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1 LA ADMINISTRACIÓN DE LAS CIUDADES DURANTE EL IMPERIO Javier ANDREU PINTADO Universidad Nacional de Educación a Distancia - UNED RESUMEN El presente capítulo detalla de forma sintética los fundamentos ideológicos, jurídicos y constitucionales de la administración cívica en el Imperio Romano. Junto a una valoración sumaria de la importancia de la ciudad en el cuadro político- administrativo de Roma, se repasan los distintos tipos jurídicos de relación de los individuos con Roma y con las comunidades locales (conceptos de ciuitas Romana y ciuitas Latina) y se analizan con cierto pormenor y en referencia a la bibliografía específica los tipos de comunidades –privilegiadas y peregrinas– que ambos conceptos generaron, a saber, coloniae, municipia y las distintas formas de ciuitates no-romanas. Por último, y con un seguimiento pormenorizado de la legislación municipal conocida, se delimitan las atribuciones y competencias de los magistrados (IIuiri, aediles y quaestores) y asambleas locales (ordo decurionum y órganos de representatividad popular) propias del ordenamiento municipal así como el modo cómo unos y otros articulaban la relación de la comunidad con las instancias provinciales y con la propia Roma. PALABRAS CLAVE Ciudad, ciudadanía romana, ciudadanía latina, magistraturas municipales, senado local, representatividad popular, municipalización. ABSTRACT The aim of this paper is to describe in a brief and general way the ideological, juridical and constitutional basis of civil administration in the Roman Empire. Apart from a general evaluation of the importance of the city in the political and administrative institutions of Rome, the different sorts of legal relationships between individuals citizens with Rome itself and with local communities too (ciuitas Romana and ciuitas Latina) are also analyzed in full detail and following the most useful and classical literature. The paper also deals with the different status of civic communities that those citizenships carried out and that where spread over the whole Empire: coloniae, municipia and the different types of non-Roman ciuitates. Last, and from a detailed study of the evidence of municipal charters, we try to summarize the main functions and competences of the typical municipal magistracies (IIuiri, aediles and quastores) and the way the useful local assemblies worked (ordo decurionum and popular ways of representation). Also a reflection on how they served to a best communication between communities, the province and Rome is done as conclusion. KEY WORDS City, Roman citizenship, Latin citizenship, municipal magistracies, local senate, popular representation, municipalization.

10(b)-La administración de las ciudades durante el Imperiohorarioscentros.uned.es/archivos_publicos/qdocente_planes/307188/... · 2 1. Introducción La generosísima Historia Romana

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LA ADMINISTRACIÓN DE LAS CIUDADES DURANTE EL IMPERIO

Javier ANDREU PINTADO Universidad Nacional de Educación a Distancia - UNED

RESUMEN El presente capítulo detalla de forma sintética los fundamentos ideológicos, jurídicos y constitucionales de la administración cívica en el Imperio Romano. Junto a una valoración sumaria de la importancia de la ciudad en el cuadro político-administrativo de Roma, se repasan los distintos tipos jurídicos de relación de los individuos con Roma y con las comunidades locales (conceptos de ciuitas Romana y ciuitas Latina) y se analizan con cierto pormenor y en referencia a la bibliografía específica los tipos de comunidades –privilegiadas y peregrinas– que ambos conceptos generaron, a saber, coloniae, municipia y las distintas formas de ciuitates no-romanas. Por último, y con un seguimiento pormenorizado de la legislación municipal conocida, se delimitan las atribuciones y competencias de los magistrados (IIuiri, aediles y quaestores) y asambleas locales (ordo decurionum y órganos de representatividad popular) propias del ordenamiento municipal así como el modo cómo unos y otros articulaban la relación de la comunidad con las instancias provinciales y con la propia Roma. PALABRAS CLAVE Ciudad, ciudadanía romana, ciudadanía latina, magistraturas municipales, senado local, representatividad popular, municipalización. ABSTRACT The aim of this paper is to describe in a brief and general way the ideological, juridical and constitutional basis of civil administration in the Roman Empire. Apart from a general evaluation of the importance of the city in the political and administrative institutions of Rome, the different sorts of legal relationships between individuals citizens with Rome itself and with local communities too (ciuitas Romana and ciuitas Latina) are also analyzed in full detail and following the most useful and classical literature. The paper also deals with the different status of civic communities that those citizenships carried out and that where spread over the whole Empire: coloniae, municipia and the different types of non-Roman ciuitates. Last, and from a detailed study of the evidence of municipal charters, we try to summarize the main functions and competences of the typical municipal magistracies (IIuiri, aediles and quastores) and the way the useful local assemblies worked (ordo decurionum and popular ways of representation). Also a reflection on how they served to a best communication between communities, the province and Rome is done as conclusion. KEY WORDS City, Roman citizenship, Latin citizenship, municipal magistracies, local senate, popular representation, municipalization.

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1. Introducción La generosísima Historia Romana de Dión Casio, en el contexto de la supuesta reunión entre Agripa, Augusto y Mecenas para la definición de los estándares básicos de la administración del Principado (Dio Cass. 52, 1-40) pone en boca de éste una serie de reflexiones que nos parece pueden servir de pórtico al asunto que centrará estas páginas y que, sin duda, constituye un tópico que no escapa a la atención de nadie siquiera ligeramente versado en el estudio o en la simple contemplación del mundo romano: la importancia que –en sus múltiples formas jurídicas y aun materiales– la ciudad tuvo en el cuadro administrativo y político de Roma.

Así, en dicho diálogo, Mecenas sugiere que el nuevo régimen que, tras la victoria en Actium, Augusto se dispone a instaurar, si quiere dar lugar a un Estado perdurable habrá de hacer gravitar sus esencias sobre tres grandes pilares: por un lado la conversión de las ciudades, debidamente controladas por los gobernadores provinciales, en eje fundamental del nuevo mapa político imperial (Dio Cass. 52, 30, 9), por otro el frecuente recurso en aquéllas a los mejores ciudadanos como apoyo estratégico a las tareas de administración (Dio Cass. 52, 14, 3), y por último –pero ni mucho menos en último lugar, dado el carácter esencial de dicho esquema– una evidente apuesta por la igualdad cuya mejor manifestación descansaba sobre la capacidad de los notables de aceptar los honores y encargos que les prestaban y encomendaban sus conciudadanos (Dio Cass. 52, 4, 6) punto éste que –como se verá– resume la noción misma de ciudad en la antigüedad romana. Tan efectivos fueron dichos elementos en la historia de la vida municipal romana que, precisamente, cuando aquéllos –y, especialmente el último, centrado en la espontaneidad y el carácter libre del desempeño de los honores cívicos por parte de los ciudadanos– empezasen a evidenciar muestras de fragilidad, el modelo cívico romano –y con él, la propia estructura imperial– viviría sus más oscuros y decadentes momentos (Jacques, F.: 1984, 352) desdibujándose, de hecho, muchos de los elementos que se detallarán en las próximas páginas. Es evidente que este cuadro de gestión política –que, desde luego, Roma tomó de la tradicional polis griega, cuya esencia supo respetar y adaptar a diversas realidades territoriales de su vastísimo imperio (Nörr, D.: 1966, 5)– es el que explica parte del éxito de Roma: su capacidad de –desde los tiempos de la República pero de un modo especial a partir del Principado– convertir la ciudad en una “unidad política autónoma sometida a una autoridad imperial” (Hammond, M.: 1951, 30) haciendo de dicho equilibrio y, en definitiva, de la administración civil, la base fundamental del imperio territorial (Stahl, M.: 1978, 36) y de la gestión administrativa. Como han afirmado algunas de las –a nuestro juicio– mejores síntesis sobre el rol desempeñado por la ciudad en el cuadro administrativo romano (Richardson, J.: 1976, 49, Reynolds, J.: 1988, 18 o, en castellano, Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 25), Roma –que había nacido como una Vrbs– percibió –a través de su experiencia en Oriente y del escenario de conquistas y de procesos de urbanización ensayado en Italia– que sólo un cuadro descentralizador que tratase de combinar la unidad del estado con la libertad de sus ciudadanos (Béchard, F.: 1860, 151) permitiría aquilatar esfuerzos de gestión y, además, encontrar un modo de hacer notar y de dar sentido a la inmensa pacis nostrae maiestas –la “gran majestad de la paz romana”– que recuerda Tácito (Tac. Ann. 13, 56), maiestas que, por otra parte,

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acabaría por encontrar su evidente plasmación material –diversa, en cualquier caso, pero tangible y, de igual modo, cada vez más homogénea– en el aspecto urbanístico particular que se convirtió en seña de identidad de las ciudades romanas (Zanker, P.: 2000, 40-41 y, en castellano, Bendala, M.: en prensa, s. pp), y que, desde luego, se dejaría notar también en el tremendamente reglamentado y, desde luego, nada improvisado funcionamiento de las mismas (Langhammer, W.: 1973, 1), aspecto éste que centrará nuestra atención en estas páginas. En el caso de Roma, pues, y si el término todavía resulta válido, la tan discutida romanización es, desde luego, sinónimo de urbanización pues dicho concepto encierra otros que –como veremos– resultan paralelos a éste: estabilidad, asimilación, homogeneidad y aculturación. Como es sabido, el modelo cívico como tal no es una invención romana. La simbiosis política, económica y social –la esencia cívica, como la denominaba Dión Casio (Dio Cass. 75, 14, 3)– ya había presentado sus primeros destellos en Grecia y hasta algunos de los órganos decisorios y ejecutivos luego desarrollados por Roma consta debieron funcionar de algún modo en algunos de los pueblos indígenas del Occidente europeo (App. Hisp. 54, 94, Diod. Sic. 31, 39 o Polyb. 10, 18) por más que, efectivamente, su descripción nos haya llegado contaminada por la subjetiva mirada de Roma que quería ver estructuras a la romana en donde tal vez sólo funcionaban procedimientos tribales y consuetudinarios espontáneos. Sin embargo, sí puede decirse que la apuesta por tratar de convertir la denominada “romanización jurídica” (Abascal, J. M., y Espinosa, U.: 1989, 39) –relacionada con la extensión del modelo de ciudad y la generalización de las estructuras jurídicas e ideológicas que le daban sentido y que más adelante sistematizaremos (§ 2)– o el proceso de “municipalización” –es decir, aquél que comprende la urbanización y sus consecuencias (Dondin-Payre, M.: 1999, 127), término, desde luego, más acertado que el recientemente propuesto, y a nuestro parecer equívoco, de “hecho colonial” (Larrañaga, K.: 2007, 40-43)– en los dos vehículos fundamentales de la asimilación cultural, fue llevada a su máxima expresión por Roma pese a las indiscutibles bases alejandrinas de dicho propósito. Más aun, de un modo especial dichos procesos resultaron tanto más decisivos –y sus resultados, desde luego, más tangibles– cuanto más deficiente –o, cuando menos, diverso respecto al romano– se presentaba en determinadas áreas el modelo organizativo de la vida cívica precedente, áreas en las que Roma no se sentía, además, deudora de una estructura funcional civil que quisiera o debiera respetar (D’Ors, Á.: 1953, 140).

Así y por todo ello, la clásica y manida distinción entre la praxis imperialista y la actitud hegemónica desarrollada por Roma en Oriente y en Occidente (Badian, E.: 1968 y Harris, W. V.: 1989) también tuvo sus consecuencias para la administración ciudadana. En la primera área Roma se limitó a respetar la organización constitucional heredada de Grecia y en la segunda, en cambio, estableció un complejo derecho internacional –el denominado ius gentium– que, sin duda, se cuenta como uno de los más refinados legados de Roma al Occidente europeo. Sea cual sea, por ejemplo, la idea que se tenga de una de las más netas manifestaciones de esta política de romanización jurídica –el municipium, sobre el que luego volveremos– resulta indiscutible que –pese a que, en esencia, aquél, orientado a atraer al mundo romano comunidades indígenas, destilara una cierta esencia de control y de tutela del extranjero (Capogrossi, L.: 2000, 47) y, por tanto, también de reducción de la libertad local al quedar ésta sometida al patrón romano (Caballos, A., y Colubi, J. M.: 2006, 34)– el objetivo primordial del citado expediente municipal era

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el de facilitar –cuando no reconocer (García Fernández, E.: 2001, 124)– la madurez administrativa y política de las comunidades que, hasta el contacto con Roma, habían exhibido otros patrones organizativos en su vida cívica, por más que, ocasionalmente, éstos se hubieran acercado a los estándares romanos (Mansuelli, G. A.: 1985, 613) y se ajustasen por tanto –de algún modo– al derecho civil de Roma, ajuste éste cuyo reconocimiento, de hecho, constituía el verdadero punto de partida –que no de llegada, como a veces ha querido verse (Pereira, G.: 1988, por citar un ejemplo para el Noroeste hispánico)– de la constitución municipal. Según nos parece, Roma, no concedía el estatuto municipal a comunidades que ya funcionaban perfectamente a la romana sino que, sencillamente, empleaba dicho expediente para acelerar la adaptación de comunidades indígenas a la “praxis político administrativa al modo romano” (expresión tomada de Ortiz de Urbina, E.: 2000). La constatada ausencia del privilegio de la Latinidad en las provincias orientales del Imperio –donde el modelo de ciudad precedió a Roma– es una manifestación más de la diferente y adaptada aplicación del modelo urbanizador y municipalizador de Roma al Este y al Oeste de Italia (Humbert, M.: 1981, 208), símbolo, sin duda, de su pragmática acción de Estado. Sin embargo, y aunque pueda parecer un tópico, las altas cotas de perfección alcanzadas por la administración civil romana no se corresponden de ninguna manera con el volumen de noticias que las fuentes literarias ofrecen sobre la ideología que subyacía a este singular esquema organizativo romano o sobre los procesos constitucionales que lo inspiraban. Tal vez esto sea así porque cuando la cuestión empieza a llamar la atención de los grandes autores latinos, dichas estructuras constitucionales eran tan conocidas y funcionaban de forma tan mecánica que cualquier explicación de las mismas resultaría redundante o, cuando menos, innecesaria (García Fernández, E.: 2001, 110 y 117). Efectivamente (Curchin, L. A.: 1990, 6 o Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 26) los textos de los autores antiguos no muestran –en absoluto– ningún interés por detallar –si no es de forma anecdótica– las razones constitutivas de muchos de los estándares básicos de la administración civil y son realmente escasas –y cuando disponemos de ellas, como en determinados pasajes de las Noctes Atticae de Aulo Gelio (Gell. NA. 16, 13) éstas son notablemente misceláneas– las reflexiones de autores antiguos sobre los conceptos de ciuitas, colonia o municipium o sobre el sentido dado a otros recurrentes términos como el de oppidum. Para el estudio de estas realidades los historiadores somos totalmente dependientes de la documentación epigráfica que si bien sólo nos permite intuir la carga ideológica que subyacía a los procesos de urbanización y romanización jurídica arriba introducidos y que pronto serán explicados, es notablemente generosa en datos relativos a la vida cotidiana de las ciudades y, por tanto a su administración pública por más que ésta, evidentemente, también esté condicionada por algunas limitaciones (sobre todas las fuentes, las epigráficas y las jurídicas especialmente, existe una inmejorable edición, comentario y traducción –al francés– obra de Jacques, F.: 1990, a la que remitimos así como a los comentarios que, respecto de aquéllas, el insigne estudioso galo vierte sobre las diversas instituciones municipales que aquéllas documentan y que, lógicamente, aquí serán tratadas con cierto pormenor).

Qué duda cabe, sin embargo, que, en cualquier caso, el hecho de que gran parte de dichos documentos epigráficos –las tablas con textos legales de municipios y colonias hispanos: las auténticas “fuentes del Derecho” (Caballos, A.: 1998), o los

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candidatorum programmata pompeyanos: los graffiti electorales (Tanzer, H.: 1939, Castrén, P.: 1975, o Chiavia, C.: 2002), por citar dos de los más singulares conjuntos documentales– procedan de áreas bien concretas nos está obligando, una y otra vez, a edificar nuestro conocimiento de la vida municipal y cívica romanas a partir de un caudal documental que, con ser representativo, apenas sólo arroja luces sobre unos territorios notablemente circunscritos aunque, seguramente, no excepcionales. Resulta evidente, con todo, que la representatividad de dicha documentación y, sobre todo, el carácter pragmático del mundo romano (Stevenson, G. H.: 1932, 462) nos habilitan a, partiendo de aquélla, extraer conclusiones válidas sobre la administración de las ciudades romanas al menos en Occidente pues, como se ha apuntado, en Oriente –escenario al que se aludirá en estas páginas en menor medida dada la continuidad que experimentó en la época imperial el sistema administrativo de las póleis (sobre ella puede verse la síntesis de McLean, G.: 1928 y la panorámica recogida en Millar, F.: 2004)– Roma se limitó a dar validez al modelo de la polis greco-helenística que, de hecho, contaba ya con muchas de las instituciones que Roma, después, llevaría a las provincias occidentales en una auténtica propagatio ciuitatis (Vell. Pat. 1, 14, 1), la misma cuyo resultado llevaría a Tertuliano a admirarse a comienzos del siglo III d. C. del grado en que la vida cívica y el dinamismo propio del modo de gestión municipal llenaban los dominios de Roma (Tert. De anim. 30, 3): ubique respublica, ubique uita, sentenciaría: “por todas partes hay ciudades, por todas partes hay vida”. 2. Fundamentos de la administración civil romana

2. 1. Presupuestos ideológicos: honos, lex y libertas

Más arriba, a propósito de las reflexiones de Mecenas, se ha insistido en que la autonomía y el equilibrio entre ésta y el Estado central romano constituían dos de los pilares básicos de la administración municipal romana al tiempo que su interacción garantizaba el funcionamiento del sistema. Si la autonomía la entendemos como capacidad de auto-gobierno es evidente que, al menos en las comunidades que denominaremos privilegiadas (§ 2. 2, b)) –fundamentalmente las colonias y los municipios– aunque no sólo en ellas, aquélla –y, por tanto, la propia realidad de la organización política cívica cotidiana– descansaba sobre la preponderancia de dos elementos: la lex y el honos, la “ley” y el “honor”, los dos manifestaciones de un tercer ideal que tampoco debe pasarse por alto, el de la libertas concedida a las comunidades para su auto-gobierno (Cracco, L.: 1989, 231-240), “libertad” que, como veremos, inspiró uno de los primeros modos de gestión municipal desarrollados en la Historia de Roma y en territorio extra-itálico, el de las denominadas ciuitates liberae.

Así, una atenta lectura de algunos de los pasajes de la legislación municipal

permite constatar cómo entre las relativamente pocas trabas que se ponían a la acción de los magistrados municipales dentro de su comunidad, el respeto a toda la obra legislativa romana precedente (Irn. 19-22) y al edicto provincial del gobernador (Irn. 85) destacaban como los referentes jurídicos a los que la gestión diaria de las comunidades debía atenerse, naturalmente junto con la atención al bien común municipal –la res communis municipi (Irn. 85)–. Este bien común no era un constructo abstracto sino que sus directrices venían marcadas por las propias leyes municipales que los ciudadanos del municipio –los municipes–, los habitantes sin

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ciudadanía –los incolae–, y los propios magistrados debían conocer (Irn. D) y respetar (Irn. 25, 93 y 94). Sin lugar a dudas, el carácter tremendamente formular de muchos de estos textos legales, los ecos e influencias mutuas que se detectan entre unos y otros (D’Ors, Á.: 1953, 139-145, D’Ors, Á.: 1986, o Caballos, A., y Colubi, J. M.: 2006, 35), la progresiva adecuación de las cotas de autonomía cívica a los avatares de la propia Historia de Roma (García Fernández, E.: 2001) e incluso la adaptación de las leyes de referencia a los patrones y exigencias de cada comunidad (Fernández Gómez, F.: 1991, 125-126 a partir de la constatación de un fragmento denominado “ley modelo” en HEp4, 837 entregado a las comunidades con espacios en blanco para su posterior cumplimentación) no hacen sino subrayar el equilibrio entre autonomía y poder central que anteriormente se ha señalado como quintaesencia del régimen municipal. Es más, debió ser la material imposibilidad por parte de Roma de establecer en todo su territorio pequeñas imágenes en miniatura de la propia Roma –como denominaba Aulo Gelio a las colonias (Gell. NA, 16, 13, 8)– la que pudo motivar el origen del expediente municipal (Mommsen, Th.: 1888, 8 y Hanson, W. S.: 1988, 54) estimulando, por tanto, el desarrollo de las comunidades urbanas de tipo peregrino –es decir, inicialmente ajenas al ordenamiento romano– haciendo que, como se ha dicho más arriba (§ 1), siempre que sus instituciones se ajustasen al Derecho Romano –por tanto al imperio de la ley–, dichas comunidades pudiesen llegar a desarrollar por sí mismas un estilo de vida netamente romano. Más adelante (§ 2. 2, b) y c)) podremos detallar de qué modo esta omnipresencia del Derecho de Roma tomó carta de naturaleza en los distintos tipos de comunidades generadas por el particular Derecho Internacional romano –el ius gentium– capaz de atraer progresivamente a los esquemas organizativos de Roma a pueblos extranjeros (Liv. 1, 33, 1) y de abrir las puertas de sus instituciones también a ciudadanos no originariamente romanos pero que, como sancionan las leyes municipales hispanas, una vez que lo fueran tendrían los mismos derechos “que si hubiesen nacido de ciudadano romano y no hubiesen cambiado de ciudadanía” (Irn. 22). Precisamente, el peculiar proceso de adquisición de la ciudadanía romana a partir de la latina (§ 2. 2, a)) ofrecido por el derecho latino se contaba entre los elementos definitorios del municipio (Mancini, G.: 1997, XII-XIII y García Fernández, E.: 2001, 125-180).

Como se ha dicho, el honos –“la capacidad de administrar el Estado con

dignidad”, como lo define la legislación romana (Dig. 50, 4, 3, 15)– era el segundo elemento sobre el que gravitaba la vida municipal romana. Como se ha señalado oportunamente (Jacques, F.: 1984, 352-353), éste estaba en clara conexión con el concepto de munus, literalmente “carga”, “exigencia”. El primero –que encierra las acepciones de “don”, de “cargo” y de “oficio” (Béchard, F.: 1860, 290)– nos remite a la dimensión honorífica y hasta meritoria del desempeño de un cargo público no en vano éste era denominado en la administración romana con dicho término (así, por ejemplo, en la muy abundante expresión epigráfica omnibus honoribus in republica sua functo –“habiendo desempeñado todos los cargos estatales”– que sintetiza el desempeño por un notable de todo el cursus honorum municipal, con estudio detallado de la misma para el caso hispano y ejemplos en Ortiz de Urbina, E.: 1999). El segundo término –munus– en cambio, alude a la dimensión de responsabilidad y hasta de “carga” que aquél conllevaba (Vrs. 70) reservándose, de hecho, para magistraturas cuyos cometidos convertían su desempeño en algo tremendamente arduo y no exento de prestaciones personales (Vrs. 71), caso de la quaestura, por ejemplo (Dig. 50, 5, 18, 2). Pero, con todo, dicha voz está presente, seguramente, en

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la etimología última del término municipium en tanto que éste hacía referencia a la capacidad de sus habitantes de asumir las cargas públicas, las magistraturas (Dig. 50, 16, 18, comentado en Rodríguez Neila, J. F.: 1976, Humbert, M.: 1978, 3-43 y Jacques, F.: 1984, 353), de munus –“cargos”, “magistraturas”– y capere –“tomar”, “desempeñar”, “asumir”–. Como se ha dicho anteriormente, la pérdida progresiva de espontaneidad en el desempeño de dichos cargos por parte de la elite y, por tanto, el absentismo político de sus miembros –que se generalizarían en la época tardoantigua– atestarían, desde luego, un golpe definitivo al régimen de la autonomía municipal (Jacques, F.: 1984, 338-378 o Cracco, L.: 1989, 256-266).

Es evidente que la conjunción de honos y lex nos permite concluir con una

primera aseveración que, seguramente, se irá tornando cada vez más nítida a medida que avance esta somera descripción del proceso de administración municipal. Nos referimos al carácter tremendamente exclusivista de la ciudad romana como realidad jurídica (Capogrossi, L.: 2000, 27). Así, los peregrini, los “extranjeros”, que, como tales no podían desempeñar las funciones específicas del gobierno cívico –asumir los honores y los munera de ellos derivados–, quedaban fuera de este cuadro administrativo no sólo a nivel de la ciudadanía de Roma sino también de la ciudadanía particular que encuadraba jurídicamente a los habitantes de una comunidad determinada en un fenómeno ocasionalmente de doble patria individual que conocemos bien por los textos clásicos (Cic. Leg. 2, 2, 5), una la patria de nacimiento –la “patria natural”– y otra la de su ciudadanía –“la patria política”–. Esa dualidad –manifestación del evidente respeto de Roma por realidades políticas locales bien diversas, de la importancia concebida al funcionamiento de cada unidad cívica y fruto de un proceso constitucional extremadamente complejo (Sherwin-White, A. N.: 1973 y para su manifestación en Hispania Olivares, J. C.: 1998 y, de forma sintética en García Fernández, E.: en prensa, s. pp)– constituirá uno de los fundamentos jurídicos esenciales de la organización civil romana y articulará, incluso, los distintos modos de relación de Roma con las comunidades provinciales a partir del concepto del status jurídico de cada una de ellas (Marín, Mª A.: 1988, 7) realidad ésta en la que el ajuste a Derecho y el reconocimiento de las peculiaridades locales armonizaron notablemente. Que un ciudadano de Roma pudiese mantener a la vez su ciudadanía en relación a la Vrbs –la hubiese recibido por nacimiento o a través de alguno de los procedimientos que en seguida se detallarán (§ 2. 2, a))– pero también en relación a la comunidad local en la que ejercía sus funciones públicas –un municipium, por ejemplo, al que quedaba circunscrita su origo (Olshaussen, E.: 1979 y Andreu, J.: 2008)– es, sin duda la mejor manifestación del doble patriotismo de Roma (Bonjour, M.: 1975), de la importancia que tenía para la elite su implicación en la gestión política municipal (Plin. Ep. 2, 11, 2 y 4, 13, 9) y del grado de autonomía –no sólo política sino también jurídica– concedido a las comunidades locales.

2. 2. Fundamentos jurídicos

a) Ciuitas Romana y ciuitas Latina

Al menos hasta el edicto de Caracalla en el 212 d. C., la principal diferencia jurídica que se aplicaba a los habitantes del Imperio era la de su condición de ciues o de peregrini, es decir, de “ciudadanos” o de “extranjeros” en relación con Roma. El término ciuitas –esencialmente la ciuitas Romana que designaba, de hecho, la

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cualidad de ciudadano de Roma (Humbert, G.: 1877(a), 1217) más que la realidad física y material de la ciudad– se presentaba en los comienzos de la Historia de Roma como especialmente restrictivo, no sólo en sentido personal sino también comunitario. Así las coloniae eran concebidas como comunidades resultado de la “propagación de la ciudadanía y de las leyes e instituciones típicas de Roma” (Gell. NA. 16, 13, 8) y, en el otro extremo, existía un nutrido elenco de realidades cívicas ajenas a Roma –por tanto peregrinae– pero que se diferenciaban entre sí por la mayor o menor calidad de la relación que tenían contraída con Roma y que, desde luego, daba lugar a una gradación jurídica que exhibía el modo cómo aquéllas habían sido incorporadas a la romanidad, a saber: ciuitates liberae, ciuitates foederatae y ciuitates stipendiariae. Estas tres realidades, como pronto tendremos oportunidad de detallar, estaban compuestas por no-ciudadanos si bien mantenían todo, una parte o absolutamente nada –respectivamente– de su autonomía primigenia. La ciuitas, era, por tanto, elemento fundamental y condicionante en los parámetros de administración del cuadro cívico de Roma. Sólo los complejos avatares de la conquista de Italia (Sherwin-White, A. N.: 1973, 178, Humbert, M.: 1978, 43, Luraschi, G.: 1979, 169-302 y en castellano, con excelente síntesis, García Fernández, E.: 2001, 13-72 y Andreu, J.: 2004, 6-9 y 74-77) obligaron a Roma a establecer lo que, sin duda, puede definirse como un “espacio intermedio entre la ciudadanía romana y la condición peregrina” (Alföldy, G.: 1966, 57 y Sherwin-White, A. N.: 1973, 37), la denominada ciuitas Latina, una de las cuestiones que, desde luego, más bibliografía ha estimulado en los últimos años sin que parezca posible, además, el acuerdo entre las diferentes posturas abiertas en la investigación (la mejor síntesis, en castellano, de este debate puede verse en Mentxaka, R.: 1993, 39-63, con la oportuna actualización bibliográfica que aporta el sugerente trabajo de Kremer, D.: 2006, revisado en Andreu, J.: en prensa, s. pp.) posturas generadas, una vez más, por la carencia de reflexiones jurídicas profundas sobre la cuestión por parte de los autores antiguos.

Por medio de la referida ciuitas Latina se permitía a los habitantes de

determinadas comunidades del entorno itálico –también colonias estratégicamente instaladas (Asc. Pis. 3C) pues las colonias latinas funcionaron como vehículo de urbanización en la República romana (García Fernández, E.: en prensa, s. pp)– mantener una serie de relaciones de matrimonio y de tráfico comercial, electoral y migratorio (los iura commerci, conubii, sufragii y migrandi) con Roma y, por supuesto –pues dicha potencialidad se convertirá en el elemento fundamental de dicha ciudadanía en época imperial– alcanzar la ciudadanía romana a partir del desarrollo de una magistratura (Gai. Inst. 1, 95), la denominada ciuitas Romana per honorem, expresamente aludida en las leyes municipales hispanas (Salp. 21-23 e Irn. 21 y al respecto en Braunert, H.: 1966), explicada con claridad en algunos textos antiguos (Asc. Pis. 3C, App. B Civ. 2, 26, Str. 4, 1, 12 o Gai. Inst. 1, 95, con comentario en García Fernández, E.: 2001, 150-156), y documentada en un notable catálogo de documentos epigráficos igualmente hispanos y de época flavia (Stylow, A. U.: 1986, 290-303 y 1999, 229 y 234, n. 2 y Andreu, J.: 2004, 10, con inventario completo) en los que algunos notables agradecen al emperador la obtención de la ciuitas Romana a partir del principal privilegio aparejado al derecho latino, el de la obtención de la ciudadanía romana a partir del desempeño de una magistratura.

No es éste lugar para detenernos en la polémica abierta –que puede seguirse

en parte de la bibliografía arriba consignada– sobre si los ciudadanos latinos se

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mantenían o no como peregrinos (Chastagnol, A.: 1995, 93-102), sobre sus posibles elementos de identificación onomástica (Alföldy, G.: 1966 y García Fernández, E.: 1993) –si es que éstos debieron ser singulares– o sobre el carácter personal o comunitario del privilegio en cuestión (las dos posturas, abanderadas, por ejemplo, por Braunert, H.: 1966 o Galsterer-Kröll, B.: 1973 y por Humbert, M.: 1981 respectivamente están resumidas en Andreu, J.: 2004, 77-78, ns. 96 y 97). En cualquier caso, sí queremos anticipar a este respecto algo que más adelante deberá quedar claro: los distintos estatutos jurídicos acuñados por Roma en su administración cívica siguieron, pues, muy de cerca los patrones establecidos por el principio ya aludido de la ciuitas de modo que a los denominados ciues Romani les corresponderían –esencialmente– las coloniae, y a los ciues Latini los municipia Latina en los que en la medida en que existían ciues Romani debían existir ya los estándares propios de funcionamiento del municipio, que más adelante serán detallados (§ 3. 1). Que algunas inscripciones del repertorio arriba aludido en relación al agradecimiento personal al emperador por parte de nuevos ciues Romani per honorem –como, por ejemplo CIL, II2/5, 292 de Cisimbrium, en la bética hispana– documenten de forma simultánea la adquisición del estatuto municipal por parte de la comunidad y la consecución de la ciuitas Romana por sus primeros magistrados nos parece razón de peso para asumir las consecuencias estatutarias comunitarias del privilegio de la Latinidad (Andreu, J.: en prensa, s. pp.) al menos desde el momento en que éste fuera actualizado por cualquiera del conjunto de sus beneficiarios.

b) Estatutos privilegiados: coloniae y municipia Grosso modo e incurriendo en una simplificación sólo amparada en el

propósito de síntesis de estas líneas y que, desde luego, no hace justicia al amplísimo elenco de estatutos cívicos y de administración civil de Roma (Lécrivain, Ch.: 1877(a), 1550-1553: § 2. 2, d)), los diferentes tipos de ciudadanía generaban, por tanto, igualmente diversos tipos de comunidades. Un ya varias veces aludido pasaje de Aulo Gelio (Gell. NA. 16, 13, 8) subraya lo que la investigación ha dado en considerar esencial en la diferencia entre las colonias y los municipios como los dos primeros estadios del ordenamiento cívico romano, como los dos primeros tipos de comunidades de privilegio en tanto que, de un modo u otro, contenían en su interior ciues Romani (Richardson, J.: 1976, 50). Para el misceláneo autor romano, los coloni “no se incorporan a la ciudadanía romana desde fuera” sino que disfrutan ya de una condición romana previa (Gell. NA. 16, 13, 9) frente a los municipes –“los ciudadanos de los municipios” como los definen la legislación (Dig. 50, 1, 1), el propio Gelio (Gell. NA. 16, 13, 6) y un conocido pasaje de Festo (Festus, Gloss. Lat. 126L)– que, sencillamente, “comparten con el pueblo romano” un determinado ordenamiento constitucional que, de hecho, está articulado también –como el de las colonias– a imagen y semejanza del de la Vrbs (Nicolet, C.: 1976, 44-47). Seguramente es esa diferenciación –la que hace a la colonia resultado de un proceso de deductio con traslado de población romana a una provincia determinada (Sic. Flacc. De cond. agr. 1, 2 o Serv. Ad Aen. 1, 12) y al municipio resultado de la promoción al ordenamiento romano de una comunidad indígena ya preexistente sin que mediaran aportes poblacionales romanos– lo único que todavía no se ha discutido en la farragosa y compleja cuestión de las categorías jurídicas de las ciudades provinciales romanas (Ortiz de Urbina, E.: 2000, 15).

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De cualquier modo, como permiten constatar los completos cuadros legislativos de unas –a partir, por ejemplo, de la lex coloniae Genetiuae Iuliae de Vrso (CIL, II2/5, 1022, con nuevos fragmentos y una extraordinaria sistematización de su proceso constitucional en Caballos, A., et alii: 2006)– y otras –a partir, por ejemplo, de la lex Irnitana (AE, 1984, 454 con comentario en González, J.: 1986(a) y traducción al castellano en González, J.: 1996, 195-216)– pocas fueron las diferencias entre ambos tipos de comunidades en lo que a su administración y funcionamiento respecta (§ 3. 1) homogeneizándose el patrón constitucional de unas y otras con el paso del tiempo (Rodríguez Neila, J. F.: 1976, 165). Sí es cierto que el municipium –y en concreto su variante latina, la más extendida en las provincias (González, J.: 1986(b))– fue progresivamente empleado en la Historia de Roma como vehículo para la integración incluso de comunidades de carácter gentilicio o tribal siempre que contasen con un patrón legislativo semejante a Roma y, con un eje cívico –una ciuitas– que capitalizara la administración de las mismas tal como evidencian títulos como el de municipium Iasorum o municipium Aboticorum y otros semejantes documentados en las fuentes (Rodríguez Neila, J. F.: 1976, 157 o Reynolds, J.: 1988, 23) aspecto éste que subraya nuevamente la capacidad integradora de Roma.

Pese a lo que insistentemente –a veces incluso más allá de toda evidencia

(Beltrán Lloris, F.: 1999, 249, García Fernández, E.: 2001, 121 y Andreu, J.: en prensa, s. pp.) y dando al término oppidum de las fuentes, y en especial de Plinio, un sentido jurídico que desdice de su original acepción geográfica (Capalvo, Á.: 1986, 55)– ha sostenido la historiografía francesa (Le Roux, P.: 1991, 1998 y, en castellano, 2006, 122-128 y recientemente, de nuevo Kramer, D.: 2006) estamos convencidos de que la recepción del derecho latino por una comunidad o por alguno de sus ciudadanos llevaba consigo la inmediata apertura de unos cauces promocionales personales hacia la ciudadanía romana que acarreaban la conversión en municipios de las comunidades. Partiendo de dicho aserto no parece pueda sostenerse la existencia no sólo de estatutos de interinidad municipal previos a la sanción de ésta por parte del gobierno central en forma de ley (Ortiz de Urbina, E.: 1996) –no parece que un proceso de transformación semejante pueda dejarse al libre albedrío de las comunidades hasta la recepción de un estatuto legal– sino incluso la de una categoría jurídica intermedia entre la ciudad peregrina y el municipio latino que –a partir de algunas menciones plinianas (Plin. HN. 3, 36, por ejemplo, con inventario crítico en Beltrán Lloris, F.: 1999, 266-267)– se ha denominado oppidum Latinum y que, de existir, dejaría a comunidades beneficiarias del derecho del Latium –espacio geográfico, el del Lacio, para el que, inicialmente se creó la ciudadanía latina, de ahí su nombre– en un indeterminado estatuto (Christol, M.: 1999, 15) que, de haber sido tan frecuente como se ha querido afirmar –y a veces tan prolongado en el tiempo (Chastagnol, A.: 1987) y hasta nunca efectivo (Wolff, H.: 1976, 118)– nos parece debería haber dejado alguna evidencia epigráfica lo que, de hecho, no ha sucedido.

c) Estatutos peregrinos: ciuitates liberae, ciuitates foederatae y ciuitates

stipendiariae Por tanto, al margen de las dos modalidades de comunidades privilegiadas

hasta aquí reseñadas, colonias y municipios, el ordenamiento constitucional romano catalogó las ciudades no ajustadas a derecho romano –las ciuitates peregrinae o

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“no-romanas” (Richardson, J.: 1976, 50)– en diversos rangos que pasamos a explicar a continuación y que, como se dijo, se distinguían entre sí por el grado de libertas y de autonomía –principios a los que ya aludimos como vertebrales en el derecho cívico de Roma– dejado por Roma a las mismas.

La existencia y naturaleza de todas ellas están amparadas –por exceso o

defecto y en cualquier caso con él como telón de fondo– en un concepto capital en los procesos de conquista romano y al que prestan atención las fuentes clásicas (Liv. 34, 57, 7-9 o Cic. Verr. 2, 5): el foedus. Éste aludía a la suscripción de un pacto de naturaleza diversa en sus cláusulas y en sus exigencias –que excluía la concesión de derechos de ciudadanía (Cic. Balb. 14, 32)– por parte de Roma bien “con los vencidos en la guerra”, bien “con aquéllos a los que se llegó a un tratado de paz”, bien con los que “no habiendo nunca sido enemigos de Roma llegaron a un pacto de amistad y alianza con aquélla” (Liv. 34, 57, 7-9, sobre dichos tipos puede verse Luraschi, G.: 1979, 96-165). Incluso las denominadas como ciuitates liberae et inmunes sine foedere –que no se regulaban por un foedus sino por una lex o decreto senatorial– nacían de un concepto de concesión de libertad muy bien alineado con la política clientelar y bélica de Roma (Bernhardt, R.: 1980, 198) y servían como verdadera política de Estado –ya incoada en los tiempos helenísticos (Diod. Sic. 18, 55, 2)– para el control de comunidades estratégicas a las que, aunque se les eximía del aporte de tropas (Sherwin-White, A. N.: 1973, 183), de hecho, no se tardaría en imponer algunas condiciones. Que Augusto, por ejemplo, negara a los habitantes de Samos este estatuto –que previamente ellos habrían solicitado– aporta, efectivamente (Reynolds, J.: 1973, 120) un indicio de la alta estima en que este privilegio era tenido en el primitivo ordenamiento cívico romano.

Normalmente, al primer grupo, el de aquellos pueblos que habían sido

vencidos en la guerra se les aplicaría el estatuto ínfimo en la categoría de las ciudades peregrinas, el de las ciuitates stipendiariae. Éstas, desprovistas de toda autonomía, debían pagar a Roma un tributo periódico en especie o en prestaciones personales amparado en el derecho de guerra de Roma y quedaban lógicamente sometidas a la autoridad del gobernador provincial. Este fue, por ejemplo, el estatuto de un amplísimo elenco de ciudades hispanas antes de las medidas generalizadoras del derecho latino llevadas a cabo por los Flavios en la década de los setenta del primer siglo de la Era (Abascal, J. M., y Espinosa, U.: 1989, 97 y Alföldy, G.: 2000, 450, a partir de los listados plinianos de la Naturalis Historia) por más que no falten al respecto propuestas interpretativas discordantes y sugerentes (Canto, A. Mª.: 1996). Por su parte, bien fruto de un tratado de paz o de un pacto de amistad –a veces incoado o propuesto a iniciativa de las propias comunidades (Liv., 32, 2, 5)–, Roma diseñaría una categoría propia de ciuitates foederatae por la que las comunidades en ella incluidas quedaban sujetas en cierta medida “a la tutela del pueblo de Roma” (Liv. 45, 18, 2) y a su derecho de guerra –el ius belli ac pacis (Liv. 8, 4)– pero, a cambio, conservaban sus propias instituciones “y sus propias leyes” (Liv. 25, 16, 7) y el control sobre las unidades de poblamiento e individuos que vivían en su territorio sin dejar por ello de ser comunidades peregrinas (Stevenson, G. H.: 1932, 464, Humbert, M.: 1978, 308, Luraschi, G.: 1979, 27-29, Marín, Mª A.: 1988, 27-32). Se convertían, por tanto, en cierta medida, en estados clientes, categoría ésta, como se ha dicho, típicamente romana (Sherwin-White, A. N.: 1973, 184) pero, en cualquier caso, continuaban rigiéndose por parámetros constitucionales ajenos a la romanidad y diferentes, por tanto, respecto de los que dirigían los destinos de

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colonias y municipios por más que a veces se haya querido ver en los municipia un estadio inferior respecto de algunas ciuitates foederatae en tanto que los iura e instituta de aquéllos debían ajustarse a Derecho (Humbert, M.: 1978, 309). Nada impedía, en cualquier caso, que incluso las categorías superiores de estas ciuitates peregrinas –las liberae y las foederatae– alcanzaran el estatuto municipal por más que todavía resulte difícil de explicar qué sería entonces de sus antiguos privilegios que parece lógico pensar se mantendrían intactos (Jacques, F.: 1991, 583).

d) Unidades subsidiarias de las ciudades: pagi, uici y castella. Las leyes municipales romanas conocidas (Irn. 82, Vrs. 72 y 77 o Tab. Heracl.

20 y 50) y los documentos epigráficos relacionados con el territorio (Le Roux, P.: 1994, para el caso hispano, con bibliografía general) hacen un especial hincapié en los modos de administración del territorium cívico. Si el conglomerado ciudad/territorio había sido fundamental en el modelo poliado griego, no lo fue menos en la administración cívica propuesta por Roma (Nörr, D.: 1966, 10) por más que muchas veces nuestras fuentes respecto de esta cuestión no sean todo lo generosas que desearíamos. Siempre bajo la jurisdicción de colonias y de municipios y en ningún caso como comunidades autónomas –por más que tuvieran ciertas dotes de auto-gobierno para cuestiones puntuales y de administración ordinaria– las fuentes permiten singularizar, al menos, tres unidades menores en el cuadro subsidiario de la ciudad: los pagi, los uici y los castella que, de hecho, los propios autores antiguos (Isid. Etim. 15, 2, 11) describen como establecimientos sin dignitas ciuitatis, simplemente como conuentus hominum –es decir, “agrupación de hombres”– y, dado su pequeño tamaño, adtributae maioribus ciuitatibus, es decir, totalmente “dependientes de ciudades mayores”.

Según la definición tradicional (Lécrivain, Ch.: 1877(a), 1550) y a partir de la

información de las fuentes literarias (Euseb. Hist. eccl. 9, 1 o Festus, Gloss. Lat. 371), un pagus –sin lugar a dudas la unidad más representativa y mejor conocida de las tres que aquí nos ocupan (Laffi, U.: 1966, 156 y con una excelente selección bibliográfica sobre la cuestión en Beltrán Lloris, F.: 2006, 161, n. 27)– es un distrito rural –con nombre propio: pagus Mercurialis en AE, 1955, 1657 de la Proconsularis, pagus Farratic(anus) de AE, 2004, 617 en Italia o pagus Carbulensis en CIL, II2/7, 728 de Carbula, en la Baetica– dependiente de una ciuitas y que como tal constituye una pequeña respublica con unos magistrados propios encargados apenas de cuestiones policiales y de culto, los conocidos como magistri o ministri pagi (citados a ambas vertientes de la Cuenca Mediterránea, por ejemplo, en AE, 1993, 1043 de Agón, en la Hispania Citerior, AE, 1986, 314 de Mirobriga, en la Baetica, ILAlg, 2-3, 9435 de Castellum Phuensium o AE, 1895, 107 de Thigillaua, ambas en Numidia, CIL, XIII, 412 de Aquae Tarbellicae en la Aquitania, CIL, XIII, 1670 de Lugdunum, en la Galia Lugdunensis, o CIL, XII, 5370 de Moux, en la Narbonensis).

A un nivel inferior al del pagus y siempre como comunidad contributa o

adtributa a una entidad política mayor –es decir, dependiente a nivel jurisdiccional y económico (Laffi, U..: 1966, 153)– los uici se presentan como sencillas aldeas o distritos rurales, a veces bien ubicados respecto de las vías de comunicación o calles de salida de las ciudades (Varro, Ling. 5, 159), y cuyos habitantes, uicani o possesores uici, son referidos –a veces, también, con explícita alusión al nombre del uicus como los uicani uici Forensis o los uicani uici Hispani de Corduba (AE, 1981,

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495a y b o los uicani uic(i) Velab(ri) y los uicani uici Pacis de CIL, XII, 417 de Ariminum y CIL, XIII, 4303 de Diuodurum respectivamente– en la documentación epigráfica (AE, 1949, 109 de Zama, AE, 1974, 329 de Volsinii, AE, 1989, 793 de Tudertium, AE, 2001, 676 de Beneuentum…) sin que –aunque en origen pudieran tenerlas (Festus, Gloss. Lat. 508 L)– consten formas de autogobierno para ellas sino más bien evidencias de una gestión –como se ha dicho– directamente dependiente (Isid. Etim. 15, 2, 12) de la ciudad a la que jurídicamente pertenecían (Curchin, L. A.: 1985, 328-329) pero, en cualquier caso, también con manifestaciones de comportamientos munificentes semejantes a los documentados en los municipios que debieron englobarlos y con presencia de sus habitantes como dedicantes de homenajes a los magistrados de aquéllos.

En último término –y normalmente presentes en territorios de frontera y aun

en proceso de temprana integración (Herz, P.: 1997, col. 1020)– habría que singularizar los castella. Éstos –notablemente bien representados en la documentación epigráfica en el Norte de África y en el Noroeste de la Hispania Citerior (CIL, II, 2520, AE, 1984, 458, CIL, VIII, 19337, CIL, VIII, 9006, ILAlg, 2-1, 2240…) y también con designación propia (castellani Araocelenses en AE, 1954, 93 de Lusitania, castellani Perdicenses o castellani Thudedenses en AE, 1966, 593 y AE, 1993, 1782 de Mauretania, castellani Toletenses en AE, 2002, 765 de la Hispania Citerior…)– debieron contar siempre con algunos magistri o seniores encargados de su gobierno, aunque, lógicamente (Lécrivain, Ch.: 1877(a), 1551) dependían de la autoridad bien de los IIuiri de la ciudad más próxima bien directamente del gobernador provincial. Un extraordinario documento hispano, el denominado Bronce de El Bierzo (AE, 2000, 760), con alusión a unos castellani Aiiobrigiaecini y Paemeiobrigenses aun con entidad política en época de Augusto ha avivado la discusión respecto a este singular tipo de unidad administrativa pseudo-cívica romana (Sánchez-Palencia, J., y Mangas, J.: 2000 y con excelente resumen y revisión crítica de todos los estudios en HEp8, 325) y respecto de su papel en la jerarquía de status jurídicos cívicos que ha centrado estas primeras páginas de nuestra síntesis. 3. Administración y gestión de las ciudades romanas imperiales Como se han encargado de recordar los estudios tradicionales respecto de la administración cívica (Mackie, N.: 1983, 21, Reynolds, J.: 1988, 22 o, en castellano, Abascal, J. M., y Espinosa, U.: 1989, 95-97 y Rodríguez Neila, J. F.: en prensa, s. pp.) y aunque puedan parecer afirmaciones perogrullescas, dos advertencias preliminares nos parece constituyen criterio de prudencia al comenzar este apartado. Por un lado, no debemos pasar por alto que –para bien y para mal– nuestro conocimiento de la vida municipal en el Imperio está condicionado –como antes dijimos– por un no demasiado amplio catálogo de leyes municipales –entre ellas, por ejemplo, la tabula Bembina (FIRA, 6), la lex municipii Tarentini (CIL, I2, 590), la lex Rubria de Gallia Cisalpina (CIL, XI, 1146), la tabula Heracleensis y el ya aludido y extraordinario repertorio de ejemplos hispanos (Caballos, A.: 1998, 191-192)– que, efectivamente, nos obsequian con abundante información –muchas veces, como se dijo, notablemente homogénea– sobre los patrones básicos de gestión pública de las comunidades privilegiadas. Sin embargo, mucho menor es nuestro grado de conocimiento de las formas de organización de las que hemos denominado más arriba como comunidades peregrinas (§ 2. 2, c) –por más que algunos puntos de la

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legislación municipal nos permiten suponer que su funcionamiento pudo en algunos aspectos asemejarse o ser susceptible de convalidación con el romano (Salp. 21)– y, como se habrá visto, también de las de aquéllas cuya gestión, en tanto que contributae, quedaba centralizada por comunidades mayores (Mackie, N.: 1983, 26). Además, huelga decir que disponer de abundante información sobre cómo debían funcionar las cosas en un municipio o colonia romanas no es garantía de que siempre lo hicieran de ese modo de suerte que contamos con no todas las noticias que desearíamos (Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 27) sobre el modo cómo se concretaron, en efecto, los mecanismos teóricos que –a modo de marco general de actuación– estaban prescritos en las tablas legales que, efectivamente, debían regir la vida de municipes/coloni y de incolae (Irn. 93 y 94) como más arriba se precisó. La misma Lex Irnitana, de hecho, ofrece una pista sobre la cuestión cuando, en la epistula de Domiciano con la que ésta se cierra, el emperador manifiesta que se ha agotado “toda su indulgencia” y exige que en adelante, se observe la ley. 3. 1. El auto-gobierno de las comunidades privilegiadas Como se ha hecho notar desde el principio, al menos a nivel político, las ciudades sirvieron a Roma para dos propósitos fundamentales: que llevaran directamente –y hasta unos límites previamente establecidos (Irn. 85)– la gestión y jurisdicción competente a asuntos locales y –en consecuencia– que descargasen de obligaciones al gobierno de Roma (Jacques, F.: 1984, 802 y Mackie, N.: 1983, 99). En esencia, por tanto, el modelo de gestión no debía separarse mucho del que había sido clave en la polis griega (Nörr, D.: 1966, 15): arcontes y strategoi –es decir, magistrados anuales de diverso rango– y boulé, ekklesía y démos –es decir, órganos representativos y consultivos de la elite y del pueblo– sistema que, de hecho, se siguió manteniendo en las comunidades helenas durante la época imperial (Abbott, F. F., y Johnson, A. Ch.: 1926, 25) y que constituía la esencia de la administración de la propia Vrbs desde los tiempos republicanos (Polyb. 6, 11, 11). Magistrados y senado local constituyeron, pues, los pilares fundamentales de la administración interna de las ciudades privilegiadas durante todo el Imperio Romano por más que, efectivamente, su funcionamiento sufriera algunas notables alteraciones en el Bajo Imperio (Jacques, F.: 1978, 89-90) como quedó dicho con anterioridad. Las personas que ocupaban dichos puestos –y que, por tanto, como veremos, constituían la elite decurional municipal– actuarían como verdaderos agentes de la difusión de los modelos de vida romanos, como agentes activos de la romanización provincial (Curchin, L. A.: 1990, 3) y con ellas, idéntica función sería desempeñada por sus ciudades. Un resumen gráfico del funcionamiento de la organización municipal con la indicación de las prerrogativas –prácticamente conforme a los términos con que se alude a ellas en las leges municipales– y de los condicionantes o requisitos exigidos a cada magistrado, puede verse en los dos gráficos que cierran estas páginas (Figs. 1 y 2, adaptación de uno muy válido y completo de Rodríguez Neila, J. F.: 1987).

a) Magistrados

Al margen de que la documentación epigráfica latina (CIL, II, 172 de Aritium, CIL, III, 7533 de Tomi, CIL, V, 4489 de Brixia, AE, 1908, 185 de Narbo o Salp. 21, por ejemplo) haya preservado ocasionalmente los términos magistratus o magistri

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para designar a las magistraturas de carácter indígena anteriores a la promoción a estatuto privilegiado de una comunidad determinada –que, de hecho, como hemos dicho, sólo garantizaba el ajuste a derecho de sus anteriores prácticas de ordenamiento cívico (Cic. Leg. 3, 36)– y de los términos específicos que éstas adoptan en las provincias griegas (un inventario válido puede verse en Abbot, F. F., y Johnson, A. Ch.: 1926, 25-32) y en los primeros momentos de la administración local republicana (con inventario de casos itálicos y comentario en Humbert, M.: 1978, 288-291) –especialmente inexperta en este sentido (Salinas, M.: 1995, 152-153)– puede decirse que las magistraturas municipales de época romana se repartían, cuando menos, los siguientes y bien delimitados espacios de poder: una serie de munera y, por tanto, de atribuciones vinculadas con la cura urbis, al “cuidado de la ciudad” –que estarán en manos de los IIuiri y de los aediles–, otros relacionados con la caja municipal y un último grupo –especialmente importante– relacionado con la iurisdictio, es decir, con la capacidad judicial (Stahl, M.: 1978, 57-59).

Aunque lógicamente –pues mediaba juramento en la toma de posesión de los

cargos (Salp. 26, Irn. 25 o Mal. 59) y no faltaban algunos que, por su importancia, estaban sometidos al veto de los colegas o eran susceptibles de la acusación popular (Salp. 27 e Irn. 27) y debían superar una rendición de cuentas final (Vrs. 80)– se confiaba en el “celo” (Plut. Prae. ger. reip. 813 C), en la “excelente pericia, mejor fama y máxima autoridad” (Plin. Ep. 1, 8, 3), en la “honradez”, “justicia”, “gravedad” y “prudencia” (Plin. Ep. 2, 11, 2) de quienes desempeñaban dichos cargos, la mayor parte de las acciones de la pareja de IIuiri y aediles que gobernaban las ciudades así como las del quaestor eran directamente supervisadas por la asamblea del ordo decurionum (Vrs. 129, Mal. 66 y 68 o Irn. 19, 76-77), aspecto éste el de la superioridad del ordo en la vida municipal romana en el que nos detendremos más adelante (§ 3. 1, b)) pero que permite encuadrar muy bien las jerarquías de poder existentes en las ciudades romanas de provincias.

Al margen de esas buenas disposiciones –que muchas veces inspiran los

elogios públicos con que se rinde homenaje a los magistrados en los espacios cívicos (Forbis, E.: 1996, Rodríguez Neila, J. F.: 1987-88 y Castrén, P.: 1975, 63)–, la legislación municipal (Tab. Heracl. 89 y 98 o Mal. 54) y diversas fuentes clásicas detallan lo que podría denominarse el ius honorum municipal (D’Ors, Á.: 1953, 315-316), es decir, los requisitos que se exigían a quien quería desarrollar la carrera política y que, desde luego, acentuaban el carácter exclusivista ya antes aludido para el marco general de la vida cívica, carácter exclusivo que, normalmente, era visto como paradigma del prestigio comunitario y era hasta aprobado por el populus que, en ocasiones bien documentadas (Plin. Ep. 10, 79, 3), solicitó a las instancias provinciales que sólo se admitiera en el Senado local a los hombres más honestos. Así –en un elenco de condiciones que valoraban la “persona”, sus “competencias administrativas”, su “origen” y su “adecuación con la ley” (Dig. 50, 5, 14): la dignitas y la idoneitas– para ser magistrado era necesario ser hombre libre –aunque la ingenuitas debió dejar de funcionar como conditio sine qua non en el Bajo Imperio (Cod. Iust. 10, 33, 2)–, disfrutar, además, de la ciudadanía del municipio (Gell. NA. 16, 13, 1) –exigencia ésta que, después, añadiría la necesidad de contar con el domicilium, la residencia, en el mismo (Vrs. 91 y Tarent. 26-31)–, no ser nunca menor de treinta años (Cic. Verr. 2, 49, 112, Plin. Ep. 10, 79, Dio Cass. 52, 20, 1 y 50, 2, 6, 1) –aunque existen ejemplos de IIuiri más jóvenes pero siempre

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pertenecientes a familias de decuriones o de equites especialmente bien relacionados con la comunidad (Jacques, F.: 1984, 473)–, atestiguar una honorabilidad –también profesional (Dig. 50, 2, 12)– que implicaba a su vez la ausencia de cualquier tipo de acusación en un proceso judicial previo (Dig. 50, 1, 22 y 4, 6) y disfrutar de un determinado nivel de renta (Plin. Ep. 1, 19, 2) del que, en ocasiones, debían además ofrecerse avales y garantías tangibles (Irn. y Mal. 60) cuando no cantidades concretas al servicio de la res publica (Vrs. 70), lo que se ha denominado summa honoraria. Este último requisito es el que hacía que los niveles de renta fueran recogidos en los censos quinquenales (Dig. 50, 15, 4) y sirvieran como referente al Senado local para que comprobase si los futuros candidatos reunían las características censitarias exigidas para asumir un cargo público, otra de las prerrogativas más determinantes del ordo decurionum municipal.

Normalmente, pues, el perfil del magistrado local romano sería el de grandes

possesores fundiarios terratenientes –no en vano, por ejemplo, la legislación permite a los IIuiri solicitar a los decuriones una prolatio o suspensión temporal de los asuntos públicos para poder atender la vendimia y otras tareas agrícolas (Irn. K) en sus fincas– con notables propiedades raíces en los territoria cívicos (Melchor, E.: 2007) –si no es que contaban también con intereses inmobiliarios (Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 33)–, normalmente activos munificentes locales pues ello constituía una indirecta manifestación de garantías de solvencia económica (Goffin, B.: 2002, 191-197), y, desde luego, miembros de una serie exigua de familias –las familiae honoratae o domi nobiles de las fuentes (Cébeillac, M.: 1983)– que monopolizaban dichos cargos. Lógicamente, la existencia de un ordenamiento preestablecido –el cursus honorum, que hacía que el desempeño de los cargos públicos debiera ser todo menos promiscuo (Dig. 50, 4, 14: Jacques, F.: 1984, 455-46) por más que casos anómalos en este sentido sí estén atestiguados (Plut. Prae. ger. reip. 811 C y 815) y la epigrafía evidencie magistrados que reiteran magistraturas (IIuir bis, IIuir q(uinquennalis) iterum, aedilis bis, quaestor bis, quaestor iterum son las expresiones epigráficas más frecuentes para atestiguarlo) o que alcanzan las superiores sin que nos conste su ejercicio de las precedentes (CIL, II, 34, CIL, III, 6831, CIL, V, 545, CIL, VIII, 2343…)– reglamentaba, además, los pasos de la carrera política municipal. Pero no sólo eso sino que, además –como prueban algunos ejemplos de album municipal (CIL, XI, 338 de Canusium o CIL, VIII, 2403 de Thamugadi, éste último con el encabezamiento album ordinis col(oniae) Tham(u)g(adi))– esa secuencia de cargos que el cursus honorum constituía evidenciaba que la consideración pública de los magistrados variaba –de mayor a menor– en función de si formaban ya parte del ordo decurionum, si habían disfrutado de los honores IIuirales –y dentro de ellos, eran especialmente considerados quienes como IIuiri quinquennales habían asumido los trabajos censorios (Castrén, P.: 1975, 57)– o sí sólo lo habían hecho de los honores aedilicii pues cada una de las magistraturas aludía a un rango específico en la carrera municipal (sobre ésta puede verse, con toda la bibliografía, Tobalina, E.: en prensa, s. pp) y, por tanto, también a un nivel diferente en la consideración de este peculiar cuerpo decurional. IIuiri El colegio de dos IIuiri constituía –a la manera de los consules de Roma (Mommsen, Th.: 1887-1889, 392), nombre con el que, ocasionalmente, les refieren las fuentes (Plin. HN. 7, 136) y de los stratégoi y arcontes de las comunidades

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griegas (McLean, G.: 1928, 25 y Nörr, D.: 1966, 15)– la magistratura suprema de toda comunidad romana y el órgano supremo de representatividad cívica (Humbert, G.: 1877, 417-425, Gizewski, C.: 1997 y, en castellano, Mentxaka, R.: 1993, 70-71), a veces en colaboración con los aediles y constituyendo un colegio de cuatro miembros: el de los quattuoruiri atestiguado especialmente en colonias romanas (Gascou, J.: 1991, 560). Su carácter más o menos paralelo al de los consules está también refrendado no sólo por su aparición como autoridad cívica en las acuñaciones monetales locales sino también por su carácter epónimo y por su amplio aparato de apparitores y subalternos –generalmente libertos públicos– que incluía para cada uno (Vrs. 62) dos scribae como “secretarios” –que parece también debieron ser puestos a disposición de la pareja de aediles (Vrs. 81)–, un accensus a modo de “ordenanza”, dos lictores portando fasces como “guardia” del magistrado, un haruspex –del que también disfrutaban los aediles (Irn. 19)– dos uiatores que actuaban como “recaderos” y “mensajeros”, un praeco –también reservado a los aediles (Irn. 19)– para la “publicidad” oral de sus órdenes, un librarius como “escribiente”, y un “flautista” o tibicen –con el que también contaban los aediles (Irn. 19)– que acompañaba al IIuir en ceremonias públicas (para estos apparitores puede verse D’Ors, Á.: 1953, 179-181, y, especialmente, en su dimensión burocrática Rodríguez Neila, J. F.: 1996, 160-168 y 1999, 51).

Prueba de la representatividad pública a la que hemos aludido –que, con todo, como puede suponerse, no era la prerrogativa más destacada de los IIuiri aunque sí una de las más simbólicas y evidencia del rango concedido a su labor– la constituye que sea a ellos a los que se dirija la correspondencia de los legati, de los gobernadores o del propio emperador (CIL, II, 1243 de Sabora o CIL, II, 2959 de Pompelo), que hayan de ser ellos quienes ordenen la publicidad de la documentación legal recibida desde Roma –y que ocupaba un espacio destacado en el área urbana (Liv. 8, 11, 6)– o enviada desde la capital provincial (Irn. D) y, por supuesto, también que deban ocuparse de difundir los decretos decurionales (Irn. C). Igualmente es evidencia de su poder de representación que sea a parir de su sugerencia que el ordo pueda deliberar la conveniencia o no de enviar “embajadas” o legationes a Roma o a la capital provincial (Vrs. 62 y 64 e Irn. G) para asuntos que interesen al municipio, y que –ocasionalmente, cada cinco años, de ahí su designación como IIuiri quinquennales– fueran los responsables del desarrollo del censo en sus comunidades (Liv. 29, 15, 37), un censo en el que se hacía constar la origo cívica (Dig. 50, 1, 1) –es decir, la “ciudadanía local”–, la nomenclatura personal (Tab. Heracl. 142-156) y, por supuesto, la renta de cada habitante (Dig. 50, 15, 4) y en el que –como sucedía en el Senado de Roma– se llevaba a cabo la lectio senatus que renovaba a los miembros del ordo decurionum.

Las atribuciones de los duunviros –que la ley municipal detalla entre varias

rúbricas (Vrs. 61, 70, 99 y 113, Irn. 82, Salp. 29 o Mal. 62)– pueden resumirse (Humbert, G.: 1877(b), 421-422) en dos áreas esenciales: presidir los comicios municipales (§ 3. 1, c)) y las sesiones del senado municipal, e intervenir sobre determinados tipos de ingresos (Mal. 62), gastos (Vrs. 69 e Irn. H) y multas de carácter público (Irn. 84). A ellas hay que añadir algunas otras fundamentales, especialmente, y por un lado, su capacidad de iurisdictio –como IIuiri iure dicundo, “con potestad de dictar Derecho” (Vrs. 61 y 93 y Mal. 69)– y, en segundo término, algunos aspectos si se quiere más anecdóticos pero igualmente capitales para la gestión cívica: mediación en procesos de designación de tutores y de manumisión

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de esclavos (Vrs. 113 o Salp. 29 e Irn. 28), organización y gestión de algunas las fiestas de la comunidad (Vrs. 70), supervisión de algunos aspectos de la edilicia de particulares (Vrs. 73) y control de vías e infraestructuras de saneamiento del territorio (Vrs. 99 e Irn. 82, luego refrendada por la habitual participación de estos magistrados en actos munificentes relacionados con la cura aquarum: AE, 1974, 266 de Lucus Feroniae, AE, 2002, 65 de Segouia, la primera con la elocuente expresión aquam Augustam restituendam et ampliandam ex d(ecreto) d(ecurionum) c(urauerunt): “se ocuparon de restaurar y ampliar el acueducto de acuerdo a una disposición de los decuriones”). La amplitud, pues, de sus atribuciones –con la capacidad judicial al frente de todas ellas– hará que algunas de ellas (Cod. Theod. 1, 29 o Cod. Iust. 1, 4, 30) sean asumidas en época tardoantigua por los curatores reipublicae, originariamente unas magistraturas interinas otorgadas por el emperador a determinadas comunidades (Dig. 43, 24, 3, 4) de cara a la verificación y gestión de conflictos fiscales (Cod. Iust. 1, 3) –por tanto con atribuciones semejantes a las de los logistai griegos– pero que acabarán por asumir un notable poder convirtiéndose en magistratura como tal en el mundo tardío elegida, incluso, por sus propios conciudadanos prueba de su entrada definitiva en el cuadro de la administración y de los procesos de auto-gobierno municipales (Lacour, G: 1877, 1619 y, de forma monográfica, Jacques, F.: 1983). Praefecti Varias son las cláusulas de la legislación municipal en las que se evidencia la importancia que ésta concedía a la permanencia del IIuir –y también de los decuriones (Vrs. 91 y Tarent. 26)– en la comunidad. Junto con la uacatio militiae que –como uno más de los ornamenta o “privilegios” que acompañaban al desempeño de un cargo y que incluían también los asientos de privilegio en los espectáculos o la investidura de la toga praetexta (Vrs. 125 y 126-127)– dejaba exentos de filas a quienes desempeñaban cualquier magistratura (Vrs. 62) de cara a garantizar su dedicación a los asuntos que se les encomendaban, la legislación municipal es claramente explícita a la hora de establecer la conveniencia de que el duunviro no se ausentara de la ciudad por más de un día (Irn. 25, Tab. Heracl. 7 y 10 o Lex Tarent. 26-31) y, en cualquier caso, si lo hacía, dejase designado a un sustituto –praefectus ab IIuiro relictus según la lex coloniae Genetiuae Iuliae (Vrs. 93)– para que hiciese “lo que el duunviro que preside la jurisdicción deba hacer según la presente ley” (Irn. 25). A ese sustituto es al que se le denomina praefectus –pues ése es el término con el que la administración romana aludía a cualquier funcionario designado por un superior para estar al frente de un servicio o encomienda administrativa determinada (Cagnat, R.: 1877(a), 611)–, praefectus pro IIuiro –en alusión a su condición específica de sustituto del IIuir de ahí que a veces se prefiera para ellos el término de promagistrados (Curchin, L. A.: 1990, 35)– o praefectus iure dicundo –en referencia a la potestad judicial que podía ejercer–. Sin embargo, y tal vez por la confiabilidad que exigía un cargo de este tipo (D’Ors, Á.: 1953, 292), algún pasaje de la lex municipalis (Mal. 59) recuerda que convenía que el praefectus –cuyas atribuciones, por tanto, eran las propias del IIuir al que sustituía excepto la de designar otro praefectus (Irn. 25)– fuera mayor de treinta y cinco años, procediera del Senado municipal y jurase fidelidad a los compromisos propios del cargo. Todo ello incide en la importancia que –como ya anotamos– el duunvirado tenía en la propia gestión interna de la vida municipal. Al margen del ya aludido caso de ausencia o impedimento de uno de los IIuiri, el praefectus también podía ser

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nombrado (Mackie, N.: 1983, 62) una vez que el pueblo o el Senado –soberanos en este sentido (Salp. 23)– hubieran conferido el duunvirado honorífico a algún emperador que, lógicamente, no pudiera desempeñar de forma cotidiana las funciones que de él se esperarían (una síntesis de su poder puede verse, en castellano, en Mentxaka, R.: 1993, 72-73) recayendo éstas, por tanto, en el praefectus. Aediles La edilidad constituye el escalón inferior del cursus honorum municipal y, como tal, solía ser exigida para el acceso al duunvirado (Castrén, P.: 175, 64). Lo desempeñaban, por tanto, individuos sin una gran experiencia previa de ahí que, muchas veces, su nombramiento, inspire homenajes cívicos más centrados en cualidades morales (aequitas, iustitia, moderatio, bonitas…) que en competencias de gestión como las que sí son valoradas muchas veces en las honras cívicas erigidas a IIuiri o quaestores salientes (ob merita –“por sus méritos”–, ob rem publicam bene administratam –“por su buena administración de la ciudad”–, multa de re publica merentem –“merecedor de muchas cosas por parte de la ciudad”–, ob egregia eius in rem publicam merita –“por sus ilustres méritos para con la ciudad”–, ob merita et labores eius –“por sus méritos y sus desvelos”–, ob merita in ciuis patriamque et munificentiam eius –“por sus méritos y por su generosidad para con la ciudad y los ciudadanos”…) (al respecto de dicha distinción en las causas de las honras véase Castrén, P.: 1975, 63). Gracias a una rúbrica detallada sobre sus atribuciones –de iure et potestate aedilium– conservada en la lex Irnitana (Irn. 19, con ecos en Tab. Heracl. 20 y 50) sabemos que éstas afectaban principalmente a la annona –“el abastecimiento cívico”–, a los aedes –“los edificios religiosos”–, al oppidum en general y a los “pesos y medidas” (pondera mensuraue) –lo que podría catalogarse en el marco de la cura annonae, es decir, del “abastecimiento urbano” y de la cura urbis, esto es, de las cuestiones policiales, de infraestructuras y de edilicia pública (Cic. Verr. 1, 12, Liv. 3, 57 y Dig. 16, 2)– y aludían también a una categoría específica relacionada con la gestión y organización de espectáculos y juegos públicos (Vrs. 71), por tanto con la cura ludorum (Humbert, G.: 1877(c), 100). Junto a dichas potestades (resumidas también en Mentxaka, R.: 1993, 71 y 128-129), compartían algunas otras con los IIuiri –en cualquier caso siempre a un nivel inferior– como el control de la veracidad de sus scribae (Vrs. 81) en tanto que manejaban información pública y sobre cuentas públicas, o el derecho –una suerte de iurisdictio de segundo grado (D’Ors, Á.: 1953, 341)– de imponer determinados tipos de multa hasta unas cuantías siempre inferiores a las que se reservaban a la capacidad de sanción de los duunviros (Vrs. 93). En este sentido, ha sido la epigrafía –junto a algunas alusiones puntuales de la legislación municipal (Vrs. 73 y la genérica Irn. 19)– la que ha documentado –a través, por ejemplo, de la fórmula permissu aedilium– la cautelosa intervención de éstos en cuestiones relativas al aprovechamiento –para tiendas, mercados y edificios en general– del suelo público (CIL, IV, 1096, 1096a y b y 2996 del foro de Pompeya) labor ésta en la que, en cualquier caso, debieron ser depositarios de prerrogativas emanadas del Senado local (Irn. 19) o de los propios IIuiri (Vrs. 75 y Mal. e Irn. 62, que también aluden a la potestad duunviral y decurional para el derribo de edificios urbanos) que, como se ha dicho, hacían

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cabeza en el cuadro político-administrativo de las comunidades romanas provinciales (para esas funciones jurisdiccionales, puede verse Andrés, F. J.: 1998). Quaestores Un citadísimo pasaje de los Digesta (Dig. 50, 4, 18 y 50, 5, 18) subraya que la cuestura no se contaba en realidad entre los honores municipales sino que era más bien interpretada como un munus, como una “carga” de carácter personal no en vano ocupaba el nicho inferior del cursus honorum municipal (Jacques, F.: 1984, 456) aunque, sin duda, por las exigencias que acarreaba debemos entenderlo como una excelente carta de presentación para quien quisiera medrar en la vida cívica. Como deja claro la legislación municipal (especialmente Irn. 20) y también el modo cómo el cargo aparece recogido en la documentación epigráfica (quaestor rei publicae, quaestor pecuniae publicae, quaestor arcae, quaestor aerarii…: CIL, IX, 3923, CIL, V, 53, CIL, XI, 3215, AE, 1910, 25…) el espacio de competencia de los quaestores estaba directamente relacionado con la pecunia communis municipum, es decir, con la “gestión, custodia, gasto y administración del dinero público de los munícipes del municipio” (Irn. 20) aunque sometida ésta también al arbitrio y acción de los IIuiri como de hecho precisa la citada rúbrica de iure et potestate quaestorum de la lex Irnitana. Es posible que los dispensatores conocidos por la documentación epigráfica como gestores de la caja pública municipal –dispensatores publici, dispensatores fisci o dispensatores arcarii, entre otras denominaciones (AE, 1971, 199, AE, 1999, 1019, AE, 1889, 545…)– actuasen como subalternos de los quaestores en las tareas de gestión del erario público local (Lécrivain, Ch.: 1877(b), 801), tarea que, seguramente, como vimos había sucedido con algunas de las atribuciones duunvirales, debió perder peso con el aumento de protagonismo de los curatores rei publicae (Curchin, L. A.: 1990, 35-36). La exigencia –compartida con los IIuiri– de presentar garantías y avales sobre su situación de solvencia y liquidez financiera (Mal. e Irn. 60) da razón de ser al aserto de la legislación romana de que el desempeño de los honores municipales no obedecía a un orden aleatorio sino que en aquél tenía mucho que ver la capacidad económica real de cada cual (Dig. 50, 2, 7). b) Senado local: decuriones Con un número de integrantes variable (Nichols, J.: 1988) –aunque se apunten entre ochenta y cien miembros como tamaño estandarizado: Irni contaba con sesenta y tres (Irn. 31), Vrso, por ejemplo, debía rondar los cien (Mentxaka, R.: 1993, 88) y en Oriente Ephesus alcanzaba los cuatrocientos cincuenta (IvE-1, 27)–, un lugar de reunión específico –la curia (con estudio epigráfico, arqueológico y bibliografía básica en Balty, J. Ch.: 1991 y Jordán, Á. A.: 2004-2005)– y constantemente acomodado a las necesidades de cada comunidad, a su potencial demográfico y a su extensión (Mentxaka, R.: 1993, 80-81 y Chiavia, C.: 2002, 42), el ordo decurionum –boulé o sinédrion en las provincias orientales y griegas– constituye, sin duda, el núcleo fundamental de la elite rectora del municipio de ahí el interés de la ley por hacer lo posible porque se completara el número de los necesarios (Irn. 31) de modo que en coyunturas específicas de carencia de individuos con origo local que pudieran engrosar sus filas se obligaba a la sustitución de aquéllos por decuriones pedani o pedarii egresados de comunidades vecinas (Castrén, P.: 1975, 55), todo ello reflejo de la adaptabilidad como criterio básico de la

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administración municipal (Curchin, L. A.: 1990, 23 y Mangas, J.: 2001, 46)–. Junto con los municipes, el ordo decurionum, conforma el binomio que aglutinaba en el municipio a dirigentes y a subordinados.

Como parece quedó dispuesto desde época republicana (Laffi, U.: 1983, 71-72) si se reunían, grosso modo, los requisitos que ya fueron anotados para el desempeño de magistraturas (§ 3. 1, a)) se accedía al ordo bien por el desempeño previo de las magistraturas del cursus honorum –lo que, en consecuencia, atraía a aquél a individuos por encima de los treinta años y con notable experiencia en gestión de asuntos municipales–, bien por votación en comitia entre las curias –o por designación del deductor coloniae si estamos ante los albores de una fundación colonial (Dig. 50, 16, 239, 5)– o bien por procedimientos de cooptación o de adlectio (de notable huella epigráfica: adlectus in ordine, adlectus in ordine decurionum, adlectus in decuris…). Con todo, dentro de la asamblea rectora que el ordo constituía en tanto que Senado local (Lécrivain, Ch.: 1877, 1201), el procedimiento extractivo de unos y otros no era indiferente para su ulterior consideración teniendo más protagonismo quienes habían alcanzado dicho rango como antiguos magistrados que quienes lo habían obtenido sencillamente como adlecti o praetextati honoríficos. Como se ha apuntado en ocasiones (Abascal, J. M., y Espinosa, U.: 1989, 116), el término ordo decurionum ha pasado a designar –en la bibliografía específica– no sólo al órgano que aquí describiremos sino también al conjunto de la élite rectora de un municipio, es decir, al cuerpo social que mantiene relación de algún tipo con esta asamblea lo que, sin duda, acabó por convertir a aquéllos en un grupo especialmente cerrado, endogámico, marcadamente elitista (Navarro, M., y Demougin, S.: 2001, 187-189) y que velaba, de hecho, por su verdadera depuración conociéndose casos de procesos incoados por los Senados locales para la inhabilitación temporal o perpetua de decuriones (Dig. 47, 10, 40; 47, 14, 1, 3 o 50, 7, 1) algo extraordinariamente importante cuando sabemos que el cargo revestía carácter vitalicio. Las leyes municipales y los documentos epigráficos no hacen sino subrayar la preponderante posición de esta cámara en relación con el populus –cuyas solicitudes canalizaba y cuyas propuestas autorizaba como permiten intuir expresiones epigráficas del tipo petente o expostulante populo (CIL, II, 3221, AE, 1962, 337, CIL, II, 1286, CIL, VIII, 22743…)– y, de modo especial, con los magistrados, muchas de cuyas competencias supervisaba y hasta autorizaba. Así –y entre otras cuestiones y casi siempre con referencias explícitas a la necesidad de su aprobación mayoritaria– el recurso a las multas impuestas por los magistrados (Mal. 66), las propuestas de cuentas públicas (Mal. 68), el calendario (Vrs. 63), la cuantía a gastar en juegos públicos (Irn. 77), la conveniencia de las embajadas (Vrs. 64 y 92 e Irn. G) o de la demolición de edificios públicos (Vrs. 75 y Mal. e Irn. 62) e incluso el contenido no expresado de algunas atribuciones de los aediles (Irn. 19) dependían, en última instancia, de la autorización decurional. Junto a esa labor de control de la acción del cuerpo de magistrados municipales, estaban reservadas al ordo funciones específicas como la designación de los patroni (§ 3. 2, Vrs. 97, 130 y Mal. e Irn. 61) –cuyos ulteriores beneficia para la comunidad el ordo también debió supervisar (Plin. Ep. 5, 7, 1)–, la emisión de decretos diversos de validez general para la vida municipal (Irn. C y D) y la supervisión de las finanzas públicas (Cod. Iust. 10, 34, 45-46).

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Junto a todo ello, la epigrafía cívica –especialmente de naturaleza honorífica pero también monumental e incluso según qué tipo de tituli funerarios– nos presenta a los decuriones –bajo la expresión decreto decurionum, permissu decurionum o sententia decurionum– interviniendo activamente en la autorización de homenajes estatuarios (CIL, II, 1062, CIL, VIII, 21840, CIL, IX, 3436…), de proyectos edilicios (AE, 1934, 40, AE, 1969/70, 178, AE, 2003, 1978…), de concesión de honras públicas en vida (CIL, II, 1066, CIL, III, 1493, CIL, IX, 58…) o póstumas (CIL, II, 1184, CIL, III, 7366, CIL, V, 4192, CIL, VIII, 21840…), etcétera. Todo ese caudal documental no sólo nos habla con nitidez de su omnipresencia en la vida cívica sino que también nos coloca ante el esfuerzo de determinadas familias por garantizar la recepción de decurionados honoríficos para algunos de sus miembros como vía para la preparación de sus futuras carreras políticas. Esta práctica, de hecho, se dio especialmente con individuos de corta edad (Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 48-56) que eran incorporados, adlecti, en el ordo sin voz ni voto pero que ilustran muy bien el consejo plutarquiano del poder de los contactos en la vida política antigua (Plut. Prae. ger. reip. 814 C). De igual modo, el hecho de que junto a la notoriedad que conferían a los miembros del ordo los ornamenta decurionalia estipulados explícitamente por la ley –especialmente la reserva de asientos de honor en los espectáculos (Vrs. 125, con comentario detallado en D’Ors, Á.: 1953, 262-267)– aquéllos aparezcan normalmente como beneficiarios de actos munificentes de terceros –repartos de sportulae y organización de epula o banquetes colectivos especialmente (AE, 2003, 2005, CIL, II, 1047, CIL, VIII, 1578…)– subraya los deseos de entablar relación con ellos que estimularon a gran parte de la elite local municipal y que acentúan, si cabe, el carácter corporativo de la institución y el evidente escenario auto-representativo en que se convirtió –a pequeña y gran escala– la vida municipal romana (Alföldy, G., y Panciera, S.: 2001, 4 y Stylow, A. U.: 2001, 142) tanto que incluso las manifestaciones externas de ese sentido de pertenencia encontraron un lugar en la aguda sátira de los poetas (Hor. Sat. 1, 5, 34-6).

Un resumen de lo dicho puede verse en la parte gráfica que cierra estas

páginas (Fig. 2). c) Procedimientos de los poderes municipales: aspectos consultivos y representatividad popular Los textos de la legislación municipal (Vrs. 101 y 105 y Mal. 51, 52 y 55-58, por ejemplo, comentadas en Mentxaka, R.: 1993, 73-76) y los repertorios jurídicos romanos (Dig. 49, 1, 21; 50, 1, 38 y 50, 49) reservan algunas cláusulas a la delimitación y control del proceso electivo de los magistrados que acabamos de estudiar, un sistema electoral que tampoco era dejado al azar y que –como se ha revelado, por ejemplo, en el extraordinario caso pompeyano (Willems, P.: 1887, Étienne, R.: 1970, 95-129 y 1989, 59-60, Franklin, J. L.: 1980 y Chiavia, C.: 2002, 45-95)– animaba la vida cívica de las comunidades entre la primavera y los comienzos del verano (Lécrivain, Ch.: 1877(a), 1544) para que existiese luego margen suficiente para los juramentos –obligatorios en los seis días siguientes a la elección (Salp. 26 y Mal. 59)–, la presentación de garantías –si procedía (Mal. e Irn. 60)– y la definitiva incorporación de los magistrados a su cargo anual con el inicio del año (Vrs. 68 y 69).

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Antes de detallar los distintos hitos del proceso electoral, sí queremos resaltar que dichas cláusulas legales iban presididas por dos condicionantes que nos parece resultan especialmente representativos, por un lado el hecho de que fueran los magistrados de mayor rango –concretamente el IIuir de más edad (Mal. 52) limitándose aquí el derecho de veto a su pareja si celosamente buscaba impedir una convocatoria legítimamente realizada (Mal. 58)– los encargados de convocarlas anualmente y por otro que éstas no pudieran celebrarse hasta que no hubiera, al menos, tantos candidatos como puestos habían de cubrirse (Mal. 51) aspecto éste que, constituyendo uno de los problemas básicos del sistema electoral romano (Rodríguez Neila, J. F.: 1986), motivaría –sobre todo en época bajo imperial– bien la injerencia directa del gobernador en la designación de parte de esos candidatos (Dig. 50, 4, 3, 15) –una vez que los honores fueron más percibidos como munera que como servicios comunitarios y se perdió la espontaneidad de que el régimen municipal había gozado durante el Alto Imperio– o en la ulterior ratificación del escrutinio final (Dig. 49, 1, 12) bien la laxitud en la aplicación de los requisitos que, arriba comentados (§ 3. 1, a)), eran exigidos a quienes deseaban desempeñar un honos municipal (Jacques, F.: 1984: 338-353). En este sentido, no debió ser infrecuente la nominatio directa de candidatos por parte de los IIuiri convocantes cuando éstos no eran suficientes para cubrir las vacantes precisadas.

Como se ha hecho notar para el caso pompeyano (Chiavia, C.: 2002, 45-47)

tres eran los hitos del iter electoral municipal en las comunidades de Roma: la professio nominum –es decir, la “presentación de candidaturas” a iniciativa de los propios candidatos (Plin. Ep. 10, 83) y después sancionada por el magistrado convocante que publicaba la lista o proscriptio de todos los candidatos aceptados–, la petitio –la “campaña electoral” propiamente dicha, a veces también referida como rogatio (con todos sus detalles en Cic. Comment. pet, excelentemente estudiado en Duplá, A., Fatás, G., y Pina, F.: 1990)– y, por último, la elección propiamente dicha de la que resultaban los nuevos magistrados, debidamente proclamados por la pronuntiatio pública del magistrado convocante (Mal. 57). El proceso implicaba a la asamblea popular –el comitium– que reunía a los individuos libres, varones –pese a que la documentación epigráfica pompeyana presenta a numerosas mujeres haciendo campaña electoral pública a favor de determinados candidatos (Sauunen, L.: 1997 y Chiavia, C.: 2002, 188)– agrupados en una serie de circunscripciones electorales denominadas curiae o tribus que previamente habían sido establecidas por el ordo decurionum previa convocatoria de los IIuiri (Irn. 50). El populus, por tanto –entendido como el conjunto de los habitantes del municipio habilitados para ejercer los derechos políticos (Lombardi, G.: 1941)– disponía de un margen de representatividad anual a partir de estos comitia (Staveley, E. S.: 1972, 224) –que funcionaban como asambleas populares, y de otro espacio menor –mal conocido para los municipia aunque bien para el caso de la Vrbs (Pina, F.: 1989)– por medio de las contiones, una suerte de asambleas reflejo de la soberanía popular ante las que –por ejemplo, y reunidas en el foro– debían prestar juramento algunos de los apparitores de los magistrados (Vrs. 81) y los propios magistrados electos (Mal. e Irn. 26 y 59 y Salp. 26) previa incorporación a sus cometidos (Rodríguez Neila, J. F.: en prensa).

Estos cauces de representatividad popular –debidamente tamizados por el

corte aristocrático de la vida municipal romana y por la “oligarquía de ricos y antiguos ciudadanos” (Reynolds, J.: 1988, 26) que se ha venido retratando hasta

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aquí– ponen de manifiesto de qué modo debió resultar importante para los candidatos el atraerse la simpatía popular –la uoluntas popularis (Cic. Comm. pet. 5, 16)– a través de campañas electorales en las que no descuidasen a ningún potencial elector –por tanto, especialmente dinámicas, centradas en todos los distritos de la ciudad (Cic. Comm. pet. 8, 30)–, en las que supieran manejar la opinión pública (Cic. Comm. pet. 11, 41 y 45) y que resultaran generosas en pompa, que fueran, por tanto, illustres, splendidae et populares (Cic. Comm. pet. 13, 52). La documentación epigráfica –y algunas recopilaciones legales tardías– nos ofrecen ciefrta información en este sentido. Por un lado, el notable repertorio de graffiti electorales pompeyanos –los candidatorum programmata (con estudio sintético de los textos en Chiavia, C.: 2002, 47-95)– manifiesta el modo como los candidatos buscaban sus decisivos apoyos (Cic. Comm. pet. 3, 18) como consabidos rogatores –propagandistas, por tanto, de su candidatura– entre collegia o colectivos de diversa entidad (CIL, IV, 367, CIL, IV, 575, CIL, IV, 673…), grupos profesionales (CIL, IV, 113, CIL, IV, 202, CIL, IV, 373), individuos particulares de ambos sexos (CIL, IV, 121, CIL, IV, 132, CIL, IV, 360…) e incluso anónimos (CIL, IV, 16, CIL, IV, 127, CIL, IV, 361…) que, además –a partir de una fórmula epigráfica estandarizada: dignum rei publicae oro uos faciatis– e incluso cuando, como en el caso de las mujeres, no disponían de derecho al voto exaltaban la dignitas de los candidatos, como se vio, una de las cualidades mejor valoradas para su idoneidad en el desempeño de la función pública. La importancia que para los candidatos representaba esta atracción de la voluntad popular (Apul. Apol. 73 o Liv. 23, 4, 2-3) la manifiesta la reglamentación legal sobre la celebración de banquetes y cenas de carácter electoral (Vrs. 132) y la compleja legislación que respecto de las promesas electorales se nos ha conservado por medio de los monumentales repertorios jurídicos tardíos.

Efectivamente, la presencia de un género específico de actos de munificencia

que aluden a su condición de ob honorem –es decir, relacionados con una promesa electoral previa (ob honorem decurionatus en CIL, VIII, 25468, ob honorem duunuiratus en CIL, III, 3158, ob honorem q(uin)q(uennalitatis) en AE, 1987, 195, ob honorem aedilitatis en CIL, II, 3423…) y habitualmente frecuentes entre sacerdotes, también elegidos en procedimientos semejantes a los aquí descritos (Vrs. 67 y 68)– y, en cualquier caso, directamente conmemorativos de la incorporación de un nuevo magistrado a un nuevo cargo (Jacques, F.: 1975 y Melchor, E.: 1999, 27, con bibliografía) evidencia la importancia que las pollicitationes –las “promesas electorales”– tuvieron en el contexto de las petitiones que estamos estudiando. Sobre ellas, de hecho, se legisló a menudo en aras de supervisar su cumplimiento (Dig. 50, 12, 1 y 1, 6, 10, 11) a menos que éste fuera una amenaza para la ciudad. Al margen de dicha legislación, las fuentes nos ilustran con episodios que traslucen el poder de la presión popular en estas y otras cuestiones (Jacques, F.: 1984, 379-434). Así, están documentados casos en los que la plebe reclamó a la elite el cumplimiento de las promesas electorales (Suet. Tib. 37) o, en cualquier caso, la actualización de los compromisos evergéticos y munificentes que de ellos se esperaban (Philostr. V A 1, 15, Dio. Or. 46, 8 o Suet. Aug. 42) y que, además, podían incluso llegar a obligar a los herederos (Dig. 10, 12, 14), función ésta de control social del pueblo sobre sus dirigentes que –junto a algunos casos de carreras políticas aceleradas ex postul(atione) populi, casi por “aclamación popular” (CIL, XIII, 1921 de Lugdunum) y de concesiones de ornamenta honoríficos u homenajes también sugeridas (CIL, X, 5348 de Interamna o CIL, VIII, 9663 de Cartenna) o

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aprobadas por el populus (CIL, XII, 31285 de Nemausus)– nos parece sugerente subrayar aquí. Todo ello, como puede suponerse, convertía los procesos electorales municipales en uno de los actos sociales más influyentes de la vida cívica romana. No podía ser de otro modo en tanto que éstos glosaban a la perfección la esencia del municipio romano: individuos unidos por lazos de cohabitación y comprometidos en participar en los honores y servicios públicos para los que algunos de entre aquéllos –desde luego, una minoría– eran propuestos por otros (Béchard, F.: 1860, 153), prácticamente los términos con los que Cicerón definía el estado –la res publica– en época republicana (Cic. Rep. 1, 25, 39): una “comunidad de derecho” pero también “de servicios e intereses”.

El proceso –normalmente de varios meses– sobre el que se dilataba la

campaña electoral terminaba con la votación secreta –per tabellam– en los comitia, normalmente por escrito y en un procedimiento para el que también estamos bien informados. Así, una inscripción hispana –la denominada rogatio de Ilici referida a las votaciones romanas (EJER, 2) pero con paralelos notables en la legislación municipal (Mal. 55)– nos informa de cómo en el momento de la votación los senadores –que previamente habían establecido el orden de la votación entre las curias y tribus por medio de sorteo (Mal. 53)– debían haber dispuesto una serie de urnas –normalmente cestas de mimbre, las denominadas arcae o cistae (Plin. HN. 33, 2, 7)– acompañadas de las tabulae dealbatae con los nombres de los candidatos o, en su defecto, unas tabellae ceratae en blanco para la escritura por el elector del nombre del candidato escogido. Los votos –una vez depositados en las urnas ante la custodia específica de terceros (Cic. Leg. 2, 10, 24 o Att. 1, 14, 5)– eran después escrutados por unos diribitores o custodes diribitores –en tanto que se encargaban de administrar el diribitorium, lugar en que los sufragios eran guardados y custodiados después de la votación (Dio Cass. 55, 8 o Plin. HN. 36, 24)– y se procedía a la renuntiatio o proclamación de los candidatos elegidos (Mal. 56 y Cic. Planc. 20, 49) resolviendo –en caso de empate– siempre a favor del casado respecto del soltero, del más veterano respecto del más joven, y del de mayor número de hijos respecto del que menos tenía (Mal. 59) . A partir de ese momento y antes de su incorporación al cargo a comienzos de año, aquéllos estaban obligados a prestar los juramentos a los que anteriormente se hizo referencia para desempeñar adecuadamente las funciones que también hasta aquí han sido explicadas. 3. 2. La dimensión externa del ordenamiento municipal: ciudad y provincia, ciudad y Estado Reflejo evidente del verdadero servicio que la ciudad prestaba a la administración estatal romana (Sotoroni, L.: 1994) lo constituye el estudio del modo cómo –conforme a la documentación de que disponemos– pueden establecerse los cauces de relación entre Roma y sus múltiples comunidades locales (Pacchioni, G.: 1935, 33) y –especialmente– de aquéllas con Roma, un asunto que –tal como se ha advertido repetidas veces en estas páginas– evidencia claramente la esencia de la base pragmática, jurídica y moral del mundo municipal romano (Garzetti, A.: 1956, 98) y vuelve a manifestar las indiscutibles bases griegas y helenísticas de dicha administración (Reynolds, J.: 1988, 17).

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Ya comentamos con anterioridad (§ 2. 1 y 3. 1) la importancia que la administración romana concedía a la espontaneidad y a la libertad del régimen municipal. Si esto era así –como también se ha dicho– era porque la ciudad era concebida como un engranaje más del sistema administrativo provincial, como un modo de “repartición administrativa del pueblo romano” (Grelle, F.: 1972, 127) y como un elemento de referencia en la administración territorial del Imperio. Como vimos, la extensión del modelo de urbanización y de municipalización jurídica no pretendía sino activar ese engranaje más allá de las fronteras itálicas (Sordi, M.: 1960, 108, Sherwin-White, A. N.: 1973, 222 y Humbert, M.: 1978, 43). A buen seguro que otros capítulos del presente volumen se habrán detenido con acierto en este asunto. De que la ciudad constituyó un interlocutor más –y, en ocasiones, el interlocutor válido por excelencia– en la relación Estado-territorio da prueba un conjunto de testimonios que, lógicamente, no podemos aquí sino sencillamente anotar como corolario final a lo hasta aquí explicado. En primer lugar, es evidente –y lógico– que la administración urbana –en esencia, un cauce de comunicación entre los ciudadanos y el Estado a partir de sus representantes (Abascal, J. M., y Espinosa, U..: 1989, 111-1112)– era supervisada desde la administración provincial en tanto que ésta, además, se nutría para algunos de sus cargos de individuos procedentes de los más recónditos lugares de su circunscripción y que vinieran, además, avalados por notables carreras políticas previas en sus comunidades de origen (Ortiz de Urbina, E.: 2007, con bibliografía también al margen del repertorio hispano). Que las leyes municipales citen el edicto del gobernador como marco jurídico de referencia (Irn. 85) y remitan a su persona para cuestiones punitivas y pecuniarias que excedieran los límites de la jurisdicción municipal (Irn. 84 y 19) constituyen dos extraordinarios ejemplos de esta interacción ciudad-provincia ya intuida por los propios ritmos de las promociones individuales y fácil de intuir también –por ejemplo para el caso hispano– a partir de la administración conventual (Ozcáriz, P.: 2006).

Como reverso de esa relación –es decir, en sentido autoridad provincial-ciudad– no debe descartarse –como se ha planteado recientemente (Bérenger-Badel, A.: 2003) y como ilustran algunas fuentes– que el gobernador realizase, además, visitas periódicas y hasta habituales (Marshall, A. J.: 1966, 231) a las comunidades de su cupo y supervisase con ellas cuestiones relacionadas con la vida municipal, de ahí su constatada intervención –por ejemplo– en el amojonamiento de los territoria cívicos (CIL, II2/5, 302), en la custodia –presencial, incluso (Aristid. Or. 4, 78)– de los procesos electorales (Dig. 49, 1, 12 o Plin. Ep. 10, 80) para garantizar que en ellos el reparto de honores se hacía conforme a las edades y dignidades establecidas para cada cargo y sin irregularidades (Dig. 50, 4, 3, 15, sobre el tema puede verse Jacques, F.: 1984, 338-341 y Chastagnol, A.: 1978, 90), en la revocación de disposiciones que contravinieran la legislación imperial (Dig. 47, 12, 3, 5), en la supervisión de programas edilicios y en la inspección del estado de antiguas obras públicas (Dig. 1, 16, 7, 1) –particularmente en las capitales provinciales (Dio Or. 40, 5 o Tac. Ann. 4, 56, 3)–, tal vez en cuestiones relacionadas con el culto imperial (Fishwick, D.: 1999, 96), en la adecuación del marco-general de la legislación cívica a las peculiaridades particulares de cada comunidad (HEp4, 837), en despachar solicitudes particulares o libelli a veces numerosísimos (PYale 61, 1, 3-7) o, también, en solucionar diferencias surgidas entre miembros de la clase decurional o magistrados locales (Dig. 50, 4, 3, 15).

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Volviendo a la proyección exterior activa de la ciudad, un capítulo especial de dicha actividad diplomática de las ciudades romanas lo constituyen las legationes urbicae, “embajadas cívicas” de –al menos desde época flavia– un máximo de tres miembros representantes de la comunidad (Dig. 50, 7, 4) elegidos entre los miembros del ordo que tuvieran más edad (Irn. F) y que, aunque normalmente iban dirigidas al emperador (Cagnat, R.: 1877(b), 1036) también incluyeron entre sus destinatarios –ocasionalmente– al gobernador provincial o al mismo Senado (Jacques, F.: 1984, 322). La conveniencia de éstas –normalmente sugeridas por la pareja de IIuiri– debía ser aprobada por los decuriones (Vrs. 64 y 92 e Irn. G) siendo después los duunviros los responsables de pagar las dietas a quienes eran escogidos para aquéllas y existiendo, además, duras sanciones –de hasta 20.000 sestercios– para quien designado para una de ellas, no la llevase finalmente a cabo, aspecto éste que subraya, si cabe, la importancia estratégica que éstas debieron adquirir en la vida municipal. También reafirma dicha importancia la erección de homenajes ob legationem bene gestam (AE, 1992, 1933 de Volubilis) –“por haber llevado a buen término una embajada”– o de memorias póstumas a quienes habían fallecido en el transcurso de las mismas (AE, 2001, 43 de Noreia). En el otro extremo del absentismo que denuncia la disposición legal de multa arriba aludida, no faltan evidencias epigráficas de legationes gratuitae en las que los encargados de llevarlas a cabo corrían personalmente con los gastos de las dietas que su ejecución implicara (CIL, II2/14, 786, CIL, VI, 1684, CIL, VIII, 26582…) liberando de éstos a las arcas municipales.

Estas embajadas –verdadero reflejo de la relación entre las comunidades y Roma, de la proyección pública de la esfera cívica (Saller, R. P.: 1982, 156-158) y del respeto que Roma sentía por la autonomía municipal (Millar, F.: 1977, 363-463, Reynolds, J.: 1988, 43 y Tobalina, E.: 2006, 56)– estuvieron inspiradas por razones bien diversas tal como conocemos por los documentos epigráficos (AE, 1903, 200, para solicitar el derecho Latino, CIL, II2/14, 784, para asistir al concilium prouinciae o AE, 1992, 1933, para solicitar concesiones de ciudadanía) y por algunas noticias de las fuentes. Así, al margen de la necesaria y periódica labor de documentación de los legati sobre las novedades legislativas que se publicaban en Roma en relación a colonias y municipios (Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 91 y Corbier, M.: 2006, 34-35 y 60) algunas nos consta fueron relacionadas con conflictos de riego y aguas (Tac. Ann. 1, 79), con la solicitud de ayudas por catástrofes naturales (Dio Cass. 54, 23, 7-8), con cuestiones relacionadas con ciudadanías honoríficas y disposiciones testamentarias (Tac. Ann. 4, 43, 5 o Plin. Ep. 10, 84), con asuntos vinculados a la promoción estatutaria de las comunidades (Gell. NA. 16, 13, 4, CIL, III, 352 o ILS, 6779 y 6780) y otras, en fin, organizadas para recoger textos y documentos legales relativos a la ciudad como parece debió suceder con algunas de las leyes municipales hispanas (González, J.: 1986(a), 238). A esa labor –tal vez a partir de mediados del siglo II dejada, como se anotó anteriormente, en manos de curatores específicos y especializados–, necesariamente, habría que unir el activo envío por parte de los municipia –al menos para el caso hispano y para época flavia– de epistulae en las que se presentaban al emperador solicitudes de diverso género, como la tributaria y urbanística documentada –a partir de la correspondiente respuesta del emperador– en la epistula Vespasiani ad Saborenses (CIL, II2/5, 871) y la desechada solicitud de condonación de multa presentada por los Muniguenses a

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Tito y conocida por la epistula Titi ad Muniguenses (AE, 1972, 257) y que trataba de enmendar una disposición previa –en el mismo sentido– por parte del gobernador. En esta relación entre las ciudades y el Estado central emerge con extraordinaria importancia la figura del patronus prácticamente uno más de los cargos municipales (Lécrivain, Ch.: 1877(d), 358 y Saller, R. P.: 1982, 156), aludido expresamente en la legislación (Vrs. 97 y 130 y Mal. e Irn. 61) y muchas veces incluido en el album municipal entre los restantes miembros del ordo decurionum por más que dicha inclusión fuera más honorífica que efectiva. Normalmente, las ciudades designaban patroni a aquéllos individuos bien originarios de dichas comunidades pero que habían salido de las mismas para desarrollar carreras en los ordines superiores bien relacionados con la comunidad por algún tipo de lazo indirecto (Fronto, Ep. 2, 10 o Plin. Ep. 10, 8, 2). Aunque la preocupación por el ornatus ciuitatis (Cod. Theod. 15, 1, 41) y la dignidad monumental de las ciudades que les nombraban se contaba entre sus más habituales cometidos (CIL, V, 2864, CIL, VIII, 26603, CIL, IX, 1503…) no faltan también evidencias de su implicación en procesos orientados a defender las causas cívicas ante el gobernador provincial (Lib. 1, 107) en una suerte de commendatio –o “recomendación”– que conocemos funcionó usualmente en las altas esferas de la administración estatal (Fronto, Ep. 1, 3, 4 y 9 o Dio Or. 45, 8) y que debió convertirse también en moneda de cambio habitual en los contactos entre los miembros del estamento municipal y las oligarquías rectoras del cuerpo estatal (Rodríguez Neila, J. F.: 1999, 89). Muchas veces esta dedicación les valió homenajes cívicos bajo fórmulas tan elocuentes como –por ejemplo– ob insignem iustitiam et integritatem eius erga (CIL, VIII, 5356) en alusión evidente a sus desvelos en favor de las comunidades que les habían designado como tales. 4. Conclusión Como se ha visto hasta aquí es mucho lo que sabemos sobre el marco teórico de la organización cívica romana pero poco –por ser escasa la documentación– lo que podemos asegurar con certeza sobre el modo cómo aquél tomaría forma y se concretaría en el día a día de las distintas ciudades repartidas por el Imperio queramos imaginar dicha concreción desde una perspectiva optimista o pesimista (Rodríguez Neila, J. F.: en prensa, s. pp). En cualquier caso, incluso esas incertidumbres –que pueden alimentar hipótesis bien diversas y que es deseable encuentren nuevas luces al ritmo de nuevos hallazgos epigráficos– y, desde luego, también las cuestiones todavía no esclarecidas, no nos parece deban oscurecer una realidad evidente con la que nos parece oportuno cerrar estas líneas de síntesis. Si, efectivamente, administrar es –en su evidente y transparente etimología latina– hacer que algo sirva para un fin determinado, la tupida red de ciudades de diversa entidad –demográfica y jurídica– que, a lo largo y ancho del Imperio, Roma estableció –como las colonias– o se atrajo –como los municipios y algunas de las formas de comunidades peregrinas– constituye el mejor ejemplo de cómo el equilibro entre poder central y autonomía local (Riccobono, S.: 1983, 215) encontró en ellas el mejor eje de referencia para la efectiva integración de los territorios administrados por Roma convirtiéndolas, por tanto, en parte del éxito de la verdadera revolución romana. Sus diferentes estatutos –casi siempre, incluso en los más ínfimos de la condición peregrina, respetuosos con la autonomía preexistente para, después, si procedía, sistematizarla o asimilarla al modo romano– no fueron

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óbice para que Roma –gobernándolas siempre con un patrón estandarizado o tratando, al menos, que tendieran hacia él: el que hemos explicado en estas páginas– supiera generar unidad donde –apenas unos siglos antes– no había sino disgregación. En ello, desde luego, el modelo de administración cívica que aquí se ha explicado –y del que los modernos conceptos de ciudadanía, patria y autonomía resultan indiscutibles herederos– tuvo una gran parte de responsabilidad.

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Fig. 1. Cuadro de las magistraturas municipales romanas

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Fig. 2. Organización, formación y competencias del ordo decurionum