la caritativa visita de esta emisaria de Dios que nunca más volví a ver. Me preocupaba pensar que si esto ocurría ahora que gozaba de presunción de inocencia, qué sería de mi destino cuando recibiera la decretada condena oficial que me tenía el Gran Tribuno. De nuevo en mis aposentos, remordiendo el rencor por esos “ojirrasgados hijueputas”, comencé a caer en la más degradante depresión, en el más hondo resentimiento que jamás un ser haya sentido por otro. Esta trágica humillación volvió a fraccionar mi ya despedazada vida en mil pedazos, y sólo anhelaba que esta guillotina seca terminara de una vez por todas con el hálito de vida que me quedaba. Rondó de nuevo el pensamiento de que el hombre es un asesino en potencia, no importa el estado de civilización en que se encuentre. Desde ese momento empecé a ruñir nuevamente el ferviente deseo de poner fin a mi vida, el cual no había podido cumplir por el cobarde apego que me quedaba. Ya me habían asesinado pero no dejándome partir del todo, cosa en la que me iba a poner de inmediato para buscar la forma de terminarles lo que habían iniciado. Descubrí cómo burlar la seguridad en cuanto a los barbitúricos que me suministraban, ya que no fui capaz de operar el sofisticado patíbulo que es la celda; por el cobarde dolor de ahorcarme, pensé que lo mejor sería entrar en un profundo sueño del cual no volviera a despertar. Para apoderarme de las preciadas pastillas en cantidades mayores, ideé un plan. Como ya he dicho, la celda es un cubículo de tres metros por uno con sesenta, en la parte frontal está la puerta y una ventana y en el fondo la lujosa porcelana sanitaria que consta de un sanitario y un lavamanos, el uno al frente del otro. Me ingenié la forma de apoderarme de las pastillas, así: Cuando ellos me las hacían tomar, me hacían abrir la boca revisando totalmente mi cavidad bucal. Tenía dos obstáculos: el carcelero y el ojo electrónico. Decidí quedarme todo el tiempo con un saco puesto que me habían dejado conservar. A este le metí una bola de papel higiénico en uno de los bolsillos laterales para que permaneciera abierto. Para echar las pastillas en el bolsillo tenía que obstaculizar el ángulo del ojo electrónico y al mismo tiempo burlar la mirada del guardia. Debía estar en el centro de la celda o un poco más al fondo para lograr esa posición y apoderarme de ellas. Debía distraer a los dos, y lo hice colocando en el centro o un poco más al fondo la mesita de poner la comida. Allí dispuse un vaso

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vacío, y en el momento que me daban las pastillas decía que iba a recoger agua para pasarlas, cuando estaba de lado recogiendo el vaso y obstaculizados y distraídos mis veladores, furtivamente descargaba las pastillas en el bolsillo, daba un paso más al fondo para recoger el agua y en ese momento hacía el amague de que me las metía a la boca y luego de tener el pocillo lleno de agua me la tomaba y mostraba la boca abierta. Así quedaba satisfecho mi enfermero y yo también. Después de haber urdido el plan empecé a recoger cantidades de la droga. Cuando mi depresión tocaba fondo, me mandaba hasta ocho pastas de esas, que inmediatamente me hacían despegar al más fantástico viaje en el que recorría los más recónditos lugares jamás conocidos por mi perturbada imaginación. Lo único doloroso era tener que volver a la cruda realidad, porque después de departir con los dioses en las más altas esferas del pensamiento, era humillante volver a meterme en la cloaca del diablo y beber su hiel. Fui incapaz de volver a sentarme con este personaje de tú a tú, ya que cuando venía de alguno de mis viajes y empezaba a sentir el hedor de éste, volvía a salir de inmediato para otro. Nunca fui descubierto porque ellos no requisaban los testículos; siempre los utilicé para esconder mis transbordadores espaciales. Llegó un momento en que este doloroso escape a la realidad me hastió. A pesar de que era consciente de todo lo que pasaba a mí alrededor, mi mente alcanzó un estado de neutralidad en el que no le importaba si fue primero el huevo o la gallina; pero empecé a tener lagunas mentales, y este real tormento hizo que empezara tomar la firme decisión de partir en un vuelo sin regreso. Para eso comencé a recoger un poderoso arsenal de grageas. En medio de uno de estos viajes, un día fui conducido donde mi Abogado El señor, recuerdo que con una cándida sonrisa, me dijo que no me preocupara, que el Fiscal no tenía nada que hacer ni decir, que lo más seguro era que por esa declaración que había firmado me iban a encontrar culpable de un delito menor y que era algo sin importancia y muy pronto me mandarían para mi país, y que si el Fiscal me llamaba a declarar fuera breve y respetuoso, y otra vez fui abruptamente retirado a mi celda. Ya había recogido una buena cantidad de grageas, pero no dejaba de interponerse una indecisa ambivalencia de temor. El mórbido y dulce deseo de terminar todo esto se hizo más poderoso, me disponía a hacer lo propio cuando una fuerza recorrió mis entrañas. Yo digo que fue algo del más allá, a pesar de que no soy supersticioso, pero mi difunta madre todo el tiempo estuvo conmigo y su figura iluminó todo mi pensamiento, y me pidió, casi me ordenó, que no lo hiciera. La forma como ocurrió este diálogo extrasensorial fue, verbo y gracia, con las mismas actitudes y modales de ella en vida; esto podría sonar a embuste de dicharachero barato, pero sólo yo sé lo que viví y sentí ese día. Esta experiencia espiritual partió en dos esta pesadilla, pasó de ser la peor experiencia de mi vida para convertirse en la mejor. Juré a Dios y a mi madre nunca más volver a pensar en atentar contra mi vida, lo mismo que decidí enfrentar la pesadilla limpio de barbitúricos, durara lo que durara. Inmediatamente suspendí el fatídico tratamiento, lo primero que hice fue darle la espalda a la cámara y empecé a hacerme el que orinaba para así liberarme del barbitúrico cargamento testicular, que por cierto era bastante poderoso; después de haber dado este paso junto con la omnipresencia de mi madre, juré que haría pagar a los japoneses lo que me estaban haciendo, cosa que cumplí, ya que jurídicamente humillé al Fiscal tumbando su teoría y probando mi inocencia. En un

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principio no quisieron aceptar porque ostentaban el poder de la ley y la fuerza, y ante esto no hubo argumento jurídico legal para que ellos no aplicaran el subjetivo concepto medieval de palo porque sí, palo porque no. Para ellos sólo valía y valió, que el que tiene el poder y la fuerza impone las reglas; no obstante, mi Abogado y yo probamos mi inocencia y él me hizo indemnizar por la nación japonesa. Fue dolorosamente difícil la aterrizada de esa cantidad de barbitúricos, pues mi cerebro quedó como un tarro vacío, con un agudo dolor de cabeza que no soportaba nada. Duré muchos días para volver a coordinar normalmente mis pensamientos y actitudes y limpiar mi cuerpo de tanta basura, pero lo logré. Después de suspender el tratamiento, se lo comuniqué a los gendarmes de la prisión, cosa que no aceptaron, obligándome a que me tenía que tomar el lozano tratamiento. Mi precaria salud mental era algo imperioso para ellos. Como mi decisión era cambiar totalmente el sistema de vida que había llevado dentro de la prisión, decidí no volver a tener problemas con ellos. No conseguía nada con llevarles la contraria, porque ellos tenían todo el poder y el enfrentármeles sólo servía para atormentar mi ya maltratado espíritu. Decidí seguir recibiendo la droga y me desasía de ella por el sanitario Lo que sí nunca pude comprender ni asimilar o aceptar es el por qué los japoneses, a estas alturas, utilizaban este depravado sistema. Cuando lo comento no me creen, dicen que eso es imposible que exista en una nación como Japón; sólo las personas que lo hemos vivido en carne propia sabemos de lo que fuimos víctimas en esta cárcel. Ya en mi nueva vida hice un pedido de papel, sobres y estampillas para poder escribirle a mi familia. El pedido llegó a los ocho días e inmediatamente empecé a escribir, desesperadamente sellé la dolorosa carta que sabía yo iba ser para mi familia, a pesar de que nunca comenté el suplicio por el que estaba pasando. Sólo dije que estaba muy bien e hice un jocoso comentario para darles ánimo. Cuando se la entregué al box me miró desafiante y la abrió diciéndome que la correspondencia tenía que ser abierta. En medio de la desazón que le causó a mi anfitrión que yo hubiera sellado la carta, cuando abrió el sobre rasgó las estampillas, cosa que me hizo entregarle estampillas y sobre nuevos y emprendió camino con mi correo familiar. Como a los ocho días, estaba leyendo los textos carcelarios cuando llegó el box con una carta en la mano. Mi ligera imaginación voló de inmediato a mi país y volvió creyendo que me habían contestado. Pero era la carta que yo había enviado a mi familia llena de correcciones y tachones; el box me dijo casi furioso que no me podía salir de la margen y tampoco podía escribir al respaldo de la hoja. Luego de la irritación que esto me causó, como a los ocho días hice la plana juicioso y escribí a mi familia correctamente, sin violar el reglamento carcelario. A los muchos días me llegó una carta de mi familia; venía llena de sellos Fiscalizadores. La sorpresa más grande fue que en sus comentarios interiores hacían alusión a las muchas que me habían mandado y no les había contestado, como también al abundante material de estudio, didáctico y de carácter religioso que nunca me entregaron. En vista de esta otra grotesca humillación decidí no volver a escribirle a nadie. Cuando regresé a Colombia me enteré de que me habían mandado más de quinientas cartas, así como una gran cantidad de encomiendas, de las cuales sólo me permitieron el

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privilegio de recibir cuatro, porque todos estos menesteres están catalogados en la prisión como privilegios. El 18 de junio estaba de nuevo frente a la justicia para volver a repetir la ya conocida dieta a la que nos habían habituado. El funcionario volvió y redundó sobre lo mismo haciendo alargue con cantidad de irrelevantes bifurcaciones que nunca lo condujeron a ninguna parte, que no fuera a que Wilson le repitiera que yo no tenía nada que ver con esa cocaína y la marihuana y que nunca compartí actividades con él de venta de este producto; pero el Fiscal volvía e insistía en cien maquiavélicas formas diferentes y el Tribunal se podría decir que ni siquiera se daba por enterado de la farsa romana que este digno funcionario nos había montado. Claro que cómo iba yo a creer que objetarían algo si eran los que hacían la fanfarria al Fiscal, hacían parte de la comedia. Luego de que el Fiscal dijo que no tenía nada más que preguntar, el Gran Tribuno preguntó a mi Abogado que si quería preguntar. El Abogado dijo que sí, hizo varias preguntas, pero las esenciales, volviendo a repetir para dejarles claro a los Jueces mi inocencia. Wilson volvió y se ratificó en que yo no tenía nada que ver con la droga en cuestión. Después de esto siguió una perlita que mi Abogado nos tenía guardada al Fiscal y a mí. Se había contactado con una de las personas que supuestamente habían declarado en mi contra ante la policía y la fiscalía, un tal Oswaldo que conocí en el vecindario. Mi Abogado lo llamó al estrado y le preguntó que si eran verdad unas declaraciones presentadas por la fiscalía ante ese Tribunal, en las cuales él decía haberme visto cocaína en la mano y estar involucrado con narcotráfico. Este señor negó totalmente, diciendo que eso era falso y no había dicho eso. Mi Abogado hizo algunas otras preguntas pertinentes para socavar la cursi teoría del Fiscal. Pasó el Fiscal a preguntar y a injuriar a este señor, llamándolo mentiroso porque decía una cosa y después otra. Él dijo que nunca había dicho nada en mi contra. El Fiscal cogió de su escritorio unas supuestas declaraciones dadas por Oswaldo en mi contra, se las enrostró, y le dijo que esa era la firma de él. Oswaldo dijo que la firma sí, pero las declaraciones no coincidían con la realidad, ya que él no había dicho eso; el Fiscal insistió mucho pero este señor volvió y negó repetidamente. Cuando el recursivo jurisconsulto se cansó, empezó a hacerle a este señor una minuciosa investigación de su vida íntima, preguntándole hasta por sus gustos en el color de la ropa interior. Horas después de esta degradante humillación judicial, volvieron a mirar relojes. El Fiscal volvió a pedir a sus paternales y alcahuetes protectores que necesitaba más tiempo para presentar evidencia. El Tribunal preguntó a mi Abogado que si estaba de acuerdo y éste se opuso, ya que la acusación estaba totalmente aclarada. FALTA LA PÁGINA 59 : NO ESTÁ EN EL DISKETTE NI EN LA COPIA IMPRESA. No me he largado de aquí porque me ha dado miedo terminar con esto y ellos están segurísimos y orgullosos de sus hostigadoras y humillantes medidas. Qué tal que supieran que tengo en mis manos todos los mecanismos para cerrar el hoyo negro, porque en el ya estoy, y todo suministrado por estos degenerados después de tomar las mas ridículas medidas; de estos pensamientos estuve atiborrado durante mucho tiempo, pero algo de cordura me quedaba todavía, con lo cual aguanté y me repuse a ese bochornoso día y todos los que tuve que soportar de indigna zozobra.

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Ahora, ocho años después, estoy haciendo memoria de lo que pasó y pasa hoy en día. A lo largo de mi estadía en la cárcel me di cuenta de muchas cosas, tuve cantidad de compañeros que habían entrado a prisión por haber sido encontrados in fraganti con grandes cantidades de estupefacientes. Tengo una lista de por lo menos veinticinco, pero recuerdo uno en especial, un australiano que fue sorprendido con siete kilos en el aeropuerto de Narita; tres meses duró en el centro de tortura y fue deportado a su país Y así cantidades de extranjeros que juzgaban y les conmutaban la pena. Yo no era un extranjero cualquiera, era “un colombiano”. Ventilar este gentilicio en cualquier juicio criminal es sinónimo de condena brutal, haber sido paridos por esta estigmatizada y violenta tierra llamada por el refinamiento del avance y el desarrollo, “el tercer mundo subdesarrollado”. Este lastre de falta de cultura y educación autóctona, ya que somos una mezcolanza descompuesta, herencia ancestral de nuestros colonizadores, y ahora estamos pagando este legado. Es doloroso ver a estas luminarias aplicar sus códigos en una etnia o grupo social como nosotros, mientras para otros hay impunidad. Más aún cuando uno puede percatarse de que no lo están juzgando por la evidencia, pues desde cuando pisamos una sala de justicia estamos condenados irremediablemente. Vuelvo a mi celda. No quiero matarme la cabeza rebuscando palabras para adornar este relato, otro de los cuadros de la tragicomedia. Después del 18 de julio he estado muy deprimido y defraudado de la vida. Me siento como un ente a la deriva. Mi estado es tan lamentable que los guardias se paran en la ventana de mi celda para hacer mofa de mí; a algunos los he escuchado compadeciéndose de mi estado, del “pobre loquito”. Algunos incluso han querido que actúe para ellos, para solazarse con mi extraño comportamiento. He empezado a perder la coordinación, y le pido a Dios, o mejor, al Diablo, que es el que manda aquí, que me permita sobrellevar la miseria hasta el final. Un dicho enseña que cuando uno no puede vencer al enemigo, lo mejor es unirse a él. Decidí aceptar el juego del loco, y desde entonces mi vida se dividió en dos personajes: Juan Carlos, que coordinaba todos los actos y sacaba al loco a trabajar cuando urgía su presencia. Pero, ¿qué nombre le pongo al loco? Estuve unos tres días buscándole

nombre. Ninguno le cuadraba al hijo de puta loco, hasta cuando apareció el nombre. Resulta que, recién llegado al Japón, unos amigos me pusieron el apodo de Mario Bros, porque soy un enano bonachón, y así me conoció mucha gente. Entonces Juan Carlos sacaba a Mario cuando tocaba actuar y cada uno tuvo su propia vida. Cuando llegó el sofocante verano, un día el box se paró frente a mi ventana con un objeto en la mano, parecido al que usamos en Colombia para atizar el calor de las arepas (una china). Era un rústico abanico plástico. El box me dio la instrucción de cómo manejar el aparato, que hacía parte de la dotación oficial de nuestra miseria. Por esos día volvió el abogado a darme algunos consejos. Me dijo que él creía que me iban a llamar a declarar, que fuera breve al contestarle al Fiscal, que aceptara ante el Juez que yo sabía de los negocios de Wilson y que confesara un delito menor para que dictaran sentencia por algo, a ver si terminábamos de una buena vez con todo. Yo acepté. En las condiciones infrahumanas en que uno se encuentra, está dispuesto a

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aceptar toda la acusación, no por cuestiones de inocencia o libertad, sino para que esto termine. De todos modos, se sabía que era fatal. En muchas de las declaraciones de Wilson él dijo haberle vendido droga a un iraní. Yo escogí confesar que le había entregado un gramo de cocaína al iraní por pedido de Wilson. En esta oportunidad el Fiscal comenzó a injuriarme dando por hecho que la droga era mía, que yo era el que la guardaba, que compartía utilidades y que era un depravado narcotraficante. Todo lo negué. Luego, no sé por qué, siguió con un interrogatorio que distaba mucho del asunto que se ventilaba. Creo que el Fiscal confundió mi caso con algún otro expediente por envenenamiento, porque hizo un minucioso, riguroso y detallado cuestionario acerca de mis hábitos alimenticios que consumió todo el tiempo de la audiencia. Como se había convertido en una rutinaria costumbre, los querubines negros miraron sus relojes, dijeron al Fiscal que el tiempo había terminado y éste les pidió que necesitaba más tiempo para presentar evidencia probatoria. Se levantó la sesión con una cita para el próximo 21 de Julio. De nuevo con mi compañero, que nunca durmió ni de día ni de noche, siempre fiel a mi fangoso destino. Por esos días mi vida se tornó algo placentera porque Mario empezó a hacer un personaje interesante, el cual opacaba a Juan Carlos y lo sacaba del teatro donde se rodaba la película. Pero no hay dicha completa; había hecho unos dibujos de Jesucristo en ofrenda a mi madre, que había sido fiel seguidora de este personaje. Yo no he sido muy creyente, pero en la situación de desamparo uno quiere acogerse al primer salvador que pase. Se nos ha enseñado la manera facilista de acomodarnos a algún credo religioso para escapar a nuestras responsabilidades. Estuve atento a qué personaje aparecía, podría ser Buda, María Santísima, Mahoma, Confucio, Lucifer, o Jesucristo. Con éste último me pude identificar más pues en nuestra cultura siempre ha estado su omnipresente evangelio dejado por nuestros colonizadores. Como dije, empecé a hacer ofrendas rituales con una mediana destreza de trazos; esto mitigaba en algo el silencioso desespero. Un día llegó una legión de guardias para la requisa rutinaria que hacían ellos improvisadamente y a la cual ya me había acostumbrado. Esto lo hacían volteando los pocos bártulos de la dotación que daban. Para hacer esto me hacían salir de la celda, me ponían contra una pared dando la espalda a la celda y me rodeaban tres guardias. Otros tres hacían la requisa. Cuando terminó, se me ordenó volver a mi celda y cuando entré alcancé a ver en una cubeta mis obras religiosas hechas pedazos. Reaccioné con ira, no con violencia, pero sí furioso. Empezamos a cruzar gritos, ellos decían que esas manualidades no estaban permitidas, yo decía que sí. En una de esas, un maloliente depravado me escupió a la cara y ahí si me le abalancé, pero inmediatamente fui golpeado y sometido por estos diestros opresores convirtiéndome en una presa fácil para las ávidas sanguijuelas. Me pusieron una camisa de fuerza, que pensé que me quitarían al poco rato, cuando se nos pasara la ira a todos. ¡Qué equivocado estaba! Este lujoso traje lo tuve tres días, la comida me la ponían en la mesita y de rodillas estrellaba mi desfigurada existencia contra la balanceada dieta. Después de haberme revolcado tres días en esta alcantarilla, me sacaron directo al baño con mi séquito de oficiales al lado. Cuando mi inmaculada humanidad quedó vestida fui, conducido a otra celda con las mismas características. Allí me volvió a revestir una energía vivificadora que me decía que aguantara estoicamente todos estos embates. Yo en esta energía veía a mi madre, a quien le tocó enfrentarse a la vida con mucho valor.

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En todo caso, con esas terapias rehabilitadoras mi cuerpo y mi espíritu se recubrieron como concha de gurre. Volví a jurar que algún día esto lo convertiría en victoria, nunca jamás volví a hacer el papel de mártir. Otra firme decisión que tomé fue nunca más volver a llevarle la contraria a esos desequilibrados bípedos, que ni tenían la culpa de ser parte del sistema ni yo podía hacer nada; por extravagantes e irracionales que fueran los procedimientos, siempre me seguí mostrando impasible. Hay algo paradójico en toda esta historia, y es que mientras ellos me hundían en la alcantarilla mi actitud cambiaba positivamente. Un dicho enseña: fuera del fango nace la bonita flor del loto, fuera de las adversidades se juega algo superior. Las fuerzas naturales del universo empezaron a ejercer esto en mí. Lo primero que hice fue limpiar mi cerebro de cualquier antagonismo personal con cualquier ser humano que me estuviera “cuidando”, acusando o juzgando (policías, fiscales o jueces). Decidí no volver a contrariar ningún procedimiento por irracional que fuera, pero iba a dar la pelea con las mismas reglas de ellos y las pocas que la ley me daba y que ellos me dejaban utilizar. Sabía desde hacía mucho tiempo que yo era un actor de reparto de segunda en la circense comedia que me habían montado; que el estrellato era todo de ellos, no cabía la menor duda. Pero juré a mí mismo que sentaría un precedente dentro de ellos mismos, así violaran el principio de justicia imparcial como lo hicieron. Primero me dediqué a hacer una recopilación exacta de todo lo sucedido, desde que me arrestaron hasta el momento de esta decisión. Esto lo hacía desde que me levantaba hasta que me acostaba. Nunca más volví a salirme del conducto regular impuesto por esta cultura. Después de haber revisado todo minuciosamente decidí mandar una carta a mi Abogado. Me había prometido destruir al Fiscal, lo cual pude cumplir. Los términos de la carta son:

Doctor, estoy aterrado por el procedimiento policivo y fiscal de una nación y potencia como es el Japón, que pretende hacer justicia premiando con la libertad a una persona que ha sido encontrada en poder de cocaína, como es la esposa de Wilson. En el informe policivo dice dónde nos encontrábamos las personas y dónde estaba ubicada la cocaína en el momento del arresto. En ese momento la señora Dora se encontraba acostada exactamente en el sitio donde estaba la cocaína, debajo de su almohada. Por lo tanto, era la casa, la cama y la almohada de ella. Además, ella es la esposa de Wilson; soy testigo de haberle visto ese bolso a ella en la mano. Pero el señor Fiscal se ha paseado durante meses haciendo preguntas mediocres, ridículas e irrelevantes, repitiendo lo mismo para querer probar que la cocaína y la marihuana que le fueron encontradas a la esposa de Wilson eran mías, omitiendo que Wilson hace muchos meses y durante muchas veces ha repetido que yo no tengo que ver nada con esa droga; fuera de eso, el Fiscal, sin ningún argumento jurídico, sólo con sus veleidosos deseos personales, ha prolongado este proceso con la parcializada venia del Tribunal. Paso a contarle cómo fue que tomaron la declaración con la que me acusaron: me tuvieron casi un mes bajo presión, tortura moral y psicológica, con una clandestina y prolongada detención a pan y agua, manipulando y tergiversando las

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declaraciones y traducciones con una lavada de cerebro que me hacía todos los días desde las ocho de la mañana y hasta las ocho o nueve de la noche. Se me violaron todos los derechos jurídicos y humanos, nunca me dijeron ni me leyeron mis derechos, ni tampoco me los respetaron. Obstaculizaron todos los medios para contratar un abogado, me negaron el abogado de turno el cual pedí muchas veces, no me permitieron comunicarme con mi embajada, no me permitieron hacer una llamada telefónica, no me respetaron el derecho de silencio que pedí muchas veces, fui agredido verbalmente por el policía que me interrogó. Después de muchos días de tortura moral y psicológica, fui asaltado en mi buena fe e ignorancia, diciéndome que eso era una teoría que no me perjudicaba. Por eso acepté. De esto es testigo la traductora. Pido por favor que sea llamada a declarar La ley japonesa dice: Se prohibe terminantemente la tortura y castigos crueles por parte de cualquier funcionario público. Ninguna persona podrá ser obligada a declarar en contra de sí misma. No se admitirá como prueba, una declaración o confesión obtenida bajo coacción, tortura o amenaza, o después de una prolongada detención.

En los siguientes días auné todas mis energías y empecé a recontar el venenoso talento que corría por mis entrañas. Deseaba ahincar mi dolorida ponzoña en las partes más nobles de los honorables cortesanos, como ya he dicho. Con respecto a los carceleros, puse mi mente en blanco; me limité sólo a ser la envilecida fiera ya domesticada a la que ellos debían darle de comer. Como en la prisión todas las semanas pasaba un guardia haciendo una inspección ocular y preguntando si estabamos enfermos o necesitábamos odontología, en mi ávido deseo de superarme y en vista de que tenía unos problemas molares, vi aquí la mejor oportunidad para maquillar mi pestilente cavidad bucal. De nuevo me volví a equivocar, pues el tratamiento odontológico consistió en me ungieron un adormecedor líquido con un algodón y me enviaron de nuevo a la celda. Me puse a reflexionar sobre esto y a atar cabos, los cuales me condujeron a la conclusión de por qué una gran cantidad de japoneses, por no decir la mayoría, tienen una pésima dentadura. Es algo paradójico entre tanto avance y desarrollo tecnológico, con los niveles de vida más altos del planeta. Hay que agregar que en todas las salidas de la celda, el camino era demarcado por un guardia que iba adelante. Uno debía seguirlo de frente sin voltear a mirar para ningún lado; si por algún motivo uno se cruzaba en el camino con otro recluso y trataba siquiera medio mirarlo, lo agarran a porrazos. Otro de los procedimientos humillantes es que el recreíto que dan dos veces por semana, si por alguna casualidad la sabia naturaleza hace llover, decretan la suspensión. Lo mismo los días festivos en Japón, que nosotros en la prisión celebrábamos con la suspensión de esta actividad. El 29 de Julio me encuentro atravesando la frontera entre el cielo y el infierno, ya que al muro que separa a Kosugue de Tokio no podría dársele otro nombre. Estoy frente a mis

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verdugos, que muy juiciosamente están oyendo al Fiscal repetir lo mismo. En ocasiones interrumpen su sagrada vocación de justicia para echarse un sueñito. No hubo nada nuevo en la audiencia. Hubo un momento en que el Fiscal me exasperó con su repetitivo interrogatorio, y le pedí al Juez que le exigiera al Fiscal hacerme preguntas sobre la acusación, que le ordenara no repetir. El Juez Presidente me contestó que ellos tenían que ver las cosas desde diferentes puntos de vista, y que por eso el Fiscal repetía. Yo, respetuosamente, acepté, y seguí contestando. Le pedí también que le dijera al Fiscal que me hiciera preguntas pertinentes, porque la ropa que yo usaba, lo que comía, saber sobre mi mamá, que había muerto seis años antes, no nos conducía a nada, o si era que él pensaba que mi mamá estaba involucrada en el problema. Pero los jueces no se dieron por enterados. Lo único que uno podía hacer era esperar a que los Jueces miraran sus relojes, el Fiscal pidiera más tiempo, y se diera cita para el 30 de agosto. Desandamos camino, y cuando cruzamos la frontera ya nos cubría el manto vespertino. En la prisión ya habían cumplido con la misión de domesticar a este salvaje y desalmado criminal, mutilando gran parte de sus instintos. Pero había algo sobre lo cual nunca pudieron tener poder absoluto, mi pensamiento, que en los momentos de lucidez aprovechaba la inteligencia del universo y tomaba un segundo aire para soportar la bufonada judicial. En esos días empezaron a asomar en mi cuerpo unas plaquetas, lo que generalmente llamamos hongos. Pedí cita con el médico para sufrir otro desconsolador episodio. Cuando llegó mi turno, un espatulado japonés me preguntó qué me pasaba. Le mostré las plaquetas e hizo su diagnóstico. Un guardia me condujo a una piecita para el tratamiento. Allí me hizo desnudar, tomó un balde con un líquido amartillo y ungió todo mi cuerpo con una brocha, desde el cuello hasta los pies, con el más brutal de los escozores. Mi cuerpo quedó impregnado de la mantecosa sustancia por muchos días, y mi concha de gurre fue haciéndose coraza. Así cicatrizaron mis llagas abiertas por el contacto con la cultura del Sol Naciente. Hago un paréntesis para contar que en el Japón, que tiene la dinastía monárquica más antigua del planeta, amalgamada con las costumbres occidentales después de la guerra, hay una organización criminal enquistada en todas las esferas, la conocida Yakusa. Esta organización está al margen de la ley pero funciona en paralelo con todos los organismos de poder. Todas las personas pagan un impuesto que es recaudado con otro nombre, pero que todos saben qué es. A pesar de eso, este es un país muy pacífico, y las armas están prohibidas y ni se conocen. El 30 de agosto, en el estrado judicial, muy juiciosito esperando a que el Fiscal empiece el cuestionario con el cual quiere pudrirme en la cárcel. Pero antes, en la suite, había hablado con mi abogado, que se desbordó en elogios por mi bien estructurada carta. Me preguntó si había estudiado leyes. Yo le dije que a la escuela sólo había ido a tirar piedra. El abogado me dijo que debía ser declarado inocente y ser indemnizado, a no ser que el Tribunal no dictara sentencia de acuerdo con la ley sino según la absurda teoría del Fiscal. Decidimos presentar la carta como prueba ante el Tribunal.

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El Fiscal empezó su paseo, y Wilson sufrió un paroxismo que lo hizo explotar y gritar que no repitiera lo mismo, que si era que nos iban a condenar a todos, pues que nos condenaran, pero que no nos humillaran más y sellaran ese vilipendio con cien años de cárcel, si eso era lo que querían. El Juez le ordenó que se callara y los guardias lo pusieron en su sitio. Lo que yo quería y estaba planeando era hacer quedar mal al Fiscal ante el Tribunal, pero no se presentaba la oportunidad porque él era el conductor de toda la comedia, y cuando yo trataba de hablar sobre algo ese desgraciado me ponía un tapabocas y me dejaba hablando solo. Pero como dice el dicho, tanto va el cántaro al agua hasta que por fin se rompe. Ese tinterillo de pacotilla empezó a enredarse en su propia red de preguntas. ¿Cuando tocaban a la puerta del apartamento de Wilson, usted iba a abrir? Nunca fui portero del apartamento de Wilson, eso debe preguntárselo a Dora, la esposa de él, que era la que abría la puerta cuando alguien tocaba, porque a ella le encontraron ese bolso con droga que esta ahí, en la mesa, y a ella usted la premió con impunidad. El Fiscal quiso hacerme callar, pero no me dejé; incluso tuve que gritarle que me dejara hablar. Él quiso dar a entender que Dora no tenía nada que ver en el asunto, a lo cual; repliqué: ¿O sea, señor Fiscal, que si usted hubiera encontrado esa droga en mi apartamento, debajo de mi almohada, no me estuviera acusando sino defendiendo? A lo cual él repuso que me acusaba porque yo había confesado. ¡Confesado! ¿Sabe cómo fue obtenida esa supuesta confesión? Bajo tortura moral y psicológica, con una prolongada y clandestina detención a pan y agua, lo cual en cualquier parte del mundo es un delito y no es aceptado como prueba. Pero en el Japón es tan normal y aceptable, que hace casi un año Wilson confesó que esa droga era de él y esta es la hora en que usted insiste en que yo confiese que es mía. El Fiscal me increpó de nuevo diciendo que yo había mentido primero y que después confesé. Yo le dije que no había mentido, me había acogido al derecho de permanecer callado; y que para hacerme firmar la confesión había sido inducido a un estado de hipnosis, con mis capacidades sofocadas. Le dije que los interrogadores habían afirmado que ya sabían que Wilson era el culpable, y que lo que iba a firmar hacía parte de una teoría que no me perjudicaba. Nuevamente me increpó diciendo que ante el Fiscal había firmado libremente y que no podía afirmar que ellos se hubieran basado en las declaraciones tomadas por la policía. Cuando firmé ante el Fiscal, le dije, cómo que ustedes no se basan en eso, si el Fiscal tenía las declaraciones en la mano cuando me interrogó y todas las preguntas las extrajo de ahí. Me contestó que ellos no se basaban en las declaraciones tomadas por la policía. Yo le dije: Señor Fiscal, cómo pretende usted que a mí me condenen con una prueba que materialmente no existe y que fue fabricada por la policía, cuando a ustedes no les bastó que a Dora le hubieran encontrado la prueba material del delito y la premiaron con la libertad. Inmediatamente este digno funcionario se recogió en su rincón dejando translucir una incomodidad de desconcierto. Quise seguir hablando pero el Honorable Tribunal me replicó que si iba a repetir lo mismo era mejor que me estuviera callado. Ante estas lumbreras imponentes, embutidas en sus batas negras que amilanan a la más feroz de las fieras, ante este amenazante apremio, me retiré para que el justiciero padre diera prelación a su hijo, el Fiscal. Éste hizo sentar a Wilson en el estrado, pero nunca se imaginó lo que le iba a empezar a subir pierna arriba. En el preciso instante en que le pide a Wilson que le aclarara al Tribunal que Dora, su

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esposa, no tenía nada que ver con esa droga, Wilson contestó: “Yo soy el dueño y responsable de ella, pero mi esposa tenía pleno conocimiento de todo; lo que Juan Carlos acabó de decir es verdad, ella era la que tenía el bolso que contenía la cocaína y la marihuana, incluso el bolso era de ella; lo que pasó fue que al momento del arresto, ella se reconoció con un amigo de la policía, que le aconsejó que no fuera a firmar ni a confesar nada, porque yo me había hecho responsable de todo, y por eso la soltaron”. Para el Fiscal fue el peor baldado de agua hirviendo que le hayan echado en su vida, pues no se sabía de qué color era. Sin chistar palabra, se recogió en su nicho. Daban lástima los demacrados rictus que asomaban a su cara; parecía un damnificado de aquella aciaga tragedia que enlutó a la humanidad en agosto de mil novecientos cuarenta y cinco. Este día se podría decir que fue el día negro para el circo, cuando sus payasos, en vez de reír, lloraron. En la sala se podía percibir un denso clima de fatídico desconcierto, ya que unos a otros se miraban a ver quién o a quién le echaban la culpa. Después de esos momentos de ardorosa derrota, retornó la cordura dictatorial de nuestros anfitriones, que hubieran ganado o perdido, tenían el poder en sus manos y la prerrogativa divina de hacer de todo esto la mas mística interpretación cabalística, y sobre la base de este don divino podían omitir la razón, evidencia y leyes, como así se hizo. El Juez Presidente, en la circunspecta seriedad que siempre lo había caracterizado, sucinta y cínicamente, se salió por la tangente, y utilizando el subterfugio de que ellos habían prolongado este juicio por espacio de un año para poder determinar quién había escondido la cocaína y la marihuana en el techo del edificio -omitiendo que Wilson, en la primera audiencia, había confesado que él la había puesto en el techo y yo no lo sabía-, dijo que quedaban suspendidos los interrogatorios, que las audiencias venideras eran únicamente para presentar alegatos y dictar sentencia. Miró su agenda y dio citas para el próximo dieciséis de septiembre y cuatro de octubre. Se levanta la sesión. Esta audiencia se caracterizó porque su final no fue precedido por la ya conocida y satisfecha petición del Fiscal de seguir presentando su gran acervo de evidencia criminal en mi contra. Pero sus paternales jueces hicieron uso de su gran poder y fuerza para omitir lo probado y sustentado ante ellos, y siguieron alcahueteando, protegiendo y dando su consentimiento para que el veleidoso Fiscal siguiera haciendo de las suyas sin importarles en lo más mínimo lo que yo representara como ser humano ante las leyes naturales de la razón de Dios y las constitucionales de Japón. Sólo tenían fija la mente en una cosa, y esa era que yo tenía que ser condenado. Aquí me encuentro frente a mi calendario, mi ojito lindo que nunca me desampara. Soy tan iluso que llegué a pensar y estar seguro de que ya había derrotado al Fiscal. Veía su lánguida cabeza colgada de una picota y todos señalándolo con el dedo índice, enterrándoselo en los ojos por bruto. Como mi Abogado me había dicho que me tenían que declarar inocente e indemnizar ,y ante lo que se había ventilado en la pasada audiencia no quedaba duda, me imaginaba en el Olimpo degustando con los dioses. ¡Estúpido mentecato! Qué equivocado estaba, tenía que seguir departiendo en el infierno con los depravados demonios por mucho tiempo más. Estaba en la celda disfrutando del irracional y ambivalente paroxismo que toda esta absurda situación había despertado en mí, cuando fui conducido al receptáculo de visitas. Al otro lado del vidrio se encontraba un elegante caballero que se identificó como

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funcionario de la Embajada Colombiana, del cual recibí un cordial saludo. Hablando con este señor me percaté de que a mi lado había un guardia y que al otro lado había un señor traduciendo la conversación entre el funcionario y yo. Le pregunté al funcionario que si era que no podíamos hablar a solas. Me dijo que no, que ellos tenían que saber todo lo que hablábamos porque así era el reglamento carcelario. Le estaba contando a este señor mi odisea jurídica y derramando lágrimas sobre sus hombros, contándole la perversa violación a los derechos humanos de la que había sido víctima, cuando fui retirado abruptamente y se me gritó que mi tiempo había acabado, pero que no era cosa de él, que si quería escribiera a la Embajada, cosa que empecé a hacer inmediatamente. Fui descargado en mi mazmorra en medio de la indignación que me había producido la bochornosa interrupción de mi aliviadora y benigna visita. Sólo las personas que hemos estado en una situación de estas, sabemos el bálsamo reparador que representa cruzar algunas palabras de nuestro idioma con un interlocutor de nuestra misma lengua. Empecé a contar con pelos y señales todo el proceso para enviarlo a mi Embajada y le pasé la carta al box. Al otro día me la devolvió porque eran muchas hojas y no podía escribir tanto, me tocó extraer y condensar todo en tres o cuatro hojas y ahí sí fue concedida esta prerrogativa divina. Lástima que en esta historia no hay nada bueno que contar con respecto a este sistema carcelario. Las personas encargadas de la manutención de este penal son máquinas tecnificadas sutilmente para hacer sufrir a un ser humano. Lo más grave es que yo creía que esto pertenecía a su cultura e idiosincrasia, por ejercicios de inmutabilidad del cuerpo, pero no, esto lo hacen a plena conciencia del daño que se le está haciendo a un ser humano, utilizando como soporte que a los criminales se les debe aplicar un correctivo doloroso, lacerante, humillante y degradante, sin escatimar la más mínima sevicia al aplicarlo. El objetivo es cobrarle la deuda a un ser que ellos han llamado antisocial. Que eso se haga por ignorancia y atraso en un país medieval y oscurantista es comprensible, pero que se le haga a un ser humano en el Japón, en pleno siglo XX, es difícil de creer. El 16 de septiembre se inicia la comedia. El Juez Presidente dice que, después de haber estudiado minuciosamente toda la evidencia presentada, sólo faltaba ultimar unos detalles para dictar sentencia. Le preguntó al Fiscal si aceptaba que la carta presentada por mi abogado fuera tomada como prueba. El Fiscal respondió rotundamente que no. Mi abogado leyó varios decretos de ley del Código de Procedimiento Penal en los que se explicaba por qué no se podía omitir algo que hacía parte del material probatorio, y si se omitía se estaría cometiendo prevaricato. El Fiscal, recogido en su sitio, empezó a deshojar el Código que tenía en su escritorio buscando los artículos citados por mi abogado. Después de leer, bajó la cabeza con expresión de derrota, para luego levantar sus desorbitados ojos, que no dirigían la mirada a ninguna parte. Mi abogado pidió la palabra para ventilar algo de lo que yo no me había dado cuenta. Cuando me detuvieron me despojaron de mis documentos de identidad, los cuales acreditaban mi nacionalidad. Los policías y fiscales me presentaron ante la justicia japonesa como alias Juan Carlos o NN, lo cual sellaron luego con una fotografía que me sacaron cuando ya era una piltrafa humana. Mi abogado se dirigió al Tribunal para entregarle las pruebas, que fueron recibidas con evidente desagrado. Luego el Tribunal preguntó si teníamos algo más que decir. El Fiscal pidió la palabra y solicitó descaradamente que se abriera de nuevo el interrogatorio. Mi abogado dijo que estaba bien si tenía nuevas pruebas contundentes y distintas a todo lo que se había tratado, pero

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si era para repetir lo mismo le pedía que se abstuviera para no hacer quedar mal a la cultura japonesa, que ya bastante daño le había hecho con el ridículo juicio. El Fiscal hizo caso omiso y sostuvo su pedido, el cual fue concedido de inmediato. Llamó a Wilson al estrado y logró exasperarlo con sus viejas preguntas; Wilson se negó a responder, pero el Fiscal seguía bombardeándolo con preguntas ridículas, a las que Wilson respondió con hermético mutismo. Ante esta negativa el uno fue retirado y el otro se retiró. Luego mi abogado me pidió que pasara al estrado para hacerme unas preguntas: que si era verdad que yo le había dicho a él que el Tribunal estaba parcializado a favor del Fiscal. Le dije que sí, porque constituyeron como prueba condenatoria unas declaraciones redactadas por la policía y la fiscalía, y firmadas por un sujeto que nadie conocía ni se sabía si existía; pero la carta que yo mandé a mi abogado, en la cual presento pruebas contundentes de mi inocencia, y que yo firmé, no es aceptada como prueba jurídica. Además, la prolongación del juicio sin ninguna explicación, porque la acusación en mi contra quedó aclarada desde la primera audiencia; pero el Fiscal, por el deseo de verme condenado, me ha metido palos en la rueda. Me preguntó, además, si yo creía que en el Japón se violaban los derechos humanos. Yo dije que lo que se estaba haciendo conmigo en el Tribunal y en el sistema carcelario es una flagrante violación a la Declaración Internacional de los Derechos Humanos. Mi abogado se retiró y pasó el Fiscal. Inicialmente pensé en negarme a contestar. Empezó de nuevo a preguntar qué había comido hacía un año por la noche, en dónde me encontraba el 6 de enero a las 3:00 PM, qué ropa me puse el 28 de diciembre. Me limité a decir “no sé”, “no me acuerdo”. El Fiscal se cansó de oír lo mismo y volvió a su sitio. Se levanta la sesión. Lo extraño es que en esa oportunidad no fue la persona que siempre taquigrafiaba las audiencias y a partir de ese momento no se registró ninguna. En la celda pensaba en la pírrica derrota que le había propinado al Fiscal. La burla jurídica, durante un año y catorce audiencias, era una humillante laceración psicológica. Todo esto fue rematado con la visita de mi abogado, que me dijo que tenía que ser consciente de que había cometido un delito, que tocar cocaína en Japón es algo grave, y que tenía que reconocer mi error y ofrecer disculpas. Ese cambio de actitud de mi abogado hizo que perdiera mi brújula; esa dualidad no era normal. Me exalté y le dije que él me había dicho que eso era un delito menor. Cuando le envié la carta que dijo que me tenían que declarar inocente e indemnizar, y ahora cambiaba de opinión. Amenacé con hacerles un escándalo internacional. El replicó que debía estar agradecido con el Estado Japonés por proporcionarme un abogado y un traductor, que muchos países no lo hacían, que agradeciera que él me estaba defendiendo. Yo le aseguré que estaba agradecido con él pero que lo que pasaba no era normal. Después de calmarnos un poco me sugirió que aceptara la acusación, pero me negué. Me dijo que entonces no me defendería más. Le contesté que no me defendiera y nos despedimos. Estos acontecimientos fueron acompañados por la enajenación de varios reclusos, que de un momento a otro estallaban en irascible locura. Como si fuera el cambio de luna u otra transición natural, los enfermos se agravaban. Los desgarradores alaridos de nuestros camaradas de infortunio no dejaban conciliar el sueño. Cuando esto ocurría, el

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desdichado era sacado de la celda en medio de las burlas de los guardias. No sé si alguno de ellos llegó a morir, pues nunca más los volví a ver. Por esos días me fue entregado un folleto en español que contenía el reglamento carcelario. Este documento estaba plagado de grotescas inconsistencias:

Se le asignará una habitación.

No debe molestar a los otros reclusos (si uno está siempre solo, ¿a quién va a molestar?).

No puede usar nada suntuoso ni oponerse nada en la cabeza.

No puede hacer ni recibir favores de nadie.

El recluso puede pedir que lo pongan a trabajar con derecho a remuneración (siempre me lo negaron).

Cuando esté acostado no puede taparse la cabeza.

No puede hacer ningún ruido cuando esté durmiendo (ni siquiera se podía esbozar un pensamiento en voz alta).

No puede cantar, hablar, silbar o tener demostraciones de alegría (demostraciones de tristeza sí se pueden, pues no están prohibidas en el reglamento).

El recluso debe ser muy celoso en el cumplimiento de las normas de higiene personal y ambiental. (no sé qué será celoso para los japoneses, que nos dejaban bañar sólo dos veces a la semana en un agua aceitosa y dentro de la celda no se puede ejecutar ninguna actividad de aseo personal, a excepción de lavarse las manos y los dientes; todo el tiempo está uno oliendo a zoológico o a matrimonio descobijado).

Cuando se dirija a la locación donde se hace la gimnasia no deberá mirar ni hablar con nadie (ellos llaman gimnasio a tres metros cuadrados que tiene la jaula donde nos ponen por espacio de diez minutos dos veces por semana).

Se les da el privilegio de usar cosas personales como ropa, cobija, almohada, los baños, leer, escribir (estas cosas no están consideradas como necesidades básicas ni como derechos humanos, sino como privilegios otorgados por las autoridades japonesas).

Si uno llegara a tener algún comportamiento violento ante la corte u oficiales podrá ser multado o condenado a confinamiento (yo pasé dos años sólo en una celda, ¿qué será confinamiento para los japoneses?).

Podrá jugar ajedrez al estilo japonés (pero será con el espiritual de Hirohito, porque nunca suministraron ninguna clase de material didáctico, y si a uno le daba por hacer alguna manualidad con un papel o cartón recibía una reprimenda).

No puede difamar ni calumniar a algún recluso (será calumniar al divino putas, que es con el único que me vi).

Si es sospechoso de haber cometido alguna falta, será puesto en una celda solitaria hasta que termine la investigación (yo estuve dos años en sospecha investigativa sin haber cometido ninguna falta).

Las conversaciones con las visitas tendrán que hacerse en japonés, no podrá hablar en otro idioma a no ser con previa autorización de la autoridad competente.

Si se le llegase a encontrar alguna sustancia prohibida como alcohol, tabaco, fósforos o material bélico, será castigado con severidad.

Una parte dice:

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Usted está aquí recluido provisionalmente, y por ser extranjero está pasando por algunas incomodidades por la diferencia de cultura e idiosincrasia. Con el fin de mitigar hasta donde sea posible estas incomodidades hemos tomado unas medidas técnicas para su comodidad.

¡Dios, ante lo que he vivido! ¿Cuáles son esas medidas confortables? Ley japonesa dice:

Se prohibe terminantemente la aplicación de tortura y castigos crueles por parte de cualquier funcionario público.

Ninguna persona podrá ser obligada a declarar en contra de sí misma.

No se admitirá como prueba una confesión obtenida mediante coacción, tortura o amenaza o después de una prolongada detención.

Todas las personas son iguales ante la ley, no existirá discriminación de ninguna clase.

Todo el material de lectura, como cartas y libros, serán sometidos a un riguroso estudio y censura. (Y ponen varios puntos por los cuales será incautado material obsceno que atente contra la moral y los principios. Me pregunto: después del arsenal pornográfico con el que se nos instruye aquí, ¿qué será obsceno e inmoral para los japoneses?

No se puede mandar información a nadie sobre el proceso, si se llegase a detectar esta irregularidad le será entregada al Fiscal.

21 de Julio nuevamente fui llevado al Salón de la Justicia pero no hubo ninguna nueva variante. El Fiscal volvió a repetir lo mismo, mi Abogado también. Lo único significativo fueron dos cosas; la primera, que mi Abogado empezó a hacerme algunas preguntas en las cuales pretendí alargarme haciendo una explicación en la respuesta, pero él, para que no perdiéramos tiempo, trataba de cortarme. De todas maneras no era algo de mucha trascendencia, pero el Señor Juez Presidente, en un tono no formal, le ordenaba a mi Abogado que me dejara hablar; esto sólo con el objetivo de que el Fiscal y ellos vieran qué podían pescar en río revuelto, porque fueron muchas la veces que el Fiscal nos tapó la boca a Wilson y a mí, y el Tribunal ni se dio por enterado. Lo segundo fue que al aplazar nuevamente el juicio para el 29 de Julio por petición del veleidoso Fiscal, cuando me estaban poniendo las esposas le pedí al traductor que le dijera a mi Abogado que si había forma de recuperar unos documentos personales que la policía me había quitado. Cuando mi Abogado empezó a contestarme sobre el asunto el Fiscal se le abalanzó como una fiera y empezaron a mostrarse sus desdentadas encías; en medio de esta ejemplarizante urbanidad el Fiscal hizo chasquear los dedos y, señalándome con su dedo índice y clavándome su condenadora mirada, dio la orden de que retiraran a este desolado perro de la sala. Otra vez me volví a encontrar en el enclave de mi celda el cual no volví a violar. Al frente tenía el pedagógico calendario en el cual estaban estampados, en números muy grandes, los fangosos días transcurridos, pero solo se retenían en mi imaginación los ocho que faltaban para el 29 de Julio, día en que la justicia japonesa solicitaba mi presencia nuevamente. En mi férrea decisión de afrontar la estadía en esta pequeña isla del diablo con estoicismo y berraquera, no podía dejar de revolcarme las tripas, pero había una voz que me decía que el resentimiento es el veneno de la vida, que ese veneno me lo habían

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dado ellos para que lo bebiera y mi éxito radicaba en hacerles tomar ese mismo veneno. Seguí con la misma tónica, en limpiar mi mente y mi cuerpo. El 4 de octubre, el día en que supuestamente se debió haber dictado sentencia, el Fiscal hizo sentar a Wilson en el estrado, pero con tan mala suerte Wilson no le quiso contestar ninguna pregunta. Se veía que el Fiscal estuvo quemándose las pestañas leyendo el expediente porque esas fueron preguntas más acertadas, apuntaban al delito en sí y a la cocaína que se había incautado. Creo que querían conducir a Wilson a una celada para involucrarme. El Juez Presidente, en vista de que Wilson se negó a responder y el Fiscal se retiró, para sorpresa de todos fue desempolvando un interrogatorio igualito al del Fiscal, con las mismas preguntas. Sin embargo, Wilson le dijo que, por muy Juez que fuera, él ya había confesado la verdad, que esas preguntas las había contestado miles de veces o que si lo que ellos pretendían era que él me echara la culpa de algo que no era cierto, que él ya había dicho que yo no tenía nada que ver. Tal vez sea suspicacia mía pensar que entre el Fiscal y los Jueces hubo un contubernio para masacrarme jurídicamente. Se dio paso a los alegatos de defensa y acusación, pero antes el Juez Presidente, en una muestra de “imparcialidad”, dijo que iban a dictar sentencia con base en las declaraciones dadas a la policía y a la fiscalía por mí mismo, en mi contra, quedando eliminadas todas las pruebas presentadas por la fiscalía, que sólo estaban por escrito y no había una manera contundente de comprobar si eran ciertas o falsas. Esto era para tratar de ayudar un poco al Fiscal, ya que las leyes prohiben obtener y aceptar pruebas recabadas en esta forma. Ya tenían determinado condenarme de posesión de la droga, omitiendo completamente la evidencia, basados en la ilegal prueba fabricada sobre el escritorio con la que la policía me había mandado a podrir dos años en una mazmorra. El Fiscal inmediatamente se paró y pidió al Tribunal que fueran tomadas en cuenta todas las pruebas. El Tribunal, queriendo mostrar unos esforzados gestos de ecuanimidad, le preguntó a mi Abogado qué opinaba del pedido del Fiscal. Mi Abogado contestó que era vergonzoso que, después de habernos tenido ahí un año haciendo el ridículo, le aceptaran una prueba desvirtuada. El Tribunal aceptó el razonamiento de mi Abogado y le pidió al Fiscal que se limitara a hacer su alegato final. Empezó con su abstracta teoría diciendo que nosotros habíamos sido sorprendidos cometiendo un execrable delito que le está haciendo mucho daño a la humanidad y no mostrábamos ningún arrepentimiento. Dijo que las pruebas recabadas por la policía eran merecedoras de toda credibilidad, que fueron voluntarias y coherentes con el delito; que nosotros éramos unos mentirosos, que cambiábamos las declaraciones, que él estaba seguro de que yo había escondido la droga en el techo y que Wilson me estaba encubriendo, que Dora no tenía nada que ver y pedía un castigo de diez años de cárcel y diez millones de yenes como multa, sin recibir libertad condicional porque volveríamos a cometer el mismo delito. Luego siguió mi abogado y dijo que era una vergüenza que ellos, siendo la nación que era, se basaran en conjeturas de un Fiscal, omitiendo declaraciones, pruebas y evidencia. Hizo la siguiente relación: 1. La acusación en contra de Juan Carlos dice “posesión ilegal de cocaína y marihuana encontrada en un apartamento de Hiakunincho, en el techo del edificio”.

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(a) Juan Carlos no fue sorprendido con las pruebas en las manos, ni dentro de su apartamento, ni entre sus cosas personales.

(b) Una parte de la cocaína y la marihuana le fue encontrada a la esposa de Wilson y la otra en el techo del edificio.

(c) Wilson ha confesado miles de veces que él puso la droga en el techo, y declaró que Juan Carlos no sabía ni tenía que ver con esa droga.

2. Juan Carlos es acusado con base en una declaración en contra de sí mismo. (a) Él acusa a la policía de haberle hecho un lavado de cerebro con una prolongada y

clandestina detención a pan y agua, sometido a tortura moral y psicológica. (b) Dice que le violaron y negaron todos los derechos legales que tenía como ser humano

y como extranjero, lo que se evidencia en que las autoridades no lo pusieron en contacto con el abogado de oficio, a lo cual tenía derecho.

(c) Fue engañado y asaltado en su buena fe, diciéndole que lo que estaba firmando no lo perjudicaba.

(d) Todas estas acusaciones son corroboradas en el hecho de que la declaración con la que se le acusó fue obtenida en el último instante de la prolongada detención, cuando ya iba a recobrar la libertad.

(e) La ley prohibe aceptar como prueba una declaración obtenida de ese modo. 3. La fiscalía pretende acusar y presentar como prueba una documentación obtenida por los organismos policivos y fiscales del Japón, pero sin ninguna sustentación legal ante el Tribunal de que sea válida. (a) Parte de esa documentación ha sido desvirtuada aquí por las mismas personas que

supuestamente habían declarado. (b) Se comprobó que parte de esa droga le fue encontrada a la esposa de Wilson y que

ella tenía conocimiento de todo el delito. La ley es muy clara al establecer la igualdad jurídica y la no discriminación, por lo cual la acusación contra Juan Carlos está plagada de nulidad.

(c) El Fiscal dice que somos mentirosos y que cambiamos las declaraciones. Hace un año en esta sala se pretende que se cambie lo que ya se ha dicho.

Pedía al Tribunal que se tomaran como prueba las declaraciones firmadas y dadas a la policía durante los primeros quince días de detención y no las que se tomaron después, donde se cambian las declaraciones. El Fiscal dijo primero que ellos no se basaban en las declaraciones tomadas por la policía, y ahora pedía que se les diera toda credibilidad. El Abogado pedía al Tribunal que fuera consecuente con los hechos, porque el delito había sido asumido en su totalidad por Wilson. Luego pasó el abogado defensor de Wilson, que se refirió al arrepentimiento de su defendido, de su deseo de enmendar el error porque su familia estaba muy mal en Colombia y su mamá estaba sufriendo mucho. Pedía que lo dejaran regresar a su país y que prometía no volver a tocar sustancias ilícitas. Se levantó la sesión y el Juez citó para dictar sentencia el 6 de diciembre. Aquí estoy otra vez frente al calendario localizando los 63 días que los angelitos negros habían decidido tomarse para deliberar lo que ya hacía tiempo habían decidido. Esta comedia jurídica está plagada de una sevicia que no se diferencia mucho de lo que

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ocurrió durante la ocupación japonesa de China, cuando se torturaba para dilatar la muerte lo más posible, en una juerga de competitividad en la que el más avezado y destacado era quien más sangre hiciera correr y más cabezas hiciera rodar. La única diferencia es que en esta comedia nos asesinan con la guillotina seca, sin untarse las manos de sangre. Por mucho que quiero controlarme y ejercer el autodominio, la ira que me corre por dentro no deja de atenazarme y hacerme sentir que estoy en la caldera del Diablo, con todos sus demonios. Como ya he dicho, para poder sobrevivir a esta pesadilla hay que dejar descansar el espíritu y alejarse de la maquinación intelectual que llega a hacerse perversamente tortuosa. En esos momentos de relajación espiritual, que han sido los mejores de esta crucifixión, llegamos a ver a nuestros anfitriones como benefactores y compañeros de infortunio; aunque cuando uno ha logrado aflojar un clavo de la cruz están ellos prestos a remacharlo para que el régimen no se salga del conducto regular que con sumo cuidado han logrado alcanzar y desarrollar para perfeccionar la inutilidad de un ser humano. La celda endurece y congela los sentimientos y los instintos al punto de conseguir, se podría decir, inmunidad contra el dolor y la tortura. Recuerdo que al principio parecía una Magdalena y por cualquier depresión derramaba una lágrima, pero llegó el momento en que la más escalofriante humillación me rebotaba y no volví a llorar. Había alcanzado un ambiente muy familiar con los guardias, eso sí, ellos dentro de su régimen y yo desde mi enclave criminal. Recuerdo que una tarde me puse a hacer un avioncito de papel; estaba ya aterrizando mi nave en la mesita cuando entró el box y en un cordial y estricto ataque de viveza me lo quitó y me dijo que no podía hacer eso. En otro cordial ataque de risa le contesté que estaba muy bien, que con mucho gusto le regalaba mi avioncito, y salió feliz. Este tierno idilio duró muchos meses, en que me dediqué a leer lo que generosamente en el penal me prestaban, y a releer muchas veces cuatro cartas que me entregaron en veintidós meses de prisión. Un día apareció el box con su habitual sonrisa y un periódico que muy generosamente me prestó para que leyera; era un periódico editado por españoles en Japón. En uno de sus editoriales un argentino hizo una exposición del degradante sistema carcelario del Japón y de la brutalidad con que éramos castigados los extranjeros porque los japoneses no se habían despojado del todo del complejo se superioridad que han sentido en tiempos que es mejor no recordar. Nos aconsejaba a los extranjeros que estuviéramos en problemas judiciales en Japón contratar nuestro propio abogado, ya que en la mayoría de los casos el abogado de oficio se convertía en nuestro verdugo; pero que si nosotros teníamos alguna queja porque creyéramos que se nos estaban violando los derechos humanos, nos dirigiéramos al Ministerio de Justicia, cosa que hice inmediatamente. Detallé por escrito todo lo acontecido respecto a mi caso; hice copias para mi Embajada y otra al Ministerio de Justicia. A los pocos días recibí una tarjeta del Tribunal donde se me ordenaba no escribir cartas a nadie respecto al caso pues los alegatos con respecto a mi caso ya se habían cerrado y la recepción de pruebas había terminado. Por esos días de noviembre un canadiense al que le encontraron tres kilos de marihuana fue condenado a seis años y deportado a Canadá; también fue deportado un australiano que tenía cuarenta gramos de cocaína.

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Seis de diciembre. Estoy en la Corte nuevamente. El Fiscal nuevamente pidiendo al Tribunal que le brindaran otra oportunidad de presentar pruebas, cosa que le fue concedida. Puso sobre la mesa un álbum con las fotos tomadas por la policía cuando fuimos arrestados, las fotos correspondían al apartamento y al edificio donde fue encontrada la cocaína y la marihuana. El Fiscal quería que reconociera esos lugares y, por supuesto, los reconocí. Con esto el Fiscal terminó de presentar sus fehacientes pruebas criminales, con las cuales me condenaron. Se dio paso a la lectura de la sentencia de Wilson; lo condenaron a cinco años y 800.000 yenes de multa como autor intelectual y material del delito. Yo fui condenado a catorce meses de prisión sin multa y me encontraron culpable de la posesión de los nueve gramos de cocaína que había en el bolso que le encontraron a la esposa de Wilson -esto con base en la declaración dada por mí de haberle entregado tres gramos de cocaína a un iraní- y me declararon inocente del resto de la droga encontrada. Es decir, me declaran inocente de más del noventa por ciento de la acusación. El Juez le preguntó a Wilson si quería agregar algo, y sólo preguntó que por qué me condenaban a mí si él ya había confesado de que no tenía nada que ver. Luego el Juez se dirigió a mí. Dije que cómo era posible que el Fiscal hubiera liberado a Dora, a quien le encontraron el bolso debajo de su almohada, en su apartamento, a mí, por conocer el edificio, me quiere acusar; lo que quería decir que si a mí me hubiera encontrado en el techo durmiendo con la cocaína debajo de mi almohada me hubiera soltado. En esos momentos el Juez me mandó callar porque no había más tiempo. Pedí el favor de que me dieran una copia del proceso, pero me fue negado. El Juez al final dijo que, a pesar de que yo no había cometido otros delitos en el Japón y en ninguna parte del mundo, no me daría la libertad condicional, y así hubiera sido condenado por un delito menor, debía seguir en prisión, y de los 330 días que llevaba detenido sólo se me reconocieron 200. Debía completar catorce meses. En la mazmorra traté de darle coherencia a lo que me estaba pasando. No entendía cómo habían hecho las cuentas. Recurrí a mis matemáticas y, utilizando los dedos como ábaco, hice los cálculos. Perdí mi libertad el 11 de enero, me condenaron a catorce meses de prisión el 6 de diciembre; llevo once meses en prisión, más catorce meses suman 420 días, menos 200: me faltan 220, así: 11 meses: 330 Llevo en prisión 7 meses 210 Me faltan

540 Esto suma 18 meses En el colegio me enseñaron que las matemáticas son exactas, no hay términos medios. Mi razonamiento me decía que se les habían borrado de su ordenador 120 días; también discerní que, en vista del gran desarrollo económico que han tenido, a todo le sacaban una utilidad contable, que en mi caso era del 28.57%. Había sido condenado a catorce meses, pero con las utilidades para los japoneses me toca pagarles dieciocho meses. Los días de diciembre siguieron pasando igual: los enfermos, los escándalos, la violación de los derechos humanos, mi enclave y yo y yo y mi enclave. Me llegó un papel de los angelitos negros en el cual decían que podía apelar y tenía tiempo hasta el 20 de diciembre; pero yo había tomado la decisión de no apelar, ya que tres jueces habían burlado tantas leyes y evidencia. Un año en este pozo séptico, para que tres depravados

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jueces me digan “aquí mandamos nosotros y usted nos importa un culo”. No, ya me cansé de este juego, aquí no hay sino tres salidas, se es culpable o se es culpable... Mejor espero terminar este curso de parapléjico. Pensaba en las catorce humillantes audiencias maquinadas por una coalición Tribunal – Fiscal, con un solo principio y un solo fin, condena. Es muy difícil luchar contra un Tribunal que legisla sólo para un Fiscal. Yo mejor me quedo quietecito. En diciembre a nosotros los occidentales nos embarga una añoranza de villancicos y pesebre; me puse a hacer una estrella de Navidad, cuando el desdentado carcelero casi me revienta un tímpano con el grito de que no podía hacer eso y tuve que entregársela. Como esto para mí se había vuelto rutina, muy formal y sonriente se la puse en la mano, y parte sin novedad. El carcelero se fue feliz porque su domesticado espécimen respondía eficazmente a la terapia.

5. La Apelación

Estaba en mi sitio cuando fui conducido al receptorio de visitas; sorpresa me llevé cuando al otro lado estaba mi Abogado. ¿Por qué este señor estaba ahí si todo había terminado? El bondadoso anciano, en tono de congoja, me confesó que el Tribunal y el Fiscal le habían pedido que los ayudara para poderme condenar. Él primero dijo que sí, y después no se sintió capaz de hacerlo. Él veía que el Tribunal había sido muy deshonesto con el fallo, y ya que habían omitido tanta evidencia y violado tanto mis derechos y en vista de que llevaba un año ahí, al haber sido condenado por un delito menor me debieran al menos dar la libertad. Me preguntó si iba a apelar, a lo cual le dije que no, que ante el descomunal poder que desplegaba un Tribuno–Fiscal con un indefenso ser humano como yo, no había nada que hacer. Si apelaba me iban a tener en juicio toda la vida. Me dijo que si apelaba, tenía todas las de ganar porque yo tenía todas las pruebas y la ley me protegía. Yo argumenté que él mismo había visto cómo todos los mecanismos de ley habían sido pisoteados. Insistió tanto que le dije que apelara él, que yo lo autorizaba, pero me dijo que él no podía hacerlo. Así nos despedimos. Llegué a mi celda, donde me habían dejado la comida en el piso. Estaba comiendo cuando llegó de nuevo la tropa por mí. ¿Por qué tan solicitado? Era otra vez el abogado insistiendo; por unos minutos estuvimos él que sí, yo que no. De nuevo en mi celda me preguntaba por qué el abogado insistía tanto. Desde ese momento todo cambió. La resignación condenatoria a la que había sido inducido se transformó en una ambivalente zozobra que atizaba mi solapada tranquilidad. Al otro día tomé la decisión de apelar; firmé el formulario y lo mandé al Tribunal. El 24 de diciembre el carcelero me trajo de “Niño Dios” dos revistas pornográficas para que celebrara la Navidad y no la pasara tan solo. Así fue; pasé una lujuriosa noche navideña con mis bien dotadas concubinas. Para los japoneses la Navidad transcurre en completa calma porque ellos no tienen esas tradiciones. Pero cuando comenzó a acercarse el fin de año se formó una revolución y hubo mucho movimiento. El 27 de diciembre suspendieron todas las actividades de rehabilitación, como los baños, las salidas, la difusión literaria, hasta el 2 de enero. Los japoneses hacen en el fin de año un ritual pomposo que consiste en visitar templos budistas; no conozco mucho sobre eso, pero el despliegue es muy solemne. A los reclusos nos lo festejan con música ritualista japonesa y el primero de enero con una bandeja repleta de golosinas y comida exquisita.

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En la noche del primero de enero se oyó un tenebroso alarido, tan escalofriante que podría asegurar que fue el último suspiro de un ser humano. Después me enteré de que, en efecto, alguien se había enterrado en la sien un palo que nos dan para comer. Por los días de enero me hice amigo de un anciano peruano de 60 años, condenado a 10 años por narcotráfico. A este señor no lo visitaba nadie porque no tenía amigos ni familia en el Japón. Un día pasó llorando frente a mi celda, como un niño chiquito. Cuando salimos a la jaula le pregunté qué le había pasado. Me comentó que una compatriota lo había visitado, pero como no sabía japonés no lo dejaron hablar. Ese mismo señor tenía problemas en la columna y un instructor de gimnasia que estaba detenido trató de prestarle ayuda con masajes terapéuticos. Pero el tratamiento fue prohibido y nunca más lo pusieron con nosotros en la jaula que el folleto reglamentario decía que era para gimnasia. Yo hice la apelación el 17 de diciembre de 1993; el 16 de febrero me respondió el Tribunal Superior de Tokio. Me decían que me iban a nombrar un abogado para que presentara los motivos por los cuales apelaba. A los pocos días llegó una tarjeta en la cual me notificaban que se me había nombrado un abogado, y ponían su nombre y dirección. Por esos días volvió un funcionario de la Embajada y lo puse al tanto de la situación. Le pedí el favor de que me facilitaran un traductor o un abogado porque no me sentía seguro. Me prometió que sí, y le di la dirección y el teléfono de mi abogado. Yo seguí trabajando en mi defensa e hice una carta con todos los elementos de juicio que probaban mi inocencia. Eran más de treinta hojas y no me las dejaron mandar. Tuve que condensar todo. Me la devolvieron porque la dirección estaba errada. Gasté un mes escribiendo al Tribunal para que corrigieran la dirección y mandar de nuevo la carta. Mi abogado vino a dar señales de vida el 25 de marzo de 1994. Quién iba a pensar que este señor, Saburo Kimoto, se iba a sumar al Fiscal y a los tres jueces que me habían condenado y a los tres que me iban a volver a condenar. Había ido con el antiguo traductor; ni me saludó ni me miró, sólo me hizo dos preguntas: que si yo había puesto la droga en el techo y si era verdad toda la documentación que la policía había pasado sobre mí. Negué rotundamente. Le pregunté al traductor por qué no habían venido de la Embajada si me iban a ayudar; él dijo que el Tribunal no lo permitiría. Me quejé de la discriminación y la violación de los derechos. El abogado comenzó a molestarse y aseguró que él había defendido a muchos extranjeros y a todos las habían tratado igual. Repliqué que eso era mentira porque yo los había visto en la cárcel; los procesan por arrobas de droga y a los dos o tres meses los deportan, pero como yo soy colombiano me condenan a casi 190 meses por nueve gramos de cocaína, sin libertad condicional. No dijo ni mu. Cuando le dije que a Dora la pusieron en libertad, me contestó que la habían soltado porque la policía creía que ella no tenía nada que ver. Le pregunté si en el Japón se juzga según lo que cree la policía o con base en pruebas y evidencias. Se quedó callado. El traductor me dijo que se iban porque estaban de afán. Le dije al abogado que antes de presentar el alegato me pasara una copia para darle el visto bueno. Ese hijo de puta ni me contestó ni se despidió. Esta parte de la historia la voy a abreviar porque, aparte de la burla jurídica que duró seis meses, todo se resume en lo mismo: estar todo el tiempo sentado oyendo los humillantes alaridos cotidianos. Me quedé esperando a que el abogado me enviara copia del alegato. Cuando menos pensé me llegó una notificación del Tribunal informando de la audiencia de apelación para

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el 27 de abril. Insistí en que me visitara mi abogado pero nunca fue. El 27 se realizó la audifarsa jurídica; después de unos ridículos procedimientos de rigor le dieron la palabra al Fiscal, quien dijo al Tribunal que él aceptaba la sentencia como estaba y no pedía nada más en mi contra. El Juez se dirigió a mí y dijo que, como el Fiscal no pedía nada en mi contra, revisaría la sentencia con base en los nueve gramos de cocaína por los cuales había sido condenado. Pasó mi abogado y detractor a repetir, por lo menos quince veces, que lo único que yo hacía era llevar entregas de droga por pedido de Wilson, pero que no era el autor intelectual del delito, y que cuando me arrestaron yo no tenía ese bolso en la mano. Eso fue todo por parte de mi abogado; en ningún momento confrontó la evidencia ni las pruebas, tampoco hizo uso de las leyes que me protegían; lo único que hizo fue hundirme porque fue muy enfático en que lo que yo hacía era entregar. El Juez dio cita para el 18 de mayo. Inmediatamente me soltaron en mi mazmorra escribí a mi abogado diciéndole que no aceptaba esa mediocre defensa y le incriminé el por qué no había echado mano a todas las pruebas y leyes por qué había presentado eso en esa forma sin mi consentimiento. Le rogué que se comunicara conmigo cuanto antes, pero nunca apareció. Esta enervante situación me llenaba de frustración y una agónica depresión, la cual quedaba opacada por la domesticación de mis instintos, lo que hacía que viera la vida en un solo punto donde era lo mismo estar adentro o afuera. Mis reacciones emocionales estaban totalmente bloqueadas; todo lo degradante e irracional de este sistema carcelario y del proceso judicial pasó a ser parte de un proceso cerebral–racional. Mi ordenador neurológico sólo maquinaba y tabulaba para después conceptuar lo que creyera justo o injusto, pertinente o impertinente de acuerdo con mi criterio de ver la vida. Todo hacía parte de la comedia humana que vive el universo y de un sistema inventado por los hombres, en el cual nos encontramos divididos entre buenos y malos, brutos e inteligentes, vivos y bobos, pobres y ricos; el hombre a estas alturas ya tiene bien definido qué es arriba y qué es abajo. Y a pesar de que Einstein haya demostrado que en el universo ese concepto no existe, nosotros ya tenemos compartimentadas nuestras vidas y sólo es cuestión de dónde se nace para saber en qué bando nos toca jugar. El día antes de que dictaran la sentencia fue el funcionario consular a visitarme y le comenté todo el caso; me dijo que él estaba enterado pero que ellos no podían hacer nada. Le dije que lo único que pedía era que se me aplicara la ley de acuerdo con la acusación y la evidencia. Aseguró que yo tenía toda la razón, pero no podían hacer nada. Pregunté si no había un organismo de derechos humanos al cual me pudiera acoger; dijo que sí los había, pero que los países eran soberanos en sus decisiones, que ellos habían luchado mucho por mejorar esto pero que las autoridades, muchas veces aplicando los procedimientos, violaban la ley y los derechos y contra eso ellos no podían hacer nada. Le dije que entonces ellos, en estos casos, son un cero a la izquierda. Me respondió que sí, si yo lo quería ver así. Le pedí el favor de que me acompañara en el juicio y su respuesta fue que no podía. Entonces yo le dije que para lo único que servía su visita era para el paseíto fuera de la celda, porque por lo demás era otra degradante frustración. El 18 de mayo la ambientación teatral era la adecuada para la mortecina comedia que seguía; estaba todo dispuesto, jueces, fiscal, cortesanos, reo y el esqueletudo abogado que jamás me determinó. Después de los rituales protocolarios, mi detractor dijo al Tribunal que yo le había enviado una carta en la cual no aceptaba la defensa. El Juez dijo que ellos ya habían tomado la decisión de no aceptar mi petición de apelación y pasó a leer los motivos por los cuales no la aceptaban. A esa disertación especulativa por parte de los jueces la llamé la sentencia de las “posibilidades y las coherencias”. El Juez repitió

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todas las declaraciones tomadas por la fiscalía y la policía en los últimos momentos de la detención, es decir las incriminatorias; no las de los primeros veinte días. Con base en lo que sigue se rectificó mi condena: El Juez dice que las declaraciones de Wilson y Oswaldo tienen mucha coherencia, en que yo posiblemente compartía utilidades de venta de cocaína con Wilson. Esto es una condensación, ya que el Juez se extendió bastante repitiendo las coherencias y las posibilidades, de que yo vendía y compartía utilidades de la venta de la cocaína con Wilson. Ante la gran capacidad de razonamiento de estos eruditos no cabe la menor duda de que si les digo que mi abuelita tiene ruedas, ellos encontrarían muy coherente decir que posiblemente es una bicicleta. El Juez nunca encontró coherente que esto fuera una mentira, pues Wilson y Oswaldo dijeron ante el Tribunal anterior que ellos nunca habían dicho eso, y no vieron la posibilidad de que fuera una maquinación policial. En otra cosa que los jueces no encuentran esa posible coherencia es que las declaraciones fueron cambiadas durante un mes todos los días y posiblemente para ellos no tuvo ninguna importancia que hubiéramos sido manoseados durante un mes por la policía y la fiscalía. Dice que, a pesar de que el bolso con cocaína y marihuana es encontrado en el apartamento 303, que no es mi apartamento, todas las declaraciones tienen mucha coherencia en que posiblemente yo tenía dominio sobre ese bolso. En este punto, según el Juez, me condenaron de posesión de él, porque posiblemente casi me lo encuentran en la mano; pero según el Juez que el bolso estuviera debajo de la cabeza de Dora, en su cama, su almohada, su casa, y que Wilson hubiera confesado que ese bolso era de ella, que ella se lo guardaba, que era sabedora de todo, no tenía ninguna coherencia. Estos puntos no tuvieron la más mínima posibilidad de ser ventilados y escrutados por los eruditos. En esto sí estaba el Juez en toda la razón de condenarme, ya que fue parte de la acusación que mi abogado me hizo en el insidioso alegato de defensa. El Juez dice que mi abogado alega que yo hacía entregas de cocaína y marihuana por pedido de Wilson y que eso me convertía en un delincuente porque yo tenía pleno conocimiento de que eso era un delito; siendo este punto cierto jurídicamente, es el producto del contubernio que entablaron el fiscal, los jueces y el tinterillo que nombraron como mi abogado. Luego de este coherente razonamiento, el Juez dijo que la sentencia quedaba tal como estaba. Si en el juicio pasado me habían reconocido 200 días, ellos me iban a reconocer 100 más, y que si yo quería decir algo. Dije que sí, que me parecía un absurdo que me condenaran de posesión de algo que le fue encontrado a una persona que fue puesta en libertad y declarada inocente, le dije que la ley obligaba a que en ese caso se me tenía que dar el mismo tratamiento, que yo tampoco me explicaba por qué ellos tendían una cortina de humo sobre las pruebas y leyes que me defendían, que lo único que podía percibir era que las dieciséis audiencias habían sido sólo condenatorias, porque si la decisión era condenarme, por qué no lo hicieron en la primera o segunda audiencia y así no se hubieran burlado y me hubieran humillado año y medio en un degradante y deshonroso proceso jurídico. El Juez me hizo callar y en tono acalorado me dijo que no podía refutar nada de la decisión tomada, pero que si yo no estaba de acuerdo podía apelar a la Corte Suprema de Justicia.

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Otra vez en esta mazmorra especulando, descifrando la ecuación jurídica de mi condena. Mi proceso de apelación duró ciento sesenta y tres días, pero en sus ordenadores se perdieron sesenta y tres. ¡Bah! Qué importa estar adentro o afuera, son dos cochinadas distintas, pero me gustaría conocer la incógnita de la acusación. Mi escaso conocimiento de las matemáticas me dice que fui condenado a dos meses más de prisión, y por haber apelado me cobraron la módica suma del 63%. Eso es saber hacer negocios. La justicia se pronunció y dijo que soy culpable nuevamente. En ningún momento he pedido impunidad, sólo pedía que se respetaran las reglas del juego. El taco que siento ya no es porque me hubieran acusado ni porque me tengan en la cárcel, sino por el asfixiante acorralamiento a mi legítimo derecho de defensa. De todo esto se puede deducir que, en la forma como se procesa en el Japón, los policías y los fiscales deben tener las cárceles atiborradas de gente, sea o no culpable. Lo único que necesita un fiscal en Japón para lograr una condena es meter a alguien a la cárcel, pues un Juez es capaz de dictar una condena basado en una posibilidad coherente de que tenga acceso a una cocaína, tendiendo una cortina de humo sobre todo un proceso jurídico. Ante estas condiciones, qué voy a volver a apelar, si es pelea de burro amarrado con tigre suelto. Lo único es que algún día se destapara esta violación a la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, para que quede constancia que la injusticia de este proceso. Khalil Gibran en El Profeta dice con respecto a la justicia: “Os deleitáis estableciendo leyes, sin embargo os deleitáis más quebrantándolas, como esos niños que, jugando junto al océano, construyen con grave aplicación sus castillos de arena, para luego destruirlos entre risas; pero mientras vosotros edificáis castillos de arena, el océano trae más arena junto a la playa y cuando los destruís el océano ríe junto a vosotros...”

6. La Condena Cuando se cumplió el plazo de apelación, a los veinte días, llegó la tropa a mi suite y me hicieron poner de pie. Me dieron orden de que echara todos mis bártulos en una tula –dos chiros y cuatro hojas de papel. Fui llevado al mismo lugar donde me habían hecho el advenimiento y me hicieron estacionar en uno de los parqueaderos. Siguió un escrupuloso escrutinio de mis pertenencias, durante casi una hora. Es un ritual insensato porque, después de año y medio de sometimiento, arman un circo para hacer alarde de honradez con una cantidad de basura que no me servía para nada. Les dije que la botaran, pero me contestaron que no podían hacer eso. Luego me hicieron vestir un desagradable uniforme que viene con una hedionda prenda interior que debemos usar. Se ve que las prendas están esterilizadas porque huelen a formol, pero han pasado por miles de cuerpos. Con mi nuevo look fui conducido al mismo piso, pero a otra celda, despojado de mis pertenencias y suspendidos mis privilegios de lectura y escritura. Mis aplacados ánimos trataron de acalorarse, pero una vocecilla interior me decía que de nada serviría volver a las andanzas que me habían causado tanto daño, y que lo mejor era dejar que esos bípedos maltrataran mi espíritu. Tenía que ser regente de mi propia miseria para que este sistema no permeara la barrera que mi pensamiento había puesto entre mi cuerpo y ellos.

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Al otro día se abrió la puerta de mi celda. Ahí estaba el carcelero con implementos de aseo: un jabón, una pasta dental, un cerro papel parecido a las servilletas; todo diseñado para que lo usara alguien del más bajo nivel, como nosotros los criminales. Pude darme cuenta de que al haber desistido de apelar me había convertido en un criminal declarado; ahora sí iba a empezar a pagar la pena a la que había sido condenado. También pude saber por qué la primera etapa de cautiverio no es tenida en cuenta en las condenas judiciales, pues los japoneses piensan que antes de la sentencia estamos en detención preventiva, que es para ellos como un recreo. Ahora sí iba a empezar a recibir una condena por mi comportamiento antisocial. Otro privilegio que se pierde es el de comprar víveres y abarrotes. Luego volvió el anfitrión con un paquete de cartones; tenía que empezar a trabajar. Me hicieron una mediana inducción de cómo debía doblar esos cartones. Por fin pude utilizar las manos en algo distinto a satisfacer la lujuria. Al coliseo deportivo me siguieron sacando solo; había perdido el derecho de asociación. En una de esas salidas crucé palabras con un español porque creímos que no nos escuchaban. No sé qué pasó con mi compañero, pero yo estuve sin verle la cara al sol durante tres semanas. Lo único que hacía era doblar los sobres. A las cinco de la tarde el desdentado carcelero me tiraba una revista pornográfica con la cual armaba mis noches de juerga. En las noches la celda quedaba iluminada por una luz mortecina que dejaban prendida para vigilar nuestras actividades nocturnas. Cuando me acostaba y miraba al techo veía alguna cucaracha. Siempre he tenido fastidio por estos animales y nunca había tenido otro pensamiento que matarlas. Pero ese pensamiento fue minado por otro más amigable; como en la comida dan miel o mermelada, empecé a servirles la mesa a las visitantes. En muy poco tiempo hicimos lazos de amistad y en las noches llegué a tener hasta treinta de estas amables criaturas. Fue tal la empatía con las cucarachas, que comían en mi mano y se subían a mi cama. En el día ni se asomaban; por la noche esperaba con ansia la visita. Pero una noche fui sorprendido por mis anfitriones y al otro día fui cambiado a una celda a la que habían fumigado. El sofocante olor a veneno casi me hace partir junto con mis cucarachas. Así terminó este cuento de hadas que me hizo tan feliz. Y así continúe el tenebroso ritual con la chapa de condenado en el escalofriante encierro de Kosugue, esperando con paciencia y con anestesiado dolor, el remoto día para tomar las alas de la libertad. El terapéutico final estuvo acompañado por la visita de unos funcionarios de inmigración quienes me hicieron un exhaustivo interrogatorio sobre mi vida personal, que conducía e inducia a que firmara un documento, que acreditaba que nunca había sido victima de ningún atropello, y que no se me habían violado ninguno de mis derechos fundamentales como ser humano. Eran tantos los ojos que me observaban con prevención y apremio, que dócilmente firme para luego ser conducido a la prisión. En la celda estuve en las mismas condiciones hasta 10 de septiembre de 1994, cuando por los mismos procedimientos, fui puesto en manos de unos funcionarios de inmigración, no sin antes hacerme entrega de mi petate acompañado de algunas pocas joyas que portaba el dia de mi arresto, que se convertirían en el tiquete de vuelta a casa.

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La cárcel de inmigración es una modernísima edificación donde se gasa de una absoluta libertad; dotada con canchas de futbol, tenis de mesa, tv, se puede fumar y compartir en comunidad; el lugar esta atiborrado de gente de todos los lugares del planeta y por supuesto que allí hice muchos amigos. No obstante que al haber pasado a vivir a tan alto nivel de vida, tuve la frustrada ilusión que el estado japonés sufragaba mi pasaje a casa; cuanta decepción me lleve al enterarme que había allí personas pernotando por años porno tener el pasaje para su regreso a casa, y cada cual debe tener o buscar los medios para regresar a casita. En esta prisión estuve tres meses pidiéndole a Dios o al diablo que me iluminaran con algún medio para volver a mi país; no percibo si el demonio o su archienemigo me hicieron el milagrito, un extranjero se compadeció de mi y por las pocas joyas que yo tenia, se puede decir me dono el pasaje, y asi entonces el 24 de noviembre en las puertas de un Boeing me quitaron por ultima ves las esposas, instante que marcaba el fin de las terrible pesadilla que el lector pueda imaginarse. Así en unos minutos decolaba el gigantesco pájaro de aluminio llevando en sus entrañas al antiguo huésped y ex convicto de kosugue, luego de haber desojado mentalmente cerca de setecientos almanaques que grababan día tras día la inolvidable experiencia que nunca se borrara de mi mente. Este proceso de adaptación a mi nueva vida de paisano, fue un poco dolorosa pues yo me encontraba totalmente desconectado; de la gente, amigos y familia, después de las experiencias y el aterrizaje mi vida caía en una especie de vacio existencial deambulando por Bogotá para readaptarme y poder volver a encajar en mi idiosincrasia, en este estado decidí con los temores propios del desadaptado y con los complejos de un hombre vapuleado por el destino llamar a mi familia que de inmediato me recogieron y me condujeron felizmente al calentito lecho familiar de mi añorada armenia mi ciudad natal. Como es de esperarse los agasajo el jolgorio y la bienvenida fueron desbordantes, convirtiéndome en el centro de atención de todas las fiestas, que por cierto fueron muchas, tengo una muy presente en la memoria. en la cual percibí que el yo creí una vez fuera mi mejor amigo decía a la concurrencia y hacia señas que no me pararan bolas que yo había llegado como loco, lo cual en estos momentos no lo pongo en duda, también me pude enterar que mientras yo vivía mi experiencia este ofrecía a mi mujer favores no solicitados, aquí esta claro aquello de ser el mejor amigo. Después de los festejos y de contar mucho la apasionante historia, me fui atrabajar a los llanos con la que había sido mi esposa y que todavía me estaba esperando de la cual recibí un cálido apoyo sin el cual hubiera sido mucho mas difícil la adaptación y mi reencuentro con la vida. A los meses de estar trabajando allí recibí una llamada de mi familia , comunicándome que me había llegado una carta de Japón; autorice que la abriera y la leyeran, sorpresa mayúscula me lleve. El anciano abogado que me había defendido en el primer juicio, me anunciaba el derecho que había adquirido ante la justicia japonesa para una indemnización, en razón a graves errores cometidos dentro del proceso jurídico, me pidió que le enviara un poder lo cual hice, en pocos meses me fue desembolsado el dinero en un banco de mi ciudad.

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Luego de toda la historia de haber recibido la compensación, del muy merecido descanso, acompañado del derroche y diversión, por fin se decanto el profundo anhelo que permanecía en mi corazón de poder narrar este testimonio a trábeas de un escrito, el cual he logrado con sacrificio, con dedicación, desempolvando el archivo de una memoria flagelada por el destino. Quiero aclarar que todos los comentarios mezquinos que hice de los japoneses solo fueron el producto de la esquizofrénica experiencia que pase por que merecen un carísimo respeto y admiración por la capacidad de recuperación, reparación y superación después de la fatídica experiencia; se convirtieron en una de las razas mas pujantes del planeta, con todo cariño les pido perdón y los perdono. Entrego esta narración, de manera sencilla, vivencial emocional pero real lo hago con mucho respeto por los lectores tanto de Colombia como de Japón y del mundo entero, lo llevo inserto en mi como una gran lección y espero que también lo sea para toda la humanidad

JUAN CARLOS