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22177504 Libro El Maravilloso Viaje de Nils Holgersson

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EL MARAVILLOSO MUNDO DE NILS HOLGERSSON CAPITULO I EL DUENDE Y LOS PATOS Alto, desgarbado, de pelo rubio como el lino, el muchachito no era precisamente un modelo. Perezoso, el dormir era su ocupa- ción favorita; malvado, su mayor diversión consistía en causar molestias, cuando no daño, a todo el mundo. Cierto domingo, mientras sus padres se preparaban para ir a la iglesia, él aguardaba ansioso su marcha, pensando que iba a ser dueño absoluto de sus actos durante dos horas. -Al fin podré tomar la escopeta de papá y hacer algunos dis- paros sin que nadie me lo impida -decíase para su capote. Pero su padre pareció adivinar su pensamiento, pues antes de salir le ordenó: -Ya que no quieres venir a la iglesia, vas a leer aquí el sermón y conviene que lo hagas a conciencia pues voy a hacerte pregun- tas a mi regreso y ¡ay de ti, si te has saltado una sola frase! -El sermón tiene catorce páginas -le recordó la madre ponien- do sobre la mesa el sermonario bíblico abierto en el sitio corres- pondiente-; conque debes empezar en seguida si quieres que te alcance el, tiempo. . El mozalbete se sintió metido en una trampa. -Estarán muy contentos suponiendo que han encontrado el medio de tenerme amarrado al libro durante su ausencia -

murmuró mirando a sus padres que se alejaban. Pero no era satisfacción lo que el matrimonio sentía. Al padre le apenaba verle tan flojo y falto de voluntad y a su madre le en- tristecía saberlo tan perverso e insensible, cruel para con los animales y hostil con las personas.

-¡Dios mío -suspiraba la pobre mujer-, quítale su maldad y cambia su modo de sentir, pues de lo contrario él y nosotros se- remos muy desdichados. Por lo general desobediente, esta vez el muchacho decidió que más le convenía hacer lo que su padre le ordenara, y sen- tándose ante la mesa comenzó a leer. Pero a poco el sueño lo fue invadiendo y acabó por quedarse completamente dormido. Era el último día del otoño y por doquier la primavera anun- ciaba su próximo arribo. En los árboles apuntaban los primeros brotes y comenzaban a desarrollarse los vástagos. El cielo pre- sentábase de un azul purísimo y el tusilago florecía a la vera de los caminos. Por la puerta entreabierta de la casita penetraba el canto de la alondra, el cloqueo de las gallinas en el corral y el mugido de las vacas desde el establo. Pero no fue ninguno de estos ruidos el que despertó al chico, sino uno más cercano, a sus espaldas. -¿Habré dormido mucho rato? -se preguntó, dirigiendo una inquieta mirada a uno y otro lado, buscando el origen del ruido. Al hacer lo, sus ojos cayeron sobre un espejito colocado sobre el alféizar de la ventana, en el que se reflejaba parte de la habita- ción y entonces reparó en que el cofre de su madre, colocado detrás suyo, tenia la tapa levantada. En esa arca la buena mujer conservaba las cosas que heredara de su madre y que tenia en gran estima: trajes de aldeana de paño rojo, a la antigua usanza, cofias blancas, almidonadas y broches y cadenas de plata. El muchacho quedó sorprendido, pues sabía que su madre, antes de salir, habiase asegurado de que el cofre estaba bien cerrado. Siempre lo hacia, cuando lo dejaba a él solo en la casa. Y, de pronto, su sorpresa se transformó en miedo, al asaltarle el pensamiento de que un ladrón debía haberse introducido en la vivienda aprovechándose de su sueño. Medroso, clavó sus ojos en el espejo, para observar la habita- ción a sus espaldas y entonces reparó en algo que antes no había visto: una pequeña figura que sólo podía corresponder a un duendecillo, sentado a horcajadas, como si cabalgara en el canto del cofre.

El había oído hablar de los duendes, pero jamás pensó que pudieran ser tan pequeños. Ese, al menos, no tendría una altura mayor que el ancho de una mano; su cara, lampiña, estaba sur- cada por infinidad de arrugas y vestía larga levita y sombrero de alas anchas. Del arcón había sacado una antigua prenda de ves- tir y la examinaba con tal detenimiento que no advirtió que el durmiente había despertado. Este, viendo que no se trataba de un ladrón, recobró su ánimo habitual y pensó que sería muy di- vertido gastarle al duende alguna broma, Sin moverse, giró sus ojos en una y otra dirección y los detuvo al fin sobre una vieja red de cazar mariposas que había en lo alto de la ventana. Tan rápi- dos fueron sus movimientos al asirla y saltar hacia el cofre, que el duendecillo no había atinado siquiera a moverse cuando se halló preso en la red, que el muchacho agitaba sin cesar para evitar que el cautivo pudiera trepar por ella. Comprendiendo que no lograría liberarse, el duende suplicó a su captor que lo dejara ir, alegando que le había hecho bien du- rante mucho tiempo, lo que lo hacía acreedor a un trato más cor- dial. Si le dejaba en libertad, agregó, le regalaría una moneda de oro, muy grande. El muchacho pensó que era una proposición aceptable y se dispuso a dejar salir al cautivo de su encierro, mas casi en segui- da se le ocurrió que podía sacar mejor partido de la situación, como asegurarse la posesión de grandes extensiones de terreno y de todo género de cosas, amén de una gran memoria para poder recordar el sermón sin esfuerzo, por lo que, desistiendo de sus propósitos, comenzó de nuevo a agitar la red, diciendo: -¡Vaya! Hubiera sido tonto dejarte escapar a cambio de tan poco. Pero en ese mismo instante recibió una bofetada que lo hizo trastabillar hasta rebotar en una de las paredes y rodar por el suelo, exánime. Más tarde, al recobrar el conocimiento, observó que todo es- taba en orden en la habitación: el cofre estaba cerrado y la red pendía, como de costumbre, junto a la ventana. Pero el duende-

cillo había desaparecido. Extrañó no sentir dolor alguno en la mejilla y pensó si todo no había sido más que un sueño. -Séalo o no -se dijo-, mis padres no dudarán de que lo he soñado y no perdonarán que no sepa el sermón a causa de lo sucedido. Conviene, pues, que me aplique a la lectura. Pero entonces observó algo extraño. ¿Era posible que la casa se hubiera hecho más grande? ¿De otro modo, cómo podía ex- plicarse la gran distancia que lo separaba de la mesa, y las enormes proporciones que habían adquirido la mesa, las sillas y todo lo que allí había? -¿Será esto obra de un encantamiento del duende? -se preguntó. Asombrado, miraba a su alrededor, cuando al posarse su mirada sobre el espejo, enormemente agrandado también, vio otra diminuta figura reflejada en él. -¡Otro! -exclamó, sobresaltado-. ¡Y este viste exactamente como yo! Hizo un movimiento y el duende del espejo lo repitió exacta- mente; avanzó y la figura del espejo también; echó a andar hacia adelante, se detuvo y el otro también lo hizo y así durante un rato, todo cuanto al muchacho se le ocurrió hacer, lo repitió con absoluta fidelidad. Entonces, con una sospecha, en su mente, se acercó más y ya no le cupo la menor duda: la figura reflejada en el espejo era la suya, ¡El duendecillo lo había hecho víctima de un encantamiento, reduciendo su tamaño hasta no ser más alto que el ancho de una mano! -Esto no puede ser más que un sueño o una ilusión -pensó. y cerrando los ojos permaneció largo rato frente al espejo. Pero, cuando volvió a abrirlos, comprobando que nada había cambiado, decidió que se trataba de algo real y que urgía Ir en busca del duende, pedirle perdón por su comportamiento y rogar- le le devolviera su estatura normal. Frenéticamente, púsose a buscar por todos los rincones de la casa, sollozando y suplicando en voz alta al duende, con la pro- mesa de ser, en adelante, el niño más bueno y obediente del mundo. La búsqueda resultó infructuosa en el interior de la vi-

vienda, por lo que, recordando que los duendes suelen escon- derse en el establo, se dirigió hacia allá. Al salir, un pajarito, viéndolo, comenzó a piar, diciendo: -¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Vengan todos a ver a Nils, el cuidador de patos, más pequeño que un liliputiense! ¡Miren a Nils Holgersson convertido en Pulgarcito! -Bien merecido lo tiene por haberme tirado de la cresta -cantó el gallo. Y los patos se reunieron, alargando sus cabezas a un mismo tiempo y preguntando: -¿Quién habrá podido hacer eso? -Comprendo el lenguaje de los animales –pensó el muchacho- porque he sido transformado en duende. -¡Bien hecho! ¡Bien hecho! -cloqueaban las gallinas, jubilosas, rodeándolo. Nils echó a correr, pero ellas lo siguieron ensordeciéndolo con sus gritos, hasta que la vista del gato las hizo detenerse. El chico corrió hacia el felino. -Minet -le dijo-, tú que conoces perfectamente todos los rinco- nes de la granja, ¿puedes decirme dónde podré encontrar al duende? -Puedo -respondió el gato-, pero no lo haré. ¿Acaso preten- des que te ayude para agradecerte las veces que me has tirado del rabo? La respuesta enfadó al chico que, impetuosamente, avanzó diciendo: -¡Y todavía puedo hacerlo! Pero casi al instante vióse derribado por el gato, que con las patas delanteras puestas sobre su pecho, amenazaba devorarlo de un bocado. El mozalbete clamó pidiendo socorro, pero nadie atendió sus súplicas y ya creía llegada su hora postrera cuando Minet, apartándose, le dijo: -Eso me basta. Te perdono por esta vez; sólo quería que comprobaras cuál de los dos es, ahora, el más fuerte.

Corrido y avergonzado, Nils se levantó y marchó al establo, donde las tres vacas lo recibieron con grandes voces, no preci- samente amistosas. -¡Es una dicha que haya justicia en el mundo! -mugía una, llamada Rosa de Mayo. -¡Acércate y te haré danzar sobre mis cuernos! -amenazó Lís de Oro. -Ven y te haré pagar por la avispa que me metiste en la oreja - bramaba Estrella. Nils sintió deseos de decirles que estaba arrepentido y prome- ter les ser muy bueno si le ayudaban a hallar al duende, pero las vacas armaban tal alboroto y se agitaban con tanta violencia, que temió llegaran a soltarse y juzgó que lo más prudente era salir del establo sin pérdida de tiempo. Así lo hizo y trepando a la pared que cercaba la granja sentóse a reflexionar sobre lo que podía sucederle si no volvía a recobrar su condición de ser humano. Primero pensó en el asombro de sus padres, al volver de la igle- sia. Luego se le ocurrió la posibilidad de que resolvieran exhibirlo en la feria, donde la gente acudiría a observarlo como un fenó- meno. La idea lo aterrorizó. Prefería que nadie volviera a verlo jamás. Melancólicamente paseó su mirada por la granja y luego elevó los ojos al cielo, diciéndose que nunca lo había visto tan azul. Los pájaros emigrantes pasaban en bandadas, volviendo de los países que pronto visitaría el invierno, a los lugares donde habría de reinar el calor. Los había de distintas especies, pero él sólo reconocía a los patos silvestres, que volaban en dos grandes líneas for- mando un ángulo y que al ver a los patos domésticos que jugue- teaban en el corral descendían gritando: -¡Acompáñennos! ¡Vamos a las montañas! Sus congéneres de la granja se limitaron al principio a obser- varlos con curiosidad, pero a medida que pasaban nuevas for- maciones comenzaron a dar muestra de inquietud hasta que un patito joven, asaltado repentinamente por el ansia de aventuras, anunció:

-Si pasan otros me iré con ellos. Y, en efecto, al aparecer otra bandada, desplegó sus alas y se elevó, gritando: -¡Aguarden! ¡Voy con ustedes! Pero, falto de costumbre, su vuelo fue muy breve y cayó pe- sadamente al suelo, mientras sus hermanos silvestres, comen- zaban a volar en círculos animándolo para hacer un nuevo inten- to. Si ese patito llegara a escaparse -pensó Nils viendo que se preparaba para volver a probar fortuna-, mis padres tendrán una gran pena al regresar de la iglesia. Y olvidando su pequeñez corrió al encuentro del aprendiz de aventurero y echándole los brazos al cuello le ordenó: -¡Tú te quedas aquí! ¿Me oyes? Pero en ese preciso instante el patito hendió el aire como si una fuerza extraña le impulsara al vuelo y se llevó consigo al muchachito que, cuando logró reponerse de la sorpresa, se halló a tal distancia del suelo que el pensar en soltarse hubiera sido locura. Por lo que hizo lo único que podía hacer: trepar sobre el lomo del patito y aferrarse a sus plumas para no caer. Durante largo rato se mantuvo así, con los ojos cerrados para no ser víctima del vértigo, pero al fin cobró valor y, abriéndolos, echó una mirada hacia tierra, sorprendiéndose al ver allá abajo un lienzo parecido a un gran mantel, dividido en sinnúmero de cuadros, pequeños y grandes. -¿Qué será eso? -se preguntó, haciéndolo, inconscientemen- te, en voz alta. -Campos y prados -le respondieron los patos silvestres que volaban a su alrededor. Entonces comprendió que el género a cuadros era la llanura de Scania y al punto reconoció en los cuadros verde pálido, los campos de centeno sembrados en el otoño y que permanecían verdes bajo la nieve; los de un gris amarillo eran los rastrojos en donde en el verano había habido trigo; los de tonalidad algo más oscura, campos de pastoreo esquilmados; los de tono moreno, bosques de hayas, y los verdes orlados de amarillo, jardines en

donde el césped verdeaba ya, aunque los zarzales y setos mos- trábanse aun desnudos. El pequeño rió gozoso al contemplar todos aquellos cuadros, pero en seguida se dijo: -¿Cómo puedo reír si estoy sufriendo la peor desgracia que puede sobrevenir a un ser humano? Pero la desazón que le produjo recordar el resultado de su encuentro con el duende duró poco y no tardó en sentirse alegre de nuevo y en volver a reír. En verdad estaba habituándose a este modo de viajar y sen- tíase seguro sobre el lomo del pato. La bandada, al acercarse a una finca, descendía, preguntando a los animales domésticos que en ella había: -¡Eh! ¿Cómo se llama esta granja! y generalmente el gallo, por ser el de más sonora voz, contestaba. Nils advirtió que los patos no volaban en línea recta, sino yen- do y viniendo sobre la gran llanura, como si, felices por su regre- so, quisieran saludar cada casa. Por fin llegaron a un sitio donde se levantaban varios edificios de sólida construcción, rodeados de casitas, de los que se alzaban altísimas chimeneas. -¡Esta es la azucarera de Jordberg! -anunciaron los gallos. El muchacho se estremeció. ¿Cómo no la había reconocido? Estaba cerca de su casa y el verano anterior había estado em- pleado allí como pastor. Pero, visto desde lo alto, el lugar tenía un aspecto bien diferente. ¡Jordberg! ¡Y Asa, la ¡guardadora de patos, y el pequeño Mats, que habían sido sus compañeros! ¿Estarían allí aún? ¿Qué dirían si supieran que Nils volaba por encima de sus cabezas? Ese día, el chico vio más de la Scania que en todos los años de su vida. Cuando los patos silvestres encontraban congéneres domésticos, no dejaban de formular su invitación: -¡Vengan con nosotros! ¡Vamos a las montañas! A lo que los interpelados solían responder: -¡Han llegado demasiado temprano! ¡Aun hace mucho frío! ¡Atrás! ¡Atrás!

-¡Cobardes! ¡Cobardes! -se mofaban los recién llegados, Sa- cando de quicio a los de abajo que replicaban enfurecidos. -¡Ojalá se encuentren con cazadores de buena puntería! Nils se divertía con estos duelos verbales; a veces el recuerdo de su desgracia le hacía derramar una lágrima, pero pronto un suceso cualquiera de aquel viaje volvía a hacerlo reír. Siempre había soñado con montar a caballo y lanzarlo a galope tendido, pero jamás imaginó, naturalmente, que el aire de las alturas fue- se tan deliciosamente fresco ni que hasta allí llegara la olorosa fragancia de la tierra humedecida y de los resinosos pinares. ¡Era como volar por encima de las penas! CAPÍTULO II OKKA Y SU BANDA EL patito joven sentíase orgulloso de recorrer el país con los patos silvestres, pero al acercarse la noche comenzó a sentir cansancio y, poco a poco, se fue rezagando. Al advertirlo, los que cerraban la formación llamaron a gritos al guía de la bandada que marchaba en el vértice del ángulo formado por ellos: -¡Okkal! ¡Okka! -¿Qué ocurre? -Ese pato se ha quedado atrás. -Díganle que es más fácil volar rápidamente que con lentitud - repuso Okka sin disminuir la velocidad. El patito procuró seguir el consejo, pero pronto sus fuerzas se agotaron y descendió casi al nivel de los sauces que bordeaban los caminos y los campos.

-¡Okka! ¡Okka! -gritaron entonces los patos-. ¡El patito blanco se cae! ¡No puede más! -Pues, si no puede seguirnos -decidió Okka-,que se vuelva a su casa.

Y todos siguieron volando sin prestarle mayor atención. -¿Conque es así, eh? -murmuró el patito, comprendiendo que los patos silvestres se habían burlado de él, haciéndole abando- nar la granja, sin ninguna intención de llevarle a Laponia. Estaba furioso por verse traicionado por sus fuerzas, pero lo que más le disgustaba era haberse reunido con Okka. Como todos los patos había oído hablar de una pata llamada Okka, que era Jefe de una bandada y que tenía más de cien años. Su reputación era tal, que los mejores patos silvestres querían formar parte de su tropa. El patito blanco, convencido de que nadie trataba con mayor desprecio a los patos domésticos que Okka y su bandada, hubie- ra querido demostrarles que era su Igual. Volando con lentitud, seguía tras de los otros pensando qué podía hacer, cuando el diminuto ser que llevaba a la espalda dijo: -Querido Martín, piensa que va a ser imposible, ya que no has volado nunca, seguir a esos hasta Lapona. ¿No sería mejor que volvieras a casa antes de sufrir algún daño? El patito tenía horror al hijo de la casa, al diablillo que llevaba a cuestas, así es que cuando advirtió que le creía incapaz de llegar al término del viaje, repuso furioso: -Como vuelvas a abrir la boca te arrojo en la primera laguna que encontremos Y como sí la cólera le diera nuevas fuerzas, aumentó la velo- cidad de su vuelo hasta lograr conservar la distancia respecto de la bandada. Mas es seguro que no hubiera podido continuar haciéndolo por mucho tiempo y fue con real alivio que vio al guía descender hacia el suelo. Momentos después posábanse todos a orillas de un lago. -Probablemente pasaremos la noche aquí –díjose Nils, apeán- dose de su alada cabalgadura. Una capa de hielo, rugosa y agrietada, como suele estar en primavera, cubría el lago. En las orillas ya habíase licuado, pero aun había el suficiente para difundir un frío penetrante y dar as- pecto de tristeza invernal al paisaje. Nils sintió deseos de echarse a llorar pero se contuvo. Tenía hambre, pues no había probado bocado desde la mañana, pero ¿dónde encontrar algo para po-

der calmarla? Ni la tierra ni los árboles le ofrecían nada comesti- ble, y eso no era lo peor. ¿Quién le daría albergue? ¿Quién le prepararía el lecho? ¿Quién le protegería contra las bestias sal- vajes? En su angustia volviese hacia sus compañeros de viaje y en- tonces advirtió que el patito blanco estaba aun peor que él. Inmó- vil en el sitio en que cayera, parecía próximo a morir. Su cuello se alargaba inerte sobre el suelo, sus ojos se cerraban y su respira- ción era apenas un leve silbido. -Procura beber un poco de agua, querido Martín -dijole-. El lago está apenas a dos pasos. Pero el pato no hizo el más leve movimiento. El muchacho siempre había maltratado a todos los animales, pero ahora comprendía que el pato era su único apoyo y tenía mucho miedo de perderle. Apelando a todas sus fuerzas trató de arrastrarlo hasta el lago y al fin, tras considerables esfuerzos, consiguió hacerlo. Martín cayó al lago de cabeza, permaneció un instante hundido en el limo, pero muy pronto se irguió, sacudió el agua que lo cegaba y se puso a nadar entre los juncos. Los patos silvestres lo habían precedido, sin preocuparse por él y tras bañarse y acicalarse procuraron atender a su alimenta- ción con plantas medio podridas y trébol acuático. Martín tuvo la suerte de descubrir una pequeña trucha y atra- pándola con su pico se la ofreció a Nils, diciéndole: -Te agradezco que me hayas echado al agua. Toma. Al muchacho le agradó oír la primera palabra amable que le dirigían ese día y se alegró mucho por el obsequio. En un princi- pio creyó imposible comer pescado crudo, pero no tenia otra alternativa por lo que, sacando su cuchillo, cuyo tamaño también habíase reducido hasta no ser más grande que una cerilla, pro- cedió a limpiar al pez para luego empezar de devorarlo con ga- nas. -Se ve que ya no soy un ser humano, sino un verdadero duende -se dijo.

Martín, mientras él comía, permaneció a su lado, silencioso, pero al terminar le dijo: -Hemos caído en medio de una bandada de patos silvestres que desprecian a los domésticos. -Lo sé -repuso Nils. -Sería para mi motivo de orgullo acompañarlos hasta Laponia y demostrarles lo que es capaz un pato doméstico. Por eso te pido por favor que me acompañes, pues no creo poder realizar solo tal viaje. El muchacho, naturalmente, no tenía más idea que volver a su casa por lo que, sorprendido, no atinó con la respuesta adecua- da. -Pensé que tú y yo éramos... enemigos –dijo al fin. -Tal vez lo fuéramos -repuso el pato-; ahora sólo sé que me has salvado la vida. -Pero... es preciso que vuelva a casa cuanto antes. -Yo te llevaré allí más adelante, en el otoño -prometió Martín-. No te abandonaré hasta el momento que te deje a la puerta de tu casa. El proyecto no disgustó al muchacho e iba ya a responder que aceptaba cuando, saliendo del agua con gran alboroto, los patos silvestres avanzaron hacia ellos. Al notarlos, Martín experimentó cierto malestar. Siempre creyó que serían similares a los domés- ticos y esperaba encontrarles más familiares, pero ahora com- prendía su error. Ninguno era blanco, sino grises, con rayas os- curas y sus ojos, amarillentos, infundían miedo. Además no an- daban despacio, contoneándose, sino que corrían. -Ten ánimo para contestar, pero no digas quién eres -susurró al oído de Nils, antes de que los otros estuvieran tan cerca como para oírle. -Queremos saber algo de tí -demandó el guía. Martín tenía poco que decir, pues había nacido en la granja, en la última primavera. -¿Qué te ha movido a unirte a nosotros? -inquirió Okka.

-Tal vez el deseo de mostrar que los patos domésticos sirven para algo.

-Nos alegraríamos que pudieras demostrarlo. Ya sabemos los puntos que calzas volando, pero tal vez seas más hábil en otras cosas. ¿Quieres competir con nosotros en natación? -No me las doy de nadador; sólo he nadado en charcas. -¡Serás, entonces, diestro para correr? -Los patos domésticos no corren. -¡Vaya! -exclamó entonces Okka-. Sabes responder valero- samente y el que es valiente puede ser buen compañero. ¿Qué dirías si te invitáramos a permanecer algún tiempo con nosotros hasta ver de lo que eres capaz? -Pues, aceptaría gustoso, -Bien. ¿Quién es ese que te acompaña? Nunca vi un ser co- mo él. -Es mi compañero de viaje. Siempre fue guardián de patos. Creo que podría sernos de mucha utilidad. -Para un pato doméstico tal vez; ¿Cómo se llama? -Pulgar cito -repuso Martín que no quería traicionar al mucha- cho revelando que tenía nombre de persona. -¿Pertenece tal vez a la familia de los duendes? -preguntó Okka. -¿Por qué no nos vamos a dormir? -dijo Martín tratando de eludir la pregunta-. Tengo sueño. El otro lo miró con severidad. -¡Soy Okka! -exclamó secamente-. El que vuela a mi derecha es Yksi y el de mi izquierda Kaksi, y estos otros son Kolme, Nelja, Viisi y Kiisi. Todos ellos, lo mismo que los otros seis, son patos de las altas montañas y de la mejor familia. No se nos vaya a tomar por vagabundos que aceptan cualquier compañía y sepan ambos que no compartiremos nuestro lugar de descanso con quien no quiera decirnos de qué familia desciende. Al oír esto, el muchacho, a quien había molestado que Martín, hablando por cuenta propia, contestase con evasivas al tratarse de él, se adelantó resueltamente. -No oculto quien soy -dijo-. Me llamo Nils Holgersson y soy

hijo de un terrateniente. Hasta hoy he sido un muchacho, pero esta mañana...

No pudo continuar, pues los patos silvestres, al oír que era un ser humano, comenzaron a silbar furiosos. -Es lo que sospeché cuanto te vi en la ribera -exclamó Okka-. ¡Vete! No queremos hombres entre nosotros. -¿Es posible que los patos silvestres tengan miedo de un ser tan pequeño? -intervino Martín saliendo en defensa de Nils-. Ma- ñana volverá a su casa, pero por esta noche bien podrías con- sentir en que se quede en nuestra compañía. ¿Qué podría hacer él contra zorras y comadrejas si lo abandonamos? Okka se acercó entonces al muchacho, mirándolo con des- confianza. -Está bien -dijo-. Si tú respondes por él, que se quede. Pero no creo que quieran compartir nuestro lugar de descanso, pues vamos a dormir sobre el hielo flotante de este lago. -Escoger un lugar tan seguro es prueba de prudencia -replicó Martín. -¿Tengo tu promesa de que mañana él volverá a su casa? -Si así lo deseas... Pero entonces yo también tendré que abandonarles, pues he prometido no separarme de él. -Eres libre de ir donde quieras -respondió el pato silvestre, al tiempo que se elevaba para volar hacia el hielo, seguido de su bandada. -Esto va mal, Martín -dijo Nils.-. Vamos a morir de frío sobre el hielo. -No temas. Recoge toda la hierba que puedas. La extenderemos sobre el hielo y nos echaremos encima para resguardarnos del frío. Hizo el muchacho lo que le ordenaba y entonces el pato lo tomó por el cuello de la camisa y voló hacia el hielo donde los componentes de la bandada dormían ya, de pie y con la cabeza bajo el ala. También Martín puso bajo una de las suyas a Nils que así abrigado no tardó en, caer en profundo sueño. Pero los patos silvestres habían cometido un error al posarse sobre el hielo. A medianoche, el pequeño témpano cambió de sitio y fue a estrellarse contra la orilla, justamente cuando la zorra

Esmirra se acercaba.

Las aves, despertadas bruscamente, se elevaron al ver a la zorra, pero ella fue más rápida y alcanzando a atrapar a un pato por un ala, se alejó con él, Nils, que despertó al caer cuando Martín abrió sus alas, vio a un animal parecido a un perro huyen- do con su presa y en el acto se lanzó tras él dispuesto a liberar al cautivo, gritando: -¡Deja a ese pato, canalla! Al oírlo, Esmirra corrió más presurosa, internándose en un bosque de hayas, seguida de Nils Que ardía en deseos de mos- trar a los patos silvestres que el hombre es superior a todos los demás seres de la creación. -¡Detente ya, perro desvergonzado! -gritó. A Esmirra le causó gracia verse confundida con un perro, pero no se mostró dispuesta a obedecer la orden y siguió corriendo procurando alejarse. Pero Nils, convertido en un verdadero duende, podía ver en la oscuridad como a pleno sol y era, ade- más, muy veloz; conque tras tenaz persecución, pudo acercarse a la fugitiva lo bastante como para asirse a su cola. La zorra se detuvo entonces, enfadada y poniendo a su presa en el suelo se aprestó a cortarle el pescuezo, diciendo: -Ve con tus lamentaciones ante tu amo, porque voy a matar y comerme este pato. Entonces fue cuando Nils observó el hocico puntiagudo del animal que tomara por un perro y lo reconoció. Pero estaba deci- dido a no abandonar su intento, por lo que aferrando con todas sus fuerzas la cola de la zorra, dióle tal tirón, justo en el momento en que ella abría la boca para ultimar al pato, que la obligó a retroceder dos pasos. Un segundo después el ave, liberada, se elevaba volando torpemente, pues tenía un ala lastimada, y em- prendía el regreso al lago. -Si uno se fue, me queda el otro: -dijo Esmirra, furiosa. -Eso es lo que tú te crees -se mofó Nils, envalentonado por su triunfo y sin soltar el rabo de la zorra. Y comenzó una danza loca en medio del bosque y entre tor- bellinos de hojas secas. Esmirra daba vueltas en redondo, tra- tando inútilmente de alcanzar con el hocico la punta de su cola,

mientras Nils se burlaba de ella. De pronto, el muchacho advirtió una joven haya que había crecido fina y recta como una vara, y con rapidez prodigiosa se encaramó por el tronco, sin que la zo- rra lo advirtiera, por lo que continuó dando vueltas largo rato. -Puedes dejar de bailar -le advirtió Nils, finalmente. Entonces la zorra, cansada y furiosa, se echó al pie del árbol dispuesta a montar guardia todo el tiempo que fuese necesario, con lo que el mozalbete se vio obligado a permanecer quietecito, luchando contra el sueño, porque si llegaba a dormirse podía caer y entonces... Por fin amaneció y los rayos del sol ahuyentaron el frío de su cuerpecito. Pero la satisfacción que experimentó no duró mucho ya que, un momento después, catorce patos, entre ellos Martín, pasaron volando a gran altura y, al parecer no alcanzaron a per- cibir sus voces en demanda de auxilio. ¡Y la Zorra seguía allí, echada, vigilante! Durante las dos horas siguientes nada sucedió, pero luego un pato silvestre, solitario, apareció volando bajo la espesa techum- bre del ramaje. Esmirra, al verle, dio un salto intentando atrapar- lo, pero el ave se elevó a tiempo y la dejó burlada. Poco después se presentó un segundo pato, volando aun más bajo que el ante- rior, pero también esta vez los propósitos homicidas de la zorra se vieron frustrados por la rapidez con que se remontó en el ins- tante en que ella saltaba. Luego llegó otro pato, y otro, y otro, hasta completar una docena y Esmirra gastó inútilmente sus energías intentando lograr que uno le sirviera de almuerzo. Transcurrió entonces un largo momento y al fin apareció un pato muy viejo, que parecía no tener fuerzas para agitar sus alas, al punto que muchas veces descendía casi hasta tocar el suelo. Esmirra se relamió por anticipado, pensando que esa ave podría escapar a sus dientes, por lo que su rápido e inesperado esquive, justo cuando estaba por alcanzarla, lo llenó de rabia y lo impul- só a perseguirla largo trecho. Después, cuando volvía vencida, vio acercarse el pato número catorce, totalmente blanco, y haciendo un llamamiento a todas sus fuerzas dio un salto prodi- gioso y nuevamente quedó chasqueado porque el albo patito

escapó sano y salvo como todos los demás. Entonces recordó a su prisionero y retrocedió hacia el haya, pero, como es de supo- ner, Nils no estaba ya allí. Entonces volvieron a aparecer los patos, de a uno o en pare- jas y se repitieron los intentos de Esmirra por clavarles el diente, sin ningún resultado. Y así, una y otra vez, hasta que la zorra, debilitada ya por el hambre sufrida durante el largo invierno rodó sin sentido sobre un montón de hojas secas. Entonces, volando por sobre ella, casi rozándola, los patos gritaron: -Zorra, hoy has aprendido lo que cuesta atacar a un miembro del grupo de Okka. Y, elevándose, se alejaron del bosque. CAPITULO III VIDA DE LOS PATOS SILVESTRES Por esos días tuvo lugar un hecho que alcanzó gran difusión y que muchos consideraron cuento, a falta de explicación razona- ble. En cierta granja atraparon una ardilla y la colocaron en una jaula de las que se construyen para ellas, a modo de casita y con una rueda de alambre en su interior para que el animalito pueda correr y trepar a su antojo. También pusieron un poco de leche y algunas avellanas, con lo cual los moradores de la granja creye- ron haberle brindado todo lo necesario en cuanto a comodidad. Por ello no fue poco el asombro que les produjo verla acurrucar- se en un rincón, lanzando quejidos lastimeros. -Está asustada -dijéronse luego-. Mañana, cuando se haya acostumbrado a su jaulita comerá y jugará. Y seguros de haber hallado la explicación justa, cada uno marchó a sus ocupaciones.

Por la noche, mientras las mujeres amasaban el pan, una anciana, que por su avanzada edad no participaba de las labores

de la casa, sentóse junto a una ventana para disfrutar de la brisa que entraba por ella. Desde allí podía ver el corral, iluminado por la luz de la cocina, cuya puerta había quedado abierta, y distin- guía perfectamente la jaula la de la ardilla, que se paseaba por ella dando muestras de gran inquietud. Entre el establo y la cuadra había un largo corredor cubierto que conducía a la puerta de entrada, que estaba ubicado de tal modo que la luz llegaba hasta él. Ello permitió a la anciana ver entrar a un hombre cito que no medía ni un palmo, el cual se acercó rápidamente a la jaula y observando que no podía alcan- zar la, buscó una caña, la colocó apoyada contra ella, trepó con la agilidad de un marino por entre las jarcias y una vez en lo alto intentó abrir la puerta de la casita. Pero fracasó, pues estaba sujeta por una cadena" y la anciana vio entonces que la ardilla corría a subirse a la rueda y desde allí sostenía un largo conciliá- bulo con el duendecillo, que a poco se dejó deslizar por la caña y se alejó por el mismo camino que siguiera al llegar. La viejecita se quedó pensando si todo no había sido más que un espejismo, cuando el diminuto ser reapareció llevando un objeto en cada mano que no pudo distinguir claramente. Llegado junto a la caña, dejó uno de esos objetos en el suelo y trepó con el otro hasta la jaula, hizo saltar una ventana de un puntapié y a través de ella entregó a la ardilla lo que llevaba. Luego volvió a bajar, tomó el otro objeto, que tras trepar nuevamente pasó a la ardilla y tornando a descender, se marchó. Entonces la viejecita no pudo permanecer tranquila en la casa y saliendo de ella fue a ocultarse tras la bomba del agua, para poder espiar mejor al duende si volvía. Mas había otro ser en la casa que también había observado las andanzas del diminuto hombrecillo: el gato, que acercándose al lugar iluminado, pero sin entrar en él, permaneció al acecho, con aviesas intenciones. A poco el duendecillo reapareció corriendo, llevando también dos objetos en sus manos que no se mantenían quietos como los anteriores sino que chillaban y se agitaban. La anciana compren- dió, entonces, que había ido a buscar al bosque de ave... llanos los hijos de la ardilla, para que no murieran de hambre, y perma-

neció inmóvil, para no asustarlo. Pero el duendecillo, al acercarse a la caña se detuvo de pronto, como si algo paralizara sus movi- mientos. Acababa de descubrir, en la oscuridad, el brillo de los ojos del gato y no dudó de por qué hallábase ahí. Él necesitaba tener una mano libre para poder trepar y he aquí que la presen- cia del felino no le permitía dejar a una de las ardillitas en el sue- lo. ¿Qué hacer? Desesperado echó una mirada a su alrededor y descubriendo a la anciana se acercó a ella, puso en sus manos una de las pequeñas ardillas y corrió a encaramarse por la caña. La anciana no quería mostrarse indigna de tal confianza y sostuvo delicadamente al agitado bichito, hasta que el duende volvió a buscarlo¡. Cuando a la mañana siguiente la viejecita contó lo sucedido, todos se burlaron de ella diciéndole que era sólo un sueño. Pero cuando vieron dentro de la casita-jaula, una de cuyas ventanas aparecía rota, cuatro pequeñuelos todavía sin pelo y medio ciegos, que apenas tendrían tres días de existencia, hubieron de aceptar la realidad. -Sea lo que fuere -dijo el dueño de la granja-, lo cierto es que debiéramos avergonzarnos. Saquemos de allí a la ardilla y sus hijuelos y llevémoslos al bosque para que vivan en libertad. Tal suceso, del que se ocuparon los periódicos de todo el país y que muchos se negaron a aceptar porque no lograban explicár- selo tenía, sin embargo, su explicación. Al día siguiente de aquel en que los patos silvestres se divir- tieran a costa de la zorra, Nils, que esperaba que en cualquier momento Okka diera orden a Martín de devolverlo a su casa, se sorprendió de que tanto el patito blanco como él pudieran conti- nuar viajando con la bandada, sin que nadie se opusiera. Por la tarde descendieron en un gran parque, perteneciente a un castillo y mientras las aves picoteaban los granos caídos en la hierba, el muchacho se Internó entre un grupo de avellanos con la esperanza de hallar algunos frutos con que satisfacer su apeti- to. La idea del viaje seguía obsesionándolo; no deseaba regre- sar, quería seguir con los patos y vivir como ellos sin grandes cuidados. Tal vez tuviera que sufrir hambre y frío, pero, en com- pensación, no tendría que trabajar ni estudiar.

Mientras erraba por el parque, Okka se le acercó y al enterar- se de que no había hallado nada para comer, cortó con su pico algunos frutos que el muchacho devoró con deleite. Luego fueron todos a orillas del lago y se dedicaron a jugar el resto del día hasta que, fatigados, se fueron a dormir sobre el hielo. -De seguro mañana me mandan a casa –pensó Nils cuando se acurrucaba bajo el ala del patito blanco. Pero al otro día nadie le hizo ninguna indicación en ese senti- do y la jornada transcurrió como la víspera. Comenzó, pues, a confiar en que los patos lo retendrían a su lado, pero a la mañana siguiente sus dudas volvieron. Okka, que de nuevo fue en su auxilio para proporcionarle comida, le aconsejó que anduviese con cuidado por el bosque, pues seguramente ignoraba los enemigos que podía hallar en él. Al pasear por el parque debía cuidarse de la zorra y la marta, y junto al mar de la nutria; si se acercaba a una pared no debía olvidar que la comadreja se oculta en los agujeros más pequeños y al disponerse a echarse sobre un montón de hierba haría bien en observar si no ocultaba a alguna víbora. En campo abierto debía vigilar la presencia de gavilanes, buitres, águilas y halco- nes; las urracas y los cuervos acechan en todas partes y al ano- checer es preciso aguzar el oído para adivinar la aparición de los búhos y mochuelos de vuelo tan silencioso que aun estando a su lado no se les percibe. Nils quedó aterrado al oír mencionar tantos enemigos y pre- guntó a Okka que podía hacer para protegerse. -Hazte amigo de las ardillas, las liebres, los gorriones, los abejucos y las alondras -respondió la vieja pata-. Si lo consigues, ellos te advertirán del peligro, te buscarán escondites y aun, en caso necesario, se unirán para ampararte. Pero cuando esa misma tarde, siguiendo el consejo, el mu- chacho se dirigió a Sirle, las ardillas, en demanda de protección, ella le respondió: -No esperes nada de mí ni de los otros animalitos. Sé que eres Nils, el cuidador de patos, el que el último año destruyó los nidos de las golondrinas, aplastó los huevos de los estorninos, cazó

mirlos con cepo y encerró ardillas en las jaulas. Cuídate tú solo y procura que no nos unamos todos contra ti para; arrojarte de estos parajes y hacerte volver al lado de tu familia. En otro tiempo, no hubiera dejado pasar impunemente tal respuesta, pero entonces sentía gran temor de que los patos silvestres supieran lo malo que había sido siempre con los ani- males y lo obligaran a volver a casa. Por ello habíase comporta- do correctamente desde que estaba con los patos, sin cometer ni la menor travesura. Pasó largas horas preocupado, temiendo que la ardilla hablara de él a Okka, hasta que llegada la tarde, al ente- rarse de que la esposa de Sirle había sido cazada y qué sus pe- queñuelos estaban a punto de morir de hambre, resolvió ir en su ayuda para demostrar cuánto había cambiado. A él se debió, pues, no sólo la salvación de los recién nacidos, sino también la libertad de mamá ardilla, pero de esto último no se enteró hasta el día siguiente, cuando al acercarse al bosque oyó cantar por todas partes a los pinzones que, saltando de rama en rama, rela- taban cómo Nils, el guardador de patos, había desafiado los peli- gros de los hombres para salvar a los hijos de Sirle y rescatar a su esposa. -¡Honor a Pulgarcito al que todos temían cuando era Nils, el guardador de patos! -cantaban los pinzones-. Sirle, la ardilla, le dará avellanas, las liebres jugarán con él, los corzos lo llevarán sobre sus espaldas y huirán con él cuando Esmirra, la zorra, se aproxime, los abejorros le anunciarán la llegada del, gavilán y las alondras cantarán en su alabanza. El muchacho estaba seguro de que todo aquello lo oían Okka y los patos, pero, sin embargo, pasó todo el día sin que nadie le hablara de seguir a su lado. Al siguiente, la mañana transcurrió en forma tranquila, pero hacia la tarde apareció Esmirra, por lo que Okka tomó la resolución de alejarse la bandada remontó vuelo no volviendo a descender sino cuando se hallaron a orillas del Báltico. Y vino el domingo. Había pasado, pues, una semana desde que Nils fuera transformado en duende y nada anunciaba que

podría recuperar su antigua figura. Cosa que no le inquietaba en absoluto. A mediodía instalóse en lo alto de un sauce y se divirtió to- cando la flauta, rodeado de abejorro gorriones y estorninos, cu- yos cantos trataba de imitar, inútilmente. Más de pronto arrojó el instrumento y saltó a tierra. Acababa de ver a Okka y a otros patos que se aproximaban volando, lenta solemnemente y se le ocurrió que iban, por fin a decirle lo quo habían resuelto respecto a él En efecto, cuando se detuvieron, dijo Okka: -Mi conducta debe haberte sorprendido, Pulgarcito, pues no te he dado las gracias por haberme salvado de las garras de Esmi- rra. Pero soy de quienes prefieren agradecer las cosas con actos y no con palabras. Por eso te he hecho un servicio, mandando un mensaje al duende que te ha encantado quien, a mis ruegos, e informado por mí de lo bien que te has portado, ha resuelto resti- tuirte tu natural figura en cuanto vuelvas a tu casa. El desencanto que se pintó en el rostro del pequeñuelo fue tal, que Okka se le quedó mirando extrañada. -¿Qué ocurre? -preguntó-. Se diría que esperabas más de lo que te ofrezco. -No es eso -repuso Nils, lloriqueando-. Es que no quiero vol- ver a ser lo que fui... quiero ir contigo y tus compañeros a Lapo- nia. -Repara en que el duende es tan irascible que si no aceptas ahora, puede que jamás acceda a prestarte su ayuda. -No quiero volver a ser el de antes –exclamó, Nils-; quiero ir con ustedes a Laponia. -Piensa que algún día puedes lamentar tu resolución. -No lo lamentaré. Jamás he estado tan a gusto como con ustedes. -Entonces, sea como tú quieres. .. -Gracias, muchas gracias -gritó el muchacho, sintiéndose feliz como nunca lo había sido en su vida.

CAPITULO IV EL CASTILLO DE GLIMMINGE AL sudeste de Scania, cerca del mar, se alzaba el antiguo castillo de Glimminge, enorme y sólido, con muy escasas venta- nas en los pisos superiores y sólo estrechos orificios para dar paso a la luz, a ras del suelo, porque en tiempos remotos, cuan- do se vivía permanentemente en guerra, era preciso que las ca- sas no ofrecieran la menor posibilidad de que el enemigo pudiese penetrar en ellas. Pero, establecida la paz, nadie quiso habitar entre aquellos gruesos muros, y en los tiempos en que Nils viaja- ba con los patos salvajes no había ningún ser humano en Glim- minge, aunque no por ello carecía de habitantes. En el tejado había un gran nido que en verano cobijaba muchas cigüeñas; en el granero vivían buen número de mochuelos, infinidad de mur- ciélagos se escondían en los corredores secretos de los muros, un gato viejo habíase establecido en la chimenea de la cocina y por la bodega corrían centenares de la antigua especie de ratas negras. Las ratas no son generalmente apreciadas por los demás anímales, pero las ratas negras de Glimminge constituían una excepción. Se las nombraba con respeto, por el valor demostrado en la lucha con sus enemigos y por la entereza revelada después de las desgracias que agobiaran a su pueblo, en otro tiempo fuerte y numeroso y ahora en camino de extinguirse. Por muchos años las ratas negras hablan poseído todo el país de Scanía, hallándose las por todas partes, pero a la sazón Glimmínge cons- tituía su última ciudadela. Y la causa de su lenta, pero segura desaparición, no era la raza humana, como generalmente ocurre, sino otro pueblo de la misma especie: las ratas grises. Estas habían llegado al país apenas una centuria atrás. Eran ratas miserables, hambrientas y sin hogar, que no se atrevían a salir del puerto, alimentándose de desperdicios que los hombres arrojaban al agua. Mas, poco a poco, su número fue en aumento y en la misma proporción creció su audacia, comenzando por

instalarse en casas viejas que las ratas negras abandonaban; luego se posesionaron de graneros, cuevas y almacenes, ya enfrentando abiertamente la oposición de las ratas negras y fi- nalmente, constituidas en formidable ejército, se lanzaron a la conquista del país entero hasta lograr que la raza enemiga se viera obligada a refugiarse en el último reducto que era el castillo, al que se proponían atacar en la primera ocasión favorable, pues sostenían que era una cuestión de honor exterminar a las ratas negras. Aunque los que las conocían no ignoraban que el verda- dero fin perseguido era apoderarse del castillo, porque los hom- bres lo usaban para almacenar cereales. Aquel día, a cierta distancia del castillo, los patos silvestres despertaron al oír unos agudos gritos que venían de lo alto y a poco Trianura, la grulla, saludaba a Okka y su bandada y le co- municaba que al día siguiente celebrarías e el gran baile de las grullas en Kullaberg. Okka le dio las gracias y las grullas prosiguieron su camino para llevar a todas partes, la noticia de la fiesta. -Tendrás la suerte de ver el lindo baile de las grullas -dijeron los patos silvestres al patito blanco-. Se trata de algo que tú no te imaginas. -Hay que pensar en lo que haremos mañana con Pulgar cito, para que no le ocurra nada malo mientras estemos en Kullaberg - dijo Okka. -No se quedará solo -replicó Martín-. Si las grullas no permi- ten que vea su baile yo me quedaré con él. -Ningún ser humano ha presenciado la reunión de animales en Kullaberg -informó Okka-, y no seré yo quien se aventure a llevar a Pulgar cito. Pero ya hablaremos de eso luego. Dio la señal de partida y visto que Esmirra, la zorra, andaba por las cercanías, condujo a su grupo hasta los prados inundados al sur de Glimminge. Nils pasó el día aislado de los patos, pues el que se negaran a llevarlos al baile de las grullas le había puesto de mal humor. Le molestaba que Okka no tuviera confianza en él; que no comprendiera que si había renunciado a su condición

humana para seguirlos, era porque lo habría de traicionarlos nunca. -Es preciso que les diga lo que pienso -decidió. Pero las horas pasaban sin que se decidiera a hacerlo, ya que, aunque pudiera parecer extraño, la presencia de la gran pata, le infundía mucho respeto. Un muro de piedra bordeaba el prado pantanoso que cruza- ban los patos y cuando al, llegar la tarde Nils levantó la cabeza para hablar a Okka, su mirada cayó sobre el muro y al punto lanzó un grito de asombro que atrajo la atención de todos los patos. Centenares, miles de ratas grises corrían presurosas y en filas tan compactas por las paredes que durante un buen rato las cubrieron por completo. -Tantas ratas grises no es buena señal –acotó Yksi. En ese mismo instante una cigüeña fue a posarse delante de Okka, quien extendiendo sus alas la, saludó varias veces con la cabeza. No se asombró mucho de verla, porque sabía que en la primavera los machos se adelantan con el fin de comprobar si los nidos no han desaparecido durante el invierno, pero le extrañaba que compareciera ante ella, porque las cigüeñas lo visitan, gene- ralmente, a nadie más que a individuos de su raza. -Espero que no encuentres tu nido en mal estado, Ermenric - dijo Okka. Al punto el aludido rompió en una serie de lamentaciones, quejándose de que su nido fuera destruido por las tormentas invernales Y de que en Scania fuera difícil encontrar alimento. Acabaría, dijo, por abandonar definitivamente el país, Al oírle, Okka tuvo la tentación de decirle: "En tu lugar, señor Emenric, me daría vergüenza quejarme. Tú has logrado ser un pájaro libre y además, tan respetado por los hombres que nadie osa disparar su escopeta contra los de tu raza ni robar huevos de sus nidos". Pero prefirió guardar silencio, por razones de buena política. Agotado el repertorio de sus lamentos, la cigüeña preguntó si los patos habían visto pasar las ratas grises que se dirigían hacia

Glimminge y al recibir respuesta afirmativa contó la historia de las valientes ratas negras para, finalmente, asegurar: -Pero esta noche el castillo caerá en poder de las ratas grises. -¿Por qué esta noche, Ermenric? –preguntó Okka. -Porque todas las ratas negras se fueron ayer a Kullaberg, en la seguridad de que todos los otros animales irán también. Pero las ratas grises no han ido y ahora se disponen a atacar el casti- llo sólo defendido por algunos ratones viejos, cuyas debilitadas fuerzas no les permitieron ir a Kullaberg. Las ratas grises se sal- drán con la suya y a mi, que he vivido tanto tiempo en buena armonía con las negras, no me seduce la idea de habitar en el mismo lugar que sus enemigos. -¿Mandaste algún mensaje a las ratas negras? -inquirió la pata. -¿Para qué? No tendrán tiempo de volver antes de la toma del castillo. -No es eso tan seguro como a ti te parece -replicó Okka-. Sé de una vieja pata silvestre que no desea más que impedir tamaña atrocidad, Al oír esto la cigüeña miró a su interlocutora con visible incre- dulidad. En efecto, la vieja Okka no tenia garras ni pico propios para combatir y, además, era un ave diurna, que apenas llegada la noche se rendía al sueño. Pero Okka estaba dispuesta a ir en ayuda de las ratas negras, por lo que llamando a Yksi le ordenó llevar a la bandada a cierto lago, mientras ella se dirigía al castillo. -El único que vendrá conmigo -dijo- es Pulgarcito, porque tiene buena vista y puede mantenerse despierto durante la no- che. Nils, que estaba de bastante malhumor, se levantó desafiante, dispuesto a decirle que no le agradaba luchar contra ratones y que haría mejor en buscarse otro compañero, mas apenas hizo el primer movimiento la cigüeña lo vio y tomándolo con el pico lo arrojó al aire muy alto. Luego volvió a atraparlo mientras caía y tornó a lanzarlo hacia lo alto, repitiendo la operación varias veces

sin atender a los gritos del muchacho ni a las voces de los patos que gritaban: -¡Detente Ermenric! ¡Ese no es una rana, es un hombre! Al fin la cigüeña consintió en depositar al diminuto ser sobre el suelo, sano y salvo y después anunció: -Bueno... me vuelvo a Glimminge. Todos sus habitantes esta- ban muy inquietos, pero saltarán de alegría cuando les diga que Okka, la pata silvestre, y Pulgarcito, el chiquitín, correrán a sal- varles. Dicho esto se marchó sin que Okka se dignara contestar le, aunque no había dejado de advertir la burlona intención de sus palabras. Entonces la pata indicó a Nils que montara sobre su lomo, cosa que el chico hizo, pues la actitud de la cigüeña ahu- yentó sus propósitos de negarse a secundar a Okka, para nacer en él el deseo de mostrar a la zancuda ave lo que era capaz de hacer. Poco después la pata y su compañero descendían en el nido de las cigüeñas en la techumbre de Glimminge, advirtiendo de una sola ojeada que todo estaba revuelto en la casa. Allí mora- ban- dos mochuelos, un viejo gato gris y una docena de ratones negros, decrépitos, ninguno de los cuales se molestó en darles la bienvenida. En realidad, toda su atención estaba fija en las nutri- das huestes de ratas grises que avanzaban hacia el castillo. Las ratas negras sabían que para ellas no había esperanza y que pronto sucumbirían. Los mochuelos movían sus ojos redondos y murmuraban contra la crueldad de las ratas grises, que les obli- garla a abandonar su nido, y el viejo gato no hacía más que decir a las ratas negras: -¿Cómo dejaron que se marcharan los mejores guerreros? ¿Cómo pudieron confiar tanto en las ratas -grises? ¡Esto es im- perdonable! y lo pagaremos con nuestras vidas. -No temas, tonto -replicaba Ermenric burlonamente-. ¿No ves que la señora Okka y Pulgarcito han venido a salvar el castillo Ellos vencerán, no lo dudes. Yo me voy a dormir, seguro de que mañana no quedará un solo ratón gris en Glimminge. Nils le echó una mirada fulminante, pero la pantano le hizo ningún caso.

-Seria una fracasada si a mi edad no pudiese vencer dificulta- des como esta -dijo-. Sólo con que esta pareja de mochuelos, que pueden pasar la noche en vela, se presten a llevar algunos mensajes, todo podría salir a pedir de boca. Los dos mochuelos se manifestaron dispuestos a ejecutar sus órdenes y entonces Okka encargó al macho que fuese a avisar a los ratones negros que debían volver sin demora y envió a su compañera en busca de Flama, el mochuelo que vivía en la torre de una catedral de aquella región, al que debía transmitir un mensaje, tan secreto, que apenas se atrevió a comunicárselo al oído, en voz apenas perceptible. Partieron los mensajeros y los demás se dispusieron a aguar- dar. Pasaron las horas y a eso de la medianoche los ratones grises comenzaron a penetrar en el castillo por un abierto venta- nillo del primer piso. Lo hicieron con muchas precauciones, listos para actuar cuando los defensores entraran en acción. Pero na- die se opuso a que entraran ni nada estorbó sus pasos cuando, localizados los agujeros por los que las ratas negras ascendían a los pisos superiores, subieron por ellos hasta invadir todo el edificio. Esta falta de enemigos les inquietaba más que los riesgos de una lucha abierta y aunque sentíanse atraídas por el grato aroma que exhalaba el trigo allí amontonado, procuraban resistir la ten- tación, pues podía tratarse de una trampa. Diéronse, pues, a la tarea de registrar todos los rincones del castillo sin hallar rastro del enemigo, aunque no se les ocurrió visitar el nido de cigüeñas donde, en ese momento, el mochuelo hembra despertaba a Okka para anunciarle que Flama, el mochuelo de la torre, había acce- dido a su petición enviándole lo que necesitaba. Convencidos los ratones grises de que el enemigo había hui- do renunciando a la lucha, precipitáronse radiantes de alegría sobre los montones de trigo; mas apenas habían alcanzado a. devorar unos granos llegó hasta ellos, desde el patio, el agudo sonido de un pito. Levantando la cabeza, escucharon con mues- tras de inquietud; sin embargo la gula pudo más y no tardaron en reanudar el banquete. Pero cuando el pito resonó de nuevo, su-

cedió algo extraordinario: muchos ratones se apartaron del trigo y se lanzaron por los caminos más cortos prontos a abandonar la casa. Otros muchos quedaron inmóviles, como si se resistieran a seguirlos, pero al sonar por tercera vez el silbato, lanzáronse en loca carrera por los mismos caminos que aquellos, atropellándo- se y pisoteándose en el deseo de salir cuanto antes. En mitad del patio un hombrecito tocaba el silbato rodeado de un círculo de ratones que iba engrosándose más y más. Sólo un instante dejó de tocar para hacer a las ratas una mueca burlona, y entonces ellas parecieron dispuestas a atacarlo; pero el pito volvió a dejar oír su voz estridente y la actitud beligerante de los roedores desapareció como por encanto. Cuando el pequeñín hubo hecho salir a la última rata del Cas- tillo, marchó hacia la carretera sin dejar de soplar el silbato y la legión de ratas marchó detrás de él, sumisamente, siguiéndole a través de innumerables senderos. El silbato que tocaba parecía hecho con un cuerno de animal, pero tan pequeño como no lo tiene ninguno de los conocidos. Flama, el mochuelo, lo habla encontrado en la torre de la cate- dral, mostrándoselo a Bataki, el cuervo, conviniendo ambos en que era uno de esos cuernos de que se servía los antiguos para encantar ratas y ratones. El cuervo era amigo de Okka y él fue quien le había comunicado que Flama poseía ese tesoro, y era verdad que los roedores no podían resistir el encanto del pito, pues el muchachito anduvo tanto tiempo como duró el resplandor de las estrellas Y ellos no dejaron de seguirle, distanciándose cada vez más de los vastos graneros de Glimminge. CAPITULO V EL BAILE DE LAS GRULLAS Kullagerg es una isla montañosa, cercada en gran parte de arrecifes y bordeada de altos acantilados. Hay excavaciones profundas trabajadas en la roca viva; zarzas y plantas trepan por

doquier y los robles y hayas forman grandes cobertizos de verdu- ra. Todo lo cual compone un conjunto de inefable belleza que atrae durante el verano a muchos turistas. Más difícil de explicar es lo que atrae a los animales a aquel sitio, pero lo cierto es que allí se juntan todos los años muchos de ellos para celebrar una gran fiesta. Cuando la asamblea va a reunirse, corzos, liebres, zorras y otros cuadrúpedos se ponen en camino durante la noche y antes del amanecer comparecen en el lugar de los juegos: un arenal, no lejos de la punta izquierda de la isla, totalmente rodeado de alturas que impiden se les descubra a menos que alguien se arriesgue a escalarlas. Cosa poco proba- ble, sobre todo en el mes de marzo, debido a las frecuentes tem- pestades que se prolongan aun después del otoño. Llegados al lugar, los cuadrúpedos se instalan en las colinas, separados por especies, aunque en esos días reina la paz más absoluta, un galgo podría echarse junto a una zorra sin ningún temor. Una vez ubicados, quedan a la espera de los pájaros, que llegan cuando el sol reina en todo su esplendor. Porque siendo las grullas muy hábiles meteorólogas saben con anticipación cuando el tiempo ha de ser brillante y eligen ese día para la fies- ta. En esta ocasión el cielo estaba totalmente despejado y a los rayos del radiante sol los cuadrúpedos no tardaron en ver avan- zar unas nubecillas negras, que pronto mostraron ser bandadas de pájaros que fueron abatiéndose sobre la colina a medida que llegaban, Eran alondras, pinzones de bonitos colores, estorninos y abejorros. Después, en forma interrumpida, fueron arribando gorriones, cornejas, mochuelos, gavilanes, cuervos, gallináceas y pájaros acuáticos. Los últimos en llegar, porque habían tenido que cruzar toda Scania fueron Okka y su bandada, a la que acompañaba, muy gozoso, Nils. Ellos habían tenido que esperar, para emprender la marcha, a que regresaran al castillo las ratas negras y recoger luego al mu- chacho, que haciendo sonar el silbato hasta la salida del sol habíase alejado considerablemente y cabe hacer constar que no fue Okka ni ninguno de los otros patos quien localizó al peque-

ñuelo, sino Ermenric, la cigüeña, que pidió encargarse de esa tarea y luego, frente a toda la bandada, se disculpó por haberle tratado en forma despectiva la tarde anterior, lo cual causó a Nils mucha satisfacción, que Okka se encargó de acrecer aún más, elogiándolo calurosamente por haber prestado tan valiosa ayuda a los que se hallaban en un difícil trance. En seguida, la vieja pata había preguntado a la cigüeña si creía, prudente llevar a Pulgarcito a la fiesta. -Mi opinión -había agregado- es que podemos fiarnos de él como de nosotros mismos. -Ciertamente, Okka -fue la respuesta de Ermenric-; esa sería una forma de recompensarle por peligros que ha afrontado por nosotros, y como yo fui quien se portó mal con él, reclamo el honor de llevarlo sobre mi espalda al lugar de la reunión. Ya en tierra, paseando su mirada por las alturas próximas, el muchachito, vio, en una, él bosque de cuernos de los ciervos; en otra, los plumeros grises de las garzas reales; la siguiente apare- cía cubierta del rojo de las zorras y otra mostraba el blanco y negro de las gaviotas. Era una antigua costumbre que las cornejas iniciaran los jue- gos del día con una danza aérea por lo que al darse la señal de Iniciación se elevaron divididas en dos grupos que durante largo rato repitieron la misma maniobra, consistente en cruzarse vo- lando una y otra y otra vez, cosa de la que ellas mostrábanse orgullosas pero que el resto de la asamblea encontraba solem- nemente aburrida. Mas a continuación debían actuar las liebres y el espectáculo brindado por ellas, corriendo en forma vertiginosa y cambiando de dirección sobre la marcha; dando volteretas so- las o en parejas, girando como peonzas paradas sobre una sola pata y corriendo sobre las dos patas delanteras, resultó de lo más alegre y todos comenzaron a sentirse satisfechos. Tras las liebres, tocó a los grandes pájaros silvestres mostrar sus habilidades. Un centenar de gallos silvestres, de brillante plumaje negro se instalaron sobre un gran roble en medio del campo de juegos el que estaba en la rama más alta, tras des- plegar su plumaje, comenzó a cantar con su aguda voz. A poco

los tres que se posaban en la rama siguiente, le hicieron coro; luego se unieron los diez que ocupaban un lugar inmediatamente debajo de ellos y así, poco a poco fue aumentando el número de cantores hasta que las colinas parecieron estremecerse con las voces de los cien gallos. Los espectadores vibraban de entu- siasmo y parecían embriagados de dicha. -¡Ya está aquí la primavera! -gritaban-. ¡El frío del invierno se aleja y la tierra se calienta! Cuando las gallináceas vieron el triunfo de los gallos, no pu- dieron permanecer quietas y rodeando el árbol comenzaron tam- bién a cantar. Pero casi en el mismo momento ocurrió un inciden- te jamás visto: una zorra, aprovechando que la atención de todos estaba fija en el campo de juego, deslizóse hacia la colina donde estaban los patos silvestre, y atacando a uno, que apenas tuvo tiempo de lanzar un gritó de alarma, le clavó sus afilados dientes en el cuello. Al instante los patos se elevaron y los restantes ani- males rodearon a la zorra: era Esmirra que, no pudiendo dominar su deseo de vengarse de Okka y su tropa, había roto la tregua del día. Inmediatamente, según la vieja costumbre, fue condenada al destierro por unanimidad. La pena la obligaba a abandonar Sca- nia, a la que no podría volver so pena de muerte. Y para que todos supieran que se trataba de una proscripta, el decano de los zorros le mordió la punta de la oreja izquierda. Tras lo cual la condenada, perseguida por las indignadas zorras jóvenes, se vio precisada a huir a toda prisa. Reanudada la calma, entraron en el campo los ciervos, enta- blando un combate no por simulado menos real, en el cual cada uno de los contrincantes pugnaba por hacer retroceder al otro. Enredábanse los cuernos, las pezuñas destrozaban las zarzas y de las gargantas de todos brotan roncos gritos, mientras los lo- mos se cubrían de sudor. En las colinas, los espectadores vibra- ban de entusiasmo y se contagiaban del espíritu guerrero, al punto que si los ciervos no hubieran puesto fin al simulacro, se- guramente hubiéranse entablado otras luchas, pues todos pare-

cían ansiosos de mostrar que estaban llenos de vida, que la pri- mavera hacia bullir la sangre en sus venas. Cuando los ciervos se retiraron, alzáronse voces anunciando: -¡Vienen las grullas! Llegaban, en efecto, los pájaros grises, con sus alas adorna- das de largas plumas flotantes y su cresta roja sobre la nuca; sus largas patas y sus cuellos finos y gráciles. Con las alas elegan- temente desplegadas movianse con rapidez extraordinaria pare- ciendo como si resbalaran hacia adelante y volvieran hacia atrás mitad volando, mitad bailando. Su danza era singular y extraña; semejaba las movibles brumas que flotan sobre las marismas. Quienes concurrían por vez primera a la fiesta, comprendieron por qué se la llamaba el baile de las grullas. Había algo de salva- je en su danza, que no por ello dejaba de infundir al espectador una dulce languidez. Nadie pensaba ya en luchar. Todos los allí reunidos, con alas o sin ellas, aspiraban a elevarse por encima de las nubes, abandonando el pesado cuerpo que los mantenía unidos a la tierra para volar hacia el cielo. Esta nostalgia de lo inaccesible, de lo que está oculto en el más allá de la vida, sólo la sentían los animales una vez al año, cuando asistían al gran baile de las grullas. En la mente de Nils perduraba aun la impresión que le causa- ra aquella fiesta cuando, dos días después, una nueva aventura le salió al paso. Hallábase la bandada en los campos de Scania del Este, cuando aparecieron dos muchachos, avanzando en dirección a ellos. Al punto los patos silvestres alzaron vuelo, pero Martín permaneció tranquilamente en su sitio, diciendo: -No hay por qué temer; no son más que un par de niños. Nils, que estaba un poco alejado, se apresuró a esconderse bajo una hoja seca y desde allí vio como los recién llegados, demostrando que la confianza del patito blanco era injustificada, se apoderaban de él y se lo llevaban. Su primera intención fue enfrentar a los muchachos para obli- garles a soltar la presa, pero recordando su pequeñísima talla, se contuvo.

-¡Ayúdame, Pulgarcito! ¡Ven a salvarme! -gritóle Martín, ate- rrorizado. -Imposible -respondió el niño con desconsuelo-, por lo menos de momento. Pero vaya seguirlos y averiguar donde te llevan y entonces veré si puedo hacer algo. Al principio no tuvo dificultad en cumplir su propósito, pero luego los muchachos cruzaron un riacho y él perdió mucho tiem- po buscando un lugar donde, por su estatura, pudiera llegar a la otra orilla sin peligro. Y cuando lo consiguió, aun tuvo que demo- rarse retrocediendo hasta el sitio donde sus perseguidos habían salido del agua. Mas, por fortuna, sus huellas eran visibles y pu- do seguirlas fácilmente primero a través de un bosque y llego por unos campos que le condujeron a la alameda de una finca señorial, al fondo de la cual alzábanse techumbres y torres de tejas coloradas, adornadas con estrías blancas. Su vista hizo estremecer al muchacho. -Sin duda esos chiquillos lo han vendido aquí -pensó-, y puede que ya lo hayan matado. Mas mientras no tuviera el pleno convencimiento de que tal calamidad había ocurrido, estaba dispuesto a no abandonar la empresa, por lo que avanzó por la alameda, sin encontrar a na- die en toda su extensión, hasta ir a detenerse frente al edificio. Necesitaba penetrar en el, pero ¿cómo? Puertas y ventanas es- taban cerradas y el problema se les presentaba insoluble cuando, de pronto, oyó voces en la alameda. y al volverse vio avanzar un grupo de personas. Inmediatamente se escondió tras el barril del agua, desde donde pudo observar que los recién llegados eran un grupo de alumnos de una escuela superior, que llevaban a, cabo una excursión, en compañía de un profesor. Llegados ante la casa, éste se adelantó hacia la puerta a fin de solicitar permiso para visitarla y uno de los muchachos, visiblemente fatigado, se acercó al barril para beber un poco de agua. Colgada del cuello llevaba una pequeña cajita de metal que, como le estorbara, qui- tóse y dejó caer al suelo, abriéndose su tapa como consecuencia del golpe.

¡Era una ocasión que Pulgarcito no podía desaprovechar! Al punto se introdujo en el pequeño recipiente ocultándose bajo las flores que encerraba, diciéndose que una vez que los visitantes transpusieran la puerta del edificio ya vería cómo se las ingenia- ba para salir de allí. El muchacho terminó de beber, recogió la cajita, la cerró y volvió a colgarla de su cuello, al tiempo que regresaba el profesor para anunciarles que el permiso habla sido concedido. Rato después el grupo se encontraba en el patio central y el profesor comenzaba una serie de largas explicaciones que se prolongaron a lo largo de las diversas dependencias de la enor- me casona, en tanto que Nils se desesperaba de no hallar medio para, abandonar la caja, ya que su dueño no se desprendía de ella ni un segundo. Pero, finalmente, al apartarse el muchacho del grupo para ir a pedir un poco de agua en la cocina, decidió no aguardar más, y habiendo ya comprobado que la tapa cedía fá- cilmente, mientras aquel bebía, saltó al suelo y echó a correr ante la estupefacción de algunas criadas que, aunque no lograron distinguir al que huía, no vacilaron en lanzarse a perseguirlo. -¡Atrápenlo! ¡Atrápenlo! -gritaban. Y los alumnos, abandonando a su profesor en mitad de una perorata, se unieron a la persecución de aquello que se escurría como un ratón, pero que no parecía serlo. Pulgarcito no se atrevió a correr hacia la alameda; cruzó el jardín y fue en busca de las construcciones accesorias que se alzaban al otro lado, sin poder sacar mucha ventaja a sus perse- guidores. Fue al pasar junto a una dependencia de trabajo que oyó gritar un pato y vio en la escalera un vellón de pluma blanca. "¡Es Martín!", se dijo, y olvidando a quienes lo seguían, lanzóse escaleras arriba hasta llegar a un vestíbulo al que daba una puer- ta tras la cual alzábanse los gritos del patito blanco, como de- mostración de que debía darse prisa si quería auxiliarlo. Pulgarcito no vaciló. Valientemente, al tiempo que se oían pasos en la escalera, aporreó la puerta que no tardó en ser abier- ta por uno de los chicos que capturaran a Martín. Lo reconoció al tiempo que veía a una mujer que, tijeras en mano, se disponía a

cortar las alas de su amigo, el cual, debatiéndose con todas sus fuerzas, trataba de impedir ser objeto de tal mutilación. Su alivio al comprobar que Martín no había sufrido mayor daño fue grande, pero mucho más lo fue el asombro de la mujer al ver a aquel diminuto ser; que no dudó era el mismísimo duen- de. Pasmada, dejó caer las tijeras y soltó al pato, que al verse libre, corrió hacia la, puerta, tomó al liliputiense con el pico y abriendo sus alas al llegar a la escalera se elevó en el aire por sobre las cabezas de los que llegaban y se alejó, dejando a la gente del castillo pasmada por lo que acaba de ver. CAPITULO VI LLUVIA Mientras los patos se mantuvieron en la región el tiempo mos- tróse espléndido, pero el mismo día, que emprendieron el vuelo hacia el norte, comenzó" a llover cuando llevaban algunas horas de marcha. Al presentarse las primeras nubes, Nils creyó que aquello iba a ser muy entretenido y en cierta manera lo fue. Al iniciarse la lluvia, los pájaros prorrumpieron en gritos de alegría que llegaban hasta los oídos del muchacho. -¡Ya llueve! -decían-. La lluvia anuncia la primavera, la prima- vera da flores y hojas, las flores y las hojas dan larvas e insectos, éstos nos alimentan y un alimento bueno y abundante es lo mejor que hay en el mundo. Los patos también celebraban la lluvia que fecundaría las plantas y desharía el hielo de los lagos y chillaban haciendo bro- mas sobre cuanto veían. Pero como horas después continuara lloviendo, empezaron a impacientarse y acabaron por mostrarse molestos, porque el agua, por momentos, les golpeaba con ver- dadera furia.

Nils, aterido, conservaba, empero, el ánimo, y cuando des- cendieron bajo un pino achaparrado en medio de una marisma, donde todo era húmedo y frío y donde se veían algunos arbustos sin hojas, no había llegado aun a descorazonarse. Anduvo de aquí para allá en busca de hayas y arándanos, mas llego la no- che y las sombras eran tan impenetrables que ni siquiera sus ojos podían atravesarlas El desierto adquirió un aspecto terrible, siniestro. Instalóse bajo el ala del pato, pero no podía dormir porque estaba mojado y sentía frió. -¡Si pudiera llegarme hasta una casa sólo para pasar la no- che! -pensaba-. ¡Sólo para sentarme un rato junto al fuego y co- mer algo! Antes del amanecer podría estar de regreso. Al fin, abandonando el refugio del ala, se alejó sigilosamente ya poco alcanzó a ver las luces de un poblado. Pronto halló un camino por el que llegó a una calle arbolada y en la que las ca- sas eran de madera y muy bonitas. Tras de sus muros oíanse voces humanas y a Nils le encantó volver a oírlas, aunque se preguntó cómo reaccionaria aquella gente si llamaba a una puer- ta y pedía hospitalidad. Esto es lo que se había propuesto hacer, pero ahora que era llegado el momento no se decidía. Un balcón se abrió y una jo- ven, asomándose por él, dijo: -¡Ya llueve! La primavera está cerca. Nils experimentó al oírla una extraña angustia. Por vez primera, el hecho de ser eliminado de la sociedad de los hombres le acongojaba. Luego pasó frente a un comercio ante el cual se exhibía una sembradora mecánica y se le ocurrió que seria divertido condu- cirla. Pero recordó su estatura y su inquietud aumentó. ¡A cuán- tas cosas tenía que renunciar por vivir entre animales! Los hom- bres eran realmente asombrosos y hábiles. Ante la oficina de correos pensó en los periódicos que cotidia- namente traen noticias de todo el mundo; al pasar frente a la casa del médico se dijo que los hombres eran lo bastante fuertes como para luchar contra la enfermedad y la muerte y la iglesia le

recordó que los hombres las construyen para oír hablar de otro mundo, de Dios, de resurrección y de una vida eterna. Cada cosa que veía le hacía ver más claramente cuánto había perdido al transformarse en duende y temblaba al pensar que tal vez nunca recobraría su primitiva condición. ¿Qué haría para convertirse nuevamente en hombre? Sentado en una grada que escaló con esfuerzo, entregóse a profundas reflexiones mientras caían torrentes de lluvia y así pasó una hora, y dos, sin encontrar solución a su problema. -Este asunto -se decía- es harto difícil para quien, como yo, no ha estudiado nada ni sabe nada. Será preciso preguntar al cura, al médico, al maestro y a. todas las personas capaces, para ver si entre todos hallan el medio de hacerme recobrar mi forma humana. Lo decidió así y, levantándose, se sacudió el agua como lo hubiera hecho un perro al salir de un charco. En el mismo mo- mento vio aparecer un gran búho en lo alto de un árbol, y un mo- chuelo, oculto bajo un canal, lo saludó: -¡Kivitt! ¡Kivitt! Por fin te vuelvo a ver, búho. ¿Cómo la pasaste en el extranjero? -Bien, mochuelo, muy bien. ¿Ha sucedido algo nuevo durante mi ausencia? -Aquí no, pero en Scania ha ocurrido que un niño ha sido me- tamorfoseado por un duende y lo ha dejado tan pequeño como una ardilla. Después ha partido para Laponia con un pato domés- tico. -¡Vaya cosa extraña! ¿Y podrá transformarse en hombre al- guna vez, mochuelo? -Eso es un secreto, pero voy a revelártelo, pese a todo. El duende ha dicho que si el muchacho cuida del pato y lo conduce a casa sano y salvo y... -Sigue, mochuelo. ¿Por qué callas? -Tengo miedo de que alguien nos escuche desde la calle. Ven hasta el campanario y te lo diré todo. Cuando los pájaros se marcharon, Nils se dijo:

-¿Conque si cuido del pato y lo llevo sano y salvo a casa vol- veré a ser hombre, eh? ¡Hurra! ¡Entonces volveré a ser hombre! Y sin recordar ya que había ido al pueblo en busca de lumbre y comida, regresó apresuradamente a la marisma donde descan- saban los patos. Al día siguiente, tras enviar a Yksi y Kaksi como observadores hacia el este, y retornar ellos con la noticia que aun allí el agua estaba helada y el suelo cubierto de nieve, Okka decidió: -Iremos hacia el este, hacia Esmaland, que se encuentra junto a la costa y donde la primavera comienza antes. Y así Nils, recobrado su buen humor, pasó el día volando sobre la región de Blekinge, que había que atravesar para llegar al destino fijado. CAPITULO VII A ORILLAS DEL RONNEBY Después de abandonar Scania, ni Esmirra, la zorra, ni los patos silvestres esperaban volver a encontrarse nunca, pero el cambio de ruta decidido por Okka llevó a la bandada precisamen- te a la región donde habíase refugiado la desterrada. Ésta había recorrido todo el norte de la provincia sin hallar mucha caza, por lo que no podía encontrarse más descontenta de su suerte cuando, con sorpresa, vio no lejos del río Ronneby, una bandada de patos que surcaba el espacio y observando en ella un pato blanco, cayó en la cuenta que se trataba de la de Okka. Los vio volar hacia el río y luego, siguiendo éste, hacia el sur, y no dudó de que estaban buscando un lugar para pernoctar junto al agua, por lo que se prometió que esa noche se daría un banquete de pato. Pero, cuando llegó a la vista del sitio donde sus enemigos habían descendido, comprendió que se había apresurado demasiado a cantar victoria, pues le era imposible llegar hasta allí.

En diversos puntos, el Ronneby se desliza entre montes abruptos Y desaparece bajo una cubierta de madreselvas, sau- ces y otros árboles que cubren las laderas. Allí, bajo la montaña, en una pequeña franja de terreno arenoso habíanse posado los patos; ante ellos deslizábase, impetuosa a causa del deshielo, la corriente; por detrás se elevaban las rocas infranqueables y los arbustos que crecían en lo alto los abrigaban y ocultaban a un tiempo, No podían haber hallado un sitio más seguro, y com- prendiéndolo así todos los miembros de la bandada no tardaron en dormirse tranquilamente, excepto Nils que, presa de una ex- traña inquietud, no lograba cerrar los ojos. Sentía como si le amenazara un peligro y temiendo que éste se presentara sin que pudiera advertirlo, abandonó su refugio bajo el ala de Martín y se sentó a su lado. En tanto, desde la cima, Esmirra observaba a los patos con visible disgusto. No podía descender una montaña tan escarpada ni atravesar una corriente tan impetuosa, pero no por eso iba a desistir de vengarse de los causantes de su destierro. Tal vez no pudiera llegar a comerse un solo pato, pero se contentaría con verlos morir. Un ruido la distrajo y al volverse vio cómo una marta perseguía a una ardilla y presenció cómo la atrapaba. Al punto se le ocurrió una idea y, acercándose al victo- rioso animal, tras asegurarle que no abrigaba el propósito de arrebatarle su presa, díjole: -Me extraña que tan buen cazador como tú, se contente con una mísera ardilla, cuando ahí abajo, al pie de la montaña, por la que un trepador como tú puede descender tranquilamente, hay una bandada de patos silvestres. -¿Patos? -exclamó la marta-. ¿Dónde están? -Ven y te los mostraré, Pusiéronse en camino y poco después, observando la facili- dad con que su compañera saltaba de rama en rama sin producir ruido alguno, decíase la zorra: -Este formidable cazador de los bosques es el más cruel de todos. Creo que los patos tendrán un sangriento despertar.

Pero en el momento en que Esmirra esperaba oír gritos de agonía lanzados por sus enemigos, vio que la marta rodaba de lo alto de una rama y cata al río y que, inmediatamente, los patos remontaban vuelo, alejándose precipitadamente. Su primera in- tención fue correr en la misma dirección que ellos, pero tuvo cu- riosidad por saber el porqué del fracaso de la marta y aguardó su regreso. -He visto que tu falta de habilidad te ha hecho caer al agua -le dijo fríamente. -Habilidad es lo que me sobra -respondió la marta, frotándose la' cabeza con sus patas delanteras-, pero cuando estaba sobre una de las últimas ramas y me disponía a saltar, un pequeñín, no mayor que una ardilla, me dio una pedrada en la cabeza con tal fuerza que me aturdió y me hizo caer y antes de que pudiera tener tiempo de salir. .. Se interrumpió al observar que no tenía oyente, pues la zorra, enterada de lo que deseaba saber, corría ya en seguimiento de los patos. Los descubrió, al fin, en un lugar donde el rió, tras recorrer una hondonada subterránea y precipitarse en una angostura rocosa, deshaciéndose en gotas centellantes, se deslizaba tumul- tuosamente entre grandes rocas, sobre una de las cuales habí- anse posado para reanudar su interrumpido sueño y ahí, como en la montaña, Nils continuaba despierto, sentado junto al patito blanco, Esmirra, furiosa al comprobar que tampoco allí podía llegar hasta ellos, mirábalos desde la orilla, cuando surgió del agua una nutria con un pez en la boca. -Amiga -le dijo la zorra al punto-, eres digna de lástima, por- que te contentas con un pescado, cuando en aquellas rocas hay muchos sabrosos patos. -Eres astuta, pero si crees que voy a volver la cabeza para que tú aproveches para huir con esta trucha, te equivocas - respondió la nutria-Te conozco muy bien, Esmirra. Recién entonces la zorra reconoció a su interlocutora, -¡Gripa! -exclamó, contenta de que fuera ella, ya que la sabía formidable nadadora. Pero en seguida añadió en tono despecti-

vo-: Bueno... no me extraña que no te preocupes por esos patos, porque sé que eres incapaz de llegar hasta ellos. Buscó despertar el amor propio de la nutria y lo consiguió, ya que Gripa no podía oír que existiese un torrente que ella no pu- diera vencer. Arrojando la trucha, se lanzó al agua y comenzó a remontar el rió a despecho de la fuerte correntada. Aprovechán- dose de los remolinos, trepó por las piedras y se aproximó poco a poco a los patos silvestres, y Esmirra, que la seguía con la mira- da, anhelante, creía que iba a coronar con éxito la empresa, cuando la vio caer desde una roca al agua y ser arrastrada por la corriente con la misma facilidad que un objeto inanimado. Al pro- pio tiempo, con fuertes gritos de alarma, los patos volvieron a alzar vuelo. La nutria no tardó en volver a la orilla, aturdida, lamiéndose una de las patas delanteras. -Estaba muy cerca -explicó cuando Esmirra le endilgó unas palabras de censura- y a punto de escalar la roca sobre la que dormían, cuando un hombrecillo se acercó y con un hierro pun- tiagudo me pinchó en la pata, causándome tanto dolor que no pude evitar caer al torrente, y entonces... De nuevo la zorra echó a correr sin esperar a oír más, en la misma dirección que siguieran los patos y de nuevo los descubrió posados en el último balcón de un hotel de una estación balnea- ria, totalmente desierta por entonces en razón de que aun estaba lejana la época en que suele iniciarse la temporada veraniega. El balcón estaba orientado al mediodía y Nils, siempre des- pierto, observaba el mar, cuajado de islas, islotes y promontorios. De súbito oyó un aullido que venía del parque y no tardó en ver a la zorra bajo el balcón. Okka, despertada por el grito, también la vio. -¿Conque eres Esmirra, eh? -preguntó. -Sí -replicó la zorra-. Bonita noche les estoy haciendo pasar ¿verdad? -¡Hola! ¿Acaso tú enviaste a la marta y a la nutria? -No lo niego. Una vez tuve que sufrir el juego de los patos; ahora he comenzado yo con ustedes el juego de las zorras, que

no interrumpiré mientras quede vivo uno solo de ese grupo, aun- que tenga que perseguir los a través de todo el país. -¿Yeso te parece digno de un animal armado de dientes y garras? -preguntó Okka. Esmirra creyó que era el miedo que le hacía hablar así, y se apresuró a proponer: -Mira, si me entregas a ese Pulgarcito que ha hecho fracasar mis tretas, haré las paces contigo y no perseguiré ya a nadie de tu bandada. -¿Entregarte a Pulgarcito? -repuso la pata-. ¡Ni lo sueñes! Todos nosotros daríamos la vida por él de buen grado. -Pues si tanto lo quieren ustedes -bramó la zorra, colérica-, él será el primero en sentir mi venganza. Okka no respondió y la zorra, tras lanzar algunos aullidos, enmudeció. Sabiéndose fuera de su alcance, los patos volvieron a dormirse, pero Nils continuó despierto. y no era Esmirra quien lo desvelaba, sino la respuesta que Okka diera a su propuesta. Le conmovía pensar que existiera alguien dispuesto a jugarse la vida por él. Y a partir de ese momento, ya no podría decirse de Nils Holgersson que no quería a nadie. CAPITULO VIII CAMINO A OLAND Los patos silvestres habían ido a un islote cercano a la costa, donde se encontraron con unas patas grises que, curiosas e in- discretas, no cesaron de preguntar hasta enterarse de toda la aventura con la zorra. -Es una gran desgracia para ustedes -dijo una pata tan vieja como Okka-, que hayan desterrado de su país a Esmirra. No hay duda de que cumplirá su palabra persiguiéndolos hasta Laponia.

De encontrarme en el pellejo de ustedes no volaría sobre Esma- land, sino que atravesando el camino exterior pasaría sobre la

isla Oland. Así la zorra perdería la pista, y para confundirla aun más tal vez convendría que se detuvieran al sur de la isla dos o tres días. Allí abunda la comida y hay buena compañía, como para que resulte agradable visitar el lugar. Considerando prudente el consejo, los patos decidieron se- guirlo y emprendieron vuelo hacia Oland. Ninguna había estado allí, pero la pata gris les Indicó los medios para orientarse. No tenían más que ir directamente hacia el sur hasta que encontra- sen el camino de las aves de paso, de donde debían seguir a lo largo de la costa. Todos los pájaros que tienen su nido de invier- no en el mar del oeste y que al llegar la primavera van hacia el este, siguen el mismo camino, y al pasar hacen escala en Oland, para descansar. Los patos silvestres no carecerían, por lo tanto, de guías. Cuando las aves viajeras dejaron atrás el archipiélago, apare- ció el mar, tan hermoso y cristalino, que al mirar hacia abajo Nils creyó que la tierra había desaparecido. A su alrededor no veía más que nubes y cielo, y como experimentara vértigo se aferró a las plumas del pato con mayor desesperación que el primer día. Mas fue peor todavía cuando llegaron al camino que la pata gris les indicara. Allí sucedíanse las bandadas de pájaros, volan- do todas en la misma dirección, como si siguieran un camino trazado. Había ánades y patos grises, pulgas, fúlicas y otras va- riedades de aves marinas y Nils pudo ver a toda aquella multitud reflejada en el agua. La cabeza le daba vueltas; se hubiera dicho que todos esos pájaros volaban al revés. Pero, ¿qué es lo que estaba arriba y qué abajo? No lo sabía. -¡Tal vez hayamos abandonado la tierra y estemos en el cielo! -pensó. De pronto, oyéronse dos detonaciones y se vio, abajo, dos pequeñas humaredas. Los patos se agitaron, inquietos. -¡Cazadores! ¡Cazadores! -gritaron-. ¡Volar más alto! ¡Valor más alto! Abajo, en el mar, veíanse numerosas embarcaciones con cazadores que disparan tiro tras tiro. Las primeras bandadas, tomadas de sorpresa volando a poca altura, sufrieron algunas

bajas, pero Okka tuvo tiempo de poner a su bandada fuera del alcance de las balas, mientras Nils se preguntaba, indignado, cómo podía haber gente capaz de disparar contra Okka y los demás patos buenos e inofensivos. -Los hombres –deciase-, no saben lo que hacen. Las filas habíanse estrechado y continuaba el viaje a través del espacio. Reinaba absoluto silencio, sólo interrumpido de tanto en tanto, por alguien que preguntaba si no estarían equivocando el camino y por los que le respondían que iban en línea recta a Oland... Aun la isla no estaba a la vista cuando comenzó a soplar una ligera brisa que arrastraba compactas masas de humo blanque- cino, como si en alguna parte hubiera estallado un incendio. Pero no había olor alguno y la humareda no era negra ni seca, sino blanca y húmeda y Nils comprendió que no era más que niebla. Los patos se asustaron cuando ya no les fue posible ver más allá de su pico y la perfecta formación que conservaran hasta enton- ces se rompió. Y muchos perdieron el sentido de la dirección. Para los que conocen un camino, el desorientarse un momen- to no significa contratiempos grave, pero los patos silvestres hacían ese viaje por vez primera y no tenían manera de volver encauzar su vuelo en la dirección debida. Durante largo rato es- tuvieron marchando al azar, siguiendo indicaciones de otros pája- ros con quienes se cruzaban, que no hicieron más que aumentar su confusión. No había duda que estaban extraviados sin reme- dio y de no ser por una detonación que, sorpresivamente, rasgó el silencio, quien sabe cuál hubiera podido ser su suerte. Pero al oírla, Okka extendió el cuello, batió sus alas y se lanzó a toda velocidad. La pata gris le había aconsejado que no descendiera en la parte extrema de Oland, porque los hombres tenían allí un cañón con el que tiraban contra la niebla. Por lo tanto, sabía aho- ra exactamente dónde se hallaba y en adelante nada conseguiría desviarla de su marcha. Cuando, finalmente, llegaron a Oland y bajaron a la playa, la niebla continuaba siendo muy densa, aunque no impidió que Nils quedara estupefacto al ver tantos pájaros en el reducido espacio

que sus ojos podían abarcar. Era una costa baja, sembrada de piedras y charcos de agua y medio cubierta por las algas que arrojaba el mar. Muchos ánades y patas grises correteaban por el prado; en los arenales veíanse cochas y algunos otros pájaros que viven en las costas. Las gaviotas se bañaban en el mar y pescaban, pero la animación mayor mostrabase sobre los bancos de algas, donde los pájaros se agrupaban estrechamente pico- teando larvas y gusanos hasta hartarse. Mas allá, tras los últimos bancos de algas, nadaban los cis- nes, balanceándose graciosamente sobre las olas y hundiendo de tiempo en tiempo sus cuellos en el agua para atrapar alguna presa. Nils, cuando se enteró de su presencia, corrió a observar los, pues jamás había visto cisnes silvestres y no hubiera perdido por nada del mundo la ocasión de verlos tan de cerca. Pero no era él único que observaba a los cisnes; en torno a ellos congregában- se patos silvestres, patas grises, ánades y gaviotas que no ocul- taban su admiración por los graciosos movimientos de las her- mosas aves. Cuando los cisnes decidieron ir a tierra, Nils se puso a obser- var el juego de las cochas, que parecían grullas diminutas y que, en constante movimiento, se alejaban de la orilla cuando el agua inundaba la playa y retrocedían siguiéndola cuando se retiraba. y así durante horas. Al día siguiente la niebla continuaba. Los patos silvestres se divertían en el prado y Nils había ido a la playa a recoger alme- jas. Halló abundancia de ellas y como pensara que al otro día podían estar en un sitio donde escaseara la comida, resolvió fabricar un cesto para llenarlo de sabrosos moluscos, por lo que recogiendo unos juncos secos y resistentes, ocupó varias horas en la tarea y al concluirla se sintió feliz y contento. Hacia el mediodía, los patos de la bandada fueron a pregun- tarle si no había visto al pato blanco. -No ha estado conmigo -repuso Nils. -Pues hace un rato estaba con nosotros y, de pronto, ha des- aparecido sin saber cómo.

El muchacho se sobresaltó. ¿Habría por allí alguna raposa o algún águila? Los patos no habían visto nada sospechoso y creí- an que Martín habíase perdido en la niebla. Entonces el pequeño decidió buscarlo, cosa nada fácil a causa de la bruma. Fue hacia la parte sur de la isla, donde estaban el faro y el cañón que se disparaba cuando había niebla, pero aunque había aves por to- das partes no halló rastros de su amigo. La noche lo sorprendió sin haber logrado sus propósitos y vióse precisado a emprender el regreso. Andaba lentamente, descorazonado, preguntándose qué haría él sin Martín, cuando lo vio surgir sano y salvo de entre la niebla. Se había perdido de tal modo, dijo, que había estado dando vueltas y más vueltas sin atinar con el camino que lo lleva- ra junto a la bandada. Nils le recomendó ser más prudente y el pato prometió no volver a apartarse del grupo; pero a la mañana siguiente volvió a desaparecer Y el muchacho se vio de nuevo precisado a buscar- lo. Lo hizo durante muchas horas sin resultado y al acercarse la noche hallóse al pie de una altura que se elevaba en el centro de la isla, donde no había otras construcciones que molinos de vien- to. Trepó hasta la cima, pero como tampoco allí encontrara el rastro del pato, resolvió que nada podía hacer ya aquel día y emprendió la marcha hacia la costa y fue entonces que, nueva- mente, volvió a ver a Martín, quien trepaba penosamente por entre un montón de piedras, llevando en el pico algunas raíces. Intrigado, se ocultó para ver qué hacía, pues no dudó que así llegaría a saber el motivo de sus desapariciones y el resultado le dio la razón. En lo alto del montón de piedras había una patita gris, que lanzó un grito de alegría al ver a Martín. Nils se acercó todo lo que le permitía la prudencia para escuchar lo que decían y así se enteró de que la pata no podía volar a causa de una herida que tenía en un ala, habiéndola su bandada abandonado, de suerte que sin el auxilio del pato blanco, que la víspera había escuchado sus lamentos, hubiera muerto de hambre. Martín aguardó a que ella hubiera comido y tras expresarle su esperanza de que ya estuviera sana cuando Okka diera la señal de partida, le deseó

buenas noches y se marchó prometiendo volver a la mañana siguiente. Nils aguardó un instante Y luego trepó por el montón de piedras. Estaba furioso por haber sido engañado y se disponía a decirle a esa pata gris que Martín le pertenecía a él, sólo a él y que debía llevarlo a Laponia, por lo que no permitiría de ningún modo que se quedase allí por su causa. Pero cuando vio a la patita, con su plumaje fino como la más suave seda, su cabecita graciosa y sus ojos dulces y suplicantes, su furor se disipó como por encanto y comprendió por qué el patito blanco le había esme- rado en atenderla. La pata, al verlo, pretendió huir volando, pero su ala izquierda, dolorida, no se apartó del suelo, impidiéndole todo movimiento. -No temas -se apresuró a decir el muchacho-; soy Pulgarcito el amigo y compañero de viaje del pato Martín. Los ojitos de la pata se animaron al oírlo. -¡Oh! -dijo-. El pato blanco me ha dicho que no hay nadie tan bueno e inteligente como tú. Hablaba con tanta dignidad que Nils pensó que no podía ser un ave, sino una princesa encantada, y sintió irrefrenables de- seos de socorrerla. Acercándose, palpó el ala lastimada, advir- tiendo que el hueso no tenia rotura sino que la articulación estaba movida. El dedo del muchacho se hundido en una cavidad vacía. -Ten un poco de valor -recomendó. Y apretando vigorosamente hizo que el hueso volviera a su sitio, mas no pudo evitar causarle dolor. La pata, lanzando un grito, quedó inmóvil con los ojos cerrados sin darse señales de vida. Nils sintió miedo. -He querido hacerle un, bien y la he matado -pensó. y saltan- do del montón de piedras huyó. Al amanecer la niebla había desaparecido y el día se presen- taba magnífico, por lo que akka' se apresuró a dar orden de pro- seguir el viaje, y desoyendo las objeciones que intentaba poner el pato blanco, se elevó seguido de los suyos. Nils se apresuró entonces a saltar sobre la espalda de Martín que, lentamente y a disgusto, alzo vuelo para seguir a la bandada. El muchacho sen- tíase feliz de abandonar la isla, pues ello permitía que Martín no

se enterara de la muerte de la pata gris, que tanto pesaba en su conciencia. Pero el pato blanco que volaba como indeciso, dio de pronto media vuelta para regresar a la isla, decidido a desistir del viaje a Laponia. En un momento llegó al montón de piedras, pero la pati- ta había desaparecido. -¡Finduvet! ¡Finduvet! -gritó-. ¿Dónde estás? Nils pensó que tal vez la raposa se había llevado su cuerpeci- to, pero de pronto oyó una vocecita que decía: -Estoy aquí, Martín. He venido a tomar el baño matinal y la patita gris salió del agua, alegre y movediza, refiriéndole cómo Pulgarcito le había vuelto el hueso a su sitió, estando ya curada y en condiciones de seguir a los otros. Las gotas de agua parecían perlas desgranadas sobre su plumaje tornasolado, y de nuevo Nils pensó que era una verda- dera princesita. CAPITULO IX EL ISLOTE En dos días los patos llegaron a la punta norte de la isla y tras pernoctar allí emprendieron vuelo hacia tierra firme. Un viento fuerte del sur les arrastró hacia el norte y volaban a gran veloci- dad hacia tierra, acercándose ya a los primeros islotes, cuando oyeron un fuerte rumor y súbitamente el agua se tornó negra. Okka detuvo de golpe sus alas y se dejó caer sobre el mar, pero la tempestad que venía del oeste los sorprendió antes que los patos pudieran tocar el agua. El huracán se los llevó mar adentro, de tumbo en tumbo. Fue, en verdad, horrible. Los patos procuraron volver atrás infructuosamente, siendo arrastrados a la deriva en pleno Báltico, hasta más allá de Oland. El mar se extendía ante ellos vacío y

desierto; nada podían hacer sino ceder a la fuerza del viento.

Okka decidió posarse en el agua con el fin de no fatigarse tanto y pronto toda la bandada estuvo flotando sobre las furiosas olas que, lejos de cauvenía del oeste los sorprendió antes que los patos dejábanse balancear como niños montados en un co- lumpio y su única preocupación consistía en mantenerse unidos. -¡Ah! ¡Quién supiera nadar como ustedes? -gritaban, con en- vidia, los infelices pájaros de tierra que pasaban a gran altura arrastrados por la tempestad. Los patos no estaban, con todo, fuera de peligro, ya que el balanceo de las olas no tardó en infundirles sueño y a cada ins- tante Okka, vigilante, debía gritar para impedir que alguno se durmiera. -El que se duerma se alejará de la bandada -repetía-, y el que se aleje estará perdido. Pero, no obstante, uno tras otro fueron dejándose vencer por el sueño y hasta Okka había comenzado a cabecear cuando de improviso advirtió que una forma redonda y negra surgía de lo alto de una ola. -¡Las focas! ¡Las focas! -gritó con voz aguda, elevándose rápidamente. Los patos, bruscamente despertado s, la siguieron, y el último de la fila, sólo por milagro pudo escapar de las fauces de una foca. En el aire de nuevo quedaron expuestos a ser arrastrados hacia el mar y fue preciso que lucharan bravamente para impedir- lo. Cuando, cansados, volvieron a posarse sobre las olas, pronto el sueño volvió a acometerles y las focas no tardaron en reapare- cer. Y si Okka no hubiera vigilado atentamente, ni un solo pato hubiera escapado a su voracidad. Esto se repitió muchas veces a lo largo del día y al ponerse el sol, la angustia de todos, ante la vecindad de la noche, alcanzó los más altos límites. Sobre el mar entre chocaban los bloques de hielo con gran estrépito; las focas hacían oír sus feroces ronquidos y el cielo y la tierra parecían hundirse. Nils tenía los ojos clavados en el mar que, de pronto, comen- zó a bramar con más fuerza. Entonces observó que allá delante,

a sólo unos metros de distancia, se elevaba un muro rocoso y pelado contra el que chocaban las olas levantando montañas de espuma. Los patos silvestres se lanzaron hacia allí con tal ímpe- tu, que el ¡muchacho pensó que todos morirían al estrellarse contra la muralla. Pero tal peligro no existía; en la pared abríase la cavidad se- micircular de una gruta, en la que los volátiles no vacilaron en buscar refugio. ¡Estaban salvados! Inmediatamente Okka procedió a contarlos: ella, Yksi, Kolme, Nelja, Viisi, Kiisi, los seis patos jóvenes Martín, Finduvet y Pul- garcito estaban allí, pero Kaksi, la primera pata de la derecha, había desaparecido, sin que nadie lo advirtiera. Con todo no se inquietaron mucho porque Kaksi era vieja y experimentada y no tardaría en hallarles. En seguida comenzaron a examinar la caverna y felicitábanse por haber hallado tan excelente nido, cuando uno de ellos llamó la atención de los demás hacia algunos puntos lucientes y verdes que brillaban en el fondo oscuro. -¡Son ojos! -exclamó Okka-. Aquí hay animales grandes. Pero Nils, que podía ver en la oscuridad, los tranquilizó: -¡No hay cuidado! -dijo-. Son carneros que se han refugiado aquí. Y, en efecto, cuando los patos se fueron habituando a la pe- numbra, distinguieron bien a los lanudos animales, unos grandes, tan numerosos como ellos, y algunos pequeños, frente a los cua- les estaba el jefe, un gran carnero de largos cuernos retorcidos. Okka se adelantó en seguida presentando sus más respetuo- sos saludos, pero el carnero jefe permaneció inmóvil y silencioso. Los patos pensaron que estaban molestos por ver invadida su gruta. -Si están ustedes enfadados porque hemos entrado sin per- miso -dijo Okka- lo lamentamos, pero nuestra intención no ha sido molestarles, sino huir de la tempestad. Hemos pasado una jornada muy mala y para nosotros sería un gran descanso per- noctar aquí.

-Ninguno de nosotros se opondrá a eso -replicó al fin el viejo carnero-, pero es preciso que sepan que ésta es una lúgubre mansión y que no, podemos brindarles el recibimiento que de- seáramos. -Después de los peligros que hemos atravesado -aseguró Okka- un rincón para dormir es cuanto necesitamos. -Mi conciencia no me permite dejar que se duerman sin adver- tirles que este lugar no es seguro. Nosotros no podemos recibir huéspedes de noche. Okka empezó a entender que se trataba de algo serio. -Entonces partiremos sin demora -decidió-; pero, ¿cuál es el peligro que nos amenaza? Ni siquiera sabemos dónde nos en- contramos. -Este es el islote de Karl, sólo habitado por carneros y aves marinas. Nuestro trato con los hombres es ínfimo. Tenemos un antiguo convenio con los moradores de una granja de Gottland, según el cual deben aprovisionarnos de forraje en tiempo de nieve y, en pago, pueden disponer de algunos de nosotros cuan- do llegamos a ser muy numerosos. La isla es tan pequeña que sólo puede alimentar a un número pequeño de animales. Por lo demás, nos bastamos y nunca permanecemos encerrados en las casas sino en las grutas. -¿También permanecen aquí durante el invierno? -preguntó Okka. -Así es; no nos faltan buenos pastos durante el invierno en estos parajes. -Pues no todos los carneros lo pasan tan bien. ¿Qué desgracia les ha sobrevenido? -El último invierno ha sido muy crudo. El mar se heló y por sobre el hielo vinieron tres raposas que se han quedado aquí. Excepto ellos, no hay animales peligrosos en la isla. -¿Acaso se atreven las raposas a molestarlos? -Durante el día no, pero por la noche, mientras dormimos, se deslizan entre nosotros para atacarnos. Por ello debemos tener siempre centinelas despiertos, pero a veces éstos son vencidos

por el sueño y cuando reaccionamos ya varios han sido inmola- dos. En las otras grutas han matado ya hasta el último cordero. -No es agradable confesar nuestra impotencia -interrumpió una oveja anciana-. Nosotros somos tan incapaces de defendernos como los corderos domésticos. -¿Piensan, acaso, que esta noche pueden ser atacados? -Es probable. Okka quedó un instante pensativa. Lanzarse a la tempestad no era agradable, pero tampoco lo era quedarse en un lugar donde aguardaban semejante visita. Finalmente, se volvió a Nils. -¿Querrías ayudarnos como otras veces? –le preguntó. -No deseo otra cosa -repuso el pequeñín-. ¿Qué puedo hacer? -Permanecer despierto y avisarnos sí llegan las raposas para que podamos huir. El muchachito accedió con agrado, pues esto era preferible a volar en medio de la tormenta, y fue a ocultarse tras una piedra que había a la entrada de la cueva. El viento, a medida que la noche avanzaba, íbase calmando y el cielo se aclaraba y en las olas reflejábase la luna. La gruta estaba a bastante altura, entre las escarpaduras de la montaña y un abrupto y estrecho sendero conducía a ella. Por allí, seguramente, llegarían las raposas. No tardaron en hacerlo. Nils oyó primero el ruido de patas arrastrándose entre las piedras y luego descubrió a tres animales que se acercaban cautelosamente. Entonces pensó que no esta- ría bien despertar sólo a los patos y dejar a los carneros librados a su suerte, por lo que, acercándose al jefe, lo despertó tirándole de los cuernos y saltando sobre su lomo le dijo: -¡Anda! Vamos a dar un susto a esas raposas. Aunque ambos trataron de hacer el menor ruido posible, las bestias los oyeron y se pararon a la entrada de la cueva. -Creo que han despertado -murmuró una. -¡Bah! ¿Qué pueden hacemos? -se mofó otra. -Esta noche nos llevaremos al carnero grande

-dijo la tercera-. Así nos será fácil dar cuenta de los que que- den.

El muchacho, cabalgando sobre el carnero jefe, les vio acer- carse. -Da una cornada rectamente hacia adelante -le dijo al oído. El carnero obedeció y la primera raposa fue corneada y arro- jada hacia la salida de la cueva. -Ahora a aquélla -indicó el pequeño señalando a la de la iz- quierda. El carnero tornó a embestir y la segunda raposa voló por los aires con una cornada en un costado. Y cuando cayó emprendió veloz huída, seguida por la tercera que al parecer tuvo bastante con lo que viera hacer con sus compañeras para aguardar a tomar la misma medicina. -Creo que no tendrán ganas de volver por esta noche -dijo entonces Nils. -Comparto tu opinión -contestó el carnero-. Acuéstate, pues, en mi espalda y te abrigaré con mi lana. Mereces disfrutar de un cobijo después de la tempestad que has soportado. Así pudo el muchachito pasar una noche verdaderamente deliciosa. Al día siguiente el carnero lo llevó, siempre trepado sobre su lomo, a recorrer el islote. Primero le mostró, desde lo más alto, los lugares en que solían pastar y Nils tuvo que recono- cer que parecían haber sido creados especialmente para carne- ros. Desde allí veíase también el mar, cuyas suaves olas lamían las orillas, y la isla de Gottland. Después lo condujo al término de la llanura para que pudiese ver los parajes montañosos cubiertos de nidos de pájaros, de las más diversas especies, que en excelente armonía se dedicaban a la pesca de sardinas. El muchacho no pudo menos que mani- festar su admiración por cuanto veía, asegurando que los carne- ros tenían allí un alojamiento magnífico. -Tienes razón -dijo el carnero jefe-; sólo que al pasear por aquí hay que tener mucho cuidado para no caer en alguno de estos profundos hoyos.

Pareció deseoso de agregar algo más, pero no lo hizo y Nils no lo advirtió, puesto que estaba observando los hoyos, anchos y profundos, y sobre todo a uno mucho más hondo que los demás y al que denominaban Boca del Infierno. -Si alguien cayera ahí se mataría dijo el carnero, y esta vez el tono intencionado de su voz no pasó inadvertida a su diminuto acompañante" Luego bajaron a la playa, donde hallaron restos de muchos carneros muertos, testimonio de las crueles andanzas de las raposas. -Si un ser capaz e inteligente viera esto –dijo el carnero-, de seguro no pararía hasta castigar a esas malvadas. -Los campesinos propietarios de la isla deberían haber venido a poner remedio a eso -aseguró Nils. -Vinieron varias veces, pero las raposas se ocultaron en grie- tas y agujeros y les fue imposible darles cazas, ni aun a tiros. Nils ya había adivinado que el carnero no le había mostrado los hoyos y hecho ciertas alusiones sólo por hablar. -¿Y tú crees que un hombrecillo como yo -preguntó- podría tener éxito donde los campesinos fracasaron? -Con astucia se puede hacer mucho –replicó el carnero- aun siendo pequeño. No hablaron más y al regresar Nils fue a sentarse entre los patos silvestres y tuvo una larga conversación con Akka, tras lo cual, montado en el pato blanco, se dirigió a la Boca del Infierno. El pato avanzaba tranquilamente por la descubierta llanura como si no advirtiera que su blancura hacíalo muy visible desde lejos. A simple vista advertías e que la tempestad de la víspera había hecho estragos en él, pues cojeaba de la pata derecha y su ala izquierda se arrastraba por tierra. Indiferente a todo cuanto le rodeaba, sólo parecía interesarse por las hierbas, las más tier- nas de las cuales engullía despaciosamente, como quien se sabe libre de cuidados y asechanzas. Pulgarcito, recostado sobre su lomo, fijaba sus miradas en el límpido cielo y, lo mismo que Mar- tín, no pareció advertir que las raposas habían trepado hasta la llanura. Estas sabían muy bien que es imposible atacar un pato

en terreno descubierto, por lo que optaron por ocultarse en un hondonada y aproximarse a él rastreando con la mayor pruden- cia, para acometerlo en el momento propicio. Lograron así acercarse bastante, pero el pato las vio e intentó elevarse, aunque no lo consiguió porque su ala izquierda no se apartó del suelo. Entonces echó a correr penosamente y las ra- posas se lanzaron tras él seguras ya de que no podría escapar. Pero Martín logró llegar a la gran hondonada y exactamente cuando las raposas se abalanzaron sobre él, alzó vuelo rápida- mente y sin dificultad y pronto alcanzó la orilla opuesta. -Ya puedes detenerte -le dijo Nils, notando que se disponía a continuar volando. Casi en el acto se oyeron tremendos aullidos, el roce de unas patas contra los muros de piedra del precipicio y el golpe de unos cuerpos contra el duro suelo. Al otro día, el torero del faro cercano encontró frente a su puerta un trozo de corteza de árbol en la que alguien había escri- to con la punta de un cuchillo: "Las raposas del islote han caído en la Boca del Infierno. Pue- den ir a recogerlas." CAPITULO X LAS DOS CIUDADES LA noche siguiente, calma y serena, los patos decidieron pa- sarla en lo alto de la explanada. Nils se tendió en la hierba junto a ellos, pero el sueño se negaba a acudir a sus ojos. Pensó en su casa y advirtió que habían transcurrido justas tres semanas des- de que la abandonara, lo que le hizo caer en la cuenta de que aquel día era víspera de Pascua. Aquello trajo a su memoria cómo se celebraba en la granja tal festividad y estaba abstraído hilvanando recuerdos, cuando apareció ante su vista un curioso espectáculo. El disco de la luna, redonda y llena, recorría las alturas precedido por un enorme pájaro, que parecía totalmente negro sobre el fondo claro y cuyas alas se extendían de un ex-

tremo al otro del disco. Su cuerpo era pequeño, su cuello largo y fino; las patas, colgantes, eran también delgadas y largas. No podía ser más que una cigüeña, y a Nils ya no le cupo duda cuando al pájaro comenzó a descender. Era Ermenric. -¡Usted! -exclamó asombrado el pequeño-. ¿Cómo es que se encuentra aquí y no en Climminge? ¿Vino a hablar con Okka? -No, Pulgarcito, y aun no me he instalado en Glimminge; mi familia sigue en Pomerania. Estoy aquí, simplemente, porque se me ocurrió venir a verte. ¿No te gustaría aprovechar esta noche tan hermosa para dar un paseo conmigo? Nils aceptó encantado, pero con la condición de que la cigüe- ña lo trajera de vuelta al apuntar el día, y momentos después ambos estaban en el aire. Ermenric volaba raudamente, ascendiendo en dirección a luna, pero no era ésta su destino, como llegó a pensar el mucha- cho, pues antes que pasara mucho rato comenzó a descender y se posó en una playa desierta. A lo largo de la misma extendiase una serie de colinas, no muy altas, pero sí lo bastante como para impedir a Nils ver lo que había tras ellas. -Ermenric se instaló sobre un médano, recogió una de sus patas y dijo a su compañero: -Tú puedes darte un paseo por aquí mientras yo descanso, pero no te alejes mucho, no sea que te pierdas. Nils resolvió al punto trepar a una de las colinas para admirar el paisaje y no había dado más que unos pocos pasos cuando su pie tropezó con un objeto duro. Agachóse y vio en la arena una moneda tan corroída por el óxido que era casi transparente, por lo que no se molestó en recogerla. Pero su sorpresa no tuvo lími- tes cuando, al incorporarse, se halló a no más de dos pasos de distancia de un alto muro, de aspecto sombrío y coronado por una torre. ¡Y sólo un instante antes no había allí más que arena! Comprendió Nils que aquella repentina transformación era cosa de brujería, pero no se asustó. Ofrecían tan soberbio aspec- to tanto el muro como la gran puerta que se abría a corta distan-

cia, que no pudo resistir la atención de ver lo que había en su interior. Tras la puerta y bajo una enorme bóveda, un grupo de milita- res jugaban a los dados y tan abstraídos estaban todos que no repararon en que él se dirigía rápidamente hacia el fondo. Cruza- da otra puerta, hallóse en una gran plaza, rodeada de casas muy altas, separadas por calles largas y estrechas. La plaza rebosada de gente; hombres y mujeres vestían como los personajes que había visto dibujados en un viejo libro de cuentos de su madre. En cuanto a las casas, eran aun más sor- prendentes que los habitantes, pues todos los edificios presenta- ban hermosas fachadas, con magníficos adornos, obra de verda- deros artistas. Internándose en la ciudad, subiendo y bajando a través de calles y más calles lo más aprisa posible, pues deseaba verlo todo antes de que desapareciese, el muchacho llego a otra puer- ta, transpuesta la cual hallóse en un puerto de mar. Navíos de antiguo diseño, impulsados a remo, cargaban y descargaban diversas mercancías. Trabajadores y comerciantes corrían en todas direcciones. Por todas partes reinaban una actividad y animación extraordinarias. Pero Nils no se detenía en ningún sitio. Volvió atrás y pronto se encontró en la gran plaza, donde se levantaba la catedral, con tres torres muy altas y profundas portadas adornadas con esta- tuas que la primera vez sólo había observado ligeramente y que ahora observó con un poco más de atención. En verdad, estaba un poco fatigado y necesita descansar un poco. Luego siguió andando, más lentamente, y penetró en una calle donde mucha gente entraba y salía de los comercios y se agolpaba frente a los escaparates, en los que se exhibían telas y encajes que le resul- taban totalmente desconocidos. Mientras estuvo corriendo por la ciudad, nadie habíase fijado en él, pero ahora que andaba lentamente fue advertido por un comerciante que se puso a hacerle señas para que se le acerca- ra, sonriéndole amablemente y mostrándole una pieza de seda, sin duda con objeto de tentarlo.

Nils meneó la cabeza diciéndose que jamás seria, lo suficien- temente rico como para poder comprar siquiera un metro de esa tela y se dispuso a seguir adelante. Para entonces otros también lo habían descubierto y de todas partes distintos comerciantes, mostrándole sus mercancías y sonriéndole invitadoramente tra- taban de atraerlo. Al fin, uno de ellos, acercándosele, puso ante sus ojos unos maravillosos tapices, en los que brillaban los colo- res más deslumbrantes. Nils no pudo dejar de sonreír. ¿Cómo podía suponer aquel buen hombre que un pobre diablo como él pudiera comprar tales cosas? Deteniendo sus pasos extendió sus manos vacías para dar a entender que no poseía dinero y que debía dejarlo tranquilo, pero el comerciante no se dio por venci- do. Sacando de su bolsa una moneda muy pequeña y muy gas- tada, se la mostró al pequeño, mirándolo significativamente, y añadiendo a los tapices con dos grandes vasos de plata, como que- riendo hacer más efectiva la tentación. -¿Será posible que quiera venderme todo eso por una sola moneda de oro? -se preguntó Nils, comenzando a hurgarse los bolsillos, aunque sabía muy bien que no encontraría en ellos absolutamente nada. Ante aquel gesto, los otros comerciantes se apresuraron a rodearlo mostrándole telas, joyas y toda clase de objetos, asegu- rándole que sólo pedían por ellos una pequeña e insignificante moneda como la que ponían ante sus ojos. Pero el muchacho acabó volviendo hacía afuera el forro de sus bolsillos como demostración de que no tenía ni un centavo y entonces la más profunda decepción píntose en las caras de los comerciantes y por las mejillas de muchos rodó una lágrima. Aquello impresionó vivamente a Nils quien, de pronto, recordó la moneda enmohecida que encontrara sobre la arena con la cual, de haberla recogido, podía haber comprado algún objeto de los que se le ofrecían evitando la decepción que mostraban aquellas buenas gentes. Entonces echó a correr, cruzó la puerta de la ciudad y comen- zó a buscar entre la arena, hasta que al fin halló la moneda. Pero cuando, después de recogerla, volvió a incorporarse, no vio más

que el dilatado mar, extendiéndose ante él. ¡La ciudad había desaparecido! Tal fue su asombro y desencanto, que quedó como atontado y Ermenríc, que habíase despertado, tuvo que tocarlo para llamar su atención. -Creí que también te habías quedado dormido -díjole. -¡Oh, Ermenríc! -exclamó el pequeño-. ¿Qué ciudad era esa que estaba aquí hace un instante? -¿Una ciudad? -repitió la cigüeña-. ¡Vaya! Veo que te dormiste y has soñado. Nils le aseguró que no era así y le refirió cuanto había visto. -Te repito que te dormiste sin advertirlo y soñaste todo eso - insistió Ermenric-. Aunque eso me trae a la memoria algo que me contó Bataki, el cuervo, que es el pájaro más sabio del mundo. Me dijo que antiguamente hubo aquí, junto al mar, una ciudad llamada Vineta, tan opulenta y magnífica que jamás hubo otra igual. Pero, desgraciadamente, sus habitantes se dieron al lujo y a la molicie, en castigo de lo cual la ciudad fue tragada por el mar durante una violenta marea, según cuenta Bataki, quien afirma que la gente de la ciudad no puede morir, ni la ciudad desapare- cer por completo, por lo que una noche cada cien años surge de las aguas con todo su esplendor y permanece en la tierra durante una hora, transcurrida la cual vuelve a sumergiste y así sucederá hasta que alguno de los comerciantes de Vineta pueda vender cualquier cosa a un ser viviente. Si tú hubieras tenido la más pequeña moneda para pagar lo que te ofrecían -agregó olvidando su afirmación de que todo no había sido más que un sueño- la ciudad permanecería ya para siempre sobre la tierra y sus habi- tantes habrían podido vivir y morir como los demás mortales. -Ahora comprendo por qué vino usted a buscar- me esta no- che -dijo Nils-. Creyó que tal vez yo podía salvar la ciudad. Me apenas mucho que su plan haya fracasado, y cubriéndose la cara con las manos se echó a llorar. El lunes de Pascua, al atardecer, los patos silvestres volaban por encima de Gottland, habiendo elegido tal camino para tratar de animar a Pulgarcito quien, desde su paseo con la cigüeña, no

había recobrado su anterior alegría. Pensaba siempre en la mis- teriosa ciudad y le desesperaba no haber podido salvarla. Inútil- mente Okka y los otros patos se esforzaban por hacerle com- prender que todo había sido un sueño; él estaba completamente seguro de haber visto cuanto de convencerlo de lo contrario., persistiendo de tal modo en su tristeza, que sus compañeros de viaje comenzaron a preocuparse de veras. En el momento en que el pequeñín estaba más acongojado, la vieja Kaksi fue, por fin, a reunirse con la bandada. La tempes- tad la había alejado considerablemente y gracias a las informa- ciones de algunas cornejas había logrado localizar a los suyos, que la recibieron con grandes demostraciones de alegría. La pata advirtió al instante el cambio experimentado por el pequeño y al enterarse de los motivos de su tristeza, le dijo: -Si lloras por una vieja ciudad, nosotros sabremos consolarte, Pulgarcito. Ven conmigo y te conduciré a un lugar que vi ayer y te aseguro que después de verlo tu tristeza se disipará. Entonces, despidiéndose de los carneros, habíanse puesto en camino. Era una hermosa y apacible tarde; la temperatura verda- deramente primaveral había impulsado a las gentes a salir al aire libre, y los caminos se veían muy transitados por alegres carava- nas, la vista de las cuales habría causado gran placer a Nils de poder olvidar la pena que lo embargaba. No obstante, no podía negar que estaba haciendo un viaje verdaderamente encantador. Las flores comenzaban a cubrir los bosques y prados; el amplio ramaje de los álamos flotaba al viento yen los pequeños jardines cultivados florecían los groselleros. El pequeño, que por largo rato había estado mirando hacia tierra, tuvo que levantar de pronto la mirada y, entonces, su asombro no tuvo límites. Sin que lo advirtiera, los patos habían abandonado el interior de la isla y volaban hacia la costa del oes- te, por sobre el mar, que parecía, pintado de azul. Pero no era el agua la causa de su asombro, sino una ciudad que se elevaba junto a la orilla. La bandada volaba desde el este y el sol empezaba a declinar por el oeste, por lo que en tanto se iba aproximando a la ciudad,

surgían las murallas, las torres, los altos edificios y las iglesias, que dibujaban su negra silueta en el fondo del cielo iluminado. Aunque no se podía distinguir ningún detalle, parecióle a Nils, en el primer momento, que se trataba de una ciudad muy parecida en esplendor a la que se le había aparecido la noche de Pascua. Pero, ya más cerca, comprobó que aun siendo muy semejante a ella era, a la vez, muy diferente. Con seguridad alguna vez debió parecerse a la que él evoca- ba. Como la otra, estaba rodeada de murallas con torres y puer- tas, pero dichas torres estaban vacías y abandonadas. Las puer- tas no tenían hojas y no se veían soldados y guardianes. Todo el antiguo esplendor había desaparecido y no quedaba más que el esqueleto de piedra, silencioso y gris, Cuando sobrevolaban la ciudad, vio Nils que estaba formada en gran parte por pequeñas casas bajas, entre las que resaltaban algunos altos edificios y las torres de varias iglesias, Las facha- das estaban blanqueadas con cal, pero él, que había desapare- cido de la ciudad hundida en el fondo del mar, imaginaba cómo estarían exornadas en otro tiempo. Lo mismo pensaba de los templos, la mayoría de los cuales no tenían techumbre y carecían de vitrales en las ventanas, creciendo la hierba entre las lozas y trepando la hierba por sus muros. Pero Nils las imaginaba cubier- tas de imágenes y de pinturas, el coro ornado de altares y cruces doradas, ante las cuales oficiaban los sacerdotes revestidos de oro. También veía las calles, desanimadas en aquel, día de fiesta, e imaginaba el bullicio que reinaría otrora en ellas. Pero lo que no alcanzaba a ver era que la ciudad seguía siendo magnífica y bella. No percibía ni el encanto de las casitas confortables en las calles retiradas, con sus rojos geranios tras los brillantes marcos de sus ventanas, ni los numerosos jardines con sus veredas bien cuidadas, ni la hermosura de las ruinas con guirnaldas de plantas trepadoras. Sus ojos, deslumbrados por el pasado esplendoroso, nada bueno alcanzaban a descubrir en el presente. Los patos volaron varias veces por sobre la ciudad para que Pulgarcito pudiera observarle enteramente, pero luego se posa-

ron sobre las losas cubiertas de musgo de una iglesia en ruinas para pasar la noche. Dormían ya cuando el niño continuaba mirando el cielo rosa pálido del crepúsculo. Y, después de profundas reflexiones, aca- bó por comprender que no debía afligirse tanto por no haber po- dido salvar la ciudad sumergida, puesto que si no hubiese des- aparecido bajo las aguas hubiera acabado en ruinas como esa en la que se encontraba. No hubiera resistido, sin duda, la obra destructora del tiempo y, por lo tanto, preferible era que perma- neciese, con todo su esplendor intacto, en el fondo de las aguas. Y, de nuevo animoso, se entregó tranquilamente al descanso. CAPITULO XI LAS CORNEJAS EN el sudoeste de Esmaland hay un distrito llamado Sunner- bo que no es otra cosa que arenales áridos, rocas peladas y vas- tas marismas. En los limites del cantón hay una llanura de arena tan vasta que desde un extremo no se divisa el otro; los matorra- les crecen profusamente, excepto en una baja colina pedregosa que atraviesa la región y donde se encuentran enebros, serbos y hasta algunos grandes y frondosos abedules. Por el tiempo en que Nils Holgersson viajaba con los patos, veíase también una pequeña cabaña rodeada de un rozo de tierra labrada, pero abandonada de sus oradores. Estos, al dejarla, habían cerrado la chimenea, las puertas y ventanas, pero olvidando que el cristal de una de las ventanas tenía en su reemplazo un trozo de tela que el tiempo y las lluvias acabaron por destrozar, hasta que un día llevóselo una corneja. La colina pétrea que se alzaba en el centro de la llanura no estaba desierta como parecía a simple vista. Habitábala un numeroso pueblo de cornejas, aunque sola- mente en primavera, cuando volvían para poblar sus nidos y cui- dar de sus hijuelos. La corneja que se apoderara de la tela era un viejo macho llamado Pluma-Blanca, aunque era más conocido

por Fumla-Drumla, individuo torpe; que siempre estaba come- tiendo tonterías y haciendo el ridículo. Era grande y fuerte, pero su fortaleza no le servía de mucho y era constantemente objeto de diversión para sus congéneres. Ni aun el hecho de pertene- cer a una familia aristocrática servia para que se le guardara cierto respecto. En justicia, él debía ser el jefe de la bandada, porque por muchos años tal distinción correspondía al mayor de los Pluma-Blanca; pero antes de nacer él su familia fue despoja- da del poder, asumiendo por entonces el mismo una corneja cruel y salvaje, llamada Ráfaga. Tal cambio se debió a que las cornejas abandonaron su anti- guo modo de vivir. Los antiguos jefes de la familla de los Pluma- Blanca hablan sido austeros y moderados, y mientras ellos capi- taneaban la bandada habían impuesto a las cornejas tan exce- lente conducta que jamás fueron objeto de critica por parte de los demás pájaros. Pero habiendo aumentado considerablemente su número y cerniéndose sobre ellas la miseria, rebeláronse contra los Pluma-Blanca, confiriendo el poder a Ráfaga, que era el más feroz perseguidor de nidos de pajaritos y el mayor bribón que se pudiera dar, fuera de su consorte, conocida por Borrasca, que era aun más terrible. Bajo el reinado de esta pareja las cornejas iniciaron un sistema de vida que las hacia más temibles y odiosas aún que los halcones y gavilanes. Fumla-Drumla no significaba nada en la bandada y muchos creían que sólo por el hecho de ser tonto y torpe conservaba la vida, ya que de otro modo Ráfaga y su mujer no hubieran con- servado a su vera un miembro de la antigua familia gobernante. Ninguna de ras cornejas sabía que Fumla-Drum- la había sido quien se llevara el trapo de la ventana y de saberlo se hubieran admirado, ya que nadie podía atribuirle la audacia de acercarse a una vivienda humana. El mismo lo había ocultado, porque no le faltaban razones para hacerlo. Ráfaga y Borrasca le trataban bien durante el día y ante las demás cornejas, pero una noche sombría, cuando todas dormían, habianlo atacado -arteramente y sólo por milagro logró escapar con vida. Y fue a partir de enton-

ces que, apenas llegada la oscuridad, abandonaba su antiguo puesto para ir a refugiarse en la cabaña deshabitada. Una tarde de primavera, cuando las cornejas habían instalado sus respectivos nidos, hicieron un extraño descubrimiento. Ráfa- ga y Borrasca habían bajado con otras dos cornejas al fondo de un pozo situado en un rincón de la llanura y se preguntaban con qué objeto habríanlo excavado los hombres, cuando se produjo un pequeño deslizamiento y junto con los guijarros rodó a sus pies una vasija de barro, bastante grande, cubierta con una tapa de madera. Curiosas por saber qué contenía, atacáronla con sus picos, pero la tapa resistió todos sus intentos sin moverse. -¿Necesitan ayuda, amigos? -preguntó, de pronto, una voz desde la orilla del hoyo. Volvieron las cornejas sus ojos hacia allí y vieron a una rapo- sa de buena estampa, pero a la que faltaba un pedazo de la oreja izquierda. -Si quieres ayudarnos, te lo agradeceremos -repuso Ráfaga, echando a volar junto con sus acompañantes. La raposa saltó al fondo del hoyo y se puso a morder la vasija y tirar de la tapa sin obtener ningún resultado. -¿Podrías, por lo menos, averiguar qué contiene? -le preguntó Ráfaga desde arriba. -Por el sonido no puede contener otra cosa que monedas de oro -repuso la raposa. -¿Lo crees realmente? -preguntaron las cornejas con los ojos muy abiertos por la codicia, pues, aunque parezca raro, nadie ama más el dinero en el mundo que las cornejas. -No lo creo, lo sé -afirmó la raposa-, aunque, por desgracia, ignoro cómo sacarlas. Pero conozco a alguien que podría hacerlo y les diré de quién se trata si aceptan mis condiciones. Existía un ser diminuto, dijo, para quien aquella tarea no era imposible y al que la cornejas podrían obligar a ir hasta allí. A cambio de su nombre y otros datos necesarios para dar con él la raposa exigía que, una vez abierta la vasija, el pequeñín le fuera entregado, cosa a la que las cornejas accedieron sin vacilar. Así se enteraron del ser llamado Pulgarcito que viajaba con la ban-

dada de patos de Okka, e inmediatamente Ráfaga se puso en camino acompañado por medio centenar de sus acólitos para iniciar las investigaciones que habrían de permitirle dar con el paradero de Nils. Días después, halándose los patos sobre un islote en cuya orilla no había podido encontrar alimento para él, el pequeño rogó al pato blanco que lo llevara hasta unos árboles que alzá- banse en una punta del terreno frente a la isla, donde dos ardillas jugueteaban alegremente, a las que proyectaba pedir un par de nueces. Accedió el pato y lo condujo a nado hasta el lugar, pero, por desgracia, las ardillas estaban tan entretenidas en sus juegos que no escucharon sus palabras y saltando de uno a otro se in- ternaron entre los árboles. Nils, siguiéndolas, se apartó del pato y procuraba abrirse camino entre plantas de anémona blanca, cuando se sintió abrazado por detrás. Volvióse prestamente y vio a una corneja que lo sujetaba por el cuello de la camisa y antes de Que pudiera intentar defensa alguna, otra lo atrapó por las piernas haciéndolo caer, con tan mala fortuna que dio de cabeza contra una piedra y perdió el conocimiento sin haber logrado gritar pidiendo auxilio a Martín. Al volver en sí se encontró en el aire y pensó que iba con la bandada de patos, mas pronto advirtió que lo rodeaba un tropel de cornejas y recordó claramente lo ocurrido. ¡Ellas lo habían raptado y se lo llevaban cautivo! -¿Cómo lo pasará Martín sin mi? -se preguntó entonces. Y, suplicante, pidió a las cornejas que o llevaran junto a los patos silvestres, sin obtener otra cosa que burlas de parte de sus rapto- res. Volaban en línea recta y a toda velocidad. De pronto, una de ellas anunció un peligro y rápidamente descendieron para ocul- tarse en un bosque de abetos, dejando a Nils bajo un árbol tan copudo que ni un halcón hubiera podido descubrirlo. Las cincuen- ta cornejas rodeábanlo dirigiendo hacia él sus picos amenazado- res. -¿Quieren explicarme ahora por qué me han raptado? - preguntó el muchacho.

-Cállate si no quieres que te saque los ojos -graznó una de las raptoras, con acento amenazador. Nils comprendió que hablaba en serio y se mantuvo en silen- cio. -He caído en poder de una banda de ladrones -pensó. De repente, desde encima del árbol, llegó hasta él el grito de llamada de los patos salvajes: -¿Dónde estás? Yo estoy aquí. ¿Dónde estás? Comprendió que eran sus compañeros de viaje que lo busca- ban, pero no pudo responder, porque el jefe de las cornejas man- tenía su pico muy cerca de sus ojos y poco después oyó perder- se las voces de sus amigos en la lejanía. -Ahora, Nils Holgersson -se dijo-, tendrás que arreglártelas solo. Se trata de demostrar si has aprendido algo en estas sema- nas de vida salvaje. Poco después las cornejas se dispusieron a emprender el vuelo, pero como parecían dispuestas a llevarle entre dos, como hasta allí, una tomándolo con el pico por el cuello de la camisa y otra sujetándolo por los calcetines, les dijo: -¿No hay acaso alguna capaz de llevarme sobre su espalda? Si lo hacen, prometo no saltar a tierra. -Tu comodidad nos tiene sin cuidado –repuso la corneja jefe. Pero entonces surgió un pajarraco erizado, que tenía una pluma blanca en una de sus alas, que saliendo del grupo, dijo: -Oye, Ráfaga, ¿no es mejor que Pulgarcito llegue en una pie- za, que no partido en dos por los tirones? Yo puedo llevarlo a cuestas. . -Si tú puedes tanto mejor, Fumla-Drumla -respondió el jefe-. Pero ten mucho cuidado con dejarlo caer. Nils experimentó gran alegría, porque aquello significaba una partida ganada. -No porque me hayan robado las cornejas voy a acobardarme -pensó-. Ya me las ingeniaré para dar cuenta de estas misera- bles criaturas.

Las cornejas emprendieron el vuelo, siempre hacia el sudoes- te. Era una mañana hermosa, de sol, y los pájaros cantaban por doquier. En la copa de un abeto, un mirlo decía en su canto: -¡Qué alegría! ¡Qué alegría! ¡Cuánta alegría! y repetía lo mis- mo una y otra vez, sin descanso. -¡Ya te hemos oído! -le gritó Nils-. ¡Cambia el disco! -¿Quién es? ¿Quién se burla de mí? –preguntó el mirlo, eno- jado. -Yo, el que ha sido raptado por las cornejas. Y no me gusta tu canto. El jefe de las cornejas se volvió hacia él, colérico. -¡Cuidado con tus ojos, Pulgarcito! -le advirtió. Nils hizo un gesto despectivo. En realidad no temía de aquel pájaro. Más adelante, en un bosque de álamos blancos vio un palomo que arrullaba a una paloma. -Tú eres la más bella del bosque -decía-. ¡Ninguna como tú! -No le creas -gritó el pequeño-. Es un farsante! -¿Quién me calumnia? -exclamó al instante el palomo. -El prisionero de las cornejas. Y repito que mientes -repuso el pequeño. De nuevo Ráfaga lo miró amenazadoramente, pero Fumla- Drumla intervino. -Déjalo hacer -dijo-. Los pequeños pájaros creerán que noso- tras, las cornejas, nos hemos vuelto traviesas e ingeniosas. La idea pareció complacer a Ráfaga pues ya no volvió a mo- lestar con sus amenazas a Nils que así pudo seguir esparciendo la noticia de su captura. Un estornino, sobre la veleta de un edificio, proclamaba orgu- lloso a los cuatrocientos: -¡Tenemos cuatro hermosos huevecillos! ¡Tenemos cuatro hermosos huevecillos!

-Pero pronto vendrá la urraca y te los robará -anuncióle Nils. -¿Quién es el que quiere asustarme? -preguntó el estornino, agitando sus alas lleno de zozobra. -El que ha sido capturado por las cornejas te habla -repuso el muchacho, y así, zahiriendo a cuanto pájaro o animal hallaban

por el camino, se las ingenió para posibilitar su búsqueda por parte de los patos silvestres. Al acercarse a la llanura, Ráfaga hizo adelantarse a una cor- neja para anunciar el éxito de la empresa y, conocida la noticia, Borrasca y centenares de cornejas acudieron volando a ver al cautivo. -Te has portado dignó y valientemente -susurró Fumla-Drumla al oído del muchacho- y te he tomado cariño. Por lo tanto te daré un consejo: apenas lleguemos te pedirán que hagas un trabajo que tal vez te sea fácil realizar, pero conviene que no te apresu- res a llevarlo a cabo. Momentos después dejaba en el fondo del hoyo al cautivo que, inmediatamente, se dejó caer al suelo y quedó inmóvil. -¡Levántate! -le ordenó Ráfaga-. Tienes que hacer algo que no ha de darte trabajo, Pulgarcito no se movió; al parecer dormía profundamente. Entonces Ráfaga lo tomó por un brazo y lo arras- tró hasta donde estaba la vasija de barro. -¡Levántate y ábrela! -le ordenó. -Déjame dormir -repuso el muchacho con voz fatigada-. Estoy rendido y esta tarde no puedo hacer nada. Espera hasta mañana. -¡Haz lo que te digo inmediatamente! -bufó la corneja. Nils se enderezó lentamente y comenzó a examinar la vasija. -¿Cómo crees que un pequeñín como yo pueda abrir un reci- piente tan grande? -dijo al fin. -Abrelo si estimas en algo tu vida –amenazó Ráfaga. El muchacho simuló hacer algunos intentos, pero al fin dejó caer los brazos a los costados, en señal de agotamiento e impo- tencia. -Nunca me he sentido tan cansado como hoy. -dijo, bostezando-. Si me dejaras descansar hasta mañana, creo que podría hacerlo. Furiosa, Ráfaga le respondió con un picotazo en una pierna y ante el ataque el muchacho dejó de lado todo fingimiento. Con la sangre bulléndole en las venas, se levantó de un salto, dio unos pasos atrás y sacando de la vaina su cuchillo se aprestó a la

defensa. Pero la corneja, ciega de ira, no advirtió el arma y al

intentar atacar de nuevo a su cautivo, el cuchillo se le hundió en un ojo, atravesándole la cabeza. Al instante cayó a los pies de Nils Y quedó inmóvil. -¡Ráfaga ha muerto! ¡El extranjero ha matado a nuestro jefe 1, -gritaron las cornejas. Y se dispusieron a vengarlo dando muerte al muchacho, pre- cedidas por Fumla-Drumla, que con su habitual torpeza, moles- taba los movimientos de las demás. En realidad estaba fingiendo y sus revoloteos sin sentido por sobre la cabeza del pequeño tenían por objeto impedir que sus compañeras pudieran usar sus picos. Nils, consciente del peligro en que se hallaba, buscó con la mirada un lugar para refugiarse y ya creía imposible escapar ~ la venganza de sus enemigas, cuando reparó en la vasija. De un golpe hizo saltar la tapa y saltó para ocultarse en su interior, mas halló que no habla lugar suficiente, por estar el recipiente lleno de monedas de oro. Entonces febrilmente, comenzó a arrojarlas a puñados para hacerse sitio y aquello fue su salvación. En efecto, al ver saltar las monedas, las cornejas olvidaron sus propósitos de venganza y se lanzaron a recogerlas, enta- blándose entre ellas furiosas luchas, porque por cada pieza de oro que caía al suelo habla muchos candidatos a posesionarse de ellas y apenas una corneja lograba apoderarse de uno de los pequeños discos relucientes, volaba presurosa a ocultar su teso- ro. Así, poco a poco fueron marchándose todas y finalmente sólo quedaron en el hoyo Pulgarcito y Fumla-Drumla. -Me has hecho el servicio más grande que puedas imaginar, Pulgar cito -dijo la corneja-, y haré lo posible por salvarte. Trepa sobre mis espaldas y te conduciré a un lugar donde pasarás la noche con absoluta seguridad. Y mañana haré que te reúnas con los patos silvestres. -Poco después Nils se encontraba en el interior de una pe- queña cabaña y se ten di a sobre una camita quedándose: ins- tantáneamente dormido. Al día siguiente, al despertar con la aurora, creyó en el primer momento hallarse en su casa, pero luego recordó los sucesos del

día anterior y que Fumla-Drumla habíale prometido volver a re- unirse con él por la mañana. Sentiase rendido y halló delicioso permanecer echado, aunque se incorporó un momento para apartar una cortina de algodón a cuadros que habla ante el lecho y poder así contemplar totalmente la habitación. Nunca, se dijo al instante, habla visto una casa así construida. Las paredes no eran más que unas cuantas traviesas de ma- dera, coronadas por una mala cubierta, carecía de cielo raso y podía verse hasta la techumbre. Tan pequeña era que más pare- cía haber sido construida para seres como él, que para hombres. Sólo el hogar y el horno eran grandes, y en cuanto a moblaje no había allí más que la cama, un banco, una mesa y una pequeña alacena. Observó que la cafetera y la olla habían quedado en el hogar; en un rincón se vela leña cortada; el hurgonero y la pala para meter el pan en el horno estaban en el rincón opuesto; sobre el banco había una rueca y en el armario paquetes de lino y estopa, unas madejas de lana, una vela y un paquete de cerillas, todo lo cual demostraba que sus ocupantes pensaban volver. Pero lo que más le interesó fueron unos panes secos que colgaban de un palo colocado entre las traviesas del techo, a los que logró hacer caer valiéndose del hurgonero. Estaban secos, pero para su apetito resultaban un manjar. -Tomaré todo lo que pueda serme útil -se dijo-, porque al pa- recer nadie se interesa por esto. Pero no había mucho que elegir y sólo pudo llevarse unas cuantas cerillas y estaba guardándoselas cuando reapareció la corneja, -¡Hola! -saludó-. No pude venir antes porque hemos tenido que elegir jefe en reemplazo de Ráfaga. -¿Y a quién han elegido? -A uno que no permitirá el pillaje ni el robo. El jefe será ahora Pluma-Blanca, llamado hasta aquí Flumla- Drumla -respondió la corneja, adoptando un aire majestuoso. -Es una elección excelente -afirmó Nils, felicitándola.

En ese momento oyó una voz que conocía muy bien, alzarse del otro lado de la ventana. -¿Aquí es donde se encuentra? -preguntaba. -¡Esmírra! -se dijo el pequeño, sobresaltándose, al tiempo que otra voz respondía: -Sí, aquí está. -¡Cuidado, Pulgarcito! -advirtió Pluma-Blanca-. Borrasca está junto a la ventana con la raposa que quiere devorarte. En efecto, Esmirra empezaba a golpear la ventana y la made- ra, podrida" no tardó en ceder. De un salto, la raposa se coló dentro de la casita, cayendo sobre Pluma-Blanca, que no tuvo tiempo de apartarse y matándola de un golpe. Después comenzó a husmear buscando al muchacho, que se había ocultado tras un paquete de estopa, donde no tardó en localizarlo. Pero Nils no perdió la cabeza; rápidamente frotó una cerilla, aplicó su llama a la estopa que se inflamó al punto y la arrojó sobre Esmirra que, loca de terror, se batió en retirada saliendo de la cabaña por donde había entrado. Más, por desgracia, para escapar de un peligro el pequeño había caído en otro. El fuego de la estopa alcanzó las cortinas de la cama y burlando sus esfuerzos por apagarlo se propagó rápi- damente con lo que la permanencia en el interior de la casita, llena de humo, resultaba imposible. -¡Muy bien, Pulgarcito! -se mofaba la raposa desde la venta- na-. ¿Qué prefieres? ¿Asarte ahí salir? Yo hubiera preferido de- vorarte, pero cualquiera sea la forma en que mueras, no dejará de causarme gran satisfacción. El incendio avanzaba rápidamente; la cama ardía ya, lo mis- mo que las cortinas y Nils habíase refugiado en el hogar cuando oyó rechinar una llave en la cerradura. Entonces, aun consciente de que por allí podía amenazarle un nuevo peligro, corrió hacia la puerta que se estaba abriendo y vio aparecer del otro lado dos niños, por entre cuyas piernas pasó como una exhalación salien- do a campo abierto. No se atrevió a alejarse mucho, pues Esmi- rra debía estar vigilando y la conveniencia le indicaba que debía

permanecer cerca de los niños. Entonces observó a éstos dete- nidamente y su asombro no tuvo límites. ¡Asa y Mat! -exclamó, reconociendo en los recién llegados a los dos niños guardadores de patos que habían sido sus compa- ñeros en Jordberg. Los dos hermanitos se volvieron y al ver a aquel ser micros- cópico que les sonreía agitando los brazos, retrocedieron asusta- dos. Entonces Nils, que por un momento lo había olvidado todo: las cornejas, Esmirra, la casa incendiada y su actual condición, recordó sobre todo esto último y pensó que nada más terrible podía ocurrirle que ser reconocido por los niños bajo su aspecto de duende y volviendo la espalda huyó sin saber hacia dónde dirigirse. Mas al llegar a la llanura tuvo un feliz encuentro; entre la bru- ma divisó algo de color blanco y pronto apareció Martín, acom- pañado de Finduvet. Y un instante después, surcaba raudamen- te el espacio, sano y salvo, sobre la espalda de su amigo. CAPITULO XII LA VIEJA CAMPESINA A la hora del crepúsculo vespertino, tres cansados viajeros avanzaban buscando un refugio para pasar la noche, por la parte pobre y desierta del norte de Esmaland. -Si entre esas montañas hubiera un poco lo bastante escar- pado para que no pudiera escalarlo una raposa, podríamos pasar una noche tranquila -dijo uno. -Lo mismo ocurriría si una de esas marismas se hubiera des- helado lo bastante para que una raposa no se atreviera a entrar en ella -añadió otro. -O si el hielo de uno de esos lagos se hubiera desprendido de la orilla, de manera que una raposa no pudiera alcanzarlo -acotó el tercero.

Los dos primeros estaban tan cansados, que apenas se ocul- tó el sol se sintieron dominados por el sueño y el tercero, que podía mantenerse despierto, se inquietaba más y más a medida que avanzaba la noche, -Necesitamos encontrar un buen refugio -decíase-, de lo con- trarío Esmirra acabará con nosotros antes del alba, Finalmente, cuando ya desesperaba de lograr que sus com- pañeros siguieran andando, arribaron a una granja solitaria, de cuya chimenea no salía humo y cuyas ventanas permanecían a oscuras Al parecer, había sido abandonada. -Nos refugiaremos aquí -anunció el viajero que podía mante- nerse despierto-. Seguramente no hallaremos nada mejor, No se trataba de una pequeña granja; además del cuerpo del edificio, la cuadra y el establo, había extensos cobertizos, pero todo tenía un aspecto triste y ruinoso. Los tres viajeros avanzaron hacia el establo, que suponían vació, pero al abrir la puerta mugió una vaca desde el fondo del mismo. -¡Por fin has regresado, mi ama! -dijo-. Pensé que no ibas a darme de comer esta noche. Los tres viajeros se detuvieron, alarmados, pero al darse cuenta de que allí no había más que una vaca y unas pocas ga- llinas, se tranquilizaron. -Somos tres viajeros Que sólo desean un albergue para pasar la noche -dijo uno-, donde la raposa no pueda atacarnos y para que los hombres no nos atrapen. Creo que aquí estaríamos bien. -Sin duda -respondió la vaca-. Las paredes están en mal es- tado, pero así y todo la raposa no podrá entrar, y en la granja sólo vive una viejecita, incapaz de causar mal a nadie. ¿Puedo preguntar quiénes son ustedes? -Yo soy Nils Holgersson, que ha sido transformado en duende -respondió el que hablara antes- y conmigo vienen un pato do- méstico, que me sirve de cabalgadura, y una pata gris. -¡Bienvenidos! -exclamó la vaca-, Aunque confieso que más hubiera celebrado la llegada de mi ama con la comida que estoy esperando.

El muchacho hizo entrar a los patos, que inmediatamente buscaron acomodo y se quedaron dormidos y él preparóse un montoncito de paja dispuesto a seguir su ejemplo. Pero se lo impidió la vaca que, hambrienta y nerviosa, pateaba quejándose sin cesar. Entonces se puso a repasar los últimos sucesos. Pen- só en Asa y el pequeño Mats. Recordó que el verano anterior les oyó-hablar de una cabañita que poseían al borde de una llanura y se entristeció al pensar que los pobrecitos, al volver a ella, habí- anla encontrado en llamas, lo que sin duda debió haberles cau- sado gran pena. Si alguna vez volvía a ser hombre, se prometió entonces, haría lo posible por reparar el daño causado. Luego su pensamiento voló hacia las cornejas y Fumla-Drumla que lo había salvado, para morir apenas elegi- do jefe de la bandada y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sí, había sufrido mucho durante los últimos días y fue una suerte que Martín y Finduvet lo encontraran. El pato blanco le había dicho que los patos silvestres, al notar su desaparición, habíanse dedicado a buscarlo febrilmente, enterándose por los animalitos del bosque que habla sido raptado por las cornejas, aunque na- die sabía hacia dónde habíanlo llevado. Okka ordenó entonces que los patos se dispersaran, yendo en parejas para buscar en todas direcciones, debiendo dos días después, cualquiera fuera el resultado de sus pesquisas, reunirse todos en la cumbre del monte Taberg, al noroeste de Esmaland. Martín y Finduyet habí- an partido juntos y guiados por un mirlo, un palomo, y otros pája- ros de los cuales habíase burlado alguien que decía ser prisione- ro de las cornejas lograron seguir las huellas de los raptores. Una vez reunidos, los tres habían emprendido el camino hacia Taberg, pero sorprendidos por la noche viéronse obligados a buscar un lugar seguro donde pernoctar. -Pero mañana, cuando estemos con los patos -suspiró Nils-, nuestros apuros habrán terminado. Y hundióse en la paja para buscar un poco de calor. Pero entonces la vaca, que parecía haberse aquietado un tanto, le dijo:

-Oye, duendecito, tú podrías ocuparte de mi si quisieras. Mi dueña ha venido esta tarde a cuidarme, pero se ha sentido en- ferma y se ha marchado y aun no ha vuelto. Y no he sido orde- ñada, ni la paja de mi lecho está arreglada, ni me han traído el pienso de la noche. -Todo lo que puedo hacer -repuso Nils- es desprenderte de tu cadena y abrirte la puerta del establo para que salgas a beber, mientras subo al henar y trato de echarte un poco de comida. -Eso es suficiente -aprobó la vaca. Hizo el muchacho lo prometido y cuando la vaca quedó reins- talada en su pesebre, ante el comedero bien repleto, creyó que podría dormir. Pero cuando volvió a hundirse en la paja, de nue- vo habló aquélla. -¿Quisieras hacerme el favor -dijo- de ir hasta la casa a ver cómo está mi ama? -Temo que se encuentre enferma. -Es que... no me atrevo a presentarme ante los seres huma- nos -balbuceó Nils. -No necesitas mostrarte, con que te acerques a la puerta y eches una mirada por debajo de ella será suficiente. -Bueno... si no es más que eso... -contestó el muchacho, le- vantándose y abandonando el establo, Afuera llovía copiosamente; bajo el alero se alineaban siete buhos protestando contra el mal tiempo y el pequeño se preguntó qué seria de él si llegaban a descubrirlo. Pero no ocurrió tal cosa y aunque el viento lo arrojó al suelo dos veces y cayó en un char- co en el que por poco se ahoga, llegó finalmente a la casa. La puerta de la cocina estaba cerrada, pero en uno de sus ángulos inferiores había un agujero para dar paso al gato, por lo que no tuvo necesidad de esforzarse para mirar al interior, Al hacerlo, sus cabellos se erizaron: tendida en el suelo, hallábase una anciana de cabellos grises, inmóvil y terriblemente pálida. Nils recordó que su abuelo presentaba el mismo aspecto al morir y al instante dio media vuelta y volvió a escape al establo, para referir lo que viera a la vaca. -¡Ah! -dijo ésta, dejando de comer-. Mi ama ha muerto... pron- to me tocará a mí.

-No te aflijas -la consoló Nils-. Siempre habrá alguien que cuide de tí. -Tú ignoras que yo también soy vieja –repuso la vaca-. Ya no puedo esperar nada de la vida, una vez muerta quien tanto me cuidaba. Guardó un instante de silencio y luego continuó, tristemente: -Tenía la costumbre de venir a contarme sus penas y yo com- prendía bien lo que decía aunque fuese incapaz de responderle. En estos días hablaba del miedo que tenía de morir sola y aban- donada. El animal conocía muchos detalles de la vida de su ama. Habló de sus hijos, que iban diariamente al establo y en verano llevaban a pasear el ganado a la marisma y tierras de pastoreo. Eran todos muy buenos, alegres y trabajadores. En cuanto a la granja no había sido siempre tan pobre como entonces; abunda- ban otrora los buenos pastos, y los pesebres y el establo desti- nado a las vacas rebosaban de magníficos ejemplares. Muerto el dueño, la mujer había empuñado las riendas de la casa, luchan- do tenazmente por mantenerla como en vida de su esposo, y aunque muchas veces sentías e fatigada y abatida, el recuerdo de sus hijos infundíale nuevas energías. -¡Ya descansaré cuando mis hijos sean mayores! -decíase, esperanzada. Pero cuando los hijos crecieron, nació en ellos el deseo de buscar mejores horizontes, y uno a uno marcharon al extranjero abandonando la granja, sin haber brindado a su madre la ayuda que aguardara tantos años. La mujer quedó sola, sin que ninguno de sus hijos, al partir, hubiera escuchado una sola queja suya. -¿Cómo he de pedirles que se queden –decíale a la vaca mientras la ordeñaba-, si allá abajo pueden labrar su porvenir? Aquí, en Esmaland, no pueden esperar más que pobreza. Al quedar completamente sola, sus fuerzas declinaron rápi- damente, sus espaldas se encorvaron Y sus cabellos encanecie- ron. Poco a poco fue abandonando el trabajo, descuidó la granja, dejando que las paredes se fueran derrumbando sin preocuparse de ellas, vendió el ganado y sólo conservó a la vieja vaca amiga.

-Hoy -dijo ésta finalizando la historia- me habló de dos cam- pesinos que la habían visitado para ver si quería venderles la marisma, pues pensaban rellenarla y hacer de ella un campo apto para la agricultura. "¿Comprendes, Rubia, me dijo; la ma- risma, se convertirá en un campo fértil y habrá trabajo para mu- chos. Voy a escribir a mis hijos para que vuelvan, pues aquí po- drán ganarse el pan tan bien como en el extranjero!". y para es- cribir esa carta marchó a la casa... Nils no escuchó más. Levantándose, abandonó el establo, corrió a la casa y penetró en el vestíbulo. Una mirada le permitió observar varios retratos, que no podí- an ser más que los de los hijos, colgados de las paredes en her- mosos marcos dorados, En un rincón vio un cofre y sobre él un par de candelabros con gruesas bujías estriadas, y cesando en su observación los trasladó a la cocina poniéndolos junto a la muerta y encendiéndolos luego. En seguida cerró los ojos de la viejecita, cruzóle las manos sobre el pecho y le apartó el cabello de la frente. No tenía miedo; pero lo apenaba profundamente el que aque- lla mujer hubiera pasado sus últimos años solitaria y triste y mu- riera sola, abandonada de los seres que amaba, Buscó el libro de los Salmos y se puso a leer, decidido a velar el cadáver aquella noche, por lo menos. Mas a mitad de la lectura se detuvo, al acudir de pronto a su mente el recuerdo de sus padres. Todos los padres, se dijo, suspirarían por sus hijos como aquella mujer. La vida puede darse por terminada cuando parten los hijos. En su casa, su padre y su madre lamentarían su parti- da como aquella anciana la de sus hijos. Estos pensamientos le consolaban, pero no quería retrasar lo que consideraba su deber. No quería conducirse de manera reprobable. Miró los retratos de los ausentes y no pudo resistir la tentación de decirles: -¡Pobrecillos! Nunca podrá perdonárseles que se hayan mar- chado dejando morir sola a su madre. ¡Pero mi madre vive! ¡Mi madre y mi padre! ¡Viven los dos!

CAPITULO XIII LA GRAN LAGUNA DE LOS PATOS Niels estuvo en vela toda la noche, durante la cual la lluvia cesó, Y al aclarar de un día luminoso, comió un trozo de pan que halló en la cocina, despertó a los patos, dio forraje a la vaca y comida a las gallinas y por último abrió la puerta del establo para que Rubia pudiera ir hasta la granja más próxima donde sus dueños, al verla, comprendieron que algo había pasado a su ama y se apresuraron a ir en su busca, hallando el cadáver al que dieron cristiana sepultura. En tanto, los patos y el muchacho, surcando el espacio, no tardaron en llegar al monte Taberg donde la bandada, con Okka a la cabeza, les dispensó una cordial bienvenida. Y al día si- guiente, prosiguiendo su viaje, remontaron el valle azul contentos y felices porque ya la primavera comenzaba allí a vestir sus ga- las. Desde el suelo, cuantos los veían pasar gritando su alegría, no podían menos de abandonar lo que estaban haciendo para quedarse mirándolos con un dejo de envidia. Los mineros de Taberg fueron los primeros en detener los picos y preguntarles: -¿Hacia dónde van, patos? Las aves no entendían sus palabras, pero el muchacho con- testó gritando: -Hacia donde no hay azadones ni martillos. ' Los mineros creyeron que era su propia nostalgia la que les hacía oír una voz humana entre los gritos de los patos. -¿Podríamos acompañarlos? -preguntaron. -¡No este año! -contestóle Nils-. ¡No este año! Más adelante, al pasar sobre una gran fábrica, los obreros que se disponían a entrar se detuvieron para observarles.

-¿A dónde van, patos? -preguntaron.

-A un lugar donde no hay máquinas ni calderas -respondióles Nils. Los obreros creyeron oír, también, la voz de su propia nostalgia. -¿Podemos ir también nosotros? -inquirieron. -¡No este año! -replicó el muchacho-. ¡No este año! La escena se repitió una y otra vez en diversos lugares, hasta que finalmente la bandada arribó a Takern la gran laguna que está al oeste de Dagsmosa. Con ser enorme, en la antigüedad fue aun mucho más gran- de, La gente, hace muchos siglos, creyó que podría cultivar la gran extensión de terreno que ocupaba y se dedicaron a dese- carla para hacer plantíos y aunque no lograron enteramente sus propósitos, consiguieron que bajase tanto el nivel de sus aguas que en ningún punto llegó a tener más de dos metros de profun- didad, emergiendo de trecho en trecho numerosos islotes verdes. Sus orillas son tan fértiles para el crecimiento de juncos y cañas, que forman en torno a la laguna un muro alto y tupido, sólo fran- queable cuando, a costa de penosos esfuerzos, se logra abrir un paso. Estos juntos, si bien cerraron el agua a los hombres, ofrecen, en cambio, un gran refugio a toda clase de patos que allí anidan, encuentran su alimento y crían a, sus hijuelos. Por el tiempo en que Nils viajaba con la bandada de Okka, había en la laguna de Takern uno llamado Jarro al que, hallándo- se entretenido con algunos compañeros, un cazador hirió de un tiro en el pecho. El pobrecito, que no tenía de vida más que un verano, un otoño y un invierno, estando entonces al comienzo de su primera estación de las flores, creyó morir, mas para no caer en manos, de su heridor echó a volar sin rumbo, con el fin de alejarse lo más posible, hasta que, falto de fuerzas, fue a caer en la entrada de una gran alquería. En seguida un criado lo recogió llevándoselo a una mujer joven que lo curó e improvisándole un lecho en el interior de una cesta, lo acostó en él. Jarro, comprendiendo que no querían matar lo, la dejó hacer y aun se sintió feliz. Durmióse, pues, libre de cuidados, pero cuan- do al abrir los ojos vio ante sí un perrazo que lo olfateaba con

curiosidad, ya no dudó de que su fin estaba próximo. Conocía al perro; muchas veces lo había visto en la laguna, tras escuchar las voces de algunos congéneres que anunciaban su presencia con verdadero terror, diciendo: "¡Viene César! ¡Cuidado! ¡Viene César!". Su nombre era, no cabía duda, presagio de muerte. -¿Qué clase de bicho eres? -preguntóle el perro-. ¿Cómo es que estás aquí? ¿No tienes tu sitio allá, entre los juncos de la laguna? El pobre Jarro apenas logró reunir sus fuerzas para contestar -No te incomodes conmigo porque esté aquí. No es culpa mía. Fui herido y los hombres me colocaron en este cesto. -¿Conque el hombre te trajo aquí, eh? Entonces no hay duda que tienen la intención de curarte. Y en ese caso no tienes por qué estar asustado; aquí disfrutas de hospitalidad, puesto que no estamos en la laguna, y dicho esto, César se acostó cerca del hogar Y se echó a dormir. Pasado el terror, el pato volvió a dormirse Y al despertar halló a su lado un plato de avena cocida yagua. La dueña de casa se le acercó mientras calmaba su apetito y lo acarició cariñosamen- te, lo que no dejó de hacer con frecuencia durante los días que siguieron. Una mañana, sintiéndose fuerte, Jarro abandonó el cesto y dio algunos pasos, pero las fuerzas lo traicionaron y se desplomó pesadamente. César, que se hallaba cerca, corrió hacia él tomándolo entre sus dientes y cuando el infeliz pato cre- ía llegada su última hora vio con asombro que lo depositaba de nuevo en su lecho con suavidad exquisita. Desde entonces se hicieron grandes amigos y Jarro pasaba a diario mucho rato ten- dido entre las patas del perro. El trato que se le dispensaba le hizo olvidar el miedo sufrido y cambiar su modo de pensar respecto de los perros y las perso- nas. Le parecían que eran buenos y cariñosos y llegó a amarles y desear volver a la laguna para procurar que los otros patos con- cluyeran por albergar iguales sentimientos. Sin embargo, había

en la casa un gato que, si bien no le hacía daño alguno, se burla- ba de él con frecuencia por dejarse engañar por el hombre. -¿Te imaginas que te estiman? -le decía-. Ya verás como, cuando engordes, te retuercen el pescuezo. ¡Yo conozco a esa gente! Cierto día en que pato y perro estaban juntos, el gato habló desde un banco de la cocina sobre el que habíase enroscado. -¿Qué harán los patos -preguntó- cuando la laguna se con- vierta en tierra de labor? -No comprendo... -dijo Jarro, extrañado. -¡Es verdad! -dijo el gato burlonamente-. Si entendiese el len- guaje de los hombres como César y yo, habrías podido enterarte de que los hombres que estuvieron anoche en la casa, dijeron que la laguna ser desecada el año próximo para hacer plantacio- nes en su fondo. -Eso no es verdad -dijo, indignado, el pato-. ¿Qué sería de nosotros, sin hogar y sin los medios de vida que allí tenemos? Y volviéndose al perro, agregó: -Tú que nunca mientes, César, dí que no es verdad lo que dice el gato. Pero César guardó silencio porque, como todos los de su especie, no quería reconocer que el hombre puede ser capaz de algo injusto. Por lo demás, ya varias veces habían tratado de desecar la laguna sin llegar a hacerlo, y César creía que esta vez ocurriría lo mismo. Dos días después estaba el patito enteramente repuesto, como que podía revolotear por, toda la casa. Entonces la dueña de casa ordenó que se le pusiera un lazo que le impidiese volar y el criado que lo recogió se lo llevó a la laguna. El hielo había desaparecido durante los días en que Jarro estuviera enfermo y de las aguas cristalinas del lago emergían los islotes y la orilla cubierta por los brotes de juncos y cañas. Las aves acuáticas estaban ya, en su mayoría, de regreso. El criado embarcó en un bote dirigiéndose al centro de la la- guna y Jarro dijo a César que los acompañaba que estaba agra-

decido a aquél por llevarlo a la laguna, pero extrañado porque lo condujera tan fuertemente atado. El perro no contestó; esa ma- ñana habíase mostrado muy pensativo. Pero lo que el pato no lograba comprender era que el criado llevara consigo la escopeta, por cuanto jamás creyó que las bue- nas gentes de la finca dispararan contra las aves. Pronto llegó el criado a uno de los pequeños islotes cubiertos por las plantas del lago; desembarcó, hizo un gran montón de juncos echándose detrás después de colocar a Jarro en el agua, siempre con las alas ligadas y sujeto al bote con una larga cuer- da. El pato no tardó en ver a algunos de sus jóvenes compañeros y se apresuró a llamarlos a gritos. Contestáronle al punto y una hermosa bandada se dirigió a su encuentro, rodeándolo con ale- gría. Mas apenas había comenzado el relato de lo que le suce- diera cuando un par de disparos, hechos desde cerca, derribaron a tres patos entre los juncos y César se echó sobre ellos para recogerlos y llevarlos al criado. Entonces, sólo entonces, comprendió Jarro que los hombres lo habían salvado para hacerlo servir de ave de reclamo. Tres compañeros suyos habían muerto por su culpa y ello lo afligió tanto que creyó morir de dolor y de vergüenza. Le parecía que hasta el propio César lo miraba con desprecio, y tanto era así, que ya vuelto a casa, no se acostó junto a él como otras veces. A la mañana siguiente lo llevaron de nuevo Y lo trataron como el día anterior, pero al observar él que algunos compañeros se disponían a acercárseles, empezó a gritar: -¡Cuidado! ¡Aléjense! Me están usando como pájaro de re- clamo... el cazador está oculto entre los juncos. Los patos apresuráronse a alejarse y el criado volvió ese día sin haber cazado nada. En cuanto a César, por la noche, hizo que Jarro durmiera nuevamente entre sus patas delanteras, aun- que, por supuesto, esto no era suficiente para que el pato se encontrara a gusto en la alquería. La falsedad de los hombres lo agobiaba, aunque en parte se sentía compensado por el hecho

de frustrar todo nuevo intento de usarlo como señuelo, advirtien- do a sus amigos que no se acercaran a él. Una de esas veces, cuando con más fuerza gritaba, vio venir hacia él uno de esos nidos que construyen los cazadores, sobre juncos flotantes, notando con sorpresa que lo ocupaba, guiándolo una diminuta figura humana que, al acercarse, le dijo: -Prepárate para volar que pronto estarás libre. Instantes des- pués llegaban los juncos a su lado y al propio tiempo una banda- da de pájaros, volando a gran altura, llamaba la atención del criado que, aun dudando de alcanzarles, disparó un par de tiros, el pequeñín saltó sobre Jarro, cortó con su cuchillo la cuerda que lo sujetaba al bote, volvió a meterse en el nido y urgió al pato: -¡Rápido! Echa a volar antes de que vuelva a cargar su arma y pueda disparar contra ti. César, pese a observarlo y oído todo, no intentó intervenir. Más aún, cuando Jarro levantaba vuelo, le dijo, satisfecho: -Ve tranquilo, Jarro; eres un valiente. Pero en la alquería ninguno compartió la satisfacción del pe- rro, pues todos lamentaron la fuga del patito, en especial el hijo de la dueña de casa, el pequeño Per Ola, de cuatro años, "que nunca hasta entonces había tenido nada que lo entretuviera en sus juegos como Jarro. Varias veces había pedido a su madre que lo acompañara para ir a buscarlo cosa a la que, lógicamente, ella no accedió. Por lo que un día, habiendo quedado momentáneamente solo, salió de la casa y se dirigió a la laguna, por cuya orilla avanzó llamando a Jarro, Al no obtener respuesta decidió buscarlo aguas adentro y saltando a un bote abandonado allí de puro viejo, sin reparar en que sus maderas estaban carcomidas, quitó la cuerda " que la sujetaba y dejó que el viento lo arrastrara hacia el interior de la laguna mientras, sentado a proa, seguía llamando a Jarro. El pato oyó al fin sus voces y, reconociéndolo, fue a su en- cuentro, se acomodó a. su lado y se dejó acariciar feliz de com- probar que por lo menos existía alguien entre los humanos capaz de sentimientos nobles hacia los de su especie. Pero transcurrido un instante notó que la embarcación estaba casi llena de agua y

en peligro de hundirse, y no pudiendo hacer otra cosa echó a volar y regresó a poco trayendo sobre sus espaldas a Nils. Al principio el niño lo tomó por un muñequito, pero al oírlo hablar y moverse comprendió que se trataba de un duendecillo y se dis- puso a obedecer sus indicaciones, ya que también él había ad- vertido el peligro en que se hallaba. Tomó, pues, como le ordenara el diminuto ser, una rama que había en el fondo del bote, y usándola a manera de pértiga con- siguió acercarlo a un islote, saltando a tierra justo en el momento en que, totalmente anegado de agua se hundía. Recién entonces se le ocurrió pensar que sus padres lo casti- garían por su travesura y estaba a punto de echarse a llorar cuando lo distrajo la aparición de una bandada de patos, a los que Pulgarcito le fue presentando, por sus nombres, y traducién- dole cuanto decían. Entre tanto, la gente de la alquería habla comenzado la bús- queda del niño, y algunos que se acercaron a. la laguna, obser- vando sus huellas en la orilla y comprobando la desaparición del viejo bote, no dudaron que se habla ahogado. La angustiada madre vagó hasta bien entrada la, noche por las márgenes del lago, pudiendo oír cómo los patos y millares de aves revoloteaban llamándose, reuniéndose y demostrando, en fin, que podían entenderse y comunicarse como las personas. Y entonces su pena la movió a pensar en lo que sentirían aquellas aves por la próxima desecación de la laguna que las obligaría a dejar el sitio predilecto de sus hijuelos, a perder el rico sustento y aun, quizás, la vida. La mujer, que no había perdido las esperanzas de hallar a su hijo sano y salvo creyó, que lo sucedido podía ser un aviso del cielo, por cuanto al día siguiente debía resolverse la cuestión del desecamiento del lago, e impresionada por este pensamiento fue en busca de su marido hallando, para su consuelo, que él com- partía la interpretación que diera al suceso. En consecuencia, resolvieron hablar sin demora con los interesados, para manifes- tarles que la laguna quedaría como estaba, porque renunciaban a enmendar la plana a la sabia Naturaleza.

César, que tendido en un rincón había escuchado atentamen- te la conversación .de los esposos, se levantó de súbito y toman- do entre sus dientes el borde de la falda de la señora, comenzó a tirar de ella en dirección a la puerta. La mujer creyó adivinar sus propósitos. -¿Acaso sabes donde está mi hijo, César? -preguntó. Abriendo la puerta ambos esposos fueron tras el perro y ape- nas llegados a la orilla del lago oyeron el llanto del nido y creye- ron enloquecer de alegría. Per Ola, que había pasado un día divertido con Pulgarcito y los patos, al llegar la noche empezó a sentir miedo y acabó por echarse a llorar. Y por eso su alegría no tuvo límites al ver que sus padres y César llegaban en su auxilio. CAPITULO XIV HISTORIA DE PELO GRIS DOCE años antes de la época en que Nils Holgersson volara con los patos, ocurrió que un propietario de Kolmarden, decidió deshacerse de uno de sus perros de caza, no porque fuese mal cazador, sino porque no hacía más que jugar malas pasadas a corderos y gallinas, manteniendo a unos y otras, en constante terror. Por lo tanto, llamó a uno de sus guardas y le dio el encar- go de llevarlo al bosque, rematarlo de un tiro y darle sepultura. El guarda ató al perro y se dirigió al lugar donde solía llevar a cabo ese tipo de menester, y aunque no era un hombre perverso casi se alegraba de la decisión de su amo, porque Karr, el perro, huir a con frecuencia al bosque para atrapar alguna liebre o algún gallo silvestre. Karr, que era muy inteligente, no dejó de advertir la suerte a que había sido condenado, pero procuró no darlo a entender. ¿Acaso no atravesaba el bosque donde había sido el terror de los animales que lo habitaban? ¡Pues no quería darles la satis- facción de que supieran lo que le esperaba!

Pero la procesión Iba por dentro y a su mente acudían re- cuerdos desagradables. La noche anterior había logrado arrebatar a su madre un cer- vatillo que no tendría más allá de cinco días y que arrastró a una marisma. Allí le había perseguido de otero en otero, no para hacerle daño, sino simplemente por observar el terror que le in- fundía. La madre, que sabia que en esa época, tras el deshielo, la marisma no tiene fondo, vaciló un instante pero luego se lanzó impetuosamente a la misma, puso en fuga al perro recogió a su hijo y volvió a la orilla, Los ciervos son más hábiles que los demás animales para avanzar por terrenos anegadizos y evitar enterrarse en el fango, pero en esta ocasión hundióse un otero bajo los pies de la cierva y ella quedó presa en el lodo, fracasando en sus intentos por zafarse de él. Karr vio lo sucedido y al observar que la cierva no reaparecía se alejó prestamente, no ignorando que sí eso llegaba a saberse le darían una soberana paliza. El episodio no cesaba de atormentarlo ahora que le esperaba la peor de las suertes. En verdad él no había querido hacer mal a la cierva ni a su hijo, sólo asustarlos un poco, pero ello no podía disculpar que les causara la muerte. -Aunque -pensó de repente-, es posible que se hayan salva- do. Me gustaría saberlo. Sin pensarlo más, dio un tirón arrancando la correa de la ma- no del guarda y echó a correr a través de la marisma. El guarda, repuesto de la sorpresa, se lanzó tras él y al fin lo alcanzó en la marisma donde, parado sobre un otero, Karr aullaba con todas sus fuerzas. Avanzó el hombre por el hielo, con infinitas precau- ciones y no tardó en descubrir a una cierva ahogada en el limo y junto a ella un pequeñuelo, aun vivo pero agotado, sin fuerzas para seguir gimiendo. El guarda llevólo a tierra, seguida de Karr que ladraba ale- gremente, y lo encerró en su establo. Luego, con otros hombres, fue a sacar a la cierva de la marisma y paso varías horas sin acordarse de Karr. Pero cuando lo hizo no fue para llevarlo al

bosque sino ante su amo, al que contó cómo gracias a él había podido salvar al cervatillo, añadiendo al final: . -Que el señor me perdone, pero yo no puedo matar un perro así. -¡Bien! -dijo el amo tras reflexionar un instante-. Si tú te haces cargo de él y me garantizas que no volverá a cometer fecharías, lo dejaré con vida. El guarda aceptó y Karr pasó a, habitar en la casa forestal y desde ese momento dejó de hacer locuras en homenaje a aquel hombre que le salvara la vida y al que había cobrado gran afecto. Seguíalo por todas partes y cuando el guarda cumplía su misión lo precedía para observar el camino, vigilando la puerta al retirar- se aquél a descansar. Cuando todo estaba en calma y el guarda se dedicaba a culti- var su pequeña huerta, Karr se entretenía jugando con el cervati- llo, al que el hombre había bautizado Pelo Gris, porque no lo creía merecedor de un nombre más bonito. Opinión de la que participaba Karr, quien pensaba que nunca habría podido ver nada más feo y desgarbado que aquel animalito. Tenía las patas largas y torcidas, la cabeza enorme y andaba siempre ladeado hacia uno y otro costado. Además parecía enfermo, no crecía y su estado empeoraba cada vez más. Al fin acabó por no levan- tarse del suelo ni aun al ver a Karr quien, condolido, comenzó a visitarlo a diario, animándolo hasta conseguir que jugara con él y luego, poco a poco, le fue enseñando todo cuanto un animal del bosque necesita saber. El cambio que esto produjo fue notable: el cervatillo comenzó a mejorar y crecer al punto que dos semanas después no podía entrar donde estaban los becerritos y hubo que instalarlo en un vallado. Pero a los dos meses sus patas, ya largas y firmes, le permitían saltar la empalizada y fue necesario levantar otra más alta junto a un pequeño bosque, donde vivió algunos años, lle- gando a convertirse en un soberbio ejemplar de la especie, Karr, ya no por piedad sino por afecto, lo visitaba a menudo ~ sólo cuando él estaba el ciervo abandonaba su habitual expresión de indolencia.

Cierto día, cuando Pelo Gris contaba cinco años, Karr oyó decir a su amo que lo había vendido a un zoológico y se apresuró a ir a confiárselo a su amigo quien aceptó su suerte sin mostrar emoción. -¿Es que vas a dejarte llevar sin resistencia? –le preguntó el perro. -¿De qué vale resistir? -replicó el ciervo, Karr lo miró con desaprobación. Su amigo no había alcanzado aun el límite de su talla y sus astas no estaban del todo desarro- lladas, pero no era menos robusto que los ciervos adultos y bien podía defender su libertad. Un tanto disgustado se marchó, pero volvió a su lado a eso de la media noche. -Haces bien dejándote llevar -le dijo-. Te guardarán en un jardín grande y gozarás de una vida sin inquietudes. Lástima que tengas que irte sin conocer el bosque. Ya conoces la divisa de los tuyos: “Ciervos y bosque son una misma cosa". Y tú no has visto el bosque. -Pude verlo si me lo hubiera propuesto, pero no puedo salir de mi encierro. -Cierto. Es imposible cuando se tienen las patas tan cortas. Pelo Gris lo, miró de reojo. Karr, siendo tan pequeño, saltaba la empalizada limpiamente. ¿Por qué no podía hacerlo él? Lo intentó y sin saber cómo se halló del otro lado. El perro se le unió en seguida y juntos marcharon al bosque, donde Karr le mostró un lugar donde crecían altos abetos, tan juntos que el viento casi no podía penetrar entre ellos. -Aquí es donde los miembros de su familia se ponen al abrigo de la tempestad y del frío -le comunicó-. Pasan el invierno al aire libre, pero tú estarás mejor, pues cuando haga frío te encerrarán en un establo como a un buey. Pelo Gris no respondió; había detenido el paso y aspiraba con placer el aroma resinoso de los picos. Karr lo condujo a una gran marisma, mostrándole los islotes y las abruptas laderas.

-Cuando los ciervos son perseguidos se salvan atravesando esta marisma -le indicó-. No sé cómo lo hacen siendo tan gran- des y pesados, pero no se hunden en el fango. Tú no podrías andar por un terreno tan peligroso; pero no importa, pues no ten- drás ocasión de verte obligado a hacerlo. Estarás encerrado y no habrás de temer a los cazadores. Pelo Gris no hizo ningún comentario, pero de un, salto se lanzó a la marisma y corrió por ella en todos sentidos, feliz al percibir el temblor de los islotes bajo sus pies. Luego volvió junto a Karr. -¿Ya lo hemos visto todo? -preguntó. -Aun no -respondió el perro y lo condujo al arenal, donde cre- cían hermosos árboles llenos de hojas, diciendo mientras se los señalaba-: Aquí los ciertos vienen a comer hojas y cortezas. Las consideran un manjar, pero tú tendrás comida mucho mejor en el extranjero. Pelo Gris arrancó con los dientes unas hojas y un poco de corteza de un álamo, se las comió y dijo, asombrado: -¡Esto es muy bueno! ¡Mejor que el trébol! -Lástima que sea esta la única vez que lo pruebas -comentó el perro. Luego lo guió hasta un lago. -Tu gente -explicó-, suele atravesarlo a nado de una a otra orilla. Tú no podrías hacerlo pero puedes darte un baño. Dicho lo cual se arrojó al agua y se puso a nadar. Pelo Gris dudó un rato, mas luego se decidió a imitarlo y un instante des- pués, admirado de que pudiera flotar, nadaba junto a su amigo como si nunca hubiera hecho otra cosa. Cuando salieron, Karr se dirigió a un pequeño claro iluminado por la luna, donde descan- saban varias ciervas y cervatillos, bajo la vigilancia de un viejo macho, que lucía un bosque de cuernos y una alta giba. -¿Quién es ese? -preguntó Pelo Gris, con visible emoción. -Se llama Coronado -contestó Karr- y es pariente tuyo. Tú tam- bién tendrás algún día iguales cuernos y sí te quedaras en el bosque serías jefe de un rebaño como ese.

-Puesto que es de mi familia iré a saludarlo -decidió Pelo Gris- . Nunca hubiera imaginado que existiese un ciervo tan soberbio. Dicho y hecho, se dirigió hacía el viejo macho, pero al instante estuvo de regreso -Apenas comencé a hablar me amenazó con sus cuernos - dijo, entre molesto y asustado. -Hiciste bien en retirarte -repuso Karr-. Un joven ciervo como tú, que apenas tiene sus primeros cuernos, no puede medir sus fuerzas con los ciervos viejos. Pero, ¿qué te importa a ti eso, si no has de vivir en el bosque? No habla acabado de hablar cuando Pelo Gris echó a correr hacia Coronado con el que se trabó valerosamente en lucha. Ambos cruzaban sus cuernos y embestianse con todas sus fuer- zas y así siguieron por largo rato hasta que, de pronto, oyóse el ruido de algo que se quebraba. Era un retoño que saltaba del bosque de madera del viejo ciervo quien, vencido, retrocedió bruscamente y huyó hacia el bosque. Pelo Gris se reunió con su amigo y en silencio emprendieron el regreso hacia la casa. Pero al llegar ante su encierro se detu- vo, volvió la cabeza para mirar hacia el bosque que acababan de visitar y alzando orgullosamente la cabeza dijo: -Ciervos y bosque son una misma cosa. Y dando media vuelta se alejó velozmente. Fue mientras la bandada de Okka volaba hacia aquel bosque, doce años después, que a Nils se le cayó uno de sus zuecos. Inmediatamente comunicó el percance a Martín quien volvió hacia atrás y comenzó a descender, más de pronto el pequeño vio que dos muchachos que caminaban por la carretera recogían la prenda perdida y se apresuró a decir al pato: -¡Vuelve a elevarte, Martín! Ya es demasiado tarde. Alguien se ha llevado mi zueco. Abajo, parados en medio del camino, Asa, la guardadora de patos y el pequeño Mats, contemplaban curiosos el diminuto zapato caído del cielo. -Lo han perdido los patos silvestres -dijo Mats.

-No -repuso su hermana-. ¿Te acuerdas que oímos, hablar de cierto duende que viste pantalones de cuero y lleva zuecos, el cual cabalga sobre un pato? Y cuando llegamos a nuestra caba- ña, vimos muy bien un hombrecito vestido de ese modo, que escapó montado sobre un pato ¿verdad? Tal vez sea, el mismo que al pasar ha perdido el zueco. -Debe serlo -aprobó Mats. -Espera -dijo Asa observando el minúsculo calzado-, hay algo escrito aquí. Dice... ¡Nils Holgersson! -Es en verdad extraordinario -exclamó su hermano, asombra- do. Algo más tarde, los patos silvestres descendieron en la ribera de un lago del bosque. La primavera se había retrasado, como ocurre siempre en las montañas y el hielo cubría el lago en toda su extensión, excepto una pequeña franja de agua en la orilla, en la que los patos se precipitaron para asearse y buscar alimento. Mientras tanto, Nils buscaba entre los alisios y los álamos algo que le sirviera para reemplazar el zueco perdido. Debió ir bastante lejos para encontrarlo y había hallado un pedazo de corteza que se ajustaba bien a su pie, cuando oyó a sus espaldas un rumor de hojas secas. Volvióse y vio a una cule- bra que avanzaba hacia él, amenazadora, por lo que sin vacilar echó a correr hacia una roca escarpada, a la que trepó supo- niendo que allí estaría a salvo. Pero una vez arriba vio que el reptil trataba de seguirlo y reparando que había allí una piedra del tamaño de la cabeza de un hombre, se colocó tras ella y em- pujándola con todas sus fuerzas logró hacerla caer, con tan bue- na fortuna, que aplastó la cabeza de la culebra y la mató. Feliz por haber escapado de tan grave peligro se disponía a bajar, cuando vio un pájaro que descendía hacia su vencida. El pájaro tenía la altura y el aspecto de una corneja, pero su pluma- je era completamente negro, con reflejos metálicos y el mucha- cho, que guardaba vivo recuerdo de su aventura con las corne- jas, procuró, prudentemente mantenerse oculto. El recién llegado bajó junto a la culebra y batiendo sus alas gritó con voz aguda:

-Es indefensa, la culebra, La encontré aquí muerta. Dio después algunas vueltas en tomo al reptil por un momento pareció que iba a hundir su pico en ella, pero se contuvo. -¡No! -dijo en voz alta-. Bataki no puede comerse esta culebra sin antes haber llamado a Karr. No querrá creer que Indefensa, su enemiga, ha muerto, si no ve su cadáver con sus propios ojos. Entonces Nils salió de su escondite y se acercó al pájaro. -¿Tú eres Bataki, el cuervo amigo de Okka? preguntó. -Sí -contestó el cuervo-. ¿No serás tú Pulgarcito, el que vuela con los patos silvestres? -El mismo. -¡Celebro haberte encontrado! ¿Sabes quien mató a la cule- bra? -Yo. La aplasté con una piedra que dejé caer desde esa roca. -Eso está muy bien! -aprobó el cuervo-. Yo tengo por aquí un amigo que se pondrá muy contento cuando se entere. Y, por mi parte, me sentiría muy feliz de prestarte algún servicio. Mientras hablaba, Bataki miraba en todas direcciones, y de pronto exclamó: -¡Oh! Karr no está lejos. ¡Qué contento se pondrá! Entonces Nils aguzó el oído. -Habla con los patos silvestres -dijo. -Habrá venido a la orilla del lago para averiguar el paradero de Pelo Gris. Ven. Se dirigieron al lago y vieron a los patos hablando con un perro viejo, tan cansado y débil que parecía iba a derrumbarse en cualquier momento. -Dejemos que oiga. lo que le cuentan los patos decidió Bataki- y luego le diremos que la culebra ha muerto. Okka decía: -Fue, como te digo, cuando hicimos nuestro último viaje de

primavera. Atravesábamos los bosques de la frontera entre Dale- carlia y Halsingland cuando vimos a tres cazadores que se desli- zaban por sobre la nieve con esquíes, y a varios perros. Parecí- an saber muy bien hacia dónde iban. Nosotros volábamos muy alto y habiendo visto a los cazadores queríamos ver también la

caza y no tardamos en divisar a tres ciervos, un macho y dos hembras. El primero se puso de pie al vemos; jamás vi un animal más grande y más hermoso. Al advertir que sólo éramos patos silvestres, volvió a echarse, pero yo te dije: "-No, abuelo, no te duermas. Echa a correr con tus compañe- ras que vienen tres cazadores. -Te doy las gracias -respondió-, pero la caza del ciervo está prohibida en esta época del año. Habrán salido a cazar zorras. "Le informé de que los hombres habianse cruzado con mu- chas huellas de zorras sin hacerles caso Y aquello sobresaltó a las hembras, "-Los patos pueden tener razón -dijeron. "Pero el ciervo se mantuvo en sus trece y no pudiendo hacer nada, decidimos alejarnos. Mas cuando estábamos muy alto en el aire, vimos al macho salir de la espesura, olfatear en torno suyo y marchar al encuentro de los cazadores. Una gran maris- ma descubierta surgió a su paso y fue a apostarse en un sitio muy visible, precisamente en el centro. "Los cazadores no tardaron en llegar Y entonces él echó a correr, pero no hacia el lugar de donde había salido. Los cazado- res azuzaron a sus perros y se lanzaron en su persecución, mas el ciervo los dejó atrás; luego se detuvo para dejarlos acercar y volvió a alejarse, y así una y otra vez. Era indudable que trataba de alejar a los hombres del lugar donde estaban las hembras. Nosotros nos asombrábamos de ver el empeño de los cazadores, siendo que no llevaban escopeta, pero pronto observamos que el ciervo disminuía su velocidad. Ponía los pies en la nieve con mayor cuidado y cuando los retiraba dejaba huellas de sangre. Entonces lo comprendimos todo: los cazadores contaban con la nieve que poco a poco lastimaba sus patas y acabaría haciéndo- lo detenerse y caer. Pero el macho sólo se detuvo, sin caer, y se preparó para luchar. "-¡Patos ! -gritó mirando hacia arriba y descubriéndonos-. Van a ver cómo muere un valiente. Cuando atraviesen el bosque de

Kolmarden, busquen a Karr, el perro, y díganle que su amigo Pelo Gris supo morir heroicamente. Al callar Okka, el perro, guardó un instante de silencio y luego dijo: -Pelo Gris ha llevado una buena vida. Me conocía mucho. No ignoraba que soy un perro valiente Y que me satisfaría saber que ha tenido una muerte digna. Cuéntame ahora... Una voz que salía del bosque lo interrumpió: -¡Karr! ¡Karr!. El perro viejo se irguió: -Es mi amo que me llama -dijo- y no puedo retardar mi vuelta. Hace un momento lo he visto cargar su escopeta. Hemos venido al bosque por última vez. Te doy las gracias, pato silvestre. Ahora sé cuanto necesitaba para marchar contento a la muerte. CAPITULO XV EL NARKE Llamabase Narke a una gran extensión de terreno rodeada de montañas con espesos bosques, que sólo tienen una salida al nordeste. Cuando el viento mantenía allí su lugar predilecto y que, decíase, solía va poco a poco aumentando su violencia y, formando torbellinos, suele provocar algunos perjuicios. Solían atribuirse éstos a la duende Kaisa, que tenía allí su lugar predilecto y que, decíase, solía divertirse de extraña mane- ra. En invierno, cuando veía gente haciendo excursiones en tri- neo, se entre- tenía levantando fuertes rachas de viento que

arrastraban la nieve hasta cubrir los caminos de tal modo, que nadie podía regresar luego fácilmente a su casa. En verano, en los días de cosecha, aguardaba a que los ca- rros estuviesen cargados de paja y dispuestos a emprender la

marcha, para hacer caer grandes chubascos que los obligaban a mantenerse Inmóviles. También molestaba a los que transporta- ban mercancías, produciendo nieblas tan densas que ni hombres ni cabalgaduras acertaban con el camino. Si volaba el sombrero del alcalde obligándolo a correr largo trecho para rescatar lo; si las ropas colgadas a secar eran arre- batadas por el viento y arrastradas por el polvo; si el humo no hallaba salida por las chimeneas de las casas y llenaba todo el interior de las mismas, ya se sabía que era la duende que anda- ba haciendo de las suyas. La gente del lugar estaba cansada de sus travesuras, pero ella mostrábase satisfecha y mientras, desde una nube, contem- plaba el Narke con sus bellos campos, sus ricas minas y fábricas en la región montañosa, con sus lagunas rebosantes de peces y la hermosa población de Orebro, pensaba que los habitantes se aburrirían mucho, viviendo una existencia monótona e indolente si ella no estuviese allí para reanimarlos y vivificarlos con sus travesuras. Afirmase que Kaisa debe haber muerto, como todos los de su raza, pero cabe dudar de ello, pues de lo contrario el viento no soplaría allí llevando de uno a otro sitio sus rumores y sus chu- bascos. Y, además, no le hubiera ocurrido a Nils lo que le ocurrió en ocasión de su paso por allí con los patos silvestres. Era la víspera del mercado de ganado en Orebro y llovía en forma nunca vista, haciendo decir a muchos: -Parece como que volviéramos a los tiempos de la duende Kaisa, que se divertía causando trastornos en la época del mer- cado. Cuanto más se acercaba la noche, más aumentaba la violen- cia de la lluvia y las gentes que se dirigían al mercado quedaron atascadas en el camino, pues los animales se negaban a avan- zar. Quienes vivían junto a la carretera debieron abrir sus puertas para albergarlas, hallándose las habitaciones, establos Y pajares totalmente atestados. Los que pudieron hacerlo llegaron hasta las posadas, aunque luego hubieron de lamentar lo, pues no podían dar albergue a nadie par la gran aglomeración. En los

corrales había tanto fango y suciedad que los pobres animales no podían tenderse en el suelo. El pequeño Nils había llegado aquella misma noche con los patos silvestres a un islote próximo a aquel lugar, al que se llega- ba con facilidad cuando las aguas estaban bajas, Y no pudiendo dormir a causa de la lluvia, decidió caminar un poco. En eso oyó chapotear en el agua y vio, avanzando hacia él, a un caballo viejo y esquelético como jamás viera otro. No llevaba riendas; sólo un pedazo de cuerda podrida que no le habría costado nada romper. -¡Alto! ¡Ten cuidado! -le advirtió el muchacho, temiendo que pisara a los patos. -¡Ah! -repuso el caballo deteniéndose-. ¿Eres tú? He andado mucho buscándote. -¿Has oído acaso hablar de mí? -preguntó Nils con extrañeza. -Son muchos los que hablan de ti, Pulgarcito. Por eso te buscó. ¿Podrías ayudarme en cierta empresa? El pequeño dudó. No le seducía la idea de seguir a un caballo de tan miserable aspecto en una noche como aquélla. -No te irá peor cabalgando sobre mi lomo que pasando la noche en este sitio -se apresuró a decir el caballo-. Aunque tal vez no te agrade la compañía de un animal tan venido a menos como yo. -Te equivocas -repuso Nils, sintiendo lástima- Estoy dispuesto a ir contigo. Despertó a Okká, le informó acerca de su marcha y el caballo le indicó el lugar donde podían recogerlo al día siguiente; luego se pusieron en marcha y tras largo galope llegaron a una posada. Atados a la empalizada había varías decenas de caballos y bue- yes, sin nada que los resguardara de la lluvia; tras el cercado hallábanse varios carros carretas debajo de las cuales refugiá- banse corderos, terneros, cerdos y gallinas. Paróse el caballo junto a la empalizada y Nils, que podía ver en la oscuridad, advir- tió cuán mal lo pasaban todos por allí. Entonces comenzó a explicarse la causa de que el caballo lo hubiese llevado a ese Jugar.

-¿Ves allá enfrente una hermosa casa de campo? -preguntó el equino. -Sí -repuso el muchacho- y no comprendo por qué no les han dado a ustedes refugio allí. ¿Acaso está repleta? -No, sólo la ocupan sus moradores, pero son tan avaros y tan poco amigos de ayudar a nadie que perderíamos el tiempo si les pidiéramos albergue. -Pues, si es así, no hay más remedio que permanecer aquí. -Pero es que yo he nacido y me he criado en esa casa y sé que allí hay grandes establos y amplios pajares. y se me ocurrió que quIzá tú hallases la manera de que podamos pernoctar en ellos. -No sé qué pueda hacerse -replicó Nils, que al ver el gesto de desaliento del caballo, agregó-. Pero lo intentaré, de cualquier modo. En la casa, tras haber quitado la mesa, la madre del dueño, un hombre de unos treinta años, viéndolo un tanto preocupado, le preguntó qué le pasaba. -Pienso en cosas del pasado -repuso. Y, en realidad, estaba pensando en un caballo que habíale ofrecido un traficante, un animal tan maltrecho que hubo de enfa- darse con el vendedor por proponerle su compra. -Es que este caballo ha sido de su propiedad -habíale res- pondido el hombre- y pensé que tal vez usted quisiera comprarlo para proporcionarle una vejez tranquila. En efecto, él se había servido, tras criarlo, de aquel animal, pero eso no significaba que tuviera que malgastar su dinero comprándolo en el estado que estaba. Sin embargo, más tarde sus recuerdos se despertaron, desasosegándole. Recordaba que estaba tan ufano de su caballo, que pidió a su padre le comprase nuevos arreos, lo que motivó que el hombre se apresurara a vender al animal. En esa ocasión sufrió mucho y se hizo el pro- pósito de, cuando estuviera en su mano, volver a comprar al equino. Pero poco después de la muerte de su padre no sólo había olvidado al animal, sino que estaba convencido de que aquél había procedido como convenía. No ignoraba que la gente

lo tachaba de avaro, pero prefería ser dueño de una hacienda libre de deudas, que no verse admirado por su esplendidez a costa de apreturas económicas. Nils se dirigía a la casa, sin haber resuelto qué podía hacer, cuando avistó a dos niñas que caminaban hacia la posada y oyó que una decía: -No llores, Britta, allí no nos negarán albergue. -La posada está completamente llena -dijo el pequeño-, pero en esa casa de enfrente no hay ningún huésped. Las niñas oyeron las palabras pero no pudieron ubicar al que las pronunciaba. Con todo, la que había hablado antes, respon- dió: -Nosotras no podemos entrar en esa casa, pues sus dueños son egoístas y malos; justamente por su causa debemos mendi- gar por los caminos. -Podrán bien ser como tú los pintas –replicó Nils-, pero llama y tal vez no te vaya tan mal como piensas. -Tienes razón, seas quien seas -decidió la niña-. Con probar nada se pierde. Y acercándose a la casa, llamó a la puerta. El dueño, que seguía pensando en el caballo, se levantó para averiguar quién pudiera ser, a la vez que se afirmaba en su deci- sión de no permitir la entrada de nadie; mas apenas hubo hecho girar la llave en la cerradura, un golpe de viento abrió la puerta y empujó a las pequeñas hasta hacerlas cruzar el umbral. El dueño volvió a cerrar y se quedó mirando a las niñas, pre- guntándoles quiénes eran y qué hacían ahí a esas horas. -Somos Ann y Britta Maja -repuso la mayor- y quisiéramos nos dejase pasar aquí la noche. El hombre iba a responder negativamente, cuando un nuevo recuerdo vino a su memoria. Era la de una mujer, una viuda, que debía algún dinero a su padre y a la que éste había obligado a vender su choza para pagarle, dejándola desamparada, con va- rios hijos pequeños. -¿A qué se debe que vayan por ahí mendigando? -preguntó, huraño- ¿Acaso no se ha ocupado de ustedes la beneficencia pública?

-No es nuestra culpa -respondió la niña- si ello no ha ocurrido. Está bien -decidió el hombre-. Pueden echarse en ese rincón, junto a la chimenea y así no tendrán frío. Obedecieron las niñas, pero en lugar de echarse se arrodilla- ron en el suelo y comenzaron a orar. -¿Qué están murmurando ahora? -preguntó el dueño. -Rezamos, como nuestra madre nos enseñó a hacer todas las noches, y damos gracias al Señor por habernos traído a esta casa. Pero en seguida callaremos y no molestaremos más. El hombre se dejó caer en el sillón mientras pensaba en lo mal que había procedido su padre con aquella madre y su pobre caballo. Por su culpa las chiquillas debían mendigar el pan y el fiel corcel veíase viejo y abandonado. Las niñas no tardaron en dormirse y entonces la madre del dueño se acercó a éste. -Déjame que cuide de esas pobrecitas -dijo-. He sufrido por ellas desde el momento en que tu padre las desposeyó de su hogar y sólo ansío reparar esa falta. El hombre bajó la cabeza y una lágrima rodó por su mejilla, cosa que la mujer no dejó de advertir. -Hijo mío -le dijo, conmovida-, has tratado de parecerte a tu padre, dejando de ser el que en realidad eres. Tu padre tuvo que afrontar tiempos difíciles y en el temor de caer en la pobreza no vaciló en sacrificarlo todo en provecho de sí mismo. Pero tú tie- nes más de lo que necesitas y puedes, y debes, pensar en los que sufren. Ahora ve a acostarte, pues necesitas descansar. -No, madre -repuso él levantándose con decisión-; aún tengo una cosa que hacer. Y tomando las llaves salió de la casa. Nils, que había entrado junto con las niñas, lo siguió y enton- ces pudo ver que otra ráfaga de viento había abierto la puerta de un pajar, donde estaban tendidos los animales que poco antes viera expuestos a los rigores de la intemperie. El propietario, notándolo a su vez, lanzó una exclamación de disgusto, pero pronto su rostro pareció iluminarse al ver que de entre las bestias salía aquel caballo viejo y flaco que fuera en busca de Pulgarcito.

Un momento después, acariciando el cuello del jamelgo, el hom- bre daba rienda suelta a una auténtica alegría. -¡Querido caballito mío! -decía-, Voy a comprarte de nuevo y no volverás a salir de esta casa. Tendrás lo que quieras y todos esos animales que te han seguido podrán quedarse aquí. Voy a cuidar de ti y te convertiré en el caballo mejor de toda esta co- marca. Te lo prometo. CAPITULO XVI EL DESHIELO EN las primeras horas de la mañana, Asa y el pequeño Mats caminaban por la carretera que conduce de Sudermania al Narke y que se extiende a lo largo de la ribera sur del lago Hjelmar. Los niños observaban el hielo que aun cubría la mayor parte del lago, y que no tenía el aspecto sombrío y engañador que frecuente- mente tiene en primavera, y pensaban que ahorrarían mucho tiempo si podían atravesar el lago en lugar de bordearlo. -Intentémoslo -propuso el pequeño Mats-. Sólo con que pro- curemos no caer en ningún agujero, creo que podremos llegar muy bien. Asa accedió y se aventuraron a través del lago, cuyo hielo no estaba muy resbaladizo y resistía bien. Sin embargo, había un poco más de agua de la que imaginaban; en parte el hielo estaba poroso y dejaba pasar el agua con cierto gorgoteo. Pero nada más fácil que evitar esos lugares en pleno día y bajo tan hermoso sol. Los niños avanzaban sin fatiga, rápidamente, felicitándose por haber tenido la buena idea de evitar el gran rodeo que suponía ir por el camino, bastante enlodado por la reciente lluvia. Una vieja que los vio desde su casita en la isla Vinot, les hizo señales con los brazos, gritando algo que no entendieron pero que, sin duda, era una recomendación para que no continuaran su marcha.

Pero, ellos, que estaban en el hielo, veían mejor que nadie que no corría peligro. Hubiera sido tonto abandonar tan buen camino. Pasada la isla, había algunas lagunas bastante grandes que era preciso bordear y hallaron divertido jugar a quién de los dos descubría los mejores pasos. No sentían hambre ni fatiga. A ve- ces, mirando a la otra orilla, se extrañaban de verla tan distante, pese a que llevaban una hora de marcha. En medio de esta gran llanura, nada les protegía del viento oeste que minuto a minuto crecía en violencia, tornando la mar- cha más y más penosa. Pero lo que les causaba no poco asom- bro, era que el viento llegara con mucho ruido, como si llevara hasta allí el estruendo de un gran molino o de una fábrica. ¿A qué era debido? Habían pasado a la izquierda de la gran isla de Valen y les parecía próxima la costa septentrional, pero al mismo tiempo el viento iba haciéndose más molesto y aumentaba el ruido casi ensordecedor que le acompañaba. ¡Y de pronto comprendieron cuál era su origen! A lo lejos, hacia el oeste, vieron una blanca muralla, de escasa altura, que cortaba el lago de parte a parte y aunque en el primer momento lo tomaron por un montículo de nieve, no tardaron en comprender que no era otra cosa que la espuma de las olas que se lanzaban contra el hielo. Un instante después, tomados de la mano, los niños corrían con todas sus fuerzas, en silencio. El lago habíase abierto allá abajo, en el oeste y se habían dado cuenta de que la línea blanca avanzaba rápidamente hacia el este. ¿Iría a deshelarse el lago por todas partes? El peligro era cierto y no dejaron de compren- derlo. A su paso, el hielo se levantaba de improviso; se hinchaba y después se hundía, como si alguien lo empujara desde abajo. Al mismo tiempo se oía un golpe seco que partía del hielo y se abrí- an numerosas grietas en todas direcciones. Las grietas se con- vertían luego en hendiduras y éstas en hoyos y el hielo iba redu- ciéndose a grandes bancos flotantes. -Esto es el deshielo, Asa -murmuró Mats. -Sí, pero aun podemos llegar a tierra. ¡Corre! ¡Corre!

En efecto, al oleaje y al viento aun les quedaba mucho por hacer para despojar al lago de todo su hielo. Lo más difícil había quedado hecho al abrirse la capa de hielo, pero aun faltaba des- pedazar los grandes bancos y luego desmenuzar y fundir los pedazos. Sin embargo, a los niños les era imposible saber dónde les cortarían el paso las ranuras recién abiertas y al fin, espanta- dos ante el hielo que crujía y se fundía, se detuvieron y rompie- ron a llorar. Mas, de pronto, una bandada de patos silvestres comenzó a revolotear por sobre sus cabezas y aun en medio de su parloteo ensordecedor, los hermanitos oyeron una voz que les indicaba: -¡Hacia la derecha! ¡Hacia la derecha! Siguieron el consejo, pero pronto se detuvieron ante una gran laguna, indecisos. -¡No se muevan! ¡No se muevan! -les aconsejó la misma voz. Obedecieron y los bancos de hielo no tardaron en soldarse, facilitándoles de ese modo el paso. Nuevamente echaron a correr asidos de la mano y siguiendo las indicaciones que les llegaban de lo alto lograron, por fin, poner pie en tierra firme. Inmediata- mente se alejaron de la orilla, pero, de pronto, Asa se detuvo e indicando a Mats que la aguardara allí, retrocedió un poco y sa- cando de un zurrón un pequeño zueco lo colocó, bien visible, sobre una piedra. En seguida volvió a reunirse con su hermano prosiguiendo su camino, mientras que a sus espaldas un pato blanco descendía y tras apoderarse del zueco volvía a elevarse rápidamente. CAPITULO XVII EN LAS LADERAS DE LA MONTAÑA Volaban los patos a gran altura y el viento del oeste los arras- traba en dirección a Uppland, donde Nils observó multitud de surcos paralelos que iban de norte a sur, atravesando el llano.

-Esta tierra -exclamó-, tiene rayas como el delantal de mi ma- dre. Quisiera saber qué clase de rayas son esas. -Riachuelos y arroyos, caminos y vías férreas -contestaron los patos. -Nunca vi tantos caminos que partieran de un mismo sitio - aseguró el muchacho. Al acercarse a Sagan, comprendió Okka que habían llegado a un sitio muy distinto del que se proponían visitar y se volvió hacia el oeste, luchando la bandada duramente contra el viento, des- andando el camino andado e internándose más hacia el oeste hasta llegar a los terrenos montañosos cubiertos de bosques. Allí, lo primero que observó Nils fue un agujero que se hundía rectamente en la tierra y en el cual había un ascensor que des- cansaba sobre grandes troncos, el cual, en aquel momento, lle- vaba un barril cargado de piedras. En torno al agujero había grandes montones de piedra y una máquina de vapor resoplaba bajo un cobertizo. Mujeres y niños recogían las piedras; en tanto que varios vagones, cargados de pedruscos rojizos, eran arrastrados por caballos sobre angostos carriles. Más allá, junto a los linderos del bosque, alzábanse mo- destas viviendas. -¿Qué sitio es este del que sacan tantas piedras de la tierra? - preguntó Nils que no atinaba con lo que aquello pudiera ser. -¡Vaya un tonto! -replicaron unos gorriones nacidos en la co- marca y conocedores, por lo tanto, de lo que allí ocurría-. ¡Ese no sabe distinguir una piedra mineral de una ordinaria! Entonces comprendió el pequeño que se trataba de una mina, lo que no dejó de asombrarle pues creía que éstas sólo existían en las altas montañas y no en terreno llano, entre dos riachuelos que bajaban de los montes. Pronto dejaron atrás esos terrenos llenos de abedules y abe- tos y Nils sintió un gran calor que emanaba de la tierra observan- do, al mirar hacia abajo, grandes montones de carbón y minera- les, en medio de los cuales alzábase una construcción octogonal, pintada de rojo que parecía envuelta en llamas. Pensó que se

trataba de un incendio y se sorprendió al ver que la gente pasea- ba por las cercanías sin preocuparse para nada del fuego. -¿Qué lugar es este -preguntó -donde a nadie llama la aten- ción que se queme una casa? -¡Ese no sabe cómo se convierte en hierro el mineral! -dijeron unos pajaritos que se encontraban junto al bosque y conocían cuanto ocurría en la comarca-. ¡No sabe distinguir unos altos hornos de un incendio! Pronto quedaron lejos los hornos y el chiquillo volvió a mirar hacia adelante sin ver nada de interés, pero apenas se habían apartado un poco los patos, oyó un estrépito formidable que pro- venía de tierra y pudo observar un pequeño torrente que, en for- ma de cascada, salía con fuerza de la ladera de una montaña. Junto a la cascada alzábase un edificio de tejado oscuro y alta chimenea que lanzaba espeso humo salpicado de chispas, y contiguo al edificio, hierro en barras y planchas y montículos de carbón. Todo el terreno parecía ennegrecido y lo atravesaba una red de vías. Del edificio brotaba un enorme ruido, como si en su interior tu viese lugar una sangrienta batalla entre gigantes o animales salvajes. Pero lo más extraño era que allí nadie se pre- ocupase de lo que pasaba. -¿Qué sitio es este -gritó Nils- en que nadie se cuida de que dentro de esa casa se estén matando unos a otros? -¡Ahí va uno que no sabe que ese es el ruido que Hace el hierro al ser golpeado con el martillo! -se burló una paloma blanca. Pronto dejaron atrás también la fundición y el chiquillo cabal- gaba sobre el pato convencido de que nada más quedaba por ver en el bosque. Más cuando habían avanzado un buen trecho es- cuchó el sonido de una campana y mirando hacia abajo vio una casa de labor como no había visto nunca otra. La casa-vivienda era larga, con tejado rojo, llamando su aten- ción el hecho de que, sin ser muy grande, contenía un buen nú- mero de dependencias bien edificadas. ¿Por qué, se preguntó, tenía la casa el doble o el triple de dependencias que las casas de campo que él había conocido? Y le llamaba más la atención

por el hecho de que no había campos de labor en las proximida- des. En ese momento, el amo, con gran número de criados, se dirigía hacia la cocina, respondiendo sin duda al llamado de la campana. -¿Qué gente es esta -preguntó Nils- que construye casas de labor tan grandes en medio del bosque, no habiendo tierras de labranza en parte alguna? -No seas tonto -lo amonestó un gallo dejando de picotear el suelo-. Esto es la antigua vivienda de un minero; las tierras de labor están en el subsuelo. Y entonces comprendió Nils que aquellos bosques que había atravesado no eran como muchos otros por sobre los que pasa- ra. En todas partes existían verdaderos bosques y montañas, pero no todos ofrecían cosas tan nobles ni riquezas tan grandes como aquellos. -¿Qué tierra es esta en que sólo crece el hierro? -preguntó. Entonces, despertando de su sueño, una vieja lechuza le con- testó desde el techo de una vivienda abandonada: -Esta tierra se llama Bergslagern, y si aquí no creciera el hie- rro, no habría más, aun en estos tiempos, que buhos y osos. Cruzadas las montañas, los patos silvestres se dispusieron a volar hacia el norte, pero el fortísimo viento volvió a arrastrarlos hacia el este. Okka, que temía que la zorra anduviese por aque- llas tierras, se resistía a seguir tal dirección y porfiaba por orientar el vuelo en el rumbo deseado, con el resultado de que, al caer la tarde, no estaban muy lejos de las montañas. Declinando el sol el viento dejó de soplar, más cuando los patos respiraban con alivio, desencadenóse de repente un furio- so vendaval que los arrastró lanzándolos por los aires como pompas de jabón. Nils, tomado de sorpresa, resbaló de sobre el pato y su cuerpecito, dado su poco peso, fue llevado a impulsos del viento y en vez de caer verticalmente, quedó a merced del viento que soplaba con furia, cayendo finalmente a tierra como una débil hoja desprendida de un árbol.

No se hizo el menor daño y, repuesto del susto, se levantó, recogió su gorro y empezó a llamar con todas sus fuerzas a los patos: -¡Aquí estoy! ¿Dónde estás Okka? ¿Dónde estás Martín? Mas como transcurriera el tiempo sin verlos regresar, díjose que el viento debía haberlos llevado muy lejos y se propuso mar- char en su busca apenas amainase. Ya más tranquilo comenzó a mirar en derredor suyo, pudiendo entonces observar que no había caído en terreno llano, sino en lo más profundo de unas excavaciones que allí se practicaban, cubiertas en su mayor parte de pinos y arbustos que en uno de sus extremos presentaba un orificio que conducía al interior de la tierra. Comprendió entonces que aquello era una mina que debió estar en explotación años antes y se disponía a trepar hacia lo alto para salir del hoyo, cuando oyó un sordo bramido, al par que lo sujetaban por la espalda. -Di quien eres -le ordenó una voz de acento rudo. Volvióse y, con el consiguiente sobresalto, vio que se trataba de una osa. El susto le quitó el habla y ya creía que la bestia, enfadada, iba a devorarlo, cuando, volviéndose, gritó: -¡Hijos! Vean lo que ha encontrado mamita para sus niños. Al punto aparecieron dos oseznos que chillaron admirados al ver a Pulgarcito y uno, tomándolo con la boca, echó a correr, sobre sus patas aun no muy seguras. El otro lo siguió y, dándole alcance, se trabó en lucha con él para arrebatarle su presa, lo que Nils decidió aprovechar para escurrirse. Pero lo advirtieron y dejando de luchar volvieron a atraparle, lo cual les inspiró un juego consistente en dejarlo para que corriese y capturarlo antes que lograse alejarse más que unos pasos. Esto duró largo rato; luego, cansados, los oseznos volvieron junto a la madre. -No queremos jugar más -anunciaron-. Este ya no puede co- rrer. -Entonces voy a dividirlo en dos partes y daré una a cada uno de mis hijitos.

-No -resolvió un pequeño-, déjalo vivo para que mañana po- damos volver a divertirnos. Consintió la madre y pronto los pequeños se quedaron dormi- dos sujetando con sus patas a Nils que, muerto de fatiga, tam- bién se sumió en profundo sueño. Mas, de pronto, el rodar de unos pedruscos los despertó a todos y Nils vio, con verdadero espanto, llegar a un gran oso que, muy irritado, exclamó: -¡Aquí hay olor a carne humana! -Te engañas -respondió la osa. Y preguntó para evitar el tema – ¿Qué has hecho? -He andado buscando nuevo refugio para nosotros. El hombre parece querer estar solo sobre la tierra. Aquí estábamos bien y tranquilos, pero ahora que ha hecho instalaciones en las cercaní- as debemos marchamos porque. .. Se detuvo al hacer uno de sus hijos un movimiento involunta- rio dejando al descubierto a Pulgarcito y se inclinó prestamente sobre él dispuesto a devorarlo. Pero la osa se interpuso. -Pertenece a nuestros hijos -declaró-. Han jugado con él y piensan hacerlo también mañana antes de comérselo, -No me interesa -repuso el oso apartándola rudamente-. Es un hombre y si nos descuidamos nos jugará una mala pasada. Y de nuevo se inclinó con la boca abierta. Pero Nils tuvo en ese momento una inspiración repentina y encendiendo a toda prisa un fósforo se lo aproximó al oso. Este, incomodado por el olor y extrañado por aquella luz, re- trocedió y, lleno de curiosidad, preguntó: -¿Tienes otras lucecitas como esa para poder encender? -Tantas que con ellas podría incendiar el bosque entero - contestó el pequeño tratando de amedrentar al animal. -Entonces, ¿podrías también incendiar casas y fábricas? -Con toda facilidad -aseguró, Nils con petulancia. -En ese caso me alegro de no haberte comido, porque vas a hacerme un favor.

Y tomándolo con la boca, sin apretar, lo llevó a una altura próxima, desde donde se dominaban las fábricas y fundiciones Y le preguntó: ¿Podrías incendiar unos talleres grandes como esos? -¡Seguramente ! El tamaño poco importa. El oso volvió a tomarlo en su boca y lo condujo junto a la ta- pia. -Bien -ordenó-, si lo haces arder te perdono la vida, si no, acabo contigo. ¡Decide! El chico, pensativo llevóse una mano a la frente. El no podía hacer nada que redundase en perjuicio de la producción de hie- rro, que tanto beneficio reporta a la humanidad y da pan a tantos trabajadores. -¿Quieres o no quieres? -lo apremió el oso, molesto por su indecisión. -¡No quiero! -contestó el pequeño, desafiante. -¡Entonces no tienes salvación! -gritó el oso oprimiéndolo entre sus patas. -Ni la espero -exclamó Nils con entereza. Al propio tiempo advirtió que un hombre se había aproximado al lugar en que es- taban y preparaba su escopeta para abatir al oso. -Huye, de lo contrario te matarán! -avisó el niño. El oso salió a escape pero llevándolo entre sus dientes. Sona- ron dos disparos pero las balas no tocaron al peludo animal que, tras alejarse un buen trecho, dejó a Nils en el suelo y le dijo: -Sin tu aviso a estas horas estaría muerto. ¡Gracias! Se inclinó pronunciando unas palabras en voz baja y se alejó a toda velocidad. Y Nils quedó solo, sin poder darse cuenta de lo que le había sucedido. Entre tanto, los patos silvestres, tras buscar infructuosamente al muchacho, descendieron rendidos de fatiga y de tristeza. Poco después se entregaron al sueño y al despertar, lleváronse una gran sorpresa al ver al diminuto ser dormido junto a Martín. Inmediatamente lo despertaron y rodeándolo escucharon el

relato de su aventura.

-Al dejarme el oso -concluyó Nils- trepé a lo alto de un abeto y me dormí, mas a los primeros albores del día observé que se acercaba una gran águila que, prendiéndome con sus garras, me llevó consigo. ¡Entonces sí creí llegado mi último momento! Pero no fue así, porque el águila no hizo más que traerme directamen- te aquí y dejarme en medio de ustedes. -¿ Y no te dijo el águila quién era? –preguntó Okka. -No -repuso Nils-. Se marchó tan velozmente que no me dio tiempo ni para darle las gracias. Okka miró a sus compañeras como interrogándolas acerca de lo que pudiera pensarse de tal suceso, pero todas miraban al espacio como si no les importase lo que acababan de oír. -No debemos olvidar que aun no hemos desayunado esta mañana -dijo al fin la pata. Y desplegando sus alas levantó vuelo seguida de la bandada. CAPITULO XVIII LA HERENCIA DEL GIGANTE Bataki el cuervo prefería la ciudad de Falun a cualquier otra y apenas llegaba la primavera, dejando libre de hielo la tierra, vola- ba hacia ella para pasar unas semanas en las cercanías de la vieja mina. Atraíale al cuervo todo cuento era extraño y misterioso y en vez de fijarse en la hermosura del paisaje, prefería meter la ca- beza por las bocas de las minas y por las hendiduras del terreno, procurando averiguar cómo se las arreglaban los hombres por allá abajo, a través de las galerías invadidas por un hormiguero humano, dedicados a extraer el mineral, y tratando de saber a qué se debía que aquel lugar tan pedregoso careciese de plantas y flores que en otros parajes crecían abundantemente.

Cierta vez llamáronle la atención algunas viviendas ruinosas, cerca de una casa vieja en la que se preparaba el azufre durante

un par de meses cada año. La casa, que no tenía ventanas, es- tando substituidas por grandes ranuras con puertas pintadas de negro, aumentó aún más la curiosidad del cuervo que deseoso de saber qué contenía, comenzó a dar brincos y vueltas por to- das partes, llegando a encaramarse sobre la chimenea para es- piar por su cañón. Quiso la casualidad que una fuerte racha de viento abriese una de las negras puertas y el cuervo se precipitó por ella al in- terior, pero casi en el acto el viento volvió a cerrar la hoja dejando encerrado a Bataki que, tras esperar inútilmente otra ráfaga favo- rable, comenzó a impacientarse y acabó pidiendo auxilio con todas sus fuerzas. Unos pajaritos que volaban por los alrededo- res lo oyeron Y acudieron en tropel dispuestos a prestar ayuda, pero lo único a que atinaban era a revolotear y charlar sin des- canso, por lo que, cansado, el cuervo gritó: -¡Silencio todos! De la única manera que pueden ustedes serme útiles es buscando a. la vieja Okka y referirle lo que me pasa. Con ella va quien puede salvarme. La bandada de patos silvestres se hallaba junto a un lago próximo, por lo que la búsqueda no fue larga y pronto aquellos y Nils estuvieron junto a la casa. Pasada revista a la situación el niño y Okka se dirigieron a un caserío, donde lograron recoger un poco de hilo, un martillo y un punzón olvidados por unos niños, con los que volvieron a la casa, por cuya chimenea se deslizó Nils mediante la cuerda, reuniéndose de esta manera con el pri- sionero. Luego, usando el punzón Y el martillo comenzó a abrir un boquete en una pared, cosa nada fácil pues era muy gruesa. Mientras, el cuervo, impaciente, lo urgía a que se diera más pri- sa. Por último, viendo que daba señales de fatiga, le propuso: -¿Quieres que te cuente un cuento? -Bueno -repuso el muchacho que encontraba aquello preferi- ble a los gruñidos de Bataki. Y el cuervo, tras aclarar la garganta, comenzó su relato. -Hace muchos años, en este lugar, vivió un gigante que tenía dos hijas, a las que, sabiéndose próximo a morir, bijoles:

"-Mi principal riqueza consiste en unas montañas llenas de mineral de cobre, pero antes de que les revele dónde se encuen- tran, necesito me prometan que si algún extraño llegara a descu- brirlas, le matarán antes de que pueda comunicar a alguien su hallazgo. "La mayor de las hijas, dura de corazón Y de sentimientos perversos, hizo la promesa sin vacilar, pero la otra, de condición más humana y sensible, vaciló, lo cual hizo que el padre redujese su herencia a un tercio, dando los otros dos a la mayor. "Ya muerto el gigante, acaeció que cuando un cazador o le- ñador llegaban por causalidad a descubrir el mineral, de cobre, no tardaban en perder la vida. Y ocurrió, cierta vez, que un cam- pesino observó que un macho cabrío, al volver por la noche al corral, traía los cuernos colorados, los cuales, por más que se los lavaron, volvieron a aparecer nuevamente de ese color al día siguiente. Por ello, a la otra salida, tuvo el campesino especial cuidado en vigilar al macho cabrío, descubriendo que al llegar al bosque el animal restregaba sus cuernos en unas piedras rojizas que, tras observarlas detenidamente, decidió pertenecían a algu- na clase de mineral. Y había acabado de hacerlo cuando una gran piedra desprendida desde lo alto cayó sobre el macho ca- brío y lo aplastó. "Volvió el campesino la vista hacia arriba y como viese a una de las hijas del gigante, le preguntó: "-¿Te he hecho algo para que quieras matarme? "-Sé que nada has hecho -respondió ella-, pero has de morir porque acabas de descubrir una mina de cobre que es mía. -"Dijo esto en tono tan lastimero, que el campesino pensó que, de matar lo, lo haría contra su voluntad y ello lo indujo a razonar con la gigante, consiguiendo que le refiriese lo de la promesa exigida por su padre para entregarle la herencia. "-Me apenas tener que dar muerte a cuantos descubren la mina -dijo la mujer-, pero lo que se promete hay que cumplirlo. "Y dicho esto se dispuso a arrojar otro peñasco sobre el cam- pesino.

"-¡Aguarda -exclamó éste-. Si has de matar al que descubra tu mina ya lo has hecho porque el descubrimiento lo hizo, mí macho cabrío. "Con este y otros razonamientos el hombre logró convencer a la gigante, que lo dejó marchar con vida. Entonces él se puso a trabajar la mina y, una vez rico, edificó allí una hermosa finca y le puso el nombre del macho cabrío. "Pasó mucho tiempo sin que nadie pensase en descubrir el más rico filón, que pertenecía a la hermana mayor. Tal era el temor que entre los naturales del país se había esparcido con la leyenda. Sólo algunos aventureros lo intentaron, sin que se vol- viera a saber nada de ellos. Cierta vez, dos criados dijeron a su amo que habían hallado un gran filón en el bosque y que habían marcado el camino para llegar a él, pero a la mañana siguiente ambos aparecieron muer- tos. "El último que, al parecer, había podido ver el filón de la gi- gante mayor, fue un joven minero de Falun, enamorado de una bella campesina de Leksand que, al pedirla en matrimonio, lo rechazó porque no quería vivir en Falun, donde el humo de las chimeneas daba al lugar un aspecto triste y deprimente. El joven volvió muy triste a su pueblo, que siempre encontrara agradable, pero ya cerca de él observó que, en efecto, el humo de las nume- rosas chimeneas lo cubría con espesa niebla, llegando a la con- clusión que era natural que la muchacha, que siempre había vivido en la alegre y luminosa Leksand, no quisiera trasladarse allí. Apesarado, no tuvo ánimo para volver a su casa, y desvián- dose del camino vagó sin sentido toda la tarde, hasta que hacia el crepúsculo vio algo extraño que le hizo observar más deteni- damente el lugar, descubriendo que se trataba de un rico filón de cobre. "-¡Hoy me persigue la desgracia! -se dijo-. El haber descubier- to esta riqueza me costará la vida. "En ese momento se le presentó la hija mayor del gigante. "-Quiero saber qué has estado haciendo todo el día aquí -le dijo.

"-Estaba buscando un sitio ameno donde vivir -repuso el joven minero-, porque la muchacha a quien amo no quiere venir a Falun. "-¿No piensas, acaso, venir a explotar el filón que acabas de descubrir? "-No; deseo terminar con mis trabajos de minero porque, de no hacer lo, perderé a la mujer que quiero. "-Pues si te atienes a esos propósitos, te aseguro que no te sobrevendrá daño alguno –decidió la gigante. Al llegar aquí el cuervo guardó silencio y Nils, tras aguardar un instante preguntó: -¿Y bien? ¿Qué sucedió luego? -Te lo diré cuando acabes el agujero y pueda salir -repuso el cuervo, El muchacho prosiguió su tarea, pero con menos brios, por lo que, para animarlo, Bataki le dijo que al fin el minero se casó con la joven de Leksand, pero que a un podía contarle más cosas si terminaba pronto el boquete, pues conocía todo lo de aquellos alrededores, incluso el punto donde estaba el filón. Acuciado su interés, arreció Nils eh su trabajo y pronto el agu- jero fue lo suficientemente grande para que pudiese salir el cuer- vo, que se marchó volando, no sin decirle antes que renunciaba a revelar el lugar del filón para evitarle la desgracia que a otros habíale acarreado tal conocimiento. CAPITULO XIX ESMIRRA Y LA INUNDACIÓN POR varios días había hecho un tiempo espantoso al norte del lago Malar; el viento silbaba de continuo y la lluvia caía a torrentes, sin parar. La nieve acumulada en los bosques fundíase

rápidamente y con ello los arroyos que desembocaban en el Ma- lar llevaron a éste tal caudal de agua que el gran lago terminó por desbordarse.

Inmediatamente, como siempre que ocurre tal calamidad, los campesinos se apresuraron a retirar el heno de las pequeñas granjas de los islotes bajos para llevarlo a lugar seguro; los obre- ros del ferrocarril organizáronse de forma de poder montar guar- dia ininterrumpidamente; los pescadores pusieron a salvo sus redes y aparejos y se reforzaron los puentes, reparándose a toda prisa las embarcaciones dañadas para poder contar con el mayor número posible de ellas. La alarma no cundió sólo entre los hombres; también los ána- des que guardaban sus huevos entre los juncos de la orilla, los topos que vivían a lo largo de la ribera y que tenían pequeñuelos que no podían valerse por sí mismos, sentíanse presa de angus- tia. Todos, hasta los grandes y altivos cisnes, comenzaron a te- mer la desaparición de sus nidos. Temores, desdichadamente fundados, pues la crecida de aquel año duró varios días y la inundación alcanzó proporciones nunca vistas. Por esa época, Esmirra, la zorra, andaba husmeando por un pequeño bosque de álamos, al norte del Malar, sin apartar de su mente a Pulgarcito y los patos, cuyas huellas había perdido, y estaba, precisamente, pensando cómo podía reencontrarlas y llevar a cabo la venganza que proyectaba, cuando vio a Agar, la paloma mensajera, parada en una rama. Me alegra verte, Agar -díjole-. Tal vez puedas decirme dónde se encuentran en este momento Okka y su bandada. -Es posible que lo sepa -repuso la paloma-, pero puedes estar segura de que no te lo diré jamás, La zorra hizo un gesto de indiferencia. -No me importa -dijo-, con tal de que accedas a llevarle un mensaje que me han confiado. Ya sabes que la inundación es tan grande que el numeroso pueblo de cisnes que habita en la bahía de Hjelsta está a punto de perder sus nidos. Luz de Día, el rey de los cisnes, ha oído hablar del hombrecito que acompaña a los patos y que conoce el remedio para toda clase de males, y me ha encargado que busque a Okka y le diga que lleve a Pul- garcito a la bahía.

-Puedo llevar el mensaje -repuso la paloma-, pero no veo como Pulgarcito puede ayudar a los cisnes. -Yo tampoco, pero dicen que sabe vencer todo género de dificultades. -Además, no deja de asombrarme el hecho de que los cisnes usen a una zorra como mensajera. -Es verdad, somos enemigos en tiempo ordinario -repuso la zorra hipócritamente-, pero en los grandes desastres es necesa- rio ayudarse mutuamente. En todo caso, tal vez convengan que no digas a Okka que el mensaje te lo he transmitido yo, porque podría entrar en sospechas y dejar di acudir en auxilio de los cisnes. Calmados sus recelos, Agar fue en busca de Okka quien, sin pérdida de tiempo, voló a la bahía, donde una sola mirada le bastó para medir la magnitud del desastre. Los grandes nidos de los cisnes, arrancados por las aguas, flotaban a merced del vien- to, algunos ya destrozados. Los cisnes habíanse congregado en un rincón del este, donde estaban más al abrigo del viento y aunque habían sufrido mucho con la inundación, su excesivo orgullo no les permitía manifestar su pena. Tampoco habían pensado en pedir socorro, y no podían sos- pechar, siquiera remotamene, que Esmirra hubiese enviado en mensaje a los patos por medio de Agar. Eran varios centenares y se encontraban formados respetando el rango que concede la edad: los jóvenes en la periferia, los mayores y los más sabios en el centro, alrededor de Luz del Día, el rey, y de Nieve Serena, la reina. Los patos silvestres descendieron al oeste de la bahía e in- mediatamente avanzaron nadando hacia los cisnes. El mensaje habíales causado no poca sorpresa, pero lo consideraban un gran honor y no hubieran dejado de acudir por nada del mundo. Ya cerca de los cisnes, Okka volvió la cabeza para asegurarse de que los patos que la seguían nadaban a distancias iguales y bien alineados y les ordenó avanzar con más viveza, no mirar a

los cisnes con demasiada admiración y no preocuparse por lo que éstos pudieran decirles. No era la primera vez que visitaba al viejo rey y a la reina de los cisnes, quienes siempre la habían recibido con la distinción a que tenía derecho un pato tan notable y que había viajado tanto. No obstante, jamás habíase sentido cómoda al cruzar por entre los cisnes, en cuya cercanía tenía la sensación de ser más pe- queña, gris y humilde que nunca. Pero en esta ocasión todo pa- recía distinto. Los cisnes se apartaban deferentemente y los pa- tos silvestres avanzaban como en una gran avenida en que los grandes pájaros, blancos y sedosos, abrían calle. No hicieron ninguna manifestación de desagrado y Okka no salía de su asombro por tal conducta. -El rey ha observado sus modales incorrectos y les habrá ordenado ser corteses -pensó. Pero, de repente, los cisnes descubrieron al pato blanco que cerraba la marcha de la columna y comenzaron a agitarse, dando muestras de indignación. -¿Qué es eso? -gritó uno-. ¿Acaso los patos silvestres tratan de llevar también plumas blancas? -¿Pensarán que eso les bastará para parecer cisnes? - exclamó otro. -¡Qué insolencia! Aunque los gritos arreciaban Martín, recordando la orden de Okka, no les prestaba atención y nadaba lo más aprisa que po- día. Pero los cisnes se ponían cada vez más agresivos. -¡Lleva una rana vestida de hombre sobre su lomo! -anunció uno. Okka había llegado ante el rey y se disponía a aclarar los términos del mensaje, pues éste no mencionaba el tipo de ayuda que podía prestarles Nils, cuando el monarca advirtió la agitación de sus súbditos. -¿Qué sucede allí? -gritó enfadado-. ¿No ordené ser amables con los patos? Pero la reina, que había ido a ver qué sucedía, regresó enton- ces, muy alterada.

-Hay un pato blanco allá -gritó- y no me extraña que los nues- tros estén enojados. ¡Es vergonzoso! -¿Un pato blanco? -exclamó el rey-. ¡No puede ser! has debi- do equivocarte. En tanto, en torno de Martín los empujones habían llegado al colmo. El rey, valido de su autoridad, se abrió paso entre los suyos y cuando se halló frente al pato blanco, su cólera sobrepa- só la de los otros y arrojándose contra él le arrancó dos plumas. -Esto te enseñará a venir donde están los cisnes ataviado de esta manera -gritó. -¡Elévate, Martín! -ordenó Okka, comprendiendo que la vida de éste peligraba. -¡Eso es! ¡Elévate! -gritó Pulgarcito. Pero el pato, cercado por los cisnes, no tenía espacio para desplegar sus alas y, además, buen trabajo tenía en defenderse de los picotazos que llovía n sobre él. Entonces el resto de la bandada se lanzó en su ayuda y no tardó en generalizarse la lucha, cuyo resultado no podía ser dudoso, de no haber recibido los patos una ayuda inesperada. Una curruca, testigo de lo que ocurría, lanzó la voz de alarma con que los pájaros suelen avisar la presencia del gavilán o el halcón, y cuando sus congéneres se le reunieron, guiólos hacia la bahía y una vez allí arrojáronse contra los cisnes picoteándolos y cegándolos con sus alitas. El ataque fue de corta duración, pero cuando los pájaros le pusieron fin, huyendo, los patos silvestres volaban ya hacia la otra ribera. Felizmente para ellos, los cisnes eran bastante soberbios para perseguirlos, así que pudieron descender tranquilamente en un campo convertido en cañaveral y entregarse al descanso que tanto necesitaban. El único que se mantuvo despierto fue Nils, a quien el hambre impedía conciliar el sueño. -Es preciso que encuentre algo que comer –se dijo y saltando sobre una tabla que la corriente había empujado hacia el cañave- ral, usando un palito a manera de remo, consiguió navegar hacia tierra.

Alcanzábala ya cuando oyó un chapoteo cercano, que lo hizo detenerse, sobresaltado. Echó una mirada a su alrededor y no tardó en descubrir un cisne hembra que dormía en un gran nido, a pocos metros de distancia. Y vio también a una zorra que pene- traba en el agua con el propósito de sorprenderla. -¡Arriba, cisne! ¡Huye! -gritó Nils al tiempo que golpeaba en el agua con el palo. El cisne dio un salto, pero igualmente la zorra lo hubiera atra- pado de no haber preferido lanzarse sobre el muchacho. Éste, saltando rápidamente a tierra, echó a correr a toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas, aunque no ignoraba que la zorra era, mucho más ligera. Por fortuna, mientras la zorra se revolvía en el agua y ganaba la orilla consiguió sacarle alguna ventaja, y a poco andar tropezó con dos hombres que volvían del trabajo y que estaban tan cansados que no advirtieron su pre- sencia. Pero la de ellos bastaría, sin duda, para impedir aproxi- marse a la zorra, con que Nils se limitó a seguirlos, muy de cerca, hasta su casa. Su intención era penetrar en ella, pero viendo junto a la puerta un perro guardián, grande y peludo, cambió de plan y una vez que los hombres hubieran penetrado en la vivien- da, se le acercó. -Escucha, perro guardián -le dijo-. ¿Quieres ayudarme a. atrapar una zorra? El perro, medio adormilado, no lo había visto. -¿Quién se atreve a burlarse de mí? -gruñó-. Que se acerque y le enseñaré que conmigo no se juega. -No temo acercarme -repuso Nils, mostrándose-. Soy Pulgar- cito, el que viaja con los patos silvestres. ¿No has oído hablar de mí? -Sí, los gorriones me han dicho algo al respecto -repuso el perro, ya calmado-. Parece que has hecho grandes cosas. -He tenido suerte -concedió el muchacho-, pero esta vez es- toy perdido si tú no me ayudas. Me persigue una zorra que se ha ocultado tras la casa. -Sí... ya la olfateo -anunció el perro, comenzando a gruñir amenazadoramente, tirando de la cadena a la que estaba sujeto.

Pasado un rato volvió junto a Nils. -No temas que se acerque estando yo aquí -aseguró. -Lo sé -repuso el muchacho-, pero yo necesito irme y no po- dré hacerlo mientras ella esté en los contornos. ¿Quieres ayu- darme a escarmentarla? -¿Cómo? -Vamos a tu casilla y te comunicaré mi plan. Algunos minutos después, no oyendo ningún murmullo, la zorra se atrevió a asomar el hocico por una esquina de la casa y observando que no había peligro a la vista, avanzó hacia el co- rral. Su olfato le indicó que Nils estaba dentro de la casilla, pero no se atrevió a avanzar en seguida y se detuvo a prudente dis- tancia a meditar sobre qué le convenía hacer. De pronto, sacó el perro su cabeza y gruñó: -¡Vete o te muerdo, zorra! -Aquí estaré hasta que quiera. -repuso Esmirra-. Y no me asustas, porque conozco el largo de tu cadena. Y muy segura de sí, sentóse tranquilamente en el suelo, en actitud burlona. Pero el perro, a quien el muchacho había puesto en libertad, dio un rápido salto cayendo sobre la zorra, la hizo rodar por tierra y tomándola con los dientes por el pescuezo la arrastró hacia la casilla donde Nils la aseguró con la cadena. -Creo, Esmirra, que serás un buen perro guardián -díjole des- pués, a manera de despedida. CAPITULO XX LOS ESTUDIANTES CUANDO Nils Holgersson recorría el país con los patos sil-

vestres, vivía en Upsala un joven y ejemplar estudiante, muy querido por sus profesores y compañeros por sus múltiples do- tes. Cierto día, al despertar en la pequeña buhardilla que ocupa- ba, pensó con satisfacción:

-Hoy es mi último examen; pronto habré terminado y en se- guida obtendré un buen puesto, bien reatribuido. Levantóse, tomó su desayuno y se sentó ante su mesa de estudio a dar el último repaso a sus libros pues, aunque estaba bien preparado, quería tener la absoluta seguridad de no haber pasado nada por alto. De pronto oyó llamar a la puerta y vio entrar a uno de sus compañeros con un paquete bajo el brazo. Tratábase de un mu- chacho muy diferente a él; retraído y tímido, aunque muy inteli- gente, su apocamiento solía jugarle malas pasadas cuando se trataba de rendir examen, por lo que era opinión general que no llegaría a triunfar en la vida. Su visita tenía por objeto someter al juicio de su compañero un libro que acababa de escribir, cosa a, que el estudiante accedió de buen grado. -Cuídalo bien -le recomendó el autor entregándole el manus- crito-. Me ha costado cinco años de trabajo y si se perdiera no podría escribirlo de nuevo. -No temas -le aseguró su amigo-. No saldrá de casa. Cuando el otro se fue, abrió el paquete y leyó el titulo del libro: "Historia de la ciudad de Upsala", y como quiera que él amaba mucho su ciudad, resolvió leerlo sin pérdida de tiempo, y no paró hasta llegar al fin. -Vaya muchacho de talento -comentó para si entonces-. Cuando este libro se publique habrá asegurado su porvenir. ¡Se- rá un placer decir le cuánto me ha gustado! " Entonces miró su reloj y vio que se había demorado más de la cuenta, por lo que se dio prisa entérminar de vestirse. Para hacerlo tuvo que dirigirse a la habitación contigua y al volver un grito de sorpresa se escapó de sus labios: había dejado abierta la puerta, que estaba directamente frente a la ventana y la corriente de aire que entonces se estableció, había arrebatado las cuarti- llas de sobre la mesa, lanzándolas al exterior. Sólo unas pocas quedaban en el cuarto, las restantes bailaban por el patio y por sobre los tejados. Su primera intención fue salir y tratar de recogerlas más posi- bles, pero otra mirada al reloj le demostró que toda demora seria

fatal para su examen y considerando que ante todo debía ocu- parse de lo que significaba su porvenir marchó a enfrentarse con sus profesores. Pero una vez ante éstos, preocupado por lo que la pérdida de aquellas cuartillas podía significar para su pobre amigo, no prestó atención a las preguntas que se le formulaban, se equivocó en las pocas respuestas que dio y finalmente fue reprobado, con gran extrañeza de los maestros, que conocían sobradamente sus condiciones para el estudio. Al pisar de nuevo la calle se sitió muy desdichado. -¡Adiós mis sueños de obtener una buena colocación -se dijo- Y de eso tiene la culpa mi compañero. ¿Por qué habría de traer- me justamente hoy su manuscrito? Este es el inconveniente de ser comedido. En eso se encontró con el otro estudiante. -¿Has comenzado la lectura de mi libro? –le preguntó. El joven vaciló, no se atrevía a declararle la verdad. -He estado de exámenes -balbuceó, para salir del paso. El otro interpretó su actitud como que había leído el libro y no quería herirlo con un juicio adverso, por lo que dijo, con cierta tristeza. -Mira, si el libro es malo no quiero volver a verlo. Quémalo, por favor. Y se alejó. El estudiante volvió a su buhardilla, cambió de ropa y salió a ver si encontraba las cuartillas perdidas, pero la noche lo sor- prendió sin haber hallado una sola. Mientras regresaba se encon- tró de nuevo con el autor, al que nuevamente no tuvo ánimo para confesarle la verdad y hubo de salir del paso con una excusa que no convenció al otro, quien volvió a recomendarle quemar el libro si no le gustaba. Luego se topó con unos amigos que le repro- charon no haber acudido a una fiesta a la que se había compro- metido a ir y que había olvidado a causa del libro perdido y luego se cruzó con una chica, con quien había quedado citado' en la fiesta y que al verlo desvió la mirada y pasó de largo sin contes- tar a su saludo.

Sintiéndose muy desdichado entró más tarde en un restauran- te, pues estaba sin comer desde la mañana y al salir cruzóse con otro compañero quien le informó que el joven autor había enfer- mado repentinamente. -Es algo del corazón -dijo-. El médico cree que se debe a algún disgusto y que su curación podría alcanzarse si desapare- ciera la causa que se lo provocó. El estudiante corrió a la casa del enfermo. -He venido a hablarte de tu libro -díjole sentándose en la ca- ma-. Es en verdad estupendo. -Siendo así -repuso el otro-, ¿cómo no me lo dijiste esta tar- de? Desde entonces no has tenido tiempo de leerlo así que de- biste haberlo hecho antes. -Estaba de mal humor porque me han reprobado en los exá- menes. Por lo demás no creí que dieras tanta importancia a mi opinión. El otro lo miró largamente. -Dices eso -dijo al fin-, porque quieres darme ánimo. Estoy seguro de que lo quemaste como te pedí. -Te aseguro que no es así. Se trata de un libro genial. -Pues tráemelo y te creeré. Cuando volvió a la buhardilla, el estudiante casi no podía te- nerse en pie. Tomó una taza de café y se acostó, quedándose en seguida dormido sin haber apagado la lamparilla que ardía sobre la mesa de noche. Esa noche, Nils estaba contemplando las estrellas mientras los patos dormían cuando vio acercarse a Bataki, el cuervo, quien descendiendo a su lado le dijo que tenía una deuda con él por no haberle indicado el emplazamiento de la mina de cobre del gigante, pero que, en compensación, iba a revelarle otro se- creto que le permitiría volver a ser hombre. El cuervo pensó que el niño aceptaría sin vacilar, pero se equivocó, pues Nils le respondió que no tenía interés en saber lo, ya que le constaba que cuando regresara con el pato blanco a Scania automáticamente volvería a ser lo que fue.

-Sin embargo -insistió el cuervo-, conocer otro medio para conseguirlo no deja de ser conveniente ¿verdad? Nils hubo de convenir en ello y entonces Bataki le indició mon- tara sobre su lomo y de un vuelo lo llevó a Upsala. -Aquí -le dijo- manda la sabiduría y todos esos grandes edifi- cios que ves han sido elevados en su honor. Y le mostró por las ventanas abiertas la enorme biblioteca repleta de libros, la Universidad y el gran observatorio astronómi- co, señalándole lo hermoso que debe ser aprender para curar las enfermedades, conocer lo que ha sucedido en el mundo, hablar diversos idiomas, conocer los secretos del Universo y saber dis- tinguir la verdad del error. Luego lo condujo hasta la cerca que rodeaba un jardín, desde la cual el muchacho asistió a una bulliciosa fiesta de estudiantes y por último le dijo: -Ahora voy a decirte cómo podrás volver a ser hombre. Basta- rá que encuentres alguien que te diga que está dispuesto a cam- biarse contigo., para ha el viaje con los patos silvestres. -No creo que nadie esté dispuesto a hacer tal cosa -replicó Pulgarcito. -Creo que puedo demostrarte que te equivocas respondió el cuervo y llevándolo en vuelo por sobre la ciudad, fue a posarse en la ventana de una habitación iluminada por una lamparilla colocada sobre una mesita de noche y desde ella Nils contempló con envidia al estudiante que allí dormía y pe en lo feliz que de- bía ser. En eso el durmiente abrió los ojos y so extrañó de haber deja- do la lamparilla encendida, pero fue gracias a eso que vio que algo se movía sobre la mesa. Sin moverse, observó con mayor atención vio que se trataba de un duendecillo que estaba co- miéndose un trozo de pan que él dejara allí. Esto contemplándolo en silencio para no interrumpir comida, pero cuando hubo termi- nado le preguntó: -¡Oye! ¿Quién eres tú? Sobresaltóse el pequeño, pero al comprobar que el estudiante seguía echado, sin dar muestras de animosidad, respondió:

-Soy Nils Hogersson. Era como tú, pero me transformaron en lo que soy ahora y desde entonces ruedo de un lugar a otro con los patos silvestres Y a instancias del otro le contó algunas de sus experiencias y aventuras. -Debes pasarla muy bien -comentó el estudiante-. ¡Quién pudiera hallarse en tu lugar, libre de preocupaciones!. -¿Acaso tú querrías cambiarte conmigo? -preguntó Nils a instancias del cuervo que le hacía seña desde la ventana-. Quien sea estudiante no debe querer cambiarse con nadie por nada del mundo. -Lo mismo pensaba yo por la mañana al levantarme, pero si supieras las cosas que me han pasado, comprenderías que todo ha cambiado para mi y que estaría mejor con los patos silvestres. -¿Qué es lo que te ha sucedido? -preguntó Nils. El estudiante le contó los motivos de su angustia diciéndole, finalmente, que a lo que no podía resignarse era a haber causa- do la desgracia de su compañero y que por esto preferiría encon- trarse lejos, muy lejos. El cuervo, desde la ventana, hacía señas desesperadas al chiquillo que tras permanecer un rato en silencio, pensativo, dijo: -Aguarda un poco. En seguida vuelvo. Y dirigiéndose a la ventana, a pasos cortos, como quien medi- ta profundamente, salió por ella. Al llegar al tejado, observó que se acercaba el alba. -¿Qué te pasa? -preguntó Bataki-. Estás perdiendo la ocasión de convertirte en hombre. -Poco me importa. No tengo interés en ocupar el sitio del es- tudiante, porque a causa de las cuartillas que se llevó el viento, eso sólo me traería disgustos. -Si es por eso no debes preocuparte, pues yo puedo propor- cionártelas. -Me gustaría verlo -dijo Nils, con acento de incredulidad. En el acto el cuervo se levantó y se alejó volviendo a poco con varias cuartillas. Luego, en viajes sucesivos acabó por traer todas las perdidas. Nils se apresuró a llevárselas al estudiante.

-¡Gracias! -exclamó éste, radiante de alegría-.

Ahora sí que mi compañero se curará. Dejándolo ocupado en ordenar los papeles, Nils se reunió con Bataki. -Eres un tonto -lo amonestó éste-. Ahora no esperes que ese muchacho exprese su deseo de cambiarte por ti. -Comprendo que hayas querido ponerme a prueba -respondió el muchacho-. Creíste que hubiera dejado al pato blanco para que siguiese solo su camino, mientras yo, convertido en persona, disfrutaba de las ventajas de pasarlo bien. Pero cuando el estu- diante me refirió su historia, me di cuenta de lo bochornoso que resulta abandonar a un camarada en las horas de apuro, y esto no lo haré yo nunca. Bataki rascóse el cuello con una pata, pensativo y sintiéndose un tanto avergonzado por lo que había hecho. Luego, tomando al liliputiense sobre su lomo, lo condujo hasta donde estaban los patos silvestres, aun entregados al descanso. CAPITULO XXI FINDUVET Nadie más dulce en el trato ni de mejor corazón que Finduvet, la patita cenicienta. Todos los patos silvestres la querían y el pato blanco hubiera sido capaz del mayor sacrificio por ella. Cuando Finduvet pedía algo, ni la propia Okka se atrevía a negárselo. Al llegar al lago Malar, reconoció el paisaje. Más allá del lago se extendía el mar, donde sus padres y sus hermanos habitaban un pequeño islote, y pidió a los patos silvestres que dieran una vuelta por allí antes de emprender el vuelo hacia el norte. ¡Cómo se alegraría su familia al verla! Si bien los patos llevaban gran atraso, resolvieron que la vuel- ta que debían dar no alargaría el viaje y por la mañana se pusie- ron en camino, volando hacia el este por encima de Malar. Nils

iba observando que a medida que avanzaban, se veía más gente

en la ribera y mayor animación en el lago. Chalupas y veleros, goletas y barcas de pescadores, navegaban en la misma direc- ción; multitud de pequeños vapores cruzaban ante ellos y los dejaban atrás. Sobre una de las islas distinguió un gran castillo blanco; un poco más lejos las ribera se cubrían de villas, primero muy sepa- radas, luego más juntas y por último alineadas en filas no inte- rrumpidas. Muchas estaban rodeadas de jardín, pero la mayoría habían sido construí das en el bosque que enmarcaba el lago. -¡Aquella es la ciudad flotante! -anunció de pronto Finduvet. Nils miró con atención y entrevió veletas puntiagudas y algu- nas casas con largas hileras de ventanas. No se veía ninguna franja de tierra. Todo parecía reposar en el agua. Ahora iban desapareciendo las villas de las riberas y solo se veían las moles imponentes de las fábricas, los enormes depósi- tos de maderas y carbones y grandes vapores amarrados a mue- lles negros y polvorientos. La ligera bruma transparente que lo bañaba todo, transformaba el paisaje, alargándolo extrañamente y no dejaba de revestirlo de cierto esplendor. Los patos silvestres dejaron atrás las fábricas y los transpor- tes; la niebla se desvaneció súbitamente quedando solo ligeros fragmentos neblinosos, coloreados de rosa y azul pálido flotando por sobre sus cabezas, pero la bruma seguía posada sobre la tierra y las aguas, ocultando la parte baja de las casas de las que sólo se veían los tejados, los aleros y las fachadas más altas. Nils comprendió que volaban sobre una gran ciudad y como a veces, al abrirse un rasgón en la masa brumosa, divisáranse aguas de rápidas corrientes pero no tierra, no dudó que flotaba sobre el agua. Los patos volaban rectamente hacia el éste y pasada la ciu- dad, Nils se dijo que el paisaje era parecido al de Malar. Mas pronto advirtió que los mantos de agua eran más extensos y las islas más grandes, siendo la vegetación más pobre. Más allá aún, no se veía ninguna isla habitada; el agua estaba sembrada de infinidad de pequeños islotes y escollos y el mar se extendía ante los viajeros vasto e ilimitados.

Los patos descendieron en un paraje rocoso y Nils preguntó a Finduvet qué ciudad era aquella por sobre la que acababan de volar. -Ignoro cómo puedan llamarla los hombres -respondió la pata cenicienta-, pero nosotros la llamamos la ciudad flotante. Cerca de aquel lugar, dos patas silvestres que picoteaban las hierbecillas junto al agua levantaron la cabeza al ver descender a la bandada y una dijo: -¡Mira qué hermosos pájaros, Ojo de Oro! -¡Calla, Ala Hermosa! -exclamó la otra-. Entre ellos viene Fin- duvet, nuestra hermana, a la que dejamos abandonada en Oland para que muriera de hambre, después de obligarla a volar tanto que se descoyuntaron sus alas. Me temo que esto acabará mal. Cuando se enteren nuestros padres nos expulsarán de los islo- tes. Aquellas dos patas, inteligentes y de gran resistencia en el vuelo, siempre habían envidiado el bonito plumaje de su hermana Finduvet, del que ellas carecían, y molestas porque las mejores atenciones fueran siempre para la linda patita habían tenido la perversa idea de eliminarla, sin conseguirlo gracias a la oportuna intervención de Martín. Los patos, tras asear un poco su plumaje, volvieron a elevarse para ir en busca de los padres de Finduvet quienes, al avistarlos, les salieron al encuentro para darles la bienvenida y experimenta- ron una alegría inenarrable al descubrir entre los recién llegados a la hijita que creían perdida. Más tarde, mientras Okka relataba la forma en que había sido auxiliada Finduvet, llegaron presurosas, manifestando su alegría desde lejos, sus dos hermanas. Pero tal alegría era fingida, pues seguían odiando a la patita, y aun la odiaron más al observar las atenciones que tenía para con ella el lindo pato blanco. Por eso, mientras aparentaban celebrar el regreso de su hermana, pensa- ban en la manera de hacerlos desaparecer a los dos. Llegada la hora de la partida, y habiendo Finduvet resuelto continuar con la bandada de Okka, las dos hermanas dijeron a Finduvet que no estaban bien que se ausentara sin despedirse

del pescador que la habitaba, cosa que la pata cenicienta consi- deró justa. Mas temiendo ir sola a aquel lugar pidió a Martín y a Pulgarcito que lo acompañaran, quedando esto fuera mientras ella entraba a saludar al pescador. El pato y el niño aguardaron largo rato y al oír la señal de partida de Okka y ver salir de la cabaña a una pata color ceniza, emprendieron el vuelo para reunirse con la bandada. Pero a poco de iniciar la marcha, observó Pulgarcito que el vuelo de la pata no tenia la gracia del de Finduvet y, comprendiendo el engaño, se lo comunicó a Martín quien, de Inmediato, se acercó a aquélla, en la que había reconocido a Ala Hermosa, para pedirle explica- ciones. Viéndose descubierta, la pata lanzóse rápidamente sobre Martín y arrebatando con su pico al muchacho emprendió rápida fuga. En el acto la bandada dio media vuelta iniciando la persecu- ción, pero entonces, desde un bote, un cazador disparó contra Ala Hermosa quien asustada, dejó caer a su prisionero, que cayó al agua, logrando salvarse. Furiosos al enterarse de lo que habían hecho, los padres deste- rraron para siempre del islote a las dos hermanas y Finduvet fue liberada de su encierro y pudo seguir el viaje con Okka y los su- yos. CAPITULO XXII ESTOCOLMO En el Skansen, el gran jardín de Estocolmo, donde se han reunido tantas cosas antiguas e interesantes, vivía hace años un hombre llamado Larsson, natural de Halsingland y que en la capi- tal ejercía el oficio de músico ambulante, ejecutando en su violín viejos aires populares, por la tarde, mientras por la mañana cus- todiaban una de esas viejas y atrayentes casas de aldea que han sido llevadas al jardín desde todos los rincones de Suecia.

En los primeros tiempos, Larsson se consideraba feliz de po- der pasar allí su vejez, pero luego comenzó a añorar su viejo país cada vez con más fuerzas, y sólo el pensar que allá le sería difícil ganarse la vida impedía que renunciase a su empleo y se mar- chara. Pero día a día sentíase más desdichado. Una tarde de principios de mayo, bajaba el viejo violinista por la pendiente del Skansen cuando se encontró con un pescador que venía con su red al hombro y que con frecuencia iba allí a ofrecer las aves marinas que capturaba vivas. -Mira qué llevo aquí -díjole entreabriendo su red- y dime qué precio puedo pedir por él. Larsson miró, sobresaltóse visiblemente, y al fin preguntó: -¿Tú lo cazaste? ¿Está herido? , Atado de pies y manos y amordazado en la red había un diminuto duende. -Está sano y salvo -aseguró el pescador-. Disparé contra un pato, errando el tiro, y entonces este hombrecito cayó desde lo alto al agua, tan cerca que no tuve más que alargar la mano para atraparlo. Entonces lo até para que no huyera y he pensado que tal vez quieran comprármelo para el Skansen Larsson recordó todo cuanto había oído contar de los duendes, de su espíritu vengativo y de su presteza en socorrer a los amigos. Jamás habían tenido buena suerte los que habían tratado de cazar un duende. -¿No dijo nada? -preguntó. -Intentó llamar a los patos, por eso lo amordacé -repuso el pescador. .. -Pero... ¿en qué pensabas? ¿No ves que se trata de un ser sobrenatural? -Yo no sé nada de eso. Que lo decidan otros. Lo único que me interesa es saber cuánto me darán por él. ¿Qué te parece? ¿Cuánto pagará el director del jardín? Larsson guardó silencio; le angustiaba la suerte que pudiera correr el duendecillo. -Ignoro lo que el director te dará -dijo al fin-, pero yo te ofrezco veinte coronas por él.

El pescador se dijo que el director seguramente no sería tan espléndido y se apresuró a cerrar trato. Larsson volvió pues a su casita llevando al duende en el bolsi- llo y una vez fuera de miradas indiscretas lo puso sobre la mesa. -Ahora escucha -le dijo-. Yo sé que los seres como tú no de- sean ser vistos por los hombres y que aman entregarse a sus quehaceres sin testigos. He decidido ponerte en libertad, pero con la condición expresa de que te quedes en el jardín hasta que yo te permita salir. Si aceptas, mueve tres veces la cabeza. El cautivo no hizo ningún movimiento. -Estarás bien aquí -insistió el músico-. Tendrás abundante comida y el tiempo no te parecerá largo pues tendrás muchas cosas que hacer. Pero no podrás marcharte hasta que yo te auto- rice. La señal' será la siguiente: diariamente te pondré la comida en un tazón blanco, pero cuando coloque uno azul significará que puedes marcharte. El diminuto ser siguió inmóvil. -Pues si no aceptas me veré obligado a entregarte al director del Jardín, quien te encerrará en una jaula para que la gente venga a verte. Ante esta perspectiva, el duendecillo se apresuró a mover tres veces la cabeza. -Muy bien -dijo Larsson. Y quitándole las ligaduras, como prometiera, volvió a salir. -¡Hola, Larsson! -exclamó un anciano de amables maneras, al verle-. Te encuentro un tanto pálido. ¿Es que estás enfermo? Aunque no conocía a su interlocutor, el viejo músico pensó que él sí debía conocerlo, por lo que no vaciló en confiarle que la causa de todo era la nostalgia que sentía de su tierra natal. -¿Es que acaso no te gusta Estocolmo? -preguntó el anciano-. ¿Es posible? Su acento revelaba enfado, pero casi en seguida una sonrisa bondadosa afloró a sus labios y agregó: -Lo que pasa es que no conoces la historia de Estocolmo, de lo contrario no sentirías deseos de dejarla. Ven, sentémonos en

aquel banco y te la contaré.

Obedeció el músico y el anciano dijo: -En el lugar en que el lago Malar desagua en el Báltico, hay un corto arroyuelo que recibe las dos corrientes, y en donde en otro tiempo había cuatro islas que lo dividían en varios brazos. En un principio esas islas estuvieron deshabitadas y aun después que mucha gente vino a poblar las islas del Malar y del Báltico siguieron desiertas. A lo más, de vez en cuando llegaba allí algún navegante para pasar una noche. Pero un día un pescador que se había demorado en su faena y al que la oscuridad sorprendió en el mar, resolvió abordar una de las cuatro islas y aguardar en ella que saliera la luna. Era a fines de verano y hacía buen tiem- po. El pescador apoyó la cabeza en una piedra y se quedó dor- mido, y al despertar la luna brillaba en lo alto iluminando la tierra tan magníficamente como si fuera de día. "Púsose entonces de pie dispuesto a aparejar su barca, pero de pronto divisó unos puntos negros que se movían y no tardó en advertir que eran varias focas que acababan de llegar a la isla. Rápidamente inclinóse para tomar el arpón, pero al incorporarse nuevamente las focas habían desaparecido y en su lugar vio la misma cantidad de hermosísimas jóvenes que jugaban en la orilla. Comprendió entonces que eran orillas que vivían en lo más profundo del mar y que habían tomado la apariencia de focas para venir a del vertírse en las verdes islas. " “Observólas dan- zar un momento; luego se deslizó hacia la orilla, se apoderó de una de las pieles de foca y la ocultó bajo una piedra, volviendo en seguida a su barca donde fingió dormir. Las jóvenes no tardaron en bajar a la ribera para revestirse nuevamente con las pieles de foca, pero una de ellas se encontró con que la suya había des- aparecido y aunque entre todas la, buscaron afanosamente, el amanecer las sorprendió sin haberla encontrado, por lo que sus compañeras, río atreviéndose a seguir en tierra a la luz del día, la abandonaron hundiéndose en las aguas. Al quedar sola la ondina se echó a llorar desconsolada. "El pescador fingió entonces que despertaba y que se dispo- nía a botar su barca, y como si en ese momento se percatara de la presencia de la muchacha se le acercó inquiriendo:

"-¿Quién eres? ¿Acaso has naufragado? "La ondina le salió al encuentro preguntándole si había visto una piel de foca, él respondió negativamente y al observar que el llanto volvía a arrasar sus ojos le propuso llevarla junto a su ma- dre, que la cuidaría bien. "-No puedes quedarte aquí donde no tienes cama para dormir ni nada que comer -le dijo. "Le habló con tal dulzura que logró convencerla y la condujo a su casa, donde tanto él como su madre se comportaron tan bon- dadosamente con ella que acabó cobrándoles gran cariño. Fi- nalmente el pescador le propuso matrimonio y como ella acepta- ra, un buen día, hechos todos los preparativos, los novios y su cortejo se instalaron en barcas para ir a la iglesia de Malar. El pescador, llegados ante la, isla donde había encontrado a la on- dina, no pudo reprimir una sonrisa, y al preguntarle ella la causa, respondió: "-Pensaba en la noche en que escondí tu piel de foca. "Sentíase tan seguro que no temió contarle lo sucedido. -No sé de qué hablas -dijo la muchacha, extrañada-. Eso de- bes haberlo soñado. "-No hay tal -replicó él- y para demostrarte que es como digo te enseñaré la piel. "Dirigió su barca a la isla, desembarcaron ambos, y yendo hacia la piedra que usara como escondite, la apartó. La piel esta- ba allí y la muchacha, al verla, la tomó rápidamente y echándose- la sobre los hombros, se arrojó al agua, y se alejó rápidamente. "El pescador la llamó primero, luego saltó a su barca para perseguir la, pero al ver que no lograría alcanzar la, perdió el control de sus actos y empuñando su arpón lo lanzó con todas sus fuerzas. Tal vez su intención no fuese lastimarla, pero lo cier- to es que le acertó y la pobre ondina se hundió lanzando un grito desgarrador. "El pescador volvió a la orilla y permaneció allí esperando verla reaparecer. Pero fue en vano, Sólo vio, de pronto, brillar el agua con un suave resplandor, mientras de ella se elevaba un perfume penetrante. Entonces comprendió lo que pasaba: las

ondinas tienen algo que las hace aparecer más bellas que las demás mujeres y cuando la sangre de una de ellas se mezcla con las olas, su belleza ilumina el paisaje y desde ese momento las riberas adquieren el poder de inspirar el amor a todos los que las contemplan y de infundir una especie de nostalgia. El anciano guardó un instante de silencio y luego agregó: -Después de eso las gentes comenzaron a instalarse en las islas; unieron las cuatro por medio de puentes en cuyos extremos construyeron torres, levantaron en la mayor un torreón y en el agua, rodeando las islas, clavaron un circulo de estacas con ba- rreras, por donde los navíos estaban obligados a pasar, con lo que se lograba impedir que los barcos piratas se acercasen. Las Islas transformáronse, pues, en verdaderas fortalezas, y poco a poco fueron apareciendo los edificios hasta que ellos constituye- ron una gran ciudad, que fue llamada y aun se llama y aun se Estocolmo. En ese momento avanzó por la avenida otro caballero que se detuvo a distancia ante una señal del anciano, quien añadió: -Ahora, Larsson, no dispongo de más tiempo para continuar hablando contigo, pero te enviaré un libro con toda la historia de Estocolmo, desde aquellos lejanos tiempos a nuestros días. Lée- lo y comprenderás que la ciudad no pertenece sólo a los que nacen en ella sino a todos los suecos, incluso a ti. y entonces comprenderás que esta es también tu tierra. Tras esto despidióse el anciano y al día siguiente un lacayo del palacio real llevó al viejo músico un libro con una dedicatoria de propia mano del rey. Después de este suceso, el buen hombre estuvo un tiempo como trastornado y al fin se presentó al director del Jardín para expresarle que dimitía. -¿Es que no estás contento aquí? –preguntóle el funcionario. -Nunca lo he estado más -respondió-, pero es preciso que vuelva a mi pueblo. En realidad estaba ante la mayor perplejidad de su vida; el rey le había sugerido que estudiara la historia de Estocolmo para que así llegara a sentirse en su propia casa, pero ¿cómo podía él

renunciar a la felicidad que le reportaría contar en su país que había hablado con el rey en persona? diecisiete. Tenía que hacer lo, aunque le costase tener que pasar sus últimos años viviendo de la caridad pública. El director no pudo vencer este deseo y tuvo que dejarlo mar- char. CAPITULO XXIII EL ÁGUILA MUY lejos, allá entre las montañas de Laponia había un viejo nido de águilas colgado del saliente de una abrupta pendiente rocosa que dominaba un valle bastante grande, habitado en el verano por una bandada de patos silvestres. Disimulado entre las montañas y casi ignorado de los hom- bres, constituía un refugio magnífico, teniendo en su centro un lago donde abundaba la comida para los patos y en cuyas orillas altas matas de mimbres y pequeños abedules ofrecían a las aves rincones excelentes para empollar sus huevos. Todos los años las águilas solían apoderarse de algunos pa- tos, pero éstos consideraban que la presencia de aquellos bandi- dos tenía una ventaja: la de mantener alejados a otros piratas del aire. Tres años antes de que Nils Holgersson viajara con los patos silvestres, Okka vio alejarse a la pareja de águilas, pero no las vio volver. Al otro día tampoco aparecieron y como la situación se prolongara en la jornada siguiente, pensando que tal vez hubie- sen regresado sin que ella lo advirtiese, remontóse tan alto como para poder observar el nido desde arriba, y sólo vio en él a un aguilucho medio desplumado que gritaba de hambre. Estuvo observándolo largo rato y al fin, cautelosamente, se acercó y se posó en el borde del nido. -¡Por fin vienen a socorrerme! -gritó el aguilucho-. Tráeme en seguida qué comer

-Primero dime dónde están tus padres -demandó Okka. -¿Y cómo quieres que lo sepa? -repuso el ocupante del nido-. Se fueron dejándome un pajarito por toda comida y estoy muerto de hambre. ¡Vamos! ¿Qué esperas? Date prisa. Okka pensó que la única respuesta posible a la ausencia de las águilas era que éstas habían sido derribadas por los cazado- res y se le ocurrió que tenía ante sí una buena oportunidad para acabar, con toda la familia. Pero su buen corazón se impuso al fin, y descendiendo sobre el lago volvió a poco con una trucha en el pico. Al verla, el aguilucho montó en cólera. -¿Crees acaso que voy a comerme eso? -protestó-. Tráeme liebres o perdices. ¡Anda! Okka le descargó un picotazo en la nuca y le dijo con severi- dad: -¡Óyeme bien! -Si quieres comer, tendrás que conformarte con lo que te traiga. Tus padres han muerto y ya no pueden hacer nada por ti. Pero si decides morir de hambre, no creas que he de oponerme. Dicho lo cual se marchó, para no volver hasta pasada una hora, hallando que al aguilucho había devorado el pescado. Y aunque no puso buena cara cuando le trajo otro, se lo engulló sin protestar. A partir de entonces Okka cuidó de él con verdadero celo. Llevábale peces y ranas y el aguilucho no parecía resentirse por tal régimen; por el contrario cada día veíase más grande y robus- to. El recuerdo de sus progenitores habíase borrado de su mente y consideraba a la pata su verdadera madre. Y Okka, por su parte, llegó a cobrarle cariño como si se trata- ra de un hijo, esforzándose en darle una buena educación y en desarraigar su natural ferocidad y soberbia. Dos o tres semanas después, Okka advirtió que se acercaba el tiempo de la muda y que, por lo tanto, no estaría en condicio- nes de volar hasta la otra luna, no pudiendo, en consecuencia, llevar comida al aguilucho.

-Gorgo -le dijo entonces-, pronto no podré traerte pescado. Es preciso que intentes bajar al llano o de lo contrario habrás de morirte de hambre. Sin replicar, el aguilucho se acercó al borde del nido y se arro- jó al vacío. Naturalmente, cayó dando vueltas en el aire, pero ya cerca del suelo consiguió sacar bastante partido de sus alas co- mo para llegar a tierra con relativa, suavidad. Ya en el valle, Gor- go pasó el verano en compañía de los patos; considerábase uno de ellos y trataba de seguir su método de vida. Si los veía nadar trataba de imitarlos, sin lograr más que poner en peligro su vida. Lo cual hacía lo sentirse humillado. -¿Por qué no he de poder nadar como los otros? -se quejaba a Okka. -Porque tus garras se hicieron demasiado ganchudas mien- tras estuviste en lo alto de la montaña -respondía la pata-. Pero no desesperes; serás un pájaro valien- te, por lo menos. Las alas del aguilucho crecían con rapidez y le llenó de orgu- llo conseguir mantenerse en el aire mucho antes que los patitos. No parecía haber advertido que él no era de la misma especie, pero sí observó varias cosas que le sorprendían y sobre las que interrogaba a Okka. -¿Por qué las liebres y los cabritillos huyen cuando me ven y no cuando ven a mis compañeros? -Porque tus alas crecieron demasiado mientras permanecías en la cima del monte. Eso les asusta, pero no desesperes; no dejarás por eso de ser un pájaro valiente. Cuando al llegar el otoño emprendieron los patos silvestres el vuelo hacia otros parajes, fue grande el escándalo que se produ- jo entre las aves viendo volar con la bandada un águila, e inútil- mente Okka se esforzaba por hacerlas callar. -¿Por qué me llaman águila? -preguntaba Gorgo, confundido-. ¿Por qué piensan que soy uno de esos pájaros que devoran a sus semejantes? , Un día pasaron sobre una granja y al verlo las gallinas que picoteaban en el corral huyeron a la desbandada gritando:

-¡Un águila! ¡Un águila! Gorgo, que siempre había oído hablar de esas aves de rapiña como terribles malhechores, no pudo reprimir la cólera y descen- diendo como una flecha, tomó entre sus garras a una gallina y comenzó a picotearla. -¡Yo te enseñaré a confundirme con un águila! -gritaba. Pero Okka se apresuró a llamarlo con energía y el aguilucho, obediente, dejó a la gallina y acudió a su lado. -¿No te da vergüenza comportarte así? -lo reprendió la pata-. ¿Acaso querías matar a esa pobre gallina? Los testigos de la reprimenda, observando la actitud sumisa de Gorgo no pudieron contener la risa y sus burlas volvieron a enfurecer a aquél. Por un instante pareció que se proponía atacar a Okka, pero debió pensarlo mejor porque, dando media vuelta, se alejó velozmente y en un momento se perdió de vista. Tres días después volvió a unirse a la bandada y presentán- dose ante Okka le dijo: -Ahora sé que soy un águila y es preciso que viva como águi- la, pero creo que por eso no debemos dejar de ser amigos. Ja- más te atacaré ni a ti ni a ninguno de tu raza. -¿Crees que vaya ser amiga de quien se come a los pájaros? -replicó Okka-. Vive como te he enseñado a vivir, o no permitiré que sigas con nosotros. Pero Gorga había tomado su decisión y no quiso ceder, por lo que la pata terminó prohibiéndole volver a presentarse ante ella y su cólera fue tan grande que desde ese día nadie se atrevió a pronunciar el nombre del aguilucho en su presencia. Desde ese día Gorgo voló errante por el país, solo y odiado de todos por sus temibles actos de rapiña. Pero nunca supo na- die que atacara a un pato silvestre. Al fin, cuando tenía tres años, apresado por un cazador y vendido al Skansen, fue a reunirse con otras águilas en una jaula de gruesos barrotes y alambres entrecruzados, suficientemente grande como para contener un montón de piedras y de árboles. Durante la primera semana de su cautiverio Gorgo se mantu- vo vivo y despierto, mas poco a poco fue quedándose como em-

botado, tal como aparecían los otros ocupantes del jaulón, que solían permanecer horas y horas inmóviles, como adormecidos. Pero un buen día oyó que alguien lo llamaba y en el acto sus ojos se abrieron y recobraron su antiguo brillo. -¿Quién ha pronunciado mi nombre? -preguntó. -¿Ya no me conoces?' Soy Pulgarcito, el que iba con los patos silvestres, y al que llevaste a su lado por encargo del oso. -¿Acaso se encuentra Okka prisionera? -No, todos deben estar en Laponia. El único prisionero soy yo, pero así y todo puedo serte útil. Escucha, esta noche volveré y empezaré a limar los alambres del techo para abrir un boquete por el que puedas huir. La tarea demandó varios días, pero al fin al agujero fue lo bastante grande como para permitir el paso del águila quien in- mediatamente se remontó a las nubes. -Si no fuese por la promesa que hice -se dijo Pulgarcito ob- servándola- ya tendría quien me llevara a reunirme con los patos. El pobre muchacho seguía atado a, su juramento por una circunstancia fortuita. El viejo violinista, al abandonar Estocolmo no lo había olvidado, pero no habiendo podido hallar un tazón azul que sirviera de señal de que el duende quedaba libre, recu- rrió a un amigo al que habló del pequeño ser y le encargó busca- ra un tazón azul y lo colocara lleno, de comida en un lugar de- terminado. Mas el amigo, que tampoco encontró un tazón azul, se dijo que uno blanco daba lo mismo y así el pobre muchacho siguió comiendo en un recipiente cuyo color indicaba que seguía prisionero. En la noche en que dejara libre a Gorgo, Pulgarcito suspiraba más que nunca por la libertad, porque la primavera y el verano ofrecían ya todas sus delicias. Los campos estaban verdes y había flores por doquier. Sentado sobre las pajareras pensaba en estas cosas, cuando el águila volvió a posarse a su lado. -Sólo quise probar la fuerza de mis alas -explicó-. Supongo que no pensarías que iba a dejarte aquí, prisionero. Sube sobre mis espaldas y re llevaré junto a tus compañeros.

-No puedo repuso el muchacho-. Estoy atado aquí por una promesa. He dado mi palabra de no huir hasta que se me conce- da la libertad. -¡Cómo es eso! ¿Te atrapan por la fuerza y aun crees que debes cumplir un juramento arrancado en esas condiciones? -Una promesa es siempre una promesa. El águila empezaba a impacientarse, pero hizo un esfuerzo por contenerse. -¡Escucha, Pulgarcito! Necesito llevarte con los patos silves- tres, porque deseó que intercedas por mí ante Okka que te quie- re mucho. -Quisiera poder serte útil, Gorgo, pero no puedo. Y a continuación le relató la forma en que fue capturado y de cómo mediante la promesa hecha a Larsson logró evitar que lo vendieran al Jardín de Estocolmo para ser exhibido entre la co- lección de animales. Sabía que el viejo violinista se había mar- chado de la, ciudad y no comprendía por qué no lo había releva- do de su promesa. -Oyeme bien, Pulgarcito -dijo el águila cuando terminó-. Mis alas pueden llevarte a cualquier parte y mis ojos lo ven todo. Vamos a encontrar a Larsson y procurarás que te deje libre. Esa era una buena proposición y Nils aceptó encantado. -No será preciso buscar mucho -dijo-. Oí decir que se dirigía a Halsingland, su país. -Pues vamos allá -exclamó Gorgo, alegremente. Nils trepó sobre su espalda y un momento después ambos estaban entre las nubes. CAPITULO XXIV UN DIA EN HALSINGLAND

Al día siguiente, Nils cruzaba Halsingland. El paisaje de pri- mavera se extendía ante sus ojos; los pinos y los abetos tenían sus brotes de verde claro, los abedules sus bosquecillos de hojas

tiernas, los prados sus yerbas de un nuevo verdor y los campos un tapiz de trigo nuevo. -¡Hermoso país! -pensó el muchacho-. Verde como una hoja y con valles que son una delicia. En medio del valle central vio un río que en varias partes se ensanchaba formando lagos. En las orillas había prados a los cuales sucedían, un poco más allá, los campos y, por último, en los linderos del bosque se alzaban granjas bien edificadas y en gran número. Las iglesias erguíanse junto al río y en torno de ellas agrupábanse las aldeas. El muchachito pudo verlo todo a gusto, porque el águila re- montaba los valles uno tras otro en busca del viejo músico ambu- lante. Al avanzar la mañana observó gran animación en todas las granjas. Las puertas de los establos se abrían de par y se soltaba al ganado. Hermosas vacas blancas, becerros y corderos, mos- traban su júbilo por salir de su encierro tras el largo invierno. Dos muchachas, con sus sacos al hombro, corrían entre los animales y un muchacho provisto de una larga vara procuraba evitar que los corderos se desbandaran. El granjero enganchaba el caballo a la carreta y todo el mundo reía y cantaba alegremen- te. Por fin el ganado se puso en marcha hacia el bosque, detrás de una joven que mostraba el camino. El pastor y su perro se movían en todas direcciones para evitar que algún animal se rezagara y el campesino y su criado cerraban la marcha, uno a cada lado de la carreta, que saltaba sobre el terreno pedregoso. Sin duda ese era el día en que, según costumbre, los granje- ros de Halsingland envían sus rebaños a pasar el verano en el bosque, porque de cada valle veíanse salir alegres cortejos que penetraban en los bosques. Por la tarde llegábase a lugares donde había un pequeño establo y dos o tres cabañas grises. Las vacas, al entrar en el angosto encerradero, mugían alegres al reconocer su pasto ve- raniego y se ponían inmediatamente a saborearlo. Las gentes trasladaban la carga de las carretas, víveres yagua, a una de las cabañas, por cuya chimenea no tardaba en brotar el humo, y las

jóvenes, el pastor y los hombres se instalaban después en torno de una piedra plana que servía de mesa, prontos a hacer los honores de la comida. Gorgo, el águila, estaba seguro de hallar al músico entre las gentes que subían a las cabañas, pero las horas pasaban sin que lo descubriera. Finalmente, a la calda de la tarde, el pájaro resol- vió descender sobre una rústica finca aislada en la cumbre de una montaña. Las gentes y el ganado acababan, de llegar y los hombres cortaban leña mientras las mujeres jóvenes ordeñaban las vacas. -¡Mira allá abajo! -exclamó Gorgo-. Creo que es ese. En efecto, cuando hubo descendido un poco más, Nils com- probó que el águila estaba en lo cierto. Larsson serraba leña junto a la cerca de la vivienda. El pájaro se posó sobre un árbol y dijo: -Yo he cumplido lo que te prometí. Ahora procura tú arreglar tus cosas con ese hombre. Te espero aquí. Acabadas las faenas del día, la gente de la finca se reunía a charlar. Esta noche tenemos entre nosotros a dos buenos narradores -dijo de pronto una muchacha-. Uno es Klement Larsson que está junto a mi, y el otro Barnhard, que está ahí con la mirada fija en la colina. Vamos a pedirle que cada uno relate un cuento, luego proclamaremos al ganador y lo premiaré con este pañuelo que estoy terminando de bordar. Todos estuvieron de acuerdo y los nombrados, tras una breve resistencia acabaron por acceder. Barnhard fue el primero en tomar la palabra. -Hace varios siglos -dijo- un cura volvía de asistir a un enfer- mo en la noche de año nuevo. Aunque se le había hecho tarde, iba satisfecho porque la noche era buena; el frío poro intenso, no soplaba viento y a través de las nubes el disco de la luna mostrá- base una que otra vez. Tenía en gran estima al caballo que mon- taba, animal fuerte, inteligente y tan conocedor de aquellos sitios que desde cualquier sitio iba siempre directamente a la abadía.

De ahí que el cura, entregado a sus cavilaciones, dejara que el caballo siguiese el camino sin preocuparse de las riendas. "De pronto, el animal se paró en esco y no logrando su jinete que siguiera se apeó y trató de hacerlo andar tirando de las rien- das. Al fin lo consiguió pero sólo para ver que se adentraba en la espesura sin hacer caso de sus voces ni de las indicaciones que le daba con las riendas. Finalmente, el caballo volvió a detenerse y dijo: -¿No crees que después de haberte servido por tantos años haciendo siempre su voluntad, deberías, por una vez, acceder a mi capricho?" "Presumió el cura que el animal necesitaba de su auxilio por una u otra causa y para que no pudiera decirse que había dejado de ayudar a quien se lo pidiera, abandonó nuevamente las rien- das y se dejó llevar. El caballo lo condujo a una alta planicie des- provista de árboles donde, junto a una gran piedra que había en el centro, vio gran número de animales salvajes: osos, lobos, etcétera, que parecían celebrar una reunión, presidida por un genio del bosque, alto como los más grandes árboles y que ves- tía, una capa de ramaje de abeto, adornado con piñas. En su mano derecha tenía una antorcha encendida. Luego, del bosque que bordeaba la planicie, vio salir a los animales domésticos en grupos; venían de sus corrales y cabañas, y aunque trató de impedir que llegasen hasta las bestias feroces, no lo consiguió. Pero las fieras no intentaron hacerles daño y sólo rugían cuando el genio señalaba con la antorcha a los que serían sacrificados aquel año entre los colmillos de las fieras hambrientas. También tuvo el caballo que tomar parte en el desfile y al ver el cura que el genio iba a señalarle, presentó el breviario y cuando la luz de la antorcha se reflejó en la cruz que adornaba la cubierta del libro, la llama se apagó y todo se desvaneció como por encanto. "Cuando el cura llegó a su casa no pudo decir si aquello había sido un sueño o una visión, si bien le sirvió para recomen- dar a sus feligreses, en cada sermón, la defensa y amparo de los animales domésticos y dicen que fueron tan eficaces estos ser-

mones que de la parroquia desaparecieron los lobos y los osos, aunque, dado el tiempo transcurrido, han vuelto otra vez." Larsson comenzó entonces su relato: -En Estocolmo, cuando yo estaba en el Skansen, añoraba un día mi país... -y contó la historia del duende que compró para librarlo del cautiverio y cómo había sido recompensado por su buena acción. El auditorio seguía el relato con estupor siempre creciente y cuando llegó el momento en que habló del lacayo real que le llevó el libro de parte del rey, las jóvenes suspendieron sus labo- res y se lo quedaron mirando, asombradas. Todos comenzaban a considerar al viejo violinista de otra manera. Había hablado con el rey. De improviso, alguien le preguntó qué había hecho del duende. -Me faltó tiempo para comprarle un tazón azul -repuso el músico ambulante-, pero dejé encargado a un amigo que lo hiciera. Ignoro qué habrá pasado después. Apenas hubo Larsson dicho esto, le rebotó en la nariz una diminuta piña. Nadie se la había arrojado. -¡Ay, ay! ¡Me parece que el duende nos está oyendo, Kle- ment! -dijo la muchacha que había propuesto lo de los cuentos-. De todos modos creo que el pañuelo debe corresponderle a us- ted, porque Barnhard ha contado lo que pudo suceder a otro, mientras que usted refirió un suceso verdadero, del que fue pro- tagonista. Todos asintieron y el antiguo cuidador del Skansen llevó el pañuelo, y Nils, liberado ya de su promesa, se marchó montado sobre el águila. CAPITULO XXV VASTERBOTTEN Y LA LAPONIA

En la tarde del segundo día de vuelo, Gorgo Informó a Nils que la faja de costa que aparecía ante sus ojos era Vasterbotten,

y que las crestas de las montañas que se divisaban muy lejos, al oeste, se encontraban en Laponia. El viaje sobre el águila era muy veloz, tanto que a veces al muchacho le parecía que estaban inmóviles, sobre todo desde que el viento norte que soplara durante la mañana había cambia- do de dirección. Se le antojaba que era la tierra la que se desli- zaba velozmente hacia el sur, llevando hacia allá sus bosques, sus casas, sus prados y los numerosos aserraderos de la costa. La idea de que esto pudiera ocurrir le hizo reír. ¡Menuda sor- presa se llevaría la gente de Scania, donde para esa época el centeno había echado espigas, si de pronto se le apareciesen esos campos de trigo que parecían recién sembrados! Un jardín, allá abajo, atrajo su atención. Tenía álamos y ser- bales, pero no árboles frutales; cerezas y lilas, pero no sauces ni citisios. Si semejante jardincito, se dijo, apareciera junto al jardín de un gran dominio de Sudermania, parecería un desierto. Lo que hacía la gloria del país eran los sombríos y caudalosos ríos rodeados de valles habitados, llenos de maderas flotantes, con sus aserraderos, sus pueblos y sus desembocaduras reple- tas de embarcaciones. Si alguno de estos ríos, pensó Nils, apa- reciera de pronto al sur de Dal Elf, los de allá se secarían de ver- güenza. ¿Y si la llanura que estaba viendo, tan inmensa, fácil de cultivar y tan bien cuidada surgiera ante los ojos de los campesi- nos de Esmaland? De seguro todos se apresurarían a abandonar el laboreo de sus pedazos de tierra estéril y de sus campos que son verdaderos pedregales. Pero lo que más abundaba en este país era la luz. En las marismas las grullas dormían de pie. La noche debía haber llegado ya, pero la claridad continuaba. El sol no descendía hacia el sur, sino que, por el contrario, se elevaba hacia el norte y sus rayos herían ahora los ojos de Nils, que aun no experimentaba la necesidad de dormir. -¡Ah!, pensó el muchacho. ¡Si ese sol iluminara Vermonhog haría la fortuna de mis padres! ¡Un día de trabajo de veinticuatro horas!

El muchachuelo abrió los ojos y miró a su alrededor. Se había acostado en un lugar que no conocía; jamás había visto aquel valle y las montañas que lo circundaban, ni aquel lago circular que ocupaba el centro del valle. Ni nunca había visto álamos tan miserables como aquellos sobre los cuales aparecía tendido. Miró en torno suyo en busca del águila y no la vio. ¿Por qué? ¿Dónde estaba? Cerrando los ojos trató de recordar lo que había ocurrido en el momento de dormirse. ¡Ah, sí! Gorgo había descendido de direc- ción, de forma que el viento les daba de lado, al tiempo que anunciaba: -¡Ya estamos en Laponia! Recordó que habíase sentido decepcionado al no ver más que marismas y bosque interrumpidos y que la monotonía del paisaje había acabado fatigándole, por lo que dijo al águila que estaba cansado y necesitado de dormir. Gorgo, entonces, había descendido a tierra, pero apenas él se hubo tendido sobre el musgo, habíalo tomado con sus garras para volver a elevarse, diciendo: -Duerme, Pulgarcito, mientras yo prosigo el viaje ya que el sol me tiene desvelado. Y pese a su incómoda posición habíase dormido... y soñado. Soñó que andaba por un largo camino, a toda prisa, y que a su lado marchaban tallos de centeno de largas espigas, acianos y crisantemos jóvenes; manzanos doblándose bajo el peso de sus frutos; vainillas trepadoras llenas de simientes y verdaderos mon- tes de groselleros. Hayas, robles y tilos avanzaban lentamente por el centro del camino y entre sus pies corrían flores y frutas. También hombres y animales formaban parte el cortejo: los in- sectos volaban entre las plantas, los peces nadaban en las lagu- nas del camino, los pájaros cantaban entre las ramas de los ár- boles en marcha y en medio de aquel hormiguero de bichos y plantas iban los hombres, algunos provistos de azadas y guada- ñas, otros de hachas, algunos de escopetas y otros con redes de pescar.

El cortejo avanzaba alegremente y él no se admiraba de nada desde que había visto que quien marchaba a la cabeza era nada menos que el sol. Avanzaba por el camino como una gran cabe- za resplandeciente de alegría y bondad, con una cabellera for- mada de rayos multicolores. -¡Adelante! -gritaba-. ¡Nadie debe sentirse inquieto mientras yo esté aquí! ¡Adelante! -¿A dónde querrá llevarnos? -preguntó Nils. -A Laponia, para hacer la guerra al rey del frió y de la noche - respondióle un tallo de centeno que marchaba a su lado. Luego, algunos expedicionarios empezaron a vacilar, dismi- nuyendo el paso hasta detenerse por completo. Vio que se que- daba atrás la soberbia haya, que el corso y el trigo se paraban, lo mismo que las zarzas de la morera silvestre. Sorprendido, miró a su alrededor y descubrió entonces que no estaba en el mediodía de Suecia; la marcha había sido tan veloz que se encontraban ya en Svealand. Allí comenzó el roble a flaquear y al fin se detuvo. -¿Por qué no nos acompaña más el roble? -preguntó. -Teme al rey del frió y de la noche –repuso un joven y dorado álamo que avanzaba alegre y resuelto. Aunque las filas íbanse raleando, la rapidez de la marcha no disminuía y el sol seguía rodando siempre, repitiendo; -¡Adelante! Nadie debe inquietarse mientras yo esté aquí. Pronto halláronse en Norrland y el manzano, el cerezo y la avena se detuvieron y él les preguntó por qué lo hacían. -Porque tememos al rey del frío y de la noche que está allá lejos, en Laponia -respondiéronle. Poco después reconocía que habían entrado en Laponia. Las filas se habían debilitado considerablemente y entonces deserta- ron también el centeno, la, cebada, el fresal, el mirto, el guisante, el grosellero, el ciervo y la vaca. Los hombres continuaron toda- vía un trecho, pero la mayoría habíase (detenido. El sol hubiera quedado solo si no se hubiesen unido al cortejo los zarzales de mimbre y una multitud de pequeñas plantas montanas y, más tarde, lapones y rengíferos, mochuelos blancos, lagópodos alpi- nos y lobos azules.

De repente, oyó algo que marchaba delante con gran es- truendo. Eran ríos y arroyuelos que corrían bulliciosos. -¿Por qué corren tan aprisa? -preguntó. -Huyen ante el duende del Polo que habita en las montañas - le explicó un lagópodo. Una pared, muy alta y de cumbre almenada les cerró repenti- namente el paso, y ante ella retrocedieron todos atemorizados; pero el sol volvió hacia el muro su cara radiante y se vio entonces que no era una fortaleza sino una montaña magníficamente her- mosa, cuyos picos se elevaban uno tras otros enrojecidos por la luz solar, mientras que las pendientes eran de un azul pálido con reflejos de, oro. El sol les exhortaba, rodando hacia la cumbre: -¡Adelante! Mientras yo esté aquí no habrá peligro. Pero durante la ascensión abandonaron el joven álamo, el robusto pino y el abeto cabezudo. Luego se detuvieron el rengífe- ro, el hombre de Laponia y el mimbre. Y por último, cuando la cumbre fue alcanzada, sólo él, Nils Holgersson, acompañaba al sol. El astro rodó entonces hacia una hondonada cuyas paredes estaban tapizadas de escarcha y entonces un espectáculo horri- ble lo dejó a él clavado en su sitio. ¡En el fondo de la hondonada estaba sentado el duende del Polo! Su cuerpo era de hielo, sus cabellos de témpanos y su manto de nieve. A sus pies estaban tendidos tres lobos negros que al acercarse el sol se incorpora- ron y abrieron sus fauces; de la de uno de ellos brotó un frío pe- netrante, de las del segundo un viento norte que calaba hasta los huesos y el tercero vomitaba por las suyas impenetrables tinie- blas. Curioso por saber en qué terminaría el encuentro entre el duende y el sol, él se quedó al borde de la caverna. Los dos riva- les, inmóviles, se miraban fijamente; luego el duende comenzó a suspirar y agitarse, su manto de nieve se deslizó de sobre sus hombros y los lobos aullaban cada vez con menor violencia. Más, de pronto, el sol lanzó un grito: -¡Mi tiempo ha terminado!

Y retrocedió fuera de la caverna. Entonces el duende soltó a los lobos, y el cierzo, el frío y las tinieblas se lanzaron en perse- cución del sol. -¡Fuera! ¡Fuera de aquí! -gritaba el duende-. ¡No vuelvas jamás! ¡Laponia me pertenece! En ese momento, estremeciéndose ante la idea de que el sol no regresara jamás a aquella comarca, a Nils habíasele escapa- do un grito que le despertó, encontrándose entonces en aquel lugar desconocido. De nuevo abrió los ojos e, incorporándose, paseó su mirada por cuanto le rodeaba, descubriendo un curioso edificio de ramas de pino, construí do en una grada de la montaña. -Debe ser el nido de un ave de rapiña -se dijo. Y apenas lo hubo hecho, se quitó la gorra y la agitó alegre- mente. Acababa de comprender adónde le había llevado Gorgo. Ese era el mismo paraje donde las águilas habitaban en lo alto de la montaña y los patos silvestres en el fondo del valle. ¡Había llegado! Poco después volvería a ver al pato blanco, a Okka y a todos sus compañeros de viaje, Lentamente se puso en marcha para ir en su busca. Todo dormía en el valle. El sol no había salido aun y Níls pensó que era aún demasiado temprano para que los patos hubiesen des- pertaos. Y, en efecto, apenas había dado unos pasos cuando descubrió una escena encantadora: era un pato silvestre que dormía en un hoyo abierto en el suelo y a cuyo lado descansaba otro, colocado en forma que pudiera hacer frente en seguida al menor peligro. El pequeño no 'los despertó y siguió explorando los montícu- los de mimbre que cubrían el suelo, no tardando en descubrir una nueva pareja. No pertenecía a la bandada de Okka, pero no por ello dejó de alegrarse. Eran dos patos silvestres yeso le bastaba para darle placer. Siguió andando y pronto vio a Nils que incubaba sus huevos, y a Kolme, que dormía a su lado, y tuvo que esforzarse para no dejarse vencer por la tentación de despertarlos. Más allá estaban Viisi y Kiisi; luego Yksi y Kaksi, todos dormidos.

De repente, con el corazón rebosante de alegría echó a co- rrer. Acababa de ver, en un pequeño nido de mimbre a Finduvet, la hermosa patita, que incubaba sus huevos al lado del pato blanco que, aun sumido en el sueño, parecía orgulloso de guar- dar a su compañera en las montañas de Laponía. Conteniendo de nuevo el deseo de despertar a sus amigos siguió andando y observando a nuevos durmientes, hasta que sobre una pequeña eminencia vio a Okka que, muy despierta, contemplaba el valle como un centinela que guarda el sueña de la tropa. -Buen día, Okka! -gritóle-. ¡Qué alegría encontrarte despierta! No llames a nadie y así podría hablar a solas contigo un momen- to. La vieja pata guía corrió hacia él y lo acarició con sus alas rozándolo con su pico de arriba abajo. Nils la abrazó y besó y luego comenzó a narrarle sus aventuras. -¿Sabes a quien vi cautiva en el Jardín Zoológico de Estocol- mo? -dijo-. Pues nada menos a Esmirra. Aunque haya sido mala con nosotros no pude menos que compadecerla, al verla langui- decer allá, privada de libertad. Un día supe por un perro lapón que había llegado un hombre a comprar zorras, para llevarlas a una isla lejana del archipiélago de Estocolmo, en la que las zo- rras habían sido exterminadas, lo que dio origen a que las ratas se multiplicaran de tal forma, que todos lamentaron haber acaba- do con las únicas que podían librar las de su presencia. Al saber eso fui a ver a Esmirra y le aconsejé procurara hacerse simpática a aquel hombre para que la comprara, y como así lo hizo en este momento debe estar correteando libremente por la isla. ¿Hice bien, Okka? -Lo mismo hubiera hecho yo -aseguró la pata. -Me alegra que digas eso. Pero no fue Esmirra el único cono- cido que vi allí, también estaba Gorga, el águila. Tenía un aspec- to lastimoso y pensé limar algunos alambres de la jaula para que pudiera escapar, pero después reflexioné que era un ser peligro- so para los pájaros, y que yo no tenía derecho a liberarlo y decidí

dejarlo donde estaba. ¿Qué dices a eso, Okka? ¿También apruebas mi conducta? -De ninguna manera -contestó la pata sin vacilar-. Dígase lo que se quiere, las águilas son aves valerosas y puesto que aman la libertad más que todos los otros animales, no se las debe man- tener cautivas. ¿Sabes lo que haremos? Apenas descanses un poco iremos a esa prisión de pájaros y tú pondrás en libertad a Gorgo. -Esperaba de ti esas palabras, Okka -replicó el muchacho-. Se decía que tú no sentías ya ningún afecto por aquel a quien criaste con tanto trabajo, desde que comenzó a vivir como las águilas, pero veo que no es así. Iré ahora a ver al pato blanco y si en tanto quieres dar las gracias al que me trajo hasta aquí, sube allá arriba, al nido de aves de rapiña, donde una vez encon- traste a un pobre aguilucho abandonado. CAPITULO XXVI ASA Y EL PEQUEÑO MATS Años atrás, Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats vivían con sus padres cuatro hermanas y hermanos en una ca- baña en el cantón de Sunnerbo, en los límites de un arenal in- menso. Era una familia alegre y feliz, porque, aunque pobre, no conocía la miseria. El padre fabricaba peines para los tejedores y la madre y los hijos lo ayudaban en su trabajo cada cual de acuerdo a sus posibilidades. Pero un día llegó a la cabaña una mujer implorando, un lugar para pasar la noche, cosa a la que la buena gente accedió de buen grado, y aquel fue el comienzo de su desgracia, La mujer no pudo levantarse al día siguiente y entonces les rogó que la llevasen lejos y la dejasen morir al aire libre pues, dijo, una vieja gitana le había inoculado una cruel enfermedad, prediciéndole que todo aquel que se mostrase amable con ella y la albergara bajo su techo quedaría condenado a correr su mis-

ma suerte. Los padres de Asa quedaron muy impresionados por estas palabras, pero no eran gentes capaces de abandonar a un moribunda y se desvivieron cuidándola hasta su fin. La época que siguió a la muerte de la gitana fue para los ni- ños una pesadilla, Tres de sus hermanos murieron en poco tiem- po; luego su padre, perturbado por aquella tragedia abandonó el lugar y por último la hermana mayor también pagó tributo a aque- lla enfermedad maligna. Entonces la madre tomó a sus hijos me- nores, Asa y Mats, y marchó con ellos a Scania donde consiguió trabajo en una fábrica, granjeándose el carillo y simpatía de todos por la resignación y fortaleza de que daba muestras. Pero, pasa- do un tiempo, el mismo mal misterioso acabó con su vida y los dos hermanitos quedaron solos en el mundo, debiendo entonces comenzar a ganarse el sustento. Durante el verano dedicáronse a cuidar patos y en los meses fríos Asa hacía bombones y Mats fabricaba objetos de madera que vendía en las granjas. La niña, a los trece años razonaba como una mujer madura y no hablaba mucho; su hermano, por el contrario, parloteaba todo el día y nada lograba aplacar su eterna alegría. Hacía dos años que los chicos estaban en Jordberg, cuando un médico llegó al lugar para dar una conferencia. Asa y Mats estuvieron presentes y oyeron hablar de una enfermedad infec- ciosa cuyos síntomas eran los mismos que los del mal que diez- mara a su familia. Por lo tanto, cuando terminó el acto se acerca- ron al conferenciante, le contaron toda su historia y el hombre hubo de convenir en que los miembros de su familia pudieron haberse contagiado de la gitana. -Tal vez -dijo- si hubieran quemado la ropa que ella usó y desinfectado la cabaña, eso no hubiera ocurrido. En cuanto a la profecía de la gitana, es sólo una tonta superstición. No existe persona en el mundo con poder semejante. Más tarde los dos niños hablaron largamente y decidieron partir en busca de su padre, para decirle que la madre y los her- manos habían muerto de una enfermedad natural y no a causa de un maleficio. El pobre hombre se guiri a, sin duda, perturbado por la creencia de hallarse bajo el peso de una maldición. Y así

fue como se pusieron en marcha hacia la casita del arenal, a la que hallaron ardiendo, para luego dirigirse al presbiterio, donde un empleado del ferrocarril les dijo que había visto a su padre en Malmberg, en Laponia. Entonces los dos hermanitos se pusieron en camino hacia el lejano país, resolviendo hacerlo a pie, porque no querían gastar los pequeños ahorros que poseían en pasajes de tren. Y no tuvieron que arrepentirse. Un día antes de abandonar Esmaland entraron en una granja a pedir algo que comer y a instancias de la granjera contaron su historia. La buena campesina no sólo no les cobró la comida, sino que les hizo algunos regalos y le dio las señas de un herma- no suyo que vivía en la región vecina. -Visítenlo llevándole saludos míos -les dijo-, pero, sobre todo, no olviden contarle lo que me han contado a mí. Hiciéronlo así los niños y el buen hombre los condujo hasta una granja del distrito contiguo donde tenía buenos amigos y desde entonces, cada vez que abandonaban una casa se les indicaba las señas de otra y se les pedía: -No dejen de ir y contar lo que les ha acontecido. En todas las granjas que habían visitado de este modo habían encontrado a alguien atacado de la misma enfermedad infecciosa y, sin saberlo, estaban recorriendo el país explicando la manera del combatirla y de ponerse al abrigo de todo posible contagio. Finalmente llegaron a Malmberg y comenzaron a preguntar si conocían allí a un hombre llamado Juan Assarsson, enterándose de que había trabajado allí mucho tiempo, pero que se había ido. La gente estaba habituada a verlo desaparecer de tiempo en tiempo, dominado por una extraña inquietud. Nadie sabía dónde se hallaba, aunque estaban seguros de volver a verle algún día. Pero puesto que eran los hijos de Juan, podían esperarlo en la casita que él habitaba, díjoles una mujer, sacando una llave de debajo de la puerta de la misma y franqueándoles la entrada. Allí la muerte sorprendió al pequeño Mats. Lo hubieran creído imposible quienes lo habían visto horas antes, alegre y dichara- chero. Sin embargo había muerto. y sólo Asa lo vio morir. -Soy feliz porque no muero de esa enfermedad'

-dijo en sus últimos instantes-. Creo que importa poco morir, ya que no muero como mamá y nuestros hermanos, y porque estoy seguro de que no hubiéramos podido convencer a nuestro padre de que todos murieron por una enfermedad, y en cambio, ahora, tú sí podrás hacerlo. Cuando todo hubo acabado, Asa reflexionó profundamente y resolvió que debía sepultar a su hermano con los mayores hono- res. Ella había asistido poco antes a los funerales de un hombre importante y se dijo que los del querido Mats debían ser iguales: una carroza tirada por los caballos del director de las minas, un coro que cantara durante el oficio de difuntos y un largo cortejo de operarios a los que luego se serviría café en el local de la escuela. La única dificultad consistía en que las personas mayo- res se opusieran a sus deseos, considerándola muy niña para tomar decisiones. Primero expuso el caso a sor Hilma, la enfermera, cuando ésta llegó a la cabaña presintiendo lo que habría de encontrar allí, porque la víspera Mats se había acercado al pozo de una mina en el momento de hacer explosión un cartucho de dinamita y ella había atendido sus heridas, no ignorando que sólo un mila- gro podía salvarle la vida. La religiosa quedó impresionada por la serenidad de Asa y la firmeza con que expresaba su determinación de revestir de gran pompa los funerales de su hermanito y se comprometió a ayudar- la, cosa que satisfizo a la niña, porque sor Hilma era una persona influyente en la comunidad. Debido a eso, cuando al día siguiente acompañó a Asa para pedir a los trabajadores que asistieran el domingo al entierro del niño, pocos fueron los que se negaron. Pero la noticia llegó a oídos del director de la mina, quien inmediatamente mandó a buscar a la monja y le dijo: -Sería un error dejar que la muchacha malgastara su dinero en esa forma. No hay que someterse a los caprichos de una niña. Sor Hilma no intentó discutir, en primer lugar, porque el direc- tor era allí la autoridad máxima y en segundo porque, en el fondo,

debía reconocer que tenía razón. ¿Acaso no había dispuesto apoyar a la niña sólo movida por la piedad? Las palabras del director no tardaron en divulgarse y todo el mundo le dio la razón, conviniendo que era una locura rendir tan solemne homenaje a un niño de doce años. Solamente una per- sona con compartió esa opinión: Asa, la guardadora de patos. -Será menester que vaya a hablar con el director -se dijo-. Se conoce que no sabe nada del pequeño Mats. Y sin vacilación se dirigió al despacho del funcionario, acom- pañado de la religiosa y algunas mujeres deseosas de ver si de verdad se atreverla a llevar a cabo tan audaz proyecto. Otras personas, al enterarse de lo que se proponía también fueron tras ella, de modo que seguíala una pequeña multitud cuando, final- mente, llegó a destino. El director la invitó a pasar. -¿Qué deseas, niña? -inquirió. -El pequeño Mats ha muerto -respondió ella. Entonces el director comprendió de qué se trataba. -¡Ah! ¿Tú eres la niña que quería organizar un! entierro de gran solemnidad? -dijo con acento bondadoso-. Debes desistir porque eso te costaría mucho dinero. De haber conocido tus intenciones hubiera procurado disuadirte. -Eso es porque el señor director ignora todo lo relacionado con el pequeño Mats -repuso la niña haciendo esfuerzo por con- tener las lágrimas-. El quedó sin padres a los nueve años y des- de entonces tuvo que ganarse la vida. Jamás hubiera mendigado una comida. Siempre decía que es indigno de (un hombre pedir limosna. Cuidó patos, trabajó en tareas campestres, llevó mer- cancías de un lugar a otro. ¡Nadie puede decir que el pequeño Mats era un niño, porque hay muchos hombres que... El director tenía los ojos clavados en el jardín no se atrevía ni a pestañar. Asa creyó inútil seguir, pero, como última protesta, añadió: -Además, como yo he de pagar los gastos del entierro, espe- raba...

Volvió a interrumpirse, próxima a soltar el llanto. Entonces el director se le acercó, le puso una mano sobre un hombro y dijo, conmovido: -Haz lo que quieras, muchacha. Tienes mi aprobación, CAPITULO XXVII CON LOS LAPONES EN la ribera este del lago Loussajore, varias millas al norte de Malmberg, había un campamento lapón. En la parte sur se eleva una montaña aislada, llamada Kirunavara y que parece formada casi exclusivamente de mineral de hierro, lo mismo que otra de- nominada Loussavara, situada al noroeste. Entre ambas monta- ñas y Gellivara había comenzado la construcción de una línea férrea y al pie de la primera se destacaban una estación, un hotel y algunas construcciones que servían de vivienda al trabajadores y que, en conjunto, formaban un pueblecito alegre y simpático. La parte occidental del lago sólo la habitaban unas pocas familias laponas, llegadas unos meses antes al lugar, donde se instalaron rápidamente y sin más trabajo que el de alisar un poco el terreno levantar sus tiendas. En una de ellas, la mayor de to- das, habianse reunido los lapones en una, tarde lluviosa de julio cuando de una embarcación que venia del lado de Kiruna des- cendieron un hombre y una niña. El primero era conocido y, en consecuencia, se le recibió afa- blemente, invitándosele a sentarse, lo mismo que su compañeri- ta, junto a ellos. Entonces el recién llegado comenzó a hablar animadamente, en lengua lapona y aunque la joven no entendía una sola palabra, por las miradas que los demás le dirigían com- prendió que estaba hablando de ella. Incluso un lapón, que esta- ba a su lado, mirándola con simpatía, le palmeó nuevamente la espalda diciendo en sueco: -Bien, bien, chiquilla.

-Después de largo rato, el hombre que había llegado con ella, se le acercó y le dijo: -Dicen que ha ido a pescar. No saben si volverá aquí esta noche, pero en cuanto mejore el tiempo irán a buscarlo, Asa. Dicho lo cual volvieron a entablar conversación los dos lapo- nes. Era indudable que se acababan de referir a Juan Assarsson. A la mañana siguiente el propio Ola Serka, el más poderoso de los lapones, fue en busca de Juan. Habíalo prometido la noche anterior, pero no se dio mucha prisa en ponerse en camino y estuvo acurrucado ante su tienda, meditando sobre el mejor modo de decir al padre que su hija había ido a buscarlo. Ante todo era preciso que no lo inquietara en lo más mínimo, porque era un hombre muy extraño que huía dé los niños. Al verlos parecían asaltarlo sombríos pensamientos. Mientras Ola reflexionaba, Asa y Aslak, un joven lapón que hablaba sueco por haber frecuentado la escuela, hablaban a corta distancia. El muchacho relataba las características del pue- blo lapón, de los santos, asegurando que ningún otro pueblo tenía otra existencia tan feliz. Y para probarlo relató la historia de un muchacho lapón y una muchacha sueca, únicos sobrevivien- tes de una espantosa epidemia, que tras haber recorrido durante el invierno sus respectivos países sin haber hallado ninguna otra persona, se encontraron al aproximarse la primavera. -Acompáñame al sur donde espero encontrar gente de mi raza -suplicó la joven. -Lo haré con gusto, pero no antes del invierno-repuso él-. Ahora estamos en primavera, nuestros renos corren a las monta- ñas del oeste y ya sabes que nosotros, los del pueblo samo, de- bemos ir tras nuestros renos. La muchacha, aunque acostumbrada a vivir en una casa y dormir en un buen lecho, accedió y pronto se acostumbró a la vida nómada, encontrándole tal gusto a vivir al aire libre, a orde- ñar a las reno-hembras para alimentarse, a fabricar queso, a secar carne y, en fin, a todas las tareas propias de un lapón, que cuando llegó el invierno y el muchacho le propuso ponerse en camino hacia el sur, ella le dijo:

-Ya no podría acostumbrarme a estar encerrada en una casa. Déjame vivir aquí. -Si tú, Aasa -concluyó Aslak-, te quedaras un mes aquí, ya no podrías marcharte. Al oír esto, Ola Serka retiró la pipa de su boca y se levantó. El anciano entendía el sueco más de lo que quería confesar y com- prendió cuanto había dicho el muchacho. Ahora, gracias a ello, sabía cómo hablar a Juan Assarsson para comunicarle que su hija estaba allí, buscándolo. Inmediatamente bajó al lago y siguió las riberas hasta encon- trar a un hombre sentado sobre una piedra, con una caña de pescar en la mano. El pescador tenía el pelo blanco, la espalda encorvada y los ojos apagados. -Buena ha de ser la pesca para no haber dejado la caña en toda la noche, Juan -dijo el lapón. El pescador se estremeció y levantó la cabeza. Sobre la hier- ba no se veía un solo pescado ni el anzuelo tenia cebo. -Quisiera pedirte un consejo -siguió Ola sentado en el suelo-. Tú sabes que yo tenía una hija que se me murió el año pasado y a la que echo muy de menos. -Sí, lo sé -repuso el pescador, que hablaba el lapón con soltu- ra. -Pues bien, para reemplazarla he pensado en adoptar una jovencita. ¿Qué opinas tú? -Que son cosas tuyas -contestó el pescador secamente. -Voy a contarte lo que sé de esa jovencita –dijo Ola, sin pre- ocuparse por el tono del otro. Y contó que dos niños habían llegado a Malmberg en busca de su padre; que el chico había muerto en un accidente y que la hermana le había hecho un gran funeral, para lo cual hubo de convencer al propio director de las minas. -¿Y es a esa niña que quieres adoptar? -preguntó Juan, -Sí. Todos lloramos al oír contar su historia y pensamos que una chica semejante sería una hija muy buena con sus padres. -¿Ella pertenece a tu pueblo?

-No; viene de lejos, del sur.

-En ese caso no creo prudente que la adoptes. No soportaría la vida en una tienda durante el invierno. Además, ¿no ha dicho que su padre estaba en Malmberg? -Su padre ha muerto. -¿Estás seguro? -¡Claro! ¿Hubiera tenido ella que recorrer el país con su her- mano, de haber vivido su padre? ¿Hubiérase visto obligada a trabajar para ganarse la vida, de haber tenido un padre capaz de trabajar por ella? ¿Estaría aquí sola, ahora que todo el pueblo samo habla de ella con admiración? Ella cree que su padre vive, pero yo digo que ha muerto. El pescador volvió sus ojos cansados al lapón. -¿Cómo se llama? -preguntó. -No lo recuerdo -respondió Ola tras reflexionar un instante-. Ya se lo preguntaré; está en mi choza. -¿Cómo? ¿La has llevado a tu choza antes de saber si su padre, que tal vez no ha muerto, lo autoriza? -Su padre no me importa nada. Aunque viva no se interesa por su hija y, en todo caso, debiera alegrarse de que otro hombre se preocupa por ella. Debe ser un hombre agobiado por la fatali- dad, si es que vive; de esos que no sirven para nada ni quieren trabajar. ¿Qué bien podría reportarle a la niña un padre seme- jante? El pescador arrojó su caña y se levantó. -Quisiera ver a esa muchacha -dijo. -Pues ven conmigo. Tengo la seguridad que aprobarás mi decisión de adoptarla. El sueco andaba muy de prisa. Ola dijo al cabo de un rato. -Ya recuerdo su nombre. Se llama Asa. Juan apresuró el paso sin hablar. Ola Serka reía de contento. Cuando estaban cerca de las chozas agregó: -Estoy decidido; si no encuentra a su padre la adopto. El sueco ya no andaba, corría.

-Ya sabía yo que la posibilidad de eso le daría miedo -dijo para sus adentros el lapón, riendo con socarronería.

Cuando el hombre de Kirunavara que la víspera condujera a Asa a través del lago hasta el campamento lapón, regresó por la tarde al punto de partida, llevaba en su barca a dos personas sentadas en un mismo banco y estrechamente abrazados: Juan Assarsson y su hija. Los dos parecían haber cambiado: el hom- bre se veía más erguido y animoso, como si al fin hubiera hallado la solución! a un problema angustioso y la niña había perdido ese aire grave, de persona mayor. Tenía ahora en quien apoyarse y esto la había devuelto a la niñez. CAPITULO XXVIII HACIA EL SUR SOBRE el lomo del pato blanco, Nils viajaba por sobre las nubes. La bandada volaba hacia el sur, formando ahora un trián- gulo regular treinta y seis patos silvestres. Okka volaba a la ca- beza y tras ella seguían, a derecha e izquierda, Yksi y Kaksi, Kolme y Nelja, Viisi y Kiise, el pato blanco y Finduvet. Los seis patos jóvenes ya no figuraban en la expedición, pero, en cambio, iban con los patos viejos veintidós patitos que hablan nacido en el valle de Laponia, once a cada lado. Los pobrecillos, siendo éste su primer viaje, tenían que hacer grandes esfuerzos para seguir el rápido vuelo de sus mayores, -¡Okka! ¡Okka! -gritaban-. Nuestras alas se cansan de tanto volar. -Pues volando se les pasará el cansancio -respondía la vieja pata sin disminuir la velocidad y sin duda tenia razón, porque a las dos horas de volar los patitos ya no alegaban sentir fatiga. Pero si empezaron a sufrir hambre. -¡Okka! ¡Okka! -gritaron-. Necesitamos comer, -El pato silvestre debe saber alimentarse de y beber los vien- tos -repuso la implacable guía sin hacer caso.

Como ya no volvieron a quejarse, es indudable que aprendie- ron a nutrirse de aire y viento. La bandada volaba sobre las mon- tañas y las patas viejas indicaban a gritos los nombres de las cimas para que los pequeños la aprendieran. Su cantidad los espantó. -¡Okka! ¡Okka! -dijeron-. En nuestras cabecitas no hay espa- cio para tantos nombres. -Cuantas más cosas entran en una cabeza más lugar hay para las otras -sentenció la interpelada sin inmutarse. Nils se sentía feliz al pensar que iba camino a Scania. Al des- cubrir el primer bosque de abetos agitó su gorra alegremente y saludó con un ¡Hurra! las primeras casitas grises de los campesi- nos, las primeras cabras, el primer gato, las primeras gallinas. Pasaba por sobre las soberbias cascadas y veía a su derecha los altos picachos de las montañas, pero apenas si los miraba. Cuando descubrió la capilla de Kvickjoon, elevándose en medio de la aldea, fue otra cosa. Le pareció tan hermoso rincón que sus ojos se arrasaron en lágrimas. A cada instante se cruzaban con los pájaros emigrantes, que volaban en grupos más numerosos que en la primavera. -Patos silvestres, ¿a dónde van? -preguntaban. -¡Al extranjero, lo mismo que los pájaros! –les respondían. Los renos y los lapones se disponían a abandonar las montañas y descendían de ella en el mayor orden. Abría la marcha un la- pón al que seguía un rebaño de toros, un grupo de renos con las tiendas y los bagajes y cerrando el cortejo los restantes miem- bros -a-e la tribu. Los patos silvestres, al ver a los renos, descen- dieron un poco para saludarlos. -¡Adiós! ¡Hasta el próximo verano! -¡Buen viaje! -auguraban los renos, alegremente. Los osos, en cambio, los señalaban diciendo a sus oseznos: -Esos son unos cobardes que temen al frío y no quieren pasar el invierno en sus casas. Pero las viejas patas, no cortas de lengua, replicaban diciendo a los patitos:

-Esos son unos holgazanes que prefieren dormir medio año a tomarse las molestias de emigrar. En tanto la bandada voló sobre Laponia tuvieron buen tiempo, pero apenas entraron en Jemtland, quedaron envueltos en nubes impenetrables y tuvieron que bajar a la cumbre de una colina. Nils pensó que se hallaba en un país habitado, pues creyó oír voces humanas y ruidos de vehículos y sólo el temor a perderse en la niebla le impidió tratar de refugiarse en alguna granja. La humedad era terrible; de la punta de cada brizna caían gotas sin cesar y notaba que al menor movimiento le descargaban verda- deras duchas. Por fin se atrevió a dar unos pasos y advirtió ante él un edifi- cio muy alto, pero no muy grande, cuya puerta estaba cerrada. El muchacho comprendió que sólo se trataba de un mirador y re- gresando junto al pato blanco le dijo: -Martín, llévame a lo alto de aquella torre, donde tal vez en- cuentre un rincón seco en que dormir. El pato accedió y pronto el duendecillo se durmió en la parte superior del mirador y no despertó hasta que el sol matinal le dio en pleno rostro. Entonces se levantó y observó el sitio en que se hallaba. La torre estaba construida sobre una montaña, en medio de una isla situada cerca de la orilla oriental de un gran lago, que en ese momento ofrecía un matiz tan rosado como el cielo. Las ribe- ras amarilleaban por los bosquecillos que el otoño había dorado y por el rastrojo de los campos. Más atrás, destacábase el cinturón sombrío del bosque de abetos sobre el cual dibujábase al este la línea azulada que trazaban las colinas y a lo largo del horizonte occidental corría en forma de arco una cadena de montañas des- lumbrantes. En la parte amarilla que por uno de sus lados bor- deaba el lago, elevábanse aquí y allá iglesias blancas y caseríos rojizos, y hacia el este, adosada a una montaña protectora, ele- vábanse numerosas casas. -He aquí una ciudad bien ubicada -pensó Nils, complacido.

Pero su satisfacción fue de muy corta duración, pues en ese momento oyó numerosos pasos en la escalera, indicadores que varias personas subían a la torre. Tratábase de un grupo de jóvenes que hacían una excursión a pie por Jemtland y que deseaban gozar de aquel hermoso amanecer desde lo alto del mirador. Nils apenas tuvo tiempo de meterse en un agujero antes de que los primeros llegaran a la cumbre, y allí permaneció durante un tiempo que se le antojó una eternidad. Los jóvenes charlaban alegremente, consultando ma- pas para localizar cuanto veían y el pequeño se impacientaba, pues era indudable que Martín no iría a buscarlo mientras hubie- se allí intrusos. En un momento, creyó oír el chillido de los patos y el batir de sus alas, pero aunque se le ocurrió que habían deci- dido marcharse sin él no se atrevió a salir de su escondite. Al fin, los visitantes se marcharon y se apresuró a mirar en todas direcciones sin ver el menor indicio de sus amigos. Llamó repetidas veces sin obtener respuesta y ya daba por ciertos sus temores cuando, de súbito, Bataki, el cuervo, descendió junto a él. Jamás hubiera imaginado que su presencia pudiera alegrarle tanto: -Mi querido, Bataki -exclamó-, ¡qué suerte que haya venido! ¿Podrías decirme dónde están Okka y el pato blanco? -De su parte vengo -repuso el cuervo-. Okka descubrió un cazador y no se ha atrevido a venir a buscarte, encargándome a mí esa tarea. Monta en mis espaldas que te llevaré junto a ella. Obedeció el muchacho y Bataki lo condujo por el aire hacia el sur. Descendieron en un espacioso valle, junto a una cabaña. -Este verano ha habido maíz aquí -dijo el cuerpo-, conque tal vez encuentres algunos granos para comer. Nils púsose inmediatamente a la búsqueda, y entre tanto, su compañero dijo: -En aquella gran montaña que se ve hacia el sur hubo en otros tiempos grandes manadas de lobos, que muchas veces pusieron en peligro a la gente que habitaba el valle. Se cuentan muchas historias sucedidas entonces, pero la más interesante, a mi entender, es la de cierto hombre que vendía cubetas y toneles

de toda clase y al que yendo cierto día en su trineo cargado de mercancías por sobre las heladas aguas del río persiguieron los lobos. Eran doce animales hambrientos y el caballo que tiraba del trineo no se distinguía por ser buen corredor. El peligro era, pues, muy serio. Las riberas estaban desiertas y hasta la más cercana granja había lo menos dos millas de camino. El hombre, asustado, vio emerger de pronto, de entre los abetos a una mujer vieja, medio ciega y coja, llamada Malina, que recorría la comar- ca pidiendo limosna, la cual iba directamente al encuentro de los lobos. El hombre pensó que sí pasaba por delante de ella sin decirle nada, la infeliz seria presa de los lobos y él podría esca- par. También pensó que si se detenía y la hacía subir en el tri- neo, el aumento de peso haría ir más despacio aún a su caballo y entonces perecerían los dos y también el equino. ¿No era más justo sacrificar una vida para salvar dos? Pero en el momento decisivo el hombre no pudo abandonar a la mendiga y advirtién- dole del peligro la hizo subir al trineo al que los lobos no tardarían en dar alcance. -¡No podremos escapar! -dijo el hombre-. Vamos a morir to- dos. Sí por lo menos tú te hubieras quedado en tu casa, Malina, tal vez el "Negro" y yo hubiésemos podido escapar, pero con tu peso... "-Podrías reprenderte de las cubetas y los toneles para alige- rar el peso del trineo -repuso la vieja-, y mañana los vendrías a recoger. "-Es cierto -convino el hombre, asombrado de que no se le hubiera ocurrido antes un medio tan sencillo. Y entregando las riendas a la mendiga comenzó a desatar las cuerdas que sujeta- ban los toneles y las cubetas, dejándolas rodar por la nieve. Los lobos, atemorizados primero y curiosos después, se detuvieron un instante para ver qué era aquello y el trineo pudo adelantarse un poco. "-Si eso no basta -dijo la mujer- yo saltaré a tierra y tú podrás salvarte.

"Pero al hombre, que en ese momento se ocupaba en desatar el tonel más grande de todos, se le ocurrió entonces una idea mejor. "-Sigue tú conduciendo el trineo -dijo a la mujer- y cuando llegues al pueblo di a las gentes que yo me he quedado en la nieve y que deben venir a socorrerme. "Los lobos iban de nuevo ganando terreno. El hombre, enton- ces arrojó el tonel y saltando a su vez se escondió debajo del mismo. Los lobos se detuvieron aullando y en vano intentaron volcar la enorme vasija, pesada y sólida, en cuyo interior el hom- bre estaba fuera de todo peligro. "De hoy en adelante -dijo entonces-, siempre que me encuen- tre en un callejón sin salida, pensaré en este tonel. No olvidaré que puede evitarse un daño propio sin perjudicar a otro. Nunca falta una tercera salida si uno sabe buscarla bien. Nils observó que recalcaba la última frase y vio en ello una intención oculta. -¿Qué habrá querido darme a entender con esa historia? -se preguntó. Después de haber comido, re emprendieron la marcha, y tras volar largo rato Bataki volvió a descender junto a una pequeña cabaña que no tenia ventanas, y sí sólo un tragaluz casi invisible. De la chimenea salía una humareda mezclada con chispas y en el interior se escuchaban golpes de martillo. -El ver esta herrería me trae a la memoria que en este pueblo hubo en otros tiempos herreros tan hábiles que no tenían igual. Una vez uno de ellos desafió a uno de Dalecarlia y a otro de Vermland a competir con él en la fabricación de clavos y acepta- do el reto se reunieron aquí. Comenzó el delecarliano y forjó una docena de clavos tan parejos, agudos y bonitos que nadie los hubiera fabricado mejor. Siguió el vermlandés que hizo otra do- cena de clavos, igualmente perfectos, pero con la ventaja de que empleó mucho menos tiempo, por lo que los que actuaban de jueces aconsejaron al herrero de aquí que no lo intentara siquie- ra, pues no podría hacerlos mejor que el primero ni tan rápido el segundo.

"-Eso está por verse -dijo el hombre-. Debe haber una tercera manera de sobresalir. "Puso el hierro sobre el yunque sin pasarlo por el fuego y ca- lentándolo a martillazos forjó clavo tras clavo sin usar carbón ni fuelle. Nadie de los allí reunidos había visto manejar el martillo con tal habilidad y el herrero de este lugar fue proclamado el mejor, Cuando Bataki terminó, Ni1s no pudo guardar silencio como después del cuento anterior, -¿Cuál ha sido tu intención al relatarme esa historia? - preguntó. El cuervo dudó un instante y luego respondió: -Bueno, puesto que estamos solos voy a decirte una cosa. ¿Te has dado cuenta debidamente de la condición impuesta por el duende que te ha transformado, para que puedas volver a ser hombre? -La única que he oído -dijo el muchacho-, consiste en que debo conducir al pato blanco a Laponia y devolverlo sano y salvo a Scania. -Precisamente en eso pensaba -exclamó Bataki-, porque la última vez que nos vimos dijiste con orgullo que no está bien traicionar a un amigo cuya confianza se tiene. Tú procederás cuerdamente preguntando a Okka cuál es esa condición. No debes ignorar que ella misma fue a tu casa a hablar con el duende. -Okka nada me ha dicho. -Sin duda pensó que era mejor para ti que ignoraras el verda- dero alcance de las palabras del duende. Te estima más a ti que al pato blanco, -El curioso, Bataki -dijo Nils- el modo que tienes siempre de intranquilizarme. -Tal vez te lo parezca así -replicó el cuervo-, pero creo me agradecerás que te repita exactamente lo que dijo el duende, Sus palabras fueron estas: "Volverá a ser hombre cuando devuelva al pato blanco a su casa para que su madre pueda matarlo",

-¡Eso es mentira! -protestó Nils, poniéndose en pie. -Ahora mismo puedes preguntárselo a Okka -repuso el pájaro negro-, porque creo que se acerca con su bandada. Pero te rue- go que no olvides las historias que te he contado, Hay un medio de salir de todas las dificultades que se presentan, con tal de que se sepa encontrarlo. Me gustaría saber cómo lo haces tú. CAPITULO XXIX LA PEQUEÑA QUINTA SEÑORIAL AL día siguiente, en un alto del camino, el duendecillo abordó a Okka lejos del resto de la bandada y le preguntó si era cierto lo que le dijera Bataki. La pata-guía no intentó negarlo y entonces Nils le hizo prometer que por nada del mundo haría nada que pudiese revelar al pato blanco tal secreto. Valiente y generoso como era, Martín podía obrar por su cuenta sin pedir consejo a nadie y quería evitarlo. Tras la entrevista, el muchacho quedó largo tiempo pensativo, sin interesarse por nada. Sólo lo sacaron de su abstracción, des- pués de volver a emprender el vuelo y avanzar gran trecho, los gritos de los patos que llamaban a sus crías anunciándoles que ya se podía ver el Stadjan, por haber entrado en Dalecarlia. -Como es posible que tenga que viajar toda mi vida con los patos, ya tendré tiempo de ver este país más de lo que quisiera - se dijo Nils, indiferente. Tampoco mostró mayor interés cuando los patos anunciaron que estaban en Vermland y que el rió que estaban viendo era el Klar. -He visto tantos ríos que ya tengo suficiente -murmuró. . Descendieron en la orilla del agua y mientras picoteaban la hierba buscando alimento, oyó Nils risas humanas. Aquel día experimentaba más que nunca el deseo de tropezar con gente que le recordaran su antigua condición y ello le impulsó a locali-

zar a esos hombres. Eran siete leñadores que se habían sentado a descansar bajo los árboles. -La mejor región del país -afirmaba uno cuando llegó al alcan- ce de sus voces -es la del Vermland oriental, donde he nacido. -Eso es porque no conoces Fryksdalen, de donde soy yo- afirmó otro. -Ninguno de los dos puede compararse con mi Josserharad natal aseguró un tercero. Siguió a esto una discusión que permitió a Nils saber que cada uno de los hombres era de un lugar diferente de Verland y consideraba que aquel en que naciera era el mejor y más bello y como no podían ponerse de acuerdo, al ver acercarse a un an- ciano, lo detuvieron. -Tú debes ser finlandés ¿verdad? –preguntóle uno. -Lo soy, en efecto. -Pues siempre he oído decir que los finlandeses suelen saber más que las otras gentes. -Gracias por ello; la buena fama vale más que el oro -dijo el anciano. Entonces le refirieron el tópico de su discusión y le pidieron sir- viera de árbitro, indicando cuál era la parte mejor de Vermland, comprometiéndose a aceptar todos lo que él decidiera. -Lo haré como mejor pueda -dijo el anciano-, pero antes de- seo contar les un cuento. Los otros aceptaron y el finlandés empezó: -Allá en el sur vivía un hombre que tenía siete hijos, robustos y fuertes y, sobre todo, tan orgullosos, que siempre estaban dis- cutiendo sobre cuál era mejor que los otros. Dispuesto el padre a acabar con aquello, les preguntó sí aceptaban someterse a una prueba para ver cuál era el mejor y. como accedieran les dijo: "-Mañana cada uno de ustedes tomará un arado e irá a labrar ese terreno inculto, tan lleno de pedrusco que poseemos al norte de la laguna. Cuando llegue la noche iré a ver quién ha hecho el trabajo mejor. "Al amanecer del día siguiente, los siete hermanos se dieron a

la tarea. El hermano mayor comenzó un surco y a cada lado se

fueron escalonando los otros, según la edad, para trazar parale- lamente su propios surcos. Cual más, cual menos, todos encon- traron grandes dificultades a causa de las piedras, debiendo mu- chas veces arrancarlas con sus propias manos. Llegada la no- che, los siete esperaba al final de sus respectivos surcos, enor- memente cansados, la llegada del padre. Este se presentó y preguntóles cómo les había ido en su trabajo. "-Bastante mal -dijo uno de ellos- un terreno muy difícil el que nos diste para trabajar. "-Paréceme -replicó el padre- que estás dando la espalda al terreno que has labrado. Vuélvete y verás el resultado de tu es- fuerzo, que no es tan pequeño como crees. "El hijo volvió la cabeza y vio, con sorpresa, que en el sitio que había recorrido su arado había ahora lindos valles con lagu- nas y espesos bosques en las cañadas. "-Veamos qué han hecho tus hermanos -dijo el padre. "Cada uno de los otros mozos había producido una de las hermosuras que en forma de pequeños lagos y riqueza forestal existen ahora en Vastmanland. "El padre dijo que estaba muy satisfecho de ellos, pero como los hijos insistieran en que diera su veredicto sobre cuál de los siete era el mejor, respondió: "-En una tierra de labranza como esta es mucho más impor- tante que unos surcos correspondan a los otros, que precisar cuál de ellos es mejor. Y lo que digo de la tierra es aplicable a los hombres, hijos míos, porque ninguno debe gloriarse de ser más que otro; lo único que debe alegrarles es poder cruzar serena- mente sus miradas y que al tratarse haya en sus espíritus esa paz que es el contento de la vida. Los siete leñadores comprendieron la lección, pues ya no insistieron en que dictaminara en lo que habían estado discutien- do. Nils, entonces, regresó junto a los patos. A la mañana siguiente, reemprendióse la marcha que no se interrumpió hasta la tarde, cuando, antes de llegar al lago Fryken, la bandada descendió en medio de una gran marisma, sobre una altura. Y

Nils, como viera desde el aire algunas casas, decidió acercarse a ellas. Atravesó el bosque, siguió un camino, adentróse en una hermosa avenida de álamos y se encontró frente a una quinta. Penetró en un amplísimo patio rodeado de casitas bajas y tras cruzar lo halló un segundo patio en el que se alzaba un edificio pequeño y modesto, precedido de un frondoso jardín. No se veía ser viviente alguno y el muchachito pudo pasearse a sus anchas, observando que en el jardín había numerosos groselleros y fram- buesos y allá, en medio de la avenida, un hermoso manzano, del que habían caído algunas frutas. En el acto se apoderó de una y sentado en el mullido césped comenzó a cortarla en pedacitos con su cuchillo. -No sería tan duro ser duende -decíase mientras saboreaba la fruta- si en todas partes pudiera uno alimentarse tan fácilmente. De pronto oyó un ligero zumbido sobre su cabeza y alzando la vista vio una especie de bola, con dos círculos luminosos en la parte superior. -¡Qué alegría poder encontrar un ser viviente! -exclamó-. ¿Podrías decirme, amiga lechuza, quién habita esta finca? -Este dominio se llama Marbacka y ha sido habitado por gran- des señores -repuso la interpelada-. Pero, ¿quién eres tú? -Creo que voy a decidir instalarme aquí -exclamó el mucha- cho, como si no hubiera oído la pregunta. -Esta posesión no es gran cosa si la comparamos con lo que era antaño -dijo la lechuza-, pero todavía se puede vivir en ella. Depende, claro está, del género de vida que quieras llevar y de lo que comas. ¿Piensas dedicarte a la caza, de ratones? Esto último lo preguntó porque no pudiendo determinar qué clase de bicho era su interlocutor, y habiendo permanecido largas horas en espera de apoderarse de algún ratón sin lograrlo, había empezado a sospechar que era su presencia la que mantenía alejados a los roedores. -¡Oh, no, no! -respondió Nils apresuradamente-. Lo que debo hacer es procurar que los ratones no me devoren a mí.

-No es pasible que sea tan Inofensivo como pretende -dijo la lechuza para sus adentros-. Pero lo mejor será salir de dudas. Y abalanzándose de pronto sobre el muchacho le clavó las uñas en la espalda, al par que procuraba picarles los ojos. El pequeño apenas tuvo tiempo de cubrírselos con un brazo y mien- tras con el otro pugnaba por zafarse de su atacante, alzó la voz pidiendo socorro con todas sus fuerzas. ¡Nunca hasta entonces, se dijo, había estado ante tan grave peligro! Por entonces vivía en Estocolmo una maestra que alternaba sus tareas de educadora con su vocación literaria, escribiendo pequeños cuentos infantiles, pero que desde tiempo atrás acari- ciaba la idea de escribir un libro en el que, en forma amena, pu- diera trasmitir a los niños, todos los conocimientos que era preci- so adquirieran de su patria, para constituirse en buenos ciudada- nos: geografía, costumbres, folklore, etc. Pero, por más que se esforzara, no lograba dar con la mejor forma de enfocar el traba- jo. -Tal vez -se dijo finalmente- mi Incapacidad proviene de vivir en una gran ciudad y no ver más que casas y calles. Si fuera al campo, poniéndome en contacto con la Naturaleza, tal vez se me ocurriera la idea adecuada. Elia era de Vermland, donde estaba su casa natal, de la que guardaba muy gratos recuerdos. Aquel ambiente, pensó, sería el ideal para que su mente se despejara y hallara el camino con el que ahora no acertaba. Pensó que la gente que la había compra- do no la recibiría mal y que le permitiría pasar unos días allí, pero en caso contrario, no habría perdido nada más que un poco de tiempo. Conque, decidida, hizo su maleta y fue a comprar un boleto en el ferrocarril. Durante el viaje dejó que su mente evocara los años de su niñez pasados en aquella finca y recorriera,-uno a uno sus her- mosos rincones. En la estación de destino ocupó un coche que la dejó a la entrada de la avenida de álamos. El silencio que la aco- gió fue un rudo golpe a sus esperanzas de encontrar todo como en aquellos lejanos años y casi estuvo a punto de volverse. Pero, ya que estaba allí, dijóse después, podía, por lo menos, ver la

casa. Y siguió su camino, aunque a cada paso su tristeza y de- sazón aumentaban. Vio el estanque otrora repleto de peces, el patio, enmarcado por grandes árboles, y fue a detenerse ante el imponente olmo que se alzaba junto a la reja de la entrada. Y, cosa extraña, un enjambre de gorriones fue, en ese momento, a abatir su vuelo junto a ella. Nunca había sabido que los gorriones volaran des- pués de puesto el sol, por lo que supuso que, despertados de pronto, y tomando la claridad de la luna por las primeras manifes- taciones del sol debieron abandonar el nido y al ver un ser humano volaron a su encuentro para saludarlo. En aquello la finca no había cambiado; los gorriones seguían poblándola como en tiempo de su padre, quien los había puesto bajo su protección particular. Se le ocurrió que los pajarillas habí- an dejado el nido por ella, para demostrarle que no habían olvidado que allí, gracias a su padre, habían encontrado refugio seguro lo era que tal vez su padre los había mandado para despertar en ella un buen recuerdo y hacer que no se sintiera triste y angustiada al volver a su antigua residencia? Tan verosímil le pareció esto, que sin poder contenerse dijo a los gorriones en voz alta: -Digan a mi padre que siento nostalgia de la casa; que estoy fatigada de ir de un sitio a otro, que deseo saber si podría volver pronto a este lugar donde transcurrió mi infancia. Apenas hubo pronunciado estas palabras, el enjambre de pajaritos se elevó en el aire, desapareciendo y casi al instante llegaron a sus oídos, desde el jardín, unos gritos en demanda de auxilio. Corrió hacia el lugar de donde procedían y vio a un dimi- nuto ser, un hombre cito no más alto que la palma de una mano, que se defendía del ataque de una lechuza. Pero su presencia bastó para ahuyentar a ésta, y el pequeñín quedó solo ante su salvadora. -Le agradezco que me haya auxiliado -le dijo-, pero lamento que haya permitido escapar a la lechuza, pues no dejará de aprovechar la primera ocasión propicia para a tacarme.

-Tienes razón -repuso la dama-, pero yo podría acompañarte a tu casa y dejarte en ella sano y salvo. -Yo pensaba pasar aquí la noche -fue la respuesta del peque- ñín-. Si usted pudiera albergarme, yo no volvería al bosque hasta mañana. -Es que yo no vivo aquí -le informó la mujer-. Pensé que tú... -Ya sé que me ha tomado usted por un duende -dijo Nils al ver que se interrumpía-" pero soy un ser humano como usted. Sólo que un duende me transformó dándome mi apariencia ac- tual. -¡Eso es lo más asombroso que oí en mi vida! -exclamó la dama-. ¿Por qué no me cuentas tu historia? El muchacho accedió complacido y observó, con satisfacción, que a medida que avanzaba en su relato su interlocutora se mos- traba cada vez más maravillada y alegre. -¡Tú has resuelto mi problema, querido Pulgarcito! -le dijo cuando terminó-. Escribiré mi libro contando tu historia; será la forma más entretenida de describir los distintos lugares de nues- tro país. Su historia, sus bellezas, sus leyendas, vistas, sentidas y gus- tadas por un duendecillo que habla el lenguaje de los hombres y los animales. En ese momento cruzó por su mente una idea que hizo acele- rar los latidos de su corazón. Había enviado a su padre un men- saje por medio de los gorriones, diciéndole que sentía nostalgias de su casa y un instante después había topado con una aventura que acababa de poner una luz en su camino. ¿Por qué no habría ser esta la contestación de su padre, a lo que le pidiera? CAPITULO XXX EL REGRESO

Desde que iniciaran el vuelo en Laponia, los patos silvestres habían volado siempre hacia el sur, pero al atravesar el valle de

Fryken tomaron otra dirección dirigiéndose hacia el Bohusland, al este. El viaje fue largo; los pájaros estaban bastante ejercitados y ya no se quejaban de cansancio y Nils había recobrado parte de su antiguo buen humor. Estaba muy contento de haber hablado con un ser humano y recordaba complacido las palabras de la dama, que le había asegurado que mientras procurase hacer bien a cuantos hallara, podía estar cierto de que su aventura tendría un final feliz. Sin predecirle cómo podría volver a obtener su estatura normal, habíale dicho cosas que le dieron un poco de confianza y valor. Sólo pensaba ahora en el medio de disuadir al pato blanco de la idea de volver a la granja. -Creo, Martín -díjole una vez mientras iban por lo saires-, que será muy monótono y pesado para nosotros estar en casa todo el invierno. ¿Qué te parece si acompañamos a los patos al extranje- ro? -No debes hablar seriamente -contestóle el pato muy alarma- do, porque desde que había probado ser capaz de seguir a los patos silvestres hasta Laponia, no deseaba otra cosa que regre- sar al establo del padre de Nils. El muchacho permaneció un rato silencioso mirando el paisa- je. Todos los bosques de álamos y los jardines se habían enga- lanado con los colores rojos y amarillos del otoño; los lagos mos- traban su superficie de un azul claro entre las riberas amarillen- tas. -Nunca vi la tierra tan hermosa como hoy -dijo-, ¿No seria una desgracia encerrarse en casa y no ver ya nada más del mundo? -Creí que estabas ansioso de volver junto a tus padres y mos- trar les lo bueno que te has hecho. Todo el verano había estado Martín soñando con el instante en que descendería en el corral y mostrara a sus antiguos com- pañeros a Finduvet y los seis patitos que eran sus hijos, conque la proposición de Nils estaba lejos de seducirle. Sin embargo, ante la insistencia del muchacho, acabó diciéndole: -Yo prefiero nuestra llanura a. todo cuanto haya sobre la tie- rra, pero si tú resuelves seguir el viaje no te abandonaré.

-Esperaba de ti esa respuesta. -exclamó Nils, sintiendo que se sacaba un peso de encima. Esa noche, mientras la bandada descansaba en un pequeño escollo, Okka fue a despertar a las seis patas viejas y a Pulgarci- to, quien al abrir los ojos vio a Gorgo, el águila, que descendía hasta posarse frente a la pata-guía. -Eres puntual -díjole ésta. -Pues temo que pese a mi exactitud, no haya cumplido satis- factoriamente la comisión que me encomendaste -repuso el águi- la. -Estoy segura de que has hecho más de lo que aparentas - aseveró Okka-. Pero antes de que relates cómo te fue en el viaje, necesito que Pulgarcito me ayude a buscar algo que debe estar oculto entre las peñas de la playa. Hace años -agregó dirigiéndo- se a Nils- mi bandada fue arrastrada hasta estos lugares por una tormenta y hubimos de buscar refugio entre las piedras, donde pasamos varios días. Sufrimos mucha hambre, pero no hallamos alimentos; nuestro único hallazgo fue un saco repleto de mone- das de oro que no tenían para nosotros aplicación alguna y que dejamos donde estaban. Y hoy tengo curiosidad por ver si aún está allí. El pequeñín se puso a cavar donde le indicó la pata y no tardó en hallar un gran montón de monedas. Entonces dijo Okka: -Pues bien, Pulgarcito, mis compañeras y yo, que ya somos viejas, hemos pensado que si hubieses servido a los hombres haciéndoles tanto bien como a nosotros te hubiesen dado una buena recompensa antes de separarse de ti. Toma, pues, ese dinero, que servirá de testimonio, ante tus padres, de que has servido a grandes señores. Nils se estremeció como si acabaran de inferirle una grave ofensa. -Es muy extraño que me separes de tu servicio, Okka -dijo- y me pagues, sin que yo haya dicho una palabra de querer irme. -Sólo queríamos que supieras dónde estaba el tesoro -repuso la pata-. Por lo demás, tú eres muy dueño de seguirnos si lo de- seas. Pero antes oigamos lo que tiene que decir nos Gorgo, a

quien cuando salimos de Laponia envié a tu casa para tratar de conseguirte mejores condiciones de vida. -Pues no he tenido mucha suerte -aseguró el águila-. Encon- tré al duende y le pedí de parte tuya que aminorara las difíciles condiciones que había impuesto a Nils y me respondió que aun sabiendo lo bien que se había comportado, no estaba en su po- der cambiar las condiciones y fue inútil que lo amenazara; ase- guró que podía hacer con él lo que quisiera, que de ninguna for- ma eso ayudaría a Pulgarcito. -Lo que debes decirle -gregó- es que vuelva con el pato blan- co, porque las cosas andan muy mal en su casa. Holger Nilsson, su padre, prestó fianza a un hermano y ha debido pagar una gruesa suma. Después compró un caballo y el animal quedó cojo el primer día, sin que haya podido sacar ningún provecho de él. Dile a Nils que sus padres han tenido que vender las vacas y que no tardarán en tener que desprenderse de la granja, si alguien no viene en su ayuda. . Al oír esto, Nils apretó los puños con fuerza. -El duende ha procedido cruelmente -dijo- al imponerme una condición que no me permite ir en auxilio de mis padres. ¡Pero no hará de mí un traidor que engañe a un amigo! Mis padres son gente honrada y sé muy bien que preferirían seguir sin mi ayuda a verme a su lado con una falta en mi conciencia. Días después Okka llevó a los patos silvestres a la llanura de Scania donde se perdían de vista los vastos campos de trigo y remolacha, las granjas de poca elevación rodeadas de corrales espaciosos y las azucareras que trazaban sobre el suelo una mancha gris. -¡Miren bien todo esto, patitos! -gritó Okka-. ¡Miren bien, por- que esto es lo que verán en el extranjero, desde la costa del Bál- tico a los Alpes! Luego condujo a la bandada a las costas del Sud. Bajas praderas descendían suavemente hasta el agua; lar- gas bandas de algas arrastradas por las olas formaban un bor- dado zigzagueante. En algunos sitios había colinas y llanuras de arena movediza. Los caseríos, habitados por pescadores, se

escalonaban en la costa viéndose por todas partes las redes puestas a secar. -Como esta son las costas en el extranjero -anunció Okka. Finalmente pasaron por sobre algunas ciudades. -Así son las ciudades en el extranjero –aseguró la pata - aunque un poco más grandes. Pero éstas también llegarán a ser grandes algún día. Después de dar varias vueltas por la llanura, Okka descendió en una marisma del cantón de Vemmenhog y Nils se preguntó si todas aquellas vueltas sobre Scania no tendrían otro objeto que mostrarle que su país podía compararse con cualquier otro. Y pensó que habían hecho un trabajo en vano, porque desde que divisara la primera casita había sentido la nostalgia de su país. CAPITULO XXXI EN CASA DE HOLGER NILSSON EL tiempo era gris y brumoso, Los patos salvajes se habían entregado a la siesta cuando Okka se acercó apresuradamente a Nils diciéndole: -El tiempo parece bueno y he resuelto que mañana atravese- mos el Báltico. -Bueno -repuso el muchacho, sintiendo que se le hacia un nudo en la garganta. Esperaba, a pesar de todo, ser desencanta- do mientras permaneciese en Scania. -He pensado que tal vez quisieras hacer una visita a tu casa, al pasar. Así verás a tus padres. -Será mejor que no vaya -dijo Nils, aunque el tono de su voz indicaba lo mucho que le complacía aquella proposición.

-Debes ir a enterarte de lo que sucede allá y de cómo están tus padres. ¡Quién sabe si podrías prestarle ayuda pese a ser tan pequeño!

-Tienes razón, Okka -decidió Pulgarcito, excitado-. Debí pen- sar en eso antes. Poco después la vieja pata lo dejaba junto al muro de piedra que rodeaba la granja, -Es extraño que todo esté igual -exclamó Nils trepando por la cerca-. Parece que fue ayer cuando vi llegar a tu bandada, sen- tado en este mismo lugar. -Es peligroso para mí esperarte aquí -dijo Okka-. Será mejor que pases aquí la noche y vayas mañana a reunirte con noso- tros. -¡Oh, no te vayas! -imploró el pequeño saltando del cerco, Acababa de asaltarle el presentimiento de que algo les sucede- ría, a él y a los patos y que nunca volverían a. verse-. Ya sabes cómo me entristece no haber recobrado mi estatura normal - agregó-, pero quiero que sepas Que no lamento haber estado junto a ti todo este tiempo. Antes que volver a ser hombre, prefe- riría hacer de nuevo ese viaje. Okka guardó un instante de silencio antes de contestar. -Hablas como si no debiéramos volver a vemos, siendo que mañana estaremos volando juntos sobre el mar -dijo-. Hasta ma- ñana. Y abriendo sus alas se elevó, alejándose. La granja estaba aun dormida y Nils pudo ir y venir a su anto- jo, Fue al establo de las vacas y sólo vio a Rosa de Mayo, triste y envejecida. -Buenos días -la saludó sin temor alguno-. ¿Cómo están mis padres? ¿Y los patos, las gallinas, el gato y todos los demás? ¿Qué se ha hecho de Lis de Oro y Estrella? La vaca, lo miró, primero con visible enfado y luego con ex- presión complacida. -Me habían dicho que habías cambiado y veo que es verdad - dijo-. Sé bienvenido, Nils Holgersson. Este es el primer momento de alegría que tengo en mucho tiempo. -Te agradezco esta recepción -contestó Nils, emocionado-. Pero dame noticias de mis padres.

-No han tenido más que penas desde que te fuiste. Lo peor es lo ocurrido con el caballo que le costó mucho dinero sin que has- ta ahora haya hecho otra cosa que comer Tu padre no quiere matarle y nadie da nada por él. Por su culpa tu padre ha tenido que vender las otras dos vacas. -¿Es verdad que mi madre se apenó por la desaparición del pato blanco? -Lo que ella sintió verdaderamente es que su hijo se fuera de su casa llevándoselo. -¿Acaso cree que lo robé? -¿Y qué querías que creyera? Pero ambos han llorado tu au- sencia con todo el dolor que se siente cuando se pierde al ser que más se quiere en el mundo. Nils salió corriendo del establo y penetró en la cuadra donde había un hermoso caballo que parecía la imagen de la salud. -He oído decir que aquí había un caballo enfermo -le dijo-. ¿Cómo es posible que seas tú, teniendo tan buen aspecto? -Sufro por una tontería -repuso el animal-nada más que por un objeto filoso que me ha entrado en un pie. Ese objeto está tan bien disimulado que ni el veterinario ha logrado verlo, pero me hace mucho daño y me impide andar. Me avergüenza estar ocio- so y sería muy feliz si pudiera ser útil. -Me alegra oírte hablar así -aseguró Nils-. Yo haré que te cu- ren; levanta la pata y deja que, de momento, sólo haga unas señales en tu casco, con mi cuchillo. Instantes después, al oír voces en el corral, le asomó afuera y vio a sus padres que se dirigían a la casa. La madre tenía el ros- tro lleno de arrugas y el padre había encanecido. -Yo no he de pedir dinero prestado -decía el padre-. Nada más terrible que contraer deudas. Será mejor vender la casa. -Nada tendría que decir contra eso –respondió la madre- si no estuviera de por medio nuestro hijo. ¿Qué haría si volviese un día, pobre, y no nos hallara aquí? -Haré que los que compren la granja le digan que siempre será acogido con ternura a nuestro lado. Nosotros no le dirigire- mos nunca una palabra de reproche ¿verdad?

-¡Ciertamente! Si al menos pudiera estar seguro de que no está pasando hambre y frío por los caminos! Nils no pudo oír más, porque sus padres entraron en la casa. Hubiera querido correr tras ellos, pero, ¿no les causaría una pe- na mayor mostrándose tal como era entonces? Estaba entregado a esas cavilaciones cuando un carruaje se detuvo junto a la reja, y por poco lanza un grito de alegría al ver descender de él a Asa y a un hombre que, sin duda, era su pa- dre. Ambos se dirigieron hacia la casa y el pequeño oyó decir a la niña: -Quedamos convenidos, papá; nada les diremos de ese duendecillo parecido a Nils, del zueco que tenia su nombre, ni de los patos. -Eso es -respondió el hombre-, sólo diremos que Nils te prestó varias veces ayuda y te salvó la vida en el lago helado y que queremos saber si podemos hacer algo por ellos ahora que la fortuna me sonríe. Entraron en la casa y volvieron a salir algo más tarde en com- pañía de los padres de Nils que parecían animados por una nue- va vida. Ya junto al coche, se despidieron los visitantes y se ale- jaron. -Ya no quiero estar triste después de haber oído tantas cosas buenas de Nils -dijo la madre. -No es mucho lo que han dicho -comentó el padre. -¿No basta con que hayan venido a ofrecer te apoyo en prue- ba de agradecimiento por cuanto hizo Nils por la niña? Creo que hubieras podido aceptar su ofrecimiento. -He dicho que no aceptaré dinero prestado ni regalado. Ahora vamos a librarnos de nuestras deudas y luego empezaremos de nuevo y lograremos salir adelante pues no somos un par de vie- jos decrépitos todavía. Diciendo esto, el hombre lanzó una carcajada. -¿Te divierte la Idea de perder esta tierra en que tanto has trabajado? -preguntó la mujer en son de reproche.

-No es eso, mujer. Me río porque siento renacer mis fuerzas; ahora sé que mi hijo no está perdido sino que vive y promete ser un hombre honrado. Con ese convencimiento, ya verás qué cosas es capaz de hacer tu marido. La madre volvió a la casa y Nils corrió a esconderse en un rincón, porque el padre se dirigía a la cuadra. El hombre se acer- có al caballo. le levantó la pata enferma y al instante su gesto de preocupación se trocó en otro de sorpresa. -¿Qué demonios es esto? -preguntó en voz alta. En el casco del animal alguien habla escrito a punta de cuchi- llo: "Retira el hierro del pie". Inmediatamente se puso a examinar la pata con -detenimiento y acabó descubriendo la causa de la cojera del caballo. -Tiene clavado algo, puntiagudo -murmuró-. Voy a quitárselo. Entre tanto, llegaba a la casa un nuevo visitante: el pato blan- co no habla podido resistir la tentación de acercarse a su antigua morada y presentar a quienes fueran sus compañeros a Finduvet y sus hijitos. Cuando llegaron no habla nadie en el corral. Martín mostró a Finduvet los esplendores de que disfrutan los patos domésticos y luego fue hacia el establo cuya puerta estaba abier- ta. -Te mostraré dónde vivía yo en otro tiempo -dijo a su compa- ñera-. Es muy diferente a pasar las noches en las marismas, como hacemos ahora. Asomóse al establo y anunció: -Aquí no hay nadie, pero entra y verás el sitio de los patos. No tengas miedo, no hay peligro alguno. La pata gris y sUs patitos entraron. -Aquel era mi sitio -señaló Martín- y allá está la vasija que siempre estaba llena de avena. Veamos si hay algo en ella. Saltó hacia la vasija y comenzó a comer con avidez.

-Salgamos -propuso Finduvet, inquieta. -Espera. Aun hay unos granos -replicó el pato.

Pero en ese momento la puerta del establo se cerró rápida- mente dejándolos prisioneros y la voz de la madre de Nils se alzó para decir: -¡Holger! Ven a ver la hermosa presa que acabo de hacer. -Aguarda un poco -respondió su esposo-. He descubierto cuál era el malestar del caballo. La mujer fue a reunírsele. -Creo que empieza de nuevo la suerte para nosotros -dijo-. El pato blanco que desapareció en la última primavera ha vuelto con siete patos silvestres. Ha ido directamente a su lugar y he logra- do encerrarlos. -¡Es extraño! Pero lo que verdaderamente me alegra es saber que no había razón para sospechar que Nils se llevara al pato. -En efecto, pero creo que debemos matarlos esta misma tar- de. Se acerca la fiesta de San Martín y será buena ocasión para venderlos. -Es lástima tener que sacrificar a Martín, ya que ha vuelto en tan buena compañía. -Si los tiempos fueran menos duros no vacilaría en dejarlos vivir, pero como nosotros tal vez no sigamos aquí, ¿qué haría- mos con ellos? -Es cierto. -Ven, ayúdame a llevarlos a la cocina. Nils lo vio alejarse y a poco dirigirse a la casa, llevando el padre bajo sus brazos al pato blanco y la pata cenicienta. -¡Auxilio, Pulgarcito! -gritaba Martín, como se había habituado a hacer cada vez que se hallaba ante un peligro. Nils vaciló, no porque pensara ni un momento en la condición impuesta por el duende, de la que no se acordaba en ese mo- mento, sino porque le repugnaba la idea de mostrarse a sus pa- dres. -Hoy se sienten felices -pensaba-. ¿Por qué, entonces, darles una nueva pena? Pero cuando la puerta se cerró tras su padre y el pato arreció

en sus pedidos de socorro, abandonó sus titubeos y cruzando

rápidamente el corral entró en el vestíbulo, se quitó los zuecos, según su viejo hábito y se acercó a la puerta. -El pato está en peligro -se decía- y él ha sido mi único amigo desde que salí de casa. A su mente acudían todos los peligros que ambos afrontaran juntos en los lagos helados, sobre el mar tempestuoso y entre los animales de presa. Su corazón se llenó de afecto y agradecimiento y sin vacilar se puso a aporrear la puerta. El padre, abrió desde adentro, y Nils entró como una tromba gritando: -¡Madre! ¡Madre! ¡No le hagas daño al pato! Martín y Mindu- vet, que estaban sobre un banco con las alas atadas, lanzaron sendos gritos de alegría al reconocer su voz. Pero mucho más alegre y sonora fue la exclamación de la buena mujer. -¡Oh! ¡Nils! ¡Hijo mío! -gritó-. ¡Qué grande hermoso vuelves! El muchacho se paró, como si la acogida que le daban sus padres lo aturdiera. -¡Loado sea Dios que te devuelve a mi lado! -agregó la madre-. ¡Ven! ¡Ven! -¡Bienvenido seas, hijo mío! -exclamó el padre con voz que ahogaba la emoción. Nils aun permaneció un instante inmóvil. No comprendía la alegría de sus padres; pero la madre le había echado los brazos al cuello estrechándola contra sí y entonces comprendió lo que sucedía. -¡Papá! ¡Mamá! -exclamó-. ¡Vuelvo a ser alto! ¡Vuelvo a ser hombre! CAPITULO XXXII NILS SE DESPIDE DE SUS AMIGOS

AL despuntar el alba del siguiente día, Nils se encaminó a la costa, al lugar que Okka señalaba para reunirse, El día prometía ser bello, casi tan bello como ese domingo vísperas de primavera en que los patos llegaron allí. El mar ex-

tendías e vasto e inmóvil. El aire estaba en calma y el muchacho pensaba en que los patos harían un viaje estupendo. Aun estaba sometido a una especie de semiencantamiento; tan pronto sentía duende, como Níls Holgersson. Al ver un hoyo en el camino tuvo miedo de seguir adelante antes de asegurarse que no había algún animal peligroso oculto en él. Después lanzó una carcajada, feliz de saber que era alto y robusto y que no había razón para que sintiera miedo. Llegado a la playa aguardó a que los patos lo descubrieran. Bandada tras bandada de pájaros emigrantes pasaban por sobre su cabeza, llamándose a gritos. Vio numerosos patos silvestres, pero se dijo: -Creo que los míos no han de partir sin despedirse. ¡Tengo tantos deseos de contarles cómo he vuelto a ser hombre! De pronto vio acercarse una bandada de patos que volaba más aprisa y gritaba más que las otras. Algo le decía que era la suya, pero no la reconocía con la precisión que lo hubiera hecho la víspera. Intentó lanzar un silbi- do, pero su lengua no obedecía su deseo, No pudo articular la nota justa. Luego oyó la voz de Okka que cruzaba, los aires mas no entendió lo que decía. -¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! -gritó. Pero su voz sólo sirvió para atemorizar a los patos que se elevaron más aún, alejándose de la costa. Entonces comprendió lo que ocurría: los patos ignoraban que se había vuelto a trans- formar en hombre y no lo reconocían. y él tampoco pudo llamar- les porque los hombres no conocen el lenguaje de los animales. En adelante ya no podría hablarles ni comprenderles. Aunque feliz de haber escapado al encantamiento, al mucha- cho le dolió tener que separarse así de sus amigos. Sentóse sobre la arena y se cubrió la cara con las manos. Más de pronto, oyó una vibración de alas y descubriendo el rostro vio venir hacia él a la vieja Okka. La pata no podía resignarse a dejar a su amigo Pulgarcito y había vuelto atrás. Nils la tomó entre sus manos y la acarició con alegría. Los otros patos' se acercaron entonces ro- zándole con sus picos, chillando como si lo felicitaran. Nils habló

para agradecerles el hermoso viaje que había hecho con ellos y entonces, bruscamente, enmudecieron los patos y lo contempla- ron con extrañeza. Aprecian haberse dado cuenta, de golpe de la transformación operada en él. -¡Vuelve a ser hombre! -exclamaron-. ¡Ya no nos entiende ni nosotros a él! Entonces Nils besó a ata, hizo lo propio con Kaksi, Kolme, Yksí, Nelja, Vüsi y Küsi y luego dio media vuelta y se encaminó hacia su casa. Sabía que la pena de los patos no duraba mucho y quería separarse de sus amigos antes de que se esfumara la que acababan de sentir al comprobar que lo perdían. Cuando llegó a lo alto de la duna, se volvió hacia el mar, ob- servando a los grupos de pájaros que se disponían a cruzarlo. Todos lanzaban al aire sus llamadas; sólo una bandada de patos silvestre voló en silencio mientras él pudo seguir con la mirada. Mas, el triángulo que formaban era perfecto, los intervalos tales como debieran ser, la velocidad del vuelo la precisa y el golpe de las alas vigoroso y acompasado. Nils sintió una impre- sión tan dolorosa, que casi hubiera preferido seguir siendo Pul- garcito, para viajar sobre la tierra y el mar con su bandada de patos silvestres. FIN

INDICE El Duende y los Patos ……………………………………………..5 Okka y su banda ………………………………………………..13 Vida de los patos silvestres ……………………………………. 21 El castillo de Glimminge …………………………………………27 El baile de las grullas ………………………………………… 33 Lluvia ………………………………………………………. 40 A orillas del Ronneby ………………………………………….. 43 Camino a Oland ………………………………………………… 47 El islote ……………………………………………………….. 53 La dos ciudades ……………………………………………….. 60 Las conejas ……………………………………………………… 67 La vieja campesina ……………………………………………. 77 La gran laguna de los patos …………………………………… 83 Historia de pelo gris ……………………………………………. 90 El Narke ………………………………………………….. 99 El deshielo ………………………………………………….. 105 En las laderas de las montañas …………………………… 107 La herencia del gigante ………………………...................... 114 Esbirra y la inundación ………………………………………. 118 Los estudiantes ………………………………………………… 124 Finduvet ………………………………………………………. 130

Estocolmo ……………………………………………………… 133 El águila ………………………………………………………. 139 Un día en Halsingland …………………………………………. 144 Vasterbotten y la Laponia ……………………………………… 148 Asa el pequeño Mats ………………………………………….. 155 Con los Lapones ……………………………………………… 160 Hacia el sur ……………………………………………………. 164 La pequeña quinta señorial …………………………………... 171 El regreso ……………………………………………………. 177 En casa de Holger Nilsson ………………………………….. 181 Nils se despide de sus amigos ……………………………… 187