Las cosas-Georges Perec

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  • 8/7/2019 Las cosas-Georges Perec

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    Las cosas

    Una historia

    de los aos sesenta

    Georges Perec

    Traducido por Jess Lpez Pacheco

    Editorial Seix Barral, Barcelona, 1967

    Ttulo original:Les choses

    Ren Julliard, Pars, 1965

    La paginacin se corresponde

    con la edicin impresa. Se han

    eliminado las pginas en blanco

    A Denis Buffard

    Incalculable are the benefits civilization

    has brought us, incommensurable the productive

    power of all classes of riches originated

    by the inventions and discoveries

    of science. Inconceivable the marvellous

    creations of the human sex in order to

    make men more happy, more free, and

    more perfect. Without parallel the crystalline

    and fecund fountains of the new

    life which still remains closed to the

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    Sobre el divn, un portulano antiguo ocupara

    toda la extensin del panel. Ms all de una mesita

    baja, al pie de una alfombra de oracin de

    seda, sujeta a la pared por tres clavos de cobre

    rrones que imitara los estampados de Jouy, se

    veran unos rboles, un parque minsculo, un trozo

    de calle. Un escritorio de persiana, abarrotado

    de papeles, de plumas, tendra ante l un silloncito

    de rejilla. Una ateniense sostendra un telfono,

    una agenda de piel y un bloc de notas.

    Luego, pasada otra puerta, tras una librera

    giratoria, baja y cuadrada, coronada por un gran

    jarrn cilndrico decorado en azul, lleno de rosas

    amarillas, y por un espejo oblongo engarzado en

    de gruesa cabeza, y que formara conjunto con la

    cortina de piel, se encontrara otro divn, perpendicular

    al primero, tapizado de terciopelo marrn

    claro, y, despus del divn, un pequeo mueblecon patas, lacado en rojo oscuro, con tres anaqueles

    sobre los que habra pequeos objetos de

    adorno: gatas y huevos de piedra, cajitas de rap,

    bomboneras, ceniceros de jade, una concha de

    ncar, un reloj de bolsillo, un jarrn de cristal

    tallado, una pirmide de cristal, una miniatura

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    con marco ovalado. Ms all an, despus de una

    puerta acolchada, unos estantes superpuestos, formando

    el rincn, contendran estuches y discos,

    junto a un tocadiscos cerrado, del que slo se

    veran los cuatro mandos de acero damasquinado,

    y sobre el cual habra un grabado que representara

    el Grand Dfil de la fte du Corrousel. Por

    la ventana, adornada con cortinas blancas y maun

    marco de caoba, una mesa estrecha, con dos

    banquetas tapizadas con tejido escocs, dara paso

    de nuevo a la cortina de piel.

    Todo sera marrn, ocre, leonado, amarillo:

    un universo de colores un poco pasados, con

    tonos cuidadosamente, casi minuciosamente dosificados,

    entre los cuales sorprenderan algunas

    manchas ms claras, el naranja casi chilln de un

    cojn, algunos volmenes de colores variados perdidos

    entre las ricas encuadernaciones. En plenoda, la luz, entrando a raudales, hara esta pieza

    un poco triste, a pesar de las rosas. Porque sera

    una pieza para la noche. Entonces, en pleno invierno,

    con las cortinas echadas, con algunos

    puntos de luz -el rincn de las libreras, la

    discoteca, el escritorio, la mesa baja entre los

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    dos canaps, los vagos reflejos en el espejo- y

    las grandes zonas de sombra donde brillaran

    todas las cosas, la madera pulida, la seda pesada

    y rica, el cristal tallado, el blando cuero, sera

    un puerto de paz, tierra de promisin.

    La primera puerta dara a una alcoba, con el

    piso cubierto de una moqueta clara. Una gran

    cama inglesa ocupara todo el fondo. A la derecha,

    y a cada lado de la ventana, dos estanteras

    estrechas y altas contendran algunos libros de

    uso habitual, lbums, barajas, tarros, collares,

    baratijas. A la izquierda, un viejo armario de

    encina y dos descalzadoras de madera y cobre

    estaran frente a un silloncito bajo tapizado en

    seda gris a rayas finas y a un tocador. Una puer

    ta entreabierta, la del cuarto de bao, descubrira

    gruesos albornoces, grifos de cobre en forma decuellos de cisne, un gran espejo orientable, un par

    de navajas de afeitar inglesas con sus estuches de

    cuero verde, frascos, brochas de mango de asta,

    esponjas. Las paredes de la alcoba estaran tapizadas

    de indiana; la cama estara cubierta por

    una manta escocesa. Sobre una mesilla, rodeada

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    en tres de sus lados por un borde de cobre calado,

    habra un candelabro de plata con pantalla de

    seda gris muy claro, un reloj pequeo cuadrado,

    una rosa en una copa alta, y, en su tablero inferior,

    peridicos doblados, algunas revistas. Ms

    all, a los pies de la cama, un gran pouf de cuero

    natural. En las ventanas, los visillos de gasa correran

    sobre varillas de cobre; las cortinas, grises,

    de lana gruesa, estaran medio echadas. En la

    penumbra, la estancia resultara clara todava. En

    la pared, sobre la cama ya abierta, entre dos

    pequeas lmparas alsacianas, la sorprendente

    fotografa, en negro y blanco, estrecha y larga,

    de un pjaro en pleno vuelo, llamara la atencin

    por su perfeccin un poco formal.

    La segunda puerta dara a un despacho. Las

    paredes, de arriba a abajo, estaran cubiertas de

    libros y de revistas, y, para romper la monotona

    de los lomos en rstica o en piel, algunos grabados,dibujos, fotografas -el San Jernimo

    de Antonello de Messina, un detalle del Triunfo de

    San Jorge, una crcel de Piranesi, un retrato

    de Ingres, un pequeo paisaje a pluma de Klee,

    una fotografa amarillenta de Renan en su gabinete

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    de trabajo en el Colegio de Francia, un

    gran almacn de Steinberg, el Melanchthon de

    Cranach- fijados a los paneles de madera ajustados

    entre los estantes. Un poco a la izquierda

    de la ventana y ligeramente oblicua, habra una

    larga mesa lorenesa con una gran carpeta roja.

    Escudillas de madera, largos plumieres, tarros de

    todas clases, contendran lpices, clips, grapas,

    pinzas. Una losa de vidrio servira de cenicero.

    Una caja redonda, de cuero negro, decorada con

    arabescos de oro, estara llena de cigarrillos. La

    luz vendra de una lmpara antigua de despacho,

    difcilmente orientable, con pantalla de opalina

    verde en forma de visera. A cada lado de la mesa,

    casi enfrente uno de otro, habra dos sillones de

    madera y cuero, con altos respaldos. Ms a la

    izquierda todava, a lo largo de la pared, una

    mesa estrecha aparecera abarrotada de libros.

    Un silln-club de cuero verde botella estara cercade los clasificadores metlicos grises, de los

    ficheros de madera clara. Una tercera mesa, ms

    pequea an, sostendra una lmpara sueca y una

    mquina de escribir cubierta por una funda de

    hule. Al fondo habra una cama estrecha, cubierta

    de terciopelo ultramar y adornada con cojines de

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    todos los colores. Un trpode de madera pintada,

    casi en el centro de la habitacin, sostendra un

    mapamundi de alpaca y de cartn piedra, ingenuamente

    ilustrado, falsamente antiguo. Detrs

    del escritorio, medio oculto por la cortina roja

    de la ventana, un escabel de madera encerada

    podra deslizarse a lo largo de un pasamanos de

    cobre que dara la vuelta a la habitacin.

    La vida, all, sera fcil, muy fcil. Todas las

    obligaciones, todos los problemas que implica la

    vida material encontraran una solucin natural.

    Una asistenta llegara todas las maanas. Cada

    quince das, vendran a traer el vino, el aceite, el

    azcar. Habra una cocina amplia y clara, con

    baldosas azules decoradas con escudos, tres platos

    de porcelana decorados con arabescos amarillos,

    de reflejos metlicos, alacenas por todas

    partes, una bella mesa de madera blanca colocadaen el centro, taburetes, bancos. Sera agradable

    llegar y sentarse all, cada maana, despus de

    una ducha, a medio vestir todava. Sobre la mesa

    habra una gran mantequillera de gres, tarros de

    mermelada, miel, tostadas, pomelos partidos por

    la mitad. Sera temprano: el comienzo de una

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    larga jornada de mayo.

    Abriran su correspondencia, hojearan los peridicos.

    Encenderan un primer cigarrillo. Saldran.

    Su trabajo no les retendra sino unas horas

    por la maana. Volveran a encontrarse para comer:

    un sandwich o carne a la parrilla, segn

    les apeteciera; se tomaran un caf en una terraza,

    y luego regresaran a su casa a pie, lentamente.

    Su apartamento raramente estara ordenado,

    pero su desorden mismo sera su mayor atractivo.

    Apenas se ocuparan de l: viviran en l. El

    cmodo ambiente les parecera algo habitual, un

    dato inicial, un estado natural. Pondran su inters

    en otras cosas: en el libro que abriran, en el

    texto que escribiran, en el disco que escucharan,

    en su dilogo, renovado da a da. Trabajaran

    durante mucho tiempo, sin fiebre y sin prisa, sin

    amargura. Luego cenaran o saldran a cenar, seencontraran con sus amigos, pasearan juntos.

    A veces les parecera que podra transcurrir

    armoniosamente una vida entera entre aquellos

    muros cubiertos de libros, entre aquellos objetos

    tan perfectamente domesticados que habran acabado

    por creerlos hechos desde siempre para que

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    los usaran ellos nicamente, entre aquellas cosas

    bellas y sencillas, suaves, luminosas. Pero no se

    sentiran encadenados a ellas: ciertos das saldran

    en busca de la aventura. Ningn plan sera

    imposible para ellos. No conoceran el rencor, ni

    la amargura, ni la envidia. Pues sus medios y sus

    deseos estaran acordes en todos los puntos, siempre.

    Llamaran a este equilibrio felicidad, y, gracias

    a su libertad, a su prudencia, a su cultura,

    sabran conservarla, descubrirla en cada instante

    de su vida comn.

    Les habra gustado ser ricos. Crean que habran

    sabido serlo. Habran sabido vestirse, mirar,

    sonrer como la gente rica. Habran tenido el tacto

    y la discrecin necesarios. Habran olvidado su

    riqueza, habran sabido no ostentarla. No se habran

    vanagloriado de ella. La habran respirado.

    Sus placeres habran sido intensos. Les habragustado caminar, corretear, elegir, apreciar. Les

    habra gustado vivir. Su vida habra sido un arte

    de vivir.

    Todo esto no es fcil: al contrario. Para esta

    joven pareja, que no era rica, pero que deseaba

    serlo, simplemente porque no era pobre, no exista

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    situacin ms incmoda. No tenan ms que lo

    que merecan tener. Mientras soaban con espacio,

    con luz, con silencio, eran devueltos a la

    realidad, no sombra, pero s mezquina simplemente

    -lo que quiz era peor-, de su vivienda

    exigua, de sus comidas corrientes, de sus vacaciones

    escasas. Era lo que corresponda a su situacin

    econmica, a su posicin social. Era su realidad,

    y no tenan otra. Pero existan, a su lado, en

    torno a ellos, a lo largo de las calles por las que

    no tenan ms remedio que pasar, los ofrecimientos

    engaosos, aunque tan clidos, de los anticuarios,

    de las tiendas de ultramarinos, de las

    papeleras. Desde Palais-Royal hasta Saint-Germain,

    desde el Champ-de-Mars hasta l'Etoile, desde

    el Luxembourg hasta Montparnasse, desde l'Ile

    Saint Louis hasta el Marais, desde los Ternes

    hasta la Opera, desde la Madeleine hasta el parqueMonceau, Pars entero era una perpetua tentacin.

    Ansiaban ceder a ella, con embriaguez, en seguida

    y para siempre. Pero el horizonte de sus deseos

    se cerraba despiadadamente; sus grandes sueos

    imposibles pertenecan a lo utpico.

    Vivan en un apartamento minsculo y agradable,

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    de techo bajo, que daba a un jardn. Y acordndose

    de su habitacin alquilada -un corredor

    sombro y estrecho, recalentado, impregnado de

    olores-, vivieron en l al principio en una especie

    de embriaguez, renovada cada maana por

    el piar de los pjaros. Abran las ventanas, y,

    durante largos minutos, perfectamente felices,

    contemplaban su patio. La casa era vieja, todava

    no ruinosa, pero vetusta, agrietada. Los pasillos

    y las escaleras eran estrechos y sucios, rezumantes

    de humedad, impregnados de humos grasientos.

    Pero, entre dos grandes rboles y cinco jardinillos

    minsculos, de formas irregulares, en su

    mayor parte abandonados, pero abundantes de

    csped raro, de flores en tiestos, de arbustos,

    de estatuas quiz ingenuas, cruzaba un paseo de

    grandes guijarros irregulares que daba al conjunto

    un aire campestre. Era uno de esos raros rinconesde Pars en los que puede ocurrir, ciertos

    das de otoo, despus de la lluvia, que ascienda

    del suelo un olor, casi intenso, a bosque, a humus,

    a hojas podridas.

    No olvidaron nunca estos encantos y siguieron

    siendo siempre tan espontneamente sensibles a

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    ellos como en los primeros das, pero, tras unos

    meses de una alegra demasiado despreocupada,

    se hizo evidente que no seran suficientes para

    hacerles olvidar los defectos de su vivienda. Acostumbrados

    a vivir en habitaciones insalubres,

    donde no hacan ms que dormir, y a pasar el

    da entero en cafs, necesitaron mucho tiempo

    para darse cuenta de que las funciones ms banales

    de la vida de todos los das -dormir, comer,

    leer, charlar, lavarse- exigan cada una un espacio

    especfico, cuya ausencia notoria comenz

    desde entonces a hacerse sentir. Se consolaron

    lo mejor que pudieron, felicitndose por la excelencia

    del barrio, por la proximidad de la calle

    Mouffetard y del Jardin des Plantes, por la calma

    de la calle, por la distincin de sus techos bajos

    y por el esplendor de los rboles y del patio en

    todas las estaciones; pero, en el interior, todo

    comenzaba a carseles encima con el amontonamientode los objetos, de los muebles, de los libros,

    de los platos, de las carpetas, de las botellas

    vacas. Una guerra de desgaste comenzaba, de la

    que jams ellos saldran vencedores.

    Con una superficie total de treinta y cinco

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    metros cuadrados, que no se atrevieron nunca a

    comprobar, su apartamento se compona de una

    entrada minscula, de una cocina exigua, la mitad

    de la cual haba sido arreglada para cuarto de

    aseo, de una alcoba de dimensiones modestas,

    de una habitacin para todo -biblioteca, sala de

    estar o de trabajo, cuarto para amigos- y de un

    rincn mal definido, entre cuchitril y pasillo, donde

    haban logrado colocar una nevera pequea, un

    calentador de agua elctrico, un perchero provisional,

    una mesa que utilizaban para comer, y

    un arca para la ropa sucia que les serva a la

    vez de banco.

    Ciertos das, la ausencia de espacio les resultaba

    tirnica. Se ahogaban. Pero por ms que

    hacan retroceder los lmites de sus dos cuartos,

    derribaban paredes, se inventaban corredores, armarios

    empotrados, arreglos, imaginaban perchas

    modelos, se anexionaban en sueos los apartamentosvecinos, siempre acababan por encontrarse en

    lo que era su verdad, su nica verdad: treinta y

    cinco metros cuadrados.

    Desde luego, habran sido posibles arreglos

    inteligentes: se poda derribar un tabique liberando

    un amplio rincn mal utilizado, un mueble

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    demasiado grande poda ser reemplazado ventajosamente,

    se poda hacer una serie de armarios

    empotrados. Sin duda, entonces, por poco que se

    pintara, se limpiara y se arreglara con algn

    amor, su vivienda habra sido incontestablemente

    encantadora, con su ventana de cortinas rojas y

    su ventana de cortinas verdes, con su larga mesa

    de encina, un poco coja, comprada en el rastro de

    Pars, que ocupaba toda la longitud de una pared,

    bajo la bella reproduccin de un portulano, y a la

    que un pequeo escritorio de persiana Segundo

    Imperio, en caoba incrustada con varillas de cobre,

    muchas de las cuales faltaban, separaba en

    dos planos de trabajo, para Sylvie a la izquierda

    y para Jrme a la derecha, marcado cada uno de

    ellos por la misma carpeta roja, la misma losa

    de vidrio, el mismo tarro con lpices; con su

    viejo bocal de cristal engastado de estao quehaba sido transformado en lmpara, con su decalitro

    para granos hecho en madera labrada y reforzado

    con metal que serva de papelera, con sus

    dos sillones desparejados, sus sillas con asiento

    de paja, su taburete de vaquero. Y se habra desprendido

    del conjunto, limpio y claro, ingenioso,

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    un calor de amistad, un ambiente simptico de

    trabajo, de vida comn.

    Pero la sola perspectiva de las obras les asustaba.

    Habran tenido que pedir prestado, ahorrar,

    hacer gastos. No se resignaban a ello. No era eso

    lo que deseaban: no pensaban ms que en trminos

    de todo o nada. La librera sera de encina

    clara o no la tendran. No la tenan. Los libros

    se apilaban en dos estantes de madera sucia y en

    dos tablas de los armarios empotrados que jams

    deberan haberles sido reservadas. Durante tres

    aos, un enchufe estuvo estropeado sin que se

    decidieran a llamar a un electricista, a pesar de

    que casi todas las paredes estaban cruzadas por

    cables con empalmes toscos y prolongaciones desmaadas.

    Seis meses tardaron en reemplazar un

    cordn de cortina. Y el ms leve abandono en la

    conservacin cotidiana se traduca en veinticuatrohoras por un desorden que la bienhechora presencia

    de los rboles y de los jardines, tan prximos,

    haca ms insoportable todava.

    Lo provisional y el statu quo reinaban como

    dueos absolutos. Ya no esperaban sino un milagro.

    Habran hecho venir a arquitectos, maestros

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    de obras, albailes, fontaneros, tapiceros, pintores.

    Habran partido en un crucero y, a su regreso,

    habran encontrado un apartamento transformado,

    arreglado, como nuevo, un apartamento

    modelo, maravillosamente agrandado, lleno de

    detalles proporcionados a su medida, de tabiques

    mviles, de puertas correderas, una calefaccin

    eficaz y discreta, una instalacin elctrica invisible,

    un mobiliario de buena calidad.

    Pero entre sus sueos demasiado grandes, a

    los que se entregaban con una extraa complacencia,

    y la nulidad de sus acciones reales, no surga

    en ellos ningn proyecto racional que hubiera

    podido conciliar las necesidades objetivas y sus

    posibilidades econmicas. La inmensidad de

    sus deseos los paralizaba.

    Esta carencia de sencillez, de lucidez casi, era

    caracterstica. Les faltaba -y esto era, sin duda,lo ms grave- toda facilidad. No facilidad material,

    objetiva, sino una cierta desenvoltura, una

    cierta tranquilidad. Tenan tendencia a estar excitados,

    crispados, vidos, casi celosos. Su amor

    al bienestar, su ansia por mejorar, se traduca en

    general por un proselitismo estpido: ellos y sus

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    amigos hablaban largo tiempo sobre la calidad

    de una pipa o de una mesa baja, haciendo de

    ellas objetos de arte, piezas de museo. Se entusiasmaban

    por una maleta, una de esas maletas

    minsculas, extraordinariamente aplastadas, de

    cuero negro ligeramente granuloso, que se ven

    en los escaparates de las tiendas de la Madeleine,

    y que parecen concentrar en s todos los placeres

    imaginados de los viajes relmpagos a Nueva

    York o a Londres. Cruzaban todo Pars para ir

    a ver un silln del que les haban dicho que era

    perfecto. E incluso, conociendo sus clsicos, vacilaban

    a veces en ponerse un vestido nuevo: hasta

    tal punto les pareca importante, para la excelencia

    de su porte, que hubiera sido puesto antes tres

    veces. Pero los gestos, un tanto sacralizados, que

    hacan al estusiasmarse ante el escaparate de un

    sastre, de una modista o de una zapatera, no lograban,

    las ms de las veces, sino hacerlos un pocoridculos.

    Quiz estaban demasiado marcados por su pasado

    (y no slo ellos, por otra parte, sino tambin

    sus amigos, sus compaeros, la gente de su edad,

    el ambiente en que se movan). Quiz, para empezar,

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    eran demasiado voraces: queran ir demasiado

    de prisa. Habra hecho falta que el mundo

    y las cosas de todas las pocas les pertenecieran, y

    habran multiplicado los signos de su posesin.

    Pero estaban condenados a la conquista: podan

    ir siendo cada vez ms ricos, pero no podan

    hacer que lo hubieran sido siempre. Les habra

    gustado vivir con comodidad, rodeados de belleza.

    Pero exclamaban, admiraban, y sta era la

    prueba ms clara de que no vivan as. Les faltaba

    la tradicin -en el sentido ms despreciable del

    trmino, acaso-, y la evidencia, el verdadero

    gozo, implcito e inmanente, ese gozo que va acompaado

    de una felicidad del cuerpo, mientras que

    el suyo era un placer cerebral. Con demasiada

    frecuencia, de lo que ellos llamaban lujo, no les

    gustaba sino el dinero que haba detrs. Sucumban

    a los signos de la riqueza; amaban la riqueza

    antes que la vida.Sus primeras salidas fuera del mundo estudiantil,

    sus primeras incursiones por ese universo

    de los almacenes de lujo que no iban a tardar en

    convertirse en su Tierra Prometida, fueron, desde

    este punto de vista, particularmente reveladoras.

    Su gusto todava ambiguo, sus escrpulos demasiado

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    nimios, su falta de experiencia, su respeto

    un poco limitado por lo que ellos crean que eran

    las normas del verdadero buen gusto, les valieron

    algunos pasos en falso, varias humillaciones. Pudo

    parecer por un momento que el modelo en cuanto

    a forma de vestir que seguan Jrme y sus amigos

    era, no el gentleman ingls, sino la ms continental

    caricatura que de l ofrece un emigrado

    reciente de recursos modestos. Y el da en que

    Jrme se compr sus primeros zapatos britnicos,

    tuvo buen cuidado, tras haberlos frotado largamente

    con pequeas aplicaciones concntricas

    y presiones suaves, con un trapo de lana ligeramente

    untado de una crema de calidad superior,

    de exponerlos al sol, porque pensaba que as

    adquiriran antes una ptina excepcional. Desgraciadamente,

    stos y un par de mocasines de fuerte

    caa y con suela de crep, que se resista obstinadamentea llevar, eran sus nicos zapatos: abus

    de ellos, los utiliz para caminos malos, y los

    destroz en poco menos de siete meses.

    Luego, con la ayuda de la edad, gracias a las

    experiencias acumuladas, pareci que se calmaban

    un poco respecto a sus fervores ms exacerbados.

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    Supieron esperar y habituarse. Su gusto

    se form lentamente, se hizo ms ponderado. Sus

    deseos tuvieron tiempo de madurar; su ansia

    se hizo menos impaciente. Cuando, pasendose

    por los alrededores de Pars, se paraban en las

    tiendas de los anticuarios de pueblo, no se preci

    tener de agresivo, de oropel, de pueril, a veces.

    Haban quemado lo que adoraban: los espejos

    de hechicera, los troncos, los estpidos mviles

    pequeos, los radimetros, los guijarros multicolores,

    los paneles de yute adornados con rbricas

    estilo Mathieu. Les pareca que dominaban cada

    vez ms sus deseos: saban lo que queran, tenan

    ideas claras. Saban lo que constituira su felicidad,

    su libertad.

    pitaban ya hacia los platos de porcelana, hacia

    las sillas de iglesia, hacia las bombonas de vidrio

    inflado, hacia los candelabros de cobre. Desdeluego, en la imagen un poco esttica que se formaban

    de la casa modelo, de la comodidad perfecta,

    de la vida feliz, haba todava muchas ingenuidades,

    muchas condescendencias; les gustaban

    intensamente esos objetos que slo el gusto del

    momento dice ser bellos, esas falsas imgenes de

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    Epinal, esos grabados estilo ingls, esas gatas,

    esos vidrios estirados, esas chucheras neo-brbaras,

    esos trastos paracientficos que, en nada de

    tiempo, se encontraban en todos los escaparates

    de la calle Jacob, de la calle Visconti. An soaban

    con poseerlos: habran satisfecho esa necesidad

    tan inmediata, evidente, de estar al ltimo

    grito, de que les tomaran por entendidos. Pero

    esta exageracin mimtica iba teniendo cada vez

    menos importancia, y les resultaba agradable pensar

    que la imagen que se formaban de la vida se

    haba librado lentamente de todo lo que poda

    Y, sin embargo, se engaaban; estaban en trance

    de perderse. Comenzaban ya a sentirse arrastrados

    por un camino del que no conocan ni sus

    vueltas ni su meta. A veces tenan miedo. Pero, en

    general, no sentan ms que impaciencia: estaban

    listos, se sentan disponibles. Esperaban vivir, esperabanel dinero.

    Jrme tena veinticuatro aos, Sylvie veintids.

    Los dos eran psico-socilogos. Su trabajo,

    que no era exactamente un oficio, ni siquiera una

    profesin, consista en entrevistar a la gente, de

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    acuerdo con diversas tcnicas, sobre temas variados.

    Era un trabajo difcil que exiga, como mnimo,

    una gran concentracin nerviosa, pero no

    careca de inters, estaba relativamente bien pagado

    y les dejaba un apreciable tiempo libre.

    Como casi todos sus compaeros, Jrme y

    Sylvie se haban hecho psico-socilogos por necesidad,

    no por eleccin. Nadie sabe, por otra parte,

    a dnde les habra llevado el libre desarrollo de

    inclinaciones totalmente indolentes. La historia,

    tambin en esto, haba elegido por ellos. Les habra

    gustado, desde luego, como a todo el mundo,

    consagrarse a alguna cosa, sentir en ellos una

    necesidad poderosa, que habran llamado vocacin,

    una ambicin que les habra levantado, una

    pasin que les habra satisfecho. Desgraciada

    versitarios, de un coche quiz, de discos, de vacaciones,

    de ropas.mente, no tenan ms que una: la de lograr el

    bienestar, y esta pasin les consuma. Siendo

    estudiantes, la perspectiva de una msera licenciatura,

    de un puesto en Nogent-sur-Seine, en

    Chteau-Thierry o en Etampes, y de un pequeo

    sueldo, les espantaba hasta tal punto que, apenas

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    conocerse -Jrme tena entonces veintin aos

    y Sylvie diecinueve- abandonaron, casi sin ponerse

    de acuerdo, unos estudios que, en realidad,

    no haban empezado nunca. El deseo de saber no

    les devoraba; mucho ms humildemente, y sin

    ocultarse que sin duda se equivocaban y que, ms

    tarde o ms temprano, llegara el da en que lo

    lamentaran, sentan la necesidad de una habitacin

    un poco mayor, de agua corriente, de una

    ducha, de comidas ms variadas o, simplemente,

    ms abundantes que las de los restaurantes uni-

    Haca ya muchos aos que los estudios de

    motivacin haban hecho su aparicin en Francia.

    Aquel ao estaban todava en plena expansin.

    Se creaban nuevas agencias cada mes, que empezaban

    con nada o casi nada. Era fcil encontrar

    trabajo en ellas. La mayora de las veces se trataba

    de ir a los parques pblicos, a las salidas de las

    escuelas o a las viviendas baratas de los alrededores,y preguntar a las amas de casa si se haban

    fijado en alguna publicidad reciente y qu les pareca.

    Estos sondeos-express, llamados testings o

    enqutes-minute, se pagaban a cien francos. Era

    poco, pero era mejor que el baby-sitting, que las

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    guardas nocturnas, que el lavar platos, que todos

    los empleos irrisorios -repartidor de prospectos,

    de escrituras, de tarifas de emisiones publicitarias,

    ventas a plazos, lumpen-tapirat- tradicionalmente

    reservados a los estudiantes. Y, adems,

    la novedad misma de las agencias, su condicin

    casi artesanal, la novedad de los mtodos, la

    penuria todava total de elementos cualificados

    podan dejar entrever la esperanza de promociones

    rpidas, de ascensos vertiginosos.

    No haban calculado mal. Pasaron algunos

    meses entregando cuestionarios. Luego encontraron

    un director de agencia que, apremiado por

    el tiempo, deposit en ellos su confianza: partieron

    para provincias, con un magnetofn bajo el

    brazo; algunos de sus compaeros de viajes, apenas

    mayores, les iniciaron en las tcnicas, a decir

    verdad menos difciles de lo que generalmente se

    supone, de las entrevistas abiertas y cerradas:aprendieron a hacer hablar a los otros y a medir

    sus propias palabras; llegaron a saber descubrir,

    bajo las vacilaciones embrolladas, bajo los silencios

    confusos, bajo las tmidas alusiones, los caminos

    que haba que explorar, percibieron los

    secretos de ese "hum" universal, verdadera entonacin

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    mgica con la que el entrevistador subraya

    las palabras del entrevistado, le hace sentir confianza,

    le comprende, le alienta, le interroga, incluso

    le amenaza en ocasiones.

    Sus resultados fueron honrosos. Continuaron

    con el mismo impulso. De aqu y de all fueron

    aprendiendo briznas de sociologa, de psicologa,

    de estadsticas; asimilaron el vocabulario y los

    signos, los trucos que estaban bien vistos: una

    cierta manera, en el caso de Sylvie, de ponerse

    o de quitarse las gafas, una cierta manera de

    tomar notas, de hojear un informe, una cierta

    manera de hablar, de intercalar en sus conversaciones

    con los jefes, con un tono levemente interrogante,

    locuciones del tipo de: "...no le parece?

    ", "...y o pienso, quiz...", "...en cierta

    medida...", "...es slo una pregunta...", una

    cierta manera de citar, en los momentos oportunos,a Wright Mills, a William Whyte, o, mejor

    an, a Lazarsfeld, Cantril o Herbert Hyman, de

    los que no haban ledo ni tres pginas.

    Gracias a estas adquisiciones estrictamente

    necesarias, que eran el abec del oficio, mostraron

    excelentes disposiciones y, apenas al ao de

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    sus primeros contactos con los estudios de motivacin,

    les confiaron la gran responsabilidad de

    un "anlisis de contenido": ello estaba inmediatamente

    por debajo de la direccin general de un

    estudio, reservado obligatoriamente a un cuadro

    sedentario, el puesto ms elevado, por lo tanto

    el ms anhelado y el ms noble de toda la jerarqua.

    En los aos que siguieron apenas si descendieron

    de estas alturas.

    Y durante cuatro aos, quiz ms, exploraron,

    entrevistaron, analizaron. Por qu se venden tan

    mal las aspiradoras de ruedas? Qu piensan, en

    su opinin? (Hacer hablar al sujeto: pedirle que

    cuente ejemplos personales; cosas que l haya

    visto; se ha herido l mismo alguna vez? Cmo

    los medios de extraccin modesta, de la achicoria?

    Gusta el pur ya preparado, y por qu? Porque

    es ligero? Porque es untuoso? Porque es muyfcil de hacer: un gesto y ya est? Le parece

    realmente que los coches de nio son caros? No

    se est siempre dispuesto a hacer un sacrificio

    por la comodidad de los pequeos? Cmo votar

    la francesa? Le gusta el queso en tubo? Est en

    favor o en contra de los transportes en comn?

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    Qu le atrae ms cuando come un yoghourt? El

    color? La consistencia? El sabor? El olor natural?

    Lee usted mucho, poco o nada? Va usted

    al restaurante? Le gustara, seora, alquilar su

    habitacin a un negro? Qu piensa, francamente,

    de la jubilacin de los viejos? Qu piensa la

    juventud? Qu piensan los tcnicos? Qu piensa

    la mujer de treinta aos? Qu piensa usted de

    las vacaciones? Dnde pasa sus vacaciones? Le

    gustan los platos con gelatina? Cunto cree

    usted que cuesta un encendedor como ste? Qu

    cualidades le exige usted a su colchn? Puede

    describirme a un hombre al que le gustan los

    pasteles? Qu le parece su lavadora? Est usted

    satisfecha de ella? No produce suficiente espuma?

    Lava bien? Desgarra la ropa? Seca la

    ropa? Prefiere usted una lavadora que seque

    la ropa adems? Y la seguridad en la mina, est

    bien organizada o no lo est suficientemente, en

    ocurri? Ser su hijo minero como el padre o,

    si no, qu ser?).

    Y la leja, el secado de la ropa, el planchado. El

    gas, la electricidad, el telfono. Los nios. Los trajes

    y la ropa interior. La mostaza. Las sopas en

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    bolsas, las sopas en cajitas. Los cabellos: cmo lavarlos,

    cmo teirlos, cmo conservarlos, cmo

    hacerlos brillar. Los estudiantes, las uas, los jarabes

    para la tos, las mquinas de escribir, los

    abonos, los tractores, el tiempo libre, los regalos,

    la papelera, el blanco, la poltica, las autopistas,

    las bebidas alcohlicas, las aguas minerales, los

    quesos y las conservas, las lmparas y los visillos,

    los seguros, el jardn.

    Nada de lo que era humano les fue ajeno.

    Por primera vez ganaron algn dinero. Su trabajo

    no les gustaba: les habra podido gustar?

    Tampoco les aburra demasiado. Tenan la impresin

    de que aprendan mucho con l. Los iba

    transformando de ao en ao.

    Fueron los grandes momentos de su conquista.

    No tenan nada y estaban descubriendo las riquezas

    del mundo.

    Durante mucho tiempo haban sido totalmenteannimos. Haban vestido como estudiantes, es

    decir, mal. Sylvie, con una nica falda, chandails

    feos, un pantaln de pana, un chaquetn; Jrme,

    con una canadiense mugrienta, un traje de confeccin,

    una corbata lamentable. Se pasaron

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    encantados a la moda inglesa. Descubrieron las

    lanas, las blusas de seda, las camisas de Doucet,

    las corbatas de gasa, los pauelos de seda, el

    tweed, el lambswool, el cashmere, la vicua,

    el cuero y el jersey, el lino, la magistral jerarqua

    de los zapatos, en fin, que va desde los Churchs

    hasta los Weston, desde los Weston hasta los Bunting

    y desde los Bunting hasta los Lobb.

    Su sueo fue un viaje a Londres. Habran repartido

    su tiempo entre la National Gallery, Saville

    Row y cierto pub de Church Street del que

    Jrme conservaba un recuerdo emocionado. Pero

    no eran todava suficientemente ricos como para

    vestirse all de los pies a la cabeza. En Pars, con

    el primer dinero que ganaron alegremente con el

    sudor de su frente, Sylvie se compr un corpio

    de seda tejida en Cornuel, un twin-set de lambswool

    importado, una falda recta y ajustada, zapatos

    de piel trenzada de una gran flexibilidad, yun gran pauelo de seda adornado con pavos

    reales y plantas. Jrme, aunque todava le gustaba,

    en ocasiones, ir en chanclas, mal afeitado,

    con camisas viejas sin cuello y un pantaln de

    pao, descubri, cuidando los contrastes, los placeres

    de las largas maanas: baarse, afeitarse

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    cuidadosamente, rociarse de agua de colonia, po

    nerse, con la piel todava ligeramente hmeda,

    camisas impecablemente blancas, anudarse corbatas

    de lana o de seda. Se compr tres en Od

    England, y tambin un traje de tweed, camisas

    en saldos y zapatos de los que esperaba no tener

    que avergonzarse.

    Luego lleg casi una de las grandes fechas de

    su vida: descubrieron el rastro de Pars. Camisas

    Arrow o Van Heusen, admirables, de largo cuello

    abotonado, que entonces no se encontraban en

    Pars, pero que las comedias americanas empezaban

    a popularizar (al menos, entre esa parte

    reducida de la gente que encuentra su felicidad

    en las comedias americanas), estaban all expuestas

    abundantemente, junto a trench-coats considerados

    indestructibles, faldas, blusas, vestidos

    de seda, trajes de cuero, mocasines flexibles. Fueronall cada quince das, el sbado por la maana,

    durante un ao o ms, para rebuscar en las

    cajas, en los tableros, en los montones, en las carpetas,

    en los paraguas invertidos, en medio de

    una multitud de teen-agers con patillas de hacha,

    de argelinos vendiendo relojes, de turistas americanos

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    todo lo que les concerna, de todo lo que les importaba,

    de todo lo que estaba hacindose su

    propio mundo.

    Todo era nuevo. Su sensibilidad, sus gustos, su

    puesto, todo les llevaba hacia cosas que siempre

    haban ignorado. Prestaban atencin a la forma

    en que vestan los otros; en los escaparates se

    fijaban en los muebles, en los objetos de adorno,

    en las corbatas; soaban ante los anuncios de los

    agentes inmobiliarios. Les pareca comprender

    cosas de las que jams se haban ocupado; se

    les haba hecho importante el que un barrio, una

    calle, fuera triste o alegre, silenciosa o ruidosa,

    desierta o animada. Nada les haba preparado

    jams para estas nuevas preocupaciones; las descubran

    con candor, con entusiasmo, se maravillaban

    de su prolongada ignorancia. No se asombraban,

    o casi no se asombraban, de pensar enello sin cesar.

    Los caminos por los que iban, los valores a los

    que se abran, sus perspectivas, sus deseos, sus

    ambiciones, todo esto, es cierto, les pareca a veces

    desesperadamente vaco. No conocan nada

    que no fuera frgil o confuso. Sin embargo, era

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    su vida, era la fuente de exaltaciones desconocidas,

    ms que embriagadoras, era algo inmensamente,

    intensamente abierto. A veces se decan

    que la vida que llevaran tendra el encanto, la

    suavidad, la fantasa de las comedias americanas,

    de las presentaciones de Sal Bass; imgenes

    maravillosas, luminosas, de campos de nieve inmaculados

    y estriados por las huellas de los esques,

    de mar azul, de sol, de verdes colinas,

    de fuegos crepitantes en chimeneas de piedra, de

    autopistas audaces, de pullmans, de palacios, pasaban

    ante sus ojos como promesas.

    Abandonaron su habitacin y los restaurantes

    universitarios. Encontraron, en alquiler, en el nmero

    7 de la calle de Quatrefages, enfrente de la

    Mosque, junto al Jardn des Plantes, un pequeo

    apartamento de dos habitaciones que daba a un

    bello jardn. Y necesitaron moquetas, mesas, sillonas,divanes.

    En aquellos aos se dieron por Pars interminables

    paseos. Se paraban ante cada tienda de

    antigedades. Visitaban los grandes almacenes,

    durante horas enteras, maravillados, y ya asustados,

    pero sin atreverse todava a confesrselo, sin

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    atreverse a mirar de frente aquella especie de

    lamentable exasperacin que iba a convertirse

    en su destino, en su razn de ser, en su consigna,

    maravillados y casi abrumados ya por la amplitud

    de sus necesidades, por la riqueza que se mostraba,

    por la abundancia que se ofreca.

    Descubrieron los pequeos restaurantes de los

    Gobelins, de las Ternes, de Saint-Sulpice, los bares

    vacos en los que resultaba tan agradable

    cuchichear, los week-ends fuera de Pars, los grandes

    paseos por el bosque, en otoo, en Rambouillet,

    en Vaux, en Compigne, las alegras casi

    perfectas en todas partes ofrecidas a los ojos, a

    los odos, al paladar.

    Y as fue como, poco a poco, insertndose en

    la realidad de una forma un poco ms profunda

    que en el pasado, en el que, hijos de pequeos

    burgueses sin alcances, no haban tenido del mundo

    sino una visin mezquina y superficial, comenzarona comprender lo que era un hombre de bien.

    Esta ltima revelacin, que no fue, por otra

    parte, en el sentido estricto del trmino, sino el

    final de una lenta maduracin social y psicolgica

    cuyas sucesivas etapas les habra costado mucho

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    esfuerzo describir, coron su metamorfosis.

    La vida, con sus amigos, se converta a menudo

    en algo vertiginoso.

    Constituan un grupo, una pandilla. Se conocan

    bien; influyndose mutuamente, haban llegado

    a tener hbitos comunes, gustos y recuerdos

    comunes. Tenan su vocabulario, sus signos, sus

    manas. Demasiado evolucionados para parecerse

    de un modo perfecto, pero, sin duda, no lo suficiente

    todava para no imitarse ms o menos conscientemente,

    se pasaban gran parte de su vida realizando

    intercambios. Con frecuencia les irritaba,

    pero an era ms frecuente que les divirtiera.

    Casi todos pertenecan a los medios publicitarios.

    Algunos, sin embargo, continuaban, o se

    esforzaban por continuar unos vagos estudios. En

    la mayora de los casos se haban conocido en

    los despachos llenos de presuncin o seudo-funcionalesde los directores de agencia. Juntos escuchaban,

    mientras garabateaban con el lpiz agresivamente

    en sus carpetas, sus recomendaciones

    mezquinas y sus bromas siniestras; su desprecio

    comn por aquellos ricachones, por aquellos explotadores,

    por aquellos fabricantes de sopa, cons

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    gustos, de sus ambiciones. Iban a recorrer la ciudad

    en busca del nico bar cmodo que deba

    tener, y hasta una hora avanzada de la noche,

    ante whiskies, coacs o gin-tonics, evocaban, con

    un abandono casi ritual, sus amores, sus deseos,

    sus viajes, sus desaires y entusiasmos, sin extraarse

    apenas, sino quedando casi encantados, por

    el contrario, del parecido de su historia y de la

    identidad de sus puntos de vista.

    titua, en ocasiones, su primer terreno de entendimiento.

    Pero, ms a menudo, se sentan primero

    condenados a vivir cinco o seis das juntos, en

    los tristes hoteles de las pequeas ciudades.

    A cada comida que hacan en comn, iba surgiendo

    la amistad. Pero las comidas eran apresuradas

    y profesionales, las cenas espantosamente

    lentas, a menos que brotase esa milagrosa

    chispa que iluminaba sus rostros contristadosde V.R.P. y haca que les pareciera memorable

    aquella velada provinciana, y suculenta una conserva

    cualquiera que un hotelero sin escrpulos

    les cobraba con suplemento. Entonces se olvidaban

    de sus magnetfonos, y abandonaban su tono

    demasiado educado de psiclogos distinguidos.

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    Prolongaban la sobremesa. Hablaban de s mismos

    y del mundo, de todo y de nada, de sus

    A veces, de esta primera simpata no sala

    sino unas relaciones distantes, algunas llamadas

    por telfono de tarde en tarde. Pero otras veces,

    menos frecuentemente, es cierto, de este encuentro

    naca, por azar o por deseo recproco, ms

    o menos lentamente, una posible amistad que se

    iba desarrollando poco a poco. As, en el curso de

    los aos, se haban ido uniendo lentamente.

    Unos y otros eran fcilmente identificabas.

    Tenan dinero, no demasiado, pero lo suficiente

    para no tener sino episdicamente, a raz de

    algn exceso, que no habran podido decir si entraba

    dentro de lo superfluo o de lo necesario,

    una economa verdaderamente deficitaria. Sus

    apartamentos, estudios, desvanes, dos piezas de

    casas vetustas, en barrios selectos -Palais-Royal,Contrescarpe, Saint-Germain, Luxembourg, Montparnasse-

    se parecan todos: en ellos se encontraban

    los mismos canaps mugrientos, las mismas

    mesas de la llamadas rsticas, los mismos

    viejos tarros, viejas botellas, viejos sacos, viejos

    bocales, indiferentemente llenos de flores, de lpices,

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    de calderilla, de cigarrillos, de caramelos,

    de clips. En lo esencial, iban vestidos de la misma

    forma, es decir, con ese gusto adecuado que, tanto

    para los hombres como para las mujeres, se debe

    a Madame Express y, de rechazo, a su marido. Por

    otra parte, deban mucho a esta pareja modelo.

    L'Express era, sin duda, el semanario al que

    hacan ms caso. A decir verdad, apenas si les

    a esos tcnicos que saban de lo que hablaban y

    que lo hacan notar, esos pensadores audagustaba,

    pero lo compraban o, en todo caso, lo

    cogan prestado de casa de ste o de aqul,

    lo lean regularmente e incluso, como confesaban,

    conservaban con frecuencia algunos nmeros

    atrasados. Muy a menudo ocurra que no estaban

    de acuerdo con su lnea poltica (un da de sana

    clera llegaron a escribir un breve panfleto sobre

    "el estilo del Teniente"), y preferan con mucholos anlisis de Le Monde, al que eran unnimemente

    fieles, o incluso las posiciones que adoptaba

    Libration, al que tenan tendencia a considerar

    simptico. Pero el Express, y slo l, corresponda

    a su arte de vivir; en l encontraban, cada semana,

    aun cuando pudieran con razn juzgarlas disfrazadas

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    y desnaturalizadas, las preocupaciones

    ms corrientes de su vida cotidiana. No era raro

    que se escandalizaran con l. Pues, verdaderamente,

    frente a ese estilo en que reinaban la falsa

    distancia, los sobreentendidos, los desprecios ocultos,

    los deseos mal digeridos, los falsos entusiasmos,

    las seales con el pie, los guios, frente a

    esa feria publicitaria que era todo el Express -su

    fin y no su medio, su aspecto ms necesario-,

    frente a esos pequeos detalles que lo cambian

    todo, esas pequeas cosas no caras y verdaderamente

    agradables, frente a esos hombres de negocios

    que comprendan los verdaderos problemas,

    ces que, la pipa en la boca, traan por fin al

    mundo el siglo veinte, frente, en una palabra, a

    esa asamblea de responsables, reunidos cada semana

    en forum o en tabla redonda, cuya sonrisa

    beatfica haca pensar que tenan todava en sumano derecha las llaves de oro de los lavabos

    directoriales, pensaban, indefectiblemente, repitiendo

    el no muy buen juego de palabras que

    abra su panfleto, que no era cierto que el Express

    fuera un peridico de izquierdas, pero s era, sin

    ninguna duda, un peridico siniestro. Era falso,

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    por otra parte, y ellos lo saban muy bien, pero

    esto les reconfortaba.

    No se lo ocultaban: eran gente del Express.

    Sin duda tenan la necesidad de que su libertad,

    su inteligencia, su alegra, su juventud, fueran, en

    todo momento y en todo lugar, convenientemente

    sealadas. Le dejaban que se encargara de ellas

    porque era lo ms fcil, porque el mismo desprecio

    que sentan por l les justificaba. Y la violencia

    de sus reacciones no igualaba ms que a

    su sujecin: hojeaban el peridico gruendo, lo

    arrugaban, lo tiraban lejos de ellos. A veces no

    acababan de extasiarse ante su ignominia. Pero

    lo lean, esto era un hecho, y se impregnaban de l.

    Dnde habran podido encontrar un reflejo

    ms exacto de sus gustos, de sus deseos? No eran

    jvenes? No eran moderadamente ricos? El Express

    les ofreca todos los signos de la comodidad:

    los gruesos albornoces de bao, las demistificacionesbrillantes, las playas de moda, la cocina extica,

    los trucos tiles, los anlisis inteligentes, el

    secreto de los dioses, los rincones no caros, las

    diferentes opiniones, las ideas nuevas, los vestidos

    de moda, los platos congelados, los detalles

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    elegantes, los escndalos de buen tono, los consejos

    del ltimo minuto.

    Ellos soaban, a media voz, con divanes Chesterfield.

    El Express los soaba con ellos. Se pasaban

    gran parte de sus vacaciones recorriendo

    subastas de pueblos, donde compraban a buen

    precio objetos de estao, sillas con asiento de

    paja, vasos que invitaban a beber, cuchillos con

    mango de cuerno, escudillas patinadas que convertan

    en preciosos ceniceros. De todas estas cosas,

    estaban seguros, el Express ya haba hablado o

    hablara.

    Al nivel de las realizaciones, no obstante, se

    apartaban bastante sensiblemente de las formas

    de compra que el Express propona. No estaban

    todava completamente "instalados" y, aunque se

    les reconociera gustosamente la categora de "tcnicos

    ", no tenan ni las garantas, ni las pagas

    extraordinarias, ni las primas del personal regularque trabajaba por contrato. El Express aconsejaba,

    pues, con el pretexto de sealar pequeas

    tiendas no caras y simpticas (el dueo es como

    un amigo, le ofrecer, una copa y un club-sandwich

    mientras usted elige), oficinas en las que el

    gusto al da exiga, para ser convenientemente

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    apreciado, una reforma radical de la instalacin

    anterior: los muros blanqueados con cal eran

    indispensables, la moqueta pardo oscuro era

    necesaria, y slo unas baldosas variadas de mo

    saico tipo antiguo poda aspirar a reemplazarla;

    las vigas al descubierto eran de rigor, y la pequea

    escalera interior, la chimenea autntica, con su

    fuego, los muebles rsticos o, mejor todava, provenzales,

    muy recomendables. Estas transformaciones,

    que se multiplicaban por todo Pars afectando

    indiferentemente a libreras, galeras de

    arte, merceras, almacenes de frivolidades y

    de muebles, tiendas de ultramarinos incluso (no

    era raro ver a un antiguo tendero muerto de hambre

    convertirse en Matre Fromager, con un delantal

    azul que le daba la apariencia de ser un

    entendido y una tienda con vigas y pajas...);

    estas transformaciones, por otra parte, provocaban,ms o menos legtimamente, un alza de los

    precios tal que la adquisicin de un vestido de

    lana pura estampado a mano, de un twin-set

    de cashmere tejido por una vieja campesina ciega

    de las Islas Oreadas ( exclusivo, autntico, vegetable-

    dyed, hand-spun, hand-woven.), o de una

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    suntuosa chaqueta mitad punto, mitad piel (para

    el week-end, para la cacera, para el coche) resultaba

    constantemente imposible. Y del mismo

    modo que miraban las tiendas de los anticuarios,

    pero para comprar sus muebles no contaban sino

    con las subastas de los pueblos o con las tiendas

    menos frecuentadas del Htel Drouot (adonde,

    por lo dems, iban con menos frecuencia de la

    que hubieran querido), tambin, todos ellos, slo

    aumentaban sus guardarropas frecuentando asiduamente

    el rastro o, dos veces por ao, ciertas

    sas en beneficio de las obras de la St. George

    English Church, y en las que abundaban los

    desechos -no hace falta decir que completamente

    aceptables- de diplomticos. En ocasiones se

    sentan un poco molestos: tenan que abrirse paso

    entre una densa multitud y revolver entre un montn

    de cosas horribles -los ingleses no tienensiempre el gusto que se les suele reconocer-

    antes de encontrar una corbata soberbia, pero sin

    duda demasiado frvola para un secretario de embajada,

    o una camisa que haba sido perfecta, o

    una falda que habra que acortar. Pero, desde

    luego, tena que ser aquello o nada; la desproporcin,

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    que se revelaba en todo, entre la calidad

    de sus gustos en cuestiones del vestir (nada era

    demasiado bonito para ellos) y la cantidad de dinero

    de que disponan normalmente era un signo

    evidente, pero, a fin de cuentas, secundario, de su

    situacin concreta; pero no eran los nicos; antes

    que comprar en rebajas, como todo el mundo sola

    hacer, tres veces al ao, preferan las cosas

    de segunda mano. En el mundo en que vivan era

    casi una regla desear siempre ms de lo que se

    poda adquirir. No eran ellos quienes la haban

    decretado; era una ley de la civilizacin, un dato

    real del que la publicidad en general, las revistas,

    el arte de los escaparates, el espectculo de

    la calle e, incluso, en un cierto aspecto, el conjunto

    de las producciones comnmente llamadas

    culturales, eran sus expresiones ms adecuadas.

    subastas de caridad organizadas por viejas ingle

    instantes, atacados en su dignidad: esas pequeas

    mortificaciones -preguntar con un tono poco

    seguro el precio de alguna cosa, vacilar, intentar

    el regateo, mirar de reojo los escaparates sin

    atreverse a entrar, sentir envidia, tener un aire

    mezquino- hacan tambin que el comercio progresara.

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    Estaban orgullosos de haber pagado por

    algo un precio menos caro, de haberlo obtenido

    por nada, por casi nada. Estaban ms orgullosos

    todava (pero siempre se paga un poco caro el

    placer de pagar menos caro) de haber pagado

    muy caro, lo ms caro, de golpe, sin discutir, casi

    con embriaguez, algo que era, que no poda sino

    ser lo ms bonito, la nica cosa bonita, lo perfecto.

    Estas humillaciones y estos orgullos tenan

    la misma funcin, llevaban en s las mismas decepciones,

    la misma rabia. Y comprendan, porque

    por todas partes, en torno a ellos, todo se lo haca

    comprender, porque se lo metan en la cabeza a

    lo largo del da a fuerza de slogans, de carteles, de

    anuncios luminosos, de escaparates iluminados,

    que ellos estaban siempre un poco ms bajo en

    la escala, siempre un poco excesivamente abajo.

    Pero les quedaba el consuelo de no ser aquellos

    a quienes les haba tocado la peor parte, sino alcontrario.

    Se equivocaban, por tanto, al sentirse, en ciertos

    Eran "hombres nuevos", jvenes tcnicos que

    todava no haban echado todos sus dientes, tecncratas

    a medio camino del xito. Procedan casi

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    del medio familiar, las perspectivas que parecan

    haber elegido.

    Eran, por consiguiente, de su poca. Estaban

    perfectamente en su papel. No eran, decan ellos,

    completamente vctimas. Saban mantener sus distancias.

    Eran despreocupados o, por lo menos,

    intentaban serlo. Tenan humor. Estaban muy

    lejos de ser estpidos.

    Un estudio a fondo habra descubierto fcilmente,

    en el grupo del que formaban parte, corrientes

    divergentes, sordos antagonismos. Un socimetro

    quisquilloso y ceudo pronto hubiera

    descubierto diferencias, exclusiones recprocas,

    enemistades latentes. Ocurra de vez en cuando

    que alguno de ellos, a consecuencia de incidentes

    ms o menos fortuitos, de provocaciones disimuladas,

    de malos entendidos entredichos, sembrara

    la discordia en el seno del grupo. Entonces, subuena amistad se derrumbaba. Descubran, con

    un estupor fingido, que Fulano de Tal, al que

    crean generoso, era la mezquindad en persona,

    que tal otro no era sino un egosta. Se produca

    tirantez, se llegaba a la ruptura. A veces sentan

    un perverso placer en irritarse unos con otros.

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    era de lo que no hablaban jams.

    Su mayor placer era olvidar juntos, es decir,

    distraerse. Les encantaba beber, en primer lugar,

    y beban mucho, a menudo, y juntos. Frecuentaban

    el Harry's New York Bar, en la calle

    paunou, los cafs del Palais-Royal, el Balzar, Lipp

    y otros. Les gustaba la cerveza de Munich, la

    Guiness, el gin, los ponches calientes o con hielo,

    los licores de frutas. A veces dedicaban veladas

    enteras a beber, reunidos en torno a dos mesas

    que juntaban para la ocasin, y hablaban interminablemente

    de la vida que les habra gustado

    llevar, de los libros que escribiran algn da, de

    los trabajos que les gustara hacer, de las pelculas

    que haban visto o que iban a ver, del porvenir de

    la humanidad, de la situacin poltica, de sus

    prximas vacaciones o de las pasadas, de una salida

    al campo, de un breve viaje a Brujas, a Anverso a Basilea. Y a veces, hundindose cada vez ms

    en estos sueos colectivos, sin hacer nada por despertar

    de ellos, sino elevndose sin cesar en ellos

    con una tcita complicidad, acababan por perder

    todo contacto con la realidad. Entonces, de cuando

    en cuando, una mano simplemente surga del

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    grupo: se acercaba el camarero, se llevaba las

    jarritas vacas y traa otras, y pronto la conversacin,

    cada vez ms densa, no trataba ya sino

    sobre lo que acababan de beber, sobre su borrachera,

    sobre su sed, sobre su felicidad.

    Se sentan enamorados de su libertad. Les pareca

    que el mundo entero estaba hecho a su medida;

    vivan al ritmo exacto de su sed, y su exuberancia

    era inextinguible; su entusiasmo no conoca

    ya lmites. Haban podido caminar, correr, bailar,

    cantar toda la noche.

    Al da siguiente no se vean. Las parejas per

    manecan encerradas en sus casas, a dieta, asqueadas,

    abusando de cafs puros y de pastillas efervescentes.

    No salan hasta entrada la noche, iban

    a cenar a un snack-bar caro un bistec solo. Tomaban

    decisiones draconianas: dejaran de fumar,

    no volveran a beber, sera la ltima vez quederrochaban el dinero. Se sentan vacos y estpidos,

    y en el recuerdo que conservaban de su

    fenomenal borrachera iba implcita una cierta

    nostalgia, una vaga irritacin, un sentimiento

    ambiguo, como si el movimiento mismo que les

    haba llevado a beber no hubiera hecho sino avivar

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    mesa servida; los otros se haban instalado en

    sillas desparejadas, en taburetes. Coman y beban

    durante horas. La exuberancia y la abundancia de

    estas cenas resultaba curiosa: a decir verdad, desde

    un punto de vista estrictamente culinario, coman

    de forma mediocre: las carnes asadas y las

    aves no iban acompaadas de ninguna salsa;

    las legumbres, casi invariablemente, eran patatas

    salteadas o hervidas, o, incluso, a finales de mes,

    como plato fuerte, pastas o arroz acompaado

    de aceitunas y de algunas anchoas. No eran muy

    exquisitos para elegir el men; sus platos ms

    complicados eran el meln al oporto, el pltano

    a la llama y el pepino a la crema. Tuvieron que

    pasar varios aos para que se dieran cuenta de

    que exista una tcnica, si no un arte, de la cocina,

    y de que todo lo que les haba gustado tanto

    comer no era sino productos en bruto, sin aderezo

    ni refinamiento.En esto mostraban, una vez ms, la ambigedad

    de su situacin: la imagen que se formaban

    de un festn se corresponda punto por punto a

    las comidas que durante mucho tiempo haban

    conocido exclusivamente en los restaurantes universitarios;

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    de tanto comer bistecs delgados y

    coriceos, haban consagrado a los solomillos a

    la parrilla y a los filetes un verdadero culto. Las

    carnes en salsa no les atraan, y hasta desconfiaron

    largo tiempo de los cocidos; conservaban un

    recuerdo demasiado claro de los trozos de carne

    nadando entre tres redondas zanahorias, en ntima

    vecindad con un poco de queso seco y

    una cucharada de confitura gelatinosa. En cierto

    modo, les gustaba todo lo que negaba la cocina

    y exaltaba el aparato. Les gustaba la abundancia

    y la riqueza aparentes; rechazaban la lenta

    elaboracin que transforma en manjares productos

    ingratos y que supone un universo de cacerolas,

    ollas, cuchillos, coladores, hornos. Pero slo

    la vista de una tienda de embutidos, a veces, les

    haca casi desfallecer, porque en ella todo est

    listo para ser consumido inmediatamente: les

    gustaban los foie-gras, las macedonias adornadascon guirnaldas de mayonesa, los rollos de

    jamn y los huevos en gelatina: sucumban a

    todo ello demasiado a menudo, y lo lamentaban,

    una vez satisfechos sus ojos, apenas haban hundido

    su tenedor en la gelatina realzada por una

    rodaja de tomate y dos ramitas de perejil, pues, al

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    fin y al cabo, aquello no era sino un huevo duro.

    Tenan, sobre todo, el cine. Y ste era, sin

    duda, el nico campo en que su sensibilidad lo

    haba aprendido todo. En l no deban nada a modelos.

    Por edad y por formacin, pertenecan a

    esa primera generacin para la que el cine fue,

    ms que un arte, una evidencia; siempre lo haban

    conocido y no como forma balbuceante, sino ya

    con sus obras maestras, con su mitologa. Y a

    veces les pareca que haban crecido con l, y que

    lo comprendan mejor de lo que nadie, antes de

    ellos, lo haba comprendido.

    Les gustaba el cine. Era su primera pasin; se

    entregaban a ella casi todas las noches. Les gustaban

    las imgenes, a poco que fueran bellas, a poco

    que les arrastraran, les encantaran, les fascinaran.

    Les gustaba la conquista del espacio, del tiempo,

    del movimiento, les gustaba el vrtigo de lascalles de Nueva York, el torpor de los trpicos,

    la violencia de los saloons. No eran ni demasiado

    sectarios, como esos espritus obtusos que slo

    tienen un dios: Eisenstein, Buuel o Antonioni, o,

    an -todo hace falta para formar un mundo-,

    Carn, Vidor, Aldrich o Hitchcock, ni demasiado

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    Alczar, en Belleville; o en otros, aun, por la parte

    de la Bastille o el Quinzime, esas salas sin

    gracia, mal montadas, que pareca frecuentar slo

    una clientela formada por parados, argelinos, solterones,

    aficionados al cine, y que programaban,

    en infames versiones dobladas, esas obras maestras

    desconocidas de las que se acordaban desde

    los quince aos, o esas pelculas consideradas geniales

    cuya lista se saban de memoria y que, desde

    aos, intentaban en vano ver. Guardaban un

    recuerdo maravilloso de estas magnficas veladas

    en que haban descubierto, o vuelto a descubrir,

    imgenes saltaban, las mujeres haban envejecido

    terriblemente; salan: se sentan tristes. No era

    la pelcula que haban soado. No era esa pelcula

    total que cada uno de ellos llevaba en s, esa

    pelcula perfecta que no habran sido capaces de

    agotar. Esa pelcula que habran querido hacerellos. O, ms secretamente, sin duda, que ellos

    habran querido vivir.

    casi por azar, El Corsario Rojo, El mundo le pertenece,

    o Les Forbans de la Nuit, o My Sister

    Eeen, o Les Cinq mille doigts du Docteur T. Por

    desgracia, muy a menudo, es verdad que quedaban

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    libremente, sus movimientos eran sueltos, el tiempo

    no pareca ya atosigarles. Les bastaba estar

    all, en la calle, un da de fro seco, con mucho

    viento, con buenas prendas de abrigo, a la cada

    del da, dirigindose sin prisas, pero a buen paso,

    hacia la casa de un amigo, para que el menor de

    sus gestos -encender un cigarrillo, comprar un

    cucurucho de castaas calientes, mezclarse entre

    la multitud a la salida de una estacin -les pareciese

    la expresin evidente, inmediata, de una

    felicidad inagotable.

    O bien, ciertas noches de verano, caminaban

    largamente por barrios casi desconocidos. Una

    luna perfectamente redonda brillaba alta en el

    cielo y proyectaba sobre todas las cosas una luz

    suave. Las calles, desiertas y largas, anchas, sonoras,

    resonaban con sus pasos sincronizados. Casi

    sin ruido, pasaba lentamente algn taxi. Entoncesse sentan los amos del mundo. Sentan una exaltacin

    desconocida, como si fueran dueos de

    secretos fabulosos, de fuerzas inexpresables. Y, cogindose

    de la mano, echaban a correr, o jugaban

    a tres en raya, o corran a la pata coja por las aceras

    y gritaban al unsono las grandes arias de

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    Cosi fan tutte o de la Misa en si.

    O bien, empujaban la puerta de un restaurante

    y, con una alegra casi ritual, se dejaban penetrar

    por el clido ambiente, por el entrechocar de los

    cubiertos, el tintinear de los vasos, el ruido suave

    de las voces, las promesas de los manteles blancos.

    Elegan el vino gravemente, desplegaban su

    servilleta, y, entonces, al calor, frente a frente,

    fumando un cigarrillo que apagaran un instante

    temer de l.

    despus, apenas empezado, cuando llegaran los

    entremeses, les pareca que su vida slo sera la

    inagotable suma de aquellos momentos propicios,

    y que seran siempre felices, porque merecan serlo,

    porque saban mantenerse disponibles, porque

    la felicidad estaba en ellos. Se encontraban sentados

    uno frente a otro, se disponan a comer

    despus de haber tenido hambre, y todas estascosas -el mantel blanco de gruesa tela, la mancha

    azul de un paquete de gitanes, los platos de

    porcelana, los cubiertos ms bien pesados, las

    copas para el agua, el cestillo de mimbre lleno

    de pan recin hecho- componan el marco siempre

    nuevo de un placer casi visceral, en el lmite

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    del aturdimiento: la impresin, casi exactamente

    contraria y casi exactamente igual a la que provoca

    la velocidad, de una formidable estabilidad,

    de una formidable plenitud. A partir de esta mesa

    servida, tenan la impresin de una sincrona perfecta:

    estaban al unsono del mundo, se baaban

    en l, se sentan a gusto, en l, no tenan nada que

    Acaso saban, un poco mejor que los dems,

    descifrar, o incluso suscitar, estos signos favorables.

    Sus odos, sus dedos, su paladar, como si

    estuvieran constantemente al acecho, no esperaban

    sino estos instantes propicios, que la menor

    cosa bastaba para provocar. Pero, en los momentos

    en que se dejaban transportar por un sentimiento

    de calma chicha, de eternidad, no turbado

    por tensin alguna, en el que todo estaba equili

    brado, todo era deliciosamente lento, la fuerza

    misma de estas alegras exaltaba todo lo que enellas haba de efmero y de frgil. No haca falta

    mucho para que todo se derrumbara: la menor

    nota falsa, un simple momento de vacilacin, un

    signo un poco excesivamente grosero, y su felicidad

    se dislocaba; volva a ser lo que nunca haba

    dejado de ser, una especie de contrato, algo que

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    Los patronos, particularmente en la publicidad,

    no slo se niegan a contratar a individuos

    que han pasado de los treinta y cinco aos,

    sino que dudan en depositar su confianza en alguien

    que, a los treinta, no ha estado jams fijo.

    En cuanto a seguir utilizndolos, como si no

    ocurriera nada, slo episdicamente, resulta ya

    imposible: la inestabilidad no es seria; a los

    treinta aos hay que estar establecido o no se

    es nadie. Y no se ha establecido uno si no ha encontrado

    su puesto, si no se ha formado su rincn,

    si no tiene sus llaves, su despacho, su plaquita.

    Jrme y Sylvie pensaban a menudo en este

    problema. Tenan todava algunos aos por delante,

    pero la vida que llevaban, la paz, completamente

    relativa, que conocan, jams seran algo

    adquirido. Todo se ira desmoronando; no les

    quedara nada. No se sentan aplastados por su

    trabajo, su vida estaba asegurada, valiera loque valiera, un ao con otro, mal que bien,

    sin que ningn oficio la consumiera por s solo.

    Pero esto no durara.

    No se puede seguir siendo durante mucho

    tiempo simple encuestador. Apenas formado, el

    psicosocilogo asciende de prisa a los escalones

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    superiores: se convierte en subdirector o en di

    rector de agencia, o encuentra en alguna gran

    empresa un ansiado puesto de jefe de servicio,

    encargado del reclutamiento del personal, de la

    orientacin, de las relaciones sociales, o de la poltica

    comercial. Buenos puestos todos ellos: sus

    despachos estn cubiertos de moquetas, tienen

    dos telfonos, un dictfono, un refrigerador de

    saln e incluso, a veces, un cuadro de Bernard

    Buffet en una de las paredes.

    Jrme y Sylvie, ay, lo pensaban a menudo, y

    a veces se decan: quien no trabaja no come, s,

    pero quien trabaja no vive. Crean haber hecho

    ya esta experiencia, tiempo atrs, durante algunas

    semanas. Sylvie se hizo documentalista en una

    oficina de estudios; Jrme interpretaba encuestas.

    Sus condiciones de trabajo eran ms que

    agradables: llegaban cuando les pareca bien,lean el peridico en el despacho, salan a menudo

    para tomarse una cerveza o un caf, e, incluso,

    sentan por el trabajo que realizaban, al prolongarse,

    una simpata creciente, alentada por la vaga

    promesa de un puesto fijo, de un contrato bueno

    y regular, de un ascenso rpido. Pero no aguantaron

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    mucho tiempo. Al despertar se sentan a disgusto;

    y al regresar, cada tarde, en el metro

    abarrotado, volvan llenos de rencores; se dejaban

    caer, entontecidos, sucios, sobre su divn, y

    ya no soaban sino con largos week-ends, jornadas

    sin nada que hacer, con levantarse tarde.

    Se sentan encerrados, cogidos en una trampa,

    tratados como ratas. No podan resignarse a ello.

    Todava crean que les podan suceder tantas cosas

    que la regularidad misma del horario, la sucesin

    de los das, de las semanas, les parecan una traba

    que no vacilaban en calificar de infernal. Pero, con

    todo, era el comienzo de una buena carrera: se

    abra ante ellos un buen porvenir; vivan esos

    instantes picos en que el jefe le considera a uno

    como un joven serio, se felicita in petto por haberle

    aceptado, se apresura a formarle, a hacerle

    a imagen suya, le invita a cenar, le da un golpefamiliar en la tripa, y, con un solo gesto, le abre

    las puertas de la fortuna.

    Eran estpidos -cuntas veces se repitieron

    que eran estpidos, que cometan un error, que,

    en todo caso, no tenan ms razn que los otros,

    los que se esforzaban denodadamente, los que

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    trepaban-, pero les gustaban sus largas jornadas

    de ocio, sus despertares perezosos, sus maanas

    en la cama, con un montn de novelas policacas

    y de ciencia-ficcin a su lado, sus paseos nocturnos,

    a lo largo de los muelles, y la sensacin casi

    exaltadora de libertad que sentan ciertos das, la

    sensacin de vacaciones que se apoderaba de ellos

    cada vez que volvan de hacer una encuesta en

    provincias.

    Saban, desde luego, que todo esto era falso,

    que su libertad no era ms que un seuelo. Su

    vida estaba ms marcada por sus bsquedas casi

    desesperadas de trabajo, cuando, cosa frecuente,

    una de las agencias que les daban empleo se hunda

    o era absorbida por otra mayor, por sus fines

    de semana con los cigarrillos contados, por el

    tiempo que perdan, algunos das, en lograr que

    les invitaran a comer.Estaban en medio de la situacin ms banal,

    ms estpida del mundo. Pero aunque saban que

    era banal y estpida, seguan en ella, sin embargo:

    la oposicin entre el trabajo y la libertad no

    constitua ya, desde haca mucho tiempo, como

    haban odo decir, un concepto riguroso; no

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    obstante, era lo que les determinaba primordialmente.

    La gente que elige ganar dinero primeramente,

    los que dejan para ms adelante, para cuando sean

    ricos, sus verdaderos proyectos, no estn equivocadas

    forzosamente. Los que no quieren sino vivir

    y llaman vida a la libertad mxima, a la exclusiva

    bsqueda de la felicidad, a la sola satisfaccin de

    sus deseos o de sus instintos, al uso inmediato

    de las riquezas ilimitadas del mundo -Jrme

    y Sylvie se haban hecho este vasto programa-,

    sern siempre desgraciados. Es cierto, reconocan,

    que hay individuos a los que esta clase de dilemas

    no se les plantea, o apenas se les plantea, porque

    son demasiado pobres y no tienen todava otras

    exigencias que las de comer un poco mejor, tener

    una vivienda un poco mejor, trabajar un poco

    menos, o porque son demasiado ricos desde el

    comienzo para comprender el alcance o incluso

    el significado de semejante distincin. Pero en

    nuestro tiempo y en nuestros ambientes, cada vez

    hay ms gente que no es ni rica ni pobre: suean

    con la riqueza y podran enriquecerse, y de aqu

    nacen sus desgracias.

    Un joven imaginario que hace algunos estudios,

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    cuando cumple honrosamente sus obligaciones

    militares, se encuentra hacia los veinticinco

    aos con las manos tan vacas como el primer

    da, aunque ya posea virtualmente, por su propio

    saber, ms dinero del que jams haya podido desear.

    Es decir, que l sabe con certeza que llegar

    un da en que tendr su apartamento, su casa de

    campo, su coche, su equipo de alta fidelidad. Se

    encuentra, sin embargo, con que estas maravillosas

    promesas siempre se hacen esperar: pertenecen,

    por s mismas, a un proceso del que tambin

    dependen, pensndolo bien, el matrimonio, el nacimiento

    de los hijos, la evolucin de los valores

    morales, de las actitudes sociales y de los comportamientos

    humanos. En una palabra, el joven

    tendr que establecerse, y a ello tendr que consagrar

    por lo menos quince aos.

    Semejante perspectiva no es reconfortante.

    Nadie se entrega a ella sin refunfuar. De modo-se dice el joven que est empezando- que voy

    a tener que pasarme el da dentro de esos despachos

    encristalados en lugar de irme a pasear por

    los prados floridos, y voy a vivir lleno de esperanzas

    cuando se hable de ascensos, voy a tener

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    que ser un calculador, un intrigante, voy a tener

    que contener mis ansias, yo, que soaba con

    la poesa, con trenes nocturnos, con clidas playas?

    Y, creyendo consolarse, cae en la trampa

    de las ventas a plazos. Y entonces es cuando est

    cogido y bien cogido: ya no le queda sino armarse

    de paciencia. Cuando ya est al final de sus penalidades,

    ay, el joven ya no es tan joven, y, el colmo

    de la desgracia, podr parecerle incluso que su

    vida ha pasado ya, que no era sino su esfuerzo, y

    no su objeto, e, incluso, si es demasiado sabio,

    demasiado prudente -puesto que su lento ascenso

    le habr proporcionado una sana experiencia-

    para atreverse a sostener tales propsitos, ello no

    har que sea menos cierto que ya tiene cuarenta

    aos y que la instalacin de sus dos residencias, la

    principal y la secundaria, y la educacin de sus

    hijos han bastado para llenar el escaso tiempo que

    no habr podido consagrar a su labor...La impaciencia, se dijeron Jrme y Sylvie, es

    una virtud del siglo veinte. A los veinte aos,

    cuando hubieron visto, o creyeron haber visto, lo

    que la vida poda ser, la cantidad de gozos que

    ocultaba, las infinitas conquistas que permita, etctera,

    comprendieron que no tendran fuerza para

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    esperar. Podan, al igual que los dems, triun

    far; pero lo que ellos queran es haber triunfado.

    Por esto eran, sin duda, lo que se ha convenido

    en llamar intelectuales.

    Pues todo les deca que no tenan razn, y para

    empezar, la vida misma. Ellos queran gozar de la

    vida, pero, en todo lo que les rodeaba, el gozo

    se confunda con la propiedad. Queran mantenerse

    disponibles, y casi inocentes, pero los aos

    pasaban de todas formas, y no les traan nada.

    Los otros avanzaban, cargados de cadenas acaso,

    pero ellos no avanzaban de ningn modo. Los

    otros acababan por no ver ya en la riqueza sino

    un fin, pero ellos no tenan dinero en absoluto.

    Se decan que no eran los ms desgraciados.

    Acaso tenan razn. Pero la vida moderna excitaba

    su propia desgracia, mientras que disimulaba la

    desgracia de los otros: los otros iban por elbuen camino. Ellos eran poca cosa: ganaban poco,

    hacan la guerra por su cuenta, eran unos lunticos.

    Es verdad, por otra parte, que en un cierto

    sentido el tiempo trabajaba en su favor, y que

    tenan del mundo posible imgenes que podan

    parecer exaltadoras. Estaban de acuerdo en considerarlo

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    un mezquino consuelo.

    Haban hecho de su vida algo provisional.

    Trabajaban como otros hacen sus estudios: eligiendo

    sus horarios. Vagaban por las calles como

    slo los estudiantes saben hacerlo.

    Pero los peligros les acechaban por todas partes.

    Habran querido que su historia fuera la

    historia de la felicidad; con demasiada frecuencia

    no era sino la de una felicidad amenazada.

    Eran bastante jvenes, pero el tiempo pasaba de

    prisa. El eterno estudiante es un tipo siniestro;

    un fracasado, un mediocre, es ms siniestro todava.

    Tenan miedo.

    Disponan de tiempo libre; pero el tiempo

    trabajaba tambin en contra suya. Haba que

    pagar el gas, la luz, el telfono. Haba que comer

    todos los das. Haba que vestirse, pintar de vez

    en cuando las paredes, cambiar las sbanas, mandara lavar lo ropa, dar las camisas a planchar,

    comprar zapatos, coger el tren, comprar muebles.

    A veces, lo econmico les devoraba por completo.

    No cesaban de pensar en ello. Su vida afec

    tiva incluso, en gran medida, dependa estrechamente

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    de ello. Todo haca pensar que, cuando

    fueran un poco ricos, cuando tuvieran un poco

    de reservas, su felicidad comn sera indestructible;

    ningn apremio pareca limitar su amor. Sus

    gustos, sus caprichos, sus imaginaciones, sus apetitos

    se confundan en una libertad idntica. Pero

    esos momentos eran privilegiados; lo ms frecuente

    era que tuvieran que luchar: a las primeras

    seales de escasez en el dinero, no era raro que se

    alzaran uno contra otro. Se enfrentaban por cualquier

    cosa, por cien francos derrochados, por un

    par de medias, por los platos sin fregar. Entonces,

    durante largas horas, durante jornadas enteras,

    ya no se hablaban. Coman el uno frente al

    otro, rpidamente, como si estuvieran solos, sin

    mirarse. Se sentaban cada uno en un extremo

    del divn, dndose a medias la espalda. Uno de

    los dos haca interminables solitarios.

    Entre ellos se alzaba el dinero. Era un muro,una especie de tope contra el que chocaban a

    cada instante. Era algo peor que la miseria: el

    fastidio, la estrechez, la escasez. Vivan el mundo

    cerrado de su vida cerrada, sin porvenir, sin otras

    salidas que los milagros imposibles, los sueos

    estpidos que no se tenan en pie. Se ahogaban.

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    A su lado, por la calle, los automviles

    se deslizaban lentamente. En las plazas, los

    anuncios luminosos se encendan y se apagaban.

    En las terrazas de los cafs, las gentes parecan

    peces satisfechos. Odiaban al mundo. Regresaban

    a su casa, a pie, cansados. Se acostaban sin decirse

    una palabra.

    Bastaba que algo fallara un da, que una agencia

    cerrara sus puertas, o que les encontraran con

    demasiada edad o demasiado irregulares en su

    trabajo, o que uno de los dos se pusiera enfermo,

    para que todo se derrumbara. Ante ellos no

    haba nada, y nada haba a sus espaldas. A menudo

    pensaban en este tema angustioso. Volvan

    sin cesar a l, a pesar suyo. Se vean sin trabajo

    durante meses enteros, aceptando, para sobrevivir,

    trabajos miserables, pidiendo prestado,

    mendigando trabajo. Entonces vivan, a veces,instantes de intensa desesperacin: soaban con

    oficinas, puestos fijos, jornadas regulares, situaciones

    definidas. Pero estas imgenes invertidas

    quiz les desesperaban an ms: les pareca que

    no podan reconocerse en la cara, aunque fuera

    resplandeciente, de un sedentario; decidan que

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    odiaban las jerarquas, y que las soluciones, milagrosas

    o no, vendran de otro sitio, del mundo, de

    la Historia. Continuaban su vida bamboleante:

    corresponda a su pendiente natural. En un mundo

    lleno de imperfecciones, no les costaba trabajo

    convencerse de que su vida no era la ms imperfecta.

    Vivan al da; gastaban en seis horas lo

    que haban ganado en tres das; pedan prestado

    con demasiada frecuencia, cinco o seis semanas

    sin cambiar las sbanas. No estaban lejos de

    pensar que, al fin y al cabo, esta vida tambin

    tena su encanto.

    con frecuencia; coman patatas fritas infames,

    fumaban juntos su ltimo cigarrillo, buscaban a

    veces durante dos horas un billete de metro, llevaban

    camisas arregladas, escuchaban discos estropeados,

    hacan auto-stop, y estaban, todava

    Cuando evocaban juntos su vida, sus costumbres,

    su porvenir, cuando, con una especie de

    frenes, se entregaban por entero al desenfreno

    de los mundos mejores, se decan a veces, con

    una melancola un poco apagada, que no tenan

    las ideas claras. Posaban sobre el mundo una mirada

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    nueve de cada diez personas son tontos capaces

    de cantar a coro las alabanzas de lo que sea o de

    quien sea, en estos medios de la publicidad, pues,

    era de buen tono despreciar toda poltica de corto

    alcance y no considerar la historia ms que por

    siglos. Por otra parte, encontraron que, fuera lo

    que fuera, el gaullismo era una respuesta adecuada,

    infinitamente ms dinmica de lo que al principio

    se haba proclamado por todas partes que

    sera, y cuyo peligro estaba siempre en otro aspecto

    que en el que se crea verle.

    La guerra continuaba, sin embargo, aunque no

    les pareca sino un episodio, un hecho casi secundario.

    Cierto que tenan mala conciencia. Pero, a

    fin de cuentas, ellos no se sentan ya responsables

    sino en la medida en que recordaban haberse

    credo afectados en tiempos, o bien porque se

    adheran, casi por costumbre, a imperativos morales

    de un alcance muy general. En esta indiferenciahabran podido medir la vanidad o, quiz

    incluso, la apata, de muchos de sus entusiasmos.

    Pero no era esa la cuestin: haban visto, casi

    con sorpresa, a algunos de sus antiguos amigos

    lanzarse, tmida o temerariamente, en ayuda del

    F.L.N. No haban llegado a comprender la razn,

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    en la mezquindad, les parecieron ciertos das

    mucho menos temibles que lo que estaba pasando

    ante sus ojos, que lo que les amenazaba cada da.

    Fue una poca triste y violenta. Las amas de

    casa almacenaban kilos de azcar, botellas de aceite,

    latas de atn, de caf, de leche condensada.

    Patrullas de guardias mviles, con casco, con impermeables

    negros, calzados con botas, recorran

    lentamente el bulevar Sebastopol.

    Como en la parte de atrs de sus coches llevaban

    con frecuencia nmeros atrasados de peridicos

    que haba motivos para pensar que a cierta

    gente quisquillosa les parecan desmoralizadores,

    subversivos o simplemente liberales -Le Monde,

    Libration, France-Observateur-, lleg a sucederes

    incluso a Jrme, a Sylvie o a sus amigos sentir

    temores furtivos y ver fantasmas inquietantes: les

    seguan, tomaban la matrcula de su vehculo,les espiaban, les tendan una trampa: cinco legionarios

    borrachos les pegaban hasta dejarles por

    muertos sobre el pavimento mojado, en la esquina

    de una calle oscura, en un barrio de mala fama...

    Esta irrupcin del martirio en su vida cotidiana,

    que se converta a veces en obsesin y

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    que, les pareca, era caracterstica de una cierta

    actitud colectiva, daba a los das, a los acontecimientos,

    a los pensamientos, una especial coloracin.

    Imgenes de sangre, de explosin, de violencia,

    de terror, les acompaaban continuamente.

    Ciertos das poda dar la impresin de que estaban

    dispuestos a todo; pero, al da siguiente, la vida

    era frgil, el porvenir sombro. Pensaban en el

    exilio, en campos pacficos, en lentos cruceros. Les

    habra gustado vivir en Inglaterra, donde la polica

    tiene la reputacin de ser respetuosa de la

    persona humana. Y durante todo el invierno, a

    medida que se acercaban al alto el fuego, pensaron