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Antología Tercer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria Blanca y radiante. Texto: Claudia Czerlowski. Imagen: Alberto Pez. El cañaveral. Texto: Javier Quintá. Imagen: David Pugliese. Camilo y el huevo que voló. Texto: Julio Millares. Imagen: Gustavo Aimar. Prueba escrita. Texto: Marcela Silvestro. Imagen: Leo Batic. Ya llega el príncipe de mi tía Blancanieves. Texto: Elena Castro. Imagen: María Paula Dufour. Cuento con dragones y princesas. Texto: Valeria Dávila. Imagen: Carolina Farías. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed: http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

Antologia: Tercer concurso (Educared Imaginaria)

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Antología (Tercer concurso de cuentos Imaginaria). Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos.

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Antología

Tercer Concurso de Cuentos de

EducaRed e Imaginaria

Blanca y radiante. Texto: Claudia Czerlowski. Imagen: Alberto Pez.

El cañaveral.Texto: Javier Quintá. Imagen: David Pugliese.

Camilo y el huevo que voló. Texto: Julio Millares. Imagen: Gustavo Aimar.

Prueba escrita.Texto: Marcela Silvestro. Imagen: Leo Batic.

Ya llega el príncipe de mi tía Blancanieves. Texto: Elena Castro. Imagen: María Paula Dufour.

Cuento con dragones y princesas. Texto: Valeria Dávila. Imagen: Carolina Farías.

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:

http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Martes 20 de mayo Querido Diario:¿Recuerdas que te conté anteayer que ese apuesto cazador del bigote

oscuro y los brazos musculosos finalmente se atrevió a hablarme? ¡¿Y que me invitó a pasear con él, eso lo recuerdas?! Bueno, yo pensé que mi madrastra nunca lo consentiría, siendo él más rústico que la estopa y yo la distinguida hija de un rey, con la tez blanca como la nieve, los labios rojos como la sangre y el pelo negro como el ébano.

Pero ayer, cuando le pregunté si objetaría que faltase a mi clase de “Bor-dado de Refranes Etruscos” para pasear con este buen hombre, mi madrastra no dijo ni “chis”.

“Mh. Qué extraño”, pensé yo en aquel entonces. Pero estaba tan emo-cionada, que corrí a elegir mis mejores ropas y la dejé a solas con su espejo, secreteando como todas las mañanas si el jabalí se sazona mejor con aránda-nos o chimichurri.

Claudia Czerlowski

Blanca y radianteIlustrado por Alberto Pez

Texto © 2006 Claudia Czerlowski. Imagen © 2006 Alberto Pez Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores.

Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Entonces, al terminar la clase de “Aseveraciones, Complacencias y Mohi-nes Dignos de Princesas II”, partí rauda como una liebre a encontrarme con el lozano jinete.

Mi corazón galopaba a la par de nuestros corceles.Marchamos a campo traviesa por un buen rato. Los rayos del sol rebo-

taban en los cabellos claros de su testa varonil. Unas primorosas gotas de intenso sudor perlaban su frente, bozo y tres cuartos de su chambergo, hun-diéndose en la tela en caprichosos semicírculos bajo sus axilas. Exudaba, entre otras cosas, una imponente aura heroica.

Nos la estábamos pasando de lo más lindo. Yo le contaba sobre el lote de satín color lavanda que unos mercaderes orientales le obsequiaron a mi padre, el rey, para mi vestido de 15. Él, tímido, balbuceaba deliciosos sonidos gutu-rales cuando, de repente, nos internamos en el bosque prohibido.

“Uy”, pensé yo en ese momento, “¿me habrá traído aquí para confe-sarme su amor irrefrenable, lejos de miradas curiosas, oídos indiscretos y civi-lización alguna?”.

Mi vientre gorjeaba de los nervios y un ligero atisbo de hambre (lle-vábamos cinco horas de cabalgata continua, sin detenernos siquiera para otear el paisaje).

Pero no podía estar más equivocada.Tras adentrarse en el follaje, mi pretendiente se detuvo en seco. Ofreciéndome su mano velluda, me invitó a descender del zaino. Y allí,

en medio de la arboleda sombría, finalmente se confesó.No me había invitado a pasear porque estaba enamorado de mí. De

hecho, se había casado 43 años ha, tenía cinco hijos, catorce nietos, dos chi-huahuas y una cotorrita australiana. Mientras decía todo esto, reconocí con pesar que lo que había tomado por frondosa melena clara no era más que unos ralos islotes de cabello cano, cubriendo un cráneo arrugado, ceniciento y salpicado de verrugas verdosas. Pero eso no era todo: mi madrastra le había pedido una semana atrás que me llevara a lo más espeso del bosque y me matara por ser más linda que ella.

Vaca vanidosa.

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Pero el buen hombre no me quería matar. No señor. Con su escopeta cazó un cervatillo y, tras destriparlo, me contó su plan (mientras yo contenía las nauseas ante el macabro espectáculo): Ni bien llegara de regreso al castillo, le mostraría a la reina las vísceras del animal y le diría que ése era mi corazón. (Vale aclarar que el órgano de la pobre bestia triplicaba el mío en tamaño y olía como un demonio). Mi madrastra no notaría la diferencia en absoluto. Seguro que ahora mismo, mientras te escribo estas líneas, la muy presumida se está mirando al espejo preguntándole cómo disimular con afeites y potin-gues la pelusa que le crece en la barbilla.

Ah. Me olvidaba. Mi parte del plan consiste en ausentarme del reino por un tiempo razonable... 20, 25 años.

Ya hace un buen rato que el cazador partió. En lo que a mí respecta, estoy famélica, atemorizada y furiosa. Como suculento banquete, sólo cuento con un rompecabezas de maicena y dulce de leche que me dejó el cazador (¿a quién se le ocurre guardar un alfajorcito en el bolsillo trasero antes de una cabalgata?). Encima, debo pasar la noche en este tenebroso bosque lleno de alimañas peligrosas y monstruos inimaginables. Y para peor, mi madrastra mandó matarme por ser más linda que ella.

Puerca petulante.Antes de partir, el cazador me recordó que ni se me ocurra asomar la nariz

por el palacio, porque mi madrastra se enojará mucho con ambos: con él por no matarme, conmigo por seguir viva. Creo que el suyo es un consejo acertado.

Qué tragedia, querido diario. Menos mal que te llevo siempre en el morral, ¿qué sería de mí sin ti?

Viernes 23 de mayoQuerido Diario:Te pido mil disculpas por dejarte en ascuas estos dos días, es que he estado

tan ocupada y me han sucedido tantas cosas, que ni tiempo para escribirte tuve.Después de vagar un día y su noche sin siquiera una brújula, alimen-

tándome de raíces frescas y hongos, llegué a un claro donde se erguía una hermosa cabaña.

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Al principio intuí que la misma había sido abandonada, sobre todo por el denso polvo que cubría sus ventanas, impidiendo ver su interior. Sin embargo, al entrar observé una extensa mesa ratona dispuesta para siete comensales en la sala, con graciosas sillitas a su alrededor. Llamé a voces a los inquilinos, pero nadie salió a mi encuentro.

Me adentré con cautela y noté que en el piso superior estaban tendidas en fila siete pequeñas camas, adornadas con almohadones y cobijas a cuadros.

Además, el baño tenía un curioso espejo rectangular, ancho como toda la pared, pero colgado a la altura de mis costillas. Y en un vaso de plástico, siete dimi-nutos cepillos de dientes, uno por cada color del arco iris, se secaban verticales.

Le pregunté al espejo quién habitaba tan acogedora morada, pero éste no respondió.

Agotada de tanto trajinar, decidí echarme una siesta en la cama más cercana a la puerta, para oír a los dueños llegar. Pero se ve que tengo el sueño pesado, porque horas más tarde, al desperezarme, ya no estaba sola... ¡siete pares de ojos me rodeaban amenazadoramente! ¡Pero eso no era todo...! ¡Hacían juego con siete narices, catorce orejas y doscientos veinticuatro dientes!

Lamentablemente, ahora no puedo seguir escribiéndote porque tengo mucho que hacer. Pero, para tu tranquilidad, los dueños de la cabaña pare-cen amigables y son muy bien parecidos (entre ellos). Luego continúo con nuestras gratificantes conversaciones. Ahora tengo que ir a cocinar para mis bondadosos anfitriones.

Domingo 25 de mayoQueridísimo Diario:Soy feliz.En mi vida sentí tanta dicha como en estos últimos días.Por primera vez soy libre de decir lo que pienso, sentir como siento y

hacer lo que quiero... apenas termino todos mis quehaceres.Ya nunca más “sí, Señor Rey”, “cómo no, Señora Madrastra” o “desde

luego, Señores Reyes de comarcas lejanas a quienes acabo de conocer”.

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En menos de una semana me despojé de mis pesados atavíos de prin-cesa distinguida. ¡Adiós privilegios! ¡Hasta la vista obligaciones! ¡Chaucito deberes reales!

Finalmente me deshice de los serviles adulones que trabajan para mi padre. Del séquito de nodrizas, cocineras, amas de llaves, tutores y demás lacayos que alivianaban mi existencia. Llegó la hora de saborear la vida como un ser humano común y silvestre... uno que vive rodeado de enanos parias, sin indicios de sociedad kilómetros a la redonda.

Te explico mejor: quienes habitan la cabaña son los Mineros Corazón de Carbón, un grupo de laboriosos hombrecitos poco privilegiados en lo que a estatura se refiere, pero con cabezas grandes como sandías maduras.

El viernes, tras levantarme de la cama con simpáticos golpecitos en rostro, manos y bajo vientre, me invitaron a explicarles el porqué de mi presencia en su acogedor hogar. Entre el humo de una sopa caliente y un sanguchito de vizcacha y queso, les conté mi trágica historia: sobre la triste enfermedad de mi joven madre siendo apenas yo un bebé... que mi padre el rey enviudó meses más tarde... que mi engreída madrastra me detesta por ser tan hermosa... y bla bla bla. (Con un público tan atento me pareció de mal gusto escatimar en detalles y adorné un poco el cuento, salpicando con plagas funestas y muerte de primigenios aquí y allá).

A la altura de mi relato en que fui maliciosamente engañada y llevada al bosque, con la intención de ser asesinada sólo por mi belleza, los tenía a los siete echando moco por narices y bocas. En ese entonces, entendí aquel gesto como un claro signo de emoción, aunque ninguno expresó palabra alguna de conmiseración o empatía. Seguro la timidez les ganó la lengua a los siete.

Así que, adelantándome a su tácita invitación, y para no pasar por des-cortés, accedí a quedarme en su humilde casita el tiempo que fuera necesario. Pero, eso sí, les aclaré mis intenciones vehementemente. “No se crean que por ser una princesa bella como una flor, suave como el algodón y delicada como un capullo, abusaré de vuestra gentileza y hospitalidad, mis adorables enani-tos”, les dije de corazón. “¡Colaboraré en lo que haga falta para alcanzar una armoniosa convivencia, sí señores!”, aclaré entusiasta. “Sepan que soy muy

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ducha en bordados y manualidades con hilo de oro”, anticipé con un dejo de orgullo, presta a aportar una cuotita de mi excelso buen gusto a la casita de los menudos.

Así fue que los siete me dieron las espalditas y, tomándose por los hom-bros, se encerraron en un círculo compacto, deliberando detalles que, sos-pecho, me involucraban. Al darse vuelta, nuevamente, mocos por narices y bocas. ¡¡¡De veras que no sé cómo hago para conmoverlos tanto!!! Si no fuera que me sé una persona sensible, capaz de tocar el más flemático de los corazo-nes, juraría que los muy bajitos lo hacen de puro cochinos.

Entonces, a los diez minutos me vi rodeada de trapos, lampazos, esco-bas, plumeros, cucharones y ollas que los pequeñines me arrojaron jugueto-nes, desafiando mis reflejos. Por suerte atajé todo en el aire, pese a que juraría que uno de ellos se afanaba por hacer blanco en mi ojo izquierdo. ¿A que son divinos, no lo crees?

Y así he pasado estos dos últimos días: ganándome su respeto, confianza y cariño a base de trabajo duro y corazón blando. Yo los estimo sobremanera, son como tiernos cachorritos de seres humanos.

Lunes 26 de mayoI Y MIS ENANOSQueridísimo Diario:Mi nueva vida de ama de casa me hace sentir dichosa, plena, casi enajenada.Te confieso algo muy privado: hay seis de ellos que me gustan mucho.

Lo malo es que, como cada tanto intercambian sombreros, no logro recordar cuál es el que no. Los serafines me repiten sus nombres cada 45 minutos cuando me refiero a ellos como “Enanito de Jardín Nº 4” (cuando le hablo al cuatro, o Nº 2, cuando le hablo al dos).

Lástima que no logro interpretar sus graciosos nombres, porque siempre los pronuncian con la boca llena... ¡Ay estos petisos, son tan lindos! Y cómo disfrutan mis agasajos... es admirable lo apetentes que son pese a sus tamaños. Buscaré la manera de diferenciarlos unos de otros. Quizás por el olor... mh... lo pensaré mejor.

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Martes 27 de mayoQuerido Diario, ¡He aprendido tanto estos últimos días, que estoy francamente irreconocible!¡¿Quién hubiera dicho que poseía dones naturales para las tareas del hogar?!

¡Descubrí que tengo talento para ser cocinera, lavandera, planchadora, barren-dera, remendona, jardinera, masajista, barbera, pedicura, afiladora, mecánica y matarife nata! Definitivamente, una no es consciente de sus habilidades hasta que es sometida a prueba por el destino. Adoro mis múltiples facetas, me siento tanto más útil que antes...

Casi no extraño nada de mi antigua vida en el castillo (excepto por algunas menudencias de comodidad, aseo, buenos tratos y pequeños lujillos superfluos).

Mis siete gnomos me hacen sentir tan valiosa y productiva... ¡casi indispensable!

Ay, si los vieras, son tan bonitos... Se disputan mi compañía, mi cariño, mi ración de postre, mis calcetas... Unos me toman de la mano y me llevan hasta la cocina, reclamando otro lechoncito adobado, (tal parece, es mi espe-cialidad). Otros me jalan hasta el dormitorio y me indican que vuelva a tender la cama luego de la siesta, pues aparentemente nadie ajusta las sábanas como yo. Dos más me empujan ansiosamente hasta el baño insistiendo, con espon-jas y cepillos, que les enjabone la espalda con mi característica ternura.

Me hacen sentir tan querida... los amo, querido Diario.Todavía no logré memorizar sus nombres, así que insisto con “Mis ena-

nitos de jardín”. Creo que a ellos no les simpatiza, no sé por qué.

Martes 27 de mayo, más tardeHola de nuevo, Diario. Sigo sin lograr individualizarlos. Intenté con “Do, Re, Mi, Fa, Sol, La,

Si” y no funcionó. Sólo uno de ellos se dio vuelta y sospecho que su nombre suena parecido a Lassie, porque giró al final de mi llamado. Sin embargo su mirada denotaba que lo pronuncié mal, porque me agitó su diminuto puño

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al aire, sosteniendo un zapallito en él. Hasta que no domine sus nombres, continuaré con “Enanitos de Jardín Nº...”, que es un mote tan tierno.

Me voy a dormir a mi catre apenas termine de enjuagar medias, gorros, chalecos y calzones. Luego siguen platos, calderos y sartenes. Se me ha jun-tado una pila de trastos considerable. Estoy agotada, pero contenta.

Jueves 29 de mayoLunes, Martes, Miércoles, Jueves, Viernes, Sábado y Domingo

tampoco funcionó.Siempre confundo Jueves con Sábado.Ahora todos agitan zapallitos y cebollas cuando los llamo…¿Querrán que cocine una sopa de verdura, además de las siete tartas

de acelga, las quince tiras de asado, las veintidós mazorcas con manteca, las cuatro docenas de empanadas de jamón y queso y los siete flancitos mixtos? Mañana mismo me pongo en campaña.

Domingo 1º de Junio 7 desodorantes7 postres de chocolate con cereales7 kilos de queso fresco7 kilos de mandarinas7 sachets de leche entera con calcio fortificado ideal para el crecimiento7 paquetes de salchichas7 paquetes de pan de pancho7 pollos7 paquetes de polenta1 yogur descremado

(PD: Perdón Querido Diario que te use para tan fútil menester, no hay papel alrededor… entre otras carencias.)

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Martes 3 de JunioQuerido Diario,No estoy segura de estar realmente enamorada de los enanos. El amor es un sentimiento tan extraño....

Domingo 8 de JunioQuerido Diario,Quien haya dicho que la felicidad es dulce y corta, se equivocó. De corta

no tiene nada, lo sé por experiencia. Vivo rodeada de siete cortos infelices.No contentos con tenerme de esclava en la cocina, haciendo los

mandados, limpiando su casa, almidonando sus uniformes, tendiendo sus camas, planchando sus gorritos (“¡con la punta derecha, no ladeada, prin-cesa consentida!”) ¡¡¡ahora quieren que además les corte las uñas de los pies!!! Eso ya es abuso.

La otra vez me preguntaron por qué tardé tanto haciendo las compras en el mercado del pueblo y ahora me controlan hasta el tiempo que me tomo en cada tarea. Creo incluso que, al irse a trabajar, cierran la puerta desde afuera con llave para que no me escape.

La otra vez, decidí acomodar la vajilla en la alacena alta, por el sólo dis-frute de verlos saltar para agarrar un vaso. No funcionó. Ahora beben gaseosa directo de la botella y me hacen tender la mesa a mí sola, sin siquiera ayudar con las servilletas.

¡Quiero a mi mamá! ¡Quiero a mi papá! ¡Hasta quiero a mi madrastra!

Martes 10 de JunioQuerido Diario:

Estoy reconsiderando mis opciones:Podría huir cuando los siete estén dormidos, quitarme un par de dien-

tes, rasurar mi cabeza y volver a casa como quien no quiere la cosa. Seguro mi madrastra no se opondrá a recibirme en ese estado. O podría mudarme a otro feudo y comenzar una nueva vida. Con tanta experiencia adquirida en esta

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“plácida” estadía, apuesto a que podré costearme un cuarto en una pensión, trabajando de sirvienta. O quizás alistarme en la Legión Extranjera… si es por una causa noble, los enanos no podrán reprocharme nada.

Oh. Alguien golpea a la puerta. Le diré que se asome a la ventana, porque la puerta... ya sabes. Regreso en seguida.

He vuelto. Era tan sólo una anciana pordiosera vendiendo frutas. La viejecita me contó una historia tristísima sobre plagas funestas y la muerte de su primigenio, para que la compadezca y le compre una manzana. Pobre. Me apiadé de ella. Encima de indigente y fea, tenía una pelusa creciendo bajo la barbilla bastante familiar. Accedí a su oferta sin inmutarme en lo más mínimo. La verdad es que las manzanas se ven deliciosas.

Le compré siete.

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Cuando cumplí diez años mi papá me llevó con unos amigos al campo de mi tía. Mi papá tenía una chata, nos cargó atrás y nos llevó. “No vayan a sacar la cabeza”, dijo, “se las corto”. Pusimos las bolsas de dormir y las mochi-las para taparnos del viento.

En el campo de mi tía había un cañaveral enorme donde podíamos jugar sin que nadie nos molestara. Después de comer nos fuimos. Tomamos nuestros palos y salimos por la tranquera del fondo atravesando la quinta y el gallinero. Nos metimos entre los yuyos siguiendo el sendero. Mi tía nos había dicho que tengamos cuidado con las víboras. Había que pisar firme —las víboras se asustan si pisás firme— y fijarse dónde metíamos los pies.

Cuando llegamos las cañas trepaban como edificios y el suelo estaba cubierto de hojas secas. Nos dividimos en dos grupos. Carlos, Emiliano y yo entraríamos por el frente. Franco, Gabriel y Lucas, por atrás.

Javier Quintá

El cañaveralIlustrado por David Pugliese

Texto © 2006 Javier Quintá. Imagen © 2006 David Pugliese. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores.

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Para distinguirnos propuse que uno de los bandos usara sus remeras como vinchas. Los palos servirían de rifles o de ametralladoras, según como mejor le pareciera a cada uno. Para matarnos, bastaba decir Pum o Ratata-tatata, y el nombre del muerto. Aunque esto siempre terminaba en largas discusiones acerca de quién había matado a quién.

Adentro, parecíamos sombras. Tampoco se oía nada. Me metí por la derecha. El campo era mío y conocía los mejores lugares. Podría buscar un buen escondite y desde ahí matar a cada uno a medida que fueran apare-ciendo. Sin embargo, aquella vez fue distinto: quería matar a Franco.

Decidí caminar despacio camuflándome entre las cañas para sorprenderlo. Aquí la regla era disparar primero y si iba por detrás, me aseguraba su muerte.

De repente, a unos metros, vi algo que parecía una zapatilla. Colgaba de una caña a la altura de mis rodillas. Me escondí y me arrodillé en el suelo. Sí, parecía la zapatilla de Franco. Me acerqué sigiloso. Por la tele sabía lo tram-poso que puede ser este tipo de acción en una guerra. Con la punta de mi Itaca enganché la zapatilla y la traje adonde estaba yo tirado cuerpo a tierra. Efectivamente, no había dudas, era la zapatilla de Franco.

Detrás de unas cañas cortadas lo vi a Franco tirado en el suelo. Se miraba el pie descalzo y con una mano sostenía su pantorrilla. Intenté rodear el lugar hasta tenerlo de frente. El ruido de unas loras me detuvo un instante. Miré para arriba y el viento movió las puntas de las cañas. Franco no se movía. Yo había oído que luego de la primera picadura se producía una parálisis instan-tánea. Tardé unos segundos en reaccionar y salí corriendo a ayudarlo. Salté unas cañas y ya estaba a su lado. Dejé mi arma y al agacharme Franco dijo: “Pum, Ernesto, te maté”.

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Camilo era un chico que estaba vacío por dentro. Eso sí, tenía un largo cuello, ojos elásticos y una boca grande. Así, él

mismo se podía mirar por dentro cuando quería y, como era curioso, lo hacía cada mañana.

¿Encontraba algo? No. Nada, ni una arveja. Sólo las paredes transparen-tes de su cuerpo.

“¿Con qué voy a llenar esta nada?”, se preguntó ansioso esa mañana y claro, ¿quién no querría llenar un hueco así?

Se puso a tragar lo que encontraba a su paso. ¡Craunch! Una pila de sánguches. ¡Glup! Un barril de leche. ¡Cronch!

Las cuatro patas de la mesa. ¡Blook! Media heladera adentro. “Esto me debe bastar por la mañana”, se dijo y se miró por dentro pero

allá adentro no quedaba nada.

Julio Millares

Camilo y el huevo que voló

Ilustrado por Gustavo Aimar

Texto © 2006 Julio Millares. Imagen © 2006 Gustavo Aimar. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores.

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O sí. Un huevo. “Un huevo es mucho, mucho más que una arveja”, pensó orgulloso y salió a jugar al patio.

Afuera el día estaba fantástico y los chicos montaban unos caballos enca-britados que hacía apenas un momento habían sido bancos de madera.

—Hacete a un lado o te piso —le advirtió Emilia. —Atención, Camilo el tragón —dijo Joanna. —Prometé que no te vas a tragar nuestros caballos —le exigió Frida. Camilo, orgulloso, aclaró: —Tengo un huevo adentro, un huevo entero —Y montó un caballo libre. —¿Es huevo de dinosaurio o de pájaro? —preguntó Joanna.—Los huevos de pájaro son más redondos —aclaró Emilia.—No sé —dijo Camilo —. No soy doctor. Corría un fuerte viento y los caballos galopaban tanto que Camilo sal-

taba como una bolsa de papas.—Ey, amigo, ¡si sigue así me va a machucar la cáscara! —dijo una voce-

cita que no se sabía bien de dónde venía. —¿Alguien habló?” —preguntó Camilo y miró sorprendido por todas

partes pero no pudo ver nada. —Seguro que fue el huevo de dinosaurio —dijo Emilia—. Hablan cas-

tellano. El de diplodocus sobre todo. Son unos charlatanes.—¿Cómo sabés eso? —preguntó Camilo.—Sabemos todo sobre vos —dijo Joanna y espoleó su caballo.Camilo miró a su alrededor. Las chicas se habían ido. ¿Quién le estaba

hablando ahora?: —¡Estos zangoloteos me van a volver loco! Camilo sintió entonces una súbita náusea y algo le pateó por dentro el

cuerpo, por lo que tuvo que detener el caballo. —Era hora, qué mareo —comentó la vocecita.—Yo también me siento mal. Me contagiaste —dijo él.—Vos sos más grande que yo —dijo la voz.—¿Cómo sabés eso? —preguntó Camilo y se miró por dentro.—Se contagia de lo más grande a lo más chico —dijo la vocecita.

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—No creo —dijo el pibe —. Yo contagié a mi tía, que es como una vaca.—No me asustés —dijo la vocecita y Camilo entendió:No había ninguna duda. Era el huevo el que estaba hablando, palidí-

simo después de la cabalgata. —¡Soy tan delicado! —dijo suspirando y se pasaba un pañuelo por la

frente para secarse la transpiración.—Perdoname, huevito. No sabía —se disculpó Camilo —. No sabía

que vivías. —Huevos somos todos. Yo me llamo Pablovo —dijo el huevo.—Yo soy un pibe —dijo él.—Huevo o pibe, da lo mismo —dijo el huevo y se alzó de hombros.—Es cierto —contestó él.—Huevos, gente, todos tenemos derechos y deberes.—Es cierto —contestó él.—Me caés bien —dijo el huevo.Camilo, que era más tímido que un gorrión, se puso serio:—Encantado, yo soy... —empezó a decir Camilo. —Shhhh. No hablés. Yo sé todo sobre vos —lo interrumpió Pablovo. —¡Vos también! ¿Cómo puede un huevo desconocido saber todo sobre mí?—Y, sabemos un montón de la vida, nosotros, los huevos.—Entiendo —dijo Camilo.—Sos tan complaciente —dijo el huevo.—¿Qué significa eso? —No sé, pero lo sos —dijo el huevo.Parecía como que tenía muchas ganas de hablar. Conocerlo. Pero de

pronto le dio hambre. Se agarraba la panza.—¿Qué hago? —se preguntó Camilo retorciéndose las manos de pre-

ocupación —. El pobrecito está flaquísimo.Y era cierto. Para ser un huevo Pablovo estaba flaco como un palo.Entonces se le ocurrió darle su salchicha de la mañana, al almuerzo le

pasó su bife y a la noche, su puré. Así pudo alimentarlo, aunque él mismo se sentía débil a veces y se le doblaban las rodillas por falta de salchichas.

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“¿Se alimentaba de salchichas el diplodocus?”, se preguntó Camilo y se propuso averiguarlo cuando Pablovo le dio un tirón en el intestino grueso. Le pasó su última salchicha.

Camilo lo adoraba. Ya no corría ni saltaba ni andaba a caballo para no sobresaltarlo. Era tan delicado, Pablovo. Camilo lo acariciaba con suaves movimientos del estómago, inflándolo y desinflándolo, y el huevo le daba besitos por dentro y sopladitas.

Pablovo era muy activo, activísimo. Apenas dormía unas cabeceadas, un salto y ya estaba recorriendo de un lado al otro el cuerpo de Camilo, que por entonces se había llenado hasta los bordes.

—¿Qué es esto? —preguntaba Pablovo y soplaba en el corazón de Camilo como si fuera una corneta.

—¿Qué es esto? —Y tocaba el tambor con el estómago. —¿Qué es esto? —Y tomaba baños de sauna en los pulmones de Camilo,

que no tenía tiempo ni de contestar. El pobre Camilo apenas si podía dormir. Treinta veces por las noches lo

despertaba un barullo de patadas por adentro. —Me aburro como un hongo —protestaba Pablovo y Camilo, muerto

de sueño, se ponía a contarle cuentos para entretenerlo. —De acuerdo. Te cuento. Había una vez una oveja que conocía una

oveja que conocía una oveja que conocía una oveja...—¿Son muchas ovejas? —preguntó el huevo.—No sé. Depende —respondió Camilo. —Yo sólo sé contar hasta veinticincuenta —dijo el huevo —. Después

se arma el quilombo.—Tenés que llevar la cuenta —dijo Camilo y volvió a empezar—. Había

una vez una oveja que conocía una oveja que conocía una oveja que conocía una oveja...

—¿Se conocen bien, esas ovejas? Digo, porque dicen que las ovejas no saben nada sobre ellas mismas.

Camilo se puso un poco impaciente:

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—¡No se conocían ellas mismas! Era una oveja que conocía a una oveja que conocía a otra oveja que conocía a otra oveja...

—Entiendo —dijo Pablovo —. Estas ovejas son más bien piscólogas.—¿Qué es eso, piscólogo? —No sé bien.—Cómo hablás, Pablovo.—Quiero caer bien.—¿Sigo? —Dale.—Había una vez una oveja que conocía una oveja que conocía una

oveja que conocía una oveja...—¿No tienen nombre estas ovejas? —preguntó Pablovo. Y así seguían hablando y hablando. Pablovo se chupaba mucho el dedo,

tanto que Camilo se preocupó.—Si te seguís chupando así te vas a chupar el dedo cuando terminés

el polimodal.Pablovo se alzó de hombros:—Se va.—Imaginate. ¡Con el dedo en la boca cuando te llamen para el diploma!

¿Cuándo lo dejás? —En su momento. No te preocupes. Lo voy a dejar.—¿Sí?—Sé un montón de la vida, te digo —dijo el huevo.Y así seguían. A Camilo se le secaba la boca de tanto hablar y tenía que

regársela con una manguerita. —¿Por qué me mojás? —preguntaba Pablovo entonces. No soportaba la

más mínima gota de agua, tan delicado era.Un músico de alma, eso era Pablovo. Siempre estaba tocando un instru-

mento o cantando o inventando canciones. De adentro del cuerpo de Camilo salía siempre tal estrépito que la gente que pasaba a su lado se preguntaba qué pasaba, si venía una banda o una topadora.

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Antología - Tercer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

Pablovo crecía y crecía. Camilo, cada vez con más miedo de que le pasara algo, ya no quiso caminar y se hacía llevar en un coche de bebé a todas partes. Por suerte su papá era un hombre muy paciente. Llevaba el coche a toda hora y en todo tiempo, con lluvia o con viento sin quejarse una sola vez.

Camilo se tendía entre frazadas y acolchados y no permitía que nadie le hablara en voz alta, para no molestar a Pablovo. El papá, a quien también le gustaba hablar, tenía que hablar tan bajo que ya no se escuchaba él mismo. Pronto dejó de hablar con Camilo y hasta con la gente por la calle. Y ahí iban los dos y el huevo adentro, bajo el sol, la lluvia o en el viento.

Una tarde Camilo sintió algo como burbujas subiéndole por el cuerpo. —Camilo —le dijo Pablovo con una vocecita dolorida —. Es hora de irme. —¡Dejá de hablar macanas, Pablovo! ¡Te despertás a vos mismo si hablás! Pero ya sabía. Lo sabía y se ponía triste. No quería.—Estoy maduro —dijo Pablovo —. Además, tengo que dar un concierto. —Ya sé —dijo Camilo muy triste.—Voy a...—¿Nos vamos a ver de nuevo? —preguntó Camilo y sintió de pronto

una alegría resplandeciente.—Por supuesto. Claro que sí —respondió Pablovo.En ese momento la cáscara se partió en mil pedazos. Adentro había un

bellísimo dragoncito que salió volando por la boca de Camilo, feliz y ansioso de ver el aire.

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Aún no había sonado el despertador, cuando abrí los ojos. Lunes, me dije. Prueba de historia. El peso de la evidencia cayó sobre mí, como un yunque: no había tocado un libro.

El fin de semana voló entre excusas: falta de tiempo, exceso de tareas, dolor de cabeza, de panza... La verdadera causa sólo se la había confiado a Lucas —mi amigo, casi mi hermano—. Era el único que sabía lo embobado que me tenía Laura, los dulces pensamientos que me inspiraba, cuánto me hacía sufrir su indiferencia. No estaba yo para batallas de San Lorenzo ni para cruces de los Andes.

Pero ya era lunes y, de pronto, solo existía una cosa en mi mente: la prueba. En dos horas más, no habría argumento que pudiera convencer a mi maestra de que me perdonara la vida, históricamente hablando.

Me sentía como deben de haberse sentido los granaderos, casi doscien-tos años atrás, mientras se preparaban para el combate. Cada zapato parecía pesar cinco kilos, los cordones se me enredaban en los dedos como telarañas... si al menos hubiera podido salir volando como una mosca.

Marcela Silvestro

Prueba escritaIlustrado por Leo Batic

Texto © 2006 Marcela Silvestro. Imagen © 2006 Leo Batic. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores.

Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Hacía rato que Febo había asomado sus rayos. Tras los muros de mi habitación, se dejaban oír sordos ruidos: mamá había puesto en marcha la maquinaria de cada mañana, ya era imposible detenerla; en minutos más me llamaría para desayunar, comprobaría mi estado de aseo y me despediría con un beso en la puerta de casa.

Salí, con el alma en un hilo. Las cuatro cuadras hasta la escuela fueron como un vía crucis. La parroquia del barrio me recordaba el histórico con-vento. Corceles de acero repletos de gente pasaban rugiendo a centímetros de la vereda. Apenas entré en el enorme edificio, sonó el timbre, estridente como un clarín. “A la carga”, me ordené a mí mismo. Aunque no sabía nada de historia, estaba compenetrado con un espíritu guerrero muy apropiado para la ocasión.

Ya en el aula, el enemigo avanzó y depositó sobre mi banco una hoja con cinco preguntas. Cinco misterios. Supe que tenía que pedir refuerzos. Miré alrededor: cada uno de mis compañeros libraba su combate personal. La cara de Lucas me hizo suponer que él tampoco iba a salir ileso. A cuatro bancos de distancia, en el primero, vi a Laura. Ella era mi salvación.

—¿Me podés decir algo sobre San Lorenzo? —escribí en el papelito que le tiré.

—Sí: el domingo juega con Huracán —fue su respuesta en otro papelito. Futbolera y con sentido del humor: era la chica ideal, sin dudas. Pero la cosa no estaba para bromas.

—No, en serio, ¿me ayudás? —insistí, por la misma vía.—Esperá sentado —escribió con su letra prolija.—Hace rato que estoy sentado y esperando... —¿Esperando qué? —Había despertado su curiosidad; mi papá tenía

razón: eso nunca falla con las mujeres.—Que me des bolilla.—¿Estás loco?—Sí, por vos —. La comunicación por escrito había tomado un rumbo

interesante. Tal vez me aplazaran en historia, pero quién sabe: un capítulo de la mía podía comenzar a escribirse.

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—Te quiero —escribí, sintiéndome cerca de la victoria.De pronto se produjo una interferencia: un mensaje proveniente de otra

dirección, se estrelló en mi nariz. Era de Lucas:—La seño te está mirando desde hoy, bobo.El aviso llegó tarde: mi maestra se acercaba con cara de pocos amigos.

Su cabellera teñida de rojo me hizo pensar en los españoles, avanzando con su pabellón desplegado al viento.

—¿Debo entender que te estás copiando, Mariano? —me dijo, con un engañoso tono de tranquilidad.

Me sentí perdido. Vi que Laura se reía, como si disfrutara del mal momento que yo estaba pasando. Justo cuando iba a confesar, cayó otro papel en mi banco:

—Yo también te quiero —La seño lo leyó en voz alta, como para que nadie se lo perdiera.

—Así que en lugar de hacer la prueba... ¿Y se puede saber con quién se está mandando cartitas de amor, el señor?

—Conmigo, seño. Discúlpenos —La que habló fue Marita. Nos cono-cíamos desde jardín; aunque no era para nada fea, jamás se me había ocurrido pensar en ella de un modo romántico. Pero en ese momento la vi hermosa... Y me recordó al sargento Cabral salvándole la vida a San Martín.

El episodio se cerró con un reto de mi maestra; después, todos conti-nuamos haciendo la prueba. En el revés del mensaje de Marita, encontré las respuestas que necesitaba. Realmente se había arriesgado mucho.

A la salida del colegio la acompañé hasta su casa, como tantas otras veces; aunque ese día había algo distinto entre los dos. También el beso de siempre, en la mejilla, lo sentí de otra manera.

Caminando sobre una nube, llegué a mi casa. ¿Sería normal que, de pronto, el nombre “Laura” no significara nada para mí? ¿O que recién hubiera descubierto, después de tantos años, la dulce mirada de Marita? Necesitaba hablar con Lucas. Y después, urgente, ponerme a estudiar: en dos días teníamos prueba de lengua.

¿O era de matemáticas?

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Mi abuela, mi tía, mi primo, mi hermanita, mi mamá, el papá de mi hermanita, la gata Julia, el perro Néstor, la Santa y yo despertamos más tem-prano que de costumbre. Siempre nos levantamos juntos. Cuando tantos seres duermen en un mismo cuarto, no queda otro remedio. Pero hoy es un día muy especial y estamos emocionadísimos, pues el novio de mi tía vendrá de Italia a visitarnos por primera vez. Ellos se conocieron por correspondencia y todo se resolvió muy rápido, fue “amor a primera vista”, o mejor dicho, “amor a primera carta”.

Así que el problema de espacio en este momento es lo menos importante. Igual de estrechos que nosotros estuvieron Blancanieves y los siete enanos en su casita del bosque, y encontraron un príncipe que se los llevó a su castillo en un país lejano. Nosotros andamos en algo parecido, por eso nos espabilamos enseguida para arreglar nuestras cortas habitaciones, con vistas a la llegada del príncipe de mi tía; y el de todos. La nobleza moderna normalmente viene de

Elena Castro

Ya llega el príncipe de mi tía Blancanieves

Ilustrado por María Paula Dufour

Texto © 2006 Elena Castro. Imagen © 2006 María Paula Dufour. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los

autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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España o de Italia. Yo hubiera preferido que mi futuro tío fuera español, por el asunto del idioma, pero mi tía es así de exótica.

Néstor ladró más temprano hoy para que lo sacáramos a hacer pipi y Julia no para de lavarse sus cachetes con las patas y la lengua. De algún modo ellos se han enterado de lo que pasa, estoy seguro de eso. Mi hermanita toda-vía se “sale” por las noches, por eso mi mamá, mi padrastro, ella y yo amane-cemos mojados hasta el pelo; aunque hoy por suerte nos ha perdonado. Yo quería hacer el primero en la cola para el baño, pero mi primo se me acaba de adelantar porque duerme más cerca, y siempre le gusta hacerme la competen-cia en eso, y en muchas otras cosas. Yo a veces lo dejo ganar, para que luego no se sienta menos. Abuela duerme con él y con tía, pegados a la puerta del baño y al altar de la Santa. Dicen que los santos no duermen, que ellos nos cuidan día y noche, pero esta Santa es entre nosotros la que más espacio tiene para dormir, si quisiera. Suerte que mi abuela y mi tía, a pesar de que una es católica y la otra santera, le rezan a la misma Santa; si no, íbamos a tener que dormir algunos en el baño o encima de la mesa de la cocina.

Lo primero que hizo abuela al levantarse hoy, fue volver a encender las velas de la Santa, y mi tía aprovechó para acotejarle sus tabacos, monedas y demás ofrendas, pues Néstor siempre arma tremendo desorden con todo eso. Cualquier día va a perder el hocico por fresco, con los santos no se juega. Mi mamá corrió a poner enseguida la cafetera en el fogón y ya el olor de su café se coge toda la cuartería. Mi padrastro espera acostado a que le lleven su buchito a la cama, hasta entonces jamás se mueve de allí.

—Hija, tú estás muy embarcada con ese “Zángano” que te buscaste por marido —siempre le dice abuela a mi mamá, por detrás de la oreja —. Debe-rías seguir el ejemplo de tu hermana, que es mucho más lista que tú.

El caso es que si el italiano se adelanta un poco y asoma su noble hocico por aquí ahora mismo, se va a decepcionar mucho de la tropa de su Blanca-nieves. Por eso todos nos ponemos en funciones después del buchito de café, incluido el “Zángano”. A él le tocó fregar la puertas y ventanas, a mi abuela cocinar y mi mamá se puso a tirar agua por todos lados como una loca. La cocina siempre es de abuela, allí ella se vuelve maga. Quizás no sepa envene-

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nar manzanas como la madrastra de Blancanieves, pero prepara unos frijoles riquísimos que nos pone a dormir la siesta. No sé con qué conjuro mágico los hace, pues siempre se queja de que no tiene nada para cocinar.

La mejor tarea es la de mi tía, que ya se emperifolla con sus mejores galas para ir a recibir a su novio Salvatore al aeropuerto. Aunque mi primo y yo no salimos tan mal en el reparto de trabajo, pues sólo tenemos que buscar el pan a la bodega y algu-nos mandados más que mi abuela nos dio. El muy penco se echó a correr para echar competencia conmigo, como siempre, pero yo voy a dejar que tome ventaja para que se embulle, y como ya casi estoy por alcanzarlo, mejor dejo que llegue primero a la esquina para que no se sienta mal. El es muy “complejista”.

El nerviosismo nos trae muertos de hambre esta mañana y de regreso mi primo le “dio de baja” a su pan y al de mi tía; yo empecé por el de mi mamá y luego me comí el mío, en ese orden. Como seguimos “heridos en lo profundo”, partimos a la mitad el pan que le toca a la abuela. Nosotros hemos sido educados en los principios de la igualdad y la solidaridad, pero nada de eso tiene en cuenta mi mamá para darnos una paliza y ponernos de castigo, cuando llegamos a casa sólo con dos cuotas: la de mi padrastro y la de mi hermanita. Lo que pasa es que en la bodega no les toca pan a los gatos, ni a los perros, ni a los santos; y como nosotros no tenemos la culpa de eso, comenzamos a berrinchar bien fuerte dentro de nuestras cortas habitaciones, al tiempo que mamá pelea a todo pulmón:

—¿Y ahora qué le daremos de merienda a Salvatore cuando llegue? ¿En qué untaremos la pasta tan rica que hizo la abuela de ustedes?

—¡No los castigues por eso, hija, si dicen que los extranjeros casi ni comen pan porque contiene muchas “kilorías”! —habló abuela y mamá enmudeció. Cada vez que mamá pelea, nosotros berrinchamos, entonces abuela habla y mamá enmudece. Cuando uno está en aprietos, es bueno acudir a las “instancias supe-riores”; eso no falla. Y como la instancia superior de abuela es la Santa, de sus ofrendas saca un menudo en dólares para que mi primo y yo compremos pan en la Shopping (¡ese sí que es rico!) para Salvatore, el príncipe. Mamá abre los ojos como un sijú, pero sigue muda.

Al regreso encontramos nuestra cuartería casi irreconocible, todos los vecinos se han contagiado con la “Manía de Limpieza por Visita de

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Novio Extranjero” que padece mi familia desde el amanecer. Los cuar-tos brillan como basurero después de la lluvia, las cadenetas cuelgan por todas partes y un cartel multicolor de “Bienvenido Salvatore” preside la entrada. Hasta Néstor y Julia han sido fregados y adornados con lacitos rojos en el cuello. Los vecinos entran y salen de nuestra cocina, dejando tantos aportes para el comestible del recibimiento, que casi no se puede caminar. Ya sólo faltan nuestros panes, que abuela unta enseguida con su pasta mágica, para declarar al bosque de Blancanieves en “Alerta Máxima” para la llegada del príncipe. Tantos vecinos han venido a enterarse de lo que sucede, que es imposible saber quién da la voz de alarma:

—¡Ahí llegan ya!Por mucho que mi primo y yo nos apuramos, ninguno de los dos

alcanza lugar en primera fila dentro del tumulto que sale al recibimiento. Acordamos cargarnos en los hombros, tres minutos para cada uno, y así poder ver sobre las cabezas de los demás. Echamos a suerte quién será el primero en subir y yo gané: me tocó ser el segundo y por eso exijo cinco minutos arriba. El muy complejista se ríe y trepa en mis hombros cre-yendo que él es el ganador. Desde allí no hace más que exclamar:

—¡Papa, qué clase de carro, papa! —Y a mí me pican ya los ojos de las ganas que tengo de verlo también.

Al fin me tocan mis cinco minutos y compruebo que, efectivamente, el carro donde viene mi tía con su novio está “echando humo”. Es rojo, como me gustan a mí, y brilla de nuevecito. El que no parece nada nueve-cito es el príncipe en cuestión, que ya se baja y arruga aun más su frente cuando ve el tumulto. Esa cabeza como bola de billar, con semejante panza y las canillas tan reblancas, no encajan para nada en la idea que me había hecho de él. Pero no puedo evitar inflarme de orgullo cuando baja mi tía con el donaire de una auténtica princesa, de la más encopetada nobleza europea, y deja a todos como pasmados.

El muy penco de mi primo me deja caer a los tres minutos y cuatro segun-dos, cuando más entretenido estaba yo con la escena. Le voy a dejar pasar ésta, porque ya su mamá viene entrando a la cuartería muy apretujada a su futuro

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padrastro. Los vecinos (a algunos ni los conozco) se dispersan un poco y se hacen los desentendidos. Parece que nos dejarán respirar por un rato.

Llega el momento de las presentaciones y mi tía hace de traduc-tora. Casualmente ella estudió italiano por las noches, hace un tiempo. El anciano príncipe (más bien tiene tipo de rey) nos estrecha la mano y nos da un beso en cada cachete, parece que así se saludan los nobles en Europa. El perro, la gata y la Santa también son presentados como parte de nuestra familia. Néstor no para de menearle el rabo y Julia se pasea confianzuda entre sus canillas reblancas; pero él sólo tiene ojos para mi tía, especialmente para la parte de abajo de su minifalda. Ni siquiera parece darse cuenta de la cortedad de nuestras habitaciones.

Mi abuela se deshace en atenciones con él y mamá parece una pane-tela borracha. Los dientes se les van a congelar de tanto enseñárselos al dichoso italiano, que a mí no me acaba de encajar. Pero mi corazón se ablanda de golpe cuando el dulce Salvatore empieza a sacar regalos de su equipaje, regalos de verdad, no las porquerías que nos traen los Reyes Magos cada año. Cuando saca la primera caja de bombones (de esas gran-dotas que sólo se ven en las películas), ya yo estaba listo y caigo de un salto sobre ella antes que mi primo. Esta vez sí que no lo dejaré ganar, ya he sido demasiado condescendiente con ese “saco de complejos”. No obstante, la pelea no es nada fácil, pues él cae encima de mí y trata de quitármela a toda costa. Mi padrastro nos separa, mi madre abre los ojos, mi tía la boca y hasta abuela nos regaña en esta ocasión; pero el príncipe con cara de rey se echa a reír y, aunque la caja ya parece un “tachino”, me la deja para mí solo.

Como parece estar de buen humor, yo voy a aprovechar para resolver el asunto más importante de su visita; “el pollo del arroz con pollo”, como diría mi abuela. Me doy cuenta de que le caigo bien y decido abordarlo con toda confianza:

—¡Oye, Salva! ¿Es cierto que te vas a casar pronto con mi tía Blancanie-ves y nos vas a llevar a vivir a toda esta tropa al castillo bien encopetado que tienes en Italia?

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A pesar de que el italiano y el español se parecen mucho, según dicen, yo noto que él no ha entendido ni una palabra. Mi tía abre de nuevo la boca, pero no acaba de traducirle nada. Ya me estaba impacientando cuando él le pregunta algo en italiano y ella le responde muy bajito. Luego tía me arrastra con disimulo por una oreja hasta la puerta y me dice entre dientes:

—Dice que sí, muchacho, pero piérdete ahora mismo por ahí a comerte los dichosos bombones.

Ella luce un poco agresiva, pero como ya obtuve mi gran respuesta del día, me voy feliz con mi cajota de bombones. Ya empiezan los vecinos a caer poco a poco, haciéndose como que llegan de visita por casualidad. Creen que el tipo es bobo, sólo por ser viejo y extranjero. Pero yo estoy tan contento que hasta invito al penco de mi primo a irse conmigo. Esta noche vamos a brindar con bombones porque Blancanieves y el príncipe sean muy felices, pero sobre todo porque nos lleven pronto con ellos a su castillo en Italia. Así acabarán por fin los problemas de espacio para mi abuela, mi tía, mi primo, mi her-manita, mi mamá, el papá de mi hermanita, la gata Julia, el perro Néstor, la Santa, y también para mí.

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Cuando Kerpo llegó al mundo, su mamá dragona lo miró con ojos lla-meantes. Lo vio tan bello que supo que su vigésimo séptimo hijo no sería un dragón más.

Y es que Kerpo era particularmente hermoso, con su cuerpo regordete y rollizo. Su piel escamosa era de un verde brillante y sus dos alas se movían acompasadamente, provocando delicadas brisas o violentas ráfagas.

Si uno lo miraba profundamente a los ojos, podía conocer el color de todos los atardeceres de Siam, la aldea cercana a su hogar. Como todo dragón que se precie de tal, tímidos fueguitos asomaban por debajo de su lengua.

A medida que fue creciendo, su belleza lo tornó famoso. Dragonas de otras comunidades venían a conocerlo, a admirarlo. Y es que Kerpo era ahora todo un dragón adolescente, dueño de una belleza salvaje y capaz de producir llamaradas indómitas.

Valeria Dávila

Cuento con dragones y princesas

Ilustrado por Carolina Farías

Texto © 2006 Valeria Dávila. Imagen © 2006 Carolina Farías. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores.

Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Sus admiradoras lo acosaban, lo perseguían, lo invitaban a tomar el té en hermosas cazuelitas de porcelana. Le escribían cartas apasionadas, aunque habitualmente su fogosa mirada las quemaba antes de llegar a leerlas.

Pero a Kerpo no le importaban demasiado aquellas dragonas cabecitas huecas y atrevidas. Prefería seguir con su vida simple de dragón, que es una vida muy hogareña y familiar.

Se levantaba cada mañana, se lavaba los dientes con aguarrás y una vez por semana se hacía gárgaras con pólvora, para que su fuego tuviera también algún efecto sonoro.

Después, caminaba por las colinas de Siam, siempre alerta, ya que no eran pocos los cazadores de dragones por aquellas comarcas.

Luego, compartía con su familia un plato de cerezos maduros y entonces, sólo entonces, cuando salían las primeras estrellas, se aventuraba por la aldea.

Una de esas tantas noches, conoció a la princesa Lee-Fú, que en mongol antiguo significa “amante de dragones”. Lee-Fú no sabía el significado de su nombre, ya que la única profesora de mongol antiguo de Siam, se había fugado con un luchador de sumo.

Aquella noche, la princesa se encontraba en sus aposentos reales, con su túnica de seda bordada en hilos de oro, que era la que usaba de entre casa, por si se manchaba con sopa de tortuga. Se había peinado con un alto rodete sujeto con dos palitos.

Silenciosamente, Kerpo se introdujo por una ventana, en el cuarto de Lee-Fú. Observó a la princesa que, de espaldas, se pintaba las uñas de los pies con esmalte de cañas de bambú.

Kerpo sintió que el corazón le ardía. El amor lo consumía, lo incen-diaba, lo incineraba.

Cuando Lee-Fú hubo terminado de pintarse sus dedos meñiques, que eran los más difíciles, se incorporó. Fue entonces cuando sus ojos rasgados se encontraron con los del dragón.

Lejos de asustarse, Lee-Fú lo recibió con amabilidad y le ofreció tomar asiento en un taburete de terciopelo. Kerpo no pudo hacerlo, porque su larga cola en punta se lo impedía. La princesa lo convidó entonces con un copón de

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jugo de centella asiática. Pero cuando Kerpo se dispuso a beberlo, llamaradas incontenibles salieron de su boca.

En ese momento, la princesa pegó un grito aterrador: el esmalte de cañas de bambú se derretía al calor del fuego. Con el trabajo que le habían dado los dedos chiquitos…

En cuestión de segundos, el fuego se apoderó de las cortinas de finísi-mos tules, de las alfombras de piel de víbora, de los abanicos multicolores que adornaban las paredes y hasta de la foto del viaje de egresados de Lee-Fú en Pekín, con sus compañeros de curso.

Al ver el incendio, los cortesanos juntaron agua en teteras de plata y corrieron a apagarlo.

Cuentan en Siam que las llamas tardaron horas en extinguirse. El pala-cio todo quedó convertido en cenizas. Recuerdos de dinastías milenarias eran ahora una montañita gris.

De la princesa no se encontraron rastros. Pero algunos dicen haberla visto remontar vuelo, sobre una extraña cria-

tura alada, con los ojos del color de todos los atardeceres.