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EL AGUA DE LA VIDA PARA REFLEXIONAR
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Había una vez tres personas que buscaban el agua de la vida,
esperando que, después de beberla, vivirían para siempre. Una de
estas personas era un guerrero.
En su opinión, el agua de la vida tendría muchísima fuerza sería
algo así como un torrente o una catarata y por eso se había
embutido en una Armadura y provisto de una espada, convencido
de que así podría vencer al agua y bebérsela.
La segunda persona era una hechicera. En su opinión, el agua de la
vida era mágica algo así como un remolino o un geiser, de manera
que podría controlarla con un hechizo.
Para ello, se había enfundado en una larga capa estrellada.
La tercera persona era un mercader. En su opinión, el agua de la
vida era tremendamente costosa algo así como una fuente de
perlas o de diamantes.
Por eso decidió llenarse todos los Bolsillos de su atuendo con
monedas de oro, con la esperanza de comprar el agua.
Pero cuando los viajeros llegaron a su destino, se encontraron con
que estaban muy equivocados. En efecto, el agua de la vida tenía
poco o nada que ver con lo que se habían imaginado. No era un
torrente susceptible de ser intimidado por una muestra de fuerza.
Ni tampoco era un remolino que pudiera ser encantado por un
hechizo. Y tampoco era una fuente de perlas o de diamantes que
pudiera comprarse con dinero. Era, simple y llanamente,
un pequeño arroyo de agua dulce. De hecho, lo único que hacía falta
para beneficiarse de los poderes mágicos del agua era arrodillarse
y beber. Claro que esto resultó mucho más difícil de lo que hubieran
imaginado.
El guerrero, con su armadura, era incapaz de ponerse de rodillas.
Por otra parte, la larga capa mágica de la hechicera perdía los
poderes mágicos en cuanto se manchaba de barro.
Y el mercader, con tanto dinero a cuestas, corría el riesgo de que las
monedas se le escaparan de los bolsillos y se colaran entre los
cantos del arroyo en el momento en que se arrodillara.
Así que ninguno de los tres, de pie como estaban, podía beber del
arroyo. Sólo había una solución posible para cada uno de ellos.
El guerrero se despojó de la armadura.
La hechicera arrojó al barro la capa.
Y el mercader se quitó la ropa que había llenado de monedas.
Y así, uno a uno, se fueron arrodillando para beber el agua del
arroyo que les concedería la vida eterna.
SE DESCONOCE EL AUTOR