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El reloj de mi abuela En casa de la abuela hay un reloj de pie, pero no funciona. Las manillas de su enorme esfera nunca se mueven. Una vez, abrí la puerta delantera para ver por qué, y no encontré más que un paraguas, un bastón y un cuadro del rey Zog. —Deberíais arreglar el reloj —dije. —¿Por qué? —dijo el abuelo—. ¡Al menos dos veces al día da la hora bien! —¿Por qué? —dijo la abuela—. Si tengo muchos otros relojes que me dicen qué hora es. Miré a mí alrededor. En casa de la abuela no había más relojes. —¿Dónde están? —pregunté. La abuela dijo: —Puedo contar los segundos con los latidos de mi corazón. ¿No te has dado cuenta de que los segundos pasan más deprisa cuando la vida es emocionante? Los momentos son mucho más cortos que los segundos. Pasan en un abrir y cerrar de ojos. Un minuto es lo que se tarda en pensar algo y decirlo con palabras. En dos, puedo leer una página de mi libro. Una hora es lo que tarda el agua de la bañera en enfriarse... o lo que tarda el abuelo en leer el periódico. O lo que tardamos los dos en pasear al perro. Puedo saber qué hora de la mañana es por las sombras del magnolio, que son más cortas. Cuando vuelven a alargar-se, es que ha llegado el atardecer.

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El reloj de mi abuela

En casa de la abuela hay un reloj de pie, pero no funciona. Las manillas de su enorme

esfera nunca se mueven. Una vez, abrí la puerta delantera para ver por qué, y no encontré

más que un paraguas, un bastón y un cuadro del rey Zog.

—Deberíais arreglar el reloj —dije.

—¿Por qué? —dijo el abuelo—. ¡Al menos dos veces al día da la hora bien!

—¿Por qué? —dijo la abuela—. Si tengo muchos otros relojes que me dicen qué hora

es.

Miré a mí alrededor. En casa de la abuela no había más relojes.

—¿Dónde están? —pregunté.

La abuela dijo:

—Puedo contar los segundos con los latidos de mi corazón. ¿No te has dado cuenta

de que los segundos pasan más deprisa cuando la vida es emocionante?

Los momentos son mucho más cortos que los segundos. Pasan en un abrir y cerrar de

ojos.

Un minuto es lo que se tarda en pensar algo y decirlo con palabras. En dos, puedo

leer una página de mi libro.

Una hora es lo que tarda el agua de la bañera en enfriarse... o lo que tarda el abuelo

en leer el periódico.

O lo que tardamos los dos en pasear al perro.

Puedo saber qué hora de la mañana es por las sombras del magnolio, que son más

cortas. Cuando vuelven a alargar-se, es que ha llegado el atardecer.

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Cada mañana, los pájaros me despiertan temprano con su canto matutino.

Cada atardecer, veo desde la ventana las luces de las otras casas, que hacen señales

a los barcos que están en la mar: si están encendidas, es hora de cenar; si están apagadas,

es hora de dormir.

Tú sabes que el día se ha terminado cuando tu madre te da un beso de buenas

noches, ¿verdad?

—¿Y cómo sabes qué día de la semana es? —le pregunté a la abuela.

—Eso también es muy fácil —me contestó.

El lunes, por el aroma que desprenden los bizcochos horneados desde las ventanas

abiertas.

El martes, por los barcos pesqueros que regresan a casa.

El miércoles, por el ruido que arman los basureros recogiendo la basura.

El jueves, por los roces de los zapatos de la escuela.

Y los viernes, por las caras grisáceas en el tren.

Sé que ha llegado el fin de semana porque todo va más despacio.

Los sábados hay tiempo para jugar.

Y los domingos, las familias, como la nuestra, se reúnen. Por eso el domingo es mi día

preferido.

En una semana se acumula polvo suficiente en el reloj de pie como para necesitar

una limpieza.

En un mes, la luna crece y mengua, tejiendo en la noche su crisálida dorada, para

después, poco a poco, dar paso a la oscuridad.

Las mareas también te dicen el tiempo. Seguían por la luna.

Las estaciones son fáciles, claro: con las flores en primavera, la brisa cálida y

húmeda del verano, los árboles teñidos de fuego en otoño, y los días de nieve en los que tu

aliento parece humo de dragón.

En cuanto a los años —dijo la abuela triste—, los puedes contar fácilmente por las

canas de mi cabello, por las arrugas de mi cara. ¡Y por lo cerca que está tu cabeza de la mía!

La vida, claro está, se puede medir de distintas maneras: en cumpleaños, en amigos,

en lo que posees… o en lo que recuerdas.

Pero cuando eres muy afortunada, como nosotros, y tienes nietos, sabes que la vida

ha completado su círculo.

Para los siglos, pues bien, tenemos cometas en sus órbitas y eclipses de sol y de

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luna. Fíjate: todo el universo es como un reloj.

¡Y ahí están las estrellas!

La abuela cerró los ojos, pero más de un momento, no se trataba de un abrir y

cerrar de ojos.

Las estrellas nos dicen que el tiempo es tan grande que no cabe en ningún tipo de

reloj, ni siquiera en el que tenemos en la entrada.

—Pero aun así, todavía necesitáis el reloj de pie —le dije a la abuela.

Ella suspiró pacientemente.

—¿Y por qué?

—Bueno —le dije...

—Si no, ¿dónde vais a meter el paraguas, el bastón del abuelo y el retrato del rey

Zog?

Geraldine McCaughrean

El reloj de mi abuela León, Editorial Everest