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RAFAEL CALDERA ESPECIFICIDAD DE LA DEMOCRACIA CRISTIANA Caracas/Venezuela/2002

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Reflexiones Rafael Caldera

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  • RAFAEL CALDERA

    ESPECIFICIDAD DE LA DEMOCRACIA CRISTIANA

    Caracas/Venezuela/2002

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    PRESENTACIN CONVERGENCIA celebra su tercer aniversario de vida reeditando esta obra de Rafael Caldera publicada repetidas veces en lengua castellana en portugus, alemn, italiano, ingls, malts, blgaro, ruso y prximamente en francs. Su autor ha sido y es una de las figuras ms importantes de la Democracia Cristiana en Amrica Latina y en el mundo entero. Caldera est cumpliendo seis dcadas de intensa y fructfera vida pblica, que inici a la temprana edad de veinte aos con su desig-nacin como Subdirector de la naciente Oficina Nacional del Tra-bajo y con la fundacin de la Unin Nacional Estudiantil (UNE), germen de la Democracia Cristiana en Venezuela. Su transparente carrera poltica se caracteriza por una coherencia plena entre los principios y la accin. Sencillamente, se trata de toda una vida al servicio de un mismo ideal. Alceu Amoroso Lima, notable escritor brasileo cuyo juicio fue recogido en la presentacin de la dcima edicin castellana de este libro, expres hace ms de veinticinco aos: Caldera es una de las pocas personalidades que resisten al dicho trivial de ser llamado un hombre eminente. l lo es en toda la fuerza del trmino, porque, a lo largo de su existencia, las ideas y los actos han estado siempre en estrecha correlacin. Y en el mismo sentido se pronunci el Di-rector General de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), Wil-fred Jenks, quien conociera a Caldera en los primeros tiempos del Derecho del Trabajo venezolano, al manifestar en homenaje me-

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    morable: A usted [seor Presidente] le ha tocado la suerte singular de servir durante toda su vida a los ideales de su juventud. Caldera es la personificacin ms autntica del socialcristianismo en Venezuela y siguiendo su liderazgo, precisamente, una abultada mayora de quienes fundamos a CONVERGENCIA, nos iniciamos en la accin poltica aos atrs y nos adherimos a su misma doctrina. A comienzos de junio de 1993 nos vimos en la necesidad de cons-tituir nuestro movimiento, para contribuir a garantizar el triunfo del amplio frente popular que se gest en torno a nuestro lder, y el xito alcanzado en esas elecciones nos comprometi an ms con el presente y futuro de nuestra Patria. El ejemplo de Rafael Caldera nos impulsa a luchar sin vacilaciones en la consolidacin de nuestro joven movimiento, como un ins-trumento permanente de servicio al pueblo venezolano. En el pre-sente, para colaborar con el Presidente Caldera en la gran empresa colectiva de superar la grave crisis nacional y reconstruir moral-mente el pas. Hacia adelante, para darle proyeccin y continuidad en el tiempo a las ideas y al testimonio vital de nuestro lder que ha hecho de la poltica una vocacin verdadera de servicio y que ha logrado enraizarse en lo ms hondo del sentimiento popular. Slo as podramos considerarnos dignos discpulos de este venezolano de excepcin. Ello explica que este libro, sencillo pero muy profundo, sea tan importante para nosotros Lo dice claramente en sus palabras fina-les la presentacin a la edicin ya aludida: Al intentar definir en este libro la especificidad de los partidos demcrata-cristianos, Rafael Caldera ha hecho una jugosa sntesis de los principios que han orientado y orientan su accin. Suma, por ello, a la validez de sus planteamientos y a la sencilla forma de su exposicin, el aval de las

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    realizaciones. No se trata en este caso de un simple programa pol-tico; se trata de las convicciones fundamentales de un hombre que inmerso generosamente en una accin poltica popular ha con-tribuido a plantear una verdadera alternativa, un cauce distinto en el que encuentren realizacin las grandes aspiraciones de los pue-blos. Vaya, pues, el ms profundo agradecimiento a nuestro admirado y veterano lder por permitirnos reeditar este valioso texto bajo el sello editorial de CONVERGENCIA, que lo hace elemento central de su tercera celebracin aniversaria y que lo convertir en objeto fundamental de anlisis y estudio en los cursos de formacin para sus dirigentes de toda la geografa nacional. Juan Jos Caldera

    Coordinador General Nacional Caracas, 5 de junio de 1996.

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    NOTA DEL AUTOR PARA LA QUINTA EDICIN CASTELLANA

    La palabra especificidad no ha sido incorporada todava al Dic-cionario de la Real Academia Espaola, pero no me cabe ninguna duda de que en una edicin prxima lo ser. Porque se trata de un neologismo correctamente construido y que a su vez no tiene un sustituto satisfactorio dentro de los vocablos relacionados con el concepto que representa. Para decir lo mismo que especificidad

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    habra que decir tanto como condicin de especfico, o lo que es especfico de, es decir, aquello en lo cual se muestra la natura-leza especfica de una determinada cosa. El 14 de noviembre de 1974, en una sesin de la Real Academia a la cual tuve la honra de asistir, aprovech la circunstancia de que parte de la sesin se dedi-c a la consideracin del diccionario y dej planteado el estudio de este vocablo. El acadmico Lan Entralgo, al apoyarme, observ que este trmino se viene usando corrientemente en medicina y en las ciencias biolgicas en general. Creo que la Academia se halla en disposicin muy favorable para el trmino. Pero dejemos la cuestin gramatical. Por qu mi empeo en pre-cisar lo que especficamente constituye el pensamiento demcrata-cristiano, lo que especficamente caracteriza a los partidos dem-crata-cristianos? El propio libro lo explica. La confusin que en muchos terrenos se genera cada da cuando se plantean cuestiones de importancia trascendental para la humanidad, reclama claridad de conceptos, claridad de caminos, claridad de compromisos. En la literatura poltica, para algunos aparece la Democracia Cristiana como un capitalismo bautizado; es como el injerto de algunas no-ciones cristianas al sistema econmico y social caracterizado por el liberalismo de laissez-faire, una adaptacin del sistema en el cual el predominio del capital se acenta sobre los otros factores de pro-duccin y concretamente sobre el trabajo. Para otros, en cambio y tal vez por el mismo complejo que produce la propaganda ante-rior, la Democracia Cristiana cae en una especie de marxismo bautizado: el lenguaje de Marx, el mtodo dialctico de Marx, las posiciones marxistas, con un aadido o con un injerto proveniente de los valores de la cristiandad. Pero la Democracia Cristiana no es ni un marxismo bautizado ni un liberalismo o capitalismo bautizado. Es un pensamiento propio

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    y distinto. Y como su existencia es una realidad innegable, no slo por las fuentes de pensamiento de donde emana, sino por el hecho de que centenares de miles de hombres en cada pas la sostienen y luchan y sufren y combaten por ella y otros centenares de millones de seres humanos tienen en ella puesta su simpata y su esperanza, es indispensable no confundirla, no disfrazarla, no renunciar a su carcter propio y especfico: en una palabra, a su especificidad. Este libro est deliberadamente escrito en un lenguaje claro y sen-cillo. Proviene de unas notas de clase para cursos dictados en el IFEDEC (Instituto de Formacin Demcrata Cristiana) en Cara-cas, para formar y aclarar el pensamiento de dirigentes jvenes de distintos pases de Amrica Latina. El librito ha tenido suerte, qui-zs porque haca falta. La literatura sobre la Democracia Cristiana es abundante; pero no son muchos los manuales que pueden servir de vademcum, al alcance de cualquier lector. Por ello se han hecho ya varias ediciones: en lengua castellana, en Caracas y en Barcelona, en Bogot y en Santo Domingo; en lengua portuguesa, en Lisboa, y en lengua alemana, en Bonn. La misma circunstancia de empren-der una nueva edicin a la cual se le han verificado algunas pe-queas modificaciones de redaccin para aclarar o precisar mejor algunos conceptos indica que crece el inters por el conocimiento de la Democracia Cristiana. Como las anteriores, esta nueva presentacin del libro va espe-cialmente destinada a la juventud. A la juventud, de la cual esperan los pueblos la realizacin de profundos cambios estructurales que demanda la justicia, pero sin renunciar a la libertad, sin abdicar de la dignidad de la persona humana, sin perder de vista los valores del espritu que han dado realce a la civilizacin cristiana en la his-toria de la humanidad y sin olvidar que la conducta poltica, que es

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    una fase importante de la conducta humana, est sujeta a las nor-mas morales.

    R. C. Caracas, octubre de 1976.

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    NOTA A LA DECIMA EDICIN CASTELLANA

    Despus de la sptima edicin en lengua castellana, hecha por la Editorial Dimensiones en Caracas en 1979, este librito ha sido reproducido en Mxico, en 1983, por Ediciones PAN, mediante autorizacin solicitada al autor por el Partido Accin Nacional, y en San Jos de Costa Rica, en 1986, por la Editorial Libro Libre, por iniciativa del doctor Ricardo Arias Arosemena, Presidente del Partido Demcrata Cristiano de Panam y Vicepresidente para en-tonces de la Organizacin Demcrata Cristiana de Amrica (ODCA). Tambin han aparecido, en estos ocho aos, una edicin italiana, con el ttulo de La Democrazia Cristiana.-Testimonianza di un leader latinoamericano, publicada por la editorial Cinque Lune, 1979, con traduccin y prlogo del profesor Roberto Papini, Se-cretario General del Instituto Internacional Jacques Maritain; una edicin en lengua inglesa, por iniciativa del IFEDEC, Editorial Ar-tegrafa, Caracas, 1982, con el ttulo de Christian Democracy y con la intencin de hacerlo circular especialmente en los pases an-gloparlantes del Caribe; y una edicin en lengua maltesa, a solicitud

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    de la Juventud Demcrata Cristiana de Malta, con el ttulo id-demokrazija kristiana, publicaciones SDM, Valletta, 1985. Por supuesto, esta amplia divulgacin es para el autor motivo de complacencia, y sera insincero negarlo; pero, al mismo tiempo, es demostracin del vaco que exista, a pesar de la rica bibliografa de temas y orientaciones democristianas, de una exposicin clara y sencilla de los aspectos que dan a la Democracia Cristiana identi-dad propia y especfica. Cada vez se siente ms el peligro de que, por el hecho de que el pensamiento demcrata cristiano no es una teora econmica aun cuando en materia econmica sostiene principios muy definidos y precisos, se note cierta tendencia en algunos democristianos a in-currir en el error de adoptar con entusiasmo revolucionario las orientaciones de la economa socialista, o a inclinarse decididamen-te, con peligroso espritu conservador, hacia las recetas neoliberales que tanta resonancia han dado a los Chicago boys. Pero ms peligroso an es el descuido de la fundamentacin doc-trinaria en los partidos democristianos, tanto ms factible cuanto mayor volumen alcanzan en su crecimiento o cuanto ms cerca se hallan del poder. En las consultas electorales que se cumplen de-ntro de los Estados democrticos es natural que el inters del elec-tor se vuelque hacia las cuestiones concretas que lo afectan direc-tamente, ms que sobre las orientaciones bsicas del pensamiento y de la accin poltica; pero ello no podra justificar el que se olvi-daran los principios fundamentales y el que el acontecer cotidiano se desvinculara de las normas ticas por las cuales se debe regir la conducta de los dirigentes y activistas polticos demcrata cristia-nos.

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    En el ao de 1986 el Partido Social Cristiano COPEI celebr, por ello, un Congreso Ideolgico, promovido para discutir y desarro-llar las lneas de doctrina de la organizacin ante la realidad del pas y los imperativos del tiempo, con vistas al siglo XXI. Muchas po-nencias e interesantes planteamientos se hicieron; pero quizs, por darlas por sentado, no se hizo todo el hincapi que se hubiera po-dido suponer en las cuestiones esenciales que configuran la ideali-dad demcrata cristiana. Afirmar esa idealidad, fortalecerla en sus resortes bsicos, es el objeto primordial de este librito. En el Eplogo de la obra est un mensaje del inolvidable Eduardo Frei, cuya lectura y relectura debemos recomendar. Transida de experiencia y de angustia, su palabra cobra, despus de su prema-tura y lamentada muerte, especial resonancia. Parece indudable dice que no puede haber una accin poltica profunda y creadora, sin un pensamiento que la alimente. Cuando los hombres o los partidos pierden la claridad en las ideas y carecen de una interpre-tacin coherente y racional de sus actos, corren rpidamente hacia la esterilidad. Disfrazan su desnudo en formas pragmticas, que no pueden reemplazar su vaco interior, y derivan pronto a las peores formas del oportunismo. Por eso es de vida o muerte que los par-tidos de inspiracin demcrata-cristiana mantengan vivas, claras y lmpidas las fuentes de su inspiracin ideolgica.

    R. C. Caracas, 1987.

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    INTRODUCCIN

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    ANLISIS DE LA EXPRESIN: DEMOCRACIA CRISTIANA

    El objeto del presente ensayo es precisar las razones de existir de un movimiento poltico demcrata-cristiano y los rasgos diferen-ciales que lo definen en la vida poltica contempornea. No se trata de un estudio histrico, sino de un anlisis breve y conciso de sus aspectos fundamentales. Los movimientos demcrata-cristianos no son crculos puros de pensamiento y de doctrina, sino grupos de accin. Sin embargo, no deja de ser oportuno un momento de reflexin sobre este tema, porque, comprometidos cada vez ms con las responsabilidades que la accin supone, ante los problemas candentes de nuestras realidades sociales, nos vamos empeando dentro de los combates a que las circunstancias nos obligan y podemos, en un momento dado, hallarnos desorientados en la fijacin de los principios que nos impulsaron a la lucha. En la reunin del Comit Mundial de la Democracia Cristiana ce-lebrada en Munich, el ao de 1966, los organizadores tuvieron la idea de invitar a dos profesores para hablar acerca de la Democra-cia Cristiana. Uno, un joven y afamado universitario alemn, el Dr. Hans Maier y otro, un distinguido poltico belga, autor de un ma-nual sobre Ciencia Poltica, el profesor Robert Houben. En aquella ocasin, con gran preocupacin de nuestra parte, el profesor Hou-ben, quien fue el primero en intervenir, comenz por preguntarse si deba haber o no partidos demcrata-cristianos, no slo desde el punto de vista de la denominacin, sino desde el punto de vista de la esencia.

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    Naturalmente, nuestra impresin fue la de que la pregunta era ociosa en una reunin del Comit Mundial de la Democracia Cris-tiana, sobre todo porque nuestros partidos demcrata-cristianos no son una realidad slo por la voluntad de sus dirigentes, sino por la decisin de sus militantes y de millones de electores, que creen en la Democracia Cristiana, luchan por ella y esperan que ella logre soluciones definitivas para los problemas fundamentales de nues-tro tiempo. Ni siquiera su denominacin ha sido resultado de una actitud pre-concebida. Debemos reconocer que el triunfo poltico electoral de los partidos demcrata-cristianos en Alemania e Italia, despus de la Segunda Guerra Mundial, contribuy a la popularizacin de este nombre. Pero l se adopt, no por razones puramente circunstan-ciales, sino por la necesidad de identificar un mensaje ante la opi-nin pblica, en un momento en que esos pases se encontraban en total desconcierto, despus de haber sufrido la tragedia de la guerra y las amarguras de la derrota. No se trataba entonces de ini-ciar, como hicimos en otros pases, un movimiento ideolgico para derivar hacia la constitucin de un partido poltico. Se trataba de dar una respuesta inmediata a pueblos angustiados y desorientados ante la situacin del momento. Esa respuesta tena que ser muy clara y presentarse con una etiqueta muy definida: de all que la adopcin del nombre Democracia Cristiana se impusiera casi co-mo una necesidad. Fueron muchos, sin embargo, los partidos polticos demcrata-cristianos que comenzaron su lucha sin adoptar oficialmente esa denominacin. En Amrica Latina, por ejemplo, los primeros mo-vimientos demcrata-cristianos no la utilizaron. El ms antiguo de ellos, la Unin Cvica del Uruguay, hace relativamente poco tiempo

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    decidi transformarse, cambiar de denominacin y adoptar la del Partido Demcrata-Cristiano. El Partido Demcrata-Cristiano Chileno empez por Falange Nacional y slo vino a convertirse en P. D. C. despus de la gran campaa de movilizacin de masas rea-lizada en 1958 alrededor de la candidatura presidencial de Eduardo Frei. Nosotros, aqu en Venezuela, adoptamos una denominacin bastante neutra: COPEI (Comit de Organizacin Poltica Electo-ral Independiente). No quisimos anunciar la constitucin de un partido poltico, sino de un Comit para participar en las eleccio-nes desde una posicin independiente, aunque indicbamos ya la voluntad de organizarnos polticamente, lo que explica las letras O y P de las siglas. La popularidad de esas siglas, en un mo-mento en que haba una intensa movilizacin nacional y en que la vida del movimiento fue signada por una controversia aguda y conmovi fuertemente la conciencia pblica, hizo que todava hoy, cuando su denominacin oficial es la del Partido Social Cristiano o Demcrata Cristiano porque ambas tienen segn los estatutos ca-rcter oficial y equivalente, se siga conociendo en la terminologa poltica del pas, y hasta en el extranjero, con el nombre COPEI. En general, el planteamiento sobre la cuestin del nombre si se debera escoger otra denominacin o no me parece improceden-te; porque la verdad es que, aunque oficialmente tengan otro membrete, a los miembros de Unin Cvica, de Falange Nacional o de COPEI se les conoca ya como social-cristianos o demcrata-cristianos. En el fondo, esta denominacin deriva de un planteamiento doc-trinario: se trata de un nombre compuesto de dos elementos, el elemento democrtico y el elemento cristiano. El elemento democrtico, de carcter necesariamente poltico, y el cristiano que envuelve un planteamiento de naturaleza filosfica y una posicin o doctrina

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    social. Algunas veces escuchamos a los europeos decir los parti-dos cristianos; pero no se trata simplemente de partidos cristia-nos, sino de partidos demcrata-cristianos. Si la denominacin resulta de una composicin entre el elemento democrtico y el elemento cristiano, esos dos elementos tampoco constitu-yen ingredientes separados; porque entendemos la democracia a la luz de la filosofa cristiana, y entendemos el cristianismo en su mani-festacin y vivencia democrtica. Pero adems, nos atrevemos a sostener, como lo sostuvimos en aquella reunin de Munich, que ser demcrata-cristiano no es simple suma de democrtico y cris-tiano; podemos encontrar, y de hecho los hay en la vida poltica, individuos o grupos que son demcratas y que son cristianos, y, sin embargo, no son an demcrata-cristianos. Hay que precisar, en-tonces, el carcter especfico que distingue y define como tales a los partidos demcrata-cristianos. A responder esta pregunta se di-rigen las pginas que siguen.

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    II

    EL ELEMENTO DEMOCRTICO

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    1. EL MODELO DEMOCRTICO En primer lugar, adherimos a la democracia como sistema, defen-demos la democracia y pretendemos realizarla a plenitud. Ahora bien, la democracia como forma de gobierno no ha tenido una his-toria fcil ni sencilla. La democracia en el mundo moderno ha tropezado con obstculos y dificultades para sobrevivir. Los revolucionarios franceses y tambin los dirigentes del movimiento de independencia en los Es-tados Unidos, que precedi cronolgicamente a la Revolucin Francesa tenan gran devocin por la democracia ateniense. Para ellos, las formas de vida de aquella ciudad griega constituan una especie de ejemplo y modelo, al cual era indispensable seguir. Pero, como lo sealan los autores, es difcil aplicar la experiencia de la democracia ateniense a las democracias modernas. Primero, por una simple cuestin de volumen: el elemento cuantitativo tiene mayor influencia de la que a primera vista se reconoce. Atenas era una pequea ciudad, con un mbito territorial limitado, con una poblacin escasa y homognea; era fcil para los ciudadanos ate-nienses reunirse en el gora a deliberar y tomar all decisiones so-bre las cuestiones que afectaran a la comunidad. Adems, era una democracia restringida: las mujeres y los esclavos no participaban en las deliberaciones polticas, y para que los hombres libres pudie-ran hacerlo, aqullos se dedicaban a atender las tareas ms duras, tanto desde el punto de vista domstico, como de la economa ge-neral.

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    Trasladar ese sistema a naciones grandes y complejas, que ocupan reas geogrficas muy dilatadas, integradas por grupos que son t-nica, religiosa y culturalmente diferentes, con diversos niveles de educacin y poder econmico, constituye, de por s, el primero de los problemas prcticos para la realizacin de la democracia. Para resolverlo, se busc interpretar la voluntad colectiva a travs de los mecanismos del sufragio. De all que democracia y sufragio vinieran a ser trminos equivalentes. Y como el sufragio exige pronunciarse entre diversas posibilidades, automticamente supone la organizacin en partidos polticos, que pre-senten a los pueblos programas distintos y candidatos diversos, y que tengan organizacin adecuada para hacer llegar a la generalidad sus planteamientos, sus soluciones y sus hombres, a fin de permi-tirle ejercer con conocimiento de causa el acto de escoger. De esta manera, el funcionamiento de la democracia vino a ser tambin concomitante de la institucin de partidos polticos. As, para lo que pudiramos llamar la experiencia de la democracia for-mal, la democracia es un sistema dentro del cual se vota, y para que pueda votarse, existen y funcionan diferentes partidos polticos. Por otra parte, casi inseparable de la nocin de democracia viene a ser tambin la nocin de parlamento. Ya que la democracia directa es imposible, hay que conformarse con la democracia representativa, en la que el poder se ejerce a travs de aquellos a quienes el pueblo, peridicamente, seala como encargados de deliberar para resolver los asuntos fundamentales. El lugar donde se delibera y el mtodo de deliberar se plasman dentro de la institucin del parlamento, que no tiene un origen necesariamente democrtico en el sentido histrico del movimiento que arranca con la Revolucin Francesa pero que le da a la democracia su medio propio de expresin.

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    Hubo que transformar los viejos cuerpos deliberantes que existan en la poca feudal antes de que el absolutismo se hiciera cerrado y absorbente y que reunan a personalidades representativas para exponer sus puntos de vista y adoptar opiniones que en aquella poca eran de consejo, para que el soberano decidiera. En el siste-ma democrtico, esos cuerpos vinieron a asumir la decisin en nombre del nuevo soberano, que es el pueblo. No quiere esto decir que fuese durante la poca feudal cuando se crearon los rganos deliberantes. Ya tenan bastantes races en la experiencia antigua. En la Antigedad clsica, griega o romana, o ms atrs; siempre hubo la idea de que, por una parte, los mayores, los ms antiguos, los seniores, los jefes de familia o tribu congrega-dos en lo que con diversas denominaciones constitua un senado o consejo de ancianos, y, por otra parte, el pueblo en armas al cual se le daba tambin participacin en las decisiones y cuya reunin origi-n lo que lleg a ser la cmara popular deliberaran sobre las dis-posiciones relativas a la vida de la comunidad. Vemos, pues, cmo nace, por la necesidad de trasladar la decisin de los asuntos fundamentales de los hombros del monarca a los del pueblo, el mecanismo de la democracia representativa. En los primeros aos de la Independencia, a los Congresos de nuestras Repblicas se les daba el tratamiento de Majestad: se quera de-mostrar con ello que el poder absoluto, antes atribuido a la testa coronada, haba pasado a los representantes del pueblo. Vicisitudes de la democracia Este sistema, que en la edad contempornea comienza a funcionar aunque de manera limitada y precaria a partir de la Independen-cia norteamericana, se expande por Europa como un relmpago, a

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    travs del movimiento encarnado por la Revolucin Francesa. Pe-ro con mala fortuna. Para el momento de terminar nuestras gue-rras de independencia, en Europa no queda en pie ninguna rep-blica importante. La democracia no ha sobrevivido a sus primeras experiencias en el continente de la ilustracin. Como exista el an-tecedente monrquico, al cual era fcil apelar, no se cay en la si-tuacin que vivi Amrica Latina o que est viviendo hoy el fri-ca: la de los gobiernos militares. Las monarquas fueron restaura-das de modo que slo segua subsistiendo como organizacin pol-tica gobernada por la voluntad popular la Repblica de los Estados Unidos, formada por las antiguas colonias inglesas del norte de Amrica, y cuya democracia marchaba en forma imperfecta, limi-tndose la capacidad del sufragio a los que posean determinada cantidad de bienes, y, en algunos casos, cierto grado de instruc-cin, y mantenindose privados de derechos polticos a los escla-vos y a los proletarios. Inglaterra, por su parte, viva su proceso de forma diferente, conservando la Corona y la organizacin estamen-tal, la divisin entre la Cmara de los Lores, que representaba la nobleza, y la de los Comunes, que personificaba al pueblo. Estaba empeada en su experiencia de ir abriendo progresivamente el comps a la democratizacin, sin abolir la monarqua. La mala suerte de la democracia no se limita, sin embargo, a los al-bores del siglo XIX. Despus de muchas tentativas, viene a presen-tarse con caracteres dramticos la crisis de la democracia en el arranque de la nueva sociedad que surge de las ruinas de la guerra de 1914-18 Es verdad que en 1918 finaliza con Guillermo II el Imperio Alemn, y que se inicia una repblica, medio-liberal y me-dio-socialista, en la romntica poblacin de Weimar. Pero pronto se empiezan a sentir tremendas sacudidas. Ya antes de la conclu-sin de la guerra, el Imperio de los Zares que cae ante el fracaso blico es reemplazado, despus de un breve ensayo liberal, no por

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    una democracia formal, representativa y pluralista, sino por un sis-tema poltico de partido nico, una organizacin totalitaria que se denomina a s misma, de acuerdo con su ideologa aplicada con ri-gor inflexible, la dictadura del proletariado. El imperio de la organizacin comunista rusa sobre el mundo eu-ropeo, y su avanzada a travs de grupos radicales que tratan de imi-tarla en los otros pases de ese continente, va a mostrar las debili-dades y fallas de la democracia liberal. Los regmenes polticos co-mienzan a manifestarse incapaces de hacerle frente a la arremetida comunista, y de sealar caminos audaces y soluciones estables. Comienza, tambin, a vivirse muy pronto el fenmeno de otro r-gimen de fuerza, igualmente de partido nico, pero de un totalita-rismo de derecha que, con una propaganda hbil, una oratoria in-flamada, una serie de smbolos y ritos, se extiende por Europa, so-bre todo a partir de la ascensin al poder de Benito Mussolini con sus camisas negras, en Italia en 1923. Antes de que se hubiera cumplido un lustro del Tratado de Versalles, que puso fin a la gue-rra del 14-18, la moda fascista se extiende. Cunde la sensacin de una extraordinaria eficacia, que crea el mito de la grandeza nacio-nal, el mito de la eficacia administrativa, el de la incorporacin efectiva de la clase trabajadora a travs de mecanismos de partido nico que se van adornando con una teora del Estado elaborada a posteriori. En 1939, cuando se inicia la Segunda Guerra Mundial, la idea de-mocrtica est padeciendo en Europa una crisis tremenda. La mo-da fascista y la moda comunista tratan de dividirse el campo, como las brigadas ms aguerridas de las nuevas generaciones. En aquel momento parece imposible pensar en la frmula democrtica co-mo la solucin de los problemas de esos pases y del mundo.

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    La guerra empieza a vivirse como una jornada de gran xito para los regmenes totalitarios. Las democracias, especialmente la fran-cesa, que despus de todos los altibajos del siglo XIX (bonapartis-mo, restauracin borbnica, revolucin del 48, segundo imperio, crisis posterior a la guerra franco-prusiana, revolucin de la Co-muna y, por fin, establecimiento de la Tercera Repblica) haba lo-grado fama y prestigio en el mundo, sucumbieron casi sin combatir ante la presin de los ejrcitos nazis. Con la ocupacin de Francia y el establecimiento del gobierno colaboracionista de Vichy, la de-mocracia pareci llegar a su extincin en Europa. Y hay que reco-nocer que fue la entrada de los Estados Unidos en el conflicto, al volcar su potencia industrial y econmica y grandes contingentes humanos en apoyo de la Europa dominada por los ejrcitos del Eje, lo que vino a despertar la esperanza de que el sistema demo-crtico fuera realmente compatible con normas de eficiencia, vigor y accin. De esta manera, la participacin de los americanos en la guerra y la victoria obtenida por los aliados vinieron a provocar la revalorizacin de la idea democrtica. Aparicin de la Democracia Cristiana La experiencia fascista termina en su derrota. Los pases de Europa tienen que organizarse de nuevo. Vuelven los ojos a la democracia, y los pueblos acuden a gente que haba sido insospechablemente afecta a la idea democrtica a travs de los aos precedentes. As, se valoriza la idea del antiguo Partido Popular Italiano y se trans-forma y aprovecha el remanente de lo que haba sido en Alemania el Centro o Partido Catlico. La Democracia Cristiana ofrece a los pueblos cauce para las renovadas aspiraciones de justicia, de-ntro de la libertad, despus de la tragedia, cuando se exige una de-mocracia con acento social.

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    Propiamente hablando, el antecedente directo moderno de un par-tido popular demcrata-cristiano fue el Partido Popular Italiano, fundado a raz de la Primera Guerra Mundial. Luigi Sturzo, un sa-cerdote de Caltagirone, provincia de Catania, en la regin de Sicilia, obtiene autorizacin de sus superiores para lanzarse a la aventura de un partido poltico, en un pas donde como consecuencia de la ocupacin de los Estados Pontificios los catlicos, como tales, haban recibido la prohibicin de participar en el sistema, conside-rado hertico, creado por quienes haban despojado a los Papas de su soberana temporal. La vida democrtica italiana ve insurgir, cu-riosamente dirigida por un sacerdote, una organizacin poltica que busca al pueblo, que requiere del pueblo la palabra definitiva para la solucin de los problemas polticos y, al propio tiempo, lanza un mensaje de contenido social si no tan elaborado como los de los actuales partidos demcrata-cristianos, por lo menos orientado en la misma lnea. Su ambicin era sealar una posicin cristiana que no desdeaba el encuentro con el pueblo y que era capaz de ofre-cerle al pueblo caminos claros para sus reivindicaciones. Hasta ese momento se poda decir que las ideas polticas en Euro-pa se canalizaban en estas corrientes: la liberal, que arrancaba de los propios textos de la Enciclopedia y de la Revolucin Francesa; la corriente marxista, que buscaba las soluciones implantadas en Rusia a travs de la Revolucin Bolchevique; las corrientes que, de diversas maneras, trataban de adaptar los principios filosficos del marxismo al estilo de la democracia y las corrientes fascistas, que desdeaban lo que consideraban podrida, hueca, carcomida, estril, y absurda democracia, y pretendan imponer una con-cepcin distinta a travs de un rgimen de fuerza. Se planteaba, en-tonces, para los hombres de mentalidad cristiana este dilema: de-bemos acaso, bautizar el liberalismo, o el marxismo, o el socia-

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    lismo, o el fascismo? O debemos buscar, a travs de los caminos de la democracia, la expresin autntica de las conclusiones a que debe llegar la filosofa cristiana? Un escritor venezolano, en su exilio de Pars escriba en su Diario ntimo al finalizar la Primera Guerra Mundial: Cuando al grito de Karl Marx los obreros de todos los pases se reorganicen social-mente, se habr creado una fuerza desconocida que elevar al hombre que la utilice o la encauce, al dspota que se arme con ella, o al conductor que la dirija. El espritu fecundo se ha petrificado en el xito escueto. Del cristianismo han deducido los doctores to-das las consecuencias teolgicas y cannicas: se necesitan ahora benefactores que saquen de l todas las consecuencias sociales y polticas. Las consecuencias sociales y polticas del cristianismo no se han sacado todava y ellas son la solucin de los problemas so-ciales y polticos modernos (Po Gil, Diario ntimo y otros temas. Ca-racas, 1965, p. 43). Estas reflexiones podrn renovarse al terminar la Segunda Guerra, en 1945. Los primeros ensayos de la Democracia Cristiana representan, a mi modo de ver, la aspiracin de llevar a la democracia las consecuen-cias derivadas de los principios filosficos cristianos. Esta concep-cin especfica de la democracia que se precisar posteriormente en los programas de los partidos demcrata-cristianos y que ofrece un nuevo cauce a las aspiraciones populares es el tema que de-bemos analizar a continuacin.

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    2. NUESTRA CONCEPCIN DE LA DEMOCRACIA 2.1. Realizar plenamente la democracia Somos demcratas. Somos cristianos. Ms que eso, somos dem-crata-cristianos. Para analizar estos elementos necesitamos preci-sar, en primer trmino, nuestros puntos de vista acerca de la de-mocracia. No podemos olvidar el testimonio de Maritain: la trage-dia de las democracias modernas es que an no han conseguido realizar la democracia. La democracia, etimolgica y filosficamen-te, es gobierno del pueblo; pero ese gobierno del pueblo ha sido realizado apenas muy imperfectamente. Se ha reducido a ciertas contingencias accesorias, que a veces han contribuido a privar de sus derechos a las mayoras populares, y a algo que es muy grave: a robarle a esas mismas mayoras la fe en las instituciones democr-ticas. Hace algunos aos, en 1961, un club de intelectuales jvenes fran-ceses, el club Jean Moulin, se planteaba esta pregunta: Rehacer la Democracia? Pero, ha existido ella alguna vez? No ha sido esen-cialmente el sueo de algunos filsofos del siglo XVIII, torpemen-te transcrito en las estructuras polticas del siglo XIX occidental, por una clase que ha encontrado en ella la sntesis entre un idea-lismo muy vago e intereses muy precisos?. La discusin sobre la democracia en 1961 no tiene sentido si no se funda en una tentati-va de insercin de los valores tradicionales de libertad en estructu-ras modernas mal conocidas y fundamentalmente movibles. Por eso dicen, para los demcratas, la reflexin sobre la democracia es una obra proseguida y renovada sin cesar.

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    Nosotros creemos en la democracia. No como un simple meca-nismo, no como una cuestin simplemente numrica y puramente formal. No se trata de sumar la mitad ms uno para ponerla a de-cidir todo lo relativo al cuerpo social y privar de todo derecho a la mitad menos uno. No se trata slo de mantener la posibilidad de que existan partidos polticos y de que sus representantes se re-nan a deliberar en un cuerpo denominado parlamento, cuya efica-cia con frecuencia no ha estado a la altura de su responsabilidad histrica. No se trata simplemente de eso, aun cuando entendemos que la democracia supone un mecanismo, y difcilmente sin ese meca-nismo u otro ms o menos parecido, la idea democrtica alcanza a funcionar. Se trata de algo ms fundamental. Por eso dice Maritain que la palabra democracia es algo muy distinto de un rgimen o de cierto tipo de rgimen poltico. Designa primeramente, y ante todo, una filosofa general de la vida humana y de la vida poltica, un estado de espritu. Es la suya lo que pudiramos llamar una concepcin valorativa de la democracia. Concepcin esencial, no accidental. No es de procedimiento, aunque ste tenga su impor-tancia; corresponde a un estado de conciencia. Los demcrata-cristianos pensamos en una reforma de la demo-cracia. No de las meras estructuras que la encarnan. Hemos visto con frecuencia en Europa a altos pensadores enfrascarse en discu-siones que llegan a ser estriles, sobre las reformas en el sistema electoral. Se inventan nuevos mtodos de sufragio, se establecen formas de voto diferencial, restringidos para algunos cuerpos, plu-rales para otros; se busca una serie de correctivos al sufragio, y, en el fondo, todos estos ensayos conducen a la fatiga y al escepticis-mo. No se trata tanto de una cuestin de forma, como de una

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    cuestin de fondo. Queremos realizar la democracia en la sustancia propia que contiene. 2.2. Democracia personalista Lo primero es el pueblo. La democracia es gobierno del pueblo y, por tanto, para que exista verdaderamente, tenemos que darle su propio sentido y fortalecer la conciencia de su sujeto, que es el pueblo. El pueblo es un conjunto orgnico de personas humanas. Por eso, la idea de la persona humana y su dignidad, viene a ser para nosotros elemento fundamental de la idea democrtica. No puede haber verdadera democracia si la persona humana no es respetada, por-que ella es el ingrediente indispensable del pueblo, considerado, no como simple masa, cantidad a la cual se atribuyen determinadas prerrogativas, sino como sujeto consciente y responsable de sus actos y decisiones. De manera que el aseguramiento de la idea de la persona humana, de su dignidad y libertad, es para nosotros fundamental e indispen-sable dentro de la idea de la democracia. El pueblo, para los dem-crata-cristianos, representa una comunidad total; no hay exclusio-nes dentro del concepto: todos formamos el pueblo. Como lo observa Maritain, hay una confusin semntica, que a su modo de ver no deja de ser feliz, en cuanto que la palabra pueblo representa un todo, pero tambin distingue en el lenguaje comn a la parte ms necesitada, menos dotada de ese todo. Seala que es lstima no exista una tercera acepcin, como en el ingls people, es-to es, la gente. Pueblo somos todos; no slo la gente que carece, que ms necesita, que ms sufre, sino todos los asociados. Podra-mos decir que los que menos tienen y ms sufren son ms pueblo, porque aisladamente no influyen mucho; pero slo la comunidad

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    orgnica que a todos comprende constituye el sujeto del poder p-blico dentro de la vida comn. La valoracin del concepto de la persona humana constituye uno de los elementos ms caractersticos de la Democracia Cristiana dentro del pensamiento poltico de nuestro tiempo. Nosotros por definicin, por principio, por esencia somos no slo ajenos, sino contrarios a todo lo que envuelva menoscabo, disminucin de la dignidad de la persona humana. Por eso, la demagogia es un recur-so incompatible con la filosofa y actitud de la Democracia Cristia-na; porque supone, no la elevacin del pueblo, sino su relajacin, su corrupcin, su utilizacin como instrumento para lograr deter-minados fines; no la elevacin de los elementos fundamentales de la conciencia, sino la exaltacin de instintos y sentimientos prima-rios, para manipularlos y usarlos a favor o en contra de determina-dos objetivos, relegando a la condicin de instrumento a los que deben ser sujeto de la vida social. La idea misma de la dignidad de la persona humana conduce a la necesidad del dilogo y consideracin permanente entre gobierno y pueblo; si el gobierno es la representacin del pueblo, debe inter-pretar su voluntad. Maritain admite que puede haber un momento en que el gobierno, por conciencia de su deber y obligacin puede tomar una actitud que, en una situacin dada, no coincida con el sentimiento de la mayora de los gobernados; pero ste tiene que ser un hecho excepcional, deberse a razones morales indiscutibles y, en definitiva, conducir a la reanudacin del dilogo, porque sin ese dilogo constante el funcionamiento de la entidad democrtica en realidad no existe. Al mismo tiempo, el reconocimiento del pueblo como entidad fundamental dentro de la vida democrtica destaca la importancia

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    del sentido teleolgico, finalista, de la democracia. Se ha dicho mu-chas veces, glosando la frase de Lincoln, que la democracia es go-bierno del pueblo, ejercido por el pueblo mismo o sus representantes, y para el beneficio del pueblo. La finalidad del gobierno es elevar, favorecer al propio sujeto colectivo que integra el cuerpo poltico, el Estado. De esta manera, el demcrata-cristiano, o cualquier demcrata verdadero, no puede entender la democracia si dentro de ella el progreso adelantado o desarrollo no tiene una orientacin final. El desarrollo no puede ser una simple acumulacin de bienes y servi-cios, ni se agota en el aumento de produccin de riqueza. El desa-rrollo es un proceso que ha de estar orientado como est orienta-da toda la actividad del Estado democrtico hacia el mejoramien-to del pueblo y la satisfaccin de las necesidades y aspiraciones de la comunidad. 2.3. Democracia pluralista Por otra parte, ese dilogo entre gobierno y pueblo, esa estructura humana del sistema democrtico, tiene para nosotros un sentido orgnico, no atmico. La concepcin individualista que estalla en la Revolucin Francesa parece no reconocer sino dos trminos: el ciudadano y el Estado. Estado y sociedad vienen a ser, entonces, trminos equivalentes: cuando se habla de sociedad se entiende por ella la sociedad poltica, es decir, el Estado. En cambio, una de las caractersticas del pensamiento moderno, dentro del cual ha ejercido no poca influencia el pensamiento cristiano, es la concep-cin pluralista. Entre el ciudadano y el Estado hay una serie de formas sociales que constituyen el desarrollo normal del instinto de sociabilidad.

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    Para nosotros, la verdadera democracia es una democracia pluralis-ta. El pluralismo democrtico se puede entender en dos sentidos: A) en un sentido de pluralismo ideolgico, en cuanto admite y reclama la expresin de opiniones diversas; B) en un sentido de pluralismo social, en cuanto significa el reconocimiento de la existencia de formas plurales de sociedad. A) Pluralismo ideolgico En el primer sentido, la democracia pluralista es aquella que admite y reclama la expresin de ideas distintas y aun contradictorias, para que el cuerpo social se pronuncie acerca de su validez o de sus preeminencias respectivas. A este respecto, se llega a plantear si el reconocimiento del dere-cho a la expresin de ideas o tesis diferentes representa la negacin de la existencia de una verdad como tal, o de si envuelve la tesis relativista de que todas las verdades son iguales. Pero no se trata exactamente de ello: se admite la expresin de ideas distintas, por-que la bsqueda de la verdad supone la confrontacin de los puntos de vista, y no puede lograrse por medio de la fuerza, ni imponerse por la exclusin forzosa de otras formas de pensamiento. Esto trae consigo la cuestin de hasta dnde el sistema democrti-co es o no compatible con la existencia de grupos, partidos, orga-nizaciones, que sustenten principios totalitarios de interpretacin del Estado. Hasta dnde, realmente, tiene derecho a existir y ac-tuar democrticamente un grupo cuya filosofa lo lleva a negar a los dems el derecho a sostener ideas contrarias, si el triunfo de esa corriente significara de manera automtica la liquidacin de las otras corrientes, formas o modos de pensamiento, la aniquilacin de las mismas estructuras democrticas y el establecimiento de una

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    sociedad regimentada? Es un problema difcil, desde los puntos de vista filosfico, jurdico-constitucional y poltico. Ante el enfoque filosfico, la controversia, en principio, queda re-suelta dentro de ciertos lmites, en cuanto es admisible la contra-diccin de las ideas, precisamente para que puedan afirmarse mejor aquellas en las cuales se encuentra la verdad. Muy interesante y aleccionador fue el proceso de debates del Concilio Ecumnico, al plantearse la cuestin de la libertad religiosa. Hasta qu punto la Iglesia Catlica, que se proclama depositaria de la verdad, de una verdad revelada y no compatible con otras formas de pensamiento que suponen para ella necesariamente el error, puede ser defensora de la idea de que las otras manifestaciones religiosas deben gozar de libertad para exponerse? En el fondo, la cuestin puede llevarse mucho ms all, hasta el anlisis filosfico de la creacin del hom-bre: Por qu razn el Creador toler o acept que el hombre pu-diera incurrir en error y realizar el mal, cuando dentro de su posibi-lidad omnipotente estaba el haber limitado la libertad del hombre para obligarlo a mantenerse dentro del bien? La idea de la libertad, en este anlisis, cobra el valor mximo ya que el Creador prefiri el riesgo de que la criatura pensara errneamente y obrara mal, antes de privarlo de ese atributo o derecho de pronunciarse por s mis-mo, inherente a la esencia de su personalidad. As, desde el punto de vista de la filosofa poltica, la aspiracin ideal es la libertad ple-na para la exposicin de todas las ideas; desde luego, dentro de los lmites compatibles con la decencia, la convivencia, el manteni-miento del orden social. Desde el punto de vista jurdico-constitucional se plantea hasta qu punto puede admitirse el que, a travs del mecanismo de la demo-cracia poltica, llegue al poder una frmula decidida a suprimir el funcionamiento mismo de esa democracia. Porque el nazismo, por

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    ejemplo (tambin hasta cierto punto el fascismo lo haba hecho an-tes, pero el caso del nazismo es todava ms caracterstico), se vali de la libertad democrtica garantizada por la Constitucin de Weimar, para llegar al poder y eliminar luego toda posibilidad de subsistencia democrtica. Hasta dnde entonces se preguntan los constitucionalistas debe admitirse que un grupo poltico pue-da valerse de la libertad que se le garantiza, para preparar el sepul-cro de la misma libertad? Pienso que la pregunta es importante, ya que la pluralidad democrtica exige la aceptacin, por lo menos, de algunos valores y reglas fundamentales del juego. En mi opinin, desde el punto de vista de la praxis poltica, es pre-ferible la accin abierta, legal, la accin desembozada de estos gru-pos, incluso para que el propio pueblo tenga conciencia plena de los distintos sistemas que confronta. Pero, como dice Maritain, en la medida en que se sometan a la legalidad establecida; porque en el momento en que salen del campo de la legalidad para incurrir en acciones delictuosas, los mecanismos de represin del delito tienen forzosamente que actuar, para impedir que la violencia sea instru-mento de dominacin sobre las otras frmulas polticas. En general, la filosofa demcrata-cristiana preconiza, prefiere y defiende, dentro de los lmites exigidos por la moral y seguridad del Estado, la ms amplia libertad para que las distintas frmulas puedan contradecirse, y para que este pluralismo contribuya a una mayor concientizacin del pueblo en la adopcin de las frmulas ms apropiadas para el gobierno. B) Pluralismo social Por otra parte, y en segundo trmino, cuando hablamos de plura-lismo dentro de la democracia no nos referimos simplemente al

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    pluralismo ideolgico; nos referimos, sealadamente, a la existencia de formas plurales de sociedad. Es decir, al reconocimiento de grupos sociales cuya existencia no dimana de la aceptacin graciosa del Estado, sino de su propia esencia, porque constituyen una mani-festacin natural del instinto de sociabilidad y ayudan a la persona humana a la realizacin o cumplimiento de sus fines propios. Este pluralismo social se manifiesta dentro del mismo orden pol-tico, en ciertas agrupaciones que no tienen el mero carcter de cir-cunscripciones territoriales. El municipio no es una demarcacin te-rritorial. Es una comunidad de vecinos que tienen su propia estruc-tura, sus propios derechos, su propia naturaleza. El municipio no es como lo sostiene la teora kelseniana del Estado un reflejo administrativo, una demarcacin de atribuciones para el cumpli-miento de determinados fines que en definitiva residen en el Esta-do y dependen de su buena voluntad. El municipio es una socie-dad integrada de modo natural por quienes conviven en un deter-minado lugar, y tienen que resolver los problemas especficos que la vecindad supone. La demarcacin ms amplia, el Estado, dentro de las Repblicas Federales de Amrica Latina, el Land, en Alemania, o la pro-vincia, en los regmenes no totalmente centralizados, tampoco son meras demarcaciones; corresponden al desarrollo natural de la vida social del hombre. Con mayor fuerza an est apareciendo, dentro del Derecho Cons-titucional de nuestro tiempo, la regin. Una de las caractersticas in-teresantes del pensamiento demcrata-cristiano en Italia fue la idea de regin, que conllev la aceptacin de un estatuto propio, el re-conocimiento de atribuciones especficas a ciertas zonas, que man-tienen formas peculiares de vida y responden a un determinado

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    origen tnico o a cierto proceso histrico, es decir, a un conjunto de valores comunes que les dan una fisonoma determinada. No se trata de atomizar un Estado, dividindolo en porciones unidas slo de una manera formal, sino de propiciar una integracin progresiva y orgnica. Esta integracin la realiza tambin el hombre a travs de otro tipo de formas sociales, que no corresponden a la geografa o al hecho poltico, sino a la propia estructura social y, a veces, a la estructura econmico-social. La familia, por ejemplo. Para la democracia plu-ralista que los demcrata-cristianos concebimos, la familia es una institucin fundamental; es una expansin natural de la manera de vivir y tiene derechos propios y especficos. Esos derechos, desde luego, como los de todos los grupos sociales, no son absolutos ni limitados; sobre todo, no deben ser incon-gruentes, contradictorios o anrquicos. El Estado, la sociedad por antonomasia, la sociedad civil perfecta, tiene el deber de coordinar los derechos de los distintos grupos sociales; cuando hablamos del derecho de la familia a la educacin de los hijos, no pensamos ni por un momento en que el padre tenga el derecho de dejar igno-rante a su hijo, de privarlo de los conocimientos que exige la vida moderna en los aspectos cientficos y tcnicos o en la propia vida cvica. Tampoco sostenemos, ni podramos hacerlo, que el derecho de la familia sobre el hijo envuelva el derecho a formarlo en prcti-cas nocivas, corromperlo, o ensearle normas contrarias a la con-vivencia social o a la moral. Ese derecho no es absoluto, ilimitado, ni puede ser incongruente con las otras formas de la sociabilidad. Pero es un derecho esencial inmanente, que no resulta de una con-cesin graciosa del Estado, sino de una existencia propia, slida, del grupo social familiar, que el Estado no hace sino reconocer y coordinar.

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    Lo mismo ocurre con la organizacin sindical y con la profesional. La Democracia Cristiana, en todas partes, se manifiesta defensora es-forzada y respetuosa del sindicato y de sus fines propios y especfi-cos. No ve en el sindicato el apndice del Estado ni del partido po-ltico sino la expresin libre y voluntaria del instinto de sociabilidad de los trabajadores y de los patronos, correlativamente, para de-fender sus especficos intereses de clase, para lograr un mayor gra-do de justicia social y para obtener un mejoramiento sustancial en el proceso de la produccin. La libertad sindical constituye, a nues-tro modo de ver, un ingrediente necesario del sistema democrtico. A este respecto, es interesante recordar la posicin del pensamien-to social-cristiano en relacin a la posible combinacin del princi-pio sindical y del principio sanamente corporativo: El sindicato li-bre en la profesin organizada. La garanta de la libertad sindical para la defensa de los derechos de los trabajadores, armonizada con cierto tipo de organizacin profesional, que trate de conjugar o combinar los intereses divergentes y hacerlos presentes en la or-ganizacin de la vida colectiva, fueron siempre motivo de preocu-pacin para sus ms autorizados voceros. Cuando hablamos de democracia pluralista, pensamos no slo en el municipio, la regin o la familia; pensamos tambin en el sindi-cato, en el grupo profesional, en las comunidades culturales, como las universidades o asociaciones, que desarrollan las preocupacio-nes o inquietudes culturales del ser humano. Pensamos, desde lue-go, en las comunidades religiosas, que no existen porque el Estado las haya creado, las tolere o admita, sino que tienen existencia propia y especfica porque propenden al cumplimiento de los fines de la persona humana. Por eso somos hostiles a toda religin del Esta-do; contrarios a todo patronato religioso por parte de la autoridad civil; opuestos a la confusin de los fines y actividades religiosas y

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    polticas; pero por eso, al mismo tiempo, todos los partidos dem-crata-cristianos, integrados o no por cristianos de diversas confe-siones, practicantes o no, creyentes o no, hemos sido y somos con-secuentes defensores de los derechos esenciales de la Iglesia, de los diversos credos y cultos, de la organizacin de los fieles, de su de-recho a actuar, ensear y rendir culto a Dios. Todo esto forma el panorama de una democracia que, por su pro-pia estructura, opone una resistencia invencible a la absorcin de los grupos sociales por parte del Estado. El Estado democrtico debe ser fuerte, todo lo fuerte que requiera, pero esa fortaleza no ha de significar una amenaza para los principios fundamentales de la libertad, si dentro de l tienen vida propia las distintas formas sociales que constituyen el desarrollo normal del instinto natural de sociabilidad del hombre. Instituciones y estructuras El pluralismo permite realizar lo que dentro de una concepcin fi-losfico-jurdica de mucho abolengo en el pensamiento que po-dramos llamar pre-demcrata-cristiano, es decir, de sus proleg-menos en el campo de la filosofa del derecho, corresponde a la corriente del institucionalismo. Hace unos cincuenta aos, el profesor Maurice Hauriou, en Francia, lanzaba la tesis institucionalista. La institucin, para l, era el fundamento de la sociedad y del derecho. Este pensamiento lo desarroll en forma magistral el profesor Georges Renard, que muchos valores positivos dio a la filosofa jurdica moderna. El pensamiento institucional hace radicar en la naturaleza del gru-po social el fundamento de determinadas maneras de vida humana o de determinadas formas de organizacin, que, por su importan-

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    cia, toman el rango de instituciones, cuyo carcter de permanencia las hace subsistir aun por sobre la voluntad de quienes les dieron nacimiento, y cuya propia raigambre e ndole derivan de corres-ponder a una idea o necesidad social, expresin del espritu social del hombre. Se hace una distincin por los institucionalistas entre la institucin, a la que llaman el residuo objetivo de la historia, y los hechos, sucesos o acontecimientos, que son parte subjetiva de la misma historia. En nuestra Independencia, por ejemplo hubo un proceso rico de sucesos, acontecimientos y personas; una nutrida galera de hroes; una lista admirable de hechos, batallas, debates, documentos. Ahora bien, quitndole a esa historia todos los nom-bres propios, los de nuestros hroes y los de las batallas y aconte-cimientos ocurridos, queda un substrato objetivo: lo constituyen las naciones que surgieron del proceso de la Independencia y que, si bien fueron creadas por la accin de determinados hombres, si-guen viviendo independientemente de la voluntad de aquellos que les dieron nacimiento. Y, ms an, en un momento dado no podr-an ser destruidas ni aun por los mismos que les dieron ser. Esta idea de institucin, a mi modo de ver, es la culminacin filo-sfica y jurdica del pluralismo social. Por eso, la encuentro estre-chamente vinculada con nuestra idea pluralista de la democracia. Y he venido sealando algo que a mi entender tiene gran importancia para definir el pensamiento demcrata-cristiano: la distincin entre las instituciones y las estructuras. Las instituciones son una realidad perma-nente, durable, que responde a determinados principios, ideas y necesidades del cuerpo social. Se manifiestan en hechos concretos, en una disposicin determinada de sus partes, es decir, en las estruc-turas, que plasman o traducen mediante determinadas normas, vi-vencias o relaciones, lo que cada institucin quiere realizar.

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    Nosotros, los demcrata-cristianos, no estamos satisfechos de las estructuras actuales. No lo estamos de aquellas dentro de las cuales se desenvuelve la familia, que, lejos de favorecerla, dificultan su de-sarrollo, su fortaleza y aun su misma existencia. No estamos satis-fechos de las estructuras econmicas, dentro de las cuales se des-envuelven instituciones como la empresa, el sindicato, o la comu-nidad profesional. Tampoco, de las estructuras culturales, que en nuestra opinin no realizan a plenitud las necesidades del hombre de nuestro tiempo; ni de las estructuras polticas, encajadas en cier-tos moldes que no estn a tono con la dinmica y las necesidades imperativas del momento en que vivimos. Pero cuando hablamos de un cambio de estructuras, no lo hace-mos con la idea de arruinar las instituciones. Y nos interesa sealarlo, porque los conservadores malinterpretan nuestro pensamiento y buscan hacernos aparecer como enemigos de las instituciones. Es, precisamente, para que las instituciones se fortalezcan y cumplan mejor las finalidades por las cuales existen, para lo que queremos el cambio de estructuras. Los conservadores, al pretender el mantenimiento de las estructu-ras actuales, tratan de mantener las instituciones dentro de un molde de hierro que las esterilizara y las llevara al fracaso. Los marxistas pretenden la destruccin de las estructuras actuales para derribar las instituciones y substituirlas por otras. Que lo logren, parece difcil. La doctrina marxista ortodoxa supone la desapari-cin de la familia y del Estado: en los pases dominados por el sig-no marxista, despus de medio siglo de la Revolucin Bolchevique, se realizan grandes esfuerzos para revalorizar la familia, y, lejos de marcarse hitos hacia la desaparicin del Estado, se hace del Estado un ente cada vez ms poderoso y absorbente. Los voceros de la ideologa marxista-leninista, cuando se les formula este plantea-

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    miento, alegan que ellos sostenan la necesidad de que desaparecie-ra la familia en la sociedad capitalista porque se trataba de la fami-lia burguesa, pero buscan en su rgimen el fortalecer la familia, porque se trata de la familia socialista; y que sostuvieron la necesi-dad de la desaparicin del Estado burgus, pero hoy por hoy sien-ten la necesidad del fortalecimiento del Estado socialista. Sin em-bargo, ya se le aplique un cognomento o no, se hable de familia burguesa o socialista, de Estado burgus o socialista, la verdad es que dentro de las propias instituciones hay rasgos fundamentales y comunes: la familia socialista reposa sobre principios y responde a necesidades similares a las otras formas histricas de familia, y el Estado socialista viene a ser en esencia aunque dotado de mayo-res poderes y con menos lmites a su actuacin la misma organi-zacin del poder para dirigir la sociedad civil que representa el Es-tado en todas partes, sea cual fuere el rgimen ideolgico que lo sustente. 2.4. Democracia comunitaria Fue el socilogo o filsofo social alemn Ferdinand Tnnies el primero que en el mundo moderno estableci la diferencia entre comunidad (Gemeinschaft) y sociedad (Gesellschaft). Con la primera quiso denominar un fenmeno espontneo; con la segunda, una organi-zacin deliberada. La comunidad es obra del instinto; la sociedad, de la reflexin. Segn su pensamiento ampliamente difundido en los textos de exposicin sistemtica del pensamiento social, la comunidad es una forma primaria de integracin de los seres humanos que marcha hacia su perfeccionamiento a travs de su conversin en sociedad. Ms recientemente, otro filsofo social ruso-francs, Georges Gurvitch, dio un sentido distinto al trmino comunidad. Para l,

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    los hechos sociales constituyen un fenmeno de conciencia. Aden-trndose en un terreno de psicologa social, clasifica las formas de sociabilidad en tres, segn que el grado de interpretacin de las conciencias sea mayor o menor: masa, comunidad y comunin. En la masa, las conciencias no llegan verdaderamente a interpene-trarse: su contacto es meramente tangencial. En la comunidad, las conciencias se interpretan como crculos secantes: hay un grado medio de interpenetracin. En la comunin, el hecho se acenta: el grado de interpenetracin llega a veces a tal punto que las concien-cias podran dibujarse como crculos concntricos: es el tipo ms genuino de subjetivacin colectiva: el nosotros desplaza totalmente al yo. Para Gurvitch, algunas instituciones como las Iglesias, como los partidos comienzan por ser verdaderas comuniones; al crecer, se convierten en comunidades, y, finalmente, pueden llegar a trans-formarse en fenmenos de masa, donde la masificacin no slo envuelve cantidad, sino alejamiento recproco. No son Tnnies y Gurvitch los nicos pensadores a quienes ha preocupado la definicin de la idea de comunidad. Los pensadores polticos han jugado con ambos trminos en forma un tanto capri-chosa o, por lo menos, accidentada. De ah que haya sido variable la relacin establecida entre socialismo y comunismo. La Re-volucin Rusa la hizo el Partido Comunista, pero su aspiracin es realizar, literalmente, el socialismo cientfico de Marx. En el pla-no mundial, su expresin ms resaltante fue la (Tercera) Interna-cional Socialista. Muchos partidos se han denominado socialistas para diferenciarse de los comunistas, cuya tesis de violencia insu-rreccional para llegar al poder no comparten, o frente a los cuales insisten en el mantenimiento de las formas democrticas, o en la limitacin de los alcances aspirados en las metas de socializacin.

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    En una poca como la nuestra, en que se siente una poderosa co-rriente contra el individualismo, y en un pensamiento como el de-mcrata-cristiano, con un vigoroso acento social, se ha tropezado con la dificultad de usar trminos (socialismo, comunismo) que llevan la impronta de determinadas ideologas, y que represen-tan muy sealadas posiciones, contrarias a la filosofa cristiana. Len XIII (Rerum Novarum) dedic muchos argumentos a rechazar el socialismo. Po XI (Divini Redemptoris), una carta especial a com-batir el comunismo. Pontfices y maestros han alertado contra el uso de los trminos socialismo y comunismo, que engendrar-an inevitables confusiones. Jacques Maritain explica, en su discutido libro El campesino del Ga-rona, la necesidad que sinti de acuar una expresin, un slogan, que pudiera representar tangiblemente el acento social antiindivi-dualista de la Democracia Cristiana, su vocacin irrenunciable al bien comn, sin perder de vista su defensa de la persona radicalmente superior al individuo. De all se le ocurri la feliz expresin: personalismo comunitario, como sntesis de objetivos del pensamiento democrtico cristiano. Emmanuel Mounier, un brillante pensador francs de los das de la Segunda Guerra Mundial, de honda sensibilidad y espritu apost-lico, le imprimi gran impulso a la frmula de Maritain. Mounier no fue un demcrata-cristiano, en el sentido de que tal vez por circunstancias ambientales no quiso militar en las filas de partidos o movimientos de esta denominacin, pero sus ideas han ejercido gran influjo en nuevas promociones dentro de la Democracia Cris-tiana. Sealadamente, ha provocado un inters definido en dar nuevo valor y contenido a la idea de comunidad.

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    En definitiva, podemos afirmar que la democracia que sustenta-mos los demcrata-cristianos es una democracia comunitaria. No aceptamos la democracia individualista. Para nosotros, el individuo no es el objeto de la accin poltica, sino la comunidad. No bus-camos asegurar el bien individual, sino el bien comn. No nos bas-ta la justicia conmutativa, sino la justicia social. Aspiramos a que el egosmo sea vencido por el amor, para realizar la idea verdadera de comunidad vivificada por la solidaridad. Queremos que el Estado represente a la comunidad poltica; que la empresa sea una comu-nidad en lo econmico; que los pueblos constituyan una verdadera comunidad internacional. El signo comunitario ha venido a ser uno de los elementos distintivos de la Democracia Cristiana. 2.5. Democracia de participacin La democracia que sustentamos busca, como consecuencia de los principios expuestos, asegurar la participacin permanente del pueblo en el proceso de las decisiones. No nos satisface una mera democracia formal, en la cual el pueblo es llamado cada cierto n-mero de aos a escoger entre diversos candidatos para el ejecutivo y los cuerpos deliberantes, y despus es relegado hasta la prxima consulta electoral. El gobierno del pueblo (demos-krtos) ha de manifestarse en una presencia responsable de ste, en el conocimiento y anlisis de los problemas y en la manifestacin de sus puntos de vista y aspira-ciones. Cmo lograrlo? A travs de un proceso de organizacin y de di-logo. Organizacin, para que los diversos sectores, representativos de los diversos intereses, busquen por s mismos sus canales y mo-dos de expresin y de accin. Dilogo, para que los gobernantes

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    expongan y defiendan continuamente ante el pueblo el contenido y los motivos de sus decisiones y, a su vez, escuchen los plantea-mientos formulados en los diversos modos de expresin de la vo-luntad popular. En Amrica Latina, esta tarea es una de las ms importantes y dif-ciles porque hay una tradicin de paternalismo oficial que achaca al Estado o, como trmino equivalente, al Gobierno la culpa de todos los males y la responsabilidad de todos los remedios. No ha habido hablando en trminos generales ejercicio de la responsa-bilidad ciudadana. Fuera de Amrica Latina, por otra parte, las co-rrientes ms relevantes del socialismo buscan sustituir la accin responsable de los asociados por la tutela omnipotente del Estado. La Democracia Cristiana repudia tanto la tesis del Estado-providencia como la del Estado-gendarme. No admite la inhibi-cin culpable del poder pblico ante las cuestiones sociales y eco-nmicas, pero tampoco acepta la solucin estatista que reduce al hombre a un simple guarismo en los planes y estadsticas oficiales. La participacin del pueblo en el funcionamiento diario de la co-munidad es consecuencia del concepto valorativo y personalista de la democracia; es derivacin de la misma idea comunitaria, puesto que busca en la comunidad una forma espontnea de sociabilidad que emana del querer de sus integrantes. Su logro implica el es-fuerzo de la promocin popular y, por otra parte, el fortalecimien-to de las instituciones y la creacin de nuevas estructuras, mediante un nuevo ordenamiento jurdico y una nueva praxis social, que hagan viable una verdadera democracia orgnica.

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    2.6. Democracia orgnica La idea de democracia, de democracia valorativa, democracia pluralista, democracia comunitaria, se refleja tambin en una democracia orgnica. Esta nocin se opone a la democracia inorgnica, prototipo del individualismo liberal. Cabe observar que con este trmino, lo mismo que con otros de filosofa poltica, han ocurrido y pueden ocurrir tergiversaciones, porque los enemigos de la democracia pretenden a veces sustituirla mediante una expresin idiomtica que la desnaturalice agregndole un calificativo. La democracia orgnica que queremos no es ni puede ser un reemplazante de la democracia efectiva, representativa, pluralista, popular, personalista y comunitaria, sino ms bien una complementacin, o si se quiere, una instrumentacin del Estado democrtico que no reposa sobre una simple suma de cifras electorales, sino sobre la coordinacin armnica y eficiente de las distintas instituciones. Para nosotros, el poder democrtico y la sociedad democrtica no se pueden realizar por una simple suma de tomos, por una mezcla amorfa e inconexa de elementos que se yuxtaponen unos a otros, como en cualquier grupo primitivo. El funcionamiento del poder, distribuido a travs de las distintas instituciones sociales, se debe procesar en forma orgnica. En todo organismo recurramos un poco a los viejos postulados de la corriente organicista de la Sociologa, que al fin y al cabo son solamente analogas, pero que no se pueden desplazar por comple-to, las partes que lo integran son diferentes, y se insertan en pe-rodos diferentes, y cada una tiene sus funciones especficas, hacindose ms estrecha y necesaria la interdependencia a medida que la especializacin de funciones aumenta. En la sociedad demo-crtica, tal como la concebimos los demcrata-cristianos, esta in-terdependencia es fundamental. Por eso, aun cuando en determi-

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    nados momentos podamos no coincidir con los puntos de vista de un determinado grupo social o de una determinada forma social, tenemos por principio que respetar, escuchar, atender sus razona-mientos; tratar de conjugarlos alrededor de una idea de justicia, pa-ra realizar lo que en nuestra concepcin constituye el objetivo fun-damental de la sociedad y especialmente de la sociedad democrti-ca: el bien comn. Es decir, el bien de la generalidad; en algunos casos, cuando haya contradicciones insalvables, ser el bien de la mayora, logrado de manera armnica, a travs de principios de justicia que, para nosotros, estn subordinados principalmente a la justicia social. De all que la idea de la justicia social tenga tanta vinculacin y arrai-go en la concepcin demcrata-cristiana. Porque la justicia indivi-dual, la vieja justicia conmutativa, supone elementos aislados, y hasta contradictorios, que ponen a cada momento en una balanza sus recprocos intereses, aportaciones y aspiraciones, para buscar el fiel y hacer que lo que ofrece A sea exactamente igual a lo que ofrece B, o que lo que pide C corresponda, tal cual, a lo que aspira o necesita D. Para nosotros, la justicia social mira los intereses de la comunidad, considerada en su existencia propia y especfica, frente a los distintos elementos o grupos sociales que dentro de ella puedan existir. Esta idea de justicia social como la defini la encclica Divini Re-demptoris es la que pide lo necesario para el bien comn. Este trmi-no, de raz vieja dentro de la concepcin cristiana de la sociedad, tiene una vinculacin indestructible con la idea de justicia social, que ha venido a tomar ms fuerza de un siglo para ac. Nosotros creemos en la justicia social. La sustentamos. La democracia, de-ntro de la cual actuamos y a la cual servimos, ha de estar poseda por una constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo

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    para el bien comn. La definicin de la justicia la entendemos, no slo para dar lo suyo individual a cada uno, frente a los otros indi-viduos, sino tambin para dar lo suyo a la comunidad frente a las partes que la integran, para que su vida se pueda desarrollar a plenitud. Por eso, la justicia social no establece igualdades matemticas, sino que exige de cada uno segn su capacidad e impone las cargas a los distintos miembros del cuerpo social de acuerdo con sus funciones especficas, y con las posibilidades y necesidades de cada uno de ellos, para lograr de esta manera, armnicamente, el bien comn.

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    III

    EL ELEMENTO CRISTIANO

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    1. EL NOMBRE DE CRISTIANOS En el anlisis precedente, buscbamos los elementos integrantes de la concepcin demcrata-cristiana, comenzando por nuestra idea de la democracia. Veamos ahora lo que para nosotros representa el elemento cristiano, considerado, naturalmente, desde el punto de vista de nuestra lucha y de nuestras preocupaciones polticas. Comencemos por decir que siempre hemos expresado temor ante la denominacin misma, por las confusiones que puede provocar entre el campo poltico y el religioso, y por el compromiso que en-vuelve. Sin embargo, es un hecho que el nombre Democracia Cristiana est difundido. Esta concepcin tiene ya una fisonoma especfica, y no es oportuna la disquisicin de si convendra o no adoptarla. Debemos admitir que el hecho de llamarnos cristianos entraa para nosotros una grave responsabilidad: nos obliga a es-forzarnos por traducir, dentro del campo poltico y social, el estado de espritu que supone la inspiracin cristiana. Por lo pronto, al plantear una posicin que denominamos as, tenemos que insistir en que lo hacemos desde el punto de vista poltico, sin pretender con ello implicar un credo religioso determinado. Alguna vez, en pases donde hay cierta aprensin contra todo lo que pueda implicar la mezcla de la idealidad religiosa con el campo poltico y social, se nos ha asomado el reparo de que al llamarnos cristianos estamos tomando una actitud que implica la exclusin del campo cristiano a los que no compartan nuestra actitud polti-ca. Pero no pretendemos que los nuestros sean los nicos partidos cristianos. Mucho menos, que el que acte polticamente y no ad-

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    hiera a nuestros partidos est fuera de la cristiandad. Slo quere-mos subrayar una posicin filosfica y una actitud ante la vida, como fuente de inspiracin de nuestros movimientos, como moti-vo para la accin y como lnea de orientacin general. Por esto hemos podido responder que, as como hay partidos que se llaman demcratas, y no por ello niegan que haya democracia fuera de sus filas; partidos republicanos, y no pretenden que quien no pertenezca a ellos no acepte la repblica como forma de organiza-cin del Estado; as mismo, el hecho de llamarnos demcrata-cristianos no envuelve la idea de que los dems no sean cristianos o demcratas, sino todo lo contrario: aspiramos a que la actitud ante la historia representada por la cristiandad se traduzca en fr-mulas directas, positivas, creadoras, desde el punto de vista polti-co, y no slo influya a los partidos de nuestra denominacin, sino, en general, a todos los movimientos animados a realizar el bien de sus pueblos. A este respecto, no deja de ser interesante recordar que el Partido Socialista Alemn, en su congreso de Bad-Godesberg, hace algu-nos aos, decidi con muy pocas abstenciones y casi ninguna oposicin incorporar a su programa la idea de defensa de la civili-zacin cristiana. Esto, en una agrupacin a la que se seala un ori-gen filosfico cercano al marxismo, constituye el reconocimiento de que mencionar la civilizacin cristiana no supone adoptar una posicin confesional sino aceptar un conjunto de valores envuelto dentro de la idea de cristiandad. Al tomar como uno de los elementos de nuestra definicin el ele-mento cristiano, proclamamos una concepcin de la historia con una raz espiritual, no materialista. Admitimos que el hecho de lla-marnos cristianos no pretende agotar las preocupaciones polticas y sociales de los hombres; solamente se busca recalcar la aspiracin

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    a una idealidad superior, lo que constituye de por s una definicin frente a los movimientos de inspiracin materialista. El marxismo, cuando no abandona su posicin ortodoxa, es defi-nidamente materialista. Cuando Marx y Engels hablan de materia-lismo lo hacen queriendo decir lo que dicen, dndole pleno valor al vocablo. No admiten fuera de la materia ninguna fuente de vida y de energa. La materia constituye para ellos el principio supremo, eterno, del orden csmico, del orden humano, del orden social. Nosotros, por lo contrario, sostenemos sin embarcarnos en una polmica filosfica extraa a nuestro campo especfico de accin valores que no se agotan en una concepcin material. Por otra parte, al llamarnos cristianos, estamos sosteniendo la pri-maca de lo moral. La idea de que en todo problema de ordenacin poltico-social est envuelta una cuestin moral de la que no se de-be prescindir. De que la poltica no es un simple arte de conve-niencias sino un mantenimiento de actitudes, un ejercicio de com-portamientos que, como todo lo relativo a la conducta del hombre, estn sujetos al orden tico, de cuyo imperio no se pueden sus-traer. Justamente, cuando se analiza el pensamiento social-cristiano se encuentra una afirmacin, que para algunos representa cosa ba-lad, pero que, a nuestro modo de ver, tiene capital importancia: el problema social es, ante todo, un problema moral. Existe, en el fondo del tremendo desajuste que estn padeciendo los pueblos, una cuestin de naturaleza tica. Por lo tanto, su solu-cin no se confina al campo de las relaciones econmicas, pues se fundamenta en la revalorizacin de las normas de conducta en los pueblos, en las clases sociales y en sus dirigentes.

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    Partiendo de estos dos puntos de vista, pensamos que, en general, la posicin de los movimientos demcrata-cristianos es tan amplia, que en su seno caben y de ello hay numerosos ejemplos de orden prctico no slo quienes adoptan dentro del mundo cristiano po-siciones distintas, sino tambin quienes sustentan posiciones defi-nidamente ajenas a la religin cristiana. Caben catlicos o protes-tantes de distintas denominaciones. O bien cristianos ortodoxos. Pero tambin tienen cabida, la han hallado, y con comodidad, de-ntro de la Democracia Cristiana (sin que se hayan sentido oprimi-dos por la doctrina o la praxis de nuestros partidos) personas ad-herentes a otras confesiones religiosas. Connotados hebreos han militado dentro de la Democracia Cristiana, con entusiasmo, sin reservas de ninguna especie, y se han sentido cmodos en el seno de nuestros partidos, porque no han encontrado dentro de ellos nada que deforme su conciencia o les impida dar adhesin a sus propias creencias religiosas. As mismo, puede perfectamente ad-mitirse la militancia demcrata-cristiana en creyentes islmicos, budistas, o de otras religiones, o en personas que simplemente mantienen una idea testa en general, o incluso en quienes, siendo agnsticos desde el punto de vista de la conciencia, en la prctica respetan las ideas ajenas y reconocen la importancia de una inspi-racin tica, y de una corriente espiritualista en la vida de los pue-blos. Por lo dems, entendemos que la esencia demcrata cristiana no depende de su denominacin, sino al contrario, que el nombre tra-ta de expresar esta esencia; por ello, aunque como antes hemos sealado la adopcin del nombre Democracia Cristiana no fue fruto de la casualidad, tampoco vemos la menor dificultad en que los partidos demcrata-cristianos adopten otra denominacin, por el deseo de interpretar la realidad del ambiente en el que actan.

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    2. EL APORTE DE LA FILOSOFA CRISTIANA Cules son los elementos que la filosofa cristiana aporta a nuestra doctrina poltica? Examinemos, siquiera brevemente, las tesis prin-cipales. 2.1. Afirmacin de lo espiritual Por de pronto ya lo hemos mencionado ms arriba, el fundamento espiritual. La nuestra es una concepcin que no se agota en lo mate-rial, y que ve en lo espiritual, un principio positivo de superacin, la aspiracin del hombre a un destino mejor. 2.2. El fondo tico de la poltica En segundo lugar, la idea de la subordinacin de la conducta poltica a las normas ticas, el repudio de la dicotoma de la conducta, esa dicoto-ma, tradicional de la poltica pragmtica, segn la cual la poltica es un arte que obedece a normas de conveniencia y la moral una norma para la conciencia o intimidad de la conducta, que no tiene nada que ver con la accin de los hombres en la vida pblica. Para nosotros no hay tal dicotoma: el pragmatismo lo consideramos repudiable, desde el momento en que confunde la realidad social la necesidad de atenderla, es decir, de ser realistas con la procla-macin de que el poltico debe actuar sin subordinacin a las nor-mas morales que rigen la conducta de los hombres.

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    2.3. La dignidad de la persona humana Hay otras ideas a las cuales tambin hicimos referencia y que tie-nen inspiracin cristiana. Deben recordarse, como fundamentales: la dignidad de la persona humana, la primaca del bien comn, y la perfectibi-lidad de la sociedad civil. Para nosotros, el hombre es un valor fundamental, considerado, no como individuo, sino como persona; no como nmero, con se-oro aislado y excluyente en torno a determinados intereses, sino como sujeto cuya substancia lo distingue de los otros animales y le da una calificacin especial dentro del conjunto de los seres crea-dos, la cual reside en la racionalidad y en la libertad. Por ello, la dig-nidad de la persona humana es punto central de todas nuestras aspira-ciones. Al hombre lo entendemos como ser racional y libre, y reconoce-mos que esa racionalidad y esa libertad le dan atributos no subor-dinables a la regla del nmero. Aqu aparece una de las consecuen-cias importantes de la concepcin valorativa de la democracia. La democracia no puede someterlo todo a la ley del nmero. El 99,9 por ciento de los ciudadanos de un pas no pueden autorizar nin-guna accin que vulnere los derechos esenciales de la persona humana del otro 0,1 por ciento de la poblacin. Si en un momento dado, por ejemplo, domina en la mentalidad mayoritaria de un pueblo una concepcin racista, discriminatoria, que conduzca a le-yes genocidas, estas leyes sern, a nuestro modo de ver, fundamen-talmente injustas e invlidas; porque, aunque las avale una mayora aplastante, desconocen la dignidad de la persona humana, y sin ella est fallando el concepto de pueblo; y sin ste no puede funcionar realmente el gobierno del pueblo, o sea, la democracia.

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    La dignidad de la persona humana inspira los actos y postulados de la Democracia Cristiana en todos sus aspectos. Cuando hablamos para los pases de Amrica Latina, lo mismo que para Asia o fri-ca, o todo el llamado Tercer Mundo, de la necesidad del desarrollo, entendemos que ste no tiene sentido si no se orienta hacia el ser-vicio de la persona humana y el bien comn; es decir, hacia una fi-nalidad social, y, a travs de ella, hacia la realizacin de los fines propios del hombre, ya que, al fin y al cabo, la primera finalidad del orden social es permitir al ser humano el desarrollo pleno y ca-bal de su personalidad. 2.4. La primaca del bien comn Sealada importancia tiene la idea del bien comn, una idea muy firme y persistente, algunas veces explicada de manera confusa en los li-bros que reflejan el pensamiento cristiano dentro de la vida polti-ca. La autoridad tiene por fin asegurar el bien comn, y el bien comn representa el bien pblico, como lo llama tambin Dabin, que prefiere esta denominacin. El bien comn implica, no el sim-ple beneficio mayoritario, numrico, de la poblacin, sino del con-junto ms armnico posible, de manera que la poblacin pueda disfrutar, a travs de normas de justicia, de los beneficios que el orden social asegura, para que cada uno pueda cumplir sus propios fines de manera satisfactoria. La nocin del bien comn, adems, se enlaza con la propia idea de dignidad de la persona humana, y, al mismo tiempo, con la idea de justicia social a que hacamos referencia al final del captulo prece-dente. La justicia social tiende a asegurar, a imponer, a establecer las exigencias a travs de las cuales todos y cada uno de nosotros y la sociedad que nos representa, hagamos lo necesario para que ca-

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    da uno pueda desarrollar su propia personalidad dentro de ese bien comn, pblico, general. 2.5. La perfectibilidad de la sociedad civil Como otro concepto de inspiracin cristiana mencionaremos la perfectibilidad de la sociedad civil. No somos deterministas. No creemos en la fatalidad del destino. Reconocemos el influjo que los factores naturales, geogrficos, raciales, econmicos, culturales, ejercen so-bre la vida de los pueblos, influencia mayor o menor de acuerdo con las circunstancias. Pero creemos que el hombre y la sociedad integrada por hombres tienen en ltima instancia capacidad de decidir sobre su propio destino, de actuar y transformar las cir-cunstancias y las realidades. De manera que para nosotros la socie-dad no constituye un hecho ante el cual hemos de someternos en forma total e inerte, sino una realidad que estamos en la posibili-dad y el deber de transformar en un sentido de perfeccionamiento. Cuando Bolvar, sobre las ruinas del templo de San Jacinto causa-das por el terremoto de 1812, dijo que lucharamos para hacer que nos obedeciera la naturaleza, lanz un mensaje de terribles posibi-lidades para la accin. Es el mandato bblico de seorear la tierra, que ha de realizarse a travs de generaciones, y para cuyo cumpli-miento se estn haciendo prodigios en la investigacin y en la tec-nologa. De esta nocin filosfica deriva nuestra vocacin de lu-cha, de combate, de trabajo. Accin para transformar lo fsico y para renovar lo social. Vemos la injusticia social y no la aceptamos, sino que nos sentimos obligados a luchar contra ella. No creemos que los acontecimientos humanos se sucedern fatalmente a travs de la historia, como lo creen los determinismos, y entre ellos, el de-terminismo econmico, que tiene sus modalidades marxista y libe-ral-capitalista.

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    Estamos convencidos de que la accin del hombre como persona, y del Estado como institucin, que es desarrollo normal de la per-sona humana, envuelve la capacidad y el deber tico de trabajar y luchar para que, a travs de una perfeccin cada vez mayor, se puedan corregir errores e injusticias y lograr el bien comn a que aspiramos. Este conjunto de nociones podra verse como algo demasiado abs-tracto, general o etreo. No lo estimamos as. Para nosotros son verdades claras, slidas y armnicas, que constituyen la base y fun-damento de nuestra accin. De este conjunto de elementos filos-ficos deriva la concepcin poltica de la democracia que examina-mos en el primer captulo, la idea de la democracia como el mejor sistema de gobierno, tanto desde el punto de vista de la teora, cuanto desde el de la realidad social. Creemos en la posibilidad de la democracia y pensamos que luchar por su realizacin constituye un deber que nos vincula a todos. Consideramos que no se trata simplemente de una bella utopa, sino de una consecuencia natural de la valoracin dentro de la cual colocamos al hombre y a su for-ma natural de expansin y complemento, que es la comunidad.

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    3. UNA CONCEPCIN SOCIAL Desde el punto de vista de la organizacin social, encontramos que el cristianismo inspira una actitud. El hecho de que nuestra co-rriente se califique como social-cristiana, y no slo como cristiana, ni siempre como demcrata-cristiana, representa esta idea: la de que no constituimos slo un movimiento poltico, pues el ingre-diente que nos aporta el cristianismo lo vemos especialmente reali-zado en una concepcin social. Esta concepcin, neta y determinante, capaz de ser compartida por quienes no aceptan los principios que desde el punto de vista reli-gioso o filosfico sostiene el cristianismo, ha demostrado poseer una gran atraccin en el mundo contemporneo. Hay muchos in-crdulos, o creyentes en variadas denominaciones religiosas o ideo-lgicas, para los cuales el pensamiento socialcristiano cuya princi-pal fuente de inspiracin es la doctrina social de la Iglesia Catlica, expuesta a travs de los documentos pontificios, y de sus principa-les intrpretes ofrece la mejor solucin al problema social. Mu-chas veces hemos encontrado, en la ctedra universitaria como en la accin poltica o social, a quienes, no sintindose partcipes de las creencias religiosas de las distintas confesiones cristianas, acep-tan, proclaman y defienden al social-cristianismo como la mejor forma de resolver la cuestin social, y se muestran dispuestos a lu-char por su realizacin en la vida prctica. Esa doctrina social-cristiana implica una serie de nociones incon-fundibles. Dentro de ella estn su idea del trabajo, de la propiedad, del deber social del Estado, y de la solidaridad social, que abarca a

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    cada uno de los grupos que integran la sociedad civil, a la sociedad civil misma, y a la comunidad internacional. 3.1. Valor fundamental del trabajo Para el movimiento inspirado por la Democracia Cristiana, el traba-jo constituye valor esencial de la sociedad. Esto arranca de los textos, pero especialmente de un hecho histrico de rotundidad inconmovible: si los fundadores de todas las grandes religiones pertenecieron en una forma u otra a las clases o grupos ms importantes de la socie-dad, al cristianismo lo fund un humilde trabajador. Moiss, aun-que de origen desconocido para la sociedad egipcia, fue educado en la corte del Faran. Mahoma era un gran conductor militar. Bu-da, un prncipe. Confucio, un filsofo. El cristianismo tuvo su fundador en un obrero, un trabajador manual. No hay en los tex-tos sagrados nada que califique a Cristo siquiera como un artista en el ramo de la ebanistera. Al presentarlo como carpintero, lo sea-lan como un trabajador no calificado; tanto es as, que cuando va a su regin natal, lo consideran poco autorizado para pronunciar discursos y dirigir exhortaciones al pueblo. Cuando predica, dicen: pero, no es ste el carpintero, el hijo del artesano?. Sus propios familiares lo consideran impreparado para la funcin de maestro. Por otra parte, la religin cristiana es, al mismo tiempo, la nica de las grandes religiones en la que el fundador es no solamente un in-termediario entre la divinidad y los hombres, sino la divinidad misma. Participa de la naturaleza divina. No es un simple enviad