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    Alias Gardelito (1956)

    Bernardo Kordon.

    I

    La señorita Bezerra -hermana del doctor de la vuelta —   le pidió que paseara el perro por el parquecercano. Toribio se excusó. Era alto para sus diecisiete años, pero tenía un rostro ligeramente infantilcon sus ojos grandes y negros que ganaban la confianza de todo el mundo. 

    Era huérfano y sus tíos lo habían traído de Tucumán para vivir con ellos en ese inquilinato de la calleParaguay. — Toribio prefirió vagar por Palermo. En la avenida Alvear conoció a unos muchachones que se

    dedicaban a vender perritos menudos y lanudos decorados con cintas rojas y celestes en el cuello. Losexhibían en el césped del parque. Los autos se detenían, las mujeres lanzaban

    agudas exclamaciones de ternura; los hombres consultaban el precio. A veces se producía la felizcoincidencia de que la admiración femenina correspondiese con la generosidad masculina, y Toribio fueespectador de varias transacciones a precios que consideró exorbitantes, puesto que hasta entonces creyó

    que los cachorros se regalaban y nada más.Toribio fue a tocar el timbre en la puerta con chapa de bronce del doctor, para decirle a la vieja que

    aceptaba pasearle el perro. La solterona se mostró alegre de que el muchacho aceptase: — Antes lo paseaba la sirvienta. Pero ahora debe cuidar el consultorio. Y el pobre animalito se

    desespera sin su paseo.Le entregó a Pucky atado al extremo de una flamante correa. Toribio tomó la calle Salguero y un rato

    después llegó a la avenida Alvear. Pucky era un fox-terrier juguetón y de mirada inteligente, pero nadiese fijó en él. Toribio entregó el perro al anochecer y la señorita le dio cincuenta centavos de propina.

    Al día siguiente volvió a pasear el perro con el mismo resultado. Al devolverse por la avenida LasHeras, una mujer elegantemente vestida con sastre gris y sombrero rojo se detuvo para observar el perro.Al fin Toribio encontraba una interesada. Estaba resuelto a venderlo; después contaría que lo había

     perdido en Palermo.La mujer observaba al perro con creciente interés. Se trataba de un animal de raza y bien cuidado. Se

    agachó para acariciarlo y miró de soslayo al muchacho: pantalones gastados y una camisa desteñida. No parecía el propietario de un animal tan fino. Toribio comprendió que la dama confiaba tanto en el perrocomo desconfiaba de él. —  ¿De quien es este perrito?  — inquirió la mujer. — Es mío  — respondió el muchacho. —  ¿Cómo llegó a tus manos? — Lo encontré perdido "hace tiempo. Me dijeron que es fino. ¿Le gusta, señorita?  —  preguntó a su vez

    el muchacho, esperanzado. — 

      ¿Vivís lejos? — 

     preguntó la mujer. Empleaba un tuteo forzado y desdeñoso. Y Toribio mentía,mentía siempre, más por sistema que por conveniencia. — Vivo en Avellaneda. — Es muy lejos. — Así es, señorita.Era verano y el fox-terrier jadeaba. Ella volvió a acariciarlo y Pucky correspondió con una inteligente

    mira-80da de agradecimiento que casi hizo llorar a la mujer.Vaciló un poco y dijo: —  ¿Por qué no tomas un taxi?

     —  ¿Un taxi, señorita? No tengo plata para eso....

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    Y volvió a quedar en silencio, esperando una oferta de la dama. Ella abrió el bolso y retiró un billete.Dijo con energía: — Vamos a esperar un taxi, y lo vas a tomar. Con tanto calor este perro no puede llegar al trote hasta

    Avellaneda.Se agachó y volvió a acariciar al  fox-terrier. Después paró a un taxi, le rogó al chofer que le

     permitiera subir con el perro, y puso en la mano del muchacho un billete de cinco pesos.Toribio se instaló en el coche con Pucky en la falda y tomaron por Coronel Díaz, amplia y arboladacalle que se empinaba, bordeando la Penitenciaría Nacional. Torció la cabeza para divisar a loscentinelas que se paseaban encima del murallón.

    Se vio corriendo por esa calle, para dejarse caer al pie de un árbol, en medio del estrépito de lafusilería. Protegido por eL árbol, ordenó abrir fuego a sus hombres. Allí estaban a sus órdenes, todos losmuchachos del barrio: Pirulo, Garibaldi, Camisa. Vestían casacas largas y los quepíes con toldito de laLegión Extranjera. Pero al revés de lo que pasaba en "Beau-Geste", esta vez eran los árabes quienesdefendían el recinto amurallado. Nada resultaba más fácil a Toribio y sus hombres que voltear decerteros balazos a esos árabes de ropas flqtantes y cuyos turbantes sobresalían entre las almenas de- laPenitenciaría Nacional. Pero antes de que pudiese dar la orden de asaltar el fuerte, terminó el murallón y

    comenzó la Cervecería Palermo. Detrás estaba la cortada de Arenales; los muchachos ya estarían jugando al fútbol.

    Atravesaron la avenida Santa Fe y ordenó al chofer detener el coche en Charcas. El taxi aún marcabalos cincuenta centavos iniciales. Toribio le entregó el billete de cinco pesos. El chófer

    lo miró hosco. —  ¿No me vas a dar nada por llevarte el perro? — Bueno, cóbrese veinte centavos de propina  — aceptó el muchacho. —   ¡Qué hago con veinte! ¡Meterme un perro en el taxi para cinco cuadras! Tom'á cuatro pesos de

    vuelto — refunfuñó furioso y se fue.Fue a devolver el perro. La vieja le volvió a entregar cincuenta centavos. —  ¿Dónde lo llevaste? — Por el parque. —  ¿Estuvo contento Pucky? — Así me pareció, señora. —  ¿Le soltás la correa? —  No sé si puedo hacerlo, señora  — respondió Toribio, bajando la vista. , — Si es lejos del tráfico, sí. — Lo voy a llevar en medio del bosque. — Allí, sí; pero cuidado que no vaya a caerse en un lago. — 

    Pierda cuidado, señora. Yo lo cuido bien. .Se agachó para acariciarlo entre las orejas, como vio hacerlo a la mujer del sombrero rojo. —  ¡Le tomé tanto cariño a-su perro, señora! —  ¿Es buenito, verdad? —  ¡Y tan inteligente!Anudó los cuatro pesos en la punta del pañuelo y fue a jugar a la pelota en la "cortada" de Arenales.

    Sólo el recuerdo de la figura prepotente del chofer enturbiaba su alegría.A la tarde siguiente salió nuevamente a pasear el pe-82rro. Pero esta vez no lo llevó hasta el bosque. Se quedó en la esquina de Las Heras y Coronel Díaz,

    esperando que pasara la señorita de los cinco pesos. Cuando ya desesperaba que no la vería, apareció

    con otro vestido y un sombrero verde. Se detuvo, acarició el perro y después preguntó: —  ¿Ayer llegaron bien?

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     — Sí, señorita.La mujer miró al muchacho fijamente: —  ¿Quién baña al perro? — Mi tía. —  ¿Lo cuidan bien en tu casa?

     —  Nosotros sí.Bajó la vista y se le ocurrió: — Pero los vecinos no lo quieren. A cada momento y al menor descuido, le pegan. Vivimos en un

    conventillo, ¿sabe? Y nos amenazan con envenenarlo. —  ¿Envenenarlo? ¿Y qué mal puede hacer este animalito? — La gente es mala, señorita  — sentenció Toribio, mientras acariciaba a Pucky. Y de soslayo

    contempló a la mujer: abría la boca y los ojos con expresión de espanto.El instinto le decía a Toribio que iba por buen camino. —  ¿Cómo se llama el perrito? — Pucky, señorita. —  ¡Pucky!  — llamó la mujer, y el perro levantó la cabeza y movió la cola. Entonces Toribio se felicitó

    de no haber mentido. — Si el perro sufre en su casa, y quizá lo maten, ¿por qué no le buscas otro a?rto? , — Yo se lo daría a usted, señorita. Sé que lo cuidaría muy bien, pero en casa son capaces de matarme

    si llego sin el perro. . .

    La mujer esta vez lo miró sin pestañear. Evidentemente prefería que lo mataran a él en vez del perro.Toribio prosiguió: —  No se puede llegar sin el perro y sin nada. . .La dama tuvo un gesto de disgusto: —  ¿Qué pretendes ganar por este pobre animal?--Nada. . . Mejor dicho, muy poco; treinta pesos. — Te voy a dar veinte pesos para terminar con este espectáculo. ¡Mercar con el sufrimiento de un ser

    indefenso! La mujer abrió el bolso y le extendió dos billetes dediez pesos. —   ¿Está bien?  —  pero su tono autoritario no admitía réplica y Toribio tomó el dinero con manos

    temblorosas: era la mayor cantidad de dinero que había poseído en su vida. Tuvo que dominar un poderoso impulso de lanzarse a correr. Pero se contuvo y recordó todos los detalles

    de su plan. Le quitó la correa al perro. La mujer protestó por este despojo. — Esta correa me la prestó un vecino y debo devolvérsela  — explicó Toribio.La mujer se agachó y retuvo al perro por el collar. — Adiós, señorita  — se despidió Toribio, y se alejó con aire digno, conteniéndose las ganas de correr

    como un billete que termina de robar. Le temblaban las manos y le dominaba una mezcla de angustia yde satisfacción, de zozobra y seguridad en sí mismo; el agridulce gusto de la aventura.Llegó a su casa y pasó un rato metido en el excusado, pensando qué decirle a la dueña del perro. Lo

    mejor era cumplir el plan; tomó la correa y se dirigió a la casa de la señorita Bczerra. La vio en la puerta. Miraba a la calle como si lo estuviese esperando. Se le secó la garganta de

    miedo, pero siguió avanzando. Saludó con voz vacilante: — Buenas noches, señora. —  ¿Qué pasó con Pucky?  — le disparó la vieja a quemarropa. — La correa, señora. . . La correa. . .  —  balbuceó Toribio con la boca abierta. Le mostraba el cuero en

    sus manos temblorosas y abría desmesuradamente los ojos, unacara de completo idiota, y esto entraba fundamentalmente en su plan.

     — Claro, la correa. . Lo soltaste. . . Comprendo. . . — le ayudaba la vieja — . Y el perro se escapó,¿verdad?

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     — Lo perdí de vista. Lo busqué como un loco, palabra de honor, señora. . . — Posiblemente la culpa fue mía. . . Yo te dije que lo soltaras para que corriese un poco.Se detuvo un instante y con el rostro iluminado agregó: — Por suerte, Pucky llegó solo a casa. —  ¿Qué dice, señora?

     —  ¡Qué alegría! ¿Verdad?Y gritó hacia el interior de la casa: —  ¡Pucky!El fox-terrier llegó corriendo del patio y vino a hacerle fiestas a Toribio. Ya eran viejos amigos.El muchacho creyó estar soñando. Seguramente Pucky se había escapado de las manos de la señorita,

    de los veinte pesos. No era nada tonto este animal, y juntos llegarían lejos. Se agachó y acarició alanimal. —  ¡Qué alegría, señora!Gratamente emocionada, la vieja observaba tantas muestras de emoción en el muchacho. Las manos le

    temblaban al acariciar a Pucky y la voz naufragaba .en su garganta.Esa tarde le dio un billete de un peso por un paseo tan accidentado. Toribio le entregó la correa,

    volvió a acariciar a Pucky, agradeció y comenzó a andar. —  ¡Oiga, Toríbio! — ¿Qué cosa, señora? — Esto que pasó... — Lo siento de veras, señora... — Lo sé, hijito. Pero no tienes que impresionarte tanto.Felizmente, gracias a Dios, todo terminó bien. Y mañana, Vaciló, sin saber cómo proseguir. — Sí, señora. — Mañana podes volver a pasear el perro. Pero a cuidarlo bien, ¿eh?Al día siguiente se preocupó de no pasar con Pucky por el barrio de la mujer que lo había comprado.

    Asimismo resolvió que no valía la pena caminar hasta Palermo.Sentíase .cansado, el día era muy caluroso, y se metió en un boliche de la calle Soler. Llevaba una

    fortuna en el bolsillo: más de veinticinco pesos. Pidió un chop y se losirvieron con aceitunas, rajas de salame y queso picado.Ató la correa en la pata de la mesa. Le echó a Pucky las cáscaras de salame", los trocitos secos de

    queso y cuando cayó el hueso de una aceituna, el perro lo tragótambién. Después lo miró con los ojos brillantes y moviendo la cola. El muchacho lanzó una carcajada

    y acarició al animal. Ambos parecían contentos de encontrarseen, ese sombrío despacho de bebidas, de mostrador de cinc y con una lona que cubría la puerta a niodo

    de cortina.El bolichero atendía la sección bebidas y el almacén contiguo. Miró con suma simpatía al perro y

    apareció con un montón de cortezas de fiambres. Lo puso en un papel, al lado de Pucky. Toribioaprovechó para pedir otro chop y se puso a meditar sobre los últimos acontecimientos.Todo indicaba que existía una especie de gente que no sólo aceptaba, sino que necesitaba del engaño,

    y que86

     pagaba por eso. Lo fundamental era dejar que ellos se engañaran solos; no forzarlos nunca. Estabavisto que no era preciso forzarse para engañar a nadie; esa gente se

    engañaba sola. El sólo quisp robar un perro; venderlo y cargar con sus consecuencias. Pero he aquíque había caído en un mundo de amantes de los perros, donde la gente se enternecía y aflojaba la bolsasin mayor resistencia.

    Lo mejor era quedarse quieto: mostrarse cariñoso con ese perro y pasearlo hasta que se presentara una

    nueva oportunidad. Pues estaba visto que por él mismonadie le daría dinero para tomar un taxi, ni lo valorizaría en veinte pesos.

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    Le provocó un gusto especial recordar a la mujercitaelegante. La vio otra vez, con su expresión de estupor, la

     boca abierta y los ojos sorprendidos, cuando le dijo queamenazaban tcon envenenar al fox-temer. Era alta, elcuerpo cimbreante y los pechos en punta. Le gustaba saber

    que la había engañado; era como una especiexie posesión;y entonces le dominaba un deseo confuso de azotara esa mujer como lo hacían los romanos en el "Tit-Bits" y los sarracenos de Salgari. Con deleite volvió a

     pensar en el engaño; metió la mano en el bolsillo, palpólos dos billetes de diez pesos y resolvió no gastarlosnunca. . . .,, . ,. .Después recordó a la vieja. Le estaba ganando su confianza, pero nunca por simpatía hacia él, sino

    debido a su ciego amor por el perro. Miró a Pucky con cierto resentimiento,y le echó otro hueso de aceituna. Pero esta vez no se lo comió; estaba atiborrándose con unas mohosas

    cascaras de .mortadela: una verdadera fiesta para un perro alimentado con dieta científica de galletas y

    sopas.Toribio esperó un rato, pagó al gallego y fue a devolver el perro. La vieja el pagó el peso. Lo guardó y

    fue a jugar al fútbol en la "cortada" de Arenales, Nunca jugó87

     peor: estaba un poco mareado por la cerveza y tenía la cabeza llena de fantásticos proyectos.Al día siguiente Toribkrse levantó temprano. Compró "El Canta Claro", un paquete de cigarrillos

    "Dólar" y se instaló en un bar de Plaza Italia. Pidió café con leche, block de papel carta y tinta.Entre los avisos amorosos de la revista, una mujer solicitaba un amigo rico. He aquí algo interesante.

    Toribio había adquirido por instinto el axioma del cuentero: una persona que necesita amor, lo concede;quien ambiciona dinero, termina por darlo.

    Escribió una carta, firmó Roberto, y la echó al buzón, con la dirección postal de "Alma Ansiosa".Por la tarde fue nuevamente a pasear el perro. La vieja Bezérra. lo recibió con una expresión de

    alarma. Pucky estaba enfermo, nadie sabía de qué. Con un gesto de preocupación, Toribio pidió verlo.La vieja le hizo atravesar un primor de patio con muebles de jardín y macetas

     pintadas. Allá en el fondo estaba la casita del perro, pintada de celeste. Pero Pucky estaba postradoencima de un almohadón, en el dormitorio de la vieja, una habitación llena de láminas de santos, y queToribio consideró de un lujo asiático. El perro reconoció a su amigo levantó la cabeza y movió la cola.Después se derrumbó en su almohadón. —  ¿Qué tiene? —  No sabemos. Parece una indigestión. Pero

    88 No comió nada malo: ayer pasó el día como de costumbre, con carne cruda y sopa de avena.El muchacho recordó las cáscaras de fiambre que Pucky había devorado la víspera. Movió la cabeza

    con gesto compungido. La vieja intervino para consolarlo: — Pero parece que no es nada en serio. Ahora esperamos al veterinario.Ese día no hubo paseo ni el pago correspondiente. Al día siguiente Pucky seguía postrado. El

    veterinario le había administrado-una poderosa purga y el dormitorio de la vieja apestaba.NuevamentePucky se alegró de ver entrar a su amigo, y esto casi hizo llorar a su dueña.

    Después fue a merodear por la cuadra donde vivía la señorita de los veinte pesos. Ella no apareció, yresolvió tocar el timbre de la casa. Una sirvienta lo atendió de

    modo hosco; pidió hablar con la señorita, no supo el nombre, y la mucama estuvo a punto de echarlo

     pero todo se arregló cuando le explicó "que tenía que decirle algo importante sobre perros". Entonces la

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    sirvienta hizo " ¡Ah. . .!" y lo dejó esperando en el vestíbulo. Al instante salió ella: la encontró más lindaasí, con su bata de casa. —  ¿A qué vino usted?  — le dijo la mujer, con el ceño fruncido. (Ya no lo tuteaba como a un niño, y

    esto satisfizo al muchacho.) — Perdóneme, señorita, que venga a molestada. Pero en casa me exigen que traiga de vuelta al perro.

    Allá lo quieren, y yo también lo extraño mucho. Vengo a devolverlelos veinte pesos.La mujer le dirigió una mirada vacilante. Toribio metió la mano en el bolsillo y sacó los dos billetes de89diez. Se los extendió con mano trémula y componiendo su mejor cara de idiota. — Tome, señorita, por favor. Pero necesito que me devuelva a Pucky.Su gesto fue tan patético, que la mujer murmuró: —  ¡Pobre muchacho!La mujer desvió la mirada y dijo tímidamente: — El perro se escapó. —   ¿Cómo pudo escaparse?  —  preguntó Toribio con un tono levemente agresivo. La batalla estaba

    ganada y el muchacho guardó nuevamente los dos billetes. — En la calle el perrito me hacía fiestas y parecía muy contento. Pero cuando lo quise hacer entrar en

    casa, había desaparecido. — ¿No puso un aviso en los diarios? —  No. Creí que el perrito había vuelto a su casa. —   ¡Ojalá hubiese sido así!  — y no supo inventar nada que explicase la doble deserción de Pucky.

    ¿Sugerir un accidente? Pero como sucedía siempre, ella misma resolvióla dificultad. —  ¡Claro qué no pudo llegar a su casa! ¡Usted vive tan lejos! ¿En Avellaneda, verdad?-Sí, en Avellaneda  — aceptó Toribio, recordando su mentira. Sentíase cada vez más seguro de sí

    mismo. Explicó: — Hay gente que rapta a los perros de raza en espera del ofrecimiento de una recompensa. —  ¿Y cuando no sale nada en los diarios? — Lo venden. . .Y terminó con voz desmayada': — . . .O lo matan. . .Ella abrió los ojos de espanto. — Imagínese, señorita, que no es negocio robar un perro para alimentarle el resto de la vida.. . — ¿Y ahora qué piensa hacer?90--No sé, señorita. . . No fue a mí a quien se le perdió el perro.

    La mujer meditó un instante y después dijo: — En caso de encontrar el perro, me imagino que siempre será mío. . . . — Claro. Puesto que lo pagó. — Bueno... Voy a poner un aviso en el diario. —  ¡Pero por favor no deje pasar el tiempo! — Esta misma tarde voy al diario. — Ahora quiero pedirle un favor, señorita, -Diga. —  ¿Si Dios quiere que aparezca Pucky puedo venir a verlo?La mujer vaciló. — Al menos una vez, señorita  — insistió Toribio. — Bueno, ya que lo quiere tanto, podrá sacarlo a pasear de vez en cuando.

    Agradeció con énfasis y salió a la calle. Fue a la sucursal de Correos de Plaza Italia, de donde retiróuna carta en Poste Restante.

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    "Estoy cansada de esta vida pobre y sin alegría. Busco un alma generosa que me brinde comprensión yayuda". Seguía un cuidadoso detalle de las cualidades morales y de la dedicación al trabajo de "AlmaAnsiosa": ningún dato que valiese la pena. Había actividades que se presentaban excitantes y terminabanaburridas, al revés de lo que ocurría con el perrito Pucky. La firmante de la carta daba una dirección

     para que le escribiese, y que no la visitase allí porque una hermana mayor la vigilaba día y noche. Pese a

    esta recomendación, Toribio escribió otra carta, y con ella en el bolsillo fue a visitar a "Alma Ansiosa".Vivía en un conventillo de Parque Patricios. Se presentó como un empleado del tal Roberto y le entrególa carta. La mujer apenas si le echó una mirada apurada a los reclamos de "Alma Ge-

    91

    mela".'En cambio abrumó a Toribio con preguntas sobre la posición de su supuesto patrón. Le dijo queera un hombre de edad madura y dueño de una cigarrería y peluquería. Esto fue aceite echado en aguas

     borrascosas.La mujer se calmó y sonrió con dorada esperanza. Era joven, pero musculosa como un changador.

    Seguramente no mintió cuando en su carta definió su vida pobre ytriste.

    De esas lamentables manos de menestrala recibió un sobre y unas pocas monedas. —  No digas al señor Roberto que me encontraste así, sin arreglarme  — recomendó la mujer  — . Ni le

    cuentes que vivo en un conventillo. — Le voy a decir que vive en una casita con su madre — dijo Toribio con un gesto de inteligencia. —  Nada de madre. Con mi hermana  — aclaró la mujer.Metió la mano en la bata y le entregó dos monedas más. En el tranvía abrió la carta. Fijaba una cita al

    lado del quiosco de Boedo y San Juan. Rompió el papel en mil pedacitqs y los tiró por la ventana.Después contó las monedas; apenas sumaban un peso. Se sintió decepcionado.

    En ese instante hubiese sido capaz de correr a explicarle el engaño a la mujer, reírse de ella ydevolverle la propina.

    Pero la calle señala La sabiduría del olvido y sus enseñanzas se fijan en el instinto, como lasenseñanzas de la selva. Toribio era discípulo de la calle, que es azar y descalifica

    el arrepentimiento.Juró no entrar más en un conventillo y no gastar cuentas con sus moradores. ¡Un cuento que había

    salido redondo y todo para terminar con una propina de monedas! Escupió con asco por la ventanilla.Llegó a casa para tomar un tazón de leche. La tía se lo sirvió en la cocina, con un pan cortado a lo

    largo. —  ¿Tío no vino de la obra?92 — Llegó y volvió a salir," Fue a la ferretería.

    Y como el muchacho no preguntase más, ella prosiguió: —  ¿Sabes a qué fue? —  No, tía. — El capataz de la obra le avisó que en la ferretería de Salguero necesitan un muchacho.- ¡Ah! — Y fue a pedir el puesto para vos.Toribio hundió un largo trozo de pan en la leche. Cuando lo sacó del tazón comenzó a deshacerse en el

    aire. EL muchacho agachó la cabeza para recibir el pan enla boca. —  ¿No decís nada?El muchacho no contestó y terminó con el pan y la leche. . .

     — Chau, tía.

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    Y fue a la "cortada" de Arenales a jugar al fútbol. El verano culminaba. El partido prosiguió hasta elanochecer, y hubiese continuado a la luz del foco eléctrico como-otras noches, si no fuese que al shotearun penal, Pirulo mandó la pelota dentro de la fábrica de cerveza. Los muchachos, fatigados y sudorosos,se reunieron en la esquina. — Canta un tango, Toribio.

     — Hacelo como Gardel.Pero.esta vez Toribio no tenía deseos de cantar, ni de imitar a Gardel torciendo la boca y frunciendo elceño con una ceja levantada. Tampoco quiso imitar a Magaldi, ni a Ignacio Corsini. Estaba preocupado:estudiaba los rostros de Pirulo y de "Garibaldi". ¿A cuál de

    los dos pediría ayuda? Ambos eran amigos de confianza.Terminó por escoger a Pirulo. Era menor y parecía tributarle cierta admiración. En cambio,

    "Garibaldi" era autoritario y con cierto sentido de independencia.93

     —  ¿Me acompañas una cuadra; Pirulo?Alguien hizo Una referencia a la hermana de Pirulo y todos rieron. Cuando se apartaron del grupo,

    Toribio convidó a su amigo a sentarse en el bar de Santa Fe yBulnes. — Pedí lo que quieras. Cerveza, un vermut. ... Cualquier cosa. —   ¿Puedo pedir un guindado?  —  preguntó tímidamente Pirulo. Parecía deslumhrado con esa

    invitación. —  ¿Un guindado con este calor? — En casa tomamos cerveza y vino. Pero nunca tome un guindado.. .El mozo trajo el guindado y un chop.-¿Te gusta?Pirulo paladeó el licor a sorbitos y afirmó moviendo la cabeza. Aceptó el cigarrillo que le ofreció su

    amigo. —  Necesito que me ayudes en un negocio. Pero antes que nada, debes jurarme por tu vieja, que no se

    lo vas a contar a nadie.Pirulo repitió el gesto afirmativo y entonces Toribio le explicó el plan. Iba a visitar a la mujercita de

    Las Heras, para saber si ya había publicado el aviso ofreciendo una recompensa para quien le devolvieseun perro. Y ese perro se lo iba a llevar Pirulo. —  ¿Y qué perro es? — Uno del barrio. Yo te lo voy a traer bien atadito de. una correa. Hay que entregarlo y recibir unos

     pesos. ¿Qué te parece?  — y Toribio echó una nube de humo por la boca y la nariz. — Es rico el guindado, pero da mucha sed. ¿Tenes plata? —  ¿Por qué? — 

     ¿Puedo pedir ahora un naranjín? — Pedilo. ¿Pero aceptas o no lo del perro?94Toribio pagó con un billete de diez pesos. Su exhibición conmovió a Pirulo. — Y después de ese negocio podemos hacer otros  — sugirió Toribio.Se despidieron en la esquina y entonces Toribio recordó que hacía dos días que no pasaba por la casa

    de Pucky. No era conveniente mostrarse indiferente, máxime ahora que el perro estaba, enfermo.Además, no quería llegar a su casa antes de la cena. Cuando su tío comía no hablaba nunca. Despuésencendería el toscano y proseguiría con-esa estúpida preocupación de que aprendiese un oficio.¡Aprendiz de mecánico o repartidor de una despensa! Y aún más ridículo le resultaba vestir un delantalgris y aprender de memoria las diez mil porquerías que llenaban una ferretería. ¿Eso podía ser vida para

    un futuro astro de la canción popular?

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    Llegó hasta la casa de la chapa de bronce y tocó el timbre. Se sorprendió cuando el doctor Bezerra en persona le abrió la puerta de calle. —  ¿La señorita no está? —  No se siente bien. . . Está en cama. . . ¿Usted no sabe que esta mañana se nos. murió el Pucky?. . .

    La purga de ese bestia de veterinario. Parece que fue peritonitis perforante.

    Toribio palideció y se afirmó en la puerta. —  ¡Eh, muchacho! ¿Qué te pasa?El doctor Bezerra tuvo que mantenerlo en los brazos. —  No es nada, doctor. Fue la impresión, pero ya estoy bien. —  ¡Caramba con tus nervios! —  ¡Es que le había tomado tanto cariño al Pucky! — Bien lo veo, muchacho, pero hay que dominarse.Vio alejarse a Toribio; iba lentamente y cabizbajo, como un vencido. El doctor movió la cabeza con

     pena v entró en la casa.95Esa noche, el tío lo esperaba con la noticia del puesto en la ferretería y resuelto a actualizar viejas

    desavenencias. Pero Toribio aceptó el puesto de aprendiz y evadió toda discusión.Al día siguiente se puso un guardapolvo gris y comenzaron los días grises en la polvorienta ferretería.Abandonaba tarde el empleo y dejó de frecuentar la "barra" y los partidos de fútbol en la "cortada".

    Transcurrieron varias, semanas terriblemente monótonas. Undía se encontró con Pirulo a la salida del trabajo. — Te vine a buscar. ¿Ya no te juntas con los muchachos? — Ahora trabajo  — explicó Toribio, y desvió la vista corno si se avergonzara de ello. — Sí-, ya lo sé. Toda la barra habla de eso.Se produjo un silencio. —  ¿Y qué pasó con el negocio del perro?  —  preguntó Pirulo. —  No se pudo hacer. ¿Por qué lo preguntas?  — replicó Toribio con tono agresivo. — Por nada. Me hubiese gustado hacerlo. Cuando me lo contaste me imaginé llegando con un perro a

    una casa lujosa. Le dejaba el cachorro (¿o era un perro grande?) ysalía con plata para divertirnos un tiempo. Cuando me lo contastes lo encontré tan fácil y lindo. . . Me

    hubiese gustado hacerlo. — A mí también me hubiese gustado hacerlo. ¡Qué gracia! Pero no pudo hacerse y nada más. ¿O crees

    que a vos sólo te gusta la plata? ; . —  No es por la plata, ¿sabes? Eso me hubiese gustado hacerlo aunque fuese gratis. Nos habríamos

    reído un mes entero.Y Pirulo lo observaba como si esperase algo de él, algo extraordinario o simplemente delicioso.

    Toribio le invitó a tomar algo en el bar:

    96 —  ¿Querés un guindado? —  ¿Para qué? Ya lo probé la otra vez. — Entonces tomemos un café.Se sentaron al lado de la ventana, La noche caía por la avenida Santa Fe. —  ¿Y los muchachos qué dicen de mí?  —  preguntó Toribio. — Al principio se extrañaron. . . Claro que nos reímos mucho. Algunos pasaron por la ferretería para

    verte trabajando con el guardapolvo. "Garibaldi" te vio arriba de la escalera bajando una escupidera oalgo así y casi revienta de risa.

    Cambiando de tema prosiguió: —  ¡Ese negocio del perro era macanudo! ¿Lo hiciste vos solo? ,

     — Ya te dije que no se pudo hacer. — Quise decir si lo inventaste solo.

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    Toribio asintió con una sonrisa de complacencia. Y después de otro silencio Pirulo volvió a la carga.-- ¿Ya no pensás cantar en la radio?Y Toribio pensó:"Me pregunta como si ya hubiesen comentado que no seré otra cosa en mi vida que un empleado de

    ferretería". Y efectivamente,antes de que contestase, el otro prosiguió:

     —  ¿Te acostumbras con el trabajo en la ferrétería? Toribio tardó un instante en responder, —   ¿Y qué hacerle?  — sonrió con resignación — . Debo juntar unos pesos para comprar un traje. Y

    necesito una camisa de seda, un pañuelo de los buenos para el cuello. Sin empilchar bien no podesmeterte en ningún lado.

    Sacó cigarrillos y los dejó en la mesa. —  ¿No querés tomar otra cosa? — Está bien con el café  — dijo Pirulo.97 — Mira, Pirulo: ya van a hablar de mí.El otro lo miró con ojos de sorpresa.

     — Y no será la barra de Arenales. ¿Qué me importa ese par de gatos?Extendió el brazo en un ademán de amplitud: — Quiero decirte que todo Buenos Aires va a hablar de mí.Acercó el rostro a Pirulo como sí le fuese a confiar un secreto. — "Sintonía" y hasta los diarios van a publicar mi foto.Bajó el tono de voz y casi en un susurro: — En uno de estos días voy a debutar en la radio.Se produjo un silencio preñado de expectación. —  ¿Y cuándo será? — Ya hice la prueba y les gusté. Pero ahora debo esperar; primero quiero comprarme ropa. Hay que

     presentarse bien. La pinta es tan importante como la voz, ¿sabes?---Sí. — Por eso me puse a trabajar. Debo juntar unos pesos.---Claro.Y al cabo de otro silencio: — Si te parece bien puedo prestarte un traje  — ofreció Pirulo — . Tengo ese nuevo color azul marino

    con que fui al cine el otro domingo.Toribio aceptó con un grave movimiento de cabeza. — Y además una camisa nueva. Y mi bufanda de seda blanca. — Justamente es lo que me hace falta. Y somos del mismo cuerpo. — Pero si te lo presto. . .  — vaciló Pirulo —   es sólo por unos días. Los viejos me lo regalaron y no

    deben saber que otro lo lleva. Pueden enojarse. —  ¡Cómo se te ocurre! ¿Quién lo va a contar?98 — Bueno: te lo puedo prestar por unos días en la semana. Porque el sábado y domingo debo

     ponérmelo. — Traelo sin miedo. —  ¿Cuándo lo querés? — Ahora termina la semana. . . ¿Qué te parece el lunes que viene? — Bueno  — aceptó Pirulo. Pero quedóse preocupado.Toribio lo tranquilizó: —  No te preocupes. Con un par de días me conformo.

    Así el martes puedo ir a la radio. Y enseguida te lo devuelvo. —  ¿Y cuándo vas a cantar?

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     — Debo esperar un mes más; primero hay que ensayar con los acompañantes. No te imaginas lagauchada que me haces. Y para el mes que viene voy a encargar un traje de medida. —  ¿Te alcanzará el primer mes de sueldo para comprarte un traje?  —  preguntó Pirulo. — Lo voy a comprar a plazos. Y además tengo otros amigos que me ayudan. . .  — respondió Toribio

     para que el otro no se diese mucha importancia.

    Esa noche Toribio llegó tarde a casa. Apenas entró, la tía le puso la sopera en la mesa. El tío mostrabaun humor de todos los diablos. Sin decir palabra empezó a llevar las cucharadas a la boca con maquinalregularidad e idéntico sonido de succión; inclinó el plato con la mano

    izquierda hasta que no quedó una sola gota de caldo y entonces soltó la cuchara. Se limpió la boca conel reverso de la mano y esperó que los otros terminaran. —  ¿Qué hay después, tía?  —  preguntó Toribio. —  ¿El señor quiere pavo'al horno o se conforma con un pollo al  spiedo?  — replicó el tío con tono

    agresivo. —  No hay nada más  — aclaró la tía con gesto asustado. —   ¡Y cuidate que otra noche puede faltar también la sopa!  — sentenció él tío. —   99

    Toribio los consultó con la mirada. El tío no le quitaba la vista y mostraba una sonrisa sarcástica. Latía se apresuró a explicar: — Terminan de suspender a Julián de la obra. Y vos sabes que el trabajo de construcción anda mal. ..Toribio soltó también la cuchara y empezó a silbar entre dientes. — ¿No decís nada? —  preguntó el tío. — Estoy pensando  — dijo Toribio. —  ¿Pensando en qué? Si es por eso, ya pensé bastante y puedo evitarte ese trabajo. Para empezar, me

    estoy poniendo viejo, y cada vez que dejo una obra me cuesta conseguir otro trabajo, para que mevuelvan a suspender en primer término. . . — Sí  — aceptó el muchacho. — Tu tía me dice siempre que el hijo de su finada hermana es inteligente y a lo mejor tiene razón.

    Entonces debes comprender que hay que poner el hombro en esta casa o en caso contrario nos vamostodos a la caca.

    ---Sí, tío. — La semana que viene termina el mes. Vas a cobrar el sueldo en la ferretería. Y tu tía (tu que-ri-dí-si-

    ma tía) estuvo hablando de que tenes que comprarte ropa y no sé qué otras tonterías. Ahora es bueno quesepas que debes contribuir a la casa. Primero el puchero; después

    la pilcha. Y rubricó el discurso con un puñetazo sobre la mesa que hizo tintinear las cucharas en los platos.

    Toribio levantó la cabeza y con la mirada consultó a su tía.Ella lloraba muy quedamente; se veía más vieja y muy fea con los ojos colorados y con esa agua

    corriéndole a los lados de la nariz. Levantóse de la silla y comenzó a recoger los platos.100 — La plata de tu sueldo es para la casa; al menos por ahora quedamos así, ¿eh?  — insistió el tío. En ese

    momento vio llorar a su mujer y se calló Hubo un silencio en la cocina de madera donde cenaban. Loschicos se asomaron a curiosear y algunos vecinos del inquilinato,

    atraídos por los gritos, pasaron repetidas veces por la arpillera que oficiaba de cortina.Y la tía no dejaba de llorar silenciosamente. El hombre se levantó y salió con paso vacilante en

    dirección a la callé. —  ¿Qué bicho le habrá picado al viejo?Ella se limpió las lágrimas con el repasador. —  ¿Por qué hablas así? Terminan de suspenderlo. . . y además, vos sabes que cualquier contratiempo.

    . . una verdadera desgracia. . . se consuela en el boliche. . . ¿No le tenes lástima? —  ¡Borracho!  — condenó Toribio y escupió con asco.

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     —  ¡No hables así de tu tío! ¿Qué otra cosa puede hacer el pobre? ¿Te parece poco que lo echen a lacalle como a un perro? —  ¿Y yo qué culpa tengo?  — atajó Toribio — . Creí que llorabas porque me gritaba y no por lástima de

    un borracho. — Lloraba por vos, por mi pobre viejo, y por mí también. Lloro por todos nosotros.

    Y le continuaron rodando las lágrimas. —  ¿Se podrá dormir esta noche?  —  preguntó Toribio.Atravesó el patio y entró en la pieza. Dormía en un rincón; una cortina de gastada y desteñida tela lo

    separaba del lecho del matrimonio. Al poco rato sintió que la tía se metía en la cama matrimonial, —  ¿Dormís, Toribio? — Habla, tía. — Le voy a decir a Julián que este mes me vas a entregar el sueldo íntegro.101 — Decile cualquier cosa, con tal que me deje dormir tranquilo.Se dio vuelta ruidosamente y comenzó a respirar acompasadamente, como si durmiese. Maduró

     proyectos hasta que lo atrapó el sueño.

    El traje azul marino de Pirulo le quedó como hecho a medida y los sesenta pesos de sueldo los guardóen el fondo del bolsillo. Toribio se miró largamente en el espejo y agachó el ala del sombrero hastaesconder los ojos.

    La tía había salido al mercado (a comprar papas y fideos y ninguna otra cosa, pensó con desagrado); eltío andaba por algún barrio distante, buscando trabajo en cualquier obra en construcción donde tuvieseun capataz amigo.

    Toribio tornó la valijita que usaba para ir al río. Puso un par de camisetas raídas, dos camisasordinarias y unos calcetines remendados. Miró a su alrededor; la cama matrimonial llenaba casi toda la

     pieza; en un rincón estaba su camita. Por un momento sus piernas vacilaron.¿No extrañaría todo esto? ¿Y si algún día le llegase a faltar un rincón para dormir? Miróse nuevamente

    en el espejo trizado del ropero: se veía muy bien con el trajede Pirulo y el sombrero requintado. Entonó un tango levantando el brazo y frunciendo el entrecejo, tal

    como lo hacía Garlitos Gardel. Después empuñó la valijita ysalió a la calle.Había conversado sobre el alquiler de una pieza en los altos de una fonda de la calle Talcahuano. Un

    italiano dirigía la cocina y regenteaba las piezas del hotelucho.Lo recibió en el pasillo: —  ¿Llegaste? ¿Y éste es el equipaje?Sus ojillos de cerdo mostraban desconfianza y concupiscencia. Toribio se sintió molesto de esa mirada

    y le sublevó su tuteo.102 — 

    En estos días me tiene que llegar el baúl de Rosario — 

    dijo Toribio. —   ¡Ah!  — hizo el italiano, y a la legua se veía que no creía en la existencia de ningún baúl.Permanecía allí, obstruyéndole el paso. — De cualquier modo, vas a tener que pagar adelantado, ¿eh,raggazzo? Toribio metió la mano en el bolsillo y sacó dos billetes. — Tome veinte pesos. Después me da el recibo. — Arreglamos cincuenta pesos por mes. — Es cierto, don. Pero le doy veinte a cuenta.El italiano le recibió los billetes. — El recibo te lo voy a dar cuando pagues lo que falta. Lo llevó hasta una piecita del fondo. No había

    ropero ni llave en la puerta.

    Toribio encendió la lamparilla de luz amarillenta y se tiró en la cama. A través de la puerta abiertadivisaba el largo del pasillo. Pasó una mujer gorda y achinada, llevando

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    una palangana y una jarra. De una pieza surgió cautelosamente un hombre; se deslizó como un gato por la escalera. Del mismo cuarto salió una mujer. Toribio cantó el estribillo de un tango:

    Yira, yira. . . Cuando la suerte que es grela. . . 

    La mujer dio vuelta rápidamente la cabeza y Toribio lanzó una carcajada. Volvió a aparecer la chinagorda, esta vez con un balde y un estropajo. Y detrás surgió la silueta del italiano y entonces Toribiocerró la puerta. —  ¿No le pagó, acaso?  —  protestó la mujer del balde. —  ¿Pero no dejó el peso de propina en la mesita deluz?103--¿Qué se yo! ¿No ve que aún no entré?Y Toribio a su vez inició una conversación imaginaria con algún muchacho del barrio. Podía

    encontrarse con "Garibaldi"; prefería no tropezar con Pirulo.

    "Vivo en una pieza, en pleno centro", le diría con el tono de quien descuenta que no hay otra formamás digna de vivir en esta ciudad. "Así vivo independiente y cerca de mis amigos de la radio". Yademás dejaría entrever que vivía con una mujer. Y "Garibaldi" lo contaría a su vez a todos losmuchachos del barrio. Lo importante es que no supieran exactamente dónde vivía. Pirulo era capaz devenir a reclamarle el traje, y el tío podía llegar de improviso, borracho y apoplético para arreglar susabsurdas cuentas de tutor.

    Esa noche cenó en la fonda. Después siguió vagando por las calles del centro. Al volver al hotel sesorprendió de la inusitada actividad que reinaba en la fonda. Sentíase con un capital que no terminaríanunca. Se sentó y pidió una cerveza.

    Un viento extraño corría por esas calles, se arremolinaba en esas esquinas de viejos almacenes, paraencajonarse en las fondas de salsas añejas, hoteles de mala muerte y departamentos sospechosos. Eseviento era un golpe de gong para su anhelo de aventuras. Del hotel le llegaba, latente y gozosa, la densaatmósfera de la picaresca: un tufo de parrilla y permanganato, sábanas húmedas y el olor de papelesviejos de los rincones abandonados,

    y todos los rumores de las pensiones misteriosas, los pulcros jubilados reclamando por los trajinesnocturnos, la fregona que se lamenta de las várices y coquetea

    con los comisionistas dicharacheros' que llegan con rosados lechones y parten cargados de paquetes.Dos mujeres lanzaban sus mejores carcajadas frente al puchero de gallina de medianoche. Estaban solasy comían con apresurada glotonería. Una de ellas no de-

    104 jaba de mirarlo cada, vez que levantaba, el vaso de vino.

    Y Toribio se vio rodeado de hombres colorados y otros pálidos, dé azuladas mejillas recién afeitadas,como si terminaran de levantarse de la cama. No dejaban desonreír, de conversar y discutir con sus mujeres. Trató de clasificar esos rostros: caficios, partiquinos

    de teatro, canillitas, vendedores ambulantes, posiblemente algunosrateros, y muchos que no pasaban de simples horteras. Pero pertenecían a ese mundo que él escogía

    como suyo. Y de pronto sintiose feliz-, allá estaba sentado en el riñonde la aventura. Sentía que toda la ciudad se le ofrecía al alcance de la mano. Tomó su cerveza y fue a

    dormir su primera noche de hombre independiente.Un mes después las condiciones no habían variado: Toribio estaba incorporado al denso mundo del

    Hotel y Restaurant "Italia", pero continuaba siendo postulante, de cualquier actividad remunerativa.Se hizo amigo del peón de cocina y de un grupo que se reunía todas las noches en el café Norton. El

     peón de cocina era un correntino de gesto hosco y con una cicatriz de cuchillo en la mejilla, pero Toribioconocía de lejos la gente fiel y ninguna máscara huraña lograba esconderle

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    Después salió a la calle y empezó a seguir a toda mujer con traza de buscona que encontró en la calleSarmiento.

    Las abordaba con gestos discretos o misteriosos, y se divirtió jugando diversos roles y simulando unavariedad de preferencias. Eran mujeres difíciles de engañar, muy enemigas de perder el tiempo yresultaba molesto desprenderse de la mujer que se colgaba del brazo una vez fijada la transacción. Lo

    importante  — y en ello consistía107

    el deporte —  era no alterar la difícil confianza de esas mujeres. Toribio jugaba entablando relaciones ydesprendiéndose de ellas sin violencia aparente. A veces le

    alcanzaba la injuria de la mujer solicitada y rechazada.Lo mejor era aceptarles todas las condiciones: — Anda adelante; yo te sigo.Detrás, Toribio contabilizaba todos los defectos de la -mujer que resultó atractiva a primera vista: su

    andar descuajeringado y la lastimosa vulgaridad de sus fatigados pies de trotadoras. En la primera esquina, Toribio desaparecía sin que ella pudiese hacerle llegar ni un

    insulto entre dientes.Esa noche abordó a una mujer y quiso hacerse pasar por un agente de investigaciones. .No tenía dinero

    y esperaba que le aceptase pasar un rato con ella a cambiode su protección. Pero la mujer casi le arrancó los ojos.Le gritó que conocía a todos los policías del centro y que fuera con ese cuento a su abuela, E hizo

    ademán de requerir a un policía auténtico para enfrentarlo al impostor.Toribio escapó por la calle Libertad y entró en el café Norton. Sentóse al lado del ventanal y comenzó

    a ver desfilar la muchedumbre. —  No voy a tomar nada, por ahora. Pido después  — dijo al mozo. Y agregó con un gesto de dolor  — :

    Me siento mal. —  ¿Por qué no toma un té de manzanilla? —  ¿Y eso hace bien?  — dijo Toribio con gesto de enfermo escéptico — . Voy a esperar que me pase el

    dolor. ¿Todavía no vinieron los muchachos? — Estuvieron temprano y ya se fueron.Toribio disimuló la contrariedad. Confiaba que alguno de esos dos amigos que conociera días antes en

    ese café le pagaran algo. Esperó que el mozo se alejase paraservir a otra mesa y salió a la calle.108Aún era temprano y había pasado casi todo el día tirado en la cama. Empezó a caminar sin rumbo fijo.

    Se sorprendió arrastrando los pies entre las luces de los cinesde la calle Lavalle. Nunca se había sentido peor, ni cuando trabajaba en la ferretería. Le costaba mover

    los pies y pensar en algo. ¿Para eso se escapó de casa? ¿Paraqué valía esa libertad? Se detuvo un instante en esa esquina, entre el torbellinode luces y gente: ¿Para qué valía esa libertad? Meditó un poco: ¿Para qué valía esa libertad sin dinero?

    Era eso, y bien lo sabía. Sin dinero era difícil caminar por la calle  — todas esas luces no significabannada —  y la vida no valía un pito. Con los labios apretados volvió a

    meterse en su cuarto del hotel. Dobló meticulosamente los pantalones y los puso bajo el colchón, entre periódicos, para que amanecieran con la raya de recién planchados.

    Dejó el saco en el respaldo de la silla y se acostó.Quería dormir, dormir una semana seguida, pero cuando cerraba los ojos sentía el golpetear de su

    corazón, el ruido de la fonda en pleno movimiento, el tránsito de la calley los pasos del hotel, pues también resultaba difícil dormir con los bolsillos vacíos. Se acordó de la

     botella de vino que había guardado en la mesita de luz. La bebió y cayó dormido.

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    Lo despertó el correntino. Le traía media tortilla y un pan. Toribio sentía la boca pastosa y unavinagrera en el estómago, pero se abalanzó sobre la comida. Estaba lejos de sentir hambre, pero esatortilla representaba algo más que una comida: era una posibilidad de desquite

    contra la mala suerte, una compensación y un poco de calor en medió de su desamparo.Leoncio miró la botella vacía con un gesto de alegre sorpresa:

     —  ¿Así que te gusta el vino a vos también?Toribio hizo un gesto afirmativo con la cabeza.109

     —  ¿Te traigo más?  — Y Leoncio entreabrió la puerta, echó una mirada al pasillo y salió del cuarto para volver con una botella de vino. Bebió un sorbo y se la pasó a

    Toribio. —  ¿Hace tiempo que trabajas en la fonda? — Cerca de un año. —  ¿Y te acostumbras?Leoncio hizo un gesto dudoso:

     — Voy tirando. —  ¿Te gusta Buenos Aires?Otro gesto dudoso: — Más o menos, che. La gente no me gusta. Pero trabajo y voy juntando unos pesitos. — Pensás volver al pago hecho un pashá, ¿eh, Leoncio? — Pues claro que voy a volver. Aquí me siento muy solo.Se produjo un silencio. Toribio chasqueó la lengua al limpiarse una muela. — Es bueno tener unos pesos. Nunca se sabe lo que puede pasar mañana — sentenció Toribio, con tono

    grave. — Quiero volver a instalarme en mi pueblo con un boliche. — Buena idea  — aceptó Toribio. —  No siempre voy a ser peón  — dijo Leoncio y se sentó en la cama. —  ¡Claro que no! ¿De qué parte sos? — De Esquina. — Ya te visitaré en tu boliche de Esquina. ¿Y cómo se va a llamar?Leoncio se rió con ganas. — Ahora solamente me preocupo de juntar unos pesos. Después voy a pensar en el nombre. —  ¡Pero no, viejo! En estos casos el nombre es muy110importante. Además, ¿cómo voy a encontrar tu boliche en Esquina si no sé el nombre? Leoncio lanzó

    una carcajada. En su rostro sanguíneo relucían los ojos achinados, y esa cicatriz no muy vieja, que le

    subía por la mejilla, parecía una boca que hubiesen cosido después de abrirse la carne para lanzar unsolo alarido. En esa catadura la risa iluminaba como en el rostro de un niño y la carcajada sonaba con laespontaneidad campesina. — Pero, che amigo. . . ¡Pues vamos a buscarle el nombre! —   ¿Qué te parece "La Puñalada"?  — sugirió Toribio, e inmediatamente se dio cuenta que lo había

    dicho mirando la cicatriz. El otro le clavó la vista con un gesto receloso. — Hay una milonga que se llama "La Puñalada". La tengo en mi repertorio  — explicó Toribio. — Ya hablaremos de eso  — dijo el correntino, y era difícil saber si en su voz había un dejo de tristeza o

    una velada amenaza. Sin dar tiempo al agradecimiento, se incorporóde la cama y se fue a la cocina.Toribio salió al baño y se encontró con el patrón del hotel.

     — Buen día. — Buenas tardes  — corrigió el italiano — . Ya son las dos de la tarde.

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    Y se quedó allí, en medio del patio, obstruyéndole el paso con su abdomen. —  ¿Alguna novedad, don Nicola? — Eso le pregunto yo. ¿Qué novedad hay? Hoy termina el mes. ¿Y el alquiler cuándo me lo paga? — Un poco de paciencia, don Nicola. En estos días comienzo a trabajar y le pago. —  ¿Trabajar, usted? ¿Pero de qué? Ese Leoncio anda diciendo a todo el mundo que usted es cantor, un

    gran111cantor. Pero yo no necesito ningún cantor aquí. Sólo necesito que me paguen el alquiler; — Un poco de paciencia, por favor. Espéreme dos días, no le pido más.El italiano se hizo a un lado y Toribio pudo seguir al fondo del pasillo, sintiendo cómo el otro le

    clavaba los ojillos duros y rencorosos.Cuando salió aún estaba allí, esperándolo en el pasillo. —  ¿Pero qué espera para pagarme? Aunque sólo sean unos pesos. ¿Cómo no va a poder conseguir

    veinte pesos? — Ahora no los tengo. Palabra que no. Dentro de un par de días le pago todo  — y Toribio sentíase

    enfermo — . Estoy buscando trabajo, don Nicola. Tenga un poco de

     paciencia.Pero el miserable lo miró con ojos tristes y movió la cabeza con incredulidad. — ¿Cómo quiere que le pague cuando no tengo ni para comer? — ¿Cree que no lo veo entrar en el servicio a cada rato? Si no come, ¿qué tanto ir al servicio? — Palabra que sólo voy a orinar  — se defendió Toribío.Llegaron a la pieza; Toribio entró y le cerró la puerta en las narices. Quedó con la visión de los ojos

    del italiano; en ellos había leído un perverso resplandor de triunfo. Paseó la mirada por la pieza einmediatamente comprendió: mientras estuvo en el baño, don Nicola le

    había llevado el saco. Se abalanzó hacia afuera, pero ya no encontró a nadie. Iba a llamar a gritos .aese ladrón y armarle un escándalo de todos los diablos, pero inmediatamente

    le abrumó la idea de que llevaba todas las de perder. Volvió a entrar en la pieza, sentóse en la cama,apoyó la cabeza entre las manos y. así permaneció sin poder pensar absolutamente en nada. Por otra

     puerta apareció la masa fofa de la sirvienta, arrastrando sus112chancletas y cargada con un balde de agua sucia. También ella se dirigió hacia el baño y se quedó

    esperando.Toribio volvió a meterse en su cuarto y continuó vigilando. Después salió la mujer en bata. Toribio la

    reconoció: era una muchacha que solía comer en la fonda antes delargarse a dar vueltas por el centro. Toribio salió al pasillo y poco menos que la atropello, con

    agresividad en el cuerpo y una sonrisa en la boca. Ella lo recibió con agrado:.,  —  ¿Qué te pasa, pibe,' que andas atropellando? — 

    Ganas de conversar con una vecina. ¿No se puede? —  ¿Conversar ahora que estoy así tan fea?  — y lanzó una risa cascada. —  ¿Y qué tiene? Además no es cosa de conversar aquí ni en la calle. Podemos entrar en mi pieza o en

    la tuya. _Y casi empujándola la metió en el cuarto dé ella. La mujer se limitó a pedirle silencio con un dedo en

    la boca. Entreabrió la puerta y después la cerró cuidadosamente: — Ojalá la vieja no haya visto nada. —  ¿De qué tenes miedo? — El tano es capaz de ponerme de patitas a la calle. —  ¡Ese degenerado! ¿Acaso no alquila piezas aparejas? — Sí. Pero debemos pagarle dos pesos por vez.

     —  ¡Ese degenerado!  — repitió Toribio con odio.Después ella le preguntó en qué trabajaba.

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     — Soy mecánico.La muchacha le tomó las manos. — Estas no son manos de mecánico. Tengo amigos mecánicos y los conozco por las manos. ¿Por qué

    no decís la verdad?Toribio la miró con ojos de sorpresa. ¿Qué diablos decirle? ¿Y qué entendía ella por verdad?

     — ¿Acaso crees que no sé que cantas por radio?113Toribio hizo una mueca: —  ¿Y cómo sabes? — Me lo contó el correntino. — Me parezco a Quevedo arriba del árbol. Hasta por el culo me conocen. —  ¡Chancho!  — dijo ella con un mohín. —  ¿Cómo te llamas? — Llámame Margot. — Leoncio me dijo que te llamas Flora. — Otros me llaman Emilia. ¿Qué le voy a hacer? Pero el nombre que más me gusta es Margot.

    Estaba en la esquina de Corrientes y Paraná, cuando sorpresivamente vio surgir entre el tránsito el sulky familiar.

    El padre, seco y rugoso, tenía las riendas en las manos, y la madre, con su pañuelo negro en la cabeza,se apegaba al cuerpo de su marido y miraba ese inusitado paisaje urbano con ojos de asombro. Toribioquedó como clavado en esa esquina, dominado por esa aparición.

    El viejo caballejo se detuvo un instante, y Toribio, con el corazón golpeándole el pecho, pudocontemplar a sus padres; se veían cansados y angustiados por esa absurda

    carrera en el viejo carricoche entre las calles de la ciudad.Hacía años que Toribio no los veía; muchos años en que los viejos corrían mundo encima del  sulky

    familiar. Y allí estaban absortos, esperando que el tránsito les permitiesereanudar la marcha. Toribio agitó la mano para llamar la atención de los viejos; quiso gritarles, pero

    apenas si un leve chillido de laucha salió de su boca. El viejo dobló hacia él la cabe/a: sus ojos sólomiraron el vacío.

    Toribio comprendió que él no existía y despertó bañado en sudor frío. Le costó tiempo  — un esfuerzolento y pegajoso de chapalear por una ciénaga —  para tomar conciencia.

     No reconoció su cuarto; ni sabía la hora que era. —  ¿Te sentís mal?  — le preguntó una ve le mujer, y esa voz extraña en una habitación desconocida lo

    sumió114en creciente irrealidad. Sintióse enervado y vibrante como un arco tenso, cargado de brutalidad y

    deseos en su semisueño, angustiado en la conciencia que se abría paso tanteando como un ciego. Pero la

    mujer lo despertó con voz áspera, él tuvo un gesto de amargura y ella entoncesdijo:  — ¿Te sentís mal?Parpadeó los ojos: le golpeó la sensación catastrófica de no tener un centavo en el bolsillo y de que

    terminaban de quitarle el saco. Ya no sentía deseos de esa mujer, ni le dominaba la angustia del sueño.Sólo sentía un extraño rencor de humillado. El rostro de la mujer se inclinó

    hacia él; apretó el puño y golpeó con fuerza. —  ¿Qué te hice?  — dijo ella, retrocediendo con la mano en la mejilla y con los ojos muy abiertos, y

    allí reconoció los ojos absortos de su madre en el sulky. Saltó de la cama y avanzó hacia la mujer, quienretrocedió hasta llegar a la pared, y allá se quedó mirándolo con los ojos de su madre en el sueño. —  ¿Te desperté mal?  —  balbuceó ella. Toribio tendió una mano cargada de curiosidad infantil. Era

    como si la mano quisiese tomar conocimiento especial con el rostro de la muchacha. Palpó y apretó, y

    tuvo una expresión de desdeñosa posesión al apretar duramente la barbilla, mezcla de caricia y decastigo.

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    Salió de la habitación y fue a buscar al hotelero. Lo encontró poniendo las mesas. —  ¡Déme el saco!" El italiano señaló con el mentón una percha del comedor. — Allí está.Toribio se lo puso. Creyó oportuno mostrarse furioso.

     —  ¡Otra vez no me haga este chiste! —  Ningún chiste, ragazzo. Un aviso y nada más. Si dentro de una semana no pagas la pieza te dejo

    desnudo.115 — Después lo miró con desprecio — . ¿Verdad que tenes ganas de llorar?Toribio echó a caminar hacia el puerto. Estaba sin dinero y no tenía sueño. De tal modo le resultaba

    difícil matar el tiempo. Escapó de las luces del centro  — le dolía no poder pagarse una cerveza encualquier bar, ni poder entrar en un cine —  y se encontró por las calles vecinas

    del puerto. Evitó la zona de dancings-, se propuso llegar hasta Retiro y de pronto se encontró con unremate que funcionaba en plena noche. Se detuvo en la puerta para contemplar el negocio: un hombrevociferaba sobre un estrado, martillo en mano, entre pilas de valijas y mantas y armarios llenos de

    relojes. Pensó entrar para pasar un rato, pero lo desanimó el aspecto desolado del local.Prosiguió la marcha cuando alguien gritó a sus espaldas: —  ¡Toribio!Sé detuvo poseído de una extraña emoción. Hacía tiempo  — desde que se había escapado de su casa —  

    que nadie lo había llamado por su nombre en la calle. En un breve instante, pensó que podía llamarloPirulo para reclamarle el traje que llevaba puesto, y .que también podía

    Ser un amigo a quien podía pedirle prestado dinero.Se dio vuelta: en la pared del local del remate le hizo señas una figura larga y flaca. Levantó la mano y

    le hizo señas de que se acercara. Toribio no pudo verle el rostro, pero era imposible que fuese Pirulo.Entonces se volvió y estrechó una mano huesuda. Reconoció a Fiacini; hacía

    cinco años había desaparecido del barrio. Toribio lo recordaba. Poco después que llegara de Tucumán,Fiacini desapareció de su casa y nunca más volvió a aparecer. — Estás hecho un hombre. Además te veo muy elegante con esa pilcha azul.Toribio pasó por alto la alusión al traje de Pirulo y se limitó a hacer un gesto de prudente modestia. —  ¿Trabajas? ¿O tu tío se sacó la grande?116 — Mi tío se quedó sin trabajo y corre la liebre de lo lindo. De vez en cuando se pesca una mona y nada

    más. Vaciló un instante. Su instinto le señaló que no le convenía inventar ninguna patraña con ese diabloflaco de Fiacini. — Me fui de casa y vivo solo. — Te felicito. No hay como la independencia, sobre todo cuando se tiene una percha como la tuya y

    ganas de hacer algo. — Me va mal. —  ¿Ninguna entrada? —  Ninguna. —  ¿Ni para cigarrillos? —  Nada.Fiacini le alcanzó un paquete medio lleno. — Quédate con el atado. — Gracias. — ¿Al menos tenes dónde vivir? — Tengo una pieza de hotel.

     — Menos mal.

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     — Cualquiera de 'estos días me echan. Hace dos días el patrón me quitó la ropa y por poco me dejadesnudo. —  ¿Por dónde vivís? , — En un hotel de Talcahuano. — Yo pasé los peores meses de mi vida en una pieza de la calle Paraná. No me sacaron el traje porque

    el que llevaba puesto no valía nada; no era como el tuyo, sino una pilcha que no valía un pucho. Encambio un turro mandó a alguien para que me saltara tres dientes. Yo es:taba peor, podes creerme. Sin embargo ya ves. . . Por encima del hombro señaló con el pulgar el

    negocio de remates. — El boliche es mío. ¿Qué te parece? — Debe dar mucha plata  — opinó Toribio con gesto de entendido — . El Bajo está siempre lleno de

    otarios.117

     —  No creas, pibe. Apenas si hago la diaria.Del negocio llegaban los gritos y los martillazos frenéticos del rematador.

     — Tengo que arreglar a una cantidad de gente. Hay noches que el único otario soy yo, que deborepartir entre los grupines los pocos pesos que me entraron.

    Se rascó la mandíbula con expresión de disconformidad.Toribio resolvió esperar un momento más apropiado para pedirle unos pesos prestados. —  ¿Así que no tenes ningún trabajo en perspectiva? — volvió a preguntar Fiacini. —  Ninguno.Fiacini volvió á rascarse la mandíbula. — Yo puedo conseguirte una changa. Pero se trata de algo de mucha confianza. ¿Te interesa? —  ¡Claro que sí! — ¿En qué parte de Talcahuano vivís? — En el Hotel Italia, cerca de Sarmiento. — Mañana te voy a visitar. Almorzamos juntos y charlamos un rato. ¿Qué te parece? — Muy bien. Pero se me ocurre algo. — ¿Qué cosa? — En el hotel creen que soy cantor de radió. —  ¿Y qué hay? — Ya que vas a venir al hotel. . . ¿Por qué no te hacés pasar por el director artístico de una radio?

    Pinta. . . no te falta.Fiacini soltó una carcajada. —  ¿Sabes que me gusta? Veo que ideas no te faltan.

    Toribio tuvo un gesto de modestia. — Pero las ideas solas no sirven  — completó Fiacini — . ¿Acaso no estas jodido a pesar de todas tusideas? Acordátelo que te digo: lo importante es saber realizar una. Pero te voy a dar el gusto. Mañana teva a visitar un director artístico para invitar a almorzar ai cantor del pico

    118de oro o algo así. ¿Querés que también te lleve el contrato? —  No estaría mal. — Bueno. Entonces hasta mañana. — Otra cosa, Fiacini  — le detuvo Toribio. — ¿Qué más querés? No puedo dejar solo el negocio. Esos atorrantes que hacen de grupines son

    capaces de llenarse los bolsillos con los relojes expuestos que ni siquiera son míos. Todo consignación,

    todo grupo ¿comprendes? — Quería pedirte unos pesos. Tanto para no pasar esta noche sin un centavo.

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     — Hace de cuenta que no me encontraste y aguanta hasta manaría. Chau, pibe.Y Fiacini desapareció dentro del negocio. Toribio reanudó la marcha hacia Retiro. La esperanza

    germinaba en su pecho y al llegar a Plaza Retiro le golpeó el viento del río y se sorprendió cantando untango en voz alta.

    Toribio despertó temprano y temió dormirse otra vez. Prefirió saltar de la cama y vestirse. Fue al baño

    con el saco puesto: no fuera que el taño repitiese el chiste de quitárselo. Se asomó al corredor y le preguntó la hora a Constanza. Era temprano: bajó a la cocina y el correntinole sirvió una taza de café con leche. Lo bebió apresuradamente. — El tano salió a hacer un trámite en la Municipalidad  — le avisó el correntino. Toribio se acercó al

    aparador; cortó un pan, generosamente lo untó con manteca. —  ¿Alguna novedad? —  preguntó el peón. — Hoy viene a buscarme el director artístico de la radio  — dijo Toribio con estudiada calma.El correntino le clavó una mirada de sorpresa. — Posiblemente me invite a almorzar. Ayer a la noche fui a la radio. ¡Si vieras cómo me recibieron!

    Le hablé al director artístico, es muy amigo, y le conté mi si-119

    tuación. Entonces me dijo que iba a venir a visitarme. — ¿Te conseguirá algo? — Me imagino que para eso quiere hablar conmigo. —  ¿ Vistes a Margot ? — A esta hora todavía duerme.Salió de la cocina y subió al piso alto. Golpeó con los nudillos la puerta de Margot. Antesque lo' invitara a entrar, abrió suavemente la puerta. Allá estaba ella sentada en la cama, peinándose

    frente al espejo del ropero. — ¿Molesto? — Veo que aprendiste pronto el camino. Otra vez pregunta si se puede  — dijo, ella con un gesto de

    fastidio. Se veía cansada y avejentada, los labios descoloridos y la tez amarillenta sin empolvar.Prosiguió arreglándose el cabello: — Lo que pasó el otro día no es para que te creas con derecho de entrar a cada momento en mi pieza.

     No me gustan los líos en los hoteles. Después hay que buscar otro y andan escasos. — Entré para decirte algo  — se disculpó Toribio con cara de suprema inocencia. —  ¿Venís a invitarme a almorzar?  —  preguntó ella con ironía. — Hoy no puedo. Pero para mañana te invito con el mayor gusto. — Mañana... Bueno. Esperaré mañana  — y rompió con una risa histérica. —  ¿Ahora no tenes miedo de que te escuchen afuera? — Ya ves: ahora no me importa nada. Hay veces que no quiero que vean entrar a nadie en mi pieza. Y

    otras veces recibo a los hombres aquí para hacer rabiar a los que no les gusta la vida que hago. ¿Así queno querés almorzar conmigo? La China se levanta a la una y a mí nome gusta almorzar tarde ni sola. Es la costumbre, ¿sabes?120En mi casa eran muy ordenados. Mi padre era ferroviario en Córdoba. Aquí en Buenos Aires me

    acostumbré a todo, menos a almorzar después dé las doce. Del mismo modo que no puedo dejar detomar mate alas siete.de la mañana. A veces me acuesto a la madrugada, pero a las

    siete ya tengo la pava en el calentador. Es la costumbre, ¿sabes? En Córdoba me casé con un mecánicoy vinimos a Buenos Aires. Nos levantábamos siempre a las seis, y ésa era la mejor hora, cuandosaltábamos de la cama y cebábamos unos mates y mi marido me contaba las cosas que tenía que hacerese día en el taller. A mediodía llegaba apurado, y de noche estaba cansado. Pero al matear en la mañana

    teníamos tiempo de conversar. Y me quedé con esa costumbre. Salto de la cama bien temprano yenciendo el calentador. Me han hecho tomar whisky, toda clase de copetines y champaña. Pero lo que

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    más me sigue gustando es el mate a la mañana. Lo que me revienta, eso sí, es almorzar sola. Loshombres te miran, no dejan de mirarte, y entonces me siento muy sola y me da asco estar comiendo yque los hombres me hagan gestos.

    ---Mañana vamos a almorzar juntos, pero hoy espero la visita del director de una radio. — Te felicito, pibe.

     — Ahora me voy. — Podes quedarte un rato. — Recién te enojaste  — replicó Toribio. —  No me hagas caso. ¿Cómo te gusto más, así o pintada? — De las dos formas. ¿Qué hora es? — Allá está mi reloj.Toribio fue hasta la cómoda. Silbó entre dientes cuando lo tomó para ver la hora. — Lindo reloj. — Esto no es nada. De casada tuve lindas joyas  — y se miró complacida en el espejo. —  ¿No dijiste que tu marido era pobre? — El no me las compró. Eran joyas de mi familia. Mi apellido es de los mejores de Córdoba.

    Toribio recordó que ella le contó que su padre había sido un ferroviario de Córdoba, pero prefirió pasar por alto éste y otros embustes. Lo importante era desarrollar

    su juego; que ella hiciese el suyo lo consideraba natural y no le preocupaba mayormente. — Hasta luego. — Chau, pibe.Antes de salir no pudo evitar mirar la puerta entreabierta. Con disgusto, pensó que temía al fondero

    italiano. Recordaba un sentimiento parecido: cuando su padre vivía, siempre entreabría la puerta antesde salir para corretear por las calles de Tafí Viejo de Tucumán. Y mientras vivió en su ciudad natalsintió la presencia del padre en cualquier huerto donde entraban a robar frutas, y su mirada

     persiguiéndolo a través de todas las correrías por los alrededores de los talleres ferroviarios. Todocambió cuando el padre murió y lo mandaron a casa de sus tíos en Buenos Aires. En la capital no habíahuertos donde robar duraznos, ni perros para apedrear, ni chinas accesibles en los ranchos de losaledaños. En la capital sólo encontró la obsesión del dinero. Ahora odiaba al patrón del hotel, pero temíasu mirada, con un temor que le hacía recordar el que guardaba para su padre. Todas sus ansias devenganza desaparecían cuando el italiano le miraba con esos ojillos penetrantes que parecían desnudarsus intenciones. Era

    como si lo considerase perverso, pero insignificante, y en consecuencia inofensivo.Cerró la puerta detrás de él. Eran las once y el corredor se veía vacío. La mucama va había terminado

    la lim-122

     pieza y el italiano aún no había vuelto. Ojalá estuviese presente cuando llegase Fiacini y preguntase

     por el artista Toribio Torres, con quien tenía que arreglar las cláusulasde un contrato. Y le aleteó el pecho la idea de conmover a toda esa gente del hotel con su repentinaimportancia. Antes de llegar a su cuarto quebró el paso, insinuó un paso de tango, dio una lenta vueltasobre el pie derecho y comenzó a cantar:

     Exbalaron notas tristes los gangosos bandoneones 

     y girara n gravemente las parejas en el salón... 

    Abrió la puerta con un puntapié. La cama estaba sin hacer y se dejó caer encima sin quitarse los

    zapatos. Esperó la llegada de Fiacini. AI rato escuchó que la fonda empezaba a animarse. Escuchó lavoz del italiano gritando una orden en la cocina.

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    Pero Alberto Fiacini no llegó y Toribio se consideró un imbécil por haberlo esperado con tantaseguridad. Llegaba hasta su pieza el olor de la carne asada en la parrilla; junto con el hambre sentíacrecer el rencor. Cuando cesó toda actividad en el restaurante, bajó al comedor.

    Por el corredor se cruzó con la vieja mucama, que arrastraba las pantuflas con un balde en la mano,camino a limpiar las últimas piezas del fondo. La vieja no lo saludó, ni levantó la cabeza al pasar a su

    lado, y Toribio pensó que podía envidiar a esa vieja. Seguramente había almorzado a su gusto en lacocina, y después podía escamotear unos pesos a su patrón cuando las parejas alquilaban pieza por unrato.

    Silbando entre dientes fue directamente a la cocina: Leoncio limpiaba una impresionante pila de platossucios que parecía balancearse peligrosamente. El cocinero raspaba una olla en la pileta del rincón.

    123

     —  ¿Y el taño?  —  preguntó Toribio. — Saludó a los clientes, nos gritó en la cocina, cobró las adiciones y ahora duerme la siesta. —  ¡Taño mugriento!  — murmuró Toribio con los dientes apretados. . — Así es la vida  — aceptó el correntino — . ¿Pero vos de qué te quejas? Cualquiera de estos días

    comenzás a cantar, y con los primeros pesos podes cambiarte a una buena pensión. En cambio yo tengoHotel Italia para un largo rato. ¿Cómo te fue? — ¿En dónde? — ¿Cómo dónde? ¿Y la cita? —  ¡Ah, claro! Me fue bien, viejo. — ¿Ya firmaste el contrato? — Entre amigos no hace falta. Firmo la semana que viene en la radio. —  ¿Te vino a buscar aquí?Toribio vaciló un instante: —  No. Ya habíamos quedado para el caso de que tardase, de juntarnos en el Real, donde tenía una cita

    con una artista. —  ¡Ah!  — dijo Leoncio, y prosiguió limpiando los platos. — Leoncio  — comenzó Toribio al cabo de un silencio.Se escuchó a sí mismo, como si hablase .otra persona — . Ese amigo de la radio me invitó a almorzar,

    combinamos el horario 'de las audiciones y me prometió un contrato por un año. Cómo podes imaginarte, no era el momento apropiado para tirarle la manga, ¿no te

     parece? — Claro que no  — aceptó el correntino — . Quedaría muy mal. — Ganas no me faltaban. Ya sabes que ando sin un centavo. Entonces pensé.Leoncio dejó de lavar los platos y lo miró. — Si me prestaras unos pesos, me sacas de un apuro.

    124La semana que viene pido un adelanto y telo devuelvo. El peón dejó un plato sobre la mesa y se secólas manos en un repasador grasiento. — Espera un momento  — y desapareció por el patio que comunicaba con el fondo. Toribio permaneció

    al lado de la pila de platos. El cocinero de daba la espalda yseguía raspando la olla con un hisopo de metal.El tufo de la cocina era denso de grasa y de penetrante tuco añejo. Toribio lo olfateaba con fruición y

    un lacerante sentimiento de humillación. Contempló la pila de platos, resbalosos, de aceite y salsa.Todos terminaban de comer su plato de guiso y carne asada; todos, menos él. Y Leoncio, el correntinode la cicatriz de un duelo .criollo, pasaría toda la tarde limpiando los platos. Toribio encontró estoabsurdo y asqueante. Carraspeó en sordina, miró con el rabillo del ojo al cocinero y escupió con fuerza

    contra la pila de platos. Después se dirigió al cocinero: — Mucho trabajo, ¿eh, Cataldo?

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    El primer cajón a la derecha; Toribio recordaba bien. Esa noche le había obsequiado diez pesos, ymientras simulaba descansar echado en la cama, espió el lugar donde guardó el billete de diez pesos. Lohabía cerrado con una llave que guardó en el cajón vecino.

    Toribio se incorporó y se puso los pantalones y la camisa. Fue hasta la cómoda. Posiblemente Margotescuchase, o podía escuchar entre sueños. Tomó el calentador y empezó a bombear, para dar presión al

    kerosene.127

    Con su cuerpo tapaba la maniobra que realizaba. Apoyó el calentador contra la pared y siguió bombeando suavemente con una mano. Con la izquierda abrió el cajón y retiró la llave. Repitió laoperación con el otro cajón. Lo primero que encontró fue el reloj; se lo guardó en el

     bolsillo. Palpó un papel, debajo encontró el billete de diez pesos. Palpó más allá y no encontró másdinero.

     No quiso echarlo todo a perder y resolvió no seguir buscando. Esperaba que con la luz encendida,Margot no sospechase nada en caso de que despertara. Se hubiese encontradocon Toribio disponiéndose a preparar el mate. Quizás estuviese espiando; aunque lo más seguro era que

    aún dormía. Toribio sentóse en una silla y se calzó. Cuando levantó la vista, se encontró con la miradamedio borrosa de la mujer. Le preguntó con voz pastosa: — ¿Qué te pasa?---Nada. . . — ¿Por qué te vestís? — Tengo ganas de ir al baño. — Haceme un favor. — Decí. . . — Encendé el calentador y pone la pava con agua. — Eso justamente iba a hacer.Ella parecía dominada por la absurda preocupación de los detalles. — ¿Y para ir al baño vas a vestirte de la cabeza a los pies? —  No voy a salir descalzo. — Pero la corbata no hace falta, che. . .Y se calló. Toribio la vigilaba por el espejo. Repentinamente volvió a caer dormida. La observomientras se hacía el nudo de la corbata. Al rato comenzó a roncar acompasadamente. Entonces tomó elsaco de la silla y salió al corredor. Había una sola luz amarillenta al ladode la escalera. Trató de dominarse y descendió, lentamente.La calle agonizaba con la irreal claridad violácea del amanecer. Con paso apurado atravesó Corrientes yse dirigió hacia el sur. Recorrió varias cuadras de la Avenida de Mayo. Los cafés estaban cerrados,apilados los sillones de mimbre de las mesas instaladas en la calle. Antes de llegar a Lima encontró una

    lechería abierta. Pidió café con leche, con pan, manteca y dulce. La bebida caliente le dio ánimo y palpóel reloj pulsera que aún guardaba en el bolsillo del pantalón. Encendió un cigarrillo y esperó el nuevodía.Tres veces pasó por esa esquina pensando que resultaría imprudente. Finalmente entró abriéndose pasoentre filas de hombres y mujeres que esperaban en la puerta de las casillas. Cuando le llegó el turno,entregó al empleado de delantal gris el reloj de Margot. Volvió conuna papeleta con el importe que le asignaban de empeño: "Un reloj pulsera mujer dorado $16. — ".Toribio refunfuñó algo entre dientes. El empleado le preguntó conindiferencia: — ¿Lo deja? —  ¿No pueden dar más?  —  preguntó Toribio a su vez.

     —  No, señor. ¿Se lo lleva? — Claro qué lo dejo.

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    Salió del Banco de Préstamos refunfuñando entre dientes. ¡Maldita piojosa con su asqueroso reloj delata dorada! Terminaba de perder la posibilidad de continuar en el hotel y la amistad de Leoncio, todoterminaba de arriesgarlo por una chuchería sin valor. Por suerte quedaba la calle, la calle que se perdíarectilínea a través de inmensas barriadas, la calle multitudinaria donde su vida se confundía con millonesde vidas. Un río caudaloso le ofrecía su cauce y sus peces. Como tantas veces, la calle

    129le señaló que no cabía el arrepentimiento ni la lamentación. En cambio, correspondía finiquitar esaoperación. En un negocio de compraventa de la calle Libertad vendió la boleta de empeño del reloj.Discutió un rato; finalmente le dieron ocho pesos. De pronto cayó en la cuenta que estaba sólo a un parde cuadras del "Hotel Italia". Entonces resolvió alejarse lo más posible de ia posibilidad de un encuentrocon Margot. En Carlos Pellegrini tomó el subterráneo a Plaza Constitución, resuelto a instalarse en una

     barriada nueva. Después buscaría de nuevo a Alberto Fiacini; no conocía otro a quien pedirle protección. Fue al local de remates de Fiacini; aún no habían comenzado las ventas; estaban anunciadas para la noche. Encontró a Alberto arreglando una pila de valijas de cuero. —  ¿Qué te pasó, pibe? — A mí nada. Te estuve esperando el otro día. . .

     — Ese día no pude ir. Me llamó mi socio del negocio y tuve que ir a Ciudadela. Pero fui a verte al díasiguiente y no encontré ni rastros de vos. ¿Querés tomar un café?Fueron a la esquina de Viamonte y entraron en un bar. Al cabo de un silencio, Fiacini dijo: — El italiano me contó que te habías escapado sin pagar y que le robaste el reloj a una turrita. ¿Esverdad?Toribio vaciló un instante y aceptó con un leve movimiento de cabeza: — Creí que eso era de oro. — Hiciste mal  — sentenció Fiacini — . Yo puedo ayudarte, pero tenes que prometerme una cosa: nada deraterías. Hay cosas grandes para hacer y el peor negocio es robar porque te echa a perder los otros. ¿Deacuerdo? — Bueno —   aceptó Toribio. Por la ventana del negocio observaba la calle Reconquista, densa detabernas130

     portuarias, cabarets baratos, restaurantes de griegos, cigarreros turcos y sirios vendedores de baratijas.Los chicos jugaban en la calle y unos recién llegados tomabanel sol sentados en la vereda. De pronto se le ocurrió a Toribio que la vida era variada y hermosa, y queél, Toribio Torres, gozaría de la vida como muy pocos podíanhacerlo. El sol le daba en la cara y escuchaba a Fiacini. — Mira, pibe, así como me ves empecé peor que nadie. Ni siquiera salí de un conventillo, donde siemprese aprende algo, sino del Colegio Nacional, donde no te enseñan a pescar un "otario" en la calle.Empecé con una valija con peines y cordones. En eso gasté los mangos que "piante" de casa, y nunca

     pude reponer esa mercadería, ni falta que hacía: hice pasear a esos cordones y peines por todos los barrios de Buenos Aires; lo poco que vendía alcanzaba para comer de vez en cuando. Vender es lo peorque se podía hacer en esas calles. Entonces no era fácil encontrar un "mango" suelto. Pasaba mesesenteros sin ver uno ni por casualidad. Vender es la peor cosa para hacer. Toma un hermoso muestrariode billetes legítimos de a cien y anda a venderlos a cinco pesos. Lo van a examinar a trasluz y te lo van arechazar.

     No me vengan a decir que hay mercadería que se vende sola. ¡Vamos, pibe! Si sembrás esta calle con pepitas de oro, nadie se va a agachar para recogerlas, pero pone un charlatán con un mono o unaserpiente muerta de hambre y frío y te va a vender lata como si fuera oro y vas a ver a los "giles"haciendo cola para dejar la guita. Así es la vida. ¿Vos la vas a cambiar? ¿Verdad que no? Eso lo pensé

     bien. Vendí toda la valijita y empecé a buscar la diaria entre los turros que llenaban el cine Apolo. Un

    tipo me mandó un matón y me hizo saltar varios dientes. La mierda me llegaba al cuello. Y yo compraba"La Prensa" para buscar trabajo. Te ofrecían un muestrario

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     — Vinieron a visitarme de la Papelera Maipú. Fueron a tu casa y no te encontraron; alguien dijo quetrabajabas aquí; y entonces vinieron a contarme que te .esperaron un mes en la Papelera; y que ahoravenían a buscarte. Les debes mil sobres, varias docenas de lápices,y cosas por el estilo, además de varias cuentas cobradas y una valija que nunca devolvistes. Y eso no megusta. Así que ya podes buscarte otro trabajo.

     —  ¿Así que hoy te fue bien? ¿Cuánto cobraste de seña?dijo:Le dije que nada. El fotógrafo me clavó la vista y  — Larga la guita.Yo me hice el gil. —  ¿Qué guita?De pronto sentí tanta bronca que me entraron ganas de estrangular a ese miserable y le dije casi al oído: —  No tengo nada. Pero si no me crees, mete la mano en mi bolsillo y vas a ver. . . cómo te rompo lacara.El viejo me vio furioso y retrocedió. —  ¡Fuera!  — me gritó, y yo me fui.En casa pasé la noche revolviéndome en la cama de pura rabia. Quedé dormido al amanecer, pero

    desperté de nuevo. Recuerdo que era un lindo mediodía de sol. Metí todas las cosas en una valija. A launa todo el mundo almorzaba en mi hotel. A esa hora me fui sin quenadie me viese-, les dejé la ropa sucia, unas medias que se paraban solas y una camisa rotosa.En cambio, llevaba en la valija el muestrario de ampliaciones de fotos y el talonario de recibos. Esatarde me instalé en un hotel de la calle Piedras y una hora después empecé mi gran campaña del sur.Recorrí toda la clientela, de Sarandí hasta Florencio Várela. Me conocían; les ofrecía verdaderas134gangas, concediéndoles grandes rebajas. Sólo les pedía una seña, pues así me lo exigía  — les contaba —  el mugriento de mi patrón. En el "escolaso" me gusta jugarme el resto, pero en el laburo hay que saberretirarse a tiempo. Además se me había terminado el talonario de recibosoficiales. En una semana levanté unos mil pesos y corté la campaña. El viejo no tardó en avivarse y

     batió la cana. Me fueron a buscar en el viejo bulín y nada. Nadie sabía adonde había rajado. Yo estaba panza arriba en un recreo del Tigre, y día por medio bajaba a quilombear un poco a San Fernando conunos paraguayos de un lanchón frutero. Desde entonces me acostumbré a la plata dulce y al mateamargo. Entre estos paraguayos del recreo "Itapí" conocí a Tito Mejía. Un gran tipo, che. Debía dosmuertes en Asunción. Era un águila para las mujeres. Tenía dos minas en San Fernando. Primero creíque era por la pinta y la fama: parecía un artista y todos sabían que había achurado a dos tipos en elParaguay.Pero por Mejía conocí al Rata y entonces no comprendí ni medio. Era un petiso tipo jockey que apenassi pasaba un metro del suelo. Lo encontré ridículo, con un clavel en el ojal y otro en la mano para olerloa cada momento. Sonreía 'torcido para lucir los colmillos de oro. Este tipejo tenía dos "tambos"

    clandestinos en Ciudadela. Estaba acomodado con los conservadores y cualquier lío con la policía loarreglaba" personalmente en Morón. Era cafisho y usurero, protegía a Mejía, y Mejía -me ayudaba a mí.De pronto el gobierno cerró los quilombos y entonces cambiaron de negocio. Mejía se instaló con unacasa de remate en la calle Corrientes, y yo ocupé ese local donde me encontraste, en Reconquista.El Rata se instaló con un bar cerca del Hipódromo. Desde allí vigilaba nuestros negocios, que eran de él.Todos los viernes arreglábamos cuentas. Fuese mal o bien, siempre nos quedaba para jugar unosganadores el135domingo e íbamos tirando. Un día Mejía le dijo al Rata que en adelante trabajarían a medias.Discutieron y días después la policía se llevó al paraguayo. Se comentó queel Rata lo había denunciado, y que lo entregaron al Paraguay, pero nadie se preocupó en confirmarlo, y

    menos en criticar la conducta del Rata.

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    Toribio miraba la calle. Crecía íntimamente la impresión de que la vida era linda. Frente" a él seextendía la calle, y en las calles estaban marcados todos los caminos y allí donde regía el azar, élimponía su clase de cuentero. Una profunda satisfacción le llenaba el pecho. La incertidumbre se alejabade su vida; le dominó un profundo sentimiento de confianza en sí mismo. Allí estaba Alberto Fiacini,un hombre salido de su barrio y probado en la calle.

    Toribio pensó en ese paraguayo, en el Rata, y comparóse con Fiacini, y repentinamente se sintiósuperior a todos ellos. Trató de explicarse esa impresión. Eran hombres de acción, capaces de lentaslucubraciones o de violencias brutales, pero Toribio, en cambio, tenía otras, condiciones que loseñalaban como un ser especialmente dotado. ¿No había soñado siempre con ser cantor de tangos? Porsupuesto era un artista, siempre lo creyó así, y ahora se convencía de ello. Miraba esa densa calle

     portuaria, y a través de ella se imaginaba esos personajes de quien hablaba Fiacini.Y estaba seguro de que no tardaría en superarlos a todos. "Soy un cuentero", pensó con repentinaalegría. "Puedo engañar a este Fiacini como lo engañé a Leoncio. Puedo engañar a cualquiera". Y esaseguridad crecía en él como un canto interior. Se sorprendió sonriendo y entonces interrumpió a Fiacini: —  ¿Entonces podes ayudarme con cualquier cosa? — ¿Ayudarte en qué?

     — Me refiero a algún trabajo o algo parecido.-Sí.136Meditó un instante, antes de decir. — Mañana podes ir a ver al paraguayo. — ¿Qué paraguayo? — A Mejía. —  ¿No dijiste que estaba preso?Fiacini rompió con una carcajada en falsete. — Hace de cuenta que te conté la verdad y también que todo es mentira. Mejía es un comerciante, nacidoefectivamente en Paraguay, que no ha matado a nadie; puede caer preso en cualquier momento pero aúnse encuentra al frente de los negocios. ¡Ah, y no oreas que yo no hago lo mismo! Voy a hacer de cuentaque nada malo conozco de vos. No le voy a contar que le robaste un reloj de lata a una turrita. Mejíanunca da trabajo a los rateros. Y vos.Apretó la mandíbula y le clavó una mirada dura: —  No se te ocurra decirle que por broma conté algo de su prontuario. A ése no le gustan los chistes y puede enojarse. — ¿Y cuándo lo voy a ver? — Mañana.En un pedazo de papel que arrancó de un diario anotó la dirección. — Toma, Preguntas por Mejía. Le decís que te manda Fiacini, para que te dé trabajo. Anda buscando a

    un muchacho como vos, así que te va a tomar. Y ya voy a ir a verte cualquiera de estas tardes. ¿Salimos pibe? Al atravesar la calle, por la pendiente de la calle Viamonte se veían lo