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SOBRE EL GOBIERNO DE LA JUSTICIA EN INDIAS (SIGLOS XVI-XVII)* por CARLOS GARRIGA RESUMEN: Se repasan en este artículo argumentos, discursos y perspectivas historiográ- cas relativas al gobierno de la justicia en Indias, las que otorgan escasa importancia al Derecho real del Antiguo Régimen por la imposibilidad del mismo de metabolizar reglas de comportamiento, a lo que se agrega el aporte del Ius Commune que pro- vee recursos que atemperan el rigor del Derecho positivo. El Derecho en verdad, estaría en las transacciones, pactos y vínculos clientelares. El discurso jurídico se reconstruye para descubrir los criterios que animan el gobierno de la justicia en las jurisdicciones supremas: Audiencias y Chancillerías y, a través de ellas, la política judicial de la monarquía que se traslada a las Indias. La misma excede la aplicación mecánica de la ley y potencia el resultado de la labor de los jueces, por lo que es necesario controlar y garantizar el comportamiento justo de los mismos. P ALABRAS CLAVE: Gobierno de justicia. Chancillerías. Aplicación de la ley. Jueces. Visita. Revista de Historia del Derecho, Núm. 34, 2006, pp. 67-160. * Este texto tiene una historia larga y azarosa, que me siento comprometido a resumir, aunque sólo sea para justicar su publicación aquí y ahora. Cuando lo terminé, en la primavera del año 2001, como primera e independiente parte de un trabajo algo más amplio titulado “La visita y el gobierno de la justicia en Indias (siglos XVI-XVII)”, resumí más o menos así en nota inicial el tramo entonces recorrido de su historia: “Este trabajo arranca de la ponencia que preparé por invitación del profesor Horst Pietschmann para el XI Congreso de la AHILA (Liverpool, septiembre de 1996) y redacté seguidamente para su publicación... Llegado el momento de la revisión, mis escrúpulos pudieron más que cualquier otra consideración. Desde entonces, otras ocupaciones perentorias, que nunca faltan, han ido relegando la publicación de aquella primera versión al cajón de asuntos pendientes. A ella he vuelto, en busca de mate- rial e inspiración, y sobre ella he trabajado, desarrollando uno u otro aspecto, cada vez que en estos años me he acercado al derecho indiano. Para la presente ocasión, además de la revisión general que, a estas alturas, en cualquier caso necesitaba, he procurado problematizar algunos tópicos y seleccionar una bibliografía actualizada, en la conanza de que, incluso fragmentarias e incompletas, estas páginas puedan tener alguna utilidad para el n que las originó, bien visible en el tono adoptado: una apología descarada (y espero que también razonada) de la historia jurídica...”. Agradecía además entonces, y sigo agradeciendo ahora, la amistosa insistencia del

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SOBRE EL GOBIERNO DE LA JUSTICIA EN INDIAS (SIGLOS XVI-XVII)*

por CARLOS GARRIGA

RESUMEN:Se repasan en este artículo argumentos, discursos y perspectivas historiográfi -

cas relativas al gobierno de la justicia en Indias, las que otorgan escasa importancia al Derecho real del Antiguo Régimen por la imposibilidad del mismo de metabolizar reglas de comportamiento, a lo que se agrega el aporte del Ius Commune que pro-vee recursos que atemperan el rigor del Derecho positivo. El Derecho en verdad, estaría en las transacciones, pactos y vínculos clientelares. El discurso jurídico se reconstruye para descubrir los criterios que animan el gobierno de la justicia en las jurisdicciones supremas: Audiencias y Chancillerías y, a través de ellas, la política judicial de la monarquía que se traslada a las Indias. La misma excede la aplicación mecánica de la ley y potencia el resultado de la labor de los jueces, por lo que es necesario controlar y garantizar el comportamiento justo de los mismos.

PALABRAS CLAVE: Gobierno de justicia. Chancillerías. Aplicación de la ley. Jueces. Visita.

Revista de Historia del Derecho, Núm. 34, 2006, pp. 67-160.

* Este texto tiene una historia larga y azarosa, que me siento comprometido a resumir, aunque sólo sea para justifi car su publicación aquí y ahora. Cuando lo terminé, en la primavera del año 2001, como primera e independiente parte de un trabajo algo más amplio titulado “La visita y el gobierno de la justicia en Indias (siglos XVI-XVII)”, resumí más o menos así en nota inicial el tramo entonces recorrido de su historia: “Este trabajo arranca de la ponencia que preparé por invitación del profesor Horst Pietschmann para el XI Congreso de la AHILA (Liverpool, septiembre de 1996) y redacté seguidamente para su publicación... Llegado el momento de la revisión, mis escrúpulos pudieron más que cualquier otra consideración. Desde entonces, otras ocupaciones perentorias, que nunca faltan, han ido relegando la publicación de aquella primera versión al cajón de asuntos pendientes. A ella he vuelto, en busca de mate-rial e inspiración, y sobre ella he trabajado, desarrollando uno u otro aspecto, cada vez que en estos años me he acercado al derecho indiano. Para la presente ocasión, además de la revisión general que, a estas alturas, en cualquier caso necesitaba, he procurado problematizar algunos tópicos y seleccionar una bibliografía actualizada, en la confi anza de que, incluso fragmentarias e incompletas, estas páginas puedan tener alguna utilidad para el fi n que las originó, bien visible en el tono adoptado: una apología descarada (y espero que también razonada) de la historia jurídica...”. Agradecía además entonces, y sigo agradeciendo ahora, la amistosa insistencia del

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ABSTRACT: A revision of arguments, disertations and historiographical perspectives related

to the Administration of Justice in the Indies, which ascribed a minimal importance to the Royal Law of the Ancient Regime. This happened because the latter could not assimilate rules of behaviour, plus the contribution of Ius Commune in the moderation of the rigor of Positive Law. Law would really exist in transactions, pacts, and client links. Legal discourse is reconstructed so as to determine the criteria sustaining the Administration of Justice in the supreme jurisdictions of Audiencias and Chancille-rías. Through them, Royal judiciary policies were transfered to the Indies. The latter surpassed a mechanical application of laws, and reinforced the labour of judges thus making it necessary to control and guarantee their fair behaviour.

KEYWORDS: Administration of Justice. Audiencias and Chancillerías. Application of laws. Judges. Judicial supervision by means of visits, or Visitas.

profesor Pietschmann, sin la cual probablemente nunca hubiera dado por concluidas estas páginas. Por causas involuntarias, mías o de cualquier otro y que no hacen ahora al caso, el texto no pudo al fi n publicarse donde y como estaba previsto e insensiblemente fue pasando de estar “en prensa” a ser un “trabajo inédito”, sin que yo hiciera nada por evitarlo. Al contrario, como también de ese entonces acá he seguido trabajando sobre estos temas, a medida que me convencí de que el texto no se publicaría ya en este estado utilicé algunos de sus apartados para redactar las partes más generales de otros trabajos de objeto parcialmente coincidente y ya publicados (que recojo en nota fi nal), mientras éste permanecía como tal inédito. Y como tal lo he difundido entre algunos colegas, que amablemente y con mi consentimiento lo han citado o me piden todavía autorización para citarlo en los suyos también como tal. En estas condiciones, me ha parecido –el lector dirá si con razón– que quizá mereciera la pena rescatar el texto de este inusual limbo para darle un cuerpo impreso, aunque no sé si me hubiera decidido a ponerlo por obra de no haber encontrado uno tan confortable como éste. Dadas las circunstancias, se comprenderá que haya renunciado a actualizarlo para la ocasión (limitándome por lo más a desarrollar un tanto las cuestiones relativas a la determinación de la justicia, que siempre estuvieron necesitadas –todo hay que decirlo– de mayores retoques), lo que importa advertir en todo caso porque la bibliografía que se cita debe entenderse referida al año 2001. La actualización que el texto en su conjunto requiere, con un desarrollo al completo del argumento, daría hoy lugar al libro que, en el marco del Proyecto de investigación SEJ 2004-06696, efectivamente preparo, ya con una perspectiva –como también se comprenderá, habida cuenta de los años y el trabajo entretanto transcu-rridos– más amplia, que íntegra (pero no inutiliza, según creo) la que aquí se adopta. Quiero añadir para terminar, como acabo de insinuar y es debido, que seguramente no habría logrado vencer mi resistencia a publicar estas páginas después de tanto tiempo de no haber sido por la hospitalidad de esta prestigiosa Revista de Historia del Derecho, que me complace mucho particularizar en la persona de su director, el profesor Tau Anzoátegui, cuya disposición y la amistosa comprensión regalada en este trance (para mí, delicado) quiero agradecer muy vivamente en letra impresa.

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Sumario: § 1. Introducción. I. EL GOBIERNO DE LA JUSTICIA. § 2. ¿De qué habla-mos cuando hablamos de administración de la justicia? § 3. El modelo judicial castellano y su traslado a las Indias. II. IUDEX PERFECTUS Y RÉ-GIMEN DEL OFICIO. § 4. El problema de la retribución: salario y “codicia mala”. § 5. El aislamiento social (i): dádivas y “cultura del don”. § 6. El aislamiento social (ii): matrimonio y parentesco de afi nidad. § 7. La determinación de la justicia (i): sobre los arcana iuris de los tribunales supremos. § 8. La determinación de la justicia (ii): aritmética de los votos y secreto. III. CONSIDERACIÓN FINAL. § 9. Autoridad v. fl exibilidad: sentido y alcance del ideal de juez.

§ 1. Introducción

Si alguien me pidiera una opinión sobre el notable desarrollo experimentado en las dos últimas décadas por la historiografía dedi-cada al “gobierno de las Indias”, yo empezaría por decirle que parece haber un consenso amplio entre los historiadores acerca de la escasa importancia que, fi nalmente, tuvo el derecho en la organización del dominio castellano sobre aquellos territorios y sus gentes. Nadie duda de que la Corona era portadora de un cierto orden y trató de imponerlo mediante un aparato institucional más o menos articulado, pero ape-nas si merece atención el derecho que encarna el primero y justifi ca la existencia del segundo: por supuesto –quien más, quien menos– todos los historiadores hacen uso de materiales jurídicos, pero el derecho es algo más que un depósito de datos: la apreciable tendencia a prescindir del orden que los dota de sentido sugiere que el derecho es considerado como una dimensión irrelevante o poco signifi cativa a la hora de cons-truir la historia de aquellas sociedades. A fi n de cuentas, consciente o inconscientemente, cada historiador construye su propio objeto y a menudo quienes se ocupan del “gobierno de las Indias” dan a entender con sus obras que éste habría sido cuestión de poder y transacciones, pactos e intereses, fuerza e intercambios, pero no (o sólo escasamente) de derecho... Nada de esto puede predicarse de todos por igual: claro que no. Con todo, se me disculpará que en el espacio de que dispongo, y a los solos efectos de introducir razonadamente el punto de vista que adopto, no sea ahora más preciso: de otro modo tendría que entrar en demasiados detalles, escorando estas páginas hacia un ensayo de crítica

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historiográfi ca. Y no es mi propósito. Bastará con dejar claro el razona-miento que parece llevar a minusvalorar el papel del derecho en la or-ganización de las sociedades indianas. Creo que podría formularse más o menos así: como tradicionales, aquellas sociedades estaban de suyo articuladas mediante vínculos clientelares y otras solidaridades varias, que eran muy difícilmente conciliables, tal como la documentación revela paladinamente, con el orden que la Corona pretendía imponer a sus agentes (los ofi ciales regios) a golpe de disposiciones, así que no es preciso –o incluso, resulta inconveniente– tomar en consideración “lo jurídico” para saber “lo que realmente pasaba” (aun cuando sea preciso utilizar en este empeño una documentación que tiene, por otro lado, un obvio carácter jurídico). Por supuesto, no es sólo una cuestión de fuen-tes, sino principalmente de perspectiva, que a la postre resulta deter-minante para la construcción por cada quien del objeto historiográfi co. En este sentido, lo más revelador es, a mi juicio, que el derecho tienda a ignorarse ahora precisamente porque no se cumplía entonces, porque no era capaz de imponer un orden o de metabolizar sus reglas en com-portamientos. Si bien se mira, esta actitud sólo puede explicarse desde una concepción legalista del derecho y su función, que muy poco tiene que ver con el Antiguo Régimen: no sólo viene a reducirse a ley todo el derecho, sino que éste se imagina aislado como factor de disciplina social y aparece desvinculado de otros órdenes normativos1.

El caso de las Audiencias me parece, a este respecto, altamente signifi cativo, porque concita el parecer unánime de los historiadores2. Arrancando, y arrancando bien, de la peculiar contextura social del

1 Basta con volver del revés el argumento esbozado arriba: si se descartan como irrelevantes las disposiciones que no se cumplen, es porque el derecho se concibe fundamentalmente como acto de voluntad; ejercida siempre y sólo con la fi nalidad o el propósito de que sea obedecida; entendiendo por tal, el cumplimiento o la ejecución directa e inmediata (o administrativa) de las disposiciones correspondientes.

2 VÍCTOR TAU ANZOÁTEGUI, Nuevos horizontes en el estudio histórico del Dere-cho indiano, Buenos Aires, 1997, lo ha resumido así: “Como es sabido, el intento de mediados del siglo XVI de establecer en las Indias un juez modélico, aislado de la sociedad donde se desempeñaba –debía provenir de fuera del distrito, no podía tratar ni contratar en el lugar, ni casarse él ni sus hijos con personas de la jurisdicción, ni poseer en ésta casas, fi ncas, ni otros bienes o explotaciones– se esfumó bien pronto y el oidor, mediante licencias u otras permisiones y tolerancias, fue insertándose en el medio donde actuaba” (pp. 63-64).

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Antiguo Régimen, se elabora un argumento cuyo motivo principal por lo que al derecho judicial se refi ere es el de la imposibilidad, que se entiende documentalmente comprobada por la implicación del juez en el entorno social y al punto conduce a desechar por inoperante el orden jurídico ofi cial, relegando al olvido el torrente de disposiciones norma-tivas que durante dos siglos proyectó la monarquía sobre las Indias para articularlo y las obras de los juristas que trataban de explicarlo, lo que supone renunciar de antemano a captar la autocomprensión del modelo judicial allí y entonces vigente (fuera cual fuese la trascendencia que en la práctica tenía, sobre la cual no es preciso hacerse muchas ilusiones). En efecto, si se prescinde del derecho y su componente axiológica, es necesario hallar otro contexto –algún orden– que dé sentido a “lo que realmente pasaba” (aunque yo diría, mejor, al discurso historiográfi co que se entiende y presenta como tal). Es inevitable que se haga, aunque sea de modo implícito y con uno u otro argumento, desde los que bus-can analizar la transgresión del orden, hasta los que sin más entienden –si se admite el juego de palabras– la transgresión como orden. Esto último es lo que vienen a sostener quienes consideran que no hay otro orden relevante que el que puede inducirse de los comportamientos y las prácticas sociales, reduciendo la administración a “fenómeno social” y prescindiendo por completo de las categorías jurídicas y los valores morales que le eran propios a la hora de estudiarla3. Pero el principal criterio interpretativo viene dado por la idea de corrupción, que en cualquiera de sus versiones presupone no sólo la existencia de un orden, sino también qué deba entenderse en cada caso concreto por transgresión del orden4. En efecto, no importa ahora tanto que la corrupción haya sido enfocada desde diferentes perspectivas, como que todas ponen de suyo en circulación nociones que incorporan una pesada carga de valores: norma (o regla de conducta), bien público, in-

3 Una de sus últimas y más acabadas expresiones es el estudio de TAMAR HERZOG, La administración como un fenómeno social: la justicia penal de la ciudad de Quito (1650-1750), Madrid, 1995.

4 Una idea muy relevante en la historiografía sobre la América hispánica, como destaca en su reciente puesta a punto HORST PIETSCHMANN, “Corrupción en las Indias españolas: revisión de un debate en la historiografía sobre Hispanoamérica colonial”, en MANUEL GONZÁLEZ JIMÉNEZ et al., Instituciones y corrupción en la historia, Valla-dolid, 1998, pp. 31-52.

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tereses particulares, conducta antijurídica... Por generales o abstractas que sean, bajo estas categorías se trata siempre de estudiar discursos, comportamientos o prácticas sociales que esconden motivaciones e incorporan valores obviamente denotadores de una antropología. Así pues, cuando no se intentan recuperar o simplemente se prescinde de ellos, dejan un vacío que con cierta frecuencia tiende a llenarse con las concepciones que nuestro sentido común asigna al hombre contempo-ráneo. En este terreno, es fácil deslizarse por la pendiente que lleva a confundir “el hombre d’Ancien Régime con el homo oeconomicus de la ciencia liberal”, estableciendo cuando menos una natural continuidad entre el uno y el otro5. El pasado queda así atrapado por el presente, en una operación que, borrando la distancia –la discontinuidad– que nos separa de aquel mundo, oculta su verdadero carácter e impide emerger la diferencia. Si el Antiguo Régimen además de pasado es distinto, entonces el problema capital no radica en recuperar el pasado, sino en cómo reconstruir la diferencia: llegar a otro mundo. Aunque últimamente se halla tan fragmentada que difícilmente puede hablarse de una disciplina, desde la historia del derecho –sobre todo, desde la que algunos llaman crítica– se ha hecho en los últimos años un consi-derable esfuerzo por destacar y explicar la alteridad del Antiguo Régi-men, poniendo de relieve cómo una de sus claves (y vía más segura de acceso) radica precisamente en el derecho6. Para percibirlo sin ocultar su complejidad, creo que las principales características que conviene tener presentes desde ahora, a los efectos que aquí interesan, pueden enunciarse de la manera siguiente:

(i) Preeminencia de la religión. Ante todo, el derecho sólo puede comprenderse como parte de un complejo normativo más vasto e in-

5 JEAN-CLAUDE WAQUET, De la corruption. Morale et pouvoir à Florence aux XVIIe et XVIIIe siècles, Paris, 1984, p. 11: “I’employé apparaît d’abord comme un homo oeconomicus qui, étranger à toute conscience morale, est naturellement porté à faire de ses fonctions une industrie”.

6 Una buena panorámica general en ANTÓNIO M. HESPANHA, Panorama histórico da cultura jurídica europeia, 2ª ed., Lisboa, 1998 (de la que ya hay versión castellana: Cultura jurídica europea. Síntesis de un milenio, Ed. al cuidado de ANTONIO SERRANO GONZÁLEZ, Trad. de I. Soler y C. Valera, Madrid, 2002), pp. 15-57, con cita de la biblio-grafía fundamental; así como “Lei e justiça: história e prospectiva de um paradigma”, en su Justiça e litigiosidade: história e prospectiva, Lisboa, 1993, pp. 7-58.

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trincado, que tiene matriz religiosa e integra a los distintos órdenes que disciplinan o contribuyen a disciplinar la sociedad: el derecho como la teología moral principalmente formaban un ordenamiento compuesto, porque siendo distintos participaban de una misma cultura –una “cul-tura perceptiva de carácter tradicional”– constituida (en sentido propio) por la religión7. La manifestación más llamativa de esta confi guración, que asignaba al derecho un papel secundario, probablemente radica en la dualidad fuero externo-fuero interno y deja ver toda su trascendencia en caso de confl icto entre los órdenes normativos que prioritariamente vinculan a uno y otro, planteando como cuestión si la ley humana obliga en conciencia a los súbditos (Vtrum lex humana imponat sub-ditis necessitatem in foro conscientiae)8. No hace falta decir que las respuestas a esta cuestión clásica de la teología moral (siempre en plural y tan distintas como variados fueran sus contextos), tenía entonces una importancia práctica excepcional, acrecida para unos territorios como los americanos, que estaban provistos de unos aparatos de dominio coactivo sumamente precarios.

(ii) Orden jurídico pluralista. El derecho u ordenamiento jurídico tiene a su vez una confi guración pluralista, en la medida que está inte-

7 La idea se debe, especialmente, a BARTOLOMÉ CLAVERO, “Beati dictum: derecho de linaje, economía de familia y cultura de orden”, en Anuario de Historia del Dere-cho Español, LXIII-LXIV (1993-1994), pp. 7-148, esp. 26-34 y 111-131 (119, para la cita), que remite a otros trabajos suyos anteriores.

8 A título de ejemplo: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica (ed. de la Biblioteca de Autores Cristianos, 5 vols., Madrid, 1963), 1-2, q. 96; DOMINGO DE SOTO, De iustitiae et iure, Salamanca, 1556 (ed. facs., con trad. castellana de M. González Ordóñez, 5 vols., Madrid, 1967-1968), lib. I, q. 6, a. 4, de donde procede la cita (I, pp. 50-55); y muy llanamente, el anónimo y vulgar (interesantísimo, como espero mostrar en un trabajo próximo): Espejo de la conciencia que trata de todos los estados (s.l., s.a., pero c. 1507: cfr. NICOLÁS ANTONIO, Bibliotheca Hispana Nova [...], II [Madrid 1788; ed. facs., Madrid, 1996], p. 333), cap. XVIII (“De como las leyes humanas son obligatorias a se guardar in foro conciencie”), fundando la regla: “donde quiera que la ley es en prouecho de la republica: e no contra dize al derecho diuino, ni natural, ni canonico obligatoria es a se guardar sino peca mortalmente el que va contra ella” (ff. 17r-18r). Cfr. MIRIAM TURRINI, La coscienza e le leggi. Morale e diritto nei testi per la confessione della prima Età moderna, Bologna, 1991, maxime pp. 245-288. Para todo esto es ahora fundamental PAOLO PRODI, Una storia della giustizia. Dal pluralismo dei fori al moderno dualismo tra coscienza e diritto, Bologna, 2000, que sólo en parte he podido aprovechar para la redacción de estas páginas.

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grado por distintos órdenes dotados de contenidos normativos y legiti-midades diferentes9. Bajo el estrato superior que ocupan los derechos divino, natural y de gentes, en el campo del derecho positivo concurren –supeditados por igual a los anteriores– distintos derechos –en rigor, tantos como cuerpos habitan aquella sociedad, que por esto se dice “corporativa”–, articulados por una lógica de integración (y nunca de exclusión), cultivada por la jurisprudencia, el saber (o la doctrina) de los juristas10: en este contexto, la ley real es apenas un componente del de-recho, por más que cada vez tenga mayor importancia dentro del positi-vo. Así pues, un orden jurídico pluralista, que además, como ha escrito Hespanha, está regido por normas de confl icto de “geometría variable”, toda vez que la integración de los distintos derechos que lo componen no se plantea en general, de una vez y para siempre, sino caso a caso, y en función de las circunstancias que en cada uno concurran.

De ahí, por último, (iii) el casuismo: concebida la tarea del jurista como interpretación de un orden dado, lo orienta hacia la fi jación y solución de problemas, y –lo que importa más– es revelador de una concepción del derecho esencialmente antilegalista, bien cifrada en la fórmula: Ius non a regula sumatur, sed ex jure quod est regula fi at11. El derecho resulta construido caso a caso mediante la tópica, que es el arte de encontrar (ars inveniendi) y conciliar los argumentos o puntos de vista aptos para tratar de los asuntos discutibles (todos aquéllos, como los jurídicos, sobre los cuales no hay afi rmaciones evidentes o necesa-riamente ciertas). Los juristas son así maestros de una técnica especial-mente apta para organizar el consenso entre perspectivas diferentes y alcanzar soluciones o adoptar decisiones justifi cadas: que vencen o se imponen porque convencen en el marco de una cultura compartida (y

9 HESPANHA, Panorama cit. (n.6), pp. 92-98.10 Véase, además, la síntesis de CARLOS PETIT-JESÚS VALLEJO, “La categoria giu-

ridica nella cultura europea del Medioevo”, en PERRY ANDERSON et al. (eds.), Storia de Europa III: Il Medioevo. Secoli V-XV, Torino, 1994, pp. 721-760, esp. 737-760, a propósito de “la articulación de la pluralidad como problema”, con una rica biblio-grafía. Para el derecho indiano, ha sido bien destacado por TAU ANZOÁTEGUI, Nuevos horizontes... cit.(n.2), pp. 85-95, e infra nota 25.

11 D. 50, 17, 1. Un aspecto muy bien destacado por MICHEL VILLEy, La formazione del pensiero giuridico moderno (trad. italiana de R. D’Etorre y F. D’Agostino), Mila-no, 1986, pp. 61-62, 464-466, 530-532.

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no porque sean expresión de una certeza jurídica previamente defi nida: entiéndase, preceptuada)12.

Estas características determinan la confi guración jurispruden-cial del derecho en el Antiguo Régimen: aunque –ya se ve– apenas enunciadas, nos llevan a las antípodas del universo jurídico legal y nos sitúan ante un ordenamiento construido caso a caso en la tarea de conciliar universos normativos dispares. Los juristas, como sacerdotes de la iuris religio, organizaban entonces, con su sabiduría acerca de las cosas divinas y humanas, el consenso en que el derecho viene a con-sistir o resolverse: no en vano la moderna ha podido llamarse la edad de la communis opinio13. Hay metáforas que expresan bien las diferen-cias entre aquel pasado y nuestro presente, contribuyendo a resaltar la discontinuidad que nos separa. Frente al orden jurídico “legalista” inaugurado aquí por las revoluciones burguesas, comparable a un jardín diseñado y permanentemente atendido y cultivado por atentos jardine-ros (el jurista como legislador), se ha dicho que en el Antiguo Régimen el ordenamiento jurídico semeja un bosque (un espacio salvaje, no cul-tivado), en el que el jurista actúa a modo de guardabosques, ocupado en mantener un orden dado, que se vive como natural y entiende, por tanto, esencialmente invariable14.

En estas circunstancias –volvamos al principio–, el derecho real es apenas un componente del derecho, y no siempre el más importante

12 Además del trabajo clásico de THEODOR VIEHWEG, Tópica y jurisprudencia (1963), trad. de L. Díez-Picazo, Madrid, 1986, véanse, simplemente, las esclarecedoras páginas de HESPANHA, Panorama... cit. (n.6), pp. 110-129; e infra, nota 25.

13 D. 1, 1, 1, 2, gl. sacerdotes, y 1, 1, 10, 3, Cfr. LUIGI LOMBARDI, Saggio sul diritto giurisprudenziale, Milano, 1975, pp. 79-199. El califi cativo es de ADRIANO CAVANNA, Storia del diritto moderno in Europa. I. Le fonti e il pensiero giuridico, Milano, 1982, pp. 146-171.

14 La metáfora (culturas salvajes/culturas cultivadas) procede de Ernest Gellner, y ha sido desarrollada en su análisis del papel de los intelectuales por ZYGMUNT BAU-MAN, Legislators and interpreters. On modernity, postmodernity and intelectuals, Cambridge, 1987, maxime pp. 51-67; y espléndidamente aplicada al derecho sobre todo para ilustrar el pre-moderno, por ANTONIO M. HESPANHA, “Jurists as Gamekee-pers. Scrutinizing Order in Early Modern Western Europe” (publicado en versión portuguesa: Análise social, 161 [2001], pp. 1183-1209), que he podido manejar gracias a la amabilidad de su autor. En realidad, la metáfora se encontraba ya, y muy expresi-vamente, en WOLFGANG KUNKEL, Historia del Derecho romano (1964). Trad. de Juan Miquel, Barcelona, 1973, pp. 90-93.

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o concluyente a la hora de decidir. Su lenguaje de autoridad puede resultar engañoso: aunque sea otra la impresión que cause, la ley real no puede entenderse como disposición obligatoria que se impone sin más, con carácter general y al margen de cualquier circunstancia. El universo conceptual del ius commune conocía múltiples recursos para atemperar el rigor del derecho positivo, que amparaban en la práctica institucional del Antiguo Régimen otros tantos dispositivos para obe-decer y no cumplir sus leyes cuando atentaban a los derechos legítima-mente adquiridos (iura quaesita)15. Ahora bien, justamente por esto no puede ignorarse la presencia del derecho real, que actúa cuando menos como necesario contrapunto, quiero decir: como una fuerza sin la cual no se entiende el movimiento de los otros cuerpos que pueblan aquel universo jurídico. Tan unilateral como centrarse exclusivamente en la ley regia me parece despreciarla por intrascendente para desvelar el desarrollo de una cualquiera experiencia jurídica: en la nuestra, basta leer a los juristas –proclamados artífi ces del orden– para comprobar que ocupaba, por sí o por no, un lugar destacado en sus argumenta-ciones16. Así como no cabe reducir el derecho a ley, tampoco puede ser ésta expulsada de aquél, en lo que se revelaría como un rechazo impuesto al (y no extraído del) pasado que contemplamos. Ni lo uno, ni lo otro: para conjurar unos peligros sin caer en otros excesos, hay que defi nir el papel que le corresponde a la ley real, comprendiéndola en su propio contexto.

Las leyes no servían sólo ni necesariamente para la imposición coactiva de unos u otros comportamientos, sino que también se dic-taban para articular discursivamente un determinado orden17. Como

15 Vid., por todos, GINO GORLA, “Iura naturalia sunt inmutabilia. I limiti al potere del principe nella dottrina e nella giurisprudenza forense fra i secoli XVI e XVIII”, en Diritto e potere nella storia europea. Atti in onore di B. Paradisi (=Quarto Congresso internazionale della Società italiana di Storia del Diritto), 2 vols., Firenze, 1982, II, pp. 629-684; últimamente, las bellas páginas de PAOLO GROSSI, L’ordine giuridico me-dievale (Roma-Bari 1995), pp. 210-216 (hay trad. castellana de F. Tomás y Valiente y C. Álvarez Alonso: Madrid 1996); e infra, § 9.

16 Como ilustra Mª PAZ ALONSO ROMERO, “Lectura de Juan Gutiérrez (c. 1535/1540-1618), un jurista formado en Salamanca”, en Initium. Revista catalana d’història del dret, 2 (1997), pp. 447-484.

17 Para el argumento, PIERRE BOURDIEU, “La force du droit. Éléments pour une sociologie du champ juridique”, en Actes de la recherche en sciences sociales, 64

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instrumento de poder, su virtualidad radicaba prima facie en servir como medio de comunicación entre gobernantes y gobernados: los unos marcando pautas y estableciendo criterios de comportamiento, los otros examinando y acatando o discutiendo su procedencia. Las leyes contribuían a generar y difundían un discurso de orden, y en este concepto eran de suyo “efi caces”. Aun cuando –llegado el caso– no determinasen efectivamente la conducta de magistrados y pleiteantes, exigían siempre atención, porque articulaban un discurso público y do-tado de autoridad acerca de la justicia. Aunque sus fundamentos fuesen previos y resultaran indisponibles para el derecho real, éste era una pieza clave en la confi guración del orden ofi cial: a fi n de cuentas, sus leyes metabolizaban el imaginario de la cultura jurídica en un modelo institucional. Quien tenga interés en conocerlo, no puede ignorarlas.

* * *

A partir de las premisas sumariamente esbozadas, ensayo en estas páginas una reconstrucción del discurso jurídico (normativo y juris-prudencial) acerca de la administración de la justicia, con el objeto de descubrir cuáles fueron los criterios que presidieron el gobierno de la justicia, i. e., las concepciones que inspiraron la construcción y las pau-tas que rigieron el funcionamiento del aparato judicial en Indias durante los siglos XVI y XVII. Aunque la ratio que subyace a estos criterios –y, por lo tanto, el discurso jurídico que los articula–, no varía sustancial-mente en función del grado jurisdiccional, me centro exclusivamente en la jurisdicción suprema tal como aparece encarnada por las Audiencias y Chancillerías, precisamente porque es en este ámbito en cierto sentido extremo donde mejor puede apreciarse la política judicial marcada por la Monarquía. Aún así, en el espacio de que dispongo deberé limitar-me a destacar sus elementos esenciales, que lo son justamente porque forman juntos un modelo en sí mismo, esto es, trabado de tal modo que cada uno requiere de todos los demás para cumplir la función que le corresponde en el equilibrio institucional defi nido18.

(1986), pp. 3-19.18 Naturalmente, no predico al hacerlo una historia normativa de la justicia. Estoy

muy lejos de creer que el conocimiento de la práctica institucional sea de cualquier

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Arrancaré con algunas consideraciones acerca de lo que deba entenderse por administración de la justicia y un brevísimo recorda-torio del modelo judicial castellano, imprescindible para comprender las peculiaridades que comportó su traslado a las Indias (I); destacaré después cuáles eran sus elementos principales tal como allí se confi -guraron (II), prestando atención a las garantías de la justicia, y muy especialmente –ya se verá por qué– a la recusación (III): para centrar-me seguidamente en la visita, con el objeto de destacar las razones de su espectacular desarrollo en las Indias (IV); y terminaré, de vuelta al principio, con una consideración epilogal (V) sobre el sentido que tenía la expresión buena administración de la justicia y su alcance en las Indias.

I. EL GOBIERNO DE LA JUSTICIA

§ 2. ¿De qué hablamos cuando hablamos de la administración de la justicia?

La pregunta me parece pertinente, porque el aparato judicial se estudia por lo común prescindiendo de la existencia de una teoría de la justicia que le sirve de fundamento, lo que para el caso viene a signifi car, olvidando que las Audiencias eran, primero y ante todo, tri-bunales de justicia. Si, a tenor de las convenciones al uso, entendemos que con ella se responde a preguntas como qué es justicia y cuáles sus condiciones de realización, entonces no hay duda de que la teoría de la justicia quedaba localizada en la doctrina teológica de la justicia como virtud cardinal y se identifi caba principalmente con la justicia conmu-tativa, cuyo estudio adquirió entre nosotros un espectacular desarrollo en la tratadística de iustitia et iure, cultivada por la llamada Segunda Escolástica19. Tengo para mí que su consideración sería de una impor-tancia capital para la comprensión del aparato judicial castellano (que

modo prescindible. Sí creo, en cambio, que la historia jurídica en todas sus vertientes es imprescindible para conocer los porqués y los cómos de la justicia, sin los cuales no se me alcanza el modo de saber –si es esto lo que se pretende– para qué servía efectivamente.

19 Tengo por una buena introducción a todo esto, VILLEY, La formazione (nota 11), maxime pp. 293-338.

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es tanto como decir indiano) de los siglos modernos, pero no puedo empeñarme ahora en este trabajo20. Me basta para el que propongo aquí con llamar la atención, mucho más simplemente, sobre el destilado de ideas y creencias acerca de la justicia y su realización que inspiran y explican la articulación del aparato institucional de la Monarquía, tal como asoman en sus disposiciones y pueden entreverse en las obras de los juristas, aunque no siempre se hallen elaboradas o argumentativa-mente explicitadas. A los efectos que aquí interesan, parece claro que su primera formulación jurídica fue debida a los canonistas y realizada por la Iglesia, cuya obra sería asumida como modelo tanto por los reyes como por el conjunto de la doctrina jurídica bajomedieval y moderna a la hora de confi gurar el ofi cio de juez y el orden del juicio21: la justicia judicial, en suma22.

A fi n de cuentas, el aparato judicial no era más que una traducción institucional de las concepciones acerca de la justicia y su realización, en buena medida compartidas por el pensamiento católico bajomedieval y moderno, y adoptadas como base o fundamento y meta de su que-hacer por la doctrina del ius commune. Como tal conjunto de ideas o creencias compartidas y no siempre explicitadas, puede ser considerado el paradigma de la justicia, que a menudo afl ora en las leyes reales y en las obras doctrinales en forma de tópicos o lugares comunes de la argumentación, que ininterrumpidamente se asumen en el proceso de

20 Para el argumento, BARTOLOMÉ CLAVERO, Antidora. Antropología católica de la economía moderna, Milano, 1991.

21 Para esto último, CHARLES LEFÈBVRE, “Juges et savants en Europe (13e-16e s.). L’apport des juristes savants au développement de l’organisation judiciaire”, en Ephemerides Iuris Canonici, XXII (1966), pp. 76-202 y XXIII (1967), pp. 9-61; y con carácter más general, la obra colectiva: Théologie et droit dans la science politique de l’état moderne, Roma, 1991. Sobre el argumento, por todos, LAURENT MAYALI, “Entre idéal de justice et faiblesse humaine: le juge prévaricateur en droit savant”, en Justice et justiciables. Mélanges Henri Vidal (=Recueil de mémoires et travaux publié par la Société d’Histoire du Droit et des Institutions des anciens Pays de Droit écrit, fasc. XVI), Montpellier, 1994, pp. 91-103, donde podrán hallarse las referencias bibliográfi -cas principales. Para un resumen actualizado de las realizaciones, JAMES A. BRUNDAGE, Medieval Canon Law, London-New York, 1995, pp. 120-174.

22 Tomo la expresión de JERÓNIMO CASTILLO DE BOVADILLA, Política para corregi-dores y señores de vassallos, en tiempo de paz, y de guerra, Amberes, 1704 (ed. facs., con Estudio preliminar de B. González Alonso: Madrid 1978), lib. I, cap. II, que luego habrá de servirnos para concretar algunas de las ideas que nos interesan.

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aprendizaje (o socialización) y son repetidos en el de creación a todo lo largo de los siglos que integran el llamado Antiguo Régimen23.

El califi cativo me parece apropiado, en primer lugar, porque des-taca la importancia que cabe al proceso de aprendizaje en la reproduc-ción del discurso sobre la justicia y su realización, algo que no puede cuadrar mejor a una cultura eminentemente textual como la del ius commune, edifi cada sobre la autoridad de unos textos cuasi sagrados, que son leídos y entendidos conforme a la tradición24.

Además, responde bien a la forma como la teoría de la justicia aparece por lo común en las obras de los juristas modernos y se mani-fi esta incluso en las disposiciones normativas, a saber, condensada en un conjunto de tópicos recurrentes, a menudo ilustrados en aquéllas con un torrente de ejemplos históricos, acerca de la justicia, el juez y su comportamiento, las condiciones de ejercicio de la jurisdicción... que, lejos de ser una impostación teórica, son como tales efectiva-mente operativos en el desarrollo de una argumentación que busca la resolución de casos (de problemas –digamos así– reales)25. A nuestros efectos, componen un ideario que, legitimado en último término como voluntad de Dios, se impone como exigencia a quien, como cabeza del cuerpo político, corresponde organizar el gobierno de la justicia, es decir, construir un aparato apto para la debida administración de la justicia26.

23 En efecto, al conjunto que todas estas nociones forman le cuadra bien, creo yo, el califi cativo de paradigma (acuñado a estos efectos por Thomas S. Kuhn en 1962), que justamente en razón de su utilidad ha pasado a formar parte del patrimonio común de la sociología del conocimiento: cfr. la contribución de BARRY BARNES, recogida en Quentin Skinner (ed.), El retorno de la Gran Teoría en las ciencias humanas. Trad. de C. Vázquez de Parga, Madrid, 1985, pp. 86-101. Para su aplicación al aparato ins-titucional del Antiguo Régimen, p. ej., ANTÓNIO M. HESPANHA, Vísperas de Leviatán. Instituciones y poder político (Portugal, siglo XVII), Trad. de F. J. Bouza Álvarez, Madrid, 1989.

24 Me sigue pareciendo una buena introducción general la obra de BARTOLOMÉ CLAVERO, Temas de Historia del Derecho: Derecho común, 2ª ed. (Sevilla, 1979). Hay ediciones posteriores.

25 Para lo que aquí importa, véase la obra fundamental de VÍCTOR TAU ANZOÁTE-GUI, Casuismo y sistema. Indagación histórica sobre el espíritu del Derecho Indiano, Buenos Aires, 1992.

26 A título de planteamiento general, véase BARTOLOMÉ CLAVERO, “La monarquía, el derecho y la justicia”, en E. Martínez Ruiz y M. de Pazzis Pi (eds.), Instituciones de

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No puedo entretenerme a rebuscar y ordenar cuáles sean esos tó-picos, pero como algunos de ellos son particularmente relevantes para el objeto de estas páginas bueno será que los mencione desde ahora, no sin antes pedir al lector indulgencia por la forma llana y apodíptica en que lo hago27.

La noción de justicia (i) que resulta indiscutiblemente más operati-va en el terreno judicial, base y fundamento de la elaboración doctrinal durante siglos, se encuentra en el arranque del Digesto: concebida como la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo que es suyo (asumida por la Escolástica y desarrollada especialmente a propósito de la justicia conmutativa, que es la llamada judicial por algunos juris-tas), presupone la igualdad de las partes y su realización exige, por lo tanto, que el juez esté libre de toda pasión (amor, odio, temor, codicia) que pueda inducir parcialidad al decidir28. Los jueces (ii) son personas públicas, es decir, están dotados de la potestad necesaria para declarar el derecho de cada uno (iurisdictio29) y deben actuar este ofi cio como tales, manteniéndose por completo ajenos a las inclinaciones que tienen como personas privadas30, directriz que inspira todas las condiciones

la España Moderna. 1. Las jurisdicciones, Madrid, 1996, pp. 15-38.27 No hace falta decir que son fruto de mi lectura de la doctrina, las disposiciones

regias y demás documentos judiciales, así que me parece ocioso invocar ahora sus fuentes: deben entenderse prima facie fundamentados en los textos que cito a lo largo del trabajo. Con todo, añadiré que, en mi opinión, nada mejor para introducirse en aquel mundo que la lectura de JUAN DE SOLÓRZANO PEREIRA, Política indiana, 5 vols., Madrid, 1930 (que reproduce la ed. de 1776), especialmente, lib. V, caps. III y VIII-XI. Para facilitar las citas, incluyo al fi nal una lista con las abreviaturas relativas a las fuentes normativas y documentales más utilizadas a lo largo del trabajo.

28 D[igesto] 1, 1, 10, 1 (Ulpiano) (=Instituciones 1, 1, pr.): “Ivstitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi”. Cfr. ENNIO CORTESE, La norma giu-ridica. Spunti teorici nel diritto comune classico, II, Milano, 1964 (rist. 1995), cap. I; PRODI, Una storia della giustizia (nota 8), maxime cap. III. Para introducirse en la teoría pre-moderna de la justicia, ANTÓNIO M. HESPANHA, “Justiça e administração en-tre o Antigo Regime e a Revolução”, en BARTOLOMÉ CLAVERO, PAOLO GROSSI, FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE (eds.), Hispania. Entre derechos propios y derechos nacionales, Milano, 1990, I, pp. 135-204.

29 Vid., por todos, JESÚS VALLEJO, Ruda equidad, ley consumada. Concepción de la potestad normativa (1250-1350), Madrid, 1992.

30 La distinción entre ambas personas fue nítidamente marcada por TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica (nota 8), 2-2, q. 67, a. 3: “[...] iudicare pertinet ad iudicem secundum quod fungitur publica potestate. Et ideo informari debet in iudicando non

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que componen para esta cultura el “ideal de juez”, llamado entonces iudex perfectus31. La verdad de la justicia (iii) ha de obtenerse en cada caso por consenso, porque la variedad natural de las opiniones entre los hombres impide que pueda alcanzarse algo más que un resultado probabilista y determina, al cabo, que la justicia sea fruto de la concu-rrencia de opiniones o pareceres libres (i. e., sin pasión) y debidamente expresados de los magistrados32. Todos ellos (iv) prestan juramento de –y, de pronto, cada uno queda obligado en conciencia a– administrar la justicia (es decir, a juzgar sin pasión), arriesgando al hacerlo –ésta es la idea– la salvación de su alma inmortal33; pero además cada quien debe responder en este mundo de la injusticia (redde rationem villicationis tuae: Lucas, 16, decía el paso evangélico constantemente invocado para este efecto), reparando como si fuese persona privada el daño indebidamente causado como persona pública (es decir, usando mal o abusando del poderío del ofi cio). Y (v) deben hacerlo ante quien tiene, por razón de su ofi cio (es decir, de su función en la comunidad políti-ca), la responsabilidad de la justicia ante Dios y, en este concepto, está obligado en conciencia a mantener una actitud vigilante, siempre atento

secundum id quod ipse novit tanquam privata persona, sed secundum id quod sibi innotescit tanquam personae publicae” (III, pp. 434-435).

31 Así, muy ampliamente, JUAN MATIENZO, Dialogvs relatoris et advocati Pinciani senatus. Inquo varia hinc inde proponuntur & longe controuertuntur ad renunciato-rum, aduocatorum, & iudicium munera: eorumque dignitatem & eminentiam spec-tantia, eorumdem que ad electionem probè faciendam plurima aduertuntur, Pinciae, 1558, maxime “Tertia pars” (ff. 42r-259r); sobre la cual, en el punto que aquí interesa, JESÚS VALLEJO, “Acerca del fruto del árbol de los jueces. Escenarios de la justicia en la cultura del ius commune”, en Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 2 (1998), pp. 19-46.

32 Con carácter general, véase ahora RAFFAELE AJELLO, “Continuitá e trasforma-zione dei valori giuridici: dal probabilismo al problematicismo”, en F. FAGIANI e G. VALERA (eds.), Categoria del reale e storiografi a. Aspetti di continuità e trasforma-zione nell’Europa moderna, Milano, 1986, pp. 60-110.

33 Para calibrar el peso de la conscientia en aquella cultura jurídica, véanse prima facie las referencias que bajo esta voz reúne D. AEGIDII DE CASTEJÓN, Alphabetum juri-dicum, canonicum, civile, teheoricum, practicum, morale atque politicum I, Coloniae, 1738, pp. 161-162. Cfr. PAOLO PRODI, Il sacramento del potere. Il giuramento politico nella storia costituzionale dell’Occidente, Bologna, 1992, maxime cap. V; argumento aplicado a las Indias por FRANCESCO D’ESPOSITO, “Encomienda, giuramento e strategie di controllo: il disciplinamento del funzionario nel Nuovo Mondo (secolo XVI)”, en N. PIRILLO (ed.), Il vincolo del giuramento e il tribunale de la coscienza, Bologna, 1997, pp. 213-241.

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al clamor de su pueblo y pronto a desagraviarlo, tal como prescribe el pasaje bíblico descendan et videbo (Génesis, 18), que es el comúnmente utilizado para fundamentar esta actividad consistente en premiar a los buenos y castigar a los malos en descargo de la conciencia34.

Las inclinaciones de la persona privada frente a las obligaciones de la persona pública que concurren en todo juez: he aquí la tensión que atraviesa permanentemente el universo de la justicia, como su-blimación de la lucha que libran la virtud y las pasiones en el interior de cada juez. El ejercicio del ofi cio debía semejar una interminable sucesión de dilemas morales, que cada quien resolvía en el tribunal de la conciencia. Este confl icto interior, que obviamente es determinante para cada juez, trasladado al plano institucional convertía a los magis-trados al mismo tiempo en medios o instrumentos y obstáculos de la política regia, obligando a la Corona a desplegar una política judicial constantemente vigilante35. Aunque sencilla, ésta es la idea clave. No hay ninguna exageración en afi rmar (como una y otra vez repiten los textos) que la garantía última de la justicia está en la conciencia del rey, que la descarga y desempeña su ofi cio organizando el gobierno de la justicia, es decir, construyendo un aparato apto para la administración de la justicia, y velando constantemente por su realización.

La forma institucional que esta sustancia pueda revestir, como meramente instrumental, tiene una importancia secundaria, y obvia-mente depende en su variedad de un conjunto muy diverso de circuns-tancias históricas, que podemos cómodamente englobar bajo la rúbrica experiencia jurídica, que si algo expresa muy bien es justamente la irreductible singularidad de cada una36. A este respecto, la noción de paradigma me parece apropiada también porque admite un grado nada

34 Cfr. CARLOS GARRIGA, “Control y disciplina de los ofi ciales públicos en Casti-lla: la visita del Ordenamiento de Toledo (1480)”, en AHDE, LXI (1991), pp. 215-390, maxime 227-255.

35 Tomo estas expresiones de HESPANHA, Vísperas del Leviatán (nota 23), pp. 414-435 y passim. Raffaele Ajello y su escuela han hecho de la “mediación ministerial” (napolitana) su argumento: cfr., simplemente, el arranque de RENATA PILATI, Offi cia principis. Politica e administrazione a Napoli nel Cinquecento, Napoli, 1994. Aquí interesa, muy especialmente, la obra de PIER L. ROVITO, Respublica dei togati. Giuristi e societá nella Napoli del Seicento. I. Le garanzie giuridiche, Napoli, 1981.

36 Como ha destacado mejor que nadie RICARDO ORESTANO, Introduzione allo studio del diritto romano, Bologna, 1987.

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desdeñable de discrepancia interna, posible justamente porque se com-parten los supuestos ontológicos y metodológicos principales: además de facilitar la controversia doctrinal (a la sazón muy activa), permite el desarrollo de políticas y la construcción de aparatos judiciales diversos; dicho llanamente: dentro del mismo paradigma de la justicia caben dis-tintos modelos judiciales, o sea, distintas articulaciones institucionales para la realización de la misma idea de justicia, que no por compartir sus supuestos últimos resultan ser sin más intercambiables. Basta con mirar al interior de la Monarquía católica, donde los que resultaron de la evolución medieval pudieron convivir pacífi camente hasta el adve-nimiento de los Borbones37. Ahora nos importa el modelo judicial de Castilla, que fue el que, llegado el momento, se trasladó a las Indias.

§ 3. El modelo judicial castellano y su traslado a las Indias

El modelo judicial castellano hunde sus raíces en la Baja Edad Media, pero sólo fue articulado como tal por los Reyes Católicos38. A mi juicio –lo he dicho en varias ocasiones–, hay que considerar a las Ordenanzas dictadas para la reformación de la Chancillería de Valla-dolid en 1489 como el texto y el momento en los cuales se decidieron, tras no pocos titubeos, las opciones principales de la justicia superior en Castilla, ejemplo además para la inferior, porque nunca con poste-rioridad fueron modifi cadas en lo sustancial39.

37 Permítaseme remitir, simplemente, a CARLOS GARRIGA, “Las Ordenanzas de la Real Audiencia de Cataluña (1741). (Una contribución al estudio del régimen de la Nueva Planta)”, en Initium. Revista catalana d’història del dret, 1 (1996), pp. 371-396; CARLOS GARRIGA y MARTA LORENTE, “El juez y la ley: la motivación de las sentencias (Castilla, 1489 - España, 1855)”, en Anuario de la Facultad de Derecho de la Univer-sidad Autónoma de Madrid, 1 (1997), pp. 97-142, esp. 101-114.

38 Para esto y todo lo que sigue, remito a mi La Audiencia y las Chancillerías castellanas (1371-1525). Historia política, régimen jurídico y práctica institucional, Madrid, 1994.

39 R[eal] P[rovisión] Medina del Campo, 24.III.1489, en Libro de Bulas y Prag-máticas de los Reyes Católicos, Alcalá de Henares, 1503 (ed. facs., con prefacio de A. García Gallo y M. A. Pérez de la Canal: Madrid 1973), ff. 49r-60v, por donde se cita, con numeración ideal y correlativa de capítulos (en adelante, Ord. 1489). Salvo que expresamente indique, como en este caso, el texto al que me refi ero, uso el término ordenanzas con el mismo signifi cado genérico que entonces tenía, esto es, para en-globar el conjunto de disposiciones de uno u otro tipo reguladoras de los tribunales:

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A la luz de las premisas señaladas antes, yo destacaría sobre todo tres: (i) la tajante distinción entre la persona privada y la persona pú-blica del magistrado, con el fi n de evitar que las pasiones de la primera (amor, odio, temor, codicia) ocupen el lugar de la justicia en el ánimo –la conciencia– del segundo; (ii) la colegialidad, que se concreta en una mayoría reforzada (tres votos conformes de toda conformidad), como medio de lograr un consenso que es considerado en sí mismo garantía máxima de la justicia de la decisión; (iii), el secreto de la causa de de-cisión (esto es, la prohibición implícita de motivar las sentencias), que exige de suyo mantener oculto también todo el proceso individual y colectivo que conduce a su adopción (es decir, cada voto y, por consi-guiente, las eventuales incertidumbres y discrepancias que hubiere).

Muy apretadamente resumido, éste es el contenido esencial de las Ordenanzas de los tribunales en cuanto disciplinan la conducta de sus jueces: si y sólo si los jueces se comportan de modo imparcial, votan libremente (en conciencia) y mantienen en secreto sus motivos, las sen-tencias aparecerán como imparciales ante la opinión de las gentes. En esto consiste, ni más ni menos, la buena administración de la justicia.

Una justicia, así pues, de jueces, y no de leyes, porque concentra-ba la garantía en la persona y no en la decisión de los jueces: como la justicia, en rigor, no resulta de aquéllas sino que depende de éstos, no importa tanto garantizar la aplicación de las leyes como el adecuado comportamiento de los jueces. Si hay un modelo judicial para el que el iudex perfectus sea una exigencia irrenunciable, ese es el castellano, en el que, de hecho, este arquetipo impregna todo el régimen del ofi -cio, y tanto más fuertemente cuanto elevado sea el grado de la escala jurisdiccional, en cuya cúspide se asientan los jueces que representan inmediatamente al rey. Y no por casualidad: A las Chancillerías –decía un oidor de la de Granada a comienzos del siglo XVI– Su Majestad “confía lo principal de su conçiençia, donde todo concurre e se remata, e se quitan vidas, honrras, stados e hasiendas sin aver más remedio; y

régimen de los ofi cios, jurisdicción, organización y funcionamiento internos, etc. He considerado las fuentes y la historiografía sobre el particular en mis “Observaciones sobre el estudio de las Chancillerías y Audiencias castellanas (siglos XVI-XVII)”, en Hispania (nota 28), II, pp. 757-803.

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donde se toma dechado y exemplo para todo lo inferior”40. Los oido-res son los jueces que ocupan en Castilla el lugar que corresponde al praefectus praetorio de las fuentes romanas en la taxonomía doctrinal de los órdenes de magistrados: como pars corporis principis, son aquellos que, al igual que éste, principis personam representant in iu-dicando41. Hablan con la voz del rey y tienen su lugar en la defi nición de la justicia, pues no otra cosa signifi ca que dispongan del sello mayor real. Como escribí en otra ocasión, con el sello y en el sello estaba la autoridad real y hasta el rey mismo, como todo el ceremonial que lo rodeaba venía a exaltar, y esto es lo que otorgaba una signifi cación superlativa a los órganos nucleados en torno suyo: “V. Majd. –decía el Conde-Duque de Olivares en 1624– está representado suprema y inmediatamente en estos tribunales y se despacha en su real nombre, se llama corte al lugar donde están las chancillerías porque se supone que asiste v. majd. en ellos”42. En términos jurídicos sus decisiones son per se justas, lo que es tanto como decir que resultan ordinariamente inatacables, y de ahí que el régimen de estos ofi cios haya de ser mucho más severo que el de los jueces ordinarios, como las ordenanzas ponen muy bien de manifi esto.

40 Parecer del Dr. Escudero, oidor (c. 1522-1523), que recojo en La Audiencia... (nota 38), pp. 454-466, esp. 455.

41 ALFONSO DÍAZ DE MONTALVO, P(=Las Siete Partidas del Sabio Rey Don Alfonso el nono [...]. Con la Glossa del insigne Dottor Alfonso Diez de Montaluo. E con las addiçiones, enmiendas, è deçisiones que por los Reyes sucessores fueron fechas. Nueuamente, sobre todos los exemplares hasta aora publicados, corregidas y orde-nadas. Lyon de Francia, 1550), 3.4.1, gl. los primeros et mas onrrados: “quibus tota principis ordinaria, et suprema iurisdictio, et potestas, committitur cum auctoritate sigilli regis”; los mismos que, por esto, “sunt vicarii generales ipsius Principis: et idem tribunal, et auditorium habent”. Es importante JUAN YÁÑEZ PARLADORIO, Qvotidiana-rum differentiarum Sexquicenturia [...] (Valladolid 1629), diff. 10 (“De discrimine Reggi Senatus, & Regalium Chancellariarum, & quid à vetusto Romanorum Praetorio distent”), pp. 67-71. Para otros testimonios concordantes, GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 224-232.

42 JOHN H. ELLIOTT y JUAN F. DE LA PEÑA, Memoriales y cartas del Conde-Duque de Olivares. T. I. Política interior: 1621 a 1627 (Madrid 1978), p. 70; GARRIGA, La Audiencia... (nota 38), p. 229. Y para el ceremonial, p. ej., los que publican ENRIQUE RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura indiana, Buenos Aires, 1916, pp. 152-153; JAIME VA-LENZUELA MÁRQUEZ, “Rituales y fetiches políticos en Chile colonial: entre el sello de la Audiencia y el pendón del Cabildo”, en Anuario de Estudios Americanos, LVI-2 (1999), pp. 413-440.

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Además de elevar la persona del juez al primer plano, todo esto orienta la política judicial de la monarquía hacia dos polos principales de atención. Por una parte, (i) la idoneidad entendida como desarraigo de los magistrados, que llevó a considerar sacrílego aun el pretender judicatura en la propia patria, y es manifi esto en la identifi cación de la imparcialidad con la ajenidad social de los jueces, sin la cual no se entiende la estrictísima regulación de su conducta que llevan a cabo las ordenanzas, ni tampoco la extraordinaria “susceptibilidad” de la recusación, capaz de activarse ante cualquier “gesto social” del juez (pues sus causas no son más que una traducción jurídica del tejido de relaciones dominante)43. Cada cual a su modo, unas y otras sirven al fi n de construir en la práctica la fi gura del juez perfecto: aquéllas mediante la disciplina de la persona pública del juez y éstas como garantía frente a su persona privada. Por otra parte, (ii) el control de las condiciones establecidas para el desempeño del ofi cio, porque de ellas depende literalmente la administración de la justicia. Esto dota de una nueva dimensión a cuestiones aparentemente menores, como todas las orga-nizativas (número de jueces, salas, votos...), que sin embargo son piezas capitales del engranaje de la justicia. Por eso pudo decirse alguna vez –y estaba siempre en la mente de todos– que la buena governaçión de la justicia consiste en que las Ordenanças se guarden44. Las de 1489 establecieron para este efecto un medio de control ordinario e interno a los tribunales, que justamente por tal razón no tardó en revelar su in-efi cacia (es decir, su insufi ciencia para acallar el clamor de los súbditos y descargar la conciencia real). De ahí que pronto se le superpusiera un procedimiento de control extraordinario y externo, que era la visita,

43 El motivo indicado proviene del Codex, y se halla en P. 1.18.11, que conviene retener desde ahora: “E aun seria como sacrillejo, si algun ome se entremetiesse de pedir o de ganar ofi cio de judgador, o otro qualquier en aquella tierra onde es natural. Ca sospecha pueden auer que queria mas este ayudar a sus perientes, e desayudar a los que mal quisiesse, o tomar algo, que por parar bien la tierra, o dar a cada vno su derecho. Pero no seria sacrillejo, nin esta sospecha, contra aquel, a quien el Rey, por su voluntad diesse algun logar, de honrra, entendiendo [...] que auernia bien en fazer la justicia”. Para otras referencias, cfr. CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. I, cap. XII, nº 23-24 (I, pp. 134-135).

44 Carta del obispo de Astorga, presidente de la Chancillería de Ciudad Real, a los Reyes Católicos (28.XII.s.a., pero de 1501), apud GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 141 y 436-439.

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dotado –como consecuencia de un prolongado ciclo formativo que no es preciso recordar aquí– de unas características perfectamente ajus-tadas al ejercicio de la jurisdicción suprema, es decir, para controlar el comportamiento de unos jueces que actuaban como si fuesen el rey in iudicando. Estas características eran, a mi juicio, dos: (a) la plena dependencia del arbitrio regio y, en consecuencia, su ejercicio mediante comisarios, personalmente designados por el monarca, con una fi nali-dad meramente inquisitiva (esto es, instructoria y no resolutoria); (b) y sobre todo, el más absoluto antiformalismo procedimental –que hacía decir, con razón: Modus autem procedendi in Visitatione generali, ut diximus arbitrio ipsorum Visitatorum remissus est–, con una sola característica constante e inquebrantable, que es decisiva: el secreto (particularmente, el que afectaba a los nombres y las declaraciones de los testigos)45.

A la luz de las premisas destacadas en el apartado anterior y una vez señaladas las directrices de las ordenanzas, yo diría que la idea central que vertebra todo el aparato judicial es la confi anza de los pleiteantes en la justicia ofi cial, que hace de la imagen o apariencia de imparcialidad un requisito esencial de su funcionamiento. Como la incerteza jurídica desaconsejaba la motivación de las sentencias y, en consecuencia, la justicia no aparecía objetivada en el fallo, sino que permanecía encerrada en la conciencia del juzgador, la única garantía de justicia era una garantía moral, por completo dependiente del com-portamiento justo exteriorizado por el juez.

Este modelo comenzó a ser trasladado a las Indias como un todo a medida que el avance de la colonización aconsejó sustituir el poder militar de los conquistadores por el poder civil de los letrados –lo que

45 Dediqué a esto mi Tesis doctoral, Génesis y formación histórica de las visitas a las Chancillerías castellanas (1484-1554) (Universidad de Salamanca, 1989), to-davía inédita en este punto; cuyas principales conclusiones al respecto resumí en La Audiencia (nota 38), pp. 407-428, y en “La expansión de la visita castellana a Indias: presupuestos, alcance y signifi cado”, en XI Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas y Estudios, Buenos Aires, 1997, III, pp. 51-79, esp. 52-59. La frase citada es de GARSÍA MASTRILLO, Tractatus de magistratibus, Eo-rum Imperio & Iurisdictione, Venecia, 1667, lib. VI, cap. II, nº 23 (p. 323).

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se ha dado en llamar la ruptura del pacto colonial46–, y puede ser visto como un episodio más de la pugna entre la nobleza y las letras, cada una actuante como portadora de concepciones diferentes acerca del poder político y su ejercicio, que venía desarrollándose en Castilla desde el siglo XV, y culminó precisamente a mediados del siglo XVI, al mismo tiempo que progresaba su traslado a Indias47. Así lo supo ver, con extraordinaria agudeza, don Diego Hurtado de Mendoza, miembro destacado de uno de los linajes nobiliarios más prominentes de Castilla:

Pusieron los Reyes Católicos el gobierno de la justicia y cosas públi-cas en manos de letrados, gente media entre grandes y pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros: cuya profesión eran letras legales, comedimiento, secreto, verdad, vida llana y sin corrupción de costum-bres; no visitar, no recibir dones, no profesar estrecheza de amistades, no vestir, ni gastar suntuosamente; blandura y humanidad en su trato, juntarse a horas señaladas para oir causas, o para determinarlas, y tra-tar del bien público. [...] Esta manera de gobierno establecida entonces con menos diligencia, se ha ido extendiendo por toda la cristiandad, y está hoy en el colmo de poder y autoridad: tal es su profesión de vida en común, aunque en particular haya algunos que se desvíen. A la su-prema congregación llaman Consejo Real, y a las demás Cancillerías, diversos nombres en España, según la diversidad de las provincias. [...] los unos y los otros por la mayor parte ambiciosos de ofi cios ajenos y profesión que no es suya, especialmente la militar; persuadidos del ser de su facultad, que, (según dicen), es noticia de cosas divinas y humanas, y ciencia de lo que es justo e injusto; y por esto amigos en particular de traer por todo, como superiores, su autoridad [...]48.

46 Cfr. CARLOS D. MALAMUD, “Acerca del concepto de Estado colonial en la Amé-rica Hispana”, en Revista de Occidente, 116 (1991), pp. 114-127; HORST PIETSCHMANN, “Los principios rectores de la Organización Estatal en las Indias”, en ANTONIO ANNINO, LUIS CASTRO LEIVA, FRANÇOIS-XAVIER GUERRA (eds.), De los Imperios a las Naciones: Iberoamérica, Zaragoza, 1994, pp. 75-103.

47 HORST PIETSCHMANN, El Estado y su evolución al principio de la colonización española de América (1980). Trad. de A. Scherp, México, 1989.

48 Guerra de Granada, Ed., introd. y notas de Bernardo Blanco González (Ma-drid 1976), pp. 105-106. Para la pugna mencionada en el texto, HELEN NADER, Los Mendoza y el Renacimiento español, Guadalajara, 1986, pp. 228 y ss.; HESPANHA, Justiça e administração (nota 28), pp. 178-179.

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Una y mil veces citado, este texto resume bien –ya se ve– las características más aparentes del modelo jurisdiccional castellano, tal como resultaron de las Ordenanzas dictadas en Medina del Campo en 1489, que fue el texto normativo matriz de las que organizaron las Au-diencias indianas. No es mucho más lo que sobre esto último se sabe. Sorprendentemente, los historiadores del derecho han mostrado mayor interés en los textos que en su contenido (o sea, el discurso normativo que incorporan), preocupándose más por establecer la fi liación textual de las normas indianas que por descubrir la razón de ser y explicar las características del modelo que establecen (o que los textos trasladan)49. Antes de entrar en estas últimas, quizá no esté de más llamar la aten-ción brevemente sobre aquélla.

La Monarquía era, y además ofi cialmente desde su misma fun-dación, católica, y esto no sólo imponía unos fi nes, sino que también determinaba los medios a emplear para alcanzarlos, es decir, una cierta manera de gestionar los asuntos públicos. Si hay un orden que deter-mina la posición de cada cual en el mundo (su derecho) y la justicia consiste en mantenerlo (dar a cada uno lo suyo), entonces quien tiene el poder necesario (iurisdictio) debe establecer los medios apropiados para realizarla: una sociedad ordenada por el derecho, sólo podía ser administrada por juristas, que no por nada eran los sacerdotes iuris50. La Monarquía católica no se compadecía con otro modelo de gobierno: como la colonización de las nuevas tierras puso inmediatamente de manifi esto, el único dominio posible era un dominio jurídico. A fi n de cuentas, ésta era la cuestión que se debatía a vueltas de la polémica sobre los “justos títulos”. Los propios juristas tenían un discurso muy

49 Basta con remitir a JOSÉ SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, Las Ordenanzas de las Au-diencias de Indias (1511-1821), Madrid, 1992 (=Ordenanzas, si otra cosa no se indica), pp. 15-64, donde se hallará la bibliografía anterior sobre el particular.

50 La trascendencia que tenía el carácter “católico” de la Monarquía y la signifi -cación que en su gobierno adquirieron los “letrados” han sido muy bien destacados por sendas corrientes historiográfi cas: cfr. por abreviar la cita, las síntesis que respectiva-mente ofrecen JOSÉ M. PORTILLO, La Nazione cattolica. Cadice 1812: una costituzione per la Spagna, Manduria, 1998, pp. 3-15; e IRVING A. A. THOMPSON, “The Rule of the Law in Early Modern Castile. Review Article”, en European History Quarterly, 14 (1984), 221-233 (recogido en su War and Society in Habsburg Spain, Aldershot, 1992, II); aunque no se ha prestado mucha atención a la conexión entre lo uno y lo otro, en el sentido apuntado.

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elaborado para exaltar la dignidad de las letras frente a las armas en la defensa de la sociedad, que disponía de su literatura y parece haber fl orecido en Castilla en las décadas centrales del Quinientos. En úl-timo término –no descubro nada, obviamente–, esta es la razón que explica la importancia que las Audiencias adquirieron en la economía institucional del Nuevo Mundo51. La imposición del modelo letrado de gobierno era, en la óptica de la Monarquía católica, la única manera de mantener a los reinos de Indias en paz y justicia.

Por eso atribuyo a las Leyes Nuevas un papel sobresaliente en la implantación del modelo judicial castellano en las Indias. Aunque obviamente el proceso se inició antes y no llegó a su apogeo hasta las ordenanzas de 1563, fue en 1542 cuando las cuatro Audiencias que ha-bía en las Indias recibieron las competencias propias de la jurisdicción suprema que les correspondía en su condición de custodias del sello real52. Al modo de sus homónimas las Chancillerías castellanas, cada una quedó así constituida como “un cuerpo mixtico que representa la persona Real” en el territorio de su distrito; unas provincias distantes donde las Audiencias venían a ser, como tiempo después dirá de ellas el Consejo de Indias, “verdaderos presidios que las defi enden, amparan y conservan”53.

51 Como tradicionalmente se ha destacado, al hilo de sus “funciones de gobier-no”; una reciente puesta a punto sobre el particular en ANA M. BARRERO GARCÍA, “En torno al ejercicio de la gobernación por las Audiencias de Indias. Una hipótesis de trabajo para su conocimiento”, en XI Congreso (nota 45), III, pp. 441-458.

52 Cfr. Leyes Nuevas (Barcelona, 20.XI.1542), [12] y [13]; que mantienen las Ordenanzas dictadas en 1563 para las Audiencias de Quito, Charcas, Panamá, Con-cepción, Lima, Guatemala, Santa Fe, Nueva Galicia y Manila, caps. [5] y [21]. Lo he argumentado en La expansión (nota 45), pp. 61-62. Para una visión general del pro-ceso, puede recurrirse todavía al trabajo de ALFONSO GARCÍA GALLO, “Las Audiencias de Indias. Su origen y caracteres”, en Memoria del II Congreso Venezolano de His-toria, Caracas, 1975, I, pp. 359-432, esp. 377-392 y 418-432; ahora recogido en su Los orígenes españoles de las instituciones americanas. Estudios de Derecho Indiano, Madrid, 1987, pp. 889-951. El marco general está muy bien trazado por VÍCTOR TAU ANZOÁTEGUI, “Órdenes normativos y prácticas socio jurídicas. La justicia”, en Nueva Historia de la Nación Argentina, II-2, La Argentina de los siglos XVII-XVIII, Buenos Aires, 1999, pp. 283-316.

53 Respectivamente, FRANCISCO BERMÚDEZ DE PEDRAZA, Historia eclesiastica. Principios, y progressos de la ciudad, y religion catolica de Granada, Granada, 1638, P. 4, cap. 30, f. 202r; consulta del Consejo de Indias (23.VII.1627), apud. ERNESTO

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Aun con sucesivos desdoblamientos, no llegaron a ser tantas, sólo estas que fi guran en el cuadro siguiente, que excede el período aquí considerado:

Audiencias Constitución Supresión Restablecimiento Ordenanzas

Santo Domingo RP 14.9.1526OA 4.6.1528

LN 20.11.1542

Nueva España RC 29.11.1527

OA 20.4.1528

OA 12.7.1530

LN 20.11.1542

México 22.12.1544

México 22.3.1548

O Palafox 1646

Panamá RP 26.2.1538

LN 20.11.1542RP 4.10.1563

1721

OA 26.2.1538

OG 4.10.1563RC 27.5.1717

20.6.1751

Guatemala LN 20.11.1542 RP 4.10.1563 RP 28.6.1568 OG 28.6.1568

Lima LN 20.11.1542

LN 20.11.1542

Lima, 1552

OG 17.8.1565

Santa Fe 1547 OG 12.8.1568

Audiencias Constitución Supresión Restablecimiento Ordenanzas

Nueva Galicia 154813.1 y 19.3.1548

OG 11.6.1572

Charcas 1555/1561 OG 4.10.1563

Quito RP 29.8.1563 1717 RC 29.4.1720 OG 4.10.1563

ChileRR.PP.

14.1.1565/1567RC

20.8.1573/15751605/1609

OG 18.5.1565

OG (2) 17.2.1609

SCHÄFER, El Consejo Real y Supremo de las Indias. Su historia, organización y labor administrativa hasta la terminación de la Casa de Austria. II. La labor del Consejo de Indias en la administración colonial, Sevilla, 1947, p. 131 (n. 209).

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Manila 1583 1590 1595OG 5.5.1583

OG (2) 25.5.1596

Buenos Aires RC 6.4.1661 RC 31.12.1671 RD 25.7.1782OG (2) 2.11.1661

OG (2) 23.4.1786

Cuzco RC 3.5.1787 Cuzco 26.10.1789

Caracas RD 6.7.1786

Caracas 20.10.1805

Caracas 28.3.1821

El despliegue de las Audiencias en las Indias

Sólo con este trasfondo, creo yo, puede comprenderse bien la acuidad con que, desde un principio, fue vertebrándose el régimen de estos ofi cios. Ab originem, las condiciones eran favorables al menos por tratarse de un territorio no defi nido o determinado políticamente (si exceptuamos el derecho esgrimido por los conquistadores, puesto que no se reconocía el de los naturales), de modo que, salvado éste, la Corona no encontró más obstáculos para desplegar su aparato de poder que los naturales. A partir de aquí, esta historia, que es la historia del dominio castellano sobre las Indias, puede ser leída a diferentes niveles e interpretada con distintas claves, que no son incompatibles entre sí; aun dejando aparte –como hago yo aquí– todo lo relativo a la justifi ca-ción misma del dominio y la condición de sus naturales54.

El primero y más elemental, pero imprescindible, es (i) la descrip-ción de este trayecto institucional, que en buena medida doy por su-puesto55. El modelo jurisdiccional que la Monarquía trató de implantar en las Indias descansaba sobre ciertos pilares, extraídos de Castilla, que fueron plantados por las ordenanzas iniciales y progresivamente refor-zados por las disposiciones dictadas con posterioridad para difi cultar o evitar su quebrantamiento. A este respecto, como es sabido y podremos

54 Véase, últimamente, CARLOS J. HERNANDO SÁNCHEZ, Las Indias en la Monar-quía Católica. Imágenes e ideas políticas, Valladolid, 1996.

55 Resulta muy útil el libro de SANTIAGO-GERARDO SUÁREZ, Las Reales Audien-cias Indianas. Fuentes y bibliografía, Caracas, 1989. Cito los títulos posteriores que interesan a lo largo del trabajo.

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comprobar, las peculiaridades indianas, es decir, las diferencias entre el régimen vigente en la primera y el confi gurado paso a paso para las segundas, radican en la mayor severidad de este último, a cada nueva vuelta de tuerca justifi cada –ora por el rey, en sus disposiciones, ora por los juristas, tanto en su condición de magistrados como de tratadis-tas– en la diversidad, la mutabilidad y la distancia56. A ellas me referiré en adelante, por mor de brevedad, como la quidditas indiana, un autén-tico lugar común que sirvió para justifi car la formación de un Derecho municipal como propio de las Indias, cuya presencia se percibe muy bien en el ámbito judicial que nos ocupa. Ahora bien, además de inco-rrecto sería sumamente ingenuo circunscribir el derecho allí vigente a las disposiciones dictadas para (y/o en) las Indias, porque éstas, como parte que eran del castellano, se componían con el derecho común para formar el orden jurídico de aquellos territorios. Los letrados que pasa-ron a las Indias llevaron consigo todo su saber y concepciones, y pronto además se instalaron universidades, que eran los medios canónicos de reproducción y transmisión del discurso jurídico, como exponente de un orden gestionado por los letrados y que en buena medida escapaba al control directo de la Corona57.

Sobre ese trasfondo y con una perspectiva más general, puede descubrirse (ii) otro nivel de lectura, cuya clave es la emergencia de una identidad propia, en la cual los letrados tuvieron un papel destaca-do58. En efecto, jalonado por las tensiones que el aparato institucional

56 Son los términos que emplea TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema (nota 25), pp. 83-138, esp. 97; a quien sigue MARÍA R. GONZÁLEZ, El derecho indiano y el derecho provincial novohispano. Marco historiográfi co y conceptual (=Cuadernos Constitucionales México-Centroamérica, 17), México, 1995, pp. 58-59, aunque inte-resa para esto todo su cap. III.

57 Vid., por todos, VÍCTOR TAU ANZOÁTEGUI, “El Derecho indiano en su relación con los Derechos castellano y común”, en Hispania (nota 28), II, pp. 573-591; y su Casuismo y sistema (nota 25), maxime pp. 231-313. Últimamente, JAVIER BARRIENTOS GRANDÓN, Historia del Derecho Indiano, del descubrimiento colombino a la codifi ca-ción. Ius Commune-Ius Proprium en las Indias Occidentales, Roma, 2000.

58 Por brevedad, se me permitirá remitir para esto, simplemente, a mi trabajo “El derecho de prelación: en torno a la construcción jurídica de la identidad criolla”, en XIII Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. San Juan, 21 al 25 de mayo de 2000. Estudios, San Juan (Puerto Rico), 2003, II, pp. 1085-1128.

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generaba, fue delinéandose el proceso de construcción jurídica de una identidad criolla: por supuesto que estuvo alimentado por los intereses materiales de los criollos y creció en su lucha por defenderlos, pero mediante un discurso y con un instrumentario jurídico. Identidad y derecho propio se confunden en el Antiguo Régimen, aunque sólo sea porque en un mundo corporativo éste ha de aportar los elementos necesarios para la construcción de aquélla.

Sobre aquella base y sin perder de vista este horizonte –digamos que entre la una y el otro–, puede identifi carse todavía (iii) otro nivel que lea la quidditas indiana en clave de la tensión –inherente al apa-rato institucional– entre ofi cios y ofi ciales: los unos concebidos como instrumentos y servidos por los otros, que a menudo se comportan como obstáculos. Aunque por supuesto caben aquí los temas y los casos que habitualmente se engloban, con más o menos acierto, bajo la rúbrica “corrupción”, prefi ero recordar ahora que el arraigo prácti-camente consustancial a la condición de criollo era una circunstancia en sí misma inconveniente para desempeñar la magistratura en aquel modelo de justicia. El instrumento como obstáculo: los episodios que componen esta historia pueden enfocarse, de hecho, como el proceso de conversión de los “instrumentos de” en “obstáculos para” el dominio, que es el que he procurado tener más presente, porque ninguno como él permite descubrir los criterios que estructuraron el aparato judicial castellano en las Indias (aunque no debería perderse de vista tampoco que, restaurado por el llamado “reformismo borbónico”, pasó mediante la independencia a convertirse en nacional59).

II. IUDEX PERFECTUS Y RÉGIMEN DEL OFICIO

§ 4. El problema de la retribución: salario y “codicia mala”

Una vez instituidas las Audiencias indianas como Chancillerías a todos los efectos, las primeras medidas signifi cativas afectaron a la retribución de los magistrados. Ésta era contemplada tradicionalmente

59 Al menos en México: cfr. CARLOS GARRIGA, “La recusación judicial: del de-recho indiano al derecho mexicano” en La supervivencia del derecho español en Hispanoamérica durante la época independiente, México, 1998, pp. 203-239.

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como una suerte de garantía (o compensación) de la virtud, porque se consideraba que debía bastar para apartar de los jueces el vicio de la avaricia, entendida como un “desordenado amor de bienes temporales” y vista desde siempre como “muy fea [...], mayormente en aquellos que gouiernan la cosa pública”60. He aquí el sentido último de la retri-bución, muy claramente expresado desde el primer momento por las disposiciones reales: los jueces –decían las Partidas (3.4.3)– deben ser personas sin mala cobdicia y el salario sufi ciente para evitar cualquier género de codicia mala en los magistrados61. No hace falta insistir en que para la tradición cristiana (heredera en este punto de la sabiduría moral clásica sobre el gobierno de la república) merecía una condena tajante62. La avaricia fue considerada desde un principio como pecado

60 NR 2.9.5. Las palabras anteriores son de CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XII (“Como se deven entender las leyes que dizen que sean los juezes sin mala codicia: y si ay codicia buena que se les permita”: I, pp. 357-372, donde se hallará una buena colección de los principales textos reportados por la tradición), conceptuándola (nº 1) como “un desordenado amor de bienes temporales, y una pes-sima y demasiada promptitud en recebir, con grande tibieza en el dar: en suma una estrecha passion que ciega à los hombres miserables à traspassar los justos limites” (I, p. 357).

61 La vinculación por así decir negativa entre el salario y la codicia mala de los jueces arranca del mismo texto fundacional de la Audiencia castellana: las Cortes de Toro, 1371, 1 y 2, que concede la quitación de los oidores “por que lo puedan bien pasar sin otra cobdiçia mala” (CLC, II, pp. 189-192; cfr. GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 67 y ss.); y continúa en los posteriores: p. ej., Ord. 1489, cap. 8. El licenciado Tello de Sandoval, que parece haber sido el primer visitador de la Audiencia novo-hispana, llamaba en 1545 la atención del monarca sobre este particular: “conviene mucho al servicio de vra. al. que los oydores y alcaldes de corte y alcaldes mayores sean bien salariados, porque los que pueden venir barato y con poco salario no son los que ha menester la tierra, porque juezes con neçesidad no sé lo que se harían en ella, mayormente si se les proybe tratos y granjerías como sería justo [...]”. (México, 19.IX.1545: AGI, México, 68, R12, N34).

62 Cfr. SIEGFRIED WENZEL, “The Seven Deadly Sins: Some Problems of Research”, en Speculum. A journal of Mediaeval Studies, XLIII-1 (1968), pp. 1-22; LESTER K. LITTLE, “Pride Goes before Avarice: Social Change and the Vices in Latin Christen-dom”, en American Historical Review, 76-1 (1971), pp. 16-49; JOHN BOSSY, “Moral Arithmetic: Seven Sins into Ten Commandments” (1988), que he consultado en la versión italiana (de P. Arlorio), recogida en su Dalla comunità all’individuo. Per una storia sociale dei sacramenti nell’Europa moderna, Torino, 1998, pp. 87-116. Para el contexto, desde perspectivas distintas, ALBERT O. HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo (1977). Trad. de J. Solé, Barcelona, 1999, especialmente su Parte I; CLAVERO, Antidora (nota

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capital, precisamente porque engendraba muchos otros63: era “madre y rayz de todos los males” (San Pablo) y en los jueces “el vicio mas pestilencial y nocivo” (el vitium taetrius, condenado por Cicerón); como “madrastra y enemiga de la justicia” (San Agustín), debía ser por todos aborrecida. Comoquiera que no era éste un fácil designio, por ser la avaricia “enfermedad [...] tan metida en los huessos de los juezes”, siempre estuvo claro que era “necessario para desarraygarla, hazer frequente invectiva, y efi caces remedios y antidotos contra ella y cerrar todos los portillos contra el fuerte combate del interes [...]”. Y es que en ese imaginario –Solórzano dixit– “no puede haver rastro de justicia en el corazon en que la avaricia se hizo morada”64.

Sólo con este trasfondo (el de la avaricia como pecado capital) puede comprenderse bien –según me parece– la extraordinaria impor-tancia que la retribución tenía en la arquitectura institucional del ofi cio. Materia compleja, su estudio presenta múltiples particularidades, que

20), passim, con indicaciones expresas en sus pp. 27-30, 92-93, 100-101, 175-177; ídem, Beati dictum (nota 7), pp. 26 y ss. y 111 y ss.

63 Summa Theologica (nota 8) 2-2 q. 118, “De avaritia”, a. 7, donde concluye que la avaricia, quae consistit in appetitu pecuniae, es vitium capitale (ex quo alia oriuntur secundum rationem fi nis), aunque sea contraria a una virtud que no es principal, como la liberalidad (consistente como todas en el justo medio, está entre la prodigalidad y la avaricia). Para su representación en orden a la justicia, cfr. ROBERT JACOB, Images de la justice. Essai sur l’iconographie judiciaire du Moyen Âge à l’âge classique, Paris, 1994, pp. 43-44.

64 Véanse, p. ej., MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, caps. XXIII-XXXV, sobre la avaricia (ff. 111v-151v), y en particular sobre los motivos señalados, cap. XXIII, nn. 4-5 y 12 (ff. 111v-112v y 113v); JUAN REDÍN, De maiestate principis, Trac-tatus, relectione Proemii Imperialium Institutionum accommodatus, Vallisoleti, 1568, ff. 107-112r, y esp. ahora nn. 24-38 (ff. 110r-112r); CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XII, nº 3, de donde proceden los entrecomillados del texto (I, p. 358), menos el último, que es de SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IV, 11 (IV, p. 65). Un resumen de los tópicos clásicos sobre el argumento, particularmente interesante para nosotros, en JUAN DE MATIENZO, Gobierno del Perú (1567). Edition et Étude préliminaire par Guillermo Lohmann Villena, París-Lima, 1967, Parte II, cap. XXII: “De la avaricia, y de los males que por ella se causan; y en qué se conocerá a un avariento para que no sea proveído de ningún género de ofi cio, aunque sea más sabio que Platón” (pp. 315-320); distinguiendo en ella “tres partes: torpe ganancia, poco gasto y iliberalidad” (p. 316).

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ahora no habrán de entretenernos65. Bastará con recordar que no puede reducirse a la simple consideración del salario estipulado (incluidas las correspondientes ayudas de costa), porque estaba integrada por diversos conceptos retributivos, cuya cuantía debió ser globalmente creciente; aunque lo cierto es que, hoy por hoy, se desconoce cuánto percibía o podía llegar a percibir un magistrado por desempeñar el ofi cio en las Indias66. A nuestros efectos, lo más importante es que la retribución excluía de suyo cualesquiera otras ganancias, fueran inde-bidamente provenientes del ofi cio (i. e., del ejercicio de la jurisdicción, que es a lo que propiamente se llamaba corrupción, como veremos en el siguiente apartado), fueran obtenidas como resultado de cualquier dedicación diferente67.

65 Puede servir de introducción GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 289-296. Falta, hasta donde yo sé, un estudio global sobre la retribución de los ofi ciales de justicia en Indias, pero pueden encontrarse algunos datos en los trabajos dedicados a las Audiencias; p. ej., SCHÄFER, El Consejo (nota 53), pp. 118-121; JOHN L. PHELAN, The Kingdom of Quito in the Seventeenth century: Bureaucratic Politics in the Spanish Empire, London, 1967, pp. 145-176, para quien la corrupción se debió fundamental-mente a la falta de adecuados salarios, pero no se ocupa de indagar la retribución efectiva del ofi cio. MARÍA M. DEL VAS MINGO, “Salarios de ofi ciales reales en Indias. Siglo XVII”, en Estructuras, gobierno y agentes de la Administración en la América española (siglos XVI, XVII y XVIII) (=VI Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano), Valladolid, 1984, pp. 361-383, se limita a comparar los salarios percibidos por los ofi ciales en 1644, según los datos que proporciona J. Díez de la Calle (BN, ms. 2939).

66 Para percibir la composición de la retribución en toda su complejidad, basta consultar a JUAN DE SOLÓRZANO PEREIRA, “Memorial ó discurso informativo juridico historico politico de los Derechos, Honores, Preeminencias, y otras cosas que se deben dár, y guardar á los Consejeros, Honorarios, y Jubilados; y en particular si se les debe la pitanza que llaman de la Candelaria: dirigido al Rey Nuestro Señor por [...]” (1642), recogido en sus Obras varias posthumas [...], Madrid, 1766, pp. 103-166 (distinguiendo los salarios, propinas y emolumentos de los honores y preeminencias).

67 Así, p. ej., CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XII, distingue las siguientes maneras de mala codicia, reprobadas como tales a los jueces: recibir dádivas, promesas, presentes y donaciones, que es la principal codicia; baraterías; llevar derechos demasiados de fi rmas, autos y sentencias; cobrar la parte de las pe-nas pecuniarias que les correspondería antes de que la sentencia fuese fi rme; llevar derechos y hacer conciertos y avenencias sobre ellos antes de la sentencia; tener trato o granjería por sí o por interpósita persona; recibir de o dar dinero prestado a los súbditos, oprimir con injustas prisiones para percibir la parte correspondiente de la pena pecuniaria.

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Ante todo, como contrapartida de la retribución –que en las Indias era, por esto, superior a Castilla68– los magistrados tenían rigurosamen-te prohibido el desarrollo de cualquier actividad distinta, por alejada que estuviere, de la judicial, lo que muy especialmente afectaba a los tratos, contratos y granjerías de toda suerte en el distrito o término de su jurisdicción. Ésta es una de las principales especies de codicia mala que la jurisprudencia registra, si bien es verdad que no siempre se predica prohibida por igual a todos los magistrados. No hay duda de que está vedada a los de carácter temporal, pero los magistrados perpetuos –a los cuales se equiparan, como es sabido, los que son de-signados ad beneplacitum principis– están autorizados –según la más común opinión de los juristas (magis communis opinio)– a realizar los tratos y contratos necesarios para asegurar su mantenimiento. Es lo que sostienen aquí, p. ej., Díaz de Montalvo a fi nes del siglo XV y, con matizaciones, Gregorio López –que además de oidor en Valladolid fue consejero de Indias– o Matienzo a mediados del Quinientos69. Sin embargo, el derecho real de Castilla corrigió en este punto al derecho común, y a su vez el municipal de las Indias acentuó bien pronto el rigor de la prohibición, sea detallando casuísticamente los supuestos prohibidos (en función de la inventiva que demostraban las autoridades indianas para quebrantarlas), sea endureciendo las penas impuestas para sancionarlos. La primera disposición prohibitiva fue dictada en 1549, a raíz y posiblemente como consecuencia de la visita de Tello de Sandoval a la Audiencia de México, cuando se ordenó a sus oidores:

Porque vos mando que agora ni de aqui adelante ninguno de vosotros entendays en armadas ni descubrimientos, ni tengan grangerias de nin-guna suerte de ganados mayores ni menores, ni estancias ni labranças, ni minas [ni] tengays tratos de mercaderias, ni otras negociaciones ni tratos por vosotros ni en compañia ni por interpositas personas, directa

68 SCHÄFER, El Consejo (nota 53), II, pp. 118-122.69 ALFONSO DÍAZ DE MONTALVO, Solemne repertorium, seu secunda compilatio

legum Montalvi, seu glossa super leges ordinationum Regni [...], Salamanca, 1549, s. v. “Offi ciales” (f. 79r); GREGORIO LÓPEZ, gl. Juez cualquier a P 5.5.5, aunque con reservas; MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, cap. XXVII, esp. nn. 9-10 (ff. 128r-129v). Cfr. JOSÉ M. GARCÍA MARÍN, El ofi cio público en Castilla durante la Baja Edad Media, 2ª ed., Madrid 1987, pp. 299-301.

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ni indirectamente, ni os siruays de los Indios, de agua, ni yerua, ni leña, ni otros aprouechamientos ni seruicios directa ni indirectamente, so pena de la nuestra merced, y de perdimiento de vuestros ofi cios70.

Reiterada sin embargo de la suplicación de los afectados ante el rey al año siguiente71, la disposición estaba concebida en términos tan absolutos que cuando los oidores solicitaron declaración de las dudas que se les ofrecían, posiblemente con la pretensión de restringir su al-cance a los casos más fl agrantes, provocaron que se detallasen aún más casuísticamente los supuestos que en aplicación de la misma debían considerarse prohibidos, hasta el punto de que hubo de autorizarse a los oidores la importación desde Castilla de cuanto –se dijo– “ovieredes menester para proueymiento de vuestra casa” (por excusar “la parcia-lidad y amistad que se cobra con quien os lo vende en essas partes”)72. Con esta ocasión, en fi n, se agravó la pena inicialmente establecida, para evitar que su satisfacción pudiera resultar de ningún modo renta-

70 RC Valladolid, 29.IV.1549, en DIEGO DE ENCINAS, Cedulario indiano, 4 vols. (1596: ed. facs., Madrid 1946) (=Cedulario), I, p. 345= RICHARD KONETZKE, Colec-ción de Documentos para la Historia de la Formación Social de Hispanoamérica, 1493-1810, 3 vols., Madrid, 1953-1962 (=Colección), I, p. 257, sobrecartada en la RC 16.IV.1550. Hay buenas razones para pensar que esta disposición fue consecuencia de la visita de Tello de Sandoval, en la cual, por de pronto, todos los oidores resultaron culpados de negociar en el distrito de la Audiencia para enriquecerse –cfr. PILAR ARREGUI ZAMORANO, La Audiencia de México según los visitadores (Siglos XVI y XVII), México, 1981, pp. 211-212–, por más que a la sazón estas actividades no se hallasen expresamente prohibidas. Uno de ellos, el licenciado Tejada, lo tenía por práctica habitual, y defendió abiertamente que era una actividad honesta y permitida (ibidem).

71 RC Valladolid, 16.IV.1550 (Cedulario, I, pp. 345-346).72 RC Valladolid, 2.V.1550, en respuesta a una carta del virrey don Antonio de

Mendoza (1.XI.1549), que adjuntaba el memorial con las dudas de los oidores, que probablemente buscaban hurtar ciertas conductas al alcance de la prohibición, hasta el punto de que –según sus propias palabras– “sera menos desacato, suplicarnos por licencia para dexar el ofi cio, que ponerse a peligro de no cumplir” la prohibición (Cedulario, I, pp. 346-347=Colección, I, pp. 268-270). Aunque no excusa su lectura directa, esta cédula fue resumida así por SOLÓRZANO: “que tampoco puedan tener casas propias, ni labrarlas, ni tiendas, ni huertas, ni estancias de ovejas, ni sembrar trigo, ni maíz, aunque se diga que es para comer en sus casas, ni dár dineros á censo al quitar, ni perpetuos, porque estén mas libres de todos tratos, para hacer mejor sus ofi cios” (Obras varias posthumas (nota 66), p. 230).

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ble a los oidores que contraviniesen la prohibición, y se hizo extensiva, además, a los particulares que trataren o contrataren con ellos73. Prác-ticamente no quedaba ningún resquicio.

Y no fue la última palabra, claro está. Reafi rmada en diferentes ocasiones a lo largo de las décadas siguientes (siempre a propósito de casos particulares74), una Real Cédula de 1619 dio una nueva vuelta de tuerca a la prohibición de tratar y contratar, facilitando la probanza de semejantes excesos, al aplicarles las reglas vigentes para los cohechos y baraterías de los jueces y otros ministros75, meta que también perseguía

73 RC Valladolid, 2.V.1550, de igual fecha que la anterior: además de la pérdida ipso iure del ofi cio (“por el mismo caso”), se declaró que los oidores que contravinie-ren tales prohibiciones perderían igualmente sus negocios y serían sancionados con pena de mil ducados; al tiempo que se les concedía un año de plazo para que deshi-cieren de todas las grangerías que tuvieren (Cedulario, I, pp. 345-346=Colección, I, pp. 271-272). Los propios oidores habían apuntado (loc. cit. en la n. anterior): “importa poco a vn oydor a cabo de diez años, en que puede ganar cincuenta mil ducados, dexar el ofi cio y pagar mil ducados de pena”.

74 Así, ya en la RC Valladolid, 9.V.1565, para que el licenciado Valderrama, a la sazón visitador de la Audiencia de Nueva España, en cumplimiento de las dispo-siciones citadas hasta aquí, que sobrecarta, detenga la obra de la casa que el doctor Puga, oidor, labra en la ciudad de México, y haga entero y breve cumplimiento de justicia conforme a ellas (Cedulario, I, pp. 345-348). Véanse, además, sin ánimo ninguno de exhaustividad: el capítulo de la instrucción dada a don Martín Enríquez en Aranjuez, a 7.VI.1568, para que haga guardar las cédulas, así como el incluido en las dadas a los virreyes del Perú y la Nueva España, al presidente de la Audiencia de Quito, s.a., y en las Ordenanzas para las Audiencias de 1563 (Cedulario, I, pp. 348-349); RC San Lorenzo, 1.XI.1610, declarando que la prohibición de contratar y tener granjerías comprende las pesquerías de perlas (Colección, II-1, pp. 178-179); RC Madrid, 24.XII.1615, para que los ministros de las Audiencias que pretendieren eludir la prohibición, teniendo casas y granjerías en cabeza ajena, además de incurrir en las penas establecidas, pierdan el precio de la venta, y “la persona en cuya cabeza hubiere estado puesta en confi anza, incurra en pena de otro tanto como montó el precio en que se hubiere vendido la tal huerta, casa, tierra o estancia” (ibid., pp. 190-191; una copia en BN, ms. 2932, ff. 12v-14r); RC Lisboa, 31.VIII.1619, cit. a continuación en el texto (ibid., pp. 236-237); RC Madrid, 12.XII.1619, para que el presidente de la Audiencia de Guadalajara ejecute “contra los oidores que hubieren comprado contra el tenor de las leyes y cédulas Reales estancias y bienes raíces las penas legales”, en respuesta a la carta del fi scal del 12.I.1617, noticiando que dos oidores viven en casas que han comprado (y planteando la duda de si pueden hacerlo en virtud de la RC 30.I.1565) (ibid., pp. 249-250).

75 RC Lisboa, 31.VIII.1619, para que “los secretarios, familiares y criados de los dichos mis virreyes, presidentes, oidores y fi scales de las dichas mis Audiencias y

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–en defi nitiva– la famosa disposición que, bajo la misma inspiración, ordenó en 1621 que los magistrados presentasen inventario y declara-ción de sus patrimonios76.

El derecho ofrecía entonces sólidos fundamentos sobre los que apoyar este sostenido empeño de la Corona. Sin olvidar la dignidad del ofi cio, que se compadecía mal con “la vida del mercader [que] es vil, y contraria à la virtud”77, los dos principales fueron resumidos por Solórza-no, considerando: “Que no puede un Juez usar de estas contrataciones en-tre sus subditos, ahora sean litigantes, ó no, sin que haya algun genero de impresión, ó contusion, ó incida en especie de cohecho, ó baraterias”78.

En efecto, junto a la presunción del miedo y opresión que en tales casos militaba contra todo género de magistrados79, la prohibición tenía

los escribanos de cámara y relatores dellas”, así como los restantes ministros de las Indias queden comprendidos –con efecto retroactivo– en la prohibición de tratar y contratar por sí o indirectamente. Al mismo tiempo, se ordenó “que la probanza de semejantes excesos sea de los testigos y con las calidades que se dispone por derecho en la probanza de los cohechos y baraterías de los jueces y otros ministros”, ponién-dolo así por capítulo de las residencias y visitas que se les tomaren (Colección, II-1, pp. 236-237).

76 Cfr. RC Madrid, 5.XII.1622 (ibid., pp. 271-272); JOSÉ F. DE LA PEÑA CÁMARA, Oligarquía y propiedad en Nueva España (1550-1624), México, 1983.

77 CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XII, nº 34: “y aquel es mejor mercader, que mas adquiere: y es mucho de llorar que los que con usuras, fala-cias, y engaños acumulan dineros, rijan y goviernen las Republicas” (I, p. 364).

78 JUAN SOLÓRZANO PEREIRA, “El Doctor—, siendo Fiscal del Consejo de Indias, con los bienes y herederos del governador Don Francisco Vanegas, Cabo que fue de las Galeras de Cartagena, sobre si pueden seguir y sentenciar contra ellos los cargos que quedaron al dicho Don Francisco, aunque él haya muerto, pendiente este pleyto: y generalmente sobre todos los casos en que se puede inquirir y proceder contra los Jueces y Ministros difuntos, en visitas, demandas y residencias” (Año de 1660), en Obras varias posthumas (nota 66), VI (pp. 209-244): núms. 114-117 (p. 230).

79 Y que no es en absoluto baladí: “[...] quitandoles la libertad, que es tan nece-saria en los contratos... y obligandoles con la autoridad del cargo, á que le dén la[s] cosas á menos precio... y á que no se atrevan á contradecirle, por el miedo, y respeto que es forzoso le tengan”. Véase, p. ej., la carta de Palafox a SM, sobre el estado de la visita a la Audiencia (México, 16.II.1645), a propósito del licenciado don Juan Alva-rez Serrano, oidor, que traía pleito con la familia de su hermano fallecido, con quien tenía concierto de negocios: “y sólo quien ve de qué manera se hazen frequentemente estos tratos y grangerías de los ministros y las opresiones y violencias que en esto intervienen como yo lo he tocado con las manos [...] save la malicia que esto tiene, y

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por fundamento la buena administración de la justicia, que exigía no sólo apartar de los jueces toda tentación de parcialidad, sino también evitar que los pleiteantes contemplasen una imagen tan inadecuada. Como de forma muy expresiva dijo Palafox:

[...] el mercader save lo que ha de votar el oydor en sus pleitos, y el oydor lo que ha de perder el mercader en su negociación y empleo por hacerle amistad, porque es cosa constante en estos Reynos que el día que el Oydor es mercader, el mercader con quien trata en todo lo que toca viene a ser oydor, alternándose los ofi cios en sus conveniencias80.

Él tenía buenos motivos para saberlo, en su condición de visitador de la Audiencia de Nueva España. Allí se había encontrado con una si-tuación escandalosa, que afectaba especialmente al licenciado Melchor de Torreblanca, oidor muy metido en granjerías desde su llegada a la plaza en 1640, como describió para el rey con su retórica barroca:

Ahora, Señor, ha visto VM en esta carta corrida la cortina, y descu-bierto vn Ministro togado de los que tiene en las Yndias, y lo que ha obrado solo en quatro años [...], y yo no afi rmo, ni Dios tal permita que así son todos los demás, pero la verdad, y rectitud con que debe pensar quien hace a Dios testigo, que otra cosa no deseo, sino su servicio, y el de VM, me obliga a decir para que VM entienda el estado que tiene esto que si como ha dado disposicion la probanza a descubrir lo inte-rior que tenia encubierto la palabra de Oydor, y ministro de VM en el Lcdo. Dn. Melchor de Torreblanca la hubiera dado a que se hiciera lo mismo en algunos de su puesto se hubieran hallado muy pocos meno-res excesos en materia de trato y granjerías, que es la perdición y ruyna del servicio de Dios, y de VM por que en este género de miseria es donde se hacen mayores excesos, pecados, y violencias a los vasallos,

la ruyna que causa, porque hay yndio que no vale todo su caudal cinquenta pesos, y le obligan a que compra dos mulas cada uno a veinte, haviéndole costado a ocho, y a diez al alcalde mayor; [...] y si quieren acudir a la Audiencia hallan por oydor más antiguo de ella al hermano del que los castiga” (BN, ms. 8865, Tª 3, Qº 7, ff. 1r-33v, esp. 24v-26r).

80 Carta de Palafox a SM, sobre el estado de la visita a la Audiencia (México, 10.II.1645), ibid., ff. 33v-57v, esp. 46.

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mayores ocultaciones a las alcavalas, y mayor descrédito a la buena administración de la justicia81.

Esta última razón, que cobró una extraordinaria importancia en el contexto del modelo judicial castellano, seguramente bastaba entonces para justifi car sobradamente la estrechez de esas prohibiciones y desde luego explica mejor que ninguna otra el rigor con que por momentos trataron de imponerse. Aunque suele darse por supuesto que el incum-plimiento era constante y la inefi cacia completa, considerando sin más evidente la irrelevancia práctica de las disposiciones correspondientes, no creo que una materia como ésta, tan dependiente de las circunstancias, se preste a fáciles generalizaciones, al menos si se quiere comprender su razón de ser, como trataré de argumentar en los párrafos que siguen.

Es verdad que llegó a ser casi absoluta, pero en rigor la prohibición no fue nunca general, sino casuística, es decir, resultado de la adición o yuxta-posición de supuestos o comportamientos prohibidos, cada uno de los cua-les aparecía o podía aparecer rodeado de circunstancias muy diversas (que justamente porque lo eran resultarían determinantes de la consideración que mereciera)82. No podía ser entonces de otro modo. Basta con repasar la

81 Carta de Palafox a SM, sobre el estado de la visita a la Audiencia (México, 16.II.1645), ibid., ff. 23v-24r.

82 Proporciona un buen ejemplo la siguiente carta de Palafox al rey (México, 27.II.1645): “Señor. Porque el principal fi n de la visita es prevenir daños que no sea despues necesario remediar, me hà parecido dar cuenta a VM de que convendra mucho despacharse Cédula prohibiendo que los Oydores, ni otros Ministros togados puedan tener Agencias, ni Procuraciones de España, ni de otras partes, cobrando deudas, y administrando haciendas, por que de esto resulta grave inconveniente al servicio de VM y a la ocupacion misma de Oydores como se puede reconocer fácilmente en la causa de Don Melchor de Torreblanca, el qual compró al Marqués de Villa Manrique las rentas que tiene en estas Provincias, de que han resultado las vejaciones que consta por carta de 16 de febrero de este año, y en qualquier caso no es bien que los Ministros de VM tengan semejantes administraciones, ni para ellas admitan poderes, ni los sustituyan en diferentes personas, en todo mandará VM lo que fuere servido, cuya Catholica Persona guarde Dios como la Christiandad ha menester. [... Al pie:] Decreto. En el Consejo a 4 de noviembre de 1645. Sepase si hay ce-dula de prohibicion de estos casos, y si la hay se renueve con nuevos gravamenes, y si no hay se prohiba el punto. Rubricado” (ibid., ff. 85r-86r). Por lo visto, se dictó RC 18.II.1646 sobre el particular, que MANUEL J. DE AYALA, Notas a la recopilación de Indias. Origen e historia ilustrada de las leyes de Indias. Ed. de Juan Manzano, Madrid, 1946, noticia comentando RI 2.16.73 (como extensión a las que ésta cita). Por lo demás, puede servir de

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Recopilación de 1680, donde las disposiciones citadas resultaron consolida-das, es decir, recogidas sin variar su naturaleza, antes bien, especifi cando uno a uno los casos prohibidos con sus correspondientes sanciones83.

Por otro lado, no cabe minusvalorar la signifi cación del castigo, o sea, la importancia práctica que las sanciones podían llegar a tener como respuesta a las infracciones. Seguramente, los testimonios de incumplimiento eran abrumadores, si un observador atento como Cas-tillo de Bovadilla llegó a afi rmar, ya en las postrimerías del siglo XVI, que esta prohibición en las Indias: “aprovecha poco, porque desde los Virreyes hasta los Alguaziles, ninguno lo guarda, y aunque à muchos castigan, ninguno se enmienda”84. Pero no debe olvidarse –ya se ve que él no lo hace– que las sanciones se aplicaron en numerosas ocasiones con rigor: puedo asegurar que ejemplos no faltan85. Tan es así que en 1635 una nueva disposición venía a consolidar el estilo que había for-mado el Consejo de Indias en su aplicación incluso a los herederos de

ejemplo, precisamente, el tratamiento jurisprudencial que recibe la prohibición de todo género de codicia mala, tanto en tratar y contratar como de recibir los jueces dádivas, cada una de las cuales se particularizan muy notablemente; véase luego, § 5.

83 RI 2.16.33, 54-67, 70, 73, 76-78, 81, 96, que han de consultarse con los corres-pondientes comentarios de AYALA en sus Notas citadas, a menudo importantes. Para el sentido general, TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema (nota 25), pp. 315-425.

84 CASTILLO DE BOVADILLA, Politica (nota 22), lib. II, cap. XII, nº 36 (I, p. 365).85 Al menos, si creemos al Consejo de Indias, que en 1627 consideraba sufi ciente-

mente proveído “que no se arraiguen los oidores a quien por cédulas de VM se les prohí-be con graves penas el tener bienes raíces que se observan inviolablemente” (Colección, II-1, pp. 301-305, esp. 303). Dando aquí por supuestos los que aporta la historiografía de las Audiencias, valga como ejemplo la RC San Lorenzo, 4.VI.1597 que restituye al licenciado Alonso de Latorre en la plaza de oidor de la Audiencia de Panamá, tras haber cumplido los cuatro años de suspensión y satisfecho los quinientos ducados de pena que resultaron contra él de la residencia que le tomó don Bartolomé Martínez, obispo de Tierra Firme, “por un cargo que se os hiço de haber dado ciertos negros y dos bergan-tines para la pesquería de las perlas en confi ança a Rui Díaz de Quiñones, vezino de la dicha ciudad” (BN, ms. 2932: “1660. Testimonio de Çedulas Reales antiguas sacado del quaderno de çedulas que se hallaron en el Real Aquerdo de Panama quando se visito por el señor Lizdo. D. Joan Antonio Abello de Valdéz del Consejo de su Magestad su alcalde de Corte de Valladolid y visitador general deste Reyno de Tierra Firme”, ff. 72r-73v). Por su parte, la RC Madrid, 3.IV.1659 remite cierto testimonio recibido en el Consejo de Indias al licenciado Sancho de Ubilla, oidor de la Audiencia de Santo Domingo, para que lo use en la averiguación que por comisión real sigue sobre los tratos y contratos del doctor don Andrés Martínez de Amileta, oidor (Colección, II-1, nº 317).

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los ministros fallecidos que las hubiesen quebrantado86. Así pues, no basta constatar el incumplimiento, porque la fi nalidad perseguida con la prohibición podía conseguirse a pesar de (o incluso mediante) éste, si pensamos en el efecto ejemplarizante de la sanción (y aun podría con-siderarse el benefi cio que para la Corona tenía mostrar su benignidad al ejercer la gracia de conceder licencias o, simplemente, tolerando las infracciones). Aun cuando en unos u otros supuestos no se aplicasen las sanciones establecidas de manera tan reiterada y constante que la prác-tica llegase a generar una costumbre contra legem (en sentido propio, lo que es tanto como decir que la prohibición hubiese quedado derogada), como posiblemente ocurriera para algunos de ellos en las primeras dé-cadas del siglo XVIII, tampoco cabe considerar de suyo y generalmente que el ofi cio de magistrado servía no más que para encubrir a merca-deres de ofi cio87. En uno de esos momentos, precisamente, Lebrón y Cuervo planteaba el problema en términos más correctos cuando decía, comentando algunas de estas disposiciones prohibitivas:

Están derogadas por la costumbre, porque muchos señores las tienen; si es por Cédula particular, no se sabe; como tampoco alcanzo si valdrá esa costumbre contra la Ley, contra las Cédulas que mandan se obser-ven las Leyes y contra el juramento que dan de guardarlas. Si algún Sr. Ministro tuviere escrúpulo, estudiará el punto [...]88.

86 Véase, en este sentido, el Papel citado de SOLÓRZANO (nota 78), nº 144 (p. 233), donde además refi ere algunos casos concretos que conoce directamente, luego omitidos en la parte correspondiente de la Política indiana, lib. V, cap. XI, nº 34-40 (pp. 188-190), que además (“porque algunos jueces todavía procedían dudosos y escrupulosos en estas ma-terias”) relata cómo a su instancia y con consulta regia, mediante RP Madrid, 17.IV.1635, se hizo declaración sobre el particular, que en parte él transcribe (pp. 189-190), puede verse completa en [J. A. GARCÉS], Colección de Cédulas Reales dirigidas a la Audiencia de Quito. 1601-1660, Quito, 1946, pp. 232-234, y al fi n fue recogida en RI 5.15.49.

87 Valga como ejemplo, por ser muy claro: RI 2.16.65 (Lisboa, 27.VII.1582), que prohíbe a los magistrados tener más de cuatro esclavos, comentada así por AYALA, en sus Notas (nota 82): “Jamás ha estado en practica, ni remotamente Juez Superior Visitador general há intervenido á su observancia, ni se dará por ella haverse hecho cargo de residencia a los que comprehende, porque no puede la casa de un Ministro [...]” servirse con tal limitación.

88 En su comentario a RI 2.16.55-56, apud CONCEPCIÓN GARCÍA GALLO, “José Lebrón y Cuervo. Notas a la Recopilación de las Leyes de Indias. Estudio, edición e índices”, en AHDE, XL (1970), pp. 349-537.

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Así, literalmente como un dilema moral, se planteaba a cada ma-gistrado el caso, nunca considerado in vitro, rodeado siempre de sus pe-culiares circunstancias y provisto de criterios de valoración fi rmemente asentados por la tradición, que ahora serían desmenuzados por la ca-suística moral; aquella doctrina que, aprovechando todos los resquicios que dejaba la pluralidad de órdenes normativos, lograba desde la teolo-gía relativizar extremadamente el derecho legal, sin cuestionarlo como tal: es decir, desculpabilizar ciertas acciones concretas, sin perjuicio de mantener en sus propios términos el rigor de las prohibiciones estable-cidas89. Así pues, a la hora de proceder en el tribunal de la conciencia a tomar la decisión que determinase su comportamiento, el magistrado no estaba en absoluto desasistido, si bien provisto de argumentos de oportunidad que, bajo la forma de opiniones probables, bastaban o podían bastar para justifi car en conciencia (y, por tanto, ante Dios) una conducta prohibida “legalmente” (que, de esta suerte, pasaba a consi-derarse –o sea, a defenderse como– “jurídicamente” admitida)90. Para nosotros, hic et nunc, la más relevante de las razones que se invocan es la sufi ciencia del salario, que no por nada nos devuelve al principio: a fi n de cuentas, era la causa primera o razón de ser última de la remu-neración del magistrado, que debe ser sufi ciente para erradicar de su alma la codicia mala. Por eso, tras la prohibición inicial de 1549 (que todo parece indicar fue muy protestada), y con el declarado propósito de paliar sus consecuencias, se señaló a los oidores de la Audiencia de México una ayuda de costa de 150.000 mrs. anuales (atento a que... no avían de poder mexclarse en tratos, grangerías, ni aprovechamien-tos91). Esto era un arma de doble fi lo, como comprendieron muy bien

89 Cfr. TURRINI, La coscienza e le leggi (nota 8), pp. 245-288; TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema (nota 25), pp. 39-82 y passim. Con carácter general: un rápido esbozo en JOSÉ L. ILLANES y JOSEP I. SARANYANA, Historia de la Teología (2ª ed.), Madrid, 1996, pp. 208-212; resulta útil para todo esto, FRANCISCO LÓPEZ CAMACHO, Economía y fi losofía moral: la formación del pensamiento económico europeo en la Escolástica española, Madrid, 1998.

90 Véase WAQUET, De la corruption (nota 5), maxime pp. 149-177, donde destaca muy bien, a partir de algunos autores relevantes, cómo “la casuística y el probabilismo no suprimen la moralización de la corrupción: solamente la vuelven compatible con las realidades de la vida” (p. 175).

91 RC San Martín 19.XI.1550 (“más de solo su salario”), según refi ere MANUEL J. DE AYALA, en su Diccionario de Gobierno y Legislación de Indias. Ed. de Milagros

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algunos que –amparándose en la conveniencia de la llamada codicia buena92– ya a fi nales del siglo XVI comenzaron a plantear (con el aco-pio de sólidos fundamentos) la licitud de obtener ciertos ingresos com-plementarios y muy en particular de contratar para tal fi n en ausencia de un salario sufi ciente93. Al parecer, si atendemos a la reconstrucción llevada a cabo por Chabod, fue el jesuita Luis de Molina (paladín de la máxima lex injusta conscientia non obligat) quien primero reunió y ordenó los argumentos que podían emplearse en apoyo del derecho de los magistrados a infringir la obligación de vivir en exclusiva de su salario cuando éste fuera insufi ciente para tal fi n (que a su vez actuaba –en su misma indeterminación– como límite infranqueable de estos afanes: el justo precio94). Pronto siguieron este camino algunos juristas que, como magistrados, conocían bien la práctica95. Entre ellos, y con ellos, Solórzano Pereira, a quien en esto como en casi todo seguirían los juristas indianos, decía:

del Vas Mingo, 15 vols., Madrid, 1992-1996, s. v. “Oidores”, nº 10 (X, p. 270); puede verse completa en Colección, I, pp. 281-282. El Consejo de Indias, en su consulta de 19.I.1599, consideraba necesario aumentar el salario de los oidores de Santo Domingo, atento a “que el no se poder sustentar con ellos ha sido causa para que algunos de sus antecesores hayan tratado y contratado... y privados de sus ofi cios”. El aumento se les concede por RC 22.II.1599 “con que... se les diga que no contraten” (apud SCHÄFER, El Consejo (nota 53), pp. 118-119 (n. 171).

92 Que es ajena a la avaricia: cfr. CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XII, núms. 67-77 (I, pp. 369-372).

93 Para esto y lo que sigue, véase, especialmente, FEDERICO CHABOD, “Stipendi nominali e busta paga effettiva dei funzionari dell’amministrazione milanese alla fi ne del Cinquecento”, en Miscellanea in onore di R. Cessi, Roma, 1958, II, pp. 187-363; recogido en su Carlos V y su imperio (trad. de R. Ruza), Madrid, 1992, pp. 309-499, esp. 327-335, donde resume las opiniones de Molina y Menochio sobre el particular.

94 LUIS DE MOLINA, De justitia et jure opera omnia, tractatibus quinque, tomisque totidem comprehensa (1593), Coloniae Allobrogum, 1733, trat. II, disput. 83 (“De iis quae judices, testes, tabelliones, & alii ministri publici, tanquam pretium, ob justam causam accipiunt, quousque illicite, & cum onere restituendi id accipiant”), maxime nn. 12, 15 y 17; partidario de que el magistrado pudiera aceptar emolumentos de aquellos a cuyo benefi cio y en cuyo pedido trabaja, siempre con el límite del precio justo, cuya determinación dependía obviamente de muy diversas circunstancias. Aquí no interesa la solución, sino el modo como plantea el problema.

95 Así, p. ej., G. Menochio: “Magistratus ipse sibi augere ita potest, ut justum et congruum sit salarium” (citado por Chabod). Cfr. además ROVITO, Respublica dei togati (nota 35), pp. 28-29 (n. 41); WAQUET, De la corruption (nota 5), pp. 149-177.

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estas, y otras comodidades toleradas por el Príncipe, recibidas yá en costumbre, se tienen por licitas, y decentes, y ceden como en suple-mento de los salarios, los quales por la carestía de los tiempos casi en todas partes han venido á ser menos sufi cientes para el forzoso sustento de los Magistrados. En cuyo caso aun hay quien diga, que no curando el Principe de aumentarlos, pueden ellos buscar trazas para hacerlo por su propia autoridad; porque ni están obligados á observar leyes injustas, ni pueden desamparar los ofi cios, que son tan necesarios en la Repùblica96.

Éste sería, en fi n, un motivo habitual en la jurisprudencia del Seiscientos, como también podemos leer, por ejemplo, en Juan Bau-tista Larrea, que como oidor de la Chancillería de Granada conocía muy bien una cuestión que planteaba en términos tan diáfanos como éstos: “Si salaria aliquo modo minuerentur, uel non suffi cerent Magis-tratibus, an posset aliquo modo negotiatio & mercatura eis permitti”97. Por supuesto, no cabe esperar una respuesta general y unívoca, sino particular y probable, la que a cada caso convenga en atención a sus circunstancias. La consideración de todas ellas por parte de quien te-nía la responsabilidad última del gobierno de la justicia, seguramente podía justifi car entonces y ayudaría a explicar hoy no sólo la concesión de licencias (para quebrantar la prohibición), sino también la mayor o menor tolerancia o disimulación de la Corona a la hora de sancionar efectivamente las conductas prohibidas. Esto era entonces, a fi n de cuentas, gobernar98.

96 SOLÓRZANO, Memorial (nota 66), núms. 452-453 (p. 161); que reproducen en su comentario a RI 2.16.31 PRUDENCIO ANTONIO DE PALACIOS, Notas a la Recopilación de las Leyes de Indias. Estudio, edición e índices de Beatriz Bernal, México, 1979 (c. 1740), y AYALA, Notas (nota 82).

97 JUAN BAUTISTA LARREA, Allegationvm fi scalivm pars. secvnda, In qua, vltra iuridica, plura politica elucidantur, Lvgduni, 1666, Alleg. CIV: “Negotiatio & mer-catura non potest aliquatenus Magistratibus permitii” (pp. 133-135), destacando los peligros de permitir la negociación de los magistrados y, por consiguiente: “Ideo necessarium est, vt congrua salaria Magistratibus assignentur, en aliquatenus ab alio, quam à Principe aliquid ex necessitate accipere cognatur, vt suadetur” (nº 6: p. 134).

98 Me parece esclarecedora, a este respecto, la lectura de los trabajos que viene dedicando a este tópico JON ARRIETA ALBERDI: entre otros, “Justicia, gobierno y le-galidad en la Corona de Aragón del siglo XVII”, en Estudis, 22 (1996), pp. 217-248; e infra § 9.

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Las mismas razones y argumentos militaban también con relación a otras prohibiciones no menos rigurosas y especialmente dirigidas a vaciar el espacio social de los jueces, que es otro de los elementos pri-mordiales del modelo jurisdiccional castellano que se trasladó a Indias y me importa considerar.

§ 5. El aislamiento social (i): dádivas y “cultura del don”

Los jueces no debían mantener relaciones sociales en su distrito, lo que es tanto como decir que tenían prohibido cultivar la amistad allí donde ejercían el ofi cio. El amor que instilaba la primera resultaba difícilmente conciliable con la justicia que este segundo tenía por fun-ción99. El aislamiento aparecía así ante los magistrados como la norma suprema de conducta social, y se articulaba mediante un conjunto de prohibiciones orientadas no sólo a evitar las ocasiones de parcialidad, sino también a representar públicamente una imagen de imparcialidad. Las Ordenanzas de los tribunales castellanos proporcionaron las más básicas de entre ellas, que fueron así recogidas por las dictadas para las Audiencias indianas desde un primer momento100. La principal era, sin duda, la prohibición de recibir cualesquiera favores o cosas que tu-viesen la consideración de dones, establecida enseguida de forma muy prolija y bajo severas sanciones: los magistrados, o sus mujeres e hijos, no podían recibir, bajo cualquier forma o pretexto, acostamientos o pre-sentes, dádivas o regalos de cualquier valor que fueran (comprendidas las cosas de comer y beber: esculentis o poculentis), de quienesquiera

99 Cfr. MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, ff. 81r-111v; cfr. ANTÓNIO M. HESPANHA (con la colaboración de Antonio Serrano), “La senda amorosa del derecho. Amor y iustitia en el discurso jurídico moderno”, en CARLOS PETIT (ed.), Pasiones del jurista. Amor, memoria, melancolía, imaginación, Madrid, 1997, pp. 23-56.

100 Así, p. ej., en las llamadas “Ordenanzas antiguas” (dictadas para las Audien-cias de México, 1528/1530, y de Panamá, 1538) se les prohíbe que admitan a vivir con ellos a ningún abogado, relator o escribano de la Audiencia, y que se sirvan o acompañen de éstos y de los pleiteantes (sancionando el incumplimiento con repren-sión pública las dos primeras veces, y con multa por el salario de aquel día desde la tercera: caps. 13 y 17); además se les exhorta a que “cese la comunicacion o continua conversacion” con los pleiteantes o los abogados y procuradores, “por que cesen las sospechas” (salvo sólo para informarles del derecho o algún secreto de sus causas: caps. 14 y 18).

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pleiteantes pasados, presentes o presumiblemente futuros, considerando “por el mismo fecho” al incumplidor “quebrantador del juramento”; y no sólo “por que mas perfectamente se guarde la limpieza”, sino también para que “se quiten las sospechas de los juezes [...], especial-mente de los nuestros Oydores, de quien los otros juezes an de tomar exemplo”101. La justicia exige de sus agentes la limpieza de manos que está obligada a mostrar a las gentes102. Para comprender la signifi cación que esto tenía entonces conviene recordar que tras la prohibición había una peculiar comprensión de la amistad y de la liberalidad, toda una “cultura del don” que explica y al mismo tiempo limita su alcance.

Ante todo, porque en términos jurídicos y políticos los individuos entonces existían sólo en la medida que estaban incorporados, o sea, amalgamados por muy variadas relaciones y mediante solidaridades diversas, jurídicas y no jurídicas, aunque las obligaciones que éstas creaban podían llegar a ser más vinculantes que aquéllas. El regalo ser-vía, en este mundo, para anudar vínculos y cultivar relaciones sociales, que no por voluntarias eran menos disciplinantes: ha podido hablarse, en este sentido, de “un sistema de gracias generativas de obligaciones singularmente libres y conjuntamente vinculantes”103. Y es que visto así, en su conjunto, traducían un régimen de intercambios libre, pero

101 Así, p. ej., en las mismas “Ordenanzas antiguas”, cap. 15 (=19) (ibidem), san-cionado con pérdida del juzgado, inhabilitación para haber ofi cio público, expulsión de la Audiencia, y devolución de lo recibido con el doblo. Cfr. SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IV, 9-11 (IV, pp. 64-65).

102 MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, cap. XXIII, n. 10, sobre el paso justinianeo “iudices puras habere devere manus & mundas” (f. 113r).

103 Además de la obra fundamental de CLAVERO, Antidora (nota 20), p. 189 para la frase citada; véase el luminoso ensayo de ANTÓNIO M. HESPANHA, “La economía de la gracia”, recogido en su La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna (trad. Ana Cañellas Haurie), Madrid, 1993, pp. 151-176, con una buena bi-bliografía, siempre a partir del seminal “Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétes archaïques”, de MARCEL MAUSS (1923-1924, disponible ahora en su Sociologie et anthropologie, Paris, [1950] 20019, pp. 143-279), que ahora puede com-pletarse con los trabajos recientemente incluidos en la sección monográfi ca dedicada a “La reciprocidad como vínculo social. Nuevas perspectivas desde la historia” por Hispania. Revista española de historia, LX/1: 204 (2000), pp. 9-160 (en especial, las aportaciones de Maurice Godelier, Anita Guerreau-Jalabert y Giovanni Levi); y el espléndido libro de NATALIE ZEMON DAVIS, The Gift in Sixteenth-Century France, Oxford, 2000, maxime pp. 142-167.

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pormenorizadamente regulado por normas que no eran jurídicas; vo-luntario, pero sometido a reglas que marcaban precisamente el quién, el cuándo, el cuánto dar y el cuánto, cuándo y de quién recibir; singular, pero llamado por su misma naturaleza a extenderse y perpetuarse/re-producirse en una red densa e inacabable de intercambios gratuitos. Cada regalo llevaba en sí un trozo de amistad que, sin imponerla coactivamente, exigía correspondencia: la donación se dice “remune-ratoria” (antidoral), porque conlleva un derecho de obligada gratitud. En suma, los dones expresaban una cultura y sostenían un orden que, siendo ajeno al derecho, tenía una dimensión coercitiva bien cifrada en la máxima: “el dar es cautivar al que recibe”, con la que Castillo de Bovadilla signifi caba la imperiosa necesidad de apartar al juez del sofocante fl ujo de relaciones que los dones alimentaban104.

En estas circunstancias, se comprende bien el carácter absoluto que, en términos legales, tenía la prohibición de admitir dádivas. La misma idea de obligación remuneratoria propia de la “cultura del don” sirve para explicarlo. Así lo justifi caba, p. ej., nuestro Castillo de Bo-vadilla, que trató de la materia pormenorizadamente, resumiendo la tradición patrística:

el juez que recibe, cae en uno de dos inconvenientes entre otros mu-chos, o de ser ingrato, o injusto; ingrato, si no haze algo por el que se lo dio: injusto si lo haze contra justicia: y por mas rezio y difi cultoso tiene el ser ingrato, porque le parece que queda en obligacion de restituyr, y que cae en gran desgracia con quien le haze servicio, y que no es cosa de hombre principal, ser contrario en la sentencia al que era encargo en las dadivas105.

104 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica (nota 8), 2-2, q. 106, a. 6; y CAS-TILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22) lib. II, cap. XI, nº 18, para la frase citada (I, p. 336).

105 Cfr., ampliamente, MATIENZO, Dialogus (nota 31), caps. XXIV-XXVI (ff. 117r-125r); y CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XI, dando cabida a todos los argumentos y tópicos tradicionales: “O quan poco vale un pequeño don, y quanto importa en la buena o mala fama de un juez, que de limpio le haze suzio, y de sabio ignorante, y de justo parcial, y de bueno le haze iniquo, y de manso cruel, y de virtuoso le haze vicioso, y de libre siervo avariento, y aun sobre todo le saca de su propio curso natural para hazerle bruto, de hombre de razon” (nº 17, y 18-19, para las frases citadas: I, pp. 335-336).

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Así pues, en torno al regalo colisionaban, una vez más, el orden legal (que prohibía) y el orden moral (que exigía). Como resultaba in-concebible recibir sin dar (por más que éste fuese un acto enteramente voluntario), y la liberalidad generaba una cadena interminable de relaciones de intercambio gratuito (pero vividas como onerosas) que expresaban (y se confundían con) amistad, entonces la única posibili-dad de preservar al juez en su altiva posición mediadora era sustraerlo al intenso fl ujo de las relaciones sociales y mantenerlo aislado en su vinculación al rey. En este ambiente cobra pleno sentido la prohibición de recibir cualesquiera dádivas y toda la problemática que su imposi-ción suscita.

Por supuesto, caben aquí, englobados por ella, muchos supuestos de muy distinta entidad, no todos los cuales merecían en la conciencia de entonces la misma consideración; circunstancia que tiene la mayor importancia cuando tratamos de una prohibición que por su misma naturaleza a menudo no podría imponerse sólo por medios coactivos. En una materia como ésta de las obligaciones remuneratorias, tan sujeta al orden normativo moral, los juristas no se detienen en la prohibición legal y entran a considerar, caso a caso, todos los posibles, en singular y atendiendo a las circunstancias que cada uno presentara. Es muy signifi cativo que por todo comentario a la ley que prohibía a los oido-res “recevir cosa alguna, aunque sea de comer, de Vniversidad, ni de particular alguno, ni de otra persona, que haya traido pleyto ante ellos, durante sus ofi cios, ó que verisimilmente se espere que le ha de traer”, los más conspicuos anotadores de la Recopilación de 1680 se limitasen a remitir a la tratadística moral “en donde se numera los casos en los quales los jueces, recibiendo dones, se excusan de pecado”106. Puestos a generalizar, el criterio decisivo a la hora de resolver parece estar en la intención con que se da, en la medida que pueda ser determinante de aquella con que se recibe. Por lo visto, en términos de derecho tras todo regalo se presumía “mala intencion y animo de cohechar al juez” (animus corrumpendi): “que aquello que se les dà, no es por amor, sino

106 PALACIOS, Notas a la Recopilación, en su comentario a RI 2.16.68, remite al tratamiento que da Veniceli, De las questiones morales (p. 128); y otro tanto hace, en los mismos términos, AYALA, Notas (nota 82), II, p. 273. No he podido identifi car la referencia. Cfr. WAQUET, De la corruption (nota 5), pp. 161-168.

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por corrupción, y no por contemplación de la persona, sino por respeto de la vara”107. He aquí la primera y más importante línea divisoria que los juristas trazan: por corrupción o por amor.

La corrupción –el “torpe y frequente vicio de la corrupcion de la justicia por interes”– se tenía por inadmisible: de cualquier modo que fuese, vender la justicia era una forma de vender al mismo Dios108, y por esto el cohecho era el crimen más grave, y más duramente casti-gado, de todos cuantos podía cometer el juez109. De hecho, este género de comportamientos era el que propiamente recibía, en los términos del ius commune, el nombre de corrupción, que servía así para de-signar cualquier forma de remuneración percibida de los pleiteantes por el desempeño –debido o indebido– del ofi cio y no expresamente autorizada110. Todas ellas estaban rigurosamente prohibidas (aunque se discute su licitud para los ofi cios no retribuidos y vale además aquí –por supuesto– cuanto antes se dijo a propósito de la insufi ciencia del salario): “La corrupcion y venta de la justicia es delito atroz, en que se complican y germinan muchos delitos graves”111.

Una vez cruzada esta línea, empero, había casos y casos, algunos admitidos: el menos controvertido era el de las “donaciones remunera-torias”, o sea, aquellas que venían a compensar o retribuir el benefi cio concedido o un servicio prestado por el magistrado, se entiende que como persona privada112. Pero resulta aquí más signifi cativo que pu-dieran considerarse admisibles genéricamente los dones realizados por amor, que es tanto como decir los debidos a la liberalidad (o amistad);

107 CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XI, nº 69 (I, p. 350).108 Ibidem, nº 5 (I, p. 331) y 17 (así como nº 21), respectivamente: “Verdadera-

mente ser un juez aspero, es tolerable, y ser remisso es sufrible y ser ignorante es passadero, y ser incauto es de perdonar, y aun ser desatinado, no es tanto de temer, como el juez sucio de manos, y desalmado en el recebir: porque vende lo que no està en comercio ni es suyo, y deshonra la verdad, y prevarica contra ella en ponerla en precio pues no le tiene: y fi nalmente quien niega la verdad por dineros, à Dios niega y le vende, que es apartarle de si, como hizo Judas” (I, p. 335).

109 Cfr. GARRIGA, Control y disciplina (nota 34), pp. 232-240 y 277.110 Véase ahora MARZIA LUCCHESI, “Giustizia e corruzione nel pensiero dei glo-

ssatori”, en Rivista di Storia del Diritto Italiano, 64 (1991), pp. 157-216, que remite a la bibliografía anterior.

111 CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XI, nº 84 (I, p. 353).112 Para su discusión, CASTILLO DE BOVADILLA, ibid., nº 78 (I, p. 353).

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con toda la labilidad e incertidumbre que comporta delimitar los sen-timientos, por socialmente estipulados que estuvieran, como aquéllos lo estaban113. Quizá por ello, algunos llegarían a objetivar un tanto este criterio, admitiendo a priori, bajo la presunción de desinteresados, los regalos de cosas de comer y beber en poca cantidad (y obviamente discutiendo qué deba entenderse por ésta)114. En cualquier caso, bastan estas someras indicaciones para comprobar cómo la prohibición se traslada al terreno de la contingencia, que para los efectos se sitúa en el plano de la aplicación o el cumplimiento del derecho, porque sólo en él podría llegar a distinguirse la corrupción del amor, tolerando si era el caso el quebrantamiento de la prohibición.

Pero en términos legales ésta era absoluta, y no podía ser de otro modo precisamente por la íntima relación que la liberalidad tenía en-tonces con la amistad: amor y don estaban unidos en aquel imaginario social. Uno y otro se entrelazan hasta confundirse en la lógica de esta economía del intercambio gratuito. El regalo como tal estaba proscrito aun si no mediaba corrupción, porque implicaba amistad y podía lle-var a la recusación115. Así pues, con un punto de exageración podría decirse que la prohibición de regalos era condición necesaria e incluso sufi ciente para erradicar la amistad. De ahí que sirva muy bien para

113 CASTILLO DE BOVADILLA, ibid., nº 20: “Y es gran ceguedad del ministro de justicia que no considera, que aquel don no se le dio de parte de servirle, ni de parte de liberalidad, ni de parte de aprovecharle, porque en tal caso obligado seria a lo agradecer, pero diosele de parte de corromperle, y para obligarle à que hiziesse mal-dad y falsedad, prevaricando y adulterando la justicia, cuyas obras no son venales, ni su materia es vendible” (pp. 336-337).

114 Así, p. ej., MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, cap. XXXII: “Esculenta et poculenta aliaque xenia iudices an capere possint a litigatoribus aut aliis fusè exa-minar” (ff. 139r-143r); y Menochio, entre otros, como refi eren Chabod y Waquet, en los lugares citados arriba (notas 93 y 95).

115 FRANCISCO CARRASCO DEL SAZ, Interpretatio ad aliqvas leges recopilationes regni Castellae; explicataeque quaestiones plures, ante non ita discussae, in praxi frequentes iudicibus quibuscunque nec non causidicis, & in scholis vtiles, etiam Theologiae Sacrae professoribus, & confesoriis, Hispali, 1620, cap. IX, ff. 111r-150v (“Tractatus de recusationibus”), nº 308: “si iudex donationem aliquam accepit ab altera partium; extende procedere, siue ante litem, siue post donatio facta fuerit, cum ex ea proueniat obligatio ad antidoram quae producit iustam suspicionem animi in iudice, vt recusatio valeat”; lo que se extiende (nº 309) a sus parientes y deudos (f. 145r). Cfr. CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. XI, nº 76 (I, p. 352).

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ejemplifi car el ideal de juez construido por las ordenanzas al servicio de la “buena administración de la justicia”.

Y es que el juez debe permanecer ajeno a todo evento social y mostrarse siempre severo, hierático, serio, silencioso, porque su com-portamiento será la viva imagen de la justicia, en rigor, la única que pueden contemplar las gentes (y, por consiguiente, aquella de la cual depende la opinión que tengan de la justicia, tanto para bien como para mal116). Por supuesto, esto último pasaba muy a menudo, no sé si casi siempre; de ahí que –sin añadir (nos parece ahora) nada realmente sustancial al cuadro originario– estas prohibiciones fueran extremadas con posterioridad, bien acentuando el rigor de las sanciones o bien pormenorizando las conductas vedadas, hasta rozar el paroxismo117.

116 Carta del capellán real fr. Agustín de Vera Montoya al rey (Lima, 23.I.1669; fue recibida el 20.II.1670), con celo religioso, pidiendo que cesara en su ejercicio al oidor Bernardo de Iturisaga: “Vn ministro tiene vuestra Real Magestad en esta su Audiencia de Lima tan lastimoso en el viçio del beber que es descrédito general del honor que tiene y padeçe la República toda el perjuiçio de mal expediente y de lo mal jusgados los negoçios, porque preside en ellos el sujeto el humor que le desconsierta de ordinario y trata con despreçio a todos, sin esepçión del sacerdosio y Religiones”. El oidor, por su parte, suplica se le jubile con todo el salario (28.I.1669). (AGI, leg. 103, s. fol.).

117 A título ilustrativo, bastará ahora con remitir a la Recopilación: RI 2.16.48-50, 52-53, 67, 69-70, 74-75, 81 (casi todas de la primera mitad del XVII); aunque ello no exime de considerar directamente las ordenanzas y demás disposiciones giradas a las Audiencias. Y es de importancia destacar que cuando los oidores autorreglaron su comportamiento en acuerdo general, casi siempre para regular complementaria y/o interinamente aspectos no contemplados por las disposiciones regias, lo hicieron de modo enteramente conforme con (o incluso más severo que) éstas. Así, p. ej., el auto acordado de la Audiencia de México, 23.IX.1677: “por diferentes Cédulas está manda-do por SM que los ministros de esta Real Audiencia no visiten á ninguna persona de los súbitos, dando por razon en ellas la representacion inmediata de la Real Persona, á que se puede añadir la voluntad que tiene expresada, de que no se ocupen en otra cosa que en el cumplimiento de su obligacion, y estudiar los pleytos: [...] y porque el no saberse tan específi camente por los vecinos de esta Ciudad, puede ocasionar nota, juzgando que es faltarles á lo que se les debe, no correspondiéndoles con las visitas que hacen; y que es bien que se entienda que es en observancia de un preciso mandato de SM y tan conveniente [...]: Mandaban y mandaron, que en execucion de lo dispuesto por SM los Ministros superiores de esta Real Audiencia no visiten á ningun súbdito, de qualquiera calidad que sea, y se dé cuenta a SM para que mande lo que fuere servido: y entretanto, se guarde y cumpla este Auto. [...]: J. F. de Montemayor de Cuenca, “Recopilacion sumaria de algunos autos acordados de la Real Audiencia

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Como protestó el oidor D. Pedro Vázquez de Velasco al rey, quejoso de la Real Cédula que a mediados del siglo XVII dispuso que los oidores de la Audiencia de Lima “no acudiesen al paseo de la Alameda, ni a las comedias”:

[...] para satisfacer a lo que VM manda y a lo que debo en conciencia, sólo trato de acudir a la obligación del puesto... sin salir más que de mi casa a la Audiencia los días de ella, o a la iglesia los de fi esta.

Y añadía:

Tal vez, Señor, o para desahogarme o mortifi carme como pecador e ido a los descalzos franciscanos, y porque para ir a ellos es preciso pasar por la Alameda, certifi co de verdad que no sé que pueda haber escándalo118.

Nada de esto era nuevo ni –por tanto– distinto de cuanto venía acaeciendo en Castilla, donde generaciones de oidores habían protes-tado en términos parangonables prohibiciones semejantes. La quidditas indiana probablemente no esté más que en la tremenda severidad con

y Chancillería de la Nueva España, que reside en la ciudad de Mexico, Para la mejor expedicion de los negocios de su cargo, desde el año de mil quinientos y veinte y ocho en que se fundó, hasta este presente año de mil seiscientos y setenta y siete, con las Ordenanzas para su gobierno” (reimpr. por E. BENTURA BELEÑA, Recopilación sumaria de todos los autos acordados de la Real Audiencia y Sala del Crimen de esta Nueva España, y providencias de su superior gobierno; de varias Reales Cédulas y Ordenes que despues de publicada la Recopilacion de Indias han podido recogerse, asi de las dirigidas á la misma Audiencia ó Gobierno, como de algunas otras que por sus no-tables decisiones convendrá no ignorar, México, 1787, t. I (1ª paginación), pp. 1-100), XLIX, pp. 31-32. Tienen el mismo carácter los autos acordados siguientes: 19.XI.1592, 16.IX.1677, 27.IX.1677, éste mandando guardar la RC 19.VI.1671, prohibitiva de asistir a fi estas que no sean de Tabla, precisa y puntualmente, con el objeto de evitar que se haga instancia al virrey para asistir a procesiones de beatifi caciones, canonizaciones de santos, dedicaciones de templos, consagraciones de obispos, “dando a entender que son casos irregulares, y que no vinieron en la mente de la prohibición” (ibid., XLV, XLVII, XLIX-2).

118 Lima, 14.VIII.1643 (AGI, Lima, leg. 168), apud JOSÉ DE LA PUENTE BRUNKE, “Los oidores en la sociedad limeña: notas para su estudio (Siglo XVII)”, en Temas Americanistas, 7 (1990), pp. 7-13, esp. 12.

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que al menos discursivamente trató de vaciarse de todo contenido social el espacio del juez, a medida que la realidad americana puso de manifi esto los inconvenientes que en caso contrario se seguían (es decir, la quiebra que de otro modo sufría la “buena administración de la justicia”119).

§ 6. El aislamiento social (ii): matrimonio y parentesco de afi nidad

Así ocurrió con la más llamativa (por ser muy delicada) de estas prohibiciones, la de contraer matrimonio sin licencia real en el propio distrito, revalidada en 1575 para las Indias y acentuada varias veces allí con posterioridad, que es una de las más celebradas por la histo-riografía120. En sí misma, esta prohibición no comportaba ninguna novedad, proveniente como era del Derecho común, aunque sí plan-teaba severos problemas de fundamentación, al afectar a la libertad de contraer matrimonio, que como sacramental era de iure divino121,

119 Tal es, por poner un ejemplo, el argumento de la RC Madrid, 7.I.1588, que prohíbe a los magistrados de la Audiencia de Panamá visitar “a ningún vezino ni persona particular por ningún caso, ora tenga negoçio o no le tenga ni pueda tener con vosotros, pues quitando la ocasión por medio tan deçente se escusarán los yncon-binientes que se puedan seguir de los contenido” (sic, por contrario): “Comoquiera que para la buena y libre administración de justicia, vna de las prinçipales partes que se requieren sea la estimazión y respectto que se debe tener a los jueçes y ésta parece que en alguna manera se deroga por medio de las amistades que se contraen con los ynferiores, que da ocasión a que se presuma que por algunas cossas puedan ser persuadidos e ynclinados a las [?] que no sean tan justas y raçonables como se debría, y esto tenga más ynconbiniente en las Audiençias, donde tan inmediatamente se rrepresenta mi persona”, por unos magistrados que han de dar ejemplo a los otros jueces y, en consecuencia, “conserbar más Autoridad, con la qual sean temidos y rrespetados” (BN, ms. 2932, ff. 170r-171v).

120 Además de los trabajos citados en las notas siguientes, véase RICHARD KO-NETZKE, “La prohibición de casarse los oidores o sus hijos e hijas con naturales del distrito de la Audiencia, en Homenaje a don José de la Peña y Cámara, Madrid, 1969, pp. 105-120.

121 Para las fuentes y la doctrina de Derecho común, cfr. GREGORIO LÓPEZ, gl. “Trabajando de” a P 3.7.6, y gl. “Muger legitima” a P 4.14.2; MATIENZO, Dialogus (nota 31), Pars tertia, cap. XXXI, nn. 1-3 (f. 138rv); así como, sobre todo, LORENZO MATHEU Y SANZ, Tractatus de Re Criminali, Lugduni, 1738, controv. LXIX (“De Judice ma-trimonium contrehente cum subdita post discessum ab Audientia; & hoc de crimine inquisito post missionem honestam”), pp. 319-323, esp. nº 8-10.

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problemas que fueron pormenorizadamente discutidos por la doctrina desde la Glosa y se vieron acentuados por la confi guración que recibió la prohibición en el Derecho indiano122. En efecto, recibida en Castilla por las Partidas123 y revalidada en 1537 para las Chancillerías124, cuan-do en 1575 se trasladó a las Indias fue redimensionada para adaptarla a la nueva realidad. Mientras que tradicionalmente la prohibición tenía por objeto proteger la libertad de matrimonio, evitando la coacción que inevitablemente nacía del terror offi cii (y, en este sentido, no era más que un aspecto o derivación –el más importante– de la prohibición de contratar que afectaba a todo magistrado)125, en Indias tenía además por objeto evitar las irrompibles vinculaciones que nacían allí del parentes-

122 Una amplia discusión de estos problemas, a partir de la consideración sacra-mental del matrimonio, puede verse en la obra manuscrita Tratado analítico sobre la cédula real de 10 de febrero del año 1576, y otras semejantes, que estrechisimamente prohiben el matrimonio de los oidores y otros ministros en las provincias de Indias (BPR, ms. II/1459, ff. 1-126), que DAISY RÍPODAS ARDANAZ atribuye con argumentos atendibles a Bernardino de Figueroa y de la Cerda, primero alcalde (1651) y luego oidor (1658) de la Audiencia de Lima (Revista de Historia del Derecho, I (1975), pp. 391-396). SOLÓRZANO recordaba cómo “esta prohibicion, aunque es comun en todas [...] Provincias [...], en ningunas se hallará tan estrecha y repetidamente dispuesta, como en las de las Indias, segun se podrá ver por las muchas cédulas, instrucciones y ordenanzas, que para esto se hallan despachadas en todos tiempos” (Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IX, nº 4: IV, p. 139).

123 P 3.7.6 y 4.14.2, que autorizaba a los praesides provinciarum (o sea, a los adelantados) a tener barraganas, pues “non podrian recibir mugeres legitimas” en la tierra de su jurisdicción en tanto durase el ofi cio: “porque por el grand poder que han estos atales, non pudiesen tomar por fuerça muger ninguna para casar con ella”. Para el alcance de la ley en la Castilla moderna, CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. V, cap. III, nº 126 (II, pp. 566-567). Algunos datos en RICHARD KAGAN, Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700 (1981). Trad. de M. Moreno, Junta de Castilla y León, 1991, pp. 176 y 193 (n. 149).

124 Cortes de Valladolid, 1537, 21, que pasó a NR 2.4.25 (“saluo precediendo para ello nuestra licencia”). Cfr. CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. V, cap. III, esp. nº 119-120 (II, p. 565).

125 Así, p. ej., Gregorio López, Matienzo y Castillo de Bovadilla, en los lugares citados. De ahí que el derecho común no considerase a las hijas incluidas en la prohi-bición: como resumía SOLÓRZANO, “en ellas cesaba el miedo de la opresión y violencia que la ley receló en estos matrimonios, por no ser verosimil, que ningun padre quiera entregar su hija á hombre que la lleve y tenga forzada y contra su voluntad” (Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IX, nº 26, donde apunta como razón, además, los peli-gros que puede haber en la detención de tales casamientos).

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co de afi nidad, contribuyendo tanto a la imparcialidad del juez como a su representación erga omnes. Como Felipe II dijo en 1575:

[...] conviene á la administracion buena de la nuestra Justicia, y lo demás tocante á sus ofi cios, que estén libres de parientes y deudos de aquellas partes, para que sin pasion hagan y exerzan lo que es á su cargo, y despachen y determinen con toda entereza los negocios, de que conocieren, y no haya ocasion y necesidad de usar las partes de recusaciones y otros medios, para que se hayan de abstener del cono-cimiento de ellas [...]126.

Por esto se entienden comprendidas pasivamente en la prohibición las personas naturales o vecinas del distrito, pero residentes en otra ciudad o provincia al tiempo de tratar del casamiento:

[...] siendo, como es, verosímil, que por razon de ese origen, aunque yá no residan en aquella tierra, hayan dexado y tengan en ella muchos parientes y dependientes, y muchos bienes muebles ó raíces, con que el ministro se halle embarazado respecto de estos casamientos, en la libre administración de justicia, que es lo que se pretendió evitar con la prohibición de que tratamos127.

126 RC Madrid, 10.II.1575, primera que establece la prohibición en el derecho pro-pio de las Indias, añadiendo: “y para que esto tenga cumplido efecto, mandamos, que esta nuestra cedula se lea en todas y en cada vna de las dichas audiencias en el acuer-do, concurriendo a el el Presidente y Oydires, Alcaldes y fi scal, y nuestro escriuano de camara de gouernacion, para que de fee dello” (Cedulario, I, p. 351; Colección, I, pp. 486-487; formó, junto con la RP Elvas, 17.III.1619, que cito luego, la RI 2.16.82). Con la misma pena de privación de ofi cio, la RC Lisboa, 26.II.1582 extendió la prohibición a los gobernadores, corregidores y alcaldes mayores durante el tiempo que sirvieren los ofi cios, encomendando a las Audiencias ejecutar la pena irremisiblemente en los contraventores (Cedulario, I, p. 353; Colección, I, pp. 542-543). Tal era para Gaspar de Villarroel tota ratio prohibitiones (“quod magistratus per affi nitates, quas simul cum matrimonio ejus, vel fi liorum contrahit, tanquam affectibus addictus, minus idoneus reddatur ad judicandum, vel provinciam gubernandam ex quo oriuntur querelae, suspiciones, recusationes, & alia incommoda”), según refi ere MATHEU, Tractatus (nota 121) que aduce además como concurrente la razón tradicional de violencia (nº 11-17), y se extiende a considerar el papel de la licencia real (nº 18 ss.).

127 SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V. cap. IX, nº 59 (IV, p. 152).

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Aunque muchas y muy notables, no nos interesa entrar aquí a deta-llar las particularidades del caso, pero sí es preciso recordar de nuevo el extraordinario rigor con que por momentos trató de imponerse (que es, ahora también, el principal rasgo distintivo de la experiencia jurídica indiana). Si en 1575 el casamiento sin licencia conllevaba ipso iure la privación del ofi cio (y a menudo de facto no más que el traslado a otra sede), a partir de 1592 incurría en ella cualquier ministro u ofi cial por el solo hecho de que “tratare o concertare de casarse por palabras o promessa, o escrito, o con esperança de que les tengo de dar licencia para que se puedan casar en los distritos donde tuuieren sus ofi cios, o embiaren por ella”, viniendo obligados a devolver desde ese momento los salarios indebidamente percibidos128. Evidentemente, nada de esto impidió que comportamientos diferentes fuesen tolerados e incluso alentados, en unos u otros momentos, en función de las circunstancias: según informaba el Consejo al rey, la prohibición de 1575 no se pregonó en las Audiencias, “y así quedó en los archivos teniendo apercibidos y recelosos a los ministros para no incurrir en la pena ni contravertir [sic] a lo ordenado, que fue la intención que se tuvo más que a ejecu-tarla con todo rigor, pues podría ofrecerse algún casamiento que no tuviese inconveniente”129.

Por supuesto que se concedieron e incluso –durante ciertos pe-ríodos– se vendieron licencias desde la Corte y es indudable también que la prohibición fue abiertamente quebrantada o subrepticiamente eludida en numerosas ocasiones, pero no es menos cierto que no pocas veces la licencia fue denegada, otras muchas mudados de Audiencia o ejecutadas las sanciones correspondientes a los contraventores, y a cada paso reafi rmada, como muy bien supo ver Solórzano, en un

128 RC Viana, 15.XI.1592 (que sobrecarta las tres anteriores), muy rigurosa. Al parecer, con la esperanza de que se les concedería licencia, “algunos han tratado de casarse, y entretenido con secreto los conciertos de sus casamientos y no auiendo yo de dar las dichas licençias, como en manera alguna no se las dare, se podria incu-rrir en peligro de las honras y haziendas de aquellas personas con quien los dichos ministros tratassen sus casamientos tomando despues por disculpa no les querer yo dar las dichas licencias” (Cedulario, I, pp. 353-354; Colección, I, p. 626; que pasó a RI 2.16.84).

129 Consulta 5.II.1586, en Colección, I, pp. 567-568; SCHÄFER, El Consejo (nota 53), pp. 122-123.

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sostenido crescendo130. Todavía en 1619 la prohibición era revalidada nuevamente en sus propios términos131, y aun se contempló –unos años más tarde– la posibilidad de endurecerla, que fue resistida por el Consejo en su papel de celador de la conciencia principesca, acotando la prohibición –en una materia como ésta, que se movía en el mismo fi lo de la disciplina canónica– a solo lo que exigía el bien público, y dando cabida a la tolerancia e incluso a la disimulación cuando éste no peligraba132. Nada de esto era extraño entonces ni debe sorprender

130 Múltiples datos y testimonios acerca de todo esto pueden encontrarse en el propio SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IX, passim, que es riquísimo, así como su indicación ibid., cap. IV, 34 (IV, p. 72); SCHÄFER, El Consejo (nota 53), II, pp. 122-128; GUILLERMO LOHMANN VILLENA, Los ministros de la Audiencia de Lima (1700-1821). Esquema de un estudio sobre un núcleo dirigente, Sevilla, 1974, pp. LIX-LXVII y 149-195; MARK A. BURKHOLDER y D. S. CHANDLER, De la impotencia a la au-toridad. La Corona española y las Audiencias en América. 1687-1808 (1977; trad. de R. Gómez Ciriza), México, 1984, pp. 51 ss., en el contexto de la venta de cargos; DAISY RÍPODAS ARDANAZ, El Matrimonio en Indias. Realidad social y regulación jurídica, Buenos Aires, 1977, pp. 317-349, que es el mejor tratamiento de esta cuestión.

131 A propósito de la licencia solicitada para dos de sus hijas por el Dr. D. Juan de Quesada y Figueroa, oidor de México, y aun concediéndole una de ellas, el Consejo confi rió sobre los inconvenientes y daños causados por semejantes licencias, y tratan-do de poner coto a la relajación existente la RC Elvas, 12.V.1619 mandó que las dispo-siciones prohibitivas (1575, 1582, 1592) se cumplieran y ejecutaran inviolablemente, con la advertencia de “que no se ha de admitir memorial ni petición sobre ello en el dicho mi Consejo, sino antes executar las dichas penas”, y ordenando además que las cédulas se publiquen de nuevo en las Audiencias, “para que con noticia de lo en ellas contenido no puedan caer en las culpas que se les impondrán si lo intentasen, con lo cual han de quedar y queda cerrada la puerta para no dar de aquí adelante semejantes licencias” (Colección, II-1, pp. 232-233, fragmentariamente; cfr. SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IX, nº 56 (IV, p. 152); RI 2.16.85). Las licencias, sin embargo, continuaron concediéndose: valga como ejemplo la RC Madrid, 26.V.1640, para que Ruy Fernández de Fuenmayor, gobernador de Venezuela, se pueda casar con persona natural del distrito de su provincia (ibid., pp. 373-374).

132 Así, tras conferir sobre el decreto real de 3.VI.1627, que proponía medios para que “en ninguna parte de aquellos Reinos se casasen ni se arraigasen” los oidores, el Consejo (Madrid, 23.VII.1627) consideró que estaba bastantemente proveído, atendiendo a “lo escrupuloso de la materia, porque a la libertad de los matrimonios favorece el derecho divino, natural y humano y la conservación política de las repú-blicas..., bien que por la utilidad pública y recta administración de la justicia y evitar las dependencias entre los ministros y los que en su provincia residen” se introdujo la prohibición. Ahora bien, “extender estas determinaciones a que comprehenda la prohibición de los matrimonios todas las Indias, es hacerlos casi imposibles en orden a los ministros de las Audiencias de aquellos Reinos; y con esta circunstancia

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ahora: en rigor, como todavía habremos de ver, todos los supuestos de quebrantamiento conocido y no sancionado deben entenderse como aplicación al caso de estos conceptos, perfectamente acomodables en el entramado jurídico del ius commune133.

Comoquiera que sea, si algo demuestran estos y otros episodios similares es que la prohibición como tal era –y nunca dejó de ser– vis-ta como imprescindible para la “buena administración de la justicia”, sencillamente porque el matrimonio fundaba en aquella sociedad unas relaciones de parentesco que se extendían y entrelazaban y ra-mifi caban, multiplicándose de tal modo que embarazan hasta impedir el ejercicio del ofi cio, como podría comprobar fácilmente cualquiera que se interesara por las justas causas de recusación134. Al fi nal del

de imposibilidad ó difi cultad no se debe admitir la ley de que no se casen en ciertos lugares y distritos ciertas personas, conforme a la común opinión de los que mejor y más sanamente sienten”. El rey resolvió entonces que se renovasen las cédulas prohibitivas, endureciendo la pena pecuniaria, como el Consejo ejecutó (Madrid, 2.XII.1627), elevándola a 6000 ducados (Colección, II-1, pp. 301-305; cfr. PHELAN, The Kingdom of Quito (nota 65), pp. 152-153). Véase además, RÍPODAS, El Matrimonio (nota 130), p. 348.

133 Vid. infra, § 9.134 Así, p. ej., el Cabildo secular de Lima, en su sesión de 8.IV.1614, puso de

manifi esto: “los ynconbinientes que se rrecresçen destar emparentados los señores Oydores y el rriesgo grande que tienen los pleytantes [sic] en descuydarse algunas be-zes sin aduertir delante de quién hablan por ser tantos los deudos que no se conoscen y luego cogen la pelota y dan con ella en los oydos de los señores de la rreal audiencia” (apud LOHMANN, Los ministros (nota 130), p. XXI, n. 2). Y el mismo Cabildo, tiempo después, denunciaba en carta a SM, de 27.I.1699 (AGI, Lima, leg. 109), que los ma-gistrados: “[...] se hallan muy emparentados con todas las más familias de este Reino, de calidad que pasan de más de seiscientas personas los parientes de grados conoci-dos de afi nidad y consanguinidad, fuera de otros más remotos a quienes favorecen conforme los afectos y dependencias” (apud JOSÉ DE LA PUENTE BRUNKE, “Sociedad y administración de justicia: los ministros de la Audiencia de Lima (siglo XVII)”, en XI Congreso (nota 45), III, pp. 335-349, esp. 346). Para las causas de recusación es aquí imprescindible la obra citada de CARRASCO DEL SAZ, Interpretatio ad aliqvas leges recopilationes regni Castellae (nota 115), cap. IX, ff. 11r-150v (que es un verdadero “Tractatus de recusationibus”), maxime núms. 92-310 (“De cavsis recusationis, & quae legitimae, & validae iudicare debeant”), ff. 126r-145r, donde con mucho conocimiento de la práctica forense indiana recoge y explica las 91 causas que considera bastantes para recusar. Experiencia no le faltaba: había sido nombrado oidor de la Audiencia de Panamá por RP Madrid, 7.VI.1616 en lugar del doctor Jorge Manrique de Lara, con-denado a dos años de suspensión de ofi cio (“y que no pueda bolber mas a ser ministro

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período considerado, el consejero de Indias Matheu y Sanz afi rmaba: “Ex quibus resultat nunquam haec crimina in Senatu (=Consejo de Indias) absque debita poena remanisse, neque faciliter dispensationes concessas fuisse, imò summan vigilantiam in puniendis hujusmodi excessibus adhibere”135.

Tal debía ser, al menos, la opinión que sobre el particular prevale-cía en el Consejo, en el cual profesaba. Y es que no podía ser de otro modo, si se aspiraba a mantener aislado al juez del entorno social: nada arraigaba más que el matrimonio y el desarraigo se tenía por impres-cindible para que las decisiones judiciales aparecieran envueltas por la autoridad de la justicia.

§ 7. La determinación de justicia (i): sobre los arcana iuris de los tribunales supremos

El aislamiento de los jueces debía mantenerse en el acuerdo, que era la reunión establecida para adoptar sus decisiones defi nitivas, fue-ra en trámite judicial o por asunto de gobierno, y en todo caso la más trascendental de cuantas preveían las ordenanzas. Allí los magistrados determinaban, a resguardo y en secreto, la justicia. El funcionamiento de las Audiencias era relativamente sencillo y en sus líneas maestras había sido regulado por las ordenanzas recibidas de Castilla. Todos los días no feriados los oidores, divididos en dos salas allí donde el número lo permitía (Nueva España, Lima), debían celebrar audiencia de relaciones durante tres horas por la mañana, o sea, sentarse en los estrados a ver (u oír relaciones de) pleitos. Dos días a la semana, por las tardes, los oidores se reunían en acuerdo, primero para tratar los asuntos de gobierno que estuviesen pendientes y después para votar –por salas, donde las hubiere– los pleitos y acordar las sentencias, que debían ser pronunciadas a la mañana siguiente en audiencia pública.

en ella”), como consecuencia de la visita realizada a esta Audiencia por el licenciado Juan Suárez de Ovalle, fi scal de la de México (BN, ms. 2932, ff. 53r-55v).

135 Tractatus (nota 121), controv. LXIX, nº 42 (p. 323). Ésta debía ser, en efecto, la opinión que al respecto prevalecía en el propio Consejo, como afi rma en la consulta de 1627 ya citada (nota 132): “hay muchos ejemplares de haberse ejecutado estas cédulas, condenando a los que las han contravenido a privación de las plazas que tenían”. Cita algunos casos LOHMANN, Los ministros (nota 130), pp. 162, 172, 186.

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Esta última –también llamada de los asuntos o de provisiones, porque en ella se leían y proveían las peticiones de las partes, dictando los autos y librando las reales provisiones a que hubiere lugar– se había de reunir asimismo dos días cada semana durante una hora, tras la audiencia de relaciones, con la asistencia de oidores de las dos salas en las Chancillerías virreinales donde las había. La vida discurría en todas las Audiencias conforme a esta repartición de los tiempos, que combinaba las actuaciones necesariamente públicas con las obligatoria-mente secretas, ambas orientadas por igual, pero cada una a su modo, a representar de la forma adecuada la justicia real136. Las audiencias de relaciones eran públicas, y en ella se veían los pleitos en conclusión para defi nitiva, con todo lo que eso signifi caba entonces: como allí se examinaba el derecho de las partes, allí se ventilaba la imagen del rey como juez supremo y garante de la justicia. En los estrados los oidores debían aparecer hieráticos y cautelosos, solemnes y circunspectos, pro-curando, como se dijo en muchas ocasiones, “demostrar toda gravedad, conforme a lo que representan”. En absoluto debían atravesar unos con otros en cosas de Derecho, ni menos debatirlas con los abogados con-tendientes; muy al contrario, como “personas que representan nuestra Autoridad Real, y se ha de tomar de ellos exemplo”, los oidores debían guardar silencio y observar toda discreción: “y tal templanza y mode-ración, que las Partes no conozcan sus votos, ni tengan sospecha de ellos”137. Esto se tenía por imprescindible para que la decisión judicial

136 Una detallada descripción de las actividades que cada día de la semana des-plegaban los oidores de la Audiencia de México a mediados del siglo XVI, puede verse en el documento anónimo que publica SCHÄFER, El Consejo (nota 53), II, pp. 111-112 (n. 152); véanse también, para el siglo XVIII, las disposiciones referidas por VENTURA BELEÑA, Recopilación sumaria, 6ª port., pp. 98 ss., siempre para que se guarden “las horas señaladas por la Ordenanza”; con un carácter más procesal, pero muy intere-sante, la pequeña práctica procesal novohispana Libro de los principales rudimentos tocantes a todos los juicios, criminal, civil y executivo. Año de 1764. Transcripción y estudio preliminar de Charles R. Cutter, Universidad Nacional Autónoma de Méxi-co, 1994, esp. pp. 69-80, para las Audiencias. Para ordenación castellana que sirve de matriz, remito simplemente a GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 365-393. No entro ahora en más detalles ni referencias porque, como se verá, no es el trámite sino la decisión lo que me interesa.

137 La primera cita procede del parecer del doctor Escudero, oidor de la Chan-cillería de Granada (c. 1522-1523) (apud GARRIGA, La Audiencia, pp. 454-466), [13]-[15] (p. 455); y las restantes de la RC Toledo, 5.IX.1525 (=Capítulos de la visita de

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seguidamente adoptada en el secreto del acuerdo causara en el público el efecto de justicia deseado.

Y es que la justicia dependía en muy buena medida del secreto de los votos que habían concurrido a la formación de la decisión judicial, que se prolongaba hasta ocultar también los motivos que le servían de fundamento. Este último es, sin duda, el punto clave, y debe entenderse bien: aunque por ser la sentencia resultado del proceso pudiera pensarse que el secreto que la envuelve es una consecuencia del régimen estable-cido para la decisión, en realidad actúa como la causa que determina por entero su confi guración y le confi ere una importancia superlativa. No es difícil precisar por qué.

La justicia no aparecía objetivada en el fallo, sino que permanecía encerrada en la conciencia del juez y sólo a través de su comporta-miento podía entreverse. El estilo judicial desarrollado en Castilla y trasladado a las Indias siguió la regla de derecho común opuesta a exprimere causam in sententia, es decir, contraria a (o al menos, no partidaria de) la motivación de las sentencias. La razón última que invocaron siempre los juristas para justifi carla era el riesgo de alegar una causa falsa, lo que si fuéramos a formularlo en los términos de hoy llevaría a fundamentar la regla en la incerteza jurídica, cuyos efectos impregnaban por entero el régimen del ofi cio y todo el orden de los juicios, pero quedaban de manifi esto sobre todo en el momento en que los titulares de aquéllos al cabo de éstos procedían a la determinación de la justicia138. A fi n de cuentas, esto era propio de un derecho ju-

Francisco Mendoza a la Chancillería de Valladolid), caps. sin número (entre 68-69) y 72 (que cito por la Recopilación de las Ordenanzas de la Real Audiencia, y Chan-cillería de Su Magestad, que reside en la villa de Valladolid [...], Valladolid, 1765, ff. 221-222r). Para otros muchos testimonios concordantes, GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 379-380.

138 Así, p. ej., HIERONYMO DE CAEVALLOS, Practicarvm et variarvm quaestionvm communivm contra commvnes [...], Toledo, 1600, lib. 2, q. 718: “Notissima est in iure conclusio, quod in sententia non est causa inserenda, alias enim fatuus esset iudex, qui id faceret, uptote, quia aperit viam suae ipsius impugnandae sententiae [...]” (pp. 360-361). En el marco espléndidamente trazado por GIAN PAOLO MASSETTO, “Sentenza (diritto intermedio)”, Enciclopedia del diritto, t. XLI (Milano, 1989), pp. 1200-1245, maxime, 1224-1235, permítaseme remitir para todo esto, simplemente, a GARRIGA-LO-RENTE, El juez y la ley (nota 37), pp. 101-113, donde se recogen las principales referen-cias doctrinales y bibliográfi cas pertinentes, a completar, para los primeros tiempos,

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risprudencial como aquél, que en su vertiente estrictamente forense dejaba un margen anchísimo al arbitrio judicial, el arbitrium iudicis, invariablemente defi nido como la “potestas disponendi et providendi secundum conscientiam” (aquí entendida como conscientia publica de juez)139.

Por supuesto, la regla de derecho establecía que los magistrados debían actuar el ofi cio de juez para administrar la justicia en sus térmi-nos procesales (secundum allegata et probata) y conforme a derecho (secundum iura legesque), pero en aquel orden jurídico plural y com-plejo esto no puede de ninguna manera entenderse en términos legalis-tas, y se concreta más bien en la obligación que toca a cada magistrado de actuar como persona pública y de acuerdo a la communis opinio establecida sobre el punto controvertido140, que jurisprudencialmente, y con el fundamento de que el juicio sostenido por muchos se presume cierto, tiene reconocido valor de ley141. Si es claro que no cabe minus-

con FULVIO MANCUSO, “Exprimere cavsam in sententia”. Ricerche sul principio di motivazione della sentenza nell’età del diritto comune classico, Milano, 1999. Para las Indias, véanse, específi camente: ABELARDO LEVAGGI, “La fundamentación de las sentencias en el Derecho Indiano”, en Revista de Historia del Derecho, 6 (1978), pp. 45-73; así como el arranque de VÍCTOR TAU ANZOÁTEGUI, “Los comienzos de la funda-mentación de las sentencias en la Argentina”, ibid., 10 (1982), pp. 267-371.

139 Cfr. MASSIMO MECCARELLI, Arbitrium. Un aspetto sistematico degli ordina-menti giuridici in età di diritto comune, Milán, 1998, maxime pte. III, cap. I; y pp. 269-270 para la cita: “L’arbitrium non è quindi descritto come entrinsecazione di volontà soggetiva, ma come espressione delle oggettive esigenze e istanze del sis-tema, che vengono lasciate emergere tramite un potere di apprezzamento personale riconosciuto al giudice”.

140 Cfr. simplemente, CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. VII (I, pp. 287-293); SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII (“Cómo deben proceder en todo los oidores y ministros de las Audiencias de las Indias y en particular en el oír y librar pleytos, votarlos y fi rmarlos en los acuerdos y en guardar el secreto de ellos. Y quándo se dirá que hacen sentencia y están conformes de toda conformidad”: IV, pp. 117-135), muy interesante para todo esto, y esp. ahora nº 27-29 (pp. 126-127); LOMBARDI, Saggio (nota 13), pp. 164-199; MAYALI, Entre idéal de justice (nota 21), passim.

141 Como en los términos del derecho indiano, siguiendo a los autores caste-llanos, sostiene el oidor de la Audiencia de Chile Juan del Corral Calvo de la Torre: “Communem opinionem legem esse, tanquam Legem debere allegari, et sententiam latam contra Communem opinionem esse iniquam, tanquam latam contra Leges” (Commentaria in librum secundum et Recopilat. Indiarum, RI 2.1.1-2 y 24 nº 45, ff. 18v-19; apud BARRIENTOS, Historia del Derecho Indiano (nota 57), pp. 175-176, n. 133).

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valorar las leyes reales, que obviamente gozaban de la misma autoridad incuestionada que su artífi ce en la construcción del discurso jurídico, tampoco puede olvidarse que presuponían y hacían parte de un orden jurídico superior y previo e independiente de la voluntad del rey-legis-lador”142, que únicamente los iurisprudentes, especialmente en su con-dición de magistrados, estaban en condiciones de “gestionar” –como sacerdotes que eran de la iuris religio– mediante la interpretatio y la conscientiae, respectivamente143. En un orden que, como ningún otro, confería a los hechos un valor decisivo en la determinación del derecho, los magistrados estaban como tales facultados, mediante el arbitrium iudicis, para adaptar el proceso y el derecho a las circunstancias del caso controvertido, siempre al servicio de la justicia y por el bien de la república (o lo que es igual, en función del orden constituido)144.

Cfr. VÍCTOR TAU ANZOÁTEGUI, “La doctrina de los autores como fuente del derecho castellano-indiano”, en RHD, 17 (1989), pp. 351-408.

142 Para el papel de la ley real resulta fundamental el estudio de TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema (nota 25), pp. 481-563, con referencias a otros trabajos suyos anteriores, que debe tenerse presente para lo que sigue; véase además la reciente comprobación empírica llevada a cabo por ALONSO ROMERO, Lectura de Juan Gutié-rrez (nota 16), pp. 447-484. Para un espléndido ejemplo de cómo actuaban los juristas sobre la ley, desnaturalizándola, véase GIORGIA ALESSI PALAZZOLO, Prova legale e pena. La crisi del sistema tra evo medio e moderno, Napoli, 1979, sobre un punto sustancial; muy bien tratado en términos de derecho indiano por ALEJANDRO AGÜERO, “Sobre el uso del tormento en la justicia criminal indiana de los siglos XVII y XVIII (con especial referencia a la jurisdicción de Córdoba del Tucumán)”, en Cuadernos de Historia del Instituto de Historia del Derecho y de las Ideas Políticas Roberto I. Peña, 10 (2000), pp. 195-253.

143 Así, expresamente, MECCARELLI, Arbitrium (nota 139), p. 345, subrayando cómo la discrecionalidad judicial opera en un nivel distinto de la interpretatio, sucesi-vo en el plano lógico: “Il giurista è sapiens e detiene la scientia iuris, il giudice in vece a questa associa la conscientia, che consente de precisare ulteriormente il signifi cato specifi co dello ius nella (e a partire dalla) realtà concreta e specifi ca. La conscientia iudicis non ha nella applicazione del diritto un ruolo occasionale o eccezionale, è parte della catena di produzione del diritto”. Con cita de unas expresivas palabras de Baldo: “legis in scholis diglutiuntur, sed in palatio digeruntur, quia practica est scientia diges-tiva, et ubi theoricus desinit, practicus incipit”; y esta conclusión: “entrambi, il giurista con l’interpretatio e il giudice con l’arbitrium, contribuiscono a scire la norma”.

144 MECCARELLI, Arbitrium (nota 139), maxime, p. I, cap. II-III y p. III; conclusi-vamente, pp. 372-376: “Il piano fattuale ‘produce’ il diritto”, entendida como garantía que ofrece el sistema: “La garanzia di adeguatezza della risposta giuridica sta nella valenza della fattualità come fattore prevalente nella gestione del diritto. L’arbitrium

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La administración de la justicia resultaba así de conjugar las cate-gorías magistrado-proceso-derecho, defi nidoras de otros tantos campos semánticos –o discursos– fuertemente normativos que delimitaban el marco del ofi cio de juez, cuyas posibilidades y límites habían de variar entonces en función del grado jurisdiccional que ocupasen sus titula-res: valían como tales para todos, pero no se hacían valer a todos por igual145. Los magistrados situados en el grado jurisdiccional supremo (prima facie defi nidos como aquellos de quienes no cabe apelación) planteaban a este respecto una problemática específi ca, derivada de su radical identifi cación con la persona del princeps, que en Castilla y sus Indias venía evidenciada principalmente, como sabemos, por su condición de custodios del sello real. Constituidos precisamente para garantizar el recto ejercicio del ofi cio por los jueces que ocupaban los grados inferiores –esto es, su actuación con conocimiento de causa (que implica según lo alegado y probado) y conforme a derecho– importa saber cómo operaban en su caso estas características defi nitorias de la magistratura, que por otro lado tampoco se mantuvieron sin más está-ticas o meramente ancladas en los principios medievales.

Por un lado, está claro que todo “iudex secundum allegata, non secundum conscientiam iudicare debet”, según rezaba la fórmula medieval146, para destacar que debía proceder como persona pública con conocimiento de causa, en los términos que ya sabemos muy bien expresados por Tomás de Aquino: “[...] iudicare pertinet ad iudicem secundum quod fungitur publica potestate. Et ideo informari debet in iudicando non secundum id quod ipse novit tanquam privata persona,

costituisce un grande potere, consente in sostanza di determinare il precipitato del sistema giuridico nella effettività della sua applicazione [...]” (pp. 374-375).

145 Para la trascendencia que esto cobra en los siglos modernos, con carácter general, GIORGIA ALESSI PALAZZOLO, “Processo penale (diritto intermedio)”, en Enci-clopedia del diritto, t. XXXVI (Milano, 1987), pp. 360-401, esp. 383-388; MASSETTO, Sentenza (nota 138), pp. 1204-1205.

146 Cfr., simplemente, CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. VII (I, pp. 287-293); LOMBARDI, Saggio (nota 13), pp. 164-199; MAYALI, Entre idéal de justice (nota 21), passim y p. 95 para la fórmula, que debe entenderse referida a la conciencia de persona privada (o scientia particular); así como las referencias apor-tadas en la nota 148.

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sed secundum id quod sibi innotescit tanquam personae publicae”147. Arrancando justamente de este dilema moral (o confl icto entre la persona privada y la persona pública del magistrado) y caso a caso la doctrina moderna terminó por resquebrajar la solidez de la cons-trucción medieval, para ir dando entrada en el ámbito decisorio a la conciencia particular del juez cuando en ciertos supuestos estuviere en confl icto con la pública148. El problema es muy complejo, pero aquí sólo interesa el modo como específi camente afectó a aquellos jueces que, como supremos, representaban inmediatamente al príncipe: “Et quod de persona Principis dicimus, extendendum est ad Supremum Senatum, & Regias Chancellarias: quia eius vicem gerunt, & represen-tat”149. A escala europea, muy pronto se formó una corriente doctrinal que defendía con tal argumento que estos magistrados podían actuar –como el mismo príncipe– praeter allegata et probata en la defi nición de la justicia, como entre nosotros sostenía (en la estela de Bártolo y con Decius o Clarus o Menochius) Castillo de Bovadilla: a diferencia de los inferiores, en su opinión los jueces superiores “representan la persona Real, y como el Rey juzgan según Dios en la tierra, la verdad

147 Summa Theologica (nota 8), 2-2, q. 67, a. 3 (III, pp. 434-435). Cfr. JEAN-MARIE CARBASSE, “Le juge entre la loi et la justice: approches mediévales”, en JEAN-MARIE CARBASSE et LAURENCE DEBAMPOUR-TARRIDE (dirs.), La conscience du juge dans la tradition juridique européenne, Paris, 1999, pp. 67-94, esp. 79-86; así como el trabajo de Padoa-Schioppa citado en la nota siguiente (pp. 109-110).

148 Con su habitual claridad, el Espejo de la conciencia (nota 8) resumió el estado del debate a comienzos de la edad moderna (cap. XCV: “Si el juez si deue de juzgar segun lo que delante de el es prouado y no segun la verdad que el sabe”: f. 88rv). Para una primera aproximación sigue siendo válido el viejo trabajo de MAX RADIN, “The Conscience of the Court”, en The Law Quarterly Review, 192 (1932) (=vol. XLVIII), pp. 506-520; que ahora debe completarse con RICHARD M. FRAHER, “Conviction Ac-cording to Conscience: The Medieval Jurists’ Debate Concerning Judicial Discretion and the Law of Proof”, en Law and History Review, 7-I (1989), pp. 23-88, para los primeros tiempos y con relación a lo criminal; JUDIT BELLÉR, “De insontibus non con-demnandis. Confl itti di coscienza del giudice nella giurisprudenza tardo-medievale”, en Materiali per una storia della cultura giuridica, XXI-2 (1991), pp. 293-306; PRODI, Una storia de la giustizia (nota 8), pp. 193-211 y 332-344; y especialmente, ANTONIO PADOA-SCHIOPPA, “Sur la conscience du juge dans le ius commune européen”, en La conscience du juge, pp. 95-129 (obra que contiene otras aportaciones asimismo direc-tamente interesantes a la cuestión).

149 FRANCISCO CARRASCO DEL SAZ, Tractatvs de casibvs cvriae [...] Opvs, tam in praxi, qvam in theorica versantibus, maximè necessarium, Madrid, 1630, n. 14.

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sabida, y por presunciones, aunque no concluyan, y según les dicta su conciencia, y pueden exceder de las leyes”150. A diferencia de lo que ocurría en otros territorios europeos, la cuestión era aquí ciertamente controvertida y tenía en su contra a autoridades tan destacadas como Covarrubias, pero, como es fácil comprender, poco importa que no hubiera una communis opinio formada sobre este punto sustancial, porque si el problema podía plantearse en conciencia, en conciencia debía resolverse... por cada uno151.

Y esto es aún más claro, por otro lado y como el texto de Castillo ya indica, a la hora de precisar qué signifi caba actuar conforme a dere-cho en un orden jurídico trascendente y para unos jueces que decidían con carácter defi nitivo y de manera ordinariamente irreparable las controversias jurídicas. Aquí tenía cabida, desde luego, el problema general que planteaba la ley injusta (evocado al principio, § 1) y que afectaba a los jueces de manera frontal, como de forma inequívoca había expresado también Santo Tomás: “si scriptura legis contineat aliquid contra ius naturale, iniusta est, nec habet vim obligandi [...]. Et ideo secundum eas non est iudicandum”, “sed recurrendum ad aequita-tem, quam intendit legislator”152; pero para lo que ahora interesa debe

150 CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. X, nº 14-17, cap. XXI, nº 134 (I, pp. 313-314 y 682), lib. V, cap. I, nº 137, cap. III, nº 58, al cual pertenecen las citas (II, pp. 451 y 549). La cuestión era debatida en Castilla: DIEGO DE COVARRUBIAS Y LEIVA, Variarum resolutionum, I, “Qualiter iudex est actis ius dicere debeat, aduersus ea, quae priuatim cognouerit”, n. 7 (Opera omnia, I, Salamanca, 1578, pp. 315-326, esp. 322); YÁÑEZ PARLADORIO, Quotidianarum (nota 41), diff. 10, n. 24-26 (pp. 70-71). Cfr. GARRIGA, La Audiencia (nota 38), pp. 388-389; BARTOLOMÉ CLAVERO, “Sevilla, Concejo y Audiencia: invitación a sus Ordenanzas de Justicia”, estudio preliminar de Ordenanzas de la Real Audiencia de Sevilla (ed. facs. de las de 1603-1632), Sevilla, 1995, pp. 5-95, esp. 37-38; MASSETTO, Sentenza (nota 138), pp. 1201-1202, 1205-1207 (y nota 39, sobre los partidarios de una y otra solución); MARÍA PAZ ALONSO ROMERO, “El solemne orden de los juicios. La lentitud como problema en la historia del derecho en Castilla”, en Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 5 (2001), pp. 23-54, esp. 45-46.

151 Como ejemplo claro de lo dicho, véase ADRIANO CAVANNA, “La conscience du juge dans le stylus iudicandi du Sénat de Milan”, en La conscience du juge (nota 147), pp. 229-262, que desde luego interesa también por su planteamiento general (maxime, pp. 237-241).

152 Summa Theologica (nota 8), 2-2, q. 60, a. 5 (“Utrum sit semper secundum leges scriptas iudicandum”), ad primum y ad secundum, respectivamente, para las citas. El argumento fundamental, ad primum: “nec voluntas hominis potest immutare

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considerarse ante todo que en ese marco los tribunales supremos eran la instancia instituida para defi nir en último término la justicia, lo que no podía por menos de tener muy importantes consecuencias. Dejando también aparte que esto venía a sobreponer su condición de ministros de Dios al carácter de aparatos del rey (con todo el potencial político que cualquier confl icto entre ambas “naturalezas” conllevaba153), por de pronto signifi ca que las sentencias fi rmes de las Chancillerías como últimas debían entenderse justas per se, a salvo los pocos supuestos que conforme al derecho propio de Castilla cabían en el recurso ex-traordinario de segunda suplicación con la fi anza de las 1500 doblas para ante la persona del rey, a saber: las causas civiles incoadas en las Chancillerías por nueva demanda que tuvieran por objeto una cosa cuyo valor superase la (elevada) cuantía en pesos de oro legalmente establecida154. En todos los demás casos, y a salvo siempre la posible in-

naturam”, de donde “enim ius positivum locum habet ubi quantum ad ius naturale nihil differt utrum sic vel aliter fi at [...]. Ed ideo nec tales scripturae leges dicuntur, sed potius legis corruptiones” (III, pp. 388-389). Cfr. CARBASSE, Le juge entre la loi et la justice (nota 147), p. 80.

153 Entre los otros de igual procedencia que vengo citando, véase especialmente para este fundamento MARIE-FRANCE RENOUX-ZAGAMÉ, “Répondre de l’obeissance. La conscience du juge dans la doctrine judiciaire à l’aube des Temps modernes”, en La conscience du juge (nota 147), pp. 155-193.

154 Como es sabido, las Cortes de Segovia, 1390, 4, instituyeron la suplicación como grado de revista (o recurso ordinario a interponer ante la propia Audiencia) y la segunda suplicación como recurso extraordinario a interponer, en ciertos supuestos y bajo rigurosas condiciones, directamente para ante el rey, en CLC, II, pp. 476-479 (dividida en NR 4.19.2 y 4.20.1). Cfr. además, Pragm. Medina del Campo, 28.III.1489 (Libro de Bulas y Pragmáticas, ff. 76v-77r); Ord. para abreviar pleitos, Madrid, 4.XII.1502, caps. 30-33 (ibid., ff. 72v-73r); NR 4.17.3 (Pragm. Illescas, 15.I.1419), así como 4.17.5 y 4.19.2. Véase DÍAZ DE MONTALVO, Solemne repertorium, s. v. “Auditores”. gl. Ad regem supplicare; así como PEDRO NÚÑEZ DE AVENDAÑO, “Tractatvs de secvnda supplicatione [...]”, en Qvadraginta Responsa, qvibus plvrimae leges regiae explican-tur; atque illustrantur; necnon nouus, ac diligens tractatus de secunda supplicatione cum poena, &cautione. 1500. duplarum atque alia quorum indicem sequens pagina monstrabit. Salamanca, 1576, ff. 89-100; GONZALO SUÁREZ DE PAZ, Praxis ecclesiastica et secularis, cum actionum formulis et actis processuum hispano sermone compositis, Lugduni, 1739, t. I, p. VII, c. ún. (pp. 211-231). Para su evolución posterior, GARRIGA, La Audiencia, pp. 94-97 y 355-358; LUIS M. GARCÍA BADELL, “La práctica judicial frente a las leyes: la admisión de nuevas pruebas en la Segunda Suplicación”, en J.-M. SCHOLZ (ed.), Fallstudien zur spanischen und portugiesischen Justiz 15. bis 20. Jahr-hundert, Frankfurt a. M., 1994, pp. 369-398. Introducido en las Indias por las Leyes

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tervención del rey por vía de gracia, sus sentencias de revista devenían irremediablemente fi rmes e inatacables como legítima determinación de la justicia que eran. Es verdad que, quizá generalizando una práctica desarrollada precisamente al calor de las súplicas elevadas al rey en persona para que revisara por gracia las sentencias fi rmes (y por ende, jurídicamente inatacables) de las Audiencias, se confi guró tardíamente un recurso extraordinario para evitar que tales sentencias surtieran efecto de cosa juzgada cuando hubiese una causa bastante –que se dio en llamar injusticia notoria– para revisar el proceso155. Introducido en las Indias por Real Cédula de 24 de febrero de 1712, y nunca bien per-fi lado, el problema que allí como aquí planteaba este recurso era cómo determinar la “injusticia notoria” de unas sentencias que guardaban en secreto sus motivos y eran dictadas por unos tribunales que actuaban como el mismo rey en la defi nición de la justicia156... Y es que en este orden la sentencia, como ha escrito Ajello, es “motum animi y en el

Nuevas, 1542, [12] y [13], véanse para la situación legal posterior, por ejemplo, la RP Malinas, 20.X.1545 (Cedulario, II, pp. 50-51), y las Ord. 1563, [5] y [21]; así como RI 5.13: “De la segunda suplicación” (cfr. LEBRÓN Y CUERVO, en sus Notas, pp. 471-473). Señala muy bien las especialidades indianas en la materia, SUÁREZ DE PAZ, Praxis, t. I, p. VII, c. ún., nº 49-58 (pp. 219-220); a quien siguen los posteriores, como: JUAN DE HEVIA BOLAÑOS, Curia Philipica, primero, y segundo tomo. El primero, dividido en cinco partes, en las que se trata breve, y compendiosamente de los Juicios civiles y criminales, eclesiasticos y seculares, y de lo que sobre ellos está dispuesto por Derecho, y resoluciones de Doctores: útil para los Profesores de ambos Derechos y Fueros, Jueces, Abogados, Escribanos, Procuradores y otras Personas. [...] [1603], Madrid, 1797 (ed. facs., Valladolid, 1989), p. V, § 5 (pp. 256-258); SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. XVII, nº 4-16 (IV, pp. 272-276).

155 Como se desprende del interesantísimo tratamiento de CARRASCO, Tractatus (nota 149), nº 162-189 (pp. 30-34), que no puedo detallar ahora.

156 Cfr. AA 4.20; y para la RC 24.II.1712, apud FRANCISCO ANTONIO DE ELIZONDO, Práctica universal forense de los Tribunales de España, y de las Indias [...], t. VI, Madrid, 1794, cap. X (n. 35), todo él interesante a la cuestión; al igual que [J. Acedo Rico] CONDE DE LA CAÑADA, Instituciones prácticas de los juicios civiles, así ordina-rios como extraordinarios, en todos sus trámites, según que se empiezan, continúan y acaban en los Tribunales reales, t. I, 2ª ed., Madrid, 1794, p. III, cap. V; ANTONIO MARTÍNEZ SALAZAR, Colección de memorias, y noticias del gobierno general, y polí-tico del Consejo: lo que observa en el despacho de los negocios, que le competen: los que corresponden a cada una de sus Salas: Regalías, Preeminencias y Autoridad de este Supremo Tribunal [...], Madrid, 1764, cap. X (pp. 124-132).

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animus del magistrado está la única garantía de legalidad ofrecida por el ordenamiento”157.

Más que en ningún otro, pues, el juicio pertenecía en el caso de los supremos a la intimidad de la conciencia de cada magistrado, que no por nada procuraba ser también doctrinalmente encaminado por la senda de la opinión común, formada –se decía– por “la escrita, y bien cimentada y practicada jurisprudencia”, esto es, para la expresión de los consensos jurisprudencialmente establecidos acerca de lo jurídico (bajo la forma de ius naturale y equidad u otras expresiones al efecto equi-valentes)158. Cuando el rey decía, con frase tópica, que descargaba ante Dios su conciencia en los magistrados, decía también que encargaba la conciencia de los magistrados ante Dios, transfi riéndoles, si así puede decirse, su más sagrada obligación: “quia conscientia Magistratus vna est cum conscientia Principis”159. No en vano este acto quedaba sellado con un juramento (en el sentido más religioso del término), por el que el magistrado comprometía –así debe entenderse– la salvación de su alma inmortal. Si el primer tramo de aquella frase califi caba como regia la conciencia de los magistrados, estableciendo una suerte de arcana comunión que los cualifi caba para decir el derecho con la voz del rey (y

157 RAFFAELE AJELLO, Arcana juris. Diritto e politica nel Settecento italiano, Napoli, 1976, pp. 338-343.

158 SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V. cap. VIII, nº 29: “Y esto será más cierto, si siguiéramos la doctrina de los que enseñan que estamos obligados á seguir, quando juzgamos ó aconsejamos las opiniones comunes y más aprobadas ó probables y que pecan los que hacen lo contrario, como ponderando para ello algu-nos textos y doctrinas de Santo Tomás y de muchos antiguos Teólogos y Juristas, lo dicen Navarro, Covarrubias y otros infi nitos que refi eren Cateliano Cota, Zevallos y Torreblanca [...] Y Juan Sánchez despues de haver disputado bien este punto de las opiniones comunes y probables, también concluye que estará seguro en conciencia el que reduce y sigue en práctica opiniones Escolásticas y Teóricas, si siente con juicio cierto y especulativo que son probables; pero no si este juicio fuese cierto y fi rme, porque en esa duda más se debe arrimar á la comun opinion” (IV, pp. 126-127). Cfr. MASSETTO, Sentenza (nota 138), pp. 1207 ss., para una elaboración doctrinal de alcance europeo sobre este punto.

159 MASTRILLO, De magistratibus (nota 45), lib. III, cap. I, nº 19-20: “et proinde Princeps conscientiam suam Magistratibus conmictit, vt in pacifi co statu subditos teneant, reddendo vnicuique quod suum est, licet Princeps maior sit honore” (pp. 236-237). Ha destacado esta idea muy bien BARTOLOMÉ CLAVERO, “La Monarquía, el Derecho y la Justicia”, en E. Martínez Ruiz y M. de Pazzis Pi (coords.), Instituciones de la España Moderna, I, Las jurisdicciones, Madrid, 1996, pp. 15-38.

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llegado el caso, les obligaba a seguir los dictados por gracia de la real conciencia), el segundo identifi caba esta conscientia judicialis como el ámbito (o foro) donde Dios juzgaba su alma, literalmente: “porque en la forma que con justicia ó injusticia juzgare a otros, asi debe esperar y sepa que ha de recebir el [magistrado] el juicio de Dios”160. Por eso, ante un caso judicial cualquiera el oidor siempre podía argüir para exonerarse “que no hay precepto de ley ni de Rey que pueda obligarles á fi rmar, ni cooperar en este pecado”; con qué consecuencias, pudo experimentarse en las cada vez más frecuentes resistencias opuestas por (o desde) los tribunales a las iniciativas reales contrarias a la posición (e intereses) de unos magistrados que se erigían por esta vía en garantes del orden constituido (o sea, en obstáculos ante cualquier reforma ensayada para alterar el statu quo tradicional)161.

Solórzano citaba al jurista catalán Pere Fontanela para recordar “que sin duda tienen algo de divinidad estas Congregaciones que Dios

160 SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, n. 21, como parte de la inscripción que fi guraba a la entrada de la Curia de Ratisbona (IV, p. 124). Para la frase que sigue, ibid., nº 55 (IV, p. 134).

161 Que era, a fi n de cuentas, la función que reconocidamente tenían, como los reyes gustaban de cuando en cuando amonestar. Así, p. ej., Felipe IV a su Consejo de Indias, en mayo de 1642: “Siendo en el govierno de mis Reinos el unico objeto de mis deseos la conservación de nuestra Religion en su mas acendrada pureza, i aumento; el bien, i alivio de mis Vasallos; la recta administracion de la Justicia; la extirpacion de los vicios, i exaltacion de las virtudes; que son los motivos, porque Dios pone en manos de los Monarcas las riendas del govierno; i atendiendo por consiguiente à la seguridad de mi conciencia, que es inseparable de esto, [...] he querido [...encargar al Consejo] vigile, i trabaje con toda la mayor aplicacion possible al cumplimiento de esta obligacion, en inteligencia de que mi voluntad es que en adelante no solo me represente lo que juzgare conveniente, i necessario para su logro, con entera libertad Christiana, sin detenerse en motivo alguno por respeto humano, sino que tambien replique à mis resoluciones siempre que juzgàre (por no averlas Yo tomado con en-tero conocimiento) contravienen à qualquiera cosa que sea, protestando delante de Dios no ser mi animo emplear la autoridad, que a sido servido depositar en mi, sino para el fi n, que me la ha concedido; i que Yo descargo delante de su Divina Magestad sobre mis Ministros todo lo que executàre en contravencion de lo que les acuerdo, i repito por este Decreto, [...]”. (Autos acordados, II.4.70). Reproducido por Felipe V en su Real decreto 10.II.1715, que publica JUAN JOSEPH MATRAYA Y RICCI, Catálogo cronológico de Pragmáticas, Cédulas, Decretos, Ordenes y Resoluciones Reales generales emanados después de la Recopilación de las Leyes de Indias (1819). Adv. prelim. de J. M. Mariluz Urquijo, Buenos Aires, 1978, n. 397. Véase más adelante, § 9 y la bibliografía allí citada.

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constituyó en la tierra para administrar justicia y que parece que las asiste para que siempre juzguen y arbitren lo que es conforme á razón, equidad y justicia”. Pero esto no le impedía apostillar, por su parte, que las sentencias y resoluciones de las Audiencias “suelen tener muchas veces mucho de caso fortuito [...]; porque en efecto son hombres los que las toman”162.

§ 8. La determinación de la justicia (ii): aritmética de los votos y secreto

Aunque las decisiones judiciales debían entitativamente ajustarse a derecho (como expresión de iurisdictio que eran), un orden jurídico tan abierto como aquél en rigor impedía reconducir efectivamente la justi-cia judicial(mente declarada) a criterio cierto de objetividad normativa: determinada en conciencia por cada uno de los jueces del caso, en aquel orden –trascendente y plural, probabilista y tradicional– la justicia era al cabo resultado de la espontánea concurrencia del número señalado (y por el procedimiento debido) en una misma solución, como aleccionaba Solórzano: “al que vota no le toca mirar lo que ha de salir resuelto por mayor parte, sino lo que él, en Dios, en su conciencia y prudencia debe votar y aconsejar, informado de buena y desapasionada razón su dictá-men”163. A escala general, esta disposición de cada magistrado determi-naba –ni más ni menos– que la justicia resultara del consenso y fuese –como he escrito otras veces– una cuestión de cantidad: tanta tiene la parte como votos recibe su causa. El problema de la justicia se resolvía, en términos institucionales, mediante la aritmética de las instancias y los votos, es decir, decidiendo qué número de jueces debían concurrir para considerar defi nitivamente resuelto un pleito (entiéndase, decla-rado el derecho que convenía en justicia al caso), sea sucesivamente a través de la escala vertical de los recursos (exigiendo la conformidad de tres sentencias para hacer cosa juzgada)164, sea simultáneamente en

162 SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, nº 58-59 (IV, pp. 134-135).

163 SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, nº 42 (p. 131).164 Para la regla común, Gvl. DVRANDI, Specvlvm ivris, Ioan. Andreae, Baldi,

reliqvorvmq. Praestantiss. I. V. Doctorum Theorematib. Illustratum, & ab innumeris errorib. repurgatum [...]. Pars Prima & Secunda. Basileae, 1574 (ed. facs., Scientia

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el plano horizontal de los tribunales supremos, estableciendo el número de votos necesarios para sentenciar, que es el que aquí importa.

Como una pieza clave de aquel modelo que sin duda era, las orde-nanzas regularon con sumo detalle tanto el proceso de formación de la decisión judicial que culmina y se expresa en la sentencia del tribunal, como los requisitos de validez que debía cumplir.

Prima facie, acogieron la solución impuesta por los Reyes Católi-cos en 1489 y característica desde entonces del modelo jurisdiccional castellano, al concretar el principio de mayoría para la determinación de los pleitos (que era la regla comúnmente establecida) en la exigencia de tres votos conformes de toda conformidad, con la excepción de los llamados de menor cuantía y el resultado de arbitrar un procedimiento –la remisión del pleito– cuando la discordia de sus jueces impidiera alcanzar la mayoría requerida. Sin embargo, el peso de la peculiaridad indiana se dejó sentir muy pronto en este extremo. Por una parte, pre-viendo los inconvenientes de la distancia, desde un primer momento se dispuso que, en caso de enfermedad, ausencia larga o muerte de

Verlag Aalen, 1975), lib. II, partic. III, 8 § Quoties, con indicación de los textos ro-mano-canónicos (I, pp. 853-854); fue recibida en Castilla por P 3.23.25 (“Ca tenemos que el pleyto, que es judgado, e esmerado por tres sentencias es derecho, e que graue cosa seria auer a esperar sobre vna misma cosa la quarta sentencia”), que concuerda G. LÓPEZ, en su gl. “Tercera vegada” (con remisión a la ley de Segovia, 1390, que sería recogida en NR 4.19.2 y 4.20.1); en igual sentido, P 3.24.4, con los comentarios de G. LÓPEZ en sus gl. “O del adelantado” y “Los juyzios sobre dichos”; Ord. para abreviar pleitos, Madrid, 4.XII.1502, cap. 26 (Libro de Bulas y Pragmáticas, ff. 71v-72r), que pasó a ser el precepto básico y quedó recogido en NR 4.17.5 (que concuerda con 4.19.2). Para la práctica seguida y algunas excepciones introducidas, SUÁREZ DE PAZ, Praxis, t. I, p. VI, cap. II: “De prima supplicatione” (pp. 208-209). Y recuérdese que, no obstante, bastan dos sentencias (vista y revista) para fenecer los pleitos comenzados por nueva demanda en las Audiencias, salvo los casos en que cabe segunda suplicación y, más tarde, injusticia notoria, como bien recuerda MATHEU Y SANZ, Tractatus, Con-trov. LXX, n. 4: “quia licet de iure communi tres sententiae conformes requirantur, ut res judicata resultet, a qua provocare licitum non sit [...] De jure nostro Hispano si sententiae supremi Senatus sint duae tantum, suffi ciunt, a quibus amplius provocare non licet [NR 2.4.22], ita ut litterae executoriales expediantur, & via executiva ex tunc procedantur” (p. 347). Para las Indias, véase ahora RI 2.15.121 (Aranjuez, 6.III.1596 y Madrid, 20.VII.1626): “Nvestras Audiencias Reales sentencien en vista y revista todos los pleytos de sus distritos, que en ellas se començaren y siguieren, y no los remitan al nuestro Consejo; y si las partes se sintieren agraviadas, se podrán presentar ante Nos en grado de segunda suplicacion [...] y seguir su justicia, como les convenga”.

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alguno de los oidores, los dos restantes, seyendo conformes, pudiesen determinar tanto las causas civiles como las criminales que no fueren de muerte o mutilación de miembro. Este régimen, que salva todavía el principio de la mayoría de tres votos y no altera –en consecuen-cia– el patrón castellano, se consolidará en la Audiencia de México y, al parecer, aunque ya tardíamente, también en la de Lima165. Por otra parte, sin embargo, a partir de 1563 el régimen previsto ab initio como excepcional fue elevado a regla para las restantes Audiencias, de modo que para la determinación de cualesquiera pleitos bastará en ellas “lo que a la mayor parte paresciere... aunque la mayor parte no sean mas que dos”166. Así, sin ninguna otra modifi cación sustantiva, la correc-ción introducida por el derecho castellano en el derecho común, fue suprimida para adaptarlo a la realidad indiana (y con el fi n de facilitar la adopción de decisiones). Éste fue el régimen, así distinto para las de México y luego también Lima que para las restantes Audiencias, que se consolidó, a tenor de la Recopilación de 1680167, donde además resul-

165 Ord. 1528, cap. 9 (que, salvo en México, admiten incluso la determinación por un solo oidor no aviendo mas, aunque en tal caso con apelación para ante Nos), el cual debe entenderse ratifi cado por las Leyes Nuevas (que se limitan a exigir dos votos conformes de toda conformidad para la determinación de los pleitos de menor cuantía, establecida en 500 pesos de oro). Para la Audiencia de México, cfr. Auto acordado 15.I.1574 y 10.XI.1575 (Montemayor, Recopilación (nota 117), CXL, p. 80). Al parecer, la de Lima siguió el régimen de las restantes Audiencias (que señalo a continuación en el texto) hasta que la RC 22.IX.1626 ordenó “que para hazer sentençia aya de hauer tres votos conformes” (Consulta del Consejo de Indias al rey, Madrid, 11.VII.1630, dando cuenta de la falta de jueces que padece esta Audiencia: AGI, Lima, leg. 104A, s. fol., pero como parte de un interesante expediente formado en 1692 sobre la necesidad de proveer plazas para la misma); en el mismo sentido, SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, nº 47 (IV, p. 132).

166 Ord. 1563, cap. 6 (con otras determinaciones para el caso de que sólo hubiera uno), revalidado por Ord. 1596, cap. 14; que junto con disposiciones de 20.XI.1578 y 23.V.1607 formaron RI 2.15.97.

167 RI 2.15.88 (RC Aranjuez, 24.IX.1588 y Madrid 22.IX.1626), que conviene transcribir: “Declaramos y mandamos, que en nuestras Audiencias de las Indias sea y se deve tener por menor quantia para la vista y determinacion de los pleytos trescientos mil maravedis, y que no excediendo de esta cantidad, los puedan ver y determinar dos Oidores por votos conformes de toda conformidad, y tambien puedan conocer y determinar en todas instancias los pleytos de mayor quantia, con la misma calidad, como no sea en las de Mexico y Lima, en las quales es nuestra voluntad, que para ver y determinar los pleytos de mayor quantia concurran tres votos conformes de toda conformidad, segun está dispuesto por las leyes de estos nuestros Reynos de

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taron compendiosamente recogidas el conjunto de disposiciones que, a partir del derecho castellano, fueron perfi lando el que debía seguirse en las Indias para resolver las discordias y cuyo detalle no parece ne-cesario especifi car aquí168.

Un régimen como éste sólo podía prosperar si cada magistrado vo-taba libremente, pero todos asumían la decisión que fi nalmente resulta-re, para que –aparentemente incontrovertida– apareciese ante el público como justa. De ahí la cuidadosa economía organizativa desplegada en las ordenanzas para garantizar la mutua independencia de criterio de los jueces en el seno de los tribunales (i. e., en el acuerdo):

Y supuesto que [...] las Audiencias de las Indias y las demás se hicieron y fundaron para que se entendiese mejor la verdad y justicia de los litigios y litigantes que mientras pasa por más ojos y votos sale más acendrada, la primera ley de ellas, y de sus Acuerdos es y debe ser que cada qual pueda decir y diga libremente lo que sintiere y que disentir en los votos no induzca en manera alguna disension ni discordia en los ánimos de los sufragantes ni disminuya su amistad169.

No se trata sólo de la política orientada a evitar la coincidencia de oidores vinculados por parentesco o con lazos de familiaridad en un mismo tribunal170, sino también de la dinámica organizativa de

Castilla”. Para las equivalencias de moneda y alguna indicación sobre la actualización de la cantidad, AYALA, Notas, pp. 199-200.

168 Cfr., especialmente, RI 2.15.97-104, con las Notas de AYALA, que suelen ex-plicar el origen y a veces el sentido de las disposiciones originales.

169 SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, n. 32-42, donde desarrolla ampliamente y con gran acopio de autoridades su argumento (IV, pp. 127-131). Y con más detalle en su “Papel político, con lugares de buenas letras, sobre la variedad de los dictamenes de los hombres, asi en el juzgar, como en el discurrir, a cerca de cualquier cosa”, en Obras varias posthumas (nota 66), pp. 201-208. Para su fundamentación en el derecho común, AJELLO, Continuitá e trasformazione (nota 32), pp. 60-110.

170 Basta recordar las sucesivas ordenanzas del Consejo de Indias, directamente procedente de la Instruccion i reglas dadas a la Cámara de Castilla (Madrid, 6.I.1588, recogidas en la recopilación de Autos acordados 1.6.4), cap. 21, y refundidas en RI 2.2.35: “Los del nuestro Consejo de Indias estarán advertidos de no proponer cuña-dos, ni primos hermanos, ni otros deudos mas propinquos para una Audiencia, por excusar la parcialidad, que de ordinario es de mucho inconveniente. Y porque podria

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las salas171, una y otra en respuesta a igual orientación, que se hacía especialmente visible en el régimen de funcionamiento interno de los acuerdos: la votación debía comenzar por el más moderno y avanzar por orden de antigüedad, para evitar que la auctoritas de los antiguos pudiera coartar la libertad de voto de los nuevos, que era también la razón que justifi caba la expresa prohibición de entablar cualquier forma de discusión o deliberación entre los jueces para la determinación de la justicia172. Todo esto se consideraba necesario para garantizar la íntima libertad de los magistrados al votar, desideratum que, sobre contar con

haber el mismo en los que son de un Colegio, y casi tan grande en los naturales de un Pueblo, tendrán consideracion á todo esto en lo que se nos consultare”. Cfr., a este respecto: consulta de la Cámara de Indias (Madrid, 2.VII.1646) sobre la pretensión de Dª Catalina de Velasco (perteneciente a la cámara de la infanta) de que se haga merced de una plaza de oidor de la Audiencia de Lima a don Antonio de Urrutia, con quien tiene tratado de tomar estado, Colección, II-1, n. 264: pp. 402-404): consulta de la Cámara de Indias (Madrid, 15.VII.1647) sobre la pretensión de Jerónimo de los Ríos, sumiller, de que se le haga merced de una plaza de oidor de la Audiencia de Lima para quien casare con una hija suya (ibid., n. 276: pp. 418-419); RÍPODAS, El matrimonio (nota 130), p. 328.

171 MONTEMAYOR, Recopilación (nota 117), XXIV: Auto acordado de la Audiencia de México de 6.VI y 31.VII.1608, 2.X.1609 y 31.X.1617: “Que haya en esta Audiencia dos Salas fi xas como en las demas Chancillerías de los Reynos de Castilla, mudándose de dos en dos meses los Oydores de unas á otras Salas. Y habiendo copia de Jueces y pareciendo convenir, se pueda ordenar tercera Sala de dos Jueces, para menor quan-tía”; en el mismo sentido, XXVI: Decreto y Orden del virrey de 15.I.1676, que es quien realiza el reparto (seguido de una nota que indica que ahora únicamente se realiza a principios de año); vid. también XXVIII y XXX (pp. 20-22). Para la consideración jurídica de las salas como territorios y los problemas que ocasionaba la distribución de magistrados, es importante SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. III, n. 63-71 (IV, pp. 56-59); AYALA, Notas a 2.15.61 (pp. 190-191).

172 Para Castilla, NR 2.4.6, y para Indias Ord. 1563 y RI 2.15.183, que SOLÓRZANO, siguiendo a la doctrina castellana, explica así: “para otras cosas se suelen preferir los antiguos y por ventura tambien conviniera hacer en estas lo mismo, porque pudieran instruir á los nuevos, todavia pudo y obró más el defecto de que huviese libertad en el decir y votar. La cual quizás no fuera tan entera si los más antiguos huvieran votado primero, porque no se atrevieran á contradecirles” (Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, nº 36: IV, pp. 128-129). Sobre la forma de votar, cfr. las recomendaciones que, con los argumentos y reproduciendo los ejemplos habituales entre los juristas, éste mismo ofrece a los oidores, ibid., nº 21-42 (pp. 124-131). La RC 28.XI.1714 or-dena a la Audiencia de México: “y si los Ministros no tuvieren que añadir á lo que hubiesen votado, no funden su voto” (BENTURA BELEÑA, Recopilación sumaria de las Providencias (nota 117), nº LXXXVII, p. 98).

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una amplia tradición doctrinal, estaba muy encomiado en el modelo judicial castellano. Por una parte, el criterio doctrinal favorable a que las votaciones comenzasen por el oidor más nuevo173, formaba parte del estilo de los tribunales castellanos y acabó por ser consagrado para las Audiencias de las Indias por la Recopilación de 1680 mediante ley elaborada ad hoc:

Porqve nuevamente se ha dudado si al tiempo de votar los pleytos y negocios de govierno, guerra, justicia, hazienda, y todos los demás, civiles y criminales, se ha de començar á votar por los Iuezes anti-guos, ó modernos. Declaramos y mandamos, que en esto se guarde el estylo de nuestros Reales Consejos, Chancillerias y Audiencias de estos Reynos de Castilla, y que comiencen á votar los mas modernos, y prosigan los siguientes en antiguedad, hasta llegar á los que ocuparen los primeros lugares174.

Por otra parte, para sorpresa de quienes no estaban hechos a su estilo, en los acuerdos de los tribunales castellanos los magistrados votaban cada uno por sí, pero no debían debatir en común175. La opi-

173 NR 2.4.6: “Mandamos, que en el nuestro Consejo, los mas nueuos voten primero: y porque en el votar aya mayor deliberacion, y secreto, no estè dentro otro alguno, ni Relator, ni escriuano...”. Desde luego, se insiste mucho en esto, “en contra de lo que regularmente se dispone en Derecho”, para preservar su íntima libertad y que no tengan “recelo de contradecirles”, como se hace en casi todos los tribunales de Europa. Por esta misma razón y sobre el modo de votar los negocios, citando la Rota, Nápoles, Sicilia, Lusitania, Francia, Piamonte. Repetido por todos: CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. II, cap. VII, n. 37 (II, pp. 98-99), sobre la libertad, lib. II, cap. VI, n. 6, con muchos textos de autoridad (I, p. 278); ELIZONDO, Práctica universal forense (nota 156), III, pp. 278-282, esp. 280.

174 RI 2.15.183. AYALA, Notas: tras aducir la razón y su importancia, añade: “por tanto, debiase añadir á esta Ley, que ninguno al principio, medio, ni fi n hablase en el asunto directe ni indirecte hasta que huviesen del todo, cada uno en su lugar, votado categoricamente; no dimidiando la votacion, por ninguna causa, para continuarla otro dia” (p. 242).

175 Véase el arranque del interesantísimo texto de CRISTÓBAL CRESPI DE VALDAU-RA, Observationes illustratae decisionibus Sacri Supremi Regii Aragonum Consilii, Supremi Consilii S. Cruciatae, & Regiae Audientiae Valentinae, Lugduni, 1677, “De absentium voto non admittendo, tam à jure communi, quam a nostro” (pp. 147-156), maxime nn. 2-12 (p. 149).

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nión de Solórzano –compartida en realidad por todos176– es concluyente en este punto: reprueba severamente a aquellos que padecen el mal natural de la elacion y arrogancia, “que parece que los pleitos agenos los querian hacer propios porfi ando en la defensa de su dictámen y despreciando ó aborreciendo á sus compañeros si no le seguían”. Y, en nombre de la libertad en los votos, ensalza aquel texto maravilloso de nuestro Reyno (NR 2.5.45) que ordena: “Que al tiempo de votar, cada uno diga su voto libremente, sin decir palabras, ni mostrar voluntad de persuadir á otros que le sigan y que tengan silencio y no atraviesen, ni atajen al que votare”. Para ello es imprescindible, por último, que quien actúe como cabeza del acuerdo no coarte sino que abiertamente fomente la libertad en el votar –motivo que suele considerarse al calor del rescripto Digna vox–, “sin hacer alguna demostracion de su gusto, ni sentirse de que haya opiniones diversas, ó contrarias de la suya en los casos que se ofrece haberlas de declarar”177.

En estas circunstancias, no puede extrañar que el acusado grado de incerteza propio de aquel orden a menudo difi cultase enormemente la

176 Así, MATIENZO, Gobierno del Perú (nota 64), p. II, cap. IV, con relación a la Audiencia de Charcas, ord. xxviii, muy expresivamente: “Item, que en el votar haya toda libertad, diciendo cada uno su voto, comenzando el más nuevo, y ansí por su orden, dando si quisiere, o no, las razones de su voto, y naide replique, ni procure de persuadir mostrándose apasionado a atraer a otros a su voto, diciendo: no hay ley que tal diga, sino libre y desapasionadamente den sus votos cada uno; y si fuere negocio dudoso en Derecho, y el presidente diere licencia para que se examine entre todos la verdad, lo pueda hacer, viendo que nenguno de ellos tiene pasion, porque teniéndola, no ha de dar licencia para ello” (pp. 223-224).

177 SOLÓRZANO, Papel político (nota 169), p. 208: “De todo lo que hasta ahora ave-mos dicho se sigue, quan justo, y conveniente es, que entre los que con igual mando, y autoridad asisten á la determinacion de las causas, y govierno de la República, haya toda libertad en los votos, y pareceres, que sin alterarse, ni tenerse por ofendidos, ni dar á entender que desean atraer á los otros a su opinion, dexen que cadaqual diga, y juzgue libremente lo que sintiere, de donde con mas fuerte y apretada razon se coli-ge, quánto más importante y conveniente será, que el Príncipe, ó la persona que está en su lugar, y no ya como igual sino como superior, y cabeza preside en semejantes acuerdos, procure quanto en sí fuere dexar en su entera libertad á los Jueces, sin hacer alguna demostracion de su gusto, ni sentirse de que haya opiniones diversas, ó contrarias de la suya en los casos que se ofrece haberlas de declarar, porque el mayor poder y autoridad del imperio que tiene, le necesita con mas estrechez á la observancia de leyes tan justas, y como se aventaja en el mando, se aventajaría en el daño, si con palabras ó acciones contraviniese al intento á que se enderezan”.

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decisión judicial y en los casos más difíciles pudiera llegar a imposibi-litar, pura y simplemente, la adopción de cualquier solución conforme a (y por el procedimiento establecido de) derecho: si no las abocaban ex ante, estos supuestos podían llevar a las partes ex post a desembo-car en formas de justicia privadas –probablemente muy difundidas–, para evitar los retrasos (y consiguientes costos) que la discordia de los jueces suponía178. Estas difi cultades – que eran consustanciales al modelo y no meramente aleatorias– sin duda justifi can las cautelas reglamentarias que rodeaban y buscaban proteger la decisión: una vez acordada, la sentencia había de ser inmediatamente redactada y debía ser fi rmada por todos los magistrados concurrentes a su formación, aunque hubieren votado en discrepancia con la mayoría. Por mucho que pueda hoy parecerlo, nada de esto era entonces irrelevante, sino esencial para la consecución de la justicia: la sentencia debía ser fi rma-da inmediatamente para evitar que las “negociaciones” de las partes u otra cualquier circunstancia indujera alguna variación en el sentido de los votos que deshiciera el acuerdo alcanzado. Y debía ser fi rmada por todos, para preservar los votos de cada uno en secreto (del que de-pendía su imparcialidad, o sea, la confi anza futura de los pleiteantes) y así crear la apariencia de unanimidad que exigía la imagen, es decir, la credibilidad de la justicia real179. Esto se consideraba fundamental. Siguiendo la opinión común, decía Solórzano que este estilo “se funda en la vulgar regla del derecho que enseña, que lo que se hace ó resuelve

178 Evidentemente, los oidores tenían prohibido comprometer los pleitos deduci-dos por justicia ante la Audiencia. Véanse los datos que aporto en La Audiencia (nota 38), pp. 178-179; y el argumento que construye JESÚS VALLEJO, “Amor de árbitros. Epi-sodio de la sucesión de Per Afán de Ribera el Viejo”: J.-M. SCHOLZ (ed.), Fallstudien zur spanischen und portugiesischen Justiz 15. bis. 20. Jahrhundert, Frankfurt a. M., 1994, pp. 211-269. Para una panorámica general de la práctica novohispana, MARÍA R. GONZÁLEZ y TERESA LOZANO, “La administración de justicia”, en WOODROW BORAH (ed.), El gobierno provincial en la Nueva España (1570-1787), México, 1985, pp. 75-105.

179 En origen, Ord. 1489, cap. 15, refundida con otras en NR 2.5.41 (vid. también 26 y 2.7.6). Y, como dice Solórzano, en términos del derecho municipal de las Indias, la RC El Bosque de Segovia, 19.X.1565 (=RI 2.15.107), para que “fi rmen todos los Iu[e]zes lo que por la mayor parte se huviere resuelto..., aunque hayan sido de voto y parecer contrario”, con el argumento: “Que es esto lo que conviene para el mejor despacho de los pleytos y que se guarde el secreto de los votos de ellos y se conserve entera conformidad entre los Oidores que los votaren” (Cedulario, II, p. 89; vid. tam-bién RC 18.V.1572=RI 2.15.103; cfr. AYALA, Notas (nota 82), ibid., pp. 206-207).

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por la mayor parte de los votos de una comunidad, es visto hacerse y resolverse por todos los que concurren en ella, y en duda se tiene y presume por justo”. Ahora bien, visto lo visto, ¿realmente podía ser obligado el juez discrepante a suscribir un fallo que en conciencia aborrecía o consideraba injusto? No todos pensaban que sí180. Según nuestro jurista, que aduce ciertos casos que vivió como oidor en la Audiencia de Lima, algunos decían “que no hay precepto de ley ni de Rey que pueda obligarles á fi rmar, ni cooperar en este pecado”, pero en su opinión: “el fi rmar lo que sale votado por mayor parte, no es apro-barlo, ni consentirlo, sino obedecer á la ley, que por razones superiores y concernientes al bien público, ordena que fi rmen todos”, quedando a los disidentes, en fi n, el “recurso de asentar su voto con todas las pro-testaciones y reclamaciones que por bien tuvieren, en el libro secreto”. En caso contrario, concluye, se quebrantaría el secreto de los acuerdos y padecería la autoridad y respeto de las sentencias, y aun el lustre y estimación de las Audiencias reales que las dictan...181. Para evitar este resultado y al tiempo dejar constancia de la discrepancia, los votos que recayeren en pleitos de cuantía superior a los 100.000 mrs. debían asentarse –sin motivar– en un libro, el libro de votos, que el presidente tenía la precisa obligación de mantener secreto “y en buena guarda”, hasta el punto de haber de jurar expresamente “que tendrá secretos los votos y libro, y no los revelará á persona alguna sin nuestra licencia

180 Cfr. RC 19.III.1565: informado el rey de que en la Audiencia de Charcas, una vez votados los negocios, “no se fi rmaban las provisiones y Autos por lo que avian sido de Voto contrario de que se originaban inconvenientes al buen despacho”, mandó que “en qualesquiera negocios que se huvieren de determinar en ella el Acuerdo, lo que la mayor parte votase fi rmase por todos los demás, ya Sentencia, Autos, Provisio-nes, ú otra cualquier cosa” (AYALA, Diccionario (nota 91), s. v. “Audiencias”, n. 10: I, p. 17). En las muy interesantes Ordenanzas para esta Audiencia que proyecta MATIENZO, Gobierno del Perú (nota 64), p. II, cap. IV, se ocupa de este punto en la ord. xi, con relación a cualquier negocio (de justicia o de gracia o gobierno), con obligación de fi rmar todos: “y si en algun caso se dudare si son obligados a fi rmar todos, que se vote sobre ello, y lo que se acordare por la mayor parte, se haga”, con graves sanciones a los incumplidores (p. 221).

181 Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, nº 53-58: IV, pp. 133-135). Y esto tenía sus consecuencias, dado que “exempla supremorum iudicum et tribunalium multum attendi et venerari debent”, ponderando su autoridad con gran aparato de autoridades, “ut eadem forma in similibis casibus procedantur” (De Indiarum iure, lib. II, cap. XXIV, nn. 65-67: pp. 448-451). Cfr. MATIENZO, Gobierno del Perú (nota 64), p. II, cap. IV, ord. xiv, muy expresivamente: “de manera que el pueblo no entien-da que entre ellos hay disinsiones, y en todo guarden secreto [...]; y para esto se les encargue las conciencias” (p. 222); ELIZONDO, Práctica universal forense (nota 156), II, p. 348; III, pp. 280-281.

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y especial mandado”182. Como muchas otras, es muy posible que esta cautela no siempre fuese tan rigurosamente cumplida183, pero no por ello dejó de estar claro en todo momento la importancia que tenía “la cosa más sagrada de los Tribunales, que es el secreto”184.

182 Ord. 1489, cap. 14, que ordena: “syn poner cabsas y razones algunas de las que les mueven”; formó NR 2.5.42 (vid. también: 1.45 y 2.4.8 y 33). Para las Indias: Ord. 1563, cap. 11 y Ord. 1596, cap. 19, que formaron RI 2.15.156, reproducción a la letra de NR 2.5.42 (con omisión del último inciso: cfr. AYALA, Notas [nota 82]), cuyo fundamento es muy expresivo: “Porque muchas vezes sucede, que despues de dadas las sentencias por nuestros Presidentes y Oidores, y aun despues de fi rmadas, alguno, ó algunos de los Iuezes dizen, que no votaron, ó sus votos fueron contrarios, á lo que por ellas parece, de que nacen diferencias entre los susodichos, y dan á las partes ocasion de quexarse, que injustamente fueron condenados, y las cartas executorias de las tales sentencias se difi eren, y á vezes no se cumplen” (vid. también la ley 102). Cfr. AYALA, ibid., pp. 233 y 206, respectivamente, que recuerda: “Estos libros no pueden extraerse para otro efecto que el insinuado en la Ley, ni menos darse certifi cacion de los votos de los ministros sin expresa orden de SM”, como recordaría en cierto caso la RC 28.IV.1758, que resume ibid. Véase además la RC 16.IV.1703, recogida por AYALA, Diccionario (nota 91), s. v. “Audiencias”, n. 85 (I, p. 37). Un magnífi co ejemplar de éstos es el “Libro en que se asientan los botos deste Real Acuerdo, de los Señores Presidente y Oydores ansí de Justicia como de Govierno que comienza deste año de 1610”, donde pueden apreciarse muy bien en el momento de la práctica las caracterís-ticas de los votos que quedan apuntadas: publicado por JOSÉ REIG SATORRES, “Autos de Justicia y de Gobierno [de la Real Audiencia de Quito], 1610-1629” (=Anuario Histórico-Jurídico Ecuatoriano, X) (Guayaquil, 1997).

183 La RC Madrid, 13.XII.1721, que resultó de la visita de Francisco Garzarón a la Audiencia de México (sobre la cual TERESA SANCIÑENA ASURMENDI, La Audiencia de México en el reinado de Carlos III, México, 1999, cap. I-II), reprende severamente “la falta de secreto en quanto se vota en los Acuerdos [de que] está gravemente notada essa Audiencia, faltando a la religión del juramento que todos tenéis hecho, hasiéndo-se conversación en casas y calles de las circunstancias que intervienen al tiempo de votarse las causas y negocios, y públicamente las determinaciones de justicia antes de fi rmarse las sentencias”, sin que sirviese de disculpa el cohonestar este abuso con decir que haciendose los Acuerdos en la Antecámara del Virrey podía la familia ras-trear las resoluciones; les reprende con invocación del juramento, mandando celebrar los acuerdos en pieza “libre de escuchas” (VENTURA BELEÑA, recopilación sumaria (nota 117), 6ª port. n. xc, p. 99; AYALA, Diccionario (nota 91), s. v. “Audiencias”, n. 99: I, p. 42, por donde cito).

184 Como muy tardíamente seguía diciendo Vicente de Herrera, regente de la Audiencia de México, en su “Nuevo plan para la mejor administración de justicia en América”, fechado en Nueva Guatemala, el 8 de julio de 1782 (AGI, México, leg. 1645, apud DAVID A. BRADING, en Boletín del Archivo General de la Nación, IX: 3-4, pp. 367-400, esp. 395-397).

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Bien puede entonces enfatizarse –de vuelta al principio y como otras veces he escrito– que el secreto es la clave que sostiene el tem-plo de la justicia, el punto sobre el cual descansa y en el que se apoya todo el entramado judicial: no sólo contribuye a explicar cada uno de los elementos que componen este régimen, sino que da sentido al con-junto que todos ellos forman, inexplicables como son si no se toma en consideración el secreto que cubre la causa de la decisión, que es sin duda la matriz de todos los demás (los que afectan a cada voto, a los motivos que en conjunto forman y al ámbito donde se acuerdan), en el marco de una cultura jurídica que tenía el secreto como uno de sus ele-mentos constitutivos185. Como condición sine qua non de la justicia, la obligación de guardar secreto formaba parte también del juramento que prestaban los magistrados supremos, había sido legal y reiteradamente sancionada en el derecho castellano, y fue decisivamente actualizada por Felipe II para todos los altos tribunales de la Corona en 1594, cuando una real pragmática sujetó el “delito de no guardar secreto” a los mayores rigores procesales y fue severísimamente sancionada la violación del secreto de los acuerdos186. Como advertía Solórzano desde su Política: “que sepan los Oidores que si generalmente á todas personas les está encargado el secreto y recato de las cosas que tocan al Reyno é Imperio, como lo dice una célebre ley y muchos Autores,

185 MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, cap. LIV, nº 2 (ff. 201v-202r); CAS-TILLO DE BOVADILLA, Política, lib. II, cap. V, n. 21 (I, p. 269). Y ampliamente, ALPHONSI NARBONA, Commentaria in tertiam partem nouae Recopilationis legum Hispaniae [...], Toleti, 1624, a propósito de NR 2.5.82 (pp. 230-260), maxime su “Glossa Qvinta”, nº 29-30 (p. 258). Para las Indias, además, SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. VIII, nº 53-58 (IV, pp. 133-135).

186 “Prematica para que se tengan por prouança bastante, con los que reuelaren el secreto de lo que se trata en los Consejos, y acuerdos de las Chancillerias, y Au-diencias, prouandose con testigos singulares, segun y como, y con las circunstancias que está proueîdo contra los juezes que reciben dones de las partes que litigan”, dada en Madrid, 13.IV.1594 (impreso que he consultado en la BN R/31763), cuya parte dispositiva fue recogida en NR 2.5.82 (con alusión a NR 1.4.5 y 3.9.6, ésta contra los jueces que reciben dones de los litigantes). Cfr., para las Indias, SOLÓRZANO, Política, lib. V, cap. VIII, n. 44 (IV, p. 131). Por lo demás, basta aquí con recordar ahora las dos disposiciones principales recopiladas, que son: NR 2.5.45 (“Y mandamos a los dichos Oidores, que tengan grande cuydado en la guarda del secreto del acuerdo, pues tanto importa”) RI 2.15.65 (“Nvestras Reales Audiencias guarden el secreto y recato, que conviene en lo que por Nos se les escriviere, y en todo lo demás en que se deve tener, haziendo justicia á las partes”).

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ellos en primer lugar y con mayores razones y obligaciones están obligados á lo mismo y en particular á no descubrir ni revelar directe ni indirecte lo que se votare y pasare en los Acuerdos ó Juntas en que se hallaren”187. Aquel mundo de imágenes y representaciones no veía la justicia en la adecuación de la sentencia a la ley, sino que la hacía depender del comportamiento justo exteriorizado por los magistrados que la pronunciaban, y no porque pudiera prescindir aquí de las leyes, sino porque descansaba en el entendido de que los magistrados que se comportan de la forma jurídicamente debida y actúan por el procedi-miento establecido adoptan decisiones ajustadas a derecho: administran la justicia. No era otra la idea que expresaba Matienzo cuando consi-deraba el secreto como la médula del árbol que producía el fruto de la justicia188. Si el modelo judicial castellano lleva a preservar el derecho de las partes en la conciencia del juez y se realiza –en consecuencia, permítaseme la insistencia– mediante la representación externa de la

187 SOLÓRZANO, Política, lib. V, cap. VIII, n. 43 (p. 131). ELIZONDO, Práctica uni-versal forense, III, pp. 280-281. He aquí algunos testimonios reveladores: carta del presidente y oidores de la Audiencia de Lima al rey (Lima, 20.V.1678), acusando recibo de la RC 15.II.1677, por la que “se sirue v. magd. de preuenir a esta Real Audiencia la atençión con que ha de obrar en orden a guardar el secreto a que obliga el juramento de los ministros, y por ser este requisito tan ymportante a la buena administración de justiçia, siguiéndose de lo contrario grauísimos yncombenientes y perjuiçios hemos procurado siempre no faltar a lo que çerca dello estamos obligados y hemos jurado de cumplir conforme a lo dispuesto por ordenanças de v. magd.” (AGI, Lima, leg. 103, s. fol.); RC 13.XII.1721, para que los oidores y alcaldes de la Audiencia de México, en cuanto a la votación de los pleitos y forma de dar los puntos a relatores y escribanos de cámara para que extiendan las determinaciones, se arreglen en todo a las leyes y ordenanzas vigentes, observándolas con el mayor rigor para que no se falte al secreto (E. BENTURA BELEÑA, “Recopilación sumaria de las Providencias de este Superior Go-bierno posteriores á las recopiladas por el señor Montemayor, y de las Reales Cédulas y Ordenes que despues de publicadas la Recopilacion de Indias han podido recogerse asi de las dirigidas á esta Real Audiencia ó Gobierno, como de algunas otras que por sus importantes decisiones convendrá no ignorar”, en su Recopilación (nota 117) (3ª paginación), pp. 67-373), p. 99. Véase ahora, simplemente, GARRIGA-LORENTE, El juez y la ley (nota 37), pp. 101-114.

188 MATIENZO, Dialogus (nota 31), Tertia pars, cap. LIV (“De secreto quod arboris medullam representat agit”), 1: “Diximus secretum esse medullam arboris nostrae, neque in merito, nam sicut medulla arboris naturalis recondita est: neque qualis sit intelligi potest donec fructus ab ea producantur: ita & veritas & fi delitas later, donec fructus iustitiae, quae fi liae veritatis & fi delitas est, per sententiae prolationem edan-tur” (ff. 201r-202v).

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justicia, entonces el secreto es imprescindible para su funcionamien-to. Lo dijo también Palafox, “el secreto en los tribunales es en lo que consiste su mayor autoridad y dezensia”189. Y unas décadas más tarde Felipe V apostilló para el Consejo de Indias, como rey y garante úl-timo de la justicia en sus reinos: “porque el secreto es el alma de las resoluciones, encargo, y mando se observe religiosamente en quanto se tratáre, y resolviere”190.

III. CONSIDERACIÓN FINAL

§ 9. Autoridad v. fl exibilidad: sentido y alcance del ideal de juez

Me importa mucho destacar esto, para poner de manifi esto la coherencia interna que entre sí guardan, porque es ésta justamente la razón que permite hablar con sentido propio de un modelo: sus reglas se encuentran de tal modo imbricadas, que el quebrantamiento de cual-quiera de ellas basta para poner en peligro la consecución del resultado perseguido, o sea, la justicia de la decisión. Precisamente el testimonio de don Juan de Palafox y Mendoza, magnífi co exponente de la ortodo-xia jurídica castellana, es a este respecto sumamente elocuente: él, que según su propia confesión se había criado en los Tribunales de Castilla, no podía dar crédito a lo que encontró en la ciudad de México, cuando

189 Carta de Palafox a SM (Puebla de los Angeles, 4.VI.1641): “En el Consejo he visto que en los pleitos de justicia no asisten los que no son votos a oír votar a los jue-ces de aquel pleito, y esta ceremonia se tiene por muy importante, porque como quiera que el secreto en los tribunales es en lo que consiste su mayor autoridad y decencia, ya las materias de justicia son de su naturaleza tan escrupulosas y delgadas, aun los mismos que son consejeros, como no sean jueces de aquella causa, no intervienen a votar en ellos; aquí tienen por costumbre el hallarse los que no son jueces a oír votar a los que lo son, y no deja de tener algunos inconvenientes, porque aunque todos están obligados al secreto, todavía se empeñan más fácilmente los que no son jueces de un pleito, y si han intercedido con los compañeros en él es de grande embarazo votar delante de ellos y hállanse con menos libertad para decir su parecer”: BN ms. 12697 (Correspondencia de don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Angeles y visitador de la Nueva España), Quaderno 2, ff. 55r-59v.

190 RD 24.II.1701, dirigido al Consejo de Indias, con mandato “a los Presidentes, zelen mucho sobre la observancia del secreto, dándome cuenta del que contraviniere a esta orden, para pasar a la demostracion que convenga”; apud FRANCISCO ANTONIO DE ELIZONDO, Práctica universal forense (nota 156), V, p. I, cap. IX (V, pp. 144-145).

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en 1640 llegó allí como visitador general de la Nueva España, tal como refl eja la abundante correspondencia que mantuvo con el rey, dando entrada a buena parte de los tópicos al uso acerca de la justicia191:

Estas Provincias no se arriesgan quando se hace Justicia, sino quando deja de hacerse, y puede mas la violencia que las Leyes de VM y se salen los Magistrados con la misma inmunidad del exceso que pudie-ran del mérito, y no ha havido hasta hoy Monarquía desde el principio del Mundo que se haya perdido por hacer Justicia, y muchas sí que se han perdido con brevedad por no hacerla, que gozo tienen señor (o que provecho) los vasallos de VM en que se hagan poderosos los magistrados con su perdición y ruina, si quanto estos grangean se les quita de aquéllos192.

La respuesta de Palafox fue, como no podía dejar de ser atentos sus presupuestos de partida, la articulación de un completo cuerpo de Ordenanzas, en su mayor parte extraído de los textos legales de Cas-tilla193, que era, ni más ni menos, una plasmación perfecta del modelo judicial castellano, cuyo exacto sentido como traducción normativa o equivalente institucional del paradigma de la justicia estamos ahora en condiciones de valorar adecuadamente. Allí y entonces, para que la jus-ticia resplandeciese, según sus propias palabras, el de las Ordenanzas

191 Sobre la visita de Palafox, que se prolongó por espacio de nueve años (1640-1649) y fue concluida por Pedro de Gálvez, alcalde de la Chancillería de Granada entre 1650 y 1653, véanse los datos que aportan: ARREGUI, La Audiencia de México (nota 70), pp. 97-107; FRANCISCO SÁNCHEZ CASTAÑER, Don Juan de Palafox, virrey de Nueva España, Madrid, 1988, pp. 49-63; ISMAEL SÁNCHEZ BELLA, Derecho Indiano: Estudios. I. Las visitas generales en la América española (Siglos XVI-XVII), Pamplona, 1991, pp. 176-179 y 313-357 (para la referencia del texto, p. 317); GREGORIO BARTOLOMÉ, Jaque mate al obispo virrey. Siglo y medio de sátiras y libelos contra don Juan de Palafox y Mendoza, Madrid, 1991, pp. 19-92.

192 Carta de Palafox al rey (México, 23.IX.1644): BN, ms. 8865, ff. 120v-138v, esp. 135rv.

193 Cfr. SÁNCHEZ BELLA, Derecho Indiano (nota 156), pp. 330-357; EMMA MON-TANOS FERRÍN, “Ordenanzas de Palafox para la Audiencia de México”, en Poder y presión fi scal en la América española (Siglos XVI, XVII y XVIII) (=Actas del VI Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano), Valladolid, 1986, pp. 173-201; SÁNCHEZ ARCILLA, Las Ordenanzas (nota 49), pp. 54-56 y, para el texto, 311-338.

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era “asumpto sumamente importante, porque todos están a obscuras por no tenerlas y cada vno obra como le parece”194.

Estoy por decir que cualquiera hubiera estado entonces de acuerdo con Palafox. Ahora bien, esto no signifi ca que se buscara la aplicación a la letra de las Ordenanzas, que además de ser materialmente imposible nadie concebía entonces. El gobierno de la justicia en modo alguno puede identifi carse con la aplicación mecánica de la ley real. En cier-tas circunstancias o hasta cierto grado, el quebrantamiento resultaba admisible, ya porque fuese conscientemente tolerado en aras de evitar un mal mayor (o para conseguir un bien superior), ya como resultado de la aplicación preferente de otros órdenes jurídicos superiores (y al respecto concurrentes).

El mismo Palafox, que encajaba como nadie en el papel de severí-simo obispo visitador, escribió al rey en 1644:

Y aquí, señor, no trato de que [los magistrados] sean perfectos [...], no se hallan las cosas en estado que pueda tratarse de la perfección por que està muy alta, y primero se hàn de dejar los escandalos, y luego los vicios, y despues hàn de ir entrando en las virtudes, y de ellas se aspìra à la perfeccion. No pugna ni insiste la Justicia Real de VM [...] en que sean santos, sino que se desbíen, y corrijan los escandalos y que el Oydor se contente con su salario, y aunque sea con teologia afectada lo aumente un tercio con aprovechamientos dudosos, pero no puede tolerar la justicia que con tres mil pesos haga quince mil al año, ni que el que tiene veinte mil haga cien mil [...], y asi no se trata hoy de reducir los visitados a perfecto obrar si no de contenerlos en un moderado exceder, y de que ya que se contravienen las Leyes, no se rompan del todo, y à que se olviden por lo menos no se destirnen [sic, por destierren]195.

194 Carta de Palafox a SM, en México, 15.I.1645, recomendando “imprimir todas las ordenanzas de Govierno y Tribunales de esta Nueva España, que estoy poniendo en orden”, por las razones que indica (BN, ms. 8865, ff. 93v-96v, esp. 94v-95r; cfr. SÁNCHEZ BELLA, Derecho Indiano (nota 189), p. 336). A fi n de cuentas, “sin ellas es fuerza que ande todo perdido, arbitrando los afectos sobre estas materias, en que han de arbitrar solamente las leyes” (carta de Palafox a SM, en Puebla de los Angeles, 24.III.1647: BN, ms. 12697, f. 120; ibid.).

195 Carta de Palafox a SM (México, 23.IX.1644): “Legissimo està[n] (señor) estas Yndias de incurrir en excesso de recta Justicia, y VM y su Real, y Supremo Consejo

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Estoy persuadido de que la mayoría no hubiera sido tan renuente, como si sólo por la fuerza de los hechos se viesen empujados hacia lo inevitable. No todo era siempre dejación y desorden. La tolerancia y la disimulación eran medios de gobierno aceptados como legítimos, que contaban con el respaldo de una riquísima tradición canónica y habían fructifi cado especialmente en el seno de la Iglesia, modelo institucional que proporcionó sin cesar pautas de gobierno a los poderes seculares196. En este contexto podían componer, llegado el caso, un instrumento seguramente tan adecuado como el rigor de la disciplina para gobernar. La tolerancia servía de contrapunto a la aplicación rigurosa de la ley y, como aquélla, encontraba en ésta su razón de ser: fl exibilidad v. autori-dad197. Una y otra eran inseparables y, con cierta medida, se empleaban alternativamente en función de las circunstancias. Una y otra, las dos, presuponen leyes e implican reglas. Sin la presencia amenazante de la ley, quizá la tolerancia no tendría sentido, o sea, efi cacia disciplinan-te. Aunque el terreno sea muy resbaladizo, yo diría, en suma, que no puede ser vista como un factor de desorden, sino como un instrumento del orden a disposición de quienes gobernaban la justicia. Como tal, dimanaba de un orden normativo superior y más complejo, un estrato ocupado por la aequitas y del que también dependían otros que, como la gracia, servían igualmente para el gobierno de la justicia. No hay que pensar por eso que se administraran arbitrariamente (si por tal entendemos de modo irrefl exivo): por supuesto que su uso era discre-cional, pero buscaba mantener un equilibrio y seguía ciertas pautas dictadas por la prudencia y encaminadas al buen gobierno, noción que

pueden salir de este escrupulo contentandose con que se enfrene la relajacion, aunque se quede dentro de casa. Pluguiera a Dios, señor, que como se capitula con los enemi-gos se pudiera capitular con los vicios que yà se les pudiera dejar mucho por que no tubieran del todo, y algunas materias se les podian remittir, por que las mas graves quisiesen soltar, pues muy prudente maxima politica ès que quando todo no puede remediarse sirva de consuelo à los remedios templar, y corregir en alguna manera los daños” (BN, ms. 8865, ff. 135r-137r).

196 Cfr. GIUSEPPE OLIVERO, Dissimulatio e tolerantia nell’ordinamento canonico, Milano, 1953; GROSSI, L’ordine (nota 15), pp. 210-216.

197 Aunque desde otra perspectiva, cfr. JOHN L.PHELAN, “Authority and Flexibility in the Spanish Imperial Bureaucracy”, en Administrative Sciences Quaterly, 5 (1960), pp. 47-65; íd., The Kingdom of Quito (nota 65), pp. 320-337. Remito al esclarecedor tratamiento de TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema (nota 25), pp. 315 ss.

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se venía desarrollando en el ámbito doméstico: el “gobierno de la casa” como modelo administrativo198. La distribución de premios y castigos, en suma, también componía una “geometría variable”, que no estaba al alcance de cualquiera comprender y dependía en último término de la conciencia del rey199.

Además de los que allí se alojaran –inescrutables entonces, in-accesibles ahora– ¿había límites a la fl exibilidad?, ¿dónde estaban?, ¿cuál era el núcleo jurídico que debía mantener incólume la autoridad

198 Así, p. ej., CASTILLO DE BOVADILLA, Política (nota 22), lib. I, cap. I, nº 29, que es un texto espléndido (I, p. 12). Además del trabajo clásico de OTTO BRUNNER, “La casa come complesso e l’antica economica europea”, en Per una nouva storia costituzionale e sociale. A cura di P. Schiera, Milano, 1970, pp. 133-164, véase para esto: DANIELA FRIGO, “Disciplina Rei Familiariae: a Economia como Modelo Admi-nistrativo de Ancien Régime”, en Penélope. Fazer e desfazer a história, 6 (1991), pp. 47-62, que resume otras aportaciones suyas anteriores. Y para el espacio donde se da la interacción de todos los elementos aludidos, ANTÓNIO M. HESPANHA, “La Corte”, en La gracia del derecho (nota 103), pp. 177-202.

199 Como ejemplo de la vigilante actitud mantenida sobre el particular, tiene interés el voluminoso expediente conservado en AGI, Lima, leg. 103, s. fol., relativo al dr. Juan de Padilla, alcalde del crimen más antiguo de la Audiencia de Lima, y motivado por su renuncia a la plaza de oidor de la de México, a la que había sido promovido en virtud de RC 24.IV.1663, en razón de la lejanía y su avanzada edad, con petición de jubilación salariada, tras cuarenta años de “seruir a V.M. en plazas de Oydor y Alcalde de Audiencias de Indias” (cfr. LOHMANN, Los ministros (nota 130), p. 184). Según dice el alcalde: “Y porque siendo, según he entendido, el fun-damento de esta mudanza el ser naturales desta jurisdicción la dicha Doña Costanza de Mendoza mi muger y yo, V.M. se siruió de dispensarme en esta prohibición quando me hizo merced de la plaza de Alcalde della que he seruido y presidido más de beinte y seis años, por el socorro grande con que seruí a VM en occassión de necessidad vrgente, y consulta de los Primeros Ministros que entonces eran de su Monarquía, a quienes lo cometió en justicia, que consultaron a VM deuía en justicia y consciencia lleuar adelante la merced que me tenía hecha, y expressándolo así V.M. bajo su Decreto, mandándome dar los despachos que repitió por otro, para que no se le consultase plaza en esta Audiencia que no fuese para dármela, como consta de los decretos que se hallarán en su Secretaría” (Carta de Padilla al rey, Lima, 8.XII.1666). En otro memorial impreso que acompaña recuerda que, aunque “en su jurisdiccion se halla con haziendas, se le dispensó esta calidad quando se le hizo merçed de dicha plaça, por resoluciones de diferentes Iuntas, en que concurrieron los mayores Ministros desta Corte, y que las haziendas las heredó su muger, sin que este prohibido á ninguno el benefi ciarlas, ni gozarlas”; arguyendo en su favor “que nadie le puede auer opuesto el que ha vendido la Iusticia, ni ha tenido tratos, ni varaterias”.

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regia?, o, como diría Palafox, ¿qué no puede tolerar la justicia? Por su propio carácter ésta es una materia difícilmente objetivable. Con todo, arriesgaré una opinión..., apoyándome una vez más en Palafox, epígono también ahora de una tradición cristiana que puede remon-tarse fácilmente hasta San Agustín: Remota iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia? (De civitate Dei, IV, 4). Como sus palabras –las que abrieron este apartado– ponen de relieve, el límite estaba en el mantenimiento mismo del modelo, visto como voluntad de Dios e impensable sin una cierta dosis de credibilidad pública en la justicia real: la tierra está pidiendo justicia a V.M. como agua los trigos en tiempos de seca, decía, cuando llevaba meses escandalizado por: “ver tan desestimada la Justicia de V.M. que es con la que solo se reforma à los Ministros, [...que proceden] ya no solo con olbido de las Leyes, sino con conocido desprecio de ellas, y que al tiempo que Dios esta castigando por nuestras culpas la Corona, y Reynos de V.M. con perdida de Provincias enteras, estemos aquí irritando mas su indig-nacion con el fomento de los pecados publicos, y la operacion de la Justicia Real que los hà de aberiguar, y cierto, Señor, que si esto yò no llegara à sentirlo, y aun llorarlo, no merecerìa el título de Ministro, y Consejero de V.M.”200.

No importa si entra aquí en juego una cierta retórica dirigida a conmover el ánimo regio, sino el efecto que con ella se busca: la adopción de medidas de reforma, inevitablemente consistentes, como es propio de sociedades tradicionales, en la vuelta a un pasado que se mitifi ca, y que a los efectos se encuentra condensado en las ordenanzas. Reforma como restauración. Todo esto empezó a verse más claro que nunca en la segunda mitad del siglo XVII, cuando distintas circuns-tancias vinieron a socavar profundamente la autoridad regia sobre la justicia en Indias.

Como sabemos, uno de sus pilares era el desarraigo, que sólo podía mantenerse fi rme si se contenían dentro de límites estrictos las vincula-ciones de los magistrados con su entorno social, para evitar la quiebra en la imagen de la justicia que de otro modo se seguía. Es verdad que

200 Cartas de Palafox al rey (México, 23.IX.1645 y 10.II.1645): BN, ms. 8865, ff. 120v-138v, esp. 134v, para la primera frase, y 33v-57v, esp. 51r, respectivamente.

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alguno como Matienzo sostuvo ser “más provechoso que tengamos raíces en esta tierra para que la amemos más”, pero la generalidad, bien representada también aquí por Castillo de Bovadilla, consideraba esto incompatible con la “buena administración de la justicia”201. Esta circunstancia prima facie obligaba a mantener una política de nombra-mientos muy cuidadosa, que, en la medida que tendía a excluir a los criollos, pronto empezó a ser discutida. El problema no se planteó con virulencia hasta la fundación de las primeras universidades en suelo americano, porque sólo entonces empezaron a proliferar letrados crio-llos: gentes que podían acceder a los cargos y que, en su condición de naturales, profesaban –tal era entonces la formulación habitual– amor a la patria. De hecho, recuérdese que una de las más claras muestras de fl orecimiento en la élite criolla de una conciencia de la propia iden-tidad fue precisamente la reivindicación de los cargos de la Monarquía en tierra americana, que se sabe arrancó muy pronto con relación a los eclesiásticos y se hizo extensiva a las auditorías por lo menos desde comienzos del siglo XVII, aunque no alcanzaría su apogeo hasta me-diados de siglo202. Pues bien, desde nuestro punto de vista, la pregunta es: ¿cómo justifi can quienes lo defi enden, llegado el caso, que el arraigo de los magistrados no es inconveniente para la buena administración de la justicia?

Enderezados al rey para que modifi que su política de nombra-mientos, los argumentos empleados giran más en torno a sus deberes para con los letrados criollos (derivados de los derechos que les co-rresponden por el hecho de serlo), que sobre la obligación que tiene de realizar la justicia en sus reinos, esto es, de administrarla rectamente a todos los habitantes de aquellas tierras; o lo que es igual, atienden

201 Gobierno del Perú (nota 64), p. 200; carta de Matienzo al rey (Plata, 14.X.1576), apud RÍPODAS, El matrimonio (nota 130), pp. 334-335, de donde tomo la cita. Véase, supra, nota 43, y SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IV, nº 29-34 (IV, pp. 70-72); RICHARD KONETZKE, “La condición legal de los criollos y las causas de la independencia”, en Estudios Americanos. Revista de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos, II-5 (1950), pp. 31-54.

202 Para esto y lo que sigue, permítaseme remitir simplemente a mi trabajo El derecho de prelación: en torno a la construcción jurídica de la identidad criolla (nota 58), donde recojo la bibliografía pertinente. Me ocupo desde hace tiempo en recopilar todos esos memoriales y representaciones, con la fi nalidad de editar los más signifi cativos.

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más a los ofi cios como premio y remuneración a sus naturales, que como instrumentos para la administración de la justicia (que es la vertiente que aquí nos interesa ahora). Cuando se entra en este últi-mo terreno, lo que sólo algunos hacen, suelen seguirse estas líneas argumentales: o se trata de hacer de la necesidad virtud, justifi cando de uno u otro modo (pero casi siempre en las ventajas del amor a la patria) la inclinación en favor de los suyos que inevitablemente comporta la judicatura de los naturales203; o bien se procura obviarla proponiendo que los letrados criollos sean preferidos para las plazas de las Indias, aunque no sirvan en su propia patria204.

En suma, al menos en este contexto no se vislumbra ninguna alter-nativa al “aislamiento”: y no es sorprendente que así sea, dada su cen-tralidad en el modelo judicial vigente (y único que aquí parece conce-birse). Pero había otras perspectivas, lógicas distintas, que cobraron un peso creciente en el seno de la Monarquía Católica. La impuesta por las

203 Así, PEDRO BOLÍVAR Y DE LA REDONDA, Memorial informe, y discvrso legal, historico, y politico, al rey nuestro señor en sv Real Consejo de Camara de las Indias, En favor de los Españoles, que en ellas nacen, estudian, y sirven, para que sean preferidos en todas las provisiones Eclesiasticas, y Seculares, que para aque-llas partes se hizieren, Madrid, 1667, a propósito “De las razones, que se expressan en la ley de Partida [1,18,11], y presumpciones, que dellas se coligen, contra los que pretenden ser Iuezes en sus Patrias”: invoca el amor de los naturales para negar que quieran perjudicar a los que mal quisieren o tomar algo indebidamente, y justifi ca que podría preferir sin culpa a sus parientes sobre los extraños (ff. 43v-45v), BN VE/734/11. Una copia manuscrita en BPR, II/2826 (=“Miscelánea Ayala”, t. I, ff. 195r-263r).

204 JUAN ANTONIO DE AHUMADA, Representación político legal, que haze a nues-tro señor soberano, Don Phelipe Quinto, (que Dios guarde) Rey poderoso de las Españas, y emperador siempre augusto de las Indias, para que se sirva declarar, no tienen los Españoles Indianos obice para obtener los empleos Politicos, y Militares de la America; y que deben ser preferidos en todos, assi Eclesiasticos, como Seculares (impreso s.l., s.a., ff. 1r-22v: BN, ms. 19124, ff. 305-326), que además de esgrimir los argumentos del anterior (ff. 17r-20r), y también a propósito de la ley de Partidas, dice: “quando subsistiera, esta prohibicion debia entenderse del Natural, ò Vezino de aquella Ciudad, ò Provincia, en que ha de ser Magistrado; pero no de las contiguas, ò del mismo reyno, que tiene muchas, que entonces antes deben preferirse, con exclu-sion de los que no son en él nacidos; y assi, aunque el que nace en Mexico, no pudiera ser Oidor alli, podia serlo en Lima, Guadalaxara, y todas las demas Audiencias de Indias. Como lo son en las de estos Reynos los mismos que nacen en ellos, sin que sea necessario dispensarles la naturaleza. Y de este modo han de explicarse otras Leyes Civiles, y Reales, que parecen contrarias” (f. 17v).

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perentorias necesidades de la Hacienda resultó ser la más determinante de ellas205, hasta el punto de que aquí llevaron a admitir el benefi cio de ofi cios con jurisdicción, que fue puesto en práctica no menos de una treintena de veces para la designación de magistrados entre 1687 y el fi nal del siglo, siempre en favor de letrados criollos206. Todo esto es muy sabido: por eufemística que se presentare, la venta de ofi cios facilitó la introducción en este ámbito de un elemento difícilmente conciliable con los postulados que se predicaban de la justicia, como los letrados que –por así decir– participaban de la conciencia regia hicieron constar tantas cuantas veces pudieron. Oigamos lo que a este respecto decía el Consejo de Indias a Carlos II.

Hace presente a V. M. que en el atributo de Católico no reside la potes-tad absoluta, sí la regular ordinaria a quien gobierna la razón, y tiene por norte la justicia, y siendo ésta en su esencia intrínseca materia espiritual, no está sujeta a benefi cio, y todos los teólogos y juristas que con cristiano celo han discurrido y disputado esta potestad, quedan fi rmes en el no uso de ella, por aquellos irreparables inconvenientes de no ser los ofi cios los que se benefi cian, sino la justicia la que se pregona en pública almoneda, su legal vara que mide premio y castigo, la que se convierte en instrumento, con que desproporcionan sus intereses los compradores y a excesivos precios vuelven a venderla, en que

205 Cfr. FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, La venta de ofi cios en Indias (1492-1606), Madrid, 1972; CARLOS GARRIGA, “Sobre el estado de Castilla a mediados del siglo XVI: regidurías perpetuas y gobernación de la república”, en Initium 5 (2000), pp. 203-238.

206 Según los datos de BURKHOLDER-CHANDLER, De la impotencia (nota 130), pp. 206-207 (a completar con su Biographical Dictionary of Audiencia Ministers in the Americas, 1687-1821, Wesport-Connecticut, 1982), hasta 1700 fueron provistas mediante benefi cio 31 plazas de oidor en las Audiencias de las Indias, la tercera parte en nativos de la jurisdicción correspondiente. Véanse, además, para el inicio y las consecuencias de esta práctica bajo Carlos II. LOHMANN VILLENA, Los ministros (nota 130), pp. xxxvii-xxxviii; FERNANDO MURO ROMERO, “El benefi cio de ofi cios públicos con jurisdicción en Indias. Notas sobre sus orígenes”, en Anuario Histórico-Jurídico Ecuatoriano, V (1980), pp. 311-359; HORST PIETSCHMANN, “Burocracia y corrupción en Hispanoamérica colonial. Una aproximación tentativa”, en Nova Americana, 5 (1982), pp. 11-37; así como KENNETH J. ANDRIEN, “The Sale of Fiscal Offi ces and the Decline of Royal Authority in the Vice-royalty of Peru, 1633-1700”, en Hispanic American Historical Review, 62-1 (1982), pp. 49-71; íd., “Corruption, Ineffi ciency and Imperial Decline in the Seventeenth-Century of Royal Authority Viceroyalty of Peru”, en The Americas, 41 (1984), pp. 1-19.

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tanto zozobra la Real obligación constituida por la divina autoridad para hacer justicia, depositada en el Real corazón de V. M., como lo previenen divinas y humanas letras, sin la cual ni se conquistan, ni conservan Reinos, sí se aventuran y declinan las coronas [...], y por felicidad lo reconocieron así muchos señores Reyes, y especialmente los católicos, aun en las necesidades más urgentes207.

En fi n, este es –como digo– un asunto bien conocido, pero no sé si debidamente interpretado en el preciso punto que aquí interesa208. La venta de ofi cios no supone en absoluto, creo yo, un abandono del modelo judicial, que, muy al contrario, a cada paso se reafi rma en sus mismos términos, sino pura y simplemente una contradicción nacida de la confl uencia de dos lógicas diferentes: las exigencias de la justicia frente a las necesidades de la hacienda, que por momentos desembocaron literalmente en una fragmentación de la voluntad real. De hecho, visto desde la atalaya del siglo XVIII, el problema fundamental del benefi cio de ofi cios con jurisdicción no parecía estar tanto en el benefi cio de la justicia misma que escandalizaba a los letrados, como en la ruptura del aislamiento que causaba el acceso de los criollos a los cargos por esta vía. Precisamente por esto, la Monarquía Católica, ya bajo los Borbones, reafi rmó el mo-delo judicial en su integridad..., y ensayó nuevas soluciones para los viejos problemas, que darían lugar a una cierta administrativización de la Monarquía.

Me parece que esta historia, aquí apenas evocada, ayuda a calibrar en sus justos términos la importancia que tenía el cumplimiento de las condiciones establecidas para la realización de la justicia en Castilla, al margen de las cuales peligraba la conciencia católica del soberano.

207 Consulta del Consejo de Indias al rey (Madrid, 9.XI.1693), apud Colección, III-1, pp. 34-39. Igualmente contrario era el parecer de SOLÓRZANO, Política indiana (nota 27), lib. V, cap. IV, nº 7-9 (IV, pp. 64-65).

208 Para esto y lo que sigue permítaseme remitir, simplemente, a mi trabajo “Los límites del reformismo borbónico: a propósito de la administración de la justicia en Indias”, en Feliciano Barrios Pintado (coord.), Derecho y Administración Pública en las Indias hispánicas. Actas del XII Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano (Toledo, 19 a 21 de octubre de 1998), Universidad de Castilla-La Mancha, 2002, Volumen I, pp. 781-821, donde desarrollo el argumento, con cita de la biblio-grafía pertinente.

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Frente al discurso historiográfi co de la imposibilidad (tanto da ahora en cuál de sus versiones sea209), los juristas elaboraron pacientemente un discurso muy diferente, que tenía por leit motiv la necesidad o exi-gencia –la inexcusabilidad– y que encontró su más clara expresión en las obras de iudice perfecto: por lo común desarrollando unos mismos tópicos sobre jueces y juicios, presentes en la literatura jurídica euro-pea bajomedieval y moderna, el iudex perfectus venía invariablemente concebido como sacerdote de la Justicia, y estaba dotado de los atri-butos necesarios para servirla, que Aulo Gelio imaginó así en un texto muy célebre: oportere esse gravem, sanctum, severum, incorruptum, inaludabilem contraque improbos nocentesque inmisericordem atque inexorabilem erectumque et arduum ac potentem vi et maiestate ae-quitatis veritatisque terrifi cum210. Su iustitiae antistes sería asumido como la imagen del juez perfecto, cuyo arquetipo –unice perfecto– era Cristo Jesús, como perfecta encarnación del paradigma de la justicia, adornado en la debida proporción de todas las virtudes y carente de cualquier vicio, siempre y sólo animado por la idea de dar a cada uno su derecho211.

209 Así, p. ej., PHELAN, The Kingdom of Quito (nota 65), pp. 153-176, que habla de los jueces ideados como “guardianes platónicos”. Véase también, TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema (nota 25), pp. 487-493.

210 Tras describir la imagen de la Justicia (a la que atendían), tomada de fuentes estoicas, en estos términos: “Forma atque fi lo virginali, aspectu vehementi et for-midabili, luminibus oculorum acribus, neque humilis neque atrocis, sed reverendae cuiusdam tristitiae dignitate” (A. GELLII, Noctivm Atticarvm libri XX: XIV, 4). Cfr. ERNST H. KANTOROWICZ, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política me-dieval (trad. de S. Aikin Araluce y R. Blázquez Godoy), Madrid, 1985, pp. 111-144 (esp. 114, 116, 123-125).

211 He consultado para esto la obra de GABRIEL ÁLVAREZ DE VELASCO, Ivdex per-fectvs sev de ivdice perfecto Christo Iesv domine nostro vnice perfecto, vivorum et mortuorum ivdici dicatvs, Lugduni, 1662, que desdobla su argumento (que es el texto citado) en las siguientes rúbricas: I. Forma virginali; II. Aspectu vehementi et for-midabili; III. Luminibus oculorum acribus; IV. Neque hominis neque atrocis; V. Sed reuerendae cuiusdam tristitiae dignitate; VI. Grauen; VII. Sanctum; VIII. Seuerum; IX. Incorruptum; X. Inaludabilem; XI. Contraque improbos, nocentesque inmise-ricordem; XII. Inexorabilem, Erectum et Arduum; XIII. Potentem vi et Maiestate; XIV. Aequitatis, veritatisque Terrifi cum; XV. Librorum cumulo circunstante. Cfr. AJELLO, Arcana juris (nota 157), p. 343 (n. 108); GARRIGA-LORENTE, El juez y la ley (nota 37), p. 111.

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Éste fue el designio que, con tanta fl exibilidad como autoridad y algunas fl agrantes contradicciones, sostuvo la política judicial de la monarquía y quedó condensado en las ordenanzas de los tribunales, que fueron tejiendo una malla cada vez más densa de disposiciones, siempre para articular institucionalmente la misma idea de justicia (i. e., para imponer con efecto las condiciones que su realización comportaba). Las ordenanzas servían, ni más ni menos, al intento de construir en la práctica el iudex perfectus, esculpiendo su fi gura a gol-pe de obligaciones y prohibiciones, es decir, confi riendo al deber ser jurídico que alienta en el paradigma de la justicia un ropaje –por tosco que fuese– reglamentario. Por esto se dice de manera recurrente que la buena administración de la justicia consiste en que las Ordenanzas se guarden, afi rmación que –ahora podemos entenderlo bien– dista de ser retórica y debe más bien tomarse en sentido literal. La justicia dependía del control de las condiciones establecidas para el desempeño del ofi cio. Una batería de controles (entre los que descuella la visita) y algunas garantías (básicamente, la recusación y la obligación de resarcir, bajo ciertas condiciones, el daño indebidamente causado en el ejercicio del ofi cio), sin los cuales el modelo restaría incompleto y no se entiende, venían establecidas para lograrlo. A fi n de cuentas, como decía al prin-cipio, la justicia no era producto de las normas sino resultado de los jueces, y por esta razón no parecía preciso garantizar la recta aplicación de aquéllas, sino el comportamiento justo de éstos212.

212 Mis trabajos aludidos en la nota introductoria son, principalmente: “Las Audiencias: la justicia y el gobierno de las Indias”, en Feliciano Barrios (coord.), El Gobierno de un Mundo: Virreinatos y Audiencias en la América Hispánica, Edicio-nes de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2004, pp. 711-794; “Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”, en Istor. Revista de historia internacional, 16 (marzo, 2004) (=Carlos Garriga coord., Historia y derecho, historia del derecho, México DF, 2004) pp. 13-44; “Estudio preliminar” para la edición facsimilar de: Ale-jo Salgado Correa, Libro nombrado Regimiento de Juezes [Sevilla, 1556], Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 2004.

ABREVIATURAS: AGI= Archivo General de Indias (Sevilla); AHDE= Anuario de Historia del Derecho Español; AA= Autos Acordados (= Tomo tercero de autos acordados, que contiene nueve libros, por el orden de títulos de las Leyes de Reco-pilación, i vàn en èl las Pragmaticas, que se imprimieron en año de 1723, al fi n del Tomo tercero todos los Autos acordados del Tomo quarto de ella, i otras muchas Pragmaticas, Consultas resueltas, Cedulas, Reales Decretos, i Autos Acordados, que se han aumentado, Madrid, 1745; ed. facs. 1982); BN= Biblioteca Nacional de España

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(Madrid); BPR= Biblioteca del Palacio Real (Madrid); Cedulario= DIEGO DE ENCINAS, Cedulario Indiano, 4 vols. (1596: ed. facs., Madrid 1946); CLC= Cortes de los anti-guos reinos de León y de Castilla, publicadas por la Real Academia de la Historia, 6 vols. (Madrid 1861-1903); Colección= RICHARD KONETZKE, Colección de Documen-tos para la Historia de la Formación Social de Hispanoamérica, 1493-1810, 3 vols. (Madrid 1953-1962); D= Digesta, que cito por la ed.: Corpus Ivris Civilis Iustinianei, cvm commentariis Accvrsii [...]. Studio et opera Ioannis Fehi (Lvgdvni 1627; facs.: Os-nabrück 1965); NR= Recopilación de las Leyes destos Reynos, hecha por mandado de la Magestad Catolica del Rey don Felipe Segundo nuestro señor; que se han mandado imprimir, con las leyes que despues de la vltima impression se han publicado, por la Magestad Catolica del Rey don Felipe Quarto el Grande nuestro señor (Madrid 1640: ed. facs., 3 vols., Valladolid 1982); Ordenanzas (=Ord.)= JOSÉ SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, Las Ordenanzas de las Audiencias de Indias (1511-1821) (Madrid 1992); P= Las Siete Partidas del Sabio Rey don Alonso el nono, nueuamente Glosadas por el Licenciado Gregorio Lopez del Consejo Real de Indias de su Magestad (Salamanca 1555: ed. facs., 3 vols., Madrid 1985); RC= Real Cédula; RHD= Revista de Historia del Derecho; RI= Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la Magestad Católica del Rey Don Cárlos II. Nuestro señor (Madrid 1791; ed. facs., 3 vols., Madrid 1998); RP= Real Provisión.