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El m 243 Vil Javier Cercas

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  • JAVIER CERCASEl mvil12345678910

  • JAVIER CERCAS

    EL MVIL

    Seguido de Nota de un lector, por Francisco Rico

    Nota del autor

    La primera edicin de este librito, publicado en 1987, constaba de cinco relatos; la actual, slo de

    uno. Ledos con quince aos de perspectiva, los textos que he suprimido me parecen derivativos, frutode ciertas lecturas y ciertas experiencias pobremente asimiladas, as como de la vanidad ridcula dedemostrar que era escritor, lo que suele autorizar entre los veinteaeros todo tipo de desmanesexhibicionistas; por fortuna, no los ley casi nadie. Ignoro si el relato que daba ttulo a aquel volumen,que es el que aqu recojo, es mejor que los dems; s que es el nico en el que, no sin algunaincomodidad, me reconozco, y que, aunque quizs un escritor siempre acabe arrepintindose delprimer libro que publica, yo todava no me he arrepentido de l.

    Puede que sea un error. Pero tambin puede que tenga razn Csar Aira, y que todo escritor estsujeto a la ley de los rendimientos decrecientes, segn la cual lo que no sali en el primer intento escada vez ms difcil que salga, porque las astucias que nos entrega el tiempo nos las cobra enfrescura y vitalidad. De ser as -y no veo por qu no tiene que serlo-, ste sera mi mejor libro. Aadirque, aunque he corregido algunos detalles de estilo y de puntuacin, el presente texto no difiere enesencia del original.

    Javier Cercas

  • El mvilHay una frase latina que significa aproximadamente: Coger con los dientes un denario deentre la mierda. Era una figura retrica que aplicaban a los avaros.Yo soy como ellos: para encontrar oro no me detengo ante nada.

    Gustave Flaubert, carta a Louise Colet

  • 1lvaro se tomaba su trabajo en serio. Cada da se levantaba puntualmente a las ocho.Se despejaba con una ducha de agua helada y bajaba al supermercado a comprar pan y el

    peridico. De regreso, preparaba caf, tostadas con mantequilla y mermelada y desayunaba en lacocina, hojeando el peridico y oyendo la radio. A las nueve se sentaba en el despacho, dispuesto ainiciar su jornada de trabajo.

    Haba subordinado su vida a la literatura; todas sus amistades, intereses, ambiciones,posibilidades de mejora laboral o econmica, sus salidas nocturnas o diurnas se haban visto relegadasen beneficio de aqulla. Desdeaba todo lo que no constituyese un estmulo para su labor. Y como lamayora de los trabajos bien remunerados a los que, en su calidad de licenciado en Derecho, podrahaber tenido acceso exigan de l una dedicacin casi exclusiva, lvaro prefiri una modesta plaza deasesor jurdico en una modesta gestora. Este empleo le permita disponer de las maanas paradedicarlas a su tarea y le libraba de cualquier responsabilidad que lo distrajera de la escritura; tambinle ofreca la indispensable tranquilidad econmica.

    Juzgaba que la literatura es una amante excluyente. O la serva con entrega y devocin absolutaso ella lo abandonara a su suerte. Tertium non datur. Como todas las otras artes, la literatura es unacuestin de tiempo y trabajo, se deca. Recordando la clebre sentencia que sobre el amor habadictado un severo moralista francs, lvaro pensaba que la inspiracin es como los fantasmas: todo elmundo habla de ella, pero nadie la ha visto. Por eso aceptaba que toda creacin consta de un uno porciento de inspiracin y un noventa y nueve por ciento de transpiracin. Lo contrario era abandonarlaen manos del aficionado, del escritor de fin de semana; lo contrario era la improvisacin y el caos, lams detestable falta de rigor.

    Consideraba que la literatura haba sido abandonada en manos de aficionados. Una pruebaconcluyente: slo los menos egregios de sus contemporneos se entregaban a ella. Campaban por susrespetos la frivolidad, la ausencia de una ambicin autntica, el comercio conformista con latradicin, el uso indiscriminado de frmulas obsoletas, la miopa y aun el desprecio de todo cuanto seapartara de las vas de un provincianismo estrecho. Fenmenos ajenos a la propia creacin aadanconfusin a este panorama: la carencia de un entorno social estimulante y civilizado, de un ambientepropicio al trabajo y frtil en manifestaciones aledaas a lo propiamente artstico; incluso el mezquinoarribismo, que se vala de la promocin cultural como rampa de acceso a determinados puestos deresponsabilidad poltica lvaro se senta corresponsable de tal estado de cosas. Por ello debaconcebir una obra ambiciosa de alcance universal que espoleara a sus colegas a proseguir la tarea porl emprendida.

    Saba que un escritor se reconoce como tal en sus lecturas. Todo escritor deba ser, antes quecualquier otra cosa, un gran lector. Recorri con presteza y aprovechamiento los volmenes queregistraban las cuatro lenguas que conoca. Se sirvi de traducciones slo para acceder a obrasfundamentales de literaturas clsicas o marginales. Desconfiaba, sin embargo, de la supersticin segnla cual toda traduccin es inferior al texto original, porque ste no es sino la partitura sobre la que elintrprete ejecuta la obra; esto -observ ms tarde- no empobrece un texto, sino que lo dota de unnmero casi infinito de interpretaciones o formas, todas potencialmente justas.

    Crea que no hay literatura, por lateral o exigua que sea, que no contenga todos los elementos dela Literatura, todas sus magias, sus abismos, sus juegos. Sospechaba que leer es un acto de ndoleinformativa; lo verdaderamente literario es releer. Tres o cuatro libros encierran, como crey Flaubert,toda la sabidura a que tiene acceso un hombre, pero los ttulos de esos libros varan tambin con cadahombre.

  • En rigor, la literatura es un olvido alentado por la vanidad. Esta constatacin no la humilla, sinoque la ennoblece. Lo esencial -reflexionaba lvaro en los largos aos de meditacin y estudio previosa la concepcin de su Obra- es hallar en la literatura de nuestros antepasados un filn que nos expreseplenamente, que sea cifra de nosotros mismos, de nuestros anhelos ms ntimos, de nuestra msabyecta realidad. Lo esencial es retomar esa tradicin e insertarse en ella; aunque haya que rescatarladel olvido, de la marginacin o de las manos estudiosas de polvorientos eruditos. Lo esencial escrearse una slida genealoga. Lo esencial es tener padres.

    Consider diversas opciones. Durante un tiempo, crey que el verso era por definicin superior ala prosa. El poema lrico, sin embargo, le pareci demasiado disperso en su ejecucin, demasiadoinstintivo y racheado; por mucho que le repugnase la idea, intua que fenmenos que lindan con lamagia, sustrados por tanto al dulce control de un aprendizaje tenaz y proclives a darse en espritusms verbeneros que el suyo, enturbiaban el acto de la creacin. Si en algn gnero intervena eso quelos clsicos romnticamente llamaron inspiracin, era en el poema lrico. As que, como se sabaincapaz de ejecutarlo, opt por considerarlo obsoleto: el poema lrico es un anacronismo, decret.

    Sopes ms tarde la posibilidad de escribir un poema pico. Aqu sin duda la intervencin delarrebato momentneo era reductible al orden de lo anecdtico. Y no escaseaban textos en quesustentar su propsito. Pero el uso del verso comportaba un inevitable alejamiento del pblico. Laobra quedara as confinada al mbito de un crculo secreto, y juzgaba conveniente evitar la tentacinde encerrarse en una concepcin de la literatura como cdigo slo apto para iniciados. Un texto es eldilogo del autor con el mundo y, si uno de los dos interlocutores desaparece, el proceso quedairremediablemente mutilado: el texto pierde su eficacia.

    Opt por intentar una epopeya en prosa. Pero quiz la novela -se dijo- naci precisamente as:como epopeya en prosa. Y esto le puso en la pista de una nueva urgencia: la necesidad de elevar laprosa a la dignidad del verso. Cada frase deba poseer la inamovilidad marmrea del verso, su msica,su secreta armona, su fatalidad. Desde la superioridad del verso sobre la prosa.

    Decidi escribir una novela. La novela naca con la modernidad; era el instrumento adecuadopara expresarla. Pero podan escribirse todava novelas? Su siglo se haba empeado en una labor dezapa para socavar sus cimientos; los ms estimables novelistas se haban propuesto que nadie lossucediese, se haban propuesto pulverizar el gnero. Ante esta sentencia de muerte, hubo dosapelaciones sucesivas en el tiempo e igualmente aparentes: una, pese a que trataba de preservar lagrandeza del gnero, era negativa y en el fondo acataba la sentencia; la otra, que tampoco impugnabael veredicto, era positiva, pero se encerraba de grado en un horizonte modesto. La primera agoniz enun experimentalismo superliterario, asfixiante y verbosamente autofgico; la segunda -ntimamenteconvencida, como la anterior, de la muerte de la novela- se refugi, como un amante que vetraicionada su fe, en gneros menores como el cuento y la nouvelle, y con estos magros sucedneosrenunciaba a toda voluntad de captacin de la vida humana y de la realidad de un modo abarcador ytotalizante. Un arte lastrado desde el principio por el fardo de su plebeya falta de ambicin era un artecondenado a morir de frivolidad.

    Pese a todos los zarpazos del siglo, sin embargo, era preciso continuar creyendo en la novela.Algunos ya lo haban comprendido. Ningn instrumento poda captar con mayor precisin y riquezade matices la prolija complejidad de lo real. En cuanto a su certificado de defuncin, lo juzgaba unpeligroso prejuicio hegeliano; el arte no avanza ni retrocede: el arte sucede. Pero slo era posiblecombatir la notoria agona del gnero regresando al momento de su esplendor, tomando entre tantobuena nota de las aportaciones tcnicas y de todo orden que el siglo haba deparado y que resultaracuando menos estpido desperdiciar. Era preciso regresar al siglo XIX; era preciso regresar a Flaubert.

  • 2lvaro concibi un proyecto quiz desmesurado. Examinados diversos argumentos posibles, opt

    finalmente por el que juzg ms tolerable. Al fin y al cabo, pens, la eleccin del tema es asuntobalad. Cualquier tema es bueno para la literatura; lo que cuenta es el modo de expresarlo. El tema esslo una excusa.

    Se propuso narrar la epopeya inaudita de cuatro personajes menudos. Uno de ellos, elprotagonista, es un escritor ambicioso que escribe una ambiciosa novela. Esta novela dentro de lanovela cuenta la historia de un joven matrimonio, asfixiado por ciertas dificultades econmicas quedestruyen su convivencia y socavan su felicidad; tras largas vacilaciones, el matrimonio resuelveasesinar a un anciano hurao que vive austersimamente en su mismo edificio. Adems del escritor deesta novela, la novela de lvaro consta de otros tres personajes: un joven matrimonio que trabaja de lamaana a la noche para mantener a duras penas su hogar y un anciano que vive con modestia en elltimo piso del mismo edificio ocupado por el matrimonio y por el novelista. A medida que el escritorde la novela de lvaro escribe su propia novela, se altera y enturbia la pacfica convivencia delmatrimonio vecino: las maanas de dulce retozar en el lecho se convierten en maanas de reyertas; lasdiscusiones se alternan con llantos y pasajeras reconciliaciones. Un da el escritor encuentra a susvecinos en el ascensor; el matrimonio lleva consigo un objeto alargado envuelto en papel de estraza.Incongruentemente, el escritor imagina que ese objeto es un hacha y resuelve, al llegar a casa, que elmatrimonio de su novela matar a hachazos al viejo rentista.

    Das despus pone punto final a su novela. La portera, esa misma maana, descubre el cadverdel viejo que viva modestamente en el mismo edificio que el novelista y el matrimonio. El viejo hasido asesinado a hachazos. Segn la polica, el mvil del crimen fue el robo. Sobrecogido, el novelista,que no ignora la identidad de los asesinos, se siente culpable de su crimen porque, de una formaconfusa, intuye que ha sido su propia novela lo que les ha inducido a cometerlo.

    Diseado el plan general de la obra, lvaro redacta los primeros borradores.Ambiciona construir una maquinaria de perfecta relojera; nada debe confiarse al azar.Confecciona un fichero para cada uno de sus personajes en el que consigna minuciosamente el

    decurso de sus vacilaciones, nostalgias, pensamientos, fluctuaciones, actitudes, deseos, errores. Prontoadvierte que lo esencial -aunque tambin lo ms arduo- es sugerir ese fenmeno osmtico a travs delcual, de forma misteriosa, la redaccin de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica detal modo la vida de sus vecinos que ste resulta de algn modo responsable del crimen que elloscometen. Voluntaria o involuntariamente, arrastrado por su fanatismo creador o por su merainconsciencia, el autor es responsable de no haber comprendido a tiempo, de no haber podido oquerido evitar esa muerte.

    lvaro se sumerge en su trabajo. Sus personajes lo acompaan a todas partes: trabajan con l,pasean, duermen, orinan, beben, suean, se sientan ante el televisor, respiran con l. Llena cientos depginas con observaciones, acotaciones, episodios, rectificaciones, descripciones de sus personajes ydel entorno en que se mueven. Los ficheros se vuelven ms y ms voluminosos. Cuando cree poseeruna cantidad suficiente de material, acomete la primera redaccin de la novela.

  • 3El da en que lvaro iba a iniciar la redaccin de la novela, se levant, como siempre, a las ocho

    en punto. Se dio una ducha de agua helada y, cuando se dispona a salir -la puerta de casa estabaentreabierta y l empuaba el pomo con la mano izquierda-, vacil, como si hubiera olvidado algo ocomo si el ala de un pjaro le hubiese rozado la frente.

    Sali. La luz limpia y dulce del principio de la primavera inundaba la calle. Entr en elsupermercado, que a esa hora ofreca un aspecto casi desrtico. Compr leche, pan, media docena dehuevos y algo de fruta. Cuando engros la pequea cola que, ante una caja registradora, esperaba parapagar, repar en el anciano menudo y esquinado que le preceda. Era el seor Montero. El seorMontero ocupaba un piso en la ltima planta del edificio en que viva lvaro, pero hasta entonceshaban limitado su relacin a los incmodos silencios del ascensor y a los saludos rituales. Mientras elanciano depositaba sus paquetes sobre un mostrador para que la dependienta contabilizase su precio,lvaro consider su estatura, la curva leve en que su cuerpo se combaba, sus manos surcadas degruesas venas, su frente huidiza, su mandbula voluntariosa, su difcil perfil. Cuando le lleg su turnoen la caja, lvaro urgi a la cajera a que se apresurase, meti su compra en bolsas de plstico, salidel supermercado, corri por la calle soleada, lleg jadeante al portal. El viejo esperaba el ascensor.

    - Buenos das -dijo lvaro con la voz ms envolvente y amable que se encontr entre las ganas deocultar su respiracin acelerada.

    El viejo respondi con un gruido. Hubo un silencio.El ascensor lleg. Entraron. lvaro coment como pensando en voz alta: -Vaya una maana

    esplndida que hace! Cmo se nota que ha entrado la primavera, eh? -e hizo un guio de complicidadperfectamente superfluo que el anciano acogi con un conato de sonrisa, arrugando apenas la frente yaclarando un poco la oscuridad de su ceo. Pero enseguida volvi a encerrarse en un spero silencio.

    Al llegar a casa, lvaro estaba convencido de que el anciano del ltimo piso era el modelo idealpara el anciano de su novela. Su silencio lleno de aristas, su decrepitud levemente humillante, suaspecto fsico: todo concordaba con los rasgos que reclamaba su personaje. Pens: Esto facilitar lascosas. Resultaba evidente que, al reflejar en su obra un modelo real, sera mucho ms sencillo dotarde una carnadura verosmil y eficaz al personaje ficticio; bastara con apoyarse en los rasgos yactitudes del individuo elegido, sorteando de este modo el riesgo de un salto mortal de la imaginacinen el vaco, que slo prometa resultados dudosos. Deba informarse a fondo, por tanto, de la vidapasada y presente del seor Montero, de todas sus actividades, fuentes de ingresos, familiares yamigos. No haba dato que careciera de inters. Todo poda contribuir a enriquecer su personaje y aconstruirlo -adecuadamente alterado o deformado- en la ficcin. Y si era cierto que el lector debaprescindir de muchos de esos datos -que, por tanto, no haba razn para incluir en la novela- no eramenos cierto que a lvaro le interesaban todos, puesto que a su juicio constituan la base paraconseguir el inestable y sutil equilibrio entre coherencia e incoherencia sobre el que se funda laverosimilitud de un personaje y que sustenta la insobornable impresin de realidad que producen losindividuos reales. De estas consideraciones se desprenda naturalmente la conveniencia de hallar unmatrimonio que, por los mismos motivos que el anciano, sirviera como modelo para el matrimonioinocentemente criminal de su novela. Aqu era preciso tambin obtener la mxima calidad deinformacin posible acerca de su vida. Por otro lado, la inmediata vecindad de este matrimoniosimplificara de un modo extraordinario su trabajo, porque no slo podra observarlos con mayordetenimiento y continuidad, sino que, con un poco de suerte, alcanzara a escuchar conversaciones yaun hipotticas discusiones conyugales, de manera que caba la posibilidad de que pudiera reflejarlasen la novela con un alto grado de verosimilitud, con mayores detalles y mayor facilidad y vivacidad.

  • Las conversaciones de sus inmediatos vecinos (los del piso de arriba y los que vivan pared porpared con l en su propio rellano) traspasaban con facilidad los finsimos tabiques de su apartamento,pero slo le llegaban muy atenuadas y en momentos en que el silencio se apoderaba del edificio, ocuando los gritos de los vecinos se sobreponan al murmullo general. Todo esto pona en entredicho lasola posibilidad de llevar a cabo cualquier tarea de espionaje.

    Otro inconveniente se sumaba a los anteriores: lvaro apenas conoca a sus vecinos de bloque. Yde los tres pisos que hubiera tenido oportunidad de espiar -porque colindaban con el suyo-, al menosdos quedaban de antemano descartados. En uno viva una joven periodista con el rostro erupcionadode furnculos que, con nocturna asiduidad y no aclaradas intenciones, lo interrumpa regularmentepara pedirle porciones intempestivas de azcar o harina; el otro apartamento permaneca vaco desdeque una madre viuda y una hija soltera, madura y enamorada de su perro, hubieron de abandonarlo,unos cinco meses atrs, por no pagar el alquiler. Por lo tanto, slo un apartamento poda albergar a unmatrimonio que respondiera a las exigencias de su novela.

    Entonces record el ventanuco que, en el bao de su apartamento, se abra, a modo derespiradero, sobre el patio de luces del edificio. Muchas veces, cuando cumpla con las obligacionesque el cuerpo impone, haba sorprendido las charlas de sus vecinos, que le llegaban con toda nitidez atravs del respiradero abierto. De este modo, aprovechando este nuevo recurso, no slo la tarea deespiar se simplificaba y disminuan las dificultades de la escucha, sino que adems la nmina decandidatos aumentaba, puesto que tendra oportunidad de or las conversaciones de todos los vecinosde su mismo rellano. Descontando el apartamento desertado por las dos mujeres, los otros cuatroestaban ocupados. Y no era imposible que en uno de ellos habitara un matrimonio que, con mayor omenor precisin, se plegara a las exigencias de su matrimonio ficticio. Bastaba con informarse y, unavez escogido el hipottico modelo, prestarle toda su atencin. De quin poda recabar informacinacerca del viejo Montero y de sus propios vecinos de rellano? La respuesta no ofreca dudas: la porteraera quiz la nica persona de todo el edificio que conoca todos los entresijos de la vida de losvecinos.

    Pero no resultara fcil obtener informacin de ella sin despertar sospechas. Deba ganarse acualquier precio su confianza, aunque para ello le fuera preciso salvar una instintiva repugnancia haciaaquella mujer de maneras serviles y untuosas, alta, delgada, huesuda y cotilla, con una sugestinconfusamente equina rondndole el rostro.

    En el vecindario corran toda suerte de rumores acerca de ella. Unos afirmaban con misterio quesu dudoso pasado era una carga de la que ya nunca podra desprenderse; otros, que ese pasado no erapasado ni era dudoso, pues nadie ignoraba la asiduidad con que frecuentaba no slo al portero deledificio vecino, sino tambin al charcutero del barrio; todos coincidan en sealar que la verdaderavctima de su pintoresco talante era el marido, un hombre de menor estatura que ella, blando,grasiento y sudoroso, al que la portera trataba con una condescendencia y un desprecio ilimitados,pese a que, para muchos, haba sido su autntico redentor. Los mejor informados (o tal vez los msmaliciosos) aseguraban que, aunque el atuendo habitual del portero -unos pantalones caducos y unacamiseta de albail- y su aire de permanente agotamiento o hasto indicasen lo contrario, era incapazde cumplir con los deberes conyugales, cosa que aumentaba hasta extremos de violencia el malestarde su mujer. Pese a ignorar estos rumores como ignoraba todo cuanto concerna a sus vecinos, lvarono poda ocultarse que un hecho acortaba el camino hacia la intimidad de la portera: era evidente quel la atraa. Slo as caba interpretar las miradas y los roces que, para embarazo, sorpresa y vergenzade lvaro, haba provocado, en ms de una ocasin, cuando coincidan en el ascensor o en la escalera.No pocas veces le haba invitado a tomar caf en su casa por la maana, cuando el marido, cuya febovina en la fidelidad de su mujer era una garanta de estabilidad para el vecindario, se encontraba enel trabajo. Lejos de halagarlo, esas notorias insinuaciones haban aumentado la repulsin que ella le

  • inspiraba. Ahora, sin embargo, deba aprovecharlas.As que al da siguiente, una vez se hubo asegurado de que el portero haba acudido a su trabajo,

    toc el timbre de la portera. En ese instante record que ni siquiera haba preparado una excusa quejustificase su visita. Estuvo a punto de salir corriendo escaleras arriba, pero entonces la yegua abri lapuerta. Sonri con una boca de dientes disciplinados y le tendi una mano, pese a su delgadez,extraamente viscosa.

    Estaba fra y algo hmeda. lvaro pens que tena un sapo en la mano.Le hizo pasar. Se sentaron en el sof del comedor. La portera pareca nerviosa y excitada; retir

    un florero y una figurita de la mesa que estaba junto al sof y ofreci caf al visitante. Mientras lamujer andaba en la cocina, lvaro se dijo que estaba cometiendo una locura; tomara el caf yvolvera a casa.

    La portera regres con dos tazas de caf. Se sent en un lugar ms prximo a lvaro.Hablaba sin parar, ella misma se responda sus propias preguntas. En un momento, pos como al

    descuido una mano sobre el muslo izquierdo de lvaro, que fingi no advertirlo y acab de vaciar sutaza. Se levant bruscamente del sof y farfull alguna excusa; despus le agradeci el caf a laportera.

    - Gracias por todo de nuevo -dijo, ya en la puerta.Y despus crey mentir cuando agreg:- Ya volver otro da.Al llegar a casa se sinti aliviado, pero enseguida el alivio se convirti en desasosiego.La desmesurada repugnancia que la mujer le produca no era motivo suficiente, se dijo, para

    poner ahora en peligro un proyecto tan larga y trabajosamente elaborado. La informacin que podaobtener de la portera tena un valor muy superior al precio que debera pagar con el sacrificio de susestpidos escrpulos. Adems -concluy, para infundirse valor-, las diferencias que, en todos losrdenes, separan a una mujer de otra son meramente adjetivas.

    A la maana siguiente volvi a la portera.Esta vez no hubo necesidad de trmites. Resignado, lvaro cumpli con fingido entusiasmo su

    cometido en un camastro enorme y vetusto, con un cabezal de madera del que penda un crucifijo que,en plena euforia adltera y por efecto de las sacudidas propias de tales menesteres, se desprendi de laalcayata que lo sostena y cay sobre la cabeza de lvaro, que se abstuvo de hacer comentario algunoy prefiri no pensar nada.

    Ahora la habitacin estaba en penumbra; slo unas lneas de luz amarillenta atigraban el suelo, elcamastro, las paredes. El humo de los cigarrillos se espesaba al flotar en las rayas de luz. lvaro hablde los vecinos del edificio; dijo que quien ms lo intrigaba era el seor Montero. La portera, sumidaen la modorra de la saciedad, pareca ajena a las palabras de lvaro, quien ya abiertamente admitique, por curiosidad, le gustara saber de la vida del seor Montero. La portera explic (su voz cobrabapor momentos un dejo agradable al odo de lvaro) que el anciano haba perdido a su mujer hacaunos aos y que entonces se haba trasladado al piso que ahora ocupaba. No lo saba con seguridad,pero maliciaba que rondara los ochenta aos. Haba participado en la guerra civil y, una vez acabada,permaneci en el ejrcito, aunque nunca ascendi ms all de empleos subalternos. La nuevanormativa militar lo haba alcanzado de lleno y tuvo que jubilarse prematuramente. Por eso odiaba alos polticos con un odio sin fisuras. Hasta donde ella saba, no reciba visitas; ignoraba si tenafamiliares, aunque de cuando en cuando reciba cartas de una mujer con matasellos de un passudamericano. Su nica pasin confesada era el ajedrez; segn l mismo aseguraba sin empacho, eraun jugador excelente. Haba participado en la fundacin de un club cuya sede quedaba muy lejos dedonde ahora viva, y eso le haba obligado a espaciar sus partidas, porque a su edad ya no estaba paragrandes alegras. Este hecho haba contribuido a agriar an ms su carcter. No era imposible que slo

  • se tratase con ella, que suba a diario a su casa para encargarse de la limpieza, de prepararle algo decomida y de otras cuestiones domsticas. Pero nunca haba intimado con l -cosa que adems tampocole interesaba- ms all de la confianza que se deduca del conocimiento de esos pormenoressuperficiales. Reconoci que a ella la trataba con cierta deferencia, pero no ignoraba que era spero ydesconfiado con el resto de los vecinos.

    - Imagnate -prosigui la portera, cuya brusca transicin del usted al t instal entre ellosuna intimidad verbal que, por algn motivo, a lvaro le resultaba ms molesta que la fsica-. Cobrocada semana del dinero que guarda en una caja fuerte escondida detrs de un cuadro. Dice que noconfa en los bancos. Al principio no saba de dnde sacaba el dinero, pero como est muy orgullosode la caja, acab por ensermela.

    lvaro pregunt si crea que guardaba mucho dinero dentro.- No creo que la pensin del retiro d para mucho.Contra la blancura perfecta de las sbanas, la piel de la portera pareca translcida.Su vista estaba clavada en el cielorraso y hablaba con un sosiego que lvaro no le conoca;

    apenas se adivinaba en su sien el rbol de las venas. Se volvi hacia l, apoy su mejilla en laalmohada (sus ojos eran de un azul enfermo) y lo bes. Sacando fuerzas de flaqueza, como un corredorde fondo que, a punto de llegar a la meta, siente que sus piernas flaquean y, sobreponindose, realizaun ltimo esfuerzo desmedido, lvaro cumpli.

    La mujer hundi en la almohada su rostro saciado. lvaro encendi un cigarrillo.Estaba agotado, pero enseguida empez a hablar de sus vecinos de rellano. Dijo que senta

    curiosidad por ellos: era casi un delito que despus de dos aos de vida en ese edificio apenas losconociera de vista. La mujer se dio la vuelta, encendi un cigarrillo, declar los nombres de susvecinos y habl de las dos mujeres que haban tenido que abandonar el edificio tiempo atrs por nopagar el alquiler. Narr ancdotas que crea divertidas, pero que slo eran grotescas. lvaro pens:On veut bien tre mchant, mais on ne veut pas tre ridicule. Se sinti satisfecho de haber recordadouna cita tan adecuada para la ocasin. Estas satisfacciones nimias lo colmaban de gozo, porque creaque toda vida es reductible a un nmero indeterminado de citas. Toda vida es un centn, pensaba. Y deinmediato pensaba: pero quin se encargar de la edicin crtica?

    Una sonrisa de beatfica idiotez le iluminaba el rostro mientras la portera prosegua su charla.Habl del matrimonio Casares, que viva en el segundo C. Una pareja de inmigrantes jvenes deaspecto moderadamente feliz, con un trato moderado y amable, con una economa moderadamentesaneada. Tenan dos hijos. lvaro intuy que eran de ese tipo de personas cuya normalidad inasequibleal chisme exaspera a las porteras. Asegur que los recordaba y conmin a la mujer a que le hablara deellos. La portera explic que el marido -No pasar de los treinta y cinco- trabajaba en la Seat, en elturno de tarde, de modo que empezaba sobre las cuatro y acababa a medianoche. La mujer se ocupa dela casa y de los nios. La portera les reprocha (habla de todos los vecinos como si fuera parte decisivaen sus vidas) que den a sus hijos una educacin que est por encima de sus posibilidades econmicas ydel nivel social que les corresponde. Quizs el hecho de vivir en la parte alta de la ciudad les obliga aesos dispendios sin duda excesivos para su economa. lvaro se dice que la voz de la portera estinfectada de ese rencor que la gente dichosa inspira a los resentidos y a los mediocres.

    lvaro se levanta con brusquedad, se viste sin decir palabra. La portera se cubre el cuerpodesnudo con una bata; le pregunta si volver al da siguiente. Mientras se ajusta el nudo de la corbatafrente al espejo, lvaro responde que no. Acecha por la mirilla de la puerta y comprueba que el portalest vaco. La portera le pregunta si volver otro da. lvaro responde que quin sabe. Sale.

    Aguard la llegada del ascensor. Cuando abra la puerta para entrar, observ que la seoraCasares, cargada de paquetes que arrastraba junto al carrito de la compra, forcejeaba con la cerradurade la entrada. Se apresur a ayudarla. Le abri la puerta y recogi varios paquetes del suelo.

  • - Muchas gracias, lvaro, te lo agradezco -dijo la seora Casares, casi rindose de la situacin enque se vea.

    Menos que incomodarlo, a lvaro le halag el tuteo, aunque no pudo por menos de extraarse,puesto que era la primera vez que se dirigan la palabra. Cuando llegaron al ascensor, ste haba huidode nuevo hacia arriba. La seora Casares brome acerca de su condicin de ama de casa; lvarobrome acerca de su condicin de amo de casa. Rieron.

    Irene Casares es menuda, de estatura media, viste con pulcritud y aseo; sus maneras parecenestudiadas, pero no resultan postizas, quiz porque en ella la naturalidad es una suerte de delicadadisciplina. Los rasgos de su rostro aparecen extraamente atenuados, como suavizados por la dulzuraque emanan sus gestos, sus labios, sus palabras. Sus ojos son claros; su belleza, humilde. Pero hay enella una elegancia y una dignidad que apenas esconde su apariencia de algn modo vulgar.

    lvaro se mostr simptico. Pregunt y obtuvo respuestas. En el descansillo de la escalerapermanecieron todava un rato charlando. lvaro lament la impersonalidad de las relaciones quemantena con el vecindario; hizo una fervorosa defensa de la vida de barrio, a la que l reconocihaberse sustrado por desgracia desde siempre; para ganarse la complicidad de la mujer, bromemaliciosamente acerca de la portera. La seora Casares aleg que an tena que preparar la comida yse despidieron.

    lvaro se duch, prepar la comida, comi. A partir de las tres, acech desde la mirilla de supuerta la salida del seor Casares hacia el trabajo. Poco despus, Enrique Casares sali de casa. lvarosali de casa. Se encontraron esperando el ascensor. Se saludaron. lvaro inici la conversacin: ledijo que esa misma maana haba estado charlando con su mujer; lament la impersonalidad de lasrelaciones que mantena con el vecindario e hizo una fervorosa defensa de la vida de barrio, a la que lreconoci haberse sustrado por desgracia desde siempre; para ganarse su complicidad, bromemaliciosamente acerca de la portera. El seor Casares sonri con sobriedad. lvaro advirti queestaba ms gordo de lo que una primera ojeada indicaba y que eso confera a su aspecto un aire afable.Le pregunt cmo se desplazaba hasta la fbrica.

    En autobs, respondi Casares. lvaro se ofreci a acompaarlo en su coche;Casares lo rechaz. lvaro insisti; Casares acab aceptando.Durante el trayecto la conversacin fluy con facilidad entre ellos. lvaro explic que trabajaba

    como asesor jurdico en una gestora y que, igual que a l, su trabajo slo le ocupaba las tardes. Conuna profusin de gestos que delataba una vitalidad exuberante aunque tal vez tambin un pocoquebradiza, Casares relat en qu consista su trabajo en la fbrica y, no sin algn orgullo, exhibiciertos conocimientos automovilsticos a los que tena acceso gracias a la relativa responsabilidad delcargo que desempeaba. Al llegar a la Seat, Casares le agradeci la molestia que se haba tomado alacompaarlo.

    Despus se alej, camino de la gran nave metlica, por el aparcamiento sembrado de coches.Esa noche, lvaro so que caminaba por un prado verde con caballos blancos. Iba al encuentro

    de alguien o algo, y se senta flotar sobre hierba fresca. Ascenda por la suave pendiente de una colinasin rboles ni matorrales ni pjaros. En la cima apareci una puerta blanca con el pomo de oro. Abrila puerta y, pese a que saba que del otro lado acechaba lo que estaba buscando, algo o alguien leindujo a darse la vuelta, a permanecer de pie sobre la cima verde de la colina, vuelto hacia el prado, lamano izquierda sobre el pomo de oro, la puerta blanca entreabierta.

  • 4En los das que siguieron su trabajo empez a dar los primeros frutos. La novela avanzaba con

    seguridad, aunque se desviaba en parte del esquema prefijado en los borradores y en el diseo previo.Pero lvaro permita que fluyera sin trabas en ese inestable y difcil equilibrio entre el tirninstantneo que determinadas situaciones y personajes imponen y el rigor necesario del plan generalque estructura una obra. Por lo dems, si la presencia de modelos reales para sus personajes facilitabapor una parte su trabajo y le provea de un punto de apoyo sobre el que su imaginacin poda reposar otomar nuevo impulso, por otra introduca nuevas variables que deban necesariamente alterar el cursodel relato. Los dos pilares estilsticos sobre los que levantaba su obra permanecan, sin embargo,intactos, y eso era lo esencial para lvaro. De un lado, la pasin descriptiva, que ofrece la posibilidadde construir un duplicado ficticio de la realidad, apropindosela; adems, consideraba que, mientras elgoce esttico que los sentimientos procuran es slo una emocin plebeya, lo genuinamente artstico esel placer impersonal de las descripciones. De otro lado, era preciso narrar los hechos en el mismo tononeutro que dominaba los pasajes descriptivos, como quien refiere acontecimientos que no alcanza aentender del todo o como si la relacin entre el narrador y sus personajes fuese de orden similar a laque el narrador mantiene con sus instrumentos de aseo. lvaro sola felicitarse a menudo por suinamovible conviccin en la validez de estos principios.

    Comprob tambin la eficacia de su puesto de escucha en el bao. Pese a que en ocasiones semezclaban las conversaciones de los vecinos, que le llegaban con claridad desde el ventanuco abocadoal patio de luces, no era difcil distinguir las del matrimonio Casares, no slo porque por las maanaslos otros apartamentos permanecan sumidos en un silencio apenas alterado por el entrechocar de lascacerolas y el tintineo de los vasos, sino porque -segn no tard en observar- el ventanuco de losCasares estaba ubicado justo al lado del suyo, con lo que las voces se oan con toda nitidez.

    lvaro se sentaba en la taza del vter y escuchaba conteniendo la respiracin.Confundidos en el hormigueo matinal del edificio, los oa levantarse, despertar a los nios,

    arreglarse y asearse en el lavabo, preparar el desayuno, desayunar. Ms tarde el hombre acompaaba alos nios hasta el colegio y regresaba al cabo de un rato.

    Entonces los dos arreglaban la casa, realizaban las labores domsticas, bromeaban, iban a lacompra, preparaban la comida. En el silencio de las noches, oa las risas gozosas de ella, lasconversaciones susurradas en la quieta penumbra del cuarto; despus, las respiraciones agitadas, losgemidos, el rtmico crujir de la cama y enseguida el silencio. Una maana los oy ducharse juntosentre risas; otra, el seor Casares atac, en plenas labores domsticas, a la seora Casares, quien, pesea protestar dbilmente al principio, se rindi de inmediato sin ofrecer mayor resistencia.

    lvaro escuchaba atento. Le impacientaba que todas esas conversaciones carecieran de utilidadalguna para l. Haba adquirido varios casetes vrgenes para poder grabar, conectando el aparato alenchufe del lavabo, todo lo que llegase del ventanuco vecino.

    Pero para qu grabar todo ese material intil? Apenas una parte mnima poda utilizarse en lanovela. Y era una lstima. lvaro se sorprendi -no sin perplejidad al principio- lamentando que no seprodujeran desavenencias entre el matrimonio vecino. Cualquier pareja pasa de vez en cuando porpocas difciles y no le pareca mucho pedir que tambin ellos se atuviesen a esa norma. Ahora quehaba encarrilado el libro, ahora que los nudos de la trama estaban empezando a atarse con firmeza,era cuando ms necesitaba un punto de apoyo real que lo espoleara para llevar con mano firme elargumento hasta el desenlace. La crispacin de unas pocas discusiones, suscitadas por algn menudoacontecimiento domstico o conyugal, bastaba para simplificar extraordinariamente su tarea, paraayudarle a proseguir sin sobresaltos con ella. Por eso le exasperaban hasta el paroxismo las risas y los

  • susurros que le llegaban desde el ventanuco vecino. Al parecer, los Casares no estaban dispuestos ahacer concesin alguna. ' Otro da volvi a espiar la salida hacia el trabajo de Enrique Casares. Seencontraron de nuevo en el ascensor. Charlaron, y lvaro se ofreci a acompaarlo hasta la fbrica. Elcalor pegajoso de las cuatro de la tarde no les impidi continuar la conversacin entre las protestasabstractas de los clxones y la parda humareda que despedan los tubos de escape. Hablaron depoltica. Con una acidez de la que lvaro le crea incapaz en medio de su amable obesidad, Casarescritic al gobierno. Confes haberlo votado en las anteriores elecciones, pero ahora se arrepenta.lvaro pens que la vitalidad de su vecino se haba convertido en un rencor casi nervioso. Casares dijoque era increble que un gobierno de izquierdas cometiese las canalladas que estaba cometiendo ste,y precisamente contra los que lo haban votado, contra los trabajadores. lvaro asenta, atento a suspalabras. Hubo un silencio.

    El coche se detuvo en el prking de la fbrica. Casares no se ape de inmediato y lvarocomprendi que quera aadir algo. Estrujndose con nerviosismo las manos, Casares le pregunt sitendra inconveniente en que, puesto que era jurista y vecino suyo, le consultase acerca de unproblema personal que le preocupaba. lvaro afirm que estara encantado de poder ayudarle.Quedaron citados para el da siguiente. Con cierto alivio, con agradecimiento, Enrique Casares sedespidi de l, que lo vio alejarse por la explanada bajo el sol quemante de la tarde.

    A las doce de la maana del da siguiente, Casares se present en casa de lvaro. Se sentaron enel tresillo del comedor. lvaro le pregunt si quera tomar algo; Casares declin la invitacin conamabilidad. Para suavizar la tensin que su vecino traa pintada en el rostro, lvaro habl de la felizproximidad de las vacaciones de verano.

    Casares casi lo interrumpi; ahora no ocultaba su embarazo.- Es mejor que vayamos al grano. Te voy a ser franco -lvaro se dijo que, pese a que l

    continuaba tratando de usted al matrimonio, ellos haban adoptado ya definitivamente el t. Estehecho no lo incomodaba-. Si recurro a esto es porque me veo en un apuro y porque creo que puedofiarme de ti. La verdad es que no lo hara si no me inspirases confianza.

    Casares lo miraba a los ojos con franqueza. lvaro carraspe, dispuesto a prestarle toda suatencin. / Enrique Casares explic que su empresa haba iniciado un proceso de regulacin deempleo. Esta reestructuracin de la plantilla le afectaba de lleno: estaban tramitando ya su carta dedespido. Como habra ledo en los peridicos, los trabajadores haban ido a la huelga; el sindicatohaba roto con la empresa y con el ministerio. Para la mayora de los trabajadores afectados por esasmedidas, la situacin era desesperada. Su caso, sin embargo, era distinto. Casares detall lospormenores que singularizaban su situacin. Dijo que ignoraba si era posible recurrir su carta dedespido con ciertas garantas de xito y que, para no perderse en una selva de decretos y leyes que noconoca, necesitaba la ayuda de un abogado. Agreg:

    - Por supuesto, pagar lo que haya que pagar.lvaro permaneci silencioso en su silln, sin un gesto de asentimiento o rechazo. Su visitante

    pareca haberse librado del peso de un fardo agobiante. Le dijo que ahora s aceptaba la cerveza queantes le haba ofrecido. lvaro fue a la cocina, abri dos cervezas; bebieron juntos. Ms relajado,Casares dijo que no saba exagerar la importancia de esa cuestin, porque el sueldo que ganaba en lafbrica constitua el nico sustento de su familia. Le rog que no comentara el asunto con nadie; lohaba mantenido en secreto para no preocupar sin necesidad a su mujer. lvaro prometi examinar sucaso con toda atencin y asegur que le comunicara de inmediato cualquier resultado concreto queobtuviese. Se despidieron.

  • 5Durante algn tiempo, la redaccin de la novela se detuvo. lvaro consagr sus mejores

    esfuerzos a estudiar el caso de Enrique Casares. Consigui toda la informacin precisa, la examincon cuidado, la estudi, la revis varias veces, cotej el caso con otros anlogos. Lleg a la conclusinde que, en efecto, era posible recurrir, con notables garantas de xito, la carta de despido. En el peorde los casos, la indemnizacin que la empresa debera abonar si el despido se consumaba casiduplicara la exigua cantidad de dinero que ahora se le asignaba a su vecino.

    Aclarada la situacin, reflexion con cautela. Consider dos opciones: a) Si recurra la carta, eramuy posible que Casares lograra conservar su trabajo o, al menos, que fuera mucho menor el dao quese le hara -en la hiptesis de que la empresa optara por acogerse a un apartado de la ley en el que seespecificaba que no tena obligacin de readmitir en su puesto de trabajo al trabajador despedido-. Eneste caso -continuaba lvaro-, me habr ganado la gratitud de Casares, pero tambin habr perdidotiempo y dinero, pues no tengo intencin de caer en la bajeza de cobrarle honorarios. b) Si dejaba quelos hechos siguieran su curso natural, sin intervenir en ellos, se ganara tambin la amistad y elaprecio de su vecino, dado que ste habra comprendido y estimado toda la desinteresada atencin quehaba dedicado a su problema; adems, lvaro no le cobrara un cntimo por todo el tiempogenerosamente empleado en l. Por otra parte, era seguro que el hecho de perder el trabajo -su nicafuente de ingresos- repercutira en las relaciones entre el matrimonio, que se deterioraran de talforma que caba la posibilidad de que l, lvaro, pudiera acechar, desde su puesto de vigilancia en elventanuco, las vicisitudes de ese proceso de deterioro, y sin duda podra aprovecharlas para su novela.Esto facilitara extraordinariamente su trabajo, porque gozara de la posibilidad, durante tanto tiempoacariciada, de obtener del matrimonio material para proseguir y culminar la ejecucin de su obra.

    Concert una cita con Casares. Le explic los pasos que haba dado, sus pesquisas en elministerio y el sindicato, ilustr su situacin con ejemplos anlogos, le aclar algunos pormenoresjurdicos, aadi datos que la fbrica le haba facilitado; por ltimo, invent entrevistas y minti confrialdad. Concluy:

    - No creo que haya una sola posibilidad de que se acepte el recurso.La expresin del rostro de Enrique Casares haba pasado de la expectacin al desconsuelo. Se

    afloj el nudo de la corbata; tena las manos entrelazadas y los codos apoyados en las rodillas;respiraba con dificultad. Tras un silencio en el que a Casares se le irritaron los ojos, lvaro le ofrecitodo su apoyo y, aunque la suya fuera slo una relacin muy reciente, toda su amistad en tan penosotrance. Le dijo que era preciso, ahora ms que nunca, mantener la serenidad, que el temple de unhombre se mide en ocasiones como sa, que de nada serva desesperarse. Tambin asegur que todotiene remedio en la vida.

    Casares miraba por la ventana del comedor. Una paloma se pos en el alfizar.lvaro advirti que su vecino estaba aturdido. ste se levant y se dirigi a la puerta lamentando

    todas las molestias que le haba ocasionado y agradecindole todas las que se haba tomado. lvarorechaz con modestia sus palabras y dijo que no faltaba ms, para eso estn los amigos. Ya en lapuerta, apoy una mano amistosa en su hombro y le reiter su apoyo. Casares se retir cabizbajo.

    De inmediato, lvaro llev al lavabo una silla, una mesita y un magnetfono; lo coloc encimade la mesita, en la que tambin haba una libreta y una pluma. Se sent en la silla. Siempre queiniciaba una sesin de escucha, el edificio era un hormiguero de ruiditos indistintos; el odo debahabituarse a ese murmullo para poder distinguir entre ellos. Ahora oa con claridad las voces delmatrimonio vecino. l le explicaba la situacin a ella; dijo que ya no tena solucin, que debanconformarse. En alguna parte, el rugido de una cisterna interrumpi el dilogo. lvaro detuvo el

  • casete y farfull un taco. Restituido el silencio, conect de nuevo el aparato y oy cmo la mujertranquilizaba al hombre, lo reconfortaba cariosamente. Dijo: Todo tiene remedio en la vida. lmurmur que con esas mismas palabras lo haba consolado lvaro. La mujer pregunt qu tena quever lvaro con todo eso. l confes que haba consultado con el vecino porque saba que era abogado,le haba rogado que lo ayudase. La mujer no se lo reproch; dijo que lvaro le inspiraba confianza. Elhombre elogi su generosidad, el sincero inters que en l haba despertado su caso, todos losquebraderos de cabeza que le haba ocasionado. Adems, no le haba cobrado un cntimo por sutrabajo. Del piso de al lado surgi una vaharada de msica: la periodista de rostro granuladoescuchaba a Bruce Springsteen a todo volumen.

    lvaro no se irrit. De momento, se daba por satisfecho. Pens que aprovechara ntegramentepara su novela el dilogo que acababa de grabar. Modificados ciertos detalles, mejorados otros, laconversacin resultara de un vigor y una vivacidad extraordinarios, con sus elocuentes silencios, suspausas, sus vacilaciones. Espoleado por este xito inicial, consider la posibilidad de instalar en elbao un dispositivo permanente de grabacin que retuviese las conversaciones del apartamentovecino, sobre todo teniendo en cuenta que, a partir de la semana siguiente, se desarrollaran tambindurante el tiempo en que l estuviera ausente.

    Al otro da reanud la redaccin de la novela. Hilvanaba la trama sin dificultad por el lado delmatrimonio; los hechos se dejaban ahora escribir con fluidez. Por el lado del anciano, en cambio, nohaba demasiadas razones para ser optimista. A diferencia de lo que ocurra con la joven pareja,lvaro estaba desprovisto aqu de puntos de apoyo o referencia a partir de los que proseguir lahistoria; sin ellos, su imaginacin se suma en una vacilante cinaga de imprecisin: tanto el personajecomo las acciones que llevaba a cabo carecan de la solidez de lo real. Era urgente, por tanto, entrar encontacto con el anciano cuanto antes; esto allanara las dificultades que por ese lado planteaba lanovela. Pero el problema radicaba en cmo entablar amistad con l. Porque si era cierto que casi adiario coincidan en el supermercado, no lo era menos que apenas cruzaban un lacnico saludo: suaspereza no dejaba un resquicio a la amabilidad.

    Son el timbre. La yegua apareci en la puerta. lvaro dijo que estaba muy ocupado.La portera relinch, y l no pudo evitar que pasara al comedor.- Haca tiempo que no nos veamos -dijo ella como si suspirara. Esboz una mueca que quiz

    quera ser una sonrisa de pcaro o carioso reproche-. Me tienes un poco abandonada, no?lvaro asinti resignado. La mujer inquin con voz dulzona: -Cmo te van las cosas?- Mal -replic lvaro con dureza.La portera haba dejado de prestarle atencin y paseaba una mirada distrada por la estancia.

    Continu maquinalmente: -Y eso?- Huele a caballo -grazn lvaro.Permaneca de pie, inquieto; descansaba alternativamente el peso de su cuerpo sobre una pierna y

    sobre la otra. Como si no hubiera odo la incongruente respuesta de lvaro, la portera, que parecaregresar de las simas de una menuda reflexin domstica, prosigui con aire de sorpresa:

    - Oye, pero tu piso est hecho un autntico desastre. A m me parece que lo que aqu esthaciendo falta es una mujer. -Hizo una pausa y agreg enseguida, solcita-: Quieres que te eche unamano?

    - Nada me desagradara ms, seora -replic lvaro, como accionado por un resorte, en un tonoque mezclaba en dosis idnticas la amabilidad postiza y excesiva, el mero insulto y tal vez incluso elmiedo cerval al posible doble sentido que la frase pudiera albergar.

    La mujer lo mir extraada: -Te pasa algo?- S.- Pues no seas as, hombre, dmelo -rog, con ademn no indigno de Florence Nightingale. -

  • Estoy hasta los mismsimos huevos de usted! -grit.La portera lo mir primero con sorpresa; luego, con una vaga indignacin equina.- No me parece que merezca este trato -dijo-. Slo he intentado ser amable contigo y ayudarte en

    lo que me fuera posible. Si no queras volver a verme, no tenas ms que habrmelo dicho.Se dirigi a la salida. Empuando con la mano izquierda el pomo de la puerta entreabierta, se

    volvi y dijo casi en tono de splica: -Seguro que no quieres nada?Haciendo acopio de paciencia, lvaro reprimi un insulto y susurr:- Seguro.La portera cerr la puerta con estrpito.lvaro qued de pie en el centro del comedor; le temblaba la pierna izquierda.Regres agitado a su mesa de trabajo. Respir hondo varias veces y se repuso con rapidez del

    sobresalto. Entonces record que, en su segundo encuentro, la portera le haba hablado de la aficin alajedrez del viejo Montero. lvaro se dijo que era preciso atacar por ese flanco. Jams se habainteresado por el ajedrez y apenas conoca sus reglas, pero esa misma maana se acerc a la librerams prxima y adquiri un par de manuales. Durante varios das los estudi con fervor, lo que leoblig a posponer de nuevo la redaccin de la novela. Despus se sumergi en libros msespecializados.

    Adquiri cierto dominio terico del juego, pero le faltaba prctica. Concert citas con amigoscuya relacin haba abandonado tiempo atrs. Ellos aceptaron de buen grado, porque el ajedrez no lespareci ms que una excusa para reanudar una amistad interrumpida sin motivo alguno.

    lvaro llegaba a las citas acompaado de una maleta que contena apuntes, libros anotados, foliosen blanco, lapiceros y plumas. Pese a los esfuerzos de sus amigos, apenas se conversaba o bebadurante las partidas; tampoco podan escuchar msica, porque lvaro aseguraba que influanegativamente en su grado de concentracin.

    Unas breves palabras que eran tambin un saludo precedan sin ms prolegmenos al inicio de lapartida. Al acabar, lvaro pretextaba alguna urgencia y se despeda de inmediato.

    Cuando comprob con satisfaccin que casi haba anulado la escasa resistencia que suscontrincantes saban oponerle, prescindi de ellos y, para acabar de perfeccionar su juego, compr unordenador contra el que jugaba largas partidas obsesivas que lo desvelaban en las altas horas de lamadrugada. En esa poca, dorma poco y mal, y se levantaba muy de maana para reanudarfebrilmente el juego abandonado la noche anterior.

  • 6El da en que consider que estaba preparado para enfrentarse al viejo, se levant, como siempre,

    a las ocho en punto. Tom una ducha de agua helada y baj al supermercado, pero el viejo no apareci.Merode un rato por la frutera, observ las naranjas, las peras, los limones amontonados en cestas demimbre. Le pregunt a la frutera cundo llegaran ese ao las fresas. Entonces vio al viejo. Mientras ala frutera le mora la respuesta a la orilla de los labios, lvaro se precipit tras su vecino, que sediriga ya hacia la caja registradora. Al salir del establecimiento, le abri la puerta, le cedi el paso. Sepeg a su lado mientras caminaban de vuelta a casa. Habl del tiempo, de lo sucia que estaba laescalera, de la cantidad de vendedores a domicilio que acosaban el edificio; para buscar sucomplicidad, brome maliciosamente acerca de la portera. El anciano lo mir con ojos de cristal fro yelogi a la portera, que lo auxiliaba en sus labores domsticas; adems, l siempre haba opinado quesu escalera era una de las ms pulcras del vecindario. Al llegar al portal, lvaro cambi deconversacin. Habl del ordenador que se haba comprado; lo utilizaba principalmente para jugar alajedrez.

    - Ya s que no est bien que lo diga, pero la verdad es que soy un jugador ms que mediano -dijolvaro, fingiendo una petulancia empalagosa.

    El rostro del viejo esboz una sonrisa dura. -No me diga! -replic con sorna.lvaro refiri brevemente, con el lenguaje ms tcnico y preciso que encontr, algunas de sus

    victorias, propuso ciertas variantes que en su momento no haba utilizado y asegur que su ordenadorposea hasta siete niveles de juego y que slo a partir del quinto empezaba a oponerle algn indicio deresistencia. Menos sorprendido que irritado por la vanidad de su vecino, el anciano declar que ltambin jugaba al ajedrez. lvaro manifest su entusiasmo. Concertaron una cita para el da siguienteen casa del viejo Montero.

    Al cerrar la puerta de casa, lvaro se sinti a un tiempo satisfecho y preocupado.Satisfecho porque haba conseguido por fin su objetivo de entrar en casa del anciano y de contar

    al menos con la posibilidad de intimar con l; preocupado porque tal vez haba ido demasiado lejos,quiz se haba mostrado demasiado seguro de s mismo, haba galleado en exceso y eso poda poner enpeligro toda la operacin, puesto que si, como no era aventurado prever, el viejo Montero exhiba unjuego mucho ms brillante que el suyo y acababa con l fcilmente, todo quedara en una mera bravatade fanfarrn de barrio, y no slo se echara a perder la ingente cantidad de tiempo que haba invertidoen el estudio del juego, sino que prcticamente se desvanecera toda opcin de entablar cualquier tipode relacin con el anciano, con lo que incluso pondra en peligro la posibilidad de acabar su novela.

    Angustiado por el miedo al fracaso, se puso a repasar aperturas que saba de memoria. Entoncesllamaron a la puerta. Como sospech que se trataba de la portera, ni siquiera se levant de su butaca.Diez minutos despus segua sonando el timbre.

    Abri colrico la puerta sin antes atisbar por la mirilla. -Hola! -dijo la periodista de caragranulada-. Mira, perdona que te moleste, pero es que estaba preparndome algo de comer cuando degolpe veo que me he quedado sin patatas y, como es tan tarde, seguro que el supermercado estcerrado. As que me he dicho: Seguro que lvaro me puede dejar unas cuantas. Es tan previsor!.

    lvaro permaneci sumido en un silencio impaciente. Not que le dola el estmago.La angustia siempre se le agarraba al estmago.- lvaro! -requiri de nuevo la periodista-. Tienes un par de patatas?- No. -Y aceite?- Tampoco.- Bueno, pues entonces dame un poco de sal.

  • La periodista se col en el comedor. lvaro regres de la cocina con una bolsita llena de sal, se laofreci sin entregrsela y se dirigi hacia la entrada. Con una mano en el pomo de la puertaentreabierta, mir a la muchacha, que permaneca en el centro del comedor con el aire de quien visitaunas ruinas romanas. Por un momento le pareci mucho ms joven de lo que haba credo hastaentonces; pese a sus maneras decididas y a su postizo aire adulto, era apenas una adolescente. Dednde haba sacado l la idea de que era periodista? En ese caso, seguro que estaba estudiando todavala carrera, porque a duras penas sobrepasara los veinte aos. On veut bien tre mcbant, mais on neveut pas tre ridicule. Ridiculizarla sera un antdoto eficaz contra la impertinencia de sus visitas.

    - Oye -dijo con voz irnica-, t has crecido una barbaridad ltimamente, no?La muchacha emiti un suspiro y sonri con resignacin.- En cambio para ti no pasa el tiempo.lvaro no pudo evitar ruborizarse. Ella le ayud a acabar de abrir la puerta y se despidi lvaro

    qued con la puerta entornada, la mano izquierda en el pomo y en la derecha la bolsa de sal. Cerr lapuerta con estrpito y se sinti absolutamente grotesco con la bolsa de sal en la mano. Se peg conella en la cabeza; despus la arroj a la taza del vter y puls el botn de la cisterna. Al sentarse denuevo a su mesa de trabajo, bruscamente repar en la coincidencia de que tanto la portera como l, enla cima del ridculo de sus dos fenomenales actuaciones ms recientes, empuaran con la manoizquierda el pomo y mantuvieran semicerrada la puerta de la calle. Con un hilo de fro en la espalda,evoc el sueo de la colina verde con la puerta blanca del pomo de oro, y sonri por dentro y decidique todas esas simetras deban ser aprovechadas para una novela futura.

    Son de nuevo el timbre. Esta vez acudi con sigilo hasta la puerta y, conteniendo la respiracin,acech el exterior por la mirilla. Irene Casares cargaba fuera con el carrito de la compra. Frente alespejo del recibidor lvaro se atus el pelo catico y se compuso el lazo de la corbata.

    Abri la puerta y se saludaron con simpata. Pese a las protestas de ella, que deca no quererimportunarlo y aseguraba que an tena pendiente la comida, la hizo pasar al saln. Se sentaron frentea frente. Tras una pausa expectante, la mujer declar que vena a agradecerle todo lo que haba hechopor su marido; la haba informado de su comportamiento y slo tena palabras de agradecimiento paral; dijo que no saba cmo podra pagarle (lvaro hizo un vago gesto de magnanimidad con la mano,como indicando que ni siquiera le haba pasado por la cabeza tal eventualidad) y que contase con suamistad para todo. l repar entonces en la suave serenidad de la mujer: sus ojos eran claros y azules,su voz limpia, y de todo su cuerpo emanaba una frescura que apenas se acordaba con sus ropas deprincesa pobre.

    lvaro agradeci su visita y sus palabras, rest importancia a su actuacin, certificenrgicamente que cualquier otra persona hubiera actuado del mismo modo de haberse encontrado ensu lugar. Le ofreci un cigarrillo que ella rechaz con amabilidad; l encendi uno. Hablaron de lospeligros de fumar, de las campaas contra el tabaco. l asegur haber intentado varias veces, con losresultados que tena delante, abandonar el vicio; ella declar haberlo superado cinco aos atrs y, conla desaforada pasin del converso, enumer una a una las ventajas indudables que tal triunfocomportaba. Despus aleg que sus deberes de ama de casa le impedan permanecer por ms tiempoen su compaa. Ya de pie en el comedor, lvaro dijo que su trabajo le permita estar al corriente de lasituacin del mercado laboral y que no dudara en hacer uso de su influencia, por escasa que fuese,para que su marido obtuviera un empleo. Ella lo mir a los ojos con desolada franqueza y murmurque no poda imaginar la importancia que eso tendra para su familia, y mientras un temblorjugueteaba en sus manos unidas sobre el asa del carrito, reconoci que su situacin era desesperada.Abri la puerta empuando el pomo con la mano izquierda y la mantuvo entreabierta mientras sevolva hacia lvaro como intentando aadir algo. l se apresur a reiterar sus promesas, casi conmina la mujer a que saliera y propuso que algn da (esta expresin elstica le autorizaba a fijar la fecha

  • en el momento ms adecuado para sus propsitos) acudieran a cenar a su casa. La seora Casaresacept.

    Esa noche, de regreso de la oficina, lvaro se sinti cansado. Mientras preparaba algo de cenar,se dijo que tal vez estaba trabajando demasiado ltimamente, quiz le convenan unas vacaciones.Cen apenas, y se sent un rato ante el televisor.

    Alrededor de las doce, cuando se dispona a meterse en la cama, oy, en el silencio populoso derespiraciones nocturnas, escarbar en una cerradura vecina; despus, un golpe que revelaba la oposicinde una cadenita interior a la apertura de una puerta desde el exterior. lvaro se agazap tras la suya yespi por la mirilla. El matrimonio Casares discuta, uno a cada lado de la puerta entreabierta. Pese aque era previsible que la conversacin transcurriera en voz muy baja, lvaro dese que el silenciocmplice del edificio le permitiese grabar siquiera algunos retazos de ella. Corri en busca delmagnetfono, lo conect a un enchufe de la entrada, introdujo en l una cinta virgen, accion elmecanismo y aadi sus cinco sentidos a la memoria mecnica de la grabadora.

    La mujer susurr que estaba harta de que l llegara tarde a casa y que, si no era capaz de portarsecomo una persona decente, sera mejor que se fuera a dormir a otra parte. Con voz vinosa y suplicante,el marido rog que le permitiera entrar (la lengua se le pegaba al paladar y sus palabras eran apenas unmurmullo apagado); reconoci que haba estado con los amigos, que haba bebido; con un arrebato deindignacin vagamente viril, le pregunt qu quera que hiciera todo el da en casa, ocioso, impotente,si quera verlo idiotizado de tanto tragar televisin, si quera verlo ms gordo de lo que ya estaba detanto cebarse como un cerdo. Tras un silencio matizado por el resuello del marido, la mujer abri lapuerta.

    lvaro desenchuf el magnetfono, corri cargado con l por el pasillo, volvi a enchufarlo en ellavabo, se sent atento en la taza del vter, conect el casete. Ahora el cansancio se habadesvanecido; todos sus miembros estaban en tensin.

    El hombre haba elevado el tono de voz, se haba crecido. La mujer lo conmin a que no hablaratan alto, los nios estaban durmiendo y adems los vecinos podan orlos. El hombre grit que leimportaban un pito los vecinos y la puta que los pari; le dijo a la mujer que quin se haba credo queera, ella no iba a ensearle lo que tena que hacer, siempre haba sido lo mismo, siempre dndoleclases y consejos estpidos y estaba harto, por eso se vea en una situacin como sa, si no se hubieracasado con ella, si ella no lo hubiera pescado como a un idiota, otro gallo le cantara ahora, podrahaberse dedicado a lo que de veras hubiese querido, no hubiera tenido que venirse a vivir a aquellaciudad que le asqueaba, no se hubiera visto obligado a emplearse de cualquier forma para ganar unsueldo de mierda con que mantener una familia que maldita sea

    El hombre call. En el silencio slo turbado por el finsimo bordoneo de la cinta de la grabacin,se oyeron sollozos femeninos. lvaro escuchaba con atencin. Temi que oyeran el zumbido delcasete y lo tap con su cuerpo. La mujer lloraba en silencio. Del ventanuco le lleg la sintona de unaemisora nocturna de radio. Alguien ms sollozaba: era el hombre. Tambin balbuceaba palabras quelvaro slo captaba como un susurro incomprensible.

    Intuy del otro lado caricias y consuelos. Era el final de la sesin.Desenchuf el magnetfono con sigilo, carg con l hasta el comedor y rebobin la cinta. Un

    gruido en el estmago le record que tena un hambre atroz. Fue a la cocina.Prepar sandwiches de jamn, queso y mantequilla y, en una bandeja junto a una lata de cerveza,

    los llev al saln. Mientras engulla con avidez, escuch de nuevo la cinta.Consider tolerable el sonido de la grabacin y magnfico su contenido. Con la satisfaccin del

    deber cumplido, se meti en la cama y durmi de un tirn siete horas.Esa noche volvi a caminar por un prado muy verde donde relinchaban caballos cuya blancura

    vivsima lo asust un poco. Divis a lo lejos la suave pendiente de la colina e imagin que estaba

  • encerrado en una enorme caverna, porque el cielo pareca de acero o de piedra. Suba sin esfuerzo porla ladera sin pjaros, sin nubes, sin nadie. Se haba levantado un viento spero y el largusimo pelo desu cabellera le barra la boca y los ojos. Se dio cuenta de que estaba desnudo, pero no senta fro: nosenta nada ms que el deseo de alcanzar la cima verde de la colina sin pjaros, la puerta blanca con elpomo de oro. Y acept con agrado que sobre el csped hmedo de la cima descansaran una pluma y unpapel inmaculado, una mquina de escribir desvencijada y un magnetfono que emita un bordoneometlico. Y cuando abri la puerta ya saba que no podra franquearla, pese a que lo que estababuscando acechaba del otro lado, algo o alguien le inducira a darse la vuelta, a permanecer de piesobre la cima verde de la colina, vuelto hacia el prado, la mano izquierda sobre el pomo de oro, lapuerta blanca entreabierta.

  • 7Al da siguiente acudi a casa del anciano. Sobre la mesa de un comedor cuyas paredes revesta

    un papel descolorido, un tablero erizado de figuras belicosas mostraba que el viejo Montero lo estabaesperando. lvaro perdi por un momento la seguridad con que haba estrechado al entrar aquellamano decrpita y rival. El anciano le ofreci algo de beber; lvaro lo rechaz agradecido.

    Se sentaron a la mesa.Saba que era preciso, para conseguir su propsito, lograr un difcil equilibrio: por una parte, su

    juego deba mostrar una eficacia suficiente no slo para no aburrir al viejo -una prematura victoria deste arrojara por la borda todas las expectativas de lvaro-, sino tambin para mantenerlo en jaquedurante toda la partida y, a ser posible, hacer patente su propia superioridad, de modo que estimulaseel deseo del viejo de batirse de nuevo con l; por otra parte -y esta condicin era quiz tanindispensable como la anterior-, deba salir derrotado, al menos en este primer enfrentamiento, parahalagar la vanidad del viejo, para romper su cerrazn y, de este modo, conseguir que se mostrase msexpansivo y pudiera establecerse entre ellos una relacin ms estrecha y sostenida de la que autorizabael mero enfrentamiento ante el tablero.

    No le sorprendi la salida del anciano. lvaro respondi con cautela; los primeros movimientoseran previsibles. Pero enseguida el viejo Montero despleg sus piezas en un ataque que a lvaro lepareci precipitado y que por ello mismo le desconcert.

    Trat de defenderse con orden, pero el nerviosismo lo ganaba por momentos mientras observabaque su contrincante se abra con una feroz seguridad en s mismo. En pleno desconcierto, abandon uncaballo en una posicin comprometida y hubo de sacrificar un pen para salvarlo. Se encontraba enuna situacin incmoda y el viejo Montero no pareca dispuesto a ceder la iniciativa. El ancianocoment en tono neutro que su ltimo movimiento haba sido muy desafortunado y que poda costarlemuy caro. Espoleado por el matiz de desprecio o amenaza que crey reconocer en sus palabras, lvarotrat de sobreponerse. Un par de movimientos anodinos del anciano le concedieron un respiro y pudoreorganizar sus piezas. Cobr un pen y equilibr la partida. Entonces el viejo Montero cometi unerror: en dos movimientos, el alfil blanco, acorralado, estara a merced de lvaro. Juzg que laventaja que esa pieza le concedera iba a obligarle, si no quera verse en el compromiso de ganar lapartida, a jugar muy por debajo de donde lo haba hecho hasta entonces, y con ello caba la posibilidadde despertar sospechas en el anciano, que no entendera una derrota de lvaro en condiciones tanfavorables y con su nivel de juego. Maniobr para no acorralar al alfil; lo consigui. La partida sehaba estabilizado.

    Entonces lvaro intent entablar conversacin; el viejo Montero respondi con monoslabos oevasivas: haba advertido que lvaro no era un rival cmodo y estaba sumergido hasta el cuello en lapartida. Era evidente que tena que pasar an algn tiempo antes de que el anciano bajase la guardia,antes de que la relacin que los una dejara de ser slo una cuestin de rivalidad. Por lo dems, noconvena precipitarse: si la enfermiza desconfianza de su anfitrin intua un intento sospechosamenteprematuro de acercamiento, no era imposible que reaccionase redoblando sus defensas, de modo quecualquier relacin posterior resultara inviable.

    El viejo gan la partida. No saba ocultar su satisfaccin. Afectuoso y expansivo, comentdurante un rato la disposicin de las piezas en el momento del mate, redistribuy las fichas paracolocarlas en la posicin en que se encontraban cuando concibi el asalto final, discutieron algunospormenores, propusieron posibles variantes.

    lvaro declar que no consideraba una hiprbole afirmar que la jugada haba sido perfecta. Elanciano le invit a un vaso de vino. lvaro se dijo que el alcohol es locuaz y que es proclive a las

  • confidencias, pero record que haba optado por la prudencia en esa primera visita y decidi que, poresa vez, el viejo Montero se quedara con las ganas de hablar. Fingiendo cierto resquemor por laderrota -cosa que sin duda alimentara an ms la vanidad del anciano-, pretext una excusa y, una vezhubo concertado una cita para la siguiente semana, se despidi.

  • 8A partir de ese da se consagr de lleno a la redaccin de la novela. Su trabajo febril slo se vea

    interrumpido por las asiduas reyertas que el matrimonio Casares sostena.A las discusiones que provocaban las borracheras y las salidas nocturnas seguan

    indefectiblemente las caricias y las reconciliaciones. lvaro haba adquirido tal destreza en lagrabacin que ya ni siquiera necesitaba asistir -a menos que una pasajera recada de su ritmo detrabajo aconsejara servirse de ese estmulo crudamente real- a las a menudo fatigosas y siemprereiterativas discusiones. Bastaba conectar el magnetfono en el momento adecuado para poderregresar enseguida a su despacho y proseguir con tranquilidad su trabajo. Por otro lado, el deterioro desus relaciones haba repercutido sobre el aspecto exterior de los Casares: la ligera tendencia a laobesidad que le prestaba a l un aire confiadamente satisfecho se haba convertido ahora en unagordura grasienta y servil; la palidez casi victoriana de ella, en una piel blanquinosa y marchita querevelaba cansancio.

    lvaro no lamentaba que la periodista no hubiese vuelto a pedirle patatas o sal.Comprenda, en cambio, el peligro que entraaba la marcha de sus relaciones con la portera.

    Nadie podr exagerar nunca el poder de las porteras, se dijo. Y enfrentarse abiertamente con la suyaera un riesgo que no deba correr; por eso trat de reconciliarse con ella.

    Baj a visitarla de nuevo. Le explic que hay momentos en que un hombre no es l mismo, pierdelos estribos y es incapaz de controlarse; en esos instantes aciagos, nada de lo que hace o dice debainterpretarse como propio, sino como una especie de malvola manifestacin de un geniomomentneo y abyecto. Por ello peda que lo disculpara si, en alguna ocasin, su comportamiento nohaba sido todo lo caballeroso que cabra esperar de l.

    La portera acept encantada sus disculpas. lvaro se apresur a aadir que en ese momento seencontraba en un punto particularmente delicado de su trayectoria profesional, cosa que no sloexplicaba sus posibles accesos de malhumor, sino que exiga por su parte una entrega absoluta y sinconcesiones a su labor, por lo que le iba a resultar de todo punto imposible cultivar su trato y gozar desu compaa durante algn tiempo. Nada le resultaba ms penoso, pero era obligado que pospusieransu amistad hasta que las circunstancias fueran ms propicias. Ello no impeda, claro est, que susrelaciones, pese a desarrollarse en un plano estrictamente superficial, estuvieran presididas por unacordialidad ejemplar. Hechizada por la florida retrica auto-exculpatoria de lvaro como unaserpiente por el sonido de la flauta del encantador, la portera asinti complaciente a todo.

    En casa del viejo Montero continuaron las partidas. lvaro adverta con agrado que sedesarrollaban siempre bajo su control: l decida los intercambios de piezas, prevea la disposicin delos ataques, dictaba el talante del juego y propiciaba una calculada alternancia de victorias y derrotasque mantena la rivalidad e invitaba a la intimidad entre los dos rivales. Poco a poco, lasconversaciones previas o posteriores al juego se dilataron hasta abarcar ms tiempo que la propiapartida. No sin sorpresa al principio, observ que el anciano consuma cantidades inslitas de alcoholpara un hombre de su edad, que le volvan de una locuacidad desordenada y obsesiva. lvaro semantena a la expectativa.

    El viejo Montero hablaba sobre todo de poltica. Siempre haba votado a la extrema derecha ycrea que la democracia es una enfermedad que slo las naciones dbiles padecen, porque implica quelas lites dirigentes han declinado su responsabilidad en la masa amorfa del pueblo, y un pas sin litees un pas perdido. Por lo dems, estaba basada en una quimera: el sufragio universal; el voto de unaportera no poda tener el mismo valor que el voto de un abogado. lvaro asenta y enseguida elanciano pasaba a criticar con acidez al gobierno. Sus dardos, sin embargo, se dirigan de preferencia a

  • los partidos de la derecha. Consideraba que haban claudicado de sus principios, que haban renegadode su origen. A lvaro le conmova a veces el rencor sentimental de sus reproches.

    Tambin hablaba de su pasado militar. Haba tomado parte en la batalla de Brunete y en la delEbro, y refera con emocin historias de muertes memorables, de polvaredas y herosmo. Un daexplic que en una ocasin haba visto de lejos al general Valera; otro, evoc la muerte en sus brazosde un alfrez provisional, que se desangr mientras lo trasladaban a un puesto de socorro alejado de laprimera lnea del frente.

    Alguna vez se le saltaron las lgrimas.lvaro comprendi que la desconfianza del viejo no se diriga hacia individuos concretos, sino

    que era un rencor general contra el mundo, una suerte de enconada reaccin de la generosidadtraicionada.

    Su nica hija viva en Argentina; de vez en cuando le escriba. l, por su parte, guardaba losahorros de toda su vida para legrselos a sus nietos. Un da, en plena exaltacin alcohlica y trasreferirse a los que lo heredaran, asegur con orgullo que dispona de mucho ms dinero del que suvida modesta dejaba sospechar. Con idntico orgullo, declar que desconfiaba de los bancos,mezquinos inventos de usureros judos. Entonces se levant (haba un brillo etlico en sus ojosviscosos) y descubri una caja de caudales empotrada en la pared, oculta tras un cuadro que imitabaun paisaje neutro.

    lvaro se estremeci.Al cabo de unos segundos, lvaro reaccion y dijo que desde haca tiempo a l tambin le

    rondaba la cabeza la idea de sacar su dinero del banco y meterlo en una caja fuerte, pero que no seresolva a hacerlo porque no estaba convencido de que fueran seguras y le daba mucha pereza acudir ainformarse a una tienda. Con el mismo entusiasmo que si tratara de venderla, el anciano encareci lasvirtudes de la caja y se demor en la explicacin del sencillo funcionamiento de su mecanismo.Afirm que era mucho ms segura que un banco y que slo la cerraba cuando sala de casa.

    Ese mismo da, lvaro invit al matrimonio Casares a cenar.A las nueve en punto se presentaron en su casa. Se haban engalanado para la ocasin. Ella

    llevaba un vestido violeta y anticuado, pero su peinado era elegante y la sombra de pintura queoscureca sus labios, prpados y pmulos realzaba paradjicamente la palidez de su rostro; l estabaembutido en un traje estrecho, y su enorme barriga slo permita que se abrochara un botn de lachaqueta, de manera que dejaba a la vista la pechera floreada de una camisa de bautizo asturiano.

    lvaro estuvo a punto de rerse del aspecto pattico que ofrecan los Casares, pero enseguidacomprendi que esa cena representaba para ellos un acto social no desprovisto de cierta importancia ysinti una especie de compasin hacia la pareja.

    Esto le infundi una gran confianza en s mismo; y por eso, mientras consuman el aperitivo quehaba preparado y escuchaban sus ltimas adquisiciones discogrficas, supo encontrar temas deconversacin que paliasen la relativa incomodidad inicial y relajasen el envaramiento que losatenazaba. Conversaron sobre casi todo antes de sentarse a la mesa y lvaro no dej de observar quela -mujer fumaba uno tras otro, con manos nerviosas, varios cigarrillos, pero se abstuvo de hacercomentario alguno.

    Durante la comida, el hombre habl y ri con una alegra estentrea que a lvaro le pareciexcesiva y, pese a su aspecto demacrado, la mujer se mostraba visiblemente complacida ante lacontagiosa vitalidad del marido. lvaro, sin embargo, fiado en el respeto que inspiraba, no solt lasriendas del dilogo, y aunque tenda a inhibirse cuando se enfrentaba a una personalidad ms vigorosao desbordante que la suya, atin a llevar la conversacin a su terreno. Habl de la vida de barrio, de laspeculiares relaciones que se establecan entre los vecinos; invent unas discordias dudosamentedivertidas' con los porteros. Despus se centr en sus relaciones con el viejo Montero: las largas

  • partidas de ajedrez, las conversaciones que las precedan y seguan, la spera desconfianza inicial slodifcilmente suavizada con el tiempo; tambin se demor en los numerosos pormenores que hacan del un individuo excntrico. En la sobremesa, mientras tomaban caf y coac, se interes discretamentepor la situacin laboral de su vecino. La pareja se ensombreci. Afirm el hombre que todocontinuaba igual; no saban cmo agradecerle todas las molestias que se haba tomado por ellos.

    lvaro declar que se consideraba pagado con la satisfaccin que le deparaba cumplir con suobligacin de amigo y vecino. Dijo que, por su parte, haba hecho averiguaciones en su reducidombito, pero que el resultado haba sido nulo; a su juicio, la situacin no tena visos de mejorar, almenos a corto plazo. De cualquier manera, proseguira sus averiguaciones y, en cuanto tuviese noticiade algn puesto de trabajo, se lo comunicara de inmediato.

    Continuaron charlando un rato. Quedaron citados para el martes siguiente. Se despidieron.

  • 9Durante esa semana se entreg a una actividad febril. Ahora tambin escriba de noche: al

    regresar de la oficina se daba una ducha, cenaba algo ligero y se encerraba de nuevo en el despacho. Amedida que la novela se aproximaba a su fin, se ralentizaba el ritmo de escritura, pero tambin crecala certeza de que era adecuado el camino elegido. Para no desperdiciar las dos maanas en que subi acasa del anciano, las vsperas de esas visitas le sorprendan en la cama muy pronto, lo que le permitalevantarse al da siguiente a las cinco, de manera que poda disponer de casi cinco horas de trabajomatinal antes de enfrentarse al tablero de ajedrez. Las reyertas entre los Casares arreciaban y no le fuedifcil advertir, el da en que volvieron a cenar a su casa, que haba aumentado la hostilidad entreellos. Ese da ya no acudieron vestidos como para una celebracin religiosa; ello presupona un mayorgrado de confianza, cosa que no slo permita que l se condujera y expresara con ms naturalidad,sino tambin que eventualmente aflorara a la superficie de la cena el resentimiento que ellos habanestado incubando en los ltimos tiempos. lvaro domin de nuevo el dilogo y apenas tuvo queesforzarse para centrarlo, ya casi sin pretender que slo se trataba de un azaroso meandro de laconversacin, en el viejo Montero.

    Volvi a referir sus excentricidades, precis con lujo de detalles la ubicacin de la caja fuerte ydescribi su sencillsimo mecanismo, asegur que contena una enorme fortuna; despus, habl de lamala salud del viejo, de su absoluto aislamiento; hizo especial hincapi en la casi matemticaexactitud de sus salidas y entradas a diario, en el carcter inquebrantable de su rutina cotidiana; porltimo, dijo que slo accionaba el seguro de la caja fuerte cuando se dispona a salir de casa.

    En vano acech una reaccin del matrimonio. Cambiaban de tema en cuanto se abra un silencioen la montona charla obsesiva de lvaro. Al principio pens que slo era cuestin de tiempo; pero amedida que las cenas se repetan y l iba constriendo poco a poco las conversaciones a ese nicotema, la indiferencia de los Casares se converta en irritacin o impaciencia. Un da le rogaronbromeando que por una vez dejase de lado el tema y lvaro, entre molesto y sonriente, pidi que leperdonaran: Es que me parece un asunto apasionante, declar, apasionadamente; otra vez aludieronal tema llamndole su mana persecutoria y l, que sinti que trataban de ridiculizarlo, respondicon acritud, como repeliendo una agresin inesperada; en otra ocasin, el matrimonio se permitiinvitar a la periodista de rostro erupcionado para que introdujera un elemento de variacin en susreuniones, pero lvaro casi prescindi de su presencia, y aquel da insisti ms que nunca en el viejo.Al salir, los Casares permanecieron un rato en el rellano hablando con la periodista. Confesaron supreocupacin por lvaro, de un tiempo a esta parte lo encontraban desmejorado, tanta soledad nopoda sentarle bien a nadie.

    - La soledad linda con la locura -dijo el hombre, como si repitiera una sentencia preparada conantelacin para ese momento.

    Hubo un silencio. La muchacha abra mucho unos ojos que eran dos manzanas azules y atentas.- Acabar por pasarle algo -agreg la mujer con ese fatalismo que es la sabidura de la gente

    humilde.lvaro no slo estaba preocupado porque el matrimonio no reaccionara como haba previsto, sino

    que lo que de veras le exasperaba era que las relaciones entre ellos haban mejorado de un modoevidente: las peleas haban cesado, las cenas en su casa parecan reconciliarlos an ms, su aspectofsico recobraba el vigor perdido. Pero haba algo peor: era incapaz de dar con un final adecuado parasu novela; y cuando crea encontrarlo, las dificultades de ejecucin acababan por desanimarlo. Erapreciso hallar una solucin.

    Pero fue la solucin la que lo hall a l. Haba estado intentando trabajar durante toda la maana

  • sin resultado alguno. Sali a pasear bajo una luz de otoo y hojas secas. De regreso, encontr a losCasares en el portal, esperando el ascensor. Llevaban varias bolsas y, envuelto en papel de estraza, unobjeto de forma alargada que se ensanchaba en su extremo inferior. lvaro pens incongruentementeque era un hacha.

    Un escalofro le recorri la espalda. Los Casares lo saludaron con una alegra que lvaro juzgincomprensible y que quizs era slo artificiosa; le dijeron que venan de hacer unas compras en elcentro de la ciudad, comentaron la bondad del da y se despidieron en el rellano.

    Tras un breve forcejeo nervioso, acert con la cerradura de su puerta. Al entrar en casa, se senten un silln de la sala y, con manos temblorosas, prendi un cigarrillo.

    No le caba ninguna duda acerca del uso que los Casares haran del hacha, pero tampoco -penscon un principio de euforia- del final que dara a su novela. Y entonces se pregunt -quiz por eseinsidioso hbito intelectual que lleva a considerar una estafa todo objetivo en el momento en que se haconseguido- si vala la pena acabarla a cambio de la muerte del viejo y del apresamiento que casi contoda seguridad esperaba despus al matrimonio, porque unos aficionados cometeran errores que nopodran pasar inadvertidos para la polica. Senta una terrible opresin en el pecho y la garganta.Pens que llamara a los Casares y los conminara a que abandonaran su proyecto, les convencera deque era una locura, de que ni siquiera la idea haba partido de ellos: slo l, lvaro, era responsable deesa atroz maquinacin; les convencera de que iban a destruir sus vidas y las de sus hijos, porque, aunsi en el mejor de los casos la polica no los descubra, cmo podran vivir en adelante con el peso deese crimen sobre su conciencia, cmo miraran cara a cara a sus hijos sin vergenza? Pero tal vez yaera tarde. Ellos haban tomado su decisin. Y l, acaso no la haba tomado l tambin?, no habadecidido sacrificarlo todo a su Obra? Y si se haba sacrificado a s mismo, por qu no sacrificar aotros?, por qu ser con el viejo Montero y con los Casares ms generoso que consigo mismo?

    Entonces llamaron a la puerta. Era cerca del medioda y no esperaba a nadie. Quin podrabuscarlo a esas horas? Con un estremecimiento de pavor, con resignacin, casi con alivio, creycomprender. Se haba equivocado; los Casares no mataran al viejo: lo mataran a l. En un relmpagode lucidez, pens que acaso sus vecinos haban averiguado de algn modo que l pudo en su momentorecurrir la carta de despido y conseguir que Enrique Casares no perdiera su trabajo, pero por algunarazn ignorada para ellos -aunque no por eso menos infame- haba rehusado hacerlo, arruinando suvida e incitndolos luego, torpemente, a matar al viejo Montero. Pero si lo mataban a l no slo sevengaran del responsable de su desgracia, sino que adems podran quedarse con su dinero -un dineroque quiz legtimamente les perteneca-; porque ahora intuy, a travs de la incierta neblina de suenajenacin, que no era imposible que, durante sus ltimos encuentros obsesivos, hubiera hablado deque l mismo haba decidido guardar sus ahorros en una caja fuerte semejante a la del viejo.

    Acech por la mirilla. Su vecino, en efecto, esperaba en el rellano, pero sus manos estabanvacas. Abri. Enrique Casares balbuce, dijo que estaban arreglando una ventana y que necesitabanun destornillador; pregunt si le importaba dejarles el suyo por un tiempo, esa misma noche a mstardar se lo devolveran. lvaro le rog que esperara en el saln y al cabo de un momento regres conel destornillador. No advirti que la mano de Enrique Casares temblaba cuando lo recogi de susmanos.

    La mujer acudi a devolverlo por la noche. Charlaron unos minutos en el comedor.Cuando se dispona a salir -la puerta del piso estaba entreabierta y la mujer empuaba el pomo

    con la mano izquierda- se volvi y dijo como quien se despide, en un tono de voz que a lvaro lepareci quiz demasiado solemne:

    - Muchas gracias por todo.Nunca se haba preguntado por qu no haba olores ni ruidos y quiz por eso entonces le

    sorprendi an ms su presencia, aunque no era imposible que hubieran aparecido tambin otras

  • veces; pero lo ms curioso era esa vaga certeza de que ya nada ni nadie le impedira llegar hasta el fin.Caminaba por un prado muy verde con olor de hierba y rboles frutales y estircol, aunque ni rbolesni estircol vea, slo el suelo verdsimo y los caballos relinchando (blancos y azules y negros) contraun cielo de piedra o acero. Suba por la dulce pendiente de la colina mientras un viento seco erizaba supiel desnuda, y casi con nostalgia se volva hacia el valle que iba dejando atrs como una estela verdepoblada de relinchos de cal. Y sobre la cima de la colina verdsima revoloteaban pjaros color polvoque iban y venan y emitan grititos metlicos que eran tambin agujas heladas. Y lleg jadeante a lacima, y supo que ya nada ni nadie le impedira vislumbrar lo que del otro lado acechaba, y empucon su mano izquierda el pomo de oro y abri la puerta blanca y mir.

  • 10Al da siguiente no le sorprendi que el anciano no apareciera por el supermercado.Tenan una partida pendiente para esa maana, pero lvaro no se movi de casa.Estuvo fumando cigarrillos y bebiendo caf enfriado hasta que, hacia el medioda, llamaron a la

    puerta. Era la portera; la sangre haba huido de su rostro. No le result muy difcil deducir de susgemidos y aspavientos que haba encontrado el cadver del anciano al disponerse a hacer la limpiezadiaria de su casa. La sent en un silln, trat de tranquilizarla y telefone a la polica.

    Al cabo de un rato, lleg un inspector acompaado por tres agentes. Los condujeron al piso delviejo Montero. lvaro prefiri no ver el cadver. La portera no paraba de hablar y gemir. Un hombremaduro y de bigote finsimo, que lleg poco despus, fotografi desde ngulos diversos la sala y elcuerpo inerte; enseguida lo cubrieron con una sbana. Los vecinos se arremolinaban en torno a lapuerta, algunos se internaban hasta el recibidor de la casa. lvaro estaba aturdido. La portera se habacalmado un poco, pero continuaba hablando; crea que al viejo lo haban asesinado a navajazos.

    lvaro busc con la vista a los Casares entre el grupo de curiosos, pero slo encontr los ojosasustados de la periodista, que lo miraban de un modo extrao. Un individuo se abri paso hasta laentrada, donde lo detuvo el agente que estaba apostado all. El individuo -un joven de gafas graduadasy gabardina gris- afirm que era periodista y exigi que le dejara entrar, pero el agente sostuvo quetena rdenes estrictas de no franquearle el paso a nadie. Otros colegas del periodista llegaron mstarde y, despus de que ste les informase de la situacin, se dispusieron a esperar la salida delinspector, sentados en la escalera o recostados contra el barandal del rellano, fumando y charlando envoz alta. El grupo de vecinos no se decida a dispersarse y se comportaban como si estuvieran en unvelorio.

    Al cabo de un cuarto de hora, el inspector sali del piso; los periodistas se abalanzaron sobre l.Dijo que enseguida podran pasar a hacer fotografas, describi el tipo de heridas que presentaba elcadver, asegur que haban sido practicadas con un destornillador; a juzgar por el estado en que seencontraba el cuerpo del anciano, el crimen podra haberse cometido entre la tarde y la noche del daanterior. El mvil? No quera aventurar hiptesis, pero una caja fuerte oculta tras un cuadro habasido abierta y despojada de todo cuanto hubiera podido contener. Esta circunstancia dejaba escasomargen de duda: s, era posible que el mvil del asesinato hubiera sido el robo. El hecho de que elcadver se encontrara en el comedor, no indicaba que el asesino conoca a la vctima, puesto que stale haba permitido entrar en su casa? El inspector repiti que no convena descartar de antemanoninguna hiptesis; a su juicio, sin embargo, todas eran prematuras. Por el momento no tena nada msque aadir.

    lvaro regres a su casa. Recostado contra el ventanal que iluminab