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Materia: Historia Moderna Cátedra: Campagne Teórico: 6 Fecha: 30 de agosto de 2012 Tema: La comunidad rural pre-industrial (II): dossier de ilustraciones; excursus antropológico: consumo de prestigio y destrucción de riqueza en los universos campesino y nobiliario; el prado colectivo: análisis de los estatutos comunales ingleses; Varades en la segunda mitad del siglo XVII: campesinos pobres, rebaños ricos. Dictado por: Fabián Alejandro Campagne Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-. -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.- Profesor Fabián Campagne: Vamos a hacer un repaso de lo visto en la clase pasada, aunque lo haremos de una manera diferente. Hace unas semanas hicimos un repaso analizando una fuente. Hoy lo vamos a hacer a partir de un dossier de ilustraciones. Ilustración 1 1 : plano de un open field perteneciente al manor (señorío) inglés de Ashby St. Ledgers, c. 1210. Se percibe con claridad la enmarañada apariencia que tenían los campos abiertos, verdaderas telas de araña en las cuales resultaba muy difícil orientarse para todo aquél que no hubiera residido en el terruño durante un tiempo prolongado. Las franjas podían adquirir todos los formatos 1 Página 1 del Anexo al Teórico 6. 1

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Materia: Historia ModernaCátedra: Campagne Teórico: 6 Fecha: 30 de agosto de 2012Tema: La comunidad rural pre-industrial (II): dossier de ilustraciones; excursus antropológico: consumo de prestigio y destrucción de riqueza en los universos campesino y nobiliario; el prado colectivo: análisis de los estatutos comunales ingleses; Varades en la segunda mitad del siglo XVII: campesinos pobres, rebaños ricos.Dictado por: Fabián Alejandro CampagneRevisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne

-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

Profesor Fabián Campagne: Vamos a hacer un repaso de lo visto en la clase pasada, aunque lo

haremos de una manera diferente. Hace unas semanas hicimos un repaso analizando una fuente.

Hoy lo vamos a hacer a partir de un dossier de ilustraciones.

Ilustración 11:

plano de un open field perteneciente al manor (señorío) inglés de Ashby St. Ledgers, c. 1210. Se

percibe con claridad la enmarañada apariencia que tenían los campos abiertos, verdaderas telas de

araña en las cuales resultaba muy difícil orientarse para todo aquél que no hubiera residido en el

terruño durante un tiempo prolongado. Las franjas podían adquirir todos los formatos posibles,

absolutamente caprichosos. Este es un caso en el que la reserva señorial ha sido disuelta dentro del

open-field, por motivos de escala y conveniencia económica. Con ello el señor obtenía una serie de

beneficios adicionales: por ejemplo, podía disfrutar de la derrota de mieses para su propio ganado,

derecho que le habría estado vedado si su reserva hubiera consistido en un bloque continuo de tierra

separado del resto del terruño. Las parcelas que conformaban la reserva son las que aparecen en la

ilustración atravesadas por una cinta negra. Las que no tienen dicha raya negra pertenecían a otros

propietarios del término. Las parcelas señaladas con puntos alguna vez fueron parte de la reserva

señorial, hasta que un señor anterior decidió donarlas al cura local. Se acuerdan que dijimos que uno

de los mecanismos por los cuales se iba reduciendo con el paso de los siglos el tamaño de las

1 Página 1 del Anexo al Teórico 6.1

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reservas feudales eran las donaciones pías; bueno, acá tienen un ejemplo concreto. Un tercio de la

reserva feudal terminó en posesión de la parroquia local. La donación convirtió a la reserva en un

espacio demasiado reducido para que tuviera sentido seguir explotándolo en forma de bloque

compacto, y por ello se decidió finalmente disolverla en el campo abierto.

Ilustración 22:

Este es un dibujo más rico en detalles, que también remite a un señorío inglés bajomedieval, en este

caso el de Laxton, en el condado de Nottingham. Acá podemos observar todas las secciones del

mundo rural tardo-medieval y temprano-moderno. Vemos en el extremo superior izquierdo la

residencia del señor feudal, rodeada de imponentes parques. A la derecha de la reserva se observan

bloques compactos, que si no están cercados por lo menos están claramente diferenciados de las

tenencias campesinas; aunque muy pequeñas, aparecen varias personas dibujadas trabajando la

tierra del lord of the manor. Otras secciones de la reserva aparecen dedicadas al pastoreo (se

observan pequeñas ovejas dibujadas). El enorme bosque ubicado en la parte superior del dibujo

también pertenecía al señor. El mundo campesino abarca la porción inferior de la ilustración. Hacia

la izquierda vemos la aldea, una típica aldea-calle preindustrial, con las pequeñas viviendas y sus

huertos anexos. Una particularidad bastante extendida: era frecuente que la primera de las muchas

franjas que un propietario podía tener dispersas por el ager arrancara directamente a continuación

del huerto. También percibimos bloques compactos en la porción de suelo en manos campesinas,

aunque a partir de la imagen resulta imposible determinar si se trataba de comunales propiamente

dichos o de una sección del ager que había quedado dicho año en barbecho.

Ilustración 3 3:

Esta es una fotocopia de una de las páginas del catastro de 1780 de la baronía de Pont St. Pierre,

aquél que los Roncherolles habían comenzado en 1740 y que Antoine Caillot ordenó terminar varias

décadas más tarde. Así era la página del terrier de un señorío feudal en vísperas del colapso del

Antiguo Régimen. El plano remite al segundo burgo en importancia dentro de la baronía, La

Neuville. Nuevamente se observa la típica aldea calle. La diferencia con los el dibujo anteriores es

que al ser esta imagen copia de un catastro realmente existente, podemos observar los nombres de

los propietarios escritos a mano sobre cada una de las franjas. De nuevo vemos en este caso cómo la

primera de las franjas pertenecientes a cada propietario arrancaba de la parte posterior de los

huertos. También observamos bloques compactos, probablemente porciones de la reserva señorial.

2 Página 2 del Anexo al Teórico 63 Página 3 del Anexo al Teórico 6

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Ilustración 44:

Este dibujo resulta un tanto básico, pero tiene su utilidad. Nos permite ver en primerísimo plano la

aldea con los huertos. Aparecen, por supuesto, la iglesia, y las casas solariegas norte y sur

(complejos habitacionales en los pernoctaban los agentes señoriales y en los que se almacenaban

temporariamente los granos percibidos en concepto de tributo). Fíjense que hay toda una enorme

sección de pasturas colectivas, correspondientes a lo que venimos denominando saltus, interpuesta

entre dos porciones diferentes del ager. Las diferentes secciones de los terruños campesinos por lo

general estaban entremezcladas: la tierra virgen interrumpía el espacio cultivable, y viceversa.

Ilustración 55:

Vemos la fotografía aérea de un término de aldea abandonado durante la crisis del siglo XIV,

Whelpington North. Estuvo habitado por cerca de 250 años, pero sus habitantes lo abandonaron tras

el estallido de la crisis y nunca más volvió a repoblarse. Lo notable es que después de tantos siglos,

habiendo pasado casi 600 años, desde el aire se perciben trazos de lo que era el antiguo terruño

campesino. Vemos claramente los cimientos de las viviendas y de los huertos, y también las franjas

con los respectivos surcos trazados por los arados.

Ilustración 66:

Este es otro gráfico muy elemental, pero sirve para explicar la división del ager en los tres campos

que exigía el régimen de rotación trienal. Se puede observar el pueblo, la aldea, y la reserva señorial

(las denominados granjas o culturas). El resto lo constituye el ager dividido en tres secciones

(barbecho, cereal de invierno, cereal de primavera) que, como vemos, no resultaban contiguas.

Ilustración 77:

Este es el plano de un campo abierto perteneciente a un señorío inglés de la Edad Moderna, el

manor de Salford en el condado de Bedford, c. 1590. Hay varias cuestiones interesantes para

señalar. Por supuesto que aparecen las franjas de siempre, pertenecientes a diferentes dueños. En

cada una de ellas observamos los nombres de los propietarios. En la sección inferior observamos

una inscripción curiosa que dice: “Here follow other names which are not transcribed”. Es decir,

quien estaba copiando el dibujo se cansó y decidió dejar el trabajo sin concluir. En cambio, en la

4 Página 4 del Anexo al Teórico 6.5 Página 5 del Anexo al Teórico 66 Página 6 del Anexo al Teórico 67 Página 7 del Anexo al Teórico 6

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sección ubicada en la parte superior de la ilustración, la situación es diferente. No se trata de

parcelas de diferentes propietarios cuyos nombres no fueron transcriptos, sino que son franjas que

pertenecían al mismo individuo, a un tal Mr. Langforde; no se trataba del señor feudal, sino de un

gran propietario local que gracias a un proceso de acaparamiento de tierras había logrado

convertirse en dueño de una enorme cantidad de parcelas contiguas. En 1590 dicha porción de suelo

aún no había sido cercada, pero podía serlo en cualquier momento. Dependería de las relaciones de

fuerza dentro de la parroquia entre los campesinos ricos y el resto de los vecinos. Si Mister

Langforde llegaba a cercar dicha enorme sección del campo abierto, sobre ella se extinguirían los

derechos colectivos temporarios que ya conocemos: el espigueo, la derrota de mieses, el pastoreo en

barbecho. Este dibujo es una muestra muy clara de los procesos de diferenciación características de

las fases finales de los periodos de transición en el mundo rural.

Ilustración 88:

Éste es otro mapa de un manor ingles, el de Edgeware, en Middlesex, en 1587. El dibujo resulta

curioso por otros motivos. Primero, porque constatamos que el open field ha desaparecido por

propia voluntad de los propietarios del terruño. De manera consensuada se han puesto de acuerdo

para reunir sus parcelas mediante un proceso de permuta, y así lograron conformar bloques

compactos que pudieron cercarse. No puedo confirmarlo, pero no me extrañaría que la mayoría de

los productores locales se dedicaran a la ganadería. Solamente han quedado para uso común algunas

áreas baldías entre finca y finca. Este tipo de cercamiento acordado se puso de moda durante el

siglo XVII. Difiere de los enclosures del siglo XVIII, que por lo general fueron impulsados por

leyes aprobada del Parlamento.

Ilustración 99:

El dibujo remite a un campo abierto en la provincia de Bretaña, en Francia, durante la segunda

mitad del siglo XVII. De nuevo vemos que algún propietario ha logrado convertirse en dueño de

una gran cantidad de franjas continuas, porción de suelo que ha cercado sustrayéndola del régimen

de campos abiertos. El grado de impacto que este procedimiento podía tener sobre el open field

variaba en función de la superficie cercada. En el ejemplo que nos muestra esta ilustración

constatamos que el régimen todavía no estaba herido de muerte. Sobrevivían aún muchas franjas

dispersas sobre las que podían ejercerse derechos como el espigueo y la derrota de mieses, y ello

justificaba el mantenimiento del sistema.

8 Página 8 del Anexo al Teórico 69 Página 9 del Anexo al Teórico 6

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Ilustración 1010:

Este es un mapa de Inglaterra relativo a los diferentes tipos de hábitats que existían en las áreas

rurales. El hábitat concentrado, constituido por aldeas compactas, resultaba hegemónico en la

columna central del reino, la región de los Midlands, la zona más densamente poblada del reino, y

aquella en la que el tamaño de la propiedad campesina era más reducida. En el mapa, se trata de la

zona señalada con el tono de gris más oscuro. Tanto en el extremo norte como en Gales observamos

regiones de hábitat disperso, similares a las que resultaban muy comunes en Europa oriental. Pues

bien, entre uno y otro ejemplo hallamos una gran cantidad de situaciones intermedias. Ello quiere

decir que la oposición rígida entre hábitat disperso y concentrado a la que me referí la semana

pasada debe matizarse.

Ilustración 1111:

Como observamos en esta ilustración, todas las combinaciones eran posibles en los terruños

campesinos pre-industriales. La Figura a refleja el típico régimen de campos abiertos: la aldea, la

tierra cultivable dividida en franjas, y las parcelas de un mismo propietario separadas entre sí. En

este caso, las que figuran en negro pueden considerarse pertenecientes a un mismo dueño. La

Figura b nos permite ver un caso similar al que reflejaban las ilustraciones 8 y 9: algunos

propietarios han logrado consolidar bloques de parcelas contiguas y las han cercado, sustrayéndolas

del régimen de campos abiertos. La Figura c remite a una combinación de campos abiertos y

cercados: en el anillo interno tenemos el open field con sus franjas; y en el anillo externo,

propiedades cercadas en bloques para la explotación ganadera. Figura d: el cuarto caso es similar al

anterior, sólo que el anillo externo no se destinaba de manera permanente a la ganadería, y por lo

tanto no se trataba de propiedades cercadas de manera definitiva; algunos años se cercaban y se las

utilizaba como corrales, y otros se las sembraba para producir grano.

Ilustraciones 12-16:12

Ejemplos diversos de mujeres practicando el espigueo (entre ellos, un detalle del celebérrimo

cuadro de Jean-François Millet, de 1857) . El primero de los ejemplos no es un dibujo sino la

fotografía de una campesina alawita prácticando el espigueo en el Cercano Oriente, en concreto en

Siria, en 1938.

10 Página 10 del Anexo al Teórico 611 Página 11 del Anexo al Teórico 612 Páginas 12 a 16 del Anexo al Teórico 6

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* * * * *

Bueno, hasta acá las imágenes. Continuemos con la descripción de la comunidad rural preindustrial

durante la Edad Moderna.

Se acuerdan que yo les dije a ustedes la semana pasada que el régimen de campos abiertos podía

concebirse como una simbiosis entre individualismo agrario y colectivismo agrario. Lo que yo

quiero durante la clase de hoy es profundizar el estudio de ese 50 % colectivista. Para ello necesito

profundizar mi análisis de los comunales de la aldea, la porción de suelo en la que dicho

colectivismo se expresaba de manera más plena e intensa.

Pero antes necesito que nos adentremos en una suerte de paréntesis teórico, un excursus

antropológico. Necesitamos recurrir a algunas categorías que nos permitan llevar adelante un

análisis un poco más sofisticado de las estrategias que los campesinos de la Edad Moderna ponían

en juego para explotar los recursos que les pertenecían a todos. ¿Por qué? Porque hablar de los

comunales es hablar indefectiblemente de las redes de intercambio locales por fuera del factor

mercado, redes de intercambio paramercantiles que jugaban un papel muy importante en la

reproducción económica, material, simbólica y cultural de las comunidades preindustriales.

El modelo antropológico que mejor ha dado cuenta de esta clase particular de intercambios es la

teoría del don, propuesta por primera vez en la década de 1920 por un legendario etnógrafo francés,

Marcel Mauss. Mauss desarrolla por primera vez este modelo en 1923-1924, en una extensa

monografía aparecida en dos números de la revista especializada L’Année Sociologique. El artículo

tenía por título “Ensayo sobre el don. Forma y razón del intercambio en las sociedades arcaicas”.

Con este trabajo Mauss fundaba un campo de estudios específico dentro de la antropología, llamado

a tener enorme éxito. Se lo continuó desarrollando durante todo el siglo XX. El último aporte

destacado se produjo, de hecho, en 1996, año en que el antropólogo marxista Maurice Godelier

publica El enigma del don, basado en el trabajo de campo realizado en Nueva Guinea. El texto fue

traducido rápidamente al castellano por editorial Paidós, y resulta realmente muy recomendable

para aquellos a quienes les gustan las lecturas antropológicas. La teoría del don no es, pues, un

modelo de análisis esclerosado, fosilizado o pasado de moda.

La teoría del don puede concebirse como una suerte alternativa a la noción de homo economicus,

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una categoría históricamente determinada a la que sin embargo disciplinas como la economía

política clásica y la antropología formalista siempre han tendido a concebir como portadora de una

racionalidad que se postula como universal, asociada con formas específicas de institucionalización

del fenómeno económico (el mercado, la moneda, el dinero, la inversión, el crédito) y ligada a lo

que suele caracterizarse como el cálculo economizador, es decir, la búsqueda del mayor beneficio

posible con el menor costo posible en el menor tiempo posible. El modelo de Marcel Mauss es

claramente una reacción en contra de esta manera de concebir la economía moderna. Por ello Mauss

alguna vez sostuvo: “No acepto que la sociedad se encierre en la fría razón del comerciante, del

banquero, del capitalista”. Y por ello veinte años después, uno de los principales herederos de

Mauss, el húngaro Karl Polanyi, diría que “el hombre no nació comerciante”.

La sistematización que Marcel Mauss formula en los años ‘20 no hubiera sido posible sin la

publicación de los resultados del trabajo de campo de otros dos colegas, de dos míticos etnógrafos,

verdaderos padres fundadores de la disciplina: el norteamericano Franz Boas y el polaco-británico

Bronislaw Malinowski. Se trata de pensadores contemporáneos de Mauss (Los Argonautas del

Pacífico Occidental, de Malinowski, sin dudas el libro de antropología más famoso de todos los

tiempos, se publica en 1922, pocos meses antes de la aparición del Ensayo sobre el don). Boas y

Malinowski exhumaron en sus respectivas áreas de estudio dos casos simétricos de intercambio

ceremonial no mercantil: el Potlach, en la costa noroeste de los Estados Unidos, y el Kula, en las

Islas Trobriand de Melanesia.

¿Qué es el don? La definición que propone Mauss es muy sencilla: el don es un desprendimiento

voluntario de lo que se posee; una entrega que, precisamente porque tiene carácter no forzoso, en el

mismo momento en que se produce instaura una disimetría, crea una deuda, genera la obligación de

devolver. Por definición los dones no pueden comprenderse por fuera del proceso tendencialmente

infinito del que forman parte, proceso en el que se imbrican tres obligaciones simultáneas: la de dar,

la de devolver y la de aceptar.

Los dones que particularmente le interesan a Marcel Mauss son los que denomina “prestaciones

totales”. Se trata de dones que no involucran a individuos sino a grupos (o si involucran a

individuos lo hacen en tanto encarnación o representación de colectivos). Estas prestaciones totales

resultaban imprescindibles en las sociedades arcaicas para la producción y reproducción de las

relaciones sociales. ¿Por qué? Primero, porque ayudaban a movilizar la riqueza y la energía de las

comunidades organizadas. En segundo lugar, porque contribuían a la redistribución de la riqueza en

las sociedades sin mercado. En tercer lugar, porque habilitaban la acumulación de prestigio y la 7

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competencia por el status en sociedades sin estado, en las cuales por definición las jefaturas siempre

tenían carácter provisorio porque eran puestas a prueba de tanto en tanto. En cuarto lugar, porque

mantenían la paz y la amistad entre los clanes vecinos, en el contexto de lo que los antropólogos

caracterizan como sociedades segmentarias, sociedades en las cuales la estructura de clases resulta

apenas embrionaria.

Mauss divide estas prestaciones totales en dos clases diferentes: los dones agonísticos y los no

agonísticos. Las prestaciones totales agonísticas son aquellas permeadas por un fuertísimo espíritu

de competencia y rivalidad. El ejemplo más acabado es el potlatch. Los dones no agonísticos, por el

contrario, son aquellos que tienden a una distribución pareja de la riqueza material y simbólica.

En su monografía de la década del ‘20 Marcel Mauss prioriza el estudio de los dones agonísticos,

que son evidentemente los más espectaculares, los más teatrales y coloridos; pero que no son los

más difundidos. Quedará para los herederos de Mauss profundizar en el estudio del tipo más común

de don: el no agonístico. Veinte años después de Mauss, Polanyi creará la categoría de

“reciprocidad”, entendida como uno de los tres principios de integración del proceso económico: los

otros dos eran la redistribución y el mercado. Y veinte años después de Polanyi, el norteamericano

Marshall Sahlins refinará la noción polanyiana de reciprocidad proponiendo la existencia de una

reciprocidad generalizada, una reciprocidad equilibrada, e incluso una reciprocidad negativa

A Mauss le interesan, en esencia, los dones agonísticos, cuyo ejemplo paradigmático es el potlatch.

¿Cómo podemos definir esta práctica? Se trata de una palabra en lengua chinook derivada de una

forma del verbo “dar”. En términos históricos, la etnia chinook habitaba en la costa noroeste de los

Estados Unidos, en lo que hoy es la costa de los estados de Oregon y Washington. Entraron por

primera vez en contacto con el hombre blanco durante la famosa expedición de Lewis y Clark, de

1804-1806, la primera expedición terrestre que partiendo de la costa este alcanzó la costa del

Pacífico, y logró volver con éxito a su punto de partida. La nación chinook, como se autodenomina

en el presente, goza de gran vitalidad en los EE.UU., como lo prueba el sitio web en el que reseñan

su cultura, historia y tradiciones, http://www.chinooktribe.org/. Cuenta incluso con una tienda

comercial cuyo lema es “show your pride and support the tribe too!”, y en la que se pueden

comprar remeras, gorros y otros souvenirs (un ejemplo cabal de lo que alguna vez Néstor García

Canclini caracterizara como “culturas híbridas”, y más recientemente como la transformación de las

identidades en espectáculo multimedia; recomiendo su libro Consumidores y ciudadanos, editado

por Grijalbo).

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Bueno, ¿qué es el potlatch? La definición es muy simple también: se trata de un ritual agónico de

consumo ostentoso durante el cual un anfitrión se desprende de manera pródiga de su riqueza

acumulada, que distribuye entre sus invitados bajo la forma de regalos de proporción desmesurada,

pantagruélica. El potlatch podía llegar incluso a la destrucción de riqueza ante la atenta mirada de

los invitados, como índice del carácter infinito, ilimitado, de la generosidad del anfitrión. Algunos

antropólogos creen que en su fase final el potlatch pudo llegar a incluir sacrificios humanos, el

sacrificio de esclavos entendido como destrucción de riqueza; de todos modos, estas exageraciones

no pueden considerarse parte constitutiva del sistema sino desviaciones aberrantes provocadas por

el espíritu mercantil que los comerciantes occidentales introdujeron en la región. Hago una

aclaración que debí haber hecho antes: si bien el potlatch es identificado por primera vez en el

noroeste de los Estados Unidos, existía a lo largo de toda la costa canadiense e incluso en Alaska.

En el contexto de esta curiosa ceremonia, el anfitrión regalaba con enorme liberalidad porque sabía

que pronto recuperaría gran parte de lo entregado, cuando uno de sus invitados lo agasajara con un

futuro potlatch a celebrarse en un tiempo más o menos cercano. Porque en el contexto de esta lógica

agonística, una deuda sólo se cancelaba cuando se devolvía más de lo que se recibía. Lo que

realmente contaba en esta clase de ceremonias era donar más que ningún otro, ganar el campeonato

mundial de la generosidad, aplastar a los posibles rivales, dar tanto que los demás no pudieran

igualarlo. ¿Por qué? Porque en el interín, aquel anfitrión que hubiera logrado ofrecer un potlatch

particularmente exitoso, memorable, conseguiría temporariamente, siempre temporariamente, la

alianza de los clanes vecinos y la obediencia al interior del propio grupo.

Ahora bien, ustedes se preguntarán qué relación guarda este modelo antropológico con las

estrategias de explotación de los comunales que la comunidad campesina ponía en juego en la Edad

Moderna. Bueno, hay más relación que la que en un principio uno puede imaginarse. Por lo pronto,

vamos a identificar durante la clase de mañana muchas prácticas sociales en el mundo campesino

temprano-moderno en extremo cercanas a la lógica de los dones no agonísticos y de la reciprocidad

equilibrada. Ya hemos visto algunos ejemplos, de hecho, cuando analizamos los derechos bizarros y

curiosos en el marco del señorío jurisdiccional.

Pero también podemos hallar en el funcionamiento cotidiano de la comunidad campesina pre-

industrial prácticas sociales muy próximas a la lógica del potlatch, a la lógica de las prestaciones

totales agonísticas, a la lógica de la destrucción de riqueza, al consumo ostentoso entendido como

teatro, como puesta en escena.

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Veamos un primer ejemplo que se relaciona con el comportamiento de los campesinos

protoindustriales en la Alemania del siglo XVIII, estudiado por Hans Medick. Junto con otros dos

colegas alemanes, Jürgen Schlumbohm y Peter Kriedte, Medick fue autor del más célebre libro

sobre protoindustria editado en el último medio siglo, traducido al castellano con el título de

Industrialización antes de la industrialización. Medick redactó el capítulo 2 de este ensayo

colectivo, del cual extraigo los fragmentos que voy a leer a continuación (el subrayado es mío): “La

tendencia de los campesinos protoindustriales a consumir objetos superfluos y exquisiteces, como

café, alcohol, pan blanco, dulces, así como ropa a la moda y joyas, no puede ser explicada

meramente por la necesidad de reproducción de la fuerza de trabajo. La dieta cotidiana, de puré,

de cereales, verduras, pan negro, papas, era complementada a menudo por un superconsumo de

dulces y otros lujos en cuanto los ingresos obtenidos lo permitían (…) Hay muchos ejemplos de

muchachas que lucen todos sus ahorros en forma de alhajas sobre el cuerpo, y de jóvenes que

gastan sus escasos ahorros en un reloj de bolsillo, en hebillas plateadas, o en una pipa artesanal.

Este consumo hipertrófico era un fenómeno no solo coyuntural, sino estructural. Se manifestaba en

la vida cotidiana de estos campesinos incluso en condiciones de relativa miseria. No cabe duda de

que los productores de la industria rural desarrollaron estas actitudes de consumo como respuesta

a las nuevas oportunidades que les brindaba el mercado. Pero ni los estímulos del mercado ni el

propio proceso de trabajo fueron factores decisivos. El consumo de artículos de lujo era un medio

de expresión social, de transmitir, de comunicar, que encontraba su finalidad en la vida pública”

(Por eso hablo yo de una mise-en-scène, de un teatro de la ostentación). “Para los productores

protoindustriales, representaba el medio de competición por excelencia. No era ya el rango lo que

determinaba el lujo, sino el lujo lo que determinaba el rango. La tendencia general era buscar la

satisfacción en público, no en privado. A pesar de que los guardianes del orden y de la moral

trataban de imponer a través de la Iglesia, la escuela y el control policial, las virtudes de la

domesticidad, el ahorro y la laboriosidad, la gran frecuencia de llamadas al orden dan fe del fuerte

arraigo del modo de vida de los productores rurales, para quienes la familia no desempeñaba el

papel de refugio, ni la vida cotidiana se limitaba al ambiente privado del hogar. La familia

protoindustrial invertía gran cantidad de capital emocional en el proceso de producción

sociocultural. La lógica de la economía familiar de estos productores se regía todavía por las leyes

de una economía con esferas de circulación independientes, por un orden jerárquico de utilidades ,

y por el significado simbólico de las mercancías. Una vez cubiertas las necesidades de la propia

reproducción física, el dinero se convertía en un excedente que se destinaba a un consumo

desproporcionado, vinculado a símbolos de prestigio y a la satisfacción de necesidades

relacionadas con el ocio y la diversión”. Resulta sugestiva la conclusión a la que arriba Medick: “Se

detectan actitudes respecto al dinero similares entre las tribus de los siane de Nueva Guinea, los tiv 10

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del norte de Nigeria, o los indios kwakiutl en la Columbia Británica (los kwakiutl practicaban el

potlatch, como lo chinook), sociedades que aún no han asimilado el significado universal del

dinero y del intercambio de mercancías, introducido en su entorno por la penetración de las

relaciones de mercado y de explotación capitalista”.

Ahora bien, lo interesante es que en la Edad Moderna encontramos prácticas sociales cercanas a

esta lógica tipo potlatch no solo en el mundo campesino sino también en el universo nobiliario. La

lógica de la destrucción de riqueza trascendía la aldea campesina. Voy a dar dos ejemplos, uno

relacionado con la nobleza castellana y el otro con la francesa. Para el primer caso voy a recurrir a

un texto de Carlos Astarita, y para el segundo a uno de Norbert Elias.

Comencemos con la aristocracia castellana del siglo XV. Voy a leer fragmentos de la tesis doctoral

de Astarita, publicada en forma de libro en 1992, con el título de Desarrollo desigual en los

orígenes del capitalismo. Dice Carlos sobre la nobleza señorial del período (el subrayado es mío):

“Nos acercamos a un punto de gran importancia de la vida de los feudales, relacionado con el ciclo

económico de este sistema, con sus fundamentos constitutivos dados por una producción para el

consumo: la economía del gasto. Por oposición a la sociedad capitalista moderna, regida por la

inversión acrecentada del capital, en la sociedad feudal los señores vivían sumergidos en el gasto

improductivo” (recordemos, si no, a los Roncherolles de Pont St. Pierre, riquísimos y

simultáneamente quebrados). “Su existencia transcurría dedicada al consumo que podía acrecentar

la magnificencia. En definitiva, se consagraban a la obtención y destrucción de riquezas. De esta

situación resulta un paralelismo evidente con el potlatch. Nos referimos al carácter polivalente que

adquirían los hechos económicos en esta clase de sociedades, como la feudal. Los hechos

económicos serían actos que no se limitaban a un perfil económico, sino más bien dotados como

hecho social total. La comparación con el potlatch de los indios de Alaska y de la región de

Vancouver se justifica en un aspecto de esta institución que nos acerca al acto económico

observado en la sociedad feudal. Es sabido que en el potlatch, entre sus funciones, hay una que

consiste en superar al rival en magnificencia, aplastarlo, si es posible bajo la perspectiva de

obligaciones de retorno a las que se espera que no podrá satisfacer, de modo de quitarle

privilegios, títulos, rango, autoridad y prestigio” (en esta sección de su tesis Astarita está citando

literalmente un fragmento de Las estructuras elementales del parentesco, de Claude Lévi-Strauss).

“En las sociedades más primitivas como la feudal, las mercancías, además de bienes económicos,

eran vehículos e instrumentos de potencia y vehículos e instrumentos de status. A estas necesidad

de mostrar y mostrarse ante iguales y ante subordinados se vincula el consumo de riquezas, la

economía del gasto, que tuvo su formalización teórica en la idea de que el dinero solo sirve para 11

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gastarlo, usus pecuniae est in emisione ipsius” (la frase es de Santo Tomás de Aquino; una

traducción libre podría ser la siguiente: “la utilidad del dinero reside en su movimiento, en su

circulación”). Me parece particularmente ilustrativo un fragmento de una de las muchas fuentes que

utiliza Astarita, la Crónica de Alonso Barrante Maldonado sobre la Casa de Niebla. En un párrafo

el autor alude al Duque de Medina Sidonia, a Don Juan de Guzmán, uno de los tres o cuatro

aristócratas más importantes de la Península, y sin dudas el más rico y poderoso de Andalucía.

Fíjense lo que dice Barrante de Maldonado sobre este gran aristócrata: “Fue más amado en Sevilla

que todos sus antepasados, porque además de ser el más franco y humano de su linaje, fue también

el más liberal señor (es decir el más generoso, el que más derrochaba, el que más regalaba, el que

más riqueza destruía, aquel cuyos potlatchs resultaban más memorables) hasta el punto de que era

tratado por los sevillanos como su rey y señor natural, Y era el mando y el poder que en la ciudad

tanto tenía que perdió el nombre de Duque de Medina y todos lo llamaron Duque de Sevilla”. Lo

que sigue es la conclusión que Astarita extrae de este fragmento: “La economía del gasto se

inscribía pues en el problema más general de establecer las bases consensuales de la dominación,

de legitimar la dominación… En este tipo de sociedades, la avaricia colocaba al sujeto fuera de las

relaciones humanas”. Para terminar con este caso, no puedo resistir la tentación de citar otra de las

fuentes que utiliza Carlos, un fragmento del celebérrimo Libro del buen amor, del Arcipreste de

Hita, donde se describe el dispendioso uso que del dinero hacían estos grandes aristócratas que

vivían en un teatro con consumo ostentoso continuado. Cito al Arcipreste:

“…con el dinero andan todos los omnes lozanos,Quantos son en el mundo, le besan hoy las manos.Vi tener al dinero mejores moradas,Altas e muy costosas, fermosas e pintadas,Castillos, eredades, et villas entorreadasTodos al dinero sirven, et suyas son compladas.Comía muchos manjares de diversas naturas,Vistía los nobles pannos, doradas vestiduras,Traía joyas preciosas en vicios et folguras,Guarnimientos estrannos, nobles cabalgaduras”

Vamos a ver a continuación cómo la misma situación se repite 200 años después en la Francia de

Luis XIV, con aquella gran nobleza que se paseaba por los lujosos pasillos del palacio de Versalles.

Voy a leer fragmentos de La sociedad cortesana, de Norbert Elias, un texto que supongo muchos de

ustedes conocen. Comienza diferenciado las mentalidades burguesa y aristocrática (el subrayado es

mío): “Por un lado está el ethos social de la burguesía profesional, cuyas normas obligan a las

familias individuales a subordinar los gastos a los ingresos, y si es posible a mantener el consumo

presente por debajo del nivel de las entradas, de tal suerte que la diferencia pueda ser invertida

como ahorro. Ahora bien, el consumo de prestigio (aquél en cual incurrían los campesinos en el

12

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mundo rural y en la nobleza en los palacios de la Edad Moderna) se distingue de esta pauta de

conducta burguesa por varios motivos. En sociedades donde este otro ethos del consumo y status

impera, quien no puede comportarse de acuerdo con su rango pierde el respeto de su sociedad. Este

deber de gastar según el rango exige una educación para el manejo del dinero que es una

educación distinta de la que exige el profesional burgués (Claro, “enseñar a malgastar” implica

transmitir preceptos diferentes que los que se requieren para “enseñar a ahorrar”). Una expresión

paradigmática de este ethos social se encuentra en una acción del Duque de Richelieu relatada por

Hipólito Taine (el famoso historiador del siglo XIX). El Duque de Richelieu dio a su hijo un talego

con dinero para que aprendiera a gastarlo como un gran señor (para que aprendiera a dilapidarlo).

Cuando el joven devolvió la bolsa con algo de dinero dentro (es decir, cuando “le trajo el vuelto”)

el padre, ante sus ojos tomó la bolsa con monedas de oro y todo y la arrojó por la ventana (creo

que un ejemplo más contundente de destrucción de riqueza no puede haber). Esta es una

socialización que imprime en el individuo el deber de la generosidad impuesta por el rango (el

famoso “nobleza obliga” del refranero popular). En boca de los cortesanos aristócratas, la

subordinación de los egresos a los ingresos y la limitación planificada del consumo por el ahorro,

tiene un sonsonete despectivo hasta muy avanzado el siglo XVIII, y en ocasiones hasta después de

la Revolución (y si no que lo digan los Roncherolles). Y concluye Elias exactamente de la misma

manera cómo lo habían hecho Astarita y Medick: “En muchas sociedades existen tipos de consumo

de prestigio, del consumo al que obliga una competencia por el status. Un conocido ejemplo de

ellos es la institución del potlatch. En algunas tribus norteamericanas de la costa noroccidental, los

tlingit, los haida, los kwakiutl, status, rango y prestigio son de tiempo en tiempo puestos a prueba

de nuevo, y cuando es posible a comprobación mediante el deber de realizar enormes gastos para

ofrecer grandes banquetes y ricos regalos, sobre todo a los rivales en status y prestigio”. Esta

cuestión de la destrucción de riqueza vuelve a remitirme a los Roncherolles. Me acuerdo que

todavía a comienzos del siglo XVII ellos seguían reduciendo la de por sí pequeña sección no

forestal de su reserva, creando dominios útiles que entregaban a cambio de rentas perpetuas fijadas

cien por ciento en dinero. Hemos visto que no pretendían con ello obtener riqueza material sino

riqueza simbólica: un gran señor también era respetado por el tamaño de su séquito, por la cantidad

de sirvientes, por el número de sus vasallos.

Ahora bien, díganme ustedes si resulta posible hallar un contraste mayor entre la lógica que impera

en los tres casos que acabo de presentar y el que voy a mencionar a continuación. No voy a decir

quién es el autor ni cuándo ha sido escrito el siguiente fragmento. Cito (el subrayado es mío):

“Piensa que el tiempo es dinero. El que puede ganar diariamente diez chelines con su trabajo, y

dedica a pasear la mitad del día, o a holgazanear en su cuarto, aún cuando solo dedique seis 13

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peniques para sus diversiones, no ha de contar esto sino que en realidad ha gastado o más bien

derrochado cinco chelines más. Piensa que el dinero es fértil y reproductivo. El dinero puede

producir dinero, la descendencia puede producir todavía más, y así sucesivamente. Cinco peniques

bien invertidos se convierten en seis, seis en siete, los cuales a su vez pueden convertirse en tres

chelines hasta que el todo hace cien libras esterlinas. Cuanto más dinero hay, tanto más produce al

ser invertido, de modo que el provecho aumenta rápidamente y sin parar. Quien mata una chancha

aniquila toda su descendencia hasta el número mil. Quien malgasta una pieza de cinco chelines

asesina todo cuanto hubiera podido producirse con ella, columnas enteras y enteras de libras

esterlinas. Guárdate de considerar como tuyo todo cuanto posees, y de vivir de acuerdo con esa

idea. Mucha gente que tiene crédito suelen caer en esa ilusión. Para preservarte de ese peligro

lleva cuenta de tus gastos e ingresos. Si te tomas la molestia de parar tu atención en estos detalles

descubrirás cómo gastos increíblemente pequeños se convierten en gruesas sumas, y verás lo que

hubieras podido ahorrar, y lo que todavía puedes ahorrar en el futuro”. Bien, estos son fragmentos

extraídos de lo que se conoce como el Catecismo de Benjamin Franklin, que en rigor de verdad

remite a dos textos diferentes. Uno de 1736, cuyo título es Necessary Hints to Those That Would Be

Rich (Recomendaciones necesarias para quienes quieren enriquecerse), y otro texto de 1748

titulado Advices to a Young Tradesman (Consejos para un joven comerciante). Ambos textos

resuman ideología burguesa en estado puro, prístina. Expresan una “filosofía de la avaricia”, casi

una religión de la tacañería y del ahorro. Está clara la contraposición entre las dos lógicas: por un

lado, la lógica que impulsa a malgastar con generosidad, y por otro la lógica que impulsa a

acumular con ferocidad. Se trata de universos irreductibles, que lisa y llanamente no pueden

dialogar entre sí. Miren lo que el propio Max Weber comenta sobre el Catecismo de Franklin: “Lo

característico de esta filosofía de la avaricia es el ideal del hombre honrado digno de crédito, y

sobre todo la idea de una obligación por parte del individuo frente al interés de aumentar su

capital. Efectivamente, acá no se enseña una simple técnica contable, sino una ética cuya

infracción no solo constituye una estupidez. Constituye un olvido del deber”. A continuación relata

Weber una anécdota referida a uno de los dos banqueros más célebres del Renacimiento: “Cuéntase

que Jakob Fugger (Fugger era al norte de Europa lo que los Medici eran al sur), “al discutir con un

socio que se retiraba del negocio y le aconsejaba hacer lo propio, puesto que, le decía, ya había

ganado bastante y debía dejar el campo libre para que ganasen otros, Fugger le respondió que él

era de un parecer completamente distinto, y que su aspiración era ganar todo cuanto pudiera,

pareciéndole pusilánime la actitud de su colega, que quería retirarse del negocio”.

* * * *

14

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Dejemos ahora de lado el excursus teórico, al menos por un tiempo. Pongamos entre paréntesis las

categorías que hemos presentado, para recuperarlas durante la clase de mañana.

Ahora quiero volver a la aldea en la Edad Moderna, y en concreto a los comunales. En nuestro

periodo los comunales estaban conformados por dos grandes secciones muy diferentes, que servían

a intereses diferentes: el prado colectivo y el bosque comunal. Éste último lo vamos a analizar

mañana. Veamos ahora los pastos comunes.

Hace no muchos años se ha hecho un descubrimiento muy importante en relación con esta sección

concreta del saltus. Ese descubrimiento se relaciona con Jeanette Neeson, historiadora inglesa a la

cual mencioné la semana pasada. Neeson publica en 1996 por la prensa de la Universidad de

Oxford un libro al que puso por título Commoners. Derecho comunal, cercamiento, y cambio social

en Inglaterra entre 1700 y 1820. Este volumen generó una pequeña revolución en este campo

historiográfico, por el tipo de fuentes que redescubre. Para llevar adelante su investigación, Neeson

exhuma los llamados estatutos comunales, reglamentos para la explotación de los bienes comunales

que se daban a sí mismas las comunidades campesinas inglesas durante el siglo XVIII. Las propias

comunidades campesinas se autolimitaban a la hora de explotar los bienes que pertenecían a todos,

y además ponían por escrito dichas limitaciones. Pues bien, lo primero que una lectura atenta de

estos documentos revela es un obsesivo cuidado por evitar la sobreexplotación de un recurso como

el prado colectivo que se sabía escaso, y también una clara conciencia de que la efectiva regulación

de los pastos resultaba fundamental para el mantenimiento de los niveles de productividad de la

economía del open field. Los campesinos sabían claramente que el prado era una pieza clave de su

economía, y que si no se la cuidaba, la misma corría el riesgo de colapsar.

¿Y qué tiene este dato de interesante o particular? Pues que contradice lo que durante el siglo XVIII

sostenían los enemigos ideológicos de los comunales y del régimen de campos abiertos. Periodistas,

agrónomos, viajeros y políticos sostenían en la Inglaterra del período que los open fields debían

suprimirse de inmediato. ¿Por qué? Porque aparecían como incompatible con los más elementales

principios de la racionalidad económica, con los fundamentos de la revolución agrícola del siglo

XVIII, con el aumento de la productividad del suelo (condición sine qua non para que en las

ciudades se consolidara el sistema fabril), o con necesidades prácticas tan básicas como el control

de plagas o la cría selectiva de ganado. Por todo ello urgía destruirlo. Ahora bien, esta visión

apocalíptica del prado colectivo, descripto por sus enemigos como una porción de suelo habitada

15

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por bestias raquíticas, apestadas, promiscuamente mezcladas unas con otras, no se condice en

absoluto con lo que descubrimos leyendo la clase de fuentes que ha exhumado Jeanette Neeson: los

estatutos comunales.

Cabe aclarar que este combate ideológico lo perdieron los defensores del open field. Los

cercamientos parlamentarios se generalizaron, y primero arrinconan al régimen de campos abiertos

para después extinguirlo. Una vez consumada esta destrucción, la apocalíptica descripción de los

comunales campesinos se convirtió en sentido común historiográfico, y fue críticamente repetida

durante décadas por generaciones de historiadores hasta la irrupción del revisionismo histórico

inglés en materia de historia agraria, revisionismo del cual Jeanette Neeson es una de las máximas

representantes.

Veamos algunas de estas regulaciones que aparecen en los estatutos comunales redescubiertos por

Neeson, y que son regulaciones que los campesinos se imponían a sí mismos en aras de explotar de

manera racional los bienes que les pertenecían a todos. En primer lugar hay que mencionar el

sistema de cuotas. Todos los estatutos comunales campesinos en la Inglaterra del siglo XVIII

imponían un sistema de cupos que determinaba la cantidad de animales que cada vecino del terruño

podía introducir en el prado colectivo en función de la cantidad de franjas que poseía dispersas por

el ager. Ésta era una limitación que no existía antes del 1700. Una proporción convencional

establecía, en la mayor parte de Inglaterra, que aquél que poseía hasta dos hectáreas de suelo

cultivable podría introducir cuatro ovejas en el prado colectivo; para introducir una vaca había que

poseer al menos cuatro hectáreas, y para introducir un caballo, ocho hectáreas. Algunos estatutos

comunales. sensibles a lo que Thompson llamaría la economía moral de la multitud. llegaron a

tomar en consideración las necesidades de los minifundistas, reduciendo para ellos las exigencias

requeridas para la introducción del primer animal; por ejemplo, determinando que para la

introducción de caballos los pequeños propietarios no necesitaban tener ocho hectáreas en el ager

sino solamente tres.

Segunda regulación que hallamos en estos estatutos comunales: la prohibición de transferir

derechos de pastoreo sub-utilizados a individuos ajenos a la comunidad. Esta transferencia podía

tener lugar según dos modalidades. La primera se llamaba agistment. Sucedía cuando un vecino de

un terruño, pequeño propietario con derecho a ingresar animales en el prado colectivo, carecía sin

embargo de animales propios. Se trataba de un caso de derechos de pastoreo desperdiciados. Era

común que estos campesinos introdujeran en el prado común animales que pertenecían a criadores 16

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de terruños vecinos, a cambio de una paga. La segunda modalidad era la de los dead commons, los

comunales muertos. Era parecida a la anterior, pues implicaban el arrendamiento a terceros, por lo

general forasteros, de los derechos de pastoreo no utilizados. La principal diferencia era que,

mientras que el caso del agistment era el campesino con derechos colectivos no aprovechados el

que introducía animales pertenecientes a forasteros en los comunales de su propia aldea, en el caso

de los “comunales muertos” el campesino se desentendía del tema, pues el forastero pasaba a ser

quien se encargaba de dicha tarea directamente. Ven ustedes que son prácticas ilegítimas que

terminaban recargando de manera excesiva un recurso ecológico lábil, como era el prado común.

Bueno, para aliviar la presión sobre los pastos todos los estatutos comunales analizados por Neeson

tomaban medidas en contra de estas costumbres. Los estatutos más severos lisa y llanamente

prohíben estas prácticas, e imponían multas muy onerosas a los infractores. Otros más

contemplativos permitían el arrendamiento de dead commons, pero solamente a vecinos de la propia

comunidad. Y otros más sofisticados, los que mejor complementaban las necesidades de la clase

media campesina y de los pobres rurales, determinaban que todos la comunidad pagaría todos los

años una suma en dinero a los vecinos que tuvieran derechos de pastoreo sin utilizar, como una

forma de compensación.

Tercera regulación destinada a explotar en forma racional el prado colectivo: los corrales

transitorios, que se fabricaban con vallas móviles que se corrían semana tras semana. ¿Qué se

lograba con ello? La explotación pareja del recurso: del consumo de hierba, del apisonamiento de la

tierra y del abono del suelo.

La cuarta de las autorregulaciones tal vez sea la más interesante de todas, porque se relaciona en

forma directa con la tan mentada revolución agrícola del siglo XVIII, la misma que según los

enemigos del open field no podía prosperar bajo este sistema: me refiero al incentivo del cultivo de

forrajeras. Con el nombre de forrajeras aludimos a especies como la alfalfa, el trébol y los nabos,

que podían conformar plantaciones artificiales perennes, permanentes, para alimento del ganado.

Estas forrajeras eran una pieza clave del sistema cuatrienal o sistema Norfolk, que a su vez era uno

de los fundamentos de la revolución agrícola en términos agronómicos. El sistema cuatrienal

reemplazó durante el Siglo de las Luces al trienal, que a su vez durante el siglo XI había desplazado

al bienal. En el extremo occidental de la península euroasiática fueron tres las revoluciones

agrícolas que se desplegaron en la larga duración: la neolítica, la del siglo XI y la del siglo XVIII.

Hasta el siglo XI imperaba en Europa el régimen de rotación bienal, que suponía un fenomenal

desperdicio de tierra, pues todos los años el 50 % de la superficie potencialmente cultivable en

Europa permanecía en barbecho. El sistema trienal supuso un avance, porque el desperdicio bajó del 17

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50% al 33%, pero aún seguía siendo muy importante la superficie de suelo que no podía utilizarse

cada año. Fíjense ustedes en la paradoja que suponía que en el momento del estallido de las

hambrunas catastróficas, que mataban a millones de personas, como las de 1317 o 1709, el 33 % del

suelo cultivable del continente se mantuviera ocioso. Lo que el sistema cuatrienal impulsa es el

reemplazo del barbecho por la siembra de forrajeras: alfalfa, trébol, nabos. El fundamento de este

cambio fue la constatación empírica de que estas especies no sólo no consumían el nitrógeno del

suelo sino que lo incrementaban. Y además, como si fuera poco, permitían alimentar al ganado. Con

ello, el sistema Norfolk resolvía un problema que con el sistema trienal no tenía solución: el

aumento de la cabaña ganadera sin reducir necesariamente la superficie sembrada.

Pues bien, Neeson encuentra decenas y decenas de estatutos campesinos ingleses en el siglo XVIII

que buscaron incentivar la difusión de las forrajeras, premiando a los vecinos que sembraran una

parte de sus franjas dispersas por el ager con estas praderas artificiales perennes. ¿De qué manera se

estimulaba a los vecinos? Aumentando la cuota de animales que tenían derecho a introducir en el

prado colectivo. Neeson encuentra dos casos, un estatuto de 1740 y otro de 1797, que lisa y

llanamente tornaban obligatorio para sus vecinos sembrar una parte de sus parcelas con nabos,

trébol o alfalfa. ¿Cuál es la moraleja del relato? Que los campesinos del siglo XVIII eran

claramente concientes de que estas praderas artificiales aliviaban la presión sobre el prado comunal;

porque ahora si cada pequeño o mediano productor tenía en sus propias tierras una sección

sembrada con forrajeras perennes, podía enviar a pastar allí a sus animales, y los animales que

llevara a pastar allí serían animales que no necesitaría introducir en el prado colectivo. Hay aquí

funcionando una lógica de sistema. Con esta constatación Neeson logró demostrar que los

principios de la revolución agrícola podían aplicarse bajo un régimen de campos abiertos que

contemplara derechos y regulaciones colectivas.

Quinta de estas autorregulaciones campesinas que hallamos en los estatutos: el control de plagas,

otra práctica que según los enemigos del régimen de campos abiertos no podía prosperar bajo este

sistema. En todos los estatutos comunales las multas que se imponían a los vecinos que introducían

animales enfermos en el prado colectivo eran altísimas. Neeson también constata a partir de la

evidencia del siglo XVIII que la práctica de rebaño común, tan asociada con el open field y tan

criticada por sus enemigos, en realidad era la mejor estrategia para descubrir de manera temprana la

irrupción de enfermedades en el ganado. ¿En qué consistía esta práctica? Bueno, la práctica del

rebaño comunal consistía en lo siguiente: el pastor colectivo, un asalariado a sueldo del conjunto de

propietarios de un terruño, todas las mañanas pasaba por cada uno de los corrales particulares y

retiraba, para formar un único rebaño, los animales que para dicho fin cada propietario había 18

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destinado. Luego se dirigía con este rebaño único al prado comunal. Todos los estatutos que

consulta Neeson prohibían que los propietarios cambiaran durante el año los animales que habían

seleccionado para que ingresaron el prado común; sólo podían hacerlo al año siguiente. Esta

práctica facilitaba el control de plagas, porque los pastores terminaban conociendo en profundidad a

los animales que pastoreaban, lo que permitía que de manera rápida y eficaz detectaran la irrupción

de enfermedades, que en el caso del ganado doméstico suelen ser altamente contagiosas. Algunos

estatutos tomaban incluso prevenciones extras; determinaban, por ejemplo, que en caso de que la

detección de una enfermedad escapara tanto al propietario como al pastor comunal, cualquier

vecino del término que descubriera un animal en malas condiciones podía apartarlo del rebaño

común, y pasar luego a cobrar la mitad de la multa que el dueño del animal enfermo debería abonar.

Por último, algunos estatutos concedían a los propietarios un plazo de dos días para retirar los

cuerpos de los animales que murieran mientras pastaban en el prado común.

La última de las regulaciones que imponen estos documentos se relaciona con la cría selectiva de

ganado, otra ardiente recomendación de los defensores de la revolución agrícola y otra práctica

reputada imposible bajo un régimen de campos abiertos. Vamos a ver que se trataba de otra

exageración. Neeson encuentra decenas de estatutos campesinos que limitaban a determinados

periodos durante el año el ingreso al prado colectivo de toros y caballos reproductores, para que los

vecinos pudieran retirar con anterioridad a los animales que deseaban cruzar por su propia cuenta.

Algunos estatutos prohibían todo el año el ingreso de caballos de pequeño porte en condiciones de

reproducirse, con el objetivo de cuidar la calidad de las crías de la comunidad.

Bueno, hasta acá el análisis de Neeson. Bien cabe hacer ahora una aclaración importante Tenemos

que tratar de evitar un peligro: el de idealizar en exceso a la comunidad rural, y en concreto al prado

colectivo. Tal vez aquí Neeson peque un tanto por exceso. ¿A qué me refiero? Pues a que el prado

colectivo, a diferencia de lo que sucedía con el bosque comunal (como veremos in extenso durante

la clase de mañana), no resultaba de gran utilidad para los marginales y para los pobres rurales. El

prado sólo le servía a aquellos que tenían animales. Y quienes poseían animales en cantidad eran las

clases medias y acomodadas del campesinado. En rigor de verdad, el prado colectivo reforzaba la

economía de los campesinos pudientes mucho más que la de los minifundistas y proletarios rurales.

Voy a dar un ejemplo contundente para reforzar lo que estoy diciendo. Ustedes saben que la

Revolución Francesa durante gran parte de su desarrollo manifestó un ideario liberal en materia de

políticas económicas. Incluso podríamos decir que las medidas intervencionistas que se adoptaron

durante el Terror probablemente no derivaran tanto de las convicciones de los Jacobinos cuanto de

la presión que desde abajo ejercían sus aliados sans-culottes. Ahora bien, la Revolución Francesa y 19

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sus diferentes regímenes nunca supieron muy bien qué hacer con los comunales de las aldeas. Tanto

es así que entre octubre de 1790 y noviembre de 1791 el gobierno revolucionario realizó una

encuesta para preguntarle a los propios campesinos franceses qué deseaban hacer con los bienes

colectivos; en concreto se les preguntaba si estaban de acuerdo con la partición del prado comunal,

es decir, suprimirlo tal como existía para subdividirlo en tantas porciones como vecinos tuviera cada

terruño. Sistemáticamente quienes respondían que no a esta pregunta, quienes respondían que

deseaban que el comunal continuara funcionando como hasta entonces, eran los campesinos

medios y acomodados, es decir, los vecinos que poseían gran cantidad de ganado y disfrutaban de

pasturas gratis que perderían en caso de que los comunales se repartieran. Si desaparecía dicho

recurso, deberían incurrir en un nuevo gasto fijo, deberían salir a arrendar pasturas en alguna otra

sección de la localidad. Los campesinos pobres, en cambio, o bien se mostraban indiferentes a la

encuesta o bien defendían la partición.

El prado colectivo no solamente apuntalaba la mayoría de las veces a la reproducción económica

del campesinado acomodado, sino que eventualmente podía servir también para la reproducción

económica de los grandes comerciantes y mercaderes de ganado. Podía resultar funcional para la

ganadería comercial. Voy a dar un único ejemplo, descubierto por un historiador norteamericano,

Philip Hoffman. Hoffman estudió un término de aldea de la provincia francesa de Bretaña en la

segunda mitad del siglo XVII: la aldea de Varades. Analizando las fuentes de Varades, Hoffman

descubre una inconsistencia notable, una inconsistencia entre el origen socioeconómico de los

campesinos que introducían animales en los comunales de la aldea y la cantidad de animales que

ingresaban. La mayoría de los campesinos y de los habitantes de Varades que introducían animales

eran extremadamente pobres; muchos ni siquiera eran minifundistas, pues eran simples asalariados

o proletarios en estado puro. Había incluso mujeres que se empleaban como lavanderas, tejedoras, e

hilanderas, que no sólo introducían animales en el prado colectivo sino que lo hacían en grandes

cantidades. Por caso, un tal Jacques Gaultier, procesado por el tribunal señorial en diciembre de

1661, llegó a introducir 40 ovejas, siendo que se trataba de un simple jornalero. Una lavandera,

Jeanne Dany, introdujo por entonces una cantidad similar. No hace falta que lo diga: ninguno de

estos grandes rebaños parece corresponderse con lo que cabría esperar de un pequeño campesinado

de subsistencia.

Esta sospecha se confirma si observamos un tipo particular de fuentes, los inventarios post mortem.

Hoffman estudia 37 de estos inventarios, relacionados con la franja del campesinado local más

pauperizada. Se trata de documentos producidos entre 1646 y 1657. ¿Qué descubre? Que de los 37,

sólo uno tenía ovejas propias; los restantes carecían de lanares de su propiedad. ¿Qué estaba 20

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sucediendo entonces en Varades en aquella segunda mitad del siglo XVII? Pues que aquellos

campesinos miserables, algunos lisa y llanamente proletarios rurales, como Jeanne Dany o Jacques

Gaultier, funcionaban por entonces como un engranaje más de la ganadería comercial. Lo que estos

pequeños campesinos estaban introduciendo en los comunales de Varades, aprovechándose de sus

derechos de pastoreo subutilizados, era ganado que pertenecía a grandes mercaderes de la localidad.

Se trataba de una curiosa asociación, una suerte de peculiar mediería (aunque el beneficio que

obtenían los campesinos estaba lejos del 50 %), en la cual los capitalistas ponían el ganado y los

campesinos algo no menos valioso en dicho contexto: derechos de pastores subempleados. Se

trataba de una suerte de agistment francés, la misma práctica que los estatutos comunales ingleses

prohibirían durante el siglo XVIII. Ello explica por qué aldeanos que no tenían animales introducían

hasta 40 ovejas en el comunal.

En definitiva, en un caso como el que estamos analizando, que lejos estaba de resultar excepcional

en el resto de Francia, la propiedad y los derechos colectivos le permitieron a los grandes y

prósperos comerciantes de ganado engordar sus animales a bajísimo costo antes de proceder a

venderlos a altísimo precio en los principales mercados consumidores del reino. Por lo tanto,

aunque en Varades eran pequeños campesinos los que introducían animales en los comunales, éste

no funcionaba evidentemente como resguardo de la pequeña economía campesina, de la pequeña

unidad doméstica de subsistencia, sino como una pieza clave de la reproducción ampliada de los

agentes del capitalismo agrario en la región.

Buenos, seguimos mañana.

Desgrabado por Adrián Viale

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