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 El Mar avil loso  Via je D e Nil s Holgersso n Selma Lagerlöf  “Us o Ex clus i vo Vi tane t, Biblioteca Virtual 2005”

Lagerlof Selma - El Maravilloso Viaje De Nils Holgersson

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El Maravilloso

 Viaje DeNils Holgersso n

Selma Lagerlöf 

“Uso Exclusivo Vitanet,

Biblioteca Virtual 2005”

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1

EL DUENDE 

Erase un muchacho que no pasaría de los catorce años, alto,desmadejado, de cabellos rubios como el cáñamo. El pobre no servía

para maldita la cosa. Dormir y comer eran sus ocupaciones favoritas;era también muy dado a practicar juegos, en los que demostraba susinstintos perversos.

Un domingo por la mañana se disponían sus padres a marchar a laiglesia ;el muchacho ,en mangas de camisa y sentado sobre un ángulode la mesa, se regocijaba al verlos a punto de partir, pensando en queiba a ser dueño de si durante un par de horas.

“Cuando se vayan —pensaba para sus adentros— podré descolgar laescopeta de mi padre y hacer un disparo sin que nadie se meta

conmigo.”Se hubiera dicho que el padre adivinaba las intenciones del

muchacho, por cuanto en el momento de salir se detuvo a la puerta y dijo:

—Ya que no quieres venir al templo conmigo y con tu madre, podríasmuy bien leer en casa los sermones del domingo. ¿Me prometeshacerlo?

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—Lo haré, si usted quiere —dijo, pensando, como era de suponer,que no leerla más que lo que le viniese en gana.

—Conviene que leas detenidamente, porque cuando regresemos tepreguntaré página por página; ¡y ay de ti si te has saltado alguna!

—El sermón tiene catorce páginas y media —añadió la madre comopara colmar la medida—. Debes comenzar en seguida si quieres tenertiempo para leerlo.

Por fin partieron. Desde la puerta vio el muchacho cómo se alejaban;se hallaba como cogido en un lazo.

—Estarán muy contentos —murmuraba— con creer que han halladoel medio de tenerme sujeto al libro durante su ausencia.

Mas el padre y la madre estaban, por el contrario, muy afligidos.Eran unos modestos terratenientes; su posesión no era más grande queel rincón de un jardín. Cuando se instalaron en ella apenas bastabapara el sustento de un cerdo y un par de gallinas. Duros para la faena,trabajadores y activos, habían logrado reunir algunas vacas y patos. Sehabían desenvuelto bien y en esta hermosa mañana hubieran partidomuy contentos camino de la iglesia, de no haber pensado en su hijo. Alpadre le afligía verlo tan perezoso y falto de voluntad; no había queridoaprender nada en la escuela; sólo era capaz de cuidar los patos.

Su madre no negaba que esto fuese verdad, pero lo que más laentristecía era verlo tan perverso e insensible, cruel con los animales y hostil al trato con los hombres.

—¡Dios mío, acaba con su maldad y cambia su modo de sentir —suspiraba—, porque, de lo contrario, hará su desgracia y la nuestra!

El muchacho reflexionó largo rato acerca de si leería o no el sermón,  y, por último, comprendió que esta vez lo mejor era obedecer a suspadres. Se arrellanó en el sillón y 

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estuvo un rato leyendo a media voz, hasta que lo adormeció su mismosonsonete, comenzando a dar cabezadas.

“No quiero dormirme, porque entonces no acabaría de leer en todala mañana”, se decía.

Pero a despecho de esta resolución, acabó por dormirse.

“¿He dormido mucho tiempo, o sólo unos instantes?”, se preguntó aldespertarle un ligero ruido que oyó a sus espaldas.

En el alféizar de la ventana, frente a él, descubrió un lindo espejito,en el que se reflejaba casi toda la habitación. Lo miró en uno de susmovimientos de cabeza, y quedó atónito al ver, por él, que la tapa delcofre de su madre había sido levantada. La madre poseía un gran cofrede roble, pesado y macizo, con guarniciones de herraje, que nunca dejóabrir a nadie. Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima.

El muchacho vio por el espejo que el cofre estaba abierto. Nocomprendía cómo había sido esto posible, porque estaba seguro de quesu madre había cerrado el cofre antes de partir: jamás lo hubieradejado abierto quedando su hijo solo en casa.

 Al punto sintió que se apoderaba de él un gran malestar. Temía que

un ladrón se hubiera deslizado en la casa. No se atrevía ni a respirar:inmóvil, miraba fijamente al espejo. Se sentía atemorizado en espera deque el ladrón se presentara, cuando le extrañó ver cierta sombra negrasobre el borde del cofre. Miraba y remiraba, sin creer lo que sus ojos veían. Poco a poco fue precisándose lo que al principio no era más queuna sombra y tardó poco en darse cuenta de que la sombra era unarealidad. No era ni más ni menos que un pequeño duende que, sentadoa horcajadas, cabalgaba en el canto del cofre.

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El muchacho había oído ciertamente hablar de los duendes; pero  jamás pudo imaginar que fuesen tan pequeños. No tendría mayor

altura que el ancho de la mano, sentado como se hallaba en el borde delcofre. Su cara avejentada era rugosa e imberbe y vestía larga levita concalzón corto y sombrero negro de anchas alas. Su aspecto era elegante y distinguido: llevaba blondas blancas en las mangas y en el cuello,zapatos con hebilla y ligas con grandes lazos. Del fondo del cofre habíasacado un plastrón bordado y lo examinaba tan detenidamente que nopudo advertir que el muchacho se había despertado.

Este no salía de su asombro; pero, en verdad, no se asustó de talduende; no creía del caso tener miedo de cosa tan pequeña, y comoquiera que el duende se hallaba absorto en su contemplación,hasta el punto de no ver ni oír nada, pensó el muchacho que sería muy divertido hacerle blanco de una jugarreta: meterle, por ejemplo, dentrodel cofre, y echar sobre él la tapa o algo por el estilo.

 Al desviar la vista dio con la escopeta de su padre que colgaba de lapared y un poco más allá las plantas que florecían ante la ventana. Porúltimo, clavó sus ojos en una vieja manga para cazar mariposas quehabla en lo alto de la ventana.

Distinguirla y cogerla fue todo uno, y enarbolándola corrió hacia elcofre; su satisfacción no tuvo límites al ver lo felizmente que habíallevado a cabo su hazaña. El duende quedó preso en su red, bajo la cual yacía el pobrecito imposibilitado para trepar.

En el primer momento el muchacho no supo qué hacer de su presa.Sólo se preocupaba de agitar la manga hacia uno y otro lado para que elduende no estuviera tranquilo y evitar que trepase.

Cansado el duende de tanta danza, le habló para suplicarle que ledevolviera la libertad, alegando que le

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había hecho bien durante muchos años y que por ello debía dispensarlemejor trato. Si le dejaba en libertad le regalaría una antigua moneda de

plata, una cuchara del mismo metal y una moneda de oro tan grandecomo la tapa del reloj de plata de su padre.

El muchacho no encontró muy generoso el ofrecimiento; pero letomó miedo al duende después de tenerle en su poder. Se daba cuentade que le ocurría algo extraño y terrible, que no pertenecía a su mundo, y no deseaba otra cosa que salir de la aventura.

 Así es que no tardó en acceder a la proposición del duende y levantóla manga para que pudiera salir. Pero en el momento en que suprisionero estaba a punto de recobrar la libertad se le ocurrió que debía

asegurar la obtención de grandes extensiones de terreno y de todogénero de cosas. Como anticipo, debía exigirle, por lo menos, que elsermón se le grabara sin esfuerzo en la cabeza.

“¡Qué tonto hubiera sido dejarle escapar!”, se dijo.

 Y se puso de nuevo a agitar la manga.

Pero en este mismo instante recibió una bofetada tan formidable,que su cabeza parecía que le iba a estallar. Primero, fue a dar contrauna pared, después contra la otra y, por último, rodó por los suelos,donde quedó exánime.

Cuando recobró el conocimiento estaba solo en la estancia; noquedaba ni rastro del duende. La tapa del cofre estaba cerrada; lamanga pendía como de costumbre, junto a la ventana. De no sentir eldolor de la bofetada en la mejilla hubiera creído que todo era un sueno.

Se dirigía hacia la mesa haciéndose estas reflexiones cuando derepente observó algo extraño. No era posible que la casa se hubierahecho más grande. Pero ¿cómo podía explicarse de otro modo la grandistancia que tenía que recorrer para llegar a la mesa? ¿Y qué le pasabaa la silla? A la vista era la misma; pero para sentarse debió

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subir hasta el primer travesaño y ascender así hasta el asiento. Lomismo ocurriría con la mesa, cuya superficie no podía ver sino

escalando el brazo del sillón.“¿Qué significa esto? Yo creo que el duende ha encantado el sillón, lamesa y la casa toda.”

El sermonario continuaba abierto sobre la mesa y, al parecer, sincambiar en modo alguno; pero algo extraordinario ocurría cuando paraleer una sola palabra tenía que ponerse en pie sobre el mismo libro.

Después de leer algunas líneas levantó la cabeza. Sus ojos se fijaronde nuevo en el espejo y no pudo menos que exclamar en alta voz:

—¡Otro!

En el interior del espejo veía claramente un hombrecito, muy pequeño, con su gorro puntiagudo y sus calzones de piel.

—Viste exactamente como yo —gritaba, juntado las manos con lamayor sorpresa.

Entonces, el hombrecito del espejo hizo el mismo ademán.

El muchacho se tiraba de los cabellos, se pellizcaba, se mordía, hacíapiruetas, y el hombre del espejo reproducía al punto sus movimientos.

Rápidamente le dio una vuelta al espejo para ver si había alguienoculto tras él; pero no vio a nadie. Se puso entonces a temblar porque,de repente, comprendió que el duende le había encantado y que laimagen que reflejaba el espejito no era otra que la suya propia.

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Se imponía hacer algo, y lo mejor para que resultara provechosoconsistía en buscar al duende para ver el modo de hacer las paces con

él. Saltó a tierra y se puso a buscarlo. Miró por detrás de las sillas y losarmarios, bajo la cama y en el horno. Se agachó incluso para mirar enun par de agujeros donde se metían los ratones; pero todo fue en vano.

Todas estas pesquisas iban acompañadas de llantos súplicas y promesas de todo género: nunca más faltaría a sus palabras, jamás seentregaría al mal, jamás se dormiría durante el sermón. Si volvía arecobrar su cualidad de ser humano sería el niño más obediente, el másdócil, el más solícito a todo ruego. Pero era inútil prometer; de nada le

servía.En esto recordó de pronto haber oído decir a su madre que los

duendes tienen la costumbre de esconderse en el establo, y hacia allí sedirigió. Afortunadamente, la puerta de la casa había quedado abierta;por sí solo no hubiera podido alcanzar el picaporte. Y salió sin el menortropiezo.

Sobre la vieja grada de roble que había ante la puerta saltaba unpajarillo que comenzó a piar y gritar apenas descubrió al muchacho:

—¡Tuit-tuit! ¡Miren a Nils el guardador de patos, más pequeño que

un liliputiense! ¡Miren al pequeño Pulgarcito! ¡Miren a Nils HolgerssonPulgarcito!

Los patos y las gallinas se volvieron rápidamente hacia Nils,promoviendo un alboroto con sus cloqueos y cacareos verdaderamenteformidables:

—¡Ki-ki-ri-kiY —cantó el gallo.

—¡Bien merecido lo tiene por haberme tirado de la cresta! ¡Cra, cra,era, bien está! —contestaban las gallinas, repitiendo infinitamente la

misma exclamación.Los patos se reunieron, apretándose los unos contra los otros,alargando sus cabezas al mismo tiempo y preguntando:

—¿Quién habrá podido hacer esto? ¿Quién lo habrá podido hacer?

Lo más maravilloso era que el muchacho podía com

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prender el lenguaje de estos animales. Sorprendido, permaneció unmomento en la escalinata para escucharlos.

“Comprendo el lenguaje de las aves y los pájaros—se decía—, porque he sido transformado en duende.”

En el establo sólo había tres vacas, pero cuando llegó el muchacho sedesencadenó tal estruendo que cualquiera hubiera creído que eran lomenos treinta.

—(Mu, mu, mu/—mugía Rosa de Mayo Es una dicha que haya justicia en este mundo:

—Le haré danzar sobre mis cuernos —mugía otra.

—¡Mu, mu, mu! —mugían todas a la vez, sin que el muchachopudiera entender lo que decían, porque los mugidos de una apagaban y hacían incomprensibles los de las otras.

Intentó hablarles del duende; pero no lograba hacerse oir. Las vacasestaban en plena agitación. Las tres parecían desmandarse comocuando entraba en el establo un perro extraño. Lanzaban cocesfuriosas, agitaban sus rabos y movían sus cabezas, amenazandocornearle.

El muchacho hubiera querido decirles que deploraba el haber sidotan malvado con ellas, que se arrepentía para siempre y que no volveríaa hacerles nada si accedían a decirle dónde estaba el duende; pero las  vacas armaban tal alboroto y se agitaban tan violentamente, que tuvomiedo de que llegaran a soltarse, y juzgó que lo más prudente era salirdel establo.

 Ya en el corral, se sintió muy descorazonado al darse cuenta de quenadie se mostraba dispuesto a ayudarle a hallar al duende. Además,pensaba que aun el. encontrarlo no le podría servir para maldita lacosa.

Poco a poco comenzaba a darse cuenta de lo que representaba el no volver a ser un hombre y esto lo aterraba. En adelante viviría separadode todo; ya no podría jugar con los otros niños, ya no podría hacersecargo de las propiedades de sus padres y, más ciertamente, ya

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no podría encontrar a ninguna joven que quisiera ser su esposa.

Hacía un tiempo maravillosamente hermoso. Se oía el murmullo del

agua en los regatos, las ramas echaban sus hojas, los pájaros piabanalegres en derredor. Sólo él yacía bajo una pena infinita y nada podríaalegrarle ya.

Jamás había visto un cielo tan azul. Los pájaros emigrantes pasabana bandadas. Volvían del extranjero; habían volado a través del Bálticohacia el cabo de Smygehuk, y ahora iban hacia el norte. Los había dediferentes especies, pero él sólo reconocía a los patos silvestres que volaban en dos grandes líneas formando un ángulo.

Habían pasado ya varias bandadas de pájaros. Volaban a gran altura

 y, sin embargo, percibía sus gritos:—Volamos hacia las montañas. Volamos hacia las montañas.

Cuando los patos silvestres advirtieron desde lo alto a los patosdomésticos que jugueteaban en el corral, descendieron, gritando:

—Vengan con nosotros, vengan; vamos hacia las montañas.

Los patos domésticos no podían sustraerse a levantar la cabeza y escuchar lo que se les decía; pero respondían con muy buen sentido.

—Nosotros estamos bien aquí. Nosotros estamos bien aquí.

Como ya hemos dicho, era aquél un día muy hermoso, y se percibíaun airecillo tan fresco, tan ligero y sutil que invitaba a volar. A medidaque pasaban nuevas bandadas los patos domésticos se sentían másinquietos. Hubo momento en que batían sus alas como dispuestos aseguir el vuelo de los patos silvestres. Pero cada vez que lo intentabanse oía la voz de un pato anciano, que les advertía:

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—No hagan locuras. Esos patos tienen que sufrir los rigores delhambre y del frío.

Un pato joven, a quien la invitación de los patos silvestres le habíainfundido los más vivos deseos de partir, dijo:

—Si pasa otra bandada, me iré con ella.

Pasó otra bandada, repitiendo lo que decían las precedentes, y elpato joven respondió:

—Esperen; voy con ustedes.

Desplegó sus alas y se elevó en el aire; pero tenía tan poca costumbrede volar que cayó desde lo alto.

Los patos parecieron comprender lo que les había dicho, y volvieronatrás lentamente para ver si el pato joven se reunía con ellos.

—¡Esperen, esperen! —decía, intentando un nuevo esfuerzo.

El muchacho lo oyó desde el sitio en que se hallaba oculto.

—¡Qué dolor si el pato joven llegara a escaparse! Mis padrestendrían una gran pena al volver de la iglesia —se decía.

Olvidando otra vez que era pequeño y carecía de fuerza, saltó enmedio de los patos y echó sus brazos al cuello del volátil para sujetarlo.

—Tú te quedarás aquí, ¿me oyes? —gritaba.

Pero en aquel preciso momento el pato hendió los aires como si unafuerza extraña le impulsara al vuelo. No pudo detenerse ni sacudir almuchacho y se lo llevó por los aires.

La ascensión fue tan rápida que el vértigo se apoderó del chiquillo,quien pensó en desprenderse de lo que creía su presa; pero llegó tanalto que se hubiera matado al caer.

No le quedaba otro remedio que montar sobre el pato, lo que logró a

costa de no poco riesgo. Tampoco le

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era fácil sostenerse sobre las espaldas lisas y resbaladizas, entre las alas batientes. Tuvo que hundir sus manos en las plumas y plumones para

no rodar por el espacio.Durante mucho rato el muchacho experimentó vértigos que leimpidieron darse cuenta de nada. Los patos silvestres no volaban muy alto, porque el nuevo compañero de excursión no hubiera podidoresistir un aire demasiado ligero. Por esto tenían que volar con menorceleridad que de ordinario.

El muchacho tuvo, por fin, suficiente valor para lanzar una miradahacia tierra. Quedó sorprendido al ver extendido allá abajo un lienzoparecido a un gran mantel, dividido en un sinnúmero de grandes y 

pequeños cuadros.“,-Dónde podemos encontramos?”, se preguntó.

Continuó mirando, sin ver nada más que cuadros. Había unosestrechos y otros anchos; algunos eran oblicuos, pero por todas partesdescubría planos, ángulos y rectas. Nada redondo, ninguna curva.

—¿Qué es lo que será esa gran pieza de tela a cuadros?

—decía para sí el muchacho, sin esperar respuesta.

Pero los patos silvestres que volaban a su alrededor le respondieron:

—Campos y prados. Campos y prados.Entonces comprendió que la tela a cuadros era la llanura de Escania,

que atravesaba al vuelo y no pudo menos que reír al contemplar todosestos cuadros, pero al oírle los patos silvestres le gritaron:

—País bueno. País bueno y fértil.

“¿Cómo te atreves tú a reír —se decía— después de la más terribledesgracia que le puede sobrevenir a un ser humano?”

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Permaneció grave un momento, pero no tardó en sentirse alegre y reír de nuevo.

Se iba acostumbrando a este modo de viajar y a la velocidad, sinpensar en otra cosa que en mantenerse sobre las espaldas del pato;comenzaba a observar las innumerables bandadas de pájaros quepoblaban el espacio, todos en marcha hacia el norte, escuchando losgritos y llamamientos que se dirigían unos a otros.

Cuando los patos silvestres encontraban patos domésticos es cuandomejor lo pasaban. Deteniendo mucho su vuelo, gritaban:

—Vamos camino de las montañas. ¿Quieren venir? ¿Quieren venir?

Pero los patos domésticos respondían:

—Todavía es invierno en el país. Han venido demasiado pronto.¡Vuelvan, vuelvan!

Los patos silvestres descendían muy bajo para dejarse oír mejor, y gritaban:

—Vengan y les enseñaremos a volar y a nadar.

Los patos domésticos, irritados, ni se dignaban responder.

Los patos silvestres descendían más aún, hasta tocar el suelo, y 

después se remontaban como flechas, asustados.—¡Ea, ea, ea! —gritaban—. No eran patos; eran corderos, eran

corderos.

Entonces los patos domésticos respondían furiosos:

—Debieran cazarlos y batirlos a perdigonadas a todos, a todos.

  Y escuchando estas gracias reía el muchacho. Después lloraba alasaltarle la idea de su desgracia, para reír de nuevo un poco más tarde.Nunca había viajado con la vertiginosa rapidez de entonces; siempre

había tenido la ilusión de montar a caballo para correr, correr demanera desenfrenada; pero jamás imaginó, naturalmente, que el airefuese allá en lo alto de tan deliciosa frescura ni que se aspiraran tanolorosas fragancias, emanadas de la tierra humedecida y de los pinaresresinosos. Esto era como volar por encima de las penas.

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II

OKKA DE KEBNEKAJSE 

El pato joven que se había lanzado tras los patos silvestres se sentíamuy orgulloso de recorrer el país en su compañía y de impacientar y   burlarse de los patos domésticos; pero la satisfacción que

experimentaba no impidió que al sobrevenir la noche comenzara asentirse fatigado. Intentaba respirar con más fuerza e

infundir a sus alas movimientos más rápidos; pero a pesar de susesfuerzos se quedó a gran distancia de sus acompañantes.

Cuando los patos que volaban en último término advirtieron que nopodía seguirlos, dijeron a gritos al guía de la bandada, que volaba en el vértice del ángulo que los patos formaban:

—¡Okka! ¡Okka!

—¿Qué ocurre?—El pato se ha quedado atrás.

—Díganle que es más fácil volar rápida que lentamente

—contestó Okka, sin dejar de volar, como antes.

El pato procuró seguir el consejo y aumentar la rapidez de su vuelo;pero pronto se extinguieron sus fuerzas y 

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descendió casi al nivel de los sauces que bordeaban los caminos y los

campos.Estaba furioso al verse traicionado por sus fuerzas y por no poder

mostrar a tales vagabundos lo que era capaz de hacer un patodoméstico. Lo que más le disgustaba era haberse reunido con Okka.  Aunque no era más que un ave de corral, había oído hablar repetidas  veces de una pata llamada Okka, que era jefe de una bandada y quetenía más de cien años: Su reputación era tan grande, que los mejorespatos silvestres querían formar parte de su tropa.

  Ahora, al convencerse de que nadie trataba con más menosprecio a

los patos domésticos que esta Okka y su bandada, hubiera queridodemostrarles que era su igual.

El pato blanco volaba lentamente, un poco más atrás que los otros,sin dejar de pensar en la decisión que adoptaría. De repente, lapartícula de hombre que llevaba sobre sus espaldas le dijo:

—Mi querido pato Mártir, comprende que ha de serte imposible, yaque”no has volado nunca, seguir a los patos silvestres hasta la Laponia.¿No sería mejor que volvieras a casa antes de sufrir algún daño?

El pato tenía horror al hijo de la casa, a este mal bicho que llevaba acuestas. Así es que apenas oyó que el muchacho lo creía incapaz dellegar al término del viaje optó por decirle:

—Si añades una palabra más, te arrojo en la primera laguna queencontremos.

 Y la cólera le dio energías para volar casi tan bien como los otros.

Es probable que no hubiera podido continuar haciéndolo, a pesar detodo; pero por fortuna no fue necesario abandonar la bandada. El soldescendía rápidamente y los patos volaban veloces hacia abajo.

 Antes de que hubieran podido darse cuenta el muchacho y el pato seencontraron en las orillas del lago Vombsjö.

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“Es aquí donde probablemente pasaremos la noche”, se dijo el

muchacho, y saltando del lomo del pato pisó tierra.El sol se había extinguido en la lejanía. El lago esparcía un frío

terrible. Las tinieblas caían del cielo sobre la tierra, la noche ibadejando al pasar sus huellas espantables y en el bosque se percibíanruidos y susurros que ponían espanto en el alma. ¡Qué se había hechodel alegre valor que experimentara en lo alto! En su angustia se volvióhacia los compañeros de viaje, únicos que allí había.

  Advirtió entonces que el pato estaba aún mucho peor. No se habíamovido del sitio donde cayera y parecía próximo a morir. Su cuello se

alargaba inerte sobre el suelo; sus ojos permanecían cerrados y surespiración era un leve silbido.

—Querido Martín, procura beber un poco de agua; el lago está a dospasos.

Pero el pato no hizo el menor movimiento.

El muchacho había maltratado siempre a todos los animales; masahora comprendía que el pato era su único apoyo y tenía mucho miedode perderlo. Sacando fuerzas de flaqueza pretendió arrastrarlo al lago.

Martín era grande y pesado y el muchacho se vio negro paraconseguirlo. Al fin se salió con la suya.

Martín cayó en el lago, de cabeza. Durante un instante permanecióinmóvil, sumergido en el limo; pero pronto irguió su cabeza, sacudió elagua que le cegaba y respiró. Seguidamente se puso a nadar entre los juncos y los cañaverales.

Los patos silvestres se habían metido en el agua antes que él. Nosentían la menor inquietud por Martín y su caballero, y se arrojaron allago. Tras bañarse y acicalarse, procuraron atender a su alimentación

con plantas medio podridas y trébol acuático.El pato blanco tuvo la suerte de descubrir una peque-

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ña trucha. La cogió rápidamente, nadó con ella hacia la orilla y se la

ofreció al muchacho.—Te agradezco que me hayas arrojado al agua —le dijo.

Era la primera palabra amistosa que le decían en todo aquel día, y sepuso tan contento, que hubiera querido saltar al cuello del pato; perono se atrevió. Estaba contento con el regalo. En un principio juzgóimposible comer un pescado crudo, pero acabó por hacer el intento.

Se sentó para ver si llevaba el cuchillo todavía. Felizmente lo teníaprendido en la cintura de su pantalón, si bien era tan pequeño queapenas excedía del tamaño de una cerilla. Con todo, lo considerósuficiente para quitarle la escama, vaciar el pescado y comerlo déspués.

Cuando ya estaba harto se avergonzó el muchacho de haber comidoalgo crudo.

—Se ve que no soy un ser humano, sino un verdadero duende.

Mientras comía el muchacho, permanecía el pato silencioso y sinapartarse de su lado. Después del último bocado le dijo en voz baja:

—Hemos caído en medio de una banda de patos silvestres quedesprecian a los patos domésticos.

—Si, ya lo he notado.

—Seria un motivo de orgullo para mí poderles seguir hasta laLaponia y demostrarles que un pato doméstico sirve para algo.

—Sí —contestó el muchacho en tono vacilante, dando a entenderque, aun sin creerlo capaz de tal hazaña, consideraba inoportunocontradecirle.

—Pero no creo poder realizar yo solo tal viaje —añadió el pato—. Tepido por favor que me acompañes para ayudarme.

El muchacho, naturalmente, no tenía otra idea que

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  volver pronto a su casa, por lo que, sorprendido, no sabía qué

contestar.—Yo creí que éramos enemigos —exclamó, por fin.

Pero Martín no se acordaba de ello; sólo recordaba que el muchachoacababa de salvarle la vida.

—Será preciso que yo vuelva cuanto antes a casa de mis padres.

—Yo te llevaré allí más adelante, en otoño —contestó el pato—. No teabandonaré hasta el momento en que te deje a la puerta de tu casa.

El muchacho pensó que lo mejor seria no aparecer por su casa en

algún tiempo. El proyecto no le disgustaba en absoluto.Entonces vio Martín aproximarse a los patos silvestres que,

precedidos de su guía, salían del mar. Sintió un gran malestar ya quelos creía parecidos a los patos domésticos y esperaba encontrarlos másfamiliares. Eran más pequeños que él; ninguno era blanco; todos erangrises con rayas oscuras y sus ojos amarillos le infundían miedo ya que brillaban como si hubiese fuego tras ellos.

Terminados los saludos, el guía preguntó a Martin sobre suprocedencia y habilidades. Ni una cosa ni otra le pareció digna dealabanza. Quiso también saber quién era el pequeño Nils lo que el patose cuidó de ocultar presentándolo corno pulgarcito, pero sin decir quese trataba de un hombre, de quienes los patos desconfiaban. Se veíafácilmente que el pato que hablaba con Martín era muy viejo y  volviéndose hacia él, dijo con voz imperiosa:

Soy Okka El pato que vuela a mi derecha es Iksi y el que vuela a miizquierda es Kaksi. El segundo de la derecha se llama Kohney el de laizquierda es Neljä. Tras ellos vuelan: Kiisi de los montes de Ovik y Kiiside Sjangeli. Todos ellos, lo mismo que los seis que le siguen, tres a la

derecha y tres a la izquierda, son patos de las altas montañas y de lamejor familia.

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Nils, sin embargo, no aceptó que el pato ocultara su procedencia y 

  valientemente descubrió su origen humano. Esto aumentó el rechazode los patos silvestres, quienes se negaban a aceptar su compañía. Traslargas explicaciones y compromisos consiguió Martín que lepermitieran llevar a Nils consigo. Algo disconformes aceptaron que sequedaran con ellos sólo por esa noche, que dormirían sobre el hielo dellago. Ya para entonces el muchacho se había entusiasmado con elproyecto y quedó desolado al ver cómo se desvanecía su sueño derealizar un viaje a la Laponia. Además tomó miedo al frío alberguenocturno.

—Esto va de mal en peor, pato. Vamos a morir de frío sobre el hielo.Pero Martín era valeroso.

—No hay ningún peligro. Te ruego que recojas toda la hierba y lapaja que puedas.

Cuando el muchacho hubo recogido una buena cantidad de hierbaseca, lo cogió el pato por el cuello de la camisa y voló con él hacia elhielo, donde los patos silvestres, puestos en pie, dormían ya con lacabeza bajo el ala.

—Ahora extiende la hierba sobre el hielo para que haya algo debajode los pies, que nos impida que se hielen. Ayúdame y te ayudaré —dijoel pato.

El muchacho obedeció, y., cuando hubo terminado, lo tomó por elcuello de la camisa y lo guareció bajo una de sus alas.

—Creo que así estarás caliente —dijo, apretando el ala.

El muchacho se hallaba tan tapado que no pudo contestar; en efecto,estaba muy calentito, y como su fatiga era grande, se durmió en unmomento.

Es una verdad reconocida que el hielo es pérfido y que constituye unerror fiarse de él. Ya mediada la

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noche, la capa de hielo flotante del Vombsjö cambió de sitio y fue a

estrellarse contra la orilla. Sucedió entonces que Esmirra, la zorra quese hallaba en tal momento al este del lago, en el parque deOvedskloster, se dio cuenta de ello durante su caza nocturna. Esmirra,que había descubierto desde la tarde del día anterior la presencia de lospatos silvestres, no abrigaba la esperanza de poder atrapar a ninguno.  Al verlos ahora al alcance de sus garras corrió hacia ellos, perohabiendo dado un tropezón, sus uñas hicieron ruido sobre el hielo y lospatos despertaron y batieron sus alas dispuestos a emprender el vuelo;pero Esmirra fue más rápida. Dando un salto logró coger a uno de lospatos por el ala y huyó con él hacia tierra.

Pero los patos silvestres no estaban solos aquella noche; entre elloshabía un hombre, aunque pequeño. El muchacho se despertó bruscamente cuando Martín abrió sus alas y él fue a dar sobre el hielo.En su aturdimiento no llegaba a comprender los motivos de tal alarmahasta que vio a un animalillo parecido al perro que procuraba huir conun pato entre los dientes.

Nils se precipitó tras él dispuesto a libertar al pato. Esmirra, la zorra,salió del hielo por la parte que comunicaba con la tierra, dispuesta aescalar la pendiente de la orilla, cuando oyó que le decían: “¡Deja elpato, canalla!” Esmirra, que ignoraba quién pudiera hablarle de talmodo, corrió más presurosa, sin atreverse a volver la cabeza,adentrándose por un bosque poblado de grandes hayas, seguida delmuchacho, que no se daba cuenta del peligro. Nils pensaba en eldesdeñoso recibimiento que los patos le habían dispensado la tardeanterior y ardía en deseos de mostrarles que el hombre es siempre algomás que los otros seres de la creación.

El muchacho corría tan ligero que los magníficos troncos de lasgrandes hayas parecían deslizarse tras él; le

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ganaba terreno a la zorra, y al poco rato llegó tan cerca de ella que lapudo atrapar por el rabo.

—Yo te quitaré el pato —gritaba, tirando con todas sus fuerzas.Pero no le bastaban para detener a Esmirra, que lo arrastraba con

tanta rapidez, que las hojas secas volaban en tomo de ellos comoagitadas por el huracán.

Esmirra, que se dio cuenta de que su agresor era un ser inofensivo,se detuvo, dejó el pato en tierra, sujetándole con las dos patasdelanteras, y se dispuso a cortarle el pescuezo.

El muchacho se agarró fuertemente a la cola de su enemigo,apoyándose en una raíz de haya, y en el momento en que la zorra abríasus fauces para hundir los dientes en la garganta del pato, tiró  bruscamente con todas sus fuerzas. La sorpresa de Esmirra fue tangrande que no pudo evitar retroceder un par de pasos, por lo que elpato silvestre recobró su libertad, emprendiendo el vuelo con algunapesadez, por tener herida una de sus alas, de la que apenas si podíaservirse. Además, no veía nada en medio de las tinieblas del bosque.Por tanto, no le era posible prestar la menor ayuda al muchacho. Elpato buscó una abertura en la espesa techumbre de ramas y voló haciael lago.

Esmirra dio un salto para atrapar al muchacho.—Si uno ha logrado escapar, todavía me queda otro

—dijo con voz que la rabia hacía temblorosa.

—¿Lo crees tú? Pues te equivocas —contestó el muchacho,envalentonado por su triunfo y sin soltar el rabo de la zorra.

 Y comenzó una danza loca en medio del bosque y entre torbellinosde hojas secas. Esmirra daba vueltas en redondo, su rabo se agitaba con violencia y el muchacho no se soltaba por nada del mundo.

En un principio, Nils no hizo más que reír y burlarse

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de la zorra; pero Esmirra persistía en su propósito con la tenacidad deun viejo cazador, y el muchacho comenzó a temer que la aventura

acabáse de mala manera.De repente advirtió un haya joven que había crecido recta y finacomo una vara, hasta llegar al aire libre por encima del ramaje de los viejos árboles. Súbitamente soltó el rabo de la zorra y comenzó a treparpor el tronco de la pequeña haya.

Tal era su ardor, que Esmirra no se dio cuenta de pronto de losucedido y continuó buen rato dando vueltas.

—No bailes más —gritó el muchacho.

Esmirra, que no podía soportar la vergüenza de haber sidochasqueada por un pequeñín despreciable, se echó al pie del arbolillodispuesta a hacerle guardia todo el tiempo necesario.

El muchacho estaba incómodo, encaramado sobre una pequeñarama. La joven haya no llegaba a la altura del frondoso ramaje de lasgrandes. Nils no podía, por tanto, saltar sobre otro árbol ni descender.Pronto quedó transido de frío y sin fuerzas casi para mantenerse en supuesto; también tuvo que luchar contra el sueño, resistiéndose adormir por temor a caer.

El bosque presentaba un aspecto siniestro en esta hora de la noche.Jamás hasta entonces había sabido lo que era la noche. El mundoentero parecía adormecido para siempre.

Por fin amaneció. El muchacho se sintió feliz al ver que todoadquiría su aspecto ordinario, si bien el frío se hacía más sensible quedurante la noche.

En el bosque no pasó nada durante el tiempo que los patosnecesitaron para el desayuno; pero ya al finalizar la mañana pasó bajola espesa techumbre del ramaje un pato

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silvestre, solitario. Parecía buscar lentamente su camino entre lostroncos y la enramada, y avanzaba despacio. Apenas lo vio Esmira

abandonó el puesto que ocupaba junto a la joven haya y se deslizó en supersecución. El pato no se alarmó ante su presencia y continuó volandolo más cerca posible de ella. Esmirra dio un salto para alcanzarlo, perono pudo, y el pato prosiguió su vuelo hacia el lago.

Hubo un momento de tranquilidad bajo las hayas.

Esmirra recordó de súbito a su prisionero y elevó sus ojos hacia elárbol. El pequeño Pulgarcito ya no estaba allí, como era de suponer.

  Al día siguiente, Nils estuvo con el alma en un hilo esperando elmomento de la despedida; pero los patos no le hicieron ningunaindicación en este sentido. La jornada pasó como la víspera; la vidasilvestre le gustaba cada vez mas. El gran bosque de Evedsklosterparecíale suyo y no tenía el menor deseo de volver a su vivienda tanestrecha ni a los pequeños campos de su país.

  Y llegó el domingo. Había transcurrido una semana desde que Nils

fue transformado en duende, y ni por asomo salía de su inopinadapequeñez.

No por esto experimentaba inquietud. A mediodía se instaló en loalto de un sauce crecido, junto al agua, y se divirtió tocando la flauta.En terno suyo habían ido reuniéndose abejorros, pinzones y estorninos,tantos como las ramas podían soportar, y los pájaros cantaban y silbaban trinos que él trataba de imitar con su flauta. Pero no estabamuy fuerte en este arte. Tocaba tan mal que a sus maestros se leserizaban las plumas y gritaban y agitaban sus alas desesperadamente.

El muchacho se divertía mucho con todo esto y la risa le hizointerrumpir su sonata.

Después volvió a tocar tan mal como antes y todos los pajaritos selamentaron:

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—Hoy tocas peor que nunca, Pulgarcito. Desafinas de un modoterrible. ¿Adónde van tus pensamientos, Pulgarcito?

—A otro sitio —respondió el muchacho.  Y era verdad. Estaba preguntándose siempre hasta cuándo lo

tendrían los patos.

De súbito tiró su flauta y saltó a tierra. Acababa de descubrir a Okka  y a los otros patos que se acercaban volando en una larga fila. Avanzaban lenta y solemnemente y creyó adivinar que, por fin, iban adecirle lo que habían decidido respecto a él.

Cuando se detuvieron, dijo Okka:

—Mi conducta debe haberte asombrado, Pulgarcito:  yo no te he dado las gracias todavía por haberme salvado de las

garras de Esmirra; pero soy de los que prefieren agradecer las cosas conactos que con palabras. Y he aquí que yo creo haberte prestado, encambio, un servicio. He enviado un mensaje al duende que te haencantado. En un principio no quería oír hablar de volverte a tuprimitiva forma: pero le he enviado mensaje tras mensaje para decirlelo bien que te has portado entre nosotros. Y me ha dicho, por último,que permitirá que vuelvas a ser hombre cuando regreses a tu casa.

Si grande fue la alegría que experimentara al oír las primeraspalabras de Okka, grande fue también la tristeza que se apoderó de suánimo cuando la pata hubo callado. No pudo decir una palabra, y  volviendo la espalda rompió a llorar.

—¿Qué significan estas lágrimas? —preguntó Okka—. Se diría queesperabas más de lo que te ofrezco.

Nils, que pensaba en los días de indolencia y diversión, en lasaventuras y en la libertad, en los viajes por los aires, a los cuales teníaque renunciar, se lamentaba amargamente:

—No quiero volver a ser hombre —exclamaba—. Yo

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quiero ir con ustedes a Laponia.

—Escúchame —contestó Okka—, voy a decirte una cosa. El duende

es tan irascible que temo que si no aceptas ahora lo que te haconcedido, resulte imposible inclinarle de nuevo en tu favor.

Cosa extraña: aquel muchacho no había sentido nunca amor pornada ni por nadie; no había querido jamás al maestro de escuela ni asus camaradas de clase ni a los chicos de las granjas vecinas. Todo loque habían querido que hiciera le había parecido siempre enojoso. Asíes que no pensaba en nadie ni a nadie echaba de menos.

Las únicas personas con las cuales había podido entenderse un pocoeran Asa la guardadora de patos, y el pequeño Mats dos criaturas que,

como él, llevaban sus patos al campo; pero no las estimaba verdaderamente.

—No, no quiero volver a ser hombre —gritó el muchacho—; quieroseguirlos a ustedes a la Laponia. Sólo por esto he estado portándome bien durante toda la semana.

—No me opondré a que nos sigas tan lejos como quieras —dijoOkka—; pero antes reflexiona sobre si prefieres regresar a tu casa. Algún día puedes lamentar tu resolución.

—No, no lo lamentaré —contestó el muchacho-. Nunca me heencontrado tan bien como entre ustedes.

—Como quieras.

—Gracias —respondió Nils.

Era tan feliz, que no pudo menos que llorar de alegría, así comoantes había llorado de pena.

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III

LLUVIA 

Era el primer día de lluvia durante el viaje. Mientras los patoshabían permanecido en los alrededores del Vombsjö había reinado untiempo espléndido; pero comenzó a llover el día en que emprendieron

el vuelo hacia el norte. El muchacho tuvo que estar algunas horas sobrelas espaldas del pato, empapado por la lluvia y tiritando de frío.

Por la mañana, al partir, el cielo estaba claro y sereno. Los patos sehabían elevado mucho, sin precipitaciones y con orden perfecto. Okka ala cabeza; los otros, en dos filas, formando un ángulo. No habíanperdido tiempo gastando bromas a los animales de tierra, pero comoeran incapaces de permanecer callados mucho rato, lanzabanconstantemente, al ritmo de su batir de alas, su llamamiento:

—¿Dónde estás? ¡Aquí estoy! ¿Dónde estás? ¡Aquí estoy!

El viaje resultaba monótono. Cuando aparecieron las primerasnubes creyó Nils que aquello iba a ser muy entretenido. Al caer elprimer aguacero primaveral, los pequeños pájaros prorrumpieron engritos de alegría en

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los bosquecillos y en los montes. En lo alto repercutían sus píos, y Nilsse estremecía al oírlos.

—Ya llueve. La lluvia de la primavera, la primavera de las flores y lashojas verdes, las flores y las hojas verdes dan larvas e insectos, larvas einsectos que nos alimentan, un alimento bueno y abundante es lo mejorque hay en el mundo —cantaban los pájaros.

Los patos silvestres también celebraban la lluvia, que fecundaría lasplantas y desharía el hielo de los lagos. No pudiendo permanecertaciturnos, comenzaron a gastar bromas a cuantos veían por aquelloscontornos. Cuando pasaron por encima de los campos de patatas, tannumerosos en la región de Kristianstad y que estaban todavía pelados y 

negros, gritaron:—Broten y sean útiles. Ya llega quien las hará brotar. No sean

perezosas ya más tiempo.

 Viendo a los hombres que se apresuraban a guarecer-se de la lluvia,les decían:

—¿Por qué corren tanto? ¿No ven que llueven panes y pasteles,panes y pasteles?

Una nube grande y espesa se deslizaba hacia el norte con rapidez,

siguiendo a los patos muy de cerca. Creían que eran ellos los que laarrastraban consigo. Y al descubrir muy vastos jardines, gritaron jubilosamente:

—Nosotros traemos anémonas, nosotros traemos rosas, nosotrostraemos flores de almendro y de cerezo, nosotros traemos guisantes y habichuelas, rábanos y coles. ¡Tomen lo que quieran! ¡Tomen lo quequieran!

  Así hablaron al caer las primeras oleadas de lluvia, que alegraban atodos; pero como continuara lloviendo toda la tarde, acabaron por

impacientarse y gritaron a los sedientos bosques de los alrededores dellago de Ivosjo:

—¿No tienen ya bastante? ¿No tienen ya bastante?

El cielo adquiría a cada momento tintes más sombríos y el sol sehabía ocultado de tal modo que nadie hubiera

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podido adivinar dónde estaba. La lluvia era más copiosa, chocabafuertemente contra las alas de los patos y, atravesando sus grasientas

plumas exteriores, les llegaba al cuerpo. La tierra desaparecía bajo lacapa de agua.

Cuando, ya tarde, aterrizaron bajo un pino achaparrado, en mediode una marisma, donde todo era húmedo y frío y donde se veíanalgunos arbustos cubiertos de nieve y otros que surgían pelados dehojas de una charca con hielo medio disuelto, no había llegado todavíaa descorazonarse. Nils corrió de aquí para allá en busca de bayassilvestres y arándanos.

Mas sobrevino la noche. Nils se cubría bajo el ala del pato, pero no le

era posible dormir porque estaba mojado y tenía frío.“¡Si pudiese llegar a cualquier casa sólo para pasar la noche! —

pensaba—. ¡Sólo para sentarme un instante cerca del fuego y comeralgo! Antes del amanecer podría estar de regreso, junto a los patos.”

  Abandonando su lecho de plumas se deslizó a tierra. Nadie estabadespierto, y con mucho sigilo y precaución atravesó la marisma.Ignoraba en absoluto si se encontraba en la Escania, en la Esmalandia oen Blekinge. Al salir de la marisma vislumbró a lo lejos un gran pueblo,hacia el que dirigió sus pasos. Había llegado a uno de esos pueblos que

surgen en tomo de una iglesia y que, siendo tan frecuentes en la partenorte, apenas si se encuentran en la parte sur.

Pronto encontró un camino por el que llegó a una calle bordeada deárboles y en la que las casas eran de madera. Al atravesar las calles y contemplar las casas, oía Nils las conversaciones y las risas de loshombres reunidos en habitaciones muy calientes. No distinguía laspalabras, pero pensó que era bueno oír voces humanas. “Me imagino loque dirían si llamara a la puerta y les rogara que me dejasen entrar.”

Esto es lo que tenía intención de hacer, si bien su

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terror a las tinieblas se había disipado al ver las ventanas iluminadas.  Ahora experimentaba la misma timidez que sentía siempre que se

hallaba en la vecindad de los hombres y se contentó con pensar queharía bien en pasearse un poco por la ciudad antes de pedir cobijo enalgún sitio.

  Al pasar frente a la casa de Correos pensó en los periódicos quecotidianamente traen noticias de todos los rincones del mundo. Vio lacasa del farmacéutico, del médico, y pensó que los hombres eran  bastante fuertes para luchar contra la enfermedad y la muerte. Llegó ala iglesia y entendió que los hombres la habían construido para oírhablar de otro mundo, de Dios, de resurrección y de una vida eterna.

Cuanto más iba viendo, más grande era su amor a los hombres. Nilsno comprendió hasta este momento lo que había perdido altransformarse en duende, y se apoderaba de él un miedo atroz ante eltemor de no recobrar su primitiva condición. ¿Qué haría paraconvertirse nuevamente en hombre? Sentado en una gradería queescaló con esfuerzo, se entregó a profundas reflexiones mientras caíantorrentes de lluvia. Y así pasó una hora, dos horas, tan pensativo que sufrente acabó por arrugarse. Y lo peor era que no encontraba ningunasolución a su problema; las ideas le rodaban por la cabeza vacía.Cuanto más pensaba y más tiempo transcurría, más insoluble lo

encontraba todo.“Este asunto —se decía— es harto difícil para quien, como yo, no ha

estudiado nada ni sabe nada. Será cuestión de preguntar al cura, almédico, al maestro y a otras personas de estudio, para ver si entretodos encontramos un medio para que yo pueda volver a mi humanacondición.”

Lo determinó así y, levantándose, se sacudió el agua como lo hubierapodido hacer cualquier perro al salir de un charco.

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De repente vio aparecer un gran búho en lo alto de un árbol de lacalle. Un mochuelo oculto bajo un canal se agitó al gritar:

—¡Kivitt, Kivitt! Por fin te vuelvo a ver, búho. ¿Cómo lo has pasadopor el extranjero?

—Muy bien, mochuelo, muy bien. ¿Ha sucedido algo de particulardurante mi ausencia?

—En Blekinge, nada, búho; pero en la Escania ha sucedido que unniño se ha metamorfoseado por un duende y se ha hecho tan pequeñocomo una ardilla. Después ha marchado a Laponia con un patodoméstico.

—Es una cosa muy extraña, es una cosa muy extraña. ¿Y podrátransformarse en hombre alguna vez, mochuelo? ¿Podrá transformarseen hombre alguna vez?

—Esto es un secreto, búho; pero, no obstante, voy a revelártelo. Elduende ha declarado que si el muchacho cuida del pato y lo conduce acasa sano y salvo y...

—¿Qué dices, mochuelo, qué dices?

—Ven conmigo hasta el campanario, búho, y te lo contaré todo.Tengo miedo a que alguien nos oiga desde la calle.

Los pájaros de la noche volaron entonces. Nils echó su gorra al aire:—Si yo cuido del pato y lo llevo a casa sano y salvo, volveré a ser

hombre. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Yo volveré a ser hombre!

Gritó tanto que fue raro no se le oyera desde las casas próximas. Y corrió velozmente hacia la marisma donde reposaban los patos.

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IV

JUNTO AL RIO RONNEBY 

Una tarde en que Esmirra vagaba por un punto desierto y pobre, nolejos del río Ronneby, vio una bandada de patos que cruzaba los aires.Descubrió al punto que uno de ellos era blanco y con ello supo quiéneseran estos patos. Los vio volar hacia el este, hasta el río; después

cambiaron de dirección y siguieron el río hacia el sur. Comprendió que  buscaban un sitio donde pasar la noche junto al agua, y creyó queaquella noche podría apoderarse de uno o dos sin mucho esfuerzo.

Cuando Esmirra llegó cerca de donde estaban los patos se dio cuentade que habían encontrado un sitio adonde no podría llegar.

El río Ronneby no tiene una corriente de agua grande y caudalosa, y debe su fama a la belleza de sus alrededores. Pero era todavía inviernoo apenas si apuntaba la primavera, fría y gris; los árboles estaban sinhojas y nadie pensaba en observar si el paisaje era hermoso o feo. Los

patos silvestres se mostraban contentos por haber encontrado bajo lamontaña una pequeña franja de terreno arenoso bastante larga parapoder descansar. Ante ellos se

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deslizaba la corriente impetuosa por efecto del deshielo; tras ellos seelevaban las rocas infranqueables, y los arbustos que crecían en lo alto

se abrigaban y los ocultaban. Difícilmente hubieran encontrado un sitiomejor.

Los patos se durmieron en seguida, pero Nils no pudo cerrar losojos. Desde que el sol se puso le había asaltado el horror a las tinieblas  y el espanto a la naturaleza salvaje. Sentía la nostalgia de los sereshumanos. Oculto bajo una de las alas de Martín, nada podía ver ni oír y tenía miedo de que les sobreviniera algún peligro sin que él pudieraadvertirlo. De todas partes llegaban rumores misteriosos y ruidosalarmantes; por último, la inquietud le hizo salir de su refugio y sesentó en tierra, junto a los patos.

Esmirra, desde la alta cima, alargaba el hocico y miraba a los patoscon cara de disgusto. “Seria tonto continuar la persecución y vale másque desista —se dijo—. No he de poder bajar una montaña tanescarpada, ni atravesar una corriente tan impetuosa, ni llegar hastadonde están los patos, por falta de camino. Vale más que abandone lacaza.”

Pero como a todas las zorras, a Esmirra le costaba mucho abandonaruna empresa comenzada. Así es que se tendió en lo alto de la cima, sinapartar la mirada de los patos silvestres.

La rabia de Esmirra aumentó al oír de improviso un crujido que  venía de un pino próximo y ver una ardilla que descendía del árbolperseguida por una marta. Ni una ni otra repararon en la zorra, quepermanecía inmóvil viendo la caza que continuaba a través de losárboles. Observaba cómo la ardilla saltaba de rama en rama, tan ligeraque parecía volar. Observaba que la marta, aun sin dar muestras de talhabilidad, descendía y subía por los troncos de los árboles con la mismaseguridad que si recorriera los llanos caminos del bosque. “Si yopudiera trepar de esa manera —pensaba la zorra—, no dormirían los

patos tranquilamente mucho tiempo.

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Cuando la ardilla cayó en las garras de su enemigo, avanzó Esmirrahacia la marta, deteniéndose unos pasos antes de llegar para

demostrarle que no abrigaba el propósito de arrebatarle su presa.Esmirra sabia decir muy bellas palabras, como todas las zorras. Lamarta, que con su cuerpo alargado y flexible, su cabeza fina, su pielsedosa y su cuello de un moreno claro, parecía una maravilla dehermosura y no era, en realidad, más que un habitante salvaje de los bosques, apenas si respondió a su interlocutor.

—Me asombra —dijo la zorra— que un tan buen cazador como tú secontente con echar el diente a las ardillas, cuando tienes a tu alcanceuna caza mejor.

Hizo una pausa; mas como la marta se riera insolentemente en susnarices, añadió:

—¿Será posible que no hayas visto los patos silvestres que están ahíabajo, al pie de la montaña? Creo que tú eres un trepador bastantehábil para descender hasta ellos.

Esta vez no hubo necesidad de esperar la respuesta. La marta seprecipitó hacia la zorra, con el lomo curvado y los pelos erizados:

—¿Has visto a los patos silvestres? —rugió—. ¿Dónde están? Habla ote parto la garganta.

—Ve despacio, ve despacio; recuerda que soy el doble de grande quetú y procura ser más educado. Yo no pretendo otra cosa que mostrartelos patos.

Un instante después estaban ya en camino. Esmirra seguía con sumirada el cuerpo de serpiente de la marta, que saltaba de rama enrama, mientras pensaba: “Este admirable cazador de los bosques tieneel corazón más cruel que todos. Creo que los patos tendrán undespertar sangriento”.

Pero en el momento en que Esmirra esperaba oír los gritos de agoníade los patos, vio que la marta rodaba de

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lo alto de una rama y caía en el río. Después se oyó el fuerte batir dealas de los patos, que emprendieron una fuga precipitada.

Lo primero que pensó Esmirra fue correr tras los patos, pero comoestaba deseosa de saber qué es lo que les habla salvado, decidió esperarel regreso de la marta. La pobre estaba toda mojada y de cuando encuando se detenía para frotarse la cabeza con sus patas delanteras.

—Ya he visto que tu falta de habilidad te ha hecho caer en el fondodel río —dijo la zorra con menosprecio.

—No ha sido por falta de habilidad, como dices. Ya estaba sobre unade las últimas ramas y buscaba la manera de saltar mejor paraapoderarme de varios patos, cuando un pequeñín, no mayor que una

ardilla, me dio una pedrada en la cabeza con tal fuerza, que he caído alagua, y antes de tener tiempo para salir...

La marta no pudo continuar por no tener oyente. Esmirra estaba yalejos, tras los patos.

Okka y su banda volaron una vez más a través de la oscuridad de lanoche. Felizmente para ellos no se había ocultado aún la luna y graciasa su luz pudieron encontrar en el país un refugio ya conocido. Okkasiguió el curso del río con dirección al sur. Pasó volando por encima delos dominios de Djupadal, los tejados que se destacaban en la sombra y la espléndida cascada de Ronneby. Un poco al sur de esta pequeñaciudad, no lejos del mar, se encuentra la estación de Ronneby con suestablecimiento de baños, sus fuentes, sus grandes hoteles y las villasde los veraneantes. Durante el invierno está todo cerrado, cosa quesaben bien los pájaros, porque son numerosos los que por una larga

temporada buscan un abrigo bajo los balcones y los aleros de las casasdesiertas.

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Los patos silvestres se instalaron en un balcón y se durmieron alpunto, como acostumbraban. Nils, que no había querido guarecerse

 bajo una de las alas del pato, no podía conciliar el sueño.El balcón estaba orientado al mediodía y desde allí contemplaba elmuchacho la belleza del mar. Siéndole imposible dormir, admiraba elsoberbio espectáculo que en Blekinge ofrece la unión de la tierra con elmar. Allí la tierra se desparrama en islas, islotes y promontorios, entrelos cuales se recorta el mar en golfos, en bahías y en estrechos queparecen encontrarse con placer y alegría.

Cosa es ésta que no suele verse durante el invierno por lo que Nils sedio cuenta de lo dulce y sonriente que era allí la naturaleza, lo que le

tranquilizó mucho. De pronto oyó un aullido siniestro y agudo que  venía del parque. Levantándose un poco y en medio de un claro deluna, vio una zorra debajo del balcón: era Esmirra, que había seguidouna vez más el vuelo de los patos. Al comprender que esta vez tampocohabía medio de atraparlos, no pudo reprimir un prolongado grito dedespecho.

Este grito despertó a Okka que, aunque no podía ver nada, reconocióla voz.

—¿Eres tú, Esmirra, que corres en medio de la noche?

—preguntó.—Sí —respondió Esmirra—, soy la zorra. Quisiera saber lo que

piensas de la noche que les he dado.

—¿Acaso eres tú la que ha enviado a la marta?

—¿Cómo negar tan bella hazaña? Ustedes me han hecho blanco, una vez, del juego de los patos; ahora he comenzado yo con ustedes el juegode las zorras, que no interrumpiré mientras quede con vida uno solo deustedes, aunque tenga que perseguirlos a través de todo el país.

—Escucha, Esmirra: ¿Te parece digno que tú, armada

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de dientes y garras, persigas de esa manera a seres indefensos? —dijoOkka.

Esmirra creyó que era el miedo lo que le hacía hablar de aquellamanera, por lo que se apresuró a proponer:

—Okka, si prometes entregarme a ese Pulgarcito que ha hechofracasar tantas veces mis tretas, haré las paces contigo. No perseguiría ya a nadie de tu bandada.

—¿Entregarte a Pulgarcito? No lo pienses. Desde el más joven hastael más viejo de nosotros daríamos la vida por él de muy buen grado.

—¿Tanto lo quieren? —preguntó Esmirra—. Entonces será elprimero en sentir mi venganza.

Okka no quiso responder. Esmirra dejó oír todavía algunos aullidos;después, el silencio. Nils continuaba sin poder dormir. Esta vez era larespuesta que Okka le había dado a la zorra lo que lo desvelaba. Jamáshubiera esperado oír una respuesta semejante; le conmovía pensar quehabía alguien dispuesto a jugarse la vida por él. A partir de estemomento ya no podría decirse de Nils Holgersson que no le queríanadie.

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V

VIAJE A OLAND 

Los patos silvestres habían ido a un islote próximo a la costa. Allí seencontraron con unas patas grises que se quedaron muy sorprendidasal verlos, sabiendo que sus parientes no suelen aproximarse a la costa.

Como eran curiosas e indiscretas, no cesaron de preguntar hasta queobligaron a los recién llegados a que refirieran la aventura de la zorra.Una vez referida la historia, una pata gris, que parecía igualarse conOkka en edad y experiencia, les advirtió:

—Es una gran desgracia para ustedes que la zorra haya jurado  vengarse. Ya verán cómo mantiene su palabra y los persigue hasta laLaponia. De estar yo en la piel de ustedes no volaría sobre Esmaland;atravesando el camino exterior pasaría sobre la isla de Oland. De estemodo perdería la pista. Y para despistaría todavía más, tal vez les

conviniera detenerse dos o tres días en la parte sur de la isla. La comidaes allí abundante y la compañía numerosa. Creo que no sentirían hacereste viaje.

El consejo era prudente y los patos silvestres resolvieron seguirlo.

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Una vez lleno el buche, volaron hacia Oland. Ninguno de ellos habíaestado allí, pero la pata gris les había indicado los medios para

orientarse. No tenían más que ir rectamente hacia el sur, hasta queencontrasen el camino de las aves de paso, de donde debían seguir a lolargo de la costa de Blekinge. Todos los pájaros que tienen su nido deinvierno en el mar del Oeste y que al llegar la primavera van aFinlandia o Rusia, siguen la misma ruta, y al pasar hacen escala enOland para reponerse de la fatiga. Los patos silvestres no carecerían deguías.

No estaban todavía a la vista de la isla cuando comenzó a soplar una  brisa ligera que arrastraba masas compactas de humo blanquecino,como si hubiera un incendio en alguna parte. Las espirales de humofueron espesándose y acabaron por envolverlos. No se percibía ningúnolor y la humareda no era negra ni seca, sino blanca y húmeda. Nilsacabó por comprender que aquello no era más que niebla.

Los patos se asustaron mucho cuando la niebla fue haciéndose tanespesa que no podían distinguir nada más allá de su pico. Hasta allíhabían volado con el mayor orden; pero ahora comenzaban adistanciarse unos de otros, separados por la niebla. Volaban en todasdirecciones, extraviados.

—¡Mucho cuidado! ¡No den tantas vueltas, desanden el camino!¡Nunca llegarán a Oland! —les gritaban otras aves más ligeras.

Todos los patos sabían muy bien dónde se encontraba la isla y hacían lo posible para comunicarse unos con otros.

—¡Cuidado, patos grises! —gritaba una voz perdida en la niebla—. Sicontinúan por ese camino llegarán a la isla Rugen.

Para los que conocen más o menos un camino no es cosa grave eldesorientarse un momento; pero para los

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patos silvestres era esto un gran contratiempo, por no haber hechonunca aquella travesía.

—¿Adónde van, buenas gentes? —gritó un cisne que se dirigió haciaOkka con aire compasivo y grave.

—Vamos a Oland, pero no conocemos el camino

—contestó Okka—. No hemos estado nunca.

Okka creyó que podía confiarse a aquel pájaro.

—Es lamentable —dijo entonces el cisne—. Van extraviados. Por aquí vuelan hacia Blekinge. Vengan conmigo y les enseñaré el camino.

El cisne dio una vuelta y los patos lo siguieron. Cuando ya les había

llevado tan lejos del camino de paso que no les era posible oír los gritosde los pájaros viajeros, el cisne desapareció entre la niebla.

Los patos volaron un instante a la ventura. Al encontrar nuevamentea los otros pájaros, les dijo un pato:

—Harían mucho mejor si permanecieran en el agua hasta que sedesvaneciera la bruma. Ya se ve que no tienen la costumbre de viajar.

Los miserables casi acabaron haciéndole perder la cabeza a Okka.Nils pudo ver que los patos volaron largo rato indecisos, describiendo

un círculo.—¡Cuidado! ¿No se dan cuenta de que no hacen más que subir y 

  bajar? —gritó otro pájaro que pasó volando rápidamente muy cerca deellos.

Nils se agarró con fuerza al cuello del pato, revelando el temor queabrigaba desde hacía rato.

De no haberse oído en este momento una detonación que seextendía por los aires como un sordo rumor, nadie hubiera podidosaber dónde se hallaban.

Okka extendió el cuello, batió sus alas y se lanzó en el espacio contoda velocidad. Por fin encontraban algo en qué guiarse. La pata gris lehabía aconsejado que no descendieran en la parte extrema de Oland,porque allí tenían los hombres un cañón con el que tiraban contra laniebla.

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Por fin sabía dónde se hallaban y en adelante nadie conseguiríadesviaría de su marcha.

En la parte oriental de Oland se eleva una antigua mansión real a laque se designa con el nombre de Ottenby.

Difícilmente se encontraría en todo el país un lugar más a propósitopara los animales. A lo largo de la costa se extiende, en unos treskilómetros, el lugar que antiguamente se dedicaba al pastoreo de los

corderos; es el mayor prado de toda la isla; los animales pueden pacer,correr y divertirse a sus anchas. Allí está también el célebre bosque deOttenby, con sus robles centenarios, bajo los cuales se descansa alabrigo del sol y del terrible viento de Oland. Tampoco hay que olvidarla larga tapia de Ottenby, que va de una a otra orilla del mar, separandoel dominio del resto de la isla; esta tapia indica a los animales hastadónde se extiende el antiguo dominio del rey, y les advierte que nodeben aventurarse a través de otras tierras, donde no encontrarían muy segura protección.

Cuando los patos silvestres y Nils Holgersson llegaron por fin aOland, descendieron en la playa, como todos los pájaros. La niebla quecubría la isla era tan espesa como la que flotaba sobre el mar, lo cual noimpidió que Nils quedase estupefacto al ver tan gran número depájaros en el reducido espacio que sus ojos alcanzaban.

La mayor parte de las aves allí congregadas tenían que continuar su viaje, ya que sólo se habían detenido para descansar. Cuando el jefe deuna bandada consideraba que sus compañeros habían recuperadosuficientemente sus fuerzas, les decía:

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—Si están preparados, volemos.

—¡No, no, espera! Estamos lejos de encontramos satisfechos —

gritaban los aludidos.—¿Creen, acaso, que van a hartarse hasta no poder volar? —decía el

 jefe.

Tras esto desplegaba sus alas y emprendía el vuelo; pero muchas veces tenía que volver al punto de partida porque los demás se negabana seguirle.

  Al día siguiente era también muy espesa la niebla. Los patossilvestres se holgaban en el prado. Nils había ido junto al agua arecoger almejas. Había muchas, y como pensara que al otro día estaríanen otro punto donde no hubiera nada que comer, resolvió construir unsaquito para llenarlo de almejas. Encontró en el prado unos junquillossecos y resistentes, y comenzó su trabajo, que le ocupó durante variashoras. Cuando lo hubo terminado se puso muy contento.

  A mediodía todos los patos de la bandada corrieron a él parapreguntarle si había visto al pato blanco.

—No, no ha estado conmigo —dijo Nils.

—Hace un momento estaba con nosotros —observó Okka—, pero ha

desaparecido sin saber cómo.Nils se puso en pie de un salto, muy asustado. Preguntó si por allí

hablan visto alguna raposa, algún águila u hombres. Nada sospechosohabían visto. El pato debía de haberse extraviado a causa de la niebla.

Nils sintió profundamente la desaparición del pato. Y se dedicó a  buscarlo. La bruma parecía ser su protectora, ya que le permitiríarecorrer aquellos lugares sin que nadie le advirtiera; pero, al mismotiempo, le impedía ver. Se llegó hasta la parte sur de la isla donde seencuentran el faro y el cañón que se dispara cuando hay niebla. Por

todas partes el mismo pulular de pájaros, pero ni el menor rastro delpato blanco. Se aventuró hasta el patio del dominio de Ottenby,inspeccionando

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todos los robles plantados en el parque, y el pato sin aparecer.

 Anduvo en su busca hasta que se hizo de noche. Entonces tuvo que

regresar hasta la costa del este. Marchaba lentamente, descorazonado.¿Qué sería de él sin el pato? Al llegar al centro del gran parque surgióde la bruma una cosa blanca. Era el pato. Estaba sano y salvo y semostraba muy contento de haber encontrado la bandada. Se habíaextraviado de tal modo por la niebla, que había pasado el día dando  vueltas al parque. Nils se arrojó sobre su cuello para abrazarlo y lesuplicó que fuera más prudente, procurando no separarse de los otros.El pato prometió que no lo volvería a hacer nunca más.

Pero, a la mañana siguiente, hallándose Nils paseando junto al mar,

los patos corrieron en su busca nuevamente para preguntarle por elparadero de su amigo.

Nils no lo había visto. Había desaparecido otra vez. Como la víspera,se había extraviado entre la niebla.

No se descubría el menor rastro del pato. Como la noche ibacayendo, tuvo que volver junto a los patos silvestres , convencido deque no le seria posible dar con su amigo. Estaba tan desesperado que leahogaba la pena.

Había escalado el muro cuando oyó que a sus espaldas rodaba una

piedra. Al volver la cabeza creyó distinguir algo que se movía entre unmontón de piedras, junto al muro. Se acercó con toda prudencia y descubrió al pato que trepaba penosamente entre las piedras, llevandoen el pico algunas raíces. El pato no se dio cuenta de la presencia delmuchacho, y éste prefirió callar para espiarle, con el fin de saber a quéobedecían sus frecuentes desapariciones.

Pronto supo los motivos. En lo alto de un montón de piedrasdescansaba una pata gris, que lanzó un grito de alegría al ver al pato.Nils se deslizó lo más cerca posible para oír lo que se decían,

enterándose entonces de que la

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pata no podía volar por tener herida un ala. Su bandada la habíaabandonado, y sin el pato blanco, que la víspera había oído sus

lamentaciones, se hubiera muerto de hambre. El pato continuaballevándole comida. Los dos tenían la esperanza de que curaría antes deque partiera el pato, pero la pata aún no podía volar ni caminar. Estabadesolada y el pato la consolaba diciendo que no se marchaba todavía.Por último le dio las buenas noches y se marchó prometiéndole volver ala mañana siguiente.

Nils dejó que el pato se marchara y cuando desapareció en la lejanía,trepó hasta lo alto del montón de piedras. Estaba furioso por haber sidoengañado y se disponía a decirle a esta pata gris que el pato lepertenecía a él, a él solo, y que debía conducirlo a la Laponia, y que noera cuestión de quedarse allí por su causa. Pero al ver de cerca a la patagris comprendió los motivos que había tenido Martín para llevarlecomida y cuidarla durante los dos días últimos, y, también, por qué nohabía querido decirle nada. Tenía una cabecita preciosa; su traje deplumas era fino como la seda más suave y sus ojos eran dulces y suplicantes.

Cuando advirtió al muchacho quiso salvarse volando, pero su alaizquierda, dolorida, no se elevó del suelo, impidiéndole todomovimiento.

—No tengas miedo —dijo Nils enternecido—. Soy Pulgarcito, elcompañero de viaje del pato Martín.

 Y calló, no sabiendo ya qué decir.

Hay a veces en los animales algo que nos obliga a preguntamos antequé seres nos hallamos. Se llega a pensar incluso en la posibilidad deque sean seres humanos metamorfoseados. De esta clase era la patitagris. Cuando Pulgarcito le hubo dicho quién era, inclinó la cabeza,marcando una reverencia con infinita gracia, y después, con una voz

tan delicada que no parecía de una pata, dijo:—Estoy muy contenta de que hayas venido en mi

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socorro. El pato blanco me ha dicho que no hay en el mundo nadietan bueno e inteligente como tú.

Hablaba con tanta dignidad, que Nils quedó impresionado.“No puede ser un ave —pensó——. Es una princesita encantada.”

Se apoderó de él un gran de deseo de socorrerla. Después de rozarcon sus manos el rico plumaje, le tentó el hueso del ala lastimada. Elhueso no estaba roto; el mal estaba en la articulación solamente. Elmuchacho hundió un dedo en una cavidad vacía.

—¡Un poco de valor! —dijo.

  Y apretando vigorosamente, hizo que el hueso volviera a su sitio.

Hizo muy pronto y muy bien esta operación, no obstante ser laprimera; pero, sin duda, debió hacerle mucho daño, por cuanto lapobre patita gris dio un grito y se desvaneció entre las piedras, sinseñales de vida.

Nils tuvo miedo. Había querido socorrerla y la había matado. Y saltando del montón de piedras echó a correr. Parecíale haber matado aun ser humano.

  Al amanecer el nuevo día era magnífico el tiempo. La niebla habíadesaparecido. Okka dio orden de proseguir el viaje. El único que puso

objeciones fue el pato. Nils comprendió muy bien que no queríaabandonar a la patita gris; pero Okka se puso en camino sin prestarle lamenor atención.

Nils saltó sobre la espalda del pato, que siguió tras la bandada,aunque lentamente y a disgusto. Nils se mostraba muy feliz por haberabandonado la isla. Tenía sobre su conciencia la muerte de la patita gris  y no se atrevía a comunicar al pato el resultado de su desgraciadaintervención. Lo mejor era callar para que el pato no lo supiera nunca.  Al mismo tiempo le asombró que el pato blanco hubiera podido

abandonar a la patita gris.De súbito, se volvió el pato y voló hacia la isla. Le

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atormentaba el recuerdo de la patita gris. Tanto peor para el viaje a laLaponia.

En un momento llegó al montón de piedras, pero la patita habíadesaparecido.

—Finduvet, Finduvet, ¿dónde estás? —gritó el pato.

La habrá casado la raposa”, pensó Nils; pero al punto se oyó una vocecita que decía:

—Estoy aquí, pato; estoy aquí. He venido a tomar el baño matinal.

  Y la patita gris salió del agua sana y salva, refiriéndole alegrementeque Pulgarcito le había vuelto el hueso a su sitio y que estaba curada y 

pronta a seguir a los otros:Las gotas de agua parecían perlas desgranadas sobre su plumaje

tornasolado, y de nuevo pensó Nils que era una verdadera princesita.

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VI

LAS CORNEJAS 

En los límites del cantón y del Haland hay una llanura de arena tan vasta que de un extremo no se llega a ver el otro; los matorrales crecenprofusamente, excepto en una baja colina pétrea que atraviesa la región

  y donde se encuentran enebros, serbales y hasta algunos grandes y frondosos abedules. En la época en que Nils Holgersson acompañaba alos patos silvestres, se veía también una pequeña cabaña rodeada de unpedazo de tierra labrada, pero abandonada por las gentes que habíanhabitado aquel lugar. La casita estaba vacía y el campo inculto.

  Al abandonar la cabaña sus moradores habían cerrado la chimenea,las ventanas y las puertas; pero olvidaron que una de las ventanas teníaun cristal sólo sustituido con una tela, que fueron carcomiendo los años  y pudriéndola las lluvias, hasta que un día cedió bajo el pico de una

corneja.La colina pétrea, que se elevaba en el centro de la llanura no estaba

tan desierta como se hubiera podido creer; la habitaba un numerosopueblo de cornejas. Cla-

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ro está que las cornejas no vivían allí todo el año. En invierno se iban alextranjero; en otoño visitaban los campos de Göttland, uno tras Otro,

para comer trigo; en verano se dispersaban y vivían en lasproximidades de las granjas de Sunnerbo, alimentándose de castañas,de huevos y de pajarillos; pero a la primavera volvían siempre al arenaldesierto a poblar sus nidos y cuidar sus crías.

La corneja que había arrancado el pedazo de tela era un macho viejoconocido por Pluma-Blanca, aunque siempre se le llamaba Fumla oDrumla, hihih-Drumla, porque

era torpe, cometía tonterías y se prestaba al ridículo. Fumla-Drumla era más grande y más fuerte que las restantes

cornejas pero su fuerza no le nada: era un eterno sujeto de risa. Niaun el hecho de pertenecer a una familia aristocrática-le granjeaba elrespeto de los demás. En buena justicia él debía de ser el jefe de la  bandada porque desde largos años pertenecía esta dignidad al mayorde los Pluma-Blanca. Pero desde antes de nacer Fumla Drumla habíasido desposeída su familia de tal poder, asumido al presente por unacorneja cruel y salvaje. Se llamaba la Ráfaga..

El cambio de reinado se debía a que las cornejas habían abandonadosu antigua manera de vivir. Tal vez se crea que todas las cornejas viven

de la misma manera; pero esto es un error. Hay pueblos de cornejasque llevan una vida honrada, es decir, no comen más que granos,gusanos, orugas y algunos animales muertos; pero otras llevan una vidade pícaros, atacando a los lebratillos y a los pajaritos y devorandocuantos nidos se les presentan al paso.

Los antiguos jefes de la familia de los Pluma-Blanca habían sidoseveros y moderados; mientras ellos capitanearon la bandadaimpusieron a las cornejas tan excelente conducta que jamás incurrieronen las censuras de los otros pájaros. Pero las cornejas llegaron a ser

muy numerosas y la miseria reinaba entre ellas, por lo que acabaron

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rebelándose contra los Pluma-Blanca y confiriendo el poder a laRáfaga, que era el más terrible perseguidor de los nidos que formaban

los pajaritos y el mayor bribón que se pudiera dar, a no ser su mujer,conocida por la Borrasca que era aún más terrible. Bajo su reinado, lascornejas inauguraron un género de existencia que las hacia mástemibles y odiosas que los gavilanes y halcones.

Ninguna de las cornejas sabía que hubiese sido FumlaDrumla la quehabía quitado la tela o trapo de la ventana, y de haberlo sabido leshubiera causado gran extrañeza. Nadie podía atribuirle la audacia deaproximarse tanto a una vivienda humana. El mismo lo había ocultado,para lo que no le faltaban razones la ráfaga y la borrasca la trataban  bien siempre durante el día y en presencia de las otras cornejas; perouna noche sombría, cuando todas las cornejas se habían entregado alsueño, fue atacada arteramente por las dos cornejas, que en poco másla matan.

Después de este atentado había tomado la costumbre apenas llegadala oscuridad, de abandonar su antiguo puesto para refugiarse en lacabaña vacía.

Una tarde de primavera, cuando las cornejas habían instalado susrespectivos nidos, hicieron un extraño descubrimiento. La Ráfaga y laBorrasca habían descendido con otras dos cornejas al fondo de un granhoyo situado en un rincón de la vasta llanura. El hoyo estaba lleno dearena y las cornejas no llegaban a comprender por qué habían hecholos hombres aquella excavación. Poseídas de viva curiosidad, todo eranidas y venidas, vueltas y revueltas y un constante remover de los granosde arena. De improviso se desprendió sobre ellas un alud de grava.Entre las piedras y el ramaje de los matorrales desprendidosdescubrieron una vasija de barro, bastante grande, cubierta con unatapa de madera. Trataron de averiguar lo que la vasija contenía, perofue inútil su intento de arrancar la tapa y de romperla a golpes de pico.

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Contemplaban la vasija algo inmutadas, cuando oyeron una voz queles decía:

—¿Quieren que les ayude, cornejas?Levantaron la cabeza sorprendidas y vieron una raposa junto al hoyo

abierto. Era una raposa de las más hermosas de color y de aspecto quepudieran haber visto.

—Si deseas prestamos tu ayuda, no la rechazaremos

—dijo la Ráfaga echando a volar rápidamente con todos suscompañeros.

La raposa saltó al fondo del hoyo y se puso a morder la vasija y a

tirar de la tapa para arrancarla; mas no consiguió abrirla.—¿Acertarías lo que tiene dentro? —preguntó la Ráfaga.

La raposa hizo rodar la vasija, aplicando su oído.

—No puede contener más que monedas de plata

—dijo.

Esto era infinitamente superior a lo que las cornejas habían podidopensar.

—¿Crees verdaderamente que es dinero lo que encierra? —preguntaron con los ojos desmesuradamente abiertos por la codicia,por cuanto, aunque parezca extraño, nadie ama más el dinero en elmundo que las cornejas.

—Escuchen y oirán cómo suenan las monedas

—añadió la raposa haciendo rodar nuevamente la vasija—.Desgraciadamente, no sé de qué medio valerme para hacerme con ellas.

—No, no hay ningún medio a nuestro alcance —suspiraron lascornejas.

La raposa se rascaba la cabeza con su pata izquierda, mientrasreflexionaba. Y pensaba que, con la ayuda de las cornejas, tal vezpudiera apoderarse de aquel pequeñuelo que volaba con los patossilvestres y al que no lograba atrapar nunca.

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-¿Saben quién es el que podría abrir la vasija?- dijo al fin.

—¿Quién? Di el nombre —gritaron las cornejas, que en su ardor

 volaron hasta el fondo del hoyo.—No lo diré mientras no acepten mis condiciones —respondió.

La raposa les habló de Pulgarcito, afirmando que sería capaz de abrirla vasija, por lo que debían obligarle a venir. A cambio de este buenconsejo la raposa exigía que las cornejas le entregasen a Pulgarcitodespués que les prestase el deseado servicio. Las cornejas, que notenían por qué ocuparse de Pulgarcito, aceptaron la proposición.

Los patos silvestres se despertaron con la aurora y se dispusieron acomer un poco antes de emprender la travesía de la Ostrogocia. Elislote donde habían dormido era estrecho y pelado; pero en las aguasque lo bañaban había bastantes plantas para alimentarse bien. Elpequeño, por el contrario , no encontraba nada que comer.

Hambriento y transido por el frío de la mañana, se entreteníamirando en tomo suyo, cuando descubrieron sus ojos dos ardillas, quetrepaban en sus juegos de uno a otro árbol, en una punta de terrenoque se destacaba frente a la isla. Imaginando que las ardillas nohabrían consumido, seguramente, sus provisiones de invierno, Nilsrogó al pato que le llevara allí para pedirles un par de nueces.

El pato blanco accedió a ello, nadando inmediatamente a través delas aguas y llevando consigo a Pulgarcito; pero, por desgracia, tanentregadas a su juego estaban las ardillas, que no oyeron las súplicasdel muchacho. Saltando de árbol en árbol se internaron cada vez másen el bosque.

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Nils, que quiso seguirlas, no tardó en perder de vista al pato, que sehabía quedado junto al agua.

Pulgarcito avanzaba penosamente entre algunas plantas deanémonas blancas que le cubrían hasta la cabeza, cuando, súbitamente,se sintió cogido por detrás; alguien trataba de detenerlo, se volviórápidamente y vio una corneja que lo había agarrado por el cuello de lacamisa. Nils se debatía con toda su energía; pero una segunda corneja,que llegaba en auxilio de la primera, lo atrapó por las piernas,haciéndolo caer.

Si Nils Holgersson hubiese llamado inmediatamente en su ayuda alpato blanco, éste hubiera logrado desembarazarle de las cornejas; pero

el muchacho pensó que él, por sí, se bastaba para desprenderse de lasdos cornejas. Por muchos puntapiés y puñetazos que diera, noconsiguió deshacerse de sus enemigos, que acabaron elevándose por losaires con él a cuestas. Emprendieron el vuelo de un modo tanimprudente, que la cabeza de Nils chocó con violencia contra una rama.El choque fue tan fuerte que a Nils se le nubló la vista y perdió elconocimiento.

Cuando pudo abrir los ojos se hallaba muy lejos de tierra. Al volveren sí no se dio cuenta de dónde estaba ni de lo que había pasado.

  A su mente acudía un tropel de preguntas. ¿Cómo no se hallabasobre las espaldas del pato blanco? ¿Por qué volaba en torno de él todoun enjambre de cornejas? ¿Por qué, en fin, se sentía dolorido como si lehubieran sacudido con un palo, con todos los miembros dislocados?

De repente lo comprendió todo: lo habían raptado las cornejas. Elpato blanco lo esperaba en la ribera y los patos se preparaban parapartir aquel mismo día hacia la Ostrogocia. En cuanto a él, loconducían hacia el sudoeste; el sol quedaba a sus espaldas.

—¿Cómo lo pasará el pato blanco sin mi?

 Y entre lamentos pidió a las cornejas que le llevasen

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a donde estaban los patos silvestres; pero las cornejas no hacían elmenor caso de sus súplicas.

Entonces les dijo:—Pero ¿es que entre ustedes no hay una sola capaz de llevarme

sobre sus espaldas? Me han maltratado ya de tal manera que me sientodolorido. Tómenme a horcajadas; no me tiraré a tierra, lo prometo.

—Si tú crees que nos vamos a preocupar de tu comodidad, estásequivocado —dijo el jefe.

Pero surgió entonces un pajarraco erizado, que tenía una pluma blanca en una de sus alas, y que, saliendo del grupo, dijo:

—Oye, Ráfaga, ¿no es preferible que Pulgarcito llegue entero, en unapieza, que no partido por nuestros tirones? Yo trataré de llevarlo sobremis espaldas.

—Si tú puedes, Fumla-Drumla, tanto mejor —dijo el jefe—. Perocuidado con dejarle caer.

Nils experimentó gran contento, porque aquello representaba unapartida ganada.

Cuando llegaron a nuestra llanura, el sol ya se había puesto, peroaún quedaba resplandor del día. La Ráfaga expidió primero una cornejapara anunciar el éxito completo del rapto, y apenas fue conocida lanueva, la Borrasca y centenares de cornejas acudieron volando para vera Pulgarcito. En medio de los gritos ensordecedores que hacían oír losdos grupos, Fumla-Drumla susurró a Nils al oído:

—Te has mostrado tan digno y valeroso durante ese viaje, que te hetomado mucho cariño. Por tanto, voy a darte un consejo: apenaslleguemos te pedirán que ejecutes cierto trabajo que tal vez te sea fácilllevarlo a cabo; pero pon cuidado.

  Algunos minutos después Fumla-Drumla dejaba a Nils en el fondode un gran agujero. El pequeñín se dejó caer por tierra como agotadopor la fatiga. Sobre su cabeza

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revoloteaba tan gran número de cornejas, que el aire vibraba como enuna tempestad; pero Nils no levantaba la cabeza.

—Pulgarcito —dijo la Ráfaga—, levántate. Vas a hacemos una cosaque te será muy fácil.

Pero Nils no se movió. Parecía dormir profundamente. Entonces laRáfaga le cogió de un brazo y le arrastró sobre la arena hasta el sitiodonde había una vasija de tierra, de modelo antiguo, colocada en mediode un orificio.

—Levántate, Pulgarcito, y abre esta vasija —le ordeno.

—Déjame dormir —respondió el muchacho—. Estoy muy fatigado y no puedo hacer nada esta tarde. Espera a mañana.

—¡Abre la vasija! —gritó la Ráfaga, sacudiéndole con el pico.

El pequeño se levantó de mala gana y se puso a examinar la vasija.

—¿Crees posible que un pequeñín como yo pueda abrir vasijasemejante? Es más grande que yo.

—¡Ábrela! —ordenó nuevamente la Ráfaga con voz imperiosa—. Ábrela si estimas en algo tu vida.

El muchacho se levantó, se aproximó hacia la vasija tambaleándose,

  y tras intentar abrirla, dejo caer los brazos en señal de vencimiento eimpotencia.

—Nunca me he sentido tan cansado como hoy. Si me dejarasdescansar hasta mañana creo que podría conseguir lo que deseas.

Pero la Ráfaga estaba impaciente, y lanzándose hacia él le dio unpicotazo en una pierna. Sufrir tal trato de una corneja ya erademasiado. El muchacho se irguió bruscamente, dio algunos pasosatrás, sacó de la vaina su cuchillo y se dispuso a defenderse.

—¡Ten cuidado! —gritó la Ráfaga.

Pero le cegaba de tal modo la cólera que no se fijó

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en el cuchillito de su rival, y al abalanzarse sobre el muchacho le entrópor un ojo, penetrándole hasta el cerebro. Nils retiró rápidamente el

arma; pero no pudo evitar que la Ráfaga cayera a sus pies entre losestertores de la agonía.

—¡La Ráfaga ha muerto! ¡El extranjero ha matado a nuestro jefe! —exclamaron las cornejas.

La terrible confusión que siguió no es para descrita. Muchas gemíandesoladas; otras pedían venganza. Todas las cornejas corrieron y   volaron hacia el muchacho, precedidas de Fumla-Drumla. Esta secondujo torpe y malamente, como siempre. Revoloteaba por encima delmuchacho, batiendo sus alas e impidiendo a todo trance que las

cornejas lo mataran a picotazos.Nils comprendía el peligro en que se hallaba, mirando

desesperadamente en torno suyo en busca de un lugar donderefugiarse. Le parecía imposible poder escapar a la venganza de lascornejas, cuando de repente descubrió la vasija. De un golpe logróarrancar la tapadera y saltó dentro para ocultarse. La vasija no leofrecía un buen refugio por hallarse llena hasta el borde de pequeñasmonedas de plata. No había manera de esconderse allí. Nils comenzó atirar monedas para hacerse un hueco.

Las cornejas lo rodeaban formando un enjambre espeso; perocuando vieron rodar las monedas ante sus ojos atónitos, olvidaron sused de venganza para recoger las pequeñas piezas. El muchachoarrojaba el dinero a manos llenas y las cornejas, sin excluir a laBorrasca, luchaban por atraparlo. Y apenas una corneja se apoderabade alguna moneda, volaba presurosa a esconder su tesoro.

Nils no se atrevió a levantar la cabeza hasta que hubo arrojado alsuelo todas las monedas de plata; en el hoyo que formaba el terrenosólo quedaba una corneja. Era Fumla-Drumla, con su pluma blanca en

el ala, la que había llevado a Pulgarcito.

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—Tú me has prestado un servicio más grande de lo que te puedesimaginar, Pulgarcito —le dijo con un tono de voz muy distinto—; yo te

salvaré la vida. Salta sobre mis espaldas y te conduciré a un sitio dondepasarás la noche con absoluta seguridad. Mañana ya procuraré que tereúnas con tus patos silvestres.

Cuando el muchacho se despertó con el alba al siguiente día, vio consorpresa que se hallaba entre cuatro paredes, bajo techo, y creyó almomento que había vuelto a su casa. Y pensó: “Dentro de un ratito vendrá mi madre a traerme el café”.

Pero al punto de hacerse esta reflexión cayó en la cuenta de que seencontraba en una casita abandonada, a donde Fumla-Drumla, la de la

pluma blanca, le había transportado la tarde antes. Como se sentíadolorido, encontró delicioso reposar un poco más, mientras esperaba aFumla-Drumla, que había prometido volver a reunirse con él.

Pero allá en lo alto descubrió el muchacho algo que le hizo saltar dela cama. Era un par de panes secos, que colgaban de un palo colocadoal efecto entre las traviesas. Tenían todo el aspecto de unos panes duros  y enmohecidos, pero el pan siempre es pan. Empuñó el hurgón y consiguió hacer caer unos cuantos pedacitos. Comió y llenó su saco derepuesto. ¡No se pueden imaginar lo bueno que es el pan!

Buscó todavía más, por si encontraba aún algo que pudiera serle útil.“Voy a apoderarme de todo lo que pueda necesitar, porque nadie

parece quererlo”, se dijo.

Pero no había muchas cosas que escoger; la mayor parte de losobjetos que allí había eran demasiado pesados o demasiado grandespara poder cargar con ellos. No pudo llevarse más que unas cuantascerillas.

Saltó sobre la mesa, y con ayuda de la cortina ascen-

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dió al estante que había encima de la ventana. Cuando estabaguardando las cerillas en su saco, la corneja de la pluma blanca entró

por la ventana.—¡Ya estoy aquí! —dijo, colocándose sobre la mesa—. No he podido venir antes porque hemos tenido que elegir el jefe que ha de sustituir ala Ráfaga.

—¿Quién ha sido elegido? —preguntó Nils.

—Ha sido elegido un jefe que no permitirá el pillaje ni el robo. Hasido elegido jefe Pluma-Blanca, llamado hasta aquí Fumla-Drumla —respondió la corneja, adoptando un aire majestuoso.

—Es una buena elección —dijo Nils, felicitándola por ello.

En este momento el muchacho oyó una voz en la ventana que creyóreconocer.

—¿Es aquí donde se encuentra? —preguntó Esmirra la raposa.

—Sí, aquí es donde está —respondió una voz de corneja.

—Cuidado, Pulgarcito —advirtió Pluma-Blanca—. La Borrasca estáen la ventana con la raposa, que quiere devorarte.

En efecto, Esmirra comenzaba a golpear la ventana. La vieja madera

podrida cedió al punto y apareció Esmirra. Pluma-Blanca no tuvotiempo de ponerse a salvo y Esmirra la mató de un golpe.Seguidamente saltó a tierra y comenzó a husmear, buscando almuchacho. Este trató de ocultarse detrás de un paquete de estopa; peroEsmirra le había descubierto y se preparaba a darle caza. La casita eratan baja y estrecha que Nils comprendió que la raposa no tendría queesforzarse mucho para alcanzarle. Pero él no estaba del todo indefenso;rápidamente frotó una cerilla, la aplicó a la estopa, queinstantáneamente se inflamó, y la arrojó sobre la raposa. Loca deterror, huyó ésta fuera de la cabaña.

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Desgraciadamente, Nils para escapar de un peligro había caído enotro. La estopa inflamada había prendido en las cortinas de la cama.

Nils saltó a tierra y trató de apagar el fuego, pero era tarde. Las cortinasardían ya. La cabaña se llenaba de humo y Esmirra, la raposa, quepermanecía asomada detrás de la ventana, se daba perfecta cuenta delo que estaba sucediendo.

—Muy bien, Pulgarcito —gritaba—. ¿Qué es lo que prefieres?¿Dejarte asar o salir de ahí? Yo hubiera preferido devorarte, pero decualquier manera que mueras no dejaré de sentirme menos contenta.

Nils estaba convencido de que la raposa sentiría viva satisfacción al  ver la espantosa rapidez con que el incendio se propagaba. La cama

ardía ya y el fuego se extendía de un extremo a otro de las cortinas. Nilssaltó hasta el hogar cuando oyó rechinar una llave en la cerradura. A pesar del peligro en que se hallaba desechó el miedo y llegó a alegrarse.Se precipitó hacia la puerta y cuando llegó a ella se abrió como porencanto. Ante él aparecieron dos niños y, sin fijarse en ellos, se lanzófuera.

No se atrevió a separarse mucho de la casa. Esmirra debía de estar  vigilándola y era necesario permanecer cerca de los niños. Se volvióhacia la casa, y apenas vio a los niños corrió hacia ellos sin poderreprimir un grito:

—¡Buenos días, Asa, guardadora de patos! ¡Buenos días, pequeñoMats.!

 Al ver a los niños, Nils olvidó completamente dónde se hallaba. Lascornejas, la casa incendiada, los animales parlantes, todo se había  borrado de su memoria. Estaba en un campo de rastrojos de  Vemmenhög y guardaba un rebaño de patos; en el campo vecino losdos pequeños esmalandases cuidaban de sus patos. En seguida saltósobre un montón de piedras, gritándoles:

—¡Buenos días, Asa, guardadora de patos! ¡Buenos días, pequeñoMats!

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  Ante aquella miniatura de hombre que corría hacia ellos con los  brazos abiertos, los dos niños se cogieron de la mano y retrocedieron

algunos pasos, como aterrorizados. Al ver su espanto, Nils despertó desu sueño y recordó dónde estaba; nada le podía acontecer más terribleque llegar a ser visto por estos niños bajo el aspecto de un duende. La  vergüenza y el dolor de no volver a ser hombre se apoderaron de suánimo. Volvió la espalda y escapó sin saber adónde dirigirse.

 Al llegar a la llanura el muchacho tuvo un buen encuentro: entre la bruma entrevió algo de color blanco; el pato, acompañado de Finduvet,iba hacia él. Al verle correr con tanta precipitación, el pato creyó queNils era perseguido. Volando rápidamente pudo alcanzarle, y sobre susespaldas se lo llevó velozmente por los aires.

Nils volaba muy alto; bajo sus pies se extendía la gran llanura deOstergötland. Gozaba en contar las iglesias blancas, cuyos campanariossurgían entre los grupos de árboles. Pronto llegó a contar cincuenta;pero, al equivocarse no quiso continuar.

  Al llegar a Norköping los patos silvestres abandonaron la llanura y dirigieron su vuelo hacia las florestas de Kolmarden. Un instantedespués seguían un viejo camino vecinal abandonado, que serpenteabaa lo largo de las resquebrajaduras, al pie de las pendientes abruptas,cuando Nils lanzó inopinadamente una exclamación. Se habíaentregado durante este vuelo a la distracción de balancear los pies y acababa de caérsele uno de sus zuecos.

—Pato, pato: he perdido mi zueco —gritó.

El pato volvió hacia atrás y descendió hasta el suelo; pero Nils se

había percatado de que dos muchachos que caminaban por la carreterahabían recogido el zueco.

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—Pato, pato —gritó de nuevo—. Remóntate pronto; es demasiadotarde. Alguien ha recogido mi zueco.

 Abajo, parados en medio del camino, Asa, la guardadora de patos, y su hermano, el pequeño Mats, contemplaban curiosamente un zuecoque había caído del cielo.

—Lo han perdido los patos silvestres —dijo el pequeño Mats.

  Asa, la guardadora de patos, permaneció un momentocontemplándolo silenciosamente. Al fin, dijo lentamente y con acentoreflexivo:

—¿Te acuerdas, pequeño Mats, de que al pasar por Evedskloster,  junto a una granja, oímos relatar que había sido visto un duende vestido con pantalones de cuero y que llevaba zuecos como un simpleobrero? Más tarde encontramos a una muchachita que había visto a unduende con zuecos, que cabalgaba sobre un pato. Y cuando llegamos anuestra casa, pequeño Mats, vimos muy bien a un hombrecito vestidode este modo y que escapó volando a caballo de un pato. Tal vez sea elmismo, que al pasar ha perdido el zueco.

—Debe ser el mismo —contestó Mats.

Los dos niños daban vueltas y más vueltas al zueco, examinándolo

atentamente, porque, en verdad, no siempre se encuentra el zueco deun duende en medio del camino.

—Espera un poco, Mats —gritó apresuradamente Asa, la guardadorade patos—. Hay algo escrito en este lado.

—Sí, es cierto; pero las letras son tan pequeñitas...

—Déjame verlas. Aquí dice..., dice... Nils Holgersson de Vresta Vemmenhög.

—Nunca he visto nada más extraordinario —exclamó el pequeñoMats.

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VII

LA LEYENDA DE KARR Y PELO GRIS 

Unos doce años antes que Nils Holgersson realizara su gran viaje,ocurrió que un propietario de Kolmarden pensó en deshacerse de unode sus perros de caza. Envió a buscar a uno de sus guardas y le dijo

que no podía tener aquel perro, que no cesaba de dar caza a loscorderos y gallinas; por tanto, se lo debía llevar al bosque y una vez allípegarle un tiro.

El guarda ató el perro y se lo llevó al punto en que era costumbrematar y enterrar a los perros inútiles. A pesar de que no se trataba deun hombre perverso, el guarda experimentaba cierto placer ante laproximidad de deshacerse de aquel perro, porque sabía que el animal,además de dar caza a los corderos y las gallinas, se escapaba confrecuencia al bosque para atrapar alguna liebre o gallo silvestre.

El perro, pequeño y negro, el pecho y las patas de delanteamarillos. Se llamaba Karr y era tan inteligente que comprendía todolo que decían los hombres. Cuando el guarda lo conducía a través del  bosque se dio cuenta del final que le esperaba; pero no dio a entendernada. No

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doblaba la cabeza ni se le metía el rabo entre las piernas; mostraba lamisma resolución que de ordinario. ¿No atravesaba el bosque donde

había sido el terror de los pequeños animales que lo habitaban?“¡Qué alegría sentirían muchos de los que están entre esa maleza sisupieran la que me espera!”, se decía.

 Y se puso a menear el rabo y a dar ladridos de contento para que nose sospechara nada.

Pero, de pronto, cambió su estado de ánimo: extendió el cuello y levantó la cabeza como para aullar. Y en vez de ir al paso del guarda, sefue quedando atrás; se echaba de ver que lo dominaba una ideadesagradable.

El verano apenas si había apuntado. Los ciervos acababan de dar almundo sus pequeños y la víspera por la noche había conseguido Karrarrebatar a su madre un cervatillo que no tendría más allá de cinco días y que arrastró hacia una marisma. Allí lo había perseguido de otero enotero, no para darle caza, sino simplemente por el placer de ver elterror que le infundía. La madre, que sabía que en esta época del año,poco tiempo después del deshielo, no tiene fondo la marisma, y, portanto, apenas sí puede sostener un gran animal como ella, permaneciócuanto le fue posible sobre la tierra firme; pero como su pequeño se

alejaba más y más, se lanzó de golpe en la marisma y poniendo en fugaal perro recogió a su hijo y volvió hacia la orilla. Los ciervos son máshábiles que los otros animales para avanzar a través de las marismas y evitar el hundirse en el fango; los dos animales no revelaban temor porhallarse aún distantes de la tierra; peto, llegados cerca de la orilla, sehundió un Otero sobre el cual acababa de poner el pie la cierva madre, y ésta se hundió también en el limo. Fue en vano todo su esfuerzo, puesse hundía más y más. Karr miraba lo que estaba sucediendo sinatreverse a respirar; viendo que la cierva no aparecía se alejó de allí lomás aprisa que pudo. No ignoraba que le

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esperaba una paliza terrible si se llegaba a descubrir que había sido lacausa de la muerte de una cierva. Y le entró tal miedo que sólo dejó de

correr al llegar a su casa.Tal es la aventura cuyo recuerdo acababa de asaltar a Karr; ningunade sus antiguas hazañas lo había afligido de tal manera. Sin querercausar el menor mal a la cierva ni a su pequeño, les había ocasionado lamuerte.

“Tal vez no hayan muerto —pensó al cabo—. Puede que se hayansalvado.”

Sintió un deseo violento de saberlo. El guarda no sujetaba el lazomuy fuerte; Karr dio un salto brusco y escapó, corriendo libremente a

través de la marisma; estaba ya lejos cuando el guarda se repuso de susorpresa. Corrió tras él y logró alcanzarlo en la marisma, en pie sobreun otero, a algunos metros de la tierra firme, aullando con todas susfuerzas. Deseoso de saber lo que ocurría, avanzó arrastrándose sobre elhielo en cuatro patas. No tardó en descubrir una cierva ahogada en ellimo. Junto a ella estaba su pequeñuelo, aún con vida, pero agotado, sinfuerzas para seguir lanzando su gemido. Karr se acercó al cervatillo y tan pronto lanzaba un aullido en demanda de socorro como lo lamía.

El guarda llevó a tierra al pobrecito animal. El perro estaba loco de

contento. Saltaba en torno del guarda dando ladridos y lamiéndole lasmanos.

El guarda se llevó al cervatillo y lo encerró en su establo.Inmediatamente requirió auxilio de otros hombres para sacar a lacierva grande de la marisma; pasó bastante tiempo sin acordarse deque tenía que darle un tiro a Karr. Por fin llamó al perro y se lo llevónuevamente al bosque. Una vez en camino debió cambiar de propósitoporque desandando lo andado se encaminó hacia el castillo.

Karr lo había seguido tranquilamente, pero viendo que lo conducían

de nuevo a casa de su amo, se alarmó. Sin duda había comprendido elguarda que él, Karr, era la

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causa de la muerte de la cierva, y ahora le aplicarían una buena porciónde azotes antes de matarlo.

Ser azotado parecíale a Karr la peor de las cosas. Le faltó el valor;llevaba la cabeza colgando y parecía no reconocer a nadie.

El amo estaba en la escalinata. Karr se encogió cuanto pudo y seocultó entre las piernas del guarda, cuando éste comenzó a hablar delos ciervos. Pero el guarda no relató la historia de la manera que temíael perro. Hizo el elogio de Karr. Este había sabido que los ciervosestaban en peligro y había querido salvarlos.

—Que el señor me perdone —acabó diciendo—; pero yo no puedomatar este perro.

Karr levantó las orejas. ¿Habría oído bien? Aunque no hubieraquerido revelar su inquietud, no pudo retener un débil ladridolastimero. ¿Era posible que el simple hecho de haber querido salvar losciervos le valiera la vida?

El dueño contestó que no podía menos que reconocer que Karr sehabía portado bien; pero como estaba decidido a no tenerlo un día más,pensó un poco acerca del partido que debía tomar.

—Si tú te encargas de él y me garantizas que no volverá a cometer

ninguna fechoría, lo dejaré con vida —dijo al fin.El guarda aceptó, y he aquí por qué Karr fue a habitar la casaforestal.

Desde entonces dejó Karr de cazar furtivamente, no por miedo, sinopor no disgustar al guarda que le había salvado la vida y al que le habíatomado un gran cariño. Lo seguía por todas partes, y cuando el guardacumplía su misión, lo precedía para vigilar el camino; cuando sehallaba descansando en su casa, Karr permanecía tendido a la puerta,inspeccionando a todos los que iban y venían.

Cuando todo estaba en calma y ningún paso resonaba

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en la carretera, cuando el guarda cuidaba sus plantas y sus legumbres,Karr se iba a jugar con el cervatillo.

En un principio Karr no había tenido el menor deseo de ocuparse deél, pero como seguía a su dueño por todas partes, lo acompañabatambién al establo en las horas que correspondía dar la leche alpequeñuelo Karr se sentaba delante del abrevadero y se entretenía  viendo beber al cervatillo. El guarda había bautizado a éste con elnombre de Pelo Gris.

Pero el animalito parecía enfermo, no crecía y su estado empeorabacada vez más; por último acabó no levantándose del suelo ni aun al vera Karr. El perro saltaba entonces sobre el abrevadero; una débil

lucecilla iluminaba los ojos de la pobre bestia. Desde entonces Karr lehacía todos los días una visita, pasaba a su lado horas enteras,lamiéndolo, jugando y saltando con él, al par que le enseñaba lo quenecesita saber un animal del bosque.

Sin embargo, poco a poco se fue registrando un hecho notable: elcervatillo comenzó a mejorar y a crecer. Su crecida fue tan rápida que alas dos semanas no podía entrar donde estaban los becerritos y hubonecesidad de trasladarlo a un pequeño lugar de pastoreo cercado conuna valía. Dos meses más tarde tenía unas patas tan largas que podíasaltar la cerca sin dificultad. El guarda recabó entonces autorizaciónpara construirle una alta empalizada junto a un pequeño bosque dondeel ciervo vivió algunos años, llegando a ser un ejemplar soberbio. Karriba algunos ratos a hacerle compañía no ya por piedad, sino por afecto.El ciervo continuaba siendo melancólico y parecía indolente y desmayado; sólo Karr conseguía divertirlo y hacerlo jugar.

Pelo Gris llevaba ya cinco años en casa del guarda forestal, cuando elpropietario de aquel terreno recibió una carta del director de un jardínzoológico del extranjero

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proponiéndole la venta del animal. El guarda quedó desolado, peronada podía hacer. La venta del ciervo quedó resuelta. Karr supo pronto

lo que se tramaba y corrió a instruir a su amigo. El perro estaba afligidoante la idea de perderlo; pero el ciervo aceptó su suerte con calma y noparecía contento ni descontento.

—¿Es que piensas dejarte llevar sin resistencia? —le preguntó Karr.

—¿Para qué resistir? —replicó el ciervo—. Ciertamente, prefierocontinuar aquí; pero como me han comprado no tardarán en llevarme.

Karr miró largo rato al ciervo, midiéndolo con los ojos. Se veía queno había alcanzado todavía el límite de su talla; no tenía los retoñosmuy desarrollados, la giba muy alta ni la crin tan espesa como los

ciervos adultos aunque no era menos fuerte que ellos para defender sulibertad.

“Ya se ve que has estado siempre cautivo”, pensó Karr; pero nada ledijo.

Karr no volvió a ver al ciervo hasta después de medianoche, a la horaen que sabía que Pelo Gris, luego de un sueño, hacía su primeracomida.

—Haces bien, Pelo Gris, dejándote llevar —le dijo-. Serás guardado

en un jardín grande y gozarás de una vida sin sobresaltos. Lo únicotriste es que tengas que abandonar el país sin conocer el bosque. Yaconoces la divisa de los tuyos: “Los ciervos y el bosque son una mismacosa”, y tú no has Visto el bosque.

El ciervo apartó la cabeza del trébol que comía:

—De haber querido hubiese visto el bosque; pero yo no puedo salirdel encierro —contestó con su acostumbrada indolencia.

—En efecto, es imposible cuando se tienen las patas tan cortas —dijoKarr.

El ciervo lo miró con el rabillo del ojo. Karr, siendo

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tan pequeño, saltaba la empalizada varias veces al día. Pelo Gris seaproximó a la cerca, dio un salto y, sin saber cómo , se vio libre.

Karr y Pelo Gris se encaminaron hacia el bosque. Era una hermosanoche, iluminada por la luna; finalizaba el verano; los árbolesproyectaban sus grandes sombras. El ciervo caminaba lentamente.

—Tal vez sea mejor volvernos —dijo Karr—. Tú no tienes lacostumbre de correr por el bosque y puedes romperte las patas.

El ciervo pareció no comprenderle; pero apresuró su marcha e irguióla cabeza.

Karr lo llevó a la parte del bosque donde crecían enormes abetos, tan juntos que el viento casi no podía penetrar.

—Aquí es donde los miembros de tu familia se ponen al abrigo de latempestad y del frío —dijo Karr—. Pasan el invierno a pleno aire. Tú tealojarás mejor. Durante el invierno te meterán en un establo, como sifueras un buey.

Pelo Gris no respondió; había detenido el paso y aspiraba con deliciael fuerte aroma resinoso que se desprendía de los pinos.

—¿Tienes algo más que enseñarme —dijo al fin—, o me lo hasmostrado todo?

Karr lo condujo a una gran marisma, donde le mostró los islotes y las laderas abruptas.

—Cuando los ciervos son perseguidos se salvan a través de estamarisma —dijo Karr—. No sé cómo lo consiguen, siendo tan grandes y pesados; pero no se hunden en el limo. Tú no podrías marchar por unterreno tan peligroso; pero, felizmente, no tendrás necesidad deintentarlo, porque a ti no te perseguirán jamás los cazadores.

Pelo Gris no respondió; pero de un salto se lanzó a la marisma. Sesentía feliz al percibir el temblor de los islotes

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  bajo sus pies y corrió en todos sentidos por las laderas; después volvióal lado de Karr.

—¿Hemos visto ya todo el bosque? —preguntó.—Todavía no —respondió Karr.

  Y condujo al ciervo hacia el arenal, donde crecían hermosos árbolesllenos de hojas: robles, álamos y tilos.

—Es aquí donde los de tu raza vienen a comer hojas y cortezas —dijoKarr—. Consideran eso como un regalo, pero tú tendrás en el extranjeromejor alimento.

El ciervo contempló con admiración los árboles que extendían sobre

su cabeza sus copas verdes. Y saboreó las hojas de los robles y la cortezade los álamos.

—Esto es bueno y amargo —dijo——. Es mejor que el trébol.

—Al menos lo habrás probado una vez —dijo el perro.

Más arriba condujo al ciervo junto a un pequeño lago, cuyas aguasdormidas reflejaban las riberas envueltas de ligeras brumas vaporosas.Pelo Gris se detuvo de pronto.

—¿Qué es esto? —gritó. El no había visto nunca un lago.

—Es un lago —respondió Karr—. Tu gente tiene la costumbre deatravesarlo nadando de una a otra orilla. Tú no sabrás hacerlo, peropodrás darte un baño.

  Apenas dijo esto, Karr se echó al agua y se puso a nadar. Pelo Grispermaneció en tierra un buen rato; pero acabó por seguir al perro.Cuando el agua fresca envolvió blandamente su cuerpo, experimentóuna voluptuosidad que lo hizo jadear; quería hundir su espalda bajo elagua y se alejó de la orilla; al observar que el agua lo sostenía , se puso anadar. Nadaba cerca de Karr y parecía en su elemento. Cuando salieron

a la otra orilla, Karr le propuso arrojarse al agua nuevamente.—Aún está lejos la mañana —objetó el ciervo—. Demos otra vuelta

por el bosque.

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Penetraron otra vez en el bosque. Pronto llegaron a un pequeñoclaro iluminado por la luna; la hierba y las flores brillaban bajo el rocío;

allí pastoreaban grandes animales. Había un ciervo y varias ciervas,algunos más jóvenes y otros más pequeños. Al verlos se detuvo PeloGris. Apenas si fijó su mirada en las ciervas y los cervatillos; parecíafascinado ante un ciervo viejo, jefe de la tribu, que ostentaba un bosquede cuernos y una alta giba en sus lomos; una barba recubierta de largospelos pendía de su cuello.

—¿Quién es aquél? —preguntó Pelo Gris.

Su voz temblaba de emoción.

—Se llama el Coronado —contestó Karr —y es pariente tuyo. Tú

también tendrás un día como él un bosque de cuernos y una crin, y si tequedaras en el bosque conducirías un rebaño como ése dentro de algúntiempo.

—Puesto que es de mi familia —añadió Pelo Gris— voy a verlo másde cerca. Yo no había imaginado ver un animal tan soberbio.

Se aproximó hacia el rebaño, pero al punto volvió corriendo haciaKarr, que se había quedado esperándolo bajo un árbol.

—¿Acaso no te ha querido recibir? —le preguntó Karr.

—Le he dicho que era la primera vez que veía a mis padres y él me haamenazado con los cuernos.

—Has hecho bien retirándote —dijo Karr—. Un joven como tú, queapenas si tiene los primeros cuernos, no puede medir sus fuerzas conlos viejos ciervos. Hubiera sido otra la canción del bosque si él hubieracedido sin resistencia. ¿Y esto qué puede importarte a ti, que no te hasde quedar en él, porque tienes que vivir en el extranjero?

No había acabado Karr, cuando Pelo Gris le volvió la espalda paramarchar al lugar de donde venía. El viejo ciervo se puso ante él y 

comenzó la lucha. Cruzaban sus

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cuernos y se embestían con todas sus fuerzas. Pelo Gris retrocedía a lolargo del claro del bosque, sin que al parecer supiera valerse de su

fuerza; pero al llegar a los linderos del bosque hundió más firmementesus patas en el suelo y arqueándose hizo un esfuerzo vigoroso y consiguió rechazar a su adversario. Luchaban en silencio, mientras su viejo rival soplaba y rechinaba sus dientes. De pronto se oyó el ruido dealgo que se resquebrajaba. Era un retoño que saltaba del bosque demadera del viejo ciervo. Retrocedió bruscamente y huyó hacia el bosque.

Karr esperaba a su amigo bajo los árboles.

—Ahora ya has visto lo que hay en el bosque —le dijo a Pelo Gris al

regresar—. ¿Quieres que volvamos a casa?—Si, ya es hora —respondió el ciervo.

Caminaron en silencio. Karr suspiró varias veces como víctima deuna decepción. Pelo Gris marchaba con la cabeza alta, contento de suaventura. Avanzó hacia su encierro sin vacilación; pero al llegar sedetuvo. Recorría con su mirada el estrecho lugar donde había vivido, sefijaba en el suelo tantas veces pisado, en el heno pasado, en el pequeñoabrevadero y en el sombrío rincón donde había dormido.

—Los ciervos y el bosque son una misma cosa —gritó. Y tras esto

echó atrás su cabeza y huyó precipitadamente hacia el bosque.

Una tarde Okka y su bandada descendieron a la orilla de un lago del bosque. Estaban todavía en Kolmarden Sudermania.

La primavera se había retrasado, como ocurre siempre en lasmontañas. El hielo cubría el lago en toda su extensión, excepto unapequeña franja de agua en todo

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el largo de la tierra. Los patos se precipitaron sobre el agua para lavarse  y buscar alimento. Nils Holgersson, que había perdido un zueco por la

mañana, corría entre los alisos y los álamos de la orilla, buscando algocon qué resguardar su pie.

Debió ir bastante lejos para encontrar lo que buscaba. Había halladoun pedazo de corteza de álamo que se ajustaba bien a su pie, cuandoescuchó a sus espaldas un rumor de hojas secas. Se volvió y advirtióuna culebra que avanzaba hacia él. Era muy larga y muy gruesa. Nils vio que tenía una mancha clara en cada mejilla, y permaneció quieto.

“No es más que una culebra —pensó— y no llegará a hacerme daño.”

Pero la culebra se abalanzó sobre él y le dio tal golpe en el pecho que

le echó de espaldas. Nils dio un salto y echó a correr, mas la culebra selanzó en su persecución. El suelo era pedregoso y abundaba en maleza y no le era posible avanzar gran cosa. Y al descubrir una roca escarpadase dispuso a escalaría. Ya en lo alto vio que el animal trataba deseguirlo.

Junto al muchacho, en la cumbre de la roca, había una piedra casiredonda, gruesa como una cabeza de hombre, situada junto a lapendiente y que parecía suelta. Viendo que se aproximaba la culebra,corrió Nils a ponerse tras la piedra y la empujó con toda su fuerza. La

piedra rodó recta hacia la culebra, tropezó con ella y le aplastó lacabeza.

—Ya estoy salvado —dijo Nils, exhalando un suspiro, mientras laculebra hacía algunos movimientos bruscos hasta quedar inmóvil—.Creo que no he corrido tanto riesgo como ahora en todo el viaje.

  Apenas se había repuesto del susto, oyó un batir de alas y vio unpájaro que descendía cerca de la culebra. Este pájaro tenía la altura y elaspecto de una corneja,

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pero su plumaje era negro completamente y con reflejos metálicos. Elmuchacho se ocultó prudentemente en un hoyo. Guardaba muy vivo

recuerdo de su aventura con las cornejas.El pájaro negro describió algunas vueltas en torno del cadáver y, porúltimo, lo empujó con el pico. Tras esto batió dos o tres veces las alas y gritó con voz sobreaguda:

—Es Indefensa, la culebra; la he encontrado muerta aquí.

Todavía dio otra vuelta alrededor del cadáver y se entregó, alparecer, a profundas reflexiones, mientras se rascaba la nuca con unapata.

—No es posible que en el bosque haya dos culebras tan grandes —dijo al fin—.. No puede ser más que ella.

  Y se dispuso a hundir su pico en el cuerpo de la culebra; pero secontuvo de pronto.

—No seas bestia, Bataki —murmuró—. ¿Cómo es posible que piensesen comerte la culebra antes de haber llamado a Karr? No querrá creerque Indefensa, su enemiga, ha muerto, si no lo ve con sus propios ojos.

Nils trataba de mantener su serenidad; pero el pájaro estaba tansolemnemente ridículo, yendo y viniendo y hablando consigo mismo,

que el muchacho no pudo reprimir la carcajada estrepitosa que se leescapó.

Lo oyó el pájaro y de un vuelo se plantó sobre la roca. Nils se levantó y fue hacia éL

—¿No eres tú el llamado Bataki el cuervo amigo de Okka? —lepreguntó.

El pájaro se quedó mirándolo y agitó tres veces su cabeza.

—¿Serás tú, acaso, el que vuela en compañía de los patos silvestres y 

al que llaman Pulgarcito?—Soy el mismo —contestó Nils.

—¡Qué suerte haberte encontrado! ¿Podrías decirme quién hamatado esta culebra?

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—La ha aplastado una piedra que he hecho rodar desde lo alto de laroca —dijo Nils.

 Y acto seguido le refirió cuanto había acontecido.—Eso está muy bien para un hombrecito como tú

—dijo el cuervo—. Yo tengo por aquí un amigo que se pondrá muy contento cuando sepa la muerte de la culebra y, por mi parte, meconsideraría muy feliz si pudiera prestarte algún servicio.

Bataki había vuelto la cabeza y aguzaba el oído.

—¡Escucha! —prorrumpió de pronto—. Karr no está lejos. ¡Quécontento se pondrá!

Entonces Nils aguzó el oído.—Habla con los patos silvestres.

—Habrá venido a la orilla del lago para enterarse del paradero dePelo Gris.

El muchacho y el cuervo se dirigieron rápidamente hacia la orilla.Todos los patos habían salido del agua y habían entablado conversacióncon un perro viejo, tan cansado y tan débil, que se esperaba verlo caerde un momento a otro.

—Mira a Karr -dijo Bataki a Nils—. Dejémoslo que oiga lo que lecuenten los patos y después le diremos que la culebra ha muerto.

Okka decía:

—Fue como te digo, cuando hicimos nuestro último viaje deprimavera. Habíamos partido una mañana Yksi, Kaksi y yo del lagoSiljan, en Dalecarlia, y atravesábamos los grandes bosques de lafrontera entre Dalecarlia y el Halsingland. A nuestros pies no veíamosmás que los árboles, de un verde sombrío. La nieve estaba todavía dura y los ríos helados, con algunos agujeros negros aquí y allá; a lo largo de

las riberas la nieve se había fundido ya. De pronto distinguimos trescazadores. Se deslizaban sobre esquís y llevaban perros de caza, perono escopetas. La superficie de la nieve era muy dura y firme, y como no

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tenían por qué seguir los caminos tortuosos, corrían rectamentedelante de ellos. Parecían saber muy bien hacia dónde iban.

“Nosotros volábamos muy alto y vislumbrábamos todo el bosque.Habiendo visto a los cazadores sentíamos grandes deseos de ver lacaza. Dimos algunas vueltas sobre el bosque para ver mejor entre losárboles. De súbito, en una espesura, descubrimos algo parecido agruesas piedras enmohecidas. Aquello no podían ser piedras porque noestaban cubiertas de nieve. Nos dejamos caer en medio de la espesura.Los tres bloques de piedra se movieron. Eran tres ciervos, un macho y dos hembras. El macho se puso en pie ante nuestra proximidad. No he  visto jamás animal más grande ni más hermoso. Al ver que sólo erantres pobres patos silvestres los que lo habían despertado, se volvió aacostar.”

“No, no, abuelo, no vuelvas a dormirte —le dije—. Sálvate lo antesposible, porque tres cazadores se dirigen hacia aquí.” “Te doy lasgracias, madre pata; pero has de saber que la caza del ciervo estáprohibida en esta época. Esos cazadores habrán salido a cazar zorras.”“Por todas partes hay huellas de zorras, pero los cazadores no se fijanen eso. Créeme. Saben dónde están ustedes y vienen a matarlos. Nollevan escopetas y van armados de cuchillos y venablos, porque no seatreven a disparar una escopeta en esta época del año.”

El ciervo permanecía en calma, pero las dos hembras comenzaban aimpacientarse. “Los patos pueden tener razón”, dijeron,incorporándose a medias. “Estén tranquilas —dijo el ciervo—; no vendrán cazadores por aquí; pueden estar seguras.”

No podíamos conseguir nada y nos elevamos sin alejamos mucho deaquel lugar. Cuando estaríamos a la altura a que acostumbramos volar, vimos salir al ciervo de la espesura. Husmeó en tomo suyo y fue hacialos cazado-

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res. Al marchar pisaba las ramas secas, que se rompían con estrépito.Una gran marisma descubierta surgió ante su paso. Y fue a apostarse

en sitio muy visible, en el centro precisamente.Permaneció allí hasta que los cazadores desembocaron en el bosque.Entonces echó a correr para ponerse a salvo, pero no hacia el lugar dedonde había salido. Los cazadores azuzaron los perros y corrieronrápidamente tras ellos, montados en sus esquis.

El ciervo, con la cabeza tendida sobre su espalda, corría a toda  velocidad; la nieve volaba en grandes copos a su alrededor. Perros y cazadores se quedaron muy atras. Entonces se detuvo como paraescucharlos y cuando los vio venir escapó nuevamente. Comprendimos

que trataba de llevar a los cazadores lejos del sitio donde estaban lasciervas.

La caza duró dos o tres horas. Nosotros nos asombrábamos de vertan obstinadamente a los cazadores tras semejante corredor, siendo asíque no llevaban escopetas. ¿Cómo podían esperar cogerlo?

Mas pronto observamos que el ciervo no corría ya con tanta rapidez.Ponía los pies sobre la nieve con mayor prudencia y cuando los sacabadejaba huellas de sangre.

Entonces comprendimos por qué lo perseguían tanto los cazadores y 

por qué no se descorazonaban. Contaban con la nieve. El ciervo erapesado y a cada paso se hundía más y la superficie endurecida de lanieve le rascaba las patas, arrancándole los pelos y la piel.

Los cazadores sobre sus esquís y los perros que corrían con bastanteligereza sobre la helada superficie le seguían siempre. El ciervo huía,huía; pero sus pasos eran cada vez más inciertos, tropezaba y soplaba  violentamente. Sufría mucho y se agotaba de fatiga en la nieveendurecida. Al fin perdió la paciencia y se detuvo para que seaproximaran

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los perros y los cazadores y luchar con ellos. Mientras los esperabalanzó una mirada hacia el cielo y nos descubrió:

“¡Van a ver mi fin, pájaros silvestres! —gritó——. Cuando atraviesenel bosque de Kolmarden busquen a Karr, el perro, y díganle que su viejoamigo Pelo Gris ha muerto bellamente.”

  Al llegar el relato a este punto se levantó el perro y se dirigió haciaOkka:

—Pelo Gris ha llevado una buena vida —dijo——. Me conocía mucho.No ignoraba que soy un perro valiente y que me satisfacía saber que hatenido una muerte digna. Cuéntame ahora...

Levantó el rabo e irguió la cabeza para recobrar su aspecto fiero y  valeroso, pero decayó pronto su ánimo esforzado.

—¡Karr, Karr! —gritó en este momento una voz humana desde el bosque.

El viejo perro se irguió de nuevo.

—Es mi amo que me llama —dijo— y no puedo retardar mi vuelta.Hace un momento le he visto cargar su escopeta. Hemos venido al  bosque por última vez. Te doy las gracias, pato silvestre. Ahora sécuanto necesitaba para marchar contento hacia la muerte.

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VIII

EL BELLO PARQUE

  Al anochecer de aquel día los patos volaron hacia los terrenos deSörmland, al sitio llamado Stora Djulö. Allí estaba la gran casa blancacon su parque de álamos detrás del edificio y delante un lago de formairregular y accidentadas riberas. Aquello presentaba un aspecto de cosa

antigua y atrayente, por lo que al cruzar por encima suspiró el chicuelo,diciendo:

—¡Qué bien me encontraría yo en un sitio así para descansardespués de la caminata del día, en vez de ir a parar sobre una húmedapiedra o un frío pedazo de hielo!

Pero no había que pensar en ello.

Los patos aterrizaron a bastante distancia de la parte norte dellindero del bosque, el cual se hallaba tan inundado, que sólo algunosterruños asomaban de trecho en trecho sobresaliendo de las aguas. No

tenía duda de que la noche que le esperaba iba a ser la peor de todas lasque había pasado durante el viaje.

Permaneció un buen rato sobre las espaldas del pato sin saber cómoarreglárselas: pero saltando por fin a tierra,

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empezó a brincar de terruño en terruño, rápidamente, con dirección ala vieja casona.

  Aconteció que justamente aquella noche algunos hombres sehallaban sentados en torno del fuego, en una cabaña perteneciente aStora Djulö, hablando acerca del sermón, de los trabajos del campodurante la primavera y del tiempo. Y conforme el tema de laconversación se fue agotando pidieron a una vieja, que era madre deldueño de la cabaña, que les relatara alguna historia de duendes.

 Y la vieja comenzó diciendo que hubo un tiempo en que existía uncastillo con un bello parque sobre un montículo, en cuyo sitio sólo se veía hoy el bosque.

 Y sucedió que un señor, que se llamaba Carlos y que en su tiempodominaba toda la Sörmlandia, había llegado de viaje al castillo.Después de comer y beber marchó a dar un paseo por el parque, dondepermaneció largo rato contemplando el hermoso paisaje que desde allíse divisaba. Pero cuando más tranquilo se hallaba en la contemplacióndel mismo, pensando en que no había tierra más hermosa que aquélla,se percató de que alguien suspiraba a sus espaldas. Se volvió y pudo verque un viejo jornalero se encontraba trabajando la tierra. “¿Eres tú elque suspira de ese modo? —le preguntó—. ¿Qué te obliga a suspirar?”“¿No le parece que tengo motivo para ello cuando día tras día me veoobligado a trabajar la tierra?”, contestó el interpelado. Pero el caballeroCarlos, que era brusco de temperamento y no gustaba de oír lamentos,le dijo: “¿No tienes ninguna otra cosa de qué quejarte? Yo te puedodecir que me daría por muy satisfecho si pudiese siempre venir a cavaresta nuestra tierra de Sörmlandia.” “Dios quiera que suceda como usteddesea”, contestó el jornalero. “Cuentan las gentes que el caballero,solamente por haber dicho estas palabras, no tuvo sosiego en susepultura después de muerto y que todas las noches acostumbraba a ira Stora

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Djulö para trabajar la tierra de su parque. Bien, es verdad que ahorano hay allí castillo ni parque. Donde estuvieron éstos sólo existe un

  bosque; pero si alguien quisiera atravesarlo durante la noche oscura,pudiera muy bien darse el caso de que llegara a ver el parque.”

  Aquí suspendió la vieja su relato y miró en dirección a un oscurorincón, diciendo:

—¿No hay ahí algo que se mueve?

—No, madre —contestó la nuera—. Prosiga su relato; no es nada.  Ayer vi que los ratones hicieron un agujero; pero como tuve tantasotras cosas de que ocuparme, no hubo tiempo de taparlo. Díganos si ha visto alguien el tal parque alguna vez.

—Sí —contestó la vieja—. Mi mismo padre lo vio en cierta ocasión.  Atravesaba el bosque una noche de verano cuando, de modoinesperado, se halló frente a una tapia, por encima de la quesobresalían los árboles más raros, tan cargados de frutas y flores quesus ramas se inclinaban sobre el muro. Mi padre continuó con grancuidado su marcha, pensando cómo había podido surgir aquel parque.Se abrió entonces rápidamente un portón y apareció el jardinero, que lepreguntó si quería ver el parque. Tenía el jardinero su azadón en lamano y se cubría con una blusa como las que se usan en estos oficios.

Se disponía mi padre a seguirlo, cuando se fijó en su cara, viendo conasombro que aquella cara era la misma , con su misma frente invadidapor los cabellos y la misma barba, que había visto en los retratos delcaballero Carlos que existían en todas las casas señoriales queposeyera.

Nuevamente suspendió la vieja el relato. Una chispa había saltado dela chimenea iluminando la estancia por un momento, y entonces creyó ver junto al agujero de los ratones algo minúsculo que se movía y que seapresuró a desaparecer.

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—Continúa, madre —dijo la nuera.

Pero la vieja no quiso.

—Ya hay bastante por hoy.Dijo esto con una voz tan extraña que, si bien los presentes querían

continuar oyendo el relato, fue entonces la misma nuera la que seopuso, porque la veía palidecer y porque veía también cómo temblabansus manos.

—No, madre, ya hay bastante por esta noche; debes estar cansada y te conviene dormir.

Un rato después volvía el pequeño Nils al bosque donde se hallaban

los patos. Daba mordiscos a una zanahoria que había encontrado y quesaboreaba como una espléndida cena, después de haber pasado algunashoras en el templado ambiente de la cabaña.

“¡Si yo pudiese encontrar ahora dónde pasar la noche!”, pensó parasi.

Entonces se le ocurrió que quizá fuese lo mejor buscar refugio en lastupidas ramas de un abeto que se hallaba junto al camino. Trepó hacialo alto, unió dos ramas y allí dispuso su cama para dormir. Durante unrato permaneció despierto, reflexionando sobre lo que había oído

respecto al caballero Carlos, durmiéndose después. Y hubiese dormidotranquilamente hasta bien entrada la mañana si a poco no le despertarael ruido de una verja que se abría a sus pies.

Se incorporó al momento, se restregó los ojos y miró en derredor.Junto a él vio una gran tapia, por encima de la cual sobresalían unosárboles tan cargados de frutas y flores, que sus ramas se inclinaban a supeso.

 Aquello le pareció muy raro, porque recordaba que al llegar no había visto allí ninguna clase de árboles frutales; pero pronto cayó en cuenta,

por los recuerdos que acudían a su memoria, de lo que debía ser aquelhuerto. Lo mas extraño fue que, en vez de sentir miedo, experimentabaun vivísimo deseo de entrar en él.

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  Allá, en las altas ramas del abeto en que se había refugiado, eragrande la oscuridad y se sentía frío; pero en el huerto había luz y le

parecía ver brillar las flores y los frutos bajo los vivos reflejos solares.¡Qué bien, disfrutar de este calor veraniego cuando tanto tiempo habíasentido el frío y las inclemencias del tiempo!

Para llegar hasta el parque no había obstáculo alguno. El portón delmuro estaba al pie del mismo árbol y un viejo jardinero acababa deabrir, asomándose como si esperara a alguien. En un breve instante  bajó del árbol, y gorro en mano, saludó al jardinero, preguntándole sipodría ver el parque.

—Sí, señor —contestó el jardinero con voz algo bronca—. Puede

usted pasar.Cerró luego el portón con llave y guardó ésta en su cinturón

mientras le contemplaba el muchacho.

El jardinero se internó en el parque a largos pasos y esto obligó almuchacho a correr para seguirlo.

Conforme iban llegando a unas y otras veredas del jardín, que era en  verdad maravilloso, el bueno del jardinero iba dando explicaciones almuchacho, diciéndole:

—Este jardín se llama Sörmlandia. Y tan contento se hallaba el chicuelo, que de buena gana se hubieraquedado en cuantos sitios visitaba.

Llegaron a un lugar denominado el palacio de Eriksberg, y lepreguntó el jardinero si quería penetrar en él, sin dejar de advertirleque de hacerlo debía tener cuidado con la mujer del casero.

Contemplaba atónito el muchacho las riquezas que en cuadros,tapices, libros y otros ornatos ostentaba el castillo, cuando oyó la vozdel jardinero invitándole a salir, lo que se apresuró a hacer sin ver más

que una mitad del castillo.—¿Cómo te ha ido? —le preguntó el jardinero—. ¿Has visto a la

mujer del casero?

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—No he visto a ningún ser viviente —contestó el pequeño.

La contrariedad se reflejó en el semblante del jardinero, que dijo:

—La mujer del casero encontró descanso y yo no.La misma escena se repitió en otro edificio donde el jardinero le

encargó que buscara a la dama blanca, a la que tampoco pudo hallar, loque motivó que fuese en aumento la contrariedad del jardinero,exclamando como antes:

—La dama blanca encontró descanso y yo no.

Llegaron también ante una iglesia y penetró en ella, no sin haberleencargado el jardinero que tratase de ver al obispo Rogge. Tampoco lo

halló, y el jardinero dijo:—El obispo Rogge descansa y yo no.

 Y llegaron a un bello islote, y le dijo:

—Entra en él si te place, pero ten cuidado de no encontrarte con elrey Erik.

 Y Nils tampoco vio al rey Erik. Y el jardinero dijo:

—El rey Erik encontró descanso y yo no.

  Y así fueron pasando por unos y otros sitios, hasta que advirtió elmuchacho que se iban acercando hacia el lugar de salida.

Quiso darle el muchacho las gracias al jardinero cuando se hallaban  junto a la puerta, pero el jardinero no se cuidó de oírle; le pedía sóloque le sostuviera el azadón mientras él abría la puerta; pero elmuchacho, llevado del deseo de no molestarlo, le dijo que no eranecesario, pues era tan pequeño que podía pasar cómodamente entrelos barrotes sin necesidad de que la puerta se abriese. Y así lo hizo.

Esto llevó al jardinero a la mayor desesperación, que se tradujo en

un violento pataleo y fuertes sacudidas cogido a los hierros de lapuerta.

—¿Qué es eso, qué es eso? ¿Por qué se disgusta tanto?

—preguntó el chiquillo—. Yo sólo quise evitarle molestias.

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—¿No crees que tengo motivos para ello? —replicó el viejo  jardinero—. Si tú hubieses tomado el azadón hubieras quedado aquí

guardando el parque y yo me vería libre del encantamiento. Ahora yano sé cuánto tiempo más tendré que permanecer en este sitio.

—No debe disgustarse por ello, caballero Carlos de Sörmlandia —lecontestó—, porque no habrá nadie que venga a cuidar de su parquecomo usted lo hace.

  Apenas hubo concluido Nils de expresarse así, quedó comosilencioso y quieto el jardinero, y poco a poco se fue desvaneciendo elparque hasta desaparecer con sus flores, sus frutos y su luz, cual sihubiese sido una neblina, quedando todo sumido en la más completa

oscuridad.

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IX

EL DESHIELO  

Era la primera hora de la mañana. Los dos pequeños esmalandeses,  Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, caminaban por lacarretera que de Sudermania conduce al Narke. Esta carretera se

extiende a lo largo de la ribera sur del lago Hjelmar, y los niñoscontemplaban el hielo que aún cubría la mayor parte del lago. El sol dela mañana esparcía su claro resplandor y el hielo no tenía el aspectosombrío y engañador que tan frecuentemente ofrece durante laprimavera; lucía blanco y refulgente.

 Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, caminaban hacia elnorte pensando en los muchos pasos que se ahorrarían si pudieranatravesar el gran lago en vez de darle la vuelta. No ignoraban lospeligros que ofrece confiarse al hielo de la primavera, pero el que

estaban viendo parecía completamente sólido. Se fijaban también enque había trazado un camino y que la otra orilla del lago parecía tanpróxima que bastaría una hora de caminata para alcanzarla.

—¡Intentémoslo! —repuso el pequeño Mats—. Sólo

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con que procuremos no caer en ningún agujero creo que podremosllegar muy bien.

Se aventuraron a través del lago. El hielo no estaba muy resbaladizo y se mantenía firme bajo los pies. Sin embargo, había un poco más deagua de lo que imaginaban; a trozos se presentaba el hielo poroso y dejaba pasar el agua con cierto borbolleo. Estos eran los escollos quehabía que evitar, pero nada más fácil en pleno día y bajo tan hermososol.

Los niños avanzaban rápidamente, sin experimentar fatiga,felicitándose de la buena ocurrencia de atravesar el lago, lo que lespermitía evitar un gran rodeo por caminos reblandecidos por la

reciente lluvia.Habían llegado cerca de la isla de Vinöd. Una vieja mujer que les vio

desde la ventana salió a toda prisa, haciéndoles señales desesperadascon los brazos y diciendo algo que no entendían. Sin embargo,comprendieron que la mujer les indicaba la conveniencia de nocontinuar su camino. Pero ellos, que estaban sobre el hielo, veían mejorque nadie que no corrían ningún peligro. Hubiera sido una cosaestúpida abandonar tan buen camino.

 Al pasar la isla apareció ante ellos una vasta extensión de dos o tres

leguas por lo menos; por allí había ya lagunas tan grandes que erapreciso bordearías; y encontraron una diversión en ver cuál de los dosdaba mejores pasos. No sentían hambre ni fatiga. A veces, mirando a laotra orilla, asombraban se de verla todavía tan lejos a pesar de quellevaban caminando una hora larga.

—Creo que la orilla se aleja de nosotros —dijo el pequeño Mats.

En medio de esta gran llanura de hielo nada había que pudieraprotegerles contra el viento oeste que a cada minuto aumentaba su violencia y les plegaba los vestidos contra su cuerpo, de tal manera que

les hacía bastante

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penosa la marcha. Este viento frío y penetrante era el primer motivo dedisgusto que encontraron.

Lo que les causaba un gran asombro era que el viento llegara conmucho ruido, como si trajera hasta allí el estruendo de un gran molinoo de una fábrica. ¿De dónde podía llegar tal batahola?

Habían pasado a la parte izquierda de la gran isla de Valen y lesparecía ya próxima la costa septentrional; pero al mismo tiempo ibahaciéndose el viento más molesto y aumentaba el ruido casiensordecedor que le acompañaba.

Hubo un momento en que creyeron que este ruido nacía de las olasque se estrellaban contra la ribera entre espumas. Pero ¿cómo había de

ser esto posible si el lago permanecía helado?Detuvieron el paso y miraron en torno de ellos. Entonces

descubrieron a lo lejos, hacia el oeste, una blanca muralla de escasaaltura que cortaba el lago de parte en parte. En el primer momento latomaron como un montículo de nieve que bordeara un camino; pero notardaron en comprender que aquello no era otra cosa que la espuma delas olas que se lanzaban contra el hielo.

 Al ver esto se cogieron de la mano y echaron a correr sin pronunciarpalabra. El lago se había abierto allá abajo, en el Oeste, y se habían

dado cuenta de que la línea blanca avanzaba rápidamente hacia el este.¿Iría a deshielarse el lago por todas partes? Presentían la magnitud delpeligro.

  Ante su paso se levantaba el hielo de improviso: se hinchaba y después se hundía, como si alguien lo empujara desde abajo. Al mismotiempo se oía un golpe seco que partía del hielo y se abrían muchasgrietas en todas direcciones. Las veían extenderse por la superficie.

Siguió un momento de calma y luego otra vez la

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hinchazón y el lento hundimiento de la capa de hielo. Las grietas seconvertían en hendiduras y el agua borbollaba a través de las mismas.

Después las hendiduras se convertían en hoyos y el hielo ibareduciéndose a grandes bancos flotantes.

—Asa —dijo el pequeño Mats—, esto es el deshielo.

—Sí, es el deshielo; pero aún podremos llegar a tierra. Corre, corre.

En efecto, al oleaje y al viento aún les quedaba mucho que hacerpara desembarazar el lago de hielo. Lo más costoso había quedadohecho al abrirse la capa de hielo, pero los grandes bancos habían dequedar reducidos a pedazos, y éstos desmenuzados, pulverizados,fundidos. Quedaban todavía grandes extensiones de hielo resistente y 

endurecido.Lo que aumentaba el peligro para los niños era el no ver un vasto

horizonte; les era imposible saber dónde les cortarían el paso lasranuras recién abiertas. Corrían al azar y en vez de aproximarse sealejaban de la tierra. Extraviados, espantados ante el hielo que crujía y se fundía, se detuvieron al fin y se echaron a llorar.

En ese momento pasó sobre sus cabezas una bandada de patossilvestres cortando el aire en vuelo rápido. Gritaban hasta ensordecer.Los niños creyeron oír en medio de este griterío unas palabras que

decían:—Vayan hacia la derecha, hacia la derecha, hacia la derecha.

Siguieron este consejo, pero pronto se detuvieron de nuevo ante unagran laguna, indecisos.

Los patos gritaron nuevamente, y los niños creyeron oír estaspalabras:

—Esperen donde están, esperen donde están.

Los niños no contestaron, pero obedecieron. Los bancos de hielo notardaron en unirse, facilitándoles el paso de este modo. Otra vez sedieron la mano para correr

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 juntos. El extraño socorro que les prestaban los patos les infundía tantotemor como el peligro.

Cuando vacilaron de nuevo ante el camino a recorrer, dijo la misma voz:

—Sigan adelante, sigan adelante.

  Así continuaron durante media hora. Por último llegaron a la puntade Sunger y pudieron abandonar el hielo y ganar la orilla a través deagua poco profunda. Era tan grande el miedo que se había apoderadode ellos, que al llegar a tierra firme no se detuvieron a contemplar ellago, donde las olas comenzaban a golpear los bloques de hielo. Pasó unmomento antes que Asa se detuviera.

—Espera un poco aquí, pequeño Mats —le dijo—. Yo he olvidado unacosa.

 Y al llegar corriendo a la orilla se puso a buscar en su zurrón y sacóun pequeño zueco, que colocó bien visible sobre una piedra. Tras estocorrió hacia su hermano.

 Apenas hubo vuelto la espalda, un gran pato blanco descendió hastala piedra y, tras apoderarse del zueco, se remontó rápidamente.

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X

LA FUNDICION 

Durante el día en que los patos silvestres atravesaron las montañasde Bergslagerna sopló un fuerte viento oeste, el cual llegó a tal extremode violencia que, cuando aquellos trataron de dirigirse hacia el norte, se

sintieron arrastrados hacia el este.Como Okka temía que la zorra anduviese por la parte este

de aquellas tierras, se resistía a seguir tal dirección y se obstinaba enorientar su vuelo hacia el norte. En su lucha contra el viento nopudieron los patos adelantar gran cosa, por lo que al sobrevenir la tardese hallaban a escasa distancia del lugar de partida.

Declinaba el sol cuando el viento dejó de soplar, y los patos,abrumados de fatiga, creyeron que su vuelo se haría más fácil y quepodrían hacer un buen recorrido antes que desapareciera por completo

la luz solar. Mas de repente se desencadenó un irresistible huracán, quearrastró a los patos, lanzándolos por los aires como si fuesen pompasde jabón.

El chicuelo, que ya se creía seguro y que se había aposentadotranquilamente sobre el lomo del pato predi-

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lecto, fue arrebatado por el viento, y su cuerpecito, dado su poco peso,fue llevado a impulsos del viento, por lo que en vez de caer al suelo

 verticalmente, quedó largo rato a merced del aire que soplaba con furia,cayendo finalmente a tierra como si fuese débil hoja desprendida de unárbol.

Pulgarcito cayó de espaldas en un gran hoyo y como tuvo la suerte deque el descenso fuese lento, no se hizo ningún daño. Repuesto del sustoconsiguiente, se levantó del duro suelo, recogió su gorro. y empezó ahacer señales con el mismo para llamar la atención de sus compañerosde viaje, sin dejar de repetir a voz en cuello:

—Estoy aquí. ¿Dónde están ustedes? Estoy aquí.

Como transcurriera el tiempo y Okka no apareciese, trató deconsolarse haciéndose algunas reflexiones. Pensó que el viento debióllevarse a los patos muy lejos y se decidió a marchar en su busca apenasamainase.

Por lo que vio a su alrededor pudo comprender que aquello era unamina que debió estar en explotación años antes, y se disponía a treparpara salir del hoyo en que había caído, cuando oyó un sordo bramido alpar que le sujetaban por la espalda.

—¿Puedes decirme quién eres? —le preguntaron.

Se volvió, y en el primer momento de su asombro creyó ver ante éluna gran piedra gris; pero pronto pudo observar que lo que tomó poruna piedra era un ser viviente que tenía cuatro patas, unos ojos  brillantes y una boca enorme. Pulgarcito recibió tal impresión que nopudo articular palabra. Era un oso.

Este parecía dispuesto a devorarlo, a engullirlo sin másaveriguaciones; pero así como fue contemplándole cambió de opinión y acabó llamando a gritos a dos oseznos que tenía, diciéndoles:

—Vengan, vengan, que tengo algo bueno para ustedes.No tardaron en aparecer, con paso incierto, los ca-

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chorritos, que tenían una piel suave como si fueran perritos, y dirigiéndose a su madre le preguntaron:

—¿Qué es lo que has encontrado para nosotros? Enséñanoslo.—Ahí lo tienen —contestó.

 Y dándole una patada a Pulgarcito, lo lanzó hacia sus hijos.

Uno de los cachorros le cogió con su boca por el pescuezo y se lollevó corriendo, aunque sin apretar demasiado los dientes, porquequería divertirse con aquel monigote antes de matarlo.

El otro cachorro, que no quería verse desposeído, corrió tras suhermanito para arrebatarle la presa, entablándose entre los dos una

lucha que le devolvió a Nils la libertad. Y mientras los oseznosencontraban se en su lucha, el pequeño comenzó a trepar con granansia por entre los arbustos, buscando en éstos su salvación; pero lososeznos, que adivinaron sus intenciones, se abalanzaron hacia él,consiguiendo hacerlo caer de nuevo en el fondo de la hendidura dondese hallaban. Con su actitud le hicieron comprender al pequeño Nilscómo debe ser tratado un pobre ratón cuando cae en las garras de ungato.

  Y los osos jugaron con el infeliz Nils como los gatos con los

ratoncillos.—Corre otra vez —le decían cuando, tras correr mucho, caía elpobrecito muerto de cansancio, sin poder moverse—. Como no corrasmás, te comemos.

—Ya podéis hacerlo -contestaba Nils—. No tengo fuerzas paracontinuar corriendo.

  Ante esta contestación, y viendo que Nils apenas si daba señales de vida, fueron a contárselo a su madre, diciéndole:

—Ya no quiere jugar más.

 A lo que les contestó la madre:

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-Entonces, se lo pueden comer, haciendo dos partes iguales.

Pero la orden de la madre no fue cumplida. Los cachorros se habían

divertido tanto con el pequeño, que prefirieron guardarlo para el díasiguiente, y para que no pudiese escapar se lo llevaron con ellos con elobjeto de que se durmiera junto a la madre, y los dos le pusieron unapata encima para que no se moviese.

Pronto se quedaron todos dormidos. El cansancio y el agotamientode Nils sobrepasaban la angustia de su situación. Pasó algún tiempohasta que el rodar de unos pedruscos los despertó a todos, viendoentonces Nils con verdadero espanto que junto a ellos se hallaba ungran oso que, muy irritado, decía:

—Olor a carne humana siento por aquí.—¿Cómo puedes suponer tal cosa? —contestó la madre.

—He andado buscando nuevo albergue para nosotros. El hombreparece que quiere quedarse solo en la tierra. Hasta ahora nos hemosalimentado de bayas y plantas; no hemos molestado a ganados ni apersonas, y, a pesar de ello, no se nos deja tranquilos en el bosque. Enlas abandonadas galerías de estas minas lo hemos pasado bastante biendurante muchos años —añadió el oso—; pero ahora que se han hechoen estas cercanías instalaciones tan ruidosas, las gentes no nos dejan

  vivir y en estos días estuve dando vueltas por las montañas deGarpenberg, donde hay también buenos escondrijos y podríamos evitarel encuentro del hombre.

  Apenas el oso hubo dicho esto, se levantó dando señales deinquietud, diciendo:

—Es extraño; cuando hablo del hombre percibo de nuevo el mismoolor de antes.

—Ve y busca por ti mismo si es que no te fías de lo que yo digo —

replicó la osa.

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El oso salió y regresó después de olfatear por todos los rincones.

La casualidad quiso que uno de los cachorros se moviese y colocase

una de sus patitas sobre las narices de Nils, con lo que el chicuelo nopudo menos que estornudar.

 Apenas lo hubo hecho, el oso, fuera de sí, separó a los hijuelos delregazo de su madre y descubrió al pobre Nils antes que éste se pudiesemover, y de seguro lo hubiera devorado si la osa no se hubieseinterpuesto, gritando:

—No lo toques; es propiedad de nuestros hijitos. Han estado jugando con él toda la tarde y no se lo han comido por guardarlo hastamañana.

—No te mezcles en asuntos que no conoces —dijo el oso—. ¿No vesque esto es un hombre y si nos descuidamos nos hará alguna malapasada?

  Ya había abierto la boca para dar el primer bocado cuandorecurriendo Nils a los fósforos de azufre, que siempre llevaba consigo,encendió uno rápidamente, frotándolo sobre el pantalón, y se loaproximó al oso.

Este, molestado por el olor y extrañado por aquella luz, retrocedió y,

lleno de curiosidad, le preguntó al chicuelo:—¿Tienes otras muchas lucecitas como ésa para poder encender?

—Tantas —dijo el chiquillo para amedrentar al oso-que con ellaspodría incendiar todo el bosque.

—Entonces —le replicó el oso—, ¿podrías incendiar igualmente casas y fábricas?

—Eso sería para mí fácil en extremo —contestó con petulancia elchicuelo.

—Me alegro, porque entonces podrás hacerme un favor y me alegrode no haberte comido.

Puestos de acuerdo, cogió el oso entre sus dientes

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con gran cuidado al chicuelo y rápidamente lo llevó a una alturapróxima, desde la que se dominaban las fábricas y fundiciones, y 

preguntó:—¿Podrías incendiar unos talleres tan grandes como éstos?

—El hecho de que sean grandes o pequeños, oso, no tiene para míimportancia. alguna —manifestó el pequeño Nils, jactándose de supoderío.

—Óyeme, pues —dijo el oso—: hace años no había aquí más que unpar de herrerías que trabajaban sólo algunas horas al día; pero hoy sehan hecho tan grandes estas fábricas que se trabaja sin parar de noche y de día, y es ya tanta la gente que hay en ellas que no nos es posible

 vivir aquí como no destruyamos esto. Y cogiendo de nuevo con la boca al chiquillo, lo llevó con sigilo hasta

las tapias de las fábricas, las que le mostró, diciéndole:

—Si las haces arder, te perdono la vida; pero si no, acabo contigo.

El chiquillo comprendió que aquello no era fácil. La techumbre erade teja y pidió al oso un poco de tiempo para reflexionar. Quería conello ver la manera de ingeniarse un medio para salir del atolladero;pero por más que pensaba, nada se le ocurría.

El oso, que en un comienzo accedió a su petición, se inquietaba,exigiéndole una pronta resolución.

—¿Quieres o no quieres? —le preguntaba.

El chicuelo, pensativo, se llevó la mano a la frente; estabaconvencido de que no debía intentar nada que redundase en perjuiciodel hierro, que tan buen auxiliar ha sido siempre del hombre, tanto ricocomo pobre, y que proporcionaba el pan a muchísimos obreros deaquella comarca.

—No quiero —contestó Nils con decisión.

El oso se abalanzó sobre él, oprimiéndole entre sus

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—No conseguirás —continuó diciendo el muchacho— que yodestruya fábricas en las que se trabaja el hierro, que tan grandes

 beneficios proporciona a la humanidad.—Entonces no habrá salvación para ti —le replicó el oso.

—Ni la espero —exclamó Nils, dirigiendo una mirada de rabia alformidable oso que le sujetaba.

Tan entregados estaban ambos a su disputa, que ninguno de los dosadvirtió la presencia de un hombre que se había aproximado al lugardonde se encontraban, hasta que el bruñido cañón de una escopeta  brilló muy cerca de ellos. Al darse cuenta de la proximidad del armasalvadora le gritó al 050:

—Huye; de lo contrario, morirás.

El oso salió escapando, pero no sin llevar entre sus dientes alchicuelo.

En este instante sonaron dos disparos. Las balas pasaron rozandolas orejas del oso, sin hacer blanco.

“Nunca he sido tan tonto como ahora —pensaba Nils mientras corríael oso—. Si no le hubiese dicho nada, el oso hubiera sido muerto y yohabría recobrado la libertad.”

Tan acostumbrado estaba a hacer el bien a los animales, que aun sinproponérselo había salvado al oso.

Cuando el fiero animal hubo recorrido un buen trecho a través del bosque, detuvo su marcha y dejó a Nils sobre el suelo con todo cuidado. Y le dijo:

—Muchas gracias, pequeñín; esas balas me hubiesen alcanzado deno haberme advertido a tiempo.

Tras esto salió de estampía como si le persiguiese un grupo de

cazadores o una jauría. Y Nils quedó completamente solo, sin poderdarse cuenta de lo que le había sucedido.

Los patos silvestres volaron toda aquella noche en busca de Nils,hasta que el cansancio los rindió, posándose profundamenteentristecidos. Poco después se hallaban

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entregados al sueño. Ninguno de los patos dejaba de creer que sucompañero se había estrellado en la caída, por lo que temían no

encontrarle ya nunca. Así es que a la mañana siguiente, al despertarse con el amanecer, fueextraordinario el júbilo de la bandada de patos al ver que Nils dormíaentre ellos.

Sentían tales ansias por saber lo que le había acontecido a Nils, quenadie pensó en levantar el vuelo para ir en busca de alimento. Y allípermanecieron todos hasta que Nils terminó de referirles lo que lehabía sucedido con el oso.

—Y ya saben cómo he llegado hasta ustedes —terminó diciendo.

—No, no lo sabemos; te equivocas. Nosotros no sabemos nada.Creíamos que te habías estrellado al caer.

—Óiganme, pues, y les contaré.

 Y tras una pausa, añadió:

—Al dejar al oso trepé a lo alto de un abeto y me dormí. A losprimeros albores del día observé que se aproximaba hacia mí una granáguila que, cogiéndome entre sus garras, me llevó consigo. ¡Y entoncessí que creí llegado mi último momento! Pero no fue así, porque el

águila no hizo más que traerme directamente, en rápido vuelo, hastadonde estaban, y entre ustedes me dejó.

—¿Y no te dijo el águila quién era? —le preguntó Okka.

—No —contestó Nils—. Marchó tan ligera, que no me dio tiempo nipara darle las gracias.

Okka miró a sus compañeros como interrogándoles acerca de lo quepudiera pensarse del suceso; pero todos miraban hacia el espacio comosi no les importase lo que acababan de oír.

—No debemos olvidar que todavía no hemos almorzado esta mañana—dijo Okka.

 Y abriendo sus alas emprendieron los patos el vuelo.

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XI

LA INUNDACION

Durante varios días había hecho un tiempo espantoso al norte dellago de Málar. El cielo estaba uniformemente gris, el viento silbaba y lalluvia azotaba el suelo. Hombres y mujeres sabían que no se tiene por

menos la primavera; pero tal tiempo no dejaba de agotar su paciencia.No sólo se alarmaban los hombres porque el Málar pudiera

desbordarse. También los ánades que guardaban sus huevos entre los  juncos de la orilla, y los topos que vivían a lo largo de la ribera y quetenían pequeñuelos que no se podían valer, se sentían dominados poruna gran angustia. Todos, hasta los grandes y altivos cisnes,comenzaban a temer la desaparición de sus nidos y sus huevos.

Sus temores estaban fundados; la crecida del agua duró varios días.Los prados bajos del Grifolm quedaron inundados de tal modo que el

gran castillo no se separaba de tierra por ningún estrecho canal, sinopor una amplia extensión de agua.

Por esta época Esmirra, la zorra, andaba husmeando por unpequeño bosque de álamos, al norte del Malar.

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Pensaba siempre en los patos y en Pulgarcito; habiendo perdido sushuellas, se preguntaba constantemente de qué manera lograrla

atraparlos.Se hallaba en un momento de abatimiento cuando advirtió a Agar, lapaloma mensajera, sobre una rama.

—Estoy encantada de verte, Agar —le dijo Esmirra—. Tal vez túpuedas decirme dónde se encuentran en este momento Okka y su bandada.

—Es posible que lo sepa —respondió Agar—; pero ten la seguridadde que no te lo diré nunca.

—No me importa gran cosa —respondió Esmirra con indiferencia—con tal de que accedas a transmitirle un mensaje que se me haconfiado. Ya sabes en qué deplorable estado se encuentran las riberasdel Malar. La inundación es tan grande, que el numeroso pueblo de loscisnes que habita en la bahía de Hjelsta está a punto de perder susnidos y sus huevos. Luz del Día, el rey de los cisnes, ha oído hablar deun hombrecito que acompaña a los patos y que conoce el remedio paratoda clase de males; me ha encargado que rogara a Okka que vaya conPulgarcito a la bahía de Hjelsta.

—Puedo transmitirle el mensaje —dijo Agar—; pero no veo el modo

de que ese hombrecito pueda socorrer a los cisnes.—Ni yo tampoco —añadió Esmirra—; pero se asegura que sabe

 vencer todo género de dificultades.

—Lo que me causa también gran asombro es que el rey de los cisnesenvíe sus mensajes por medio de una zorra —objetó Agar.

—Efectivamente, nosotros somos enemigos en tiempo ordinario —confesó Esmirra con una voz muy dulce—, pero en los grandesdesastres es preciso apoyamos mutuamente. En todo caso, tal vez

convenga que no le digas a Okka que este mensaje te lo ha transmitidouna zorra, porque de lo contrario abrigaría sospechas.

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Mälar es la bahía de Hjelsta. Esta tiene unas riberas muy bajas; elagua poco profunda se ve invadida por los cañaverales.

Esta bahía ofrece una excelente residencia a los pájaros que allí  viven en paz. Hay un pueblo numeroso de cisnes; el propietario delantiguo dominio real de Ekolsund, situado a corta distancia, haprohibido la caza -en la bahía con el fin de no inquietarles.

  Apenas le fue transmitido el mensaje, Okka voló hacia la bahía deHjelsta. Al llegar con su bandaba una tarde se dio cuenta de lamagnitud del desastre. Los grandes nidos de los cisnes, arrancados porlas aguas, flotaban a merced del viento. Algunos se habían deshecho ya,dos o tres se habían volcado y los huevos que contenían brillaban en el

fondo del agua.Los cisnes se habían reunido en un rincón del este, donde estaban

más al abrigo del viento. Aunque habían sufrido mucho con lainundación, su excesivo orgullo no les permitía demostrar su pena.

—¿Para qué lanzar gemidos? —se decían—. Las fibras y las briznasde hierba no nos faltan. Reharemos nuestros nidos, y en paz.

Como ninguno de ellos había tenido la idea de pedir socorro, nosospechaban ni remotamente que Esmirra hubiese enviado un mensajea los patos silvestres por mediación de Agar.

 Ascendían a varios centenares y se hallaban formados respetando elrango que concede la edad: los jóvenes en la periferia, los mayores y losmás sabios en el centro, alrededor de Luz del Día, el rey, y de NieveSerena, la reina, que, además de tener el privilegio de los añosconsideraban a la mayoría de los cisnes como descendientes suyos.

Los patos silvestres habían bajado al Oeste de la ba-

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hía, y Okka inició en seguida su nado hacia los cisnes. El mensaje habíacausado mucha sorpresa, pero, considerándolo como un gran honor, no

podía dejar de prestarles su ayuda por nada del mundo.  Ya cerca de los cisnes miró hacia atrás para ver si los patos que laseguían nadaban a distancias iguales y en línea recta.

—Ahora naden vivamente y bien —dijo a todos

No miren a los cisnes como si no hubieran visto jamás nada bello, y no se preocupen de lo que les puedan decir.

No era la primera vez que hacía una visita al viejo rey y a la reina delos cisnes. La habían recibido siempre con la distinción a que teníaderecho una pata tan notoria y que había viajado tanto. No obstante, seresistía a cruzar entre todos los cisnes que formaban suacompañamiento. Jamás se consideraba tan pequeña, gris y humildecomo cuando estaba con ellos, y a su paso les había oído más de una vez llamarle raro y pobre animal; pero, prudentemente, nunca se habíadado por aludida.

Esta vez todo parecía marchar conforme a su deseo. Los cisnes seapartaban deferentemente y los patos silvestres nadaban como en unaavenida en la que los grandes pájaros, blancos y sedosos, abrían calle.Estaban verdaderamente hermosos cuando extendían sus alas como

  velas para presentarse más bellos ante los visitantes. No hicieronninguna manifestación de desagrado y Okka no salía de su asombroante su comportamiento.

“El rey ha debido darse cuenta de sus modos incorrectos y les habrállamado la atención para que sean corteses”, pensó para sí Okka.

Mas, de repente, descubrieron los cisnes al pato blanco que nadabael último de la larga fila. Un murmullo de sorpresa y de desprecio seescapó de los cisnes, que con su delicadeza de modales comenzaron aagitarse.

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—¿Cómo es eso? —gritó uno—. ¿Es que los patos silvestres tratan dellevar también plumas blancas?

—¡No vayan a imaginar que con eso van a ser cisnes! —añadió otro.  Y todos gritaban más y mejor, haciendo gala de sus voces fuertes y 

sonoras. Imposible resultaba convencerles de que era un patodoméstico el que les acompañaba.

—Ese debe ser el rey de los patos, en persona.

—¡Qué insolencia!

—Eso no es un pato, es un ánade doméstico.

Los gritos se cruzaban; el gran pato blanco, recordando la orden de

Okka, se hacía el sordo y nadaba todo lo rápidamente que podía. Loscisnes, cada vez más exasperados, se volvían agresivos.

—¿Qué es esa rana que lleva a la espalda? —preguntó uno-. Lospatos creían, sin duda, que no reconoceríamos que esto es una rana vestida de hombre.

Los cisnes, tan bien alineados al principio para dejar paso a lospatos, se agitaban y nadaban en todas direcciones, empujándose para ver mejor al pato blanco.

Okka había llegado justamente frente al rey de los cisnes y sedisponía a informarse sobre la ayuda que se había solicitado de ellos,cuando el rey observó la agitación que dominaba entre los suyos.

—¿Qué ocurre? ¿No he ordenado que se muestren amables con lospatos? —dijo con voz desabrida.

La reina partió para apaciguar a su pueblo y Luz del Día se volvió denuevo hacia Okka. Pero la reina regresó al punto, poseída de verdaderoenojo.

—Hay un pato blanco allá —gritó-—. Esto es vergonzoso. No me

asombra que se revuelvan los nuestros.—¡Un pato silvestre blanco! —exclamó el rey—. ¡Qué locura! No hay 

ninguno. Tú has debido equivocarte.

En tomo del pato los empujones habían llegado al límite.

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hacia él. Entonces el viejo rey, que era más fuerte que todos, se lanzóadelante, apartando los cisnes y abriéndose camino hacia el pato. Pero

cuando vio al gran pato blanco montó en cólera como los demás cisnes.Furioso, se precipitó sobre el pato y le arrancó dos plumas.

—Esto te enseñará, pato, lo que cuesta venir a donde están los cisnesataviado de esa manera —gritó.

—¡Echa a volar, pato, echa a volar! —le ordenó Okka,comprendiendo que los cisnes le arrancarían hasta su última pluma.

—¡Echa a volar, pato, echa a volar! —gritó también Pulgarcito.

Pero el pato, cercado por los cisnes, no tenía bastante sitio paraextender las alas. Por todas partes le tendían los cisnes sus fuertes picospara desplumarle.

El pato se defendía como podía, dando picotazos a diestro y siniestro. Los patos atacaron también a los cisnes pero el resultado delcombate no hubiera sido dudoso, de no recibir los patos un refuerzoinesperado.

Una curruca, que veía lo que estaba sucediendo, lanzó un agudo píocomo el que sirve a los pajaritos para advertir la presencia de ungavilán o un halcón. Apenas hubo lanzado el mismo pío por tercera vez,

todos los pequeños que volaban por allí se lanzaron como flechas enforma de un enjambre ruidoso, hacia la bahía de Hjelsta.

Los débiles pajarillos se lanzaron sobre los cisnes. Les picoteaban losoídos, les cegaban con sus alitas y les hacían perder la cabeza,gritándoles:

—¡Tengan vergüenza, cisnes! ¡Tengan vergüenza, cisnes!

El ataque de los pajarillos fue de corta duración; pero cuando yahabían escapado y los cisnes pudieron reponerse de la sorpresa, lospatos silvestres se habían echado a volar hacia la otra ribera.

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XII

EL NUEVO PERRO GUARDIAN

  Afortunadamente para los patos, los cisnes eran demasiadosoberbios para perseguirlos. Así es que pudieron dormir con todatranquilidad en un campo convertido en cañaveral.

En cuanto a Nils Holgersson, era tan grande el hambre que sentía,que no podía cerrar los ojos.

que yo encuentre algo para comer”, se

En este tiempo de inundación no era difícil encontrar un barquichuelo para ganar la orilla próxima. El muchacho saltó sobre unatabla que las olas habían empujado hacia los cañaverales, y provisto deun pequeño palo logró navegar remando hacia tierra.

La alcanzaba ya, cuando oyó cierto chapoteo a su lado. Se mantuvoquieto un momento, ojo avizor, y no tardó en descubrir un cisnehembra que dormía en su gran nido, a escasos metros de distancia. Vio

también una zorra que se adentraba por el agua con el propósito desorprenderlo.

-¡Ea, ea! ¡Todos en pie! – grito Nils.

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 Y con la percha dio varios golpes sobre el cisne dio un salto, pero lazorra hubiera tenido ti atraparlo de no haber preferido lanzarse sobre el

muchacho..Nils vio venir a la zorra y echó a correr a la rada. Ante él se extendíanextensos y continuados Ningún árbol al que poder subir, ningún boqueguarecerse; no tenía más remedio que escapar c diera de lapersecución. El chicuelo corría bien, prendió que no podía habérselascon la zorra.

Felizmente, era corta la distancia que le ser dos pequeñas cabañascuyas ventanas estaban iluminadas Nils corrió hacia la luz, convencidode que la zorra alcanzarle por el camino. La zorra iba a echarle encima;

pero Nils se escabulló con brusco ad zorra perdió con esto un poco detiempo y en estuvo Nils la suerte de tropezar con dos hombres volvíandel trabajo.

Los dos hombres parecían fatigados. No hubiera la zorra ni almuchacho, aunque ambos pasado ante sus narices. Nils no se creyóobligad les socorro. Se contentaba con seguirlos muy creyendo que lazorra no se atrevería a aproxima hombres.

Estos caminaron hasta llegar a una de las donde entraron. Nilsproyectaba seguir tras sus pasos, en la puerta vio un grande y temible

perro muy peludo, que avanzó al encuentro de su amo hizo cambiar deidea, quedando en la parte de ah

—¡Escucha, perro guardián! —dijo en voz baja vez hubieron cerradola puerta los hombres—. ayudarme a atrapar una zorra?

El perro guardián tenía la vista cansada; hecho muy arisco y perverso a fuerza de permanecer atado. A las palabras de Nilsrespondió con un ladrido furioso.

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—¿Atrapar una zorra? ¿Quién eres tú para burlarte de mí? Acércatemás y te enseñaré a no burlarte de mí.

—No temo acercarme —respondió Nils, corriendo hacia él.  Al verlo, se quedó el perro tan estupefacto que no pudo decir

palabra. Nils añadió:

—Yo soy el que llaman Pulgarcito y que acompaña siempre a lospatos silvestres. ¿No has oído hablar de mí?

—Creo, en efecto, que los gorriones han gorjeado algo referente a ti—dijo el perro—. Parece que has hecho grandes cosas.

—He tenido, realmente, mucha suerte hasta aquí —respondió el

muchacho—; pero esta vez puedo darme por muerto si tú no me salvas.Me persigue una zorra, que se ha ocultado detrás de esta casa.

—Ya la olfateo —respondió el perro-. Pronto saldrás de este peligro.

El perro comenzó a gruñir, llegando todo lo lejos que le permitía lacadena.

—Ya no aparecerá por aquí en toda la noche —dijo contento de símismo y volviendo al lado de Nils.

—Es preciso hacer algo más que ladrar para comerse esa zorra —

respondió Nils—. Va a volver y yo me he prometido que tú la has deescarmentar.

—Te burlas de mí —dijo el perro.

—Vamos a tu garita y te expondré mi plan.

El muchacho y el perro entraron en la garita. Pasó un momento,durante el cual se les oyó cuchichear.

 Algunos minutos después la zorra avanzaba el hocico tras una de lasesquinas de la casa. Como todo estaba en calma, se deslizó al corral. En

  busca del muchacho husmeó hasta cerca de la garita, y sentándosesobre sus patas, a una distancia prudente, se dio a reflexionar sobre elmodo de hacer salir a Nils de su escondite. De repente sacó el perro sucabeza y gruñó:

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—¡Vete: si no, te muerdo!

—Estaré aquí hasta que quiera. No serás tú el que me haga levantar

el campo —respondió la zorra.—¡Vete! —gruñó el perro otra vez—. Si no, será ésta la última noche

en que trates de cazar.

Pero la zorra no hizo más que reír con soma y permaneció quieta.

—Yo sé muy bien hasta dónde llega tu cadena —dijo.

—Ya te he advertido tres veces —aulló el perro saliendo de la garita—. ¡Tanto peor para ti!

Dichas estas palabras dio un salto y alcanzó a la zorra sin ninguna

dificultad, pues estaba suelto. El muchacho le había desprendido de sucadena.

Hubo algunos instantes de lucha, pero la victoria fue del perro; lazorra yacía en tierra, sin movimiento.

—Quieta, porque si no te mato —gruñó el perro.

 Y cogiendo a la zorra con sus dientes, por el cuello, la arrastró haciasu garita. El muchacho se aproximó con la cadena, la puso al cuello dela zorra y la sujetó bien. La zorra no se atrevía a hacer el menor

movimiento.—Creo, Esmirra, que serás un buen perro guardián

-dijo Nils a guisa de despedida.

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XIII

FINDUVET  

No hay nadie más dulce en el trato ni dotado de mejor corazón quela patita cenicienta Finduvet.

Todos los patos silvestres la amaban mucho y el pato blanco era delos que se arrojarían al fuego por ella. Cuando Finduvet pedía algunacosa, ni la misma Okka se atrevía a negársela.

  Apenas llegada al lago Malar reconoció el paisaje. Más allá del lagose extendía el mar, donde sus padres y sus hermanos habitaban unpequeño islote. Y solicitó de los patos silvestres dar una vuelta por allíantes de emprender el vuelo hacia el norte. ¡Se alegraría tanto sufamilia al verla! Fue tan insistente su mego, que todos acabaron porceder, aunque los patos silvestres llevasen gran retraso, si bien la vueltaque iban a dar no alargaría el viaje más de un día.

Se pusieron en camino por la mañana, después de una buenacomida, volando hacia el este por encima del Mälar.

Finduvet tenía dos hermanas llamadas Ala bonita

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Ojo de Oro. Aunque muy inteligentes y de gran resistencia en el  vuelo, no tenían el bonito plumaje ni las buenas inclinaciones de

Finduvet.Siendo unas rapazuelas de color amarillento, ya empezaron lospescadores a demostrar sus preferencias por Finduvet, por lo que lashermanas la miraron con envidia.

Cuando los patos silvestres se detuvieron en los islotes, Ala Bonita y Ojo de Oro picoteaban las hierbecillas de la orilla.

—Mira qué pájaros más hermosos —dijo una hermana—; parecencisnes. ¡Qué apuestos son!

—Pero calla —exclamó la otra, llena de asombro—; ahí está Finduvet,que dejamos abandonada en Oland para que muriese de hambre,después de haberla obligado a tal vuelo que se descoyuntaron sus alas. Ya verás cómo esto acabará mal. Como se enteren nuestros padres, nosecharán de los islotes.

Mientras hablaban las dos hermanas, los patos silvestres arreglabanun poco su plumaje para marchar seguidamente en busca de los padresde Finduvet, que solían hallarse siempre por aquellos lugares.

Los padres de Finduvet eran buenos y acostumbraban prodigar

consejos y auxilios a los que allí llegaban.Cuando la pata Okka levantó el vuelo al frente de su bandada, que  volaba de un modo admirable, le salieron al encuentro los padres deFinduvet para darle la bienvenida, y antes que cruzaran el saludo, se lesapareció la propia Finduvet, que, con gran júbilo, les dijo:

—Aquí estoy. ¿Me conocen?

Comenzó entonces una alegre charla, y cuando los patos silvestresreferían cómo habían salvado a Finduvet, llegaron a todo correr, dandola bienvenida desde lejos, las hermanas, que se mostraban muy 

contentas de la llegada de Finduvet.Pero los celos habían aumentado el odio de las dos

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hermanas contra Finduvet, por cuanto la suponían en amores con elpato blanco, siendo así que ellas no los tenían más que con el ordinario

pato gris. Esta fue la causa de que emplearan toda clase de ardides paraque desapareciera Finduvet y corriera peligro de muerte el pato blanco.

El último que pusieron en juego para lograr su intento fue elsiguiente: como se hiciese hora de marchar, las dos hermanas dijeron aFinduvet que no debía ausentarse sin ir antes a cierta cabaña adespedirse del pescador que la habitaba. Como Finduvet temiera ir solaa aquel lugar, rogó a Pulgarcito y al pato blanco que la acompañasen, y una vez allí entró Finduvet en la cabaña, mientras sus compañeros laesperaban en un sitio cercano. Como a poco oyesen la señal de partidade Okka y viesen salir de la cabaña a una pata gris, emprendieron el  vuelo para unirse rápidamente a la bandada. Habían volado largo ratocuando Pulgarcito observó que el pato que les seguía no tenía el dulce batir de las alas de Finduvet; y al percatarse del engaño de que habíansido víctimas, el pato blanco y Pulgarcito se dirigieron contra él. Este,en vez de huir, se aprestó a la defensa, y lanzándose sobre el pato  blanco cogió a Pulgarcito con su pico y siguió volando. Era la misma Ala Bonita, la que, a pesar de la persecución de que fue objeto por partede la bandada, quizá se hubiera podido vengar en Pulgarcito si lacasualidad no hubiera hecho que desde una barquilla se le disparara

con tal acierto, que la carga le pasó muy cerca. Y el tiro le causó talimpresión de miedo que abrió el pico y Nils cayó al agua, junto a la barquilla, logrando salvarse. Ella huyó despavorida.

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XIV

ESTOCOLMO

Hace algunos años vivía en Skansen, el gran jardín de Estocolmodonde se han reunido tantas cosas antiguas y curiosas, un buen hombrellamado Klement Larsson. Era del Halsingland y había venido alSkansen para tocar viejas melodías populares con su violín.  Acostumbraba ejercer el oficio de músico ambulante, por la tardeparticularmente. Durante la mañana custodiaba una de esas sugestivas  y viejas casas de aldea que han sido transportadas al Skansen desdetodos los rincones de Suecia.

En sus primeros tiempos, Klement se consideraba muy feliz depoder pasar su vejez de tal modo; pero no tardó en sentirse irritadocontra cuanto le rodeaba, sobre todo durante las horas en que actuabade guardián. Lo pasaba menos mal cuando acudía la gente a visitar lacasona pero, a veces, Klement permanecía solo durante horas enteras.

Entonces sufría tanto y añoraba de tal modo su país, que pensaba enabandonar el puesto y renunciar al empleo. Klement era muy pobre;sabía que de volver a su país tendría que implorar la caridad pública.Por tanto, se esforzaba en conservar su ocupación, pero cada vez seconsideraba más desgraciado.

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Una hermosa tarde de primeros de mayo, habiendo alcanzado unashoras de libertad, descendió Klement por la inclinada pendiente de

Skansen. Allí tropezó con un pescador que regresaba a casa con su redal hombro. Era un joven vigoroso que iba frecuentemente al Skansen aofrecer las aves marinas que lograba capturar vivas. Se llamaba Asbjörn. Klement le había visto muchas veces.

El pescador detuvo a Klement para preguntarle si el director del  jardín estaría allí, y Klement a su vez le interrogó acerca de lo quellevaba para vender.

—Yo te mostraré lo que llevo —dijo el pescador—; pero, en cambio,aconséjame sobre el precio que puedo pedir.

 Y extendió su red. Klement retrocedió despavorido al verlo.—¿Qué es eso, Asbjörn? —balbuceó——. ¿Has hecho tú eso?

Recordaba que, siendo niño, había oído hablar a su madre de losduendes, que vivían bajo tierra y se enfadaban cuando los niñosgritaban demasiado o no eran buenos. Ya mayor, creyó que su madrehabía inventado esta historia de los duendes para obligarle a estarquieto. ¡Y ahora he aquí que en el capazo de Asbjörn veía uno!

—Yo no lo he acechado —dijo-—; es él quien ha venido a mí. Yo he

ido al mar esta mañana muy temprano. Casi no había dejado la tierracuando pasó volando una bandada de patos silvestres. He disparado miescopeta y he errado el tiro, pero ha caído de lo alto este hombrecito; hacaído en el agua, tan cerca de mi barca, que yo no he tenido más quealargar la mano para cogerlo.

—No habrá sido herido, ¿verdad? —preguntó Klement.

—No, no; está sano y salvo. Al caer no sabía dónde estaba y le heatado de pies y manos con un bramante

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para que no se escapara. Y he pensado en seguida en que esto era algo bueno para el Skansen.

Klement se sintió con el alma oprimida. Todo lo que había oídocontar en su infancia sobre los duendes, de su espíritu vengativo y de suprontitud en socorrer a los amigos, le vino a la memoria. Jamás habíantenido buena suerte los que habían tratado de coger a un duende.

—¿No ha dicho nada? —preguntó Klement.

—Sí; en el primer momento ha tratado de llamar a los patos, pero yole he mordazado para impedirlo.

—Pero, Asbjörn, ¿en qué pensabas? —gritó Klement, aterrorizado—.¿No comprendes que se trata de un ser sobrenatural?

—Yo no sé qué es esto —replicó Asbjörn, impasible—. Que lo decidanotros. Yo me daré por satisfecho sólo con que me lo compren. Dime loque tú crees que me puede dar el director.

Klement guardó silencio un momento. Una angustia infinita leapretaba el corazón. Le parecía que su madre estaba a su ladosuplicándole que fuese bueno con “la gente menuda”.

—Yo no sé lo que el director te dará, Asbjórn —le dijo-; pero teofrezco veinte coronas si quieres dejármelo.

 Al oír que se le ofrecía tan grande suma, el pescador miró a Klementcasi desvanecido. Imaginó que Klement creía sin duda que el duendeestaba dotado de un poder secreto que quizá le sería útil, y como teníala vaga impresión de que el director seria menos generoso, aceptó.

El músico callejero metió al duende en uno de sus largos bolsillos,regresó al Skansen y penetró en una de las cabañas donde no había  visitantes ni guardián. Después de cerrar cuidadosamente la puertasacó al prisionero, que

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todavía tenía los pies y las manos ligados y la boca amordazada, y lepuso sobre una mesa.

—Y ahora escucha bien lo que voy a proponerte —dijo Klement—. Yosé que los seres de tu especie no quieren ser vistos de los hombres y queaman entregarse solos a sus quehaceres. He decidido ponerte enlibertad; pero con la condición expresa de que permanezcas aquí en el jardín hasta que te permita salir. Si aceptas, mueve la cabeza tres veces.

Klement miraba con esta esperanza al duende; pero éste continuóinmóvil.

—No estarás mal aquí —continuó Klement—. Te prepararé todos losdías una píldora con comida suficiente, y tendrás tantas cosas que

hacer que el tiempo no te parecerá largo. Pero no saldrás de aquí hastaque yo te lo permita. La señal será la siguiente: mientras yo te ponga lacomida cada mañana en un tazón blanco, permanecerás aquí, y cuandote la dé en uno azul, será la señal para que puedas irte.

Klement se calló de nuevo, esperando que el hombrecito hiciera losmovimientos de cabeza; pero no se movía.

—Entonces -dijo Klement— no me queda más que entregarte aldirector del jardín. Te encerrará en una jaula y toda la gente de la granciudad de Estocolmo vendrá a verte.

Esta perspectiva debió de desagradar mucho al duende, porque éstese apresuró a mover tres veces la cabeza.

—Muy bien -dijo Klement, tomando su cuchillo para cortar el bramante que sujetaba las manos del pequeño.

Después se dirigió hacia la puerta.

El pequeño se desató los pies y se quitó la mordaza. Cuando se volviópara darle las gracias a Klement Larsson, éste había desaparecido.

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  Al llegar Klement a la parte de fuera cruzó ante él un caballero deedad, alto y erguido, que parecía dirigirse a un lugar próximo desde

donde se divisaba un espléndido panorama. Klement no recordabahaberlo visto nunca, pero el caballero debía conocerlo, porquedeteniendo el paso le dirigió la palabra:

—Buenos días, Klement. ¿Cómo te va? ¿Te encuentras, acaso,enfermo? Parece que has enflaquecido.

Las maneras del anciano eran tan amables y atrayentes, queKlement le demostró la mayor confianza, refiriéndole lo mucho que leatormentaba la añoranza de su país.

—¡Cómo! ¿Te disgusta vivir en Estocolmo? —le preguntó el viejo—.

¿Cómo es posible?El caballero habla adoptado una actitud casi de enojo. Después, con

aire maravillado, dijo que aquellas palabras sólo las podía pronunciarun pobre campesino del Halsingland. Y comenzó a hablar con el tonode bondad que había mostrado al principio.

—¿No has oído referir nunca cómo fue fundada la ciudad deEstocolmo? De no ser así comprenderías que tu nostalgia no es másque una quimera. Vamos a sentarnos en aquel banco y te hablaré deEstocolmo.

(Y en una larga y amena charla el caballero le refirió toda la historiade Estocolmo a través de los siglos.)

Luego terminó diciéndole:

—Y ahora, Klement, vas a hacerme un favor: yo te enviaré un librosobre Estocolmo que leerás. Tú debes familiarizarte con la ciudad,porque esta ciudad no sólo pertenece a los hijos de Estocolmo: tepertenece también a ti, lo mismo que a toda Suecia. Recuerda,Klement, al leer la historia de Estocolmo, lo que te he dicho: Estocolmo

tiene el poder de atraer a todo el mundo. Primero se instaló aquí el rey;después construyeron sus palacios los grandes señores. Y ahora,Estocolmo no sólo pertenece a sí misma y a la región circundante:pertenece a todo el

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reino. Y cuando leas en tu libro todas las cosas que se han reunido enEstocolmo, piensa también, Klement, en lo que se ha traído aquí. Mira

esas viejas casonas; en ellas se bailan las danzas antiguas. Mira esostrajes antiguos, esos viejos utensilios caseros. Aquí viven músicosambulantes y recitadores de leyendas y de cuentos de hadas. Todas lascosas buenas y antiguas que hay en el Skansen las ha traído aquíEstocolmo para glorificarías y transmitirlas con honor al pueblo. Peropara leer tu libro precisa, Klement, que te sientes en esa altura. Esnecesario que veas la alegría de las olas espumantes y la hermosura deesas riberas deslumbradoras. Es preciso que estés como encantado,Klement.

El anciano había elevado el tono de la voz; ahora resonaba fuerte eimperiosa y sus ojos despedían destellos de luz. Se levantó y se despidióde Klement con un leve ademán de la mano. Y comprendiendo Klementque el que le había hablado era un gran señor, se inclinóprofundamente.

 Al día siguiente un lacayo del palacio real llevó a Klement un libro

 voluminoso y una carta. Esta decía que el libro era regalo del rey.Después de este acontecimiento Klement Larsson estuvo durante

  varios días con la cabeza trastornada. Al cabo de una semana fue apresentar la dimisión al director. Se sentía obligado a regresar a supaís.

—¿Y por qué? —le preguntó el director—. ¿No estás contento aquí?

—Ahora estoy más contento que nunca; pero es preciso que me vaya.

En realidad, Klement estaba ante la mayor perplejidad de su vida; el

rey le había ordenado que estudiara la

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historia de Estocolmo y que aprendiera a divertirse; pero ¿cómo habíade renunciar él a la felicidad que le reportaría el referir en su país que el

rey en persona le había dado tal orden? Tenía necesidad de reunirgente a su alrededor, un domingo a la salida de misa, para contar atodos lo amable que había sido el rey, al sentarse a su lado, en un  banco, hablándole largo rato a él, pobre y viejo músico de aldea, sinotro propósito que curarle de su nostalgia. ¡Qué bonito sería referir estoa los viejos lapones y a los pequeños dalecarlianos del Skansen! ¿Quéopinarían de esto en su país?

 Aun teniendo que parar en el asilo de los pobres, Klement no sería  ya un hombre desgraciado. Era otro e iba a gozar desde entonces deuna consideración nueva.

 Y este deseo era invencible en él. El director tuvo que dejarlo partir.

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XV

EL AGUIIA

Entre las montañas de la Laponia, muy lejos, al norte, había un viejonido de águilas colgando del saliente de una abrupta pendiente rocosa.El nido de las aves de rapiña estaba construido con ramas de pino.

Las águilas habían habitado las altas cimas rocosas y los patossilvestres el fondo del valle. Todos los años solían aquéllas raptaralgunos, teniendo siempre el cuidado de no arrebatarles tantos que lospatos acabaran por no volver más. Los patos silvestres, a pesar de esto,sacaban provecho de la presencia de las águilas. Estas eran unas bandoleras, pero mantenían a distancia a los otros piratas del aire.

Tres años antes que Nils Holgersson viajara con los patos silvestres,

la vieja pata guía Okka contemplaba una mañana el nido de las águilasdesde el fondo del valle. Las águilas marchaban de caza poco despuésde salir el sol. Los veranos precedentes había vigilado Okka su partidatodas las mañanas, con el fin de asegurarse de que no escogían nunca el valle como terreno de caza.

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 Y no tuvo que esperar mucho tiempo. Hermosos, aunque temibles,los dos pájaros se lanzaron pronto a través de los aires, dirigiéndose

hacia la llanura cultivada. Okka lanzó un suspiro de satisfacción.La vieja pata había cesado de poner sus huevos y de criar a suspequeñuelos; el verano lo pasaba yendo de uno a otro nido y dandoconsejos sobre el modo de incubar los huevos y de cuidar a lospequeños. Además, vigilaba no sólo a las águilas, sino a las zorrasalpinas, a los búhos y a los otros animales enemigos, que constituíanuna amenaza para los patos y sus crías.

Cerca de mediodía se puso Okka a espiar la vuelta de las águilas,como acostumbraba desde años antes. Por su vuelo conocía si habían

hecho buena caza, en cuyo caso se sentía tranquila por la suerte de lossuyos; pero este día no las vio regresar.

“Decididamente, me hago vieja —pensó después de haber esperadolargo rato—. Las águilas deben estar en su nido hace tiempo.”

Durante el transcurso de la tarde no cesó de vigilar la montaña,esperando ver a las águilas sobre la cima, donde ordinariamentereposaban hasta la hora del crepúsculo; no viéndolas, fue al lago dondeacostumbraban bañarse. Y de nuevo se lamentó de hacerse vieja. Nopodía creer que las águilas hubiesen dejado de regresar.

  Al día siguiente se levantó muy temprano con ánimo de ver a laságuilas; pero fue en vano. En cambio, oyó en medio de la calma delamanecer un grito a la vez furioso y lastimero y que parecía venir delnido. Rápidamente se remontó a bastante altura para lanzar unamirada al nido de las águilas.

 Y no descubrió al águila macho ni al águila hembra. En el gran nidosólo había un aguilucho medio desplumado que gritaba de hambre.

Lentamente, como si vacilara, descendió hasta el nido.

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Era un rincón lúgubre. Al punto se podía ver que era el refugio de lasaves de rapiña. El nido y la cima del monte estaban cubiertos de huesos

calcinados, de plumas y de pedazos de piel ensangrentada, de cabezasde liebre, de picos de pájaros y de patas de lagópodos cubiertas deplumas. El mismo aguilucho, que yacía en medio de todo este detrito,ofrecía un aspecto repulsivo, con su grueso pico abierto, su pesadocuerno apenas recubierto de vello y sus alas rudimentarias, cuyasnacientes plumas pinchaban como espinas.

Okka acabó por vencer su repugnancia y se puso al borde del nido,mirando con inquietud a su alrededor, temerosa de que a cada instantese presentaran las águilas.

—¡Por fin se acude a socorrenne! —gritó el aguilucho—. Tráeme enseguida que comer.

—Espera un poco —dijo Okka—. Dime primero dónde están tu padre y tu madre.

—¿Lo sé yo acaso? Al marchar ayer en la mañana me dejaron un malpajarillo por toda comida. Como comprenderás, hace ya mucho que melo he comido. Es odioso dejarme morir de hambre de esta manera.

Okka comenzó a creer que, decididamente, habían sido muertas laságuilas, y pensaba en que si dejaba morir de hambre al aguilucho se

desharía de toda esta familia de piratas para siempre. Sin embargo, suconciencia no le permitía dejar abandonado a un pequeño sin defensa.

—¿Qué es lo que esperas? —gritó el aguilucho con impaciencia—.¿No has oído que quiero algo que comer?

Okka abrió las alas y se dirigió al pequeño lago que había en el fondodel valle, y no tardó en volver a subir al nido con una trucha en el pico.

El aguilucho estalló en cólera al ver el pescado.

—Pero ¿crees que voy a comerme eso? —silbó, rechazando la trucha

con la pata—. A mi me has de traer lagópodos y cabritillos, ya lo sabes.

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Okka alargó el pico y descargó un fuerte golpe en la nuca alaguilucho.

—Escucha bien lo que voy a decirte —dijo la vieja pata—; si quieresque te traiga qué comer, has de conformarte con lo que te dé. Tu padre y tu madre han muerto, y, por tanto, no han de poder hacer nada por ti.Si aspiras a morir de hambre mientras te traigo lagópodos y cabritillos,no creas que he de oponerme.

Dicho esto, emprendió el vuelo para no aparecer por allí hasta unahora después. El aguilucho había devorado el pescado, y cuando la patale puso otro delante, lo aceptó sin decir palabra, aunque dando acomprender que lo encontraba poco apetitoso.

Okka comenzó a tener un trabajo abrumador. Las viejas águilas yano volvieron, y tuvo que cuidar ella sola del aguilucho. Le llevabapescado y ranas, y el aguilucho no daba muestras de que le sentara maleste régimen. Cada día era mayor y más fuerte. Como no tardó enolvidar a sus progenitores, las águilas, consideró a Okka como su verdadera madre. Okka, por su parte, le quería como a su propio hijo y se esforzaba en darle una buena educación y en desarraigar su naturalferocidad y su arrogancia.

Dos o tres semanas más tarde Okka se dio cuenta de que se

aproximaba el tiempo de la muda y que, por tanto, no estaría encondiciones de emprender ningún vuelo. Hasta la otra luna no podríallevar comida al aguilucho.

—Gorgo —le dijo Okka—, no te podré traer pescado dentro de poco.Es preciso que intentes bajar al llano. Tienes que escoger entre morirtede hambre aquí o decidirte a descender allá, lo que también te puedecostar la vida.

Sin replicar en absoluto y sin la menor vacilación, el aguilucho sellegó al borde del nido, y sin medir la distancia con los ojos, extendió

sus incipientes alas y se lanzo al

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espacio. Cayó dando vueltas por el aire, pero ya cerca del suelo suposacar bastante partido de sus alas para llegar a tierra casi indemne.

  Ya en el valle, Gorgo pasó el verano en compañía de los patos. Seconsideraba como uno de ellos y trató de seguir su método de vida.Cuando se echaban a nadar intentaba seguirlos, lo que le ponía entrance de morir ahogado. El no serle posible aprender a nadar lohumillaba mucho, y exponía sus lamentaciones a Okka.

—¿Por qué no he de poder nadar como los otros?

—Tus garras se hicieron demasiado ganchudas mientras estuviste enlo alto de la montaña —dijo Okka—. Pero no te desesperes por ello.Serás un pájaro valiente por lo menos.

Las alas del aguilucho crecían con rapidez, pero él no tuvo elpropósito de emprender el vuelo antes del otoño, época en que lospatitos aprendieron a volar. Esto le dio un motivo de orgullo, pues fueel primero en conseguirlo. Sus compañeros apenas sí podían sostenersealgún rato en los aires, mientras que él volaba sin fatiga. No se habíadado cuenta de que él no era de la misma especie que los patos; pero síobservó una serie de cosas sorprendentes sobre las que interrogó aOkka.

—¿Por qué huyen los lagópodos y los cabritillos cuando ven que mi

sombra se refleja en el monte? ¿Cómo es que no revelan este terrorante los patitos?

—Porque tus alas crecieron demasiado mientras permaneciste en lacima del monte —contestó Okka—. Eso los asusta; pero no tedesesperes. Tú no dejarás de ser por eso un pájaro valiente.

Cuando, al llegar el otoño, emprendieron los patos silvestres el vuelohacia otros parajes, les siguió Gorgo. Continuaba creyendo que era unode ellos. Como el espacio estaba lleno de pájaros que volaban hacia lospaíses cálidos, fue grande el escándalo que se produjo al ver que

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entre ellos y tras Okka volaba nada menos que un águila. Un enjambrede papanatas rodeaba siempre el triángulo que los patos describían.

Okka les suplicaba que callaran; pero ¿cómo conseguirlo de tantocharlatán?

—¿Por qué me llaman águila? —preguntaba constantemente Gorgo,más confuso cada vez—. ¿No ven que soy de los vuestros? No soy comoesos pájaros que devoran a sus semejantes.

Un día pasaron sobre una granja donde las gallinas picoteaban en elcorral.

—¡Un águila! ¡Un águila! —gritaban las gallinas, huyendo a ladesbandada.

Pero Gorgo, que había oído hablar siempre de las águilas comoterribles malhechores, no pudo contener su cólera. Recogió sus alas, selanzó rectamente sobre una gallina y le hundió sus garras en el cuerpo.

—De ese modo te enseñaré que yo no soy un águila —gritó con rabia,dándole unos cuantos picotazos.

En ese momento oyó la voz de Okka que le llamaba. Sumiso y obediente, se remontó en el espacio. La pata silvestre voló hacia él paracastigarle.

—¿Qué es lo que has hecho? —le dijo, al mismo tiempo que lepropinaba un golpe con su pico—. ¿Acaso tenias intención de matar a lagallina? ¿No te da vergüenza?

Como el águila se dejaba castigar sin oponer resistencia a la patasilvestre, se desencadenó una tempestad de gritos y risas entre lamultitud de pájaros. Al oír estas risas burlonas el águila se revolviócontra Okka, mirándola con ojos irritados, como si quisiera atacarla.Tras esto, viró en redondo bruscamente, se lanzó hacia el cielo conaletazos vigorosos, subió tan alto que no podía llegar ningún grito a sus

oídos y no cesó de volar hasta que los patos no pudieron divisarle.Tres días después volvió a aparecer de nuevo entre los patossilvestres.

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—Ahora ya sé quién soy —le dijo a Okka—. Puesto que soy un águila,es preciso que viva como viven las águilas; pero creo que no por eso

debemos dejar de ser amigos. Jamás te atacaré a ti ni a nadie de turaza.

Okka, que había hecho cuestión de honor criar un águila haciendode ella un pájaro dulce e inofensivo, no quiso dejar pasar el que Gorgo viviera a su antojo.

—¿Crees que voy a ser amiga de quien se come los pájaros? —lecontestó Okka—. Vive como yo te he enseñado a vivir, y te permitiréque sigas con nosotros.

Pero los dos eran fieros e indomables; los dos eran incapaces de

ceder. Okka acabó por prohibirle que volviera a presentarse ante ella, y su cólera fue tan grande, que desde entonces nadie se atrevió apronunciar el nombre de Gorgo en su presencia.

Desde tal día Gorgo voló errante por el país, solo y odiado de todospor sus temibles actos de rapiña. Con frecuencia se mostraba de unhumor sombrío, y a veces lamentaba, sin duda, el tiempo en que secreía un pato silvestre y jugaba con ellos.

Entre los animales gozaba fama de tener un atrevimiento inaudito.Se decía que en el mundo sólo temía a Okka, su madre adoptiva.

También se aseguraba que no atacaría nunca a ningún pato silvestre.

Gorgo sólo tenía tres años; no había pensado nunca en buscarse unacompañera y formar su nido, cuando fue apresado por un cazador y   vendido al Skansen. Allí había ya otras águilas. Estaban encerradas enuna pajarera de gruesos barrotes y alambres entrecruzados, construida

sobre una altura y bastante vasta para contener un gran montón depiedras y dos árboles. Sin embargo, languidecían allí. Pasaban casi todoel día inmóviles en el mismo

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sitio. Su hermoso plumaje perdía la brillantez y se erizaba, y sus ojos seclavaban en el espacio con una fijeza desesperada.

Durante la primera semana de cautiverio Gorgo se mantuvo vivo y despierto; pero poco a poco fue quedándose como abotagado.

Comenzó a permanecer inmóvil durante horas y aun días, como suscompañeros.

Una mañana en que, como de costumbre, se hallaba adormecido,oyó que le llamaban en voz baja, y apenas tuvo fuerzas para vencer supesadez y bajar los ojos hacia el suelo.

—¿Quién me llama?

—Pero, Gorgo, ¿no me reconoces ya? Soy Pulgarcito, el que iba conlos patos silvestres.

—¿También Okka se encuentra prisionera? —preguntó Gorgo,haciendo un esfuerzo para reunir sus pensamientos, como si saliera deun largo sueño.

—No; Okka, Martín y los patos estarán, sin duda, en la Laponia —contestó el muchacho—. El único prisionero soy yo.

No había acabado de hablar cuando Nils vio que la mirada del águilase extendía al par que iba adquiriendo mayor fijeza.

—¡Águila real! —gritó el muchacho-. Dime si puedo serte útil en algo.

Gorgo apenas lo miro.

—Déjame ahora, Pulgarcito —le dijo-. Estoy soñando. Vuelo muy alto, por los aires. No quiero que me despierte nadie.

—Es preciso que te agites y te intereses por lo que sucede en torno deti —exclamó Nils—, porque, de lo contrario, no tardarás en tener elmismo aspecto lastimoso que las otras águilas.

—Ya quisiera ser yo como ellas son. Viven tan felices

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con sus sueños, que nada puede conmoverías —respondió Gorgo.

 Al llegar la noche se oyó un ligero ruido sobre el techo de la pajarera,

sin que las águilas se despertaran. Las dos viejas águilas continuarondurmiendo pesadamente; pero Gorgo se despertó.

—¿Quién está sobre el techo? —preguntó.

—Soy Pulgarcito. Estoy limando algunos alambres para que tepuedas escapar.

El águila levantó la cabeza y advirtió al muchacho en la claridad de lanoche. Tuvo un movimiento de esperanza, al que sucedió pronto elabatimiento.

—Soy un pájaro grande, Pulgarcito —le dijo—. ¿Cómo vas a limar bastantes hilos para que yo pueda pasar? Vale más que no te fatigues y que me dejes donde estoy.

—¡Duerme, y no te preocupes de mí! —contestó el muchacho sindescorazonarse—. Te he de liberar antes de lo que te figuras.

Gorgo se sumió nuevamente en el sueño; al despertar observó que  varios hilos estaban cortados. Este día lo pasó menos abatido que losprecedentes. Encerrado en la pajarera, ejercitaba un poco sus alasrevoloteando entre los barrotes para vencer la rigidez de sus miembros

entumecidos.Una mañana, en el momento en que apuntaban los primeros

resplandores de la aurora iluminando el cielo, lo despertó Pulgarcito.

—¡Escápate ahora, Gorgo!

El águila levantó la cabeza. El muchacho había hecho un orificio  bastante grande en la tela metálica. Gorgo agitó sus alas y se remontóun poco. Fracasó en sus dos o tres primeros intentos de fuga, cayendodesde lo alto de la pajarera; pero, finalmente, metió el cuerpo en elagujero y escapo.

 Al primer impulso se elevó volando hasta las nubes.

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El pequeño Pulgarcito lo miraba con melancolía, deseando quealguien le concediera también la libertad.

“Si no fuera por la promesa que he hecho —pensaba—, ya hubieseencontrado un pájaro que me llevara a donde están los patos.”

Tal vez parezca a muchos extraño que Klement Larsson no hubiesepuesto en libertad al duende; pero hay que tener en cuenta lo muy aturdido que el pequeño músico de aldea estaba al abandonar alSkansen. La mañana de su partida había pensado en el duende; pero,desgraciadamente, no había encontrado ningún tazón azul. Y todos losque vivían en el Skansen, lapones y dalecarlianos jardineros y obreros,habían venido a despedirse de él. En el momento de marchar, no

habiéndole sido posible hallar a mano un tazón azul, recurrió a un viejolapón, a quien confió lo siguiente:

—Aquí, en Skansen, hay un duende. Yo le doy de comer todas lasmañanas. Toma este dinero y con él cómprale un tazón azul, quedeberás poner mañana, con el alimento, junto a la cabaña de Bollnäs.

El lapón se quedó atónito al oírlo, pero Klement no disponía detiempo para largas explicaciones, porque se le hacía tarde para el tren.

El lapón descendió a la ciudad para dar cumplimiento a su promesa;pero no encontrando ningún tazón azul como el que buscaba, adquirió

uno blanco, que llenó regularmente cada mañana y que colocó en elsitio indicado.

He aquí explicado por qué continuó Nils en el Skansen, a pesar dehaberse marchado Klement. Todo por ser fiel a su promesa.

En la noche de nuestro relato el pequeño suspiraba más que nuncapor su libertad, porque la primavera y el verano brindaban ya a todossus delicias.

—¡Qué bonito debe de ser atravesar el tibio ambiente

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sobre la espalda del pato en una hermosa tarde, y contemplar la tierracultivada y adornada de verde hierba y bellas flores!

Se hallaba sentado sobre la cubierta de la pajarera pensando en estascosas, cuando el águila descendió súbitamente, recta como una flecha, y se puso a su lado.

—Yo sólo he tratado de probar si mis alas tenían fuerza todavía pararesistir un largo vuelo —le explicó—. Supongo que no habrás creído niun momento que te abandonaba en tu cautiverio. Sube sobre miespalda y te conduciré donde están tus compañeros de viaje.

—Imposible —suspiró Nils—. Yo he dado palabra de permaneceraquí hasta que se me conceda la libertad.

—¿Qué es lo que dices? —exclamó Gorgo—. ¿Se te condujo aquí a viva fuerza y aún te obligaron a hacer semejante promesa? ¿Es que túcrees que se debe cumplir una promesa que arrancaron de tus labioscontra tu voluntad?

—Te agradezco tu bondad para conmigo; pero es preciso que yocumpla esta palabra. Tú no puedes hacer nada por mí.

—¿Que no puedo hacer nada? Ya lo veremos —añadió Gorgo.

En este momento agarró a Nils Holgersson entre sus fuertes garras,

 y volando con él hasta las nubes desapareció en dirección al norte.

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XVI

A TRAVES DEL HALSINGLAND

El águila no se detuvo hasta que llegó lejos, al norte de Estocolmo. Aldescender sobre una colina abrió sus garras, y al verse libre Nils reuniótodas sus fuerzas para regresar al punto al Skansen.

El águila dio un salto, le atrapó de nuevo y le puso la pata encima.

—¿Aún no has comprendido, Pulgarcito, por qué quiero llevartedonde están los patos silvestres? He oído decir que cuentas con todo elafecto de Okka, y quisiera que intercedieras por mí.

—Quisiera serte útil en esta ocasión, pero estoy imposibilitado por lapalabra empeñada.

  Y dicho esto, le explicó cómo le había arrancado Klement de lasmanos del pescador y cómo había marchado del Skansen sin relevarlede la promesa que le hiciera.

Pero el águila no renunciaba a sus propósitos.—Escúchame Pulgarcito —le dijo—. Mis alas pueden transportarte a

donde sea y mis ojos lo ven todo. Yo sabré encontrar a Klement; tú teaproximarás a él y arreglarán este asunto.

Nils aceptó gustoso esta proposición.

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—Ya veo, Gorgo, que has tenido una madre adoptiva tan sabia comola vieja Okka.

 A esto añadió que había oído decir que Klement era del Halsingland.—Entonces le buscaremos en todo el Halsingland, desde Lingbo

hasta Mellansjö. Y creo que mañana por la tarde te será posibleentrevistarte con ese hombre —contestó Gorgo.

Se pusieron en camino, y esta vez como buenos amigos. Nils ibasentado sobre la espalda del águila, que le condujo rápidamente através de todo el Gastrikland.

 Al día siguiente atravesaba Nils el Halsingland.

Gorgo, el águila, estaba seguro de encontrar al músico ambulanteentre las gentes que subían hacia los chalets; pero las horas pasaban sinque se le descubriera su paradero. Después de haber volado sobre elpaís en todas direcciones, el águila se decidió a bajar a la caída de latarde sobre un chalet aislado en la cumbre de la montaña. Las gentes y el ganado acababan de llegar. Los hombres cortaban la leña, mientraslas hijas de la granja se ocupaban en ordeñar las vacas.

—¡Mira allá abajo! —dijo Gorgo—. Creo que es aquél.

  Y, al descender muy bajo, Nils reconoció no sin asombro, que el

águila tenía razón. En efecto, Klement Larsson cortaba leña en elcercado del chalet.

Gorgo descendió sobre un árbol algo alejado de las casas.

—Yo he cumplido lo que te prometí —le dijo—. Ahora trata dequedar bien con ese hombre. Te espero en lo alto de este pino copudo.

En el chalet había acabado el trabajo del día y las gentesconversaban después de haber cenado. Hacía mucho tiempo que no sehabía pasado una noche de verano en el bosque y ello quitaba a todos elsueño. Además, estaba

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claro aún. Las jóvenes iban dejando ya el trabajo y miraban hacia los bosques, sonriéndose unas a otras.

—¡Henos otra vez aquí! —se decían, suspirando satisfechas.La agitación del pueblo se borraba de sus espíritus y el bosque las

iba envolviendo en su paz profunda. Cuando estaban en casa y pensaban que pasarían todo el verano solas en el bosque, creían queapenas podrían soportar tal soledad; pero, recién llegadas a lascabañas, comprendían que el tiempo pasado allí era el más feliz de su vida.

De súbito, la mayor de las muchachas, levantando la vista de lalabor, dijo alegremente:

—No debemos permanecer esta noche en silencio, cuando tenemosentre nosotros a dos cuentistas. Uno es Klement Larsson, que está  junto a mí, y el otro es Barnhard de Sunnansjö, que está ahí con lamirada fija en la colina Black. Creo que podríamos pedirles querefiriesen un cuento, y yo prometo entregar este pañuelo que estoy terminando al que diga el cuento que nos resulte más agradable.

Esta proposición mereció una entusiasta acogida, y aunque losllamados a tomar parte en esta contienda hicieron algunasobservaciones, acabaron por cumplir la voluntad de los demás.

Klement requirió a Barnhard para que comenzara, y éste accedió.Conocía poco a Klement Larsson, y suponiendo que refiriese un cuentode brujas y duendes, lo que de ordinario gustaba a las gentes, creyóprudente referir algo de este estilo, y comenzó diciendo:

—Hace varios siglos regresaba montado a caballo a través de unespeso bosque y en la noche de Año Nuevo un cura párroco de Delsbo venía de dar los auxilios espirituales a un enfermo que habitaba en unapobre cabaña, en la que había pasado mucho tiempo sin darse cuentade ello. Vestía capotón de pieles, tocaba su cabeza con gorra

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de piel y llevaba sujeta a su silla de montar una bolsa, en la que portabael copón, el breviario y la capa con la que se revestía para aplicar los

santos óleos y dar la comunión. El párroco iba contento porque lanoche era buena. El frío no era intenso; no soplaba viento, y a través delas nubes que cubrían el cielo se veía lucir el hermoso disco de la lunaalguna que otra vez. El caballo que montaba, y al que tenía en granestima, era fuerte, inteligente como una persona y tan conocedor deaquellos sitios que desde cualquier punto iría rectamente a la abadía.De ahí que el cura, entregado a sus cavilaciones, dejase que el caballosiguiera el camino sin preocuparse de las riendas. De pronto el caballose paró en seco, y, no logrando el cura que arrancara, se apeó,cogiéndole de la rienda para hacerle marchar. Todo fue inútil. Por fin

consiguió que anduviese, y como viera que se adentraba en la espesura,empuñó las riendas para guiarle. El caballo se paró, sin encontrar elmedio de hacerle marchar. Todo fue inútil. Por fin el caballo dijo,dirigiéndose al cura: “¿No te parece que, después de haberte servido demí y hecho tu voluntad año tras año, debías acceder por esta noche a micapricho?” Presumió el cura que el caballo necesitaba de su auxilio poruna u otra causa, y para que nunca se dijera que el. cura de Delsbohabía dejado de ayudar a quien se lo pidiera, condujo al caballo junto auna piedra para montar mejor y se dejó llevar. El caballo comenzó asubir por una escarpadura que el bosque cubría, hasta llegar a una altaplanicie desprovista de arboleda. Allí, junto a una gran piedra quehabía en el centro, vio a un buen número de animales feroces —osos,lobos, etcétera— que parecían celebrar una reunión, la cual erapresidida por un genio del bosque, alto como los más grandes árboles y que vestía capa de ramaje de abeto, tachonada de piñas, y en cuyamano derecha ostentaba una antorcha de leños que ardía en altas y rojizas llamaradas. Del bosque que bordea

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 ba la planicie vio salir a los animales domésticos en grupos, que veníande sus masías y cabañas, y por más que tratara de impedir que llegaran

hasta las bestias feroces, no pudo conseguirlo. Los animales domésticosdesfilaron ordenadamente ante los feroces, sin que éstos les hicierandaño, y sólo rugían cuando el genio señalaba con la antorcha a los queserían sacrificados aquel año entre los colmillos de las fierashambrientas. También tuvo el caballo que tomar parte en el desfile, y al  ver el cura que el genio iba a señalarle con la antorcha, presentó el breviario, y cuando la luz reflejó en la cruz que adornaba la cubierta dellibro, se apagó la antorcha y todo se desvaneció como por encanto.Cuando el cura llegó a su casa no pudo decir si aquello era un sueño ouna visión, si bien le sirvió para recomendar a sus feligreses en cada

sermón la defensa y amparo de los animales domésticos, y se cuentaque fueron tan eficaces estos sermones, que de la parroquiadesaparecieron los lobos y los osos, aunque, dado el tiempo que hapasado, han vuelto otra vez.

Cuando Barnhard hubo terminado su relato, por el que fue muy felicitado, comenzó el suyo Klement, sin hacerse de rogar:

—En Estocolmo, cuando yo estaba en el Skansen añoraba un día mipaís...

  Y refirió la historia del duende que compró para librarlo delcautiverio y evitarle la vergüenza de ser expuesto a los papanatasencerrado en una jaula.

Después contó cómo había sido inmediatamente recompensada su buena acción.

El auditorio seguía el relato con estupor siempre creciente, y cuandollegó el momento en que el lacayo real le llevó el hermoso libro de partedel rey, las jóvenes dejaron caer la labor de sus manos y lo miraroninmóviles, aturdidas, como si les hubieran sobrevenido las cosas más

extraordinarias. Todo el mundo comenzó a considerar a Kle-

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ment de otra manera. Había hablado con el rey. De improviso alguienle preguntó lo que había hecho del duende.

—Me faltó tiempo para comprarle un tazón azul—respondió——; pero yo le encargué esto al viejo lapón. No sé lo que

habrá pasado después.

 Apenas Klement hubo dicho estas palabras fue a darle en la punta dela nariz una pequeña piña. Nadie se la había arrojado.

—¡Ay, ay! Me parece que nos está oyendo el duende, Klement —dijola muchacha—. De todos modos, creo que el pañuelo debecorresponderte a ti, porque Bamhard ha contado lo que pudo suceder aotros, mientras que tú has referido algo que te ha sucedido a ti.

 Y como todos asintieron, fue Klement el que se llevó el pañuelo.

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XVII

LAPONIA

El águila había dicho a Nils que la ancha faja de costa que seextendía ante sus ojos era Vesterbotten, y que las crestas de lasmontañas que azuleaban muy lejos, al Oeste, se encontraban en la

Laponia.El viaje a espaldas del águila era tan ligero que a veces le daba la

impresión de estar inmóvil, sobre todo desde que el viento norte quesoplara por la mañana había cambiado de dirección. Por el contrario, latierra parecía retroceder hacia el sur. Los bosques, las casas, los prados,los cercados, las islas, los numerosos aserraderos de la costa, todoestaba en marcha. Se hubiera dicho que cansadas de la parte extremadel norte, se trasladaban hacia el sur.

Esta idea divertía a Nils. ¡Imagínense si este campo de trigo que

parecía recién sembrado llegaba a la Escania, donde en esta época delaño el centeno ha echado espigas!

¡Y aquel jardín que descubría en tal momento! Tenía hermososárboles; pero no árboles frutales, ni nobles tilos, ni castaños; nada másque serbales y álamos. Había boni-

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tos zarzales, pero no saúcos ni cítisos; sólo cerezos y lilas. Había unahuerta, pero no estaba labrada ni sembrada. Si semejante jardincito

apareciera al lado del jardín de un gran dominio de Sudermania, daríala impresión de un desierto.

Lo que constituía la gloria del país eran los sombríos y caudalososríos rodeados de valles habitados, llenos de maderas flotantes, con susaserraderos, sus pueblos, sus desembocaduras rebosantes deembarcaciones. Si alguno de estos ríos apareciera al sur de Dal Elf, losríos y los riachuelos de allá se hundirían bajo tierra, de vergüenza.

¡Pues piensen lo que ocurriría si una llanura tan inmensa, tan fácilde cultivar y tan bien situada, apareciera ante los ojos de los

campesinos del Esmaland! Se apresurarían a dejar el laboreo de suspedazos de tierra infecunda y de sus campos, que son verdaderospedregales.

Lo que este país poseía en abundancia era luz. En las marismas lasgrullas dormían en pie. La noche debía haber llegado ya; pero laclaridad continuaba. El sol no descendía hacia el sur, sino que, alcontrario, subía muy alto hacia el norte, y sus rayos herían ahora losojos de Nils, quien aún no experimentaba la menor necesidad dedormir. ¡Piensen si esta luz, si este sol, iluminaran Vemmenhög! Estoharía la suerte del Holger Nilsson y de su mujer: ¡un día de trabajo de veinticuatro horas!

Nils levantó la cabeza y miró en torno suyo, cuando apenas estabadespierto. Se había acostado en un lugar que no reconocía. Jamás había  visto aquel valle ni las montañas que lo circundaban. No había vistotampoco aquel lago redondo que ocupaba el centro del valle ni había  visto nunca álamos tan miserables, tan achaparrados como aquellossobre los cuales aparecía tendido.

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¿Y el águila? No se veía por ninguna parte. ¿Qué aventura eraaquélla?

Nils se recostó y cerró los ojos; después trató de recordar lo quehabía ocurrido en el momento de dormirse.

Recordaba que Gorgo había cambiado de dirección y que el vientoles daba de lado. Recordaba que el águila le llevaba en uno de sus vuelos poderosos.

—¡Ya estamos en la Laponia! —había dicho Gorgo de repente.

 Y se sintió muy decepcionado al no ver más que marismas infinitas y   bosques interrumpidos. La monotonía del paisaje había acabado porcansarle. Entonces dijo a Gorgo que no podía más, que tenía necesidadde dormir.

Gorgo bajó a tierra, y Nils se arrojó sobre el musgo; pero el águila lorecogió con sus garras y se remontó nuevamente.

—¡Duerme, Pulgarcito! —le había gritado—. El sol me tienedesvelado y quiero continuar el viaje.

 Y, a despecho de su incómoda posición, se durmió en efecto, y sonó.

Marchaba por un largo camino, al sur de Suecia, tan de prisa comose lo permitían sus piernecitas. No iba solo; a su lado marchaban tallosde centeno de largas espigas, acianos y crisantemos jóvenes;caminaban los manzanos doblegándose bajo el peso de sus gruesasmanzanas, seguidos de vainillas trepadoras llenas de simiente y de  verdaderos montes de groselleros. Árboles soberbios, hayas, robles y tilos, avanzaban lentamente; ocupaban el centro del camino, no seapartaban ante nada ni ante nadie y hacían sonar fieramente su ramaje.Entre los pies de Nils corrían flores y frutas; fresas, anémonas, tréboles  y miosotis. Mirando con más detención descubrió Nils que hombres y animales formaban también parte de aquel cortejo. Los insectos

 volaban entre las plantas; los peces nadaban en las lagunas del camino;los pájaros cantaban en los

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árboles en marcha; los animales domésticos y los silvestres rivalizabanen velocidad, y en medio de este hormiguero de bichos y de plantas

marchaban los hombres, algunos provistos de azadas y guadañas, otrosde hachas, algunos de escopetas y los últimos con redes de pescar.

El cortejo avanzaba alegremente y Nils no se asombraba de nadadesde que había visto quien iba a la cabeza. Aquello no era ni más nimenos que el sol. Andaba sobre el camino como una gran cabezaresplandeciente de alegría y bondad, con una cabellera formada derayos multicolores.

—¡Adelante! —gritaba a cada momento—. Nadie debe sentirseinquieto mientras yo esté aquí. ¡Adelante! ¡Adelante!

—Yo me pregunto: ¿adónde quiere llevamos el sol?—murmuró Nils.

Un tallo de centeno que marchaba a su lado le respondió al oír suspalabras:

—Quiere llevarnos a la Laponia para hacer la guerra al rey del frío y de la noche.

Nils se percató al cabo de un momento de que algunosexpedicionarios vacilaban, detenían el paso y se paraban al fin. Vio

cómo quedaba atrás la soberbia haya; cómo suspendían su marcha elcorzo y el trigo, así como las zarzas de la morera silvestre, los castaños y las perdices.

Sorprendido, miró Nils a su alrededor y descubrió entonces que noestaba en el mediodía de Suecia; la marcha había sido tan rápida que seencontraba ya en Esvealand.

En este momento comenzó el roble a sentir cierta zozobra. Sedetenía, daba algunos pasos y se paraba definitivamente.

—¿Por qué no nos acompaña el roble hasta más lejos?

—preguntó Nils.

—Tiene miedo al rey del frío y de la noche —le respondió un joven y dorado álamo, que avanzaba alegre y decidido.

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  Aunque se había rezagado mucha gente, no por esto disminuía larapidez de la marcha. El sol rodaba siempre allá arriba, y repetía con

una gran sonrisa alentadora:—¡Adelante! ¡Adelante! Nadie debe mostrarse inquieto mientras yoesté aquí.

Pronto se encontraron en Norland y el sol tuvo que apelar de nuevoa su sonrisa: el manzano se detuvo, el cerezo y la avena lo mismo. Elmuchacho se volvió hacia ellos:

—¿Por qué no vienen? ¿Por qué traicionan al sol?

—No nos atrevemos. Tememos al rey del frío y de la noche quepermanece allá lejos, en la Laponia —respondieron.

Pronto conoció Nils que habían entrado en la Laponia. Las filas sehabían dispersado extraordinariamente. El centeno, la cebada, el fresal,el mirto, el guisante y el grosellero permanecían fieles hasta allí. Elciervo y la vaca habían marchado juntos; pero todos se detenían ahora.Los hombres continuaron todavía un trecho del camino, pero la mayorparte se había detenido. El sol hubiera quedado casi solo si no sehubiesen unido otros compañeros del cortejo: zarzales de mimbre y una multitud de pequeñas plantas montanas y, después, lapones y rengíferos, mochuelos blancos, lagópodos alpinos y lobos azules.

El muchacho oyó de golpe algo que marchaba adelante con granestruendo. Eran ríos y riachuelos que corrían bulliciosos.

—¿Por qué corren de una manera tan precipitada?

—preguntó.

—Huyen ante el duende del Polo, que habita en las montañas —leexplicó un lagópodo hembra.

De súbito vio Nils aparecer ante ellos una sombría pared, muy alta,con la cumbre almenada. A la vista de aquella fortaleza retrocedierontodos aterrorizados. Pero el sol volvió hacia el muro su cara radiante. Y se vio enton-

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ces que no era una fortaleza lo que les cerraba el camino, sino unamontaña magníficamente bella, cuyos picos se elevaban unos tras

otros, enrojecidos al sol, mientras que las pendientes eran de un azulpálido con reflejos de oro. El sol los exhortaba, rodando hacia lacumbre.

—¡Adelante! ¡Adelante! Mientras esté yo aquí no habrá peligro —lesdecía.

Pero durante la ascensión fue abandonado por el joven y atrevidoálamo, el pino vigoroso y el abeto cabezudo. Después le abandonarontambién el rengífero, el hombre de la Laponia y el mimbre. Por último,cuando llegaron a lo alto de la montaña, el único que acompañaba al sol

era Nils Holgersson.El sol rodó hacia una hondonada cuyas paredes estaban tapizadas de

escarcha. Nils hubiera querido proseguir todavía, pero un espectáculoterrible le dejó clavado en el sitio. En el fondo de la hondonada estabasentado el viejo duende del Polo. Su cuerpo era de hielo, sus cabellos detémpanos y su manto de nieve. A sus pies había tendidos tres lobosnegros que se levantaron y abrieron sus fauces al aparecer el sol. De lasfauces de uno de ellos se exhalaba un frío penetrante; de las delsegundo un viento norte que se calaba hasta los huesos, y el tercero vomitaba por las suyas impenetrables tinieblas.

“Ese es el duende del Polo y su corte”, pensó Nils.

  Y deseando saber cómo acabaría el encuentro del duende y el sol,Nils permaneció al borde de la caverna.

El duende no se movió. Su cara siniestra estaba fija en el sol. Este,igualmente inmóvil, no hacía más que sonreír y brillar. Así pasaron ungran rato. Después creyó ver Nils que el duende comenzaba a agitarse y a suspirar; primero dejó que se deslizara su manto de nieve, y los treslobos terribles comenzaron a ulular con menos violencia; pero de

repente el sol lanzó un grito:—Mi tiempo ha terminado.

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  Y retrocedió fuera de la caverna. El duende soltó sus perros; elcierzo, el frío y las tinieblas se lanzaron en persecución del sol.

—¡Dadle caza! ¡Echadle de aquí! —gritaba el duende—. ¡Perseguidlepara que no vuelva jamás! ¡Hacedle ver que la Laponia me pertenece!

Nils Holgersson sintió tal estremecimiento ante la idea de que el solno volviera más a la Laponia, que se despertó dando un grito.

Cuando reaccionó de tan fuerte impresión vio que se hallaba en elfondo de un valle de montañas. Pero ¿dónde estaba Gorgo?

Se levantó nuevamente y miró a su alrededor. Sus miradasdescubrieron un curioso edificio de ramas de pino, construido en unagrada de la montaña.

—Eso debe ser un nido de aves de rapiña, como los que Gorgo me hadescrito.

No acabó su pensamiento. Se quitó la gorra y la agitó al airealegremente. Acababa de comprender adónde lo había llevado Gorgo:era aquél el mismo paraje donde las águilas habitaban en lo alto de lamontaña y los patos en el fondo del valle. ¡Había llegado! Un instantedespués volvería a ver al pato blanco, a Okka y a todos sus compañerosde viaje.

Nils marchó lentamente en busca de sus amigos. Todo dormía en el valle. El sol no había salido aún y Nils pensó que era demasiado prontopara que los patos hubiesen despertado. Apenas dio unos pasos se fijóen algo muy bonito: era un pato silvestre que dormía en un nido abiertoen tierra; a su lado estaba el pato blanco, que dormía igualmente, peroque se había colocado de tal manera que pudiera hacer frente enseguida al menor peligro.

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Nils no los despertó y continuó explorando los montoncitos demimbre que cubrían el suelo. Pronto descubrió una nueva pareja. No

pertenecía a su bandada; pero Nils no dejó de alegrarse por eso. Erandos patos silvestres, y esto le bastaba para estremecerse de placer.

Continuó observando lo que había por allí y bajo otro refugio demimbres vio a Neljä que incubaba sus huevos el pato que había a sulado no podía ser otro que Kolme; no era posible equivocarse. Nils tuvola tentación de despertarlos, pero se contuvo. Estos sí eran los patos desu bandada.

Más allá encontró a Viisi y Kiisi y un poco más lejos a Yksi y Kaksi.Los cuadro dormían.

Pero ¿qué era aquello blanco que había allá? Nils sintió agitarse sucorazón de alegría y corrió. En medio de un minúsculo nido de mimbre,Finduvet, pequeña y bonita, incubaba sus huevos y a su lado estaba elpato blanco, que, aun sumido en profundo sueño, parecía estarorgulloso de guardar a su pata en las montañas de la Laponia.

Nils resistió al deseo de sacarle de su sueño y continuo su caminata.

Pasó bastante tiempo antes de tropezar con otros patos. De pronto,sobre una ligera elevación, distinguió algo semejante a un pequeñocerro gris. Llegado al pie del montículo reconoció a Okka, que, muy 

despierta, contemplaba el valle como si fuera la encargada de su vigilancia.

—¡Buenos días, madre Okka! —gritó Nils—. ¡Qué alegría deencontrarte despierta! No llames a nadie y así podré hablar a solascontigo un momento.

La vieja pata guía corrió hacia Nils. Primeramente le cogió y lesacudió con sus alas; después le acarició con el pico de arriba abajo y,por último, volvió a sacudirle otra vez, sin pronunciar una sola palabra,porque Nils le había pedido que no despertara a los demás.

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Pulgarcito abrazó a la vieja pata y la besó. Tras esto comenzó arelatarle sus aventuras.

—¿Sabes a quién he encontrado cautiva? A Esmirra, la zorra.  Aunque haya sido mala para nosotros, no he podido menos quecompadecería. Languidecía allá, privada de libertad. Yo tenía allímuchos amigos y un día supe por el perro lapón que había venido unhombre al Skansen para comprar zorras. Era de una lejana isla delarchipiélago de Estocolmo. En su isla habían sido exterminadas laszorras, y las ratas se multiplicaron de tal manera que todos llegaron alamentar la falta de éstas. Al saber yo la nueva corrí a decirle a Esmirra:“Esmirra, mañana vendrá un hombre a comprar una pareja de zorras.Procura que te lleve, porque así recobrarás tu libertad”. Como obedeciómi consejo, en este momento debe estar libre de nuevo y corriendo porla isla. ¿Qué dices a esto, madre Okka? ¿He procedido bien?

—Es lo mismo que hubiera hecho yo —contestó.

—Me satisface que apruebes mi conducta —continuó Nils—. Ahoraquisiera pedirte otra cosa. Un día vi que llevaban al Skansen a Gorgo, eláguila. Tenía un aspecto lastimoso y pensé en limar algunos alambresde su pajarera para facilitarle la fuga. Después reflexioné que era un serpeligroso, enemigo de los pájaros. Yo no sabía si tenía derecho a darlela libertad y creí que tal vez fuera mejor dejarle donde estaba. ¿Quépiensas de esto, madre Okka? ¿Verdad que no estaba en un error alrazonar así?

—Silo estabas —replicó Okka sin vacilar—. Dígase lo que se quiera,las águilas son unas aves valerosas, y puesto que aman la libertad másque todos los otros animales, no se las debe tener cautivas. ¿Sabes loque te propondría? Que apenas descanses un poco nos marchemos aaquella gran prisión de pájaros para que pongas a Gorgo en libertad.

—Esperaba de ti esas palabras, madre Okka —dijo el muchacho—. Se

decía que tú no sentías ya ningún afecto

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por aquel que habías criado con tantos trabajos desde que comenzó a  vivir como a ello están obligadas las águilas. Veo que se equivocan. Iré

ahora a ver al pato blanco, si es que se ha despertado, y si durante estetiempo quieres dar las gracias al que me ha traído aquí, vete allá arriba,al nido de aves de rapiña, donde una vez encontraste a un pobreaguilucho abandonado.

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XVIII

ASA, LA GUARDADORA DE PATOS, Y

EL PEQUEÑO MATS

El mismo año del viaje de Nils Holgersson se hablaba mucho de dos

niños, un muchacho y una jovencita, que atravesaban el país en buscade su padre. Eran de Esmaland, del cantón de Sunnerbo; habitaban,con sus padres y cuatro hermanos y hermanas, una pequeña cabaña deun arenal inmenso. Cuando los dos niños eran pequeños todavía, una  vagabunda llamó una tarde a la puerta e imploró un rincón dondepasar la noche. Aunque la cabaña era muy pequeña y estaba ya llena, lamadre le arregló un lecho sobre el suelo. Durante la noche había estadoa punto de morir y al amanecer continuaba demasiado enferma paraseguir su camino.

Los padres de los niños habían sido con ella sumamente buenos. Lehabían cedido su propia cama y el padre había ido a la farmacia en  busca de una medicina. La enferma se mostró en los primeros díasexigente e ingrata; pero, poco a poco, se fue suavizando y trocando sucarácter, aunque no dejaba de suplicar que la llevaran fuera y la dejaranmorir sobre la hierba. Según decía,

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había recorrido el mundo con unos gitanos. Ella no era gitana; hija decampesinos, se escapó un día de su casa para seguir al pueblo nómada.

En la banda figuraba una vieja que por odio le había inoculado laenfermedad que la postraba en la cama. Y la misma vieja le habíapredicho que quien fuese bueno con ella y la albergara bajo su techo,tendría la misma suerte que ella. La pobre vieja creía en el maleficio dela gitana y temía llevar la desgracia a los que la habían hospedado.Estos quedaron muy impresionados por este relato, pero no erangentes que se decidieran a dejar en la puerta a una moribunda.

Poco después moría la enferma y comenzaban las desgracias. Hastaentonces se había vivido alegremente en la casa. Eran pobres, pero nohabían conocido la miseria. El padre tenía muy buen humor y todosreían hasta reventar, oyéndole contar historietas.

La época que siguió a la muerte de la pobre vagabunda fue para losniños como un mal sueño. No recordaban el tiempo exacto que habíapasado, pero tenían la impresión de haber asistido a una serieinterrumpida de entierros. Los hermanitos y hermanitas murieron unotras otro. No tenían más que cuatro hermanitos y, por tanto, no podíanhaber concurrido a más de cuatro entierros; pero a los niños quequedaban les parecía mayor el número de éstos. En la cabaña reinabaun silencio de muerte.

El dolor no había abatido a la madre; pero el padre había cambiadomucho. Ya no bromeaba ni trabajaba. Desde la mañana hasta la nochepermanecía con la cabeza entre las manos, entregado a amargasreflexiones.

Una vez, después, del tercer entierro, prorrumpió en exclamacionesdesvariadas que asustaron a los niños. No comprendía por qué secebaba en él la desgracia. ¿No habían realizado una buena acción alrecoger a la enferma? ¿Es que el mal puede más que el bien? ¿Cómopermi-

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tía Dios que una mujer malvada causara tantos males? La madre tratóde consolarle, sin que él la escuchara.

Dos días después los niños perdieron a su padre, no por habermuerto, sino por haberse marchado, abandonándolo todo. Porentonces había caído enferma la hermana mayor. El padre la queríamás que a los otros hijos y al verla morir perdió la cabeza, y se fue. Lamadre no se lamentó ante el abandono, pues temía verlo loco.

Con la marcha del padre cayeron en la más completa pobreza. Alprincipio les enviaba algún dinero; pero estos envíos cesaron pronto. Y el mismo día en que enterraron a la hermana mayor, la madre cerró lacasa y partió con los dos niños que le quedaban. Al llegar a la Escania,

dispuesta a trabajar en los campos de remolacha, encontró ocupaciónen la refinería de Jordberga. Era una buena operaria y se comportabade un modo franco y alegre. Todos la querían, aunque se extrañaban de verla tan tranquila después de tantas desgracias; pero la madre era unamujer muy resignada, fuerte y resistente. Si le hablaban de los dosniños que llevaba consigo, contestaba invariablemente:

—Tampoco vivirán mucho.

Se había acostumbrado a no esperar nada, y lo confesaba así, sin unalágrima.

Sin embargo, se equivocaba. Fue ella la que murió primero, y suenfermedad duró menos que las de sus hijos. Llegada a Escania en laprimavera, quedaban sus hijos, Asa y Mats, en la mayor orfandad alcomienzo del otoño.

Durante su enfermedad repitió varias veces a sus hijos querecordaran siempre que ella no había lamentado jamás haber acogido ala pobre enferma. “Nada tiene de extraordinario —decía— morirdespués de haber cumplido con su deber; todos hemos de morir, tardeo temprano; nadie escapa a la muerte, y que cada cual escoja entre

morir con la conciencia limpia o cargada de remordimientos.”

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  Antes de morir se preocupó del porvenir de sus hijos, logrando quese los dejara en la habitación que ocupaban. Los niños no serian una

carga para nadie; seguramente se ganarían la comida.Quedó convenido, en efecto, que a cambio de la habitación sededicaran los dos hermanitos durante el verano a guardar los patos. Laconducta y laboriosidad de los niños demostraron que la madre no seequivocaba. La pequeña Asa hacía bombones y su hermano fabricabaobjetos de madera que vendían en seguida en las granjas. También sededicaban a cumplir encargos y se les podía confiar cualquier cosa quefuese. La niña era mayor; a los trece años se mostraba razonable comouna mujer. Era grave y silenciosa, y su hermanito Mats alegre y hablador en tal grado, que su hermana le decía que él y los pájaros eranlos que más charlaban en los campos.

Hacía dos años que los niños estaban en Jordberga. Una tarde hubouna conferencia popular en la sala de la escuela. Aunque se trataba deuna conferencia para las personas mayores, los dos niños figurabanentre el auditorio, pues acostumbraban no contarse entre los niños. Elconferenciante habló de la tuberculosis, esa terrible enfermedad quetantos estragos causa todos los años en Suecia. Habló en términossencillos y los dos hermanitos lo comprendieron todo.

Cuando hubo acabado el acto esperaron al conferenciante a la salida. Al aparecer le tomaron de las manos y le dijeron, muy gravemente, quetenían que hablarle. A pesar de sus caritas infantiles y sonrosadas,hablaron con una seriedad propia de personas mayores. Le refirieroncuanto había acontecido en su casa y le preguntaron si la madre, loshermanos y las hermanas murieron de la enfermedad que acababa dedescribir. Esto no parecía improbable y, según ellos, no podía ser deotra cosa.

Creían que si el padre y la madre hubiesen sabido lo

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les nada de cuanto les dio. Al partir les indicó las señas de su hermanoen la región próxima, quien los acogió tan bien como ella. El los llevó

donde un amigo en la siguiente granja y de ésta a otra en la mismaforma.

En casi todas las granjas que habían visitado de este modo habíanencontrado un tuberculoso. Y sin saberlo, los dos niños recorrían elpaís poniendo en guardia a las gentes contra la terrible enfermedad y enseñando el medio de combatirla.

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XIX

LA MUERTE 

Con todo, el pequeño Mats murió una mañana al amanecer; sólo le vio morir su hermana Asa.

—¡No vayas a buscar a nadie! —le dijo el pequeño, ya próximo aexpirar.

 Y su hermana obedeció.

—Soy feliz porque no muero de la enfermedad, Asa —prosiguió——. Y tú también, ¿verdad?

Como Asa no contestara, continuó:

—Creo que importa poco morir desde el momento en que no muerocomo mi madre, mis hermanos y mis hermanas, porque estoy segurode que tú no hubieras podido convencer a nuestro padre de que todosmurieron de una enfermedad ordinaria; pero ahora lo conseguirás.

Cuando todo hubo acabado, Asa reflexionó largamente sobre lomucho que el pequeño Mats había sufrido en la vida. Pensaba quehabía soportado todas las desgracias con el mismo valor que unhombre. Pensaba también en sus últimas palabras, que revelaban elmismo valor de siempre. A su juicio, era imprescindible enterrar alpequeño Mats con los mismos honores que a una persona mayor.

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  Asa sabía muy bien cómo quería los funerales de su hermano. Eldomingo anterior había sido enterrado un contramaestre. El coche

fúnebre, del que tiraban los caballos del propio director, había llegadohasta la iglesia seguido de un largo cortejo de obreros. En tomo de latumba tocó una banda de música y cantó un orfeón. Después de lainhumación fueron invitados a una taza de café en el local de la escuelacuantos habían asistido al entierro. Algo así quería Asa para suhermano, el pequeño Mats.

Pero ¿cómo? No eran los gastos lo que la horrorizaban. Entre los doshabían ahorrado lo suficiente para hacerle un entierro magnífico. Ladificultad era otra. ¿Cómo imponer su voluntad tratándose de unaniña? Sólo tenía un año más que el pequeño Mats, tendido ante ella,tan pequeño y delicado. Tal vez las personas mayores se opusieran a sudeseo.

Primero expuso sus anhelos a la enfermera. Sor Hilma había llegadoa la cabaña un momento antes de la muerte del pequeño Mats.Esperaba no encontrarle con vida, porque la víspera había sabido que,habiéndose aproximado el pequeño Mats al pozo de una mina en elmomento de hacer explosión un cartucho de dinamita, le habíanalcanzado varias piedras. Quedó largo rato desvanecido en tierra;finalmente le habían recogido, curado y llevado a su casa; pero había

derramado mucha sangre para poder seguir con vida.  Al llegar la enfermera pensó más en la hermana que en el pequeño

Mats. La monja se quedó muy sorprendida al ver que la pequeña Asano lloraba ni gemía y la ayudaba tranquilamente en todo. Al hablarledespués Asa, comprendió esto.

—Cuando se ha de cumplir un deber como el mío para con elpequeño Mats —comenzó diciendo solemnemente, pues tenía el hábitode hablar escogiendo las palabras como una mujer de razón—, loprimero en que hay 

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que pensar es en honrarle mientras sea tiempo. Después, no faltarándías para entregarse al llanto.

En seguida solicitó a la hermana que le ayudara a procurar un buenentierro para el pequeño Mats. La enfermera se esforzó porfacilitárselo, ya que la sola idea le hacía tanto bien a la niña. De estemodo la ayudaba a cumplir la promesa y realizar sus proyectos. Desdeel punto y hora en que sor Hilma le ofreció su apoyo, creyó Asacumplidos sus deseos porque la monja era muy influyente. En este paísminero, donde la dinamita estalla a diario, los obreros corren siempreel peligro de ser alcanzados por una piedra perdida o aplastados bajouna mole desprendida de la montaña; así es que todos se conducían bien con la enfermera.

Debido a esto, cuando al día siguiente acompañó sor Hilma a lamuchacha para recoger a los obreros que asistirían el domingo alentierro del pequeño Mats, fueron muy pocos los qué se negaron. Lahermana consiguió igualmente que tocara la música y cantara el orfeónante la tumba.

  Así, los funerales se celebraron con toda solemnidad. En todoMalmberg se habló mucho del entierro del pequeño Mats.

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XX

ENTRE LOS LAPONES

En la orilla occidental del Luossajore, pequeño lago situado a variasmillas al norte de Malmberg, había un campamento lapón.

Una tarde de julio, en que llovía a torrentes, los lapones, que deordinario no permanecían allí en esta temporada, se reunieron casi

todos en torno del fuego en una de las tiendas para tomar café.Mientras saboreaban el brebaje, sin dejar de conversar, se aproximó

hacia el campamento una embarcación que venia del lado de Kiruna.De la embarcación descendieron un obrero y una jovencita de trece ocatorce anos. Los perros se lanzaron hacia ellos aullando con rabia, y uno de los lapones sacó la cabeza por la abertura de la tienda para verlo que pasaba. Al reconocer al obrero experimentó mucha alegría. Eraun amigo de los lapones, un hombre afable y alegre que hablaba sulengua.

—Llegas a punto, Söderberg. La cafetera está al fuego. No se puedehacer otra cosa con este fuego. Ven a damos las nuevas que sepas.

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Todos se apretaron para dejar sitio a los recién llegados. El hombrecomenzó a hablar en tono vivo con los lapones en su lengua. La

  jovencita, que no comprendía nada de lo que decían, miraba, presa degran curiosidad, la marmita y la cafetera, el fuego y el humo, a loslapones y a sus mujeres, a los niños y a los perros, la lona de las paredes  y las pieles que cubrían el suelo, las pipas de los hombres, los trajespintorescos y los utensilios esculpidos. Todo era nuevo para ella.

De golpe, tuvo que bajar los ojos, porque todas las miradas estabanfijas en ella. Söderberg debía hablar de ella, porque los hombres y lasmujeres, retirando la corta pipa de los labios, la observaban conatención. Un lapón que estaba a su lado le dio un golpecito cariñoso enla espalda, diciendo en sueco:

—Bien, bien.

Una lapona le puso una taza llena de café, que le pasaron de manoen mano, y un muchacho, casi de su edad, se deslizó hacia ellarastreando entre los que había sentados y, al llegar cerca, se tendiósobre el suelo sin dejar de mirarla.

La jovencita comprendió que Söderberg refería su historia y elsolemne entierro que había hecho a su pequeño Mats. Hubiera queridoque hablase menos de ella y más de su padre. Había oído decir que

  vivía entre los lapones, al oeste de Luossajore, y había venido en trendesde Gellivara a Kirunavara. Allí se portaron todos muy bien con ella.Un ingeniero había enviado a Söderberg, que hablaba el lapón, paraque la acompañara a buscar a su padre al otro lado del lago. Esperabaencontrarle apenas llegada y el corazón le palpitaba cuando, al entraren la tienda, miró a todos los reunidos. Su padre no estaba allí.

  Vio que Söderberg se ponía cada vez más grave mientras hablabacon los lapones. Estos movían la cabeza y de cuando en cuando sellevaban el índice a la frente

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como para referirse a un hombre que había perdido la razón. Porúltimo, ya inquieta y no queriendo esperar más, preguntó a Sóderberg

lo que decían los lapones.—Dicen que se ha ido a pescar. No saben si volverá aquí esta noche;pero apenas mejore el tiempo irán a buscarle.

Dicho esto, Söderberg volvió vivamente la cabeza y reanudó suconversación con los lapones. Era evidente que hablaba de Juan Assarsson, el padre de la niña.

 A la mañana siguiente amaneció un buen día. El mismo Ola Serka, elmás influyente de los lapones, había prometido ir en busca de Juan  Assarsson; pero no demostraba prisa. Acurrucado ante su choza,reflexionaba sobre el mejor modo de decir al padre que su hija habíallegado en su busca. Ante todo no tenía que inquietarle en absoluto,porque era un hombre muy extraño, que huía ante los niños. Al verlosle asaltaban pensamientos sombríos, según decía.

Ola Serka descendió hasta el lago y siguió las riberas hasta encontrar

a un hombre sentado sobre una piedra y con una caña de pescar en lasmanos. El pescador tenía los cabellos grises y el cuerpo encorvado. Susojos reflejaban cansancio y toda su persona daba la impresión de un serdesamparado e inerte. Tenía el aspecto de una persona que hubierahecho un grande y excesivo esfuerzo para soportar una carga muy pesada, o que hubiese tenido que resolver un problema harto difícil, y quedado maltrecho y agotado.

—Buena debe ser hoy la pesca, Jon, cuando no has abandonado lacaña en toda la noche —le dijo el lapón al saludarlo.

Jon Assarsson se estremeció y levantó la cabeza. So-

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  bre la hierba no había ni un pescado, y el anzuelo no tenía el menorcebo. Al oírle se apresuró a retirar la caña y cebar el anzuelo. El lapón

se sentó sobre la hierba, a su lado.—Quisiera pedirte un consejo —comenzó diciendo Ola—. Tú sabesque yo tenía una hija que se murió el año pasado y que me hace muchafalta.

—Ya lo sé —le interrumpió el pescador, cuyo rostro se nubló uninstante, porque no gustaba oír hablar de niños muertos.

Hablaba lapón muy corrientemente.

—Como no es cosa de que yo muera de pena, he pensado adoptaruna jovencita. ¿Qué opinas tú?

—¿Y a mí qué me cuentas? —contestó Jon evasivamente.

—Voy a contarte lo que sé de la jovencita que he pensado adoptar —respondió Ola.

 Y refirió a Jon que dos niños, un muchacho y una muchacha, habían  venido a Malmberg para buscar a su padre; que el muchacho habíaperdido la vida en un accidente y que la hermana le había queridoenterrar con los mismos honores que si fuera una persona mayor.

—¿Y es esa jovencita la que quieres adoptar? —preguntó el pescador.

—Sí —dijo el lapón—. Todos hemos llorado al oír contar su historia, y hemos pensado que una niña semejante sería una hija muy buena paracon sus padres.

Jon Assarsson no respondió; pero, transcurrido un momento, y porno enojar a su amigo con la indiferencia, le preguntó:

—Pero ¿esa niña pertenece a tu pueblo?

—No —respondió el lapón—; no pertenece al pueblo samoyedo.

—Será, sin duda, la hija de uno de esos colonos que tienen lacostumbre de vivir aquí, en el norte.

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No viene de lejos., de sur- respondió Ola vivamente.

El pescador pareció interesarse mas.

—En este caso, no creo prudente que la adoptes —le dijo—. Nosoportarla la vida en una tienda de campaña durante el invierno, si noha sido criada para ello.

—Pero aquí encontraría buenos padres, hermanos y hermanas —contestó Ola obstinadamente—. Peor que tener frío es vivirabandonado en el mundo.

El pescador se resistía a la idea de que una niña sueca fuese recogidapor los lapones.

—¿No has dicho —objetó— que tenía sus padres en Malmberg?—El padre ha muerto —añadió el lapón con firme acento.

—¿Estás seguro, Ola?

—Naturalmente que sí —respondió el lapón con aire de granconvencimiento-. ¿Hubiera tenido necesidad de recorrer el país con suhermano, de haber vivido su padre? ¿Hubieran se visto obligados atrabajar para ganarse el sustento, de haber tenido un padre capaz detrabajar para ellos? ¿Estaría aquí sola, de tener padre, ahora que todoel pueblo samoyedo habla de ella con admiración? La misma muchachacree que su padre vive; pero yo estoy convencido de que ha muerto.

El hombre de los ojos fatigados se volvió hacia Ola.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

El lapón reflexionó un instante.

—No me acuerdo. Yo se lo preguntaré; ahora está allá abajo, en michoza.

—¡Cómo! ¿La has llevado a tu casa antes de saber si su padre, que no

ha muerto, lo permite?—¿Y a mi qué me importa su padre? Aunque no haya muerto, no seinteresa por su hija, y esto debiera alegrarle, porque hay otro hombreque se preocupa de ella.

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El pescador arrojó su caña y se levantó.

El lapón continuó diciendo:

—Creo que el padre debe ser uno de esos hombres perseguidos por lafatalidad y que no sirven para nada ni quieren trabajar. ¿Qué bienpodría reportarle tal padre?

El pescador comenzó a subir el ribazo.

—¿Adónde vas? —le preguntó el lapón.

—Quisiera ver a tu hija adoptiva, Ola.

—Muy bien; ven conmigo. Tengo la seguridad de que te parecerá buena la muchacha que he adoptado.

El sueco marchaba muy de prisa; poco después de haber echado aandar, le dijo Ola:

—Ya me acuerdo de su nombre: se llama Asa.

Jon apresuró el paso sin decir palabra. Ola Serka reía desatisfacción. Cuando estaban cerca del grupo de chozas Ola añadió:

—Ha venido hasta estas tierras en busca de su padre; pero, si no loencuentra, yo tendré mucho placer en adoptarla.

El sueco ya no andaba, corría.

“Ya sabía yo que le infundiría miedo la amenaza de adoptar a suhija”, pensó el viejo Ola.

Cuando el hombre de Kirunavara que la víspera condujera a Asa através del lago hasta el campamento lapón regresó por la tarde a supunto de partida, se llevó en su barca a dos personas sentadas en elmismo banco y con las manos cogidas como para no separarse más;eran Jon Assarsson y su hija. Los dos parecían haber cambiado: Jon Assarsson se mostraba más erguido y parecía menos fatigado; sus ojos

despedían un destello luminoso y miraban con aire de bondad, como sitras infinitos esfuerzos hubiera encontrado al fin la solución de unproblema angustioso; y Asa, la guardadora de patos, no miraba ya entorno de ella con aquella atención y 

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aquella prudencia que le eran peculiares y que la hacían aparecercomo una vieja. Tenía en quién apoyarse, y esto la hacía volver a la

niñez.

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XXI

¡HACIA EL SUR! ¡HACIA EL SUR!

Nils, sobre las espaldas del pato blanco, viajaba por encima de lasnubes. Volaban hacia el sur, formando un triángulo regular, treinta y un patos silvestres. Las plumas zumbaban y las alas se agitaban en elespacio, haciendo vibrar el aire no se podía oír ni una voz. Okka volaba

a la cabeza, y tras ella, a derecha e izquierda, seguían Yksi y Kaksi,Kolme y Nelja, Viisi y Kiisi, el pato blanco y Finduvet. Los seis patos  jóvenes que formaban parte de la bandada ya no figuraban en laexpedición. En cambio, iban con los patos viejos veintidós patitos quehabían nacido en el valle de la Laponia. A la derecha iban once y otrosonce a la izquierda, y hacían cuanto podían por guardar las mismasdistancias que los patos viejos.

Los pobres patitos, que no habían hecho nunca ningún viaje, teníanque realizar grandes esfuerzos para seguir el vuelo rápido de los patos.

—¡Okka! ¡Okka! —gritaban en tono lastimero.—¿Qué les pasa? —preguntaba el ave guía.

—¡Nuestras alas se cansan de tanto volar! ¡Nuestras alas se cansande tanto volar!

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—Ya se les irá el cansancio volando —les respondía Okka sin detenerel vuelo para nada.

 Y se hubiera dicho que tenía razón, porque a las dos horas de volar ya no alegaban la menor fatiga. Pero comenzaron a lamentarse de otracosa. Como en el valle pasaban el día comiendo, no tardaron en decirque tenían hambre.

—¡Okka! ¡Okka! ¡Okka! —gritaban los patitos tristemente.

—¿Qué les pasa ahora?

—Tenemos tanta hambre que no podemos continuar volando.¡Tenemos mucha hambre!

—Un pato silvestre debe saber nutrirse de aire y beber los vientos —les respondió la implacable Okka, continuando su vuelo.

Pronto debieron aprender a nutrirse de aire y viento, porque dejaronde exhalar sus lamentos. La bandada de patos estaba todavía sobre lasmontañas, y las patas viejas indicaban a gritos el nombre de todas lascimas que iban dejando atrás para que los aprendieran. Y como nocesaran de anunciar: “Este es el Porsotjokko, y ése, el Sarjektjocco, y aquél, el Sulitelma”, los jóvenes comenzaron a impacientarse.

—¡Okka! Okka! ¡Okka! —gritaban con voz desgarradora.

—¿Qué ocurre?—En nuestras cabezas no hay sitio para tantos nombres —

gritaban.— No hay sitio para tantos nombres.

—Cuantas más cosas entran en la cabeza más sitio hay para las otras—contestó Okka sin conmoverse.

Nils pensaba que ya debía ser tiempo de ponerse en camino hacia elsur, porque nevaba mucho y la tierra estaba blanca en toda suextensión visible. Últimamente lo habían pasado bastante mal allá

arriba, en el valle de las montañas. La lluvia, la tempestad y la niebla sesucedían

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sin interrupción, y si alguna vez se aclaraba un poco el tiempo, notardaba en sobrevenir alguna helada. Las bayas y las setas con las que

Nils se alimentara se helaron o se echaron a perder, y al cabo habíatenido que comer pescado crudo, que no le gustaba. Los días acortaban ya mucho, las noches eran largas y los amaneceres eran terriblementelentos para cualquiera que no pudiera dormir mucho después de lapuesta del sol. Finalmente, se fortalecieron las alas de los patos y pudieron comenzar el viaje hacia el sur. Nils cantaba y reía de contento.No deseaba abandonar la Laponia sólo porque allí no alumbrara el sol,hiciera filo y escaseara la comida; había otra cosa que le arrastrabahacia la Escania. ¡Ah, qué feliz era al ver que seguía su camino! Aldivisar el primer bosque de abetos agitó su gorra alegremente y saludó

con un ¡hurra! las primeras casitas grises de los campesinos, lasprimeras cabras, el primer gato, las primeras gallinas. Pasaba porencima de las soberbias cascadas y veía a su derecha los altos picos delas montañas, pero apenas si los miraba. Cuando descubrió la capilla deKvicjock, con su pequeño presbiterio y la aldea que la rodea, ya fue otracosa. Le pareció tan bello este rincón que las lágrimas saltaron de susojos.

  A cada instante se cruzaba con los pájaros emigrantes que volabanen grupos más numerosos que en la primavera.

—¿Adónde van, patos silvestres? ¿Adónde van? —preguntaban lospájaros.

—¡Vamos al extranjero, como ustedes! ¡Vamos al extranjero! —respondían los patos.

—Vuestros pequeñuelos no son bastante fuertes —gritaban losotros—. No franquearán el mar mientras tengan las alas tan débiles.

Los renos y los lapones se disponían a abandonar las montañas.Descendían en medio del mayor orden: abría la

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marcha un lapón, al que seguía un rebaño presidido por grandes toros,un grupo de renos con las tiendas y bagajes a cuestas, y, por último,

cerrando el cortejo, siete u ocho personas. Al ver a los renos,descendieron un poco los patos silvestres para gritarles:

—¡Hasta la vista! ¡Hasta el verano próximo! ¡Hasta el veranopróximo!

—Buen viaje y que regresen bien —respondieron los renos.

Los osos, viendo partir a los patos, los mostraban a los oseznos,gruñendo:

—¡Miren a esos miedosos que temen al frío y no quieren pasar elinvierno en sus casas!

Pero las patas viejas, no cortas de lengua, contestaban:

—¡Miren a esos holgazanes que prefieren dormir la mitad del añoantes que tomarse la molestia de emigrar!

En el bosque de abetos se veía a los gallos silvestres frotándose unoscontra otros, erizados y transidos de frío, mientras miraban con envidiaa las bandadas de pájaros que se dirigían hacia el sur entreexclamaciones de alegría:

—¿Cuándo nos llegará el turno? ¿Cuándo nos llegará el turno? —preguntaban a sus madres.

—Ustedes se quedarán con su padre y su madre

—respondía la gallina—. Ustedes se quedarán aquí con su padre y sumadre.

Mientras los patos volaron por la Laponia disfrutaron de buentiempo; pero apenas entraron en el Jemtland quedaron envueltos ennieblas impenetrables y descendieron sobre la cumbre de una colina.Nils creyó hallarse en un país habitado, porque se imaginaba percibir la

  voz de los hombres y el chirrido de los vehículos. Hubiera preferidorefugiarse en una granja; pero temía perderse entre la niebla. Tododestilaba agua y despedía humedad. De la

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punta de cada brizna de hierba caían gotas constantemente y observabaque al menor movimiento descargaban sobre él verdaderas duchas.

  Al cabo dio algunos pasos en busca de un refugio y advirtió ante élun edificio muy alto, pero no muy grande. La puerta estaba cerrada y eledificio deshabitado. Nils comprendió que aquello sólo podía ser unatorre erigida en aquel punto para contemplar mejor el paisaje. Y volvióa donde estaban los patos.

—Mi buen pato, ponme sobre tus lomos y llévame a lo alto de aquellatorre que hay allá. Tal vez encuentre un rincón seco donde dormir.

El pato obedeció y lo dejó en lo alto de la torre donde el muchacho sequedó dormido hasta que el sol de la mañana le dio en pleno rostro.

En este momento experimentó un sobresalto. No se había dadocuenta hasta entonces de que algunos visitantes subían por la torre.  Ascendían con tanta rapidez por la escalera que apenas si tuvo tiempopara meterse en un agujero.

Se trataba de un grupo de muchachas y muchachos que hacían unaexcursión a pie a través del Jemtland. Ya en lo más alto se felicitaron dehaber llegado a la ciudad de Oestersund la víspera por la tarde, paragozar al amanecer del bello espectáculo que ofrece la vista del Fróso,desde donde se distinguen más de veinte poblaciones.

Una jovencita sacó de su bolsa un mapa que desplegó sobre susrodillas y todos se sentaron para examinarlo. Nils se mostraba inquieto,porque su presencia allí se iba prolongando demasiado. El pato no vendría en su busca mientras estuviesen aquellas jóvenes en la torre, y no ignoraba que los patos tenían prisa por continuar su viaje. En mediode la conversación de los turistas creyó oír por un momento el chillidode los patos y el batir de sus alas; pero no se atrevió a salir de suescondite.

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XXII

LEYENDAS DE HERJEDALEN

Cuando, al partir los turistas, pudo Nils mirar en todas direcciones,no vio el menor rastro de los patos silvestres. No venía a buscarleningún pato. Llamó repetidas veces, pero en vano. No concebía

que los patos hubieran podido abandonarlo; si, acaso, temía quehubiera podido ocurrirles alguna desgracia. Se devanaba los sesos paraimaginar un medio que le permitiera unirse a ellos, cuando, de repente,Bataki, el cuervo, abatió el vuelo junto a él.

Jamás pudo imaginar Nils que pudiese saludar a Bataki con tantocariño.

—Mi querido Bataki —le dijo—, ¡qué suerte que hayas venido!¿Podrías darme noticias del pato blanco y de los patos silvestres?

—Precisamente vengo de su parte —contestó Bataki—. Okka habíadescubierto la presencia de un cazador y no se ha atrevido a venir en tu  busca. Me ha encargado que te conduzca a donde están los amigos.Sube sobre mis espaldas, y dentro de un instante estaremos con ellos.

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Nils saltó sobre las espaldas del cuervo, que lo llevó hacia el sur.Descendieron en un espacioso valle. El paisaje era espléndido; las

montañas eran altas como las de Jemtland; pero había pocas tierrascultivadas y pocos pueblos. Bataki descendió sobre una cabaña e hizo bajar a Nils.

—Este verano ha habido aquí maíz —le dijo—. Mira si puedesencontrar algunos granos para comer.

Después de haber comido, Bataki y el muchacho continuaron sucamino, siguiendo el curso del Ljusnan. Llegados cerca del pueblo deKolsatt, en los límites de Halsingland, el cuervo se echó de nuevo atierra junto a una pequeña cabaña, en la que no había ventanas y sí sólo

un tragaluz casi invisible. De la chimenea se escapaba una humaredamezclada con chispas, y en el interior se oían los golpes de martillo.

—Al ver esta herrería recuerdo que antiguamente hubo en estepueblo herreros tan hábiles que no tenían par. Yo he oído contaralgunas historias de esto allá en lo alto.

—Cuéntame una —solicitó Nils.

—Pues, señor —continuó Bataki, sin hacerse de rogar—, hubo una  vez un herrero que invitó a otros dos maestros herreros, uno de laDalecarlia y el otro de Vermland, a medirse con él en la fabricación de

clavos. El reto fue aceptado, y los tres herreros se reunieron aquí, enKolsatt. Primero comenzó el dalecarliano. Y forjó una docena de clavostan iguales, tan agudos y tan bonitos que nadie los hubiera hechomejor. Después vino el vermlandés. Y forjó también una docena declavos perfectos, si bien con la ventaja de que empleó la mitad detiempo que su contrincante. Los que actuaban de jueces aconsejaron alherrero de Herjedalen que no lo intentara siquiera, porque no lo podríahacer mejor que el primero ni más pronto que el segundo. “Eso meimporta poco, y no me entrego —respondió el tercer

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concursante—. Debe haber una tercera manera de distinguirse.”

  Y puso el hierro sobre el yunque sin pasarlo por el fuego,

calentándolo a martillazos, y forjó clavo tras clavo sin emplear carbónni fuelle. Nadie de los allí reunidos había visto manejar el martillo conmás habilidad, y el herrero de Herjedalen fue proclamado el más hábildel país.

Bataki se calló una vez dicho esto. Nils reflexionó un instante. “Dimecuál ha sido tu intención al referirme esta historia”, preguntó al fin. “Lahe recordado al ver esta vieja herrería”, respondió Bataki.

Los dos viajeros reanudaron el vuelo. El cuervo llevó a Nils a travésde la parte de Herjedalen, vecino a la Dalecarlia. Y descendió sobre una

colina que dominaba la llanura.—¿Sabes lo que es este montículo que está bajo tus pies? —preguntó

Bataki.

Nils contestó que lo ignoraba.

—Pues bien: es una tumba, un túmulo antiguo

—añadió el cuervo—. Fue elevado en honor de un hombre llamadoHerjulf, el primero que se instaló en Heijedalen y cultivó el país.

—¿También tendrás que referirme alguna historia sobre este señor?—preguntó Nils.

—No he oído decir grandes cosas con respecto a él. Creo que eranoruego. Primeramente estuvo al servicio del rey de Noruega; pero creoque acabó riñendo con él. Y presentándose ante el rey sueco que vivíaen Upsala, entró a su servicio. Transcurrido algún tiempo, pidió enmatrimonio a la hermana del rey, y como éste se la negara, la raptó. Y se vio en el trance de no poder habitar en Noruega ni en Suecia; y atodo esto, no quería marcharse al extranjero ni abandonar el país aningún precio. “Debe haber una tercera alternativa”, pensó. Y con sus

criados y 

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sus tesoros se puso en marcha hacia el norte, a través de la Dalecarlia,hasta que llegó a los grandes desiertos que existían en los confines de

esta provincia. Detuvo su marcha, construyó una casa, removió la tierra y se convirtió en el primer habitante de este país.

 Al oír esta última historia quedó Nils más intrigado que nunca.

—¿Por qué no me dices cuál ha sido tu intención al referirme esto? —le preguntó.

En un principio Bataki no contestó nada, limitándose a mover y remover la cabeza y entornando los ojos.

—Bueno; puesto que estamos solos —dijo finalmente—, quieropreguntarte una cosa. ¿Te has dado bien cuenta de la condiciónimpuesta por el duende que te ha transformado para que puedas volvera convertirte en hombre?

—La única de la que he oído hablar consiste en que yo debo conduciral pato blanco a la Laponia y llevarle sano y salvo a la Escania.

—Precisamente es lo que yo pensaba —dijo Bataki—, pero la última vez que nos vimos, decías tú con orgullo que no está bien traicionar aun amigo cuya confianza se tiene. Tú procederías cuerdamente si lepreguntaras a Okka cuál es esa condición. No debes ignorar que ella

misma ha ido a tu casa para hablarle al duende.—Okka nada me ha dicho.

Sin duda, pensaba que era mejor para ti que no supieses el alcancede las palabras del duende. Te estima más a ti que al pato blanco.

—Es curioso, Bataki -dijo Nils—, el modo que tienes de ponermesiempre triste y de inquietarme.

—Tal vez pueda, en efecto, parecerte así —añadió el cuervo—; peroesta vez creo que me agradecerás el que te repita las palabras delduende. Ha dicho que volverás a ser hombre cuando conduzcas el pato blanco a tu casa para que pueda matarlo tu madre.

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Nils se levantó de un salto.

—¡Es una mala invención tuya, Bataki! —gritó.

—Ahora mismo puedes preguntárselo a Okka, porque creo que seaproxima con su bandada; pero te ruego que no olvides las historiasque hoy te he referido. Hay un medio de salir de todas las dificultadesque se presenten, con tal de que se encuentre. Me gustaría saber cómolo conseguirás tú.

  Al día siguiente, durante un alto en el camino y aprovechando unmomento en que Okka se había alejado un poco de los otros patos, lepreguntó Nils si era verdad lo que le había dicho Bataki. Okka no pudonegarlo. El muchacho hizo entonces que la vieja pata le prometiera quepor nada del mundo daría motivos para que el pato blanco sospecharalo más mínimo referente a este secreto. Bravo y generoso como era,podría obrar por su cuenta sin pedir consejo a nadie.

Después de esta conversación, Nils permaneció silencioso, recostadosobre las espaldas del pato y sin interesar-se por nada. Sólo le sacaron

de su abstracción los gritos de los patos que llamaban a sus crías y anunciaban que ya se podía ver el Stadjan, por haber entrado en laDalecarlia.

—Como es probable que tenga que viajar toda mi vida con los patos, ya tendré tiempo de ver este país más de lo que deseo —refunfuñó Nils.

Tampoco mostró mayor interés cuando los patos gritaron que yaestaban en Vermland y que el río que seguía hacia el sur era el Mar.

—He visto tantos ríos, que ya tengo bastante —añadió.

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XXIII

EL TESORO DE LA PLAYA

Desde el comienzo del viaje los patos habían volado con dirección alsur, pero al cruzar el valle de Fryken tomaron otra dirección y por el Vermland occidental y el Dalsland, dirigiéndose hacia el Bohuslän.

El viaje fue largo. Los patos se habían ejercitado bastante para

lamentarse de la fatiga, y Nils recobró un poco de su antiguo buenhumor. Sólo pensaba ahora en el medio de disuadir al pato blanco de laidea de regresar a Vemmenhög.

—Creo, pato —le dijo una vez mientras iban por los aires—, que serámuy monótono y pesado para nosotros permanecer en casa todo elinvierno. Estoy tentado de decirte que no haríamos mal siacompañásemos a los patos en su viaje al extranjero.

—No debes hablar en serio —exclamó el pato muy alarmado, porquedesde que había demostrado que era capaz de seguir a los patos

silvestres hasta la Laponia, no deseaba otra cosa que reintegrarse alestablo del granjero Holger Nilsson.

—¿Pero no encuentras que sería algo triste, pato Martín, no ver mástan bellas cosas? —preguntó Nils.

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—Yo prefiero en mucho los campos ubérrimos de nuestra llanuraescaniana a estas peladas colinas pedregosas —respondió el pato—;

pero ya sabes que si tú te decides a proseguir el viaje, no he deabandonarte.

—Esperaba de ti esta buena respuesta —dijo Nils.

  Y el tono con que dijo estas palabras demostraba que se habíaquitado un gran peso de encima.

Los patos silvestres pasaron sobre el Bohuslan con la mayor rapidezposible; el pato blanco les seguía jadeante. El sol señalaba su raya defuego en el horizonte y desaparecía por momentos detrás de una colina.

De repente vieron hacia la parte oeste una raya luminosa que seextendía a cada batir de alas. Era el mar que se ofrecía ante elloslechoso, irisado a trechos por reflejos rosa y azul; y cuando hubierondoblado las rocosidades de la costa aún les fue posible ver nuevamenteal sol, enorme y encendido, encima de las olas donde iba a abismarse.

  Al ver el mar libre e infinito y el sol de la tarde, purpúreo, de unresplandor tan dulce que podía fijar en él la mirada, Nils sintió queentraban en su alma una gran paz y una gran seguridad.

—¿Por qué afligirse, Nils Holgersson? —le decía el sol—. Es bueno

  vivir en este mundo, así para los grandes como para los pequeños. Esuna bella cosa ser libre y vivir sin inquietudes y tener el espacio abiertoante sí.

Los patos se instalaron para dormir sobre un pequeño escollo, antela ciudad de Fjallbacka. Como se aproximaba la medianoche y la lunahabía ascendido muy alto en el cielo, la vieja Okka fue a despertar a  Yksi y Kaksi, a Kolme y Nelja, a Viisi y Kiisi. Y acabó por tocar con elpico a Pulgarcito.

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—¿Qué hay, madre Okka? —gritó éste poniéndose en pie de un salto.

Nils vio a su lado algo que tomó en un principio por una alta piedra

puntiaguda; pero pronto se dio cuenta de su error al percatarse de queera una gran ave de presa. Y reconoció a Gorgo, el águila.

Evidentemente, él y Okka se habían citado allí, porque nadiemostraba la menor sorpresa.

—Eso se llama ser exacto —dijo Okka al saludarle.

—He venido —respondió Gorgo—; pero temo que aparte de miexactitud haya algo que no merezca vuestros elogios. He cumplido muy mal la comisión que me confiaste.

—Estoy segura —dijo Okka— de que has hecho más de lo queaparentas, y antes que refieras cómo te fue en el viaje, he de pedir alliliputiense que me ayude a buscar algo que debe estar escondido entrelas peñas e islotes de estas playas. Hace una porción de años —continuódiciendo— que yo y un par de los que se han hecho viejos en la  bandada, sorprendidos por una tormenta, fuimos arrastrados hastaestos lugares, entre cuyas piedras hubimos de buscar refugio durante  varios días. Sufrimos mucha hambre y anduvimos buscando algo conque alimentarnos. No encontramos nada que comer y sólo vimos unossacos medio enterrados en la arena, sobre los que nos lanzamos hasta

romper sus telas a picotazos en la creencia de que pudieran contenertrigo; pero no fue así. Aquellos sacos no contenían otra cosa que  brillantes monedas de oro, que no tenían para nosotros aplicaciónalguna; y las dejamos donde estaban. En todos estos años no hemospensado en tal hallazgo; pero por sucesos acontecidos en el pasadootoño, tenemos deseo de poseer dinero. No es probable que el tesoro seencuentre aquí todavía; pero, de todos modos, como hemos venidopara buscarlo, vamos a ver si lo hallamos.

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El chicuelo se metió entre las rendijas, y con un par de conchasempezó a quitar arena en varios sitios. No encontró los sacos, pero sí

un par de monedas que le pusieron sobre la pista, y haciendo un granhoyo encontró el caudal derramado por allí, pues los sacos habíandesaparecido por la acción del tiempo. Inmediatamente dio cuenta deldescubrimiento a la pata Okka, que al frente de la bandada vino afelicitarle con gran ceremonia y repetidas inclinaciones de cabeza.

—Tenemos que comunicarte —dijo Okka al pequeño Nils— quenosotros, que ya somos viejos, hemos pensado que si hubieses servido alos hombres y les hubieses hecho tanto bien como a nosotros, no sehubieran separado de ti sin darte una buena retribución.

—Soy yo el que debo estar agradecido por la ayuda que me hanprestado; no me deben agradecimiento alguno, porque las enseñanzasque de ustedes he obtenido valen más que el oro y toda clase deriquezas —contestó el muchacho—; pero no tenían necesidad de estariqueza, que de seguro ya no tiene dueño, por los muchos años que aquíse encuentra abandonada; no la necesitan para nada.

—Sí; la necesitamos para dártela a ti como remuneración, para que vean tu padre y tu madre que has servido a señores de distinción.

El pequeño Nils se volvió entonces rápidamente, y muy ofendido se

dirigió a Okka, diciéndole:—Es muy extraño que me separen de su servicio y me paguen sin que

 yo haya dicho nada de marcharme.

—Sólo queríamos que supieses dónde se hallaba el tesoro; por lodemás, puedes continuar con nosotros mientras permanezcamos enSuecia.

—Justamente es eso lo que yo digo; quieren que me separe deustedes antes de tener yo ganas de ello. Puesto que tanto tiempo y tan agusto hemos estado juntos, ¿no podría acompañarlos también alextranjero?

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Todos los patos, deseosos de demostrar su satisfacción, extendieron  y elevaron su cuello, quedando un rato con sus picos entreabiertos,

hasta que Okka, repuesta de la impresión, le dijo:—Es verdad, no habíamos pensado en ello; pero antes de resolversobre el particular, oigamos lo que Gorgo tiene que referir. Tú sabesque cuando salimos de la Laponia, Gorgo y yo convinimos en que iría atu casa, en la Escania, para ver de conseguir para ti mejorescondiciones de vida.

—Es cierto —replicó Gorgo—; pero no he tenido mucha suerte.Pronto tuve la certeza de haber encontrado la granja de Holger Nilsson,  y después de haber volado algunas horas por encima de la casa,

descubrí al duende. Me dirigí a él y le conduje entre mis garras hasta uncampo para hablar mejor con él. Le dije que iba de parte de Okka parasuplicarle que aminorara las duras condiciones que le había impuesto aNils Holgersson.

—Así lo quisiera —respondió— porque sé lo bien que se ha portadodurante el viaje; pero eso no está en mi poder.

Me enfadé entonces; amenazándole con arrancarle los ojos apicotazos si no accedía.

—Haz de milo que quieras —respondió—; pero no por ello le

sucederá a Nils Holgersson otra cosa que lo que digo. Lo que tú debesdecirle es que vuelva con su pato blanco, porque las cosas en su casamarchan mal. Holger Nilsson salió en garantía de su hermano y hatenido que pagar una gruesa suma. Después ha comprado un caballocon dinero prestado, y el caballo quedó cojo el primer día, sin que hayapodido obtener ningún provecho de él. Dile a Nils Holgersson que suspadres han tenido ya que vender las vacas y que no tardarán en verseobligados a abandonar la granja si no viene alguien en su ayuda.

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 Al oír este relato, Nils frunció el ceño y cerró los puños con fuerza.

—El duende ha procedido de una manera cruel —se dijo— al

imponerme una condición tan terrible que no me permite acudir ensocorro de mis padres. Pero no hará de mí un traidor que engañe a suamigo. Mi padre y mi madre son gentes honradas, y sé muy bien quepreferirán pasar sin mi auxilio antes que yerme a su lado con una faltasobre mi conciencia.

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XXIV

EN CASA DE HOLGER NILSSON

El tiempo era gris y brumoso. Los patos silvestres se hallabanentregados a la siesta, cuando Okka se aproximó rápidamente a Nils,diciéndole:

—El tiempo parece calmado, y he decidido que mañana atravesemosel Báltico.

—Bueno —dijo Nils. Y su garganta se anudó de tal modo que nopudo añadir palabra. Esperaba, a pesar de todo, ser desencantadomientras permaneciese todavía en la Escania.

—Ahora estamos bastante cerca de Vemmenhög

—prosiguió Okka—. He pensado que tal vez quisieras hacer una visita a tu casa, al pasar. Así podrás ver a tu familia.

—Será mejor que no vaya —respondió Nils; pero el tono de su vozindicaba lo mucho que le complacía esta proposición.

Okka respondió:

—Tú debes ir a informarte de la marcha de tu casa y de la salud detus padres. ¡Quién sabe si les podrás prestar ayuda por pequeño queseas!

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—Tienes razón madre Okka. Debí pensar en ello antes —respondióNils muy excitado.

Un instante después estaban los dos en marcha hacia la granja deHolger Nilsson. Descendieron al abrigo de un muro de piedra querodeaba la granja.

—Es extraño que todo esté igual —exclamó Nils, trepando por lacerca—. Parece que fue ayer cuando los vi venir sentado en este mismositio.

—¿Sabes si tu padre tiene escopeta? —preguntó Okka de repente.

—Sí —dijo Nils—. Precisamente por esa escopeta quise yopermanecer en casa aquel domingo.

—Entonces no me atrevo a esperarte aquí. Será mejor que vengas areunirte con nosotros al cabo de Smygehuk, mañana a primera hora.Podrás pasar aquí la noche.

—¡Oh, no! ¡No te vayas, madre Okka! —prorrumpió Nils saltando delmuro. No sabía por qué; pero tenía el presentimiento de que lessucedería algo, tanto a él como a los patos, y que ya no volverían a  verse—. Ya sabes cómo me entristece no haber recobrado mi estaturanormal —prosiguió—; pero quiero que sepas que no lamento haberte

seguido durante la última primavera. Antes que volver a ser hombre,preferiría de nuevo ese viaje.

Okka aspiró el aire fuertemente antes de responder.

—Hay una cosa de la que he querido hablarte repetidas veces —comenzó diciendo—. No es preciso que te la diga en este momento,porque tú no vienes en busca de los tuyos para quedarte; no obstante,tendré el gusto de comunicártela ahora. Es lo siguiente: si  verdaderamente crees que has aprendido alguna cosa buena entrenosotros, ¿verdad que opinarás que no sólo los hombres deben vivir en

la tierra? Piensa en el hermoso país que tienes. ¿No podrías conseguirque se nos reservaran algunas rocas peladas en la costa, algunos lagosque no sean navegables y algunas marismas, algunas montañasdesiertas y algunas

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florestas apartadas, donde nosotros, pobres animales, podamos estartranquilos? Durante toda mi vida me he visto perseguido. ¡Qué bueno

sería saber que en cualquier parte existe un refugio para un ser como yo!

—Ciertamente, yo quedaría muy contento y satisfecho de poderprestarles mi ayuda —contestó el muchacho—; pero yo no podré decirnunca gran cosa a los hombres.

—Pero nosotros estamos hablando aquí como si no debiéramos  vernos ya más —interrumpió Okka—. A todo esto, nos hemos de vermañana. Hasta la vista.

  Y después de abrir sus alas volvió de nuevo, y acariciándole

dulcemente con el pico, partió al fin.Era ya mediodía, y aún no se había dado señal de vida en la granja.

Nils pudo ir y venir a su antojo. Corrió rápidamente al establo,creyendo que las vacas le informarían mejor que nadie de todo. Elestablo presentaba un triste aspecto; en vez de los tres hermososanimales que lo habitaban en la primavera, no había más que uno. EraRosa de Mayo. Añorando a sus compañeras, permanecía con la cabezadoblada por la pena y sin probar el forraje.

—Buenos días, Rosa de Mayo —gritó Nils, corriendo hacia ella sin

temor alguno—. ¿Cómo están el padre y la madre? ¿Cómo están lospatos y las gallinas y el gato? ¿Dónde están tus compañeras, Lis de Oro y Estrella?

  Al reconocer la voz del muchacho, la vaca se estremeció, después  bajó la cabeza como dispuesta a embestirle; pero como la edad habíahecho que sus movimientos fuesen más lentos, tuvo tiempo para fijarseen Nils Holgersson. Continuaba siendo tan pequeño como al partir, y aunque iba vestido del mismo modo, parecía otro. El Nils Holgerssonque partiera en la pasada primavera tenía un aire torpe y lánguido y los

ojos semidormidos; el que volvía mostrábase vivaracho y ágil y hablabaanimadamente. Andaba tan erguido y con un paso tan firme, queinspiraba respeto a pesar de su pequeñez.

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¡Mu! —mugió Rosa de Mayo—. Me habían dicho que habíascambiado, pero no lo creí. Sé bienvenido, Nils Holgersson, sé

 bienvenido a esta casa. Este es el primer momento de alegría que tengodesde no sé cuánto tiempo.

—Te agradezco mucho este recibimiento, Rosa de Mayo

—contestó Nils con el corazón conmovido por tan buena acogida—.Comunícame noticias de mis padres.

—No han tenido más que penas desde que te marchaste. Lo peor hasido lo ocurrido con el caballo, que les costó mucho dinero, sin quedurante todo el verano haya podido hacer otra cosa que comer. Tupadre no quiere matarlo; pero nadie lo quiere comprar. Por su culpa ha

tenido que vender tu padre a mis dos compañeras, Estrella y Lis deOro.

Había otra cosa de la que tenía grandes deseos de hablar; peroestaba harto embarazado para iniciar esta conversación directamente. Y preguntó luego:

—¿Verdad que mi madre sufrió un gran disgusto al ver que el pato blanco se había escapado?

—Creo que no hubiera llegado a experimentar tanta pena de haber

sabido cómo escapó el pato. Sólo se lamentaba de que su propio hijo, almarchar de su casa se llevara el pato consigo.

—¡Ah! Pero ¿cree que lo he robado yo? —preguntó Nils.

—Pues, ¿qué quieres que crea?

—Eso indica que mis padres creen que yo he recorrido el país este verano como un mendigo.

—Han llorado tu ausencia con todo el dolor que se siente cuando sepierde al ser más querido del mundo.

Nils salió corriendo del establo. Lo primero que hizo fue entrar en lacuadra, pequeña, pero en perfecto estado de limpieza. Se echaba de veren seguida que Holger Nilsson la había dispuesto de modo quecomplaciera al

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nuevo huésped que iba a albergar. Había en ella un hermoso caballoreluciente que reventaba literalmente de salud.

—Buenos días —dijo Nils saludando—. He oído decir que había uncaballo enfermo por aquí. ¿Cómo es posible que seas tú, teniendo tan buen aspecto?

El caballo volvió la cabeza hacia el muchacho y lo miró largamente.

—¿Eres tú el hijo de la casa? —le preguntó—. He oído muchas cosasmalas de ti; pero tienes un aspecto tan simpático, que jamás te hubieratomado por Nils de no saber que has sido transformado en duende.

—Sé que he dejado un mal recuerdo tras de mi

—añadió Nils Holgersson—. Hasta mi propia madre cree que yodesaparecí de esta casa como un ladrón. No espero estar mucho tiempoaquí; pero antes de partir he querido saber qué es lo que tienes.

—¡Qué dolor que no te quedes entre nosotros! —exclamó el caballo—. Tengo la seguridad de que llegaríamos a ser muy buenos amigos. Yosufro por una tontería, por una punta de cuchillo u otro objetopuntiagudo que me ha penetrado en un pie. Esta punta está tan biendisimulada que el mismo veterinario no ha podido descubrirla; pero mehace mucho daño y me impide marchar. Si tú pudieras advertir a

Holger Nilsson de lo que me pasa, creo que podría curarme. Yo estadamuy contento si pudiera serle útil. Me da vergüenza permanecer ocioso.

—¡Cuánto me alegro de que no tengas una verdadera enfermedad! —respondió Nils—. Ya procuraremos curarte; permíteme que demomento haga algunas señales con mi cuchillo en tu pata.

  Acababa de rascar la pata al caballo cuando oyó voces en el corral.Eran sus padres que regresaban. Se veía que estaban agobiados por lapena. La madre tenía el rostro lleno de arrugas, y los cabellos del padrehabían

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encanecido. La madre trataba de convencer a su marido de que nohabía otro remedio que pedir dinero prestado a su cuñado.

—No, no; yo no pido ya dinero prestado —decía el padre ante lapuerta entreabierta de la cuadra—. Nada más terrible que contraerdeudas. Será mejor vender la casa.

—Nada tendría que decir contra esto —respondió la madre— si noexistiera nuestro hijo. ¿Qué haría él si volviera algún día, pobre y miserable, y no nos encontrase aquí?

—Es triste, ciertamente —respondió el padre—; pero habrá que pedira los que compren la granja que lo acojan con dulzura y que le diganque será siempre bien atendido y bienvenido en nuestra casa. Nosotros

no le dirigiremos ni una sola palabra de reproche. Estamos de acuerdo,¿verdad?

—Ciertamente. ¡Ah! ¡Si al menos anduviese por ahí, sabiendo yo queno pasa hambre ni frío por los caminos!

Nils no pudo oír nada más de esta conversación, porque sus padrespenetraron seguidamente en la casa. Hubiera querido correr haciaellos; pero ¿no les hubiera causado mayor pena verlo tal como era en laactualidad?

Mientras estaba entregado a estas vacilaciones llegó un carruaje quese detuvo ante la vela. Nils estuvo a punto de lanzar un grito deasombro al ver descender a dos personas que no podían ser otras que  Asa y su padre. Los recién llegados se dirigieron hacia la casa cogidosde la mano, graves y recogidos, con un inefable destello de felicidad enlos ojos. Ya cerca de la puerta, Asa detuvo a su padre:

—Quedamos entendido, padre, ¿verdad? Nada diremos de eseduende que tanto se parece a Nils, del pequeño zueco, ni de los patos.

—Eso es —respondió Jon Assarsson—. Sólo diré que su hijito te ha

ayudado varías veces mientras tú me buscabas a través del país, y quehemos venido a preguntarles si

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nosotros podemos, en pago de tal favor, prestarles algún servicio, yaque he llegado a crearme una posición, incluso a ser rico, gracias a la

mina que he descubierto allá.Entraron en la casa, y Nils hubiera dado mucho por oír laconversación; pero no se atrevió a entrar en el corral. Al salir Asa y supadre, los acompañaban sus padres. Parecían como animados por unanueva vida.

Cuando partieron los visitantes, el padre y la madre de Nilsquedaron junto a la verja un momento viendo cómo se alejaba elcarruaje.

—Ya no quiero estar triste, Holger, después de haber oído tantas

cosas buenas de Nils —exclamó la madre.—No han dicho muchas cosas, en último término

—contestó el padre.

—¿No te basta con que hayan venido aquí expresamente paraofrecernos sus servicios como prueba de agradecimiento por los favoresque les prestó Nils? Creo que hubieras podido aceptar su ofrecimiento.

—No, no he querido. Nosotros no aceptaremos dinero de nadie,prestado ni regalado. Quiero antes que nada desembarazarme de mis

deudas; creo que lo conseguiremos y así lo espero porque todavía nosomos unos viejos decrépitos.

El padre rió al pronunciar estas palabras.

—Se diría que gozas ante la idea de deshacerte de esta tierra en laque has puesto tanto trabajo —dijo la madre con un tono de reproche.

—Pero, ¿es que no comprendes por qué me estoy riendo? —preguntóel padre—. Lo que me quitaba las fuerzas era el sentimiento que mecausaba la creencia de haber perdido a mi hijo; mas ahora que sé que  vive y promete ser siempre un hombre honrado, ya verás que HolgerNilsson es capaz todavía de trabajar.

La madre entró en la casa, y Nils debió ocultarse rápidamente en unrincón, porque el padre se encaminó

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hacia la cuadra. Y llegándose al caballo, le levantó el pie enfermo para buscar una vez más dónde estaba el mal.

—¿Qué es esto? ¿Qué es lo que hay aquí? —gritó viendo algunasletras grabadas en la pata del animal.

“Retira el hierro del pie”, leyó con estupor. Y se puso a examinar lapata con toda atención.

—Creo que tiene clavado algo puntiagudo —murmuro. Mientras elpadre se ocupaba del caballo y Nils permanecía inmóvil en un rincón,llegó a la casa una nueva visita. El pato blanco, sabiendo que sehallaban muy cerca de su antigua residencia, no había podido resistir aldeseo de mostrar su mujer y sus hijos a sus compañeros, invitando a

ello a Finduvet y a lo seis patos.Cuando llegaron a la casa de Holger Nilsson no había nadie en el

corral. El pato blanco descendió tranquilamente hasta donde estaba sufamilia y mostró a Finduvet los esplendores de que gozan los patosdomésticos. Después de haber hecho los honores del corral, advirtióque la puerta del establo estaba abierta.

—¡Vengan y vean! —gritó—. Vengan y vean dónde vivía yo en otrotiempo. Esto es muy distinto de tener que pasar las noches en lasmarismas y en las hornagueras, como nosotros hacemos ahora.

El pato permanecía bajo el dintel del establo.

—Aquí no hay nadie —exclamó—. Ven, Finduvet, y verás el sitio delos patos. No tengas miedo; no hay ningún peligro.

Finduvet y los seis patos entraron en el sitio indicado paracontemplar el lujo en medio del cual había vivido el gran pato blancoantes de reunirse con los patos silvestres.

—Vean cómo era. Allí estaba mi lugar y allá el cubillo siempre llenode avena y la pileta con agua. Esperen; creo que todavía debe quedar

algo de comida.El pato blanco dio un salto hacia el cubillo y se puso a comer con

avidez.

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De Finduvet iba apoderándose una gran intranquilidad.

—Salgamos pronto —suplicó.

—Espera un poco; aún quedan unos granos —contestó el pato.En este mismo momento lanzó un grito y se precipitó hacia la salida.

Era ya demasiado tarde. La puerta quedó cerrada, y el ama de la casaechó el pestillo. ¡Estaban cogidos!

El padre de Nils acababa de extraer un pedazo de hierro puntiagudodel casco de su caballo y acariciaba al animal con toda solicitud, cuandollegó la madre muy sofocada.

—¡Ven, ven, y verás la hermosa presa que acabo de hacer! —gritó.

—Aguarda un momento, y mira un poco aquí. He descubierto lo quemotivaba el malestar del caballo.

—Creo que comienza otra vez la suerte para nosotros

—dijo la madre—. Figúrate que el gran pato blanco que desapareciódurante la última primavera, ha vuelto a casa con siete patos silvestres.Ha debido seguir a alguna bandada de ellos. Han ido directamente a supuesto, y yo he conseguido encerrarlos.

—¡Es extraño! —dijo Holger Nilsson—. Lo que más me alegra es

saber que ya no tenemos motivo para sospechar que Nils se llevara elpato al partir.

—En efecto. Pero creo que debemos matarlos esta misma tarde.Dentro de unos días se celebrará la fiesta de San Martín, y será precisoque vayamos cuanto antes a la ciudad para venderlos.

—Sería muy desagradable matar al pato, ya que ha vuelto con tan buena compañía —objetó Holger Nilsson.

—Si los tiempos fueran menos duros, los dejaríamos vivirtranquilamente; pero como nosotros no continuaremos aquí,

probablemente, ¿qué vamos a hacer de los patos?

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-Es verdad

—Ven, pues; ayúdame a llevarlos a la cocina —dijo la madre.

  Y partieron. Algunos instantes después Nils vio salir a su padre delestablo llevando al pato blanco bajo un brazo y a Finduvet bajo el otro.El pato gritaba, como siempre que se encontraba en peligro:

—¡Socorro, socorro, Pulgarcito!

Pero Nils no corrió en su auxilio, convencido de que no debíaabandonar la puerta de la cuadra, y no porque pensara ni un solomomento en que sería muy conveniente para él que se diera muerte alpato blanco —porque no se acordaba para nada de la condiciónimpuesta por el duende—; lo que le retenía en su puesto era la idea deque por salvar al pato blanco tenía que mostrarse a sus padres, y esto lerepugnaba mucho.

—Siendo ya felices —se decía—, ¿por qué he de proporcionarles yoesa pena?

Pero cuando la puerta se cerró tras el pato, Nils abandonó sus  vacilaciones. Y atravesando el corral todo lo aprisa que pudo, entró enel vestíbulo. Se quitó los zuecos, según su vieja costumbre, y seaproximó a la puerta; pero se detuvo de nuevo.

—Es el pato blanco el que está en peligro —se decía—; el que ha sidotu mejor amigo desde que abandonaste esta casa.

En este instante recordó bruscamente todos los peligros que él y elpato habían corrido juntos sobre los lagos helados y la martempestuosa, y entre los feroces animales de presa. Su corazón se llenóde reconocimiento y de afecto, y dio unos golpes en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el padre antes de abrir.

—¡Madre, madre, no hagas mal al pato! —gritó Nils, entrando comouna tromba.

El pato y Finduvet, que reposaban sobre un banco

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con las patas atadas, lanzaron un grito de alegría al reconocer su voz.

Pero la que lanzó el mayor grito de alegría fue la madre.

—¡Oh, Nils, Nils! ¡Qué grande y hermoso vuelves!—prorrumpió entre transportes de alegría.

El muchacho se detuvo en el umbral, como dudando delrecibimiento que le dispensaban sus padres.

—¡Loado sea Dios, que te trae a mi lado! —gritaba la madre—. ¡Ven, ven!

—¡Te doy la bienvenida, hijo! —dijo el padre, sin poder proferir niuna palabra más.

Nils vacilaba todavía, inmóvil, en el umbral. No comprendía laalegría de sus padres; pero la madre se había precipitado hacia él,echándole los brazos alrededor de su cuello. Entonces comprendió Nilslo que le ocurría.

—¡Padre, madre, vuelvo a ser alto! ¡Vuelvo a ser hombre! —gritófuera de sí, de contento.

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XXV

EL ADIOS DE NILS A LOS PATOSSILVESTRES 

  Al día siguiente se levantó Nils antes del alba y se dirigió hacia la

costa.Cuando comenzaba a apuntar el día se encontraba ya en el sitio

fijado por Okka, un poco al este del caserío de Smyge. Estaba solo.  Antes de partir había entrado en el establo, donde se hallaba el pato  blanco, con el fin de despertarlo; pero éste no dijo palabra y volvió acerrar los ojos, hundiendo la cabeza bajo el ala para dormirse de nuevo.

El día prometía ser muy hermoso, casi tan hermoso como aqueldomingo de primavera en que los patos silvestres llegaron hasta allí. Elmar se extendía vasto e inmóvil. El aire estaba en calma, y Nils pensaba

en el magnifico viaje que harían sus amigos.Se hallaba todavía sometido a una especie de semiencantamiento.

Tan pronto se creía duende como se creía ser el verdadero NilsHolgersson. Al ver un hoyo en el camino tuvo miedo de continuaradelante antes de convencerse de que no había ningún animal peligrosooculto en él. Des-

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pués lanzó una carcajada, feliz de saber que era grande y fuerte y queno tenía necesidad de tener miedo.

Llegado a la orilla del mar, esperó en la playa para que los patospudieran verlo en seguida. Era un día de emigración. A cada instante seoían gritos de llamada para reunirse. Sonreía al pensar que nadie sabíacomo él lo que los pájaros se comunicaban unos a otros.

Pasaban bandadas de patos silvestres.

“Creo que no serán los míos los que partan sin decirme adiós —pensó——. ¡Tengo tantos deseos de referirles cómo he vuelto a serhombre!”

Se aproximaba una bandada de patos que volaba más rápidamente y gritaba más que las otras. Algo le decía que aquélla era la suya, pero nola reconocía con la seguridad que lo hubiera hecho la víspera.

Los patos disminuyeron la rapidez de su vuelo y revolotearon porencima de la playa. Nils comprendió que eran sus compañeros de viaje.Pero ¿por qué no descendían hasta él? No podían dejar de haberle visto.

Intentó lanzar un silbido, pero su lengua no obedecía a su deseo. Nopudo articular la nota justa.

Oyó la voz de Okka que cruzaba los aires, mas sin comprender lo quedecía.

—Es extraño. ¿Habrán cambiado de lenguaje los patos silvestres? —se interrogó—. ¡Aquí estoy! ¿Dónde estás tú?

Esto no produjo otro efecto que asustar a los patos, que, elevando el  vuelo, se alejaron de la costa. Por último, comprendió lo que ocurría;los patos ignoraban que había vuelto a ser hombre. Y ya no pudieronreconocerlo.

Nils no pudo tampoco llamarlos, porque los hombres no saben ellenguaje de los pájaros. En adelante ya no podría hablarles nicomprenderlos.

  Aunque Nils se consideraba dichoso de haber escapado alencantamiento, encontraba doloroso separarse

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así de sus amigos los patos. Y, sentándose sobre la arena, se cubrió elrostro con las manos. ¡Qué triste era verlos partir!

De repente oyó una vibración de alas: la vieja madre Okka no habíapodido resignarse a abandonar a su amigo Pulgarcito, y había vuelto.  Ahora que Nils permanecía inmóvil se había decidido a aproximarse aél. Sin duda había comprendido de un modo instintivo y súbito que eraaquél. Y descendió sobre el promontorio, cerca de Nils.

Este lanzó un grito de alegría y la estrechó entre sus brazos. Losotros patos se aproximaron entonces y le acariciaron con el pico.Cantaban, hablaban animadamente y lo felicitaban. Nils habló tambiénpara agradecerles el buen viaje que había hecho con ellos.

Bruscamente callaron los patos, le contemplaron con miradas deextrañeza y se separaron de él. Parecían haberse dado cuenta de golpedel cambio que se había operado en él, y exclamaron:

—¡Vuelve a ser hombre! ¡Ya no nos comprende ni nosotros locomprendemos tampoco!

Entonces se levantó Nils y fue hacia Okka. La abrazó y la llenó decaricias. Después fue hacia Yksi y Kaksi, Kolme y Nelja, Viisi y Kiisi, las  viejas patas de la bandada, y las abrazó también. Seguidamente seseparó con paso rápido, en dirección a su casa. Sabía que la pena de los

patos no dura mucho y quería separarse de sus amigos antes de que seextinguiera la que pudieran experimentar al perderle.

Cuando llegó a lo alto de la duna se volvió para mirar los grupos deaves que se preparaban para atravesar el mar. Todos lanzaban al airesus llamadas. Pero de todos, sólo una bandada de patos silvestres volóen silencio mientras él pudo seguirla con los ojos.

Mas el ángulo que formaba era de un orden perfecto,

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los intervalos tales como correspondían, la velocidad del vuelo laindicada y el golpe de las alas vigoroso y rítmico. Nils tuvo una

sensación tan dolorosa, que casi hubiera preferido continuar siendoPulgarcito para poder viajar por encima de la tierra y del mar con una bandada de patos silvestres.