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2015 Nexos www.nexos.com.mx Carlos Fuentes para historiadores La obra literaria de Carlos Fuentes, como la de Octavio Paz, es incomprensible sin el discurso de la identidad que esos dos grandes escritores mexicanos, de la segunda mitad del siglo XX, incorporaron a sus ensayos. El Fuentes narrador, de un modo más claro aún que el Paz poeta, hizo de sus novelas y cuentos ejercicios en los que se escenificaba e ilustraba, por medio de la ficción, una poética de la historia de México y América Latina, elaborada en una pertinaz y, por momentos, contradictoria cavilación sobre el pasado, el presente y el futuro de la región. Bastante reveladora de la experiencia cultural mexicana de la segunda mitad del siglo XX es que sus dos mayores escritores hicieran de la historia el principal interlocutor de la literatura. Los estudiosos Maarten van Delden e Yvon Grenier distinguen, en su libro Gunshots at the Fiesta (2009), los diálogos con la historia, entablados por Paz, a través de la poesía, y por Fuentes, a través de la novela. Sostienen Van Delden y Grenier que así como ese diálogo en Paz se dirimió a favor de una lírica vanguardista, que colocaba en el centro de su persuasión conceptos como la crítica, la modernidad y el liberalismo, en Fuentes el mismo diálogo produjo un desplazamiento hacia las cuestiones de la novela latinoamericana, la identidad nacional y el multiculturalismo global. En ambos, la articulación entre poética e historia fue prioritaria y angustiosa, pero se liberó de maneras diferentes, a veces complementarias, a veces antagónicas.

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Carlos Fuentes para historiadoresRafael Rojas ( )

La obra literaria de Carlos Fuentes, como la de Octavio Paz, es incomprensible sin el discursode la identidad que esos dos grandes escritores mexicanos, de la segunda mitad del siglo XX,incorporaron a sus ensayos. El Fuentes narrador, de un modo más claro aún que el Paz poeta,hizo de sus novelas y cuentos ejercicios en los que se escenificaba e ilustraba, por medio de laficción, una poética de la historia de México y América Latina, elaborada en una pertinaz y, pormomentos, contradictoria cavilación sobre el pasado, el presente y el futuro de la región.Bastante reveladora de la experiencia cultural mexicana de la segunda mitad del siglo XX esque sus dos mayores escritores hicieran de la historia el principal interlocutor de la literatura.

Los estudiosos Maarten van Delden e YvonGrenier distinguen, en su libro Gunshots atthe Fiesta (2009), los diálogos con lahistoria, entablados por Paz, a través de lapoesía, y por Fuentes, a través de la novela.Sostienen Van Delden y Grenier que asícomo ese diálogo en Paz se dirimió a favorde una lírica vanguardista, que colocaba enel centro de su persuasión conceptoscomo la crítica, la modernidad y elliberalismo, en Fuentes el mismo diálogoprodujo un desplazamiento hacia las cuestiones de la novela latinoamericana, la identidadnacional y el multiculturalismo global. En ambos, la articulación entre poética e historia fueprioritaria y angustiosa, pero se liberó de maneras diferentes, a veces complementarias, a vecesantagónicas.

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Un indicio de esa diferencia podría encontrarse en uno de los primeros ensayos de CarlosFuentes, Tiempo mexicano (1971), escrito luego de las novelas que lo naturalizaron en la patriaportátil del boom —La región más transparente (1958), Las buenas conciencias (1959), Lamuerte de Artemio Cruz (1962), Aura (1982), Cambio de piel (1967)…—. Los textos reunidos en aquel volumen atestiguaban, además, la experiencia de los tres 68 —elparisino, el checo y el de Tlatelolco—, y la inmersión de Fuentes en el gran proyecto de novelahistórica que acabaría siendo Terra Nostra (1975). En aquellos ensayos, Fuentes formularía unade las ideas centrales de su poética de la historia mexicana: la simultaneidad de los tiempos deMéxico.

No era nuevo ni excepcional, dentro de la generación del boom, ese gesto de confrontar la ideadel tiempo lineal y progresivo de Occidente desde la noción sincrónica de una multiplicidadde tiempos coexistentes. En otros ensayos de aquella generación, como La expresión americana(1957) del cubano José Lezama Lima o Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971), elestudio de Mario Vargas Llosa sobre la literatura del autor de Cien años de soledad —queapareció, por cierto, el mismo año de Tiempo mexicano— leemos un ademán semejante, deafirmación de América Latina como una zona con una temporalidad propia, diferenciada de ladiacronía europea.

Lo curioso es que Fuentes no apelaba a Aristóteles o a Hegel, a Spengler o a Toynbee, comosolían hacer Paz o Lezama, para refutar la temporalidad occidental. Apelaba al filósofo danésdel siglo XIX, Soren Kierkegaard, precisamente uno de los críticos más ofuscados delhegelianismo que conoció la Europa romántica. Al imaginar a un Kierkegaard en la Zona Rosade la ciudad de México, Fuentes operaba una impugnación doble: la de la teleología de la ideaabsoluta hegeliana y la de la revuelta existencialista, que arrancaba con la angustia del danés yculminaba con la nada de Sartre. Hegelianos, existencialistas y marxistas daban por sentada lalinealidad del tiempo, para asumirla, negarla o acelerarla.

La imposibilidad de un Kierkegaard en la Zona Rosa del DF de los cincuenta y sesenta teníaque ver con el hecho de que en ese lugar mesoamericano del mundo, el sujeto, en vez dedominar el tiempo, era dominado por éste. Más bien, era dominado por la multiplicidad deformas en que se manifestaba el tiempo en México. La Revolución mexicana, según Fuentes,había hecho presentes todos los pasados de México, formulación con ecos de El laberinto de lasoledad de Paz, pero, como veremos, diferente. Paz hablaba de la Revolución como una “súbita

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inmersión de México en su propio ser” o como un evento que vivificaba y hacía presente “unpasado”, en singular. Es cierto que en una de las primeras notas de aquel ensayo, a propósito deCaso y Vasconcelos, también hablaba Paz de “superposición y convivencia” de distintos “niveleshistóricos”. Pero el énfasis de El laberinto de la soledad estaba puesto en la unidad del pasadode México.

Fuentes, en cambio, hablaba de simultaneidad, no de superposición de tiempos, en unahipótesis más parecida a la idea del barroco latinoamericano de Carpentier, de Lezama e,incluso, de Severo Sarduy, que a la contraposición clásica entre mito e historia que sostenía Paz.La clave de este desplazamiento tal vez se encuentre en la lectura hechizada que hizo el jovenFuentes de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo a mediados de loscincuenta. La poética de la historia de Fuentes vendría siendo, como se desprende de Tiempomexicano (1971), consecuencia de una hermenéutica rulfiana de El laberinto de la soledad.Fuentes mismo parecía pedirnos que leyéramos su subjetividad como una hibridación de Paz yRulfo, concebida en la ciudad de México, entre dos años precisos: 1953 y 1963.

Una hibridación que, sin embargo, marcaba un sutil despego ideológico y estético por la víageneracional. Fuentes consideraba a Paz y a Rulfo como sus antepasados, no como suscontemporáneos, y su pertenencia al boom le abría las puertas de una comunidad intelectualde vanguardia, que se sentía acompañada por la Revolución cubana y la izquierda occidental.Ese sello generacional no sólo era perceptible en la crítica al liberalismo o al marxismodogmáticos sino en la formulación de las, a su juicio, cinco tradiciones históricas que dabanvida a los simultáneos tiempos de México: la “mítica y cósmica” de los pueblos de indios, la“romano-católica” de la legitimidad, el despotismo y la obediencia, la del “individualismoepicúreo y estoico”, la del “positivismo empírico y racionalista” del Occidente avanzado y,finalmente, la tradición de la “utopía fundadora”, que “coloca los intereses y valores de lacomunidad por encima de los del poder”.

La diáfana inscripción de Fuentes en la nueva izquierda occidental que se perfiló en torno al 68no le impidió, sin embargo, preservar la mirada crítica hacia el socialismo real en Europa delEste y hacia la experiencia más cercana de la Revolución cubana que por entonces adoptabaun empaque estalinista. Fuentes defendió la liberación del poeta cubano Heberto Padilla yrechazó el juicio a que fue sometido por el delito de haber compuesto poemas disidentes. Perola modulación más distintiva de la posición pública de Fuentes no fue el distanciamiento de La

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Habana sino la conservación de esa distancia mientras, en los setenta y los ochenta, apoyabaresueltamente otros movimientos de la izquierda latinoamericana como el gobierno de UnidadPopular de Salvador Allende en Chile o la Revolución Sandinista en Nicaragua.

Antes de la caída del Muro de Berlín, en 1989, pocos intelectuales latinoamericanosreivindicaron de manera tan vehemente la quinta tradición de la “utopía fundadora”, en unsentido claramente contrapuesto a cualquier modalidad totalitaria de organización del Estado.Fueron esos los años en que aquel posicionamiento político acentuó la dimensiónlatinoamericana de la obra de Fuentes, puesta a prueba en sus dos grandes novelas, TerraNostra y Cristóbal Nonato. Mientras otros escritores del boom se adentraban en sus fronterasnacionales, Fuentes afinaba una poética de la historia continental, que trascendía el referentemexicano de sus primeras novelas y ensayos. Fueron esos también los años en que Fuentes dioforma a una suerte de prolegómenos a toda teoría posible de la novela latinoamericana, queinventarió cada una de las obsesiones del boom: el paisaje, la historia, el mito, la nación, eldictador.

Si el 68 fue el año clave del posicionamiento político de Fuentes, el 92, año de la desintegraciónde la Unión Soviética y del bicentenario de la llegada de Cristóbal Colón a América, sería laocasión propicia para la exposición de esa poética de la historia latinoamericana, adelantada enlas novelas Terra Nostra y Cristóbal Nonato. Ya en las palabras de recepción del PremioCervantes, en Alcalá de Henares, en 1987, y en sendas intervenciones en la UNESCO, en 1991, yen el Coloquio de Invierno, en 1992, recogidos en el volumen Tres discursos para dos aldeas,Fuentes pespunteaba los puntos cardinales de esa poética latinoamericana de la historia. Entreel desmoronamiento del campo socialista y el bicentenario del descubrimiento de América, sehabía producido una maduración histórica de la región que permitía desglosar su pasado, supresente y su futuro.

En esa encrucijada del tiempo americano era necesaria una mirada integradora del mundoprehispánico, el legado de la España católica y de la lengua castellana, de los acervosemancipatorios del republicanismo y el liberalismo del siglo XIX y, por supuesto, de las luchassociales y políticas impulsadas por las revoluciones y los nacionalismos del siglo XX. Laizquierda postcomunista estaba llamada, en esa coyuntura, a asumir la meta de lademocratización de las sociedades y los Estados latinoamericanos. No se trataba, únicamente,de dejar atrás la violencia como método para llegar al poder y conservarlo, sino de

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comprometerse enteramente con el pluralismo y el Estado de derecho. Fuentes expuso esa certidumbre en los ensayos recogidos en Nuevo tiempo mexicano (1994),donde intentó dar una respuesta coherente al levantamiento zapatista de 1994, y, sobre todo,en El espejo enterrado (1992), el libro en que encapsuló su visión de América en el tránsito delsiglo XX al XXI.

El espejo enterrado es, sin lugar a dudas, el gran ensayode Carlos Fuentes. Un texto en el que el autor deTerra Nostra adoptó, deliberadamente, una prosadistinta a la que caracteriza Tiempo mexicano yNuevo tiempo mexicano, en los que, al igual que ensus novelas, predominaba el estilo epigramático, velozy, por momentos, especulativo, que era su sellopersonal. El tono de El espejo enterrado era narrativo,pero más cercano a la narración de los historiadoresprofesionales que a las ficciones vanguardistas de sus primeras obras. En ese libro, que sería elequivalente de El laberinto de la soledad en la trayectoria del autor de La región mástransparente, Carlos Fuentes llegó a ponerse bajo la piel del historiador, un personaje que lorondaba desde aquel Felipe Montero de Aura, que exhumaba papeles amarillentos en buscade datos inútiles.

Los buenos títulos no siempre son buenos para los libros y El espejo enterrado, como buentítulo al fin, provocó lecturas aferradas a aquella metáfora central, que se derivaba de la leyendade Quetzalcóatl, narrada por Bernardino de Sahagún. El espejo era el regalo que le hizoTezcatlipoca a Quetzalcóatl y que quedó enterrado luego de que el dios viera en él su imagende hombre reflejada. Quetzalcóatl, horrorizado, zarpa en su barca de serpientes hacia elOriente, dejando la promesa de un regreso en forma humana. Cuando Hernán Cortés llega alas playas de Veracruz en la primavera de 1519, los mexicas creen que se trata de aquel regresoprometido de la serpiente emplumada. La metáfora, que Fuentes transfiere a un procesoconstante de pérdida y recuperación de la imagen, a partir de la conquista, se prestaba alequívoco de una visión esencialista de la identidad.

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Una relectura más cuidadosa de aquel libro, sin embargo, nos persuade de que el argumentode Fuentes era menos rígido. La historia de México y de América Latina no era, otra vez, unasuperposición sino una simultaneidad de tiempos. La identidad no se perdía y se recuperabasino que se reproducía y se diversificaba, con cada estremecimiento de la historia. Las culturasde los aztecas, los mayas y los incas, en Mesoamérica y los Andes, habían sufrido lacolonización y la evangelización, pero habían aprendido a convivir con las institucionesvirreinales y a aprovecharlas a su favor. Fuentes, como Paz, había heredado de la historiografíarevolucionaria una idea despótica y teocrática del virreinato de la Nueva España, aunque suslecturas de Miguel León Portilla y Jacques Lafaye, David Brading y Enrique Florescano, loayudaban a revalorar el papel de España en América.

Una buena parte de El espejo enterrado estaba, de hecho, dedicada a la España de los Austrias yal Siglo de Oro. Así como Paz, en Los hijos del limo y otros ensayos, había ubicado en elmodernismo hispanoamericano de Darío, Lugones y Martí el origen de la modernidad literariade la América hispana, Fuentes, en Tres discursos para dos aldeas y El espejo enterrado, remontóesa modernidad al Siglo de Oro y, específicamente, al Quijote de Miguel de Cervantes, dondeveía personificada aquella tradición de la “utopía fundadora” que los latinoamericanos habíanhecho suya. La España de Cervantes y la España de Goya, según Fuentes, eran momentosineludibles de la construcción de la identidad latinoamericana.

En su tratamiento de las independencias nacionales, las reformas liberales del siglo XIX y lasrevoluciones populares del siglo XX, Fuentes creía ver una continuidad ideológica que hoy lahistoriografía académica cuestiona. Aquel hilo imaginario que ataba el patriotismo criollo delbarroco con el nacionalismo revolucionario zapatista o villista ha sido severamente impugnado,como se desprende de los últimos libros de su amigo Enrique Florescano. Fuentes no le daba alas reformas borbónicas la importancia que la historiografía contemporánea les atribuye, ni sedetenía en los entretelones de la lucha entre liberales y conservadores en el siglo XIX. Suimagen de la Revolución mexicana, sin embargo, se había complejizado y pluralizado, gracias ala lectura de historiadores como Jean Meyer y Héctor Aguilar Camín.

A pesar de todo, la vieja idea de la coexistencia de los tiempos se reafirmaba en El espejoenterrado de forma tan coherente como sorpresiva. El acápite titulado “Latinoamérica”arrancaba con un homenaje al pintor jalisciense José Clemente Orozco, en cuyos murales enPomona College, Dartmouth College y el Hospicio Cabañas creía encontrar el método

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adecuado para transmitir la coexistencia de los pasados, presentes y futuros latinoamericanos.Esos tiempos simultáneos, según Fuentes, no se agotaban ya en el espacio geográficolatinoamericano sino que debían incluir a la España contemporánea, la de la transicióndemocrática desde el franquismo, y la que llamaba “la hispanidad norteamericana”.

Las últimas páginas de El espejo enterrado estaban dedicadas a la creciente comunidad hispanaen Estados Unidos, un mundo que, según Fuentes, debía incorporarse al gran mural de lostiempos latinoamericanos. Si Octavio Paz, a mediados del siglo XX, había indagado la identidadmexicana desde las preguntas que lanzaba el estereotipo del “pachuco”, Carlos Fuentes, a finesde la centuria, proyectaba esa identidad hacia el horizonte latinoamericano e incluía dentro delmismo a los latinos de Estados Unidos. El autor de El espejo enterrado pensaba que una de lasmetas de los gobiernos democráticos latinoamericanos, constituidos luego de las transicionesdesde los diversos autoritarismos de la Guerra Fría, era sumar al diálogo de la diversidadregional a los hispanos del otro lado de la frontera y demandar a Washington, además delrespeto a las soberanías del sur, una política más benéfica hacia la minoría hispana.

A principios de la década pasada Carlos Fuentes reafirmó su idea de la inclusión de lacomunidad hispana —entonces, unos 40 millones, hoy, más de 50— dentro de ese espaciocultural que llamaba “el territorio de La Mancha”. En En esto creo (2002), una autobiografíaescrita en forma de glosario de nociones personales, el término “Latinoamérica” eradefinitivamente reemplazado por el de Iberoamérica y dentro de esta última incorporaba,naturalmente, a los millones de “manchados, mestizos, abiertos por fuerza a la comunicación,las migraciones y la confianza en nuestra aportación al mundo”, del otro lado de la frontera. Esacomprensión de los hispanos de Estados Unidos dentro de la comunidad iberoamericana noimplicaba, en modo alguno, una subvaloración del vínculo respetuoso que los gobiernoslatinoamericanos y, sobre todo, México, debían sostener con Washington, a pesar de lacatilinaria que le dedicaría a George W. Bush en 2004.

Por apenas unos meses Carlos Fuentes no alcanzó a celebrar la pasada reelección de BarackObama, respaldado por el 70% del voto hispano en Estados Unidos y bajo la presión de unademanda de reforma migratoria. Pero sí alcanzó a ver que la vocación latinoamericana de suliteratura y su pensamiento dejó un legado tangible en el campo intelectual mexicano de lasdos últimas décadas. Algunos de los mejores ensayos escritos en años recientes, como Aires defamilia de Carlos Monsiváis, Premio Anagrama de Ensayo en el año 2000, o Los redentores. Ideas

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y poder en América Latina (2011) de Enrique Krauze, o, incluso, el póstumo libro del propioMonsiváis, Las esencias viajeras (2012), consolidan ese latinoamericanismo en las letrasmexicanas. Sin la obra precursora de Carlos Fuentes, esa inscripción de México dentro de unadiversidad cultural mayor, que lo interroga y, a la vez, lo afirma, no nos resultaría hoy tanfamiliar.

Rafael Rojas. Historiador y ensayista. Es profesor e investigador del CIDE. Su libro más recientees El estante vacío. Literatura y política en Cuba.

Palabras leídas en el homenaje a Carlos Fuentes en la Feria Internacional del Libro deGuadalajara 2012.

 

2013 Febrero.