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INTRODUCCIÓN ¿Puede clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como una flora o una fauna, con sus especies tropicales, polares, sus bruscas mutaciones, sus especies que están a punto de desaparecer? La civilización urbana es testigo de cómo se suceden, a ritmo acelerado, las generaciones de productos, de aparatos, de gadgets, por comparación con los cuales el hombre parece ser una especie particularmente estable. Esta abundancia, cuando lo piensa uno, no es más extraordinaria que la de las innumerables especies naturales. Pero el hombre ha hecho el censo de estas últimas. Y en la época en que comenzó a hacerlo sistemáticamente pudo también, en la Enciclopedia, ofrecer un cuadro completo de los objetos prácticos y técnicos de que estaba rodeado. Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no hablo de máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la producción acelera su nacimiento y su muerte, y nos falta un vocabulario para nombrarlos. ¿Hay quien pueda confiar en clasificar un mundo de objetos que cambia a ojos vistas y en lograr establecer un sistema descriptivo? Existen casi tantos criterios de clasificación como objetos mismos: según su talla, su grado de funcionalidad (cuál es su relación con su propia función objetiva), el gestual a ellos vinculado (rico o pobre, tradicional o no), su forma, su duración, el momento del día en que aparecen (presencia más o menos intermitente, y la conciencia que se tiene de la misma), la materia que transforman (en el caso del molino de café, no caben dudas, pero ¿qué podemos decir del espejo, la radio, el auto?). Ahora bien, todo objeto transforma alguna cosa, el grado de exclusividad o de socialización en el uso (privado, familiar, público, indiferente), etc. De hecho, todos estos modos de clasificación, en el caso de un conjunto que se halla en mutación y expansión continuas, como es el de los objetos, podrán parecer un poco menos contingentes que los de orden alfabético. El catálogo de la fábrica de armas de SaintÉtienne, a falta de un criterio de clasificación establecido, nos proporciona subdivisiones que no tienen que ver más que con los objetos definidos según su función: cada uno corresponde a una operación, a menudo ínfima y heteróclita, y en ninguna parte aflora un sistema de significados. 1 1 Pero la sola existencia de este catálogo es, por el contrario, rica en sentido; en su proyecto de nomenclatura completa existe una intensa significación cultural: que no se llega a los objetos más que a través de un catálogo, que puede ser hojeado “por puro gusto” como prodigioso manual, un libro de cuentos o un menú, etcétera. Capítulo: Introducción Editorial: Éditions Gallimard Lugar: París Año: 1968 UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS “EL SISTEMA DE LOS OBJETOS”, Jean Baudrillard.

Baudrillard - Maldonado - Manzini

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INTRODUCCIÓN

¿Puede clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como una flora o

una fauna, con sus especies tropicales, polares, sus bruscas mutaciones,

sus especies que están a punto de desaparecer? La civilización urbana es

testigo de cómo se suceden, a ritmo acelerado, las generaciones de

productos, de aparatos, de gadgets, por comparación con los cuales el

hombre parece ser una especie particularmente estable.

Esta abundancia, cuando lo piensa uno, no es más extraordinaria que la de

las innumerables especies naturales. Pero el hombre ha hecho el censo de

estas últimas. Y en la época en que comenzó a hacerlo sistemáticamente

pudo también, en la Enciclopedia, ofrecer un cuadro completo de los

objetos prácticos y técnicos de que estaba rodeado.

Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no hablo de

máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la producción

acelera su nacimiento y su muerte, y nos falta un vocabulario para

nombrarlos. ¿Hay quien pueda confiar en clasificar un mundo de objetos

que cambia a ojos vistas y en lograr establecer un sistema descriptivo?

Existen casi tantos criterios de clasificación como objetos mismos: según

su talla, su grado de funcionalidad (cuál es su relación con su propia

función objetiva), el gestual a ellos vinculado (rico o pobre, tradicional o

no), su forma, su duración, el momento del día en que aparecen

(presencia más o menos intermitente, y la conciencia que se tiene de la

misma), la materia que transforman (en el caso del molino de café, no

caben dudas, pero ¿qué podemos decir del espejo, la radio, el auto?).

Ahora bien, todo objeto transforma alguna cosa, el grado de exclusividad

o de socialización en el uso (privado, familiar, público, indiferente), etc.

De hecho, todos estos modos de clasificación, en el caso de un conjunto

que se halla en mutación y expansión continuas, como es el de los

objetos, podrán parecer un poco menos contingentes que los de orden

alfabético. El catálogo de la fábrica de armas de Saint–Étienne, a falta de

un criterio de clasificación establecido, nos proporciona subdivisiones que

no tienen que ver más que con los objetos definidos según su función:

cada uno corresponde a una operación, a menudo ínfima y heteróclita, y

en ninguna parte aflora un sistema de significados.1

1 Pero la sola existencia de este catálogo es, por el contrario, rica en sentido; en su

proyecto de nomenclatura completa existe una intensa significación cultural: que no se

llega a los objetos más que a través de un catálogo, que puede ser hojeado “por puro

gusto” como prodigioso manual, un libro de cuentos o un menú, etcétera.

Capítulo: Introducción

Editorial: Éditions Gallimard

Lugar: París

Año: 1968

UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS

“EL SISTEMA DE LOS OBJETOS”, Jean Baudrillard.

Page 2: Baudrillard - Maldonado - Manzini

A un nivel mucho más elevado el análisis funcional, formal y estructural

de los objetos, en su evolución histórica, que encontramos en Siegfried

Giedion (Mechanization Takes Command, 1948), esta suerte de epopeya

del objeto técnico señala los cambios de estructuras sociales ligados a

esta evolución, pero apenas si da respuesta a la pregunta de saber cómo

son vividos los objetos, a qué otras necesidades, aparte de las funcionales,

dan satisfacción, cuáles son las estructuras mentales que se traslapan con

las estructuras funcionales y las contradicen, en qué sistema cultural, infra

o transcultural, se funda su cotidianidad vivida. Tales son las preguntas

que me hago aquí. Así, pues, no se trata de objetos definidos según su

función, o según las clases en las que podríamos subdividirlos para

facilitar el análisis, sino de los procesos en virtud de los cuales las

personas entran en relación con ellos y de la sistemática de las conductas

y de las relaciones humanas que resultan de ello.

El estudio de este sistema “hablado” de los objetos, es decir, del sistema

de significados más o menos coherente que instauran, supone siempre un

plano distinto de este sistema “hablado”, estructurado más

rigurosamente que él, un plano estructural que esté más allá aun de la

descripción funcional: el plano tecnológico.

Este plano tecnológico es una abstracción: somos prácticamente

inconscientes, en nuestra vida ordinaria, de la realidad tecnológica de los

objetos. Y, sin embargo, esta abstracción es una realidad fundamental: es

la que gobierna las transformaciones radicales del ambiente. Incluso es, y

lo decimos sin afán de paradoja, lo que de más concreto hay en el objeto,

puesto que el proceso tecnológico es el de la evolución estructural

objetiva. Dicho con todo rigor, lo que le ocurre al objeto en el dominio

tecnológico es esencial, lo que le ocurre en el dominio de lo psicológico o

lo sociológico, de las necesidades y de las prácticas, es inesencial. El

discurso psicológico y sociológico nos remite continuamente al objeto, a

un nivel más coherente, sin relación con el discurso individual o colectivo,

y que sería el de una lengua tecnológica. A partir de esta lengua, de esta

coherencia del modelo técnico, podemos comprender qué es lo que les

ocurre a los objetos por el hecho de ser producidos y consumidos,

poseídos y personalizados.

Por lo tanto, es urgente definir desde el principio un plano de racionalidad

del objeto, es decir, de estructuración tecnológica objetiva. Veamos, en

Gilbert Simondon (Du mode d’existence des objets techniques, Aubier,

1958), el ejemplo del motor de gasolina: “En un motor actual, cada pieza

importante está hasta tal punto vinculada a las demás por cambios

recíprocos de energía que no puede ser distinta de como es. La forma de

la culata, el metal con que está hecha, en relación con todos los demás

elementos del ciclo, producen una determinada temperatura en los

electrodos de la bujía; a su vez, esta temperatura reacciona sobre las

características del encendido y del ciclo entero. El motor actual es

concreto, mientras que el motor antiguo es abstracto.

En el motor antiguo, cada elemento interviene, en un determinado

momento, en el ciclo, y después se le pide que ya no actúe sobre los

demás elementos; las piezas del motor son como personas que trabajaran

cada una por su parte, pero no se conocieran entre sí... De tal manera,

existe una forma primitiva del objeto técnico, la forma abstracta, en la

cual a cada unidad teórica material se la trata como un absoluto, que

necesita para su funcionamiento constituirse en sistema cerrado. En este

caso, la integración nos plantea la resolución de una serie de problemas...

Page 3: Baudrillard - Maldonado - Manzini

es entonces cuando aparecen estructuras particulares a las que podemos

llamar, para cada unidad constituyente, estructuras de defensa: la culata

del motor térmico de combustión interna se eriza de aletas de

enfriamiento. Éstas están añadidas desde el exterior, por así decirlo, al

cilindro y a la culata teórica y no cumplen más que una sola función, la de

enfriamiento. En los motores recientes, estas aletas desempeñan además

un papel mecánico, pues se oponen, a manera de nervaduras, a la

deformación de la culata por la presión de los gases... ya no podemos

distinguir las dos funciones: se ha desarrollado una estructura única, que

no es una componenda, sino una concomitancia y una convergencia: la

culata nervada puede ser más delgada, lo cual permite un enfriamiento

más rápido; la estructura ambivalente aletas–nervaduras cumple

sintéticamente, y de manera mucho más satisfactoria, las dos funciones

antaño separadas: integra las dos funciones, rebasándolas...

Diremos entonces que esta estructura es más concreta que la anterior y

corresponde a un progreso objetivo del objeto técnico: el problema

tecnológico real es el de una convergencia de las funciones en una unidad

estructural y no el de la búsqueda de una componenda entre las

exigencias rivales. En el caso límite, en este paso de lo abstracto a lo

concreto, el objeto técnico tiende a alcanzar el estado de un sistema

totalmente coherente consigo mismo, plenamente unificado”.

Este análisis es esencial. Nos proporciona los elementos de una

coherencia jamás vivida, jamás legible en la práctica. La tecnología nos

cuenta una historia rigurosa de los objetos, en la que los antagonismos

funcionales se resuelven, dialécticamente, en estructuras más amplias.

Cada transición de un sistema a otro mejor integrado, cada conmutación

en el interior de un sistema ya estructurado, cada síntesis de unificaciones

hace que surja un sentido, una “pertinencia” objetiva independiente de

los individuos que la llevarán a cabo: nos encontramos en el nivel de una

lengua, y por analogía con los fenómenos de la lingüística, podríamos

llamar “tecnemas” a estos elementos técnicos simples (diferentes de los

objetos reales) en cuyo juego se funda la evolución tecnológica. A este

nivel, es posible pensar en una tecnología estructural, que estudie la

organización concreta de estos tecnemas en objetos técnicos más

complejos, su sintaxis en el seno de conjuntos técnicos simples (diferentes

de los objetos reales), en el seno de conjuntos técnicos privilegiados y las

relaciones tecnológicas de sentido entre estos diversos objetos conjuntos.

Pero esta ciencia no puede ejercerse rigurosamente más que en sectores

restringidos que van de las investigaciones de laboratorio a las

realizaciones muy técnicas como las de la aeronáutica, la astronáutica, la

marina, los grandes camiones de transporte, las máquinas

perfeccionadas, etc. Allí donde la urgencia técnica hace que se emplee a

fondo la constricción estructural, allí donde el carácter colectivo e

impersonal reduce al mínimo la influencia de la moda. Mientras que el

automóvil se agota en el juego de las formas, mientras conserva un status

tecnológico minoritario (enfriamiento por agua, motor de cilindros, etc.),

la aviación, por su parte, está obligada a producir los objetos técnicos más

concretos por simples razones funcionales (seguridad, velocidad, eficacia).

En este caso, la evolución tecnológica sigue una línea casi pura. Pero es

evidente que, para dar cuenta y razón del sistema cotidiano de los

objetos, este análisis tecnológico estructural es insuficiente. Se puede

Page 4: Baudrillard - Maldonado - Manzini

soñar en una descripción completa de los tecnemas y de sus relaciones de

sentido que baste para agotar el mundo de los objetos reales. Pero no es

más que un sueño. La tentación de utilizar los tecnemas como astros en la

astronomía, es decir, según Platón “del mismo modo que la geometría,

valiéndonos de problemas, sin detenernos en lo que pasa por el cielo, si

queremos hacernos verdaderos astrónomos y convertir en útil lo que hay

por naturaleza de inteligente en el alma” (La República, VII, iv–2), tropieza

inmediatamente con la realidad psicológica y sociológica vivida de los

objetos, que constituye, más allá de su materialidad sensible, un cuerpo

de constricciones tales que la coherencia del sistema tecnológico se ve

continuamente modificada y perturbada. Es esta perturbación, y cómo la

racionalidad de los objetos choca con la irracionalidad de las necesidades,

y cómo esta contradicción hace surgir un sistema de significados que se

proponen resolverla, lo que nos interesa aquí, y no los modelos

tecnológicos sobre cuya verdad fundamental, sin embargo, se destaca

continuamente la realidad vivida del objeto.

Cada uno de nuestros objetos prácticos está ligado a uno o varios

elementos estructurales, pero, por lo demás, todos huyen continuamente

de la estructuralidad técnica hacia los significados secundarios, del

sistema tecnológico hacia un sistema cultural. El ambiente cotidiano es,

en gran medida, un sistema “abstracto”: los múltiples objetos están, en

general, aislados en su función, es el hombre el que garantiza, en la

medida de sus necesidades, su coexistencia en un contexto funcional,

sistema poco económico, poco coherente, análogo a la estructura arcaica

de los motores primitivos de gasolina: multiplicidad de funciones

parciales, a veces indiferentes o antagónicas. Por lo demás, en la

actualidad no se tiende a resolver esta incoherencia, sino a dar

satisfacción a las necesidades sucesivas mediante objetos nuevos.

Así ocurre que cada objeto, sumado a los demás, subviene a su propia

función, pero contraviene al conjunto, y a veces incluso subviene y

contraviene, al mismo tiempo, a su función propia.

Además, como las connotaciones formales y técnicas se añaden a la

incoherencia funcional, es todo el sistema de las necesidades (socializadas

o inconscientes, culturales o prácticas), todo un sistema vivido inesencial,

el que refluye sobre el orden técnico esencial y compromete el status

objetivo del objeto.

Pongamos un ejemplo: lo que es esencial y estructural y, por

consiguiente, lo que es más concretamente objetivo en un molino de café,

es el motor eléctrico, es la energía distribuida por la central, son las leyes

de producción y de transformación de la energía (lo que es ya menos

objetivo, porque es relativo a la necesidad de una determinada persona,

es su función precisa de moler el café); lo que no tiene nada de objetivo y,

por consiguiente, es inesencial, es que sea verde y rectangular, o rosa y

trapezoidal. Una misma estructura, el motor eléctrico, puede

especificarse en diversas funciones: la diferenciación funcional es ya

secundaria (por lo cual puede caer en la incoherencia del gadget.). El

mismo objeto–función, a su vez, puede especificarse en diversas formas:

estamos aquí en el dominio de la “personalización”, de la connotación

formal, que es el de lo inesencial. Ahora bien, lo que caracteriza al objeto

industrial por contraposición al objeto artesanal es que lo inesencial ya no

se deja al azar de la demanda y de la ejecución individuales, sino que en la

Page 5: Baudrillard - Maldonado - Manzini

actualidad lo toma por su cuenta y lo sistematiza la producción2 que

asegura a través de él (y la combinatoria universal de la moda) su propia

finalidad.

Es esta inextricable complicación lo que determina que las condiciones de

autonomización de una esfera tecnológica y, por consiguiente, de

posibilidad de un análisis estructural en el dominio de los objetos no sean

las mismas que en el dominio del lenguaje. Si se exceptúan los objetos

técnicos puros con los que nunca tenemos que ver en su calidad de

sujetos, observaremos que los dos niveles, el de la denotación objetiva y

el de la connotación (por los cuales el objeto es caracterizado,

comercializado y personalizado hasta llegar al uso y entrar en un sistema

cultural), no son, en las condiciones actuales de producción y de

consumo, estrictamente disociables, como lo son los de la lengua y la

palabra en lingüística. El nivel tecnológico no es una autonomía

estructural tal que los “hechos de palabra” (aquí, el objeto “hablado”) no

tengan más importancia en un análisis de los objetos que la que tienen en

el análisis de los hechos lingüísticos. Si el hecho de pronunciar la r

arrastrada o guturalmente no cambia nada en el sistema del lenguaje, es

decir, si el sentido de connotación no pone para nada en peligro a las

estructuras denotadas, la connotación de objeto, por su parte, afecta y

altera sensiblemente a las estructuras técnicas. A diferencia de la lengua,

la tecnología no constituye un sistema estable. Al contrario de los

monemas y de los fonemas, los tecnemas se hallan en evolución continua.

2 Las modalidades de transición de lo esencial a lo inesencial son hoy relativamente

sistemáticas. Esta sistematización de lo inesencial tiene aspectos sociológicos y psicológicos, y tiene también una función ideológica de integración (véase “Modelos y series”).

Ahora bien, el hecho de que el sistema tecnológico esté hasta tal punto

implicado, por su revolución permanente, en el tiempo mismo de los

objetos prácticos que lo “hablan” (lo cual es también el caso de la lengua,

pero en medida infinitamente menor); el hecho de que este sistema tenga

como fines un dominio del mundo y una satisfacción de necesidades, es

decir, fines más concretos, menos disociables de la praxis que la

comunicación que es el fin del lenguaje; el hecho, por último, de que la

tecnología dependa estrictamente de las condiciones sociales de la

investigación tecnológica y, por consiguiente, del orden global de

producción y de consumo, limitación externa que no se ejerce, de ninguna

manera, sobre la lengua, de todo esto resulta que el sistema de los

objetos, a diferencia del de la lengua, no puede describirse

científicamente más que cuando se lo considera, a la vez,

como resultado de la interferencia continua de un sistema de prácticas

sobre un sistema de técnicas. Lo que nos da cuenta y razón de lo real no

son tanto las estructuras coherentes de la técnica como las modalidades

de incidencia de las prácticas en las técnicas, o más exactamente, las

modalidades de contención de las técnicas por las prácticas. Y, para

decirlo todo de una vez, la descripción del sistema de los objetos tiene

que ir acompañada de una crítica de la ideología práctica del sistema.

En el nivel tecnológico no hay contradicción: sólo hay sentido. Pero una

ciencia humana tiene que ser del sentido y del contrasentido: de cómo un

sistema tecnológico coherente se difunde en un sistema práctico

incoherente, de cómo la “lengua” de los objetos es “hablada”, de qué

manera este sistema de la “palabra” (o intermediario entre la lengua y la

palabra) oblitera al de la lengua. Por último, ¿dónde están, no la

Page 6: Baudrillard - Maldonado - Manzini

coherencia abstracta, sino las contradicciones vividas en el sistema de los

objetos?3

3 Con fundamento en esta distinción, podemos establecer una analogía estrecha entre el

análisis de los objetos y la lingüística o, más bien, la semiología. Aquello a lo que, en el

campo de los objetos, llamamos diferencia marginal, o inesencial, es análogo a la noción

semiológica de “campo de dispersión”. “El campo de dispersión está constituido por las

variedades de ejecución de una unidad (de un fonema, por ejemplo), mientras estas

variedades no traigan consigo un cambio de sentido (es decir, no pasen al rango de

variaciones pertinentes)... En alimentación, se podrá hablar de campo de dispersión de un

plato, el que estará constituido por los límites en los cuales este plato sigue siendo

significante, cualesquiera que puedan ser las ‘fantasías’ de su ejecutor. A las variedades

que componen el campo de dispersión se lasbllama variantes combinatorias. No participan

en la conmutación del sentido, no son pertinentes... Desde hace mucho tiempo se han

considerado las variaciones combinatorias como hechos de palabra; es cierto que se les

asemejan muchísimo, pero en la actualidad se las considera como hechos de lengua,

puesto que son ‘obligadas’.” (Roland Barthes, Communications , núm. 4, p. 128.) Y R.

Barthes añade que esta noción habrá de ocupar un lugar preponderante en semiología,

pues estas variaciones, que son insignificantes en el plano de la denotación, pueden

volverse de nuevo significantes en el plano de la connotación.

Se observa una profunda analogía entre variación combinatoria y diferencia marginal:

ambas tienen que ver con lo esencial, carecen de pertinencia, dependen de una

combinatoria y cobran su sentido al nivel de la connotación. Pero la distinción capital es

que, si la variación combinatoria sigue siendo exterior e indiferente al plano semiológico

de denotación, la diferencia marginal, por su parte, nunca es precisamente “marginal”.

Esto se debe a que el plano tecnológico no designa, como el de la lengua para el lenguaje,

una abstracción metodológica fija, que llega al mundo real por intermedio de las

connotaciones, sino un esquema estructural evolutivo que las connotaciones (las

diferencias inesenciales) fijan, estereotipan y hacen regresar. El dinamismo estructural de

la técnica se fija al nivel de los objetos en la subjetividad diferencial del sistema cultural, el

cual repercute en el orden técnico.

Page 7: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Cuerpo humano y conocimiento digital

En los últimos tiempos, el cuerpo (humano) no goza de demasiada estima

entre los partidarios del ciberespacio. Algunos, los más indulgentes, lo ven

con bonachona y resignada desconfianza. Otros, en cambio, expresan por

él un arrogante y rencoroso desprecio. Nuestro cuerpo sería, para ellos,

anticuado, superado, en fin, obsoleto. Tras haber permanecido sin

variaciones durante miles de años ahora debería ser cambiado, sustituido

por otro más a la altura de los nuevos y apremiantes desafíos que

provienen de un entorno cada vez más condicionado por las nuevas

tecnologías.

Un artista australiano, conocido por sus fantasiosas performances

biónicas, escribe: «Es tiempo de preguntarse si un cuerpo bípedo, dotado

de visión binocular y con un cerebro de 1.400 cc, constituye una forma

biológica adecuada». Su respuesta es negativa. Y añade: «Ya no tiene

sentido considerar al cuerpo como un lugar de la psique o de lo social,

sino más bien como una estructura a la que controlar y modificar. El

cuerpo no como sujeto sino como objeto, no como objeto de deseo sino

como objeto de rediseño». Y aún más: «Ya no nos beneficia en nada seguir

siendo humanos o evolucionar como especie, la evolución termina cuando

la tecnología invade el cuerpo» (Stelarc, 1994, págs. 63-65).

Desde luego, este modo de pensar (y de expresarse) pertenece al

tradicional estilo fideísta y voluntarista propio de los manifiestos de las

vanguardias artísticas. Se anuncian, en tono apodíctico, inminentes

transformaciones epocales, sin aclarar, en términos plausibles, cómo

podrían acaecer. No querría excluir que frente a estas temerarias

lucubraciones es posible, e incluso culturalmente justificado, asumir una

actitud condescendiente, argumentando que, después de todo, sólo se

trata de provocaciones poéticas, a las cuales se debe reconocer el mérito

de remover un mundo demasiado saturado de certezas.

Esta actitud que, teóricamente, habría podido ser la mía, no carece de

contraindicaciones. La principal es que semejantes teorías encuentran

una amplia resonancia en los media y, por tanto, una difusa credibilidad:

son muchos los que, consolados, por otra parte, por la autoridad de

Marvin Minsky, «piensan que el cuerpo se debe tirar, que el wet ware, la

materia húmeda en el interior del cráneo, el cerebro, debe ser sustituida»

(D. de Kerckhove, 1994, pág. 58). La apuesta en juego, filosófica y

políticamente hablando, es demasiado alta para tomar a la ligera estas

afirmaciones. Como veremos más adelante, la progresiva artificialización

del cuerpo es un hecho ya patente. Y es seguro que, en el futuro, nuevas

Capítulo: 3-Cuerpo humano y conocimiento digital

Editorial: Paidós Ibérica

Lugar: Barcelona

Año: 1998

UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS

“Crítica de la razón informática”, Tomás Maldonado

Page 8: Baudrillard - Maldonado - Manzini

prótesis, cada vez más refinadas, vendrán a enriquecer sus actuales

prestaciones.

El problema no es, pues, para mí, tanto la defensa a ultranza de la

sacralidad natural del cuerpo, o sea creer que entre la técnica y el cuerpo

no pueda haber, como, por otra parte, siempre ha ocurrido, momentos de

convergencia funcional. No hay duda de que los confines entre la vida

natural y la vida artificial hoy aparecen cada vez más huidizos. La tesis

sostenida por G. Canguilhelm, hace treinta años, sobre la continuidad

entre la vida y la técnica, entre el organismo y la máquina, parece

encontrar ahora su definitiva confirmación (G. Canguilhelm, 1965). No

están los androides por una parte y los no-androides por la otra. En la

actualidad, los intercambios son intensos y frecuentes, y los fenómenos

de (casi) hibridación y simbiosis están a la orden del día (K.M. Ford, C.

Glimour y P.J. Bayes, 1995).

Por otra parte, el cuerpo siempre ha estado condicionado (e incluso

determinado y conformado) por las técnicas socioculturales. Basta citar

las «técnicas del cuerpo» (M. Mauss, 1968) y las técnicas (o prácticas)

sociales coercitivas que se ejercitan sobre un cuerpo convertido en

objeto, sobre un «cuerpo-objeto» (M. Foucault, 1975). Las primeras nos

explican cómo los hombres, en toda sociedad, saben servirse del propio

cuerpo; las segundas cómo los hombres, en toda sociedad, se sirven del

cuerpo de los demás para los propios fines.1

Prescindiendo de sus aspectos cómicos y grotescos, lo que no convence

en los discursos sobre la necesidad de tirar el cuerpo humano (cerebro

incluido) al cubo de las especies extinguidas es la sospecha (y en mi caso

más que la sospecha) de que detrás de tales discursos se esconde la vieja

1 Véase B. Huisman y F. Ribes (1992), pág. 142

aversión del cristianismo hacia el cuerpo. Esta vez repropuesta con la

apariencia de una ideología neomecanicista y. de ciencia ficción. Porque la

verdad es que el prejuicio contra el cuerpo -el «abominable cuerpo»- fue

una de las contribuciones más nefastas del cristianismo a nuestra cultura

(J. Le Goff, 1985). Una herencia que ha marcado profundamente las

relaciones con nosotros mismos y con los demás.2

Ya Nietzsche (1960, págs. 300-301) lo había intuido, y de ello derivaba su

odio contra los «despreciadores del cuerpo» (<<die Vedichter des

Leibes»). Por lo demás, la historia nos ha dejado una enseñanza que no se

puede (ni se debe) olvidar: el desprecio del cuerpo (sobre todo el de los

demás) ha sido demasiado a menudo la antesala de la despiadada

aniquilación de los cuerpos de mujeres y hombres. Lo testimonia

profusamente la experiencia del universo inquisitorial, pero también del

concentracional (J.-M. Chaumont, 1992). Deberíamos ser cautos, pues,

con la teoría de un cuerpo humano obsoleto e ineficaz al que tirar, y

también con la idea de un cuerpo que replantear sobre la base de un

modelo ideal. También este esencialismo biológico nos trae recuerdos

nada agradables.

Pero si las teorías de estos modernos «despreciadores del cuerpo»

pueden tener, como hemos visto, implicaciones moral y políticamente

execrables, esto no significa que el tema de la relación entre el cuerpo y la

tecnología no sea de extremada importancia en la sociedad

hipermoderna: afecta ante todo al modo en que nuestro cuerpo vivirá la

aventura de una continuidad entre natural y artificial llevada a sus

extremas consecuencias. Y las incógnitas, digámoslo también, son

muchas.

2 Para una defensa del papel del cuerpo en el cristianismo, véase G. Leclercq (1996).

Page 9: Baudrillard - Maldonado - Manzini

¿Cómo se configurará, en esta perspectiva, el intercambio de nuestro

cuerpo con el medio ambiente y con los demás cuerpos? ¿Nacerán de

este intercambio nuevas formas de sensorialidad, sensualidad y

sensibilidad, o sólo nuevas variantes (o nuevos rituales) de las ya

conocidas? Y en el caso de que las formas en cuestión fueran

verdaderamente nuevas, ¿deberíamos atribuir- las, una vez más, a la

presunta calidad congénita de las mujeres, y sólo de las mujeres, de

actuar creativamente en este campo? O bien, ¿identificar a las mujeres,

siempre y en cualquier caso, con el universo de la sensorialidad,

sensualidad y sensibilidad no es más que un estereotipo interpretativo

ideado por los hombres para segregar a las mujeres y condenado a

desaparecer?

¿Pero si las mujeres se decidieran a aceptar el desafío artificialista, esto

significaría desembarazarse, por su parte, de la opción naturalista -

«nosotras, las mujeres, responsables privilegiadas de la suerte de la

madre naturaleza»- hoy favorecida por algunas corrientes del feminismo,

opción que ha tenido como consecuencia un alejamiento cada vez mayor

de las mujeres de la participación (y gestión) del desarrollo técnico-

científico?

Donna J. Haraway (1991), importante representante del feminismo

californiano, está convencida de ello. Y no sólo eso. Ella asume, me parece

que sin resistencia, todas las consecuencias de su opción artificialista. La

primera, quizá la más valiente, es la de aceptar la propia condición de

cyborg, una condición ni inocente ni sublime, pero de la cual, a su

parecer, no se puede escapar. «A finales del siglo veinte -escribe

Haraway- en este tiempo mítico nuestro, todos somos quimeras, híbridos

teorizados y fabricados de máquina y organismo: en breve, todos somos

cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos da nuestra política.» (Trad.

ital., págs. 40-41.)

Conciencia del cuerpo

Es una convicción muy difundida que los seres humanos, a diferencia de

los demás seres vivos, son conocedores (o conscientes) de que tienen un

cuerpo.3

Se trata de una convicción que, por su perogrullesca obviedad, pertenece

desde siempre a nuestro sentido común. Hasta el punto de que cualquier

intento de demostrar su Jalta de fundamento no es, de costumbre,

benévolamente recibido. Es más, se lo juzga un intento desatinado. Y con

razón. Porque, si se lo piensa, es de veras desatinado querer sostener,

contra toda evidencia, que no somos conscientes de nuestro cuerpo.

Sobre todo cuando, en apoyo de esta tesis, se recurre al argumento,

como poco, sorprendente, de que el cuerpo es sólo una ilusión de nuestra

mente y que, por tanto, sería inútil interrogarse sobre el conocimiento (o

no) de algo que no existe.

Estimo que esta teoría, fruto del celo especulativo de un crepuscular

idealismo subjetivo, es filosóficamente aberrante, además de

manifiestamente falsa. Y creo que es preciso rechazada sin rodeos.

Incluso a riesgo de ser tachados de obtuso materialismo, de ingenuo

realismo, o aún peor. Poco importa.

Dicho esto, me parece, en cualquier caso, oportuno evidenciar algunos

matices interpretativos sobre la convicción, evocada al principio, de que

somos, a diferencia de otros seres vivos, conscientes de que tenemos un

cuerpo.

Prescindiendo de la conocida dificultad de demostrar que los otros seres

vivos son capaces (o no) de un comportamiento genuinamente

3 J. Starobinski (1981) y F. Dolto (1984).

Page 10: Baudrillard - Maldonado - Manzini

consciente, queda el problema del modo en que, en los seres humanos, se

prefigura: el conocimiento del propio cuerpo.

Detengámonos un momento en la premisa de que somos conscientes de

que tenemos un cuerpo. Hay algo que no convence en el uso del verbo

tener. Estimo que es, en última instancia, desorientador sobre la

verdadera naturaleza de nuestra conciencia corporal. La idea de tener un

cuerpo permite suponer que estamos en posesión de un cuerpo. Algo de

lo que nosotros, en un momento dado, nos hemos adueñado. Algo que

antes no teníamos y que, de repente, hemos adquirido o nos ha sido

concedido.

Bien mirado, ser conscientes de nuestro cuerpo es un hecho extraño a la

idea de posesión. En nuestro cotidiano cuerpo a cuerpo con nuestro

cuerpo, nunca pensamos que estamos en posesión de un cuerpo, sino

sencillamente que somos un cuerpo. Los dolores y los placeres de nuestro

cuerpo son nuestros dolores y placeres.

Desde luego, en la tradición mística oriental, y también en la occidental,

se ha teorizado (y practicado) la posibilidad de enajenarse, de

desembarazarse del propio cuerpo: una especie de rechazo a ser un

cuerpo en el sentido antes discutido. Más bien se ha querido considerar

que estamos en posesión de un cuerpo y, por tanto, que tenemos libertad

para eximimos de semejante posesión. En breve, de que somos libres

para despojarnos del cuerpo.

Sin entrar a discutir sobre la naturaleza de estas eventuales experiencias

trascendentales del cuerpo, debo decir que mi posición es otra. Para mí,

el cuerpo debe ser entendido más bien como nuestra irrenunciable

realidad cotidiana, como el cuerpo vivido cada día, y en primera persona,

por todos y cada uno de nosotros, como el cuerpo que es sensorialidad,

sensibilidad y sensualidad, en suma, como el cuerpo que somos.

Personalmente estoy persuadido de que, antes de ser un objeto de

sofisticadas reflexiones metafísicas, o de estimulantes valoraciones de

matriz psicoanalítica, o de insensatas conjeturas de ciencia ficción sobre

su futuro, el cuerpo humano es un objeto de conocimiento. En efecto, el

modo de ser conscientes del cuerpo parece íntimamente ligado al

conocimiento que, en cada época, hemos tenido de nuestra realidad

corporal. Pero no sólo eso: además de objeto de conocimiento, el cuerpo

ha sido también un sujeto técnico, un punto de referencia fundamental de

nuestra laboriosidad técnica.

Es superfluo recordar que nuestro cuerpo tiene una historia. La historia

del hombre es, entre muchas otras cosas, la historia, de una progresiva

artificialización del cuerpo, la historia de una larga marcha hacia un cada

vez mayor enriquecimiento instrumental en nuestra relación con la

realidad. Lo cual, a fin de cuentas, no significa más que la creación de

nuevos artefactos destinados a suplir (o completar) las congénitas

carencias prestacionales de nuestro cuerpo. Así nace, en torno a él, un

heterogéneo cinturón de prótesis: prótesis motoras, sensoriales e

intelectivas. El cuerpo, en suma, se convierte en protésico.

Sin embargo, el cuerpo protésico, el cuerpo que hace de sujeto técnico (o,

mejor, tecnificado), no sólo tiene una relevancia operativa, no sólo se

pone al servicio de la necesidad de volvemos más eficaces en la relación

performativa con el medio ambiente. El cuerpo protésico se ha

convertido, hoy en día, también en un formidable instrumento

cognoscitivo de la realidad en todas sus articulaciones, sin excluir, está

claro, su misma realidad.

Artefactos y cuerpo protésico

Si ahora queremos avanzar en el análisis, debemos llamar en nuestra

ayuda a un concepto recurrente en el discurso de los arqueólogos. Aludo

Page 11: Baudrillard - Maldonado - Manzini

a la noción de artefacto. Se puede decir que; genéricamente hablando, el

artificio es el resultado de la techne, del hacer con arte, el artefacto es su

producto concreto. La cultura material de una sociedad es el conjunto de

todos los artefactos que tal sociedad ha creado.

Hoy hay un acuerdo general en considerar que los artefactos no son más

que prótesis. De ordinario, por prótesis se entienden estructuras

artificiales que sustituyen, completan o potencian, parcial o totalmente,

una determinada prestación del organismo. Las más conocidas son, por

ejemplo, las dentales y ortopédicas. Pero la noción de prótesis asume

ahora un sentido mucho más amplio.

Desde esta óptica, se ha hecho necesario desarrollar una articulada

taxonomía del universo protésico. Están, en primer lugar, las prótesis

motoras destinadas a acrecentar nuestra prestación de fuerza, de

destreza o de movimiento. A esta categoría pertenecen todos los

utensilios y herramientas que, desde siempre, nos han ayudado a hacer

más fácil y precisa la elaboración de la materia. Prótesis motoras son, por

ejemplo, el martillo, el cuchillo, la tenaza, el destornillador, las tijeras, las

pinzas, el cincel y la sierra, pero también todas las máquinas herramientas

de la moderna producción industrial. Por otra parte, forman parte de la

misma categoría los medios de transporte y de locomoción. En un primer

momento, puede parecer extraño decir que la bicicleta, la motocicleta, el

automóvil, el tractor, el tren y el avión son prótesis. Si se reflexiona,

empero, es difícil no reconocer 'que efectivamente lo son: es obvio que

facilitan nuestra movilidad, amplían nuestro radio de acción y nos hacen

accesibles espacios que, de otro modo, habrían sido inalcanzables. Son

prótesis porque suplen y subrogan.

Otra importante categoría está constituida por las prótesis

sensorioperceptivas. Prótesis de este tipo son los dispositivos para

corregir minusvalías de la vista o del oído (gafas y prótesis acústicas), pero

no sólo eso. Pertenecen a dicha categoría también todos los aparatos y

los instrumentos que nos permiten percibir esos niveles de la realidad

que, normalmente, no son accesibles (el microscopio, el telescopio, los

aparatos de radiología médica computadorizada, etc.). Prótesis

sensorioperceptivas se pueden considerar igualmente las técnicas que,

entre otras cosas, fijan, registran y documentan imágene9 (la fotografía,

la cinematografía, la televisión, etc.).

Además de las prótesis motoras y de las sensorioperceptivas, hay una

tercera categoría: las prótesis intelectivas. El ser humano, pese a su

excepcional capacidad intelectiva, o quizás a causa de dla, tiende a

potenciada cada vez más, recurriendo a dispositivos que permiten

almacenar y procesar una sorprendente cantidad de datos. El más

importante ejemplo de esta clase de dispositivo es el moderno

ordenador, cuyos tímidos precursores han sido indudablemente el viejo

ábaco y la regla de cálculo. Otros ejemplos de prótesis intelectivas son el

lenguaje y la escritura.

Hay, asimismo, una cuarta familia de prótesis nacida recientemente. Me

refiero, en concreto, a las prótesis sincréticas. En este caso, los tres tipos

de prótesis (motoras, sensorioperceptivase intelectivas) confluyen en una

única y articulada agrupación funcional. Una variedad de estas prótesis, si

no la única quizá la más importante, está constituida por los robots

industriales. Sobre todo los de la última generación, los denominados

robots inteligentes. Notoriamente, los robots industriales inteligentes son

sistemas mecánicos altamente automatizados, o sea mecanismos en

condiciones de realizar, sin (o con un mínimo de) participación operativa

del hombre, complejísimas intervenciones tanto de desplazamiento y

elaboración de materiales como de manipulación de equipamientos,

maquinarias y componentes. Se trata de sistemas mecánicos

preprogramados que, gracias a los formidables progresos de la

informática y de la microelectrónica, consiguen combinar

Page 12: Baudrillard - Maldonado - Manzini

interactivamente cálculo, acción y percepción en la gestión de los

procesos productivos.

En síntesis, se puede decir, para entendemos, que los robots son

estructuras que «piensan», «actúan» y «perciben». (Por supuesto, aquí

las comillas son obligatorias.)

He aquí por qué los robots de la última generación, por la tarea vicaria

global que asumen, deben ser estimados prótesis sincréticas. No

obstante, alguien podría objetar que semejante prótesis no es, con toda

lógica, una prótesis propiamente dicha. Va de suyo que una prótesis es tal

cuando, y sólo cuando, existe un sujeto respecto al cual desarrolla su

función integradora o sustitutiva. En el caso hipotético de que un robot

alcanzara un estado de absoluta autorreferencialidad y autosuficiencia,

difícilmente se lo podría juzgar sensu stricto una prótesis.

Pero, bien mirado, esta total autonomía de un robot, autonomía

entendida, sin más, como capacidad de autodiseño, autoprogramación y

autorreproducción, es de veras hipotética. Hoy en día, el robot, incluso el

más sofisticado, es proyectado, programado y reproducido por nosotros.

Es, por consiguiente, una creación nuestra. En la práctica, un sosias

nuestro al que confiamos la tarea de desarrollar, en nuestro nombre,

determinadas funciones que nosotros, no importa por qué motivo,

preferimos no asumir en primera persona. Desde esta óptica, el robot

debe ser considerado, fuera de toda duda razonable, una prótesis.

Natural-artificial Pienso que ahora es importante tratar de aclaramos las ideas sobre este

aspecto de nuestro asunto. Normalmente, el artificio es tomado como el

resultado de un hacer humano con arte y la naturaleza, en cambio, como

una realidad hecha por sí misma. La naturaleza, por consiguiente, es

entendida como una realidad autónoma, una realidad que se sitúa más

acá y más allá de la intervención con arte.

No se puede olvidar al respecto que la contraposición naturaleza-artificio

no es en absoluto nueva.4 Ya en la antigüedad se verifica el duro

enfrentamiento entre naturalistas y artificialistas, entre aquellos para los

cuales la naturaleza se hace por sí misma y aquellos para los que todo,

incluida la naturaleza, es artificio. Plinio el Viejo, con su Historia naturalis,

es el representante más radical del naturalismo. En efecto, Plinio sacraliza

la idea de la naturaleza: la naturaleza es (y debe seguir siendo) ajena al

artificio. Es más, el artificio es demonizado, se 10 juzga una calamidad

para la naturaleza. En la misma línea se mueve Diógenes de Sínope, el

gran anticipador del moderno fundamentalismo ecológico. Para Diógenes,

nunca se debe menoscabar el orden de la naturaleza. Ni siquiera la

necesidad de satisfacer las necesidades humanas justifica recurrir al

artificio, ya que, según Diógenes, el artificio siempre contribuye a

desnaturalizar la naturaleza. Y, por tanto, a desnaturalizar al hombre.

El poeta Lucrecio, en cambio, es el representante, no menos radical, del

artificialismo. Siguiendo los pasos de Epicuro, Lucrecio enuncia su

memorable apotegma: «Nada es naturaleza, todo es artificio». Pero el

dicho lucreciano resume muy bien sólo un aspecto, si bien importante, del

artificialismo: subraya la congénita tendencia de la realidad (natural) a

autoartificiali¬zarse, a autoorganizarse y a cambiar sus formas,

estructuras y funciones en el curso del tiempo. Hasta el punto de que la

realidad acaba por identificarse totalmente con el artificio.

4 Debemos un documentado informe sobre la continuidad de este tema en la historia del

pensamiento occidental sobre todo a los estudiosos franceses]. Ehrhard (1963), S.

Moscovici (1968), R. Lenoble (1969) y e. Rosset (1973); véase G. Bohne (1989).

Page 13: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Hay otro aspecto, empero, que no está presente en Lucrecio. O al menos

sólo lo está de manera implícita. Me refiero a la artificialización como

resultado de la intervención directa del hombre sobre la naturaleza, un

proceso mediante el cual el hombre, desde el exterior, contribuye a

artificializar la naturaleza. Digo que, en Lucrecio, esto está presente de

manera implícita porque si «todo es artificio», como afirma, nada impide

ver en la actuación del hombre uno de los factores, con seguridad el más

decisivo, de autoartificialización de la realidad.

Ahora querría citar a cuatro grandes pensadores modernos que han

defendido un artificialismo muy similar al de Lucrecio. Aludo a Voltaire,

d'Alembert, Kant y Marx. «Me llaman naturaleza y yo soy toda arte», dice

Voltaire. En una famosa definición de d' Alembert, la naturaleza es, entre

otras cosas, <el conjunto de las cosas creadas», también de las creadas

por el hombre. Kant va más allá: «el arte de la naturaleza es una técnica

de la naturaleza». Marx habla de «naturaleza humanizada» y de

«naturaleza artificializada».

En estas cuatro tomas de posición se transparenta, con distintos matices,

la común voluntad de romper el aislamiento de la idea de naturaleza, tal

como había sido postulada por los naturalistas: la idea, a mi parecer

errónea, de que naturaleza y artificio son dos compartimentos estancos.

Y, siempre y en cualquier caso, contrapuestos. Pero se entrevé también

una mal oculta desconfianza hacia el mismo término naturaleza. En el

siglo XX, esta desconfianza se transformará en un franco repudio. Freud,

por ejemplo, no esconde su profunda aversión al respecto. El término

naturaleza, escribe Freud, encubre «una abstracción vacía y está

desprovisto de todo interés práctico».

En efecto, en el contexto de un discurso científico, basado en la

objetividad y en la verificación empírica, el término naturaleza resulta

poco útil, por cuanto, la mayoría de las veces, hace referencia a valores y

creencias de corte romántico (e incluso sentimental) que tienen sentido,

desde luego, en un contexto literario (o artístico), pero relativamente

poco fuera de él. Sin contar con el hecho de que, en el lenguaje cotidiano,

la palabra naturaleza está con frecuencia impregnada de connotaciones

subjetivas fuertemente ligadas a las vivencias personales.

Quizás ahora estemos en condiciones, con conocimiento de causa, de

relativizar la vieja dicotomía natural-artificial. Hay exigencias de lo natural

que llevan a lo artificial, y viceversa. La máquina fotográfica, por ejemplo,

imita al ojo de los mamíferos. El radar es una especie de sensorialidad

artificial que se inspira directamente en la sensorialidad natural de los

murciélagos.

Las articulaciones del robot (sus «brazos» y sus «manos») tienen por

modelo las de nuestro cuerpo. En los últimos tiempos, la relación natural-

artificial se ha hecho aún más compleja: No es sólo lo artificial que da pie

a lo natural, sino que es lo artificial que se une, que pasa a formar parte

de lo natural. Basta pensar, para dar un ejemplo, en los aparatos

electrónicos a batería para regular determinadas funciones del

organismo. Uno de éstos, quizás el más conocido, es el marcapasos

artificial.

Pero ¿por qué el hombre, a punto de convertirse en tal, se ve obligado,

para sobrevivir, a desarrollar artefactos, o sea, por qué (y cómo) el homo

se convierte en faber? Las explicaciones son diversas. La más difundida es

la proporcionada por los antropólogos, biólogos y paleontólogos, pero

también por los cultores de la antropología filosófica. Entre estos últimos

no se puede olvidar la controvertida figura de Arnold Gehlen (1950) que,

siguiendo los pasos de J.G. Herder, J. van Uexkûll, M. Scheler y K. Lorenz,

ha teorizado al hombre como un animal que nace incompleto (unfertig),

indeterminado (nicht festgestellt) y deficiente (mangelhaft). En breve:

como un animal que nace débil. Aparte del uso ideológico reaccionario

Page 14: Baudrillard - Maldonado - Manzini

que hace Gehlen, a mi juicio abusivamente, de su propia teoría, no hay

duda de que su descripción se corresponde con la realidad.

Es, sin duda, evidente que el humano recién nacido es incompleto,

indeterminado y deficiente. No es un misterio que el ser humano viene al

mundo prematuramente, en un estadio precoz de la ontogénesis, y que

en el momento del nacimiento aún no está listo para introducirse

rápidamente (y eficientemente) en el medio ambiente. El período de

ineptitud, como lo llama B.G. Campbell (1966), dura de dos a tres años.

Aunque destinado a la posición erecta y bípeda, en los primeros tiempos

el humano recién nacido se comporta casi como un cuadrúpedo y, en

relación a otros mamíferos y simios superiores, está escasamente dotado

para sobrevivir. Necesita protección en todo. No sabe caminar y está

desprovisto de cualquier sentido de la orientación. En los primeros días es

notoriamente incapaz de distinguir una figura del fondo. Su mundo es

plano, carente de concavidad y convexidad. En suma, no está a la altura

del desafío del medio ambiente.5

Cuando, más tarde, supere esta fase crítica inicial, el hombre seguirá

estando igualmente condicionado por la persistencia de algunas carencias

que lo hacen vulnerable. Los órganos sensoriales de los animales están

altamente especializados, o sea unilateralmente encaminados a un

objetivo. El hombre es una excepción: desde luego, es lo opuesto a un

«ser programado para la especialización».

El hombre está «abierto al mundo». O, mejor, a los mundos. No está

encerrado, como los animales, desde el nacimiento a la muerte, en un

mundo, un mundo estrecho del que un esquema connatural ha

5 La idea de que el recién nacido es incapaz de tener visión tridimensional es aún objeto de

controversia, véase J. Mehler (1994).

sancionado rígidos condicionantes y trazado insuperables confines. Como

todos los animales, el hombre tiene, con seguridad, un lugar -su nicho--,

pero sólo él consigue inventarse los medios que le permiten traspasar los

confines de su lugar. Carente de especializaciones inscritas en su ajuar

genético, está dispuesto, en principio, a explorar todos los mundos

posibles. Lo cual, en la práctica, significa estar en condiciones de adquirir,

de crearse motu propio esas especializaciones que le faltan, pero que son

imprescindibles para actuar fuera de su propio mundo originario. Sin

embargo, el precio que paga por semejantes aperturas es bastante alto.

Su interés y su curiosidad por todas las cosas le impiden concentrarse,

como hacen los demás animales, en pocas cosas pero con gran eficiencia.

Lo curioso, empero, es que los condicionantes negativos derivados de sus

carencias son compensados por específicas capacidades que, como

hemos dicho, sólo él posee. Entre éstas, la más distintiva es su capacidad

de hacer de la necesidad virtud, de mudar las desventajas en ventajas.

Dicho de otro modo: de hacer palanca en sus debilidades constitucionales

para transformadas, mediante intervenciones compensatorias, en

verdaderas capacidades adicionales. Hay fundados motivos para creer

que esto se debe sobre todo al hecho de que sus debilidades no son

sectorial mente homogéneas.

Examinemos, para entendemos, el caso de la visión. Por un lado, su visión

de lejos, pese a la amplitud y la profundidad que le permiten su posición

erecta y la implantación visual binocular y estereoscópica, tiene escasa

agudeza y no puede compararse con las prestaciones visuales de muchos

mamíferos depredadores, por ejemplo los leopardos, que tienen una

increíble agudeza de percepción de lejos. Una agudeza, está claro, que no

afecta sólo al aspecto visual, sino también al operativo. El leopardo, según

los etólogos, está en condiciones de valorar desde lejos el

comportamiento y la calidad d¡ la presa, además de la distancia y la

velocidad requerida para alcanzada con éxito (J. Reichholf, 1994).

Page 15: Baudrillard - Maldonado - Manzini

De la opacidad a la transparencia del cuerpo

Hay un hecho, como poco, curioso: el proceso de artificialización del

cuerpo ha avanzado, durante milenios, a un ritmo sostenido, aun cuando

nuestras ideas sobre el cuerpo, su estructura y su funcionamiento han

sido durante mucho tiempo vagas, inciertas y superficiales. Es más, gran

parte de ellas -hoy lo sabemos- eran equivocadas. En un momento dado,

empero, el mismo proceso de artificialización ha abarcado áreas en las

que parecía imprescindible un conocimiento del cuerpo más exacto.

En otras palabras, el cuerpo ya no podía seguir siendo una «caja negra».

Desde luego, los esfuerzos para desvelar sus secretos, para hacerlo menos

opaco, más transparente, tienen -como veremos- una larga historia. Se

debe reconocer, empero, que la contribución decisiva en este sentido, la

verdadera inflexión, se debe atribuir a la moderna radiología médica.

En los orígenes de la radiología médica está el revolucionario

descubrimiento de los rayos X por parte de Rontgen. Pero Rontgen,

notoriamente, no era médico, sino físico experimental. La radiología

médica nació, como su mismo nombre indica, de una convergencia entre

la física de las radiaciones y la medicina. Y también de las contribuciones

de la química, la biología y las tecnologías instrumentales. Esta fuerte

tendencia interdisciplinaria de sus orígenes no se detiene aquí. Al

contrario, se acrecienta con el tiempo.

Desde comienzos de los años ochenta, el formidable potencial de

modelización y simulación proporcionado por la gráfica computadorizada

abre nuevas e inauditas perspectivas a la radiología médica. Tanto en su

componente diagnóstico, como en el terapéutico, e incluso quirúrgico.

Este nuevo desarrollo abre el camino a clamorosos desarrollos

tecnicocientíficos que, recurriendo a las técnicas de radiaciones ionizantes

o no ionizantes, hacen cada vez más rico y detallado el conocimiento de

un universo que la opacidad somática había siempre escondido, cediendo,

a lo sumo, algunos de sus l¡ecretos sólo a través de actos invasores.

Quedaba sin resolver, empero, el problema de cómo traducir este

conocimiento en modelos o simulaciones tridimensionales que

permitieran intervenir operativamente, es más, interactivamente y en

tiempo real, sobre las imágenes obtenidas.

Esto se ha hecho posible gracias a las nuevas técnicas de radiología

médica computadorizada -tomografía axial computadorizada, tomografía

de emisión de positrones, resonancia magnética y tomografía de emisión

de fotón único-, pero también a los nuevos sistemas informáticos de

virtualización, que, en cierto sentido, vienen a complementar esas

técnicas.6

Así, el medical imaging se enriquece con nuevos instrumentos de

visualización y con nuevas técnicas en la modelización de los sólidos. Se

conquista, de pronto, la posibilidad de ver los órganos y los aparatos de

nuestro cuerpo en cuatro dimensiones (tres espaciales y una temporal).

Ahora, por primera vez en la historia de la clínica médica, se está en

condiciones de observar in vitro, mediante un monitoreo dinámico

interactivo en un espacio tridimensional, las estructuras y las funciones

del cuerpo humano in vivo. Y no sólo eso: se está asimismo en

condiciones, como veremos, de intervenir (incluso quirúrgicamente) sobre

tales estructuras y funciones.

6 Véase sobre el tema J. McLeod y J.Osborn (1966), E. N. C. Milne (1993), L.L. Harris (1988),

N. Laor y J. Agassi (1989), C. R. Bellina y O. Salvetti (1989), R. O. Cossu, O. Marcinolli y S.

Valerga (1989), M. J. Gore (1992), H. Hohne y otros (1992), G. Cittadini (1993), M.

Silberbach y D.J.Sahn (1993).

Page 16: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Estaría tentado de decir que estamos frente a una novedad revolucionaria

en el ámbito de la modelización científica. De ordinario, el fenómeno es

puesto en relación con el nacimiento de ese repertorio de imágenes de

síntesis que, con una expresión no demasiado feliz (pero quizás eficaz a

nivel divulgativo), se ha convenido en llamar realidad virtual.

Aunque semejante aproximación sea más que justa, es necesaria una

precisión. Bien mirado, los modelos científicos de tipo visual figurativo

han sido siempre virtuales. La novedad de los modelos que estamos

discutiendo aquí no reside tanto en t: hecho de que sean virtuales, sino en

su peculiar modo de sedo. Su novedad, permítaseme la paradoja, se debe

buscar más bien en el hecho de que son los modelos virtuales más reales

que nunca se hayan concebido. Modelos más reales en el sentido de más

parecidos -formal, estructural y funcionalmente- a los objetos

simbolizados, modelos, pues, operativamente más fiables para quien

debe utilizados como instrumentos cognoscitivos.

No hay duda de que el fuerte impacto innovador de la modelización

virtual interactiva se hace sentir hoy en la totalidad de las disciplinas (o

especializaciones) médicas. Tiene un papel de vasto alcance, y cada vez

mayor, en la anatomía, en la fisiología, en la diagnosis, en la terapéutica y,

últimamente, incluso en la cirugía. No podía ser de otro modo. Si es

verdad, como lo es, que este tipo de modelización está en condiciones de

potenciar notablemente el conocimiento del cuerpo humano, está claro

que esto no puede dejar de interesar directamente a todos los sectores

de la medicina.

La característica más saliente de los nuevos modelos virtuales interactivos

es su capacidad de funcionalizar las estructuras representadas. Sin

embargo, sería reductivo creer que se trata de una aportación técnica a

una renovación sólo figurativa de la anatomía descriptiva. Bien mirado,

nada está más lejos de semejante modelo que el mero reconocimiento

estático de las morfologías estructurales. En tanto manufactura dinámica,

en funcionamiento, el modelo virtual interactivo contribuye a hacer

explícita la función de las estructuras.

y es así como se intuye, por otra parte, por qué los modelos virtuales

pueden concurrir, si no a desvanecer, al menos a hacer menos

esquemática la clásica distinción entre describir la forma de una

estructura y describir su función, entre anatomía y fisiología. Algunos

estudiosos formulan la hipótesis, siguiendo los pasos del gran anatomista

Alf Brodal, de que la progresiva virtualización del medical imaging

favorecerá, en resumidas cuentas, el nacimiento de una nueva anatomía,

en la que estructura y función sean inseparables. «En la nueva imagen

funcional», observa agudamente el neurorradiólogo sueco Torgny Greitz,

«estamos en condiciones de describir la nueva anatomía». 7

Pero cuando debemos enfrentamos con novedades técnico-científicas de

vasto alcance, es útil mirar hacia atrás, no sólo para saber de dónde

provienen tales novedades, sino para estar en condiciones de examinar,

en un marco de referencia más rico, el papel que ellas están asumiendo

hoy e incluso el que pueden desarrollar en el futuro.

Hasta hace pocos siglos, los medios a disposición eran sólo los sentidos

del médico: el oído para auscultar el rumor proveniente del interior del

organismo, pero también para escuchar del paciente la descripción de sus

propios sufrimientos; el tacto para palpar y detectar las características de

los tejidos, el estado y el funcionamiento de los órganos profundos; el

olfato para oler las eventuales exhalaciones; y la vista para juzgar sobre

todo el rostro y los aspectos exteriores del cuerpo. Esta última, empero,

7 T. Greitz, 1983

Page 17: Baudrillard - Maldonado - Manzini

generalmente no era considerada muy fiable. Comienza a sedo, y no por

casualidad, sólo cuando se liberaliza la práctica de la disección.

Se deberá esperar a la llegada de los grandes anatomistas (y disectores)

del Renacimiento -Leonardo da Vinci, Berengario da Carpi, Andrea

Cesalpino, Andrea Vesalio, Charles Estienne, J. Valverde de Amusco y

Girolamo Fabrici d'Acquapendente para dar a la visión una centralidad

que nunca antes había tenido. Una visión que se identifica con la

disección, que desafía la opacidad del cuerpo, su presunta sacralidad, que

se propone hacer visible lo que es invisible en él, que quiere indagar

meticulosamente cómo está construido y cómo funciona el taller -la

fabrica- del cuerpo humano. Se inaugura el invasor reino del ojo.

Según el historiador Piero Camporesi (1985), con los anatomistas del

Renacimiento se «interioriza el ojo de Dios». Para las religiones

monoteístas, la omnisciencia de Dios se explicaba porque lo veía todo. En

los siglos XV y XVI, el médico disector y el artista disector, cogidos por la

«atroz voluntad de estudiar», aparecen obsesionados por el deseo de

alcanzar la misma visión total. Su despiadada y, a veces, cruel invasión es

justificada (y legitimada) por el supuesto de que, a fin de cuentas, sus ojos

no serían más que sumisas prolongaciones del ojo de Dios, que, como

dice Camporesi, «escrutaba y hurgaba por doquier» y «al que nada podía

permanecer escondido». Y así la visión emprende el «viaje dentro del

hombre», la ocular inspección de esa «fábrica dentro de una fábrica» que

es el interior de nuestro cuerpo.8

Pero no sólo eso: la visión asume la tarea de documentar, de ilustrar

gráficamente los conocimientos adquiridos. La primacía de la visión, como

era de esperar, se convierte en la primacía de la imagen. Y he aquí las

8 Sobre el cuerpo como «simulacro biológico», véase U. Galimberti (1987), págs. 46- 5 1.

tablas anatómicas de Vesalio. Con Vesalio, la anatomía se convierte en

objeto de simbolización. De una simbolización a la cual se exige un

elevado verismo, la próxima fidelidad descriptiva. Tendencia que llevará,

en los siglos sucesivos, como ha demostrado otro historiador, Martin

Kemp, a un cada vez mayor realismo en las ilustraciones anatómicas,

realismo del que son un sorprendente ejemplo las imágenes realizadas en

el siglo XVIII por William Chelselden, Bernard Sieg,fried Albinus y William

Hunter, y también las ceras anatómicas de los ceroplastas florentinos y

boloñeses.9

Más allá de la primera vista

Hay que decir que esta primacía de la visión en la representación

anatómica no carece de consecuencias en las prácticas de la diagnosis

médica. La diagnosis basada en los sentidos del oído, del tacto y, en

menor medida, del olfato es ahora enriquecida por una fuerte

revalorización del sentido de la vista. El médico ya no es, por así decir, un

detective que persigue preferentemente indicios de naturaleza acústica o

táctil, sino también, y cada vez más, indicios visuales. Sea de manera

directa, durante las intervenciones quirúrgicas, sea valiéndose de los

conocimientos morfológicos y fisiológicos adquiridos gracias a las nuevas

representaciones gráficas del cuerpo humano, sea mediante el

microscopio óptico que; a partir del siglo XVI, hace posible la observación

de células y tejidos orgánicos.

9 Véase Paolo Rossi (1988), E. Battisri(1989), 1. Belloni (1990), M.Kemp (1993), C. M. de

Saunders, J.B. y Ch. D. O'Malley (1993), W. F. Bynum y R. Porter (1993) y A. Carlino (1994).

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Este desarrollo, empero, no es lineal. No se puede olvidar que, como ha

observado Mikel Dufrnne (1991), la vista copia al tacto, pero también al

oído. Y viceversa.10 Si bien el sentido de la vista tiende a hacerse

hegemónico en relación a los demás sentidos, seguirá, en el plano del

imaginario metafórico, aún subordinado al oído. En la segunda década de

nuestro siglo, el gran histólogo Santiago Ramón y Cajal, fundador de la

neurofisiología, al describir el trabajo de observación en el microscopio,

habla justamente de «escuchar encantado, por el ocular del microscopio,

los ruidos de la bulliciosa colmena que todos llevamos dentro» (1981).

Por lo demás, cien años antes que él, la invención del estetoscopio de

René Laennec había conferido a la auscultación mayor credibilidad

semiótica. Pero ni la gran difusión entre los médicos de este instrumento,

ni la más reciente adopción de las técnicas de análisis químico y

fisicoquímico de las sustancias orgánicas sacadas del paciente, debilitará

el papel que la observación visual venía asumiendo en la diagnosis. Para

decido brevemente: el denominado ojo clínico, la capacidad atribuida a

algunos médicos de una inmediata e infalible valoración diagnóstica, deja

de ser una metáfora. El ojo clínico se vuelve cada vez más ojo. Sin

embargo, con el transcurso del tiempo, la simple vista descubrirá límites

insuperables (C. Wilson, 1995).

El uso del microscopio óptico en la investigación biomédica es un paso

importante para superar estos límites. Pero la verdadera ruptura con el

pasado se produce en1895 cuando -como ya hemos señalado- Rontgen

descubre los rayos X y abre así el camino a la radiología médica. Este

descubrimiento hará cada vez más rico y detallado el conocimiento de un

10

Véase M. Merleau-Poney (1964), J.-P. Césarini (1981),1. ]o11y (1991), F. Mangili y G.

Musso (1992), I. Amato (1992), F. Dagognet (1993) y D. Ricco (1996)

universo que la opacidad somática había siempre escondido, cediendo, a

lo sumo, algunos de sus secretos a través de actos invasores.

Mucho más tarde, en el marco de los métodos y de las técnicas

diagnósticas, se añadirá el análisis químico y físicoquímico de las

sustancias orgánicas sacadas del paciente. Ni siquiera en este caso,

empero, se debilitará el papel que la observación visual venía asumiendo

en la diagnosis. En nuestro siglo, y en particular en las últimas décadas,

esta tendencia se ha consolidado definitivamente. Esto ha acaecido

gracias a la decisiva contribución -querría recordado una vez más- de las

nuevas técnicas de procesamiento digital de imágenes.

No hay duda de que estas nuevas técnicas llevan a término un ambicioso

proyecto: proporcionar a la práctica médica imágenes dinámicas del

organismo. Imágenes dinámicas no sólo en cuanto están en condiciones

de registrar las actividades propias de un organismo vivo, sino también en

cuanto es posible, desde el exterior, cambiar su forma, posición y

dimensiones (por ejemplo, haciéndolas girar o agrandar según las

exigencias de observación).

Pese a los grandes progresos que se han hecho en este campo, debemos

esperar nuevos y cada vez más sorprendentes desarrollos en un futuro

próximo. Verosímilmente, ellos tendrán que ver con los intentos, hoy en

marcha en muchos centros de investigación, de colmar la distancia que

separa lo real de lo virtual. La empresa, por su naturaleza, plantea

interrogantes que hasta ahora no han encontrado una respuesta unánime

entre los estudiosos que, de una manera u otra, se ocupan de los aspectos

teóricos y prácticos de las imágenes generadas por ordenador.

Para poder valorar el alcance de los problemas que están en discusión,

detengámonos ahora en esos experimentos que, en los media, son

definidos como «cirugía virtual». Como se sabe, en la cirugía el modelo

Page 19: Baudrillard - Maldonado - Manzini

virtual hoyes utilizado a menudo para ejercitar y programar in vitro la

intervención a realizar luego in vivo sobre el cuerpo del paciente. Es un

uso preoperatorio del modelo virtual. Lo que ahora se está intentando, en

algunos casos con resultado positivo, apunta, en cambio, a un objetivo sin

duda más ambicioso: una especie de simbiosis entre la intervención

simulada in vitro y la real in vivo. De hecho se está experimentando la

posibilidad de que la intervención realizada por el cirujano en el espacio

virtual pueda tener eco, ser replicada, en correspondencia sincrónica, en

el espacio real, sobre la parte afectada por el acto quirúrgico. Algo similar

a la relación que se establece entre titiritero y títere (A. Rovetta, 1993 y

1994, N. Vittadini, 1993).

La lógica consecuencia de este desarrollo sería la telecirugía, es decir, la

delegación a dispositivos teledirigidos de la responsabilidad fáctica de la

intervención propiamente dicha. En teoría, significaría confiar a un

ingenio instrumental la tarea de realizar sobre el cuerpo del paciente los

mismos movimientos y acciones que emprende el cirujano sobre el

cuerpo virtual.

Desde esta perspectiva, el cirujano que -según la etimología griega:

cheirourgós- es quien opera con su propia mano , estaría a punto de

cambiar su manera de actuar, al menos en algunas especialidades (por

ejemplo, en neurocirugía y cirugía ocular). Desde luego, seguirá operando

con su propia mano, pero su acto operatorio sobre el cuerpo del paciente

no será directo. El bisturí que tendrá en la mano incidirá sólo

virtualmente, no realmente. Realmente incidirá un bisturí con función

vicaria, o sea un telemanipulador quirúrgico en condiciones de emular

fielmente el comportamiento operativo de un cirujano fuera de campo.

De este modo, las intervenciones resultarían, siempre en estas

especialidades, más precisas y menos arriesgadas para el paciente.

Es evidente, por otra parte, que este planteamiento telemático de la

cirugía trae consigo, como es obvio, la posibilidad de intervenciones a

distancia, porque cuando la copresencia del cirujano y del paciente no es

necesaria, la distancia que separa al cirujano del paciente resulta

indiferente.

Debemos reconocer, empero, que la creciente supremacía de las

imágenes, sobre todo en esta variante extrema, repropone

dramáticamente la cuestión de la relación paciente-enfermedad-médico.

Es evidente que cada imagen, justamente en cuanto imagen, resulta de

una toma de distancia del objeto observado (o simbolizado), pero la visión

virtual exaspera aún más esta distancia.

Este tema concierne plenamente a la filosofía de la medicina: desde

siempre reflexionar sobre los fundamentos teóricos del oficio de médico,

del arte de curar y de prevenir las enfermedades ha sido, de una manera

u otra, enfrentarse con la cuestión de la distancia entre médico y

paciente.

Algunos historiadores de la medicina sostienen que, ya en la antigüedad,

era posible distinguir dos aproximaciones diferentes al tema. Una era la

representada por la escuela médica de Kos, de la que Hipócrates, como se

sabe, era el representante más autorizado. En esta escuela, se aconsejaba

reducir al mínimo la distancia entre médico y paciente, y a veces se

llegaba incluso a sugerir una especie de fusión (o de identificación

subjetiva) de ambos. El paciente era juzgado lo más importante, y el

médico debía estar a su lado, en estrecho y solícito contacto. Otra

aproximación sería la de la escuela de Cnido, que privilegiaba más bien la

enfermedad como objeto de observación y de estudio. Aunque ésta sea

una contraposición, como poco, reductiva, se puede afirmar que, en

líneas generales, estas dos posiciones son comprobables -de forma, con

seguridad, más matizada- a lo largo de toda la historia de la medicina. En

Page 20: Baudrillard - Maldonado - Manzini

algunos períodos parece predominar el paciente y en otros la

enfermedad. En cuanto a hoy, estamos entrando en una fase en la que

parece que el médico está más interesado en la enfermedad que en el

enfermo.

En efecto, no es aventurado constatar que, a causa sobre todo del

importante papel que está asumiendo el medical imaging, estamos, por

un lado, frente a un aumento de la distancia física (y psicológica) que

separa al médico del paciente y, por el otro, en cambio, frente a una

disminución de la distancia cognoscitiva entre el médico y la enfermedad.

En breve: el paciente estaría más lejos y la enfermedad más cerca.

El medical imaging y la relación real-virtual

Después de la publicación de mi libro dedicado a la relación entre lo real y

lo virtual (1992), me pregunté cómo era posible encontrar un ámbito de

reflexión en el que dicha relación pudiese ser verificada directamente, sin

tener que recurrir, para examinada, a demasiadas hipótesis auxiliares.

Creo haberlo encontrado en el medical imaging, en particular en sus

últimos desarrollos.

Como me parece haber aclarado hace poco, en este ámbito, a diferencia

de lo que acaece en otros sectores de lo virtual, las cosas asumen Un

carácter muy concreto. Las abstractas (y, de ordinario, inconcluyentes)

meditaciones parafilosóficas sobre lo virtual visto como una construcción

autorreferencial, sin ninguna repercusión sobre lo real, encuentran aquí

un clamoroso desmentido.

Lo virtual, en el campo del medical imaging, tiene implicaciones teóricas y

prácticas que van mucho más allá de la medicina. Los problemas que

plantea lo virtual interesan a un vasto arco de campos del saber: desde la

informática a la neuropsicología cognitiva, desde la robótica a la

epistemología y desde la inteligencia artificial a la teoría del

comportamiento.

Ya me he extendido sobre algunas cuestiones surgidas, a nivel teórico, en

el uso de lo virtual en cirugía. Y también, y no en menor medida, sobre el

significado de lo virtual en la historia del conocimiento del cuerpo

humano y de sus enfermedades. Ahora querría examinar un aspecto

particular: los recientes intentos de valerse de dispositivos virtuales para

tratar a pacientes afectados por trastornos sensomotores, sea para

monitorear los síntomas, sea con objetivos de terapia rehabilitadora. Mi

interés al respecto es de carácter' general, en el intento de explorar

algunas de las condiciones que están en torno al tema en discusión y

echar luz sobre algunas implicaciones cognitivas que, a mi juicio,

presentan aspectos aún no resueltos.

Es preciso dejar sentado que el de las patologías de las funciones

sensomotoras es uno de los sectores de mayor complejidad entre los que

hoy aborda la investigación neurocientífica. Si bien esto, como se sabe, es

verdad para todas las patologías del sistema nervioso central, lo es aún

más para Gs que conciernen a las anomalías sensomotoras. Sobre todo

cuando en el origen hay un grave trauma craneal. En efecto, en el caso de

los que han sufrido lesiones cerebrales nos encontramos frente a una

sintomatología que, según el lugar y la naturaleza de la lesión, es muy

heterogénea. He aquí por qué en las patologías de origen traumático -

pero también en las de origen cardiocirculatorio o neoplástico- no es

posible hablar de una sintomatología general, sino más bien de una serie

de sintomatologías particulares, relativas a cada tipo de lesión.

Las cosas se complican aún más por el hecho de que los efectos de una

lesión no son circunscribibles a los límites en que se presenta, sino que a

Page 21: Baudrillard - Maldonado - Manzini

menudo se hacen sentir en zonas contiguas e incluso alejadas. De ello se

desprende que las sintomatologías particulares no siempre permiten una

diagnosis lineal, sin desmalladuras interpretativas (P. S. Churchland y T. J.

Sejnowski, 1993). Desde luego, es menos compleja la situación de algunas

minusvalías de origen no traumático igualmente graves. En el caso, por

ejemplo, del parkinsonismo arterioesclerótico o de la esclerosis múltiple,

la sintomatología es, en líneas generales, mucho más rutinizable.

En la actualidad hay, como ocurre siempre en la medicina con cada nueva

metodología, un comprensible entusiasmo por lo virtual. Pero esto no

significa que se pueda aplazar, por principio, un análisis objetivo de sus

presupuestos o de sus implicaciones. Porque si es verdad, como lo es, que

lo virtual está en condiciones de contribuir a un conocimiento más

profundo del comportamiento motor del enfermo, es igualmente cierto

que, para la rehabilitación, aún plantea problemas de tal alcance que es

imposible no tenerlos en cuenta. Problemas de neuropsicología cognitiva,

pero también, y no en menor medida, problemas que conciernen a las

tecnologías en uso en la producción de entornos virtuales.

Querría decir de inmediato, empero, que con esto no tengo la intención

de plantear dudas sobre el empleo de lo virtual en el campo de la

investigación biomédica. Personalmente, soy un convencido defensor:

creo que el uso interactivo de imágenes tridimensionales generadas por

ordenador abre nuevas (y cautivado ras) perspectivas en este campo.

Estoy igualmente seg de que el recurso a lo virtual, en el caso específico

de las minusvalías neuromotoras (bradicinesia, apraXia, ataxia, hipertonía,

falta de control postural, etc.), se demostrará, antes o después, un camino

no sólo viable, sino también fecundo.

Y no hay nada de aventurado, me parece, en esta valoración. Lo virtual es

una novedad, pero relativa. A fin de cuentas, es sólo un nuevo desarrollo

de las técnicas de rehabilitación asistidas por ordenador. Técnicas, como

se sabe, empleadas con óptimos resultados, desde hace más de una

década, y destinadas a secundar (no a sustituir) las técnicas presentes

desde siempre en todo training de recuperación funcional: Aludo, para

entendernos, a las pruebas con «lápiz y papel» y taquistoscopio.

Sin embargo, impresiona el hecho de que las técnicas asistidas por

ordenador hasta ahora hayan sido utilizadas, si no exclusivamente, desde

luego preferentemente en pocos campos de la práctica rehabilitadora. La

utilización más frecuente se ha verificado sobre todo en el tratamiento e

la apraxia constructiva y de la agrafia. Pocas veces en el tratamiento de las

anomalías motrices propiamente dichas.

Creo que el advenimiento de lo virtual puede permitir superar esta

carencia. Es evidente que disponer de un espacio virtual en el cual el

paciente, provisto de dispositivos «inteligentes», ahora pueda, como

suele decirse, navegar, ofrece de hecho inéditas posibilidades de training

reeducativo de enfermos con déficit de coordinación motora y espacial (A.

Pedotti y otros, 1989,1. Tesio, 1994, A. Freddi, 1995). Me refiero, en

concreto, a enfermos que sufren, por ejemplo, de deambulación lenta, de

incapacidad para andar con ritmo' y de escaso control del equilibrio.

Decía hace poco que, en este sector, lo virtual puede contribuir a un

conocimiento más profundo del comportamiento motor del enfermo. Me

parece que esto es más que aceptable. La inmersión del enfermo en un

espacio gestionado por la formidable potencia de cálculo y de

memorización del ordenador facilita notablemente las tareas de análisis y

de valoración de un comportamiento motor anómalo. Por otra parte,

empero, también hemos mencionado el hecho de -que el uso de lo virtual

con objetivos de training rehabilitador plantea una serie de cuestiones

con las que es necesario enfrentarse. Veamos cuáles son.

Page 22: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Espacio real y espacio virtual

Detengámonos, para comenzar, en el problema de la relación entre

espacio real y espacio virtual, entre espacio natural y espacio artificial.

¿Qué sucede cuando un paciente que sufre de dificultades sensomotoras

en el espacio real se sumerge en un espacio virtual? ¿Cuáles son las

diferencias para el enfermo entre navegar en un entorno realmente

estructurado y navegar en un entorno virtualmente estructurado? Si el

primero es un entorno que es vivido como experiencia total, o sea como

una experiencia en la que el vínculo gravitacional y la implicación

multisensorial tienen un papel relevante, ¿qué comporta para el paciente

el hecho de tener que actuar en un entorno, como el virtual, en el que la

gravitación sólo es simulada y la experiencia es, de ordinario,

preferentemente visual? ¿Qué acaece cuando, durante un limitado

período de tiempo, se transfiere del entorno rico en estímulos de la

realidad a otro, con seguridad más pobre, de la virtualidad? Se trata de

interrogantes, digámoslo, nada irrelevantes. Porque detrás de ellos está la

cuestión central del asunto que estamos discutiendo: cómo y en qué

condiciones el espacio virtual puede favorecer la recuperación de

automatismos sensomotores comprometidos.

Se ha dicho (M. I. Jordan y D. A. Rosenbaum, 19902) que las ciencias

cognitivas, por el papel central que asignan a la percepción, no se pueden

permitir ignorar la acción. Pero si esto es verdad, no lo es menos lo

contrario.

En una aproximación cognitiva, nada puede ser más desorientador que

aislar la acción de la percepción (]. Paillard, 1988, C. Fermi.iller e Y

Aloimonos, 1996, A. Berthoz, 1997). Los trastornos motores son siempre,

en mayor o menor medida, también trastornos de percepción espacial.

Esto surge claramente cuando se observa, por ejemplo, el

comportamiento de un paciente con dificultades de coordinación para

caminar. Que no consiga ritmar el paso, que vacile en el crítico y decisivo

momento del paso de la fase de oscilación a la de apoyo del pie es un

hecho tanto motor como perceptivo. La inestabilidad general que puede

resultar de ello, la eventual pérdida de equilibrio, es un fenómeno

íntimamente ligado a la anómala percepción, por parte del paciente, del-

marco de referencia espacial.

Desde el nacimiento de la psicología experimental en el siglo XIX, con

Fechner, van Helmholtz y Wundt, hasta llegar a los últimos desarrollos de

la psicología cognitiva, el recorrido ha sido largo y accidentado. Un

recorrido en el cual los temas discutidos han sido, al principio, los

relativos al papel psicofisiológico de los sentidos estudiados por separado;

más tarde, los relativos a los procesos perceptivos en sus dos dimensiones

propioceptiva y exteroceptiva; aún más tarde, los de la localización de

tales procesos en el sistema nervioso central y periférico; y,

recientemente, los ligados al problema, hasta ahora sólo mínimamente

resuelto, de cómo los mensajes recogidos por los receptores llegan a

nuestro cerebro y sobre todo de cómo adquieren un sentido.

Esta referencia a la historia del estudio de los fenómenos

sensorioperceptivos no está, a mi parecer, fuera de lugar. A fin de

cuentas, lo virtual plantea problemas que han estado presentes desde

siempre en el pensamiento filosófico y científico sobre la percepción. No

tenerlos en cuenta comporta un riesgo: creer que para examinar las

implicaciones sensorioperceptivas de lo virtual se debe comenzar, en la

práctica, desde el principio. O peor aún, en nombre de un aparente

pragmatismo, no interesarse en absoluto por estos problemas.

Todo esto sería irrelevante si la inmersión de un sujeto en un espacio

virtual fuera sólo una' incursión lúdica, un juego más o menos inocente.

Pero la cosa es particularmente delicada porque aquí estamos hablando

del uso de lo virtual en clave diagnóstica y terapéutica. No se puede pasar

Page 23: Baudrillard - Maldonado - Manzini

por alto el hecho de que el sujeto al que nosotros proyectamos en el

interior de un espacio virtual es un enfermo, Hay, pues, una cuestión de

responsabilidad que no debemos dramatizar, pero tampoco eludir.

Muchas cosas relativas al uso perceptivo del espacio virtual son muy

conocidas, por cuanto no, difieren sustancialmente de aquellas, ya

adquiridas, relativas al espacio real. Debemos reconocer, empero, que

hay otras qué ignoramos o sobre las cuales tenemos, por el momento,

ideas muy aproximativas.

Está fuera de duda que el estudio de estas últimas puede enriquecer, de

paso, nuestros conocimientos sobre la percepción en general. Porque el

espacio virtual, está claro, se presenta hoy como un modelo límite, un

modelo nunca tenido antes a disposición de los estudiosos de las

vivencias perceptivas. Un modelo en el que el sujeto, si bien durante un

lapso de tiempo muy breve, está sometido a condiciones extremas, y en

el que, precisamente por eso, afloran con inaudita claridad todos los

problemas resueltos (y no resueltos) de nuestra relación sensomotora con

la realidad (M. Bergamasco, 1993).

Sobre la base de trabajos empíricos de numerosos estudiosos,

recientemente se ha formulado la hipótesis de que, en la práctica

rehabilitadora, se debe constreñir al paciente a servirse de su sistema

propioceptivo y a desalentar, por todos los medios, su espontánea

tendencia a confiarse exclusivamente en el sistema exteroceptivo, sobre

todo del órgano de la vista. De este modo, se facilitaría, en el sistema

nervioso central, la recuperación intrínseca y no meramente adaptativa

(1. Tesio, 1994).

Percepción y locomoción

Hay que decir, empero, que, en este caso, como en muchos otros, se

entrevé la importancia que asumen las cuestiones relativas a los procesos

perceptivos. En síntesis, lo que caracteriza a un enfermo con trastornos

de locomoción, independientemente de las causas, es sobre todo la

pérdida del control automático de la habilidad motora. Pero semejante

pérdida abarca al mismo tiempo la esfera de la acción y la de la

percepción.

Tratemos ahora de examinar más de cerca qué significa, en la práctica, la

pérdida de este tipo de control automático. Se sabe que gran parte de

nuestras habilidades motoras están sometidas a una especie de control

automático. Me refiero tanto a las innatas como a las adquiridas, tanto a

las de matriz filogenética, como caminar, nadar y correr, como a las de

matriz ontogenética, como escribir a máquina, tocar el piano y conducir

un automóvil.

Pues bien, la dicotomía entre el control automático y el control no

automático fue muy combatida por algunos estudiosos (D.O. Hebb, 1949,

A. Allport, 1990, C. Ryan, 1983, S. M. Kosslyn y O. Koenig, 1992), que la

han juzgado demasiado simplista. Se ha preferido trabajar con la idea,

planteada por Hebb, de «atención inconsciente» (unconscious attention)

de la acción motora contrapuesta a la idea de «atención consciente».

Mientras que la primera es una atención pasiva, la segunda es activa. La

primera es una especie de atención no consciente y la segunda, en

cambio, se manifiesta como un consciente prestar atención.

El argumento, pese a lo que pueda parecer, no es meramente lexical. Bien

mirado, tiene una directa relación con algunos aspectos de relevancia

metodológica en el training para Inhabilitación motora. Hemos dicho que

un trastorno motor entre otras cosas, una especie de cese, si queremos

usar la vieja nomenclatura, del control automático. Si preferimos, como

preferimos, la nueva nomenclatura se puede hablar de un cese de la

«atención inconsciente». Lo cual no significa que una «atención

consciente» se haya instaurado en su sitio. Aquí está el problema: el

Page 24: Baudrillard - Maldonado - Manzini

paciente permanece, por así decir, en el vacío, entre una «atención

inconsciente» desaparecida y una «consciente» aún inalcanzable.

La aproximación tradicional de los expertos en training de recuperación

ha consistido siempre en tratar de habituar poco a poco al paciente, por

medio de una rica y muy articulada batería de ejercicios, a una «atención

consciente», o sea a un cada vez más consciente prestar atención a los

movimientos que realiza. y esto en la esperanza de conseguir restablecer,

por esta vía, al menos parcialmente, el estado anterior al surgimiento del

trastorno, un estado en el que los movimientos voluntarios eran

gestionados por, una discreta, pero siempre vigilante «atención

inconsciente». Esta ha sido la práctica seguida, a veces connotables

éxitos, por los fisioterapeutas comprometidos en el tratamiento, por

ejemplo, de la enfermedad de Parkinson.

En este punto, es preciso preguntarse: ¿en qué medida el uso de lo virtual

con fines rehabilitadores puede aportar cambios sustanciales en los

términos de la temática recién discutida? Aunque no haya razones para

formular la hipótesis de cambios de gran alcance, es seguro que ella

permitirá su notable enriquecimiento teórico y práctico. Lo: cual significa -

ya lo hemos señalado- que deberíamos enfrentamos no con menos, sino

con más problemas.

Uno de éstos se refiere al recurso terapéutico que consiste en obligar al

paciente a prestar una atención prudente y puntual al movimiento que

está realizando. En otro contexto, un gran psicólogo experimental (R. 1.

Gregory, 1974) ha llamado a este recurso «conciencia de movimiento»

(awareness of movement). Todos sabemos, por nuestra experiencia

cotidiana, que la mejor manera de reducir la eficacia de tina acción

motora consiste justamente en someterla a una atención de ese tipo. Si

un dactilógrafo profesional prestase atención a los movimientos de sus

dedos, estamos seguros de que sus errores de pulsación aumentarían

enormemente. El fenómeno, empero, tiene implicaciones distintas

cuando hay que vérselas no con una habilidad,sino con una falta de

habilidad. En condiciones normales, es difícil imaginar que una falta de

habilidad pueda, de este modo, ser agravada. Salvo que el terapeuta sea

completamente inexperto en la dirección y en la dosificación de los

ejercicios de rehabilitación.

Ahora bien, es importante saber si los conocimientos que hemos

adquirido sobre el uso terapéutico de la «conciencia de movimiento» en

el espacio real son transferibles al espacio virtual. Es fácil percatarse de

que entre las dos situaciones espaciales existen diferencias, y no de poca

monta. Actuar en un espacio no es, como se cree, percibir desde el

interior un contenedor, sino interactuar perceptivamente con sus

contenidos.

Los contenidos del espacio virtual tienen características muy particulares.

En primer lugar, hay en él una debilísima e indirecta presencia de la

gravedad, lo cual hace bastante inestable el marco de referencia

perceptivo: a la escena virtual le falta ese fuerte anclaje de la osamenta

perceptiva que es esencial en la escena real, y que se explica por la

influencia de la omniinvasora atracción gravitacional. En este mundo

ilusorio, el anclaje parece existir y no existir, un poco como si la atracción

gravitacional pudiera ser ignorada a voluntad.11

Esta vulnerabilidad estructural del campo visual perceptivo artificial hace

que esté continuamente sometido a bruscos cambios, según los

movimientos de nuestra cabeza. Como en las primerísimas experiencias

del recién nacido con el ambiente exterior, en lo virtual se verifican a

veces situaciones en las que lo percibido se identifica con el perceptor, el

11

Sobre la relación gravedad-verticalidad en la percepción del espacio, véase A. Benhoz

(1997), págs. 107-124.

Page 25: Baudrillard - Maldonado - Manzini

objeto con el sujeto. Más banalmente: lo percibido parece comportarse

como una mera extensión del perceptor. Y viceversa. Aquí debe buscarse

quizá la causa de esa sensación de náusea que a menudo

experimentamos cuando acabamos de quitamos el casco.

Para entender éstos y otros fenómenos similares, es importante recordar

que, en el espacio virtual, la visión tiene, de hecho, una primacía casi

absoluta. Por supuesto, hoy están en pleno desarrollo intentos (y más que

intentos) de crear sofisticados ingenios aptos para permitir experiencias

táctiles y auditivas, pero éstas nunca podrán, como intentaremos

demostrar más adelante, invalidar la primacía de la visión. Sin embargo,

se trata de una extraña primacía, porque la visión a la que se hace

referencia tiene un carácter muy particular.

A decir verdad, la experiencia visual en un espacio virtual, especialmente

cuando la inmersión se realiza mediante el casco, tiene poco en común

con nuestra cotidiana experiencia visual. Se trata de una experiencia

visual que depende exclusivamente de los movimientos de la cabeza, y

que excluye, lo cual es fundamental en la percepción visual del mundo

real, los movimientos de los ojos.

Desde hace más de treinta años, sobre todo a partir de los trabajos del

soviético Alfred L. Yarbus sobre este asunto (A.L. Yarbus, 1967), los

movimientos de los ojos se han convertido en objeto de investigación

privilegiada en el ámbito de la neuropsicología cognitiva. Está

generalmente admitido entre los expertos que la deriva de la mirada, su

velocísimo nomadismo focal, tiene un papel insustituible en nuestra visión

estereoscópica (P. Viviani y).-1. Velay, 1987, P. Viviani, 1990, H. 1. Galiana,

1992). Un espacio que excluya los movimientos de los ojos será siempre

un tosco y poco fiable simulacro del espacio real. Lo mismo vale para el

actual intento de algunos investigadores de seguir utilizando el casco,

completándolo sólo con lo que ellos llaman un virtual dom (M. Hirose, K.

Yokoyama y S. Sato, 1993).

Esto no quiere decir, empero: que esta dificultad no pueda ser superada

en el futuro. Permiten esperado algunas investigaciones que apuntan a

soluciones de tipo mixto, al mismo tiempo inmersivas y no inmersivas.

No obstante, la actual pobreza perceptiva del espacio virtual no se puede

atribuir exclusivamente a la naturaleza de la experiencia visual que nos

proporciona. La percepción humana, contrariamente a cuanto se ha

creído durante siglos, no se puede escindir en compartimentos estancos.

A los cinco sentidos de Aristóteles se han hecho siempre corresponder

cinco tipos de percepciones. Ahora sabemos que las cosas no son tan

sencillas.

La experiencia del espacio, en distinta medida e intensidad, involucra al

menos a cuatro de nuestros sentidos: la vista, el tacto, el oído y el olfato.

Por tanto, es justo definir el espacio como un sistema perceptivo

(J.J.Gibson, 1950 y 1966). Nuestro comportamiento sensomotor, sea

normal o anómalo, se remite: siempre a un sistema perceptivo. Cuando

éste falta, como en el espacio virtual, el comportamiento sensomotor se

ve afectado. Es interesante analizar, al respecto, la sensación de

inestabilidad física, de pérdida del equilibrio, que se experimenta en el

espacio virtual, a veces incluso por parte de un sujeto sano. En el ser

humano, como se sabe, la posición erecta es siempre inestable.

Preservada requiere, a cada paso, una subliminal negociación con el

entorno. Una negociación compleja y articulada que continuamente

aspira a recomponer un marco de referencia siempre amenazado (L.

Tesio, P. Civaschi y L. Tessari, 1985).

Y para alcanzar tal fin recurrimos a todas nuestras sensibilidades, tanto a

las exteroceptivas como a las propioceptivas. Pero esto no se verifica en el

Page 26: Baudrillard - Maldonado - Manzini

espacio virtual y tampoco en una simulación aproximada. No sólo, como

ya hemos destacado, por la pobreza de la experiencia visual, sino también

por la aún mayor de la experiencia táctil y auditiva, y por la absoluta

ausencia de la olfativa.

Se podrá objetar que, por lo que concierne al tacto, las cosas están

mejorando. No hay duda. Es preciso admitir, empero, que los formidables

progresos que se están realizando en el área de los sensores y

mecanismos táctiles artificiales destinados a la robótica (F. Mangili y G.

Musso, 1992, 1. Amato, 1992, K.B. Shimoga, 1993, H. Iwata, 1993), no

vienen a modificar sustan¬cialmente la naturaleza del problema que

hemos planteado. Todo considerado, se trata de dispositivos que afectan

en especial sólo a prestaciones «de retroacción de fuerza y táctiles». Aun

cuando, hay que admitido, los actuales intentos de desarrollar una «piel

artificial», realizada en «material plástico con resistencia eléctrica en

función de la presión», tienen una finalidad mucho más ambiciosa.

Pero el sentido del tacto en el hombre es algo muy distinto. Nuestro tacto

no es sólo contacto (F. Dagognet, 1993). La piel, que notoriamente cubre

toda la superficie de nuestro cuerpo, no es sólo un pasivo envoltorio que

nos protege del ambiente exterior y nos separa del mundo. La piel es

también uno de los más eficaces mecanismos para interactuar con el

mundo. Es la sede de sensibilidades de la más variada naturaleza. En la

percepción del espacio el sentido del tacto tiene un papel relevante. No

sólo, como es obvio, mediante el contacto directo con los objetos que

ocupan ese espacio, sino también en ausencia de dicho contacto, como

demuestra nuestra sensibilidad cutánea a la temperatura, a la humedad, a

la gravedad, a las vibraciones e incluso a los efectos electromagnéticos.

Muchos estudios han subrayado la importancia de estos factores en la

valoración perceptiva de la distancia y, por tanto, en la construcción del

marco de referencia espacial. «La piel tiene ojos», sostiene Diane

Ackerman recurriendo a una aventurada pero certera metáfora (D.

Ackerman, 1991).

La percepción del espacio virtual, ya lo hemos señalado, es pobre, poco

fiable y rudimentaria. Y lo es por la ausencia de los movimientos oculares,

pero también por la falta de una piel en condiciones de ver, en el sentido

metafórico de Ackerman, o sea de proporcionar las mismas prestaciones

que la piel humana.

Dicho esto, creo que es justo utilizar, como se está haciendo, el espacio

virtual en función diagnóstica y rehabilitadora en el campo de los

trastornos sensomotores, aunque éste sea una burda caricatura del

espacio real. No es difícil que, reconociendo estas insuficiencias, se pueda

hacer palanca en ellas para adquirir nuevos conocimientos sobre el

comportamiento del enfermo que sería imposible obtener en el espacio

real. En otras palabras, hacer de la necesidad virtud.

Desde el punto de vista de la rehabilitación, siempre quedará el problema

del fenómeno que Gregory ha llamado de «transferencia negativa de

training» (R. L. Gregory, 1974). Es el fenómeno que se verifica cuando,

para dar un ejemplo banal, se trata de jugar al ping-pong con los modos

aprendidos jugando al tenis. En nuestro caso la pregunta es: ¿el training

de rehabilitación (o reeducativo) proporcionado al enfermo en el espacio

virtual no corre el riesgo, de regreso al espacio real, de configurarse como

una «transferencia negativa de training»?

Pregunta nada retórica, si se piensa en la sustancial diferencia, sobre la

cual tanto hemos insistido, entre espacio virtual y espacio real.

Virtualidad y modelización científica

Entre las cuestiones más importantes, en el ámbito de la eidomática, es

probablemente la que tiene una relación más directa con las

Page 27: Baudrillard - Maldonado - Manzini

implicaciones epistemológicas de la modelización virtual. Porque, debe

recordarse, las imágenesde síntesis, sin tener en cuenta su grado de

virtualidad -débil o fuerte, en forma de ventana o inmersiva- no son más

que modelos matemáticos destinados a simular visualmente objetos y/o

procesos del mundo real. Espacios abstractos en condiciones de

configurar espacios intuitivos y físicos. En la ya larga historia de la

modelización científica, el advenimiento de los modelos virtuales de

síntesis representa una verdadera inflexión. Los modelos tradicionales,

para entendemos los modelos usados en el siglo XIX por Lord Kelvin,

James C. Maxwell y Oliver Lodge, eran preferentemente analogías visuales

de naturaleza mecánica. De la misma naturaleza era el modelo hidráulico

del que se valía William Harvey, en el siglo XVII, para explicar la circulación

de la sangre y la función de bombeo del corazón.

Los modelos de síntesis -virtuales o no- y los modelos mecánicos

tradicionales tienen una función replicad ora de lo real, pero en el primer

caso, a diferencia del segundo, la imagen replicada que resulta de ello no

es arbitraria. O, si queremos ser más cautos, digamos que sólo es

arbitraria en una mínima parte. Y esto se explica por el hecho de que,

mientras las imágenes mecánicas tradicionales derivan de una elección,

por así decir, metafórica, las imágenes de síntesis son, en cambio, el

producto de un proceso técnico (a decir verdad, ya presente en la

fotografía, el cine y la radiología) que se desarrolla en directo contacto

generativo con el objeto replicado.

En el caso del medical imaging esto está particularmente claro: en este

caso, más que en los otros, las imágenes de síntesis aparecen como el

resultado de un complejo proceso de extracción-digitalización llevado a

cabo por una combinación operativa de las técnicas radiológicas e

informáticas. Si el punto de llegada es una imagen digitalizada, el punto

de partida es la extracción de una imagen del cuerpo humano.

Es comprensible, pues, que, de este modo, entre lo que representa (la

imagen virtual de síntesis) y lo representado (la imagen extraída del

objeto real) haya un alto grado de similitud, que, en los últimos tiempos,

los sorprendentes progresos técnicos en el campo de la modelización

virtual contribuyen a hacer cada vez más elevado.

Pero, como la historia de la modelización científica enseña, es difícil, sino

imposible, hablar de similitud de un modelo respecto de la realidad sin

tener que abordar, en el plano teórico, el vasto arco de cuestiones que

siempre ha planteado la idea de similitud. Esto es verdad, más que nunca,

por el tipo de imágenes que estamos discutiendo. Y el motivo es simple:

ningún modelo de visualización científica ha tenido en el pasado la

pretensión, como en este caso, de querer funcionar como gemelo del

mundo real. A menudo se ha dicho que el mapa no es el territorio, pero

con el advenimiento de la realidad virtual estamos frente a un mapa que

se convierte -o que aspira a convertirse- en algo muy similar a un

territorio, una especie de casiterritorio.

Contrariamente a lo que pueden pensar aquellos que están inmersos en

el uso cotidiano de las imágenes de síntesis, médicos e informáticos, el

tema de la relación entre imagen virtual y realidad no es un tema para

dejar a los filósofos de la ciencia o a los estudiosos de la eidomática. El

tema debe (o debería) interesar igualmente a aquellos que, de un modo u

otro, emplean este sistema de simulación replicativa. Porque el problema

del grado de similitud de estas imágenes con la realidad objeto de la

simulación abarca plenamente la cuestión, de vasto alcance práctico, de

su fiabilidad cognoscitiva. La pregunta es: ¿interactuar con la realidad

virtual es igual que interactuar con la realidad real?

En el importante libro Teoría de la similitud y la simulación, publicado en

inglés en 1966, un estudioso de la ex Unión Soviética, V. A. Venikov, había

acuñado el término isofuncionalismo. Para Venikov, el criterio de similitud

Page 28: Baudrillard - Maldonado - Manzini

es el isofuncionalismo, o sea esas propiedades que permiten que un

modelo reaccione del mismo modo que el original frente a las mismas

influencias exteriores.

En el caso de un modelo virtual del encéfalo, ¿en qué medida es legítimo

sostener que tal modelo es isofuncional con el encéfalo real encerrado en

el cráneo? Si, el criterio del isofuncionalismo es el antes mencionado -

misma respuesta frente a las mismas influencias exteriores-, me parece

bastante aventurado dar por segura, en el estado actual de nuestros

conocimientos, la isofuncionalidad entre el encéfalo que representa y el

representado, entre el encéfalo que simula y el simulado.

En el análisis del problema relativo a la divergencia funcional entre el

modelo y su objeto, puede ser útil introducir algunos matices sobre el

concepto de similitud, e inevitablemente también sobre el contrario de

disimilitud.

K. M. Sayre y F. J. Crosson (1963), conocidos por sus contribuciones a la

teoría de la modelización, han llamado la atención sobre el hecho de que

mientras el proceso generativo de la disimilitud es de naturaleza finita, el

de la similitud es de naturaleza infinita. En otras palabras, la búsqueda de

la similitud no tiene, a diferencia de aquella de la disimilitud, un umbral

crítico más allá del cual deba fatalmente detenerse: prosigue,

ininterrumpidamente, hasta el infinito: la similitud absoluta entre imagen

y objeto real es una meta que se aleja cuando más cerca creemos estar.

Los objetos fractales nos enseñan algo al respecto.

Esto vale también, mutatis mutandis, para la similitud en el campo de la

modelización científica. Pese a los clamorosos desarrollos de la realidad

virtual, la hipótesis de llegar a una total identidad entre un modelo y su

objeto no figura en el actual horizonte de lo posible. Y, a nuestro parecer,

no figurará ni siquiera en el futuro. Si con una especie de test de Turing se

pidiera a un observador puesto frente a dos realidades, una virtual y una

real, que individualizara cuál es la real, con toda probabilidad no tendría

dudas al respecto: la realidad real, con seguridad, no escaparía a la

identificación.

Hay que decir de inmediato, empero, que de esta constatación no se debe

inferir una general falta de fiabilidad cognoscitiva de las imágenes de

síntesis. La práctica cotidiana del uso clínico de estas imágenes demuestra

lo contrario.

En razón de estos éxitos en la práctica médica, muchos están

entusiasmados con tales desarrollos, por cuanto ven en ellos una victoria

de la objetividad científica, una victoria sobre el albedrío de la

subjetividad del médico. Otros, por el contrario, denuncian los riesgos

implícitos en la pérdida de contacto inmediato con el paciente, entre

otras cosas, la posibilidad de que esto comporte una crisis de identidad

del mismo médico. El acercamiento a la enfermedad, dicen estos últimos,

es una ilusión, ya que la tendencia a una diagnosis asistida por ordenador

implica en los hechos un alejamiento del médico no sólo del paciente sino

también de la enfermedad. Desde esta óptica, se podría decir,

extremando un poco las cosas, que la enfermedad se vuelve autónoma.

Aun admitiendo que en semejantes juicios hay mucho de verdad, no debe

excluirse que en la raíz de algunos de ellos hay una actitud de prejuicioso

rechazo (o de irracional desconfianza) hacia el uso de las nuevas

tecnologías. Una especie de nostalgia por los «buenos tiempos de los

candiles y las velas» en la práctica médica. Es la actitud, muy frecuente,

de quien no quiere tomar nota de los recientes progresos alcanzados en la

medicina gracias a estas tecnologías, progresos que conciernen

directamente al conocimiento del cuerpo humano, sus enfermedades y el

modo de prevenidas y curarlas.

Page 29: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Debo decir de inmediato, empero, que estas valoraciones mías no deben

ser tomadas por una pueril tendencia a ver en toda novedad tecnológica -

por ejemplo, en la realidad virtual- una especie de panacea para todos los

problemas de la medicina. Por lo demás, en la relación entre medicina y

nuevas tecnologías está la abrumadora cuestión, antes mencionada, de la

futura identidad del médico. Se ha dicho que para un robot es más fácil

sustituir a muchos científicos que a un jardinero. Si, como parece, esto es

cierto, la identidad del médico tiene mucho que temer. Porque en el

médico, mira qué casualidad, hay en la actualidad mucho de científico,

pero también de jardinero.

Cuerpo y visión: el caso del color

En las páginas precedentes he discutido una variedad de asuntos, todos

orientados a aclarar cómo nuestro cuerpo, en el curso de pocas décadas,

se ha convertido en objeto y sujeto del conocimiento digital. He insistido

largamente sobre el hecho de que este acontecimiento viene a confirmar

(es más, a sancionar definitivamente) una tendencia que se había ido

configurando desde el Renacimiento: la primacía de la visión. Además,

creo haber proporcionado ejemplos muy persuasivos de cómo la primacía

de la visión se manifiesta en diferentes campos de la ciencia y la técnica.12

Al contrario, he dejado en suspenso la pregunta, no menos importante,

de cómo las nuevas tecnologías informáticas pueden favorecer una mejor

comprensión del fenómeno de la visión.

Desde siempre, los dos grandes temas de la visión y del lenguaje han

estado en el centro de la controversia filosófica. El objeto de la disputa

era (y aún es) la cuestión de todas las cuestiones: ¿el mundo que

percibimos (y del que hablamos) es de veras el mundo, o sólo en parte el

12

Para juicios favorables y contrarios a la idea de que la nuestra es la época de la primacía

de la visión, véanse M. Jay (1993) y D. M, Levin (1993).

mundo, o sólo nuestro mundo? Es la antigua y nunca adormecida cuestión

de la relación materiamente. Tratándose de una cuestión claramente

filosófica, es natural que hayan sido los filósofos los primeros en afanarse

por encontrar respuestas. En los últimos tiempos, empero, el círculo de

los interesados en el asunto se ha ampliado notablemente. A los filósofos

se han sumado los estudiosos en el campo de las neurociencias y de las

ciencias cognitivas. Y la aportación científica de estos estudiosos ha

contribuido a un sustancial enriquecimiento del tema en discusión. De

ello se han beneficiado, desde luego, los mismos filósofos, sobre todo

aquellos que incluyen en su área de reflexión la ciencia, la técnica y el

lenguaje. Al respecto, es muy instructivo el hecho de que el color, un

tema muy frecuente en la filosofía tradicional de la visión, hoy sea

retomado, aunque con una aproximación distinta, por las nuevas

disciplinas antes mencionadas.13

Y no debemos asombramos de que sea así. Puesto que para los filósofos y

los científicos la pregunta relativa a los colores, a su naturaleza y a sus

causas ha sido recurrente en todas las épocas.14 Esto es particularmente

cierto en los períodos históricos en que, a diferencia del actual, los

pensadores que trataban de articular un discurso sobre el mundo eran,

13 No por casualidad, el fil6sofo C. 1. Hardin (1988) sintió la necesidad de escribir un libro

sobre el color para uso de los filósofos.

14 No hay que olvidar, empero, que esta misma pregunta es verificable de manera

implícita en la esfera de reflexión de artistas e historiadores del arte. «El color, decía Paul

Cézanne, «es el lugar en que nuestro cerebro y el universo se encuentran» (citado por E.

Thompson [1995, pág. XII], que la toma de M. Merleau-Ponty). Sobre la relación color-

percepción, véase R. Arnheim (1954) y M. Brusacin (1983).

Page 30: Baudrillard - Maldonado - Manzini

muy a menudo, los mismos empeñados en desarrollar hipótesis

cognoscitivas sobre él.

Aludo sobre todo a los pensadores de la antigüedad. En sus reflexiones los

fenómenos cromáticos estaban presentes, más o menos explícitamente,

siempre que trataban de entender cómo los seres humanos están en

condiciones de establecer una relación visual con la realidad circundante.

Y el motivo es obvio: tanto ayer como hoy lo que impresiona en la

experiencia visual cotidiana es que ella se configura, a nivel intuitivo,

como una experiencia preferentemente cromática. En nuestra relación,

digamos, ingenua con la realidad, el acto de ver concierne sin duda a la

forma, el movimiento y la distancia, pero especialmente a los colores. Ver

es, en primer lugar, ver colores.

Sin embargo, ya en la antigüedad era imposible abordar el problema de

los colores sobre bases objetivas, porque las ideas relativas al mecanismo

de la visión eran; como poco, aproximativas. Entonces faltaban los

presupuestos científicos más elementales. Aunque los desarrollos de la

geometría, como habían intuido Aristóteles y Euclides, hubieran de hecho

abierto el camino a una fase fundacional de la óptica geométrica, la óptica

física encontraba dificultades para arrancar. Carente de soportes

empíricos, permanecía en los límites de un tratamiento vagamente

especulativo sobre el comportamiento de los rayos luminosos, sobre cuya

naturaleza se sabía poco, por no decir nada.

Muy similar era la situación de la óptica fisiológica (y psicofisiológica).

Había, con seguridad, un fuerte interés por la anatomía del ojo. Lo

testimonian las descripciones (y las representaciones) muy fieles de los

componentes del globo ocular: córnea, pupila, iris, humor acuoso,

cristalino y humor vítreo. Pero sobre la retina, sobre su estructura y

función, sobre su decisiva contribución al procesamiento de las imágenes,

sobre su papel en la visión cromática y acromática, las ideas eran confusas

y superficiales. Y no podía ser de otro modo. En la antigüedad, como se

sabe, había una carencia absoluta de ese saber científico y de esos

instrumentos de observación indispensables para acceder al

conocimiento de los procesos químicos y electroquímicos que, a nivel

celular, permiten que la estructura retínica transforme los estímulos

luminosos en impulsos eléctricos destinados al cerebro.

A esto se debe añadir que, en el estudio del globo ocular, no se iba nunca

más allá del punto de inserción del nervio óptico, pasando por alto el

papel del sistema nervioso central. Lo cual no debe asombramos si

recordamos que entonces el cerebro era, en su conjunto, una especie de

objeto misterioso, una masa informe, gelatinosa, poco llamativa, a la cual

era incluso embarazoso tener que reconocer alguna función perceptiva e

intelectiva. En este contexto debe examinarse la controversia sobre el

tema de la visión de la cual han sido protagonistas los grandes pensadores

de la antigüedad. Sobre, el objeto en disputa, el historiador de la óptica

Vasco Ronchi (1952 y 1968) ha escrito un documentado informe.

La controversia giraba en torno al tipo de relación funcional que se

instaura entre el ojo y el mundo exterior. En síntesis, se discutía si el ojo -

como querían Alcmeón de Crotona, Anaxágoras, Demócrito y Aristóteles-

recibía los rayos del exterior, o si, en cambio, como pretendía, entre

otros, Epicuro, los proyectaba desde el interior hacia el exterior. Para los

primeros el ojo era un órgano de inmisión y para los segundos de emisión.

Para los primeros un ojo trampa y para los segundos un ojo faro.15 Pero

también estaban aquellos que -como Empédocles, Platón y Galeno-

15

Véase R. Pierantonio (1989).

Page 31: Baudrillard - Maldonado - Manzini

defendían una posición intermedia: el ojo era entendido al mismo tiempo

como trampa y como faro.

Desde luego, éstas eran hipótesis sin ningún fundamento empírico, en las

que los vacíos de saber eran valientemente colmados por intuiciones, a

veces asombrosas, sobre los fenómenos. No hay duda de que así nacieron

ideas y creencias erróneas, muchas de las cuales nos han acompañado

durante milenios y de las que sólo recientemente hemos conseguido

liberamos.

Sin embargo, no siempre las intuiciones de estos pensadores se han

demostrado erróneas. Es más, algunas de ellas nos parecen prueba de

una sorprendente capacidad profética. A modo de ejemplo, deben

recordarse las intuiciones de Demócrito y de Lucrecio, algunas de las

cuales son consideradas hoy por los especialistas en física de partículas

como anticipaciones (o casi) del propio programa de investigación.

Naturalmente, en el acto de identificar precursores de los actuales

desarrollos científicos en un pasado lejano, se corre siempre el riesgo de

hacer interpretaciones forzadas. En concreto, significa tomar las

metáforas en serio. Pero estoy persuadido de que a veces las metáforas

esconden algo más que un saber insuficiente sobre las cuestiones

discutidas.

En una controversia como la de la visión en la antigüedad, el recurso a

metáforas contrapuestas ilustra -estimo que muy bien- los motivos de

fondo de las posiciones en conflicto. Posiciones filosóficas (y científicas, o

precientíficas) relativas al enfrentamiento entre los representantes del

objetivismo y del subjetivismo, del fisicalismo y del fenomenismo, del

empirismo y del innatismo.

Las metáforas antes mencionadas -el ojo trampa, el ojo faro y el ojo

trampa-faro- se sitúan en dicho contexto. Sin embargo, ese

enfrentamiento no es, a decir verdad, circunscribible sólo a la antigüedad.

Ha tenido -mutatis mutandi- una cierta continuidad en la atormentada

historia de las teorías de la vi¬sión. Y esto hasta que, gracias a las

contribuciones de Ibn al Haitam, Grossatesta, Roger Bacon, Witelo, y más

tarde Maurolico, Della Porta, Kepler, Descartes y Huygens, la idea del ojo

faro, entendido como la única fuente activa en la mecánica de la visión,

fue definitivamente descartada. Pero si esto es verdad, es igualmente

cierto que la posición que formulaba la hipótesis de un ojo al mismo

tiempo trampa y faro no ha desaparecido totalmente del horizonte de

reflexión sobre los fenómenos visuales.

No se trata, como es obvio, de restablecer literalmente la versión del ojo

faro expuesta por Platón en el Timeo, un fuego puro que, partiendo del

ojo, va al encuentro de otro fuego similar proveniente de los objetos, con

el que acaba formando un cuerpo único y homogéneo.

Me parece, empero, que una versión modificada de la idea platónica, una

versión que se aparte de las connotaciones precientíficas originarias,

podría emplearse hoy, con todas las cautelas del caso, para ilustrar

algunas de las más delicadas implicaciones epistemológicas del fenómeno

examinado. Una versión que debería ser asumida exclusivamente como

una gran metáfora de un particular modo de entender, en el contexto

científico actual, la relación de doble vía entre los objetos del mundo

exterior y el sistema visual humano.

Color y doble vía

La utilidad de semejante modelo es evidente, me parece, cuando se debe

examinar la cuestión, tan debatida, de si es pertinente (o no) hablar de

doble vía en la interpretación de los procesos que hacen posible la

experiencia humana del color. Y me refiero a las investigaciones

científicas sobre dicha experiencia tal como se han ido configurando de

Page 32: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Newton en adelante. En particular, gracias a las contribuciones de. Young,

Helmholtz y Hering, a los trabajos de los teóricos de la Gestalt y a los

progresos alcanzados, a partir de Schultze, Vetrey, y Ramón y Cajal, desde

la neurobiología. Sin excluirlas cuestiones planteadas, recientemente, por

los estudios sobre la inteligencia artificial y por los nuevos territorios

abiertos por la tecnología informática en el campo de las imágenes

cromáticas digitalizadas. Tampoco se pueden olvidar las aportaciones

teóricas de los filósofos que, como Hussed, Neurath, Merreau-Ponty y

Goodman, toman posición en la controversia entre fisicalismo y

fenomenismo, o tratan, como Wittgenstein, de superada a nivel

lingüístico.

La tendencia a reproponer, con una nueva apariencia, la metáfora

platónica de la doble vía ha tenido sus precursores en los tiempos

modernos. El primero, quizá, fue Descartes, que escribe en la Dióptrica:

«Es necesario reconocer que los objetos de la vista pueden ser sentidos

mediante la acción que, presente en ellos, tiende hacia los ojos, pero

también mediante la acción que, presente en los ojos, tiende hacia los

objetos» (1953, pág. 183). Pero en Descartes hay una novedad, como

poco, revolucionaria, cuyo precedente más remoto debe buscarse en

Hipócrates: la dirección de la circulación de doble vía, del objeto al ojo y

viceversa, es confiada por Descartes al cerebro. «Las imágenes de los

objetos», afirma, «no se forman sólo en el fondo del ojo, sino que van

más allá hasta alcanzar el cerebro» (pág. 215).

Newton, en tantos aspectos deudor de Descartes, no lo seguirá por este

camino. El quiere permanecer, a causa de una precisa toma de posición

debida a sus trabajos experimentales sobre la luz, en los límites de la

óptica geométrica y de la física. Su interés se concentra en la naturaleza

de la luz y en el modo como se comportan los rayos de luz en la relación

que media entre los cuerpos naturales y el ojo humano.

En sus experimentos sobre el color, que realiza siguiendo los pasos de

Descartes y Hooke, Newton excluye los colores que dependen del «poder

de la imaginación» (power of imagination) (1952, pág. 158). Aunque hay

en él mucho platonismo (y neoplatonismo), no hay duda de que, en el

Newton científico, prevalece el aristotelismo. Fiel a sus lecturas juveniles

de las obras de Aristóteles, Newton se mantiene alejado, más aún,

desconfía, del modelo interactivo de Platón. Su óptica propugna la idea,

rigurosamente fisicalista, de una sola vía, de esa única vía que va del

objeto alojo. Pero ¿es todo tan simple? No, desde luego. Para entender

mejor cómo están las cosas, aun cuando se trata de un tema ya

demasiado manido (y abusado), puede ser provechoso revisar la mal

famada polémica de Goethe contra la teoría de los colores de Newton.

Como se recordará, Goethe critica (y ridiculiza) la aproximación

puramente fisicalista que subyace a esta teoría. Pero su intento de

demostrar «la inconsistencia de la teoría de Newton» no tuvo éxito (J.W.

Goethe, 1993). La ciencia contemporánea ha demostrado, más allá de

toda duda razonable, que el equivocado era Goethe. Si nos atenemos a la

metáfora platónica, se puede decir que el error de Goethe consistió en el

hecho de que, para demostrar la importancia de la vía psicofisiológica y

cultural -ya presente, por otra parte, en Galileo y Berkeley (G. Toraldo di

Francia, 1986)-, estimó necesario rechazar, in toto, la vía física de la visión

(y del color). Por lo demás, como siempre ocurre en las tomas de posición

fuertemente polémicas, Goethe nos proporciona un informe

caricaturesco de las teorías de Newton.

Por supuesto, Newton fue el genial representante de una interpretación

mecanicista de los fenómenos naturales, pero sus teorías eran menos

burdas de lo que Goethe -llevado por la vehemencia de la polémica-

quería hacernos creer: Newton nos sorprende, por ejemplo, cuando

reconoce, muy poco newtonianamente, que los colores son algo

Page 33: Baudrillard - Maldonado - Manzini

semejante a «fantasmas» (phantomes).16 Y en tanto que fantasmas no

son abordables con las categorías propias de la óptica física, sino sólo

recurriendo a otras categorías, que obviamente no eran las de Newton.

En su Óptica, se encuentra un famoso pasaje en el que admite el papel

fundamental del aparato sensorial en la visión de los colores: «Los colores

del objeto», afirma Newton, «no son más que una disposición a reflejar

este, o aquel tipo de rayo más copiosamente que los demás; en los rayos,

ellos (los colores) no son más que la disposición (de los rayos) a propagar

este o aquel movimiento por el aparato sensorial, y en el aparato

sensorial ellos (los rayos) se convierten en sensaciones de esos

movimientos bajo la forma de colores»17

Una aclaración, a mi juicio decisiva, sobre el tema relativo a la teoría del

color de Goethe en oposición a la de Newton, se debe al físico Werner

Heisenberg que, en una conferencia celebrada en 1941, discutió por

extenso este asunto. 18 Como se sabe, Heisenberg pertenece al grupo de

físicos que, en el marco de la mecánica cuántica, más ha contribuido a

poner en duda la validez, sino de todos, al menos de algunos

presupuestos fundamentales de la mecánica clásica, de la cual Newton

fue uno de los principales artífices.

No obstante, Heisenberg confirma sin medias tintas que para la física

moderna es la teoría del color de Newton y no la de Goethe la

científicamente correcta. Pero Heisenberg no se detiene aquí. Intenta, por

así decir una labor de mediación entre las dos teorías. Para él, la teoría de

16

Newton, s.f., pág. 2, véase R.S. Westfall (1980)

17 Newton (1952), pág. 125.

18 W. Heisenberg (1980), véase D. Brinkmann y E. J. Walter (1947

Goethe es científicamente insostenible si se la presenta – y ésta era la

idea de Goethe- como alternativa a una teoría física del color-luz. Sin

embargo, según Heisenberg, las cosas cambian si, por el contrario, se la

juzga sólo como una teoría concerniente a los aspectos psicológicos,

fisiológicos y estéticos del uso (y de la producción) del color material por

parte de pintores, artesanos y fabricantes de tintas y barnices.

En este caso, la teoría goethiana asume un valor autónomo y conquista su

propio campo de indagación. En pocas palabras, para Heisenberg, las dos

teorías serían, a su modo, legítimas. Y, en última instancia, no

comparables, dado que pertenecerían a «dos niveles de realidad

totalmente distintos» (zwei ganz verschiedenen Schichten der

Wirklichkeit).

Naturalmente, el riesgo de este, digámoslo así, compromiso entre las dos

teorías -riesgo del que Heisenberg es consciente-, es escindir la realidad

en dos compartimentos estancos, o sea reproponer la dicotomía entre

una realidad objetiva y una subjetiva del color. Por un lado, estaría la

realidad física, susceptible de una formalización matemática abstracta;

por el otro, nuestra cotidiana experiencia sensible, emotiva y creativa con

la percepción (y producción) del color, experiencia que sería, de hecho,

difícilmente abordable con medios matemáticos. Heisenberg no nos

indica el modo de evitar este riesgo. Pero nos da a entender que, quizás,

un posible camino es dirigir una atención cada vez mayor a los aspectos

neurofisiológicos de la visión, porque, todo considerado, dice Heisenberg,

“las reacciones del ojo se explican por la refinada construcción biológica

de la retina y de los nervios ópticos (llamados a conducir la impresión del

color al cerebro)”. Además, no excluye que, en teoría, los procesos

químicos (y eléctricos) que se verifican en ese lugar puedan ser objeto de

un abordaje matemático.

Page 34: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Sea como fuere, la propuesta de Heisenberg va mucho más allá de la

controversia Goethe-Newton, y nos reconduce a la hipótesis de que la

visión del color es el resultado de una relación bidireccional, y no

unidireccional, entre la realidad exterior y nuestro cerebro. Una hipótesis

que repropone, ahora en términos científicos, el modelo intuido por

Platón. A abrir estas nuevas perspectivas han contribuido en particular los

desarrollos de las neurociencias en las últimas décadas. Se trata de

nuevas perspectivas no sólo científicas, sino también filosóficas.

Dos de los más importantes representantes de la actual investigación

neurobiológica de la visión cromática son David H. Hubel y Semir Zeki. Por

razones obvias, no oso entrar en asuntos que conciernen a sus específicas

áreas.de competencia. Querría aventurar, empero, algunas reflexiones

que, a un nivel muy genérico, tocan estas áreas. No tengo más remedio,

dado que los resultados científicos alcanzados, por mérito suyo, pero

también de otros estudiosos, son una referencia imprescindible en la

temática que estoy discutiendo.

A mi juicio, en la investigación neurobiológica se encuentra una plena

confirmación de la teoría de la doble vía. Esto es particularmente evidente

en el estudio del recorrido bidireccional que va del ojo a la corteza y de la

corteza alojo. Recorrido que, no por casualidad, es descrito en términos

de propagación y retropropagación, de flujo y reflujo, de abajo arriba

(bottom-up) y de arriba abajo (top-down).

En un ámbito de análisis más restringido, el fenómeno del recorrido

bidireccional aparece lúcidamente examinado por David Marr (1982) en

su teoría de la «primera visión» (early vision) y en la de la «óptica inversa»

desarrollada por Tommaso Poggio (1989) siguiendo los pasos de Marr.

Desde luego, todo esto no es una novedad para los científicos que

trabajan en este campo. Ellos saben desde hace mucho que la imagen

retínica es burda, huidiza y ambigua (al mismo tiempo, demasiado pobre

y demasiado rica en informaciones) en relación a la imagen, por así decir,

final. Para ellos es un dato adquirido que esta última es el resultado de un

articulado proceso de reelaboración que tiene lugar principalmente, pero

no exclusivamente, en la corteza visual primaria. Aun cuando, sobre dicho

proceso, aún se ignoran muchas cosas y no las menos importantes.

S. Zeki (1993, pág. 241) ha llamado la: atención sobre el hecho de que la

corteza visual primaria actúa más como un «categorizador» (categoriser)

que como un «analizador» (analyser). Es evidente que en este caso

específico la obra de categorización, a diferencia de la de análisis, es un

proceso, por un lado, de simplificación, o sea de eliminación de las,

informaciones superfluas, y, por el otro, de unificación y de sustancial

enriquecimiento de las informaciones útiles. En pocas palabras, la imagen

de retorno, la imagen que hemos definido: como final, es la consecuencia,

entre otras cosas, de un proceso constructivo (o reconstructivo) que

responde al «principio del mínimo esfuerzo» teorizado por Ernst Mach

(1922) y por Richard Avenarius en los años ochenta del siglo pasado. Un

comportamiento destinado a la máxima economía, en el que se

privilegian las soluciones que rinden funcionalmente, más que las que

parecen más lógicas, coherentes o elegantes.

Es la idea que subyace a la «teoría utilitarista» de V. S. Ramachandran

(1990, pág. 347), según la cual la percepción visual es una «maleta de

trucos» (bag of tricks). Con esta curiosa analogía entiende un conjunto de

recursos, expedientes y estratagemas con las que el sistema visual, a

través de una constante búsqueda de la sencillez, se asegura altísimas

prestaciones.

Es un hecho que el cerebro, el organismo más complejo de nuestro

planeta, prefiere la sencillez. Y para alcanzada su estrategia consiste,

como escribe Ramachandran, en remover los elementos complicados,

Page 35: Baudrillard - Maldonado - Manzini

pero también, y principalmente, en suplir las carencias con elementos

creados expresamente. Con toda probabilidad muchos problemas aún

abiertos (y controvertidos) relativos al color -como la oposición cromática,

el contraste simultáneo y la constancia- se pueden explicar

preferentemente en función de dicha estrategia. Es igualmente probable

que lo mismo valga para la visión del color en relación con la visión de la

forma, el movimiento y la profundidad.19

Se han abierto nuevas perspectivas hacia un mayor (y más exacto)

conocimiento del itinerario que el flujo óptico recorre en el cerebro,

desde la retina, pasando por el cuerpo geniculado, hasta alcanzar las

áreas cortical y subcortical. Aunque muchísimos aspectos (quizá los más

importantes, según los neurobiólogos) sean todavía desconocidos, el

cerebro ya no es una black box. Yeso gracias a algunos desarrollos

notables de la microscopía electrónica, que han permitido el acceso visual

a los más recónditos tejidos del cerebro, pero en no menor medida a los

recientes desarrollos en el campo del medical imaging. Basta recordar,

entre estos últimos, los formidables resultados posibilitados por la

tomografía por emisión de positrones (PET) en el estudio in vivo de la

actividad neuronal. Cuando hoy hablamos de doble vía a nivel cerebral,

comenzamos a tener algunas certezas sobre cómo se produce.

Colores y visión artificial

Sin embargo, más allá del papel desarrollado al respecto por los potentes

dispositivos técnicos de observación, no podemos ignorar las

aportaciones que provienen de la investigación en el campo de la

inteligencia artificial y de la robótica. Me refiero, en concreto, a los

trabajos sobre la visión artificial.

19

Véase D. Marini (1995a y b, 1995-1996).

Estas aportaciones tienen una particular relevancia para nuestro tema.

Junto a la visión natural-la capacidad de la mayoría de los seres vivos de

ver el mundo exterior- ahora nació, sobre todo de una convergencia entre

la informática y la microelectrónica, la visión artificial: la capacidad de

algunos sistemas técnicos (robots) de ver, mediante sensores,

determinados objetos o agrupaciones espaciales de objetos del mundo

exterior.20

El análisis comparativo de los dos sistemas visuales -el biológico y el

artificial- abarca de lleno algunas cuestiones tradicionalmente filosóficas.

En el centro de ellas se sitúa el problema de la relación entre qualia y

properties,21 un problema que ha acompañado durante siglos el debate

epistemológico sobre la visión. Pero si la premisa es ya extremadamente

compleja cuando se habla de visión natural, lo es aún más cuando se

discute sobre la visión artificial. Y todavía más cuando el objeto del

análisis no es la visión artificial en general, sino la del color en particular.

Que los robots puedan reconocer forma, movimiento y profundidad es ya

un hecho adquirido. Lo es mucho menos que estén en condiciones de

reconocer colores. A decir verdad, hasta ahora los intentos en este

sentido no han sido nada convincentes. Y esto se explica por el hecho de

que en la visión artificial falta hasta ahora esa doble vía que es

fundamental en la visión natural del color.22

Hace poco hablábamos del papel de la estrategia de la sencillez en el

fenómeno de la visión. Pero se deben evitar los malentendidos. Aun

20

Harris y M. Jenkin (1993). Véanse R. H. Haralick y 1. G. Shapiro (1993) y S. A. Klein

(1993).

21 N. Goodman (1966), págs. 130 y 136.

22 K. K. De Valois y F. 1. Kooi (1993).

Page 36: Baudrillard - Maldonado - Manzini

cuando puede parecer paradójico, la ejecución de dicha estrategia es de

una elevada complejidad. «La sencillez», anota Tommaso Poggio, «es

engañosa» (1989, pág. 279). Y añade, con obvia referencia a la visión

artificial: «Una cosa es digitalizar una imagen por medio de una cámara

digital y otra es comprender y describir lo que la imagen representa». Esto

vale también para el interesante modelo computacional mediante el cual

se ha intentado simular artificialmente la retina. Me refiero a la

denominada «retina de silicio», cuyo circuito, según sus autores, estaría

en condiciones de dar una respuesta que «se acerca mucho al

comportamiento de la retina humana».23

En los últimos tiempos, se han desarrollado nuevos dispositivos de

simulación de la visión natural. Entre éstos figuran las imágenes virtuales

de tres dimensiones generadas por ordenador, conocidas como

realidades virtuales, imágenes de síntesis interactivas de altísimo

verismo.24 Imágenes en las que están presentes todos los elementos que

caracterizan nuestra experiencia de la realidad, sin excluir la posibilidad

inmersiva por parte del observador y la implicación, más allá del sentido

de la vista, también del tacto y el oído.

La realidad virtual se está demostrando no sólo un útil dispositivo para

simular el proceso de la visión, sino también para simular el resultado de

tal proceso, o sea lo que hemos llamado la imagen final. Un aspecto, éste,

de gran interés, porque abre el camino a un análisis más objetivo de la

relación entre lo real y lo virtual en la percepción cromática. Los colores,

ya se sabe, existen sólo en nuestra cabeza, son verdaderas construcciones

23 M. A. Mahowald y C. Mead (1991), págs. 46-48.

24 Véase T. Maldonado (1992).

virtuales de nuestro cerebro. Por eso el modelo virtual, en cuanto

simulación de tales construcciones, hace posible una mayor comprensión

de los mecanismos de percepción real del color. En este sentido el color

virtual no niega, sino que confirma, una relación con la realidad.

Page 37: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Las nuevas temporalidades

Con respecto a la lectura de la realidad, el «sentido común» puede ser

entendido como la parte más profunda de nuestra estructura mental, lo

que hace que nos sintamos situados en un espacio y un tiempo que

compartimos con los demás, del que podemos hablar con otros

presumiendo qué nos referimos a la misma cosa.

Como se sabe, el sentido común no tiene necesidad de referirse a cómo

son las cosas de verdad (y quizá nunca nadie lo pueda decir), sino a cómo

éstas se han percibido en el tiempo. Todos sabemos que la tierra es

redonda y que gira alrededor del sol. Esto no quita para que en nuestra

vida concreta la consideremos como una superficie plana y que todas las

mañanas podamos decir que el sol ha salido.

Lo mismo podemos decir de la idea de materia. Si para la ciencia y la

filosofía el interrogante acerca de lo que es la materia siempre ha dado

lugar a profundas discusiones (y además cuanto más avanza la ciencia, la

respuesta parece menos clara), para el sentido común la respuesta

parecía clara. La materia es algo sólido, pesado, inerte, resistente y

duradero. La materia supone cansancio; cansancio cuando se transforma,

cansancio cuando se transporta. La materia es el sus trato estable de

nuestras experiencias. Es el ente estático y mudo al que se oponen la

ligereza y efervescencia de las ideas.

Las cosas de las que e! mundo está hecho son partícipes de esta inercia,

de este peso y de esta duración. Lo mismo podemos decir de los objetos

artificiales producidos por e! hombre que surgen de la dialéctica entre las

ideas y la materia y están mediatizados por el cansancio de la mano que

los realiza.

En realidad, se podría decir que también los fluidos, el agua y el aire, son

materias, y observar que el hombre no reconoce sólo las formas

congeladas en la materia estática de los sólidos, sino también las formas

generadas por los fluidos: como la de un remolino de agua en e! agua o la

de un molinillo de polvo en el aire.

La reflexión sobre la materia fluida y las formas que ésta crea, ha

interesado a algún filósofo o científico, sin embargo en nuestra cultura no

se ha convertido en «sentido común». Durante milenios nuestro mundo

siempre ha sido un mundo de solidez sin que existieran motivos para

imaginar algo diferente.

Durante milenios el hombre ha trabajado con los mismos, escasos

materiales. Hasta la revolución industrial el ambiente artificial estaba

constituido casi exclusivamente por madera, piedra, arcilla, piel, fibras

naturales y, en menor medida, por algún metal. Al mismo tiempo las

UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS

“Artefactos”, Ezio Manzini

Capítulo: 3-Los tiempos de lo artificial

Editorial: Celeste

Lugar: Madrid

Año: 1992

Page 38: Baudrillard - Maldonado - Manzini

formas que el hombre extraía con cansancio de la materia iban

evolucionando, pero esta evolución, excepto en momentos particulares,

era lenta, casi imperceptible de una generación a otra.

Con la repetición de la experiencia, la acumulación de memoria subjetiva

y colectiva produjo una semántica de los materiales y de las formas. La

materia comenzó a hablar del mundo físico y cultural que contribuía a

construir y que había construido en el pasado. Y de este encuentro entre

propiedades físicas y valores culturales surge la identidad de los

materiales; un conjunto de propiedades que acababan siendo intrínsecas

al propio material y que éste llevaba como un don a las formas que

surgían de él, enriqueciéndolas en profundidad y espesor cultural.

Debemos subrayar el carácter de larga duración de esta historia de los

materiales y de las formas: en la permanencia de los materiales, en los

largos tiempos de la evolución de la forma de los artefactos es donde hay

que buscar la construcción del sentido de la realidad material de nuestra

cultura.

Sin embargo, hoy en día algo se ha roto, ya que las informaciones que

nuestros sentidos nos envían parecen cada vez menos procesables con los

tradicionales instrumentos que el sentido común se había construido en

relación a un mundo sólido. La ruptura se ha dado en el aspecto temporal:

lo que era lento, casi estático, en los últimos dos siglos ha comenzado a

sufrir una aceleración, llegando hoy en día a un punto en el que la

velocidad de cambio es tal que resquebraja la solidez del mundo que

percibimos.

Una vez llegados a este punto, nos convendrá pasar del mundo de los

sólidos al de los fluidos y las imágenes dinámicas que éste puede crear.

Sin embargo, entre tanto, puede ser útil reflexionar acerca de algunos

conceptos que provienen de las ciencias cognitivas. Conceptos que,

mientras en el pasado podrían haberse considerado tan sólo como una

interesante reflexión científica, en la actualidad se convierten en

instrumentos fundamentales para una lectura más eficaz de la realidad

cotidiana.

Los tiempos de cambio y profundidad

Nuestra experiencia del mundo se da a través de esas ventanas situadas

entre e «ambiente interno» y el «ambiente externo» que son los sentidos:

sensaciones ópticas, olfativas, táctiles, térmicas, gustativas... un flujo

continuo de informaciones desorganizadas. Estas informaciones son

posteriormente ordenadas componiéndose en imágenes y

estructurándose en un espacio mental; en un conjunto de «escenas»

recíprocamente interconectadas a las que damos el nombre de realidad.

La trama que conecta todo esto, manteniendo unida nuestra experiencia

y junto a ella, a nosotros mismos, es el tiempo. Es en e! tiempo en donde

fluyen las informaciones y es en la reiteración de la experiencia en donde

la realidad que nosotros nos construimos toma consistencia.

El espesor y la realidad de: las cosas no están, pues, en las cosas mismas,

sino que están en nuestra mente y dependen de la cantidad de

correlaciones que una cierta estimulación sensorial consigue generar. Esta

cantidad de correlaciones, depende a su vez, del hecho de que aquella

estimulación ya se, haya dado, y de que se llegue a correlaciones

activadas por experiencias precedentes, tanto directas como indirectas.

Todo esto, tiene que ver con el tiempo; mejor dicho con la persistencia,

con las mutaciones y con el ritmo que son, a fin de cuentas, las únicas

realidades del tiempo de las que podemos tener experiencia.

Como se ha dicho en capítulos precedentes, si el aspecto emergente de

nuestra actual experiencia del ambiente artificial es la sensación de la

pérdida de profundidad, del espesor de la «realidad» de las cosas, más

Page 39: Baudrillard - Maldonado - Manzini

que en la materia, la causa debemos buscada en el tiempo. Mejor dicho,

en el cambio de la materia de que está hecho el mundo se encuentra el

origen de un flujo de información incongruente con los modelos

culturales que querríamos utilizar y organizar en imágenes mentales.

Debido a la velocidad, es decir al tiempo con el que dicho cambio tiene

lugar, se hacen inútiles los modelos culturales establecidos; debido a la

velocidad de las imágenes mentales que conseguimos construir se nivelan

en superficies planas.

En efecto, desde el punto de vista físico, nuestra relación con los objetos

es en todo momento solamente una relación con sus superficies, de

hecho son las superficies las que nos envían mensajes (ya sean ópticos,

táctiles, térmicos u olfativos).

Pero si superficie es lo que se reconoce como parte de una columna de

mármol y a ella asociamos toda una serie de imágenes ya organizadas en

nuestra memoria, que van desde lo que sabemos del mármol (cuánto

pesa, cuáles son sus características térmicas, cómo es la estructura

interna, cómo reacciona con el tiempo), a toda la historia de los

monumentos y de las obras de arte que se han realizado con este

material, y a los ambientes culturales a que ha pertenecido en el curso de

la historia…todo esto es «el mármol»: con su peso, su profundidad

cultural, y su evidente materialidad.

En cambio, no reconocemos nada o muy poco de la superficie con la que

nos relacionamos, no existen conexiones posibles y la superficie no es

más que un soporte que nos comunica las pocas informaciones que, en

este momento, nuestros sentidos nos transmiten. En otras palabras, si en

una determinada experiencia no se pueden reconocer ciertas formas y

convenciones culturales importantes, esta experiencia se nivela, la

información se organiza de la manera más elemental, es decir en una

superficie sin espesor físico y cultural, en una superficie en la que se

encuentran impresos o proyectados signos pendientes de decodificación.

La velocidad de los cambios, que se basa en la actual vivencia del

ambiente artificial, se articula a su vez en dos aspectos: lo que han

cambiado las cosas y lo que ante nuestros ojos continúan cambiando.

Estos dos aspectos de la velocidad del cambio, aunque sean reconducibles

a análogas motivaciones técnicas, y a pesar de contribuir ambos a la crisis

del tradicional concepto de materialidad de: la experiencia, inciden en

esta última de manera diferente y a diferentes niveles.

Si en realidad sólo se verificase el primero de los dos aspectos (un cambio

tecnológico que sustituye bruscamente el sistema de los materiales y de

los objetos precedentes, con otros totalmente nuevos), podríamos

imaginar la regeneración de una semántica de materiales y de formas

similares a la precedente, a pesar de referirse a significantes y significados

distintos. Sólo sería cuestión de tiempo: el mundo, con más disponibilidad

de tiempo experiencia, volvería a adquirir profundidad.

Sin embargo se verifica también el segundo fenómeno. Los materiales y

las formas cambian continuamente, y a la experiencia no se le da la

posibilidad de repetirse. O mejor dicho, la repetición de la experiencia no

se da de la misma forma que antes. Cuando nos encontramos más de una

vez con un mismo material (si por alguna razón sabemos que se trata del

mismo material), ello no quiere decir que éste nos ofrezca siempre la

misma imagen; y viceversa, cuando nos encontramos más de una vez con

una misma imagen esto no quiere decir que le corresponda siempre el

mismo material.

De este modo, la reiteración de la experiencia no colabora en la

construcción de la identidad compleja y profunda de un determina-do

material (como mucho podemos llegar a pensar que su identidad es la

Page 40: Baudrillard - Maldonado - Manzini

mutabilidad, como sucedía con Zelig, el personaje propuesto por Woody

Allen, que cambiaba de personalidad según las circunstancias). La

reiteración de la experiencia también puede colaborar en la identidad de

una superficie simple, en el sentido que una cierta decoración o una cierta

textura, a la larga pueden comenzar a asumir un significado concreto,

independientemente del sus trato material sobre el que éstas se aplican.

Este orden de consideraciones, sigue siendo válido si pasamos de los

materiales a las formas, es decir a los objetos con su conjunto de

propiedades matéricas, prestacionales y culturales. También en este caso,

el problema no es tanto el de la aparición de nuevos objetos, como el de

su manera de situarse en el tiempo.

Los tiempos de respuesta e interactividad

Tanto el reloj mecánico como el electrónico son máquinas que prestan un

servicio análogo. Pero los diferentes principios sobre los que tal

prestación se funda, la diferente escala dimensional de los «mecanismos»

y el diferente: orden de las velocidad de los movimientos 00s

movimientos de los engranajes por un lado y el de los electrones por

otro), hacen que la percepción que se tiene de ellos sea completamente

diferente.

Si el primero nos conduce a un juego de componentes macroscópicos en

movimiento, y a la «gramática» y «sintaxis» del funcionamiento mecánico

que desde hace tiempo hemos logrado comprender, el segundo nos

propone un funcionamiento basado no sólo en fenómenos menos

conocidos, sino principalmente en fenómenos cuya especificidad 00 que

hace que un reloj sea un reloj y una calculadora una calculadora) escapa a

nuestra escala dimensional.

Esta observación se puede generalizar. Los objetos, alcanzados por la

tendencia (trend) de las integraciones de las funciones y por la

miniaturización de los componentes, posibles gracias a las nuevas

calidades de los materiales, tienden a hacerse más densos, a perder

transparencia (la transparencia mecánica por la cual todas las partes son

legibles en su individualidad y en sus recíprocas relaciones de

interdependencia). Lo objetos, al volverse opacos, se nos presentan

ilegibles con nuestros consolidados instrumentos de interpretación, Como

se ha visto, este fenómeno es el reflejo de un cambio de escala en el

funcionamiento del objeto que afecta tanto al aspecto dimensional como

a aquél relativo a las velocidades, es decir al tiempo en el que tiene lugar

la concatenación de sucesos que finalmente llega a producir la prestación

requerida.

Evidentemente los dos aspectos están correlacionados. Entre masa y

aceleración existe un vínculo que establece límites precisos en la práctica

constructiva. Si aumenta la masa aumenta la inercia y por lo tanto

también la energía necesaria para variar la velocidad. De ahí que, en un

mundo de artefactos producidos con componentes materiales

macroscópicos, para obtener una prestación dinámica fuera necesario

definir una cadena de correlaciones de causa y efecto entre componentes

fuertemente inerciales, cuyas velocidades reentraban amplia-mente en el

campo de lo que puede ser percibido. De este modo, generaciones de

objetos mecánicos nos han acostumbrado a leer las prestaciones como un

movimiento de diferentes partes.

Bajando de escala en cuanto a capacidad de manipulación, la técnica ha

hecho posible la sustitución de una cantidad de aparatos mecánicos en

movimiento, por componentes electrónicos, no sólo prácticamente

indistinguibles entre sí en lo que a su forma se refiere, sino también en

cuanto a lo que nosotros podemos ver, tanto estáticos en su aspecto

básico, como dinámicos en cuanto a las prestaciones que proponen.

Page 41: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Pero una vez que un aparato ha superado una cierta velocidad a la hora

de llevar a cabo prestaciones complejas, se verifica otro fenómeno. En el

momento en el que dicho aparato desarrolla con rapidez funciones, tiene

la necesidad de relacionarse con frecuencia con el sujeto que lo utiliza

para presentar los resultados a los que ha llegado, o para pedir ulteriores

informaciones. Se establece entre ambos un tipo de relación que no tiene

precedentes en la historia de la relación entre objetos y sujetos ya que se

trata de un coloquio. Cuando esto se verifica, la imagen mental que

tenemos del objeto sufre un profundo cambio, Lo que siempre fue una

presencia muda se anima, se hace sensible, expresiva, coloquial. Se

convierte casi en un interlocutor. Frente a ello, por primera vez en la

historia, el hombre deja de ser la única entidad del mundo capaz de

hablar. Parece realizarse el viejo sueño-pesadilla del hombre: el de

realizar su doble.

Pero la ingenuidad de nuestros antepasados les hacía pensar que el doble

del hombre, una creación demiúrgica de un mago o de un científico, era

doble del hombre porque era físicamente parecido a éste. Sin embargo, lo

que hoy en día observamos es la creación de un doble, perdido y

fragmentado en un ambiente artificial cuyas partes se subjetivizan sin

necesidad de pasar por ningún antropomorfismo. El futuro próximo quizá

no nos encuentre relacionándonos con unos replicantes antropomórficos

sino ciertamente entregados a coloquiar, enfadamos, o simpatizar con

lavadoras, bombas de gasolina, lectores de campact disc o sistemas

expertos.

Además nuestro doble, no sólo no se antropomorfiza sino que, al mismo

tiempo en que se convierte en interlocutor, parece alejarse cada vez más

de nosotros y de nuestra materialidad e individualidad: su materialidad

disminuye o pasa a segundo plano, su individualidad se atenúa. Este es

cada vez menos una entidad única y cada vez más el elemento de un

sistema, el nudo de una red de comunicaciones cada vez más vasta.

Existe una creciente generación completa de objetos que está entrando

en esta inédita esfera relacional, y que lo hace llevando una variada gama

de calidades en la interacción que establece (niveles de interacción,

formas de comunicación, grados de «inteligencia» prestacional). Los

electrodomésticos avanzados, las fotocopiadoras, las ventanillas

automáticas de los bancos, 'los contestadores automáticos, los procesa-

dores de texto... son objetos y sistemas bastante diferentes entre sí, pero

que presentan aspectos comunes. La experiencia que nos proponen se

aleja de la que tradicionalmente ha sido nuestra relación con los objetos.

Se configuran como entidades híbridas a medio camino entre diferentes

polaridades, entre el mundo material de las cosas y el mundo inmaterial

de los flujos informativos. Entre el mundo real, dotado de consistencia

física, y el mundo virtual, fruto de sutiles simulaciones.

Entre el mundo de las presencias inanimadas y el de las relaciones

intersubjetivas.

Frente a la aparición de estas nuevas entidades híbridas, la idea

tradicional que poseemos acerca de lo que es un objeta debe ser revisada.

De hecho, el objeto se ha caracterizado siempre por su doble naturaleza,

la de objeto-prótesis, es decir instrumento que, con un cierto fin,

amplifica nuestras posibilidades biológicas, y la de objeto-signo, soporte

significante de posibles significados, parte integrada en un lenguaje de las

cosas más amplio y complejo. Quizá, hoy en día, ya no baste este

esquema binario por el hecho de que hablar de objeto-prótesis y de

objeto-signo en los casos a los que aquí nos estamos refiriendo, ya no

basta para hacemos comprender la relación que se va a establecer con

ellos. Con la aparición de esta nueva familia de objetos capaces de

desarrollar rápidamente funciones complejas, de elaborar, memorizar y

transmitir informaciones en «tiempo real», este modelo se enriquece

ulteriormente.

Page 42: Baudrillard - Maldonado - Manzini

En realidad, el objeto-prótesis de la nueva generación informatizada, se

presenta como un multiplicador de las actividades cerebrales y

sensoriales, que tiende a alejarse profundamente de su tradicional

naturaleza de prolongación física de nuestras potencialidades que los

instrumentos siempre tenían. Por lo tanto, lo que surge es una especie de

«súper-prótesis-virtual», información organizada en forma de

instrumento.

Además, como hemos dicho, este nuevo objeto, al desarrollar sus

funciones, al presentar la complejidad de datos que ha recogido,

memorizado y elaborado, debe establecer con el fruidor una interacción

que se define como una especie de coloquio. De ahí la necesidad de tener

en cuenta otra posible naturaleza el objeto, la de «objeto-interactor», es

decir el objeto que se relaciona con la persona que lo usa entrando en la

dimensión del lenguaje; en forma coloquial. Deja de entrar, pues,

exclusivamente como objeto-signo, soporte estático de posibles

significados, haciéndolo ahora como elemento activo. Como interlocutor

con el que el usuario debe relacionarse, entendiendo su lógica y

tanteando sus respuestas.

Todo esto se basa en la nueva escala temporal sobré la que actúa el

sistema, en una dimensión temporal que ya no es aquella que habíamos

aprendido a conocer mediante los mecanismos tradicionales, sino que se

acerca, y en algunos casos supera, a propia dimensión de los organismos

biológicos.

Los tiempos de proceso y variabilidad

La aceleración del tiempo también ha supuesto un profundo cambio en

relación a la oferta y demanda de productos. El resultado ha sido el

crecimiento de la flexibilidad productiva y la tendencial producción

industrial de objetos en «serie variada y «por encargo». Esto, como

veremos, contribuye a una especie de «fluidificación» de los objetos, a la

producción de una artificialidad en la cual las cosas parecen menos

vinculadas a la materialidad de los procesos.

Todo esto va unido a la progresiva informatización de las actividades

productivas y al proceso de aceleración que ha alcanzado a las relaciones

entre las diferentes funciones industriales: proyecto, producción,

marketing y distribución.

Vale la pena precisar mejor este concepto. Con toda seguridad, la relación

de recíproca influencia entre producción y mercado no es un hecho

nuevo, sino que ya se daba en la producción industrial clásica, con la

diferencia de que en esta última las fases de proyecto, producción y

comercialización de los objetos, se consideraban en secuencias

rígidamente separadas entre sí. En las fases iniciales, la relación con el

público era relativamente débil y entraba en juego, de forma decisiva, en

la fase final e la comercialización con el marketing. Una vez diseñado el

producto, (así como las líneas de producción), éste ya no podía ser

modificado. La tarea del marketing consistía en hacerla aceptable tal

como era.

Pero el nuevo contexto tecnológico y organizativo permite cambiar este

esquema, ya que la industria se organiza en tomo a un sistema

informativo y productivo integrado y en contacto con la demanda. Un

sistema en el cual todas las partes actúan recíprocamente en un tiempo

rapidísimo. En particular, la integración entre el diseño y las máquinas de

control numérico o las líneas robotizadas, permite (dentro de los límites

consentidos por el sistema) realizar variaciones del producto

prácticamente continuas, sin necesidad de interrumpir la línea productiva.

La integración de la red comercial con el aprovisionamienco, la

producción y el almacenaje, permite trabajar tendencialmente por

encargo, y las soluciones técnicas adoptadas permiten aportar, sobre una

Page 43: Baudrillard - Maldonado - Manzini

base sustancialmente homogénea, variaciones que dan diversas

connotaciones al producto final. Todo ello, está encabezado por una

nueva idea del marketing, entendido como una actividad de relación con

el público, desde las fases iniciales de la producción, que orienta, tanto a

largo como a corto plazo, la estrategia de imagen de la empresa

productora, así como las calidades específicas de cada uno de los

productos, basándose en un análisis en tiempo real de los trend de

consumo y de la evolución del gusto.

En este nuevo contexto, la relación entre producción y demanda tiende a

alejarse cada vez más de los tradicionales estereotipos de la industria,

para acercarse al modelo de las televisiones comerciales en las que se da

una especie de condicionamiento recíproco, y casi en tiempo real, entre

audience y programación: el telespectador al actuar con su mando a

distancia, al hacer sus elecciones, modifica la audience y, en un cierto

sentido, decide las futuras transmisiones.

El caso del sistema televisivo es transparente y emblemático, pero aún

puede parecer demasiado lejano de lo que tradicionalmente se considera

como actividad productiva. Sin embargo, mirándolo bien no es así. El

«sistema moda» por ejemplo, trabaja con productos mucho más

«materiales» que las «emisoras televisivas» y sin embargo es otro

ejemplo muy pertinente de esta tendencia. Tras una observación todavía

más atenta, surge después que este tipo de relación, aunque más

matizada y ligada a lo específico de las mercancías producidas, llega hoya

proponerse incluso en los ámbitos productivos más «clásicos» del sistema

industrial. Desde el punto de vista de los procesos de formación del

ambiente artificial y de la experiencia que tenemos de él, todo esto se ha

resuelto en un continuo deslizamiento de las formas. Aunque estas

variaciones raramente produzcan imágenes dotadas de identidades

radicalmente diferentes (es más, la variedad disponible tiende en todo

caso a presentar diferencias irrelevantes en el plano semántico,

generando una especie de «variedad uniforme»), sin embargo proponen

un conjunto de mercancías continuamente cambiante, como si la

materialidad de los procesos hubiera dejado de ser un verdadero

condicionante a la rigidez de los productos en el tiempo.

Los tiempos de consumo, lo efímero y la memoria

Otro campo fundamental en el que la aceleración del tiempo incide en

nuestra relación con los artefactos, modificándolos profundamente, es

aquél que nace de una reducción que llega a la tendencial anulación de

los tiempos de producción y consumo. Pensemos en una maquinilla de

afeitar desechable, al igual que sucede con todos los objetos de un solo

uso, la relación que establecemos con ella, es más una relación con un

tipo de servicio que una relación con una cierta entidad matérica.

Todavía podemos referimos a una maquinilla como a algo dotado de

estabilidad en el tiempo, pero si la consideramos en su realidad física, el

objeto a que nos referimos no tiene ninguna persistencia. Cada día, cada

vez que la usamos tenemos en la mano un objeto exactamente igual al del

día anterior que, sin embargo, no es el mismo.

En realidad, lo que se mantiene estable es una especie de «arquetipo»

abstracto de maquinilla que se «materializa» día a día gracias al servicio

garantizado por un productor y por un sistema de distribución. En este

caso, el componente «material» de estabilidad no es ya el objeto físico en

sí, sino más bien el servicio que se nos da proponiéndonos con

continuidad el instrumento capaz de desarrollar la función requerida.

Consideremos ahora el caso del reloj Swatch, diferente del anterior en

algunos aspectos, pero similar en otros. Su carácter dominante no es

tanto su breve duración (ya que el reloj como tal podría incluso tener una

duración relativamente Iarga) sino el predominio de la imagen sobre la

materialidad del objeto.

Page 44: Baudrillard - Maldonado - Manzini

Un producto como este posee ciertamente una «presencia material»

propia. Es decir, está hecho de una cierta cantidad de materia que nos

acompañará por un período de tiempo pero nuestro modo de percibido

es puramente en término de imágenes y lo que nos ponemos en la

muñeca es una imagen elegida entre muchas otras. El plástico de que está

hecho no se percibe de manera diferente a la percepción que podríamos

tener del papel cuando leemos un libro, y su productor no es diferente del

editor que usa la forma libro» como soporte para transmitir las

informaciones que sobre él se imprimen.

Entre estos dos significativos casos, la maquinilla desechable y el reloj de

plástico, hay Una amplia y creciente gama de productos industriales de

gran consumo.

Hablar de estos objetos significa entrar en un mundo en el cual los

tiempos del ciclo de vida tienden a anularse, es decir e! tiempo en el que

se imprime una página de periódico, en el que se sopla una botella de

plástico, en el que se teje de manera ultrarrápida una camiseta, es el

tiempo igualmente breve de su consumo. Se trata de objetos cuya

existencia ya no está ligada a la individualidad física, sino al flujo continuo

de su paso por nuestra vida. Son objetos en perenne e inmediata

decadencia y. precisamente por esto, siempre nuevos.

Nuestro tradicional modo de ver las cosas ha estado hasta hoy muy

cercano al pensamiento de Parménides, según el cual lo que existe «es

inmortal, entero y compacto, único, inmóvil y sin fin».

Sin embargo deberíamos, reorientar nuestros modelos de lectura de la

realidad hacia el pensamiento de Heráclito, según el cual todo transcurre

así: «no puedes descender dos veces por el mismo río». No puedes

afeitarte dos veces con la misma maquinilla.

Con estas rápidas consideraciones acerca de la relación entre el tiempo y

los objetos (o mejor dicho entre el tiempo y nuestra vivencia de los

objetos), hemos buscado algunas causas de lo que vivimos como pérdida

del espesor en nuestra experiencia del mundo.

Con esta clave de lectura han surgido diferentes familias de artefactos

muy lejanas entre sí: «objetos interactivos», «objetos de serie variada»,

«objetos instantáneos». A éstos le corresponden procesos productivos,

ámbitos de consumo y relaciones sujeto/objeto muy diferentes pero que

tienen en común la forma de situarse en el tiempo. Para estos objetos

existe la duración de la performance, y no la duración del objeto en sí. Son

objetos sin memoria.

Pero en el ambiente artificial, incluso en el actual, también existen

objetos que, de alguna manera, están hechos y utilizados precisamente

por su duración. Esto se debe a que en nuestra cultura la necesidad de

relacionamos con cosas persistentes, la necesidad de encontrar en los

objetos unos testimonios de nuestra vida, parece ser una necesidad

profunda. De todas formas, la aceleración de los tiempos también ha

afectado a la producción de los objetos así como la vivencia que podemos

tener de ellos.

En la cultura europea el más emblemático «objeto de la memoria» es la

casa, la construcción en la que habitamos. Para ésta, al menos

subjetivamente, el tiempo de referencia es la eternidad. Uno adquiere

una casa para sí mismo y para sus propios hijos. Nadie llega a imaginarse

que un día podrá ser derribada. Pero a este caso límite, se unen otros

objetos del paisaje cotidiano, como algunos muebles y objetos de

decoración, que entran profundamente en la esfera afectiva. A ellos les

confiamos (o nos gustaría confiarles) la tarea de durar, de acumular

memoria, de proveemos de una especie de referencia temporal, de

funcionar como un reloj analógico, que con su lenta cadencia marca el

Page 45: Baudrillard - Maldonado - Manzini

transcurso de los largos tiempos de la existencia. Objetos que no

quisiéramos ver pasar por nuestra vida: por el contrario quisiéramos ser

nosotros los que pasáramos por la suya. Estos objetos, cuya demanda

responde a una exigencia profunda y difícilmente modificable (que

parecería justo poder garantizar), son los mas difíciles de producir en el

nuevo ambiente técnico-productivo. No debido a que ya no se puedan

realizar objetos duraderos, sino debido a que su modo de durar se

conecta mal a la idea de memoria. Los nuevos materiales, incluso aquellos

duraderos, no parecen ser capaces de salir de una condición de existencia

dual, en la cual de la condición «como nuevos» pasan bruscamente, con

una especie de traspiés, a la de «degradados para tirar».

Lo que surge del sistema técnico contemporáneo nos parece, pues,

incapaz de recubrirse con la «pátina del tiempo» convirtiéndola así en

soporte del recuerdo. Es como si los nuevos artefactos tratasen de poner

en escena una eterna juventud estando destinados a la más melancólica

decadencia cuando ya no lo consiguen.

Entre todas las extraordinarias posibilidades que la tecno-ciencia nos

propone cotidianamente, puede faltar la de saber «envejecer con

dignidad». Quizá no sea una casualidad y no sea este un problema

intrínseco a la tecno-ciencia que los ha producido. Tal vez esta situación

exprese significativamente un problema que atañe profundamente a la

cultura en la que esta tecno-ciencia nace, es decir nuestra actual cultura

occidental: el de no ser capaces de pensar con serenidad en la decadencia

y en la muerte.