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Vuelo nocturno ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY Traducción de J. Benavent PLAZA & JANES EDITORES, S.A.

Antoine de Saint-Exupery - Vuelo Nocturno

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Vuelo nocturnoANTOINE DE SAINT-EXUPRY

Traduccin de J. Benavent PLAZA & JANES EDITORES, S.A.

PREFACIO-------------------------------------------------------------------4Andr Gide------------------------------------------------------------------------------------6

I----------------------------------------------------------------------------------8 II-------------------------------------------------------------------------------11 III------------------------------------------------------------------------------13 V-------------------------------------------------------------------------------19 VI------------------------------------------------------------------------------20 VII-----------------------------------------------------------------------------24 VIII----------------------------------------------------------------------------26 IX------------------------------------------------------------------------------29 X-------------------------------------------------------------------------------33 XII-----------------------------------------------------------------------------38 XIII----------------------------------------------------------------------------41 XIV----------------------------------------------------------------------------44 XV-----------------------------------------------------------------------------48 XVI----------------------------------------------------------------------------51 XVII---------------------------------------------------------------------------53 XVIII--------------------------------------------------------------------------54 XIX----------------------------------------------------------------------------55 XX-----------------------------------------------------------------------------58 XXI----------------------------------------------------------------------------60 XXIII--------------------------------------------------------------------------63

Apndice:--------------------------------------------------------------------- 64

PREFACIO Para las Compaas de navegacin area, se trataba de vencer en rapidez a los otros medios de transporte. Rivire, admirable figura de jefe, lo explicar en este libro: Para nosotros, es una cuestin de vida o muerte, puesto que perdemos, por la noche, el avance ganado, durante el da, sobre los ferrocarriles y navios. Este servicio nocturno, muy criticado al principio, aceptado ms adelante, y convertido luego en servicio prctico despus del riesgo de las primeras experiencias, era todava, cuando se escribi este relato, sumamente arriesgado; al peligro impalpable de las rutas areas, cuajadas de sorpresas, se aade en este caso el prfido misterio de la noche. Por muy grandes que sean todava los riesgos, me apresuro a decir que van disminuyendo da a da, al facilitar y asegurar con cada nuevo viaje la ruta del siguiente. Mas para la aviacin, como para la exploracin de las tierras desconocidas, existe una primera poca heroica, y, Vuelo nocturno, que nos describe la trgica aventura de uno de esos exploradores del aire, adquiere con toda naturalidad un tono de epopeya. Me gusta el primer libro de Saint-Exupry, pero ste de ahora, mucho ms an. En Courrier Sud, a los recuerdos del aviador, consignados con una precisin sorprendente, se mezclaba una intriga sentimental que nos aproximaba al hroe: tan susceptible de ternura, que lo sentamos humano, vulnerable. El hroe de Vuelo nocturno, aunque no deshumanizado, se eleva a una virtud sobrehumana. Creo que lo que ms me complace en este relato estremecedor es su nobleza. Las flaquezas, los abandonos, las cadas de los hombres, las conocemos de sobra y la literatura de nuestros das es ms que hbil en mostrarlos; pero esa superacin de s mismo que obtiene la voluntad en tensin, es lo que, sobre todo, necesitamos que se nos ensee. Ms asombrosa an que la figura del aviador me parece serlo la de Rivire, su jefe. ste no obra, hace obrar; infunde su virtud a los pilotos, exige de ellos lo mximo y les obliga a la proeza. Su implacable decisin no tolera la flaqueza, y castiga el menor desfallecimiento. Su severidad puede parecer, al principio, inhumana, excesiva. Pero se aplica a las imperfecciones, de ningn modo al hombre, que l pretende forjar. En esa pintura, se percibe la admiracin del autor. Le estoy reconocido, sobre todo, por evidenciar esa verdad paradjica, que es, a mi parecer, de una importancia psicolgica considerable, que el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptacin de un deber. Cada uno de los personajes de este libro est total y ardientemente consagrado a lo que debe hacer, a esa tarea peligrosa en cuya ejecucin tan slo encontrar el

descanso de la felicidad. Y se entrev con precisin que Rivire no es en modo alguno un insensible (nada ms emocionante que el reaparecido) y que necesita tanto valor para dar sus rdenes como los pilotos para ejecutarlas. Para hacerse amar dir, basta con compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto... me sorprendo a veces de mi poder. Y tambin: Amad a los que mandis, pero sin decrselo. Y es que tambin el sentimiento del deber domina a Rivire: El oscuro sentimiento de un deber, ms grande que el de amar. Que el hombre no encuentre su finalidad en s mismo, sino que se subordina y se sacrifica a algo de lo que vive y que le domina. Me agrada encontrar de nuevo aqu ese oscuro sentimiento que haca exclamar paradjicamente a mi Prometeo: No amo al hombre, sino lo que le decora. Es sta la fuente de todo herosmo: como si algo sobrepasase, en valor, a la vida humana... Pero, qu? Y an: Tal vez existe alguna otra cosa, ms duradera, que salvar; tal vez haya que salvar esa parte del hombre, que Rivire trabaja. No nos cabe la menor duda. En un tiempo en que la nocin de herosmo tiende a desertar del Ejrcito, puesto que las virtudes viriles corren el riesgo de permanecer ociosas en las guerras de maana, cuyo futuro horror los qumicos nos invitan a presentir, no es en la aviacin donde vemos desarrollarse ms admirablemente y ms tilmente el valor? Lo que sera una temeridad, deja de serlo en un servicio mandado. El piloto, que arriesga su vida sin cesar, tiene cierto derecho a sonrer ante la idea que de ordinario nos forjamos del valor. Saint-Exupry me permitir citar una carta suya, antigua ya; pertenece al tiempo en que haca el servicio Casablanca-Dakar, por encima de la Mauritania: No s cundo volver; tengo tanto trabajo desde hace algunos meses!: bsquedas de compaeros perdidos; reparaciones de aviones cados en territorios disidentes, y algunos correos a Dakar. Acabo de realizar una pequea hazaa: he pasado dos das y dos noches con once moros y un mecnico, para salvar un avin. Tuvimos diversas y graves alarmas. Por primera vez, he odo silbar las balas sobre mi cabeza. Conozco, por fin, lo que soy en esas circunstancias: mucho ms sereno que los moros. Pero he comprendido, al mismo tiempo, lo que siempre me haba sorprendido: por qu Platn (o Aristteles?) sita al valor en la ltima categora de las virtudes. Es que no est formado por muy hermosos sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo. Sobre todo, la exaltacin de la propia fuerza fsica que, no obstante, no le atae en nada. Cruzamos los brazos sobre la camisa desabrochada, y respiramos fuerte. Es ms bien agradable. Cuando esto se produce durante la noche, se le mezcla el sentimiento de haber hecho una inmensa tontera. Jams volver a admirar a un hombre que slo sea

valeroso. Como epgrafe, podra aadir a esa cita un apotegma extrado del libro de Quinton (que an hoy, ando muy lejos de aprobar): Se oculta la propia valenta, como se oculta el amor; o, mejor an: Los valientes ocultan sus hazaas como la gente de buen corazn sus limosnas. Las disfrazan o se excusan de ellas. Todo lo que Saint-Exupry explica, lo cuenta con conocimiento de causa. El haber arrostrado frecuentemente el peligro, confiere a su libro un sabor autntico e inimitable. Poseemos numerosos relatos de guerra o de aventuras imaginarias donde el autor a veces hace gala de un flexible talento, pero que provocan la sonrisa de los verdaderos aventureros o combatientes que los leen. Este relato, cuyo valor literario admiro tanto, tiene, por otra parte, el valor de un documento; y esas dos cualidades, tan inesperadamente unidas, dan a Vuelo nocturno su excepcional importancia. Andr Gide

A Monsieur Didier Daurat

I

Las colinas, bajo el avin, cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornbanse luminosas, pero de una luz inagotable: en este pas no cesaban de exhalar su oro, como, terminado el invierno, no cesaban de entregar su nieve. Y el piloto Fabien que, del extremo Sur, conduca a Buenos Aires el correo de Patagonia, conoca la proximidad de la noche por las mismas seales que las aguas de un puerto: por ese sosiego, por esas ligeras arrugas que dibujaban apenas los tranquilos celajes. Penetraba en una rada, inmensa y feliz. Tambin hubiera podido creer que, en aquella quietud, se paseaba lentamente casi cual un pastor. Los pastores de Patagonia andan, sin apresurarse, de uno a otro rebao; l andaba de una a otra ciudad, era el pastor de los villorrios. Cada dos horas, encontraba algunos de ellos que se acercaban a beber en el ribazo de un ro o que pacan en la llanura. A veces, despus de cien kilmetros de estepas ms deshabitadas que el mar, cruzaba por encima de una granja perdida, que pareca arrastrar, hacia atrs, en una marejada de praderas, su cargamento de vidas humanas: con las alas, saludaba entonces aquel navio. San Julin a la vista: aterrizaremos dentro de diez minutos. El radio comunicaba la noticia a todas las estaciones de la lnea. Semejantes escalas se sucedan, cual eslabones de una cadena, a lo largo de dos mil quinientos kilmetros, desde el estrecho de Magallanes hasta Buenos Aires; pero la de ahora se abra sobre las fronteras de la noche como, en frica, la ltima aldea sometida se abre sobre el misterio. El radio pas un papel al piloto: Hay tantas tormentas que las descargas colman mis auriculares. Haris noche en San Julin? Fabien sonri: el cielo estaba terso cual un acuario, y todas las escalas, ante ellos, les anunciaban: Cielo puro, viento nulo. Respondi: Continuaremos. Pero el radio pensaba que las tormentas se haban aposentado en algn lugar, como los gusanos se instalan en un fruto: y as, la noche sera hermosa, pero, no obstante, estara estropeada. Le repugnaba entrar en aquella oscuridad prxima a pudrirse. Al descender sobre San Julin, con el motor en retardo, Fabien se sinti

cansado. Todo lo que alegra la vida de los hombres corra, agrandndose, hacia l: las casas, los cafetuchos, los rboles de la avenida. l pareca un conquistador que, en el crepsculo de sus empresas, se inclina sobre las tierras del imperio y descubre la humilde felicidad de los hombres. Fabien experimentaba la necesidad de deponer las armas, de sentir la torpeza y el cansancio que le embargaban y tambin se es rico de las propias miserias y de vivir aqu cual hombre simple, que contempla a travs de la ventana una visin ya inmutable. Hubiera aceptado esa aldea minscula: despus de escoger, se conforma uno con el azar de la propia existencia e incluso puede amarla. Os limita como el amor. Fabien hubiera deseado vivir aqu largo tiempo, recoger aqu su porcin de eternidad, pues las pequeas ciudades, donde viva una hora, y los jardines rodeados de viejos muros, sobre los cuales volaba, le parecan, fuera de l, eternos en duracin. La aldea suba hacia la tripulacin, abrindose. Y Fabien pensaba en las amistades, en las jovencitas, en la intimidad de los blancos manteles, en todo lo que, lentamente, se familiariza con la eternidad. La aldea se deslizaba ya rozando las alas, desplegando el misterio de sus jardines cercados, a los que sus muros ya no protegan. Pero Fabien, despus de aterrizar, supo que slo haba visto el lento movimiento de algunos hombres entre las piedras. Aquella aldea, con su sola inmovilidad, guardaba el secreto de sus pasiones; aquella aldea, denegaba su suavidad: para conquistarla hubiera sido preciso renunciar a la accin. Transcurridos los diez minutos de escala, Fabien reemprendi el vuelo. Volvise hacia San Julin, que ya no era ms que un puado de luces, y luego de estrellas. Ms tarde se disip la polvareda que, por ltima vez, le tent. Ya no veo los cuadrantes; voy a encender la luz. Toc los contactos, pero las lmparas rojas de la carlinga derramaron sobre las agujas una luz tan diluida an en aquella azulada claridad diurna, que no lleg a colorearlas. Pas la mano por delante de una bombilla y apenas si se tieron sus dedos. Demasiado pronto. No obstante, la noche ascenda, cual humo oscuro, colmando los valles. stos no se distinguan ya de las llanuras. Y se iluminaban los pueblos y las constelaciones de sus luces se contestaban unas a otras. l tambin, haciendo parpadear con el dedo sus luces de posicin, responda a los pueblos. La tierra estaba llena de llamadas luminosas; cada casa encenda su estrella, frente a la inmensa noche, del mismo modo que se vuelve un faro hacia el mar. Todo lo que cubra una vida humana, centelleaba. Fabien se admiraba de que la entrada de la noche fuese, esta vez, como una entrada en una rada, lenta y bella.

Sumergi su cabeza en la carlinga. El radio de las agujas empezaba a brillar. Una despus de otra, el piloto comprob las cifras, y qued satisfecho. Se descubra slidamente sentado en el cielo. Roz con el dedo un larguero de acero, y percibi el metal chorreando vida: el metal no vibraba, pero viva. Los quinientos caballos del motor engendraban en la materia un fluido muy suave, que cambiaba su hielo en carne aterciopelada. Una vez ms, el piloto no experimentaba, en el vuelo, ni vrtigo, ni embriaguez, sino el trabajo misterioso de un cuerpo vivo. Ahora, se haba recompuesto un mundo, donde, a codazos, trataba de lograr un lugar cmodo. Golpete el cuadro de distribucin elctrica, toc uno a uno los contactos, removise un poco, se recost mejor, y busc la posicin ms cmoda para sentir el balanceo de las cinco toneladas de metal, que una noche viviente llevaba sobre sus espaldas. Luego, tante, coloc en su sitio la lmpara de socorro, la dej, la toc de nuevo para asegurarse de que no se deslizaba, la dej despus para golpetear cada clavija, y encontrarlas sin equivocarse, educando as a sus dedos en un mundo ciego. Luego, cuando estuvieron adiestrados, se permiti encender una lmpara, adornar su carlinga con instrumentos de precisin, vigilando, slo en los cuadrantes, su entrada en la noche, como en un declive. Luego, como nada vacilaba, ni vibraba, ni temblaba, y permanecan fijos el girscopo, el altmetro y el rgimen del motor, desperezse un poco, apoy su nuca en el cuero del respaldo, e inici esta profunda meditacin del vuelo, en la que se saborea una esperanza inexplicable. Ahora, como un velador en el corazn de la noche, descubre que la oscuridad muestra al hombre; esas llamadas, esas luces, esa inquietud. Esa simple estrella en la oscuridad; el aislamiento de una casa. Hay una que se apaga: es una mansin que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio. Es una casa que cesa de hacer su ademn al resto del mundo. No saben lo que esperan, ante su lmpara, esos campesinos, acodados sobre la mesa; ignoran que su deseo, en la enorme noche que los rodea, vaya tan lejos. Pero Fabien lo descubre cuando, tras haber recorrido mil kilmetros, percibe cmo unas olas de fondo, profundas, elevan y hacen descender el avin, que respira, cuando ha atravesado diez tormentas, cual pases en guerra, y, entre ellas, algunos claros de luna; cuando alcanza esas luces, una despus de otra, con la sensacin de vencer. Aquellos hombres creen que la lmpara brilla para su humilde mesa, pero alguien, a ochenta kilmetros, percibe el brillo de esa luz, como si, desesperados, la balanceasen; ante el mar, desde una isla desierta.

II

De esta manera los tres aviones postales de Patagonia, de Chile y de Paraguay regresaban del Sur, del Oeste y del Norte hacia Buenos Aires. All se esperaba su cargamento, para dar salida, hacia medianoche, al avin de Europa. Tres pilotos, cada uno tras su capota, pesada como una chalana, perdidos en la noche, meditaban su vuelo, y, de un cielo tormentoso o pacfico, bajaran lentamente hacia la ciudad inmensa, cual extraos campesinos que descienden de sus montaas. Rivire, responsable de toda la red, paseaba a lo largo de la pista de aterrizaje de Buenos Aires. Permaneca silencioso, pues, hasta que hubiesen llegado los tres aviones, este da sera temible. Minuto tras minuto, a medida que le llegaban los telegramas, Rivire saba que arrancaba algo al sino, que reduca la porcin de lo ignoto, que sacaba a sus dotaciones fuera de la noche, hasta la orilla. Un obrero le abord para comunicarle un mensaje de la estacin de Radio: El correo de Chile anuncia que divisa las luces de Buenos Aires. Bien. Muy pronto Rivire oir ese avin: la noche entregar a uno de los tres, cual el mar, con su flujo, su reflujo y sus misterios que deposita en la playa el tesoro que por tanto tiempo ha zarandeado. Ms tarde, se recibirn de ella los otros dos. Entonces, este da habr terminado. Entonces, las tripulaciones fatigadas, remplazadas por otras de refresco, se irn a dormir. Pero Rivire no tendr reposo: el correo de Europa, a su vez, le cargar de inquietud. Siempre ser as. Siempre. Por primera vez, ese viejo luchador se asombraba de sentirse cansado. La llegada de los aviones no ser nunca esa victoria que concluye una guerra, e inicia una era de paz venturosa. Jams habr, para l, otra cosa que un paso hecho, precediendo a mil otros pasos semejantes. Le parece a Rivire que, desde largo tiempo, levantaba un peso muy grande, con los brazos tendidos: un esfuerzo sin descanso y sin esperanza. Envejezco... Envejeca, si en la sola accin no hallaba ya su sustento. Se asombr de reflexionar sobre problemas que jams se haba planteado. Y, no obstante, volva hacia l, con melanclico murmullo, la suma de deleites que siempre haba eludido: un ocano perdido. Tan cerca est, pues, todo eso...? Se dio cuenta de que, poco a poco, haba aplazado para la vejez, para cuando tuviera tiempo, lo que hace agradable la vida de los hombres. Como si

realmente un da se pudiese tener tiempo, como si se ganase, al fin de la vida, esta paz venturosa que todo el mundo se imagina. Pero la paz no existe. Tal vez no existe siquiera la victoria. No existe la llegada definitiva de todos los correos. Rivire se detuvo ante Leroux, el viejo contramaestre. Tambin Leroux trabajaba desde haca cuarenta aos. Y el trabajo consuma todas sus fuerzas. Cuando Leroux entraba en su casa, hacia las diez o las doce de la noche, no era un mundo diferente el que se le ofreca, no era una evasin. Rivire sonri a ese hombre que, levantando su tosca faz, sealaba un eje pavonado: Aguantaba muy fuerte, pero lo he vencido. Rivire se inclin sobre el eje; el oficio le ocupaba de nuevo. Ser preciso advertir a los talleres que ajusten estas piezas con ms huelgo. Pas un dedo sobre las huellas de las herramientas; luego, consider de nuevo a Leroux. Una pica pregunta le suba a los labios, ante aquellas arrugas severas. Sonrise: Se ha ocupado usted mucho del amor en su vida, Leroux? Oh!, el amor, sabe usted, seor director... S, a usted le ha pasado lo que a m; nunca ha tenido tiempo. Muy poco, ciertamente... Rivire escuchaba el sonido de esa voz, para saber si la respuesta era amarga; pero no lo era. Este hombre experimentaba, vuelto hacia su vida pasada, el tranquilo contento del carpintero que acaba de cepillar una hermosa tabla: Hela aqu. Ya est hecha. Hela aqu pensaba Rivire, mi vida est hecha. Rechaz los pensamientos tristes que en l despertaba la fatiga, y se dirigi hacia el cobertizo, pues el avin de Chile zumbaba ya en el aire.

III

El ruido del lejano motor se haca cada vez ms denso: maduraba. Se encendieron los faros. Las luces rojas del balizaje hicieron surgir un cobertizo, los mstiles de la T. S. H., una pista cuadrada. Se preparaba una fiesta. Helo aqu! El avin corra ya en el haz de los faros. Tan brillante, que pareca nuevo. Pero, cuando finalmente se par frente al cobertizo, mientras los mecnicos y los obreros se apresuraban a descargar el correo, el piloto Pellerin no daba seales de vida. Pero, a qu espera para bajar? El piloto, ocupado en alguna misteriosa faena, no se dign responder. Probablemente escuchaba an, en su interior, el estrpito del vuelo. Mova lentamente la cabeza, e inclinado hacia adelante, manipulaba algo. Por fin, volvise a los jefes y camaradas, considerndolos con silenciosa gravedad, como si fueran de su propiedad. Pareca contarlos, medirlos, pesarlos, y pensaba que se los mereca de sobras, a ellos, y tambin ese cobertizo en fiesta, y ese su trfico, sus mujeres y su tibieza. Posea a ese pueblo en sus anchas manos, como subditos suyos, pues poda tocarlos, orlos, insultarlos. Pens primero insultarlos por estarse all, tan tranquilos, tan seguros de vivir, admirando la Luna, pero fue benigno: Me pagaris una copa!. Y descendi. Quiso explicar su viaje: Si supierais...! Juzgando, sin duda, haber dicho lo suficiente, marchse a despojarse de su traje de cuero. Cuando el coche se lo llev hacia Buenos Aires, en compaa de un inspector taciturno y de un Rivire silencioso, se entristeci: es hermoso salir de un mal puerto, y, al tomar tierra, escupir con vigor unas fuertes palabrotas. Qu potencia de alegra! Pero, en seguida, cuando uno se acuerda, se duda no se sabe de qu. Bregar con un cicln, eso, por lo menos, es real, es franco. Pero no lo es la faz de las cosas, esa faz que toman cuando se creen solas. Pensaba: Es lo mismo que un motn: cosas que apenas palidecen, pero que cambian tanto! Hizo esfuerzos para recordar.

Franqueaba apacible la cordillera de los Andes. Las nieves invernales gravitaban sobre ella con todo el peso de su paz. Las nieves invernales haban llevado la paz a esa mole, como los siglos a los castillos muertos. Sobre doscientos kilmetros de espesor, ni un hombre, ni un hlito de vida, ni un esfuerzo. Slo aristas verticales, que se rozan a seis mil metros de altura; slo capas de piedras desplomndose verticalmente; slo una formidable tranquilidad. Aquello acaeci en las cercanas del Pico Tu-pungato... Reflexion. S, es all, precisamente, donde fue testigo de un milagro. Porque con anterioridad nada haba visto; se haba sentido simplemente desazonado, semejante a alguien a quien se mira. Demasiado tarde y sin llegar a comprender cmo se haba sentido envuelto por el furor. Mas, de dnde proceda aquel furor? En qu adivinaba que rezumaba de las piedras, que flua de la nieve? Porque nada pareca acercrsele, ninguna sombra tempestad estaba en marcha. Pero un mundo, apenas diferente, surga del otro, sobre el mismo lugar. Pellerin observaba, con el corazn inexplicablemente encogido, aquellos picos inocentes, aquellas aristas, aquellas crestas de nieve, apenas grisceas, y que, no obstante, empezaban a vivir, como un pueblo. Sin tener que luchar, apret las manos sobre los mandos del aparato. Algo se preparaba; algo que l no comprenda. Tenda sus msculos, cual bestia pronta a saltar, pero nada atisbaba que no estuviese tranquilo. S, tranquilo, pero cargado de un raro poder. Luego, todo se haba agudizado. Las aristas, los picachos, todo se hizo agudo: se les senta penetrar en el viento duro, cual rodas. Y luego, le pareci que viraban y derivaban a su alrededor, como gigantescos navios, que maniobraban para el combate. Y luego, mezclado con el aire, hubo polvo: un polvo que ascenda, flotando dulcemente, como un velo, a lo largo de las nieves. Entonces, para buscar una escapatoria en caso de retirada forzosa, volvi la cabeza y tembl: toda la cordillera, a sus espaldas, pareca fermentar. Estoy perdido. De un picacho, delante suyo, brot la nieve: un volcn de nieve. Luego, de un segundo picacho, algo a la derecha. Y as, todos ellos, uno despus del otro, como tocados sucesivamente por algn invisible corredor, se inflamaron. Fue entonces cuando, con los primeros remolinos de aire, las montaas oscilaron alrededor del piloto. La accin violenta deja pocas huellas: ya no encontraba en s mismo el recuerdo de los grandes remolinos que lo haban arrollado. Se acordaba tan slo de haberse debatido rabiosamente entre aquellas llamaradas grises. Reflexion.

El cicln no es nada. Se salva el pellejo. Pero el momento anterior! Pero aquel encuentro antes de abordarlo! Crea reconocer, entre mil, cierto rostro; y, no obstante, ya lo haba olvidado.

IV Rivire miraba a Pellerin. Cuando ste, dentro de veinte minutos, descendiese del coche, se perdera entre la muchedumbre con un sentimiento de lasitud y pesadez. Pensara tal vez: Estoy cansado... Cochino oficio! Y a su mujer le confesara algo como: Se est mejor aqu que sobre los Andes. Pero no obstante, se haba casi desprendido de l todo lo que los hombres estiman de modo singular: acababa de conocer su miseria. Acababa de vivir unas horas sobre la otra faz de la decoracin, sin saber si le sera permitido hallar de nuevo esa ciudad, con sus luces. Si encontrara incluso, amigas de la infancia, enojosas pero queridas, esas pequeas debilidades del hombre. En toda multitud hay hombres pensaba Rivire a quienes nadie distingue, pero que son prodigiosos mensajeros. Y ni ellos lo saben. A menos que... Rivire tema a ciertos admiradores: sus exclamaciones disminuan al hombre, falseaban el sentido de la aventura, cuyo carcter sagrado no comprendan. Pero Pellerin guardaba aqu toda su grandeza de saber simplemente, mejor que nadie, lo que vale el mundo entrevisto bajo cierta luz, y de rechazar las aprobaciones vulgares con un rudo desdn. Rivire le felicit: Cmo os las habis arreglado? Y lo estim por hablar en trminos del oficio, por hablar de su vuelo como un herrero de su yunque. Pellerin explic primero su retirada cortada. Casi se excusaba: As, pues, no pude escoger. Despus, no haba visto nada ms; la nieve le cegaba. Pero las violentas corrientes de aire le haban salvado, levantndolo a siete mil metros. Seguramente durante toda la travesa, me he mantenido a ras de las crestas. Habl tambin del girscopo, cuya entrada de aire sera preciso cambiar de sitio: la nieve la obturaba: Se forma escarcha. Ms tarde, otras corrientes haban derribado a Pellerin, que no comprenda cmo, a tres mil metros, no se haba estrellado contra nada. Es que volaba ya sobre la llanura. De repente me he dado cuenta de ello, al irrumpir de improviso en un cielo puro, explic, finalmente, que en aquel instante haba tenido la impresin de salir de una caverna. Tempestad tambin en Mendoza? No, he aterrizado con cielo limpio, sin viento. Pero la tempestad me segua de cerca. La describa porque, deca, a pesar de todo era extraa. La cima se perda, muy alta, en las nubes de nieve, pero la base rodaba sobre la llanura como si fuese lava negra. Una a una, las ciudades eran tragadas: Jams lo haba visto... Luego se call, embargado por algn recuerdo. Riviere se volvi hacia el inspector.

Es un cicln del Pacfico; se nos ha prevenido demasiado tarde. Esos ciclones, no obstante, nunca van ms all de los Andes. Nadie poda prever que el de ahora proseguira su marcha hacia el Este. El inspector, que nada saba de ello, aprob. El inspector pareca titubear; se volvi hacia Pellerin, y agitse la nuez en la garganta, pero guard silencio. Despus de reflexionar, mirando de nuevo recto ante l, recobr su melanclica dignidad. La arrastraba consigo, como un equipaje, esa melancola. Desembarcado la vspera en Argentina, llamado por Rivire para imprecisas tareas, estaba embarazado con sus grandes manos y con su dignidad de inspector. No tena derecho a admirar ni la fantasa, ni la inspiracin: por su profesin, admiraba la puntualidad. Slo tena derecho a beber un vaso en compaa, a tutear a un camarada, y a aventurar un juego de palabras, cuando, por una casualidad inverosmil, se encontraba, en la misma escala, con otro inspector. Es pesado ser juez, pensaba. En realidad no juzgaba, slo meneaba la cabeza. Ignorndolo todo, meneaba la cabeza, lentamente, ante lo que encontraba, fuese lo que fuese. Esa actitud desazonaba a las conciencias negras y contribua a la buena conservacin del material. No era amado, pues un inspector no ha sido creado para las delicias del amor, sino para la redaccin de informes. Haba renunciado a proponer en ellos mtodos nuevos y soluciones tcnicas, desde que Rivire haba escrito: Se ruega al inspector Robineau que no nos mande poemas, sino informes. El inspector Robineau utilizar felizmente su competencia, estimulando su celo personal. Y as se lanz desde entonces, como sobre su pan cotidiano, sobre las flaquezas humanas: sobre el mecnico que beba, sobre el jefe de aeropuerto que pasaba noches toledanas, sobre el piloto que rebotaba al aterrizar. Rivire deca de l: No es muy inteligente; por eso presta grandes servicios. Un reglamento hecho por Rivire era, para Rivire, conocimiento de los hombres; mas para Robineau no exista nada ms que un conocimiento del reglamento. Por todas las salidas retrasadas, Robineau le haba dicho un da Rivire, debis descontar las primas de exactitud. Incluso en caso de fuerza mayor? Incluso debido a la niebla? Incluso debido a la niebla. Y Robineau sentase orgulloso de tener un jefe que, por severo, no tema ser injusto. De ese poder, a tal extremo ofensivo, sacaba l mismo cierta majestad. Han dado ustedes la salida a las seis quince repeta ms tarde a los jefes de los aeropuertos, no les podremos pagar su prima. Pero, seor Robineau, a las cinco y media no se vea ni a diez metros!

Es lo que dice el reglamento. Pero, seor Robineau, no podemos barrer la niebla! Y Robineau se atrincheraba en su misterio. Perteneca a la direccin. l slo, entre esos perinolas, era quien comprenda cmo, castigando a los hombres, se mejoraba el tiempo. No piensa nada deca de l Rivire; eso le evita pensar mal. Si un piloto destrozaba un aparato, aquel piloto perda su prima de conservacin. Pero y cuando la avera ha tenido lugar encima de un bosque?, se haba informado Robineau. Encima de un bosque, tambin. Y Robineau se lo tena por dicho. Lo deploro contestaba ms tarde a los pilotos, con viva embriaguez; lo deploro infinitamente; hubiese sido preciso tener la avera en otro lugar. Pero, seor Robineau, no se puede escoger! Lo dice el reglamento. El reglamento pensaba Rivire es como los ritos de una religin, que parecen absurdos pero forman a los hombres. Le era igual que lo tuviesen por justo o por injusto. Tal vez estas palabras ni siquiera tenan sentido para l. Los pequeos burgueses de las pequeas ciudades dan vueltas, en el crepsculo, alrededor de su quiosco de msica y Rivire pensaba: Justo o injusto, con respecto a ellos?; esto carece de sentido: ellos no existen. El hombre era, para l, cera virgen que se deba moldear. Se deba dar un alma a esa materia, crearle una voluntad. No crea esclavizarlos con dureza, sino lanzarlos fuera de ellos mismos. Si castigaba todo retraso, cometa una injusticia, pero dirigida hacia la salida, la voluntad de cada escala creaba esa voluntad. No permitiendo que los hombres se regocijasen por un tiempo cerrado, como si fuera una invitacin al reposo, los tena pendientes de que clarease; y la espera humillaba secretamente hasta al ms oscuro pen. Se aprovechaba as la primera imperfeccin de la armadura: Despejado en el Norte, listos! Gracias a Rivire, sobre quince mil kilmetros, el culto al correo lo dominaba todo. Rivire algunas veces deca: Esos hombres son felices, porque aman lo que hacen, y lo aman porque soy duro. Tal vez haca padecer, pero tambin proporcionaba a los hombres armados grandes alegras. Es preciso empujarlos pensaba hacia una vida fuerte, que entrae dolores y alegras, pero es la nica que vale. Como ya el coche entraba en la ciudad, Rivire mand que los condujeran a las oficinas de la Compaa. Robineau, que se haba quedado solo con Pellerin, mir a ste, y entreabri los labios para hablar.

V

Aquella noche Robineau se senta fatigado. Acababa de descubrir, frente a Pellerin vencedor, que su propia vida era gris. Acababa sobre todo de descubrir que l, Robineau, a pesar de su ttulo de inspector y de su autoridad, vala menos que ese hombre quebrantado por la fatiga, acurrucado en el ngulo del coche, con los ojos cerrados y las manos negras de aceite. Por primera vez, Robineau admiraba. Necesitaba decirlo. Necesitaba, sobre todo, ganarse una amistad. Estaba cansado de su viaje y de sus yerros del da; tal vez incluso se senta ridculo. Se haba confundido, esta tarde, en sus clculos, al comprobar la reserva de combustible, y el mismo agente al que deseaba sorprender, movido por la piedad, se los haba terminado. Pero, sobre todo, haba criticado el montaje de una elevadora de aceite tipo B. 6 confundindola con una del tipo B. 4, y los mecnicos, socarrones, le haban dejado reprender durante veinte minutos una ignorancia que nada excusa, su propia ignorancia. Tena miedo tambin a su habitacin en el hotel. De Toulouse a Buenos Aires, volva invariablemente a ella despus del trabajo. Se encerraba bajo llave, con secretos de los que se senta fatigado, sacaba de su maleta un pliego de papel, escriba lentamente Informe, aventuraba algunas lneas, y lo rompa todo. Hubiera deseado salvar la Compaa de algn gran peligro. Pero la Compaa no peligraba. Hasta ahora slo haba salvado un cubo de hlice atacado de orn. Haba pasado su dedo sobre aquella herrumbre, con un aire fnebre, lentamente, ante un jefe de aeropuerto, quien le haba respondido: Dirjase a la escala precedente: ese avin acaba de llegar. Robineau dudaba de su actuacin. Para aproximarse a Pellerin, aventur: Quiere cenar conmigo? Tengo necesidad de conversacin; mi profesin, a veces, es tan dura... Luego, corrigi para no descender con demasiada rapidez: Tengo tantas responsabilidades! Sus subalternos no tenan ningn deseo de introducir a Robineau en su vida privada. Todos pensaban: Si an no ha encontrado nada para su informe, como tiene un hambre atroz, me devorar a m. Pero Robineau, esta noche, no pensaba ms que en sus miserias: el cuerpo mortificado por un molesto eczema, su nico secreto verdadero; hubiera deseado explicarlo, hacerse compadecer, pues como no encontraba consuelo en el orgullo, lo buscaba en la humildad.

VI

Los secretarios dormitaban en las oficinas de Buenos Aires cuando Reviere entr. No se haba quitado el abrigo, ni el sombrero: pareca siempre un eterno viajero; tan poco era el aire que desplazaba su pequea estatura, tan grises sus cabellos, y tanto se adaptaban a todos los ambientes sus vestidos annimos, que pasaba casi inadvertido. Y, sin embargo, el fervor anim a los hombres. Los secretarios se agitaron, el jefe de oficina consult urgentemente los ltimos papeles, las mquinas de escribir crepitaron. El telegrafista clavaba sus clavijas en el cuadro y anotaba sobre un voluminoso libro los telegramas. Rivire sentse y ley. Despus de la prueba de Chile, relea la historia de un da feliz en el que las cosas se ordenaban por s mismas, en el que los mensajes, expedidos por los aeropuertos uno despus de otro, eran sobrios boletines de victoria. El correo de Patagonia progresaba tambin con rapidez: se adelantaba su horario, pues los vientos empujaban del Sur al Norte su gran oleaje favorable. Denme los mensajes meteorolgicos. Cada aeropuerto encomiaba su tiempo claro, su cielo transparente, su buena brisa. Una tarde dorada haba vestido a Amrica. Rivire regocijse de la buena voluntad de las cosas. En estos momentos, el correo luchaba en alguna parte en la aventura de la noche, pero con las mejores posibilidades. Rivire apart el cuaderno. Bien. Y, vigilante nocturno que velaba sobre la mitad del mundo, sali a dar un vistazo a los servicios. Detvose ante una ventana abierta y consider la noche. Contena Buenos Aires, pero tambin, como una enorme nave, toda Amrica. No se asombr de ese sentimiento de grandeza: el cielo de Santiago de Chile era un cielo extranjero; pero, puesto en marcha el correo hacia Santiago de Chile, se viva, de un extremo a otro de la lnea, bajo la misma bveda profunda. De ese otro correo, cuya voz se acechaba en los receptores de T. S. H., los pescadores de Patagonia vean brillar las luces de a bordo. Esta inquietud de un avin en vuelo, cuando pesaba sobre Rivire, pesaba tambin sobre las capitales y las provincias, con el ronroneo del motor. Feliz ahora, por esta noche tan despejada, se acordaba de las noches de desorden en las que el avin se le antojaba peligrosamente hundido y muy

difcil de socorrer. Desde la estacin de Radio de Buenos Aires se segua su gemido mezclado con los chirridos de las tormentas. Bajo aquel ruido sordo, se perda el oro de la onda musical. Qu angustia en el canto menor de un correo lanzado, como dardo ciego, contra los obstculos de la noche! Rivire pens que el puesto de un inspector, en noche de vela, se hallaba en la oficina. Bsquenme a Robineau. Robineau estaba a punto de hacerse amigo de un piloto. Ante l, en el hotel, haba abierto su maleta, que ofreca esos pequeos objetos por los que los inspectores se parecen a los dems hombres: algunas camisas de dudoso gusto, un neceser completo de aseo, la fotografa de una mujer delgada, que el inspector colg en la pared. De este modo, haca a Pellerin la humilde confesin de sus necesidades, de sus ternuras, de sus pesares. Alineando en un orden miserable sus tesoros, extenda ante el piloto su miseria: un eczema moral. Mostraba su prisin. Sin embargo, para Robineau, como para todos los hombres, exista una pequea luz. Haba experimentado una gran dulzura al sacar del fondo de su maleta un pequeo estuche, cuidadosamente envuelto. Lo haba golpeteado largo rato sin decir nada. Luego, abriendo por fin las manos: He trado esto del Sahara... El inspector haba enrojecido al atreverse a tal confidencia. Se consolaba de sus sinsabores, de su infortunio conyugal, y de toda esa gris verdad, con pequeos guijarros negruzcos que abran una puerta sobre el misterio. Enrojeciendo algo ms: Se encuentran otros idnticos en el Brasil... Y Pellerin haba golpeado la espalda de un inspector que se doblaba sobre la Atlntida. Tambin por pudor Pellerin haba preguntado: Le gusta la Geologa? Slo las piedras haban sido dulces para l en la vida. Robineau, cuando fue llamado, se entristeci, pero recobr de nuevo su dignidad. Debo dejarle; el seor Rivire me necesita para algunas decisiones graves. Cuando Robineau penetr en la oficina, Rivire lo haba olvidado. Se hallaba meditabundo ante un mapa donde se destacaba en rojo la red de la Compaa. El inspector esperaba rdenes. Despus de muchos minutos, Rivire, sin volver la cabeza, le pregunt: Qu piensa de este mapa, Robineau? A veces, planteaba jeroglficos al despertar de un ensueo. Este mapa, seor director...

El inspector, en realidad, no pensaba nada, pero, examinando resueltamente el mapa con aire severo, inspeccionaba a bulto Europa y Amrica. Rivire, por otra parte, continuaba sin comunicrselas, sus meditaciones: El rostro de esa red es hermoso, pero duro. Nos ha costado muchos hombres, y hombres jvenes. Se impone aqu con la autoridad de las cosas ya construidas, pero cuntos problemas plantea! No obstante, el objetivo, para Rivire, lo dominaba todo. Robineau, de pie a su lado, examinando an el mapa con la misma firmeza, se enderezaba poco a poco. De Rivire no esperaba ninguna compasin. Una vez haba probado suerte confesando su vida destrozada por causa de su ridicula enfermedad, pero Rivire le haba respondido con un exabrupto: Si eso os impide dormir, estimular tambin vuestra actividad. Era un exabrupto a medias, pues Rivire acostumbraba a afirmar: Si el insomnio de un msico le hace crear hermosas obras, es un hermoso insomnio. Un da, haba designado a Leroux: Dgame si no es hermosa esa fealdad que rechaza el amor... Todo lo que de grande tena Leroux, lo deba tal vez a esa desgracia, que haba limitado su vida entera a la del oficio. Es usted amigo de Pellerin? Eh...! No se lo reprocho. Rivire dio media vuelta y, con la cabeza inclinada, a cortos pasos, arrastr consigo a Robineau. Una triste sonrisa, que Robineau no comprendi, le vino a los labios: Sin embargo..., sin embargo, usted es el jefe. S dijo Robineau. Rivire pens que de esa manera, cada noche, una accin se desarrollaba en el cielo como un drama. Una flexin de voluntades poda acarrear un desastre; tal vez habra que luchar mucho hasta el nuevo da. Debe permanecer usted en su papel. Rivire pesaba sus palabras: Tal vez, la prxima noche, ordenar a ese piloto una salida peligrosa: tendr que obedecer. S... Dispone usted casi de la vida de los hombres, de hombres que valen ms que usted... Pareci titubear. Eso es grave... Rivire, que continuaba andando lentamente, se detuvo algunos instantes. Si le obedecen por amistad, les engaa. Por lo mismo, no tiene usted derecho a ningn sacrificio.

No... ciertamente. Y si ellos creen que la amistad de usted les ahorrar alguna tarea ingrata, tambin los engaar: ser absolutamente necesario que obedezcan. Sintese ah. Rivire empujaba, suavemente, con la mano, a Robineau hacia su mesa. Le voy a situar en su lugar, Robineau. Si est cansado, no le corresponde a esos hombres el sostenerlo. Usted es el jefe. La debilidad de usted es ridicula. Escriba. Yo... Escriba: El inspector Robineau impone al piloto Pellerin tal sancin por tal motivo... Ya encontrar un motivo cualquiera. Seor director! Obre como si lo entendiera, Robineau. Quiera a los que manda. Pero sin decrselo. Robineau, de nuevo, con gran celo, ordenar limpiar los cubos de hlice. Una pista de socorro comunic por T. S. H.: Avin a la vista. Avin comunica: Baja de rgimen; voy a aterrizar. Se perdera sin duda media hora. Rivire experiment esa irritacin que se siente cuando el tren expreso se detiene sobre la va, y los minutos dejan de librar su lote de llanuras. La aguja mayor del reloj recorra ahora un espacio muerto: tantos acontecimientos hubieran podido acaecer en esta abertura de comps. Rivire sali para matar la espera; y la noche le pareci vaca, como un teatro sin actor. Que se pierda una noche as! Por la ventana miraba con rencor aquel cielo despejado, cuajado de estrellas, aquel balizaje divino, aquella luna, el oro dilapidado de una noche as. Pero, desde que el avin despeg de nuevo, la noche fue para Rivire an ms emocionante y ms hermosa. Llevaba la vida en sus flancos. Rivire cuidaba de ella. Qu tiempo encuentran? mand preguntar a la tripulacin. Transcurrieron diez segundos: Muy bueno. Luego arribaron algunos hombres de ciudades atravesadas, que, para Rivire, eran, en esta lucha, ciudades que se rendan.

VII

Una hora ms tarde el radio del correo de Patagonia se sinti suavemente levantado, como si le tirasen de un hombro. Mir a su alrededor; pesadas nubes oscurecan las estrellas. Se inclin hacia tierra: buscaba las luces de las ciudades, tan semejantes al brillo de las lucirnagas ocultas en la hierba, pero nada reluca en aquella hierba negra. Previendo una noche difcil, sintise displicente: marchas, contramarchas, territorios ganados que es preciso luego ceder. No comprenda la tctica del piloto; le pareca que iban a dar contra la espesura de la noche, como contra un muro. Descubra ahora, frente a ellos, un fulgor imperceptible sobre la lnea del horizonte: un resplandor de fragua. El radio toc en el hombro a Fabien, pero ste no se inmut. Los primeros remolinos de la lejana tormenta atacaban el avin. Suavemente levantadas, las masas metlicas pesaban contra la carne misma del radio; luego parecan desvanecerse, fundirse, y, en la noche, durante algunos segundos, flot solo. Entonces se agarr con sus dos manos a los largueros de acero. Y como no distingua otra cosa que la bombilla roja de la carlinga, se estremeci al sentirse descender en el corazn de la noche, sin ninguna ayuda, bajo la sola proteccin de una pequea lmpara de minero. No os molestar al piloto para conocer lo que decidiera y, con las manos apretadas sobre el acero, inclinado hacia su ca-marada, miraba la sombra nuca de ste. Slo la cabeza y unos hombros inmviles se destacaban en la dbil claridad. Aquel cuerpo no era ms que una masa oscura, algo ladeada a la izquierda, con la faz vuelta a la tempestad, lavada sin duda por cada fulgor. Pero el radio no vea nada de aquel rostro. Todos los sentimientos que en l se agolpaban para afrontar una tempestad: aquel gesto, aquella clera, todo lo que de esencial se intercambiaba entre aquel rostro blanquecino y los breves resplandores que surgan all, en lo hondo, permaneca para l impenetrable. Adivinaba, sin embargo, la potencia concentrada en la inmovilidad de aquella sombra: y la estimaba. Sin duda, lo arrastraba hacia la tormenta, pero tambin lo cubra. Sin duda, aquellas manos, cerradas sobre los mandos, gravitaban ya sobre la tempestad como sobre el cuello de una bestia, pero los hombros, cargados de fuerza, continuaban inmviles: en ellos se adivinaba una profunda reserva. El radio pens que, en definitiva, el piloto era el responsable. Y ahora,

en la grupa del avin, galopando hacia el incendio, saboreaba todo lo que aquella oscura figura, all, delante suyo, expresaba de material y de fuerte, todo lo que expresaba de perdurable. A la izquierda, dbil como un faro en eclipse, un nuevo fuego se alumbr. El radio retuvo un gesto para tocar la espalda de Fabien y prevenirle; pero le vio volver lentamente la cabeza, y mantener su rostro, por algunos instantes, frente al nuevo enemigo; luego, lentamente, tomar de nuevo su posicin primitiva. Los hombros seguan inmviles, y la nuca apoyada sobre el cuero.

VIII

Rivire haba salido para andar un poco y eludir el malestar naciente. l, que slo viva para la accin una accin dramtica, senta extraamente que el drama se desplazaba, se haca personal. Pens que, alrededor de su quiosco de msica, los pequeos burgueses de las pequeas ciudades vivan una vida en apariencia silenciosa, pero algunas veces henchida tambin de dramas: la enfermedad, el amor, la muerte, y tal vez... Su propia dolencia le enseaba muchas cosas: Abre ciertas ventanas, se deca. Luego, hacia las once de la noche, respirando ya mejor, se encamin a la oficina. Lentamente se abra paso entre el gento que se agolpaba ante la puerta de los cines. Alz los ojos a las estrellas, que lucan sobre la estrecha calle, borradas casi por los anuncios luminosos, y pens: Esa noche, con mis dos correos en vuelo, soy responsable del cielo entero. Esa estrella es un mensajero que me busca entre la muchedumbre, y que me encuentra: por eso me siento algo extranjero, algo solitario. Se acord de una frase musical: algunas notas de una sonata que escuchara ayer con unos amigos. stos no la haban comprendido: Ese arte nos aburre y le aburre, slo que usted no lo confiesa. Tal vez..., respondi. Se haba sentido, como hoy, solitario, pero muy pronto haba descubierto la riqueza de tal soledad. El mensaje de aquella msica vena a l, slo a l, entre los mediocres, con la suavidad de un secreto. Como el mensaje de la estrella. Ambos le hablaban, por encima de tantos hombros, en un lenguaje que slo l entenda. Sobre la acera le empujaban; pens an: No me enfadar. Me parezco al padre de un nio enfermo, que anda en medio de la multitud a pasos cortos. Lleva en s el gran silencio de su hogar. Levant los ojos para mirar atentamente a los hombres. Intentaba encontrar los que llevaban consigo, quietamente, su invencin o su amor, y se acord de la soledad de los torreros de los faros. El silencio de las oficinas le complaci. Las atravesaba lentamente, una despus de otra, y sus pasos resonaron solos. Las mquinas de escribir dorman bajo los hules. Los grandes armarios estaban cerrados sobre los expedientes en orden. Diez aos de experiencias y de trabajo. Se le ocurri que visitaba los subterrneos de un Banco; all donde se amontonan las riquezas. Pensaba que cada uno de aquellos registros acumulaba algo mejor que el oro: una fuerza viviente pero dormida, como el oro de los Bancos.

En alguna parte encontrara el nico secretario en vela. Un hombre trabajaba en alguna parte para que la vida fuese continua, para que la voluntad fuese continua y, as, de escala en escala, para que jams, de Toulouse a Buenos Aires, se rompiera la cadena. Ese hombre desconoce su grandeza. Los correos, en alguna parte, luchaban. El vuelo nocturno duraba como una enfermedad: era preciso velar. Era preciso asistir a aquellos hombres que con las manos y con las rodillas, pecho contra pecho, afrontaban la oscuridad, y que no conocan nada ms, absolutamente nada ms, que cosas movedizas, invisibles, de las que era necesario salirse, como de un mar, a fuerza de brazos ciegos. Qu terribles confesiones a veces! He iluminado mis manos para verlas... En ese bao rojo de fotgrafo, slo el terciopelo de las manos. Es preciso salvarlo; es lo nico que queda en el mundo. Rivire empuj la puerta de la oficina. Una sola lmpara, en un muro, creaba una playa clara. El martilleo de una sola mquina de escribir daba sentido a ese silencio, sin colmarlo. El campanilleo del telfono temblaba a veces; entonces, el secretario de guardia se levantaba, y se diriga hacia aquella llamada repetida, obstinada, triste. El secretario de guardia descolgaba el receptor y la angustia invisible se calmaba: era una conversacin muy tranquila en un rincn de sombra. Luego, impasible, el hombre volva a su mesa, el rostro cerrado por la soledad y el sueo, sobre un secreto indescifrable. Qu amenaza trae una llamada, que arriba del exterior, de la noche, cuando dos correos estn en vuelo! Rivire pensaba en los telegramas que les llegan a las familias bajo las lmparas nocturnas, y en la desgracia que, durante unos segundos, casi eternos, se cierne en secreto sobre el rostro del padre. Onda primero sin fuerza, tan tranquila, tan lejos del grito lanzado. Perciba su dbil eco en cada discreto campanilleo. Y los movimientos del hombre, que la soledad haca lento como un nadador entre dos aguas, volviendo de la oscuridad hacia su lmpara, como un buzo al remontarse, le parecan cada vez henchidos de secretos. No se mueva. Voy yo. Rivire descolg el aparato y oy un murmullo de gente. Aqu, Rivire. Un dbil tumulto, luego una voz: Le pongo en comunicacin con la estacin de radio. Un nuevo tumulto, el de las clavijas en el cuadro; luego otra voz: Aqu, la estacin de radio. Vamos a comunicarle los telegramas. Rivire los anotaba y meneaba la cabeza: Bien... Bien. Sin importancia. Mensajes regulares del servicio. Ro de Janeiro peda una informacin. Montevideo hablaba del tiempo, y Mendoza del material. Eran

los ruidos familiares de la casa. Y los correos? El tiempo es tempestuoso. No los entendemos. Bien. Rivire consider que la noche aqu era pura, las estrellas brillantes, pero los radiotelegrafistas descubran en ella el aliento de lejanas borrascas. Hasta luego. Rivire se levant, el secretario le abord: Las notas del servicio, para la firma, seor... Bien. Rivire descubra en l una gran amistad por este hombre, que cargaba tambin con el peso de la noche. Un camarada de combate pensaba Rivire. No sabr nunca, sin duda, cunto nos une esta vela.

IX

Cuando volva a su despacho particular, con un legajo de papeles en la mano, Rivire experiment en su costado derecho el vivo dolor que, desde haca algunas semanas, le atormentaba. No estoy bien... Se apoy por un instante contra la pared: Pero es ridculo. Luego alcanz su silln. Una vez ms se senta entumecido como un viejo len, y una gran tristeza le embarg. Tanto trabajo para acabar as! Tengo cincuenta aos; en cincuenta aos he llenado mi vida, me he formado, he luchado, he alterado el curso de los acontecimientos; y he aqu lo que ahora me ocupa, y me llena, y hace decrecer el mundo en importancia... Es ridculo. Esper, enjugse un leve sudor, y, cuando el malestar se hubo calmado, trabaj. Examinaba lentamente las notas. Hemos comprobado en Buenos Aires que, mientras se desmontaba el motor 301..., impondremos una sancin grave al responsable. Firm. La escala de Florianpolis, no habiendo observado las instrucciones... Firm. Desplazaremos por medida disciplinaria al jefe de aeropuerto Richard, que... Firm. Luego, como aquel dolor en el costado, adormecido pero presente y nuevo como un nuevo sentido de la vida, le obligaba a pensar en s, casi se amarg. Soy justo o injusto? Lo ignoro. Si castigo, las averas disminuyen. El responsable no es el hombre, sino algo como una potencia oscura que jams se alcanza si no se alcanza a todo el mundo. Si fuese muy justo, un vuelo nocturno sera cada vez un peligro de muerte. Le invadi cierto cansancio por haber trazado tan duramente esta va. Pens que la piedad es buena. Segua hojeando las notas, absorto en su ensueo. ...en cuanto a Roblet, a partir de hoy, cesar de formar parte de nuestro personal. Vio con la imaginacin a aquel viejo bonachn y se le hizo presente la conversacin de la noche anterior.

Un ejemplo; qu quiere usted? Es un ejemplo. Pero, seor; pero, seor. Por una vez, slo por una vez; piense usted en ello, he trabajado toda mi vida! Es preciso dar un ejemplo. Pero, seor... Vea usted, seor! Entonces surgi aquella gastada cartera y aquella vieja hoja de peridico donde aparece Roblet, joven, al lado de un avin. Rivire vea temblar las viejas manos sobre aquella gloria ingenua. Es el ao 1910, seor... Soy yo quien mont, aqu, el primer avin de la Argentina! La aviacin, despus de 1910...! Seor, son veinte aos! Cmo puede usted entonces decir...? Y los jvenes, seor, cmo se van a rer en el taller...! Ah, se reirn como locos! Eso no me importa. Y mis hijos, seor? Yo tengo hijos! Ya se lo he dicho: le ofrezco una plaza de pen. Mi dignidad, seor, mi dignidad! Pero, seor, son veinte aos de aviacin, un antiguo obrero como yo... De pen. Rehuso, seor, rehuso! Las viejas manos temblaban, y Rivire apart los ojos de aquella piel ajada, gruesa y bella. De pen. No, seor, no..., quiero decirle an... Puede retirarse. Rivire pens: No es a l a quien he despedido as, tan brutalmente; es al mal del que l, tal vez, no es responsable, pero que suceda a causa de l. Porque a los acontecimientos se los manda pensaba Rivire, y obedecen, y as se crea. Y los hombres pobres son cosas, y se les crea tambin. O se los aparta cuando el mal pasa por ellos. Quiero decirle an... Qu es lo que quera decir el pobre viejo? Que se le arrebataban sus viejas alegras? Que amaba el ruido de las herramientas sobre el acero de los aviones, que se privaba a su vida de una gran poesa, y, adems..., que es preciso vivir? Estoy muy fatigado, pensaba Rivire. La fiebre suba, acariciante. Golpeaba la hoja y pensaba: Amaba mucho el rostro de ese viejo compaero... Y Rivire vea de nuevo sus manos. Bastara decir: Bien. Bien. Qudese. Rivire vea ya la ola de alegra que bajara sobre aquellas viejas manos. Y ese gozo que diran, que iban a decir, no el rostro, sino esas viejas manos de obrero, le pareca la cosa ms hermosa del mundo. Rompo esta nota? y la familia del viejo, y esa vuelta al hogar, por la noche, y ese modesto orgullo:

As, pues, continas en el trabajo? Pues claro! Soy yo quien mont el primer avin de la Argentina! Y los jvenes que ya no se reiran ms, y ese prestigio reconquistado por el antiguo... La rompo? El telfono se dej or; Rivire lo descolg. Un tiempo largo, luego esa resonancia, esa profundidad que causan el viento y el espacio a la voz humana. Por fin habl: Aqu, el campo. Quin est ah? Rivire. Seor director, el 650 est en la pista. Bien. Todo listo, ya; pero, a ltima hora, hemos debido rehacer el circuito elctrico: las conexiones eran defectuosas. Bien. Quin ha montado el circuito? Lo averiguaremos. Si usted lo permite, aplicaremos sanciones: una avera de luz a bordo puede ser algo grave! Cierto. Rivire pens: Si no se arranca el mal cuando se le encuentra, dondequiera que est, se producen luego averas en la luz: es un crimen flaquear cuando por azar se descubren sus instrumentos: Roblet partir. El secretario, que nada ha visto, sigue tecleando. Qu es? La contabilidad quincenal. Por qu no est lista an? Yo... Luego lo veremos. Es curioso ver cmo recobran su imperio los acontecimientos, cmo se muestra una enorme fuerza oscura, la misma que levanta las selvas vrgenes, que crece, que forcejea, que ruge de todas partes alrededor de las grandes obras. Rivire pensaba en esos templos que pequeas lianas aterran. Una gran obra... Pens an para tranquilizarse: Quiero a todos estos hombres, y no es a ellos a quienes combato, sino a lo que sucede por ellos... Su corazn lata a golpes rpidos, que le hacan sufrir. No s si lo que hago est bien. Ignoro el exacto valor de la vida humana, de la justicia, o del dolor. Ignoro con exactitud lo que vale el gozo de un hombre. O una mano que tiembla. O la piedad, o la dulzura... Medit: La vida se contradice tanto, que uno se las arregla como puede con la vida... Pero perdurar, crear, cambiar el cuerpo perecedero...

Rivire reflexion, luego llam: Telefoneen al piloto del correo de Europa. Que venga a verme antes de despegar. Pensaba: Es preciso que ese correo no d media vuelta intilmente. Si no sacudo a mis hombres, siempre les inquietar la noche.

X

La mujer del piloto, despertada por el telfono, mir a su marido y pens: Le dejar dormir un poco ms. Admiraba aquel pecho desnudo, de fuerte quilla; pensaba en un hermoso navio. El piloto reposaba en el lecho tranquilo, como en un puerto, y, para que nada agitase su sueo, ella borr con el dedo ese pliegue, esa sombra, esa ola; apaciguaba el lecho, como un dedo divino, el mar. Levantse, abri la ventana, y el viento le dio en el rostro. La habitacin dominaba Buenos Aires. Una casa vecina, donde se bailaba, esparca algunas melodas que el viento traa, pues era la hora de los placeres y el reposo. La ciudad encerraba a los hombres en sus cien mil fortalezas; todo estaba quieto y seguro; pero a esta mujer le pareca que alguien iba a gritar A las armas! y que slo un hombre, el suyo, se erguira. Descansaba an, pero su descanso era el reposo temible de reservas que van a consumirse. La ciudad dormida no le protega: sus luces le parecern vanas, cuando se levante, cual joven dios, de su polvo. Contemplaba esos brazos slidos que, dentro de una hora, llevaran la suerte del correo de Europa, responsables de algo grande, como el destino de una ciudad. Turbse por ello. Aquel hombre, en medio de aquellos millones de hombres, era el nico preparado para el extrao sacrificio. Se apen. l escapaba as a su dulzura. Ella lo haba alimentado, velado, acariciado, no para s misma, sino para esta noche que iba a arrebatrselo. Para luchas, para angustias, para victorias, de las que ella nada sabra. Aquellas manos tiernas eran todo suavidad, pero sus verdaderas tareas eran oscuras. Ella conoca las sonrisas de este hombre, sus precauciones de amante, pero no, en la tormenta, sus divinas cleras. Ella le cargaba de tiernos lazos: de msica, de amor, de flores; pero cuando sonaba la hora de la partida, estos lazos caan sin que l pareciese sufrir por ello. Abri los ojos. Qu hora es? Medianoche. Qu tiempo hace? No s... Se levant. Andaba lentamente hacia la ventana, desperezndose. No tendr mucho fro. Cul es la direccin del viento? Cmo quieres que lo sepa...? l se inclin.

Sur. Muy bien. Esto dura, por lo menos hasta el Brasil. Fijse en la luna, y se supo rico. Luego sus ojos bajaron hacia la ciudad. No la juzg dulce, ni brillante, ni clida. Vea ya derramarse la arena vana de sus luces. En qu piensas? l pensaba en la posible bruma hacia Porto Alegre. Tengo mi estrategia. S por dnde hay que dar la vuelta. Segua inclinado. Respiraba profundamente, como antes de lanzarse, desnudo, al mar. Ni siquiera ests triste... Cuntos das estars fuera? Ocho, diez das. No saba. Triste, no; por qu? Aquellas llanuras, aquellas ciudades, aquellas montaas... Le pareca que marchaba, libre, a su conquista. Pensaba tambin que antes de una hora poseera y desechara a Buenos Aires. Sonri: Esa ciudad... muy pronto estar lejos. Es hermoso marcharse de noche. Se tira de la manecilla de los gases, cara al Sur y, diez segundos ms tarde, se invierte el paisaje, cara al Norte. La ciudad no es ya ms que un fondo de mar. Ella pensaba en todo lo que es preciso desechar para conquistar. No amas tu hogar? S que lo amo... Pero ya su mujer lo saba en marcha. Esas espaldas pesaban ya contra el cielo. Ella se lo mostr: Tendrs buen tiempo, tu ruta est tapizada de estrellas. l se ri: S. Ella puso su mano sobre este hombro y emocionse al sentirlo tibio: esta carne estaba, pues, amenazada...? Eres muy fuerte, pero s prudente! Prudente, s, claro... Ri de nuevo. Se vesta. Para esta fiesta escoga las telas ms rudas, los cueros ms pesados; se vesta como un campesino. Cuanto ms tosco se haca, ms lo admiraba ella. Le cea el cinturn, tiraba de sus botas. Esas botas me molestan. He aqu las otras. Bscame un cordn para mi lmpara de socorro. Ella le contemplaba. Reparaba el ltimo defecto de la armadura: todo ajustaba bien.

Eres muy hermoso. Vio que se peinaba cuidadosamente. Es para las estrellas? Es para no sentirme viejo. Estar celosa... Ri an, la bes, y la apret contra sus pesados vestidos. Luego la levant en vilo, como se levanta a una nia, y, riendo siempre, la acost: Duerme! Y, cerrando la puerta tras s, dio en la calle, en medio del nocturno pueblo incognoscible, el primer paso de su conquista. Ella quedse all. Miraba, triste, las flores, los libros, la suavidad que para l no eran ms que un fondo de mar. XI Rivire lo recibe: Me gast usted una broma en su ltimo correo. Dio media vuelta cuando los meteos (1) eran buenos; pudo haber pasado. Tuvo miedo? El piloto, sorprendido, se calla. Frota, lentamente, sus manos, una contra la otra. Luego endereza la cabeza, y mira a Rivire en la cara. S. Rivire, en el fondo, siente piedad por este muchacho, tan valiente, que tuvo miedo. El piloto trata de excusarse: No vea absolutamente nada. Ciertamente, a lo lejos... tal vez... la T. S. H. deca... Pero mi lmpara de bordo se debilitaba, y no vea ya mis manos. Quise encender mi lmpara de posicin para distinguir por lo menos el ala, no vea nada. Me senta en el fondo de un gran agujero por el (1) Abreviacin francesa de partes meteorolgicos. (Nota del Traductor.) que era difcil remontarse. Entonces mi motor empez a vibrar... No. No? No. Lo hemos examinado. Est perfecto. Pero siempre se cree que un motor vibra cuando se tiene miedo. Quin no hubiese tenido miedo! Las montaas me dominaban. Cuando quise tomar altura, encontr fuertes remolinos. Usted sabe, cuando no se ve ni pizca... los remolinos... En lugar de remontar, perd cien metros. Ni siquiera vea el girscopo; ni tampoco los manmetros. Parecime que el motor disminua de rgimen, que se calentaba, que la presin de aceite menguaba... Todo eso en la oscuridad, como una enfermedad. Me alegr mucho el ver de nuevo una ciudad iluminada. Tiene usted demasiada imaginacin. Retrese. El piloto sale.

Rivire se hunde en su silln y pasa la mano por sus cabellos grises. Es el ms valiente de mis hombres. Lo que logr en esa noche es muy hermoso, pero yo lo libero del miedo... Luego, como le volviese una tentacin de debilidad: Para hacerse amar, basta compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto. Me gustara mucho, no obstante, rodearme de amistad y de ternura humana. Un mdico, en su profesin, las encuentra. Pero es a los acontecimientos a quien sirvo. Es preciso que forje a los hombres para que los sirvan. Qu bien siento esa ley oscura, durante la noche, en mi oficina, ante las hojas de ruta! Si me dejo ir, si dejo que los acontecimientos sigan su curso, entonces nacen misteriosamente los accidentes. Como si nicamente mi voluntad impidiera al avin estrellarse en pleno vuelo, o, a la tempestad, retrasar el correo en marcha. Me sorprendo, a veces, de mi poder. Reflexion an: Es claro, tal vez. Es corno la lucha perpetua del jardinero sobre su csped. El peso de su simple mano rechaza el bosque primitivo, que aqulla prepara eternamente. Pens en el piloto: Yo lo salvo del miedo. No es a l a quien atacaba, es, a travs de l, a esa resistencia que paraliza a los hombres ante lo desconocido. Si lo escucho, si lo compadezco, si tomo en serio su aventura, creer volver del pas del misterio, y slo del misterio se tiene miedo. Es preciso que no haya ms misterios. Es preciso que los hombres desciendan a ese pozo oscuro y, al remontarlo, digan que no han encontrado nada. Es preciso que ese hombre descienda al ms ntimo corazn de la noche, en su espesura, sin siquiera esa pequea lmpara de minero, que no alumbra ms que las manos o el ala, pero que aparta lo desconocido a una braza de distancia. No obstante, en esa lucha, una silenciosa fraternidad ligaba, en el fondo, a Rivire con sus pilotos. Se trataba de hombres de la misma contextura, que sentan el mismo deseo de vencer. Pero Rivire se acuerda de las otras batallas que ha librado para la conquista de la noche. Se tema, en los crculos oficiales, como a una maleza inexplorada, aquel territorio umbro. Lanzar una tripulacin, a doscientos kilmetros por hora, hacia las tormentas, las brumas y los obstculos materiales que la noche contiene sin mostrarlos, les pareca una aventura tolerable para la aviacin militar; se abandona un territorio en noche clara, se bombardea, se vuelve al mismo terreno. Pero los servicios regulares fracasaran en la noche. Para nosotros haba replicado Rivire es una cuestin de vida o muerte, puesto que perdemos, por la noche, el avance ganado, durante el da, sobre los ferrocarriles y navios. Con tedio, haba odo hablar Rivire de estadsticas, de seguros, y, sobre

todo, de opinin pblica: A la opinin pblica replicaba se la gobierna! Pensaba: Cunto tiempo perdido! Hay algo..., algo que aventaja a todo eso. Lo que vive, lo atropella todo para vivir, y crea sus propias leyes, para vivir. Es irresistible. Rivire no saba cundo ni cmo la aviacin comercial abordara los vuelos nocturnos, pero era preciso preparar esa solucin inevitable. Rememora los tapices verdes ante los cuales, con la barba sobre el puo, haba escuchado, con una extraa conciencia de fuerza, tantas objeciones. Le parecan vanas, condenadas de antemano por la vida. Y senta su propia fuerza, recogida en l como un peso: Mis razones pesan; vencer pensaba Rivire. Es la inclinacin natural de los acontecimientos. Cuando se le reclamaban soluciones perfectas, que descartasen todos los peligros: La experiencia es quien nos dar las leyes responda; el conocimiento de las leyes no precede jams a la experiencia. Despus de un largo ao de lucha, Rivire haba vencido. Unos decan debido a su fe, los otros debido a su tenacidad, a su potencia de oso en marcha, pero, segn l, simplemente, porque gravitaba en la buena direccin. Pero, cuntas precauciones en los comienzos! Los aviones no despegaban ms que una hora antes de despuntar el da, no aterrizaban ms que una hora despus de la puesta del sol. Cuando Rivire se juzg muy seguro de su experiencia, nicamente entonces, se atrevi a enviar los correos a las profundidades de la noche. Apenas seguido, casi desautorizado, diriga ahora una lucha solitaria. Rivire llama para conocer los ltimos mensajes de los aviones en vuelo.

XII

Mientras tanto, el correo de Patagonia abordaba la tormenta, y Fabien renunciaba a evitarla con un rodeo. La juzgaba demasiado extensa, pues la lnea de relmpagos se hunda en el interior del pas, descubriendo fortalezas de nubes. Intentara pasar por debajo, y si el asunto se presentaba mal, dara media vuelta. Ley su altura: mil setecientos metros. Apoy las manos sobre los mandos para empezar a reducirla. El motor vibr muy fuerte y el avin tembl. Fabien corrigi, al parecer, el ngulo de descenso; luego, sobre el mapa, verific la altura de las colinas: quinientos metros. Para conservarse en margen, navegara a setecientos. Sacrificaba su altura como el que se juega una fortuna. Un remolino hizo cabecear al avin, que tembl muy fuerte. Fabien se sinti amenazado por invisibles hundimientos. So que daba media vuelta y que encontraba de nuevo cien mil estrellas, pero no vir ni un solo grado. Fabien calculaba sus posibilidades: se trataba de una tormenta local, probablemente, pues Tre-lew, la prxima escala, anunciaba un cielo cubierto en tres cuartas partes. Se trataba de vivir veinte minutos apenas, en ese negro hormign. No obstante, el piloto se inquietaba. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, intentaba interpretar los confusos resplandores, que aun en las noches ms espesas, se pueden percibir. Pero ni siquiera eran resplandores. Apenas cambios de densidad, en el espesor de la sombras, o una fatiga de los ejes. Desdobl un papel del radio. Dnde estamos? Fabien hubiera dado mucho por saberlo. Respondi: No lo s. Atravesamos, con la brjula, una tormenta. Se lade ms an. Se senta molesto por la llama del escape, agarrada al motor como un penacho de fuego, tan plida que el claro de la luna la hubiera extinguido, pero que en esta nada, absorba el mundo visible. La contempl. Se haba trenzado, apretada por el viento, como la llama de una antorcha. Cada treinta minutos, para comprobar el girscopo y el comps, Fabien hunda su cabeza en la carlinga. No se atreva a encender las dbiles lmparas rojas, que lo cegaban por largo tiempo, pero todos los instrumentos, con cifras de radio, derramaban una plida claridad de astros. En medio de agujas y de cifras, el piloto experimentaba una seguridad engaosa: la de la

cmara del navio sobre la que pasa el oleaje. La noche, y todo lo que traa de pedruscos, de ruinas azotadas, de colinas, corra tambin contra el avin con la misma asombrosa fatalidad. Dnde estamos?, le repeta el operador. Fabien surga de nuevo y reanudaba, apoyado en la izquierda, su vela terrible. No saba cunto tiempo, cuntos esfuerzos le libraran de aquellas cadenas sombras. Dudaba casi de verse jams libre de ellas, pues se jugaba la vida sobre este pequeo papel, sucio y arrugado, que haba desplegado y ledo mil veces, para alimentar su esperanza: Trelew: cielo cubierto en tres cuartas partes, viento Oeste dbil. Si Trelew estaba cubierto en sus tres cuartas partes, podran distinguirse sus luces por los desgarrones de las nubes. A menos que... La plida claridad prometida ms lejos lo impulsaba a proseguir; sin embargo, como las dudas le acuciaban, garrapate para el radio: Ignoro si podr pasar. Pregunte si detrs de nosotros contina el buen tiempo. La respuesta le dej consternado: Comodoro anuncia: La vuelta aqu, imposible. Tempestad. Empezaba a adivinar la ofensiva inslita que, desde la cordillera de los Andes, se abata hacia el mar. Antes de que hubieran podido alcanzarlas, el cicln les arrebatara las ciudades. Pregunte el tiempo de San Antonio. San Antonio contesta: Se levanta viento Oeste, tempestad hacia Oeste. Cielo cubierto cuatro cuartos. San Antonio oye muy mal a causa de los parsitos. Yo tambin oigo mal. Creo que me ver obligado muy pronto a remontar la antena debido a las descargas. Dar media vuelta? Cules son sus proyectos? Djeme en paz. Pregunte el tiempo de Baha Blanca. Baha Blanca contesta: Prevemos, antes de veinte minutos, violenta tormenta Oeste sobre Baha Blanca. Pregunte el tiempo de Trelew. Trelew contesta: Huracn, treinta metros segundo, Oeste y rfagas de lluvia. Comunique a Buenos Aires: Nos encontramos taponados por todos lados. Tempestad se cierne sobre mil kilmetros; no vemos nada. Qu debemos hacer? Para el piloto, esta noche no tena ribera alguna, puesto que no conduca ni hacia un puerto (todos parecan inaccesibles), ni hacia el alba: el combustible se agotara antes de una hora cuarenta. As que se vera obligado, ms o menos pronto, a descender como un ciego, en esta espesura. Si hubiese podido aguantar hasta el nuevo da... Fabien pensaba en el alba como en una playa de arena dorada, donde

habra encallado despus de esta dura noche. Bajo el avin amenazado, nacera la ribera de las llanuras. La tierra tranquila habra llevado sus granjas dormidas, sus rebaos y sus colinas. Todas las amenazas que rodaban en la oscuridad, se volveran inofensivas. Si pudiese, cmo nadara hacia el da! Pens que estaba cercado. Todo se resolvera, bien o mal, en esta espesura. Ciertamente. Algunas veces haba credo, cuando amaneca, entrar en convalecencia. Para qu sirve fijar los ojos en el Este, donde vive el sol? Haba entre ambos tal profundidad de noche, que jams podra remontarla.

XIII

El correo de Asuncin sigue sin novedad. Estar aqu dentro de dos horas. Prevemos, en cambio, un retraso importante en el correo de Patagonia, que se encuentra, al parecer, con dificultades. Bien, seor Rivire. Es posible que no lo esperemos para hacer despegar el avin de Europa: despus de la llegada del de Asuncin, nos pedir usted instrucciones. Est presto. Rivire relea ahora los telegramas de proteccin de las escalas Norte. Abran el correo de Europa una ruta de luna: Cielo limpio, luna llena, viento nulo. Las montaas del Brasil limpiamente recortadas sobre la luminosidad del cielo, hundan en los remolinos plateados del mar sus espesas cabelleras de selvas negras: esas selvas, sobre las cuales llova incansablemente, sin colorearlas los rayos de la luna. Y en el mar, las islas tambin negras, cual restos errantes de naufragios. Y, a lo largo de toda la ruta, esa luna inagotable: un manantial de luz. Si Rivire ordenaba la salida, la tripulacin del correo de Europa entrara en un mundo estable que, por toda la noche, lucira dulcemente. Un mundo donde nada amenazaba el equilibrio de las masas de luz y de sombra, donde ni siquiera se insinuaba la caricia de esos vientos puros, que, si arrecian, pueden estropear en algunas horas un cielo entero. Pero Rivire titubeaba, frente a esta luminosidad, como un buscador de oro frente a vedados campos aurferos. Los acontecimientos, en el Sur, desmentan a Rivire, nico defensor de los vuelos nocturnos. Sus adversarios sacaran de un desastre en Patagonia una posicin moral tan fuerte que tal vez hara impotente en adelante la fe de Rivire; pero la fe de Rivire no haba vacilado: una grieta en su obra habra permitido el drama, y el drama evidenciaba esa hendedura, pero no probaba nada ms. Tal vez sean necesarias, en el Oeste, algunas estaciones de observacin... Lo estudiaremos. Pensaba adems: Mis razones para insistir son las mismas e igualmente slidas; en cambio, he descartado una posible causa de accidentes: la que acaba de hacerse patente. Los reveses robustecen a los fuertes. Desgraciadamente, contra los hombres se practica un juego donde entra muy poco en consideracin el verdadero sentido de las cosas. Se gana o se pierde segn las apariencias. Se marcan puntos miserables, y uno se encuentra atenazado por la apariencia de una derrota. Rivire llam.

Baha Blanca, no nos comunica nada an por T. S. H.? No. Llame por telfono. Cinco minutos ms tarde, se informaba: Por qu no nos comunica nada? No entendemos al correo. No habla? No sabemos. Demasiada tormenta. Incluso si transmitiese no lo entenderamos. Trelew, les oye? Somos nosotros los que no omos a Trelew. Telefonee. Lo hemos probado: ha sido cortada la lnea. Qu tiempo hace ah? Amenazador. Relmpagos al Oeste y al Sur. Muy cargado. Viento? Dbil an, pero slo por diez minutos. Los relmpagos se acercan a gran velocidad. Un silencio. Baha Blanca. Escucha? Bien. Llmeme dentro de diez minutos. Rivire oje los telegramas de las escalas Sur. Todas sealaban el mismo silencio del avin. Algunas no respondan ya a Buenos Aires y, en el mapa, aumentaba la mancha de las provincias mudas, donde las pequeas ciudades aguantaban ya el cicln, con todas las puertas cerradas, y cada casa de sus calles oscura y tan aislada del mundo y perdida en la noche como un navio. Slo el alba las libertara. Sin embargo, Rivire, doblado sobre el mapa, conservaba an la esperanza de descubrir un refugio de cielo puro, pues haba pedido, por telegramas, el estado del cielo a la polica de ms de treinta ciudades de provincia y las respuestas empezaban a llegarle. Sobre dos mil kilmetros, las estaciones de radio tenan orden, si una de ellas captaba una llamada del avin, de advertir en treinta segundos a Buenos Aires que le comunicara, para retransmitirla a Fabien, la situacin del refugio. Los secretarios convocados para la una de la madrugada haban ocupado de nuevo sus mesas. All se enteraban, misteriosamente, de que, tal vez, se suspenderan los vuelos nocturnos y de que el mismo correo de Europa no despegara antes de amanecer. Hablaban en voz baja de Fabien, del cicln, y, sobre todo, de Rivire. Lo adivinaban all, muy cerca, aplastado poco a poco por ese ments de la Naturaleza. Pero todas las voces se apagaron: Rivire, en su puerta, acababa de aparecer, envuelto en su abrigo, el sombrero como siempre sobre los ojos,

eterno viajero. Se dirigi, con paso tranquilo, hacia el jefe de oficina: Es la una y diez; est en regla la documentacin del correo de Europa? Yo... yo cre... Dio media vuelta, lentamente, hacia una ventana abierta, las manos cruzadas tras la espalda. Un secretario le alcanz: Seor director, obtendremos pocas respuestas. Se nos comunica que, en el interior, muchas lneas telegrficas han sido ya destrozadas. Bien. Rivire, inmvil, contemplaba la noche. As, cada mensaje amenazaba al correo. Cada ciudad, cuando poda responder, antes de que las lneas fuesen destruidas, daba cuenta de la marcha del cicln, como si se tratara de una invasin. Viene del interior, de la Cordillera. Barre toda la ruta, hacia el mar... Rivire juzgaba las estrellas demasiado brillantes, el aire demasiado hmedo. Qu extraa noche! Se daaba, bruscamente, por placas, como la pulpa de un fruto luminoso. Las estrellas numerosas dominaban an Buenos Aires, pero esto era slo un oasis: y un oasis de un instante. Adems un puerto fuera de radio de accin del avin. Noche amenazadora que un viento daino picaba y pudra. Noche difcil de vencer. En algn lugar, un avin corra peligro en sus profundidades: ellos se agitaban, impotentes, sobre la orilla.

XIV

La mujer de Fabien telefone. La noche de cada regreso, calculaba la marcha del correo de Patagonia: Despega en Trelew... Luego se dorma de nuevo. Algo ms tarde: Debe de acercarse a San Antonio. Debe de ver sus luces... Entonces se levantaba, apartaba las cortinas, y consideraba el cielo: Todas esas nubes le molestan... A veces, la luna se paseaba como un pastor. Entonces, la joven mujer se sentaba de nuevo, tranquilizada por aquella luna y aquellas estrellas, aquellos millares de presencias alrededor de su marido. Hacia la una, lo senta prximo. No debe de andar ya muy lejos. Debe ver Buenos Aires... Entonces se levantaba y le preparaba su cena y caf muy caliente: Hace tanto fro, all arriba... Lo reciba siempre, como si descendiese de una cumbre nevada: Tienes fro? No. Es igual; calintate... Hacia la una y cuarto, todo estaba dispuesto. Entonces telefoneaba. sta, como las otras noches, se inform: Ha aterrizado Fabien? El secretario que la escuchaba, se turb un poco: Quin habla? Simone Fabien. Un momento...! El secretario, no atrevindose a decir nada, pas el auricular al jefe de la oficina. Quin est ah? Ah...!, qu desea usted, seora? Ha aterrizado mi marido? Se produjo un silencio que debi de parecer inexplicable: luego respondieron simplemente: No. Lleva retraso? Nuevo silencio. S..., retraso. Ah...! Era un Ah! de carne herida. Un retraso no es nada..., no es nada..., pero cuando se prolonga... Ah...! Y a qu hora estar aqu? A qu hora estar aqu? No..., no lo sabemos. Ella daba ahora contra un muro. Slo obtena el eco de sus propias

preguntas. Se lo ruego, dgame! Dnde se halla l...? Dnde se halla? Espere... Esa inercia le daaba. Algo ocurra, tras aquel muro. Se decidieron: Ha despegado de Comodoro a las diecinueve treinta. Y luego? Luego...? Muy retrasado... Muy retrasado a causa del mal tiempo... Ah! El mal tiempo... Qu injusticia, qu bribonada la de esa luna que se mostraba ostentosa y desocupada sobre Buenos Aires! La joven mujer se acord de repente que apenas eran necesarias dos horas para ir de Comodoro a Trelew. Y vuela desde hace seis horas hacia Trelew! Pero les enva mensajes, a ustedes! Pero qu dice...? Qu nos dice? Naturalmente, con semejante tiempo... Usted comprender..., esos mensajes no se entienden. Con semejante tiempo! As, pues, seora, le telefonearemos en cuanto sepamos algo. Ah! Ustedes no saben nada... Buenas noches, seora... No, no! Quiero hablar con el director! El seor director est muy ocupado, seora; se encuentra celebrando una conferencia... Ah! Me da lo mismo, me da lo mismo! Quiero hablarle! El jefe de oficina se enjug el rostro: Un momento... Empuj la puerta de Rivire: La seora Fabien, que quiere hablarle. Eso pens Rivire, eso es lo que tema. Los elementos efectivos del drama empezaban a aparecer. Pens primero eludirlos: las madres y las esposas no entran en las salas de operaciones. Se manda callar tambin la emocin en los navios en peligro. No ayuda a salvar a los hombres. No obstante, acept: Conecte con mi mesa. Escuch aquella pequea voz lejana, temblorosa, y en seguida supo que no podra responderle. Sera estril, infinitamente estril para los dos, el enfrentarse. Seora, se lo ruego, clmese! Es harto frecuente en nuestro oficio esperar noticias largo tiempo. Haba llegado a esa frontera donde se plantea, no el problema de un pequeo peligro personal, sino el de la accin. Frente a Rivire se ergua, no

la mujer Fabien, sino otro sentido de la vida. Rivire slo poda escuchar, compadecer aquella voz, aquel canto tan enormemente triste, pero enemigo. Pues ni la accin, ni la felicidad individual admiten particiones: estn en conflicto. Esta mujer hablaba tambin en nombre de un mundo absoluto, y de sus deberes y de sus derechos. El mundo del resplandor de la lmpara domstica sobre una mesa, de una patria de esperanzas, de ternuras, de recuerdos. Exiga su bien y tena razn. Pero l, Rivire, tambin tena razn, aunque no poda oponer nada a la verdad de esta mujer. l descubra, a la luz de una humilde lmpara domstica, que su propia verdad era inexpresable e inhumana. Seora... Pero ya no le escuchaba. Haba cado, casi a sus pies, le pareca a l, despus de haber lastimado sus dbiles puos contra el muro. Un ingeniero haba dicho un da a Rivire, cuando se inclinaba sobre un herido, junto a un puente en construccin: Ese puente, vale el precio de un rostro aplastado? Ningn labrador, para quienes aquella carretera se abra, hubiera aceptado, para ahorrarse un rodeo, mutilar ese rostro espantoso. Y, sin embargo, se construan puentes. El ingeniero haba aadido: El inters general est formado por los intereses particulares: no justifica nada ms. Y, no obstante le haba respondido ms tarde Rivire, si la vida humana no tiene precio, nosotros obramos siempre como si alguna cosa sobrepasase, en valor, la vida humana... Pero qu? Y a Rivire, pensando en la tripulacin, se le encogi el corazn. La accin, incluso la de construir un puente, destruye felicidades; Rivire no poda dejar de preguntarse: En nombre de qu? Esos hombres pensaba que van tal vez a desaparecer, habran podido vivir dichosos. Vea rostros inclinados en el santuario de oro de esas lmparas nocturnas. En nombre de qu los ha sacado de ah? En nombre de qu los ha arrancado de la felicidad individual? La primera ley, no es precisamente la de defender esas dichas? Pero l las destroza. Y no obstante, un da, fatalmente, los santuarios de oro se desvanecen como espejismos. La vejez y la muerte, ms implacables que l mismo, los destruyen. Tal vez existe alguna otra cosa, ms duradera, para salvar? Tal vez hay que salvar esa parte del hombre que Rivire trabaja? Si no es as, la accin no se justifica. Amar, amar nicamente, qu callejn sin salida! Rivire tuvo la oscura conciencia de un deber ms grande que el de amar. O se trataba tambin de una ternura, pero tan diferente de las otras! Evoc una frase: Se trata de hacerlos eternos... Dnde lo haba ledo? Lo que vos persegus en vos mismo muere. Imagin un templo al dios Sol de los antiguos incas del Per. Aquellas piedras erguidas sobre la montaa. Qu quedara, sin ellas,

de una civilizacin poderosa que gravitaba con el peso de sus piedras, sobre el hombre actual, como un remordimiento? En nombre de qu rigor o de qu extrao amor, el conductor de pueblos de antao, constriendo a sus muchedumbres a construir ese templo sobre la montaa, les impuso la obligacin de erguir su eternidad? Rivire se imagin an a los habitantes de las pequeas ciudades que, en el crepsculo, dan vueltas alrededor de sus quioscos de msica: Esa especie de felicidad, ese arns..., pens. El conductor de pueblos de antao, tal vez no tuvo piedad por el dolor del hombre; pero tuvo una inmensa piedad por su muerte. No por su muerte individual, sino piedad por la especie que el mar de arena borrara. Y l conduca a su pueblo a levantar, por lo menos, algunas piedras que el desierto no haba de sepultar.

XV

Este papel doblado en cuatro tal vez les salve: Fabien lo despliega, apretados los dientes. Imposible entenderse con Buenos Aires. Ni siquiera puedo manipular: me saltan chispas de los dedos. Fabien, irritado, quiso responder, pero cuando sus manos abandonaron los mandos para escribir, una especie de ola poderosa penetr en su cuerpo: los remolinos le levantaban, hacindole oscilar en sus cinco toneladas de metal. Renunci a escribir. Sus manos se afirmaron de nuevo sobre el oleaje, y lo dominaron. Fabien respir profundamente. Si el radio remontaba la antena por miedo a la tormenta, le rompera la cara en cuanto hubiesen aterrizado. Costase lo que costase, era preciso entrar en contacto con Buenos Aires, como si, a ms de mil quinientos kilmetros, se les pudiese lanzar una cuerda sobre este abismo. A falta de una temblorosa y casi intil luz, como la lmpara de un albergue, pero que les habra gritado tierra!, como un faro, les era preciso por lo menos una voz, una sola voz, llegada de un mundo que ya no exista. El piloto sacudi el puo en su luz roja, para dar a entender a su compaero esta trgica verdad, pero el otro, inclinado sobre el espacio devastado, con las ciudades enterradas y las luces muertas, no lo comprendi. Fabien hubiera seguido todos los consejos, mientras le fuesen gritados. Pensaba: Si me dicen que d la vuelta en redondo, dar la vuelta; si me dicen que marche hacia el Sur... En alguna parte estarn esas tierras pacficas, tranquilas bajo las grandes sombras de la luna. Los cama-radas, all lejos, las conocan, instruidos como sabios inclinados sobre mapas, todopoderosos, al abrigo de las lmparas hermosas como flores. Qu saba l fuera de los remolinos y de la noche que lanzaba contra l su torrente negro a la velocidad de un derrumbamiento? No podan abandonar a dos hombres entre esas trombas y esas llamaradas que surgan en las nubes. No, no podan hacerlo. Ordenaran a Fabien: Direccin doscientos cuarenta. Y l tomara esa direccin. Pero estaba solo. Le pareci que tambin la materia se sublevaba. El motor, a cada inclinacin, vibraba tan fuerte, que toda la masa del avin se agitaba con un temblor furioso. Fabien, con la cabeza hundida en la carlinga, cara al horizonte del girscopo, pues, afuera, no discerna ya la masa del cielo de la tierra, consuma todas sus fuerzas en dominar el avin. Andaba perdido en una oscuridad donde todo se mezclaba: la oscuridad del origen

del mundo. Las agujas de los indicadores de posicin oscilaban cada vez ms aprisa, hacindose imposibles de seguir. El piloto, al que engaaban, se debata mal, perda altura, se hunda poco a poco en esa oscuridad. Ley la altura quinientos metros. Era el nivel de las colinas. Sinti que sus olas vertiginosas corran hacia l. Diose cuenta tambin de que todas las masas del suelo eran como arrancadas de su sostn, partidas a pedazos, y empezaban a dar vueltas, ebrias, a su alrededor. Empezaban a su alrededor una especie de danza que se estrechaba cada vez ms. Tom una resolucin. Aun a riesgo de hincarse en el suelo, aterrizara no importaba dnde. Y para evitar, al menos, las colinas, lanz su nico cohete luminoso, que se inflam, revolote, ilumin una llanura y se apag: era el mar. Pens rpidamente: Me he perdido. Cuarenta grados de correccin; he derivado enormemente. Es un cicln. Dnde se halla la tierra? Viraba de lleno hacia al Oeste. Pens: Ahora, sin cohete, es seguro que me mato. Pero un da u otro deba llegar la muerte. Y su camarada, all detrs... Ha remontado la antena, sin duda. Pero ya no le guardaba rencor. Puesto que, si l mismo abriera simplemente las manos, la vida de ambos se escurrira inmediatamente, como vana polvareda. Tena en sus manos el corazn palpitante de su compaero y el suyo propio. Y, de repente, sus manos le horrorizaron. Los remolinos de aire parecan golpes de ariete. El piloto, para amortiguar las sacudidas del volante, que habran roto los cables de los mandos, se haba agarrado a l con todas sus fuerzas. Y continuaba agarrado. Pero he aqu que no se senta ya sus manos, adormecidas por el esfuerzo. Quiso agitar los dedos para percibir su mensaje: no supo si haba sido obedecido. Era algo desconocido, como vejigas de baldruche insensibles y blandas, lo que tena al final de sus brazos. Pens: Es preciso imaginarme que aprieto con todas mis fuerzas... No supo si el pensamiento haba llegado hasta las manos. Pero como slo perciba las sacudidas del volante por el dolor de sus hombros: Se me escapar. Mis manos se abrirn... Espantse por haberse permitido tales palabras, pues crey sentir sus manos que, obedeciendo esta vez la oscura potencia de la imagen, se abran lentamente, en la sombra, para entregarlo. Habra podido luchar an, probar suerte: no hay fatalidad externa. Pero s hay una fatalidad interior: llega un momento en el que nos descubrimos vulnerables; entonces las faltas nos atraen como un vrtigo. Y fue en este instante cuando lucieron en su cabeza, en un desgarrn de la tormenta, como cebo mortal en el fondo de una masa, algunas estrellas... Juzg que era una trampa: se ven tres estrellas por un agujero, se sube hacia ellas, y ya no se puede descender, se permanece all, mordiendo las

estrellas... Sin embargo, era tal su hambre de luz, que remont.

XVI

Remont, s