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---------------- Cunq ueiro -------------------- EL BRUAR DEL MAR ARMORICAN José Ignacio Gracia Noriega Nunca oí hablar bretón bretonante teniendo como fondo el bruar del m armoricán. (Alvaro Cunqueiro, en «El viaje a Bretaña», de «Laberto y Cía.», 1970). N unca estuvo en Bretaña, ino ya tardío, para contratar a unos gaiteros que to- caran en Vigo por agosto, que es «como si ese a buscar aves cantoras al más remoto de los países». Pero él era Bretaña, «una tierra muy peñascosa por el lado del mar, pero que se abre en amplias planicies, valles estrechos y alegres oteros donde se une a Francia. Es tierra muy viciosa de caminos». Era bretón porque era glego y atlántico, y miraba al nublado mar del Norte, como aquel viejo poeta compatriota suyo, tan lejano y tan próximo, Martín Codax, que canta: Ondas do mar de Vigo, ¿se vistes meu amigo e -¡ai, Deus!- se verrá cedo? Ondas do mar levado, ¿se vistes meu amado e -¡ai, Deus!- se verrá cedo? Se trata del mismo mar, de las mismas historias, de esos tonos grises y azulados que auguran la proximidad del camino del Norte. Alvaro Cunqueiro, en un artículo incluido en «El envés» indica que Sartre (y no descubre nada nuevo: el propio Sartre lo confiesa en «Les mots») todo lo aprendió en los libros, y cita con tristeza: «Los libros han sido mis pájaros y mis nidos, mis animes domésticos, mi establo y mi campiña». Y apostilla a esta -¿amarga?- confesión del filóso: «El mundo -las plantas, los pájaros, la lluvia y las rosas, el mar y los caballos- lo conoció por el 'Grand Larousse'». Cunqueiro era un hombre de lluvia y de colinas, de aros, de rosas, de bosques y de alegría. Había dejado transcurrir su vida en la infinita bi- blioteca de la natureza glega, en sus viejas aldeas, en sus tabernas, en las apacibles tertulias de rebotica de villa episcop. Cuando un astu- riano lee por primera vez a Flaubert se extra de que esos paisajes sombríos tocados por el in- vierno, de que esos cielos bajos y grises, de que esos caminos embarrados de aldea, de que la si- dra, el queso y la leche, le resulten tan próximos. Del mismo modo, Cunqueiro se supo bretón por los libros mientras recorría incansable los rojos bosques del otoño glego. Al fin de «Las Cróni- cas del Sochantre» incluye un «Epílogo pa bre- 14 tones» donde confirma que se encontró en Bre- taña mientras pisaba Galicia, y que los libros (al contrario que a Sartre) tan sólo le proporcionaron anécdotas: « Sepan los bretones que lean este libro que el autor no ha viajado por su tierra, y todo lo que aquí, en estas «Crónicas», se cuenta de ella, está tomado pe mapas, de libros de via- jes, de lecturas de Chateaubriand y de Le Gof- fic, de algunas historias de ciudades y de car- tas ejecutorias de las nobles familias, esas cartas encuadernadas en piel de perro, y que vistas de lomo en la Cámara de Rennes, donde dicen que están ordenadas por apelli- Dibujos de Luis Rodríguez-Vigil

EL BRUAR DEL MAR ARMORICAN · los viejos relatos artúricos, novelas de caballerías y, como adición, sagas escandinavas. ... tre», junto con los episodios referidos a Arturo en

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---------------- Cunqueiro --------------------

EL BRUAR DEL MAR

ARMORICAN

José Ignacio Gracia Noriega

Nunca oí hablar bretón bretonante teniendo como fondo el bruar del mar armoricán.

(Alvaro Cunqueiro, en «El viaje a Bretaña», de «Laberinto y Cía.», 1970).

N unca estuvo en Bretaña, �ino ya tardío, para contratar a unos gaiteros que to­caran en Vigo por agosto, que es «como si fuese a buscar aves cantoras al más

remoto de los países». Pero él era Bretaña, «una tierra muy peñascosa por el lado del mar, pero que se abre en amplias planicies, valles estrechos y alegres oteros donde se une a Francia. Es tierra muy viciosa de caminos». Era bretón porque era gallego y atlántico, y miraba al nublado mar del Norte, como aquel viejo poeta compatriota suyo, tan lejano y tan próximo, Martín Codax, que canta:

Ondas do mar de Vigo, ¿se vistes meu amigo e -¡ai, Deus!- se verrá cedo?

Ondas do mar levado, ¿se vistes meu amado e -¡ai, Deus!- se verrá cedo?

Se trata del mismo mar, de las mismas historias, de esos tonos grises y azulados que auguran la proximidad del camino del Norte.

Alvaro Cunqueiro, en un artículo incluido en «El envés» indica que Sartre (y no descubre nada nuevo: el propio Sartre lo confiesa en «Les mots») todo lo aprendió en los libros, y cita con tristeza: «Los libros han sido mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campiña». Y apostilla a esta -¿amarga?- confesión del filósofo: «El mundo -las plantas, los pájaros, la lluvia y las rosas, el mar y los caballos- lo conoció por el 'Grand Larousse'».

Cunqueiro era un hombre de lluvia y de colinas, de .pájaros, de rosas, de bosques y de alegría. Había dejado transcurrir su vida en la infinita bi­blioteca de la naturaleza gallega, en sus viejas aldeas, en sus tabernas, en las apacibles tertulias de rebotica de villa episcopal. Cuando un astu­riano lee por primera vez a Flaubert se extraña de que esos paisajes sombríos tocados por el in­vierno, de que esos cielos bajos y grises, de que esos caminos embarrados de aldea, de que la si­dra, el queso y la leche, le resulten tan próximos. Del mismo modo, Cunqueiro se supo bretón por los libros mientras recorría incansable los rojos bosques del otoño gallego. Al final de «Las Cróni­cas del Sochantre» incluye un «Epílogo para bre-

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tones» donde confirma que se encontró en Bre­taña mientras pisaba Galicia, y que los libros (al contrario que a Sartre) tan sólo le proporcionaron anécdotas:

« Sepan los bretones que lean este libro que el autor no ha viajado por su tierra, y todo lo que aquí, en estas «Crónicas», se cuenta de ella, está tomado pe mapas, de libros de via­jes, de lecturas de Chateaubriand y de Le Gof­fic, de algunas historias de ciudades y de car­tas ejecutorias de las nobles familias, esas cartas encuadernadas en piel de perro, y que vistas de lomo en la Cámara de Rennes, donde dicen que están ordenadas por apelli-

Dibujos de Luis Rodríguez-Vigil

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dos mayores y menores, parecerá cada estirpe una jauría de manchados lebreles. El campo y las ciudades, los ríos y los vados, los caminos y las ruinas, los he pintado del natural de la tierra mía, Galicia, siendo ambos, el bretón y el galaico, reinos atlánticos, parejos en flora y fauna y provincias vagamente lejanas».

Cunqueiro quiso hacer de Galicia un Aleph (por cierto, ¡ qué gran injusticia que Borges no se hu­biera acordado de incluirle en su «Antología de la literatura fantástica»!). Galicia es, en la plástica prosa cunqueirina, que huele a bosque otoñal, que tiene los colores múltiples de la miel, que sabe a aquel pastel de venado que tanto elogiara Samuel

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Pepys y que suena a clásico de otro tiempo (a la de su paisano Fray Antonio de Guevara, segura­mente le hubiera gustado que se dijera), escenario de los mares de Simbad y de las aventuras que conducen a Ulises a la madurez, y de los trabajos renacentistas de Fanto Fantoni. Desde un punto de vista profesora! acaso sea lícito decir que Cun­queiro fue el último poeta del Ciclo Bretón. Sin duda la herencia céltica le aproximaba a éste, pero no necesariamente de manera prioritaria. Su mundo narrativo era la vasta posibilidad que Oc­cidente tiene de ser narrado, y por ello recurre a Homero y a Shakespeare, a novelas bizantinas y de caballerías, a la «Heimsklinga» de Snorri Stur-

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lusson y a Cervantes y, como técnica para el re­lato, a las maravillas anónimas de las « l.001 No­ches». Al Faris ibn Iaquim al Galizi, de Mondo­ñedo de Lugo, se denomina a sí mismo en uno de los deliciosos «dramatis personae» que cierra una de sus novelas.

El ciclo bretón de Cunqueiro es fundamental­mente nórdico, de un hombre que vive en el lí­mite, al Sur, del pan de escanda. En él resucitan los viejos relatos artúricos, novelas de caballerías y, como adición, sagas escandinavas. Fundamen­talmente dos novelas pueden integrarse aquí, «Merlín y familia» y «Las crónicas del sochan­tre», junto con los episodios referidos a Arturo en «El año del cometa con la batalla de los Cuatro Reyes» y algunos cuentos incluidos en «Flores del año mil y pico de ave». Pero aparece también en numerosos artículos de periódico reunidos en los volúmenes «El envés», «Laberinto y Cía.» y «El descanso del camellero». Se trata de un «ciclo de Bretaña» sumamente enriquecido y tratado con emoción. Hablando, por ejemplo, de la Ley de los Tres Vellones, que rige en Gales, exclama: «(Ga­les), es decir, en Gaula -¡oh, Amadís! ».

Comentando un film de Walt Disney («La es­pada en la roca»), Cunqueiro parece reconocer en él su propio procedimiento. Tras sintetizar el ar­gumento de la película, comenta:

Como ustedes han podido apreciar por este breve resumen, Walt Disney ha reunido en el argumento de su película varios trozos de la «matiére de Bretagne», correspondientes a diversos momentos del ciclo artúrico, y algu­nos en cierto modo ajenos a él. La espada en la roca corresponde a la llegada de Sir Ga­llahad, es decir, de Don Galaz, a la Corte de Arturo, y al comienzo de las aventuras mis­mas de la Demanda del Santo Grial, mientras que la intervención de la bruja Madam Min y la persecución que obliga al mago a tantas metamorfosis, eso pertenece al ciclo de Talie­sin, donde es el niño quien para huir de la bruja cuyo caldero ha removido, tiene que transformarse en pez, en pájaro, en grano de centeno. Taliesin se salva, comparece ante la Corte rescatado del agua y entona un hermo­sísimo canto, en el que viejas memorias paga­nas se recubren con bellas flores cristianas. Las grandes arpas de los bretones se rubori­zaban cuando sospechaban que las manos de Taliesin se acercaban a pulsar sus cuerdas.

Diversos personajes se suman al «ciclo bretón» de Cunqueiro a través de sus artículos de perió­dico. Así, Tona Teacha, príncipe gaélico que fue celebrado por su risa y amaba su reino, la caza y la música, la tertulia con los amigos y la historia antigua oída al son del arpa, tras una buena co­mida; de toda Irlanda acudían para verle reír. O su enemigo el rey de Ceaths, que era a la vez brujo y a veces tomaba forma femenina y comía carne humana. En el artículo donde da cuenta de este príncipe jocundo, amante de la vida, el sol y la

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cerveza, que tenía buen hígado (pues «benéfico» o «maléfico» son términos que hacen referencia a buen o mal hígado), que araba su reino para sem­brar el centeno en otoño y que quiso casarse con una muchacha de la ciudad del aire, incluido en «El descanso del camellero» , al final, recordando a Bernanos, escribe:

Cuando muera, decidle al Dulce Reino de la Tierra que lo amé mucho más de lo que he osado decir.

Y a través del comentario final, Tona Teacha, Bernanos y Cunqueiro se hermanan: «Bernanos era también -escribe- de la gran raza de los vehementes».

Y también la doncella Brangel, que lava los pies de Isolda las fiestas de guardar y que se remojaba las pequeñas y hermosas orejas con leche de cierva para tenerlas coloradas, pues esa era la moda de Cornualles, o Blioberis de Gaula, her­mano de Lanzarote, que aprendió a escribir ha­ciendo los signos en la arena y siempre gritaba en las justas, o Cloth O'Tirgham, Cloth de la Otra Tierra, hijo primogénito de la Muerte. O nos cuenta (en «El envés») de las infantas de Bretaña, que eran educadas en Truro, donde aprendían la ciencia de las piedras preciosas, el arte del bor­dado, el adiós a los leales amadores con la ramilla de espino albar, y los lemas de los valerosos, y se bañaban tres veces al año, por San Jorge, San Juan y San Martín, y lo que más tiempo les lle­vaba era el arte de aprender a estar en la ventana, ya despidiendo a sus enamorados, ya aguardando su regreso. Asomarse a la ventana debe ser -a mi juicio- arte atlántico, pues William Beckford of Fonthill indica en sus «Cartas» que la principal ocupación de los jóvenes nobles portugueses era ésa, arte mayor en el que curas y pedagogos ins­truían al primogénito de los Condes de Noronha. O nos habla (en «Laberinto y Cia.» ) de Felam, peregrino bretón a Santiago, que era enano pero cuando fue ordenado sacerdote en Quimper creció de repente tres cuartas y hubo que hacerle a toda prisa ropa nueva. O bien de Maelmhaedhoc O'Morgair es decir, San Malaquías, que fue abad de Bangor, escribió los lemas de los Papas hasta el del fin del mundo, que ya está próximo el día, a lo que parece, de que la Ciudad de las Siete Colinas sea destruida y un juez tremendo juzgue al pueblo. Dominaba los elementos: bastó con que soplase para que las aguas que un día de inundación ame­nazaban a Bangor se desviasen y se perdiesen en el mar. Si de viaje le llovía, no se mojaba y cuando decía misa en Iveragh, las nieblas se iban. «En Mellifont, abadía fundada por él, sustituyó un día de oficios solemnes a los monjes que estaban enfermos de un prurito negro que se había esta­blecido en la verde Erin, por cuervos a los que había enseñado los cantos latinos y previa pro­mesa formal de aquéllos de guardar celibato, lo que hicieron». Asimismo, «Chuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano». En el artículo «Merlin por

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Walt Disney», incluido en «El descanso del came­llero», indica que «en el fondo del ciclo artúrico, y esa es su filosofía, está la nostalgia del Paraíso, y los paladines lo que buscan verdaderamente son las claves de la perpetua juventud, de la vida sin dolor, de la inmarcesible fraternidad, del perfecto amor». Pero estos mitos, al cristianizarse, se ha­cen adustos. Si Maelmhaedhoc O'Morgair es Cu­chulain, San Patricio, santo risueño, continúa siendo celta: «Predicaba el Evangelio de Jesús poniendo ejemplos de peces, pájaros, flores y es­trellas. Le gustaban mucho las campanas. Por el tiempo de la siega, como dice una canción en su honor, le gustaba segar y cuando el lúpulo estaba en sazón, recoger la olorosa flor. Ayudaba a los labriegos y un día ordeñó una vaca en Malamuir, 'siendo ya obispo de siete ciudades', dice la histo­ria. Por el verano, si iba de viaje, cogía su sombra y se la ponía de sombrero y así caminaba fresco

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bajo ella. Curaba especialmente cojos y mudos, y tanto como viajar por los senderos entre los ver­des prados, amó salir en una barca al mar ( ... ) Tenía el don de lenguas, su vista alcanzaba siete leguas y le gustaba que en sus barbas doradas anidase algún grillo, que le hacía sonora compa­ñía. Humano, varias veces en las leyendas de Erío aparece comiendo perdiz frita y requesón con miel». También anidaban grillos en las barbas de Merlín.

Al comienzo de «el año del cometa» Cunqueiro no acaba de decidirse entre dos prólogos y publica los dos. En el segundo de ellos, «el hombre del sombrero verde se había sentado en el banco, junto a la puerta, y había pedido un porrón de vino». Bebiendo de largo, encontró frío el vino; mas la tabernera se interesa por su sombrero y le pregunta si es de cazador o es de moda. El hom­bre del sombrero verde indica que los sombreros verdes vienen de lejos y son caros: «en el país donde los hacen, solamente hay tres maestros sombrereros que tienen el arte de la punta delan­tera, que es por donde, cuando voy por la calle, lo levanto para saludar».

Cunqueiro introduce los sombreros dentro de la materia de Bretaña. En el ciclo de Allrode, re­cuerda, un mozo sueña que había matado a su padre y que huye con la más joven de sus mujeres escondiéndose debajo de un sombrero mágico. Este sombrero era obra de Virgilio, una obra má.­gica, tan perfecta como «La Eneida», que hacía invisible a quien lo llevaba y era «redondo, de copa a la flamenca -se llamaba copa de Amberes-, negro, con fleco dorado en el ala ancha y se lla­maba Roarer, es decir 'bramador'», y fue propie­dad, en el siglo XVI, del rebelde irlandés Tyronne quien, con él calado, iba a beber a tabernas llenas de soldados británicos. Con motivo de ser cesado José Docampo Vázquez, cronista de la Villa de La Estrada, por haber proporcionado a los ediles para que votasen un sombrero a más de una, como si tales munícipes imitasen a Tristán Tzara compo­niendo poemas, Cunqueiro escribió un memorable artículo que se incluye en «El envés». Por él sa­bemos que los sombreros fabulosos son chinos, bizantinos o irlandeses. El sombrero chino tejido por Ze-Chuan, alegre vagabundo, comedor de bro­tes de bambú y excelente calígrafo, se había ena­morado de su dueño, que había dejado la ocupa­ción burocrática por escribir canciones para los días de fiesta y de luna llena; el bizantino contenía las cosas que su dueño quisiese y éste, un tal Teófilos, se lo dijo al Basileo, y en su presencia «empezó el cubrecabezas aquel a manar agua, a soltar palomas verdes y a echar humo; Teófilos metió la mano y sacó un pebetero encendido. Después de este ejercicio, lo querían decapitar. .. » En Irlanda era célebre el sombrero de Cuigh Mac Namara: «si se echaban en él veinte piedras, cada una con la inicial de un héroe, siempre salía la primera la de Cuigh si éste lo quería así, o la última si así lo deseaba». Como el chino y el bizantino, amaba a su amo también y fielmente le

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servía. Pero un sombrero, advierte Cunqueiro, puede ser también la forma del diablo y aclara: «Por lo que se sabe de los sombreros chinos y celtas y de los sombreros de los prestidigitadores y magos, éstos tienen el humor fantástico, sueltan gato por liebre, cintas de colores, conejos, palo­mas, vino tinto, y como uno que vi yo en Barce­lona, un loro que daba las buenas noches a la concurrencia ».

En el mundo mágico de bretones y celtas caben sombreros fabulosos, melancólicas princesas, es­forzados paladines y hasta un perdulario con dos pistolas, o el demonio Cobillon, perfumista, «que engañó a una viuda de Soria con palabra de ma­trimonio y un meteorito que olía a nardo de Va­lencia», o el Hugonote de Riol, «fantasma francés de la casona de Riol, en las Asturias de Oviedo, a quien el abate Laffite quiso llevar peregrino a San­tiago de Compostela en una ampolla de vidrio de Murano» . Mas es un ciclo melancólico, y aunque nunca llueva en las novelas de caballerías y se desarrollen en verano, Cunqueiro sabe a estas his­torias tocadas por una dorada luz otoñal. Merlín y la reina Doña Ginebra ( en «Merlín y familia» ) se han retirado a Miranda de Lugo tras la derrota deArturo, y allí aguardan a que el rey, convertido en cuervo, regrese de la isla de Avalon el año 7777 de la Creación del Mundo. En «El año del cometa con la batalla de los Cuatro Reyes», Arturo, que fue el rey de los veranos más luminosos y cuyo

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nombre debiera constar, al menos una vez, entodos los libros, es un anciano decrépito que gime (pág. 193): «¿Quién me dará la pomada? ¡Por mor de la etiqueta mi mujer no quiere, y sabe muy bien! ¡ Delicadas manos! ¡ Si fuese Lanzarote el hemorroico, ya estaría sacrificándose! » .

Cunqueiro se ha acercado a estos viejos mitos,a estos viejos cuentos célticos con ternura, con humor, con melancolía, con cierto sereno y apaci­ble escepticismo. En el artículo titulado «La farpa de Don Tristán», incluido en «Laberinto y Cía. »,presenta a Lanzarote, quien «para no ser cono­cido llevaba su escudo 'en sua funda', que por otros muchos textos sabemos que era bermeja.

-Señor -dixeron eles-, ¿quén sodes?-Eu son -dixo él-- un cabaleiro andante.-E sodes -dixeron eles- de casa de Rei

Artur? .._-Señores -dixo él-, non vos pese, que .. lnon vólo direi agora! »