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9. EL PRETENDIDO «INDIVIDUALISMO POSESIVO» DE LAS TEORÍAS DE HOBBES Y DE LOCKE SANTIAGO SÁNCHEZ GONZÁLEZ Profesor Titular de Derecho Constitucional UNED

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9. EL PRETENDIDO «INDIVIDUALISMO POSESIVO» DE LAS T E O R Í A S DE HOBBES Y DE LOCKE

SANTIAGO SÁNCHEZ GONZÁLEZ

Profesor Titular de Derecho Constitucional UNED

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Revista de Derecho Político, núm. 27-28, 1988, pp. 259-278

9. EL PRETENDIDO «INDIVIDUALISMO POSESIVO» DE LAS TEORÍAS DE HOBBES Y DE LOKRE

SANTIAGO SÁNCHEZ GONZÁLEZ

Profesor Titular de Derecho Constitucional UNED

El nexo-contraste entre las teorías del Estado formuladas desde Hob­bes a Marx fue, hace algún tiempo, expuesto lúcidamente por Norberto Bobblo en un breve ensayo titulado «Gramscl y la concepción de la socie­dad civil». A tenor con la opinión del eminente politólogo italiano, la orien­tación general del pensamiento político moderno, desde el siglo xvii hasta Hegel, siguió la pauta de considerar al Estado como el aspecto racional por excelencia de la vida social del hombre, mediante su contraposición a la esfera no política de la sociedad que, bajo las denominaciones de «es­tado de naturaleza», sociedad pre-estatal o antiestatal y «sociedad civil», fue relegada a un segundo plano, secundario e insuficiente para la plena realización de la condición humana.

La afirmación de Bobblo, aceptable, como hipótesis de partida por su carácter sumario y general, para la exposición de algunas de las más relevantes concepciones del Estado y de la Sociedad anteriores a las del propio Marx, debe, sin embargo, ser objeto al menos de una matización; pues, si bien puede ser considerada irrefutable por lo que respecta a las aportaciones de Hobbes y de Hegel, parece evidente que requeriría de acla­raciones adicionales en lo que concierne, no sólo a toda la corriente del pensamiento liberal en sus vertientes política y económica, sino también, a la teoría social de la fisiocracia y a contribuciones libertarias del tipo de las de Godwin. Las conclusiones de Marx se encuentran, por otra parte, en los antípodas de la pretendida racionalidad del Estado moderno, con lo que si optásemos por incluir a Marx en la órbita del pensamiento político mo­derno, el aserto de Bobblo resultaría aún más controvertido. En realidad, la relevancia del mismo para nuestro enfoque deriva sobre todo de los problemas que suscita, que sirven de introducción al objeto de este artículo.

El primer interrogante cabe formularlo en los siguientes términos: ¿por qué es posible situar en la obra de Hobbes, y no en la de Maquiavelo o en la de Locke, el comienzo de la escisión moderna entre los órdenes

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político y social? ¿Qué razones se esgrimen en apoyo de ese criterio? Por­que, siendo aquella disociación una de las características reputadas esen­ciales del liberalismo, ¿no habría que colegir que Hobbes es en realidad el heraldo de la ideología liberal? Pero, ¿cómo explicar entonces su con­dición, tantas veces reiterada por los estudiosos, de fundamento capital del Estado absoluto?

Una segunda cuestión, relacionada con la anterior, concierne la pre­tendida superioridad estatal sobre la sociedad. La preferencia, aparente­mente manifiesta, otorgada al Estado, ¿no implica acaso en última instancia una superioridad ontológica del orden social? ¿No fue el Estado conside­rado como una agencia o artificio capaz de posibilitar la convivencia y el cumplimiento de los fines sociales incluso por el propio Hobbes?

1. HOBBES

La razón para situar en la obra de Hobbes el comienzo de las es­peculaciones sobre la sociedad en cuanto «concepto reciproco del Estado» (H. Heller) no es en modo alguno arbitraria. Antes de mediados del siglo XVII —el Leviathan fue publicado en 1651— no existían las condiciones ob­jetivas para que pudiera constituirse una filosofía social, y menos aún una ciencia de la sociedad.

¿Cuáles eran esas condiciones objetivas? Si dejamos al margen la formación de los modernos Estados centralizados absolutistas que produjo un movimiento de repliegue de la esfera no política —del orden social— sobre sí misma, la primera de esas condiciones era sin duda la necesidad imperiosa de construir una explicación plausible de los fundamentos y del propio hecho de la constitución de la sociedad humana. Necesidad im­puesta por el vacío que produjo la descomposición paulatina del orden so­cial tradicional —feudal— y la simultánea aparición de nuevas formas po­líticas y relaciones económicas.

La quiebra del «orden divino del universo», de esa maravillosa ar­quitectura que, durante siglos, había concebido la totalidad social (la unidad «dominium-societas») jerárquicamente estructurada y dotada de un sentido transcendente, tenía que traducirse en una tremenda crisis por la pérdida de la cohesión, de la seguridad y de la sensación de pertenencia a un todo que aquella concepción suministraba. «La vida en sociedad —escribió acer­tadamente G. Solari— había dejado de ser un dogma para transformarse en un problema».

Es cierto que la conquista de la autonomía de la actividad política, frente a la religión y a la moral, y la correlativa afirmación del individuo —es decir, los primeros pasos en la transición de la «universitas» a la «societas»—, apuntaron ya un cambio de rumbo en la forma de analizar

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los fenómenos humanos, pero se trataba tan sólo de los comienzos, pues había de transcurrir todavía algún tiempo para que la imagen de la sociedad se desvinculara de connotaciones sobrenaturales ^ y pudiera pensarse como autoinstituida.

Otra condición indispensable para alumbrar una idea de la sociedad era disponer de ios medios necesarios para ello. Se comprende así, al menos en parte, la imposibilidad de que Maquiavelo y Moro, heraldos de la modernidad, transpusieran el umbral de la instrumentalidad de la razón. Ninguno de ellos construyó una teoría, una explicación de los fenómenos políticos o sociales en términos generales. IVlás bien, se limitaron a ob­servar y describir hechos y experiencias y a sugerir unas técnicas de ac­tuación.

Para que pudiera obordarse el problema de la constitución de la sociedad era preciso un método.

El método lo habría de proporcionar un grupo de intelectuales, cuyos logros en el campo de la filosofía y de las ciencias experimentales mere­cerían la calificación conjunta de «Revolución Científica». El terreno lo ha­bían preparado ya otras generaciones en los dos siglos precedentes: el Renacimiento con su «descubrimiento del hombre y del mundo» (J. Burk-hardt), y la Reforma, con la emancipación de la conciencia individual. Hito destacable en el cambio que se estaba produciendo en la concepción del universo fue la aparición, en 1543, de la obra de Copérnico «Sobre la re­volución de las esferas celestes». Mas tarde, las investigaciones de Kepler, Bacon, Galileo, Descartes, Boyle y Newton culminarían la transformación cultural durante el siglo xvii.

Denominador común de ese movimiento innovador fue la confianza ilimitada en la razón para la creación de una nueva «Weltanschauung» que remplazara la anterior basada en la revelación, la tradición y la autoridad incuestionables. «La raison seule est ma reine», llegará a decir Cyrano de Bergerac, condensando en una frase todo el espíritu de una época.

«El intento de comprender el mundo físico en términos de la moderna razón estaba —por otra parte— intimamente unido a la pretensión de en­tender la posición del hombre vis-á-vis la naturaleza y la sociedad en tér-

^ Es verdad, p. ej., que la teoría del derecho divino de los reyes subsistió como creen­cia en el ámbito popular durante muchos años y, también como componente de la justificación del poder absoluto de los reyes en el continente europeo; no, del mismo modo, en Inglaterra. Pero no hay que olvidar que dicha teoría sirvió como arma emancipadora frente a la Iglesia y al Papado y, en ese sentido —asi lo expone J. N. Figgis—, cumplió su misión de facilitar el paso de la política hasta su estado moderno. Cuando la independencia del Estado se con­sumó, la justificación teológica se hizo superflua. Véase al respecto la obra del autor citado "El derecho divino de los reyes" F. C. E., México, 1942. Para una exposición breve: A. Passerin D'Entreves en La noción del Estado, pp. 205-208, Euramérica S.A., Madrid, 1970.

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minos similares» .̂ La revolución científica no podía, en efecto, dejar de manifestarse en otros ámbitos culturales, como el de las doctrinas político-sociales. Y así, la concepción mecánica del universo y el método analítico-sintético sirvieron a los teóricos del derecho, de la política y de la filosofía social para elaborar sus trabajos. Si el mundo de la naturaleza podía ser examinado, cuantificado y conocido, y su funcionamiento expresado en le­yes, ¿por qué no habrían de alcanzarse idénticos resultados en el área de lo específicamente humano? Racionalistas y empiristas, en el siglo xvii y en el xviii, adoptaron con entusiasmo la metodología propia de los estu­diosos de las ciencias naturales.

La metodología en cuestión era a la vez «resolutiva y compositiva» o, si se prefiere, analítico-sintética. Se partía de la descomposición del fe­nómeno, objeto o acontecimiento estudiado, en sus elementos o partículas más simples para proceder, enseguida, a reconstruirlo estableciendo las necesarias relaciones entre esos mismos elementos. De igual modo, los filósofos sociales y buena parte de la «Escuela del Derecho Natural» par­tieron en sus explicaciones de una óptica inequívocamente atomizada de la sociedad, descomponiéndola en sus elementos —los individuos que la integran, y a éstos en sus pulsiones, deseos, etc., como componentes úl­timos, para reconstruir luego el tejido de las relaciones sociales y la to­talidad social.

Esta opción metodológica no podía sino desembocar en el prota­gonismo del individuo como foco de atracción prioritario en su condición de último —y primer— elemento del entramado social. El individualismo, a mayor abundamiento, constituía ya una idea firmemente arraigada don­dequiera que el Renacimiento y la Reforma habían desplazado el cristo-centrismo y la concepción organicista de la sociedad.

En esa atmósfera intelectual, laica, individualista y plenamente con­fiada en las posibilidades de la razón humana, construye Hobbes su teoría.

Sería, empero, prematuro referirnos a ella sin aludir a otros factores históricos del entorno, concurrentes en la empresa hobbesiana. Dignos de mencionarse —aunque no reciban aquí merecido tratamiento— son dos, relacionados: el puramente personal y el marco histórico-político o, en otros términos, el sentimiento de miedo, de temor, y la experiencia de la guerra civil.

Pero existe un tercero, cuyas implicaciones para el planteamiento que se ha hecho sobre la aparición de la dicotomía Estado-Sociedad, exige que lo examinemos con algún detenimiento. Estoy pensando en el condi­cionante económico social y en la relevancia que se le ha otorgado por la doctrina desde la publicación, en 1962, de la obra de C.B. Macpherson ti-

' E. J. Kearns: Ideas in sventeenth-century France, p. 13, Manchester University Press, 1979, Manchester.

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tulada «The political theory of possessive individualism». Para Machpher-son los presupuestos—«assumptions»—posesivos del individualismo hob-besiano estarían en perfecta correspondencia con las relaciones reales propias de la sociedad capitalista, burguesa o «possessive market society», como él prefiere denominar a su modelo social. El individualismo posesivo, presente ya en Hobbes, habría marcado indeleblemente toda la teoría li­beral, es decir, sus ideas de libertad, derechos, organización política, etc. Por último, al poder político le incumbiría el mantenimiento del orden en el sistema de relaciones de intercambio y la protección de la propiedad.

Veamos hasta que punto es posible compartir la opinión de Macp-herson.

La dificultad mayor para situar ideológicamente la obra de Hobbes, para ponderar acertadamente el influjo del condicionamiento externo, re­side en su ubicación histórica y geográfica. Desde el reinado de Enrique VIII hasta la ejecución de Carlos I, Inglaterra estuvo inmersa en un proceso global de transformación cuya amplitud y profundidad ha quedado reflejado en las múltiples investigaciones de los historiadores que se han interesado en esa época. Es la complejidad y la riqueza de factores operantes en la mencionada transformación la que ha determinado la abundancia de es­tudios y el deseo de encontrar la clave o claves de ese proceso. Entre esos intentos, alguno ha privilegiado determinado aspecto o perspectiva, al ob­jeto de dotar de congruencia (pero, ¿existe la congruencia en la historia?) al período histórico examinado. Otros, se han limitado a análisis sectoria­les. Todos, son aptos para conseguir un mejor conocimiento de la realidad histórica y, por tanto, válidos. Pero, en ocasiones, los árboles no dejan ver el bosque; máxime cuando se elige la sombra de uno de ellos. Creo que, en los casos de enfoques previamente sesgados por una legítima opción o esquema, puede pasarse por alto el carácter de tránsito de toda esa fase de la vida inglesa. A veces, por otra parte, ocurre que uno se encuentra que, después de construido el modelo teórico, ciertos hechos vienen a con­tradecir o subvertir las hipótesis de partida o la propia validez heurística y explicativa que aquél pretendía. Cuando esto sucede, conviene recono­cerlo.

El modelo de «possessive market society» («p.m.s.», en adelante), que Macpherson propone tiene los siguientes rasgos distintivos: 1) la au­sencia de una adjudicación compulsiva de trabajo o retribuciones laborales; en palabras de su autor: los individuos son libres de emplear su energía, habilidad y bienes a su antojo y, además, el Estado ni da ni garantiza re­compensa o retribución adecuadas a la función social que desempeñan; 2) las relaciones sociales están mercantilizadas; y 3) la nota más caracterís­tica, el trabajo humano es considerado como una mercancía, propiedad del sujeto y enajenable a su voluntad.

¿Podríamos definir con esos rasgos fundamentales la sociedad in­glesa de mediados del siglo xvii?

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Respecto del primero de ellos, el mismo Macpherson admite que «la política del Estado en relación con la economía se hallaba lejos del 'laissez fajre'. Las normas gubernamentales, el control y la interferencia en el libre juego de las fuerzas del mercado era omnipresente. La extensión del con­trol e intervención estatales, impresionantes {...). Ni a los mercados de ca­pital, tierra, trabajo, se les permitía completamente su autorregulación (...)». Como la contradicción con su propio presupuesto es tan manifiesta, Macp­herson intenta salvarla inmediatamente añadiendo que «Eso era así debido a que las possessive market relations estaban penetrando en la sociedad tan decisivamente que exigían esa intensa normativa estatal» .̂ La mera transcripción de esas fases excusa cualquier argumento en contra de la tesis de Macpherson.

Sería suficiente partir de esas afirmaciones para cuestionar las ul­teriores sobre la determinación del trabajo, del capital, la tierra y los pro­ductos, por el juego del mercado, y concluir señalando la gratuidad, la falta de fundamento, del segundo rasgo establecido por Macpherson. Ello no obstante, hay que admitir, en la medida en que así está pacificamente reconocido por los especialistas, ciertas dosis de mercantilización en de­terminadas esferas sociales durante las décadas que precedieron la liqui­dación del absolutismo monárquico. Pero, con todos los respetos, el mer­cado no puede ser considerado una explicación de la sociedad de mercado.

En lo que concierne la tercera característica, predicada de la socie­dad en el contexto inglés que nos ocupa, es, por lo menos, muy discutible. Según Macpherson «existe abundante evidencia de que Inglaterra se es­taba aproximando a la 'p.m.s.' en el siglo xvii». La verdad contenida en ese aspecto no es útil a causa de su generalidad e imprecisión. O, ¿acaso es lo mismo la Inglaterra de 1603 que la de 1689? o, en otras palabras, ¿acaso son intercambiables por su «identidad o parentesco» las obras de Hobbes y Locke? Prosigue Macpherson arguyendo que antes de fines del xvii —las obras de Hobbes se publicaron entre 1640 y 1651— la mitad de los ingleses eran asalariados. Si admitimos a los puros efectos dialécticos que así fuera, ¿quiere significarse que todos ellos habían vendido libremente su fuerza de trabajo a los capitalistas de turno, que se apropiaban no menos libre­mente de la plusvalía derivada de esas relaciones de explotación clasista?

Las relaciones de producción imperantes en la Inglaterra de media­dos del XVII no abonan una respuesta afirmativa. Es más que probable que a la sazón existieran relaciones sociales propias del modo de producción capitalista en algunos sectores, como existieron en épocas anteriores y no sólo en Inglaterra, pero en todo caso no eran dominantes, ni determinantes.

^ C.B. MACPHERSON: The politlcal theory of Possessive Indlviduallsm Hobbes to Locke, pág. 62, Oxford University Press, 1965.

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En suma, existen serias dudas sobre la validez científica de la ecua­ción «p.m.s.» —sociedad inglesa de mediados del siglo xvii—.

Quizá IVIacpherson ha forzado injustificadamente los límites de su modelo; quizá, ha olvidado el peculiar emplazamiento de la obra de Hobbes en una coyuntura histórica de transición y, por ese motivo, caracterizada por la coexistencia de relaciones sociales marcadas por distinto signo e incluso de relaciones en trance de mutación, pero, a mi juicio, la causa principal de la desadecuación entre el modelo y la realidad social que se pretende abarcar y descifrar, se encuentra en el planteamiento de partida. El individualismo no es producto ni reflejo de las relaciones económicas capitalistas en germen, ni va desde sus orígenes indisolublemente unido a la clase social burguesa. El individualismo es en Hobbes más vitalista —si se me permite la calificación— que posesivo; más metodológico que descriptivo. Pero aún hay más, la perspectiva de Macpherson posee la misma impronta que la mayoría de las ópticas marxistas de la historia; de ahí su identificación indiscriminada y global del liberalismo y el capitalismo, del liberalismo y la clase social burguesa. Así, «la crítica» de Hobbes, se convierte en la crítica de los fundamentos del liberalismo y ésta, a su vez, en la crítica del capitalismo naciente.

Próxima, pero, de algún modo, también alejada, de la interpretación de IVIacpherson, se encuentra la del Prof. Javier Pérez Royo " que ve la obra de Hobbes a través de un prisma inequívocamente marxiano.

El razonamiento de Pérez Royo, sumariamente expuesto, es el si­guiente: Hobbes es el primero de los teóricos en formular una teoría del Estado como creación humana y, por tanto, como entidad artificial. La con­sideración del Estado como artificio humano presupone la existencia del modo de producción capitalista, «único en el que da una separación y au-tonomización de las relaciones sociales de producción y de las relaciones políticas». La teoría hobbesiana del Estado indica —expresa o significa— la existencia del modo de producción capitalista. «En realidad—escribe—, el hecho de plantearse el problema de la génesis del poder político como resultado de la actividad, de la técnica del hombre, sólo es posible con el desarrollo de unas relaciones sociales de producción que no exijan una vinculación política entre los individuos inmersos en esas relaciones, y este desarrollo sólo tiene lugar por primera vez en la Inglaterra del siglo xvii (el subrayado es mío). Precisamente por eso es por lo que Hobbes al pro­ducir su teoría política sobre la base de estas relaciones pudo construir la primera teoría del Estado, cronológicamente hablando. No son motivos sub­jetivos los que explican la génesis de la teoría del Estado en la Inglaterra del siglo xvii, sino motivos objetivos: Inglaterra es el primer país en el que tiene lugar la revolución burguesa y el primero en el que se implanta como modo de producción dominante el modo de producción capitalista. En con-

Introducción a la Teoría del Estado, ed. Blume, 1 . ' ed. Barcelona 1980.

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secuencia, y siendo el Estado la forma de organización del poder político correspondiente a este modo de producción, era absolutamente lógico que únicamente en la Inglaterra del siglo xvii pudiera aparecer la primera teoría de Estado», (pág. 140-141 de la op. cit.).

La lógica del silogismo se impone... siempre que las premisas que lo integran sean ciertas...

Marginando algunas dudas que suscita la opinión transcrita, y ci-ñéndome a lo que estimo la clave de la misma —la existencia del modo de producción capitalista (m.p.c.) en la Inglaterra que presenció el alum­bramiento de la creación de Hobbes, y el carácter burgués de la revolución allí acaecida, hay razones de peso para poner en tela de juicio la hipótesis avanzada por Pérez Royo. En efecto, los numerosos estudios de que ha sido objeto el período histórico en cuestión no han arrojado un resultado inequívoco que permita, científicamente hablando, una afirmación categó­rica de aquel tenor, sino, más bien, todo lo contrario. Y para demostrarlo, voy a traer a colación una muestra representativa del estado conflictivo de la doctrina sobre el tema. Se trata de la breve síntesis de Maurlce Dobb, contenida en el prefacio del librito «The transition from feudalism to capi-talism: A symposium», y reza así:

«Acerca del problema de la revolución burguesa en Inglaterra se han producido considerables divergencias (que) si hubieran de reunirse, podría decirse se centran en torno a las opiniones siguientes... la de que en Inglaterra no ocurrió un acontecimiento central que pueda calificarse (como la Revolución Francesa de 1789) de Revolución burguesa. En lugar de esto, hubo toda una serie de combates... y transformaciones parciales entre los que deben incluirse, en pie de igualdad con la guerra civil del siglo XVII, los acontecimientos de 1485 y 1688, así como la reforma del par­lamento de 1832 {...).

»En segundo lugar, la opinión de que el poder político había pasado ya, en lo esencial, a manos de la burguesía antes de la época de los Tudor o, por lo menos, antes del reinado de Isabel I, y de que lo acontecido a partir de 1640 representó la prevención y la liquidación de una contrarre­volución montada en los círculos de la Corte contra el dominio de la bur­guesía (...)

»La tercera opinión es la de que en el siglo xvi, parte de la sociedad inglesa seguía siendo predominantemente feudal y el Estado seguía siendo un Estado feudal, y que la revolución de CromweII representó la revolución burguesa (...).

»En una posición intermedia... se encuentra la sugerida por el Dr. Sweezy...; la de que en cuanto a la forma del Estado y al sistema económico,

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la Inglaterra de los Tudor y los Estuardo representaba algo situado a mitad de camino entre el feudalismo y el capitalismo ^...»

Pero si no fuera suficiente la evidencia proporcionada por los es­pecialistas, cabría aún recurrir a Marx. Si así lo hacemos, pienso que habría que convenir que las fechas de la aparición de la obra de Hobbes, y las de su gestación, coinciden «grosso modo» con la denominada «prehistoria del capital»; fase durante la cual se ha iniciado la «disolución de la propiedad privada basada en el trabajo propio», la «expropiación de los productores directos», la «separación del productor de los medios de producción», pero no ha finalizado la «acumulación originaria». En ese tiempo, «el dinero y la mercancía, los medios de producción y de vida» no se han convertido todavía en capital. Para que eso ocurra es preciso la concurrencia de cir­cunstancias determinadas: «tienen que entrar en contacto y enfrentarse dos clases muy diferentes de poseedores de mercancías; por un lado, propie­tarios de dinero, medios de producción y medios de vida, para los cuales se trata de valorizar la suma de valores que poseen mediante la compra de trabajo ajeno; por otro lado, trabajadores libres, vendedores de su pro­pia fuerza de trabajo. Trabajadores libres en el doble sentido de que ni ellos mismos se cuentan directamente entre los medios de producción —como los esclavos, los siervos, etc.— ni tampoco les pertenecen a ellos los medios de producción, como al campesino económicamente autó­nomo...»

\a cuestión es que dichas circunstancias no se dan en Inglaterra —por lo que difícilmente puede hablarse de modo de producción capitalista por lo menos hasta finales del siglo xvii: «todavía en las últimas décadas del siglo xvii —sigue escribiendo Marx— la yeomanry, campesinado au­tónomo, era más numerosa que la clase de los arrendatarios. Había sido la fuerza principal de CromweII, y hasta, según confesión de Macaulay, superaba con ventaja la comparación y contraposición con los borrachos nobles rurales y sus criados (.••)• Los trabajadores asalariados del campo seguían siendo todavía copropietarios de los bienes comunales ^».

A la postre, Pérez Royo incurre en el mismo error que Macpherson; ambos «anticipan» el desarrollo del m.p.c, queman sus estadios iniciales en aras de un perfecto encuadramiento de la teoría de Hobbes en el seno de determinado proceso económico que, a la sazón, tan sólo tendencial-mente podía adivinarse. Naturalmente, la inadecuación de sus hipótesis interpretativas —edificadas sobre modelos abstractos—, les lleva ineluc­tablemente a concluir en la existencia de «errores» y «vicios de origen» en la teoría examinada. Pero, ¿acaso no es posible que tales «fallos» sean en

° M. DoBB, P.M. SwEEZY, et al.: La transición del feudalismo al capitalismo, págs. 10-11, 4.» ed., Artiach Editorial, Madrid. 1973.

' MEW (Marx-Engels-Werke), Band 23, págs. 742 y 750-1, Dietz Verlag, Berlín. OME (Obras de Marx y Engeis), vol. 41, págs. 360 y 368, Grijalbo, S.A., Barcelona, 1976.

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realidad elementos que no se prestan a un análisis conforme a sus mo­delos?

Los presupuestos económico-sociales de la teoría de Hobbes no son capitalistas. Lo que la información histórica disponible en la actualidad re­vela es que en los prolegómenos de la revolución que acabó con la vida de Carlos I Estuardo, Inglaterra constituía una formación social tremen­damente compleja, agitada por conflictos políticos y religiosos, con un cre­ciente desarrollo de las fuerzas productivas alentado por la explosión de­mográfica de las décadas anteriores y una movilidad social intensa en el marco de una estratificación considerable en el ámbito rural y en los nú­cleos urbanos. Coexistían de forma clara relaciones de producción feudales y capitalistas y, aunque éstas acabarían siendo hegemónicas, ello no sería perceptible por lo menos hasta bien entrado el siglo xviii.

Teniendo en cuenta ese telón de fondo, cobran otra dimensión los «errores» de la obra de Hobbes desde la perspectiva histórico-materialista. Porque si de lo que se trata es de aplicar la «plantilla» de Marx en ese contexto resultaría lo siguiente :̂

a) Con carácter general el discurso histórico-materialista disocia, en toda formación social, la base económica —fuerzas produc­tivas y relaciones de producción—, de la superestructura —ju-ridicopolítica, e ideológica— que constituye un resumen o reflejo de aquella.

b) La superestructura, la acción de ios aparatos juridico-políticos, puede excepcionalmente desempeñar una función primordial en la formación de la base económica. P. ej., en nuestro caso, el Estado absoluto destruye las relaciones feudales y la coerción extraeconómica y liquida los obstáculos físicos y jurídicos a la libertad comercial, preparando así «el contacto y enfrentamiento entre los propietarios de medios de producción y los trabaja­dores libres», tal y como se expuso anteriormene.

c) La acción descrita en b) se produce tan sólo en las fases de transición —p. eje., entre el feudalismo y el capitalismo—, du­rante las cuales no rige a).

d) El protagonismo transformador durante esas fases revolucio­narias se desplaza, por tanto, de la infra a la superestructura.

' Sigo en este punto la exposición de JOHN MCMURTRY en las págs. 107 a 109 de su libro The Structure of Marx's World-View¡: Princeton University Press, Guildford, Surrey, 1978.

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Desde esta óptica, la obra de Hobbes podría ser considerada como una manifestación ideológica de una estructura social cambiante, que ex­plicaría por qué no puede reflejar el predominio de un determinado modo de producción y, de otro lado, por qué se concede una atención prioritaria a las instancias jurídicopolítícas y se les atribuye un papel central en la transformación de la sociedad.

A la postre, cualquier enfoque marxista de Hobbes tiene que reco­nocer las diificultádes inherentes al análisis de su entorno socioeconómico porque puede resultar bastante distorsionado si se realiza exclusivamente desde la perspectiva del m.p.c. e, incluso, desde la del concepto «real-concreto» de «formación social», por lo que éste supone de predominio de determinado modo de producción.

No se trata, con todo, de descartar la influencia de los componentes infraestructurales en la aportación hobbesiana, sino de subrayar la resis­tencia que ésta ofrece a una perfecta integración en el aparato conceptual marxista, y la conveniencia de aceptar como elementos concurrentes en su factura las condiciones objetivas —y subjetivas— que se enunciaron anteriormente. «Hobbes —al decir de N. Matteucci— no es el filósofo del capital aunque acepta el capitalismo naciente, sino el filósofo del político; el poder siempre debe prevalecer sobre los intereses, que él equipara a las opiniones y a las pasiones» °. Su obra hay que entenderla como una respuesta a la necesidad de establecer un poder secular y racionalmente justificable, nacida básicamente de la pérdida de autoridad por parte de la monarquía inglesa y del clima de anarquía prevalente —«the disorders of the present time», según reza en la conclusión del Leviathan. En cuanto a sus postulados antropológicos, su concepción de la sociedad y la consti­tución de un poder absoluto, previo el consentimiento de todos ios indivi­duos, constituyen una propuesta formulada con visos de universalidad. Hobbes quiere edificar una teoría científica del Estado válida para cualquier contexto, una ciencia de la política—entendida como ciencia del Estado—, construida racionalmente.

El interés especial que Hobbes tiene para nosotros deriva de la ob­jetivación y exteriorización que de la organización política propone, de su conceptualización como instituto creado por los hombres para hacer po­sible la supervivencia y la convivencia; esto es, como mecanismo artificial indispensable para la vida humana en sociedad. Es la enajenación del po­der de cada individuo en una entidad distinta y disociada del entramado social lo que hace de la teoría hobbesiana el heraldo de la moderna di­cotomía Sociedad/Estado. Hobbes anuncia la separación de lo social y lo político que atravesará el pensamiento político liberal a partir del siglo xviii y la economía clásica desde los fisiócratas, pero no rebasa su condición de precursor; lo social no es previo o anterior a lo político, aunque la con-

NicoLA MATTEUCCI: Alia rlcerca deH'ordine, págs. 136-7, II Mulino, Bologna, 1984.

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Sideración del Estado como artificio pudiera inducir a creer lo contrario. Como ha escrito acertadamente P. Rosanvallon «el Estado no es simple­mente un instrumento de defensa y conservación de la sociedad, sino sobre todo su fundador necesario. De Hobbes a Rousseau —añade— existe una continuidad innegable en el sentido de que es la política la que instituye lo social» ^

Para concluir con esta referencia a la teoría de Hobbes, conviene contestar aquellos interrogantes que nos planteábamos al comienzo del artículo en torno a los acentos absolutistas y/o liberales destacados desde distintas posturas ideológicas.

En principio parece que una interpretación global y sistemática de su obra debería concluir en la inadmisibilidad de tales calificativos, al me­nos como etiquetas demasiado generales e inciertas. Y no sólo porque su punto de partida fuera ajeno a esas posiciones, ni porque su obra no sa­tisfaciera a ninguna de las facciones en conflicto —realistas y parlamen­tarios— a la sazón, sino también —y sobre todo—, porque las aludidas connotaciones hay que entenderlas, a mi juicio, como consecuencias ló­gicas de su línea de razonamiento.

Así, creo, lleva razón P. Schiera cuando señala que «el absolutismo que caracteriza el poder del Estado —en Hobbes— no es sino la proyección 'della naturale assolutezza' de la relación exclusiva existente entre hombre y hombre, el refugio racional de las mortales consecuencias del conflicto inevitable en el que los hombres viven en el estado natural» ^°. A una con­clusión análoga llega Romano Guardia cuando dice: «Se advierte que Hob­bes ha sometido un problema concreto y singular —la monarquía absolu­tista del siglo xvii— a un planteamiento universal: el poder —sea monár­quico, aristocrático o democrático— es absoluto o no es poder; si el poder no es absoluto, se cae en el estado de naturaleza, o sea, en la guerra, y vuelve a reinar el miedo» " .

En lo que toca a las implicaciones y/o consecuencias liberales, in­teresa previamente clarificar algunos puntos. Hemos descartado la vero­similitud de la correspondencia entre la sociedad de mercado capitalista y la filosofía social de Hobbes y, por tanto, la inconveniencia de considerarlo un representante avanzado del liberalismo económico. Además, hemos in­terpretado su individualismo en función del método utilizado, inserto en la visión mecanicista predominante en la investigación científica de su tiempo. En cambio, se ha apuntado, por otra parte, la posibilidad de considerarle

° FIERRE ROSANVALLON: Le capitalisme Utopique. Critique dei'ideologie economique, pág. 27, Editions du Seuil, París, 1979.

'° PiERANGELO ScHiERA: «Assolutismo», en Dizionario di Política, pág. 68, UTET, Torino, 1976.

" ROMANO GARCÍA: El Estado y los filósofos. Estudios de filosofía política, pág. 95, Serv. de Publicaciones, Universidad de Extremadura, Cáceres, 1983.

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un precursor del liberalismo entendido en clave política en base a su con­cepción instrumental-racional del Estado. Pues bien, creo que tanto ésta, como algunos de los principios esbozados en el Leviathan, que habrían de ejercer gran influencia en el pensamiento jurídico liberal y en la construc­ción del Estado de Derecho, hay que verlos como exigencias inmanentes de su objetivo último: la paz y la seguridad del cuerpo social.

¿De qué otra forma cabría entender la publicidad de las normas —«the legislator Known; and the laws sufficiently published»—, la irretroac-tividad de las disposiciones penales sancionadoras —«no law after a fact done can make it a crime»—, que forman parte del principio de seguridad jurídica, y el principio de legalidad formulado negativamente —«in cases where the Soveraign has prescribed no rule, there the subject hath the liberty to do, or forbeare, according to his own discretion»—?

Esas y otras ideas, como la atribución a la ley de la condición de única fuente del Derecho —«the legislator in all Common-wealths, is only the Soveraign», o la de la obligatoriedad del cumplimiento de lo pactado —«that men perfome their Covenants made»—son, todas, manifestaciones de la preocupación central hobbesiana por evitar alteraciones y conflictos: la certeza del derecho al servicio de la paz ^^

2. LOCKE

Si la paz es la razón de ser del Estado, según Hobbes, para John Locke la causa de la constitución de la sociedad política (o civil) es la se­guridad. En este sentido, la distancia entre Hobbes y Locke es menor de lo que comunmente se cree. Aunque en el hipotético estado de naturaleza los hombres no muestran, a juicio de Locke, esa agresividad que Hobbes les atribuye, «resulta muy inseguro y mal salvaguardado el disfrute de los bienes que cada cual posee en ese estado. Esta es la razón de que los hombres estén dispuestos a abandonar esa condición natural que, por muy libre que sea, está plagada de sobresaltos y de continuos peligros» ^̂ .

Pero, ¿cuáles son esos bienes de que disponen los hombres en el estado natural? Aquí se produce ya la primera diferencia básica entre Hob­bes y Locke. Para el primero, la vida es el bien fundamental, cuya posible pérdida debe llevar a los hombres al pacto de asociación-sumisión; la l i­bertad y la propiedad no son, genuinamente hablando, bienes en el estado natural, puesto que cada uno hace lo que le parece conveniente y todo

'̂ Las citas en inglés provienen de la obra de Hobbes, Leviathan, Pelican Classics, Penguín Books. Ltd., Harmondsworlh, Middiesex, págs. 321, 339, 271, 312-313 y 201. Edited by C.B. Macpherson, 1968.

" J. LOCKE: Ensayo sobre el Gobierno Civil, pág. 93, Aguilar, S.A. de Eds. Madrid, 1969.

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pertenece a todos; de tal forma que para que surjan a la vida como tales bienes, delimitables, apropiables o patrimonializables, es precisa la previa institución del Estado. Locke, en cambio, piensa de manera distinta. La vida, la libertad y los bienes —estos últimos, resultado del trabajo que el hombre aplica a los recursos naturales, existen en el estado de naturaleza antes de la creación de la sociedad política. «El estado natural —escribe Locke— tiene una ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a todos. La razón, que coincide con esa ley, enseña a cuantos seres humanos quieren consultarla que, siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones» " . Según Locke, es el riesgo in­herente a la aplicación arbitraria—personal— de la ley natural y el pacífico disfrute de los bienes el determinante de la construcción de la sociedad política, que tiene, por tanto, un carácter instrumental y dependiente.

Se ha dicho, con fundamento, que la propiedad representa en la teo­ría política de Locke el elemento central, en torno al cual giran y se con­forman tanto la función de la sociedad civil, como las instituciones y normas de funcionamiento del gobierno; pero, según acabamos de comprobar, exis­ten para Locke otros bienes cuya preservación y garantía demandan tam­bién la formación de una sociedad política. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción?

En una ocasión al menos Locke utiliza de propósito el término «pro­piedades» con un significado comprensivo de las vidas, libertades y ha­ciendas de los hombres; concretamente en el cap. IX del Segundo Ensayo sobre el Gobierno. Otras veces, en cambio, restringe el significado de aquel vocablo, como cuando habla de derechos sobre tierras o mercancías —pro­piedad de los animales, de los frutos de la tierra y de la tierra misma. No es de extrañar, por tanto, que el propio Locke, consciente de la probable confusión a que podía inducir el uso genérico de tal término, manifestara expresamente al final de la citada obra (cap. XV, par. 173) que al hablar de propiedades se refería «aquí como en otros lugares, a la propiedad que los hombres tienen sobre sus personas y sobre sus bienes».

Esa aclaración debería bastar para disipar toda suerte de dudas y concluir a la postre que, para Locke, el objetivo de la constitución de la sociedad política —del Estado o del Gobierno— es primaria y básicamente el amparo de la vida, la salud, la propiedad y la libertad individuales, que son previos a la formación del gobierno y, después de constituido éste, límites infranqueables para el poder político. Lo que no pude inferirse, en cambio, es que Loche postulara una diferenciación y un trato privilegiado —de entre ese abanico de bienes o derechos— de la propiedad en su sig­nificación más restringida. Para Locke, a mi juicio, se trata de un «conti-nuum» en el que, partiendo lógicamente de la vida como presupuesto in­dispensable de la existencia de los otros bienes, cada derecho o bien in-

Ibídem, pág. 6.

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dividualizable está plenamente engarzado con los demás e integrado en esa totalidad que es el individuo.

La conexión que Locke establece resulta, por otro lado, del todo ló­gica si se piensa que la simple protección de la vida puede no ser suficiente, dado que la conservación y adecuado desarrollo de la misma exigen la disponibilidad de ciertos bienes —aunque fueran los mínimos para subsis­tir— y la posibilidad de actuar de acuerdo con la propia voluntad.

La distinción entre los dos significados apuntados del término «pro­piedad» ha sido, sin embargo, reiteradamente puesta de manifiesto por autores como John Plamenatz, C.B. Macpherson, G. Fassó, etc., y en algún caso, con el propósito expreso de atribuir a Locke una diferencia de trato entre los hombres en general y los propietarios en el sentido lockeano restringido del término. De tal forma que el contrato social, artificio que da origen a la sociedad política, sería en el supuesto de Locke un mecanismo ideado para garantizar el gobierno de los propietarios sobre los no pro­pietarios, sólo los primeros serían aptos para gobernar. Naturalmente, de esa afirmación a la más difundida, que ve en Locke uno de los portavoces más representativos de la clase burguesa y en su obra, la justificación teórica del régimen instaurado tras la Revolución Gloriosa de 1688, no hay más que un paso.

Se ha producido aquí un fenómeno parecido al que comentábamos en el caso de Hobbes, de aplicación del cliché marxista a la lectura de Locke y de falta de profundidad en el estudio de los hechos históricos. Como ejemplo (pues dicho fenómeno ha alcanzado enorme difusión) baste aportar una interpretación de ese tenor. «Locke —escribe Paolo Casini— combina la igualdad garantizada por Dios originariamente a todos los hombres con la desigualdad social, con la acumulación capitalista, con el trabajo asa­lariado. La propiedad ilimitada que el contrato social asegura hace del con­trato mismo un poderoso instrumento de dominio. Dicho contrato, de hecho, se estipula entre propietarios: son ellos los que sostienen al Estado en tanto sus intereses se ven tutelados. A esta perspectiva deben reconducirse las fórmulas lockeanas que se refieren a la libertad de los asociados, la limi­tación del poder del Estado, la exacta previsión de las garantías constitu­cionales y jurídicas, la relativa fungibilidad de las diversas formas de go­bierno, el principio de la separación de poderes. El Estado se funda sobre el derecho, sobre la libertad, sobre el consenso; pero éstas son prerro­gativas de la minoría hegemónica {...). La revolución «gloriosa» de 1688 sancionó el triunfo del partido whig, y el compromiso teórico lockeano re­presentó la legitimación de la monarquía constitucional, limitada, contro­lada por los representantes del poder económico» ^̂ .

// patto sociale, pág. 25, G. C. SANSONI, Firenze, 1975.

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No es necesario volver ahora sobre algunas de las consideraciones críticas realizadas a propósito de las interpretaciones marxistas de Hobbes, que serían perfectamente aplicables a las de Locke. Pero, con todo, importa matizar algunos extremos.

La opinión marxista más difundida discurre, en general, por los cau­ces siguientes: si Locke parte de la base de que la razón de ser del gobierno es la protección de la propiedad —sin otra precisión—, y su obra sobre el gobierno civil es una justificación, o una defensa, de la Revolución Gloriosa, el régimen que aquella instauró debe ser la fórmula política que más con­venga a los propietarios. Lo fundamental es entonces determinar de qué propiedad se trata o, en otros términos, cual era el concepto lockeano de propiedad; cuestión ésta que ya nos hemos planteado anteriormente y cuya solución, caso de admitirse, es de por sí suficiente para salir al paso de aquella opinión.

El malentendido subsiste- porque las interpretaciones del estilo de las de Casini se han limitado a proyectar en el pasado —concretamente en la época de John Locke— una idea de la propiedad típicamente bur­guesa, más propia de una fase histórica posterior, sin detenerse a verificar si aquella correspondía a la realidad enjuiciada, y, en todo caso, sin intro­ducir matización alguna; y, además, porque marginando el mensaje político básico de Locke continúan asignándole la condición de representante ideo­lógico de la clase propietaria de los medios de producción, y a su teoría política, el carácter de apología de la oligarquía que accedió al poder en 1689.

No cabe duda que Locke defiende a los propietarios —en el sentido más amplio de la expresión y no, como se pretende, a la específica clase burguesa, que en aquel tiempo se hallaba «in status nascendi». Pero sobre todo, si Locke argumenta en favor de alguien, lo hace en favor de los pe­queños propietarios ^^ Porque para él, al igual que para la mayoría del pueblo inglés en aquel tiempo, la idea de la propiedad va unida a la de la libertad personal sobre la que se funda ^''. Lleva razón D. Schwab cuando al respecto comenta: «la property» traducía el ámbito global de los derechos dados al hombre, y la propiedad material constituía solamente una especie secundaria derivada de los derechos personales y participante de su ca­rácter merecedor de protección... La propiedad de bienes externos no era

'° Así cabe inferirlo de sus consideraciones sobre los límites de la apropiación de las cosas, y de la medida de la propiedad (parágrafos 30 y 35 del cap. V del Ensayo).

" El axioma según el cual sin propiedad no hay libertad lo hará suyo la misma ideo­logía marxista al exigir la superación de la propiedad privada de los medios de producción por lo que supone de poder sobre el trabajo ajeno, pero no de la propiedad dimanante del trabajo personal y de los medios que posibilitan el máximo desarrollo de la personalidad individual que, a la postre, enriquecerán a la comunidad.

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en ese entendimiento, otra cosa que una extensión de la propiedad de la persona (esto es, de la libertad) a los objetos de la naturaleza... ^°. Cuestión distinta —hay que decirlo— es el uso que posteriormente los ideólogos burgueses harían de las ideas de Locke.

Se omite con frecuencia, por otra parte, que la libertad defendida por Locke era la libertad negativa, la libertad de todos ante el poder ab­soluto y/o arbitrario: «La libertad natural del hombre consiste en no verse sometido a ningún otro poder superior sobre la tierra, y en no encontrarse bajo la voluntad y la autoridad legislativa de ningún hombre, no recono­ciendo otra ley para su conducta que la de la naturaleza. La libertad del hombre en sociedad consiste en no estar sometido a otro poder legislativo que al que se establece por consentimiento dentro del Estado, ni al dominio de voluntad alguna, ni a las limitaciones de ley alguna, fuera de las que ese poder legislativo dicte de acuerdo con la comisión que se le ha con­fiado... Este verse libre de un poder absoluto y arbitrario es tan necesario para la salvaguardia del hombre, y se halla tan estrechamente vinculado a ella, que el hombre no puede renunciar al mismo sino renunciando con ello a su salvaguardia y a su vida al mismo tiempo.» ^̂

Locke no reivindicaba la libertad partlcipativa, o positiva —el con­sentimiento de todos—, sino como único procedimiento para posibilitar la libertad negativa. IVIenos aún podía, en ese contexto discursivo, reivindi­carla para un sector minoritario de la población, o para un país determi­nado. Como en el caso de Hobbes, sus propuestas eran generales y pre­tendían una validez universal.

Resta, en fin, el problema de si el Ensayo sobre el Gobierno Civil se escribió para justificar la Revolución Gloriosa y, en relación con él, el de si el triunfo de los revolucionarios supuso la plasmación en la práctica de las ideas políticas de aquella obra.

En lo que concierne a la primera cuestión, Maurice Cranston afirma que «parece ahora claro que los "Two Treatises of Government" fueron escritos unos diez años antes de la Revolución Gloriosa» ^°, tesis confir­mada por H. T. Dickinson, aunque sin precisar el número de años. Su pu­blicación en 1690 —la primera edición— es probablemente la causa que ha llevado a muchos a interpretar el fenómeno revolucionario a través del prisma lockeano. Respecto a la segunda, la idea de la monarquía limitada era patrimonio secular del pueblo inglés, recogido en las teorías del go­bierno mixto y de la «ancient constitution». Según esta última «el derecho inglés era consuetudinario e Inmemorial y la suprema autoridad del reino

'* Dieter SCHWAB: «Eigentum», en: Geschichtiiche Grundbegriffe, Band 2, pág. 80; Ernst KLETT, Stuttgart, 1975.

'° J. LOCKE: op. cit., págs. 19 y 20. °̂ M. CRANSTON: «John Locke and Government by Consent», en: Political Ideas, pág.

74. Ed. by David Thomson; Penguin Books Ltd. Harmondsworth, Middiesex.

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residía en el poder legislativo del Rey, los Comunes y los Lores.» '̂ Esa conclusión, empero, —la de la limitación de los poderes del monarca—, Locke la establecía desde una posición que nada tenía que ver con la his­toria, sino más bien con una construcción teórico-racional sobre el origen de la sociedad política. El presupuesto eje de esa teoría—la soberanía del pueblo— no era, desde luego, compartido por la ideología dominante, ni fue tenido en cuenta después de los sucesos revolucionarios. Como ha señalado H. T. Dickinson, cuando hablaban del contrato, los «whigs» se referían a la relación entre el Rey y el Parlamento, a la que consideraban un rasgo esencial de la «ancient constitution» ^̂ ; no estaban pensando ni de lejos en el contrato originario de gobierno artificialmente creado para garantizar los derechos naturales de los hombres.

En el plano, de los hechos, la concepción del gobierno como de­positario de la confianza popular y, por tanto, sometido a la consecución de determinados fines, cuyo incumplimiento Implicaría el cese de la obli­gación de obediencia, y el correlativo derecho de resistencia, no tuvieron reflejo en las medidas adoptadas por los nuevos gobernantes. En cuanto a la ecuación libertad-propiedad (asumida por el común de las gentes y expuestas por Locke) fue claramente tergiversada: «en 1969, cuando to­davía no se han cumplido diez años de la Gloriosa Revolución, la condición patrimonial —establecida en el censo— para ser elegido miembro de la cámara baja es elevada a una renta anual de 600 libras cuando se trata de diputados de condados, y a 300 libras procedentes de bienes raíces, cuando se trata de diputados de las ciudades.» ^ Naturalmente que sólo los aris­tócratas, la nobleza «des affaires» y muy pocos burgueses contaban con ese capital. El desfase entre el reconocimiento popular de la «libertad de los propietarios» y su participación en el bloque de poder es del todo evi­dente.

' ' H. T. DICKINSON: Liberty and Property, págs. 62-63; Methuen & Co. Ltd., London, 1979. ^' Ibid., pág. 72. ^ Leo KOFLER: Contribución a la historia de la sociedad burguesa, pág. 376. Amorrortu

Editores, Buenos Aires, 1974.

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