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Los soñadores bárbaros Jean Marie LeClezio El Colegio de Michoacán Los profetas, los videntes, aparecen en épocas turbias. En tiempo de las insurrecciones de las naciones bárbaras contra los invasores españoles, son los brujos —llamados “hechice- ros” por los cronistas— quienes inspiran a los chichimecas de Maxorro, de Tecamaxtli, a los zuaques de Taxicora, a los tepehuanes, a los tarahumaras de Coele. Entre los coras de Nayarit, la rebelión nace alrededor de un “Indio viejo de Tenerapa” quien promete la inmortalidad, la resurrección y el rejuvenecimiento de los guerreros muertos en el combate, y el castigo final de los españoles. Entre los xiximes, el ‘brujo’ aparece bajo la forma de un joven armado de un arco, tenien- do en su mano dos flechas y cargando “un ídolo de piedra de media vara que hablaba en todas lenguas, y el viejo interpre- taba lo que la piedra decía, apareciendo con resplendores”. Es el mismo joven que aparece a los acaxées, llevando en señal de su magia “un cristal como espejo sobre el vien- tre”, y profiriendo las “palabras irresistibles”.1 en esta vi- sión, los rebeldes bárbaros renuevan el antiguo mito de Teo- piltzintli, el dios niño de Tzenticpac, quien había electrizado a los chichimecas del Mixton y de Ixtlahuaca: Porque siempre que le veían, se les aparecía en figura de un niño que les hablaba, les enseñaba, daba respuestas a sus dudas y consolaba en sus aflicciones, y les decía que supiesen y tuviesen entendido que había un Dios en el cielo de gran poder, y que este Señor había criado el cielo, sol, luna, estre- llas, árboles, montes, peñas, y lo visible y invisible, y que el cielo era todo de plata y había en él muchos plumajes y piedras preciosas, y una Señora que jamás envejecía, y que era sobera- na virgen, y que de ella habían recibido carne todos los hom- bres; y que confiasen en este Dios y esta Señora, porque como el assistía en el cielo, sabía que les habían de ayudar siempre en sus trabajos y necesidades, y que para que se defiendesen de sus enemigos, que entraban a vencerlos y apoderarse de sus tierras, les dio armas de arcos, phlechas y carcajes, con que las

Jean Mariele Cl Ezio

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Los soñadores bárbarosJean Marie LeClezio

El Colegio de Michoacán

Los profetas, los videntes, aparecen en épocas turbias. En tiempo de las insurrecciones de las naciones bárbaras contra los invasores españoles, son los brujos —llamados “hechice­ros” por los cronistas— quienes inspiran a los chichimecas de Maxorro, de Tecamaxtli, a los zuaques de Taxicora, a los tepehuanes, a los tarahumaras de Coele. Entre los coras de Nayarit, la rebelión nace alrededor de un “Indio viejo de Tenerapa” quien promete la inmortalidad, la resurrección y el rejuvenecimiento de los guerreros muertos en el combate, y el castigo final de los españoles. Entre los xiximes, el ‘brujo’ aparece bajo la forma de un joven armado de un arco, tenien­do en su mano dos flechas y cargando “un ídolo de piedra de media vara que hablaba en todas lenguas, y el viejo interpre­taba lo que la piedra decía, apareciendo con resplendores”.

Es el mismo joven que aparece a los acaxées, llevando en señal de su magia “un cristal como espejo sobre el vien­tre”, y profiriendo las “palabras irresistibles”.1 en esta vi­sión, los rebeldes bárbaros renuevan el antiguo mito de Teo- piltzintli, el dios niño de Tzenticpac, quien había electrizado a los chichimecas del Mixton y de Ixtlahuaca:

Porque siempre que le veían, se les aparecía en figura de un niño que les hablaba, les enseñaba, daba respuestas a sus dudas y consolaba en sus aflicciones, y les decía que supiesen y tuviesen entendido que había un Dios en el cielo de gran poder, y que este Señor había criado el cielo, sol, luna, estre­llas, árboles, montes, peñas, y lo visible y invisible, y que el cielo era todo de plata y había en él muchos plumajes y piedras preciosas, y una Señora que jamás envejecía, y que era sobera­na virgen, y que de ella habían recibido carne todos los hom­bres; y que confiasen en este Dios y esta Señora, porque como el assistía en el cielo, sabía que les habían de ayudar siempre en sus trabajos y necesidades, y que para que se defiendesen de sus enemigos, que entraban a vencerlos y apoderarse de sus tierras, les dio armas de arcos, phlechas y carcajes, con que las

defiendesen y sus personas, enseñándolas el modo que habían de tener para usar de estos instrumentos en sus guerras.2

La visión de los sacerdotes anuncia ya la mezcla de creencias que constituye el mesianismo indígena. Entre los nómadas del norte, el sueño tiene un papel determinante en la lucha armada contra los invasores españoles y anglo-sajo- nes: son los dreamers, los soñadores que aparecen al lado de los grandes jefes de guerra, y a veces los substituyen: el hermano de Tecumseh, o el Návajo Popé, quien dirigió la formidable insurrección de los Pueblos de Nuevo México en 1680, o Temucha, líder espiritual de los Utah, quien anunció a los franceses que los indios “pronto barrerán todas las colonias de la frontera”.3 Se puede pensar también en los grandes chamanes de los apaches, Noch-Ay-Del-Klinne, apo­dado “El Soñador”, o el curandero Pi-On-Se-Nay de los chiri- cahui de Cochise.

Sueños, alucinaciones

Las visiones de los guerreros nómadas del norte se nu­tren a menudo con plantas alucinógenas. Las drogas son parte del saber del “brujo” —el chamán— para sus ceremo­nias de curación o para los rituales de la guerra. Es difícil tomar la medida de la difusión de las drogas alucinógenas en Mesoamérica, puesto que en las descripciones de la mayor parte de los cronistas españoles aparecen bajo el término despectivo de “borracheras”. El padre Sahagún, hablando de los chichimecas, nota que fueron “ellos quienes descubrie­ron y utilizaron primeramente la raíz nombrada peyotl, y los que la comían o tomían, la tomían en lugar de vino, y así hacían con las plantas llamadas nanacatl que son hongos malos que emborrachan como el vino”.4

Es probable que el uso de las plantas alucinógenas —el hongo psylocibe mexicana Heim , el peyote y el datura y el ololiuhqui utilizado para las víctimas de los sacrificios— tuviera difusión en todas las culturas de Mesoamérica y de la América árida, en relación con los rituales de la guerra y los sacrificios humanos.5

En las culturas del norte, los ritos alucinantes son pri­mordiales, quizás a causa del papel que tuvieron durante las

primeras guerras de insurrección contra los invasores euro­peos. Los testimonios de los historiadores coloniales insisten unánimemente sobre la importancia —y el peligro— de estos ritos, y sobre las profecías que les favorecían.

Entre los acaxées, relata el padre Pérez de Ribas, el juego de la pelota (el tlachtli de los Mexicanos) era celebrado sobre una plaza (batey) donde estaba “a un lado un ídolo de figura de hombre, y al otro lado la raíz muy nombrada entre los indios de la Nueva España, que se llama peyote. La cual, aun que es medicinal pero en el uso de ella hay muchas supersticiones que a veces tiene que castigar el tribunal san­to de la Inquisición”.6

De cierta manera, es la creencia en los augurios y en los sueños, junto con el uso de las drogas alucinógenas, lo que constituye la unidad espiritual de los bárbaros, y los opone al cristianismo. En Nayarit, el Tonatí, el sacerdote mayor del sol en Toacamota, celebra también el ritual del peyote: “Po­nían aquí cerca una batea llena de peyote, que es una raíz diabólica”, relata el padre Ortega.7 Para el ritual de las cabe­zas de venado consagradas al dios sol, los indios de Parras consumían, según el padre Pérez de Ribas, “de la yerba llama­da peyote” que “hace perder el juicio, y causa diabólicas imaginaciones en la fantasía”.8

Los intoxicantes tienen un papel determinante en las guerras indígenas en el norte y en el noroeste de México al final del siglo xix. El alcohol de mezquite, el mezcal, el tiswin de los apaches (o el tesgüino de los tepehuanes), y más que todo, el peyote, el datura y los hongos alucinógenos son los ingredientes que favorecen la exaltación de los indios, y les fortalecen en la idea de su invulnerabilidad, como el has- chich en las guerras árabes.

Pero es sobre todo la continuidad de las guerras místi­cas, herencia de las fiestas de guerra de los antiguos purépe- cha, la que aparece en estas revueltas fanáticas. Ultimos visionarios del mundo moderno, los arapahoes, los coman- ches, los sioux, los pawnies, como los apaches, confrontados a la violencia de la conquista europea, encuentran en la ilusión de la inmortalidad la fuerza para un combate sin esperanza.

Los hechiceros

En la magia más que en la política está la unidad de las naciones bárbaras. La magia, asociada a los rituales de gue­rra, consagra el poder de los jefes militares. Para los conquis­tadores, no hay duda de que los bárbaros están de este lado de lo humano, desconociendo las leyes y el dictamen de la con­ciencia. Como lo formula el padre Diego Muñoz, los indios salvajes “pueden ser tenidos por monstruos de la naturaleza, porque en sus costumbres son tan diferentes de hombres, cuando su ingenio es semejante al de los brutos”. Añade: “No tienen reyes ni señores, ni tienen ninguna ley ni religión”.9 Para los misioneros españoles, la monstruosidad de los bár­baros está fuera de duda, puesto que los indígenas viven en culturas totalmente fundadas sobre la magia.

El papel de los hechiceros en las guerras bárbaras es significativo de la ruptura entre el mundo indígena y el mun­do cristiano. En el origen, el hechicero (el chamán) es el héroe fundador de las naciones indígenas. Es el Topiltzin Quetzal- cóatl de los toltecas, vencido por su rival el nigromante Tez- catlipoca en un desafío mágico. Xolotl, el rey-dios de los chichimecas, guía su pueblo desde el reino de Aztlán hacia las grutas de Tenayuca, acompañado por su mujer Tomyauh y por su hijo Nopaltzin. La Crónica Mexicayotl evoca el acto mágico que desde el comienzo une el pueblo chichimeca al dios Tetzahuitl Huitzilopochtli, quien “los hablaba, los acon­sejaba, y vivía entre ellos”.10

Es muy posible ver en los rituales guerreros de los mexi- cas y de los purépecha la continuación de una actitud carac­terística de los nómadas donde el jefe de guerra está siempre acompañado de un vidente.

La Relación de Michoacán, único documento compuesto desde el punto de vista de los guerreros chichimecas nos provee información sobre la pervivencia de la organización de la guerra mágica. Las fiestas de guerra, fiesta de las flechas (Equata Cónsquaro) y fiesta de las osamentas ( Unis- peransquaro), demuestran un ritual mágico alrededor del sacerdote mayor Petamuti y de los adivinos Hiripatiecha: arengas, sacrificios sangrientos, humo de incienso y tabaco, oraciones y ofrendas preparan a la guerra y alimentan la

exaltación mística. Es el mismo entusiasmo que animara a los bárbaros durante las guerras contra los invasores espa­ñoles.

Durante la fiesta de justicia, dice la Relación de Michoa- cán, “con todos los caciques de la Provincia y principales y mucho gran número de gente, levantábase en pie aquel sacer­dote mayor y tomaba su bordón o lanza y contábales allí toda la historia de sus antepasados: cómo vinieron a esta Provin­cia, y las guerras que tuvieron, el servicio de sus dioses. Y duraba hasta la noche que no comían ni bebían él ni ninguno de los que estaban en el patio”.11

He aquí la descripción exacta del ritual de los hechiceros bárbaros tal como lo describe el padre Andrés de Ribas: “Predicar y hacer célebres sermones y pláticas a los pue­blos”.12

La importancia de los hechiceros aparece en estas pláti­cas que preceden a los combates, en las cuales son exaltadas las virtudes de los antiguos. La guerra no es para la posesión de la tierra ni para la acumulación de las riquezas, sino para el alimento de los dioses en una especie de unión mística con el supernatural. Está probablemente el papel de los guerreros Uacúsecha perteneciendo a los Quenquariecha, los “caballe- ros” alrededor del Cazonci, orden religiosa más que jerarquía militar, como en ciertas naciones del norte.13

El retrato de los primeros Irecha (reyes) uacúsecha, en la Relación de Michoacán hombres virtuosos y místicos, evo­ca a los bárbaros alejados de los valores y de los vicios de las naciones civilizadas.

Durante las guerras coloniales el papel de los hechiceros aparece con más evidencia. Los nombres de la mayor parte de estos “hechiceros” instigadores, y a veces organizadores de las rebeliones, hoy están olvidados. Aunque algunos nos han sido mencionados por los historiadores coloniales: Gua- xicar, líder de los caxcanes de Guaxacatlan, el sacerdote dios Guanameti, representante del dios Teopiltzintli en Ixtlahua- ca, el “obispo’’ Hernán de los Tobosos, Nacabeba, el jefe espiritual de los indios rebeldes de Matapán. La mayor parte de las rebeliones en el norte y noroeste de la colonia fueron obra de visionarios, con una extraña mezcla de temas mesiá- nicos y de rituales chamánicos. Los hechiceros predican la

guerra como único medio de regresar a las creencias y a los valores de los antepasados. Cantidad de jefes militares y de videntes son convertidos por los primeros misioneros y regre­sados a su antigua fe por odio a los españoles, a causa de los abusos y de los malos tratamientos de los colonos.

Entre los zuaques y teguecos de Sinaloa, la insurrección está dirigida por Lanzarote, Nacabeba, Taxicora, quienes presumiblemente estaban bautizados. Entre los tepehuanes, los guachichiles, los vallaguaniguaras (los llamados Borra­dos de la misión de San Cristóbal), los líderes son conversos que han renegado de la fe cristiana, como el “capitán” Samo- ra, Martín Chico. Sus exhortaciones contra los cristianos son aún más violentas. Los “apóstatas” dejarán una leyenda negra en las guerras bárbaras, que seguirá hasta las guerras de apaches de la frontera norteamericana, los famosos “rene­gados”.

La razón primera de la rebelión contra la cristiandad está en la afición que tienen las naciones bárbaras para sus valores tradicionales. Hablando de Cabomeai, el cacique de los nebomes, el padre Pérez de Ribas atribuye la causa de su revuelta en la memoria a “la antigua libertad bárbara en que se había criado”.14

Asimismo, los seris toman las armas, “engañados por el deseo de libertad y por no querer someterse a las leyes ni a la enseñanza de la religión”.15

Las venganzas entre tribus a menudo alimentan la re­belión, como durante la guerra del Mixtón, al fin del siglo xvi, donde se manifiesta claramente el antiguo odio a lo mexica­no: Don Christobal, el cacique de Xalisco, exhorta a las nacio­nes vecinas a unirse para vencer a los españoles y “matar todos los que hablaban la lengua mexicana”.16

En Nayarit, el Tonatí, sacerdote del culto del sol, des­pués de haberse sometido a los conquistadores, es destituido durante la rebelión de 1721 por un “hechicero” quien organi­za la resistencia armada contra los invasores. A veces, el origen de la rebelión es un augurio, como lo relata el padre Tello: a Tlaxicoringa (Huaynamota) durante un baile ritual, un remolino de viento le arranca una jicara (quizás objeto del ritual del peyote) y las ancianas profetizan que el mismo remolino arrastrará a los españoles. Entonces empieza la terrible guerra del Mixtón.17

Podemos pensar en los augurios y las visiones que ocu­rrieron en la mayor parte de las civilizaciones de Amerindia antes de la llegada de los españoles. Las mismas visiones crearon las profecías mesiánicas en las más crueles insurrec­ciones indígenas: el triple reino indígena en Oaxaca, la apari­ción de la Virgen de Cancuc (Chiapas) o la Cruz Parlante de los cruzoob de Quintana Roo al fin del siglo xix.

La guerra santa

La guerra santa18 de los bárbaros contra los españoles mues­tra el último y desesperado esfuerzo para liberarse de la amenaza de muerte que, a partir del siglo xvi, pesa sobre las fracciones nómadas del norte y del noroeste. Guerra para defenderse de la expoliación, para los tarahumaras, los seris, los yaquis, los mayos; guerra para liberarse del trabajo de las minas para los caxcanes, los tepehuanes, los zacachichime- cas. Más que todo, guerra para impedir la destrucción de sus creencias y de sus valores tradicionales. El papel del “hechi­cero” demuestra la total adecuación entre guerra y religión, fundación de la filosofía de las culturas indígenas del occi­dente de México, de la cual las “fiestas de guerra” de los antiguos uacúsecha son la ilustración más completa. Como en aquellas fiestas —con el ritual de las flechas y los sacrifi­cios propiciatorios— la fe religiosa sostiene la rebelión de los bárbaros contra la cristiandad.

Se trata de una “guerra santa” tanto de un lado como del otro: para los conquistadores, los indios son los “infieles”, los “gentiles”, en todo semejantes a los enemigos tradiciona­les de la guerra de Reconquista. Para los soldados españoles, es una guerra indudablemente justa, puesto que la meta es “reducir a la santa fe católica y al servicio de Vuestra Majes­tad esa gente muy bárbara y cruel como lo son los chichime­cas”.19

Para los indios bárbaros, el invasor español es el enemi­go absoluto, no tanto porque pertenece a otra raza (la idea de raza es completamente ajena al mundo indígena antes de la conquista) sino porque su modo de colonizar es exclusivo, y porque profesa una ideología religiosa incompatible con el concepto indígena. Lo que más llama la atención en la histo­

ria de las misiones cristianas entre los bárbaros es el cambio de actitud de los indios. Los primeros contactos con los evan- gelizadores, al final del siglo xvi, fueron bastante favorables. Cantidad de bárbaros, conmovidos por la llegada de estos nuevos dioses bajados del cielo —y, sin duda por los numero­sos augurios que precedieron su llegada— siguieron el ejem­plo de Ocelotl, el jefe de los belicosos totorames, quien se arrodilló para besar el casco del caballo de Ñuño de Guzmán, o bien el ejemplo de Pantecatl, hijo del cacique de Acaponeta quien, convencido de que los españoles habían llegado “de donde nace el sol” para cumplir una profecía, recibió el bau­tismo en señal de sumisión.20

Los malos tratos de los encomenderos, el pillaje sistemá­tico de las reservas de alimentos y la esclavitud impuesta, a pesar de la Cédula Real, por un ejército que encontraba en ella la compensación a un sueldo inexistente, todo conduce a la rebelión. Entonces los misioneros aparecen, a la sazón, como cómplices de un poder tiránico. La rebelión de los indios del Valle de Cuina, seguida por la guerra del Mixtón y la llamada Liga de los chichimecas, expresan no solamente el odio del indígena por los colonos españoles sino también el rechazo a toda la doctrina cristiana. Numerosos líderes bár­baros, bautizados por los misioneros durante el primer en­cuentro, niegan la fe cristiana y exhortan a sus pueblos a rebelarse. Don Christobal, el cacique de Xalisco, y los jefes apóstatas de la guerra del Peñol de Nochistlán, don Francis­co Aguilar y el zacateca don Diego Tenamaxtli inician una larga secuencia de guerras contra los cristianos y sus aliados indígenas. La rebelión de los zacatecas está dirigida por ex-conversos: don Juan, jefe de los chachihuites, don Chris­tobal de Amanquex, don Francisco de Sombrerete, don Juan de Aviño, el teniente del zacateca Tzayn. Los acaxées de la Sierra de Topia son encabezados por un “Indio embustero, hechicero, grande hablador y parecido a Simón Mago” quien se hace llamar “obispo” y celebra bautizos y casamientos.21

Durante la insurrección de la Sierra Gorda, los indios queman todos los templos. En 1585, la primera rebelión de los indios del Nayar, debida a los abusos de los colonos en sus tierras, estalla con una violencia iconoclasta: el padre Fran­cisco Gil y el padre Andrés de Ayala son sitiados en el conven­

to de Guaynamota, y el padre Ayala fue muerto y su cabeza cocida y expuesta “en señal de victoria, antigua y diabólica costumbre entre los chichimecas”.22

La terrible rebelión de los tepehuanes entre 1616 y 1618 fue provocada por un misterioso personaje, un indígena veni­do de Nuevo México (quizás del mismo pueblo de Taos de donde vendrá, un siglo más tarde, el movimiento de libera­ción indigenista de los Pueblos). El predica la fuerra santa contra los españoles a fin de lograr acabar con la servidum­bre.23

La rebelión de los coras del Nayarit al principio del siglo xvn es encabezada por un indio apóstata llamado don Alon­so de León, y en seguida los tepehuanes se unen a la rebelión bajo el mando de un “hechicero” tarahumara llamado Juan Coele, quien se nombra él mismo “rey” y predica la destruc­ción total de las misiones de Topia a Santa Bárbara.

En 1644, la llamada Confederación de las Siete Nacio­nes (Tobosos, Cabezas, Salineros, Mamites, Julimes, Con­chos, Colorados) es inspirada por un cacique toboso apóstata llamado Gerónimo Moranta. La rebelión de los tarahumaras en 1646 es fomentada y guiada por Teporaca, que el padre Alegre califica de “indio ladino”, es decir, bautizado. La revuelta de los indios de los alrededores de Monterrey está encabezada por otro ladino sobrenombrado Nicolás el Carre­tero.

En el sureste de la colonia, la mayor parte de los movi­mientos de insurrección, particularmente en Chiapas, son organizados por jefes tradicionales que se oponen violenta­mente a la religión cristiana, y predican el retorno a las costumbres y los dioses antiguos. Encontramos las mismas causas y el mismo proceso en las rebeliones que van a formar las “guerras indias” de la frontera, contra los seris, los ya­quis de Juan Jusacamea (sobrenombrado Banderas), o con­tra los apaches de Gómez, de Victorio, de Juh y de Cochise, al final del siglo xix, en un clímax de fanatismo y de violencia.

Bárbaros contra cristianos

El rechazo del cristianismo, principal causa de las guerras bárbaras, es ante todo la afirmación desesperada de la identi­

dad indígena. Por sus costumbres, por sus creencias, por su concepto del mundo, los bárbaros se oponen a la cultura cristiana. La mayor parte de las quejas de los indios contra los religiosos y el clero españoles proviene de las mismas tradiciones paganas: la poligamia, la desnudez, los ritos fu­nerales y el culto a los antepasados, los sacrificios sangrien­tos, el uso de tatuajes y pinturas corporales, y sobre todo las fiestas de éxtasis chamánico, que los misioneros condena­ban bajo el nombre de “borracheras” y de “mitotes”, durante los cuales hacían uso de drogas alucinógenas. Pero la ruptu­ra entre los bárbaros y los misioneros se origina en la oposi­ción fundamental entre los conceptos religiosos de los indíge­nas y los de los europeos. El politeísmo —o, mejor dicho, la pluralidad de las formas divinas—, los sacrificios sangrien­tos, el culto a la naturaleza formaban la base de la filosofía indígena, su religiosidad. En un primer tiempo, los indígenas trataron de aceptar las divinidades cristianas en su panteón ancestral, y no podían soportar la exclusión sistemática de sus propios dioses, símbolo de una derrota que no habían experimentado en el plan militar.

El rechazo de los nuevos dioses se hizo por fin con toda la brutalidad de una insurreción política. Los coras de Guay- namota, primero convertidos, se alzaron al final del siglo xvi “persuadidos del demonio, veían que no tenían necesidad de Dios, que no les daba de comer, sino de sus ydolos”.24

La doctrina misma, su idea de caridad, su mensaje de paz y su profesión de amor eran totalmente ajenos a la men­talidad de estas naciones nómadas, que valorizaban a la guerra, a los sacrificios de sangre, y para las cuales la reli­gión significaba una identificación total y mística con las fuerzas sobrenaturales. Además, el mensaje de paz y de amor de los misioneros, expresado en las ideas del Renacimiento, no podía encontrar otra reacción que la incomprensión, y luego la desconfianza, a medida que este mensaje estaba con­tradicho por la realidad brutal de los soldados españoles, expoliadores y esclavistas.

La Relación de Michoacán bien traduce esta incompren­sión, y después este rencor: “Como, habernos de vivir según las cosas que han inventado los españoles contra nosotros, porque han traído los señores que ahora tenemos, prisiones y

cárcel y aperreamiento, y enlardar con manteca”,25 excla­man los consejeros del último Cazonci.

Más que contradicciones e incomprensiones, es el carác­ter muy clerical de la nueva religión que la hace ajena a los bárbaros del norte y del noroeste. Para con los nómadas de la zona árida, como para los mayas de Yucatán o los tzendales de Chiapas, la religión, ante todo, es una revelación. No implica dogma, ni doctrina ninguna. No está sometida al dictamen de ningún clero. Mezcla inseparable de mito, de creencias, de ritos chamánicos, se practica en el seno de la tribu o de la familia extensa, y la comunicación con el super­natural se logra por las visiones, los sueños, o las danzas extáticas. Antes de todo, la religión de los bárbaros es una religión del éxtasis, como lo describe Mircea Eliade.26

Toda religión sincrética, cualquiera que ésta sea, permi­te al hombre alcanzar el más allá. Además, nunca se separa de la realidad, pues expresa una identidad tribal o ciánica, que abarca los actos más sencillos de la vida cotidiana.

De ahí la profunda ruptura que separó, desde el primer encuentro, a los misioneros cristianos de los valores espiri­tuales de los indígenas. La autoridad de los religiosos, tratan­do de substituir al poder de los gobernadores o jefes de guerra indígenas, e imponiendo una moral extranjera, no podía encontrar sino el odio y el desprecio.

Entre los pueblos nómadas de la América árida, a dife­rencia de los grandes emporios teocráticos del Anáhuac o de Yucatán, la religión no era impuesta por el clero: era más bien un poder supernatural ligado a los mitos originales, en que el hombre podía tomar parte de una especie de impulso pasional. El racionalismo y la moral de los religiosos españo­les no podía resultar sino en un fracaso. La destrucción por la fuerza militar de los símbolos religiosos de los indígenas fue a menudo la causa principal de las insurrecciones. Un furor destructor se apoderó de los rebeldes bárbaros poco después de la conquista: quemaron las iglesias, destruyeron y profa­naron los objetos del culto cristiano, y los religiosos españo­les fueron expulsado, y a veces asesinados, y sus restos ex­puestos en señal de triunfo. En el sur, como en el noroeste de la colonia, la violencia iconoclasta conduce a los bárbaros a extremos: durante la rebelión de Cumana, dirigida por el

apóstata Orteguilla, los indios asesinaron al padre Dionisio, y Orteguilla empezó un baile ritual, vestido con el traje del misionero.27

Estas insurrecciones a veces estallan con una violencia imprevista, y se apagan de pronto. Más frecuentemente, de­generan en una verdadera guerra santa contra el invasor español y contra la cristiandad, como ocurre durante la terri­ble alianza de los zuaques y teguecos, encabezada por Naca- beba y el apóstata Lanzarote, o en la guerra de la Sierra Gorda de 1600, o bien en la rebelión de los conchos, guiada por un indio que había “proclamado la libertad de conciencia para que pudieran vivir como solían, sin observarla religión católica”.28

La violencia de las guerras indígenas culmina en la insurrección de los tepehuanes en 1616, y en la sublevación general de los indios Pueblos de Nuevo México en 1680. Llega a extremos de iconoclastia y de furor sacrilego, como en las guerras de los lacandones al principio del siglo xvm, como lo describe el obispo Casillas de Guatemala: “Mataron y cauti­varon a mucha gente, y que de los niños sacrificaron en los altares y les sacaban los corazones, y con la sangre untaron a las imágenes que estaban en la iglesia, y que al pie de la Cruz sacrificaron otros; y que hecho esto, comenzaron a decir y pregonar: Cristiano, decid a vuestro Dios que os defienda,\ 29

Mesías

Es el carácter violento, irracional de las religiones indígenas que les opone al cristianismo. En la mayor parte de las reli­giones autóctonas de América, el sacerdote es mucho más que un funcionario de la organización religiosa. No es un intermediario, es el dios mismo. Por su cuerpo, por su voz, es el dios que está presente y que habla. Esta profunda creencia, en que se enraizó el tema cristiano de la encarnación, originó los movimientos mesiánicos en México, entre los coras, los tepehuanes, entre los tzendales de Cancuc, o los mayas cru- zoob de Chan Santa Cruz.

En 1616 estalla la guerra de los tepehuanes en un clima de fanatismo y de magia. El líder de los tepehuanes es un “indio viejo” y apóstata, venido de Nuevo México, quien

predica la guerra santa y promete la inmortalidad y el rejuve­necimiento para todos los guerreros que participarían en el combate contra los españoles. Entre-los xiximes, al suroeste de la sierra Tepehuana, aparece un hombre joven, que llega también hacia el norte, en el territorio de los acaxées, bajo la forma de un guerrero cargando un “cristal como espejo en el vientre”, y profiere “palabras irresistibles”.30

El padre José de Arlegui hace mención de aquel perso­naje misterioso, “mejor dicho un demonio disfrazado de bár­baro” que iba de aldea en aldea sublevando los indios alrede­dor de la ciudad de Durango. A pesar de la diferencia de idiomas —puesto que venía de un pueblo de Nuevo México— Arlegui afirma que el discurso del “hechicero” era “tan bien razonado en su idioma y tan eficaz para conmover los áni­mos sosegados de los indios, que, acabándolo de oír, al punto se enardecían en cólera contra los españoles, detestando la ley que profesaban y el modo de vivir en que los tenían”.31

Las guerras indígenas en el siglo xvn, en el noroeste como en el sureste de la colonia, muestran un extremo de violencia y de fanatismo, y la fe en la victoria final de los indios sobre los españoles y los mestizos. Las rebeliones de los zapotecas de Tamaculapa (Oaxaca) se desprenden de una visión verdaderamente mesiánica: el nuevo dios, encerrado en un petate, debe aparecer en la plaza mayor de Antequera (ciudad de Oaxaca) para echar fuera a los españoles, a fin de que empiece el reino de tres reyes indígenas y se acabe la servidumbre de los indios.32

La rebelión de los mayas de Bakhalal (Bacalar) al prin­cipio del siglo xvn es un desafío al rey de España, expresando la fe en un mesianismo. La relación del padre Cogolludo nos provee además la primera descripción del ritual conocido después como la “Misa milpera”, ritual que ha sobrevivido hasta hoy en las comunidades mayas de Yucatán y de Quin­tana Roo: “Uno de aquellos apóstatas era sacerdote idólatra de los otros, que les decía misa, y que con aquella su comida de tortillas y bebida de pozole la decía...”33

La relación del alcalde Alonso García Bravo en 1547 precisa aún más el tema mesiánico de la rebelión zapoteca. Durante la revuelta del pueblo de titiquipa, un “nahuatlato” llegó al pueblo vecino de Niaguatlán y proclamó delante del

cacique: “Pues hágote saber que han nacido quatro señores, un Señor en México, y otro en Teguantepec, y estos señores han de señorear toda la tierra como la tenían antes que los cristianos viniesen porque nosotros sabemos que si los espa­ñoles nos vienen a matar y los matamos, nosotros no hemos de pelear con ellos sino que ha de haber ocho días de temblor de tierra y grande oscuridad, y allí se han de morir todos los españoles”.34

El relato que hace el padre Ximénez de la rebelión de los tzendales de Cancuc en 1712 muestra claramente el mesia- nismo que inspiró a los indígenas, y su rechazo total del clero y de las instituciones coloniales.35 En Cancuc, la Cruz des­ciende del cielo, rodeada de luces, y anuncia ya a la Cruz parlante y a los rituales mesiánicos de los cruzoob y de los Separados de Quintana Roo al fin del siglo xix. La “indizue- la” de Cancuc, interpretando las palabras de la Virgen en la Ermita de Santa Marta evoca la “pitonissa” de Tulum en la Guerra de Castas. Las relaciones entre las rebeliones místi­cas de los indígenas del sureste es evidente, y demuestra el posible contagio de las creencias mesiánicas. El culto a la Virgen y a la Cruz de Cancuc se organizó alrededor de la Ermita, con estatuas y cruces vestidas, escondidas detrás de un petate, en una capilla que es el modelo de la Balam Na (la Casa del Jaguar) de los cruzoob de Chan Santa Cruz.

El líder de la insurrección de Cancuc es un “ladino” (apóstata) llamado don Sebastián Gómez de la Gloria que oficia, rodeado de sus mayordomos y de sus cantores, y dicta las palabras de la pitonisa con la ayuda de un secretario. Esta organización, siempre apoyada por los antiguos cabil­dos del pueblo nos muestra la prefiguración exacta de la organización de los cruzoob de Chan Santa Cruz: Pedro Pas­cual Barrera, el mestizo, interpretando las palabras de la Cruz con la ayuda de su secretario Juan de la Cruz Ceh.

El fanatismo está en el corazón de esta rebelión. El mesianismo de los insurgentes de Cancuc se expresa en las revelaciones de la “indizuela” en nombre de “la virgen Santí­sima que está encerrada en este petate”.36

El mensaje es una llamada abierta a la guerra, como lo proclaman los ancianos de Cancuc: “Ahora, no había ni Dios ni Rey, y ellos habían de adorar, de creer y de obedecer a la

Virgen que había bajado del cielo, y habían de matar a todos los sacerdotes y curas, como a todos los españoles, mestizos, negros, y mulatos, para que los indios puedan quedarse en esas tierras”.37

El mismo fanatismo animará, al final del siglo xvm, a los mayas de Cisteil, reunidos alrededor de Jacinto Canek, el jefe de la insurrección, quien viste un mantel azul en señal de la Virgen de la Inmaculada Concepción, y anuncia a sus fieles que las armas españolas “no tienen ya poder contra nosotros”.38

En el norte y en el noroeste de la colonia, las insurreccio­nes indígenas siguen el mismo modelo de violencia, inspira­das por el fanatismo religioso y las creencias mesiánicas. La temible liga de los janos, sumas y cocomes del alto río Ba- cuachi es encabezada por Bauchaurini quien proclamaba “que era dios, que el había creado todo, y que no quería que se vendiera maís a los españoles ni que la gente fuera cristiana, y que más valía quemar a todos los españoles, y que así vivirían más a gusto, y que habría abundancia de agua en la tierra”.39

Si nos referimos a la definición del mesianismo propues­ta por María Isaura Pereira de Queiroz,40 “el paraíso en la tierra” y “la redención colectiva”, la mayoría de las guerras indígenas en México, desde el siglo xvi hasta los tiempos modernos, tuvieron este sentido mesiánico.

Como en las guerras místicas de los indios de los llanos de América del Norte, la fama de los líderes religiosos bárba­ros se difunde con una rapidez y una facilidad que bien demuestra la necesidad de estos movimientos. No se trata de rebeliones aisladas estallando espontáneamente, sino de un continuum revolucionario, basado sobre nuevas ideas y una nueva religión indígena. Desde los primeros alzamientos de Xalisco y del Mixtón hasta los últimos episodios de la Guerra de Castas en Yucatán y de las “Apacherías” en la frontera, durante un espacio de casi trescientos cincuenta años, las insurrecciones indígenas se sucedieron, año tras año, nación por nación, en un solo sueño de violencia, de magia y de muerte.

Los “despeñolados”

Año tras año, nación por nación, las rebeliones de los bárba­ros son aplastadas por las fuerzas armadas españolas y, después de la Independencia, por el ejército mexicano. Los jefes religiosos —los “hechiceros”— son ejecutados sin juicio en una represión a menudo arbitraria y cruel que tiende a la exterminación radical de los indios bravos. Para las nacio­nes bárbaras entradas en esta guerra, la derrota significa la muerte, puesto que la meta de la rebelión es la victoria defini­tiva y la expulsión de los opresores cristianos.

La primera guerra de rebelión bárbara, seguramente la más violenta, fue la guerra del Mixtón, y expresó bien la totalidad del compromiso indígena. Al principio del motín de los indios contra los abusos de los encomenderos y los exce­sos de tributo, esta guerra, con el apoyo de los augurios y el renacimiento de las creencias antiguas, llegó a ser guerra general. Se transforma en una verdadera guerra “chichime- ca”, en la cual toda la población toma parte, hasta las muje­res y los niños: como lo dice Antonio de Ciudad Real: “Hom­bres, mujeres, o niños, todos los chichimecas son gente de guerra, que ayúdanse a fabricar las municiones y flechas”.41

La toma del Peñol de Nochistlán ocurre en una matanza salvaje, los indios suicidándose para no ser llevados presos. Asimismo, durante el asalto final de los españoles contra el valle de Cuina, los indios, refugiados en un peñol, viéndose acabados, “se comenzaron a matar unos a otros y a despeñar­se, y arrojaban sus hijos achocándolos, que causaba lástima, y de esta suerte murieron y se mataron más de cuatro mil indios sin niños y mujeres”.42 El padre Tello, que hace esta relación, añade que, en el momento en que escribe, “año de Mil Seis Cientos Cinquenta y Dos, no hay ocho indios en Cuina”.

El suicidio es a menudo el único recurso de los indígenas ante la llegada de los invasores extranjeros. Cuando sabe de la llegada inminente de los españoles, Tangaxoan, el último rey de Michoacán, quiere matarse, y sus consejeros, posible­mente con segunda intención, lo exhortan: “Señor, haz traer cobre, y nosotros lo cargaremos en los hombros y nos ahoga­remos en la laguna”.43

La crueldad del encomendero Pedro de Bobadilla condu­ce a los indios de Culiacán a la rebelión y al suicidio: “tenía unos lebreles y como si saliera a caza de fieras y animales, cazaba despedazando muchísimos. Y, viendo estas cruelda­des y semejanza del ynfierno, se alzó toda la Provincia de Culiacán, y los indios de llanos y costa quemaron sus pueblos y bastimientos, y matando sus hijos por no poder llevarlos, se fueron a las serranías”.44

El suicidio concluye en la terrible guerra de los tepehua­nes en 1618. Los combatientes, persuadidos de su resurrec­ción, se lanzaron al asalto de las lanzas y de los arcabuces de los españoles. Dice José de Arlegui: “y tenían tan creído el que habían de resucitar que se entraban por las puntas de las espadas de los españoles y de sus lanzas, y aun con resolu­ción bárbara, se llegaban a las bocas de las escopetas”.45

Los combates pasan en un furor salvaje, místico; insul­tos e imprecaciones de los españoles contestando a los alari­dos de guerra de los indígenas, y a su furia caníbal. “Y, como a las diez o onze del día, se mostraron los enemigos alrededor de la ciudad, muy galanes, y con plumas y arcos, macanas, rodelas y lanzas arroj adizas, legua alrededor de la ciudad por cada parte la tenían rodeada y cercada, que no veían sino indios enemigos, bijados y desnudos, pareciéndose al dia­blo”.46

Al fanatismo de los bárbaros electrizados por las pala­bras de sus “hechiceros”, lanzados al asalto embriagados de vino o de peyote, corresponde el furor de los españoles ata­cando el Peñol de Nochistlán guiados por la aparición mila­grosa de un jinete blanco en quien identifican al arcángel San Miguel o al caballero Santiago.47

El esfuerzo desesperado de los combates de Nochistlán es el mismo que se encontrará en las guerras bárbaras a través de los siglos hasta la capitulación de los apaches, y la muerte de Victorio en Tres Castillos en 1880, de Juh en Casas Grandes en 1883, y la rendición de Nana y de Gerónimo.

Los bárbaros, delante de la potencia del ejército espa­ñol, compuesto en su mayoría de enemigos tradicionales, mexicanos, tlaxcaltecas, purépecha, no tienen otro recurso sino encerrarse en las fortalezas naturales de los peñoles donde sostienen un espantoso sitio. En el Peñol de Nochis-

tlán, 60 000 indios están sitiados por el ejército español, enca­bezado por don Antonio de Mendoza en persona. La determi­nación a la muerte de los indígenas es unánime. A las in­timaciones de los españoles, el cacique don Diego Tena- maxtli manda contestar que “no querían darse, ni paz, que ellos estaban en su tierra, que se fuesen los españoles a las suyas, y allá la tuviesen, y que a qué venían a buscarlos”.48

La misma violencia desesperada ocurre en los últimos enfrentamientos entre bárbaros y civilizados durante las guerras apaches y las “comancherías” en la frontera con Estados Unidos, al final del siglo xix. En verdad, la “guerra santa” parece tener su prolongación en las guerras de indios, contra los nómadas de la frontera, arapahoes, siux, pawnies, utes, seminóles, cheyennes. Se puede pensar en una relación política entre las guerras contra los chichimecas del princi­pio de la colonia y los movimientos mesiánicos de insurrec­ción del norte y del noroeste, y hasta las guerras de las grandes llanuras de Estados Unidos. Los “dream dances” (o pow-wow) de los iroquois, los “ghost dances” de los siux oglala, los “sun dances” de los kiowas, combinando rituales extáticos y el peyotismo de los chamanes con temas cristia­nos y milenaristas nos hacen pensar irresistiblemente en los “mitotes” y las “borracheras” de los “hechiceros” bárbaros. Están vinculados por las mismas creencias: la convicción de su inmortalidad y de su rejuvenecimiento, el triunfo final de los indios sobre todos los blancos y los mestizos, visiones y trances chamánicos, rituales guerreros con humo de tabaco o drogas alucinantes. La presencia, al lado de los grandes jefes de guerra indígenas en América del Norte, Pontiac, Tecum- seh, Wovoka, de “videntes (seers) y de soñadores (dreamers) les emparenta con los “hechiceros” de las guerras bárbaras, al lado de los jefes Tzayn, Maxorro, Macolio, o el apache Martinillo.

Entre los bárbaros, las danzas rituales y los rituales chamánicos con tabaco o peyote son características determi­nantes, especialmente durante la Liga Chichimeca de 1561, como lo serán, trescientos años más tarde, durante los últi­mos combates entre los nómadas y la fuerza armada de los cristianos.49

Después de 1810, la “guerra santa” llegó a extremos de

violencia y de crueldad. Bajo el empuje de los colonos veni­dos del noreste, apoyados por un ejército moderno, amenaza­dos al sur por las expediciones punitivas de los mexicanos, los apaches y comanches recurren naturalmente a la táctica a toda prueba de los antiguos chichimecas: toman refugio en los cerros más inaccesibles donde pueden sobrevivir gracias al pillaje de los colonos mestizos de los valles y llanos. Al poder superior de las armas modernas, oponen el fanatismo religioso —la vía de netdahe— “que mueran todos los extran­jeros” —el antiguo juramento tomado por los antepasados de los apaches a la llegada del explorador Vásquez de Coronado en sus tierras.

Los netdahe, guerreros de la terrible banda de los chiri- cahui abarcaban entonces la mayor parte de los grandes jefes de guerra que hicieron la historia de la última resisten­cia indígena en América del Norte: los apaches Cochise, Juh, Zele, Nanay, Loco, Kah-tenny, y probablemente Gerónimo.50

Guerra mística, sin esperanza, enfrentando los últimos nómadas herederos de la tradición paleolítica de los cazado­res recolectores a los soldados del ejército y de la nación más potente del mundo moderno. Esta guerra es mucho más que un enfrentamiento entre razas y naciones. Es un enfrenta­miento entre culturas e ideas, durante el cual se oponen en una lucha desigual una sociedad que favorece a la valentía y a la fuerza física a una sociedad puramente materialista donde valen solamente el éxito y el dinero. Los representan­tes del gobierno norteamericano, practicando la política de exterminio (por intermediarios como el agente John Clum, del todopoderoso Bureau of Iridian Affairs), estaban muy conscientes del sentido simbólico de estas guerras, como lo expresaba, con desencanto, el cirujano militar James Roberts: “Los indios todos serán civilizados tan pronto como se vuel­van amantes del dinero”.51

Para los apaches como para los rebeldes chichimecas de Cuina, de Nochistlán, de Juchipila, se trata entonces de una guerra total, sin cuartel. Al furor religioso de la vía de netda­he, glorificada por Victorio, Cochisey Juh, contesta la guerra total del general norteamericano James Carleton en 1862, y la política de exterminación del general Joaquín Terrazas, quien proclamó contra los apaches de la frontera la “guerra

sin paz” —versión moderna de la guerra “a fuego y a sangre” de los españoles durante la rebelión del Mixtón.

En 1862, el general Carleton puede mandar al coronel Christopher Carson —el famoso Kit Carson— una orden contra los chiricahui que equivalía a un asesinato: “Todos los indios hombres de esta tribu han de ser matados por donde y por cuando se puedan encontrar. Las mujeres y los niños han de ser perdonados, pero llevados prisioneros”.52

Como para los bárbaros del Mixtón, la muerte es la única salida para los últimos nómadas, vueltos fuera-de-la- ley por fuerza de las circunstancias. Las enfermedades, la malnutrición, la miseria acaban con los últimos insurgentes bárbaros, diezmando los efectivos de los comanches de Ka- tum’seh, de Sanaco, las tropas de los tonkawas, de los lipa- nes, de los apaches gileños, chiricahui, mescaleros. Los jefes desaparecen uno tras otro, en una muerte gloriosa como Victorio, caído en el combate, o asesinados por traición como Loco, Manuelito, Mangas Coloradas. A menudo llevados por la gripe como Tahza (el padre de Cochise), o por las viruelas como el mescalero Santana.

Reducidos a un puñado de “salvajes medio armados y aún menos vestidos” como lo expresó el agente John Clum,53 los que habían sido los guerreros más temidos de la frontera ahora deben buscar refugio en Pa-Gotzin-Kay, el Cerro del Paraíso, en la Sierra Madre al oeste de Casas Grandes, el lugar sagrado de su origen. Allí, Victorio encuentra su fin en el año 1880, muerto por un mercenario tarahumara de las tropas del general Joaquín Terrazas. Allí también acaba su vida Juh, el jefe más valiente de los chiricahui, al caerse de una peña, en una muerte probablemente accidental que sin embargo nos hace recordar la suerte de los “despeñolados” de la guerra chichimeca.54

Así termina el sueño bárbaro, que empezó en la locura de una guerra santa contra los invasores cristianos, y llegó a ser, a lo largo del tiempo, el símbolo de la desesperanza y de la muerte. Sueño de un mundo otro, de un tiempo otro, que deja en nosotros una marca indeleble.

Más que una nostalgia romántica o un pesar, nos deja el conmovedor sentimiento de una civilización por siempre per­dida. No es casualidad si la epopeya de los últimos hombres

nómadas afecta tanto nuestra imaginación. Aquellos hom­bres crueles, orgullosos y libres, aquellos guerreros endureci­dos, virtuosos y místicos, vinculados a sus territorios, a sus selvas y a sus ríos “como a sus propios parientes”,55 aquellos mismos que el viajero Zebullon Pike podía describir, el año de 1807, como “unos hombres maravillosamente independien­tes en sus costumbres”,56 ignorando las pequeñeces y los vicios de las naciones civilizadas, ¿acaso no siguen, aún hasta nuestros días, más allá de la muerte, cuestionándonos sobre nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestra fe reli­giosa, y toda nuestra cultura?

NOTAS

1. Andrés Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra Santa Fe, entre gentes las más bárbaras. III. México, 1944, p. 166.

2. Fray Antonio Tello, Crónica miscelánea de la Sta. Parroquia de Xalisco y fieras del Nuevo Orbe. II. Layac, INAH, 1973, p. 34.

3. John Clum, Carta del 14 de abril, 1854. Archivo del B.I.A. Santa Fe.4. Bemardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva Es­

paña. III. México, Porrúa, 1938, p. 118.5. Aunque no exista ninguna mención en la Relación de Michoacán, no

podemos excluir la posibilidad del uso de plantas alucinógenas entre los antiguos purépecha. Las calabazas enhiestas de turquesas que apa­recen en el hombro de los sacerdotes Petamuti en las ilustraciones de la Relación, evocan a los poseedores del peyote entre los huicholes y los coras. Diego Muñoz, en su Descripción de la Provincia de San Pedro y San Pablo en Michoacán {1965,30) habla del uso, entre los chichimecas, de una bebida “hecha con frutas en agua de vino de mal sabor, color y olor, con que suelen emborracharse, y mezclado con ciertas raíces, les da gran fuerza, y les fortalece”.

6. Pérez de Ribas, op. c i t p. 23.7. José Ortega, Historia del Nayarit (Apostólicos afanes de la Compañía

de Jesús en la América Septentrional). México, 1887, p. 22. Luis Alva- rez y Alvarez de la Cadena, México, Layac, 1944.

8. Pérez de Ribas, op. cit., p. 248.9. Diego Muñoz, Descripción de la Provincia de San Pedro y San Pablo

de Michoacán, cuando formaba una con Xalisco. Guadalajara, Insti­tuto Jalisciense, 1965, p. 28.

10. Femando Alvarado Tezozomoc, Crónica de Mexicayotl. México, UNAM, 1949, p. 12.

11. Relación de Michoacán. Morelia, Balsal, 1973, p. 19.12. Andrés Pérez de Ribas, op. cit., I, p. 142.

13. El padre misionero Pedro Méndez escribe en 1621, a propósito de los indios ópatas de Sonora: “Los que llaman hechiceros —isaribe en su lengua— son los muy valientes en la guerra”. Véase María Elena Ga- laviz de Capdevielle, Rebeliones indígenas en el norte del reino de la Nueva España. México, Editorial Campesina, 1967, pp. 45 ss.

14. Andrés Pérez de Ribas, op. cit., II, p. 32.15. Véase Ernest Burrus, Misiones mexicanas de la Compañía de Jesús,

1618-1715. Madrid, José Porrúa, 1963, p. 27.16. Fray Antonio Tello, op. cit., I, p. 175.17. Ibidem, p. 177. El augurio podía ser relacionado con el dios Cachinipa,

deidad de los remolinos del aire, de los indios de Parras. Véase Pérez de Ribas, op. cit., III, p. 248.

18. El término lo acuñó Philip Wayne Powell, La guerra chichimeca. Mé­xico, FCE, 1977.

19. Carta de Franciscanos. En Diego Muñoz, op. cit., p. 100.20. Tello, op. cit., I, p. 143.21. José de Arlegui, Crónica de la Provincia de N.S.P.S. Francisco de Za­

catecas. México, 1851, p. 280.22. Isidro Félix de Espinosa, Crónicas de las provincias franciscanas. Mé­

xico, Editorial Santiago, 1945, p. 212.23. José de Arlegui, op. cit., p. 282.24. Tello, op. cit., II, p. 146.25. Relación de Michoacán, 1982, p. 261.26. Mircea Eliade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis. Mé­

xico, FCE, 1982.27. Antonio de Remesal, Historia General de las Indias Occidentales y par­

ticular de la Gobernación de Chiapas. Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1964, p. 179.

28. Ver María Elena Capdevielle, op. cit., p. 130.29. Ver Remesal, op. cit., p. 595.30. Véase “Descargos del virrey Mendoza”, Ap. IX en C) Pérez Bustaman-

te, Don Antonio de Mendoza. México, Santiago, 1928, y Pérez de Ribas, op. cit., III, p. 166.

31. José de Arlegui, op. cit., p. 237.32. Véase Casarrubias, Rebeliones indígenas en la Nueva España. México,

SEP, 1945, p. 78.33. Diego López Cogolludo, Historia de Yucatán. Campeche, 1955, p. 123.34. Ver Casarrubias, op. cit., p. 72-74.35. Para la historia de la sublevación tzendal de Cancuc, ver el artículo de

Herbert S. Klein, “Peasant communities in revolt, the Tzendal republic of 1712”, en Pacific Historical Review, agosto 1966, núm. 35, p. 247 y en Ensayos Antropológicos. México, INI, 1970, p. 149.

36. Véase Casarrubias, op. cit., p. 162. Las proclamaciones de la “indizue- la” no dejan duda sobre el aspecto mesiánico de esta rebelión: “Jesús,

María, José. Señores alcaldes de tal pueblo. Yo, la Virgen que he bajado a este mundo pecador... Ya no hay Dios ni Rey. Y así venid todos cuanto antes, porque si no seréis castigados pues no venís a mi llamado, y a Dios, Ciudad Real de Cancuc, la Virgen Santísima María de la Cruz”.

37. Herbert S. Klein, op. cit., p. 247.38. Ver Eduardo Enrique Ríos, “La rebelión de Canek”, en Boletín de la

Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, vol. 54, núm. 7-8, p. 489.39. Luis Navarro García, Sonora y Sinaloa en los siglos XVI y XVII. Se-

villa-México, Centro Iberoamericano de Investigación, 1967, p. 237.40. María Isaura Pereira de Queiroz, Historia y etnología de los movimien­

tos mesiánicos. México, Siglo XXI, 1978, p. 177, nota 2.41. Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la

Nueva España. Tomo II, México, UNAM, 1976, p. 160.42. Tello, op. cit., p. 445.43. Relación de Michoacán, p. 282.44. Tello, op. cit., p. 32.45. José de Arlegui, op. cit., p. 287.46. Tello, op. cit., p. 445.47. Ibidem, p. 397.48. Ibidem, p. 390.49. Véase Philip Wayne Powell, op. cit., pp. 57 ss.50. Ver Niño Cochise, The first 100 years of Niño Cochise. New York, 1979.51. En Ralph Hedrick Ogle, Federal control of the western Apaches, 1848-

1886. Oklahoma, 1959, p. 127.52. En C.L. Sonnichsen, The Mescalero Apaches. Oklahoma, 1958, p. 98.53. En Ralph Hedrick Ogle, op. cit., p. 130.54. Ver Dan L. Thrapp, Juh, an incredible Indian. Oklahoma, 1973.55. Morford, a propósito de los indios de Camp Apache, en Nuevo México,

escribe que están tan atados al río Blanco que “dicen que lo aman como a sus propios padres” (Archivo del B.I.A., 1875-1880, Santa Fe).

56. En John Upton Terrell, Apache Chronicle. New York, 1972, p. 150.